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En el siglo XX, una orientación de la filosofía decidirá abandonar el legado de la Modernidad,

particularmente el de la Ilustración basado en la autodeterminación de una racionalidad


abierta y creadora para realizar un repliegue del pensamiento que se planteará como problema
fundamental el problema de la comprensión y propondrá como el asunto filosófico
fundamental el de la hermenéutica. En ese ejercicio notoriamente antiilustrado, la
hermenéutica filosófica volverá a ser hermética y se sustentará en la mediación del lenguaje
asentado en la tradición. Ésta, en efecto, no será considerada como una instancia a la que se
ingresa o se sale desde una exterioridad, sino como el fondo hermético desde el cual se suscita
el pensamiento. La adecuada apropiación de la tradición se convertirá en la norma del
pensamiento definido como comprensión, y dicha apropiación será una de las tareas más
esotéricas que se le hayan planteado a la filosofía a lo largo de su historia, pues se precisará
de toda una disciplina del saber que bien poco tendrá que ver con aquella autodeterminación
inmanente de la razón por sí misma. “Tradición” será el nombre que la hermenéutica dará a
la mediación lingüística a través de la cual, según eso, se mostrará la cosa misma.
Para nuestra investigación es importante resaltar este parentesco no banal entre la
racionalidad escolástica medieval y la hermenéutica porque nos muestra un gesto de cierta
manera de concebir la práctica de la filosofía bajo una determinación exegética del
pensamiento; se trata de hacer del saber filosófico una práctica esotérica siempre que se toma
como horizonte de su racionalidad epistémica la mediación del conocimiento en el lenguaje.
Esto es así porque se parte del supuesto de que el conocimiento no es algo que se pueda
constituir en un plano de inmediatez y de inmanencia de la conciencia consigo misma, sino
que se antepone el supuesto de que hay una deformación u ocultamiento que es preciso
corregir y que, para ello, se han de poner en práctica una serie de técnicas que se ocupan de
realizar la señalada apropiación de las obras del lenguaje: el trívium en el pensamiento
medieval, la traducción-interpretación de la tradición en la hermenéutica del siglo XX. Ahora
bien, sería una falta de sentido filosófico considerar que la filosofía sólo puede ser tal en la
medida en que realiza dicha práctica; la concepción del pensamiento filosófico como
interpretación no es, en modo alguno, la constitución universal de la filosofía; semejante cosa
sólo aparece cuando en el problema del conocimiento se aparece la lógica de la mediación1.

1
De manera brillante, Gilles Deleuze y buena parte de la filosofía francesa “posestructuralista” ha expuesto
otra forma de dar sentido a la experiencia de filosofar, más como un acto crítico y de creación que de
anquilosamiento exegético y de apropiación de la tradición para despejar la bruma histórica. Cf. Deleuze, Gilles.
Pues bien, justamente entre la racionalidad epistémica medieval y la hermenéutica, se
encuentra la racionalidad epistémica moderna, a la que, al contrario del esoterismo de éstas,
podemos considerar como ejercicio exotérico del filosofar y de la posibilidad del ejercicio
autodeterminante de la racionalidad sin referencia recurrente y necesaria a instancias de
mediación. La modernidad se puede localizar justamente ahí donde el predominio de la
autoridad en la elaboración del saber es puesta bajo suspensión; ahora bien, ya vimos que no
se trata tanto de un desreconocimiento de la autoridad por una ciega confianza en la pura luz
natural de la razón, sino de la apertura de un conocimiento que no tenga como punto de
partida el condicionamiento de cualquier forma de mediación. En conformidad con esto,
podemos decir que la racionalidad moderna, el llamado “racionalismo”, se destaca al hacer
de la sabiduría filosófica una práctica abierta que, en lugar de tener que remitir a una
formación en torno a prácticas tanto especulativas como de artes sobre el lenguaje, tiene un
principio puro inmediato: el carácter absoluto del entendimiento y su certeza autoevidente.
Así, el racionalismo exotérico de la modernidad comienza con la afirmación cartesiana según
la cual “El buen sentido [bon sens, bona mentis] es la cosa que mejor está repartida en el
mundo”, con una acotación relevante: “No basta, ciertamente, tener buen entendimiento
[esprit]: lo principal es aplicarlo bien”2.
La buena aplicación del entendimiento será el asunto del método, de esa labor que,
como ya vimos, consiste en dejar de concebir el conocimiento a la manera aristotélico-
escolástica como habitus, y sostenerlo como progresión de la ciencia en tanto que ampliación
de la razón natural al punto de poder reducir la diversidad de los hábitos del conocimiento a
la ciencia única de la universalis sapientia. Ahora bien, esta universalidad del buen sentido,
esto es, de la razón, no es sólo, decimos, una crítica a la figura de la auctoritas si bien aparece
en el marco de esta temática tan típica del racionalismo moderno; en ella se trata, además, de
lo siguiente: el conocimiento no es algo a lo que sólo se pueda acceder por un camino
iniciático en una serie de prácticas herméticas que permitan, a su vez, la exégesis de un corpus
de sabiduría legada y cuya posesión haya de ser de carácter esotérico; se trata de la afirmación
de que el conocimiento es, en realidad, una cosa de carácter abierto para toda razón humana

