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Algo con alas

Por Juan Forn

En el año 1930 dos chiquilines judíos se hicieron


amigos inseparables en las calles de Budapest. Uno
callejeaba para huir del orfanato donde lo habían
confinado; el otro porque sus padres trabajaban en la
casa y lo mandaban a la calle. El huérfano se llamaba
Imre, el otro se llamaba Endre, pero se rebautizaron
Cziki y Bandi. En las calles de Budapest se hicieron de
izquierda y descubrieron la fotografía. Con plata
robada compraron una cámara y escaparon a París,
dispuestos a triunfar. Allí se enteraron de la Guerra
Civil en España. Decidieron que uno fuera a sacar las
fotos y el otro se quedara en París para venderlas.
Echaron a suerte y a Bandi le tocó partir y a Cziki
quedarse, pero antes de separarse Cziki le dijo a
Bandi: “Necesitarás un nombre mejor, para que
podamos vender las fotos. Te llamarás Robert Capa”.
En el año 2007, cuando Capa llevaba casi cincuenta
años muerto, apareció la famosa valija perdida donde
guardaba sus negativos. Apareció en México, de todos
los lugares posibles. Un par de semanas antes había
muerto Cziki Weisz, rebautizado Chiqui Weisz en su
patria de adopción, adonde llegó en 1942 huyendo de
los nazis. Tenía 86 años y hacía diez que no podía
hablar. Lo cuidaba la madre de sus hijos, que fue quien
encontró la valija entre las pertenencias del muerto.
Ella también era mexicana por adopción, aunque había
nacido inglesa, con el nombre Leonora Carrington.
Volvamos al año 2007, pero a un cóctel muy coqueto
en una mansión de Lancashire, donde una curadora de
arte mexicana se pone a conversar con la anfitriona,
dama de la nobleza que ignora alegremente todo lo que
pueda saberse de arte y que le dice a su visita: “Yo
tenía una prima loca que pintaba y se escapó a México
y nunca más supimos de ella. Quizás usted la conozca,
su nombre es Leonora Carrington”.
Desde que tuvo uso de razón, Leonora Carrington
sintió que había nacido en el lugar equivocado. Pataleó
cuando a sus hermanos varones los mandaron a
estudiar y a ella a una academia de modales. Prefería
casarse con un caballo antes que con un noble. Sólo la
calmaba dibujar. En una galería de arte londinense,
frente a un cuadro de Turner, oyó una voz a su espalda
que le susurraba: “Qué pintor de mierda”. Era Max
Ernst que estaba en Londres acompañando la primera
exposición surrealista en Inglaterra, en 1937. Ernst
tenía 46 años y Leonora 17, pero huyeron juntos a
París, donde Ernst abandonó a su esposa para
instalarse con Leonora en una casa de piedra
abandonada junto a un río, en la misma comarca donde
había pintado Van Gogh. Fueron promiscuamente
felices (“Hay que ir al campo a visitar a Max: se trajo
de Londres a la Alicia de Lewis Carroll”, anunciaba
André Breton a sus camaradas surrealistas) hasta que
empezó la guerra y los franceses se llevaron detenido a
Max a un campo de prisioneros.
Leonora creyó enloquecer. Una pareja amiga se la
llevó a España para protegerla, pero allí la
descubrieron emisarios de su padre y la secuestraron e
internaron en una clínica psiquiátrica en Santander.
Leonora contó la experiencia en un libro estremecedor
titulado Memorias de abajo. Le inyectaban cardiazol
para inducirle ataques de epilepsia, el miedo que
provocaba el tratamiento era tanto que reemplazaba el
síntoma original, según aquellos médicos de terror: eso
era curarse según ellos. “En esas jornadas de pesadilla
decidí que nunca volvería a enloquecer”, escribió
Leonora.
El plan de su familia era trasladarla a Portugal y desde
ahí fletarla a una clínica de reposo en Sudáfrica, pero
en Lisboa Leonora vio por la calle a un amigo de sus
tiempos felices en París, el mexicano Renato Leduc, y
