Sei sulla pagina 1di 37

Dd

 Números anteriores

 Indice 8

 Indice 9

 Indice 10

 Indice 11

 Indice 12

 Indice 13

 Indice 14

 Indice 15/16

DE LA CRÍTICA DE ARTE A LA
PRÁCTICA CURATORIAL.
ALGUNAS REFLEXIONES
JOAN M. MINGUET BATLLORI
“La exposición es una prótesis
consistente en hacer ver a los otros
las cosas que de otra manera
no podrían ver.”
Giovanni Anceschi

Críticos y artistas

La crítica de arte es la opinión que un individuo expresa sobre una obra o un


conjunto de obras de arte. Por tanto, la crítica es la emisión de un juicio. Ese juicio
puede contener una valoración explícita o puede estar contenida en un discurso
aplicado sobre aquella(s) obra(s). Esta definición puede ser inicialmente necesaria,
pero no deja de encerrar un alto grado de obviedad, se convierte en una
tautología, si no en una simplificación. Al fin y al cabo, toda definición elude la
complejidad del sujeto que pretende definir. En nuestro caso, la crítica de arte, el
propio sujeto, encierra dos conceptos que conviene precisar: por una parte, la
crítica; por otra, el arte.

Empecemos por éste último: el arte. Y, consubstancialmente, los artistas. El


estatuto del artista está llamado a ser constantemente puesto en cuestión en cada
momento histórico y en cada entorno cultural. En las universidades de todo el
mundo, las materias relacionadas con la historia del arte incluyen objetos de
estudio que, en su formulación inicial, no eran considerados artísticos. En el Egipto
antiguo, las pirámides eran construcciones funerarias; en la época medieval, las
iglesias cristianas eran lugares de culto construidas y decoradas desde el
anonimato, por lo que la obsesión por encontrar señales de picapedreros no deja
de ser una proyección retroactiva desde la concepción del artista renacentista; más
contemporáneamente, algunas actividades finalmente incorporadas con mayor o
menor aceptación al temario artístico, pienso indudablemente en el cine, nacieron
como formas de entretenimiento industrial. Quiero decir, con ese rápido y algo
maniqueo muestrario, que la historiografía del arte como disciplina humanística —
o, más suntuosamente, la Historia del Arte como sistema social— tiene una forma
de funcionar omnicomprensiva, que le permite integrar en su seno a todas las
actividades objetuales y visuales que el ser humano ha sido capaz de crear en el
pasado, si remoto, mejor. Pero, en cambio, esa misma disciplina —y ese mismo
sistema social— tienen una actitud cerrada y hostil hacia muchas de las
actividades objetuales y visuales del presente. De cada uno de los presentes
históricos que se han ido sucediendo desde el siglo XIX. Lo cual resulta paradójico
desde una perspectiva epistemológica y claramente erróneo si nos ceñimos al
territorio de la crítica de arte puesto que, tradicionalmente, la opinión que el crítico
expresa no es un juicio histórico, o diacrónico, sobre una obra de arte del pasado,
sino sobre los objetos artísticos del presente.
Se ha ido transformando el concepto del arte. Las ideas artísticas fueron
cambiando a lo largo de los siglos, pero estos cambios se volvieron vertiginosos en
el transcurso del siglo XX, un tiempo en el que se desarrolló sin límites lo que
Gerard Vilar [2005:152] ha explicado como el “divorcio que se abrió en los albores
del mundo moderno entre el goce del arte y su significado, entre el juicio
meramente estético y el juicio artístico”. Sería un exceso, por prolijo y sin duda
discutible, definir aquí lo que es arte. Pero resulta necesario que, en nuestra
sociedad, la de la opulencia icónica, la del homo videns que ha definido Giovanni
Sartori, de la mosaic culture de Abraham Moles, del icononauta de Gian Piero
Brunetta, de la sociedad panóptica de Foucault..., el crítico sea competente en
todos los lenguajes en los que la visualidad tenga un porcentaje de participación
mínimo. Si el crítico ve reducido su campo de opinión a las instancias
convencionalmente adscritas a lo artístico (el museo, la galería de arte, las ferias y
certámenes internacionales), su juicio se verá abocado a la extinción. Insisto:
sabemos que, con el paso del tiempo, el concepto de arte ha ido cambiando. Si el
paso del tiempo ha convertido en artísticas ciertas actividades humanas, ¿por qué
debemos esperar a qué manifestaciones contemporáneas en las que lo visual es
preeminente sean consideradas artísticas dentro de unos años?, ¿por qué no
empezar la crítica de hoy día a emitir juicios que sirvan para valorar e interpretar lo
que ocurre a nuestro alrededor?

Un personaje tan heteróclito —si no atrabiliario— como Salvador Dalí, a finales de


los años veinte, justo antes de engrosar las filas surrealistas e iniciar su camino
hacia la popularidad mediática, tuvo la intuición de que había dos tipos de
concepción del arte: la de los fascinados por la pátina del pasado y la de los que
observan el presente. A eso se refería cuando escribía [Dalí 31/V/1928]: "¿Qué
pagaría la humanidad por tener una colección completa de clisés y un film
detallado del Partenón recién acabado de construir, en lugar de sus miserables
ruinas? Fidias habría preferido el film a as ruinas. Los artistas indígenas no, porque
aquello que adoran, precisamente, ya hemos visto que son las ruinas, todo aquello
que haga hedor de pasado, todo aquello que esté en pleno estado de
descomposición, todo aquello que pueda conmover su fondo insobornable de
cursilería sentimental." Una idea que repetiría en varias ocasiones, en defensa de
una modernidad que no solamente estuviera compuesta por lo que la cultura
ilustrada sentenciaba como tal (las pinturas de Sonia Delaunay o Metrópolis de
Fritz Lang, ponía de ejemplos Dalí), sino por aquellos objetos o discursos que
estaban presentes en la sociedad aunque no estuvieran sancionados por la cultura
establecida. Así, Dalí se refería a los objetos fabricados en serie, como los lavabos
de pedales, las neveras, los fonógrafos, los jerséis de jockey de manufactura
anónima, las películas cómicas anónimas... En una entrevista que concede en
1928 ejemplifica su postura con unas palabras que, a mi entender, podríamos
extrapolar a nuestra época: "Sin dejar de admirar lo viejo con espíritu moderno, no
creo que tengamos que esperar a ver el teléfono y el aeroplano de hoy dentro de
una vitrina de museo para cantar sus bellezas."

A esas consideraciones historiográficas, habría que añadir otras tantas que deben
poner en cuestión la figura del artista como individuo único, superior, al que la
sociedad le permite acciones, declaraciones, incluso pensamientos, vedados al
resto de ciudadanos. No puedo detenerme ahora sobre esa percepción tan
arraigada, sobre la que Foucault puso varios reparos, esa condición visionaria del
artista (casi deberíamos escribir la palabra con mayúsculas), pues parece que todo
lo ve, todo lo siente, todo lo intuye mejor que los demás. Sin duda, uno de los
cambios sustanciales que se han producido en la crítica de arte es el poner en
cuestión esa condición. Porque, en caso contrario, se asimila el arte a la religión, y
el artista a un sujeto —u objeto— sagrado, lo que sitúa el juicio estético en un
territorio cercano a la fe —y a su contrario, la apostasía—, a la fidelidad, a la
creencia. Es decir, nos sitúa, precisamente, en un terreno alejado de la crítica, del
análisis, un terreno en el que nos puede agradar o no una obra, pero donde la
figura del artista sigue estando en un estadio distinto, si no superior.
De acuerdo con esta idea, aparentemente sencilla, pero que despierta enormes
reservas incluso entre los propios críticos, en los últimos lustros ciertos sectores de
la historiografía del arte han intentado dar un salto mortal en la disciplina con la
creación y el impulso de los llamados estudios visuales. La propia denominación,
que excluye cualquier referencia a lo artístico, da cuenta de una voluntad de
ampliar el objeto de estudio de la restringida cultura artística a la más genérica
cultura visual, sin rangos de distinción ni nominalismos previos. El arte es
substituido por la visualidad en estado puro. Sin embargo, esa aparente revolución
copernicana despierta posturas muy reacias, el giro de corte democratizador que
supone corrompe la tradición jerárquica de la historiografía del arte. Ahora, el
anuncio publicitario más insignificante puede ser colocado en un mismo registro
que la pintura más universalmente consagrada como artística en una maraña de
estudios intertextuales e intermediales de resultados frecuentemente sugestivos.

Esas posturas reacias provienen, en primer lugar, de los propios profesionales de


las nuevas actividades de lo visible: en muchas agencias de publicidad hay una
especie de sensación de perversidad (no sé si realmente consciente en lo
ideológico) por lo que hacen y, fruto de esa sensación, las imágenes que surgen
de sus procesos creativos en ningún caso quieren ser comparadas con las que
nacen de los procesos creativos de los artistas. En segundo lugar, la mayoría de
artistas también prefieren mantener el statu quo actual, y diferenciar, por tanto, la
producción que surge de su libertad creativa, presuntamente no contaminada por
las reglas del mercado capitalista, las cuales rigen estrechamente las imágenes y
los objetos diseñados por los creativos publicitarios, o por los cinematográficos. En
tercer lugar, la propia sociedad parece sentirse cómoda con una diáfana distinción
entre las imágenes que son arte de aquellas que tienen una función básicamente
utilitaria. Poco importa que esa misma sociedad tenga posiciones —o
sensaciones— mayoritariamente contrarias a algunos registros del arte moderno,
como la abstracción o el conceptualismo. Lo cierto es que el papel sagrado —
¿quizá podríamos escribir, como ya he apuntado, religioso?— que se ha otorgado
al artista en la sociedad occidental desde el Quatroccento italiano no siempre es
contrastado con agrado con las imágenes que provienen del mundo del diseño.
Como corolario de todo ello, en último lugar debemos subrayar que el pensamiento
hegemónico en el campo de la historiografía del arte es claramente inmovilista, no
sé si llamarlo reaccionario. Los departamentos universitarios de historia del arte,
los museos, los diletantes, las academias artísticas, las escuelas de arte y oficios
claman por mantener el teatro del arte con sus intérpretes actuales, a pesar de que
son conscientes de la confusión y de las paradojas que recibe la platea.

Con todos estos antecedentes, y teniendo en cuenta las numerosas


incongruencias que envuelven al mundo del arte actual; el idealismo romántico, si
no religioso, con el que se interpreta el arte del pasado; la cerrazón en aceptar
según qué actividades propias de nuestro tiempo; el inmovilismo o la opacidad
sobre la figura o sobre la misma idea del artista... ¿de qué arte hablar cuando se
afronta una aproximación a los nuevos caminos en el ejercicio de la opinión? El
análisis de la crítica aplicada al arte supone una maraña de pronunciamientos y de
prejuicios. O sea, de juicios previos al juicio final que se espera de la crítica. Al
menos, de la crítica tradicional, aquella que se supone que dictaminará un
individuo (el crítico) que posee un acerbo cultural aquilatado y un criterio estético
firme, los cuáles le dotan de un gusto especial que aplica a los objetos sobre los
que emite su opinión. Sin embargo, este modelo está en crisis. En primer lugar,
porque, como he recordado en los párrafos anteriores, el concepto de arte ha
cambiado, y cambia permanentemente. Y la figura del artista, también. Y,
consecuentemente, el concepto de crítica de arte —la propia figura del crítico—
debe igualmente ser reconsiderada. Por una parte, la crítica tradicional ha perdido
foros de presencia, las relevantes secciones que poseía en los periódicos se ha
visto reducida de forma drástica. En el caso español, y como he estudiado en otro
lugar [Minguet 2003], a finales de los años noventa del siglo pasado la crítica de
arte —como el arte mismo—, tras la efervescencia vivida en los años anteriores,
se contagia de la pereza, la atonía y la desmovilización que caracterizan a la
sociedad española en general. La explosión que se había producido en los años
ochenta da lugar a una cierta monotonía, cuando no a un claro declive: los
periódicos disminuyen paulatinamente su atención al arte, o la subsumen en una
mirada general a la cultura, cada vez más entendida como espectáculo mediático;
desaparecen las revistas especializadas más activas y no nacen nuevas iniciativas
que centren sus objetivos en informar y opinar sobre el arte de la actualidad; los
debates empiezan por perder tono, a ser excesivamente tributarios de los que se
entablan en el exterior y terminan por desaparecer...

