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JUAN

MARÍA URIARTE

El Espíritu Santo
Vida para la Iglesia
y el mundo

SAL TERRAE
Índice

Portada
Créditos
Introducción
1. Conversión y Espíritu Santo
2. ¿Tarea imposible?
3. La óptica de este libro
4. Estructura del libro
1. Un mundo necesitado de espíritu
1. Un mundo deficitario en sensibilidad
2. Un mundo escaso de alegría
3. Un mundo con débil aliento religioso
4. Un mundo con un sentido ético decaído
5. Un mundo inerme ante el sufrimiento
2. Quién es el Espíritu Santo y cuál es su misión
A. Quién es el Espíritu Santo
1. Espíritu de Dios
1.1. Dios es Dios
1.2. Espíritu del Padre
2. Espíritu de Cristo
2.1. El Espíritu en Jesús
2.2. En Cristo por el Espíritu
3. Espíritu e Iglesia
3.1. Espíritu y comunión eclesial
3.2. Espíritu y misión
3.3. Espíritu y palabra
3.4. Espíritu y eucaristía
4. Espíritu en el mundo
B. Cuál es su misión
1. El área de su misión
2. El contenido de su misión
2.1. El Espíritu Santo universaliza
2.2. El Espíritu Santo actualiza
2.3. El Espíritu Santo interioriza
3. El Espíritu en nosotros
1. El Dios «interior»
2. La tarea del Espíritu Santo en nosotros
2.1. El Espíritu de la verdad
2.2. El Espíritu consolador
2.3. El Espíritu defensor o intercesor
2.4. El Espíritu de libertad y de amor
a) La libertad
b) El amor
2.5. El Espíritu de fortaleza
3. María, templo del Espíritu
4. Los rasgos del «hombre espiritual»
1. «Seréis mis testigos» (Hch 1,8)
1.1. Qué es ser testigo
1.2. Cuáles son las formas del testimonio
a) El testimonio verbal
b) El testimonio de la conducta
c) El testimonio del compromiso
2. «Alegres en la esperanza» (Rom 12,12)
3. «Perseverantes en la oración» (Rom 12,12)
3.1. La dificultad
3.2. La acción del Espíritu
3.3. Por qué orar
3.4. Cómo orar
4. «Caminad según el Espíritu» (Gal 5,16)
4.1. Un combate
4.2. Nuestro combate hoy
5. «Pacientes en la tribulación» (Rom 12,12)
5. Vida eclesial y hombre alternativo
1. Los grupos eclesiales
2. Las estructuras pastorales de acogida
3. Las escuelas de oración
4. Los servicios para la formación de la conciencia moral
5. La presencia junto a los sufrientes
Conclusión
Notas
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Imprimatur:
† Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
19-01-2018

Diseño de cubierta:
Vicente Aznar Mengual, SJ

Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2648-2
INTRODUCCIÓN

1. Conversión y Espíritu Santo


La comunidad cristiana está siempre llamada a la conversión. Con la mirada
puesta en este noble objetivo, la Iglesia nos ofrece de manera insistente la
palabra de Dios y los sacramentos de la eucaristía y de la reconciliación. Nos
invita asimismo a corresponder a la llamada del Señor mediante el ejercicio
asiduo de la oración, de la caridad y de la austeridad.
El Espíritu Santo es el protagonista discreto y eficaz de nuestra conversión
individual y comunitaria. En efecto: él da vigor interpelante a la palabra que nos
invita a convertirnos. Él mueve y remueve los hilos de nuestro corazón pecador
para que, paso a paso, vaya volviendo, por el Hijo, a la casa del Padre (cf. Hch
2,37s; Rom 8,2; Jn 20,20). Bajo el influjo del Espíritu Santo se realiza la
conversión del corazón del hombre, condición indispensable para el perdón de
los pecados. Él impregna de su fuerza sanadora y creadora el sacramento de la
reconciliación. Con todo motivo, la secuencia de Pentecostés lo invoca con estas
palabras: «Lava las manchas, infunde / calor de vida en el hielo; / doma el
espíritu indómito, / guía al que tuerce el sendero». Si el Espíritu está presente,
desde el inicio hasta su término, en todo el proceso de nuestra conversión, bien
se merece que tomemos conciencia viva y agradecida de su intervención
salvadora.

2. ¿Tarea imposible?
Pero ¿se puede hablar del Espíritu Santo con un lenguaje comprensible? ¿No es
el Dios escondido, cuya misión consiste no en revelarse a sí mismo sino en
revelarnos al Padre y al Hijo? ¿No está tan dentro de nosotros que corremos el
riesgo de confundirlo con nuestra propia intimidad? De Dios sabemos que es el
Padre; de Jesús sabemos que es el Hijo. Pero ¿qué sabemos del Espíritu Santo?
La Biblia nos habla de él envolviéndolo en imágenes impersonales: él es viento,
fuego, agua, aceite, paloma. Si toda persona humana es misterio y las personas
de la Trinidad son misterio absoluto, parece ser que la persona del Espíritu Santo
nos resulta especialmente misteriosa. ¿Cómo describirla y, sobre todo, cómo
amarla? Podemos sentirnos inclinados a decir con Gilbert Cesbron: «¿Cómo
preferir un misterio a un rostro?».
A pesar de estas dificultades, es necesario para nuestra fe no solo hablar al
Espíritu Santo en la oración, sino hablar del Espíritu Santo en la reflexión
creyente. Es demasiado importante en la creación del mundo, en la vida de Jesús
y de su Iglesia y en la salvación del género humano como para limitarnos
simplemente a invocarlo. Es demasiado profunda la marca que deja en nosotros
como para que desistamos de identificarlo con rasgos definidos, aunque
brumosos. «La casa es el Padre, la puerta es el Hijo, la llave el Espíritu Santo. Si
la llave no abre, la puerta sigue cerrada. Y si la puerta se mantiene cerrada, nadie
entra a la casa del Padre» (san Simeón el Teólogo).

3. La óptica de este libro


Referirnos al Espíritu Santo es una necesidad de nuestra fe, que quiere
comprender a aquel a quien ama. Pero este libro no puede aproximarse al
misterio de la tercera persona de la Trinidad sino de una manera fragmentaria y,
por ello, obligadamente insatisfactoria.
Las limitaciones de nuestra aproximación vienen dictadas, entre otras
muchas razones, por la óptica que hemos escogido. Veámoslo: el Espíritu Santo
va tallando hoy, con la inspiración y maestría de siempre, «hombres y mujeres
espirituales». Estas personas tienen un perfil neto y específico, compuesto de
toda una constelación de rasgos. En una sociedad como la nuestra, tan pobre en
modelos de existencia, el hombre y la mujer diseñados por el Espíritu resultan
verdaderamente alternativos. Ofrecer este modelo alternativo de vivir pertenece
a la entraña misma de la misión de la Iglesia.
La presente obra se aproxima al Espíritu Santo ante todo como manantial
inagotable de esta generación de hombres y mujeres alternativos. Se ocupará,
por tanto, principalmente de aquellas dimensiones del Espíritu Santo que
iluminan la imagen del hombre alternativo y la van realizando en el corazón
humano. El empeño de nuestro proyecto consiste en analizar los rasgos del
hombre y de la mujer verdaderamente espirituales y en descubrir al Espíritu
Santo «con las manos en la masa» en la creación de dichos rasgos.

4. Estructura del libro


Fiel a esta aspiración, nuestro escrito describe en su primer capítulo un mundo
necesitado de espíritu y recoge algunos de los signos más preocupantes de esta
carencia. Aborda en un segundo momento algunas afirmaciones de cuño
teológico y espiritual que nos aproximan a la identidad y misión del Espíritu
Santo. Presenta en un tercer paso algunas dimensiones del Espíritu Santo que
iluminan directamente la gestación del hombre alternativo. En el capítulo cuarto
describe el perfil de ese hombre espiritual y alternativo y descubre en él la
«complicidad» y la autoría del Espíritu Santo. En la parte final señala un paquete
de tareas que, para gestar este tipo de personas y comunidades, el Espíritu asigna
hoy a nuestra Iglesia.
1.
UN MUNDO NECESITADO DE ESPÍRITU

Es propio de los creyentes descubrir los signos de la presencia activa del Espíritu
no solo en su interior o en la comunidad creyente, sino también en la sociedad.
Tal descubrimiento es un paso previo para que podamos agradecer y secundar su
iniciativa salvadora entre nosotros.
El Espíritu se nos revela a través de los brotes de vida que son signo de su
presencia. Pero también a través de los «grandes agujeros» que revelan su
ausencia y suscitan una nostalgia en el corazón de la humanidad [1] . No faltan
los signos positivos. Reclaman especial reconocimiento los progresos de la
medicina, la sensibilidad hacia la ecología, la preocupación por la paz y la
justicia [2] y el despertar religioso de nuestro tiempo. Acontecimientos como las
Jornadas Mundiales de la Juventud parecen revelar, siquiera parcial y
minoritariamente, «una nueva generación sedienta de verdad, libertad y
felicidad» (Juan Pablo II). Abundan asimismo los signos negativos que delatan
que la vida humana es estrangulada, amordazada, asesinada. La Iglesia misma y
cada uno de sus miembros padecemos, en una u otra medida, al igual que la
sociedad entera, este «déficit de espíritu». En el retrato del mundo, con sus
carencias y querencias, entramos también los creyentes.

1. Un mundo deficitario en sensibilidad


Una de las propiedades más relevantes del espíritu humano es la sensibilidad.
Ella nos hace sintonizar con las personas, gozar con su alegría, sufrir por sus
penas, adherirnos a sus causas nobles y legítimas. Son innumerables los
individuos, los grupos y las iniciativas que revelan que esta sensibilidad está
viva en el mundo y en la Iglesia. Florecen en la sociedad, y particularmente entre
los cristianos, importantes movimientos de solidaridad. Unos se ocupan del
llamado «tercer mundo» y sus ingentes problemas. Otros dirigen su mirada al
denominado «cuarto mundo», presente en los márgenes de nuestra sociedad
acomodada. Otros se preocupan de graves problemas humanos como la
superpoblación, la contaminación, la emancipación de la mujer, la emigración, el
mundo de la enfermedad y la ancianidad. El voluntariado que se enrola en estas
causas nobles ha crecido vertiginosamente entre nosotros. En nuestro país su
número se aproxima a los tres millones y medio de personas a finales de
2017 [3] . Junto a los voluntarios encuadrados, siente y trabaja una inmensa
muchedumbre de personas que constituyen otros tantos modestos radiadores de
proximidad afectiva y de compromiso efectivo en su entorno familiar, vecinal y
eclesial.
Pero son igualmente innumerables, y sumamente preocupantes, los
indicadores de que la sensibilidad humana se está apagando en muchas áreas de
la vida social. El volumen del ruido de nuestras discotecas, el griterío de
nuestros estadios y el rugido del motor de nuestros vehículos ni siquiera nos
permiten escuchar el inmenso clamor del sufrimiento humano. «Hay poco calor
en la sociedad. No queda sino el ruido sordo y metálico del conflicto o el
silencio de la desconfianza. Somos como pájaros en invierno. Nos concentramos
en torno a las escasas fuentes de calor en las que subsiste aún un poco de llama
sobre las brasas. Son el amor y la fiesta, llevados con frecuencia al paroxismo de
la fiebre erótica o de la orgía» [4] .
El exceso de información que poseemos es, paradójicamente, una causa del
embotamiento de nuestra sensibilidad. Los informadores nos ofrecen con
frecuencia un tratamiento puramente técnico de la felicidad e infelicidad, de los
logros y desastres humanos. En general, la televisión actual propicia en gran
escala la insensibilidad. No se puede negar que algunos de sus programas tienen
valor sensibilizador e incluso formativo. Pero la mayoría de ellos constituyen,
sobre todo para las clases económica y culturalmente pobres, un verdadero opio
adormecedor. Este omnipotente «monstruo electrónico» ha llegado hasta el
último y más miserable de los hogares. Introduce a mucha gente en un mundo
imaginario de erotismo devaluado, de consumo y de éxito. Les arranca su propio
lenguaje y su propia memoria histórica. Adormece su conciencia crítica y
embota su sensibilidad.
El exceso de confort apelmaza asimismo nuestra capacidad de sintonizar
con las causas verdaderamente humanas y de movilizarnos por ellas. Es difícil
sufrir con el frío y el hambre de los demás cuando nuestras casas derrochan
calefacción y nuestras mesas se permiten abundancias excesivas. La diaria lucha
por la vida concentra, por otro lado, nuestro interés y preocupación en los
propios asuntos y problemas. Una difusa filosofía práctica, que sanciona el
individualismo y absolutiza las propias aspiraciones, contribuye también a esa
insolidaria apatía tan extendida. «No me cuente usted su vida» es un eslogan
que, implícita o explícitamente, gobierna nuestra sensibilidad.
El embotamiento de la sensibilidad es una desgracia antropológica. Es una
pérdida de alma. Jesús preguntó a los suyos: «¿De qué le sirve al hombre ganar
todo el mundo si pierde su alma?» (Mt 16,26). Esta pregunta sigue siendo actual,
porque «si pierdes tu alma y te conviertes en un muerto viviente, el mundo estará
también muerto para ti. Ninguna cosa que puedas obtener a cambio compensa la
pérdida de tu alma» [5] .
Todos los indicadores antedichos son la expresión de un mundo fuertemente
tocado por un materialismo que se ha vuelto predominante como sistema de
pensamiento, como método de lectura y valoración de la realidad y como
programa de conducta. «Desde el sombrío panorama de la civilización
materialista ¿no surge acaso una nueva invocación, más o menos consciente, al
Espíritu que da la vida?» [6] .

