Sei sulla pagina 1di 5

El Yo como punto de partida

Publicat el 27 novembre, 2016 per administrador


Save
Share
Anna Caballé
Profesora y editora

Es la responsable de la Unidad de Estudios Biográficos de la UB y editora de la revista Memoria

El número de septiembre de Le Magazine Littéraire dedicaba su


portada a la literatura autobiográfica. Una viñeta central caricaturizando las múltiples formas con que el Yo del
autor se escribe ahora mismo servía para insinuar un cierto hartazgo. Nada que ver la situación actual con la
experimentada veinte años atrás, cuando la expresión de la subjetividad se convertía en una de las claves
epistemológicas de nuestro tiempo, fomentando una escritura anclada en el propio escritor, concebido como
búsqueda y personaje principal de su obra. A esa forma de proceder la llamamos autoficción y su crédito en el
ámbito de las literaturas hispánicas ha sido extraordinario. Son contados los autores que se mantienen al
margen de ese artificio que cuenta con cultivadores tan ilustres como Jorge Luis Borges. Y tiene sentido. La
autoficción surgió como una alternativa narrativa al desgaste de la novela de imaginación, de formato
decimonónico, anclándose en una impostación del propio Yo del autor como eje. La obra de Enrique Vila-Matas
es un exponente pionero de esa tendencia que él ha sabido mantener en alto gracias a su excepcional dominio
de la escritura. Él mismo, en el discurso pronunciado en la Feria del Libro de Guadalajara (2015), confesaba que
sentía una confianza ingenua en que la novela se abriría paso en el siglo xxi hacia otras formas literarias –el
ensayo narrativo o la narración ensayística y sobre todo autobiográfica–, es decir, a espacios donde la mezcla
de géneros y la ruptura de los límites, siempre maleables, entre realidad y ficción podían resultar la apuesta
literaria más exigente. Vila-Matas apostaba por una literatura filosófico-experimental, la suya, que convive en
las librerías con una narrativa comercial cargada de intrigas, aventuras, sexo y violencia. En otras palabras, la
explosiva narración de Tirant lo Blanc frente a la ironía del mundo contenida en el Quijote. Dos opciones y dos
formas de contar. Pero todo cabe en nuestro mundo contemporáneo y todo pasa también, porque, como decía
Machado, lo nuestro es pasar.