Antes de llegar a eso, no obstante, el propio objetivo de la crítica, si no su razón de


ser, sus resultados, son puestos en cuestión permanentemente... Hasta llegar a
pronunciamientos apocalípticos como el de Félix de Azúa, quien recrimina a
Baudelaire el no haber priorizado la calidad de la obra de arte por encima de su
actualidad y acaba por sentenciar [Azúa 2002:114]: “todo lo alabado por la crítica
es transitorio y carece del menor valor no actual y casi todo lo denigrado por la
crítica tiene posibilidades de permanecer.” Curioso razonamiento viniendo de un
intelectual que ejercita su subjetividad —plenamente actual— con criterios
radicales, como lo hacía Baudelaire, pongamos por caso. ¿Acaso Azúa se aplica a
sí mismo la máxima? ¿Todo lo que ha denigrado a lo largo de su carrera literaria
acabará por subsistir? En realidad, el ejercicio de la opinión en el terreno del arte y
de la cultura ha quedado solapado en distintas actividades en las que, por un lado,
se ha perdido uno de los ejes de su funcionamiento, el hablar siempre sobre la
actualidad y, por otro, la expresión de la opinión se ha manifestado de formas
novedosas.

En efecto, el compromiso de la crítica siempre se había dado al tener que


pronunciarse sobre lo que está ocurriendo en su propio momento histórico. ¿Qué
compromiso adquiere el crítico con el arte de su tiempo, y con la sociedad en la
que se inserta, si renuncia a decir algo sobre él —y sobre ella—, si cede su
posibilidad de analizarlo? No cabe duda de que lo que llamamos arte
contemporáneo, quiero decir en sentido estricto, sin siquiera ampliar sus
horizontes constituyentes como yo planteo, es suficientemente complejo e
incomprendido —sin eufemismos: despierta muchas más perplejidades y
desavenencias que elogios y fervores— como para que el crítico no rehuya el
poder que tiene para dar su opinión sobre su existencia y su carácter. Es más: leer
las obras de los críticos de arte del pasado nos informa sobre el arte y la sociedad
de su tiempo; si el crítico de hoy habla sobre el arte del pasado, remoto o próximo,
o sobre el arte menos comprometido del presente resulta un paracronismo. La
crítica de arte en los periódicos ha singularizado su vertiente más conservadora,
negando cualquier atisbo de vinculación entre arte y política, apostando por lo
supuestamente seguro y eliminando la disparidad de voces en los medios de
información. Una situación que no parece sufrir mejoría, que diría un médico de su
paciente.

Ante la pérdida —o, si acaso, la hibernación— de los objetivos y los medios


tradicionales de la crítica de arte, la intervención del crítico en los sistemas
artísticos ha ido circulando por nuevos derroteros, algunos de los cuales vienen de
muy lejos, pero adquieren su mayor relevancia justo cuando su máximo
competidor (la escritura de opinión) ha sido sometida a un lento proceso de
cercenamiento. En este sentido, en este último período, no es inusual encontrar
algunos críticos ágrafos, que acumulan un cierto prestigio en lo que son
actividades relativamente recientes —sobre todo en España— de la crítica, como
las asesorías, comisariados, cursos o talleres, miembros de jurados que otorgan
premios o becas, etcétera, sin redactar una sola línea. Para el crítico posmoderno
no es necesario, cuando menos, no le resulta imprescindible escribir. Maria LLuïsa
Borràs [24/X/1989] ya lo percibía con lucidez cuando señalaba que "a medida que
los medios de comunicación se han venido mostrando más reacios a brindar sus
espacios a la divulgación del arte, el crítico ha inventado nuevos modos de
desarrollar su profesión, su cometido de dar a conocer o de promocionar aquellos
aspectos del arte que más le interesan". El crítico se convierte en una especie de
mediador entre el artista y el lugar en donde éste tendrá acceso al público.
El crítico, con texto que lo atestigüe o sin él, brinda una nueva orientación a su
función centenaria. Se vincula directamente al lugar, al entorno en el que el arte se
socializa, la exposición. Más aún, las exposiciones de arte, las buenas
exposiciones, se convierten en constantes revisiones de la historia del arte desde
los sucesivos presentes, con lo que su misión parece albergar nuevos prismas.
Prismas artísticos, pero también culturales, sociales e ideológicos. La Bienal
Whitney de 1993, por ejemplo, fue, según el filósofo Danto, una buena exposición
porque, con el paso del tiempo, consiguió hacer recordar a sus espectadores su
propuesta política a pesar de que en su momento fuera recibida con cierta frialdad.
Anna Maria Guasch ha tenido la lucidez de reflejar esa trascendencia que la
exposición —y, por tanto, el centro que la ha programado y el comisario que la ha
ideado— han tenido en el devenir del arte del siglo XX, y en adelante. En su
libro El arte del siglo XX en sus exposiciones. 1945-1995[Guasch 1997] plantea
que “las exposiciones han constituido uno de los instrumentos más importantes,
sino el que más, de difusión del arte contemporáneo, pero también de
acrisolamiento y, en muchos casos, de gestación del mismo”. Podríamos decir que
ahora escribimos una nueva historia del arte contemporáneo en la que,
obviamente, unos determinados artistas son sus principales protagonistas, mejor
escrito, ciertas obras de estos artistas, pero también lo son los comisarios que
organizaron estas muestras y que creyeron oportuno incluir aquellas obras, de
aquellos artistas.

El comisariado de exposiciones

Así, pues, el ejercicio de la crítica ha estado tradicionalmente ligado a la emisión


de un juicio a través del lenguaje verbal, pero ha encontrado otros canales en los
que manifestarse. Al fin y al cabo, la expresión de una opinión no es más que un
acto crítico, y ese acto crítico puede ser ágrafo. En la crítica de arte se dan nuevas
maneras de selección, de elección, nuevos métodos de expresar opiniones que no
requieren necesariamente del uso de la palabra. Me refiero, por simplificar, a los
métodos que suponen la dirección de centros artísticos (museos, colecciones…),
al ejercicio de la asesoría en la compra de obras de arte para esos mismos centros
artísticos, a la dirección y programación de las grandes ferias artísticas o, en última
instancia, a la realización de proyectos de exposiciones que se acabarán
programando en dichos centros. En el terreno cinematográfico, por situarnos en
otro enclave, esa nueva crítica ágrafa, que no tiene porqué dar juicios directos, se
manifiesta en la programación de festivales de cine, en la dirección de revistas, en
la selección de títulos para una cadena de televisión… Es evidente que,
habitualmente, los actos críticos que suponen el ejercicio de estas funciones van
acompañadas de literatura: justificaciones, argumentos, aproximaciones teóricas o
analíticas... Pero no siempre es así ni es estrictamente necesario. La dirección de
un museo o de una fundación cultural, o las recomendaciones para la adquisición
de una obra o para la reserva de un espacio en la programación de un teatro o de
un cine, no siempre están avaladas por una serie de párrafos que, a veces,
pueden ocultar la retórica menos aplicable de todas a la realidad.

En este nuevo orden encontramos, también, el comisariado de exposiciones.


Veamos los dos términos que engloba la práctica curatorial. De entrada, ¿qué es
una exposición? No es una pregunta baladí, ni con trampa. Por una parte, se trata
de un fenómeno nuevo en su explosión social (quizá exhibicionista) y en su uso
por parte de la nueva crítica. Pero, por otra parte, se trata de un fenómeno de larga
tradición. Y no solo en el terreno del arte, con los salones organizados por las
instituciones académicas, o con los dispositivos de mostración que los grandes
museos europeos pusieron en marcha a raíz de su implantación y desarrollo. Hay
que tener en cuenta el fenómeno de las exposiciones universales, la primera de las
cuáles se celebró en Londres en 1851, para la que se construyó el Crystal Palace;
las exposiciones internacionales; las grandes ferias comerciales en las que desde
antiguo se organizan espacios para poder exponer mercancías, objetos
industriales, avances científicos y tecnológicos. Por tanto, ¿qué es una exposición?
Enric Franch [1986] la define como “un artefacto construido que tiene su razón de
ser en su intencionalidad principal, consistente en mostrarnos, en darnos a
conocer alguna cosa”. Enric Franch es diseñador, teórico y responsable del
montaje de varias exposiciones, entre ellas, una que marcó un hito en Barcelona:
Catalunya, la fàbrica d’Espanya. Un segle d’industrialització catalana, presentada
en el antiguo mercado del Born de Barcelona en 1985. Por tanto, su opinión es
digna de crédito. La definición de Franch es útil aunque, como ya he escrito en
estas mismas páginas, como todas las definiciones elude lo complejo del
fenómeno. De su definición, quisiera subrayar dos ideas: la exposición como
“artefacto construido” que consiste en “mostrarnos” alguna cosa. Esas dos ideas
podemos asimilarlas a la definición de Giovanni Anceschi que encabeza este texto:
la exposición como una “prótesis” que hace ver, y que nos hace ver cosas que, sin
ella, escaparían a nuestra mirada.
¿Quién construye ese artefacto, esa prótesis? ¿Quién muestra o, por precisar
mejor, quien decide qué mostrar? La respuesta es: el comisario. Como aclaración
terminológica previa cabe decir que existe un acuerdo general entre los
profesionales de habla hispana en denostar el uso de la palabra comisario en
beneficio del término inglés “curator”, curador, es decir, el que tiene cuidado de
una exposición. Es cierto que la palabra comisario arrastra en español unas
connotaciones de autoridad, si no policiales, o de abuso de autoridad, pero el
sistema artístico español ha acabado por sistematizar su uso y no parece
demasiado razonable levantar banderas terminológicas para una práctica que,
designada con un nombre o con otro, tiene las mismas especificidades. Por otra
parte, la práctica curatorial no siempre puede resolverse con solvencia atendiendo
al cuidado de las cosas, deben tomarse decisiones más propias de un tribunal que
de un sanitario o higienista. Más allá de los usos terminológicos, no obstante, la
función y la presencia del creador de una exposición ha revolucionado el
panorama profesional. Ahora, las opiniones artísticas han encontrado un nuevo
sendero, pleno de posibilidades. Como ha apuntado Pilar Parcerisas [2003:132],
“el comisario se ha convertido en el alter ego del crítico de arte, aquel que ha
transformado la pasiva imagen del crítico de arte en un ser activo, protagonista del
porvenir de las artes, al lado de los artistas”. O, añadiría yo, enfrentado a ellos,
luego lo veremos.

Y es que, si nos fijamos con atención, la labor del comisario de una exposición se
adentra con plena coherencia en uno de los registros intrínsecos al arte moderno,
o posmoderno: la selección, la apropiación, la intervención, la postproducción. En
efecto, el artista del Renacimiento se caracterizaba por la realización de una obra,
y ese es el canon artístico que prevaleció hegemónicamente con persistencia —no
me engaño: aún hoy es el mayoritariamente aceptado tanto por la sociedad como
por los sistemas artísticos—. Pero las vanguardias del siglo XX introdujeron otra
conducta que, paradójicamente, no requería del artista la ejecución artesanal del
objeto artístico. Ahora, el artista se limitaba a seleccionar un objeto preexistente y
a enarbolarlo a la categoría de arte. Lo intencional substituía lo material o, mejor, la
confección de lo material, el puro artesanado. Ese es el principio que llevó a
Marcel Duchamp a realizar uno de los actos míticos del arte del siglo: presentar en
la exposición de la Society of Independient Artists que debía realizarse en Nueva
York en abril de 1917 un urinario de porcelana que había adquirido en una tienda
de sanitarios de la Quinta Avenida y al que había añadido unas grandes letras
negras como firma: R. Mutt. La obra en cuestión, que Duchamp tituló Fountain en
el registro de la exposición, fue rechazada y quizá ese rechazo es el que acabó
propiciando el halo de leyenda que acompañó desde entonces la gesta
duchampniana [Tomkins 1999:201-208]. El episodio, en todo caso, nos ilumina
sobre esa conducta a la que me refiero: el artista no hace una obra sino que la
fagocita y la muestra como propia. Tras Duchamp, el listado de artistas que han
acudido, en mayor o menor grado, a esta actitud es larga e importante. Más aún,
ese apropiacionismo es una conducta específica en un lenguaje cuyo mayor
desarrollo creativo se produce a lo largo del siglo XX, la fotografía. Como recuerda
Douglas Crimp [2003], citando a John Szarkowski: “La invención de la fotografía
produjo un proceso de captura de imágenes radicalmente nuevo, un proceso que
no se basaba en la síntesis sino en la selección. La diferencia era básica. Las
pinturas se hacían… pero las fotografías, como suele decirse coloquialmente, se
toman.”

