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Roberto González Echevarría desde la élite

isleña
Amir Valle
La primera vez que oí hablar de Roberto González Echevarría fue una lejana noche de 1986, en la casa
del también ensayista y profesor cubano Rogelio Rodríguez Coronel, en pleno Vedado habanero.
Celebrábamos ese día (allí estaban Eduardo Heras León, Antonio Gutiérrez Caballero, Reynaldo
González, y otros muchos escritores que hoy no recuerdo), entre otras cosas, el premio Trece de Marzo
obtenido por mi libro de cuentos Tiempo en cueros, concedido horas antes. En esos tiempos, el premio
Trece de Marzo se hacía respetar (era una meta a lograr como primer paso a “la consagración”), y no
tenía nada que ver con ese premiucho de categoría Zeta que es actualmente. Uno de los libros
premiados (de un autor que luego se perdiera: Leonardo Eiriz), una verdadera locura innovadora del
cuento corto cubano (según ellos) fue la causa que trajo el tema de las presencias de lo barroco y de los
lenguajes de la postmodernidad, mixturizados, en buena parte de la más joven narrativa cubana de esos
años (mediados del 80). Y fue entonces cuando Rogelio mencionó a Roberto González Echevarría.
Heras le contestó. Y se mantuvo durante un tiempo un cruce de opiniones demasiado técnicas para el
muy joven cuentista que yo era por entonces y a quien aquellos lenguajes (aunque fueran utilizados por
uno de sus maestros literarios: Heras León) parecían pura gramática china.

Eso de que el hábito no hace al monje es la más pura verdad: durante poco más de un año, cuando
quería impactar a mis colegas escritores de Santiago de Cuba con palabritas que sonaran a sabiduría
adquirida, repetía algunas de aquellas frases que le escuché decir a Rogelio y a Heras León. Un
pequeño cotorrón que repetía, de memoria, cosas que no sabía qué carajo significaban. La causa era
simple: ninguno de los otros intelectuales a quienes pregunté dónde poder leer cosas de González
Echevarría me supo dar la más mínima idea (para no decir que la mayoría no habían oído hablar jamás
de ese crítico). Años después, cuando ya vivía en La Habana, gracias a un curso de novela que ofreció
Madeline Cámara volví a escuchar el nombre del crítico y entonces me decidí a leer lo que éste había
escrito. La querida Magui Mateo, Roberto Zurbano, la profesora (hoy, además, cuentista) Mercedes
Melo, me abrieron las puertas a muchos ensayos sueltos y algún que otro libro publicado por González
Echevarría por esos mundos. Y solamente a inicios de este siglo XXI (creo que en el año 2004, poco
antes del cierre del Centro Cultural España en el Palacio de las Cariátides, allá en Malecón) pude
acceder a un libro que ya se consideraba un clásico: La prole de Celestina. A partir de ahí, en mis viajes
de cada año a Europa, aprovechaba para buscar y comprar (cuando el bolsillo lo permitía) las obras de
Roberto González Echevarría, aunque debo confesar que la mayoría de las cosas que he leído de él las
debo a vergonzosos actos de piratería: alguien las copia por ahí y me las envía desde el día en que mis
colegas supieron que yo pretendía armar al muñeco de mi generación (cosa que hice medianamente en
mis dos libros de ensayo sobre la narrativa cubana del 90, porque no creo tener la formación que se
necesita para escribir un ensayo). Sea como sea, una verdad era irrefutable: Roberto González
Echevarría es una lectura imprescindible para todo aquel que pretenda escribir, reflexionar (e incluso
perpetrar, que hay muchos) sobre literatura cubana.

