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DE LA CRÍTICA DE ARTE A LA
PRÁCTICA CURATORIAL.
ALGUNAS REFLEXIONES
JOAN M. MINGUET BATLLORI
“La exposición es una prótesis
consistente en hacer ver a los otros
las cosas que de otra manera
no podrían ver.”
Giovanni Anceschi
Críticos y artistas
A esas consideraciones historiográficas, habría que añadir otras tantas que deben
poner en cuestión la figura del artista como individuo único, superior, al que la
sociedad le permite acciones, declaraciones, incluso pensamientos, vedados al
resto de ciudadanos. No puedo detenerme ahora sobre esa percepción tan
arraigada, sobre la que Foucault puso varios reparos, esa condición visionaria del
artista (casi deberíamos escribir la palabra con mayúsculas), pues parece que todo
lo ve, todo lo siente, todo lo intuye mejor que los demás. Sin duda, uno de los
cambios sustanciales que se han producido en la crítica de arte es el poner en
cuestión esa condición. Porque, en caso contrario, se asimila el arte a la religión, y
el artista a un sujeto —u objeto— sagrado, lo que sitúa el juicio estético en un
territorio cercano a la fe —y a su contrario, la apostasía—, a la fidelidad, a la
creencia. Es decir, nos sitúa, precisamente, en un terreno alejado de la crítica, del
análisis, un terreno en el que nos puede agradar o no una obra, pero donde la
figura del artista sigue estando en un estadio distinto, si no superior.
De acuerdo con esta idea, aparentemente sencilla, pero que despierta enormes
reservas incluso entre los propios críticos, en los últimos lustros ciertos sectores de
la historiografía del arte han intentado dar un salto mortal en la disciplina con la
creación y el impulso de los llamados estudios visuales. La propia denominación,
que excluye cualquier referencia a lo artístico, da cuenta de una voluntad de
ampliar el objeto de estudio de la restringida cultura artística a la más genérica
cultura visual, sin rangos de distinción ni nominalismos previos. El arte es
substituido por la visualidad en estado puro. Sin embargo, esa aparente revolución
copernicana despierta posturas muy reacias, el giro de corte democratizador que
supone corrompe la tradición jerárquica de la historiografía del arte. Ahora, el
anuncio publicitario más insignificante puede ser colocado en un mismo registro
que la pintura más universalmente consagrada como artística en una maraña de
estudios intertextuales e intermediales de resultados frecuentemente sugestivos.
El comisariado de exposiciones
Y es que, si nos fijamos con atención, la labor del comisario de una exposición se
adentra con plena coherencia en uno de los registros intrínsecos al arte moderno,
o posmoderno: la selección, la apropiación, la intervención, la postproducción. En
efecto, el artista del Renacimiento se caracterizaba por la realización de una obra,
y ese es el canon artístico que prevaleció hegemónicamente con persistencia —no
me engaño: aún hoy es el mayoritariamente aceptado tanto por la sociedad como
por los sistemas artísticos—. Pero las vanguardias del siglo XX introdujeron otra
conducta que, paradójicamente, no requería del artista la ejecución artesanal del
objeto artístico. Ahora, el artista se limitaba a seleccionar un objeto preexistente y
a enarbolarlo a la categoría de arte. Lo intencional substituía lo material o, mejor, la
confección de lo material, el puro artesanado. Ese es el principio que llevó a
Marcel Duchamp a realizar uno de los actos míticos del arte del siglo: presentar en
la exposición de la Society of Independient Artists que debía realizarse en Nueva
York en abril de 1917 un urinario de porcelana que había adquirido en una tienda
de sanitarios de la Quinta Avenida y al que había añadido unas grandes letras
negras como firma: R. Mutt. La obra en cuestión, que Duchamp tituló Fountain en
el registro de la exposición, fue rechazada y quizá ese rechazo es el que acabó
propiciando el halo de leyenda que acompañó desde entonces la gesta
duchampniana [Tomkins 1999:201-208]. El episodio, en todo caso, nos ilumina
sobre esa conducta a la que me refiero: el artista no hace una obra sino que la
fagocita y la muestra como propia. Tras Duchamp, el listado de artistas que han
acudido, en mayor o menor grado, a esta actitud es larga e importante. Más aún,
ese apropiacionismo es una conducta específica en un lenguaje cuyo mayor
desarrollo creativo se produce a lo largo del siglo XX, la fotografía. Como recuerda
Douglas Crimp [2003], citando a John Szarkowski: “La invención de la fotografía
produjo un proceso de captura de imágenes radicalmente nuevo, un proceso que
no se basaba en la síntesis sino en la selección. La diferencia era básica. Las
pinturas se hacían… pero las fotografías, como suele decirse coloquialmente, se
toman.”