Como ya he avanzado, el comisario de una exposición también toma, se apropia,


selecciona una serie de obras de arte para construir un nuevo discurso. Digamos
que, como Duchamp, guardando todas las distancias que uno quiera ponderar, el
comisario de una exposición no hace una obra nueva, singular y original, sino que
a través del desplazamiento, del contraste, de la reformulación, ¿por qué no?, de
la manipulación de obras que ya existen acaba por precisar una obra (el conjunto
de piezas que supone la exposición) que deberá ser única. Me atrevo a especificar
que las mejores exposiciones son aquellas que son capaces de crear un conjunto
lo más independiente posible de las piezas que la forman. O, por expresarlo de
otra forma, cada una de las piezas seleccionadas adquiere una dimensión nueva al
lado de otras piezas, las cuáles también permiten nuevas lecturas, y así
sucesivamente. Harald Szeemann, personaje de largo recorrido en el sistema
artístico posterior a la Segunda Guerra Mundial (fue director de la mítica
Documenta de Kassel de 1972, entre otros muchos cargos, y comisario de
múltiples exposiciones), decía que “la exposición es para mí un poema en el
espacio”. La idea sería que, con las especificidades del lenguaje de la exhibición,
se debe conseguir una nueva interpretación de la historia del arte, de la historia de
los objetos y de la visión, de la historia de la representación. Sin recurrir
necesariamente a un relato central o primordial de todas estos hilos conductores,
pero cimentando un discurso sobre sus posibles subrelatos.
La exposición debe constituirse como una ruta visual, pero también como una ruta
intelectual, una ruta que se constituye, pues, a partir de la recopilación, de la
condensación, del escogimiento de unos elementos preexistentes. La selección
implica una elección. O una doble elección. En primer lugar, la que ha propuesto el
comisario, esta ruta, recorrido o itinerario que visualiza –o debería visualizar− una
hipótesis, un concepto. En segundo lugar, sin embargo, existe una elección
posterior, la que realiza el espectador, una selección arbitraria, que puede coincidir
con la ruta marcada por el comisario y el montaje que éste haya trabajado con los
diseñadores del recorrido, pero que también puede tomar otros recorridos, en
ocasiones fruto del azar.

Puede que estos objetivos, tanto los referidos a una estricta exposición como los
de más largo alcance, parezcan demasiado atrevidos. Pero lo singular es que la
historiografía del arte ha conocido un nuevo modo de exploración de su objeto de
estudio que los libros, la letra impresa, ya no permitían. El estudio del arte del siglo
XX se ha construido de una manera uniformizante, y es difícil escapar de ella: una
sucesión de ismos que se suceden de forma ininterrumpida, en ocasiones por
oposición, en otras por afinidad. Ese estudio todavía rezuma rescoldos de residuos
que valoran argumentos como el de la originalidad, la destreza, la capacidad, el
genio del artista. Pero esos argumentos quedan expuestos a su permanente
cuestionamiento si repensamos el arte del siglo XX: la originalidad se convierte en
un valor en desuso, la historia del arte se construye en base a una sucesión
continua de contagios, de apropiaciones de cosas que el artista ha visto y
reinterpreta a su manera. El arte rapta al arte del pasado y lo ofrece al presente
para ser raptado de nuevo. Y la exposición se erige en un medio (en un canal)
ideal para mostrar ese flujo de raptos.

No quiero decir que el modelo historiográfico no pueda ser renovado desde dentro,
pero parecen existir unos límites que la exposición volatiliza. En el recorrido visual
y conceptual de una muestra se propone de facto la contemplación de unas obras
que no necesariamente tuvieron o han tenido ninguna relación entre ellas, se
establecen, pues, unos vínculos ahistóricos o transhistóricos en los que los
modelos historiográficos quedan aletargados cuando no directamente cercenados.
No se trata de ilustrar esos modelos historiográficos, de ilustrar los catálogos
completos de la pintura, o no se trata solamente de eso, si es que el comisario lo
quiere así. La práctica curatorial permite ahondar en unos derroteros distintos,
poniendo a la consideración de nuestra mirada, esto es, de nuestro entendimiento,
un flujo visual y mental no necesariamente sometido a la interpretación causal de
la historia.

La exposición permite otros registros útiles de confrontación y de sugerencia:


trazar los potentes vínculos del recorrido de las artes visuales con la literatura, con
la política, con la sociedad, en definitiva, con la más extensa variedad de ideas. Es
tal el cúmulo de posibilidades interpretativas que se le ofrece al comisario de una
exposición; es tan rica y exultante la experiencia estética que un espectador puede
sentir al transitar por una propuesta de exhibición; es tan útil, en fin, el lenguaje de
la exposición para repensar el arte, su historia y sus peculiaridades de todo tipo,
para repensar la cultura y sus prolíficas interconexiones… es, quizá, por todo ello
que el filósofo Arthur C. Danto [Guasch 2006:114-115] confiere a ese nuevo medio
de expresión unos valores de alta resonancia: “Me parece que el curador se ha
convertido en la personalidad definitoria del mundo del arte e inevitablemente en
un poderoso personaje. El especialista en lógica Gottlob Frege dijo en una ocasión
que una palabra sólo tenía sentido en el contexto de una proposición —el
«Zusammenhang»—. Desde el punto de vista filosófico, a veces he pensado,
parodiando esta tesis, que una obra sólo tiene sentido en el contexto de una
exposición. Un curador es alguien que contempla una obra desde esta perspectiva
preguntándose ¿cómo usar la obra en una exposición? o ¿dónde funcionaría mejor
la obra desde un punto de vista expositivo?”

En realidad, Danto va más allá de lo que la formulación de estas preguntas supone


y señala que, bajo su punto de vista, “los artistas cada día se consideran
potenciales colaboradores de una «exposición de tesis». En esta vía, los curadores
se ven en la tarea de construir la historia del arte no tanto seleccionando artistas
para una exposición sino escogiéndolos para hacer una obra que encaje con la
exposición proyectada”. El comisario, pues, si nos atenemos a las razones del
filósofo, diseñaría una obra —la exposición— y para ello necesitaría el concurso
del artista, que realizaría alguna pieza que debiera encajar con el conjunto o que
ya la habría realizado previamente, por propia iniciativa o, si apuramos el
argumento dantiano, previendo inconscientemente su futura inclusión en el
programa iconográfico —en el imaginario— de una exposición diseñada por un
comisario. Es una estrategia similar a la de algunos artistas del siglo XX que
conciben sus obras sobre papel, o en su cabeza, y otros las llevan a cabo en su
estado físico. Pienso en las grandes esculturas de Eduardo Chillida o en los
poemas-objeto de Joan Brossa, que requerían de la colaboración de una herrería o
de un artesano, de un hacedor, respectivamente, para llegar a su plena gestación.

En este punto, me imagino a algunos artistas negando con la cabeza o, peor aún,
disintiendo ostensiblemente. Por ejemplo, Antoni Llena, un vibrante artista que, en
muchos de los escritos que publica, se ha convertido en una especie de azote para
los críticos. Llena [7/IX/2006] sostiene que uno de los grandes problemas del arte
de hoy es que “vive más pendiente de la dialéctica discursiva que de volar alto”,
eso añadido al hecho que desde la masificada universidad han germinado una
serie de jóvenes críticos que no se atreven a plantear discursos sobre los artistas
de peso. “No es extraño —prosigue Antoni Llena— que muchos críticos y
curadores opten por entretenerse en obras de vuelo corto, ya que éstas les
permiten elaborar un discurso para el patrón del antisistema que toca.” Es
interesante el nuevo planteamiento de este artista contra lo que él denomina la
proliferación hasta el paroxismo de discursos críticos sobre el arte que
aparentemente combaten el pensamiento único aunque, en su opinión, acaban por
imponer otro pensamiento único monocromo.

Intuyo que Llena abjuraría del supuesto de Danto: sus obras de arte nacen como
tales, nunca en el trazo que puedan marcar algunas exposiciones con vocación de
resumir o conceptualizar una época, un período, un semblante artístico. Así, pues,
el habitual divorcio entre artista y crítico persiste ahora en la figura del comisario.
La artista Eulàlia Valldosera insiste en ese divorcio (El Cultural, 18/X/2007): “Puede
ocurrir que los comisarios organicen sus ruedas de prensa sin contar con la
colaboración de los artistas implicados. Lo que interesa es dar a conocer su tesis,
su catálogo. Otro lugar común es que el discurso del crítico se construye a menudo
antes que el proyecto tenga lugar, lo que significa que sus fuentes son únicamente
las que acabo de citar, y así la crítica pasa a cumplir un rol meramente publicitario.
Tampoco la labor de un crítico debería sustituir el discurso propio del artista. A
veces se alimenta perezosamente de éste, sin reconocerle al artista su autoría. Es
hora de que los artistas tomen la palabra.” ¡A las barricadas del discurso!, parece
proclamar Valldosera. Otra vez, una artista con una obra repleta de valores,
muchos de los cuales le han sido adjudicados por críticos y corrientes críticas, por
cierto, abogando por un nuevo orden. ¿O quizá no? La declaración anterior se
mueve en territorios de clara oposición: por una parte, abjura con toda razón de los
críticos que se alimentan perezosamente, dice ella, parasitariamente, deberíamos
precisar, del discurso del artista. Pero si no se trata de hacer gremialismo: cuando
eso ocurre, es que el comisario, el crítico, comete fraude respecto a su función.
Pero en el mismo saco coloca a aquellos críticos que se supone que tienen
discurso propio y no cuentan con los artistas, y eso me parece injusto. Porque no
es lo mismo.

El crítico hace de artista. Y puede cometer excesos. Pero el artista también hace
de crítico. Cuando opina, por texto propio o en declaraciones, o cuando recrimina
el papel de los comisarios, como Antoni Llena, o como Eulàlia Valldosera. O
cuando controla algunos circuitos de exhibición; durante años se habló, no sé si
con razón, de Tàpies como la mente pensante que dirigía buena parte de la
política artística de Barcelona desde la sombra, imponiendo criterios, exigiendo
ausencias... Y no todos los artistas, por el mero hecho de serlo, están vacunados
contra el error, sobre todo si trasladan su cometido a territorios que, en ocasiones,
no les competen. Parece absurdo buscar confrontación donde puede haber reparto
de funciones, que no de individuos. El comisario adopta un rol cercano a la
creación; el creador, si tiene un discurso propio, lo debe vehicular. Pero lo que el
artista no puede pretender es que el crítico, el comisario de exposiciones, se
someta al dictado del artista, del discurso del artista, y se limite a divulgarlo sin
más. Primero, y fundamental, porque es imprudente y fanático pretender que un
campo de la humanidad, el arte, solo pueda ser desarrollado por los artistas.
Segundo, y no menos relevante, porque tampoco los artistas se ponen de acuerdo.
Como en el campo de la crítica, como en el de la política, o en el de la religión, hay
opiniones distintas y opuestas. El curador puede ser cómplice de los artistas, y en
la mayoría de ocasiones lo es (es útil recordar aquí la persistencia de Szeemann
en muchas de sus exposiciones en cruzar el arte del pasado con los artistas
jóvenes), pero ya he mencionado antes que un comisario no tiene por qué
practicar el buenismo.