2. Un mundo escaso de alegría


«Nadie dirá que el hombre occidental contemporáneo es dichoso. [...] ¿Por qué a
pesar de estar tan bien ubicado y de vivir en condiciones de vida bastante
confortables es tan discretamente desgraciado? Sobre toda la civilización
occidental planea esta bruma ligera y casi sonriente de la melancolía. Un
sufrimiento discreto y civilizado» [7] . Tenemos más, comemos mejor, estamos
más sanos, sabemos más... pero no somos dichosos. Hemos conquistado muchas
metas; no hemos alcanzado la felicidad. ¿Por qué?
Algunos pensaron que la dicha se le hurtaba al hombre porque estaba
reprimida su sexualidad. La «revolución sexual» traería la felicidad. Es cierto:
triunfó la revolución sexual, pero no nos ha traído la dicha que prometía. La
sexualidad ha perdido en gran parte su misterio, y con él su atractivo más
profundo, para convertirse en puro erotismo, con frecuencia comercializado. El
ejercicio de la sexualidad ha llegado a banalizarse en extremo. En esa misma
medida deja el regusto de una insatisfacción crónica que pretende colmarse con
la repetición de las experiencias. La sexualidad puede ser fuente de alegría, pero
no la produce automáticamente. La sexualidad asumida y sublimada es
manantial, incluso necesario, de alegría. Pero no es suficiente para asegurarla.
Muchos creen que la prosperidad material trae consigo la felicidad. «La
alegría dura poco en la casa del pobre» dice un refrán muy cotizado. Es verdad
que invitar a la alegría a los menesterosos sin hacer por ellos cuanto podemos
revela un cinismo demoledor. Pero es verdad, asimismo, que encontramos con
frecuencia la alegría entre los pobres, y que mucha gente acomodada, que «no
carece de nada», carece de alegría. La cobertura de las necesidades materiales y
humanas es un factor habitualmente necesario para la dicha. Pero no es un factor
suficiente para traerla ni para mantenerla.
¿Qué les falta, entonces, a los hombres y mujeres «liberados y
acomodados» de nuestro tiempo, para obtener la verdadera alegría? Según los
entendidos, el ser humano, para mantener su tono vital necesita, ante todo,
esperanza. Poner nuestro corazón y nuestra ilusión en objetivos no alcanzados
pero alcanzables en la vida personal, familiar, profesional, cívica y eclesial es
necesario para no sucumbir al tedio o a la desesperación. En estos objetivos
ciframos nuestras esperanzas particulares. Pero debajo de tales esperanzas ha de
subyacer una esperanza básica. En los creyentes tal esperanza se centra en Dios.
Sin ella el futuro abierto se convierte en destino fatal. «Los dioses saben muy
bien que no hay cosa más detestable para el hombre que trabajar sin esperanza»
(Albert Camus).
Junto a la esperanza, es necesario el amor. No hay dicha sin amor. «Amar y
ser amado es el único remedio para las neurosis» (Freud). El triunfador más
fulgurante en los negocios, en el espectáculo, en el deporte, en la política será
dichoso si ama y es amado; pero será sin duda desgraciado si no ama o no es
correspondido. Por eso, aprender a amar es optar por la alegría y enseñar a amar
es un servicio inestimable a la dicha de los demás.
Esperanza y amor se arraigan ambos en el sentido de la existencia. El
hombre necesita de qué vivir; pero necesita asimismo para qué vivir. Muchas
enfermedades psíquicas de nuestro tiempo se gestan cuando la persona no
encuentra ya motivos nobles y concretos que le estimulen a trabajar, sacrificarse,
ahorrar o desprenderse de sus bienes. Cuando el viajero humano se pierde en la
niebla y no atisba su meta, todo le pesa para seguir marchando.
No podemos negar que estas tres plantas subsisten en muchos seres
humanos, pero se han debilitado notablemente en el huerto de nuestro mundo
contemporáneo en Occidente. Precisamente por ello se agudiza nuestra tentación
de estrujar frenéticamente lo que tenemos entre manos y extraer de ello la
satisfacción inmediata que puede dispensarnos. Las orgías sexuales y los
«viajes» psicodélicos no son sino exponentes de esta inclinación compulsiva y
necesariamente insatisfactoria. La satisfacción desmesurada e inmediata conduce
inexorablemente a la infelicidad. La satisfacción moderada y diferida por
motivos que valen la pena es un componente de la verdadera alegría.
Cuando leemos muchos textos paulinos relativos al Espíritu Santo, tenemos
la impresión de que el apóstol está refiriéndose al hombre que hemos descrito,
que es, en una medida u otra, el hombre de todos los tiempos. Pablo sabía bien
que «sentir según los propios apetitos lleva a la muerte, [pero] sentir conforme al
Espíritu lleva a la vida y a la paz» (Rom 8,6).

3. Un mundo con débil aliento religioso


Nuestra época se caracteriza en Occidente por un espeso silencio social en torno
a Dios. En la vida corriente, en la mesa, en el trabajo, en las actividades cívicas,
en aquellos espacios en los que el hombre y la mujer expresan sus opciones,
apenas se habla de Dios. El área religiosa visible de la vida humana ha quedado
notablemente mermada. La religión es un asunto individual y privado para
aquellos que aún se interesan por ella. Dios parece menos «real» que en épocas
pasadas. El hombre parece encontrar en este mundo sus propias huellas más
fácilmente que el rostro de Dios.
¿Significa esta «ausencia de Dios» una liberación para los humanos? La
experiencia vivida durante cien años en Occidente parece probar más bien lo
contrario. El ocaso de Dios está indisolublemente unido al ocaso del hombre. A
medida que Dios es reducido al silencio y expulsado de la plaza mayor de
nuestra vida, el hombre, lejos de humanizarse, se deshumaniza. Pierde norte y
vigor para su conducta ética. Se le oscurece el sentido de la existencia. Enferma
su alegría y se debilita su misma voluntad de vivir. «La criatura sin el creador se
esfuma. [...] Más aún: por el olvido de Dios la propia criatura queda
oscurecida» [8] .
La vieja psicología nos enseña acertadamente que las neurosis son fruto de
la represión de algún aspecto importante de la vida humana. Los síntomas que
acabamos de citar ¿no llevan en su rostro las marcas de una verdadera neurosis?
El psiquiatra holandés Van den Berg así lo sostiene: «Hemos expulsado de
nuestro consciente un componente fundamental de la existencia humana y lo
hemos recluido en el inconsciente. Como en otras épocas hemos reprimido la
sexualidad y la agresividad, hoy estamos reprimiendo el sentido de Dios y de la
trascendencia... El resultado es el mismo: una nueva neurosis, la del silencio en
torno a Dios».
¿Cómo puede explicarse esta formidable regresión antropológica en la
época del desarrollo acelerado? Entre los muchos factores culturales y sociales,
no debemos olvidar uno que está en la raíz misma de la negación de Dios: «El
hombre será propenso a ver en Dios más bien una limitación para él que la
fuente de su liberación y la plenitud del bien» [9] .
Pero toda dimensión reprimida tiende a emerger, más o menos disfrazada y
adulterada, al plano de la conciencia. El innegable «despertar religioso» que los
sociólogos descubren con sorpresa en el corazón del mundo contemporáneo ¿no
es un cierto «retorno de lo reprimido»? Especialistas renombrados afirman que
«el movimiento religioso de una buena parte de la humanidad expresa con
extraordinaria intensidad la sed de una experiencia de encuentro con Dios» [10] .
Muchos lo interpretan asimismo como una rebelión contra el predominio
despótico de la razón fría en la organización del mundo y una crítica a las
grandes religiones que, plagadas de leyes, dogmas y ritos, no propician el
encuentro personal con Dios. Probablemente este despertar responde también a
la necesidad de encontrar protección y seguridad emocional en un contexto
social de soledad, de inseguridad y de miedo.
Son numerosos los enigmas y las preocupaciones que provoca esta
«religiosidad salvaje» que se obsesiona por «sentir a Dios» y se despreocupa de
conocer su rostro, de adaptar la conducta propia a sus requerimientos, de
ocuparse de los grandes problemas de la humanidad y de agruparse en torno a
una comunidad religiosa. Pero ni creyentes ni no creyentes podemos volvernos
sordos a su interpelación saludable.
Decididamente: a través del sufrimiento que provoca el vacío de Dios y de
las tentativas humanas por rellenarlo, el Espíritu Santo está señalándonos una
meta y una ruta.

4. Un mundo con un sentido ético decaído


«¿No vive el hombre contemporáneo bajo la amenaza de un eclipse de la
conciencia, de una deformación de la conciencia, de un entorpecimiento de la
conciencia, de una anestesia de la conciencia?» [11] . Estas palabras de Juan
Pablo II ponen el dedo en una llaga real y nos iluminan certeramente en la
descripción del fenómeno denunciado.
La crisis ética de nuestro mundo consiste en primer lugar en un
«entorpecimiento» de la conducta moral. Es cierto que todas las generaciones
que en el mundo han existido han tenido graves fragilidades morales. La nuestra
tiene las suyas. El Concilio Vaticano II las ha enumerado con sus nombres: «…
los atentados contra la vida (homicidios, genocidios, aborto, eutanasia, suicidio
deliberado); las violaciones de la integridad de la persona (mutilaciones, torturas
físicas o mentales, conatos sistemáticos para dominar la mente ajena); las
ofensas a la dignidad humana (las condiciones infrahumanas de vida, las
detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata
de blancas y de jóvenes); las condiciones laborales degradantes que reducen al
operario al rango de mero instrumento de lucro sin respetar su libertad ni su
dignidad humana» [12] .
Pero lo más preocupante no es la quiebra del comportamiento moral, sino la
«anestesia de la conciencia», es decir, el amortiguamiento de la sen- sibilidad
ética. Es justo reconocer que hay áreas del comportamiento humano ante las
cuales la conciencia moderna se ha vuelto más sensible. Tales son, por ejemplo,
la corrupción económica de los hombres públicos, la violación de los menores,
los malos tratos a la mujer en el hogar, los asesinatos terroristas… que despiertan
hoy una oleada de indignación moral. Tenemos pruebas recientes y palmarias.
Pero es preciso confesar que en otras áreas de comportamiento reina una
insensibilidad creciente y preocupante. El atropello de la vida humana recién
concebida, la quiebra de la fidelidad conyugal, el ejercicio de una sexualidad
descontrolada, el enriquecimiento a costa de la justicia… apenas sobresaltan la
conciencia de muchos contemporáneos. Con todo, algo todavía más grave
sucede en este terreno: la voz de la conciencia, cuando es escuchada, no suena ya
como interpelación terminante, sino a lo sumo como invitación sugerente. La
fuerza imperativa de la moral ha bajado muchos enteros. Antes la conciencia era
alguien grande frente a un ser humano mucho más pequeño, que se sentía
dependiente de ella. Hoy la conciencia se ha vuelto un personaje diminuto ante
un hombre engrandecido que intenta acallarla o «rebajar su volumen».
Conducta deficiente y sensibilidad amortiguada son alimentadas por una
extendida «deformación» mental de la conciencia moral. Muchas personas,
incluso cristianas, «no ven pecado alguno» en comportamientos que la moral
descalifica. La naturalidad con la que son asumidas por los jóvenes las
relaciones prematrimoniales, la manera «indolora y civilizada» como se separan
muchos matrimonios, la tranquilidad de conciencia con la que se defrauda a la
Hacienda pública, el cinismo con el que se deforman las noticias en los medios
de comunicación social, la valoración de la mentira como arma política
necesaria, la falta de escrúpulos con la que se despide a un empleado para
contratar en su lugar, en condiciones más ventajosas, a un nuevo aspirante... son
algunos indicadores de una conciencia gravemente deformada. «Desligando al
hombre de Dios por el rechazo de la religión, se ha terminado por desligar de la
ética muchas parcelas del quehacer humano: ciencia, comunicaciones sociales,
economía, política. Simultáneamente se ha ido desligando el saber de la verdad,
el trabajo de la realización de la persona, el progreso de la justicia social, el sexo
del amor y de la procreación» [13] .
¿No necesita este mundo un espíritu ético renovado, una «moral
alternativa»? El Espíritu de la verdad, de la libertad y del amor tiene entre
nosotros una tarea ingente y ardua.

5. Un mundo inerme ante el sufrimiento


La historia humana es historia de amor, de proyecto, de trabajo y de dicha. Pero,
en la misma proporción, es también historia de sufrimiento. A los humanos
siempre nos ha costado sufrir. Pero la fortaleza ante el sufrimiento físico y moral
ha sido mayor. Hoy somos especialmente alérgicos a sufrir.
¿Cuáles son los caracteres de esta alergia? En primer lugar, la fragilidad:
nos descomponemos y nos abatimos fácilmente ante el sufrimiento. El dolor
produce en nosotros cuadros ansiosos o depresivos. La misma alergia se
manifiesta en el recurso a la «vía rápida» para atajar el dolor. El uso masivo de
los fármacos ante cualquier dolencia física o moral es un intento de suprimir por
la magia del medicamento nuestra situación dolorosa. Por este motivo, el
paracetamol y el Valium ocupan puestos relevantes en la lista de los remedios
más usados. Nuestra actitud alérgica ante el dolor nos lleva asimismo a la
búsqueda obsesiva de la causa de nuestro mal. Los análisis interminables y las
preguntas inacabables a los profesionales de la salud están ahí para comprobarlo.
Llama, en fin, la atención nuestra carencia de recursos humanos para
enfrentarnos y sobreponernos al sufrimiento. Este aparece espontáneamente ante
nosotros como «el mal y el sinsentido químicamente puros».
El hombre y la mujer modernos se encuentran inermes ante el dolor. No les
valen las viejas teorías explicativas que intentaban dar un sentido a nuestro
sufrir. Es verdad que el dolor humano y, sobre todo, el sufrimiento de los
inocentes son una verdadera provocación para nuestra fe en Dios. Miles y miles
de seres humanos han sucumbido a esta provocación. Se les hacía imposible
mantener con un mínimo de dignidad y de coherencia la existencia de Dios en un
mundo afligido implacablemente por ese mal inevitable encarnado en múltiples
azotes: la enfermedad física y mental, el sufrimiento moral, la muerte cruenta de
los inocentes. Pero es preciso confesar que quien no cree tiene todavía menos
recursos y claves para explicarse el mal y para asumirlo con dignidad.
Viktor Frankl encuentra el origen de esta hipersensibilidad ante el
sufrimiento en una «frustración existencial». Dicha frustración proviene del
contraste entre lo que esperamos de la vida y lo que ella nos da. Nuestra
esperanza en la vida está artificialmente inflada por el mito moderno del
bienestar. Por este motivo, la frustración resulta más dolorosa.
Nuestra primera defensa ante el sufrimiento es negarlo. Las versiones
impenitentemente optimistas del enfermo incurable que siempre encuentra un
motivo para minimizar su mal y explicar su malestar son un exponente de esta
reacción. Pero el mal es implacable: en algún momento muestra su duro rostro.
Entonces la voluntad de vivir y de gozar se rebela. No puede aceptar lo que le
sucede. Si el paciente es creyente, la rebeldía se dirige a Dios. Pero esta rebeldía
no puede durar siempre. Poco a poco se va gestando el «acuerdo». El doliente
asimila su situación, pero establece con el entorno o con Dios un pacto para salir
de la situación apurada. Si las cosas van por su camino implacable, este «pacto»
tiene también los días contados: al final se impone la aceptación. La fe viva, que
ayuda en todas estas fases, tiene, sobre todo en la última, una gran fuerza
pacificadora.
Dura prueba, la del sufrimiento humano. Momento delicado de la
existencia. El dolor masivo, persistente, no asimilado puede engendrar rebeldía
crónica, degradación moral, repliegue de la persona sobre sí misma [14] . Puede
también ennoblecer y madurar. Todos conocemos personas que son diferentes y
mejores después de haber padecido. Han aprendido a ser más comprensivas y
menos arrogantes. «El hombre tiene en su propio corazón lugares que no existen
hasta que el dolor ha entrado en ellos» (Léon Bloy). Sobre todo, nos enseña a
sintonizar con el sufrimiento de los demás. Quien no sufre se torna insensible.
«En el corazón tenía / la espina de una pasión; / logré arrancármela un día; / ya
no siento el corazón» (Antonio Machado).
* * *