Puede que estos objetivos, tanto los referidos a una estricta exposición como los
de más largo alcance, parezcan demasiado atrevidos. Pero lo singular es que la
historiografía del arte ha conocido un nuevo modo de exploración de su objeto de
estudio que los libros, la letra impresa, ya no permitían. El estudio del arte del siglo
XX se ha construido de una manera uniformizante, y es difícil escapar de ella: una
sucesión de ismos que se suceden de forma ininterrumpida, en ocasiones por
oposición, en otras por afinidad. Ese estudio todavía rezuma rescoldos de residuos
que valoran argumentos como el de la originalidad, la destreza, la capacidad, el
genio del artista. Pero esos argumentos quedan expuestos a su permanente
cuestionamiento si repensamos el arte del siglo XX: la originalidad se convierte en
un valor en desuso, la historia del arte se construye en base a una sucesión
continua de contagios, de apropiaciones de cosas que el artista ha visto y
reinterpreta a su manera. El arte rapta al arte del pasado y lo ofrece al presente
para ser raptado de nuevo. Y la exposición se erige en un medio (en un canal)
ideal para mostrar ese flujo de raptos.
No quiero decir que el modelo historiográfico no pueda ser renovado desde dentro,
pero parecen existir unos límites que la exposición volatiliza. En el recorrido visual
y conceptual de una muestra se propone de facto la contemplación de unas obras
que no necesariamente tuvieron o han tenido ninguna relación entre ellas, se
establecen, pues, unos vínculos ahistóricos o transhistóricos en los que los
modelos historiográficos quedan aletargados cuando no directamente cercenados.
No se trata de ilustrar esos modelos historiográficos, de ilustrar los catálogos
completos de la pintura, o no se trata solamente de eso, si es que el comisario lo
quiere así. La práctica curatorial permite ahondar en unos derroteros distintos,
poniendo a la consideración de nuestra mirada, esto es, de nuestro entendimiento,
un flujo visual y mental no necesariamente sometido a la interpretación causal de
la historia.
En este punto, me imagino a algunos artistas negando con la cabeza o, peor aún,
disintiendo ostensiblemente. Por ejemplo, Antoni Llena, un vibrante artista que, en
muchos de los escritos que publica, se ha convertido en una especie de azote para
los críticos. Llena [7/IX/2006] sostiene que uno de los grandes problemas del arte
de hoy es que “vive más pendiente de la dialéctica discursiva que de volar alto”,
eso añadido al hecho que desde la masificada universidad han germinado una
serie de jóvenes críticos que no se atreven a plantear discursos sobre los artistas
de peso. “No es extraño —prosigue Antoni Llena— que muchos críticos y
curadores opten por entretenerse en obras de vuelo corto, ya que éstas les
permiten elaborar un discurso para el patrón del antisistema que toca.” Es
interesante el nuevo planteamiento de este artista contra lo que él denomina la
proliferación hasta el paroxismo de discursos críticos sobre el arte que
aparentemente combaten el pensamiento único aunque, en su opinión, acaban por
imponer otro pensamiento único monocromo.
Intuyo que Llena abjuraría del supuesto de Danto: sus obras de arte nacen como
tales, nunca en el trazo que puedan marcar algunas exposiciones con vocación de
resumir o conceptualizar una época, un período, un semblante artístico. Así, pues,
el habitual divorcio entre artista y crítico persiste ahora en la figura del comisario.
La artista Eulàlia Valldosera insiste en ese divorcio (El Cultural, 18/X/2007): “Puede
ocurrir que los comisarios organicen sus ruedas de prensa sin contar con la
colaboración de los artistas implicados. Lo que interesa es dar a conocer su tesis,
su catálogo. Otro lugar común es que el discurso del crítico se construye a menudo
antes que el proyecto tenga lugar, lo que significa que sus fuentes son únicamente
las que acabo de citar, y así la crítica pasa a cumplir un rol meramente publicitario.
