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En este caso, la parodia del discurso epidíctico pone en escena distintos lugares
comunes: “la madre es el origen de nuestros días o causa de nuestra existencia”; “madre
hay una sola”; “una madre hace todo por sus hijos” (una madre se debe a sus hijos), “a
la madre se le debe todo” (los hijos se deben a la madre), “más malo que pegarle a la
madre”, “el que no quiere a la madre no quiere a nadie”; “la madre es una santa”,
construidos sobre la ideas generalizadas: el “amor incondicional”, la “abnegación” y el
“sacrificio” que hace la madre por sus hijos. Pero simultáneamente, a través de diversas
estrategias humorísticas desarticula estas nociones para construir un modelo de madre
alternativo que “educa a palos”, que es “anegada” y no “abnegada” y, cuando no
maltratada y hasta asesinada por sus hijos, es ayudada por ellos como “baculos” en su
vejez. A la vez, la madre, que es reconocida por su cría, supuestamente es la que cultiva
a Catita, que es una bruta; o la que tiene hijos con nombres ridiculizables (Timberio,
Cayo), o que son célebres por estupideces (Solón), o que refieren a una condición
degradada (Salamón). Hecha el homenaje, Catita llega a distinguir entre madres
verdaderas y madres falsas; estas últimas abandonan a sus hijos (la de Rómulo y Remo),
o se los comen (las cocodrilas) o los aplastan (las elefantas).
¿Cuáles son esas estrategias humorísticas de las que hablamos? El texto pone en
funcionamiento estas:
Primero, la construcción de la caricatura. Catita es una caricatura o imitación
burlesca de un tipo generalizado (la mujer descendiente de inmigrantes, de clase
trabajadora y sin competencia cultural pero con aspiraciones, en los años 40 en la
Argentina). Sus rasgos caracterizadores son hiperbolizados: hablar en voz alta para que
todo el mundo escuche hasta el chillido, el grito, las exclamaciones recurrentes, la
grosería auditiva; los errores gramaticales que son de todo tipo (morfológicos, léxicos,
sintácticos) y se acumulan en una frase.
La voz, sinécdoque de la corporeidad, se torna risible –como señala Bergson- en
la medida de que hace pensar en una pieza mecánica funcionando tras la persona.
Segundo, el personaje que es puro automatismo se asocia al ritual del día de la
madre y a la rigidez del discurso alusivo. Por otra parte, no ahorra esfuerzos y torpezas
para sobrellevar la redacción del texto que excede al incompetente. Se ridiculiza esta
aspiración.
Tercero, se presenta un contraste que genera hilaridad entre la sacralización del
objeto de discurso (la madre) y el discurso desacralizante del objeto (discurso de la
madre hecho por Catita).
Cuarto, la comicidad se traduce en lenguaje. Por ejemplo, a) convirtiendo en
paradoja una idea común (Una madre tiene derecho a todo y sabe hacerlo todo en
relación con sus hijos. “Si la madre no nos pega ¿quién nos va a pegar?”) ; b)
parodiando una máxima (“Manzana in corpore sano”); c) a través del juego de palabras
y la repetición de una sonoridad (“La madre es el ser que nos ha dado el ser, y cuida de
nuestro ser como debe ser, a saber”); d) con el uso de estereotipos pronunciados de una
manera profusa y automática; e) virtiendo un significado absurdo en el molde de una
frase consagrada (“Madre, hay una sola”); f) con la combinación de frases
estereotipadas, acentuando de esta manera el automatismo de su uso y su aceptación
general sin discusión (“que se comen a los hijos” –Vizcacha: ‘El cerdo vive tan gordo y
se come hasta a los hijos’- , “que con su pan se lo coman”); con la confluencia en una
expresión de significados contradictorios (Lugar común: “una madre hace todo por sus
hijos”; Catita: “No reparó en largarme desde soplamocos hasta chancletazos”).