«Si el Espíritu Santo no existiera, no podríamos decir que Jesús es nuestro Señor. “Porque nadie
puede decir ‘Jesús es Señor’ sino en el Espíritu Santo” (1 Cor 12,3). Si no existiera el Espíritu
Santo, los creyentes no podríamos orar a Dios. En efecto, decimos: “Padre nuestro que estás en
los cielos” (Mt 6,9). Pero, así como no podríamos llamar “nuestro Señor” a Jesús, tampoco
podríamos llamar “Padre nuestro” a Dios. Si el Espíritu no existiera, los discursos de la sabiduría
y de la ciencia no estarían en la Iglesia, “porque a uno se le da, mediante el Espíritu, palabra de
sabiduría; a otro, según el mismo Espíritu, palabra de conocimiento” (1 Cor 12,8). Si el Espíritu
Santo no existiera, no habría pastores ni doctores en la Iglesia, porque son obra del Espíritu,
según la palabra de Pablo: “... en la cual el Espíritu Santo os ha constituido inspectores para
pastorear la Iglesia de Dios” (Hch 20,28). Si el Espíritu Santo no estuviera en quien es vuestro
común padre y doctor, cuando hace un momento ha subido a la tribuna santa, cuando os ha dado
a todos la paz, vosotros no habríais podido responderle con una voz unánime: “Y con tu espíritu”;
por eso, no solo cuando él sube al altar, habla con vosotros u ora por vosotros, pronunciáis estas
palabras, sino también cuando habla desde esta cátedra, cuando va a ofrecer el sacrificio
tremendo. Esto lo saben muy bien los iniciados: él no toca las ofrendas antes de haber implorado
la gracia del Señor para vosotros, antes de que vosotros le hayáis respondido: “Y con tu espíritu”.
Por consiguiente, no os agarréis a lo que ven vuestros ojos, sino pensad en la gracia invisible.
Ninguna de las cosas que se realizan en el santuario vienen del hombre. Si el Espíritu no
estuviera presente, la Iglesia no formaría un todo bien compacto: la consistencia de la Iglesia
manifiesta la presencia del Espíritu» (san Juan Crisóstomo).
2.
QUIÉN ES EL ESPÍRITU SANTO
Y CUÁL ES SU MISIÓN
A. Quién es el Espíritu Santo

Leída a la luz de nuestra fe, la situación espiritual de nuestro tiempo, con sus
carencias y sus realizaciones, revela una nostalgia del Espíritu Santo. La
revelación cristiana nos habla profusamente de él. Pablo, Lucas y Juan nos
ofrecen en el Nuevo Testamento un espléndido mensaje acerca de su persona y
de su obra. Nosotros vamos a aproximarnos al Espíritu al trasluz de las carencias
y anhelos de nuestro tiempo descritas en el capítulo precedente y de los rasgos
del hombre alternativo que él suscita en su Iglesia.

1. Espíritu de Dios
«¿Quién conoce lo íntimo del hombre sino el mismo espíritu del hombre que
está en él? Del mismo modo, solo el Espíritu de Dios conoce las cosas de Dios.
Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de
Dios, para que conozcamos lo que Dios nos ha dado gratuitamente» (1 Cor 2,11-
12). Este texto paulino y muchos otros del Antiguo y Nuevo Testamento
certifican que el Espíritu Santo es, ante todo, Espíritu de Dios. Yahvé mismo lo
había prometido por los profetas: «Os daré un corazón nuevo y os infundiré un
espíritu nuevo. Os arrancaré el corazón de piedra y os implantaré un corazón de
carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis
mandamientos [...]. Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 36,26-
28).

1.1. Dios es Dios
El Espíritu que viene de Dios tiene entre nosotros una misión importante y
difícil: hacer que Dios sea Dios para nosotros. «Si he de juzgar por mí mismo, la
gran tentación de la hora presente [...] consiste en encontrar el mundo de la
naturaleza, de la ciencia y del arte como algo más vivo, más palpitante, más
fascinante que el Dios de la Escritura» (Pierre Teilhard de Chardin).
Hemos apuntado más arriba que la mentalidad moderna tiene graves
dificultades para percibir y sentir a Dios como real. Dios tiende a ser para el
hombre de nuestros días un ser nebuloso, perdido en la lejanía de las estrellas.
No se le niega el derecho a la existencia; pero tampoco se le reconoce la
consistencia que otorgamos a personas y cosas que son importantes para
nosotros. También los creyentes participamos de esta dificultad. Mircea Eliade,
en su obra Lo sagrado y lo profano, sostiene que la gran diferencia entre el
hombre antiguo y el hombre moderno en el terreno religioso consiste en que
Dios era para aquel más real que la tribu, los ríos, los árboles y las cosechas,
mientras que para el hombre y la mujer de nuestros días, lamentablemente, ha
perdido «densidad ontológica».
Es verdad que Dios tiene que resultarnos siempre misterioso; pero nunca
debería parecernos irreal. Hacer real a Dios en nuestra vida es una de las tareas
del Espíritu de Dios. A él corresponde lograr «que Dios sea verdaderamente una
persona viva para nosotros» [15] .
Según muchos analistas, uno de los caracteres actuales más extendidos es el
narcisismo. Para el narcisista que llevamos dentro, el único valor que cuenta de
verdad es él mismo. Todo lo demás vale en función de lo que le aporta a él. Un
narcisista moderno no niega necesariamente la existencia de Dios, pero sí su
relevancia. Lo rebaja, en el mejor de los casos, a la categoría de alguien al
servicio de sus necesidades subjetivas de seguridad y de consuelo. Dios no es
para él el Primer Valor.
Y, sin embargo, no es Dios quien tiene que convertirse a nosotros, sino
nosotros a él. No es él quien tiene que vivir para nosotros, sino nosotros para él.
Sin este giro de nosotros hacia él no existe fe verdadera. Promover y consolidar
este giro es tarea del Espíritu de Dios. «El Espíritu nos hace sentir el atractivo
hacia el Absoluto, el Puro, el Verídico... Nos sentimos juzgados y a la vez
acariciados por su perdón y su gracia. Se derrumba entonces el sistema de
autojustificación y de construcción egocéntrica de nuestra vida» [16] .

1.2. Espíritu del Padre


En los escritos del Nuevo Testamento el nombre de Dios se reserva casi
exclusivamente a Dios Padre. «Espíritu de Dios» equivale, por tanto, a «Espíritu
del Padre». El cuarto Evangelio emparenta explícitamente al Espíritu con el
Padre: «Yo rogaré al Padre para que os envíe otro Paráclito, a fin de que esté
siempre con vosotros. [...] El Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi
nombre, hará que recordéis lo que yo os he enseñado y os lo explicará todo. [...]
Cuando venga el Paráclito, el Espíritu de la verdad que yo os enviaré y que
procede del Padre, él dará testimonio de mí» (Jn 14,16.26; 15,26).
Pablo, a su vez, nos recuerda: «Vosotros no habéis recibido un espíritu que
os haga esclavos, de nuevo bajo el temor, sino un Espíritu que os hace hijos
adoptivos y os permite clamar “Abbá”, es decir, “Padre”. Ese mismo Espíritu se
une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rom 8,15-16).
Llamar Padre a Dios ha resultado siempre para el hombre algo atrayente y
dificultoso. Nuestros antepasados se sentían más siervos de Dios que hijos. No
se atrevían a mirarle con ojos filiales. El temor a Dios tenía un peso decisivo al
encontrarse con él. Hoy muchas personas, incluso creyentes, lo miran no como a
un ser familiar, sino como a un extraño. El hombre de nuestros días se siente
«padre de sí mismo» y acepta difícilmente la paternidad de Dios. La considera
peligrosa para su independencia y su iniciativa. En la «era de la emancipación»
la paternidad de Dios está puesta bajo sospecha. Sin embargo, el ser humano,
inmerso en un mundo que le produce inseguridad y soledad, añora a alguien que
le ame absolutamente. Esta añoranza es tal vez su manera de abrirse a la
paternidad de Dios.
El Espíritu Santo ensancha este hueco, ya abierto por la añoranza en el
corazón humano, y lo conduce a una gozosa y confortadora experiencia creyente
de la paternidad de Dios. La célebre oración de Charles de Foucauld es, en
nuestros días, una de las cimas de dicha experiencia:

«Padre,
me pongo en tus manos.
Haz de mí lo que quieras.
Sea lo que sea, te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo,
con tal que tu voluntad se cumpla en mí
y en todas tus criaturas.
No deseo más, Padre.
Te confío mi alma,
te la doy con todo el amor de que soy capaz.
Porque te amo
y necesito darme a ti,
ponerme en tus manos,
sin limitación,
sin medida,
con una confianza infinita,
porque tú eres mi Padre».

2. Espíritu de Cristo
El Espíritu de Dios es Espíritu de Jesús. Así lo denomina Pablo: «Si alguno no
tiene el Espíritu de Cristo, es que no pertenece a Cristo» (Rom 8,9). «La prueba
de que sois hijos es que Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo
[...]. De suerte que ya no eres siervo, sino hijo y, como hijo, también heredero
por gracia de Dios» (Gal 4,6-7). En el discurso de la Cena, Jesús nos muestra la
estrecha vinculación entre el Espíritu y él: «Cuando venga el Espíritu Santo [...],
me glorificará porque recibirá de mí todo lo que os dé a conocer. Todo lo que
tiene el Padre es también mío. Por eso os he dicho que todo lo que el Espíritu os
dé a conocer lo recibirá de mí» (Jn 15,13-15).

2.1. El Espíritu en Jesús


Este Espíritu impregnó a Jesús desde el primer momento de su existencia
humana. La Escritura subraya con énfasis especial tres momentos decisivos.
El primero es la encarnación. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder
del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que va a nacer será santo y se
llamará Hijo de Dios» (Lc 1,35). De esta primera y básica impregnación del
Espíritu surge en el seno de María un hombre nuevo, cuya existencia queda
plenamente orientada hacia Dios. En ese hombre nuevo la humanidad llega por
el Espíritu al grado máximo de personalización: una humanidad concreta es
asumida por el Verbo de Dios.
El bautismo del Señor es otro momento fuerte de la acción del Espíritu
sobre Jesús. «Un día en que se bautizó mucha gente, Jesús también se bautizó. Y,
mientras Jesús oraba, se abrió el cielo y el Espíritu Santo bajó sobre él en forma
corporal, como una paloma, y se oyó una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo amado,
en ti me complazco”» (Lc 3,21-22). El bautismo es el Pentecostés personal de
Jesús: el Espíritu actualiza y desarrolla en él cuanto había realizado en la
encarnación. Jesús adquiere, a partir de este momento, una vivísima conciencia
mesiánica: su vida está enteramente consagrada a anunciar y a realizar la
salvación de Dios siguiendo el itinerario oscuro del Siervo.
La acción del Espíritu llega a su cima intensiva en la muerte y resurrección
del Señor. Él suscita y sostiene la ofrenda de su vida que Jesús hizo al Padre en
la cruz. «La sangre de Cristo, quien por el Espíritu eterno se ofreció a Dios
como víctima sin defecto, purificará nuestra conciencia de sus obras muertas
para que podamos dar culto al Dios vivo» (Heb 9,14). El Espíritu es también el
principio activo de la resurrección del Señor. «Si el Espíritu de Dios, que
resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en vosotros, el mismo que resucitó a
Jesús hará revivir vuestros cuerpos mortales por medio de ese Espíritu suyo que
habita en vosotros» (Rom 8,11). Al resucitar a Jesús, el Espíritu transformó la
condición humana terrestre de Jesús en una forma de existencia libre de las
ataduras del espacio y del tiempo y más coherente con su condición de Hijo de
Dios. En adelante, Cristo glorificado puede hacerse inmediatamente presente en
cualquier tiempo y lugar a todo ser humano y establecer con él una relación de
comunicación interpersonal [17] .

2.2. En Cristo por el Espíritu


Precisamente porque es Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo tiene la misión de
actualizar e interiorizar en nosotros lo que hizo en Jesús. Precisamente porque el
Espíritu actúa siempre «con vistas a Cristo y a partir de Cristo» [18] , comunica la
mentalidad de Cristo para que pensemos como él; nos transmite la sensibilidad
de Cristo para que sintamos como él; nos transfiere la energía de Cristo para que
actuemos como él. Él convierte a los admiradores en seguidores y a los
seguidores en testigos. Nuestra misión no consiste en repetir, sino en revivir a
Jesús.
Vivimos en una sociedad poderosa en la que el pensar, sentir y actuar
mayoritarios distan mucho de los de Cristo. A la manera de una atmósfera
omnipresente, este «espíritu del mundo» no solo nos circunda; también nos
penetra. Los criterios en torno al dinero, las actitudes espontáneas ante el
marginado, los comportamientos relativos al amor pueden y suelen hacer fortuna
en muchos de nosotros. A veces solemos pensar si es posible sustraernos a esta
contaminación. En ciertas áreas de la vida, parece que los cristianos «nos
estamos quedando solos». Es preciso que recordemos que el Espíritu de Jesús
está vivo y activo en nosotros. A Jesús «no le venció el mundo». Tampoco nos
vencerá a nosotros si nos abrimos generosamente a la acción de su Espíritu.
El Espíritu Santo es entre nosotros «memoria fiel y viviente de Jesús» [19] .
Él hace que Jesús siga siendo el centro de la teología, de la espiritualidad y de la
pastoral. Él despierta continuamente en nosotros la pasión por Jesucristo. Resulta
conmovedor descubrir en cada generación cristiana una inmensa muchedumbre
de creyentes profundamente tocados por Jesucristo. El amor a él está vivo en el
mundo. Es alentador contemplar que este amor verdadero produce impacto en la
sociedad apática de nuestro tiempo. «Basta con que aparezca en la pantalla la
claridad de un rostro desbordante de caridad; alguien para quien el mundo no es
nada y Cristo es todo; alguien que ha abandonado la esclavitud del yo y de la
carne para renacer a la libertad de los hijos de Dios [...]. Sí, podemos
asombrarnos de que una religiosa desconocida, albanesa de origen, llena de
miedo ante las cámaras (se percibía claramente), con su dicción indecisa,
impacte a los telespectadores ingleses un domingo por la tarde. No se trata de un
apologista profesional, de un obispo o de un arzobispo. Jamás logró tal impacto
uno de esos clérigos de renombre [...]. Era una demostración de Espíritu y de
poder para que nuestra fe no reposara sobre la sabiduría de los hombres sino
sobre el poder de Dios» [20] .

