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Trastornos disociativos.

Diagnóstico y tratamiento
Autor: Sevilla Valderas, Beatriz

Palabras clave

Trastornos disociativos.

Trastornos disociativos. Diagnóstico y tratamiento. Anabel González Vázquez. Madrid:


Pléyades. 2010. 272 pp.

Parte 1. Concepto, diagnóstico y etiología


Anabel González comienza su libro defendiendo que los trastornos disociativos
están infradiagnosticados, en parte por dificultades diagnósticas, y también, en
gran medida, por errores en la exploración, bien técnicos, bien determinados por la
ideología y los prejuicios de los profesionales.
La autora afirma que no exploramos con la misma minuciosidad los síntomas
disociativos que los síntomas de carácter ansioso, depresivo o incluso
psicótico. No es algo que preguntemos directamente, y tampoco este tipo de
sintomatología se recoge en las entrevistas diagnósticas estandarizadas.
Pero además existe un sesgo, consistente en relacionar los síntomas
disociativos con la histeria, y ésta con la fantasía y la simulación, de modo que
creemos que con nuestras preguntas induciremos síntomas en pacientes
sugestionables. González asevera que esta creencia tan arraigada que vincula
trastorno histriónico de personalidad y trastorno disociativo no puede
sostenerse a la luz de los estudios realizados, que muestran una asociación
más frecuente con rasgos evitativos, autoagresivos, borderline y pasivo-
agresivos (Dell, 1998) así como con la escala de paranoidismo en el MMPI-2.
Otro problema se debe a la dificultad de explorar el origen traumático del
trastorno, por la propia dureza de las historias de abuso infantil, que producen
cierto rechazo emocional en los profesionales. No sólo esto, sino también por la
influencia en nuestra profesión del movimiento de las falsas memorias,
promovido por supuestos abusadores denunciados y que cuestiona las
denuncias de abuso sexual, acusando a los terapeutas de inducir recuerdos
falsos.
Sin embargo, la autora menciona el estudio de Herman y Schatzow (1987) que
encontró una confirmación externa del abuso sexual relatado por las pacientes
en un “74% de los casos con seguridad y un 9% con un alto índice de
sospecha (…) Tampoco es posible descartar con certeza los casos en que no
hay confirmación”.
La autora defiende que hoy en día se acepta que un porcentaje importante de
los relatos de abuso sexual son ciertos, si bien considera necesario tomar
precauciones en las entrevistas para no modificar los recuerdos de la paciente,
pues los detalles pueden ser alterados.
También sugiere que la preponderancia actual de la TCC, con su énfasis en el
aquí y ahora, quitando importancia al pasado, probablemente también
contribuye a la minimización del papel del trauma en los trastornos mentales.
De igual forma, tal y como está definido en la CIE y en el DSM, el trauma
complejo no está representado en los criterios del TEPT. Para ella, sería más
correcto si se recogiese un capitulo en el DSM denominado “trastornos
secundarios a experiencias traumáticas”, en el que se incluyesen los TEPT, los
trastornos de personalidad límite de base traumática y los trastornos
disociativos y conversivos, ahora clasificados por separado. Considera que
actualmente los trastornos por trauma complejo están siendo diagnosticados
con frecuencia de trastorno de personalidad límite y que, “cuando son posibles
varios diagnósticos, las alternativas suelen considerarse más válidas que la de
la existencia de un trastorno disociativo”.
Hay otros factores que dificultan el diagnóstico, que tienen que ver con la
propia sintomatología y el manejo de la misma por parte de los pacientes.
Una de ellas es la actitud de ocultación de sus síntomas, o minimización de los
mismos. Dado que estos se inician en la infancia, no suelen aparecer de forma
brusca y por tanto no suelen suponer un cambio brusco en la percepción
subjetiva de la persona, por lo que puede no tener conciencia de lo que le
ocurre o percibir que le ocurre algo que otras personas juzgarán como anormal.
Otra es la dificultad de evaluación de la amnesia, cuando se observan lagunas
y contradicciones en el relato sobre la vida cotidiana y el paciente no es
consciente de tener estas lagunas. Esto puede hacer que la terapeuta
interprete como simulación o falsedad lo que es parte de la sintomatología.
Existe además una gran comorbilidad con otras patologías como trastornos de
ansiedad, depresión, abuso de sustancias, TLP…
En el caso específico del TID el trastorno varía mucho según la etapa vital y la
“ventana de diagnosticabilidad” sólo se abre en algunos de estos períodos en
que los síntomas disociativos resultan más obvios.
La confusión en el diagnostico se produce con varios trastornos, entre ellos:
• Esquizofrenia. Puesto que es frecuente que los pacientes con TID
refieran oír voces que conversan entre sí o que intentan controlar su conducta,
muchas veces se diagnostican cuadros psicóticos. En el TID, a diferencia de la
esquizofrenia, es común que las voces se hayan iniciado en la infancia.
Además, éstas suelen ser más coherentes, más elaboradas, y capaces de
mantener una conversación con la terapeuta.
• TLP. La autora revisa varios estudios acerca de la comorbilidad de TLP
y trastornos disociativos, y encuentra que en las personas con TLP, entre el 59
y el 72% tiene algún trastorno disociativo asociado (Zanarini, 2005; Sar et al.
2006; Ross, 2007; Korzekwa et al., 2009).
• Trastornos afectivos. Los pacientes con trastornos disociativos suelen
presentar también síntomas ansioso-depresivos, entre un 84 y un 96% según
los estudios. Es importante explorar más y no quedarnos sólo con el
diagnóstico de depresión o ansiedad.
• Adicciones. La autora presenta un estudio de Tamar-Gurol (2007), en el
que encuentran síntomas disociativos en un 27% de los pacientes ingresados
por dependencia de alcohol, siendo el grupo más grave, con más intentos de
suicidio y más traumatización temprana. En la mayoría, se observaba que el
trastorno disociativo era previo al consumo de sustancias.
Cita un estudio de Leonard, Bran y Tiller (2005), en el que se encuentra que
“los pacientes referían una demora en el diagnóstico, el 57% de más de 3 años
y el 25% de más de 10 años. El 80% había percibido una actitud escéptica o
antagonismo por parte de los clínicos, incluso hostilidad en un 48%.”
González señala otro problema relacionado: la discrepancia en los estudios de
prevalencia. Menciona estudios en Estados Unidos que consideran que los
trastornos disociativos representan entre el 15 y el 30% de los pacientes
psiquiátricos, mientras que en gran parte de Europa los profesionales niegan
que estos trastornos, especialmente el TID existan o sean relevantes en sus
países. Si bien al parecer esta actitud podría estar cambiando, con los Países
Bajos y Suiza llevando a cabo nuevas investigaciones y llevando a cabo
diagnósticos y tratamientos a las personas que padecen estos trastornos.
Presenta una revisión de Sar (2006) sobre estudios en Turquía, Suiza,
Alemania y Holanda según la cual los trastornos disociativos representarían
“entre el 4,3 y el 10,2% de los pacientes hospitalizados, entre el 12 y el 13,8%
en pacientes psiquiátricos ambulatorios y un 39,5% en la urgencia psiquiátrica.”
La autora señala cuatro hipótesis que pretende defender en este libro:
- Los trastornos disociativos pueden explorarse de forma específica, de modo
que podamos hacer un “diagnóstico positivo y no por exclusión”.
- Si empleamos los métodos de evaluación apropiados, los trastornos
disociativos mostrarán una frecuencia significativa y podrán diagnosticarse
correctamente muchas personas que han venido recibiendo otros diagnósticos.
- Existen un conjunto de patologías de base traumática, en el cual a un lado del
espectro está el TEPT simple, y en el extremo opuesto y más grave los
trastornos disociativos y los trastornos de estrés postraumático complejo.
- Los trastornos disociativos se pueden tratar, y el tratamiento debe ser
específico y adaptado a los mismos. Con este abordaje, el pronóstico de estas
personas mejora considerablemente.
Respecto al diagnóstico, la autora nos recuerda que el 94% de los pacientes
con TID no tienen una sintomatología evidente, siendo más obvias las
patologías comórbidas como ansiedad, depresión o abuso de sustancias. El
hecho de que las manifestaciones del TID sean sutiles y discontinuas dificulta
el diagnóstico si no exploramos las luchas internas en la mente del paciente.