Tampoco la labor de un crítico debería sustituir el discurso propio del artista. A
veces se alimenta perezosamente de éste, sin reconocerle al artista su autoría. Es
hora de que los artistas tomen la palabra.” ¡A las barricadas del discurso!, parece
proclamar Valldosera. Otra vez, una artista con una obra repleta de valores,
muchos de los cuales le han sido adjudicados por críticos y corrientes críticas, por
cierto, abogando por un nuevo orden. ¿O quizá no? La declaración anterior se
mueve en territorios de clara oposición: por una parte, abjura con toda razón de los
críticos que se alimentan perezosamente, dice ella, parasitariamente, deberíamos
precisar, del discurso del artista. Pero si no se trata de hacer gremialismo: cuando
eso ocurre, es que el comisario, el crítico, comete fraude respecto a su función.
Pero en el mismo saco coloca a aquellos críticos que se supone que tienen
discurso propio y no cuentan con los artistas, y eso me parece injusto. Porque no
es lo mismo.
El crítico hace de artista. Y puede cometer excesos. Pero el artista también hace
de crítico. Cuando opina, por texto propio o en declaraciones, o cuando recrimina
el papel de los comisarios, como Antoni Llena, o como Eulàlia Valldosera. O
cuando controla algunos circuitos de exhibición; durante años se habló, no sé si
con razón, de Tàpies como la mente pensante que dirigía buena parte de la
política artística de Barcelona desde la sombra, imponiendo criterios, exigiendo
ausencias... Y no todos los artistas, por el mero hecho de serlo, están vacunados
contra el error, sobre todo si trasladan su cometido a territorios que, en ocasiones,
no les competen. Parece absurdo buscar confrontación donde puede haber reparto
de funciones, que no de individuos. El comisario adopta un rol cercano a la
creación; el creador, si tiene un discurso propio, lo debe vehicular. Pero lo que el
artista no puede pretender es que el crítico, el comisario de exposiciones, se
someta al dictado del artista, del discurso del artista, y se limite a divulgarlo sin
más. Primero, y fundamental, porque es imprudente y fanático pretender que un
campo de la humanidad, el arte, solo pueda ser desarrollado por los artistas.
Segundo, y no menos relevante, porque tampoco los artistas se ponen de acuerdo.
Como en el campo de la crítica, como en el de la política, o en el de la religión, hay
opiniones distintas y opuestas. El curador puede ser cómplice de los artistas, y en
la mayoría de ocasiones lo es (es útil recordar aquí la persistencia de Szeemann
en muchas de sus exposiciones en cruzar el arte del pasado con los artistas
jóvenes), pero ya he mencionado antes que un comisario no tiene por qué
practicar el buenismo.
Las exposiciones deben proponer lecturas que vayan más allá de lo que cada una
de las piezas u objetos que la componen puedan significar por sí mismos. La
acumulación por la acumulación, el apelotonamiento (el hacinamiento) de obras de
arte no implica de ninguna de las maneras una propuesta artística o estética. Es
cierto que a veces nos encontramos con exposiciones de este tipo que tienen un
cierto predicamento social; quizá porque las obras que las componen, las piezas
en su individualidad, tienen tanta capacidad de comunicación estética, tal fuerza en
sus convicciones creativas o receptivas, que eso haga pasar desapercibida la falta
de propuesta global del conjunto; quizás porque, insertos en la era del arte como
espectáculo, del museo como parque temático, algunas exposiciones son vendidas
con unos anzuelos mediáticos que traspasan la presunta sagacidad de la crítica.
Pero que existan casos como estos no niega que, en puridad, la buena exposición
es la que es capaz de transmitir un discurso, no a través de la acumulación, sino
por medio del diálogo que unas obras deben mantener con las siguientes, y estas
con las que las preceden y con las posteriores, y así sucesivamente. Y, más aún,
ese diálogo o debate debe ser reforzado con un diseño apropiado del montaje, en
el que intervienen los necesarios —aunque no excesivos— paneles explicativos,
los criterios de colocación de las cartelas y del diseño gráfico de esos elementos,
los precisos efectos escenográficos o lumínicos, tal vez también los sonoros, la
decisión de dejar al visitante un recorrido libre o sugerirle —o forzarle— a seguir un
itinerario concreto… El comisario debe tener un discurso en lo teórico y ese
discurso debe mostrarse, también, en los aspectos morfológicos, de ordenación de
las piezas. Ese discurso global es lo que, al fin y al cabo, sitúa las diferencias entre
una exposición moderna y la colocación de las piezas de un antiguo coleccionista
de arte.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Guasch, A.M. (ed) [1997]: El arte del siglo XX en sus exposiciones: 1945-1990,
Barcelona, Eiciones del Serbal.