(2005). Lógica del sentido, Barcelona, Paidós. Trad. Miguel Morey. Comprender y cultivar la tradición podrá
ser todo lo loable que se quiera, pero es filosóficamente irrelevante, por lo menos si por filosofar se concibe
más bien un acto creador y crítico del presente.
2
Descartes, R. Discurso del método, p. 89.
y que, por tanto, basta con ejercitar ese buen sentido que se encuentra igualmente repartido
en todos los hombres. El conocimiento es una acción efectiva de la razón común de la
humanidad, no una posesión privada de unos cuantos ni se encuentra en instituciones de
carácter cerrado como al racionalismo moderno le podría parecer la universidad medieval o
las letras renacentistas. En general, el conocimiento no es obra de ningún arte o técnica ajena
a lo que de manera inmediata le es posible concebir al intelecto humano por su sola
determinación, y lo que concierne a la formación del buen sentido para el conocimiento es la
disciplina del método, aquellas reglas para la dirección del espíritu.
Por esto, la necesidad el método comienza ante el problema de la formación del saber
a partir de técnicas que llevan a la confusión de lo que de manera inmediata debe ser claro
para el entendimiento. De esta manera, lo primero en el conocimiento debe ser una
purificación a partir de principios evidentes; lo que en ello busca el racionalismo cartesiano
para comenzar la modernidad es despejar ese buen sentido dado de manera inmediata de todo
exceso de significados exteriores que sólo podrían atenderse en una técnica especial.
Descartes se refiere, de manera particular, a los preceptos de la lógica como aquellos de los
que se deberá de liberar el intelecto, y en lugar de esa técnica escolástica, partir de principios
sencillos: a) no admitir como verdadero nada que no se presente al espíritu de manera clara
y distinta, es decir, evidente y no dado a la duda; b) dividir los problemas en tantas partes
como sea posible; c) conducir ordenadamente el pensamiento, de lo más simple y, por tanto,
evidente, a lo más complejo, el principio inductivo de la ciencia; d) finalmente, realizar una
enumeración completa de todos los problemas hasta hacer su exposición exhaustiva3.
La evidencia del conocimiento racionalista no se conduce, pues, a partir de técnicas
especializadas sólo relativas a problemas de escuela pertenecientes al orden de
significaciones exteriores al intelecto mismo, sino que se trata de la conducción metodológica
del conocimiento desde la claridad del intelecto en sí mismo. Como ya veíamos en Spinoza,
no lejos, seguramente, de la devotio moderna, la interpretación de la escritura bíblica se basa
en el mismo método que el de la naturaleza. A lo que esto remite, en último término, es al
carácter abierto incluso del tradicionalmente considerado el más hermético de los textos, para
el cual la racionalidad medieval había desarrollado una serie de artes o hábitos de
conocimiento solo bajo los cuales era posible su comprensión. Para la modernidad todo el

3
Ibíd., p. 106.
saber está abierto y se puede acceder a él de manera exotérica desde el fundamento de que el
principio del conocimiento es esa luz natural de la razón, o buen sentido dicho
cartesianamente, que sólo precisa del método.
Ahora bien, el método no es, a su vez, otra técnica sobrepuesta a las artes del trívium,
sino la sustitución de éste y de todo lo que haga del conocimiento una elaboración “artesanal”
sólo asequible en una comunidad cerrada del saber. El método es la expresión de la
universalidad exotérica del saber, y el significado cultural de la ciencia moderna es la
consecuencia de esto: se trata de una formación del entendimiento pero no ya para disponerlo
hacia la exégesis sino para la ampliación desde sí mismo de su luz natural:
Hay, entonces, en la misma constitución de la ciencia moderna, una doble posibilidad de
presentación, evolución y desarrollo: una «ciencia babilónica» o una «ciencia helénica». El
modelo de ciencia babilónica apunta al predominio del momento renacentista consustancial
a la nueva ciencia; el saber deviene así lo arcano, lo reducido a los iniciados y especialistas,
lo puramente técnico. El modelo de ciencia helénica apunta al predominio del momento
teórico introducido por Descartes; el saber consiste entonces en medio del desarrollo
espiritual y material de la humanidad, se halla abierto a todo hombre, somete la actividad
técnica a una normativa de fines y razones éticas, privilegia la operación sobre la operatividad
fáctica desenfrenada.4
Esta panorámica de la obra cartesiana en la que se destaca el “momento teórico” de la ciencia
moderna ante el momento renacentista, de carácter técnico, nos permite enfatizar el carácter
exotérico de la racionalidad moderna de manera más amplia, no sólo frente a la racionalidad
medieval y su concepción del saber como exégesis basado, en consecuencia, en las artes del
trívium, sino también sobre una perspectiva más amplia que abarca al renacimiento mismo.
Lo más relevante, para nosotros, es la acuñación de ese momento teórico en la
formación de la ciencia moderna, pues es allí donde se aloja ese ideal abierto del saber: lo
teórico nos viene a decir lo mismo que la universalidad del conocimiento en la inmediatez de
la razón humana: el conocimiento, teóricamente establecido, se presenta así, en la
modernidad, como accesible a toda racionalidad humana en los términos de la pura teoría,