3. Espíritu e Iglesia
Jesús, plenamente poseído y movido por el Espíritu Santo, lo entrega a su Iglesia
en el acontecimiento pascual de su muerte y resurrección. Según una
interpretación fundada y hoy bastante compartida de Jn 19,30, el cuarto
evangelista, con un lenguaje a la vez simbólico y realista, alude a esta entrega
del Espíritu en la misma muerte de Jesús: «Inclinando la cabeza, entregó el
Espíritu». Esta palabra insólita está deliberadamente escogida. «Entregar»
significa literalmente «transmitir a otros por voluntad propia lo que uno ha
recibido» [21] . La Iglesia naciente, representada en María y en el discípulo
amado, recibe del Señor el Espíritu que ha regido su vida entera para que
gobierne igualmente la vida de la comunidad cristiana. Según el mismo
evangelista, el recién resucitado, en la misma noche de Pascua, al tiempo que
enviaba a los discípulos a constituir la comunidad de los creyentes, sopló sobre
ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados,
Dios se los perdonará; a quienes se los retengáis, Dios se los retendrá» (Jn 20,22-
23). En Pentecostés el Espíritu es derramado visiblemente sobre la Iglesia
naciente: «Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en
lenguas extrañas a impulso del Espíritu» (Hch 2,4).
No se trata solo de un empujón inicial. El Espíritu es entregado a la Iglesia
para que viva y actúe perpetuamente en ella (cf. Jn 14,16). La Iglesia «es el
espacio en el que florece el Espíritu» (san Hipólito). El Espíritu Santo es como el
subsuelo que nutre y refresca el suelo de la Iglesia. Continuamente crea
comunión, lanza a la misión, vigoriza la palabra y anima los sacramentos de la
Iglesia.

3.1. Espíritu y comunión eclesial


El Espíritu hace de la Iglesia una gran familia. Introduce en la Iglesia una fuerza
de cohesión que vincula a la comunidad con Cristo y establece entre los
miembros un espíritu fraternal. Los capítulos 12, 13 y 14 de la Primera carta a
los Corintios son decisivos para asentar esta afirmación. «Todos nosotros, judíos
o no judíos, esclavos o libres, hemos recibido un mismo Espíritu en el bautismo
a fin de formar un solo cuerpo; y todos hemos bebido del mismo Espíritu»
(1 Cor 12,13). En una Iglesia trabajada continuamente por sus propios conflictos,
el Espíritu armoniza los dos criterios que deben presidir la comunión eclesial: la
atención a las personas y el bien de la comunidad.
Esta comunión mística, operada por el Espíritu Santo, debe plasmarse en
una comunidad sociológica que la encarne, siquiera imperfectamente. La Iglesia
no puede ser simple colectividad formada por miembros anónimos o
indiferentes, sino que puede y debe ser una comunidad en la que los lazos
mutuos sean cálidos, estables y prácticos. Muchas conversiones de miembros de
la Iglesia hacia las sectas tienen como motivo importante la búsqueda de
ambientes entrañables en los que la persona se sienta reconocida, querida,
ayudada, valorada y solicitada para algún servicio. Todos sabemos que las
dificultades para traducir la comunión mística en comunidad sociológica son
muchas. Pero el Espíritu no está en la Iglesia para ayudarnos a hacer lo fácil,
sino a intentar lo difícil. Una comunidad cristiana tiene que llamar la atención
porque en su seno las relaciones personales y comunitarias son «otra cosa»;
porque allí se sabe acoger, compartir y perdonar. Extendida por todos los pueblos
y culturas, la Iglesia está llamada a «hablar el lenguaje del amor en todas las
lenguas de la humanidad» [22] .

3.2. Espíritu y misión
Al igual que el Espíritu fue el motor de la actividad evangelizadora de Jesús, es
el protagonista incansable de la nueva evangelización que la Iglesia ha de
propulsar en todas las épocas y en todos los lugares. «No habrá nunca
evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo. [...] Las técnicas de la
evangelización son buenas, pero ni las más perfeccionadas podrían reemplazar la
acción discreta del Espíritu. La preparación más refinada del evangelizador no
consigue absolutamente nada sin él. Sin él la dialéctica más convincente es
impotente sobre el espíritu de los hombres. Sin él los esquemas mejor elaborados
sobre bases sociológicas o psicológicas se revelan pronto desprovistos de todo
valor. [...] No es una casualidad que el gran comienzo de la evangelización
tuviera lugar en la mañana de Pentecostés, bajo el soplo del Espíritu Santo» [23] .
El libro de los Hechos de los Apóstoles es una especie de despliegue
histórico de esta tesis: la Iglesia evangeliza guiada, animada y confortada por el
Espíritu Santo. Lucas nos describe una cadena de acontecimientos pentecostales,
a partir del primer Pentecostés, que, como una onda expansiva, se actualiza en
Samaría (cf. Hch 8,14), en Antioquía (cf. Hch 11,19-30) y en Éfeso (cf. Hch
19,1-7). El libro presenta al Espíritu Santo sosteniendo a los discípulos (cf. Hch
4,8ss), ayudando a discernir (cf. Hch 10,44), eligiendo a los ministros (cf. Hch
13,2-3).
Esta conciencia, hecha de lucidez, de humildad y de espíritu orante debería
acompañarnos como una vivencia habitual a todos los evangelizadores.
Consagrarnos a esta misión postula de nosotros entregar nuestro ser entero para
que sea órgano del Espíritu Santo en la evangelización. Un ser así entregado es
más transparente y más dócil a la acción evangelizadora del Espíritu. «Como los
cuerpos muy transparentes y nítidos, al recibir el rayo de luz, se tornan a su vez
muy luminosos y emiten un nuevo brillo, así los creyentes que tienen en sí al
Espíritu y son iluminados por él se santifican personalmente y reflejan la gracia
sobre los demás» (san Basilio).

3.3. Espíritu y palabra
En el centro del anuncio evangelizador se encuentra la palabra de Dios, semilla
viviente del Verbo. «Es tan grande el poder y la fuerza de la palabra de Dios que
constituye sustento y vigor de la Iglesia [...], alimento del alma y fuente límpida
y perenne de vida espiritual» [24] .
La semilla viviente necesita del agua para fructificar. El agua que
contribuye a que la semilla de la palabra despliegue su vitalidad es el Espíritu
Santo. «Sin el Espíritu, la palabra se queda estéril; es una semilla privada del
agua. Sin la Palabra, el Espíritu es búsqueda ciega y errante, agua sin semilla».
Partiendo de la letra, el Espíritu actualiza la palabra. Él asiste a la comunidad
cristiana para que capte no solo lo que la palabra quiso decir cuando se
pronunció por primera vez, sino lo que quiere decir aquí y ahora. Él hace que la
palabra hable a cada generación, a cada cultura, a cada coyuntura social, a cada
situación personal. «El sonido de nuestras palabras hiere el oído, pero el Maestro
está dentro. [...] ¿Acaso no oísteis todos esta predicación? [...] Por lo que a mí
toca, a todos hablé; pero aquellos a quienes el Espíritu Santo no enseña
interiormente se van sin haber aprendido nada. [...] Quien instruye los corazones
tiene su cátedra en el cielo» (san Agustín). Palabra y Espíritu son «como las dos
manos de Dios» (san Ireneo) y están llamadas a transformar nuestra vida. Pero
han de trabajar en una tierra removida y abonada: nuestro espíritu. El Espíritu
Santo trabaja también en esa tierra y la dispone a acoger el don de Dios.

3.4. Espíritu y eucaristía
La Iglesia se construye por la palabra y la eucaristía. El mismo Espíritu que
actualiza el vigor de la palabra que anunciamos y escuchamos, vivifica la
eucaristía que celebramos. En la eucaristía y en toda celebración litúrgica el
Espíritu nos hace posible el acceso directo al Padre por medio del Hijo. Él nos
hace contemporáneos y partícipes del misterio pascual que celebramos. Él nos
incorpora más plenamente a la comunidad eclesial, en la que Cristo está
presente. Él transforma no solo el pan y el vino en el cuerpo y la Sangre del
Señor, sino a la comunidad celebrante en cuerpo eclesial [25] .
La acción eficaz y eminente del Espíritu Santo en la celebración de la
eucaristía se expresa netamente en la liturgia a través de la «epíclesis», que
consiste en una invocación al Espíritu para que transforme los dones del pan y
del vino y santifique y unifique a la comunidad. Las nuevas plegarias
eucarísticas contienen dos epíclesis, una de las cuales es previa a las palabras
de la institución eucarística. El gesto sacerdotal de extender las manos sobre la
ofrenda eucarística presta visibilidad a esta venida del Espíritu sobre ella. No
estamos tal vez acostumbrados a detenernos contemplativa y admirativamente en
esta dimensión «espiritual» de la eucaristía que, lejos de reducirse a este
sacramento eminente, se encuentra presente también en los demás sacramentos.
Casi todos los nuevos formularios litúrgicos sacramentales introducen la
epíclesis como un momento importante de la celebración [26] .
Un teólogo del siglo III sintetizaba la acción eclesial del Espíritu Santo en
este texto bello y denso: «El Espíritu que dio a los discípulos el don de no temer
ni a los poderes de este mundo ni a los tormentos por el nombre del Señor, este
mismo Espíritu hace regalos similares, como joyas, a la esposa de Cristo, la
Iglesia. Él suscita profetas, instruye a los doctores, anima las lenguas, procura
fuerzas y vigor, realiza maravillas, otorga el discernimiento de los espíritus,
asiste a los que dirigen, inspira los consejos, dispone los restantes dones de
la Iglesia. De esta manera perfecciona y consuma la Iglesia del Señor en todo y
en todas partes».

4. Espíritu en el mundo
La comunidad cristiana está «bajo la fuerza del Espíritu» [27] . Pero los confines
visibles de la Iglesia no monopolizan toda su energía creadora y liberadora [28] .
El Espíritu Santo está presente y activo en el ancho mundo. Es, ante todo,
creador. No solo porque interviene con el Padre y el Hijo en el origen del
mundo, sino porque en el seno de la creación es como «el alma del mundo», es
decir, el vigor divino inagotable que proporciona a todas las cosas aliento,
energía y amor vivificante, las sostiene y las impulsa hacia delante porque aún
no han alcanzado su plenitud. «Todas ellas aguardan a que les eches la comida a
su tiempo; se la echas y la atrapan. Abres la mano y se sacian de bienes.
Escondes tu rostro y se espantan; les retiras tu aliento y perecen y vuelven a ser
polvo. Envías tu aliento y los recreas y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104,27-
30). El Espíritu, aún no identificado como persona divina en el Antiguo
Testamento, habita y anima el fondo mismo de la creación.
Él es el empuje ascensional que libra a la creación de la degradación
progresiva. Pablo escucha en el seno de la creación una «espera anhelante» de
liberación y perfección. «Condenada al fracaso no por propia voluntad, sino por
aquel que así lo dispuso, la creación vive en la esperanza de ser también ella
liberada de la servidumbre de la corrupción y de participar así en la gloriosa
libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,20-21). El apóstol interpreta esta espera
como un «gemido» (v. 22) que le recuerda el gemido de los creyentes, que
poseemos las primicias del Espíritu (v. 23). El mismo Espíritu que anima la
esperanza de los creyentes alienta el dinamismo de la creación, porque, como
afirma Benedicto XVI, «el Espíritu Creador tiene un corazón. Es Amor» [29] .
El libro de los Hechos presenta Pentecostés como espacio de cumplimiento
de la profecía de Joel: «Derramaré mi Espíritu sobre toda carne» (cf. Hch
2,17ss). Esta expresión atrevida se refiere a toda la humanidad, pero se extiende
a todos los seres vivos: plantas y animales [30] . Toda la creación es el espacio en
el que se derrama, como una inmensa y pacífica riada, el Espíritu de Dios, para
darle vida. Él es «Señor y dador de vida».
Es vocación del hombre colaborar con el Espíritu en la vida del universo.
La cultura que ha ido generando a lo largo de los siglos y a lo ancho de las
civilizaciones constituye un gigantesco esfuerzo por perfeccionar y humanizar el
mundo y hacerlo morada del hombre. En este sentido es una «cultura de la vida».
Desgraciadamente, esta cultura ha rebasado límites que nunca debería haber
franqueado. Los arsenales de armas atómicas son capaces de destruir la vida del
planeta. Las explosiones nucleares no son una simple amenaza: Chernóbil está
ahí para recordarnos la devastación ecológica de Bielorrusia y Ucrania. El agua,
el aire, los bosques, los peces de los ríos se van contaminando hasta el punto de
poner en riesgo la futura habitabilidad de la tierra. Sobre la ecología nos ha
ofrecido el papa Francisco, en su carta encíclica Laudato si’ (2015), un mensaje
lúcido, comprometido y comprometedor.
Por otro lado, continentes como América Latina, que se van
industrializando, sienten que, mientras una parte importante de la población va
accediendo a un nivel de vida aceptable, una parte todavía más numerosa queda
sumida en una miseria aún mayor. Otros continentes como África, olvidados de
todos, contemplan cómo la pobreza se vuelve más extrema y cómo reviven en
ellos epidemias anteriormente erradicadas. Entretanto «los países ricos» nos
atrevemos lamentablemente a abordar con mente y métodos abortistas el
problema real y grave del exceso de población en los países del Tercer Mundo y
a aplicar el mismo criterio a un Primer Mundo que ha restringido su natalidad
hasta alcanzar índices antropológica y socialmente detestables. La «cultura de la
muerte» se alza con fuerza en nuestro mundo frente a la «cultura de la vida».
Los creyentes debemos saber cuál es nuestra posición en este inmenso
combate. El Espíritu de la vida nos marca claramente esta posición. Un cristiano
no puede ser neutral ante la proliferación y comercio de las armas. Un cristiano
no puede ser insensible al deterioro de la naturaleza, que es la casa del hombre.
Un cristiano no puede permanecer inmóvil ante la miseria crónica o creciente de
muchos pueblos de la tierra. Un cristiano no puede ser permisivo ante la
devastación humana producida por el aborto. Un cristiano ha de alinearse
netamente en favor de la vida y en contra de la muerte.
B. Cuál es su misión

1. El área de su misión


Es el ancho mundo, la comunidad cristiana y cada uno de los humanos. No es
frecuente que los creyentes dediquemos la debida atención a la actividad del
Espíritu en el mundo, en la que han estado centradas las páginas anteriores. Una
mirada de fe profunda nos la hace descubrir en iniciativas y movimientos de
corte netamente humanista: la sensibilidad activa por el ecologismo, la
promoción de la mujer, la causa de la paz, los esfuerzos por el Tercer Mundo, los
avances en el campo de la salud, las mejoras en la educación…, no son ajenos al
Espíritu de Dios. Él es el promotor invisible, pero real y originario, de todos
estos acontecimientos que promueven o restauran la dignidad de las personas,
responden a sus necesidades y favorecen su crecimiento integral. Dios no ha
abandonado al mundo a su suerte. Su Espíritu permanece activo en todos los
seres humanos y pueblos del mundo. Él renueva la faz de la tierra.
La comunidad cristiana con sus pastores al frente es espacio de una
esmerada y solícita atención del Espíritu Santo. Si su huerto es el mundo, su casa
es la Iglesia. En las páginas subsiguientes tendremos ocasión de asomarnos más
detenidamente a esta actividad.
Cada una de las personas humanas es también parcela cuidadosamente
cultivada por el Espíritu del Padre y del Hijo. Él subyace en todo movimiento de
generosidad, de responsabilidad, de paciencia activa, de plegaria, de
misericordia que nace en nuestro interior. Nadie se sustrae a esta llamada
(muchas veces discreta y no percibida) del Espíritu que procede del amor entre
el Padre y el Hijo y, por ello, cuida especialmente a todos los humanos.
Hay un himno de la Liturgia de las Horas que recoge admirablemente esta
triple presencia activa del Espíritu. Dice así:

«Esta es la hora
en que rompe el Espíritu
el techo de la tierra
y una lengua de fuego innumerable
purifica, renueva, enciende, alegra
las entrañas del mundo.

