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Jorge Wagensberg
Uno se despierta cada mañana lleno de pequeñas necesidades urgentes. El mero detalle de mantenerse
vivo exige renovar de cuando en cuando algo de energía y de información, así que, tras la tregua
nocturna, conviene un desayuno y un periódico para reponer ciertas calorías y unos pocos bits. Mientras
el cuerpo se beneficia del café con leche, la mente busca su oportunidad entre los titulares de la Prensa
diaria.
Las ecuaciones matemáticas serán propiedad privada, se leía el EL PAÍS días atrás. En ambientes
cercanos a la creación y a la comunicación científica el momento se veía venir, pero ello no impide q ue
uno se impresione un poco con el anuncio. Una ecuación puede ser la expresión matemática de una ley de
la naturaleza. ¿Qué signif ica patentar una ley de la naturaleza?, o, antes aún, ¿qué signif ica usar una ley
de la naturaleza? Las leyes de la naturaleza gobiernan el mundo haciendo caso omiso de sus eventuales
propietarios, de modo que hay que entender que usar una leyes, o bien calcular con ella una situación que
importa al usuario (aplicar la ciencia), o bien manipularla para dar con otras nuevas (hac er más ciencia).
Si alguien o algo posee la patente de una ley es que puede autorizar (o no) el uso de dicha ley (a cambio,
quizá, de cierta compensación). Planteado así, sin matices, la noticia suena ya aberrante dentro y fuera
de la ciencia. Pero maticemos.
En general, nos parece lícito considerar al creador como propietario de sus creados. Le asignamos
un derecho (en el sentido fuerte) a que su autoría sea universalmente reconocida y derecho (quizá no tan
fuerte) para decidir a placer sobre su obra. Sin embargo, no ocurre lo mismo con la figura del
descubridor. A un descubridor no se le considera en general propietario de su descubrimiento. No hay
inconveniente en reconocer esa clase de autoría que consiste en ser el primero que..., pero todo lo demás
es discutible. Aplacemos, de momento, la cuestión de si es justo considerar más propietarios a los
creadores que a los descubridores, y tratemos primero de identificarlos. Los extremos, como siempre,
están claros y en ellos no hace falta matizar. Creador es e l que imita a Dios, descubridor es el que
tropieza con la obra de Dios. Se diría que uno inventa y que otro encuentra. La obra de un creador
contiene a su creador; el descubridor es una anécdota del descubrimiento. El arte es una forma de
conocimiento con vocación claramente creadora (de ahí, quizá, el recelo de ciertas religiones para con el
arte), el artista inventa, está en su obra y su obra es en rigor irrepetible. En el arte no, hay, pues,
problemas de patente, y su equivalente se aplica sin grandes problemas filosóf icos cuando se trata de
hacer copias de la obra irrepetible (litograf ías, discos, libros ... ). Toda f icción mental es, en particular,
requerido. Pero en ciencia no abundan los ejemplos nítidos de una u otra cosa. Un examen paciente
demuestra que en general todo descubrimiento contiene su ración de construcción mental, y viceversa.
Existen dos espléndidas frases de Picasso sobre el arte, que parecen dos guiños deliciosamente
contradictorios a la ciencia. La primera dice: yo no busco, yo encue ntro. Aquí tendría el aplauso de los
científicos que opinan que la ciencia descubre. La segunda dice: el arte es un conjunto de pequeñas
mentiras que sirven para ayudarnos a comprender grandes verdades. Y aquí merecería la aprobación de
los que piensan que la ciencia es una ficción consensuada de la realidad.
Pero no hemos terminado de matizar. El hecho singular de la ciencia actual que ha llevado el
asunto de la propiedad científica a debate es sin duda el creciente protagonismo de los ordenadores. Los
ordenadores han conmocionado la ciencia en muchos sentidos. Sirven para buscar las soluciones de las
ecuaciones, sirven para sustituir las ecuaciones por algorit mos, y sirven no ya sólo para inventar el
mundo o para descubrir el mundo, sino también para simularlo. Es toda una nueva categoría: a la teoría y
a la experiencia hay que añadir ahora, acaso con igual rango epistemológico, la simulación. ¿Cómo
discutirle a un autor la propiedad de su ciclópeo, críptico y sofisticado programa construido, ajustado y
afinado tras miles de horas delante de la pantalla? Hay poca tradición y pocas referencias para eso. La
cosa se complica porque todo simulador contiene también sus invenciones y descubrimientos. A estas
alturas poco importa cuál de los tres tipos de científic o se merece más el derecho a que una patente
proteja su gloria, sus riquezas o el esfuerzo invertido. Quizá se pueda admit ir cierta regulación del uso de
la ciencia en algunas aplicaciones, pero el conocimiento siempre se construye sobre conocimiento previ o.
Hacer ciencia significa producir, transmitir y criticar conocimiento, así que cualquier limitación del uso de
la ciencia con el propósito de hacer más ciencia es, definitivamente, una aberración y un contrasentido
científico. La propiedad científ ica no debe entorpecer la comunicación de los logros científ icos. El
investigador de hoy es un hombre pegado a un ordenador conectado a una red de ordenadores científicos
auténticamente planetaria. Ya no escribe apenas cartas, ni telefonea, ni faxea, sólo bitnea. Pronto podrá
acceder instantáneamente a cualquier resultado científ ico publicado con sólo desearlo. El futuro del papel
de la información en ciencia es de infarto. Científicos como el excéntrico y multimillonario Ed Fredkin han
apostado por la llamada f ísica digital con el apoyo de personalidades como Richard Feynmann. Fredkin
cree que la materia y los sucesos del mundo están compuestos en último término por unidades de
información y que esos bits se rigen por un único y todavía desconocido programa universal que sería,
según sus mismas palabras, la primera causa y el primer motor de cualquier acontecimiento. Se trata de
la última def inición de Dios, que yo sepa. Si lo encuentran y nos lo patentan, estamos listos.