No sé si es necesario entretenerse demasiado en aclarar que la figura del


comisario de exposiciones —o, incluso, más genéricamente, el lenguaje específico
de las exposiciones, de la exhibición— es tan fascinante como difícil. Y paradójico
como el propio arte. Claro que su objetivo, sus nuevas funciones tienen una
relevancia especial, pero ¿cuántas exposiciones no se convierten más que en una
simple acumulación de obras, unas al lado de las otras, sin ningún hilo teórico o
crítico que las aglutine y, en consecuencia, otorgando argumentos sólidos a los
censores de los comisarios? Es decir, más que un bosque constituido por el
conjunto de piezas seleccionadas, con una estructura dinámica, como si se tratara
de un ecosistema propio y complejo, muchas exposiciones se convierten en lo que
Danto define en la entrevista citada como una colección de árboles, dispuestos
uno tras de otro, como un jardín artificial, sin ningún dinamismo ni organicidad.
Cuando la exposición acaba siendo una ristra de piezas más o menos bien
colocadas en una sala, pero no se ensamblan, no se rigen por un discurso
intelectual, no pretenden configurarse todas ellas como una unidad orgánica,
podríamos decir que estamos ante un proyecto fracasado

Las exposiciones deben proponer lecturas que vayan más allá de lo que cada una
de las piezas u objetos que la componen puedan significar por sí mismos. La
acumulación por la acumulación, el apelotonamiento (el hacinamiento) de obras de
arte no implica de ninguna de las maneras una propuesta artística o estética. Es
cierto que a veces nos encontramos con exposiciones de este tipo que tienen un
cierto predicamento social; quizá porque las obras que las componen, las piezas
en su individualidad, tienen tanta capacidad de comunicación estética, tal fuerza en
sus convicciones creativas o receptivas, que eso haga pasar desapercibida la falta
de propuesta global del conjunto; quizás porque, insertos en la era del arte como
espectáculo, del museo como parque temático, algunas exposiciones son vendidas
con unos anzuelos mediáticos que traspasan la presunta sagacidad de la crítica.
Pero que existan casos como estos no niega que, en puridad, la buena exposición
es la que es capaz de transmitir un discurso, no a través de la acumulación, sino
por medio del diálogo que unas obras deben mantener con las siguientes, y estas
con las que las preceden y con las posteriores, y así sucesivamente. Y, más aún,
ese diálogo o debate debe ser reforzado con un diseño apropiado del montaje, en
el que intervienen los necesarios —aunque no excesivos— paneles explicativos,
los criterios de colocación de las cartelas y del diseño gráfico de esos elementos,
los precisos efectos escenográficos o lumínicos, tal vez también los sonoros, la
decisión de dejar al visitante un recorrido libre o sugerirle —o forzarle— a seguir un
itinerario concreto… El comisario debe tener un discurso en lo teórico y ese
discurso debe mostrarse, también, en los aspectos morfológicos, de ordenación de
las piezas. Ese discurso global es lo que, al fin y al cabo, sitúa las diferencias entre
una exposición moderna y la colocación de las piezas de un antiguo coleccionista
de arte.

A nadie se le debe escapar que el fenómeno de las exposiciones ha crecido


exponencialmente en su cantidad y en su fortuna pública. Los grandes museos se
afanan en llamar la atención de la audiencia con exposiciones que, construidas en
un porcentaje importante con sus propios fondos, pero con la incorporación de
obras poco vistas en sus ciudades, se convierten en noticias de primer orden. Los
centros artísticos que no poseen fondos, aún más, programan muestras que les
puedan dar una posición preeminente en el círculo mediático que se dedica al arte
(por cierto, minoritario en las páginas de los periódicos y en los informativos
radiofónicos y televisivos). Todas estas estrategias encaminadas a programar
exposiciones atractivas, y que a menudo se convierten en verdaderos fenómenos
populares, acaban por generar una aparente —¡o no!— contradicción entre la
asistencia de una gran cantidad de público y el desconocimiento y, a menudo, los
prejuicios que buena parte de ese público atesora sobre el mundo artístico.
¿Ejemplos? No hace falta más que acudir a alguna exposición de cierta
importancia en cualquier ciudad europea o norteamericana, en todo caso lo
suficientemente importante para que los tour operadores la incluyan en sus
recorridos turísticos. Podremos observar como muchos de los turistas descienden
del autocar que les ha llevado hasta el centro artístico, realizan pongamos una
hora de cola para poder acceder a las salas de exposiciones, y cinco minutos más
tarde ya han salido de la exposición y, o bien esperan en un banco del vestíbulo, o
se dirigen a la tienda para comprar un recuerdo (¿una goma?, ¿un lápiz?, ¿una
taza?, ¿una postal de alguna obra expuesta?, quizá los menos el catálogo...). Sin
duda, lo importante no es contemplar las obras, ni mucho menos comprender el
discurso planteado por la exposición, sino que para muchos de los visitantes lo
único trascendente es poder decir que han estado allí.

Puede parecer que mi planteamiento es demasiado extremo, por su parcialidad,


pero estoy convencido de que un porcentaje muy alto de los visitantes de las
exposiciones estrella de los grandes museos responden a ese comportamiento.
Pero tras mostrar ese convencimiento, debo realizar dos puntualizaciones. En
primer lugar, señalar que, como es obvio, hay un porcentaje de visitantes que no
se encuadran en esa tipología digámosle estrictamente presencial; una serie de
personas que se interesan realmente por la exposición y que su motivación no es
en absoluto demostrar su presencia sino reflexionar sobre lo visto. En segundo
lugar, y de forma inmediata, debo exponer mi creencia que, por otra parte, todas
las actitudes frente a una exposición son legítimas y deben ser valoradas y tenidas
en cuenta de forma absoluta. También los campos de fútbol se llenan de personas
ávidas de ver ganar a su equipo, pero que no saben nada sobre ese deporte,
sobre las técnicas físicas y psicológicas que se utilizan en la actualidad. Ya sé que
comparar el fútbol con las exposiciones artísticas puede parecer que sea una
manera gratuita de plantear la cuestión. Al fin y al cabo, los ejemplos son válidos
también para las representaciones de ópera o los conciertos de música. Si
equiparo las exposiciones con esos fenómenos de masas es porque es evidente
que si los museos deciden abandonar el terreno de lo minoritario, de lo selecto, de
la cultura restringida, deben pagar un precio por ello. Si el arte es espectáculo, el
espectáculo debe permitir todos los registros de lectura, no solamente aquellos
asociados con el arte ilustrado del siglo XVIII.

El corolario de todo lo apuntado es evidente: la práctica curatorial se convierte o


debe convertirse en una propuesta teórica, en un proyecto historiográfico, en un
modelo analítico. Y todo ello a pesar de un problema final que quiero dejar
apuntado: las limitaciones en la recepción y, en consecuencia, en la influencia de
las exposiciones. Al fin y al cabo, la exposición no deja de ser un acto
performativo, que necesita del espectador. Las rutas visuales e intelectuales
adquieren sentido en la consumición y en la consumación presencial de ellas
mismas. Siempre se dice que el catálogo impreso es lo que queda de una
exposición, pero esos catálogos no son más que rastros o residuos de aquellas
rutas. En aquellas hojas, la prótesis que nos debe permitir ver cosas de otra forma
no existe más que como un trazo, como un documento que habrá que interpretar.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Azúa, F. de [2002]: Diccionario de las Artes, Barcelona, Anagrama.

Borràs, M. Ll. [24/X/1989]: "El crítico, comisario de exposiciones", La Vanguardia.

Crimp, D. [2003]: “El tribunal de la fotografía”, en Picazo, G. y Ribalta, J.


(eds.): Indiferencia y singularidad :la fotografía en el pensamiento artístico
contemporáneo , Barcelona,Gustavo Gili.

Dalí, S. [31/V/1928]: "Per al meeting de Sitges", L'Amic de les Arts, nº 25.

Franch, E. [1986]: “Les exposicions, un mitjà d'informació i dinamització


cultural”, Disseny, comunicació, cultura, nº 1.

Guasch, A.M. (ed) [1997]: El arte del siglo XX en sus exposiciones: 1945-1990,
Barcelona, Eiciones del Serbal.

Guasch, A.M. (ed) [2006]: La crítica dialogada. Entrevistas sobre arte y


pensamiento actual (2000-2006), Murcia, CENDEAC.

Llena, A. [7/IX/2006]: “Art i crítica (1)”, Avui.


Minguet, J.M. [2003]: “La crítica de arte en España”, en Guasch, A.M. (ed): La
crítica de arte. Historia, teoría y praxis, Barcelona, Ediciones del Serbal.

Parcerisas, P. [2003]: Art & Co. La màquina de l’art, Carrotja-Barcelona-Palma, Ed.


Afers.

Tomkins, C. [1999]: Duchamp, Barcelona, Ed. Anagrama.

Vilar, G. [2005]: Las razones del arte, Madrid, Antonio Machado.

© Disturbis. Todos los derechos reservados. 2010

http://disturbis.esteticauab.org/DisturbisII/Minguet.html

La Crítica de Arte como Género Periodístico: un texto Argumentativo que cumple


una Función Cultural

Por Rafael Yanes


Número 45

La honestidad como requisito imprescindible


En el diccionario de la Real Academia Española se define la crítica como “el arte
de juzgar de la bondad, verdad y belleza de las cosas”, y en la Enciclopedia
Británica como “la técnica de juzgar las cualidades y valores de un objeto artístico,
tanto en materia de literatura como de bellas artes”. Ambas se encuentran en la
línea donde se encuadra dentro del periodismo, y que coincide con su origen
etimológico, del griego kriticós, que significa “que juzga”. Pero además, la crítica es
un género periodístico de opinión. Se parece al artículo, en cuanto se trata de la
valoración personal que su autor realiza sobre un acontecimiento de actualidad.
Incluso, hay autores que niegan que la crítica pueda ser considerada como un
género independiente, y la enmarcan dentro del periodismo de opinión como un
tipo especial del comentario (García, 1985, p. 84). También se parece a una
crónica por ser un texto que analiza algo sucedido recientemente, aunque de ésta
se diferencia por el asunto del que trata, ya que siempre enjuicia una
manifestación artística. Incluso, la crítica contiene también información sobre la
actualidad del mundo del arte, por lo que tiene también componentes propios del
periodismo informativo, pues la actuación de un grupo de teatro o la publicación de
un libro son hechos noticiosos en si mismos. Pero su característica principal es el
criterio subjetivo que refleja su texto. Se trata de un género de opinión.

Existe discrepancia en cuanto a si en la crítica debe incluirse un juicio de valor, o,


sencillamente, deben reflejarse de forma objetiva los datos más significativos del
acontecimiento. Es posible que no reflejarla sea una muestra de incompetencia
profesional. Una crítica no es una descripción de la obra analizada para que el
lector se vea atraído y, posteriormente, saque sus propias conclusiones. Una
simple descripción de lo visto o leído no es una crítica de arte, ni tampoco lo es
ceder la palabra al autor de la obra para oír su opinión. El crítico tiene el deber de
arriesgarse y dar a conocer su particular valoración, por lo que su formación
cultural es requisito imprescindible para poder realizarla con perspectiva histórica.
Abril Vargas considera que en este género lo único que importa es la valoración
que le merece al crítico un trabajo artístico o creativo, por lo que debe firmarlo un
experto en el arte del que se trate (1999, p. 183). El crítico tiene como misión
valorar la obra, pero no exclusivamente basado en el gusto personal, porque la
buena crítica no puede estar sustentada únicamente en las preferencias
individuales. Lo que identifica a este género es que se trata de un texto donde el
crítico argumenta los aspectos positivos o negativos de forma consistente, y con
criterios de más altura que los estrictamente personales. Criticar no es censurar,
pero sí valorar algo a la luz de la razón (Martín, 1986, p. 337).

Harris y Jonson también inciden en la necesidad de hacer una valoración sobre la


obra artística, y creen que la crítica en periodismo tiene un sentido positivo de
orientación cultural, lo que convierte al periódico en un actor importante de la
educación popular (Santamaría, 1990, p. 142). La crítica debe ser entendida como
el arte de informar, interpretar, y, sobre todo, valorar una obra artística (Vallejo,
1993, p. 22). Martínez Vallvey la define como aquel texto que enjuicia espectáculos
u otros bienes y servicios destinados, fundamentalmente, al ocio de las personas
(1999, p. 81)

Además, deben ser textos redactados con belleza expresiva. Se trata de escritos
que, al juzgar obras de arte, resultan ya creativos porque se apoyan en el propio
trabajo que evalúan, y profundizan hasta el punto de que pueden orientar hasta al
propio autor sobre determinados valores de su obra. Es un género de opinión que
explica, analiza, argumenta y enjuicia las cualidades y los valores de una obra de
arte (Armañanzas, 1996, p. 144)

Si llegamos a la conclusión de que la crítica es el comentario que sobre una obra


de arte hace un especialista con valoración positiva o negativa, el texto que no la
contenga debe ser considerado como un género diferente. Y esta es la diferencia
entre crítica y reseña, pues mientras la primera es un texto elaborado por un
experto que valora en profundidad la obra, en el caso de la reseña se trata de un
trabajo realizado por un periodista que informa sobre algún acontecimiento del
mundo del arte sin valoración alguna (Morán, 1988, p. 14). Con esta definición, la
reseña es un texto descriptivo que está dentro de los géneros del periodismo
informativo como una modalidad de la noticia, mientras que la crítica es valorativa,
y, por tanto, pertenece a los géneros del periodismo de opinión. En esta línea se
muestra Núñez Ladevéze al afirmar que la crítica contiene valoración, mientras
que la reseña es sólo una nota informativa (1995, p. 110), y también Álex Grijelmo,
quien considera que la reseña no es un género periodístico, sino un tipo breve de
noticia (2001, p. 53). La reseña sólo es información sin opinión, por lo que se
diferencia claramente de una crítica.