En los años noventa, algunos de nosotros nos preguntamos si el tiempo de la novela no estaba pasando ya,
como pasó el tiempo de la tragedia clásica, del soneto o del drama romántico. Nada puede permanecer sin
experimentar cambios profundos. En cuanto a la novela, da la impresión de debatirse en una lenta agonía,
precipitándose en el sexo, la violencia o la crueldad para arrancarle todavía algunas llamas a un género que
muestra claros síntomas de rutina y repetición. Muchas de las novelas de las que se habla, novelas que ganan
premios importantes o que obtienen cifras de ventas que dan vértigo, rozan la mediocridad. Por supuesto que
siguen publicándose buenas novelas, pero hay tantas en el mercado, la oferta es tan vasta, que las menos
interesantes sepultan a las mejores, como si el género fuera víctima de su propio y espectacular éxito. También
algunos escritores han expresado en los últimos años su fatiga hacia la novela como un género que había
dejado de motivarles. “Basta de novelas”, escribía Jean d’Ormesson en Ces moments de bonheur (Robert
Laffont, 2005), afirmando que el único proyecto que podía estimularle era escribir su autobiografía. En la misma
dirección se pronunciaba Vicente Verdú en No ficción (Anagrama, 2008), un libro que desnuda la neurosis del
escritor, incrementada a raíz de la muerte de su esposa, empujándole a un texto autorreferencial que oscila
entre la confesión y el experimento narrativo. El propio Verdú había publicado un artículo poco antes que
ocasionó cierto revuelo (“Reglas para la supervivencia de la novela”, El País, 17 de noviembre de 2007), donde
reivindicaba la expresión autobiográfica como la forma que más podía ajustarse a los nuevos tiempos de una
narrativa exhausta: “Si la literatura aspira a conocer algo más sobre el mundo y sus enfermos, su elección es la
directa, precisa y temeraria escritura del Yo.” La subjetividad se funde, o se confunde, en Verdú y tantos más
con una notoria incomodidad, como una incapacidad de ajuste y el individuo tuviera que hacerse pedazos para
encajar en el medido lecho de Procusto. Es decir, la autobiografía considerada como la expresión que mejor
puede ajustarse al malestar del sujeto contemporáneo. También Luis Landero, en un espléndido texto
autobiográfico (El balcón en invierno, Tusquets, 2014), abría con un capítulo titulado “No más novelas”. En él, su
autor reconocía verse incapaz de seguir adelante con su narración apenas comenzada: “¿Qué hago yo aquí?,
¿tantas fatigas para qué?, ¿dónde está en verdad la vida?”, se pregunta angustiado, aparcando su proyecto
novelesco y dejándose llevar por los recuerdos de su pobretona e intensa infancia en Alburquerque que
consigue levantar de nuevo con su imaginación creadora. Y qué decir del mayor autobiógrafo vivo, el escritor
noruego que ha renovado el gé- nero desde dentro, el autor de Mi lucha: “Hoy es 27 de febrero de 2008. Son las
23,43. Yo, el que escribe esto, Karl Ove Knausgård, nací en diciembre de 1968, y por tanto tengo en este
momento treinta y nueve años […]. Cuando mi padre tenía la edad que yo tengo ahora, rompió con su antigua
vida y empezó una nueva.” Son palabras que pueden leerse en el primer volumen de su hexalogía (La muerte
del padre, Anagrama, 2012) y solo espero que pase el tiempo suficiente para poder releer ese maravilloso libro
que ha sido capaz de provocar un incendio en el interior de tantos de sus lectores. En el primer volumen de Mi
lucha, Knausgård plantea su fracaso al querer escribir su tercera novela (después de una primera entrega
brillante); quiere escribir una obra maestra, pero no se identifica con lo que escribe, le parece estar haciendo
ficción sobre la ficción que siente que es él mismo. Está bloqueado literariamente (Landero, Ormesson, Verdú,
confesarán lo mismo). El escritor noruego ve el arte contemporáneo como una cama sin hacer o una moto en un
tejado; algo que carece de objetividad y consistencia porque no es nada por sí mismo: depende del público y del
modo en que este reacciona, depende de lo que los periódicos escriben sobre él, depende de las ideas con las
que los artistas explican que lo que hacen es arte. De modo que opta por una propuesta estética que, en su
caso, no es más que una necesidad moral: objetivar su experiencia y hacerlo libremente, sin limitaciones, hasta
donde pueda llegar con su experimento (el experimento ocupa cuatro mil páginas). Para ello recurre a la
autobiografía, como un camino de retorno a la realidad y un acercamiento a la verdad de quién es, frente a la
ficción que cree haber vivido. El único proyecto que mantiene una ambición similar, aunque no tiene su
mordiente, es Visión desde el fondo del mar, de Rafael Argullol (Acantilado, 2010), tal vez el escritor/filósofo que
mejor expresa la danza de yoes, la cadena de muertes y resurrecciones en que consiste la vida humana.
Argullol aspira en su libro a romper con esa idea, tan arraigada entre nosotros (pero eso sería tema de otra
reflexión), de la autobiografía como un ejercicio narcisista. Frente al mito autodestructivo de Narciso, quien se
contempla obsesivamente en el agua, pero es incapaz de penetrar en ella, de romper esa superficie en la que
ve reflejada su imagen, Argullol plantea la autobiografía desde una actitud inversa: alguien que ve el mundo
desde el fondo del mar y, por tanto, puede contemplar su superficie, sin reflejo, como un espacio abierto,
repleto de iridiscencias, de matices, de luces que abren al sujeto en lugar de aprisionarlo en sí mismo. No sé
hasta qué punto la idea de Argullol se corresponde con el concepto de paralaje utilizado por Slavoj Žižeck. El
DRAE define paralaje como “la diferencia entre las posiciones aparentes que en la bóveda celeste tiene un
astro, según el punto desde el que se supone observado”. Para Žižeck, el término pasa a definir la brecha del
sujeto consigo mismo, la no coincidencia con la unidad del ser (el astro de la bóveda celeste) materializada en
una tensión permanente y consustancial del individuo consigo mismo. Es decir que la noción del Yo ha pasado
de la clásica idea de unidad a la idea de haz. El sujeto (entendido como el ser pensante que somos) convive con
un haz de yoes en permanente relación con la exterioridad y siempre, sostiene Žižeck, mantendrá una tensión
inherente consigo mismo, en función de sus propias coordenadas vitales. También el cuerpo registra esa
tensión, las conmociones que nos habitan (sudor, llanto, lágrimas, temblores, agotamiento físico, postración,
risa…) y que los textos autobiográficos contemporáneos incluyen asimismo en la escritura (Vicente Verdú,
adicto al gelocatil en No ficción o Marta Sanz inventariando sus transformaciones corporales en Lección de
anatomía).
Son, en fin, algunas catas del imperativo autobiográfico que expresa en los últimos años algo más que una
moda pasajera. En los mejores casos, ese recurso al Yo ha sabido exponer el estado permanente de crisis del
individuo arraigando la Historia en el hápax existencial de cada uno (hápax es un término filológico que define
la palabra que en un corpus aparece registrada una sola vez; el filósofo francés Michel Onfray lo aplica a la vida
humana, igualmente única e irrepetible). El Yo, la identidad, ha devenido pues un episteme, la principal
preocupación ética y estética, un retorno a lo existencial que ha fecundado todas las formas artísticas.
Pensemos en el último y extraordinario libro de Emmanuel Carrère, El reino (Anagrama, 2015); en los postulados
de Onfray y su Manifiesto hedonista, o en La ventana discreta, de Antoni Puigverd, denunciando a través de una
escritura diarística la inflación de presente en la que vivimos. Es decir, la autobiografía ha insuflado una nueva
vitalidad al arte, mostrando en algunas obras sus cualidades más desgarradas. Pero, hay que decirlo, también
ha servido de vehículo a una representación desproporcionada y complaciente de una subjetividad banal (que
en algunos reality shows alcanza proporciones grotescas y embrutecedoras). Ha servido de plataforma a una
literatura narcisista, cuyos autores parecen encantados de haberse conocido. Entonces la autoficción es el
hábitat perfecto para ese egoísmo implícito del que habla Vicente Luis Mora en El sujeto boscoso
(Iberoamericana, 2016). Lo hemos observado asimismo en muchos diarios, autobiografías y crónicas personales
que se muestran sin apenas elaboración estética, o bien ofreciendo unas imágenes estilizadas del propio Yo que
resultan pueriles. Y es que todo convive con el Todo, la calidad se ofrece ahora junto a la basura, pero los
destellos sublimes que proporcionan algunas autobiografías permanecen intactos. Sin punto de partida ninguna
ética es posible.

Guardat a 11 - La literatura del joTags autobiografies biografies FICCIÓ HISTÒRIA

Post navigation
← Construir una veritat
Lana →

Deixa un comentari
L'adreça electrònica no es publicarà. Els camps necessaris estan marcats amb *

Comentari

Nom *
Correu electrònic *
Lloc web
Control *Time limit is exhausted. Please reload CAPTCHA. − 4 = tres

Envia un comentari

Potrebbero piacerti anche