4
Turró, S. Descartes. Del hermetismo a la nueva ciencia, p. 325. La distinción entre “ciencia babilónica” y
“ciencia helénica” es de raigambre husserliana, específicamente sobre la distinción entre la filosofía, como la
racionalidad propia de Occidente, frente a la sabiduría de Oriente, desarrollada en el anexo III de La Crisis.
precisamente, en lugar de las artes cifradas en prácticas esotéricas, ya sean las de la
escolástica, ya sean las del renacimiento.
¿Qué es lo que, a fin de cuentas, queda así expresado como carácter propio de
episteme moderna en cuanto que teoría? Lo que queda de esta manera asegurado en torno al
conocimiento es la cancelación del modelo exegético del conocimiento y su tipo de
textualidad; de entrada, y como hemos visto al principio de este capítulo, la metáfora del
libro del mundo nos conducía en realidad a un libro que no precisaba de ninguna lectura, por
lo menos no en cuanto se trataba de una lectura con un propósito interpretativo; lo que como
“teoría” es así abierto por la modernidad es una señalada publicidad del conocimiento y desde
su principio en la pura racionalidad. Para esta formación del conocimiento también se
precisará, sin embargo, una textualidad determinada que se deberá distinguir de la textualidad
dada a la exégesis:
En toda tradición cultural es fundamental la existencia de un elemento que permita la
transmisión escrita de los saberes acerca del mundo; a ese elemento lo denominamos tradición
textual. Ahora bien, en ningún paradigma como en la nueva ciencia, que nace con el ideal de
perpetuarse indefinidamente hacia la ampliación del conocimiento y su consolidación
progresiva, es tan necesaria la existencia de una tradición textual. Para la ciencia moderna,
no sólo es precisa una transmisión textual, es decir, escrita, sino que exige además que esta
tradición adopte la peculiar forma de libro de texto, en el cual (…) desaparece lo histórico
propiamente dicho y sólo consta lo sistemático como independiente de todo contexto, época
y tradición.5
Como vemos, la textualidad dada desde la racionalidad epistémica moderna no es una que
esté necesitada de un ejercicio de exégesis; la transmisión se da sin mayor técnica que la
lectura llana. Lo que aquí vemos, entonces, es el efecto del “exoterismo” del conocimiento
moderno: su apropiación no implica ningún arte interpretativo pues se asume, de antemano,
su carácter de reconocimiento público; la supresión del elemento histórico en la textualidad
propia del conocimiento moderno, tan ejemplarmente ilustrado en el modelo de la exposición
geométrica, encuentra eco en la idea que está al principio de su formación: que el saber no
es una consecuencia de un tipo de aprendizaje iniciado ni de la formación en prácticas del
ámbito de la exégesis, sino que corresponde, de manera integral, a ese buen sentido que

5
Ibíd., p. 357.
define la determinación de sí misma que caracteriza a la razón por su propia luz natural. En
el libro de texto, podemos decir, se acaba la soberanía de la autoridad y del texto exegético
para la emergencia de la sola razón.

En la modernidad más avanzada, la de la Ilustración, el cuestionamiento a la racionalidad