le pidió ayuda desesperada. Leduc, que era gay y
cónsul de México, se la llevó a su embajada, se casó
allí con ella y consiguió dos lugares en un barco que
iba a Nueva York. Recién desembarcada, Leonora se
reencontró con Max Ernst, que se había casado con la
mecenas Peggy Guggenheim. Pero Leonora ya no
quería ser musa de nadie, así que siguió viaje a México
con Leduc. Renato le consiguió casa, cuando se
separaron en términos amigables. Renato le presentó a
Chiqui Weisz y al resto de la colonia de artistas
emigrados que serían los amigos de Leonora a partir
de entonces, en particular dos mujeres: la española
Remedios Varo y la húngara Kati Horna, sus “gemelas
psíquicas”. Juntas criaron hijos e intentaron que el
surrealismo superara la adolescencia, y después
abandonaron el surrealismo y fueron feministas y
ecologistas y chamánicas sin pudor en un mundo que
rebalsaba testosterona. Convirtieron las cocinas en el
centro de sus casas, a los figurones que pedían ver sus
obras les servían un engrudo de sémola teñido con
tinta de calamar que hacían pasar por caviar y sólo
entonces les mostraban sus cuadros.
“Estoy embarazada, por primera vez vivo en paz”, le
escribió Leonora a su otrora rival Leonor Fini. Y poco
después: “Pinto con el bebé alzado y el pincel en la
otra mano”. Uno ve sus cuadros enormes, la infinita
filigrana que hay en cada rincón de la tela y se
pregunta cómo hizo para pintar así (era capaz de
dibujar con las dos manos y escribía con toda
naturalidad al revés: sus hijos tenían que leer en el
espejo los mensajes que les dejaba). En 1968, después
de apoyar a los estudiantes en la matanza de
Tlatelolco, debió escapar antes de que la metieran
presa. Se subió a un avión y desembocó en Chicago.
Sus hijos ya eran grandes y se arreglaban solos; Chiki
también (y además nunca tuvo pasaporte, nunca salió
de México hasta su muerte).
Volvió por el terremoto en México de 1985, para
ayudar, pero duró poco: cuando vio que los perros
rastreadores fletados por una ONG internacional para
ayudar a encontrar supervivientes se vendían como
animales de compañía, sintió que no aguantaba más
vivir en México. Se instaló otra vez en Chicago, en un
departamentito de un ambiente donde vivió
anónimamente veinte años, hasta que Chiki ya no pudo
valerse por sí solo y la llamó a su lado. En aquel
departamento minúsculo de Chicago había tramado las
esculturas enormes que hizo después y que para
muchos son su obra más valiosa y su reconciliación
con México. Imagínenla en esa caja de zapatos
concibiendo sus enormes, extraordinarias esculturas.
Para tener un poco de espacio en aquellos tiempos de
Chicago, iba a un taller comunitario de arte que había
en su barrio. Un día, la profesora creyó que podía
mejorarle la técnica. “Como toque mi lápiz, le arranco
un ojo”, le susurró Leonora.
“Soy una vieja dama que ha vivido y cambiado
mucho. Si mi vida vale algo es el resultado del
tiempo”, dijo cuando cumplió noventa años. Con tres
suéteres uno abajo del otro y un chal encima, en esa
cocina que parecía una tienda de muebles de segunda
mano, se sometió con fastidio a las cámaras de
televisión. “¿Quién me gustaría haber sido en mi vida
pasada? No sé, algo con alas... Un murciélago”,
contestó. Una vez le reprocharon a Chavela Vargas que
se dijera mexicana cuando había nacido en realidad en
Costa Rica, y Chavela contestó: “Es que los mexicanos
nacemos donde nos da la rechingada gana”.
Imagínense esas palabras dichas con entonación
inglesa y tendrán un retrato perfecto de esa mujer que
ni Max Ernst ni Robert Capa ni Chiki Weisz ni ningún
otro artista salvo su amiga Kati Horna supo retratar por
entero.

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