A través de este ejemplo, en el que se discute la cualificación del rol materno
observamos cómo en manos de Niní Marshall el humor se convierte en espacio
trasgresor. En efecto, el humor, concebido como signo de inteligencia y espíritu crítico,
permitiría visualizar las fronteras sociales entre el error y la verdad en relación con la
política y cultura hegemónicas, estimularía la duda, discutiría la posibilidad de una
única referencia y minaría la que cree falsa autoridad. Siguiendo la idea de que la
verdad es reversible, podría considerarse que Niní Marshall hace “carnavalismo”
cuando cambia el punto de observación: el humor permite la ambivalencia, ser alegre y
al mismo tiempo burlona, afirmar y negar simultáneamente, distinguir los planos del
mundo y deslizarse de uno a otro, o mejor, darlos vuelta en relación con los valores
políticamente vigentes para la mujer, por ejemplo, y también respecto de “el otro”
inmigrante (en este caso, “la otra”), que del mismo modo ocupa una posición marginal y
al que se opaca o somete en la sociedad a la que trata de asimilarse en la época a la que
hacemos referencia.
En este sentido, la libretista de humor que es Niní Marshall podría ser
comparada con su estricta contemporánea Silvina Ocampo, cuando esta última pone en
escena, en distintos cuentos, enunciadoras femeninas de la clase media u obrera y las
convierte en sexo locuaz, en un mundo que las prefiere no contestatarias o al menos
silenciosas.
Así en “Las fotografías” (La furia, 1959), cuyo título remite precisamente el
minucioso registro de roles sociales y modos del habla coloquial. Ocampo –como
Marshall- organiza en este texto lo que Linda Hutcheon denomina “sátira paródica”, es
decir, ataca un blanco extratextual (los valores sociales y morales) con un objetivo
correctivo. La fiesta de cumpleaños de Adriana es ocasión de la puesta en cumplimiento
de un ritual que, a fuerza de mecanicismo, se torna anómalo; de una ceremonia festiva
en la que se desarrollan las mismas conductas que en un velorio. La serie de fotografías
que le sacan al personaje inmovilizado por la parálisis, que se “ha debatido entre los
brazos de la muerte”, constituyen el acompasado ritmo hacia la muerte según las
muecas de dolor de la homenajeada; dos hombres la trasladan en un sillón de mimbre
como si fuera un féretro, en el dormitorio donde la aposentan se agolpan muchas
personas entre gladiolos y claveles al pie de la cama, se maquilla al “cadáver”, vestido
de blanco como una novia fúnebre. El cambio de signo de lo cómico a lo trágico está
velado por el estereotipo verbal que cierra el texto: “Como para no estar muerta con este
día”, intenso de calor y lleno de moscas. Las situaciones tratadas con el humor que , en
este caso, no se opone al sufrimiento, así como la vida y la muerte son caras
complementarias, descubren lo ominoso: los monstruos son los mismos familiares. El
exceso de la dádiva para el que cumple años es el reverso de la crueldad del desafecto y
la envidia de los que forman su propio núcleo. Este se entretiene contando cuentos de
accidentes “más o menos fatales”, coronando la escena patética con una idea común:
‘Mal de muchos, consuelo de algunos’ mientras “Adriana sonreía”. En el marco kitsch –
que se asocia a las realidades estereotipadas, estilo que vincula placer con el consensus
omnium, arte aceptable hecho a la medida de la vida cotidiana y de los deseos de la
mayoría social, marca de la vida burguesa a la que se aspira-, se reproduce otro
espectáculo –además de la ronda de cuentos y de la audición de la canción Feliz
cumpleaños por el altoparlante-, que “adorna” la fiesta: Albina Renato baila en broma
“La muerte del cisne”, que anticipa el destino de la protagonista y refiere justamente al
ballet paródico que constituye una de las escenas más célebres del cine de humor
argentino: la de Catita, en Yo quiero ser bataclana.
La voz narrativa en primera persona, en el cuento de Ocampo, se identifica con
la de una mujer de discutible cultura, con propensión al chisme e inclinación por lo más
instintivo, reflejada en la necesidad de “enganchar un candidato” y de saciar sus ganas
de comer y tomar algo:
“Estaban la Clara, estaba Rossi, el Cordero, Perfecto y Juan, Albina Renato, María,
la de los anteojos, el Bodoque Acevedo, con su nueva dentadura, los tres pibes de la
finada, un rubio que nadie me presentó y la desgraciada de Humberta”(...) los
sándwiches de verdura y de jamón y las tortas muy bien elaboradas, despertaron mi
apetito. (...) Se me hacía agua la boca”.