La autora cita los signos sugestivos de TID que describe Kluft (1987), entre
ellos tratamientos fallidos previos, tres o más diagnósticos previos,
concurrencia de síntomas psíquicos y somáticos, distorsiones en el tiempo,
lapsos de tiempo o amnesia, conductas que los demás le comentan pero no
recuerda, cambios observables por otros, oír voces, historia de abuso sexual
en la infancia y amnesia acerca de eventos sucedidos entre las edades de 6 y
11 años.
A veces son necesarias varias consultas para percibir transiciones de una parte
a otra.
Los estados del ego son, según Watkins y Watkins (1997) “sistemas
organizados de conducta y experiencia que están ligados por un principio
común y que están separados por unos límites más o menos permeables”.
Entre estos estados no hay barreras amnésicas rígidas como en el TID, ni
tampoco toman normalmente el control de la conducta.
Cuando recogemos los antecedentes y preguntamos por problemas en la
infancia y en la adolescencia, la persona puede contar lo que recuerda, pero es
imposible que nos cuente aquello que no puede recordar. Especialmente si hay
amnesia respecto a todo un período. Necesitaremos una exploración biográfica
profunda.
También se nos pasan desapercibidos lapsos o lagunas de memoria, descritos
por las pacientes como problemas de memoria, que atribuimos a dificultades de
concentración y que pueden ser momentos en los que un estado mental
diferente de la PAN “ha tomado el control de la conducta, presentándose una
amnesia completa entre ambos estados”. Este síntoma sería, según varios
autores, el más común en el TID. Por tanto, si encontramos síntomas de
amnesia, deberemos profundizar en la exploración.
Lo mismo sucederá si encontramos una fuga disociativa o síntomas de
despersonalización: deberemos explorar más a fondo para valorar si debemos
diagnosticar estos trastornos como tales, como parte de otros cuadros (los
síntomas de despersonalización son comunes en varios cuadros psiquiátricos)
o si son parte de un TID.
La autora defiende que en el caso de los trastornos conversivos, los pacientes
tienen con frecuencia otros síntomas disociativos. Cita a varios autores
(Nijenhius, 2000; Nijenhius, Van der Hart y Steel, 2003) quienes al observar la
fuerte correlación existente entre trastornos disociativos, somatomorfos,
conversivos y de somatización postulan que “la disociación somatomorfa es
sólo una de las posibles expresiones de la patología disociativa generada en el
trauma”.
También defiende, junto con Judith Herman (1992) la necesidad de incluir en el
DSM la categoría de Trastorno de estrés postraumático complejo, o DESNOS
“para describir una presentación clínica característica de los supervivientes de
traumas prolongados y repetidos, en los que la víctima estaba sometida al
control del perpetrador.” Síntomas como culpa, desconfianza, revictimización,
somatización, síntomas disociativos... que no se recogen en un TEPT simple y
que tienen también especificidades respecto al trastorno de personalidad
borderline.
La autora considera que si empezásemos a aplicar los instrumentos adecuados
de forma habitual, observaríamos un gran número de síntomas de disociación
que se nos están pasando desapercibidos. Entre los instrumentos
psicométricos que menciona estarían:
· Instrumentos de screening. Son escalas breves y autoadministradas. Con ellas
podemos hacer un primer filtro para determinar en qué pacientes habrá que
profundizar en la exploración.
· Escala de Experiencias Disociativas (DES). (Bernstein y Putman, 1986; Carlson
y Putnam, 1993). A través de sus 28 ítems, explora amnesias, fenómenos de
absorción y de desrealización-despersonalización. Dentro de la misma existe
una subescala con preguntas más susceptibles de detectar disociación
patológica: oír voces en la cabeza, no reconocer a veces a amigos o familiares,
encontrarse en un lugar al que no recuerdan haber ido, etc.
· Cuestionario de Disociación Somatomorfa (SDQ-20). (Nijenhius et al. 1996). Se
trata de 20 ítems que exploran síntomas positivos como dolor o pseudocrisis y
negativos como parálisis o anestesia.
· Escalas autoadministradas diagnósticas.
· Inventario Multidimensional de Disociación (MID). (Dell, 2002, Ruths et al., 2002,
Dell, 2006). Con 260 ítems, permite hacer diagnósticos, si bien presenta algún
problema por el hecho de ser autoadministrada.
· Entrevistas estructuradas. Su fiabilidad es muy alta y permiten diagnosticar
clínicamente.
· Entrevista Estructurada para Trastornos Disociativos. (DDIS). (Ross, 1989).
Evalúa síntomas disociativos, somáticos, depresivos, consumo de tóxicos y
síntomas de trastorno límite. Una objeción que hace la autora a esta escala es
que hace preguntas directas y exhaustivas acerca de abusos sexuales y físicos
en la infancia, lo que podría no ser adecuado para las primeras sesiones.
· Entrevista Clínica Estructurada para trastornos Disociativos para el DSM- IV.
(Steinberg, 1994). (SCID-D). Se trata de una exploración sistemática de todos
los trastornos disociativos, con subescalas de amnesia, despersonalización,
desrealización, confusión de identidad y alteración de identidad. La autora
menciona como ventajas de este instrumento, entre otras, el hecho de que no
pregunta explícitamente por experiencias de abuso, y como inconveniente el
hecho de que no explora las alucinaciones auditivas.
· Entrevista para Trastornos Disociativos y Síntomas relacionados con el trauma
(IDDTS) (Draijer et al., 2008). Explora síntomas postraumáticos, de disociación
Somatomorfa y psicológica. Algunas ventajas para la autora son que incluye los
síntomas schneiderianos, explora en profundidad la presencia de partes e
incluye preguntas para descartar una simulación.
· Examen del Estado Mental para la Disociación. (Lowenstein, 1991). Explora
exhaustivamente seis tipos de síntomas disociativos: síntomas amnésicos,
autohipnóticos, postraumáticos, procesuales, somatomorfos y afectivos.
Respecto al concepto teórico de disociación, la autora resume algunas de las
acepciones del término: “disociación como módulos o sistemas mentales no
conscientes o no integrados”, “disociación como una alteración en la conciencia
normal, que se experimenta como una desconexión del yo o del entorno” y
“disociación como un mecanismo de defensa, (…) un rechazo intencional,
aunque no necesariamente consciente, de información emocional dolorosa.”
La autora plantea que el concepto de disociación que manejamos
habitualmente se refiere más a una disminución o estrechamiento de la
conciencia, donde encajan síntomas como el estupor disociativo o la
despersonalización, pero deja fuera otros. Así, en el caso del TID no se trataría
de una disminución del nivel de conciencia, sino de una fragmentación de ésta.
Ella se basa en la teoría de la disociación estructural de Van der Hart, para la
cual en el primer caso estamos ante una escisión horizontal en los estados de
conciencia, mientras que en el caso de la fragmentación, se trataría de una
escisión vertical: los distintos estados de conciencia pueden estar al mismo
nivel.
La autora se ocupa en este libro principalmente de la disociación vertical.
En cuanto a las causas de la disociación, señala que el sistema empleado por
las clasificaciones internacionales, basado en la descripción clínica de
síntomas y no en el mecanismo etiopatogénico, dificulta la comprensión global
de los trastornos. Así, vemos cómo trastornos conectados por su etiopatogenia,
como el TEPT, los trastornos disociativos y conversivos y los trastornos por
somatización, aparecen en distintos capítulos del DSM.
Ella toma el trauma como base para entender estos trastornos y para hacer
una revisión histórica.
Comienza citando la propuesta de Janet de considerar la disociación “como
una predisposición constitucional en los individuos traumatizados”. La
disociación sería “una defensa frente a la ansiedad generada por las
experiencias traumáticas”. La conciencia sufriría un estrechamiento de tal
forma que unas experiencias no se asociarían con otras.
Narra cómo Freud compartió en un principio esta visión, según la cual “el
trauma o el abuso sexual en la infancia temprana eran los que provocaban la
disociación grave en las pacientes histéricas” para abandonarla en 1897. En
este año afirma que los supuestos traumas infantiles son producto de la
fantasía, enfoque que en cierta manera permanece hoy por parte de muchos
clínicos: que las informaciones de abuso sexual o los síntomas disociativos son
fantasías o llamadas de atención.