http://disturbis.esteticauab.org/DisturbisII/Minguet.html
Además, deben ser textos redactados con belleza expresiva. Se trata de escritos
que, al juzgar obras de arte, resultan ya creativos porque se apoyan en el propio
trabajo que evalúan, y profundizan hasta el punto de que pueden orientar hasta al
propio autor sobre determinados valores de su obra. Es un género de opinión que
explica, analiza, argumenta y enjuicia las cualidades y los valores de una obra de
arte (Armañanzas, 1996, p. 144)
Los textos periodísticos deben cumplir unas condiciones básicas para ser
considerados críticas de arte (Vallejo, 1993, p. 24). El primer requisito es que debe
ser un texto creativo con una redacción que enriquezca la obra, potencie sus
valores y la califique con rigor, justicia y honradez. Pero además, la crítica es un
texto con belleza expresiva, por lo que debe estar bien construida
gramaticalmente, -en el caso de tratarse de una obra literaria, como mínimo con el
buen estilo de la obra que se
juzga-, y tendrá que ser profunda y amena. Y no puede olvidar su función
formativa, para lo que es necesario que se convierta en el nexo entre el autor y el
lector con el fin de elevar el nivel cultural de éste. La crítica de arte no debe
contener elementos de destrucción, sino, por el contrario, afán de comprensión
hacia la obra analizada. Y, por encima de todo lo anterior, el crítico debe observar
escrupulosamente el principio ético de la insobornabilidad, sin presiones ni
servidumbres de ningún tipo.
La crítica debe ser un texto analítico y sintético con una argumentación ponderada
y justa, por lo que tiene que existir un criterio valorativo bien razonado. El crítico ha
de evitar la tendencia al elogio gratuito y la inclinación a la dureza en sus juicios
(Martín, 1986, pp. 337 y 338). Su texto debe ser fielmente informativo, pues el
objetivo es que el lector conozca las virtudes y los defectos de la obra, aunque
debe estar redactada con tono respetuoso y ecuánime. El crítico debe ser un
especialista en la materia con espíritu reflexivo y serenidad de juicio.
Al ser un género de autor, el crítico de arte debe reunir unas cualidades para poder
ser considerado un profesional especializado en este género periodístico. Un
crítico debe tener facilidad de comunicación para dirigirse a audiencias masivas,
ser experto en el arte que valora, amar la actividad que es objeto de crítica, escribir
siempre con un tono constructivo, tener sentido crítico con claridad de
pensamiento y ser objetivo (Torres, 1988, pp. 22 y 23).
El crítico debe fundamentar lo que afirma sin dogmatismo, y su opinión debe ser
considerada como una aportación personal a la propia obra. Luisa Santamaría
(1990, p. 145) afirma que las características de la crítica de arte son tres: la
brevedad, la urgencia y la inteligibilidad. Es un texto breve, pero no ligero, por lo
que debe estar bien argumentado; es urgente, pero no por ello irreflexivo, y por
tanto, sus valoraciones serán suficientemente razonadas; y por último, al ser un
texto periodístico, debe estar redactado con un lenguaje no especializado aunque
se hable de arte.
http://www.razonypalabra.org.mx/anteriores/n45/ryanes.html
05 2007
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Hacia una teoría crítica del arte
Traducción de Marcelo Expósito
Gene Ray
Gene Ray
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kritik
La teoría crítica rechaza el mundo dado intentando ver más allá. Al reflexionar
sobre el arte tenemos también que distinguir entre una teoría acrítica, esto es,
afirmativa, y una teoría crítica que rechaza el arte dado para mirar más allá. La
teoría crítica del arte no se puede limitar a recibir e interpretar el arte, siendo ésta
la forma que la teoría del arte adopta bajo el capitalismo. Debe reconocer que el
arte, tal y como se institucionaliza y practica hoy día —bussines as usual, en el
actual “mundo del arte”—, es, en el sentido más profundo e inevitable, “arte bajo el
capitalismo”, esto es, arte bajo el dominio capitalista. La teoría crítica deberá
orientarse en cambio hacia una ruptura clara con el arte que el capitalismo ha
sometido.