“No se podía ni respirar”, dice la narradora. Cuando las convicciones sociales
asfixian, el humor parece querer expresar la disconformidad y convocar a un nuevo
orden, para Silvina Ocampo. No para la narradora, quien admite el sacrificio de una
mujer aunque diferente de la víctima consumada en esta ocasión: “¡Qué injusta es la
vida! ¡En lugar de Adriana, que era un angelito, hubiera podido morir la desgraciada de
Humberta!”.
La ambigüedad axiológica cobra terreno en la narrativa de Ocampo, siempre
indecisa entre el cielo y el infierno. En el caso de “Las fotografías”, el humor juega un
papel junto a la crueldad. Si –como señala Henri Morier- el humor es una variedad de la
ironía, una suerte de antífrasis axiológica, bien podría observarse cómo al focalizar el
relato en un personaje femenino que se instala en un punto de vista amoral – la
enfermedad y la muerte no alteran, para ella, el estado de cosas- se finge encontrar
normal lo anormal, bueno lo malo, justificable lo que no tiene justificación, cómico lo
trágico. Se finge –por el distanciamiento logrado a través de la narradora en primera
persona en quien se delega el relato, pero al mismo tiempo se somete a juicio del lector
el mundo de valores representado. Es decir, Ocampo expone la doxa, la desarticula y
propone una relectura de los ritos sociales que juegan a ocultar la enfermedad, ignorar
los gestos de rebeldía y desestimar la muerte. Esa rigidez mecánica en la superficie del
cuerpo social –que produce hilaridad siempre y cuando no haya un proceso de
identificación con la realidad del lector, cosa que el distanciamiento evita-, es expuesta
en la crudeza de las ceremonias y fórmulas de la sociedad vigente para ser corregida y
devolver al cuerpo social su flexibilidad. En el espacio que se abre entre lo que se debe,
lo que se puede y lo que se quiere, Silvina Ocampo encuentra la movilidad de su propia
clase: un ir y venir que en “esta” Ocampo se construye en el perfil de una escritura que
destituye la rigidez de la aristocracia -que se siente pasada- y reniega de la ferocidad de
una clase de catitas en ciernes, claramente amenazante.
La caricatura revolucionaria de Silvina Ocampo tiene un nuevo ejemplo en “El
vestido de terciopelo” (La furia), cuya narradora es una niña que acompaña a su tía
modista a la casa kitsch de una clienta de la alta burguesía, para probarle un vestido de
terciopelo negro que tiene bordado un dragón de lentejuelas, que cobra vida y la mata.
Nuevamente se presenta un acompasado ritmo del personaje víctima hacia la catástrofe
que se marca con la expresión aparentemente inocente de la narradora: “¡Qué risa!”,
frase hecha que en la repetición automática cobra valor humorístico y tiene la función
de distanciar al lector del componente trágico del hecho. Sin embargo, la situación
hilarante permite ver expuesta la condición resentida de la niña –que está malhumorada
por haber tenido que acompañar a su tía- y de su tía sólo melancólica por haber tenido
que trabajar tanto en un vestido que engalana a un muerto.