Pasando a los teóricos de las relaciones objetales (Klein, Fairbairn), describe
como estos diferencian “entre escisión vertical, como la que puede verse en los
estados disociativos, y la escisión horizontal de la represión. En la primera, los
estados mentales no se distinguen por tener un mayor o menor nivel de
conciencia. Cualquiera de ellos puede tener elementos conscientes e
inconscientes y alternar entre el control voluntario de la conducta o un estado
latente. En cambio, en la disociación horizontal se distingue entre unos
contenidos conscientes, accesibles plenamente al individuo, y otros situados en
otro plano más “profundo” y más difícilmente accesible.”
También cita a Federn y Weiss, quienes definen el concepto de estado del yo
“como un sistema organizado de conducta y experiencia cuyos elementos se
han reunido en torno a algunos principios comunes y que están separados de
otros estados por límites que son más o menos permeables.”
Para Van der Hart y colaboradores (2003, 2006), la traumatización implica una
escisión entre los sistemas psicobiológicos o sistemas de acción, unos
orientados a la supervivencia (vinculación, cuidado de los hijos, alimentación,
etc.) y otros a la defensa frente a la amenaza (lucha, huida, sumisión). “Una o
más de las partes (…) evitan los recuerdos traumáticos y desempeñan las
funciones de la vida diaria, mientras que una o más partes de ella siguen
fijadas a las experiencias traumáticas y a las acciones defensivas.”
Esta coexistencia de partes que reexperimentan el trauma y otras que lo evitan
sería para ellos el mecanismo subyacente al TEPT. La parte fijada a la defensa
y la reexperimentación la denominan “parte emocional de la personalidad (PE)”
y contiene recuerdos traumáticos, experiencias somatosensoriales, intensas,
alucinatorias y fragmentarias. Mientras tanto, otra parte de la personalidad se
enfrenta a la vida cotidiana evitando los contenidos traumáticos (“la parte
aparentemente normal o PAN”).
Para estos autores, habría tres tipos de disociación:
· Disociación estructural primaria. Se produciría “una alternancia entre la PE fijada
al trauma y la PAN que lleva adelante la vida cotidiana y que “vive la vida en la
superficie de la conciencia” (Appelfeld, 1994). Propia de la reacción de estrés
agudo, el TEPT y algunos tipos de amnesia disociativa.
· Disociación estructural secundaria. En traumas tempranos y prolongados la PE
puede también dividirse, representando cada PE un sistema defensivo diferente.
Una PE puede estar fijada en el “llanto de apego (la parte triste, desvalida,
experimentada algunas veces como un “niño”)”, y otra por ejemplo en la defensa
rabiosa, mientras una PAN única desarrolla los sistemas de acción de la vida
diaria. Aquí encontraríamos el TEPT complejo, los “trastornos de personalidad
relacionados con el trauma” (Golynkina y Ryle, 1999) y muchos casos de
trastorno disociativo no especificado (TDNE).
· Disociación estructural terciaria. En estos casos, no sólo la PE se divide en
varias, sino que la capacidad de integración es tan baja que también la PAN se
escinde. Por ejemplo, “puede existir una parte disociada que es sexual
(reproducción), una que es madre (cuidadora) y una parte que va al trabajo
(exploración)”. Aquí encontraríamos el trastorno de identidad disociativo (TID).
Para González, la disociación es un fenómeno postraumático, siendo el dolor
intenso lo nuclear en el desarrollo del trastorno. Cita los múltiples estudios que
avalan la relación entre traumatización temprana grave y repetida y trastorno
de identidad disociativo, encontrándose antecedentes de abuso sexual en un
85-90% de los casos.
La autora defiende que existe un “espectro postraumático” en el que estarían
también incluidos el TLP y los trastornos de somatización y donde los dos
extremos en función de la gravedad serían el TEPT y el TID, siendo éste
consecuencia de traumas infantiles graves y repetidos.
Sin embargo, insiste en que el trauma puede no ser detectado por el terapeuta,
por prejuicios propios, por contradicciones en el discurso de la paciente, quien
a veces puede afirmar que fue abusada y otras veces negarlo, o incluso puede
ser que siempre lo niegue, bien por amnesia o bien por el “pacto de silencio” y
la vergüenza que rodeaba a estos hechos.
La disociación es eficaz frente al trauma cuando no hay forma de evitarlo, al
permitir un escape de un nivel de sufrimiento intolerable. Sin embargo, en el
futuro la persona con reacciones disociativas no sabrá protegerse de
situaciones en las que sí podría hacerlo.
La amnesia, según la autora, nos permite seguir viviendo como si nada hubiera
ocurrido. Uno de los mecanismos que funcionaría sería la “memoria
dependiente de estado” (Horton y Mills, 1984). Cuando la persona se encuentra
en este estado mental, estos recuerdos estarán más accesibles, pero pueden
no estarlo cuando el estado mental es otro.
La amnesia puede deberse a una disociación estructural primaria o puede ser
parte de una disociación terciaria (TID), en cuyo caso las partes que se
encargan de afrontar la vida diaria tendrán amnesia acerca de los traumas
vividos. Cuando se activa un estado mental distinto, motivado por una reacción
emocional de rabia o tristeza, los recuerdos traumáticos se harán presentes.
Las barreras amnésicas pueden también constituirse para poder amar a un
padre abusador o maltratador en los momentos en que no está abusando,
aunque se le odie en el momento del abuso. En el caso más grave, se
generarán identidades disociadas. Estas pueden a veces representar
introyecciones de las figuras maltratadoras, e interaccionar con la personalidad
principal tal y como lo hacía el abusador, convirtiéndose en partes
persecutorias. Esto se debería, según la autora, a que “el único modelo
disponible de fuerza, poder, influencia sobre los demás y control sobre algo es
precisamente la figura que, de un modo u otro, le está agrediendo. (…) En el
mundo en el que este individuo ha crecido, las únicas opciones posibles son
ser víctima indefensa o agresor poderoso.” La parte agresiva, por tanto, se
generaría como una necesidad de protegerse, pasando posteriormente a
hacerse persecutoria en el sistema. Los elementos de ambas partes,
imprescindibles para la vida, aparecen de manera separada, oscilando la
persona de una a otra según el estado mental que se active.
Por otro lado, no se trata del trauma por sí solo. La autora sostiene que la
gravedad del trastorno dependerá en gran medida del vínculo de apego
establecido con las figuras cuidadoras. Si existió al menos un vínculo de apego
seguro, el pronóstico es mucho más favorable. Esta figura puede “enseñar al
niño que la negatividad puede ser soportada y vencida”, lo que permitiría el
desarrollo de la resiliencia.
La disociación estaría relacionada con el tipo de apego desorganizado.
Basándose en Bowlby (1984) afirma que “los padres de estos niños muestran a
su vez una alta frecuencia de historia propia de trauma y de problemas
psicológicos, lo que les impide atender a las necesidades de sus niños,
actuando como si esperaran que sus hijos fuesen los que les calmasen su
propio malestar”.
Las criaturas con este patrón de apego, tenderían pues a ver a veces al
cuidador como desamparado y a sí mismas como malas, mientras en otras
ocasiones sería la figura cuidadora la agresiva y ellas las vulnerables. Otras
veces, se verán en el rol de rescatar al adulto desamparado. Se construirían
así “múltiples modelos del yo, que son incoherentes o incompatibles”. Así se
generará una predisposición a los síntomas disociativos.
Si a todo esto se añade un trauma grave, aumentan las probabilidades de
desarrollar un TID.
De cara a la relación terapéutica, González plantea que esta oscilará “entre ver
a la terapeuta como distante o inaccesible, sentirse asustada por ella o
agredirla”. La relación terapéutica será clave para reconstruir el apego inseguro
y desarrollar, quizá por primera vez, una relación interpersonal sana y estable.
En cuanto al sustento neurobiológico, la autora hace una revisión de los
hallazgos neurológicos ya conocidos respecto al trauma y el apego, si bien
señala que hacen falta estudios concretos acerca de los mecanismos
específicos de la disociación. Por el momento no podemos saber si los
hallazgos obtenidos en la investigación de los mecanismos del TEPT son
extrapolables a la disociación grave.
En dos estudios específicos (Reinders et al. 2003; Tsai et al, 1999) se observan
“cambios específicos en la actividad cerebral localizada, consistente con cada
estado mental en el TID”.
En estudios sobre la función cerebral se encuentran resultados contradictorios,
si bien la mayoría encuentran “una disfunción en determinados tipos de
memoria visoespacial y dependiente de contexto (aspectos relacionados con el
hipocampo) y la función ejecutiva (áreas prefrontales).”