La primera tarea de la teoría crítica del arte es comprender cómo el arte dado sirve
de apoyo al orden dado. Debe exponer y analizar las actuales funciones del arte
bajo el capitalismo. ¿Qué hace toda la esfera de actividad que llamamos arte?
Cualquier teoría crítica del arte debe comenzar entendiendo que la actividad del
arte en sus formas actuales es contradictoria. El “mundo del arte” es el espacio
donde tiene lugar una enorme movilización de creatividad e invención que se
canaliza a la producción, recepción y circulación de obras de arte. Las instituciones
artísticas manejan el conjunto de esta producción de varias maneras, aunque
dicha conducción, por lo general, no es directamente coercitiva. El mercado del
arte ejerce, ciertamente, una fuerte presión mediante formas de selección que el
artista o la artista no pueden ignorar si desean forjarse una carrera. Pero, en tanto
que individuos, el artista o la artista son relativamente libres de elegir qué quieren
hacer de acuerdo con su concepción de lo que es el arte. Son libres de hacer lo
que les plazca, aun al precio de no vender ni alcanzar la fama. El arte, por tanto,
no ha abandonado su pretensión histórica de ser autónomo en el seno de la
sociedad capitalista; aún hoy día podemos comprobar por doquier, empíricamente,
la manera en que opera esta autonomía relativa.
Por otra parte, quien ejerza la teoría crítica está obligado a observar que el arte,
visto como un todo, es un factor de estabilización en la vida social. La existencia
de un arte que se produce con apariencia de libertad y en gran abundancia
acredita el orden dado. El arte sigue siendo una joya en la corona del poder, y
cuanto más rico, espléndido y exuberante es, tanto más afirma el status quo.
Puede que la realidad material de la sociedad capitalista consista en una guerra de
todos contra todos; en el arte, empero, los impulsos utópicos cuya realización se
ve bloqueada en la vida cotidiana encuentran una formalización social ordenada.
Las instituciones artísticas son capaces de articular una gran variedad de
actividades y agentes en una unidad sistémica compleja; el sistema-arte capitalista
funciona como un subsistema del sistema-mundo capitalista. No cabe duda de que
alguna de estas actividades y productos artísticos son abiertamente críticos y
políticamente comprometidos. Pero si se lo considera como un todo, el sistema
artístico es afirmativo[1], en el sentido de que convierte la totalidad de las obras y
prácticas artísticas —la suma de todo lo que fluye a través de estos circuitos de
producción y recepción— en “legitimación simbólica” (por tomar en préstamo la
adecuada expresión de Pierre Bourdieu[2]) de la sociedad de clases. Lo consigue
alentando los impulsos autónomos del arte mientras simultáneamente neutraliza
políticamente lo que esos impulsos producen.
Modernismo francfortiano
Los teóricos francfortianos veían en el aspecto autónomo del “doble carácter” del
arte un equivalente a la intransigencia de la teoría crítica[4]. La creación autónoma
libre es una forma de alcanzar la luminosa humanidad no alienada descrita por el
joven Marx. Contiene como tal una fuerza de resistencia a los poderes fácticos,
aunque sea una muy frágil. El intento francfortiano de rescatar y proteger este
carácter autónomo condujo a sus teóricos a defender a capa y espada las formas
del arte moderno. Para ellos, sobre todo para Adorno, la obra de arte moderna era
una manifestación sensual de la verdad en tanto que proceso social que empuja
hacia la emancipación humana. La obra de arte moderna —y, con toda seguridad,
se referían con este nombre a la obra maestra, al cenit de la experimentación
formal avanzada— es una encarnación de los antagonismos, constituye una
síntesis de elementos no reconciliados, porque no son ni unificables ni idénticos
entre sí. Campo de fuerzas que incluye elementos tanto artísticos como sociales,
la obra de arte reproduce indirecta, incluso inconscientemente —siguiendo a
Adorno— los conflictos, bloqueos y aspiraciones revolucionarias de la vida
cotidiana alienada. Los francfortianos observaron que esta práctica de la
autonomía estaba amenazada desde dos direcciones. En un aspecto, porque el
capitalismo estaba invadiendo cada vez más la esfera de la cultura, en un proceso
al que Horkheimer y Adorno dieron el famoso nombre de “industria cultural”[5]. En
un segundo aspecto, por la instrumentalización política de esta esfera por parte de
los partidos comunistas y otros poderes establecidos que se consideraban a sí
mismos anticapitalistas. Fue en respuesta a esta segunda apreciación que Adorno
lanzó su conocida condena del arte politizado[6]. Contestando ostensiblemente a
la llamada de Sartre en 1948 en pro de una littérature engagée, Adorno había
elaborado su posición a partir de lo que había sucedido en el intervalo de
entreguerras: la liquidación de las vanguardias artísticas en la Unión Soviética bajo
el estalinismo y la adopción del realismo socialista por parte de la Comintern como
la única forma aceptable de arte anticapitalista[7]. El arte que se subordinaba a la
dirección del partido traicionaba, para Adorno, su propia fuerza de resistencia.