Esta es la fuerza
que pone en pie a la Iglesia
en medio de las plazas
y levanta testigos en el pueblo
para hablar con palabras como espadas
delante de los jueces.

Llama profunda
que escrutas e iluminas
el corazón del hombre,
restablece la fe con tu noticia
y el amor ponga en vela la esperanza
hasta que el Señor vuelva» [31] .

2. El contenido de su misión


Ha sido condensado por la teología en estos tres verbos: universalizar, actualizar,
interiorizar.

2.1. El Espíritu Santo universaliza


Ensancha y hace estallar los límites estrechos entre los cuales los seres humanos
propendemos a encerrar todo lo noble y bueno en el mundo, en la Iglesia y en
cada uno de nosotros.
Así lo hizo el Espíritu en la Iglesia naciente, que corrió el riesgo de
naufragar en sus primeros compases y quedar convertida en una simple secta
renovadora del judaísmo. El llamado «Concilio de Jerusalén», la figura de Pedro
(Hch 10) y, sobre todo, Pablo fueron los artífices visibles de este ensanchamiento
de horizontes. Pero el Artífice invisible fue el Espíritu Santo. Es él quien abrió
definitivamente las puertas del Evangelio a todos los continentes y a todas las
generaciones.
Esta acción universalizadora del Espíritu en la comunidad cristiana se
realiza de muchas maneras. Remueve continuamente las aguas de la Iglesia para
que pase de la división a la comunión. Quiere conducirla de una actitud recelosa
ante el mundo a una actitud de servicialidad y discernimiento. Genera en el seno
de la Iglesia un dinamismo excéntrico que nos libera del eclesiocentrismo y nos
abre a un auténtico teocentrismo. Le impide sumirse en su propia
autocomplacencia y en su propia conmiseración y le abre a su condición de ser
signo y estímulo de la liberación y la salvación de la humanidad. Le impulsa a
transitar del individualismo a la colaboración apostólica.
Algo análogo realiza en la vida de cada uno de los creyentes. Nos invita
continuamente a pasar del egocentrismo a la oblatividad, de la preocupación
obsesiva por nosotros mismos a la solicitud para con los que sufren y son
maltratados.

2.2. El Espíritu Santo actualiza


«La acción del Espíritu Santo consiste en actualizar de continuo a Jesucristo en
su novedad» [32] . El Patriarca de Antioquía, Ignacio Hazim, es autor de una de
las formulaciones actuales más bellas de esta acción actualizadora: «Sin el
Espíritu Santo, Cristo pertenece al pasado; la Escritura es letra muerta; la Iglesia,
simple organización; la pastoral, pura propaganda; la liturgia, una evocación
mágica; la moral evangélica, una moral de esclavos».
Actualizar consiste en hacer que la persona y la acción salvadora de
Jesucristo se hagan contemporáneas de cada tiempo y momento. Tal
actualización se refleja en estas tres actividades: el Espíritu nos rejuvenece, nos
hace creativos y nos infunde la entereza de Jesús.

— Nos rejuvenece: la sociedad, la Iglesia y nosotros mismos tendemos por


inercia propia a «envejecer» en nuestra forma de pensar, vivir, actuar.
Muchas iniciativas saludables, con vocación de futuro, envejecen
prematuramente. El Espíritu puja por rejuvenecernos volviéndonos hacia el
Evangelio y hacia los verdaderos problemas eclesiales y sociales. Con
razón el Concilio de Nicea lo llama zōópoios, creador de vida.
Hoy registramos en muchas latitudes de la Iglesia y de la sociedad y en
multitud de personas un «síndrome de atardecer», un cansancio escéptico y
medroso. No es solo cansancio. Es fatiga. La fatiga es cansancio contagiado
de decepción, de negativismo, de pasividad. Necesitamos el aliento del
Espíritu que levante nuestra moral anímica. Individual y colectiva. Él nos lo
comunica, pero respeta nuestras resistencias al tiempo que nos ayuda a
deshacerlas o rebajarlas.

— Nos hace creativos: una de las características señaladas del Espíritu es la


creatividad. Con razón la Iglesia lo invoca en uno de sus himnos más
inspirados, que ha entrado en las entrañas del pueblo cristiano: «Ven,
Espíritu creador».
Para una mirada creyente la creatividad del Espíritu se ha hecho
discretamente presente muchas veces a lo largo de la historia. En ocasiones
en las que parecía haberse llegado a un bloqueo irresoluble, él ha suscitado
lo imprevisto. Así, por ejemplo, el Concilio Vaticano II. Por esta razón el
credo de Nicea y Constantinopla lo llama «Señor» (Kýrios). No se deja
atrapar por las previsiones dictadas por leyes estadísticas o sociológicas. El
riesgo de la Reforma protestante consistió en «encerrar» al Espíritu en la
palabra. La tentación del catolicismo, condensarlo en la jerarquía. Algunos
querrían aprisionarlo en una ley rígida que paraliza a las personas. Otros
quisieran como apresarlo en experiencias de intensa emotividad ciega y
evasiva. Hay quienes quieren cautivarlo en algunos movimientos
revolucionarios activados por turbios intereses. Pero el Espíritu no se deja
atrapar. Él acoge y purifica cuanto puede haber de válido en estos esquemas
de interpretación y transformación del mundo y de la Iglesia.
En contraste con este señorío creador, nos parece que una de las
debilidades de muchos creyentes y de la misma comunidad eclesial de
nuestros días es el déficit de creatividad inherente a nuestra situación de
debilidad y de ánimo bajo ante una cultura poderosa que nos envuelve e
incluso nos impregna. Pero para crear hay que creer. Aquilatar nuestra fe
en la acción soberana del Espíritu, adorar su presencia activa en el corazón
del mundo, de la Iglesia y de cada uno de los humanos. La misma fe por la
que confesamos que, a pesar de las apariencias, Jesucristo se nos hace
activamente presente bajo las especies eucarísticas nos ha de conducir a
descubrir la presencia activa del Espíritu en las vicisitudes del mundo, de la
Iglesia, de cada uno de nosotros.

— Nos comunica la entereza de Jesús: esta fue la transformación más visible


que él operó en el grupo asustado, desconcertado y derrotado de los
apóstoles y discípulos traumatizados por su muerte. Muestran una valentía
que les hace salir de los tribunales, azotados pero gozosos, por haber
merecido tal ultraje por el nombre de Jesús (Hch 5,40-42).

El mismo Espíritu suscita también hoy tales testigos. No se trata muchas


veces de personas extraordinarias. Diálogos de carmelitas de Bernanos nos
presenta a una joven del convento de Compiègne que, ante la inminencia de que
fuerzas revolucionarias desatadas invadieran la comunidad y cometieran
tropelías en ella, huye de sus hermanas. En efecto, el convento es saqueado y las
monjas, maltratadas y condenadas a muerte, son transportadas en una carreta
hacia la guillotina. En el trayecto van cantando el Veni Creator Spiritus. Una
muchedumbre se apelotona a derecha e izquierda. Dentro de ella, la joven
fugitiva. Al ver a sus hermanas su miedo se transforma en valor y se unce al
carro que las transporta para sufrir con ellas el martirio.
Testimonios menos extremos, pero reales, de entereza y valentía nacidas del
mismo Espíritu no son excepcionales entre los hombres y mujeres de hoy. No se
trata solo de testigos individuales. La floración actual de grupos y movimientos,
nuevos o renovados, es (con todas sus deficiencias y realizaciones
contaminadas), en su conjunto, signo y fruto del Espíritu. Así lo afirmaba Juan
Pablo II en un día de Pentecostés todavía no lejano. Requieren un
discernimiento. Pero muchos tienen inspiración evangélica y son carismas que el
Espíritu regala a su Iglesia y al mundo.
Hemos de pedir este mismo espíritu a aquel que puede y quiere
comunicárnoslo. Valentía para dar testimonio de Jesús ante tantos seres humanos
de nuestro entorno sumidos en apática indiferencia. Entereza para no enredarnos
en lo pequeño y quedar bloqueados por nuestros problemas de salud, de
desánimo, tal vez de resentimiento. Ánimo vital para confiar a Dios nuestro
futuro personal, eclesial, social con sus incertidumbres y riesgos. Capacidad
valerosa para emprender nuevos caminos personales, pastorales, sociales y
mantener sin desaliento los que merecen ser mantenidos.

2.3. El Espíritu Santo interioriza


El Espíritu Santo hace que la persona de Jesucristo, el mensaje del Evangelio y
los valores cristianos resuenen dentro de nosotros y se nos hagan familiares y
connaturales. En esto consiste la interiorización.
El Espíritu Santo es el Dios interior que nos ayuda a interiorizar. San
Agustín decía a sus diocesanos que de nada servía su predicación si no la regaba
el Espíritu Santo con su gracia. «Unos vuelven a sus tareas tocados por el
Espíritu; otros salen de la predicación tal como entraron… Las palabras
producen un estrépito exterior; el Maestro Interior enseña por dentro».
El Espíritu Santo es como el Guía auténtico de un gran museo, que enseña a
descubrir y gustar a gente profana las riquezas escondidas en lienzos y tallas de
gran valor estético. Dimensiones de nuestra fe que conocíamos, pero no
saboreábamos, se nos abren bajo su inspiración, nos confortan, consuelan y
producen en nosotros gozo interior. Él puede hacernos sentir la oración como
algo familiar; la pobreza evangélica como algo connatural; la debilidad para con
los sufrientes y maltratados como algo vital; el celibato y la virginidad como
algo precioso.
Cuando la interiorización es deficiente, nuestra actividad pastoral y
transformadora carece de profundidad y de «verdad». Es como un vino químico,
sin solera. Sin interiorización los planes apostólicos o renovadores son, en el
mejor de los casos, mero signo de voluntad de servicio, cuando no tinglado
organizativo, simple voluntad de sentirse útil o intento de amueblar el propio
vacío interior.
Dos son los frutos principales de una auténtica interiorización. En primer
lugar, nos comunica el sabor de Dios. Nos sentimos vivencial y cordialmente
adheridos a él. El Espíritu Santo hace que «Dios sea Dios» para nosotros. En
segundo lugar, nos hace no solo comprender, sino saborear los valores del Reino
de Dios. Curiosamente, los apóstoles los asimilaron solo de manera parcial en su
convivencia con el Jesús prepascual. Tal como Jesús mismo les había anunciado
(Jn 14,25-26), los interiorizaron y saborearon con mayor plenitud por la acción
ulterior del Espíritu Santo.
Sorprende que tras decenas de años de vida cristiana (incluso de vida
sacerdotal o consagrada) puedan subsistir con alguna frecuencia criterios y
sensibilidades ajenas al Evangelio: el apego a bienes y comodidades materiales,
la propensión a lo brillante, la resistencia a perdonar, la cruz sentida como pura
desgracia, la instalación en el puesto, la tristeza como fondo de nuestra vida. El
Maestro Interior está ahí, pero no acabamos de abrirle siempre espacio para que
él actúe.

* * *
«Es el Espíritu del Padre y del Hijo; el Espíritu del nacimiento nuevo y de la filiación divina para
los hombres; el Espíritu que es también Señor de este tiempo; el Espíritu que transforma el
mundo en un gran sacrificio de alabanza al Padre [...]. El Espíritu del testimonio a favor de Cristo;
el Espíritu de la fuerza y del consuelo; el Espíritu que infunde el amor de Dios en los corazones y
es prenda y primicia de la vida eterna [...]; el Espíritu cuyos dones son caridad, gozo, paz,
paciencia, longanimidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y continencia; el Espíritu de la libertad
y de la animosa confianza...» (Karl Rahner).
3.
EL ESPÍRITU EN NOSOTROS

El Espíritu «que procede del Padre» ha llenado la vida de Jesús. Transmitido por
Jesús a la Iglesia, el Espíritu la dinamiza continuamente hasta su consumación.
Perpetuo creador de vida, el Espíritu está amorosamente activo y despierto en el
mundo. Pero la revelación cristiana nos habla insistentemente de otra forma de
presencia. El Espíritu habita dentro de cada uno de nosotros, los creyentes,
haciéndonos hijos de Dios y suscitando en nuestro interior toda una rica vida
filial y espiritual. Esta confortadora presencia del Espíritu en el corazón de los
creyentes reclama una aproximación cuidadosa y agradecida. El presente
capítulo está dedicado a este objetivo.