Mujeres, esposas, madres, hijas, nueras y suegras también pueblan el universo
narrativo de Clarice Lispector donde la rigidez del cuerpo familiar lleva inscripta la
mueca cómica del grotesco. Así en “Feliz cumpleaños” (Lazos de familia 1960), el
automatismo de los rituales sociales y, especialmente, la mecanicidad con que se repiten
en todos los pormenores, son narrados desde la distancia de una tercera persona, que
describe paso a paso el aniversario número ochenta y nueve de una mater familae
carioca de finales del década del 50. Tanto la llegada de cada hijo a la celebración con
su respectiva familia como el desarrollo del festejo y la despedida hasta el año siguiente,
sus vestimentas y maneras de conducirse generan comicidad al tiempo que dibujan el
escenario de la contienda filio maternal:
“La familia fue llegando poco a poco. Los que vinieran de Olaria estaban muy
bien vestidos porque la visita significaba al mismo tiempo un paseo a Copacabana: La
nuera de Olaria apareció vestida de azul marino, con adornos de ‘pailletés’ y un
drapeado que disfrazaba la barriga sin faja. El marido no vino por razones obvias: no
quería ver a los hermanos. Pero había mandado a la mujer para que no parecieran rotos
todos los lazos, y ella venía con su mejor vestido para demostrar que no precisaba de
ninguno de ellos, acompañada de sus tres hijos: dos niñas a las que ya les estaba
creciendo el pecho, infantilizadas con volados color rosado y enaguas almidonadas y el
chico acobardado por el traje nuevo y la corbata. (…) Después vino la nuera de Ipanema
con dos nietos y la niñera. El marido vendría después. Y como Zilda –la única mujer
entre todos los hermanos- (…) estaba en la cocina ultimando con la sirvienta las
croquetas y sándwiches, quedaron: la nuera de Olaria muy dura, con sus hijos de
corazón inquieto a su lado; la nuera de Ipanema en la fila opuesta de las sillas, fingiendo
ocuparse del bebé para no encarar a la concuñada de Olaria (…) Y a la cabecera de la
mesa grande la del cumpleaños.”
Este retrato elaborado con la mirada en los roles femeninos es el inicio de un
cuento en el que ser madre es la garantía de perpetuidad de la institución familiar. Rol
que por otra parte la madre que vincula y convoca, a su pesar, a todos padece igual que
una condena perpetua, desde que su hijo elegido –ese que en vida daba sentido y
dignidad al “cumpleaños de mamá”- había encontrado la muerte antes que ella como un
desafío a cualquier ley natural. El resto de los hijos y los hijos de sus hijos y sus
esposas, en el pensamiento de la madre, no son más que “ ácidos e infelices frutos, sin
capacidad si quiera para una alegría”. Como forma de resistencia ella guarda un silencio
furioso ante la retahíla de lugares comunes que vociferan sus vástagos varones, dueños
de un discurso repetitivo y vacío: “¡Ochenta y nueve años, sí señor!”, “¡Ochenta y
nueve años, sí señora!”, “¡Es una florcita!, ¡Viva la abuela!”, “¡Viva mamá!”; hasta que
la gran madre, obligada a cortar la torta de sus ochenta nueve años de aguantar a esos
“seres risueños, débiles, sin austeridad”, que cada año llegan a festejar sus cumpleaños
como si fuera el entierro, empuña el cuchillo de asesina mientras esboza la única sonrisa
de la velada. Las nueras son las únicas que aterrorizadas se percatan del primer gesto
ambiguo y liberador de la suegra, seguido de otros improperios –pedir gritos un vaso de
vino o escupir- que no encajan con la imagen estereotipada de una anciana señora de
clase media acomodada, pero que develan su rebeldía, sus ganas de interrumpir o, por lo
menos, de subvertir el ritual de la impostura: ese que obliga a todos a repetir, como si en
verdad lo desearan, “¡Hasta el año que viene, mamá!” o “¡El año que viene nos veremos
frente a la torta encendida!”, cuando ansían que el misterio de la muerte los exima de un
cumpleaños más.
Con esta muestras, se alcanza a ver que cada una de las escritoras presenta
personajes femeninos que rompen con la “prisión doméstica” a la que las confina su
condición de amas de casa, esposas y madres burguesas, trazando líneas de fuga por
universos extraños pero próximos y contiguos que fascinan y repugnan a la vez. Tanto
la risa “revolucionaria” como la exploración de lo excepcional cotidiano redescubren en
textos de Silvina, Niní y Clarice un mundo al revés respecto de sus jerarquías, valores,
normas y tabúes, liberado de la hipocresía, la censura y la seriedad intimidante del poder
institucionalizado por los vínculos familiares.
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