Respecto a la relación entre cuerpo y disociación, la autora defiende la postura
de la CIE-10, que considera los trastornos conversivos como trastornos
disociativos. Sostiene que la memoria procedimental puede expresarse en el
cuerpo con síntomas relacionados con el suceso traumático, especialmente si
el trauma sucedió en la etapa preverbal. Pero también en traumas posteriores
nos encontramos con una memoria de eventos somáticos, que pueden estar
disociados de la cognición.
La autora mantiene que se pueden generar síntomas si las respuestas
proactivas de lucha o huida han sido bloqueadas por la naturaleza de la
situación, al verse estas respuestas congeladas almacenadas en la memoria
procedimental. Cita el trabajo de Odgen (2006), quien trabaja desbloqueando
esas memorias proponiendo una regulación “de abajo a arriba” que
complemente otros abordajes, de tipo más cognitivo y emocional, (“de arriba
abajo”), que no siempre alcanzan este nivel inferior sensoriomotor. La terapia
sensoriomotora de Odgen se fundamenta en la teoría de la disociación
estructural de Van der Hart, y tiene en cuenta la interrelación entre trauma,
apego y disociación.
Para González es fundamental integrar el abordaje de lo somático en nuestra
intervención, para no dejar sin tratar una parte muy importante de la
sintomatología de la persona.
Parte 2. Tratamiento
La autora defiende que en nuestro país aún no se maneja suficientemente el
concepto de disociación vertical, y por tanto no se suele abordar la
fragmentación de la conciencia en estados disociados, sino que los
profesionales suelen limitarse a un concepto de disociación horizontal entre
consciente o inconsciente o como reducción de la conciencia.
Muchas de las terapias recibidas por estas pacientes se basan en un mal
diagnóstico que las ubica en otras categorías y se les trata por tanto como
esquizofrénicas, límites… En otros casos, aunque se observen síntomas
disociativos, los profesionales deciden no darles importancia, pensando que si
no se les atiende se les extinguirán como si de llamadas de atención se tratase.
Sin embargo, las terapias que han mostrado mayor efectividad son las que
trabajan específicamente con dichos síntomas (Kluft, 1985, 2005).
Para González, hay varios elementos específicos que deben ser tenidos en
cuenta en la terapia con este tipo de pacientes.
· Abordar la fragmentación. Este sería el aspecto central del tratamiento. Cita un
estudio de Kluft (2003), quien afirma que si no se hace un trabajo específico con
las partes o estados mentales, sólo un 2-3% de los pacientes logran una
integración de las mismas.
· La línea directriz debería ser lograr primero una seguridad y estabilidad en la
vida de la paciente, para pasar después a una segunda fase de trabajo con el
trauma y, por último, abordar la integración de las partes disociadas.
· Establecer una adecuada relación terapéutica. Debido a los problemas sufridos
en el vínculo de apego por estas pacientes, tendrán dificultades relacionales
similares a los pacientes con TLP.
En cuanto al pronóstico, siguiendo a Caul (1988), la autora cita los siguientes
criterios para un pronóstico desfavorable: duración de los tratamientos previos,
número de terapeutas que le han tratado, “mucha inversión de energía y
narcisismo en la separación de las partes”, mayor preocupación en descubrir el
material traumático que en resolverlo, actitud violenta continuada, alto nivel de
confabulación, intentos persistentes en controlar la terapia e implicación escasa
en el tratamiento.
En lo que respecta a la relación terapéutica, la autora desarrolla este apartado
en profundidad, por considerarlo crucial para el éxito terapéutico.
Las dificultades específicas de esta relación serían, según González, las
siguientes:
· Los límites. Muchas de estas personas pueden invadir los límites de la terapeuta,
bien con exigencias desmedidas o tratando de cambiar el encuadre, ante lo cual
habrá que responder con firmeza, pero también con flexibilidad y comprensión
de los sentimientos que originan esta conducta.
· Tendencia a la revictimización. Para quienes crecieron en un ambiente en el que
sólo había víctimas y agresores, es probable que asuman el papel de víctimas,
intentando provocar al terapeuta para que le agreda, lo que puede llegar a
suceder si el terapeuta se deja llevar por sus sentimientos de impotencia y
desesperación por no ver mejoría en su paciente y comienza a culpabilizarle o a
desimplicarse. También puede que los pacientes se pongan en el papel de
agresores, pues no conocen otra manera de tener control en las relaciones. La
autora recomienda manejar estas situaciones no asumiendo por nuestra parte
ninguno de estos dos roles y ayudando al paciente a ver cómo los actúa con
nosotros y en sus otras relaciones.
· La ilusión y la desesperanza. Para quien ha vivido sumido en la indefensión
aprendida y en la expectativa de que el dolor nunca cese, nuestros intentos de
ayudarle pueden ser vividos o bien con una ilusión desmedida, o como intentos
de control que repiten su experiencia de sumisión, ante los cuales se rebelará
como intento de afirmar su autonomía. A menudo deberemos mostrarle cómo la
situación relacional que se está creando está relacionada con su experiencia, y
explicarle que, si bien esa reacción tuvo sentido en aquel momento, ya no es
necesaria en el presente.
Pone el ejemplo de una paciente suya con TID que ponía objeciones para
acudir tras un período de buena motivación, y a la que le dijo “Parece como si,
en cuanto hay un día bueno, empezaras a buscar argumentos para no venir. La
sensación que me da es como si no pudiésemos poner energía en mejorar,
como si esto fuese algo malo… Desde mi lado tengo la sensación de estar en
una especie de trampa, ¿tú te has sentido alguna vez así?” Ella reconoció que
esto es lo que ella había aprendido, que el dolor nunca terminaría. También
González tuvo que trabajar con una parte agresiva de la paciente que la
castigaba porque consideraba que no merecía ser feliz, reformulándola como
una protección frente a la desilusión: “A veces matamos la ilusión porque es tan
doloroso cuando se rompe una y otra vez que consideramos preferible no tener
ninguna.”
· Crisis. Es probable que, por la gravedad de este trastorno, los pacientes sufran
crisis constantes y sintamos que invertimos mucha energía en las mismas y
perdemos el rumbo del tratamiento. Es importante aprovecharlas para que los
pacientes aprendan de su funcionamiento, enseñándoles a leer su significado y
explorando los problemas subyacentes, que pueden tener que ver con el pasado
traumático, con la relación terapéutica, con lo que ha sucedido en la sesión, etc.
· Responsabilidad. Las partes agresivas pueden dañar a otros, canalizando la
rabia que la PAN no puede sentir o expresar, de modo que así evita sentirse
responsable. Es importante “que la personalidad principal asuma su parte de
este círculo vicioso”, pues al reprimir su rabia y no hacer valer sus derechos,
pierde oportunidades y se siente mal, llenándose de más rabia que, al llegar a
cierto umbral, o al vivir eventos que actúan como disparadores traumáticos,
dispara la parte disociada, la cual agrede a los demás, llevando a la conclusión
por parte de la PAN de que tenía razón en reprimir la rabia. González considera
que todo el sistema interno del paciente debe asumir la responsabilidad, en
oposición a la no asunción de la misma por parte de las personas que le
maltrataron a él.
· Control. Los pacientes pueden estar atrapados en una lucha por el control, tanto
a nivel interno (control de sus síntomas, emociones, etc.) como externo (control
de su entorno, del terapeuta, etc.) Es importante que la paciente entienda que la
lucha interna por el control provoca mayor división entre las partes y, ante una
situación emocionalmente intensa, mayor descontrol. Es importante que como
terapeutas no nos aliemos en esta lucha interna con ninguna de las partes
aunque nos pueda tentar aliarnos con la PAN contra la parte agresiva. Con esto
aumentaríamos el conflicto interno.
· Vulnerabilidad al rechazo. Debido a los problemas de apego temprano, la
paciente puede intentar lograr la aceptación de la terapeuta mostrándose
sumisa, pero a la vez percibiéndola como una figura peligrosa, como lo eran los
cuidadores primarios. Esto a su vez puede disparar cierta hostilidad. La autora
considera fundamental “chequear la respuesta de todos los elementos del
sistema ante cualquiera de nuestras intervenciones, incluso de las
aparentemente más inocuas”.
· Secretos. A menudo el abusador habrá presionado al paciente para no contar lo
sucedido, o éste habrá decidido no hacerlo por sentimientos de culpa y
vergüenza. Los contenidos traumáticos pueden encontrarse en una parte que
guarda el secreto, mientras la PAN no es consciente. La autora defiende la
necesidad de comunicarle explícitamente a la paciente que no estamos
intentando descubrir nada y que sólo nos contará aquello que decida contarnos.