1. El Dios «interior»


Pablo es el más explícito a la hora de revelarnos esta presencia interior del
Espíritu en nosotros. «¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu
Santo, que habéis recibido de Dios y que habita en vosotros? Ya no os
pertenecéis a vosotros mismos» (1 Cor 6,19). El Espíritu es para Pablo «la
fianza» que Dios ha puesto en nuestros corazones hasta el retorno del Señor (cf.
2 Cor 5,4-5). Pero también en el Evangelio de Juan, Jesús promete a todos los
creyentes un Consolador que permanece en ellos y estará en ellos (cf. Jn 14,16-
17).
Fiel a su misión de hacernos semejantes a Cristo, el Espíritu derrama en el
interior de cada uno de nosotros el espíritu filial. «La prueba de que sois hijos
está en que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama
“Abbá”, es decir, “Padre”. De suerte que ya no eres siervo, sino hijo y, como
hijo, también heredero por gracia de Dios» (Gal 4,6-7). «No habéis recibido un
Espíritu que os haga esclavos, sino hijos adoptivos. Ese mismo Espíritu se une a
nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rom 8,15-16).
La condición de hijos de Dios no es estática, sino dinámica. Arranca del
corazón humano habitado por el Espíritu toda una sinfonía de vida cristiana.
Pablo se complace en enumerar los signos y frutos de esta vida: «… amor,
alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí»
(Gal 5,22-23). Quien así vive «procede según el Espíritu» (Gal 5, 25).
Nunca subrayaremos suficientemente el alcance de esta inhabitación del
Espíritu Santo en nosotros. Ella propicia admirablemente el equilibrio de la vida
cristiana y de la vida eclesial. En la Trinidad, el Padre refleja en especial la
dimensión trascendente de Dios; el Hijo encarna su dimensión histórica; el
Espíritu Santo, su dimensión inmanente. Si Dios fuera solo trascendente,
resultaría lejano. Si Dios estuviera solo históricamente presente, sería un modelo
exterior admirable y querido, pero no nos movería desde dentro a seguirlo.
Porque Dios es también inmanente, «nos sale de dentro» entregarnos al Padre,
seguir al Hijo, servir a los hermanos, cuidar del mundo. El Espíritu Santo hace
espontánea y connatural en nosotros la vida cristiana. Tal espontaneidad es la
fuente del gozo, del amor, de la libertad y de la esperanza. El Espíritu no solo
modifica nuestra mente y nuestro comportamiento, sino que renueva nuestro
corazón. «El poder salvífico del Espíritu consiste en aclimatar a Dios en el
espíritu humano y en divinizar a este mediante la inmanencia divina» [33] .

2. La tarea del Espíritu Santo en nosotros


Si el Espíritu suscita en nosotros una polifonía de vida cristiana, será preciso
identificar las diferentes voces que la componen. No podemos destacar todas.
Vamos a limitarnos a apuntar aquellas que inspiran especialmente los rasgos del
«hombre alternativo» que él alumbra en nuestro mundo.

2.1. El Espíritu de la verdad


Uno de los nombres que Juan emplea para designar al Espíritu es este: «Espíritu
de la verdad» (Jn 14,19). Esta expresión es muy rica en significado.
El Espíritu Santo es llamado Espíritu de la verdad porque da testimonio de
Jesús. «Cuando venga el Paráclito, el Espíritu de la verdad que yo os enviaré
[...], él dará testimonio sobre mí. Vosotros mismos seréis mis testigos» (Jn 15,26-
27). Frente al mundo indiferente y hostil que se cierra a Jesús y a su propuesta, el
Espíritu suscita en el puñado de discípulos la fe en Jesús. «Para san Juan creer es
una manera de ver, es percibir la significación y la realidad profunda de aquello
mismo que se ve corporalmente. Esta lectura profunda se realiza merced al
Espíritu Santo» [34] . El testimonio interior del Espíritu Santo en el creyente está
llamado a suscitar el testimonio exterior del creyente en su entorno.
El Espíritu Santo recibe el apelativo de «Espíritu de la verdad» no solo
porque suscita la fe y el testimonio, sino porque es Maestro que explica,
recuerda y completa a los discípulos las palabras de Jesús. «El Espíritu Santo, a
quien el Padre enviará en mi nombre, hará que recordéis lo que yo os he
enseñado y os lo explicará todo» (Jn 14,26). Él convierte las palabras y los
gestos de Jesús en sabiduría interior. Él es el intérprete de las enseñanzas de
Jesús; nos hace descubrir los soterrados escondidos para nosotros en las palabras
del Maestro. Él nos comunica el «conocimiento interno de Jesucristo». Nos
conduce a conocer y a gustar el alma de Jesucristo. «Jesucristo es el Camino; el
Espíritu es el Guía» (Henry Barclay Swete).
El Espíritu Santo es, en fin, denominado «Espíritu de la verdad» porque él
«pondrá de manifiesto el error del mundo en relación con el pecado, con la
justicia y con la condena» (Jn 16,8-11). Estas palabras misteriosas de Jesús nos
afectan también en alguna medida. En efecto, según el pensamiento semítico
vigente en Juan, la verdad no es algo que poseemos, sino una atmósfera, un
espacio en el que estamos. Más que tener la verdad, ella nos tiene a nosotros y
nos modela. Ser fiables, veraces, netos es una manera de estar en la verdad.
Aceptar nuestras debilidades y fragilidades es otro modo de secundar al Espíritu
de la verdad en nosotros. Nos engañamos fácilmente respecto a la verdad
profunda de nuestra vida. «Nos despreciamos o nos enamoramos de nosotros
mismos; nos maltratamos o nos consentimos en exceso» [35] . Aceptar nuestra
culpa es una manera de reconocer el testimonio del Espíritu Santo, que «nos
convence del pecado» (cf. Jn 16,8). Estar en la verdad requiere de nosotros el
valor de enfrentarnos con nuestro propio pecado y de arrumbar las
autojustificaciones y exculpaciones a las que somos tan propensos. Estar en la
verdad es un requisito para decir y anunciar la verdad del evangelio.

2.2. El Espíritu consolador


El Evangelio de Juan utiliza cuatro veces para designar al Espíritu Santo la
expresión «el Paráclito», que encierra en sí misma una excepcional riqueza de
significados: asistente, ayudante, apoyo, abogado, procurador, consejero,
consolador, interpelante, iluminador. Juan quiere subrayar, desde luego, con esta
palabra que el Espíritu mantiene a sus discípulos en la fidelidad a la enseñanza
recibida de Jesús [36] . En la mente de este evangelista existe un gran parentesco
entre «Paráclito» y «Espíritu de la verdad». Pero la tradición cristiana ha
destacado además en el cuarto evangelio otros dos significados de esta palabra,
ya recogidos por san Agustín: defensor y consolador.
El consuelo que comunica el Paráclito no es simplemente un alivio
sentimental. Es más bien un ungüento interior que los discípulos recibirán en
tiempos de inclemencia y de incomprensión para sanarlos de sus heridas y
fortalecerlos en el combate cristiano.
Si Juan acentúa el consuelo en la dificultad, Pablo destaca la alegría como
talante espiritual. Para el apóstol, el gozo es un fruto señalado del Espíritu Santo,
que merece ser citado inmediatamente después del amor (cf. Gal 5,22). Para él,
el Espíritu, al comunicarnos esperanza, nos transmite alegría (cf. Rom 15,13).
Pablo observa cómo los tesalonicenses reciben la Palabra «en medio de grandes
tribulaciones, pero con el gozo que viene del Espíritu Santo» (1 Tes 1,6). Está
convencido de que «el reino de Dios no consiste en lo que se come o en lo que se
bebe, sino en la fuerza salvadora, la paz y la alegría del Espíritu Santo» (Rom
14,17). A la luz de su enseñanza puede concluirse: donde está el Espíritu de
Dios, hay alegría; donde falta la alegría, no está el Espíritu de Dios.
La secuencia de Pentecostés recoge admirablemente el mensaje bíblico con
estas palabras: «Consolador excelente, dulce huésped de nuestro espíritu, dulce
refrigerio. Descanso en el trabajo, sombra en la canícula, consuelo en el llanto».
La experiencia cristiana nos enseña que el Paráclito se nos comunica a
veces en forma de alegría exultante. Todos conocemos personas entregadas a él
que destilan incomprensiblemente una alegría inefable. En otras ocasiones, el
Paráclito acude en auxilio de personas atribuladas suscitando en el corazón de su
aflicción la pomada de un consuelo igualmente inexplicable. Cuando la
tempestad interior y exterior arrecia, el consuelo del Espíritu se vuelve
simplemente paz imperturbable. En situaciones más extremas, cuando ni siquiera
esa paz es percibida, él se nos comunica en forma de voluntad de seguir. Pero el
eco habitual y ordinario que el Espíritu Consolador produce en nosotros consiste
en una neta y positiva aceptación de la realidad y de uno mismo, un tono vital
sereno, una inmunidad al desaliento, una capacidad de infundir ganas de vivir.
Este es el concepto cristiano de alegría.
El Paráclito transforma al consolado en consolador. «Estamos llamados a
ser paráclitos para consolarnos y aconsejarnos mutuamente. Estamos llamados a
estar al lado de los otros ayudándonos, exhortándonos, consolándonos,
fortaleciéndonos. Este es el objetivo de la fraternidad en el interior de nuestras
comunidades e Iglesias» (Philip Potter).

2.3. El Espíritu defensor o intercesor


El Paráclito es, también, defensor. El abogado defensor enviado por el Padre y el
Hijo tiene una misión intercesora. San Pablo nos ayuda a reconocerla
cuidadosamente: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues nosotros
no sabemos orar como es debido. Es el mismo Espíritu el que intercede por
nosotros con gemidos inefables. Por su parte, Dios, que examina los corazones,
conoce el sentir de ese Espíritu que intercede por los creyentes según su
voluntad» (Rom 8,26-27).
¿Qué significa esta expresión atrevida del apóstol? ¿Cómo el Espíritu, que
es Dios como el Hijo y el Padre, puede orar? ¿No es esta una actividad propia de
los seres indigentes? El Espíritu «ora en nosotros» educando nuestro deseo,
purificándolo, dilatándolo y ajustándolo al deseo de Dios. El Espíritu acerca
hasta tal punto nuestro deseo al deseo de Dios que podemos afirmar que Dios
mismo llega a desear en el corazón de nuestro deseo. El Espíritu hace que
también en nuestra oración «Dios sea totalmente Dios» [37] .
Deberíamos ser más conscientes de este protagonismo real del Espíritu
Santo en el corazón mismo de nuestra oración. Cultivar esta consciencia
mediante la súplica al Espíritu al inicio y en el decurso de la oración contribuiría
a una actividad más intensa y saludable del Paráclito en nosotros durante la
misma. Es la manera de corresponder a su acción y de secundarla. Porque el
Espíritu Santo no es solo principio de nuestra oración. Es también el don que
constituye el contenido de nuestra súplica. Cuando oramos, pedimos siempre
implícita o explícitamente el Espíritu Santo. Jesús en el evangelio nos ha dicho:
«Si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto
más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?» (Lc 11,13).
Y aunque la norma tradicional de la plegaria consiste en que la oración vaya
dirigida «al Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo», él es asimismo
el término de nuestra oración, el interlocutor divino de la misma. Oramos no
solo movidos por el Espíritu Santo; pedimos el Espíritu Santo, y en ocasiones
invocamos al Espíritu Santo. La súplica «Ven», tantas veces repetida, recoge el
deseo y el anhelo de la comunidad cristiana y de cada uno de los creyentes.

2.4. El Espíritu de libertad y de amor


«Libres para amar»: he aquí una fórmula de inspiración paulina que resume el
alma del comportamiento cristiano suscitado en nosotros por el Espíritu Santo.
Libertad y amor se entrelazan mutuamente en la conducta del creyente: «Porque
vosotros, hermanos, fuisteis llamados a la libertad. Pero no toméis la libertad
como pretexto para saciar vuestros apetitos desordenados; antes bien, haceos
esclavos los unos de los otros por amor. Pues toda la ley se cumple si se cumple
este precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gal 5,13-14). Con razón
dirá san Agustín que «el cristiano no está bajo ley, pero tampoco sin ley».
Libertad y caridad se potencian mutuamente. Santo Tomás explica en dos
pasajes diferentes esta confluencia. «Cuanta más caridad tenemos, tanta mayor
libertad poseemos. Y quien tiene la perfecta caridad, tiene en grado eminente la
libertad. [...] Es libre no porque no esté sometido a la ley divina, sino porque su
dinamismo interior lo lleva a hacer lo que prescribe la ley divina». Quien no ha
experimentado este tipo de libertad la concebirá como la máxima alienación. A
él le parecerá que convertimos la dura ley exterior de Dios en ley interior y
actuamos bajo su esclavitud imaginándonos libres. Nosotros tenemos por
experiencia la certeza contraria. Hay dependencias que engendran verdadera
libertad; hay libertades que engendran verdadera esclavitud.

a) La libertad
La enseñanza paulina sobre la libertad cristiana es un verdadero monumento. El
cristiano es para él una persona liberada por Cristo de la ley judía, del pecado y
de la muerte. «La llamada del Señor convierte al esclavo en libre y al que era
libre lo convierte en esclavo de Cristo. Habéis sido comprados a buen precio; no
os hagáis esclavos de los hombres» (cf. 1 Cor 7,22-23). Pero Pablo no desconoce
la fragilidad de esta libertad, tentada de volver sobre sus pasos y de recaer en la
esclavitud o en la inconveniencia. El Espíritu viene en su ayuda para liberar la
incipiente y débil libertad. «Donde está el Espíritu del Señor, hay
libertad» (2 Cor 3,17). Por el Espíritu pasamos de la esclavitud de los siervos a
la libertad de los hijos de Dios (cf. Gal 4,6-7). El cristiano se torna libre porque
el Espíritu no le solicita desde el exterior, sino desde el interior. La vocación del
cristiano consiste en ensanchar y consolidar esta libertad. En otras palabras: es
hacer de su vida una tarea de liberación.
Esta vocación es hermosa y exigente: conquistar cada día la libertad y
comprometernos en la auténtica liberación de los demás. Nuestra tarea consiste
en llamar a las personas a la libertad, en ayudarlas a descubrir cuáles son sus
cadenas; en presentarles a Jesús como liberador de todas las esclavitudes
interiores y exteriores; en acompañarlas en el itinerario de su liberación; en
suscitar en ellas la vocación de liberadoras.

b) El amor
Amor personal y recíproco del Padre y del Hijo, el Espíritu es, en la Iglesia y en
cada uno de sus miembros, fuente de amor. Él es el manantial de la cohesión
entre los miembros de la Iglesia y la fuente del amor y del servicio de los
cristianos. «La esperanza no engaña porque, al darnos el Espíritu Santo, Dios ha
derramado su amor sobre nosotros» (Rom 5,5). El amor es el primero de los
frutos del Espíritu Santo (cf. Gal 5,22). El símbolo del fuego, que es una de las
imágenes habituales del Espíritu Santo, sugiere asimismo, junto a la idea de luz
y purificación, la idea de amor. El himno Veni Creator recoge esta condición del
Espíritu al invocarlo como «fuente viva, fuego, amor, unción espiritual».
Podemos afligirnos por la fuerza que cobran en nuestro mundo la
indiferencia, el egoísmo y la violencia. Sabemos que el Señor, que murió por
amor, nos ha enviado su Espíritu, que es más fuerte que este círculo inhumano,
que nunca podrá extinguir el amor ni neutralizarlo sobre la faz de la tierra. El
Espíritu es un fermento de amor escondido en las entrañas de la historia. Cada
creyente lleva dentro de sí una porción de este fermento renovador.