Si la parte fundamental de la crítica es la valoración de una obra, es imprescindible


la honestidad de quien la firma. El profesional del periodismo que quiera trabajar
en este género tiene que cumplir dos condiciones: gustarle la especialidad artística
que elija, y un elevado concepto de la honestidad (Abril, 1999, p. 195). Hay que
tener en cuenta que de la valoración de una obra pueden derivarse consecuencias
económicas importantes, por lo que el crítico debe estar alejado de presiones
personales o empresariales para ejercer su función con absoluta independencia. El
crítico debe ser un profesional con un incuestionable sentido de la ética
periodística. Su valoración honesta es su sello de identidad.
Además, las opiniones deberán estar basadas en el análisis riguroso de la obra sin
que se perciban puntos de vista extremos. Para emitir un veredicto fiable es
necesario evitar los prejuicios, por lo que el crítico no puede valorar con criterios de
compromiso en un determinado estilo o tendencia. El crítico no debe dar motivos
para ser considerado como un “escritor frustrado, burdo censor o caza gazapos”
(Vallejo, 1993, p. 32).
Con todo lo dicho anteriormente, se puede concluir en que la crítica es un género
periodístico argumentativo en el que se valora una obra de arte con un texto
creativo firmado por un experto en la modalidad artística que enjuicia, y donde la
honestidad de su autor es requisito imprescindible.

Un género argumentativo que educa y entretiene


En la crítica de arte se utiliza un lenguaje persuasivo, y es que se trata de un
género de opinión explícitamente argumentativo. Tiene la intencionalidad, pues
trata de convencer al lector con una determinada valoración de la obra, y para ello
tiene que razonar sus valoraciones -que no pueden ser gratuitas-, sin incluir
elogios inmerecidos que puedan asemejarse a trabajos propagandísticos que no
aguantan en pie desde que los contradice la primera crítica responsable. La crítica
de arte debe tener una argumentación inspirada en el convencimiento personal de
quien firma, y nunca en criterios publicitarios o ideológicos. Lo importante es la
exposición argumentada del texto sin prescindir de los juicios de valor, y con una
función formativa. La crítica periodística pretende encauzar culturalmente al lector
como objetivo principal, aunque también debe servirle como fuente de
conocimiento de la obra juzgada (Gutiérrez, 1984, p. 219).

La argumentación es el núcleo principal de este género periodístico, que debe dar


soporte de forma razonada a los juicios de valor que se defienden, y es la base de
una buena crítica. Perelman y Olbrechets (Abril, 1999, pp. 79 y 80) establecen
cinco partes fundamentales de toda argumentación: Los hechos, que son el eje de
la argumentación y se consideran inmutables aunque puedan ser discutidos; las
verdades, como sistema de asociación de diferentes hechos mediante uniones que
pueden ser seguras, posibles o probables; las presunciones, resultantes de la
lógica formal para llegar a una conclusión cuando los hechos y las verdades se
analizan; los valores, que pueden ser considerados como universales, o, al menos,
aceptados por la mayoría; y la recogida y selección de datos, que es la fase final
de la interpretación.

Además, es un género de autor, por lo que siempre la crítica debe ir firmada, ya


que la personalidad del crítico es un factor determinante de cara a su credibilidad
por parte del público. Estamos ante un género en el que la identidad del firmante
es parte fundamental del texto, algo que sucede en la mayor parte de los géneros
de opinión, aunque en éste, si cabe, con más importancia. Por ello, para que se
identifique de forma directa al autor con su crítica es recomendable que esté
redactada en primera persona.

Para Auden (Vallejo, 1993, p. 23), la crítica de arte contiene, fundamentalmente,


cuatro funciones. En primer lugar, debe introducirnos en obras de autores que
ignoramos, por lo que la divulgación es un efecto inmediato. También, la crítica
hace un análisis comparativo entre diferentes épocas para mostrarnos las
relaciones entre ellas, es decir, una labor cultural de primer orden. Una tercera
función es la de enseñarnos algo sobre el proceso de construcción de la obra, lo
que hará reflexionar al lector desde un punto de vista diferente. Y, por último, tiene
la función de persuadirnos de que su opinión es la correcta en todo lo que nos
cuenta.

La persuasión explícita es un elemento de gran importancia en la crítica de arte, ya


que se trata de la visión subjetiva de un trabajo artístico por parte de un
especialista en la materia, y que sirve de nexo entre el autor y el público sin que
exista, por parte de éste, conocimiento directo de la obra. Es un texto que pretende
principalmente orientar al lector, aunque también intenta servirle como instrumento
de formación cultural. Es el género periodístico más aproximado a la educación, en
tanto que orienta sobre la bondad y la belleza del arte. La crítica de arte informa de
algo acontecido en el mundo de la cultura, por lo que también forma culturalmente
al público. Su función cultural es un rasgo diferenciador en de este género.
Argumenta los contenidos que ofrece de forma didáctica, de manera que el lector
recibe formación cultural básica. Los buenos críticos aprovechan cada texto para
reflexionar sobre el momento que vive el arte, para ampliar datos sobre la
modalidad artística que enjuicia, y para analizar cada uno de los componentes de
la obra. Se puede afirmar que el crítico está llamado a ejercer un magisterio
cultural de primer orden por escribir de arte en un formato dirigido al gran público.
La crítica de arte tiene una triple función: informar, orientar y educar (Santamaría,
1990, p. 141), aunque además se le puede añadir la función del entretenimiento, al
existir lectores que encuentran un verdadero placer en leerlas (Abril, 1999, p. 191).

Los textos periodísticos deben cumplir unas condiciones básicas para ser
considerados críticas de arte (Vallejo, 1993, p. 24). El primer requisito es que debe
ser un texto creativo con una redacción que enriquezca la obra, potencie sus
valores y la califique con rigor, justicia y honradez. Pero además, la crítica es un
texto con belleza expresiva, por lo que debe estar bien construida
gramaticalmente, -en el caso de tratarse de una obra literaria, como mínimo con el
buen estilo de la obra que se
juzga-, y tendrá que ser profunda y amena. Y no puede olvidar su función
formativa, para lo que es necesario que se convierta en el nexo entre el autor y el
lector con el fin de elevar el nivel cultural de éste. La crítica de arte no debe
contener elementos de destrucción, sino, por el contrario, afán de comprensión
hacia la obra analizada. Y, por encima de todo lo anterior, el crítico debe observar
escrupulosamente el principio ético de la insobornabilidad, sin presiones ni
servidumbres de ningún tipo.

Es un género que debe estar basado en el conocimiento profundo de la pieza, del


autor y del contexto histórico en el que se desenvuelve. Exige una reflexión seria
con un análisis de las circunstancias que la han acompañado. Es decir, la crítica
exige un profundo rigor intelectual, que es el único camino que conduce a la
objetividad. Por encima de cualquier gusto personal, se impone una actitud ética
ante la valoración de una obra de arte. Y debe ser sincera. El crítico expresa su
parecer de forma honesta, con absoluta independencia. El análisis responsable es
necesario ante un texto que va dirigido al público en general para orientarle, por lo
que debe contener pautas adecuadas para que el público forme su opinión
personal. Aunque no debe olvidarse de que, además, es un género con función
informativa. Debe ser un texto que explique fielmente el contenido de la obra
enjuiciada.

La crítica debe ser un texto analítico y sintético con una argumentación ponderada
y justa, por lo que tiene que existir un criterio valorativo bien razonado. El crítico ha
de evitar la tendencia al elogio gratuito y la inclinación a la dureza en sus juicios
(Martín, 1986, pp. 337 y 338). Su texto debe ser fielmente informativo, pues el
objetivo es que el lector conozca las virtudes y los defectos de la obra, aunque
debe estar redactada con tono respetuoso y ecuánime. El crítico debe ser un
especialista en la materia con espíritu reflexivo y serenidad de juicio.

Al ser un género de autor, el crítico de arte debe reunir unas cualidades para poder
ser considerado un profesional especializado en este género periodístico. Un
crítico debe tener facilidad de comunicación para dirigirse a audiencias masivas,
ser experto en el arte que valora, amar la actividad que es objeto de crítica, escribir
siempre con un tono constructivo, tener sentido crítico con claridad de
pensamiento y ser objetivo (Torres, 1988, pp. 22 y 23).

El crítico debe fundamentar lo que afirma sin dogmatismo, y su opinión debe ser
considerada como una aportación personal a la propia obra. Luisa Santamaría
(1990, p. 145) afirma que las características de la crítica de arte son tres: la
brevedad, la urgencia y la inteligibilidad. Es un texto breve, pero no ligero, por lo
que debe estar bien argumentado; es urgente, pero no por ello irreflexivo, y por
tanto, sus valoraciones serán suficientemente razonadas; y por último, al ser un
texto periodístico, debe estar redactado con un lenguaje no especializado aunque
se hable de arte.

Algunos autores han propuesto modelos de estructura para este género


periodístico a pesar de que la crítica de arte no se adapta a un esquema rígido por
ser un género creativo. Algunos autores proponen dividirlo en tres partes: el titular,
normalmente argumentativo; la ficha técnica, donde se recogen los datos objetivos
de la obra que se enjuicia; y el cuerpo, que es la crítica propiamente dicha
(Martínez Vallvey, 1999, p. 83). Pero en esta última parte se pueden distinguir tres
componentes: En el primero, el crítico hace mención de los antecedentes de la
obra objeto de su valoración con datos sobre el autor y su producción anterior; en
el segundo se resume el argumento, si lo tiene, de forma breve, con el fin de
ilustrar al lector; y por último, como consecuencia de lo anteriormente expuesto, se
refleja el veredicto del crítico, de forma que el lector quede convencido de que la
valoración está suficientemente argumentada y que está realizada por un experto
(Morán, 1988, p. 19).

Una propuesta para su clasificación


Varios autores consideran que la mejor forma de clasificar las críticas de arte es
tener en cuenta el asunto del que tratan. Así, podríamos hablar de críticas
literarias, cinematográficas, teatrales, musicales… Sin embargo, es un texto que
puede ser muy creativo, por lo que es posible distinguirlas teniendo en cuenta
otros criterios. Luisa Santamaría (1990, p. 148) hace una propuesta de cuatro tipos
de críticas de arte basándose en el objetivo principal que persigue su autor, lo que
da lugar a una clasificación que puede ser eficaz para explicar las posibilidades de
este género periodístico: El modelo estético, que es el texto donde el crítico tiene
una gran libertad para analizar la obra desde el punto de vista de la belleza de la
misma, sin preocuparse por el estudio analítico de su estructura o las relaciones
históricas; el modelo formalista, cuya principal preocupación es la actitud científica
frente a la estética y donde el crítico no tiene valor creador y se limita a explorar la
obra en su estructura formal; el modelo culturalista, que estudia la obra en relación
con los condicionamientos históricos y el medio en el que la desarrolló su autor; y
el modelo sociológico, que es el texto donde el crítico hace un análisis muy
comprometido del momento político y social en el que se desenvuelve la obra en
cuestión.

Pero en la práctica no se presentan en toda su pureza. Evidentemente, toda crítica


sobre una obra de arte se preocupa de la estética, pero, si pretende ser rigurosa
no puede dejar de analizar su estructura formal, sus condicionantes históricos y su
relación con la sociedad que representa, por lo que es posible que todas tengan
algo de cada uno de los modelos propuestos.