· Relación con la persona total. González ve nuestro papel como el de árbitros
entre las partes en conflicto, promoviendo que todas ellas sean tenidas en cuenta
y sumen sus fuerzas en la misma dirección. Deberemos mirar a estos pacientes
con una aceptación completa de su ser, incluidas aquellas partes más
disfuncionales o agresivas, pues nadie les habrá brindado antes esta mirada de
aceptación incondicional tan necesaria para superar la fragmentación.
· Culpa y vergüenza. A menudo los pacientes tienen sentimientos
desproporcionados de culpa, bien por las acusaciones de los adultos, que les
culpabilizaban de su maltrato, o que no asumían la responsabilidad de proteger
al niño del abuso. Como dice la autora, “cuando la fragmentación es muy intensa,
unas partes pueden castigar al resto del sistema interno o al cuerpo, al que
consideran culpable de lo ocurrido, indigno o sucio.”
· Devolver el poder. La paciente necesitará recuperar el sentimiento de control
sobre su vida, diferenciando la situación originaria, donde no podía decidir, y el
momento presente, donde sí puede hacerlo.
· Dudas y ambivalencia. Si la figura de apego, en su disfuncionalidad, no ha
contenido al niño, sino que se ha desconectado del mismo, minimizando o
negando el abuso, o incluso agrediendo al niño, esto puede ser más traumático
que el propio abuso. El paciente puede oscilar entre querer y no querer recordar.
No debemos convertirnos en investigadores ni forzar que recuerde cosas para
las que no está preparado, sino trabajar con los recuerdos y malestares
existentes.
· Idealización y rabia hacia los abusadores. Estos aspectos que pueden darse en
la paciente, pueden repetirse en su relación con nosotros, fluctuando entre la
agresión y la idealización. Tendremos que explicarle esta situación, pero sin
señalarle directamente que sus conductas son similares a las del abusador, pues
esto puede incrementar la culpa y los intentos de control internos, lo que llevará
a más disociación.
Debido a los problemas de apego, el paciente también tendrá una serie de
expectativas negativas hacia nosotros, como que querremos dominarle, que le
terminaremos abandonando, que sólo queremos conocer su secreto, que le
dañaremos tarde o temprano, o que le despreciaremos cuando le conozcamos
mejor y todo esto deberá ser redefinido por nosotros como precaución
adaptativa, pidiendo permiso para cada paso del tratamiento, comprobando
siempre la reacción de cada una de las partes y mostrarle un vínculo seguro
donde se le acepta incondicionalmente y no se juzga como bueno o malo, sino
que se intenta que los recursos adaptativos que posee cada parte puedan ser
aprovechados de otra manera.
También González advierte sobre la traumatización vicaria. Repasa cómo
varios autores hablan de traumatización vicaria o fatiga de la compasión para
describir cómo los terapeutas permanentemente expuestos a material
traumático cambian su perspectiva del mundo en cuanto a seguridad,
confianza, poder y control, pudiendo a su vez desarrollar un TEPT.
Defiende que es necesario que exploremos nuestras propias vivencias
traumáticas y las trabajemos mediante un proceso terapéutico, para así evitar
situaciones que se pueden dar en la relación terapéutica, como desimplicarnos
emocionalmente del paciente, caer en la desesperanza, saltarnos los límites de
la relación terapéutica asumiendo responsabilidades del paciente, o
sobreidentificándonos, contagiándonos y sintiéndonos devastados.
Considera que tendremos que prestar atención a la contratransferencia
traumática y hablar de estos aspectos con nuestros pacientes (Dalenberg,
2000), “buscando entender juntos qué está sucediendo en la relación”, con
especial cuidado en no juzgarle ni hacerle responsable de nuestros
sentimientos. Se trataría de construir “una forma de comunicación radicalmente
distinta de la que estas personas suelen haber vivido (…), un idioma
completamente nuevo: el de la comunicación clara, respetuosa y constructiva”.
Para ello tenemos que ser conscientes de que los problemas de relación que
puedan darse en esta díada, dependerán de la historia traumática y de apego
de cada uno de los dos, lo que hace especialmente importante que nuestras
experiencias se trabajen para, como dice la autora, “ser instrumentos
cuidadosamente afinados” para interpretar la virtuosa melodía de este trabajo.
Las intervenciones que conecten lo que está sucediendo entre nosotros y lo
que le sucedió en su infancia, tienen un enorme potencial de cambio.
De cara a las etapas del tratamiento, y siguiendo a Herman, 1992, la autora
propone, al igual que en el tratamiento del trauma, un primer momento de
estabilización y fortalecimiento de la paciente, otro de procesamiento de los
recuerdos y una fase final de reconexión.
Fase 1. Estabilización
En esta fase deberemos “establecer una buena alianza terapéutica y educar a
los pacientes acerca de sus problemas”.
La psicoeducación se aplicará para dar sentido a los síntomas de la paciente,
explicando la conexión entre los síntomas y las experiencias vividas. Además,
desde el principio se subrayará en la alianza terapéutica que aceptamos todos
los estados mentales de la paciente, incluidos los más negativos, para
enseñarle así a aceptarse a sí misma. A menudo tendremos que negociar con
las partes agresivas desde las primeras sesiones, para que no boicoteen el
tratamiento o generen más daños. Sin embargo, como aclara la autora, no
debemos asumir como cierta la visión de la paciente, quien las puede tener
demonizadas y querer aniquilar. Puesto que son parte de la misma persona,
debemos mostrarle que no son el enemigo, sino una parte fundamental de su
mente y que tendremos en cuenta su opinión durante el tratamiento. De este
modo, en la terapia iremos estableciendo un funcionamiento de negociación
entre las partes y no de lucha entre ellas.
Reproducimos aquí, por su interés clínico, un fragmento de una intervención
clínica que recoge la autora. Se trata de un paciente que oye una voz que le
pide que cometa actos agresivos.
T: Me parecería interesante entender por qué aparece esa voz. Ya te he dicho que yo creo que
es una parte de ti, y tenemos que tenerla en cuenta.
P: Esa voz no puede ser mía.
T: ¿Entonces qué piensas que es?
P: No lo sé, pero me dice cosas malas, es mala.
T: (Desmontando el etiquetado dicotómico malo/bueno): Yo no creo que haya nadie totalmente
bueno o totalmente malo…
P: Él es malo porque quiere que haga daño.
T (Hablamos de la emoción, no de la conducta): Esa parte de ti siente mucha rabia, siente tanta
rabia que quiere destrozarlo todo. La rabia es siempre una reacción contra el dolor; yo tengo la
sensación de que siente un dolor terrible y que por eso reacciona así
P: Me está diciendo que te haga daño.
T: ¿Se ha sentido mal por lo que acabo de decir? (Vamos al mensaje de la conducta, no a la
conducta en sí.) Aunque mi intención no sea molestarla, puede que alguno de mis comentarios
la haga sentir incómoda. No es necesario que te diga esas cosas, puede explicarme
claramente qué le ha molestado.
P: Me dice que no hable contigo.
T: No se fía de mí… (Explora los motivos de la conducta).
P: No… (Empieza a aceptar la interacción).
T: Hace muy bien en no fiarse. No me conoce de nada. Uno no debe lanzarse a confiar en la
gente sin más, porque pueden hacerte mucho daño… (connotando positivamente la conducta,
explorando posibles distorsiones cognitivas generadas en el trauma).
P: Sí, dice que no me fíe, que no te hable.
T: Esa parte de ti tiene mucha prudencia, y la prudencia es muy importante. En el fondo creo
que quiere protegerte para que no te haga daño, yo no creo que sea mala… está intentando
protegerte (buscando un fin adaptativo para esa parte del paciente. Las partes agresivas
suelen derivarse de partes inicialmente protectoras).
P: Pero dice cosas malas.
T: Porque siente mucha rabia, pero la rabia es fundamental para sobrevivir (busca una finalidad
adaptativa). Si no sintiéramos rabia, no seríamos capaces de defendernos cuando nos hacen
daño. (…)

En cuanto al contrato terapéutico, la autora considera que debemos ser


flexibles y entender que el incumplimiento de las condiciones del encuadre será
frecuente al principio, y que deberemos explorar con la paciente las razones del
mismo. Tendremos que buscar los disparadores, y ver si estos tuvieron que ver
con hechos de la vida de la paciente o se produjeron en la propia sesión. Si fue
esto último, estas pacientes no tendrán grandes habilidades para
expresárnoslo, y se habrán producido síntomas que tendremos que traducir.