2.5. El Espíritu de fortaleza


La vida del cristiano es un combate del creyente, animado por el Espíritu, contra
las tendencias negativas de su mismo interior y contra las influencias nocivas del
exterior. La presencia del Espíritu no elimina este combate. «La lucha no termina
en modo alguno cuando viene el Espíritu; al contrario, es entonces cuando
comienza verdaderamente» (James D. G. Dunn).
Las dificultades ordinarias se multiplican en fases extraordinarias de
nuestra vida en las que la enfermedad, el desamor, el fracaso profesional, las
desgracias familiares… irrumpen sobre nosotros. Entonces la fidelidad cristiana
necesita, para sostenerse, la virtud de los momentos difíciles: la fortaleza. El
Espíritu que alentó al Señor en la cruz nos comunica el don de la fortaleza.
La fortaleza de la que habla la Escritura tiene poco que ver, en su
inspiración fundamental, con la virtud de la fortaleza, heroica y arrogante,
retratada por los griegos: es fuerza de Dios en la debilidad humana. La fidelidad
del cristiano a Cristo es un «tesoro llevado en vasijas de barro, para que todos
vean que una fuerza tan extraordinaria procede de Dios [de su Espíritu] y no de
nosotros» (2 Cor 4,7). Pablo mismo ha experimentado esta fortaleza
precisamente en su debilidad. «Tengo un aguijón clavado en mi carne, un agente
de Satanás encargado de abofetearme para que no me enorgullezca. He rogado
tres veces al Señor para que apartase esto de mí y otras tantas me ha dicho: “Te
basta mi gracia, ya que la [mi] fuerza se pone de manifiesto en la [tu] debilidad”.
Gustosamente, pues, seguiré presumiendo de mis debilidades para que habite en
mí la fuerza de Cristo [...], porque cuando me siento débil, entonces es cuando
soy fuerte» (2 Cor 12,8-9). Esta es la fortaleza humilde que nos comunica el
Espíritu Santo. Nosotros la pedimos con las palabras de un santo oriental: «Tu
siervo espera la paz y el coraje entre lágrimas» (san Simeón).

3. María, templo del Espíritu


Hay una mujer singular en la Iglesia en la que el Espíritu «se empleó a fondo» e
hizo verdaderas maravillas: es María, la madre de Jesús. La fuerza y el amor del
Espíritu hicieron posible en María lo imposible: la encarnación del Hijo de Dios,
acontecimiento central de la historia humana. El Espíritu la envolvió y la
impregnó de su benevolencia hasta el punto de que la palabra de Dios la llama
«colmada de gracia» (cf. Lc 1,28). La expresión «llena de gracia» equivale a esta
otra: llena del Espíritu Santo [38] . En medio del gozo y de las lágrimas, de
claridades y oscuridades, María respondió a su vocación única con exquisita
fidelidad. El Espíritu de Dios y su espíritu sintonizaron perfectamente. De esta
sintonía nació una obra maestra de la gracia: una mujer oyente, orante, dócil,
generosa, fiel, transparente. Supo recibir en la fe al Salvador y ofrecerlo con
generosa humildad. Constituye por ello un modelo para la Iglesia y para todos
los creyentes.
No es, pues, extraño que Juan Pablo II dé por sentado que «María, que
concibió al Verbo encarnado por obra del Espíritu Santo y se dejó guiar después
en toda su existencia por su acción interior, será contemplada e imitada […]
como mujer dócil a la voz del Espíritu Santo, mujer del silencio y de la escucha,
mujer de la esperanza. [...] Ella ha llevado a su plena expresión el anhelo de los
pobres de Yahvé y resplandece como modelo para quienes se fían con todo el
corazón de las promesas de Dios» [39] .

* * *

«Ven ya, óptimo consolador del alma que sufre [...]. Ven, tú que purificas de las fealdades, tú que
curas las llagas. Ven, fuerza de los débiles, sostén de los decaídos. Ven, maestro de los
humildes, vencedor de los orgullosos. Ven, tierno padre de los huérfanos [...]. Ven, esperanza de
los pobres [...]. Ven, estrella de los navegantes, puerto de los náufragos. Ven, gloria insigne de
todos los vivientes. Ven, tú que eres el más santo de los espíritus, ven y habita en nosotros.
Hazme conforme a ti» (Juan de Fécamp).
4.
LOS RASGOS DEL «HOMBRE ESPIRITUAL»

En medio de un mundo aquejado por las carencias que hemos descrito (capítulo
I), el Espíritu Santo suscita en su Iglesia hombres y mujeres «espirituales».
Hemos de recuperar esta expresión, bastante maltratada por el uso corriente. En
lenguaje bíblico, «espiritual» no es aquel que se distancia de la vida de cada día
o se olvida de los problemas que afligen a las personas y grupos de nuestra
sociedad. Ni es aquel que, por razones ascéticas, se niega a sí mismo el disfrute
de dimensiones importantes de su vida. Es simplemente aquel que se abre a la
realidad personal y comunitaria dejándose guiar por el Espíritu. «Uno de los
riesgos del cristianismo actual es el distanciamiento entre un cristianismo cívico
sin el sentido de la trascendencia y una renovación espiritual sin encarnación
histórica» (monseñor Gabriel Matagrin). Entre el materialismo y el
espiritualismo está la auténtica espiritualidad.
Este capítulo pretende esbozar algunos rasgos del «hombre según el
Espíritu» que los cristianos europeos del tercer milenio deberíamos encarnar,
para ofrecer a nuestra sociedad deficitaria una alternativa cristiana.

1. «Seréis mis testigos» (Hch 1,8)


Un mundo apático ante valores humanos y cristianos capitales e insensible a los
problemas y sufrimientos de la gente necesita, como terapia de contraste, una
generación de testigos.

1.1. Qué es ser testigo


Precisemos el sentido de esta palabra clave. Un testigo es algo más que una
persona convencida de su fe, cumplidora del código moral evangélico, adherida
a la comunidad cristiana, deseosa de «un mundo mejor». Testigo, en el sentido
fuerte de la expresión, es alguien que ha vivido un acontecimiento central y
único que le ha ganado el corazón y ha transformado su vida, hasta el punto de
que no puede ya dejar de transmitir lo que él vive, con su palabra y sus obras. El
acontecimiento central es el encuentro con Jesucristo en la fe y en la comunidad.
Tal encuentro ha cambiado su mente, su conducta y sus sentimientos. El testigo
está tan convencido de que esta nueva manera de vivir es saludable para todos
que se siente motivado a ofrecerla incansablemente a los demás.
El entusiasmo es, en consecuencia, una de las características del testigo. En
una sociedad apática el entusiasmo no tiene «buena prensa». Es fácilmente
confundido con la exaltación de los desequilibrados, con el idealismo de los
inmaduros o con el fanatismo de los iluminados. El entusiasmo del cristiano no
es ninguna de estas tres cosas. Nace de la convicción creyente de que es una
dicha inmensa creer en Jesús, pertenecer a su comunidad y vivir impregnado de
su Espíritu. Brota de la decisión firme de ofrecer este bien inestimable a sus
semejantes.
El entusiasmo no convierte al testigo en un «cristiano perfecto». Tiene
debilidades, tropezones, desfallecimientos. El Nuevo Testamento nos retrata
unas comunidades cristianas llenas de defectos, pero traspasadas por ese fulgor
de la experiencia pascual.
Es precisamente este fulgor el que necesita ser encendido en muchos
miembros de nuestra Iglesia. El «ánimo bajo» no es privativo de la gente alejada
o indiferente ante la fe. Penetra como una niebla también en los entresijos de
muchos cristianos. Ante una sociedad sensiblemente indiferente al evangelio,
muchos creyentes llevan en la sangre una sensación de «decadencia
cristiana» que les bloquea para ofrecer su fe. En un mundo que frecuentemente
confunde pluralismo con relativismo, llegan a creer que el respeto debido a las
personas y a las ideas de los demás los obliga a no presentarles la propuesta
cristiana. Ciertamente necesitamos que el Espíritu Santo nos comunique en
nuestros días esa punta de sereno entusiasmo y de coraje desacomplejado para
ofrecer, siempre con exquisito respeto, la «alternativa cristiana».

1.2. Cuáles son las formas del testimonio


El modelo máximo y fontal es Jesucristo. Lleno del Espíritu Santo, él vivió y
ofreció el testimonio en tres registros complementarios. Nosotros, movidos por
el mismo Espíritu, estamos llamados a prolongarlo y actualizarlo.
a) El testimonio verbal
La gente que vive, trabaja y se divierte entre nosotros ha de saber de nosotros
mismos que somos creyentes, que valoramos altamente nuestra fe y que ella nos
da fuerza para vivir. Siempre que la oportunidad y la discreción lo propicien, han
de conocer no solo que somos creyentes sino cuáles son las convicciones básicas
de nuestra fe. En muchas ocasiones, en las que el diálogo se centrará en temas o
acontecimientos de interés (por ejemplo, la deuda externa de los países pobres o
la clonación de seres humanos), nuestro entorno tiene derecho a conocer de
nosotros cuál es la valoración que estos asuntos nos merecen y cuáles son los
motivos evangélicos que nos inducen a adoptar ante ellos la postura que
mostramos. Ante conductas reprobables en el mundo familiar, laboral o político,
el testimonio verbal nos urge a censurarlas con mansa firmeza, sin caer en una
«comprensión» que constituye una cómoda evasión.

b) El testimonio de la conducta


«Este testimonio constituye ya de por sí una proclamación silenciosa, pero muy
clara y eficaz, de la buena noticia» [40] . Las primeras comunidades cristianas
evangelizan ante todo por su modo de vivir alternativo, por el testimonio
práctico y la sorpresa que dicho testimonio produce en el entorno. Cada uno de
nosotros y nuestras comunidades estamos llamados a mostrar «silenciosamente»
que es posible y deseable una conducta personal y una convivencia social
basadas en principios y opciones evangélicas, diferentes de las que rigen en la
sociedad.

c) El testimonio del compromiso


Ser testigo del Señor en nuestro mundo entraña «transformar con la fuerza del
evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los centros de interés,
las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la
humanidad que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de la
salvación» [41] . La misión del cristiano no consiste solo en santificarse en el
mundo, sino en santificar el mundo. La salvación de Jesús abarca al hombre y a
todo su mundo. Todo él ha de quedar «cristificado» por la acción del Espíritu
Santo. El empeño por transformar la vida familiar, las costumbres sociales, las
relaciones económicas, las leyes laborales, los ambientes culturales…
humanizándolos y abriéndolos al evangelio es una dimensión de la vocación
cristiana. La tarea de colaborar activamente en la acción pastoral de la
comunidad cristiana pertenece asimismo a esta vocación. Ejercer ministerios
eclesiales y asumir compromisos cívicos son dos componentes complementarios
del testimonio de los cristianos.

2. «Alegres en la esperanza» (Rom 12,12)


El testimonio no puede sostenerse «a golpe de deber». Necesita ser internamente
regado por un agua interior: la alegría. Inmersos en un mundo propenso a la
tristeza, el hombre y la mujer alternativos reciben del manantial del Espíritu
Santo el agua de la alegría cristiana.
También en este punto procede identificar la alegría cristiana. No es la
alegría temperamental, propia de caracteres impenitentemente optimistas y
deliciosamente encantadores que tanto refrescan la convivencia humana.
Tampoco es el gozo consiguiente a una meta lograda en la vida. Menos se parece
a la quietud tras un momento de satisfacción o felicidad. Mucho menos se
asemeja a un estado artificial y eufórico conseguido a base de sugestión o de
abuso de sustancias «tonificantes».
La alegría producida por el Espíritu Santo es diferente, aunque esté
coloreada por el temperamento, por las metas logradas o por las satisfacciones
obtenidas. Desde luego no está reñida con el sufrimiento, que subsiste en la
existencia cristiana. En consecuencia, es frecuentemente una alegría crucificada.
«Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y
Dios de todo consuelo. Él es el que nos conforta en todas nuestras tribulaciones
para que, gracias al consuelo que recibimos de Dios, podamos nosotros consolar
a todos los que se encuentran atribulados. Porque si es cierto que abundan en
nosotros los sufrimientos de Cristo, no es menos cierto que Cristo nos llena de
consuelo» (2 Cor 1,3-5).
La alegría cristiana brota de una actitud básicamente positiva ante la
existencia. Está animada por la convicción de que la vida merece ser vivida
porque es fruto del amor, está abierta al futuro y tiene sentido para mí y para
otros. Esta actitud nace de un encuentro profundo con el Señor en la fe, que
refresca el centro mismo de nuestra existencia al despertar en nuestro interior la
persuasión de que Dios nos ama y el deseo de corresponder a su amor.
La alegría cristiana es, además, dinamizadora y esencialmente
comunicativa. Tiende a desplegarse en una vida activa y necesita transmitir a los
demás el contenido y el motivo de su vivencia interior.
En una u otra de sus formas, la alegría es el estado habitual de los cristianos
espiritualmente generosos. Puede nublarse temporalmente, pero vuelve a
emerger como el sol entre las nubes. ¿Tal vez se oculta del todo en esa prueba
especialmente dolorosa de la depresión profunda que anega a algunas personas?
Incluso en esa situación límite ¿no permanece como una luz tenue pero
persistente, como una brisa casi imperceptible, pero inextinguible, al igual que
en la cruz de Jesús, un sedimento vivo que tiene su origen en la alegría pascual?
La alegría no es un imperativo categórico. No podemos estar alegres «por
decreto», por puro voluntarismo. No tenemos un control completo, aunque sí
indirecto, sobre nuestra alegría. Pero sabemos que ella es un don permanente
regalado por el Espíritu Santo consolador a quienes buscan sinceramente a Dios
en el seguimiento fiel de Jesucristo.