Hago esta historia para decir algo que, al menos a unos cuantos, nos duele: la literatura cubana, por
razones que no conciernen a lo netamente literario, ha sido dividida (y permanece dividida) en la
cabeza de los funcionarios de la cultura cubana y, también, en el esquema mental de muchos de los
escritores cubanos que habitan su isla allá en el caimán o en otras latitudes. Sólo bajo ese criterio puede
entenderse que la obra fundamental de Roberto González Echevarría sea casi desconocida en la Isla.
Puedo asegurar que en mis conversaciones de los últimos años con la mayoría de los más jóvenes
ensayistas, egresados incluso de las universidades cubanas en los últimos años, he obtenido una triste
respuesta: si ya nada se sabe en esos medios de las obras de ensayistas y críticos que se vieron
obligados a abandonar el país en los últimos diez años (Madeline Cámara, Antonio José Ponte, Fabio
Murrieta o Duanel Díaz, por sólo citar a uno de las cuatro últimas promociones actuantes en la Isla),
mucho menos conocimiento real se tiene de lo producido por ensayistas cubanos que han vivido desde
hace varias décadas (e incluso nacido) en el exilio (Roberto González Echevarría, Uva de Aragón,
Gustavo Pérez Firmat, Ivette Fuentes, entre muchos otros). Dentro de esa gran lista de críticos y
ensayistas invisibilizados por las circunstancias, el caso de Roberto González Echevarría es especial: se
trata de un ensayista de élite.

Entiéndase que no me refiero a uno de esos escritores “herméticos” que sólo pueden ser leídos por una
élite, y mucho menos a esos denigrados seres sobre quienes recae la culpa de no escribir para “el
pueblo común”. Se trata de algo más enrevesado: solamente algunos de los hoy más encumbrados
escritores cubanos de la Isla (esos que, casi todos, ostentan la condición de Premios Nacionales) y los
más serios profesores universitarios, son capaces de hablar con propiedad de las aportaciones de
González Echevarría a eso que podríamos llamar “ensayística nacional”. No falta, como es usual, quien
dice conocer sus obras sin haber leído jamás una sola línea (y disculpen que no coloque aquí ninguna
anécdota para ilustrar), pero aseguran ser conocedores a profundidad de esos aportes e, incluso, haber
compartido con el autor de Love and the Law in Cervantes en alguno de sus numerosos viajes por
Europa y Estados Unidos. Y lo más triste es que no les importa contribuir a ese “elitismo” que deviene
en “invisibilización” a pesar de que sobre las obras de algunos de ellos González Echevarría ha escrito
enjundiosos ensayos, contribuyendo como nadie a la difusión de esas obras fuera de la Isla.

Roberto González Echevarría es, entonces, un ensayista de la élite intelectual cubana (¿o debiera decir
habanera?, porque en el resto de las provincias es todavía más invisible su presencia).

En esos predios, por ejemplo, recuerdo haberle escuchado al escritor Reynaldo González asegurar que
la profundidad del ensayismo de González Echevarría está basada en su profundo conocimiento de las
raíces hispanas de nuestra literatura. Y es algo bien cierto: en las propias universidades españolas (al
menos aquellas con las que he tenido contacto: Complutense y Autónoma de Madrid, Universidad de
Murcia, de Salamanca) se consideran fundamentales, entre otros, los textos escritos por este ensayista
cubano sobre la obra de Cervantes, sobre las claves para el entendimiento del legado cervantino a las
letras hispanas, y su incursión crítica sobre la novela La Celestina ha adquirido carácter de clásico, a
pesar de no alcanzar en el momento de su publicación la resonancia que debiera haber tenido. La
posible explicación la daría el mismo ensayista en varias entrevistas: “Es el más difícil de celebrar, al
tratarse del clásico más profundo, original y perturbador, el que más cala en lo profundamente humano.
Lo es más que Don Juan o Don Quijote que son mitos, no sólo nacionales, sino internacionales. Pero
La Celestina es más difícil de incorporar a una mitología nacional. ¿Cómo se va a hacer una estatua a
una puta vieja?”. Y añadía que esa novela “es un texto que rebasa y agota la modernidad a la que
pertenecen tanto el marxismo como el psicoanálisis”.1