También será básico en esta fase promover un patrón de autocuidado que
puede ser inexistente, al no haber contado con figuras cuidadoras que le
permitieran interiorizar el mismo, o que incluso tenga la idea de que no merece
cuidarse, por los sentimientos de culpa y vergüenza originados en el trauma.
Tendremos que explorar cuestiones básicas como los patrones de sueño, la
alimentación, la capacidad de pedir y de poner límites, conductas y relaciones
perjudiciales, etc.
Un ejercicio que propone la autora, siguiendo a Knipe (2008) es que la paciente
visualice en la cabeza a la niña que fue, sin juzgarla, y que pueda hablarle y
decirle que no tuvo la culpa de lo sucedido, y que ahora ella, adulta, la cuidará
y estará allí, porque ahora sí tiene capacidad de decisión.
Otro aspecto a abordar cuanto antes son las conductas autolesivas. (Un 82%
de los pacientes disociativos se autolesionan, según Ebrinc et al., 2008). Para
ello tenemos que examinar las funciones que cumplen estas conductas:
· Regulación emocional. Al no haber aprendido de sus cuidadores habilidades de
autorregulación, pueden recurrir a las autolesiones para evitar emociones
desagradables, o para salir de un estado disociado. Tendremos que aportar a
nuestra paciente otras formas de manejo de las emociones, como nombrarlas,
visualizar estados de calma, modelado por nuestra parte como la presencia
serena de una adulta que le comprende y le atiende, de modo que pueda ir
interiorizando esta actitud…
· Intentos de manejar material traumático. Puede ser una forma de distraerse del
material traumático, o bien de sentir control al hacer daño o por anticiparse a
causarse un dolor que de todos modos vendrá de forma inevitable, sustituyendo
el dolor emocional por dolor físico, que puede resultar más soportable. Para
evitar que vuelvan las imágenes del trauma, las partes agresivas pueden generar
autolesiones para proteger a la personalidad principal de esta
reexperimentación.
· Intentos de comunicar y manejar relaciones. En la familia de origen del paciente
probablemente no podía darse una comunicación abierta, lo que hará que el
paciente se exprese a través de síntomas. Con ellos puede obtener cierto control
en las relaciones, incluso sobre la terapeuta. La autora cita el caso de una
paciente con TID que se autolesionaba cuando tenía conflictos con su madre,
como forma de buscar la reacción de ésta, de quien deseaba “una mirada
auténtica” y a la que castigaba así por no brindársela. En el trabajo terapéutico
es necesario relacionar la historia de la infancia con la actitud actual, subrayando
las opciones que ahora tiene para poder cuidarse.
Como estrategias para abordar estas conductas, González recopila algunos
aspectos que cita Brand (2001): analizar la función de la conducta con el
paciente; si hay una parte responsable de estas conductas, conectar con ella y
negociar una tregua; elaborar un plan de acción ante el impulso autolesivo,
como llamar a un amigo, realizar actividades de distracción, etc. y explorar las
distorsiones cognitivas (“soy malo”, “merezco un castigo”, etc.) cuestionándolas
y buscando visiones más positivas.
Otro aspecto a trabajar es la orientación a la realidad presente, para evitar el
atrapamiento en la reexperimentación, con técnicas como la conexión con las
sensaciones corporales en el presente o el desarrollo de la conciencia dual
(Rothschild, 2000). Otras pueden ser el uso de autoinstrucciones, o de objetos
o fotos de personas cuyo contacto les centre; coger cubitos de hielo con la
mano (Linehan, 2003); lanzar un cojín al paciente para promover el reflejo de
orientación (Knipe, 2008); aproximaciones muy breves a la experiencia
traumática para volver inmediatamente al presente; o el uso de aromas y olores
(Lanius, 2008).
La autora también describe el entrenamiento en autoconciencia corporal, de
Odgen (2006), en la que se trata de observar las sensaciones corporales
aceptándolas sin juzgarlas, así como la conexión con las sensaciones
agradables, que pueden estar siendo rechazadas por la culpa o por “la vivencia
del cuerpo como responsable del abuso”.
Como otro punto a tener en cuenta es la exploración de la distancia física
adecuada con estos pacientes, que están acostumbrados a que sus límites se
violen y a tolerarlo desde la impotencia, para no repetir este tipo de
experiencia.
Los recursos positivos también serán algo a desarrollar en esta parte del
tratamiento, como la visualización de un lugar de curación, un lugar calmado
donde todas las partes del yo puedan sentirse en paz, visualización que podrá
ser utilizada en situaciones de crisis, y que puede ser reforzada mediante
EMDR o mediante hipnosis, dada la gran capacidad de entrar en trance que
suelen tener estos pacientes.
Otros recursos son momentos buenos que han vivido, habilidades que tiene la
persona, basándonos en los momentos en que han mostrado tenerlas, con
independencia de que haya que desarrollarlas más, personas que la han hecho
sentirse bien (evitando a figuras abusadoras que se ven de forma idealizada), o
modelos de personajes imaginarios que poseen la capacidad que la persona
necesita. Todo ello puede trabajarse mediante visualizaciones y reforzarse con
EMDR o hipnosis.
Respecto a la medicación, la autora señala que ningún medicamento podrá
actuar sobre la fragmentación, pero sí ayudar en la comorbilidad:
antidepresivos para las depresiones concomitantes, ansiolíticos para calmar los
estados de alta activación y para favorecer la estabilización, los neurolépticos
de efecto sedativo también para calmar la ansiedad (si bien la autora aclara
que estos no suprimirán las voces, al no ser estas de origen psicótico), el
topiramato para la impulsividad o la naltrexona para las autolesiones.
También menciona la importancia de trabajar con las partes en esta etapa,
sobre todo si hay una parte agresiva, con quien será necesario negociar una
tregua. Con otras partes menos agresivas, podremos procurar que unas cuiden
de otras, examinando si hay partes que ejercen la función de cuidadores
internos, quienes pueden colaborar en la terapia.
En cuanto al trabajo con el trauma en esta etapa, se limitaría a ir cuestionando
las cogniciones erróneas y a empezar a cambiar la narrativa de víctima a otra
de superviviente.
Si se producen crisis en esta fase, tendremos que leer si éstas se deben a
hechos sucedidos en la vida del paciente o en la relación con nosotros,
analizándolas con el paciente y acordando medidas preventivas, así como
supervisando el caso por nuestra parte si nos encontramos con sentimientos de
agresividad hacia él.
La autora plantea una propuesta terapéutica de trabajo con las partes, con el
objetivo de que las barreras entre estados mentales se hagan más permeables
y flexibles, ayudando al paciente a desarrollar una metaconciencia.
Nuestros objetivos serán:
· “Establecer alianza terapéutica con todas las partes”. Se les debe dar la
consigna explícita a todas ellas para que no se desconecten: “Quiero que todos
los que estáis ahí me atendáis en conjunto”. Después iremos contactando con
partes concretas en distintos momentos, pidiéndole al paciente que nos haga de
interlocutor, transmitiéndonos lo que cada parte dice sin interpretarlo, y
haciéndole llegar también nuestros mensajes.
· Desmontar cogniciones irracionales acerca de las partes. Muchas serán del tipo
“esa parte es mala”, “no soy yo”, o “tiene la culpa del abuso”. Incluso pueden
pensar que no están en el cuerpo, que tienen otro o que son espíritus.
· Cambiar la lucha interna por el diálogo. Algo nuclear que comparten estas
pacientes es la lucha interna entre estos estados mentales y el esfuerzo por
controlarlos, al vivirlos como intrusiones. Con nuestra visión global de aceptación
de todas las partes existentes, lograremos que la paciente también pueda verse
a sí misma de otra manera. Al avanzar el proceso, podrá surgir la empatía entre
las partes. Ayudaremos a la paciente a analizar la función de esa parte, a
dialogar con ella y escuchar “qué emociones o pensamientos están contenidos
en ese estado mental”.
· Establecer sistemas de ayuda interna. Enseñar a la paciente patrones de
autocuidado, a que unas partes cuiden y ayuden a otras en lugar de pelearse
con ellas. Con algunas será más fácil por tener de por sí una función cuidadora,
con otras se tendrá que trabajar para que se reconviertan.
· Colaborar para conseguir objetivos externos. Se puede trabajar para que
aprendan a enfrentarse conjuntamente a los problemas cotidianos.