Es un género de autor, y éste pone su sello de identidad en el texto que firma. Es


razonable distinguir las críticas de arte por el estilo con el que están escritas. Unas
analizan fríamente el contenido de la obra. Otras no profundizan demasiado y
terminan siendo un texto cuyo único fin parece ser elogiar al autor. También las
hay centradas en una simple descripción. Algunos críticos prefieren hablar del
autor y su repercusión en el mundo artístico. Por último, hay críticas que buscan
casi exclusivamente la belleza estética del texto. Con estos criterios diferenciamos
la crítica analítica, la laudatoria, la descriptiva, la expositiva y la estética.

La crítica analítica. Es la crítica de arte propiamente dicha. En ella se analizan con


rigor cada una de las partes de la obra que se enjuicia, con valoraciones concretas
sobre su realización, dirección o interpretación. Normalmente utiliza un estilo
informativo alejado de los recursos literarios, aunque al ser un género de autor
depende de quien la firma.
La crítica laudatoria. En ocasiones encontramos en los periódicos alguna crítica de
arte en la que su autor prodiga excesivamente elogios hacia todas y cada una de
las partes de la obra enjuiciada. Son textos en los que el crítico se recrea en la
belleza extraordinaria del objeto artístico analizado, y no siempre aporta datos
concretos para tanta alabanza. Es una apología del autor y de su obra, por lo que
la denominamos crítica laudatoria.
La crítica descriptiva. Es aquella donde no se analiza el contenido de la obra, y el
crítico se centra en exponer los detalles que la componen. En la argumentación, lo
importante es la descripción de las partes, y la valoración, si la tiene, se convierte
en algo secundario. Es un relato sobre todo lo visto -en el caso de una crítica sobre
pintura-, o lo ocurrido durante el concierto o representación teatral. El lector recibe
una información bastante completa de la obra artística.
La crítica expositiva. Es la crítica que ni siquiera describe la obra artística. Habla
de su autor, o de su repercusión social, pero no entra en detalles de las partes que
la componen o el trabajo de dirección, realización o interpretación. Se asemeja a
un artículo firmado, ya que muchas veces se ocupa de analizar las últimas
novedades producidas en la modalidad artística de la que habla. Incluso se
aproxima al contenido de una reseña, ya que no entra en un análisis profundo.
La crítica estética. Es aquella que se asemeja a un artículo firmado, en la que, con
belleza expresiva, se hace un recorrido por la historia de la obra o de su autor,
pero no describe, ni analiza, ni expone ninguna parte de la obra. El fin que
persigue es el placer de su lectura, más que un juicio de la obra de arte. Se trata
de un texto culto donde la estética del escrito es particularmente importante.
Referencias:

Abril Vargas, Natividad (1999). Periodismo de opinión. Madrid: Síntesis.


Armañanzas, Emy y Javier Díaz Noci (1996). Periodismo y argumentación.
Géneros de opinión. Bilbao: Editorial Universidad del País Vasco.
García Núñez, Fernando (1985). Cómo escribir para la prensa. Madrid: Ibérico
Europea de Ediciones.
Grijelmo, Álex (2001). El estilo del periodista. Madrid: Santillana.
Gutiérrez Palacio, Juan (1984). Periodismo de opinión. Madrid: Paraninfo.
Martín Vivaldi, Gonzalo (1986). Curso de Redacción. Madrid: Paraninfo.
Martínez Albertos, José Luis (1983). Curso General de Redacción Periodística.
Barcelona: Mitre.
Martínez Vallvey, Fernando (1999). Cómo se escriben las noticias. Salamanca:
Librería Cervantes.
Morán Torres, Esteban (1988). Géneros del periodismo de opinión. Pamplona:
EUNSA.
Muñoz González, José Javier (1994). Redacción periodística. Salamanca: Librería
Cervantes.
Núñez Ladevéze, Luis (1995). Introducción al periodismo escrito. Barcelona: Ariel
Comunicación.
Santamaría Suárez, Luisa (1990). El comentario periodístico. Los géneros
persuasivos. Madrid: Paraninfo.
Vallejo Mejía, María Luz (1993). La crítica literaria como género periodístico.
Pamplona: EUNSA.

Dr. Rafael Yanes Mesa


Universidad de la Laguna, Islas Canarias, España.

http://www.razonypalabra.org.mx/anteriores/n45/ryanes.html

05 2007
print
Hacia una teoría crítica del arte
Traducción de Marcelo Expósito
Gene Ray

Gene Ray
biography
contact

Marcelo Expósito (translation)


biography
contact

languages
English
Deutsch
Español
Русский
transversal
kritik

La teoría crítica rechaza el mundo dado intentando ver más allá. Al reflexionar
sobre el arte tenemos también que distinguir entre una teoría acrítica, esto es,
afirmativa, y una teoría crítica que rechaza el arte dado para mirar más allá. La
teoría crítica del arte no se puede limitar a recibir e interpretar el arte, siendo ésta
la forma que la teoría del arte adopta bajo el capitalismo. Debe reconocer que el
arte, tal y como se institucionaliza y practica hoy día —bussines as usual, en el
actual “mundo del arte”—, es, en el sentido más profundo e inevitable, “arte bajo el
capitalismo”, esto es, arte bajo el dominio capitalista. La teoría crítica deberá
orientarse en cambio hacia una ruptura clara con el arte que el capitalismo ha
sometido.

La primera tarea de la teoría crítica del arte es comprender cómo el arte dado sirve
de apoyo al orden dado. Debe exponer y analizar las actuales funciones del arte
bajo el capitalismo. ¿Qué hace toda la esfera de actividad que llamamos arte?
Cualquier teoría crítica del arte debe comenzar entendiendo que la actividad del
arte en sus formas actuales es contradictoria. El “mundo del arte” es el espacio
donde tiene lugar una enorme movilización de creatividad e invención que se
canaliza a la producción, recepción y circulación de obras de arte. Las instituciones
artísticas manejan el conjunto de esta producción de varias maneras, aunque
dicha conducción, por lo general, no es directamente coercitiva. El mercado del
arte ejerce, ciertamente, una fuerte presión mediante formas de selección que el
artista o la artista no pueden ignorar si desean forjarse una carrera. Pero, en tanto
que individuos, el artista o la artista son relativamente libres de elegir qué quieren
hacer de acuerdo con su concepción de lo que es el arte. Son libres de hacer lo
que les plazca, aun al precio de no vender ni alcanzar la fama. El arte, por tanto,
no ha abandonado su pretensión histórica de ser autónomo en el seno de la
sociedad capitalista; aún hoy día podemos comprobar por doquier, empíricamente,
la manera en que opera esta autonomía relativa.

Por otra parte, quien ejerza la teoría crítica está obligado a observar que el arte,
visto como un todo, es un factor de estabilización en la vida social. La existencia
de un arte que se produce con apariencia de libertad y en gran abundancia
acredita el orden dado. El arte sigue siendo una joya en la corona del poder, y
cuanto más rico, espléndido y exuberante es, tanto más afirma el status quo.
Puede que la realidad material de la sociedad capitalista consista en una guerra de
todos contra todos; en el arte, empero, los impulsos utópicos cuya realización se
ve bloqueada en la vida cotidiana encuentran una formalización social ordenada.
Las instituciones artísticas son capaces de articular una gran variedad de
actividades y agentes en una unidad sistémica compleja; el sistema-arte capitalista
funciona como un subsistema del sistema-mundo capitalista. No cabe duda de que
alguna de estas actividades y productos artísticos son abiertamente críticos y
políticamente comprometidos. Pero si se lo considera como un todo, el sistema
artístico es afirmativo[1], en el sentido de que convierte la totalidad de las obras y
prácticas artísticas —la suma de todo lo que fluye a través de estos circuitos de
producción y recepción— en “legitimación simbólica” (por tomar en préstamo la
adecuada expresión de Pierre Bourdieu[2]) de la sociedad de clases. Lo consigue
alentando los impulsos autónomos del arte mientras simultáneamente neutraliza
políticamente lo que esos impulsos producen.

Modernismo francfortiano

Los teóricos de la Escuela de Francfort fueron los pioneros en la elaboración de


una comprensión dialéctica del arte. Herbert Marcuse, Max Horkheimer y Theodor
W. Adorno nos mostraron cómo el arte bajo el capitalismo puede, al mismo tiempo,
ser relativamente autónomo e instrumentalizado en favor de la sociedad existente.
Toda obra de arte, de acuerdo con la famosa formulación de Adorno, es autónoma
y al mismo tiempo un hecho social[3].

Los teóricos francfortianos veían en el aspecto autónomo del “doble carácter” del
arte un equivalente a la intransigencia de la teoría crítica[4]. La creación autónoma
libre es una forma de alcanzar la luminosa humanidad no alienada descrita por el
joven Marx. Contiene como tal una fuerza de resistencia a los poderes fácticos,
aunque sea una muy frágil. El intento francfortiano de rescatar y proteger este
carácter autónomo condujo a sus teóricos a defender a capa y espada las formas
del arte moderno. Para ellos, sobre todo para Adorno, la obra de arte moderna era
una manifestación sensual de la verdad en tanto que proceso social que empuja
hacia la emancipación humana. La obra de arte moderna —y, con toda seguridad,
se referían con este nombre a la obra maestra, al cenit de la experimentación
formal avanzada— es una encarnación de los antagonismos, constituye una
síntesis de elementos no reconciliados, porque no son ni unificables ni idénticos
entre sí. Campo de fuerzas que incluye elementos tanto artísticos como sociales,
la obra de arte reproduce indirecta, incluso inconscientemente —siguiendo a
Adorno— los conflictos, bloqueos y aspiraciones revolucionarias de la vida
cotidiana alienada. Los francfortianos observaron que esta práctica de la
autonomía estaba amenazada desde dos direcciones. En un aspecto, porque el
capitalismo estaba invadiendo cada vez más la esfera de la cultura, en un proceso
al que Horkheimer y Adorno dieron el famoso nombre de “industria cultural”[5]. En
un segundo aspecto, por la instrumentalización política de esta esfera por parte de
los partidos comunistas y otros poderes establecidos que se consideraban a sí
mismos anticapitalistas. Fue en respuesta a esta segunda apreciación que Adorno
lanzó su conocida condena del arte politizado[6]. Contestando ostensiblemente a
la llamada de Sartre en 1948 en pro de una littérature engagée, Adorno había
elaborado su posición a partir de lo que había sucedido en el intervalo de
entreguerras: la liquidación de las vanguardias artísticas en la Unión Soviética bajo
el estalinismo y la adopción del realismo socialista por parte de la Comintern como
la única forma aceptable de arte anticapitalista[7]. El arte que se subordinaba a la
dirección del partido traicionaba, para Adorno, su propia fuerza de resistencia.
Adorno pensaba que el arte no podía dejarse instrumentalizar sobre la base del
compromiso político sin al mismo tiempo socavar la autonomía de la cual el propio
arte depende y sin disolverse a sí mismo como arte. El arte autónomo (moderno)
es político, pero sólo indirectamente, y limitándose a sí mismo a la práctica de su
propia autonomía. En breve, el arte debe portar su contradicción sin intentar
superarla. A la expansión de la industria cultural que consolidaba su poder sobre la
conciencia cotidiana, y también, en efecto, a las luchas por la liberación nacional y
a las insurrecciones urbanas que politizaban los campus universitarios en el curso
de los años sesenta, Adorno respondía endureciendo su posición.

Caben pocas dudas acerca de cómo las dos tendencias apuntadas por Adorno
amenazaban la autonomía artística dada. Pero tampoco caben muchas sobre
cómo la concepción que tiene del problema clausura una posible solución. La
industria cultural y el realismo socialista oficial no eran las únicas alternativas a la
producción autónoma de obras de arte. Pero Adorno no podía ver esas otras
alternativas porque no tenía ninguna categoría con la cual interpretarlas. La más
convincente de estas alternativas se constituía dando por rotos sus lazos de
dependencia con la institución artística, abandonando la producción de objetos
artísticos tradicionales y reubicando sus prácticas en las calles y en los espacios
públicos: la formación de la Internacional Situacionista (SI) en 1957 fue un anuncio
de que esta alternativa había alcanzado una coherencia básica tanto en el plano
teórico como en el práctico[8]. Mientras siguió puliendo su Teoría estética hasta su
muerte en 1969, Adorno se mantuvo ciego ante todo eso. Al igual que su heredero,
Peter Bürger, quien publicó su Teoría de la vanguardia en 1974.