En otra ocasión, en uno de los últimos encuentros nacionales de la crítica, celebrados en el Palacio del
Segundo Cabo, varios de los todavía catalogados como “jóvenes” críticos (Roberto Zurbano, Víctor
Fowler, Alberto Garrandés, entre ellos) coincidieron en que pocos ensayistas cubanos (y de lengua
hispana) habían influido en los criterios académicos de habla inglesa (e incluso en la conformación de
un posible nuevo canon cubano) como lo había hecho González Echevarría. Y eso pude comprobarlo
yo mismo cuando me encontré con varios colegas y amigos de Universidades de los Estados Unidos,
quienes, al referirse a los acercamientos personales que habían tenido a las letras latinoamericanas,
mencionaban la lectura de la antología The Latin American Short Stories (que incluía 53 narraciones
para recorrer la historia de nuestras letras), The Cambridge History of Latin American Literature, y un
sinnúmero de ensayos escritos en inglés donde González Echevarría había puesto su sello personal.

Lo interesante, y por ello es que he preferido escribir desde esta perspectiva anecdótica, es haber
podido comprobar la lucha que se establece entre la corrección y la figuración en el mundo intelectual
cubano que conoce la obra de este ensayista. La corrección, por un lado, establece utilizar su nombre y
sus aportes con la adecuada cautela para no dar a entender que se trata de un autor cubano que ha
logrado su validación por vías no establecidas (y en muchos casos desaprobadas totalmente) por eso
que se llama “Política Cultural de la Revolución”; corrección que se convierte en un verdadero acto de
malabarismo en aquellos autores que han gozado de la posibilidad de que sus obras sean tomadas por
González Echevarría como referencia para sus estudios. Y por otro lado, la figuración (esa máscara tan
usual en nuestros medios intelectuales isleños), que convierte en un valor de mérito el hecho de haber
sido seleccionado por González Echevarría como un autor con alguna obra digna de ser analizada en
los grandes escenarios de la academia norteamericana (donde no es extraño que alguien, que se precia
de haber conocido al mítico Harold Bloom, amigo personal de González Echevarría, manifieste su
estupefacción ante lo que considera un imperdonable desliz del ensayista cubano: “¿cómo es posible
que conociendo al gran Bloom, Roberto —pues lo llama así, Roberto— no le haya dedicado algún
ensayo a mi obra”).

Y finalmente, meses después de la salida por Colibrí de Cuba: un siglo de literatura (1902-2002), esa
colección de 22 ensayos breves sobre la literatura cubana de los últimos 100 años que ha sido tomada
ya como referencia para ese “canon cubano” siempre tan vapuleado (más por las desavenencias y
divisiones de los críticos y ensayistas que por las obras aspirantes mediante su fuerza y calidad a
formar ese canon, que ahí están), escuché ataques personales de algunos de esos “guardianes severos de
la condición de autor de élite de Roberto González Echevarría”, que decidieron seguir el
cuestionamiento que hiciera cierto funcionario cultural sobre la selección del canon cubano: “¿cómo es
posible que se deje fuera a Nicolás Guillén, argumentando que la obra de nuestro poeta mayor en la
época revolucionaria fue repetitiva y trivial?”.

Asuntos de la élite, en fin, que sólo entiende esa élite y que, como toda élite, es ajena a la consecuencia
de la invisibilidad que sufre Roberto González Echevarría en la cultura nacional: el desconocimiento y
la minimización de la importancia de su obra por parte de las nuevas generaciones de escritores,
críticos y ensayistas de la Isla. Mientras tanto, otra vez la realidad se impone: las aportaciones de este
cubano a las letras cubanas, latinoamericanas e hispanas, están ahí, indiscutibles. Llegará el momento,
bien se sabe pues lo hemos visto en otros casos, en que se corporeizará su presencia en nuestra Cultura.
Asistir al instante en que ocupe su lugar entre los grandes nombres del ensayismo cubano, sin velos ni
sombras extrañas (siempre extraliterarias) que nublen su grandeza, es algo cada vez más posible.

 1. “La prole de Celestina, un análisis profundo sobre la influencia de un libro imprescindible”.


Por Ángel Vivas. El Mundo, España, 14 de junio de 1999

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