exegética de la forma del saber medieval y de sus prácticas se puede apreciar en la
problemática kantiana de las facultades, donde la cuestión general que plantea y enfrenta
Kant es, de manera resumida, la de la forma en que se relacionan las facultades mayores, de
manera concreta la facultad de teología, y la facultad menor, es decir, la de filosofía. A esta
última Kant otorga absoluta autonomía que es la de la razón en la medida en que la verdad
de las doctrinas que se han de cultivar en la universidad no está dada a ningún otro criterio
sino al de la pura razón, ninguna autoridad eclesiástica ni política6. Ahora bien, lo que Kant
llama “querella legítima” a diferencia del “pleito ilegítimo” entre las facultades es relativa a
la exposición pública de la verdad, esto es, al ejercicio abierto del juicio: “la Facultad inferior
tiene el deber de velar porque, si bien no se diga públicamente toda la verdad, sí sea verdad
todo lo que se diga y sea establecido como principio.”7
El conflicto de la Facultad de filosofía con la Facultad de teología radica en la
exégesis bíblica, precisamente. La cuestión exegética inicial es la de los pasajes que
sobrepasen o contradigan el concepto de razón; esta cuestión se resuelve de manera simple
desde la facultad de filosofía: “Aquellos pasajes que contienen ciertos dogmas teóricos
tenidos por sagrados, pero que sobrepasan todo concepto de razón (incluso el moral), pueden
ser interpretados en beneficio de la razón, pero aquellos otros que contengan asertos
contrarios a la razón práctica, tienen que ser interpretados necesariamente así.”8 Esta
amplitud de la razón sobre la escritura bíblica, es decir, la norma de la razón, para la exégesis,
por encima del credo, radica en la subordinación de la teología a la previa determinación
racional y pública, esto es, “filosófica”, de la verdad doctrinal.
Kant expone el fundamento de esta prioridad en la naturaleza misma de la fe religiosa:
“Mientras que para el credo eclesiástico se requiere una erudición histórica, para la fe

6
Kant, I. El conflicto de las facultades, p. 76.
7
Ibíd., p.83.
8
Ibíd., p. 95.
religiosa no se necesita sino de la razón”9. Tendríamos que dejar de lado, por ahora, la
concepción kantiana de la religión, pues lo que ahora nos interesa es la prioridad de la razón
per se para determinar los contenidos válidos de la exégesis; Kant distingue, aquí, lo racional
de lo histórico. Veremos aquí la reafirmación del criterio moderno para la validez del
conocimiento teológico: la dependencia de la exégesis bajo la norma de la razón. Cierto, para
Kant ya se tratará de una razón más bien práctica que teórica, pero en esa distinción en que
lo racional es sobrepuesto a lo histórico se reafirma la importancia de la índole abierta y
exotérica de toda formación del saber para la racionalidad epistémica moderna: no hay
ningún privilegio esotérico en el conocimiento, y, en el caso de la exégesis bíblica en el marco
de la facultad (mayor) de teología que se mantenga como mera exégesis de teología bíblica
no irá más allá de la dicha facultad de teología, pero no se podrá considerar como una
exégesis universalizable mientras no esté sancionada por el criterio de la filosofía, que en
este punto se presenta como la que daría el criterio de validez para ser públicamente
reconocida.
Hay una última razón suficiente para que la norma de la exégesis sea la racional
filosófica: “(…) pensar que el credo histórico supone un deber y entraña la salvación eterna,
constituye una superstición”10. Precisamente lo que la exégesis propia de la racionalidad
medieval podría tener de cerrado es aquí liberado, pues lo que Kant pone en marcha como
norma interpretativa ya no es la verdad que en sí misma pueda tener la revelación depositada
en la escritura que se tuviese que recuperar a partir de unas prácticas de conocimiento
establecidas por la teología basada, según veíamos a propósito de Tomás de Aquino, en la
doctrina sagrada como garante de la ampliación de la luz natural, no por su propia
determinación, sino por la luz sobrenatural; lo que Kant señala aquí, en una cima de la
modernidad, es el carácter de índole privado de una interpretación de esa índole que se limita,
entonces, a ser credo eclesiástico, pero que, en cuanto tal, no se alza como fe religiosa pura11.
¿Qué ha acontecido en esta distinción? Que la posibilidad de una exégesis
públicamente válida no pasa por el medio de la teología bíblica sino a partir de la
normatividad de la racionalidad filosófica. Ahora bien, la filosofía, incluso en esta incursión
necesaria en la teología, no se fundamenta más que en la pura determinación de la razón,

9
Ibíd., p. 104.
10
Ibíd., p. 135.
11
Ibíd., p. 111.
cuya forma es a la vez universal y, como tal, pública. La publicidad de la razón (práctica) es,
entonces, el genuino criterio de una auténtica fe religiosa pura exenta de superstición. Y la
racionalidad que aporta la filosofía no se construye en torno a ninguna mediación esotérica
en el saber, toda ella es, por el contrario, un asunto que se puede formar de manera subjetiva
autónoma.

En lo que sigue de nuestra investigación nos preguntaremos tanto por la racionalidad


epistémica de la llamada filosofía moderna novohispana y expondremos las prácticas
correspondientes a esa racionalidad. ¿Tenemos una formación efectivamente moderna del
saber filosófico novohispano del siglo XVIII o aún se encuentra determinado por la
racionalidad epistémica medieval? Habrá que recoger el archivo de sus prácticas
conformadoras.

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