Hacia una diferente autonomía

El problema, tanto en Adorno como Bürger, se puede cifrar en términos de su


excesiva atención a la forma-obra del arte moderno. Bürger reescribe la historia de
las vanguardias artísticas de acuerdo con esta idea tan cara a Adorno: el
desarrollo de la obra en tanto que campo de fuerza. Para Adorno, la vanguardia es
arte moderno, identidad pura y simple. Bürger realiza un avance importante más
allá de esta identificación comprendiendo que las vanguardias “históricas” habían
repudiado la autonomía artística en sus esfuerzos por religar el arte y la vida, así
como también que su especificidad se debe localizar en este repudio. Pero aunque
Bürger trabaja duro en diferenciar su análisis del de Adorno, se pliega sobre el
mismo al juzgar que este ataque vanguardista a la institución del arte autónomo
fue un fracaso, una “falsa supresión”, o disolución, del arte en la vida[9]. El único
resultado exitoso fue inintencionado: tras las vanguardias históricas, la obra
orgánica y armoniosa del arte tradicional deja paso a la obra (no orgánica,
alegórica) como unidad fragmentada de elementos desarticulados que rechaza
tener una apariencia de reconciliación. En otras palabras, el arte no puede repudiar
su autonomía, pero puede continuar repudiando infinitamente sus propias
tradiciones, siempre y cuando lo haga en forma de obras de arte modernas.

Este pronunciamiento acerca del fracaso y la “falsa supresión” es demasiado


apresurada. Volveré a este punto más tarde. Ahora quiero cuestionar esta
confianza excesiva en la autonomía institucional del arte contrastándola con la
autonomía que se constituye por medio de un ruptura consciente con el arte
institucionalizado. La alternativa situacionista al arte bajo el capitalismo fue una
ruptura mucho más avanzada y consciente que las revueltas con frecuencia
parciales y dubitativas de las tempranas vanguardias. (Es cierto que la ruptura con
el arte institucionalizado no se cumplió con un sencillo y repentino corte; fue más
bien un proceso crítico de separación progresiva llevada a cabo entre finales de los
años cincuenta y comienzos de los sesenta, y que culminó en la prohibición de
proseguir ningún tipo de carrera individual que se aplicaron los miembros de la IS.)
La práctica situacionista se politizó radicalmente, pero no se puede entender
simplificadamente como una mera o una completa instrumentalización del arte por
parte de la política. Podemos estar de acuerdo con Adorno en que quienes pintan
lo que el partido les dice que pinten han renunciado a su autonomía; en la medida
en que hacen apología del monopolio que el comité central ejerce sobre la
autonomía artística, no son más que instrumentos para producir obras de arte
negociadas. Pero la IS fue un grupo fundamentado sobre un principio de
autonomía: una autonomía no restringida como privilegio o especialización de unos
ciertos sujetos, sino una que se radicalizó a través de un proceso revolucionario
que apuntaba abiertamente a extender la autonomía a todos los sujetos[10]. En su
propio proceso de grupo la IS demostró constantemente la autonomía de todos sus
miembros, quienes contribuían con su plena participación a una práctica
colectiva[11]. Este proceso no siempre se desarrolló con suavidad (¿y qué proceso
lo hace?). Pero las muy criticadas expulsiones decretadas por el grupo reflejan el
doloroso sostenimiento de su coherencia teórica y no pueden enarbolarse como
una prueba de la pérdida de autonomía. “Instrumentalización” es una categoría
equivocada si se la aplica a una práctica consciente (esto es, autónoma) que se
autogenera con toda libertad.

Más aún, los y las situacionistas eran incluso más hostiles que Adorno a los
partidos comunistas oficiales y a las vanguardias fácticas[12]. Sus experimentos
sobre la autonomía colectiva se desarrollaron ampliamente alejados —y
abiertamente críticos con— el servilismo de los militantes partidarios[13]. La
alienación no se puede superar, en sus propias palabras, “por medio de formas de
lucha alienadas”[14]. Su proceso crítico de teoría y práctica revolucionaria era
sencillamente mucho más profundo que el de Adorno: y se vivía —así debe ser—
como una urgencia real[15]. Llevaron a cabo una apropiación autónoma de la
teoría crítica, desarrollándola en una estrecha relación dialéctica con sus propias
prácticas e innovaciones culturales radicales. Como resultado dejaron de producir
obras de arte modernas. Pero nunca dijeron haber profundizado en el arte
moderno sino, por el contrario, afirmaron haber superado esta concepción
dominante del arte[16]. Mi argumento es que la práctica situacionista —sea cual
sea la manera en que se la categorice o evalúe— fue ciertamente no menos
autónoma que la producción institucionalizada de obras de arte modernas que
gozaron del favor de Adorno. Fue incluso mucho más autónoma e
intransigentemente crítica. En comparación con la práctica situacionista, que sigue
funcionando como un factor real de resistencia y emancipación, las afirmaciones
de Adorno acerca de Kafka y Beckett se nos muestran como risiblemente
exageradas.

Sobre la supresión[17] del arte

La teoría situacionista del arte, entonces, no adolece de los impasses en las


categorías y conceptos que llevaron a la teoría francfortiana del arte a cerrar filas
en torno a la obra de arte moderna. Para los y las situacionistas, el arte no puede
consistir ya más en la producción de objetos para exposiciones y espectadores
pasivos. Dada la descomposición de la cultura contemporánea —y señalemos,
aunque sea de pasada, que hay muchos solapamientos entre el análisis de la
industria cultural y la teoría de la sociedad espectacular— los intentos por
mantener o rejuvenecer la modernidad son una empresa ilusoria abocada al
fracaso. En lo que se refiere al contenido y significado de la práctica vanguardista
temprana, la teoría crítica del arte desarrollada por la IS entre finales de los
cincuenta y principios de los sesenta, resumida de forma concisa por Guy Debord
en La sociedad del espectáculo en 1967, opina básicamente lo mismo que Bürger
en su teorización. Pero estas dos teorías divergen irreconciliablemente en su
interpretación de las consecuencias que extraen. El defecto de la teorización de
Bürger se puede localizar en su enjuiciamiento histórico de las tempranas
vanguardias, porque este juicio se convierte en una ceguera o una clausura
categórica. En Bürger, la conclusión de que las tempranas vanguardias fracasaron
en sus intentos de superar el arte se colige necesariamente de un hecho obvio: la
institución artística sigue existiendo; no puede haber superación dialéctica sin el
momento de negación que supone una supresión. El arte no queda suprimido; por
tanto, no hay superación. Esto llevó a Bürger a declarar que las tempranas
vanguardias se deben ver ahora como “históricas”. Los intentos, por tanto, de
repetir el proyecto de superación del arte sólo pueden consistir en repeticiones de
un fracaso; tales intentos por parte de la “neovanguardia”, como Bürger ahora la
llama, sólo sirven para consolidar la institucionalización de las vanguardias
históricas como arte. El gesto de Marcel Duchamp firmando un orinal o un botellero
fue un ataque fallido a la categoría de producción individual, pero las repeticiones
de este gesto sencillamente institucionalizaron el ready-made como un objeto de
arte legitimado.

El problema aquí es que Bürger restringe su análisis a las obras de arte y a los
gestos que se adecuan a esta categoría. Se evidencia que casi percibe este
problema cuando en algunos momentos utiliza el término “manifestación” —y no
“obra”— para referirse a la práctica vanguardista. Pero pronto deja claro que todas
las formas de prácticas acabarán bien por ser reducidas a la categoría de “obra”,
bien por no ser reconocidas en absoluto: “Los esfuerzos por superar el arte se
vuelven manifestaciones artísticas (Veranstaltungen) que, independientemente de
las intenciones de quien las produce, adoptan el carácter de obras”. El limitado
espectro de ejemplos que Bürger maneja muestra que lo que tiene en mente
cuando habla de “manifestación” son gestos que encajan previamente en la forma-
obra, tales como los ready-mades de Duchamp o los poemas automáticos
surrealistas; o, como mucho, provocaciones realizadas frente a un público en
manifestaciones artísticas organizadas.

Happenings y situaciones

Bürger conoce la forma-happening que Allan Kaprow y sus colaboradores


desarrollaron a partir de 1958. Pero afirma que los happenings no son más que
una repetición neovanguardista de las manifestaciones dadaístas, una evidencia
de que la repetición de las provocaciones históricas ya no tiene valor de protesta.
Concluye que el arte, hoy, “puede o bien resignarse a su estatuto autónomo, o bien
organizar manifestaciones que rompan con ese estatuto; empero, no puede
sencillamente negar su estatuto autónomo, ni suponer que es posible tener una
eficacia directa, sin traicionar su reivindicación de la verdad
(Wahrheitsanspruch)”[18]. Esta “reivindicación de la verdad” que hace el arte, no
obstante, resulta ser una descripción normativa del propio estatuto autónomo. Pero
Bürger no puede escapar del problema por este camino. Ya ha argumentado que
el propósito de producir efectos directos (esto es, la transformación del arte en una
práctica vital, una Lebenspraxis) es precisamente lo que constituye la vanguardia.
Así que ahora no puede permitir a esta forma de teorizar la vanguardia que ignore
las vanguardias que logran su objetivo. También intenta eludir el mismo problema
pero con una variación en el argumento. Lo que obtenemos mediante la
superación del arte en la vida son los productos de ficción barata [pulp fiction] no
autónomos producidos por la industria cultural. A la altura de 1974, encontramos
ejemplos que contradicen seriamente el argumento de Bürger. La cegera, en este
caso, es devastadora, ya que la brecha que se abre entre la práctica artística
contemporánea de vanguardia y la teoría que se propone explicar por qué esa
práctica no es posible invalida el trabajo de Bürger.

Esta invalidación resulta del hecho de que la IS logró efectuar supresiones


exitosas del arte sin quedar colapsada en la industria cultural, lo cual se demuestra
verificando que la IS no transigió en su negativa a producir mercancías[19]. Pero
poner a prueba la teoría de Bürger nos ayuda a apreciar que cualquier evaluación
de las supresiones situacionistas debe tener en cuenta el hecho de que la IS cortó
sus ataduras con las instituciones artísticas y repudió la forma-obra del arte
moderno. No se puede decir lo mismo de la “neovanguardia” de Bürger. Los
ejemplos que ofrece —discute brevemente la obra de Andy Warhol y reproduce
imágenes de obras de éste y otras de Daniel Spoerri— son de artistas que
suministran obras a las instituciones para su recepción. Ni siquiera el caso de
Kaprow, a quien no se cita pero cuyo nombre se puede inferir del uso que Bürger
hace del término “happening”, logra perturbar este compromiso con las
instituciones. Kaprow quería investigar o difuminar las fronteras entre arte y vida,
pero lo hizo bajo la mirada, por así decir, de las instituciones, de las cuales siguió
dependiendo[20]. En este sentido, efectivamente, todo happening, como afirma
Bürger, adopta el carácter de una obra de arte. La forma-happening logra, como
mucho, expandir el concepto dominante de arte, pero no su negación. La aparición
consiguiente del nuevo medio o género de la performance confirma la aceptación
institucional (y la neutralización) de la dirección hacia la que apuntó el trabajo de
Kaprow.

Las diferencias entre el happening y la situación son, en este orden de cosas,


decisivas. Como evento experimental que nunca cuestionó seriamente su estatuto
autónomo, el happening ponía en escena interacciones o intercambio de papeles
entre el artista y el público: pero siempre sobre seguro, bajo condiciones más o
menos controladas, y en última instancia para su recepción institucional. Sólo
cuando sacrificaron el elemento de recepción en la institución y dejaron de solicitar
el reconocimiento institucional, como en los notorios Festivals of Free Expression
de Jean-Jacques Lebel a mediados de los sesenta, los eventos tipo happening se
convirtieron en algo más amenazador para la institución artística. Por otro lado, la
escenificación del riesgo personal o incluso del daño físico mediante la eliminación
de las convenciones que ponen límite a la participación del público, como en Cut
Pieces (1964-65) de Yoko Ono o en Rhythm 0 (1974) de Marina Abramovic,
constituye situaciones extremas de la performance que están efectivamente
sujetas a la dialéctica de la repetición y recuperación de la protesta que apuntaba
Bürger.