Adorno pensaba que el arte no podía dejarse instrumentalizar sobre la base del
compromiso político sin al mismo tiempo socavar la autonomía de la cual el propio
arte depende y sin disolverse a sí mismo como arte. El arte autónomo (moderno)
es político, pero sólo indirectamente, y limitándose a sí mismo a la práctica de su
propia autonomía. En breve, el arte debe portar su contradicción sin intentar
superarla. A la expansión de la industria cultural que consolidaba su poder sobre la
conciencia cotidiana, y también, en efecto, a las luchas por la liberación nacional y
a las insurrecciones urbanas que politizaban los campus universitarios en el curso
de los años sesenta, Adorno respondía endureciendo su posición.
Caben pocas dudas acerca de cómo las dos tendencias apuntadas por Adorno
amenazaban la autonomía artística dada. Pero tampoco caben muchas sobre
cómo la concepción que tiene del problema clausura una posible solución. La
industria cultural y el realismo socialista oficial no eran las únicas alternativas a la
producción autónoma de obras de arte. Pero Adorno no podía ver esas otras
alternativas porque no tenía ninguna categoría con la cual interpretarlas. La más
convincente de estas alternativas se constituía dando por rotos sus lazos de
dependencia con la institución artística, abandonando la producción de objetos
artísticos tradicionales y reubicando sus prácticas en las calles y en los espacios
públicos: la formación de la Internacional Situacionista (SI) en 1957 fue un anuncio
de que esta alternativa había alcanzado una coherencia básica tanto en el plano
teórico como en el práctico[8]. Mientras siguió puliendo su Teoría estética hasta su
muerte en 1969, Adorno se mantuvo ciego ante todo eso. Al igual que su heredero,
Peter Bürger, quien publicó su Teoría de la vanguardia en 1974.
Más aún, los y las situacionistas eran incluso más hostiles que Adorno a los
partidos comunistas oficiales y a las vanguardias fácticas[12]. Sus experimentos
sobre la autonomía colectiva se desarrollaron ampliamente alejados —y
abiertamente críticos con— el servilismo de los militantes partidarios[13]. La
alienación no se puede superar, en sus propias palabras, “por medio de formas de
lucha alienadas”[14]. Su proceso crítico de teoría y práctica revolucionaria era
sencillamente mucho más profundo que el de Adorno: y se vivía —así debe ser—
como una urgencia real[15]. Llevaron a cabo una apropiación autónoma de la
teoría crítica, desarrollándola en una estrecha relación dialéctica con sus propias
prácticas e innovaciones culturales radicales. Como resultado dejaron de producir
obras de arte modernas. Pero nunca dijeron haber profundizado en el arte
moderno sino, por el contrario, afirmaron haber superado esta concepción
dominante del arte[16]. Mi argumento es que la práctica situacionista —sea cual
sea la manera en que se la categorice o evalúe— fue ciertamente no menos
autónoma que la producción institucionalizada de obras de arte modernas que
gozaron del favor de Adorno. Fue incluso mucho más autónoma e
intransigentemente crítica. En comparación con la práctica situacionista, que sigue
funcionando como un factor real de resistencia y emancipación, las afirmaciones
de Adorno acerca de Kafka y Beckett se nos muestran como risiblemente
exageradas.