· Buscar funciones adaptativas para cada una de las partes. Especialmente para
las más disfuncionales.
En cuanto a las intervenciones concretas, González propone las siguientes:
· Mapas. Realizar con el paciente un mapa del sistema, mediante un dibujo o
diagrama. Esto permite ver el conjunto de las partes con perspectiva, así como
su fuerza o la relación entre ellas. En este punto no dejaremos que el paciente
se centre en las sensaciones desagradables que le provoque el hecho de dibujar
a sus partes consideradas como negativas. Se puede pedir que dibuje un círculo
grande en la hoja y dibuje dentro su mundo interno como desee, o bien un círculo
para cada parte, con el tamaño correspondiente a su fuerza, y la distancia que
tiene con las otras partes. También se puede hacer esto con títeres o muñecos.
La utilidad de estos mapas será poder contactar más fácilmente con alguna de
las partes representadas, así como proponer nuevas organizaciones en el
sistema.
· Metáforas que permitan cambiar la concepción de lucha interna por otra de
cooperación.
· Contrato terapéutico. Incluir en la alianza terapéutica a todas las partes, incluidas
las agresivas.
· “Espacios de diálogo interno”. Se le pide a la paciente que visualice un espacio
agradable donde las partes puedan dialogar juntas, siempre con la norma de no
herirse y de que no están obligadas a estar allí. Esta técnica se puede apoyar
con hipnosis o con EMDR para reforzarla.
· “Tareas para fomentar la coconsciencia y el trabajo en equipo.” Se trata de crear
puentes que vayan disminuyendo las barreras amnésicas entre las partes. Para
ello se pueden realizar tareas conjuntas, como escuchar una canción, degustar
una comida, o alguna actividad que sea del agrado de todas las partes. La autora
señala que las partes que contienen los contenidos traumáticos no han tenido
normalmente experiencias positivas ni de placer, e incluso pueden creer que no
las merecen, y que por ello es importante promover que compartan experiencias
positivas con las demás.
Algo que también fomentará la coconsciencia es nuestra actitud como
terapeutas. Ser consistentes a través de todos sus estados mentales, viendo el
origen de sus conductas más inadecuadas y analizando conjuntamente las
consecuencias, pero sin juzgar o aliarnos con unas partes en contra de otras y
mostrándole nuestra aceptación global de su persona le ayudará a ir mirándose
de ese modo.
En el caso concreto de las partes negativas, la autora considera que estas
partes existen porque en su momento cumplían una función: ayudar a la
personalidad principal a seguir viviendo. Se quedaron con todos los recuerdos
y vivencias traumáticas para que la PAN pudiera seguir adelante. Pero si bien
estas partes empezaron con esta función protectora, al ser el agresor su
modelo de fuerza y control, han tomado rasgos de este, así como las
emociones de rabia y odio que no son aceptables para la personalidad
principal, a quien pueden descalificar o agredir para ejercer control.
La autora señala los distintos tipos y momentos en que se han podido constituir
estas partes, siguiendo a Ross (1989):
· Partes que se han generado muy temprano, muy infantiles, con el miedo como
emoción principal.
· Partes que han aparecido en la adolescencia, con la rabia como emoción
principal.
· Partes que se han generado como introyecciones de los agresores, cuyo
objetivo es el control y el poder y cuya forma de lograrlo es la que aprendieron
del abusador.
También cita las funciones que pueden cumplir este tipo de partes: guardar los
recuerdos traumáticos para evitarle sufrimiento a la personalidad principal,
contener sentimientos intolerables, como la rabia, distanciarse de los
sentimientos de vulnerabilidad, proteger a la personalidad principal generando
sospechas hacia otros, o mantener el apego con un cuidador que oscila entre
las manifestaciones de cariño y las agresiones.
Para trabajar con ellas propone:
· Ofrecerles reconocimiento y escucha, frente al rechazo y la hostilidad que suelen
generar.
· Reconociendo su vínculo con la PAN, mostrando que han intentado cuidarla,
que su intención de controlar se debe a querer evitar abusos.
· Reformulando sus acciones como protectoras o cuidadoras, mirándolas en
función de su finalidad de evitar el dolor pero con métodos no eficaces.
· Haciendo pactos con ellas para detener las autoagresiones.
· Empleando intervenciones paradójicas cuestionando el control que logran por
estos medios.
· Evaluar con ellas cómo se sienten cada vez que trabajemos recuerdos
traumáticos, incorporando intervenciones estabilizadoras.
· Trabajar desde la transferencia, generando paulatinamente una relación de
confianza con estas partes, que pueden en principio estar en contra de la terapia.
La PAN, a su vez, carece de recursos y emociones necesarias que se hallan en
las partes disociadas, habitualmente la rabia, presentando así personalidades
poco asertivas. Su narrativa suele ser dicotómica, asumiéndose como buenos y
a las partes agresivas como malas, por lo que será necesario cambiar estas
cogniciones.
La autora detalla las cogniciones que habrá que cuestionar a lo largo del
tratamiento, y que pueden presentarse por parte de la personalidad principal,
de todo el sistema o de alguna de las partes:
· Los errores clásicos: polarización, catastrofismo, etc.
· Las diferentes partes son personas separadas (por ejemplo una parte es
realmente el abusador, o un espíritu…)
· La víctima es culpable del abuso.
· Aunque el cuerpo muriese, algunas partes sobrevivirían. (Tiene que ver con la
vivencia de la experiencia traumática desde fuera del cuerpo).
· “Es malo sentir y expresar rabia”.
· La personalidad principal no podría tolerar los recuerdos traumáticos.
· “El pasado es presente”.
· La personalidad principal merece un castigo.
· No se debe confiar en nadie.
La autora nos recuerda que todo este trabajo con los estados mentales no es
más que una parte del proceso. Nuestra meta será la integración, a través del
desarrollo de la capacidad reflexiva, la autoconciencia, la mentalización y un
estilo de pensamiento más maduro, capaz, entre otras cosas, de mirar el
pasado con perspectiva y abordar el futuro con mejores recursos.
Fase 2. Procesamiento del trauma
La autora comienza señalando que no con todos los pacientes podremos
procesar el trauma, como aquellos que carecen de un yo fuerte, los que tienen
problemas de apego muy serios, los que no tienen motivación para ello y los
que presentan comorbilidad con trastornos graves.
Para los demás, cita los indicadores de Boon (1997) a tener en cuenta para
pasar a esta fase:
· El nivel de funcionamiento actual del paciente le permite desarrollar actividades
sociales, mantener relaciones de apoyo, no autolesionarse y poder
reestabilizarse tras abordar algún elemento traumático.
· En caso de coexistir un TLP, con problemas graves de conducta como
adicciones, autolesiones, establecimiento de relaciones de revictimización, etc.
estos síntomas deben haber remitido significativamente.
· La persona no está atravesando una crisis vital en este momento.
· La paciente no se halla en la actualidad en una situación de abuso, bien por
parte de los mismos que la agredieron en la infancia, bien por parte de nuevas
figuras con las que establece relación.
Aun así, la autora subraya la paradoja de esperar a que remita parte de la
sintomatología relacionada con el trauma sin haber abordado el mismo, de
modo que a veces será necesario hacerlo a pesar de que no se cumplan estas
condiciones. Para ella habría dos situaciones en que deberemos adelantarnos:
en los casos en los que, tras analizar pros y contras, no intervenir sea aún más
arriesgado y aquellos en los que nuestras pacientes no se desestabilicen
cuando abordamos el trauma, para lo cual deberemos hacer previamente
algunas pruebas breves y controladas.
Como objetivos de esta fase, la autora menciona el cambio de perspectiva,
viendo lo sucedido como algo pasado, en lo que no se pudo intervenir, pero
sintiendo la capacidad de intervenir en el presente, y la superación de los
sentimientos de culpa y vergüenza.
Cita los objetivos de Rotschild (2002): generar una narrativa comprensible de lo
sucedido, que dé sentido a las sensaciones y conductas asociadas, eliminar los
síntomas de arousal conectados, y poder ver lo sucedido como superado, algo
a lo que se ha logrado sobrevivir.
También insiste en la necesidad de un trabajo muy directivo y estructurado,
adaptado al paciente y que evite su desbordamiento.
Señala algunas especificidades de este trabajo con pacientes disociativos:
· Tener en cuenta la falta de integración: cada estado mental puede guardar
recuerdos distintos y presentar diferentes reacciones emocionales, y habremos
de trabajar con todos ellos, logrando una síntesis.