En contraste, una situación —un momento construido de vida desalienada que


activa una cuestión social— no depende de la concepción dominante del arte ni de
sus instituciones a la hora de generar su significado y producir sus efectos. Los
propios situacionistas, quienes continuaron criticando al arte contemporáneo,
publicaron en 1963, en las páginas del número 8 de su revista, una incisiva
discusión de la forma-happening diferenciándola de la práctica de la IS: “[e]l
happening es, en el aislamiento, la búsqueda de una construcción de una situación
basándose en la miseria (miseria material, miseria de los encuentros, miseria
heredada del espectáculo artístico, miseria de determinada filosofía que debe
“ideologizar” la realidad de estos momentos). Las situaciones que la IS ha definido,
por el contrario, no pueden construirse más que sobre la base de la riqueza
material y espiritual. Lo que viene a decir de nuevo que el esbozo de la
construcción de situaciones debe ser el juego y la seriedad de la vanguardia
revolucionaria, y no puede existir para quienes se resignan en determinados
puntos a la pasividad política, la desesperanza metafísica e incluso la pura
ausencia de creatividad artística que padecen”[21]. Las situaciones activan, pues,
un proceso revolucionario, pero lo hacen desarrollando su eficacia social y política
al interior de las condiciones materiales de la vida cotidiana, en lugar de desplazar
elementos y encuentros cotidianos al contexto del arte institucionalizado. En este
sentido, las situaciones son en efecto “directas”, según el criterio de Bürger[22]. El
llamado “escándalo de Estrasburgo” de 1966 es un ejemplo de situación exitosa
que contribuyó directamente a un proceso de radicalización que culminó en mayo y
junio de 1968: una huelga general salvaje de nueve millones de trabajadores y
trabajadoras en toda Francia. Lo que es más: no hay apenas peligro de que se
confunda o se malinterprete perversamente un evento de este tipo con una obra de
arte o un happening. La conclusión parece inevitable: la IS renovó —y no se limitó
a repetir ineficazmente— el proyecto vanguardista de superar el arte convirtiéndolo
en una práctica revolucionaria de la vida.

De ahí se deduce que lo que Bürger llamó “neovanguardia”, con el fin de


desestimarla, no es en absoluto una vanguardia. A quienes, como la IS, renovaron
el proyecto de la vanguardia, se les excluyó categóricamente del análisis. Cuando
hacemos del repudio del arte institucionalizado y de la forma-obra el elemento
central de nuestros criterios de valoración, se nos muestra claramente que el
proyecto vanguardista de radicalizar la autonomía artística, generalizándola de
acuerdo con un principio social, es una lógica inherente o latente en el sistema-arte
capitalista. Resulta válido activar esta lógica —y actualizarla desarrollándola en
forma de prácticas— en tanto en cuanto el sistema-arte capitalista continúa
estando organizado alrededor de un principio operativo de autonomía relativa. En
otras palabras, siempre será válido para los agentes artísticos reconstituir el
proyecto de la vanguardia mediante una ruptura politizada con el arte
institucionalizado dominante. Ciertamente, las actualizaciones de la lógica
vanguardista no pueden consistir en meras repeticiones. En cada ocasión se
deben inventar formas prácticas fundamentadas en y adecuadas a la realidad
social contemporánea, que es su contexto. Pero en la medida en que esta lógica
equivalga a una ruptura radical e irreparable con el arte institucionalizado, apenas
se corre el riesgo de que tal tipo de protesta sea reabsorbida por medio de otra
nueva expansión del concepto dominante de arte. La IS mostró que el arte puede
ser superado de esta manera, y lo hizo en el mismo momento en que Bürger
afirmaba que sólo eran posibles las repeticiones impotentes.

[1] Uso el término “afirmativo” en este contexto de acuerdo a como fue establecido
por Herbert Marcuse en su crítica clásica de la autonomía cultural burguesa, “Über
den affirmativen Charakter der Kultur” (1937) [versión castellana: “Acerca del
carácter afirmativo de la cultura”, Cultura y sociedad, Editorial Sur, Buenos Aires,
1970 (http://www.nodo50.org/dado/textosteoria/marcuse2.rtf)].

[2] Pierre Bourdieu, The Field of Cultural Production: Essays on Art and Literature,
Polity Press, Cambridge, 1993.

[3] Theodor W. Adorno, Teoría estética. Obra Completa 7, Akal, Madrid, 2004.

[4] Como apunta Susan Buck-Morss, en el caso de Adorno parece que se da


también el camino contrario: su concepción de la teoría crítica se vio modelada por
su experiencia del arte y la música de la modernidad. Véase Susan Buck-Morss, El
origen de la dialéctica negativa, Siglo XXI, México, 1981.

[5] Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos


filosóficos (1947), Trotta, Madrid, 2003.

[6] Theodor W. Adorno, “Compromiso” (1962), Notas sobre literatura. Obra


completa 11, Akal, Madrid, 2003.
[7] Véase los debates e intercambios entre Adorno, Ernst Bloch, Georg Lukács,
Walter Benjamin y Bertolt Brecht recogidos en el volumen Aesthetics and Politics,
Verso, Londres, 1977 (varias reediciones).

[8] Véase Guy Debord, “Informe sobre la construcción de situaciones y sobre las
condiciones de la organización y la acción de la tendencia situacionista
internacional” (1957), en Textos completos en castellano de la revista
Internationale Situationniste (1958-1969). Volumen 1: la realización del arte,
Literatura Gris, Madrid, 1999 (online en el Archivo Situacionista Hispano:
<http://www.sindominio.net/ash/informe.htm>).

[9] Peter Bürger, Teoría de la vanguardia, Península, Buenos Aires, 1987.

[10] En este aspecto, la IS mira claramente hacia los escritos tempranos de Karl
Marx y su visión del “verdadero comunismo” como el libre desarrollo de las
posibilidades humanas, tal y como se esboza en los Manuscritos filosófico-
económicos de 1844, y hacia la disolución de la división del trabajo tal y como se
indica en La ideología alemana. En la tradición autonomista de la teoría crítica la
noción de una atonomía generalizada o socializada se fundamenta de varias
maneras. Véase, por ejemplo, la sección “Autonomía y alienación” en Cornelius
Castoriadis, “Marxismo y teoría revolucionaria”, un ensayo en cinco partes
publicado en 1964-1965 en Socialisme ou Barbarie con el que los miembros de la
IS debían de estar familiarizados [versión castellana en La institución imaginaria de
la sociedad (1). Marxismo y teoría revolucionaria, Tusquets, Barcelona, 1983].

[11] Esto es algo que queda claro para quien quiera tomarse el tiempo de manejar
los muchos textos sobre la práctica de grupo y la forma de organización que se
publicaron en los doce números de la revista de la IS. Estos artículos documentan
el proceso y los procedimientos críticos de una búsqueda colectiva de la
autonomía. Véase, por ejemplo, el anuncio para quienes quisieran unirse a la IS,
“Internacional Situacionista: servicio de anti relaciones públicas”, en Internationale
Situationniste, nº 8, enero de 1963.

[12] Distingo, como lo hacía la IS, entre vanguardias políticas en el modelo


leninista y vanguardias artísticas.

[13] Esta hostilidad al vanguardismo entendido como un intento de monopolizar el


derecho a la autonomía se puede leer a través de todo el corpus de escritos
situacionistas. Para una crítica del militante, véase Raoul Vaneigem, Tratado del
saber vivir para uso de las jóvenes generaciones, Anagrama, Barcelona, 1977.

[14] Guy Debord, La sociedad del espectáculo, varias ediciones en castellano


(online: <http://www.sindominio.net/ash/espect.htm>).

[15] Este proceso está resumido en el capítulo IV de La sociedad del espectáculo,


“El proletariado como sujeto y como representación”
(http://www.sindominio.net/ash/espect4.htm).

[16] Ibídem, capítulo VIII, “La negación y el consumo de la cultura”


(http://www.sindominio.net/ash/espect8.htm).
[17] Hemos elegido traducir el término hegeliano Aufhebung como “supresión” [el
autor utiliza en inglés supersession], aunque ocasionalmente hacemos uso
también de “superación” (overcoming, surpassing). Todos los términos implican
una constelación significante que busca aludir a un movimiento dialéctico de
transformación que niega la cosa en cuestión y al mismo tiempo preserva algunos
de sus aspectos. Se puede decir de este movimiento, por tanto, que tiene
momentos “negativos” y “positivos”. En los primeros, la cosa en cuestión se
somete a un encuentro con la “otredad” (Anderssein, otherness) que disuelve su
unidad (self-unity); en los segundos, vuelve a sí (returns to itself) enriquecida,
transformada, superada. La manera en que entiendo la forma de este proceso
proviene de su desarrollo en La fenomenología del espíritu, especialmente en la
distinción que Hegel hace entre negación dialéctica y abstracta en §188 a
propósito de la famosa dialéctica amo-esclavo. Mi entendimiento del materialismo
dialéctico marxista y de la “dialéctica negativa” adorniana se fundamenta también
en estos pasajes de La fenomenología del espíritu.

[18] Peter Bürger, Teoría de la vanguardia, op. cit., traducción ligeramente


modificada.

[19] Es cierto que a comienzos de los años sesenta la situacionista Michèle


Bernstein escribió dos novelas chapuceras, según se dice, para sacar dinero para
el grupo. A pesar de ello, tratándose de dos obras que nunca fueron reclamadas
como productos de la IS, el caso no nos dice nada acerca del estatuto del proyecto
de la IS como tal; nada nuevo, en cualquier caso, más allá de la constatación de
que en una sociedad capitalista uno tiene que pagar sus facturas de una u otra
manera. Es interesante no obstante apuntar que estas dos novelas se nos
aparecen como más sofisticadas si observamos la manera en que superan el
género de las ficciones baratas: ambas eran romans à clef basadas en las
aventuras radicales de Bernstein, Guy Debord y sus amantes y camaradas. De
acuerdo con Greil Marcus (en Rastros de carmín. Una historia secreta del siglo XX,
Anagrama, Barcelona, 1989), Todos los caballos del rey (1960) [Anagrama,
Barcelona, 2006) era un détournement (una alteración politizada) de Las
amistades peligrosas de Cholderlos de Laclos; y de acuerdo con el biógrafo de
Debord, Andrew Hussey (en The Game of War: The Life and Death of Guy Debord,
Pimlico, Londres, 2002), se trataba de un détournement del film de Marcel Carné
Los visitantes de la noche (1942). La segunda novela, La noche (1961), era una
parodia del nouveau roman. Sea como fuere, la tesis de la supresión fallida no se
puede aplicar a la IS atendiendo a este caso.

[20] Véase Allan Kaprow, Essays on the Blurring of Art and Life, edición de Jeff
Kelley, University of California Press, Berkeley, 1993.

[21] “La vanguardia de la presencia”, traducción de Luis Navarro, en Internacional


Situacionista. Textos completos en castellano de la revista Internationale
Situationniste (1958-1969). Volumen 2: la supresión de la política, Literatura Gris,
Madrid, 2000.

[22] Por supuesto que no hay nada espontáneo o inmediato, ni tan siquiera en la
vida cotidiana. Todo significado está mediado por el lenguaje, la historia y las
categorías sociales; pero esto es otro asunto. Lo que aquí nos preocupa es si la
institución artística está presente o no como instancia mediadora decisiva.
eipcp.net | contact@eipcp.net | transversal - eipcp multilingual webjournal ISSN
1811 – 1696
http://eipcp.net/transversal/0806/ray/sp

ver estos 2 videos de Avelina Lesper y realizar un analices


video de Avelina Lésper. La crítica está presente | Ibero 90.9
https://www.youtube.com/watch?v=Vv2DuwqfB58

Avelina Lésper Hablando del Arte Contemporáneo en Dispara Margot Dispara


https://www.youtube.com/watch?v=qJLCXR7AhXk

-ver la exposición de arte contemporáneo en Loja, la galería nueva “Bunquer”


calles Bernardo Valdivieso entre quito e Imbabura, realizar un analices sobre el
impacto de las obras en exposición y la técnica de las obras.

Realizar un resumen de este documento

Potrebbero piacerti anche