El problema aquí es que Bürger restringe su análisis a las obras de arte y a los
gestos que se adecuan a esta categoría. Se evidencia que casi percibe este
problema cuando en algunos momentos utiliza el término “manifestación” —y no
“obra”— para referirse a la práctica vanguardista. Pero pronto deja claro que todas
las formas de prácticas acabarán bien por ser reducidas a la categoría de “obra”,
bien por no ser reconocidas en absoluto: “Los esfuerzos por superar el arte se
vuelven manifestaciones artísticas (Veranstaltungen) que, independientemente de
las intenciones de quien las produce, adoptan el carácter de obras”. El limitado
espectro de ejemplos que Bürger maneja muestra que lo que tiene en mente
cuando habla de “manifestación” son gestos que encajan previamente en la forma-
obra, tales como los ready-mades de Duchamp o los poemas automáticos
surrealistas; o, como mucho, provocaciones realizadas frente a un público en
manifestaciones artísticas organizadas.
Happenings y situaciones
[1] Uso el término “afirmativo” en este contexto de acuerdo a como fue establecido
por Herbert Marcuse en su crítica clásica de la autonomía cultural burguesa, “Über
den affirmativen Charakter der Kultur” (1937) [versión castellana: “Acerca del
carácter afirmativo de la cultura”, Cultura y sociedad, Editorial Sur, Buenos Aires,
1970 (http://www.nodo50.org/dado/textosteoria/marcuse2.rtf)].
[2] Pierre Bourdieu, The Field of Cultural Production: Essays on Art and Literature,
Polity Press, Cambridge, 1993.
[3] Theodor W. Adorno, Teoría estética. Obra Completa 7, Akal, Madrid, 2004.
[8] Véase Guy Debord, “Informe sobre la construcción de situaciones y sobre las
condiciones de la organización y la acción de la tendencia situacionista
internacional” (1957), en Textos completos en castellano de la revista
Internationale Situationniste (1958-1969). Volumen 1: la realización del arte,
Literatura Gris, Madrid, 1999 (online en el Archivo Situacionista Hispano:
<http://www.sindominio.net/ash/informe.htm>).
[10] En este aspecto, la IS mira claramente hacia los escritos tempranos de Karl
Marx y su visión del “verdadero comunismo” como el libre desarrollo de las
posibilidades humanas, tal y como se esboza en los Manuscritos filosófico-
económicos de 1844, y hacia la disolución de la división del trabajo tal y como se
indica en La ideología alemana. En la tradición autonomista de la teoría crítica la
noción de una atonomía generalizada o socializada se fundamenta de varias
maneras. Véase, por ejemplo, la sección “Autonomía y alienación” en Cornelius
Castoriadis, “Marxismo y teoría revolucionaria”, un ensayo en cinco partes
publicado en 1964-1965 en Socialisme ou Barbarie con el que los miembros de la
IS debían de estar familiarizados [versión castellana en La institución imaginaria de
la sociedad (1). Marxismo y teoría revolucionaria, Tusquets, Barcelona, 1983].
[11] Esto es algo que queda claro para quien quiera tomarse el tiempo de manejar
los muchos textos sobre la práctica de grupo y la forma de organización que se
publicaron en los doce números de la revista de la IS. Estos artículos documentan
el proceso y los procedimientos críticos de una búsqueda colectiva de la
autonomía. Véase, por ejemplo, el anuncio para quienes quisieran unirse a la IS,
“Internacional Situacionista: servicio de anti relaciones públicas”, en Internationale
Situationniste, nº 8, enero de 1963.
[20] Véase Allan Kaprow, Essays on the Blurring of Art and Life, edición de Jeff
Kelley, University of California Press, Berkeley, 1993.
[22] Por supuesto que no hay nada espontáneo o inmediato, ni tan siquiera en la
vida cotidiana. Todo significado está mediado por el lenguaje, la historia y las
categorías sociales; pero esto es otro asunto. Lo que aquí nos preocupa es si la
institución artística está presente o no como instancia mediadora decisiva.
eipcp.net | contact@eipcp.net | transversal - eipcp multilingual webjournal ISSN
1811 – 1696
http://eipcp.net/transversal/0806/ray/sp