· Emplear técnicas que eviten el desbordamiento: alternar el trabajo con el trauma
con técnicas de estabilización ya consolidadas, distanciamiento emocional de los
hechos mediante visualizaciones, colaboración entre partes más fuertes y más
débiles, trabajo con fragmentos pequeños de la historia, aproximaciones
graduales en las que se vaya aumentando el tiempo de contacto con el material
traumático, etc.
· Verificar la estabilización del paciente antes del cierre de la sesión.
· Algunas técnicas que menciona serían las siguientes:
· Pantalla. Esta técnica la toma la autora de Fraser (2003). En ella se visualiza
una pantalla y se negocia con las partes para ver qué información quieren
mostrar a otras. Se las invita a sentarse a ver estas imágenes, y se va
chequeando el estado emocional, para detener el ejercicio si la paciente se activa
demasiado.
· Abreacciones fraccionadas. Para evitar la retraumatización, González propone
dividir la información traumática en fragmentos manejables, y sugiere seguir la
propuesta de Rothschild (2000) que comienza por “las circunstancias que
siguieron al incidente, tanto a corto plazo (minutos-horas) como a largo plazo
(días-meses).” Considera que si se comienza por lo que sucedió antes del hecho
traumático, es fácil que la persona entre a recordar el evento traumático en sí,
no siendo este el orden progresivo que deseamos.
· “Síntesis paralela” (Van der Hart, 1993). En ella, durante hipnosis, se invita a
cada parte a contar su versión de los hechos traumáticos a las demás. Este
proceso disminuye las barreras disociativas. Es importante mantener siempre al
paciente en el presente y que sienta seguridad.
González divide en dos las terapias que pueden ayudar en esta fase: las
terapias que trabajan con estados mentales (partes) y aquellas que contemplan
los aspectos somáticos.
Entre las primeras menciona el análisis transaccional de Berne, el psicodrama
de Moreno y la terapia de estados del ego de Watkins y Watkins. De las
segundas menciona la terapia de experimentación somática de Levine, la
terapia sensoriomotora de Odgen y el EMDR entre aquellas que tienen más
sustento empírico, mencionando otras que requieren más investigación como la
terapia somática de trauma de Rotschild o la EFT.
Fase 3. Integración
González considera que una persona disociada no sabe lo que le ha ocurrido,
lo rechaza al igual que rechaza aspectos propios, y su energía se consume en
un continuo conflicto interno. No logra vivir en el presente, reproduciendo el
pasado en sus relaciones interpersonales y en su actuación, condicionando así
su futuro.
Cuando las partes se van fusionando, se desarrolla una mayor calma y
fortaleza interior, se ve con perspectiva lo sucedido y se enfocan mejor los
problemas presentes.
Además de la unión de los distintos aspectos, antes separados, la integración
permite el desarrollo de funciones mentales más elevadas. Menciona los
aspectos que Van der Hart (2006), considera que se desarrollan con la
integración: la tolerancia de necesidades, ideas y emociones en conflicto, la
capacidad de mentalización, la autoconciencia y la perspectiva en la
percepción del pasado, presente y futuro.
Aun así, la autora advierte que no todos los pacientes podrán lograr la
integración, y que para muchos el objetivo será la estabilización y un menor
conflicto entre las partes.
En cuanto a las fases a recorrer para la integración, la autora sigue el modelo
de Phillips y Frederyck (1995):
1. Reconocimiento. Las partes se reconocen entre sí. Redefinimos las
presunciones de la PAN acerca de las partes, y promovemos una escucha
interna.
2. Desarrollo de comunicación entre las partes. Trabajaremos aquí para que las
partes dialoguen, y que disminuya la necesidad de controlar.
3. Empatía. Para lograr esto, iremos haciendo intervenciones que intenten
entender los motivos de esa conducta, para ir cambiando la visión de “maldad”
hacia algunas partes.
4. Coconsciencia. Para generar conexiones entre los estados mentales, se les
propondrán tareas como percibir y disfrutar juntos una comida, música, etc.
5. Aventuras cooperativas. Se trataría de realizar actividades conjuntas que
resulten agradables para todas las partes y que requieran ponerse de acuerdo,
como por ejemplo, la lista de la compra.
6. Mostrar la interioridad. En este momento las partes pueden empezar a
compartir información más íntima entre sí: emociones fantasías, recuerdos…
En este punto ya podríamos comenzar a trabajar con el trauma.
7. Progresiones cronológicas. Mediante hipnosis, o pidiéndole que recuerde
eventos sucedidos en los años posteriores a los hechos traumáticos, podremos
lograr que la paciente, y sus partes más infantiles, vayan tomando mayor
conciencia del presente.
8. Fusión. Para llegar a este estado, podemos proponerle a la paciente
“experimentar con microfusiones”, en que las partes se fusionan por unos
breves momentos para que puedan valorar si les gustaría más funcionar así.
Los indicadores de integración que menciona la autora, citando a otros autores
(Van der Kolk, 1993 y Greaves, 1989) serían: “fenómenos de convergencia”
(aquellos que necesariamente requieren la colaboración de varias partes),
surgimiento espontáneo de partes disociadas en las sesiones, especialmente
de partes hostiles, aparición de síntomas físicos inespecíficos, manifestaciones
de cooperación de partes previamente agresivas, escucha de voces por
primera vez, aumento de la comunicación interna, coconsciencia, disminución
del aislamiento entre las partes, dificultades para distinguir unas partes de otras
por parte del terapeuta, petición de integración de partes por parte del paciente
e integración espontánea.
Algunas técnicas que cita para lograr la integración son metáforas,
visualizaciones, o pruebas temporales para que decidan si la experiencia es
positiva. También recomienda reforzar este trabajo utilizando hipnosis o EMDR.
Tras la integración, apoyaremos al paciente para enfrentar una nueva vida en
que existen más ambigüedades, donde se pueden sentir emociones diferentes
simultáneamente y tolerar esto será una novedad para él. Habrá cambios
psicológicos, fisiológicos, y ajustes que habrá que hacer en las relaciones
interpersonales, los mecanismos de afrontamiento, etc.
Puede ser, advierte González, que esta integración no sea permanente y que,
por tanto, en momentos de crisis vitales se produzca una desestabilización, de
lo que debemos advertir al paciente en el momento del alta. Recalca la
importancia de realizar un seguimiento en el tiempo, con un contacto regular
más espaciado. En todo caso, estas crisis serán más fáciles de resolver que
todo lo anterior.
Para aquellos pacientes que no puedan llegar a estas fases, si conseguimos
mejorar su funcionalidad general, su autonomía y sus relaciones
interpersonales aunque no se integren las partes, también lo considera un
éxito.
Valoración personal
Es de agradecer la exhaustividad de la investigación que realiza Anabel
González para abordar globalmente el tema de los trastornos disociativos,
citando a autores desde Janet hasta van der Hart, analizando en profundidad
no sólo las causas de estos trastornos, sino su diagnóstico, su prevalencia, sus
dificultades para ser reconocidos, y las diversas formas de abordarlos,
presentando una amplísima recopilación de técnicas.
Sin ningún tipo de sectarismo, recoge de cada enfoque lo que puede aportar,
teniendo como objetivo construir una psicoterapia útil y no la defensa de algún
modelo cerrado y preconcebido. Integra algunas visiones psicoanalíticas
críticas y actualizadas con técnicas provenientes de otros enfoques, como el
cognitivo o el humanista, y se apoya para mejorar la intervención en recursos
como el EMDR o la hipnosis. Todo un ejercicio de recopilación e integración en
pro de la mejor intervención posible para este tipo de pacientes.
De la misma manera, la autora otorga una enorme importancia a la relación
terapéutica, y a cómo ésta puede y debe ser un instrumento terapéutico de
primer orden, otorgando por nuestra parte una mirada cohesionadora hacia el
self fragmentado del paciente. Esto requerirá una implicación honesta y
profunda por nuestra parte y un manejo de la contratransferencia que nos
permita hacer este delicado trabajo.
Por último, es importante valorar el enorme compromiso de la autora, al
enfrentarse a los prejuicios profesionales que hacen que estos pacientes no
reciban el crédito necesario ni, por tanto, la atención adecuada. Este es un gran
aporte que nos debería hacer reflexionar sobre la posibilidad de estar
subdiagnosticando este trastorno entre nuestros propios pacientes.

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