3. «Perseverantes en la oración» (Rom 12,12)


3.1. La dificultad
La cerrazón del hombre contemporáneo ante Dios tiene una de sus expresiones
más netas y más dramáticas en su extrema dificultad para orar. Ante este umbral
se detienen muchos contemporáneos, que manifiestan paladinamente: «No
puedo rezar».
Muchos cristianos participamos, en nuestra medida, de esta dificultad. El
desaliento, la superficialidad, la aridez, el cansancio, la rutina y las distracciones
son las dificultades más visibles [42] . Debajo de ellas subyace con frecuencia
otra dificultad más profunda: la oscura sensación o temor de que «al otro lado no
haya nadie». En todas las épocas el ser humano ha clamado a Dios
preguntándole: «¿Dónde estás? ¿Dónde te puedo buscar?». En nuestra época
técnica y pragmática, la pregunta se hace más lacerante: «¿Estás en alguna
parte?». Muchos grandes creyentes de nuestro siglo han gemido en estas
tinieblas. «Te busco desde siempre, no te he visto. / […] / Sé que no sé buscarte
y no desisto» [43] .
Tal vez por esta dificultad para sentirnos ante un interlocutor real, algunos
tienden a concebir y practicar la oración como un monólogo que intenta llenar
un vacío interior o sacarnos imaginariamente de la soledad o del abatimiento. He
aquí una de las deformaciones más corrientes. Junto a estas, es preciso señalar
algunos prejuicios: toda una muchedumbre de cristianos «pragmáticos» estiman
que es preciso «orar menos y hacer más». Según ellos, Dios conoce de sobra
nuestras necesidades como para que nosotros tengamos que repetírselas
machaconamente. No reconocen a la oración el rango de una actividad creyente
de primer orden, tan necesaria y tan noble como el ejercicio de la caridad.

3.2. La acción del Espíritu


Nadie puede orar si el Espíritu Santo defensor e intercesor no viene en su ayuda.
El ser humano puede por sí mismo manifestar su necesidad e incluso gritarla
ante otro. No puede por sí solo convertir su grito en oración, porque orar entraña
reconocer vitalmente a Dios como Dios y este reconocimiento es fruto del
Espíritu Santo. La oración es esencialmente comunión con Dios y con su
voluntad. El grito de Jesús en Getsemaní («¡Que se aleje de mí este cáliz!») se
convierte en oración porque añade: «Sin embargo, no se haga mi voluntad, sino
la tuya».
El Espíritu, que alienta el inicio de nuestra oración, inspira también todo su
decurso. «Él nos guía interiormente durante la oración, supliendo nuestra
insuficiencia y remediando nuestra incapacidad de orar. Está presente en nuestra
oración y le da una dimensión divina» [44] . Nuestra oración es, en consecuencia,
«acción de Dios y acción del hombre; brota del Espíritu Santo y de
nosotros» [45] .

3.3. Por qué orar


Orar es vital para la Iglesia y para los creyentes. Si se paralizara la oración en la
Iglesia, se debilitaría hasta el extremo su vitalidad. Cuando en un creyente
desfallece su oración, desfallece su vida cristiana.
Orar es una manera de reconocer que Dios es el Primer Valor de nuestra
existencia. En la oración «elegimos a Dios» (P. Bro). Le mostramos que él es
más importante para nosotros que todas las personas, todas las causas, todos los
proyectos. Por esto, la oración no debe convertir a Dios ni en un doble de mi
intimidad, ni en un analgésico para mis penas, ni siquiera en una palanca útil
para mover el mundo hacia un estado mejor.
Orar es una manera de confesar ante Dios y ante los demás que no somos
nosotros la fuente de nuestra salvación ni de la de nadie; que él es nuestro único
Salvador. Podemos decir con verdad que «el que no ora no espera» (Edward
Schillebeeckx): o bien desespera de la salvación o bien se cree autosuficiente
para procurársela.
Orar es una manera de abrirse, por el amor, a Dios, a la comunidad cristiana
y a la entera humanidad. «En la oración recordamos amorosamente a los que nos
han dejado, tenemos presentes a los olvidados y pensamos en quienes vendrán
después de nosotros» [46] . Este ejercicio de las virtudes teologales en la oración
explica su carácter oscuro o nebuloso. A Dios siempre lo vemos «de espaldas»,
como Moisés. «Dios no es un ídolo al que podemos invocar para nuestra
autosatisfacción espiritual. Es el “totalmente otro” [...]. Por eso la oración no
apaga nuestra sed de Dios, sino que la acrecienta. [...] Hay que buscar a Dios con
fe, en una espera callada y perseverando en el empeño, sin poder encontrarlo del
todo» [47] .

3.4. Cómo orar
De entrada, nuestra oración debe ser total, es decir, trabajada por una intensa
atención y dedicación. Nuestra oración, individual y comunitaria, privada o
litúrgica, no puede ser, como suele serlo frecuentemente, un subproducto, bajo
en calorías espirituales, de nuestra mente y de nuestra afectividad. Una oración
tibia y desganada delata una vida cristiana mediocre.
La palabra de Dios es la cantera básica de la oración cristiana. Ella nos
recuerda constantemente las fidelidades y misericordias del Señor. Ella nos
refleja, como un espejo, el proyecto que Dios tiene sobre nosotros. Ella nos
estimula a adaptarnos activamente a la voluntad del Señor sobre nosotros, a
través de un diligente discernimiento. Ella «nos despierta el corazón» (André
Louf) cuando desfallecemos a causa de nuestra fragilidad o de nuestra
ambigüedad.
La vida real del creyente, es decir, su propio interior, su familia, su
profesión, sus experiencias cívicas y eclesiales… han de ser bien el punto de
partida, bien el punto de llegada de su oración. La plegaria es un espacio
excelente para abordar una lectura creyente de la realidad. En la oración
descubrimos las incesantes llamadas que el Señor nos va dirigiendo durante la
jornada, a la manera como en el contestador automático de nuestro teléfono
encontramos las llamadas que hemos recibido en el tiempo de ausencia.
4. «Caminad según el Espíritu» (Gal 5,16)
Una conducta cristiana coherente es un signo alternativo de incalculable valor.
En una sociedad en la que la comunidad cristiana consciente y motivada va
siendo minoritaria, tenemos que ofrecer, mediante nuestro comportamiento
diario y visible, una alternativa al «modo de obrar del mundo». Al igual que en
la época de Pablo, la actual comunidad de Jesús está llamada a ser un
movimiento «inconformista» frente el desfallecimiento ético de la sociedad. Los
cristianos estamos llamados a cumplir, con la coherencia de nuestra conducta,
esta incómoda misión.

4.1. Un combate
La presencia activa del Espíritu en nosotros hace que esta conducta alternativa
nos sea posible, pero no fácil. Nuestra vida cristiana es un combate. Pablo
identifica a los combatientes: «el espíritu» y «la carne». La carne comprende
todos los dinamismos de nuestro ser (sean físicos o psíquicos) y todas las
influencias externas que nos encasquillan en nosotros mismos y en nuestras
propias esclavitudes, hasta cerrarnos a la llamada de Dios y al clamor de los
hermanos. La Carta a los Gálatas enumera los «frutos de la carne», que pueden
agruparse en torno a estos tres polos: idolatría, discordia y desenfreno pasional
(cf. Gal 5,19-21).
La vida moral promovida por el Espíritu es libertad frente a esclavitud; no
es una moral de esclavos. Es amor frente a indiferencia; no es una moral de
apáticos. Es servicio frente a pasividad; no es una moral de inactivos. Es
misericordia frente a dureza; no es una moral de intransigentes. Es debilidad por
los marginados; no es una moral de círculos aristócratas.
Ambos contendientes, la carne y el Espíritu, están vivos. Es verdad que «la
carne» lleva ya clavado el punzón de la derrota final en sí misma. Pero, a la
manera de un toro transido por la espada, cornea todavía con vigor y con peligro.
Estamos bajo el Espíritu, pero también bajo la carne. Pablo describe de manera
insuperable el dramatismo de esta situación (cf. Rom 7,7-25). Agustín, Tomás de
Aquino, Lutero y muchos exégetas actuales sostienen que Pablo describe en este
texto la situación del cristiano bautizado, incluso su propia situación personal.
La delicadeza de tal situación estriba en el hecho de que es posible una
regresión, una «vuelta a la carne». El Espíritu viene en nuestra ayuda para que
no sucumbamos ante esta radical fuerza negativa y crea dentro de nosotros el
atractivo y la fuerza que nos abre a Dios y nos orienta hacia los hermanos. Lejos
de limitarse a propiciar en nosotros «victorias parciales», su acción discreta y
continua va produciendo un auténtico crecimiento espiritual. Secundar este
dinamismo del Espíritu Santo, que se nos hace privilegiadamente actual en los
sacramentos y en la liturgia de la Iglesia, es el quicio de la vida moral cristiana.

4.2. Nuestro combate hoy


¿Cuáles son las áreas de la vida moral en las que los cristianos de nuestros días
hemos de ofrecer un testimonio alternativo más aquilatado? Precisamente
aquellas que se encuentran más azotadas por la crisis ética de nuestro tiempo.
Son ellas las que requieren un refuerzo mayor.
Fiel al «Espíritu de la vida», el estilo moral de un cristiano tiene que
distinguirse hoy por un sano y potente amor a la vida humana desde la
concepción hasta el último suspiro. Debe oponerse, por tanto, en privado o en
público, a toda práctica abortiva, a todo asesinato terrorista, a toda tentación
eutanásica.
En sintonía con el «Espíritu creador», la sensibilidad moral de los cristianos
debe caracterizarse por conectar espontáneamente y movilizarse abnegadamente
ante los problemas graves de la humanidad: la miseria material y el hambre
espiritual del Tercer Mundo, el armamentismo, la promoción de la mujer, la
búsqueda de la paz…
Alentada por el «Espíritu que abate a los ídolos de muerte», la conciencia
moral cristiana ha de combatir la adoración del «dios dinero» que se manifiesta,
a gran escala, en una economía amoral e inmoral y se refleja, a escala reducida,
en nuestra propia y desmedida afición al dinero. Un cristiano «tiene a raya» a
este ídolo, compartiendo con los necesitados cuanto no le es estrictamente
necesario, por la vía del donativo o por la de la inversión social.
Animado por el «Espíritu de fortaleza» que sostuvo a Jesús en la cruz, el
cristiano debe oponerse a un fenómeno social dominante, atizado por poderosos
intereses comerciales: la obsesión por un confort cada día más refinado. Una
vida sobria y austera que exprese el señorío del creyente sobre las nocivas
solicitaciones del ambiente es la manera más coherente de resistir en este punto.
El confort excesivo nos corroe por dentro y desdibuja nuestro testimonio
cristiano.
Inspirado por el «Espíritu del amor», el cristiano debe regular todo su
comportamiento sexual en torno a unos criterios exigentes: el respeto a la
persona; a los compromisos contraídos ante Dios, la Iglesia y la sociedad; a la
misma sexualidad humana y a sí mismo. Una generación cristiana está llamada a
tener en este punto un comportamiento muy diferente del que hoy se promueve.
Necesita formarse con actitud receptiva en la doctrina moral de la Iglesia y
adoptar una vigilancia crítica ante los mensajes negativos del ambiente.
Movido por el «Espíritu abogado de los pobres», el cristiano alternativo de
nuestros días ha de asumir, en favor de los marginados y excluidos, un
compromiso consistente en adoptar un nivel de vida sobrio, en practicar una
comunicación cristiana de sus bienes, en pagar lealmente los impuestos, en
adscribirse a alguna forma de voluntariado social y en apoyar las campañas
sociales que defienden la causa de los últimos de la tierra [48] .
El empeño de una conducta cristiana en nuestros días es noble, bello y
difícil. El Espíritu Santo que hemos recibido nos ofrece «la fuerza que permite
hacer lo ordinario de un modo extraordinario» [49] .

5. «Pacientes en la tribulación» (Rom 12,12)


La conducta moral cristiana está fundada sobre la libertad y el amor. Pero la
libertad y el amor cristianos no son «indoloros». Pasan su prueba de fuego en
situaciones de persecución y de sufrimiento. «El aguante en la persecución y la
paciencia en el sufrimiento constituyen la forma suprema de independencia
frente a los poderes y dominaciones que presionan desde el exterior. Por algo la
Biblia (Jn 15–16) y la tradición califican al Espíritu como fuerza para
resistir» [50] .
Las dificultades de la vida diaria son el primer gran capítulo del
sufrimiento. La soledad, la enfermedad, la vejez, la pobreza, el fracaso, las
incomprensiones, los propios errores, las vicisitudes adversas de la vida… pesan
como un fardo oneroso sobre nuestras espaldas. Tras ellas se asoma con
frecuencia, con mayor o menor claridad, la sombría perspectiva de la muerte.
Esta «pasión de la vida cotidiana» necesita, para ser sobrellevada, al Espíritu de
fortaleza. «Sobre todas las gracias y dones del Espíritu Santo concedidos por
Cristo a sus amigos, está el vencerse a sí mismo y sentirse contento por amor a
Cristo, sobrellevando las penas, injurias, oprobios e incomodidades» (san
Francisco de Asís). Tertuliano, usando una comparación que resulta muy actual y
tiene claras raíces paulinas, afirma: «El Espíritu es nuestro entrenador [...].
Nuestro seleccionador es Jesucristo, que os ha ungido con el Espíritu Santo y os
ha hecho descender a la arena para el día del combate; os ha retirado del mundo
para un duro entrenamiento, a fin de adiestraros más tenazmente».
No podemos minimizar la profundidad y el volumen que todo este
sufrimiento cobra en muchas vidas humanas. Resulta impudoroso hablar de él
«serenamente». Pero es necesario ponerlo en relación con el misterio cristiano,
precisamente para asumirlo con los recursos que la fe nos brinda. Ellos pueden
ayudarnos a «sufrir de otra manera». Esta manera alternativa es un servicio que
hemos de prestar a la humanidad.
¿Cuál es esta manera de sufrir?
No consiste, desde luego, en asumir el dolor como un bien deseable.
Nuestra primera reacción ha de consistir en luchar contra el dolor propio y ajeno
y contra las fuentes que lo producen. «Dios desea liberarme de las pasividades
que me disminuyen. Dios quiere que yo le ayude a alejar de mí este cáliz» [51] .
Luchar contra las causas que hacen sufrir al hombre y le impiden crecer es uno
de los rasgos de la fortaleza cristiana.
La manera cristiana de afrontar el sufrimiento no consiste tampoco en
enmascarar el dolor propio y el dolor del mundo. A partir de la Ilustración, el
hombre parece empeñado en demostrarse a sí mismo que va, paso a paso,
camino de la felicidad. No sabemos si hoy se sufre más o menos que en otras
épocas. Pero sí parece cierto que no hay en nuestros días dicha más profunda que
en otros tiempos. Nuestro mundo se empeña en marginar el dolor a la propia
secreta intimidad o lejos de nuestra mirada. Se le coloca «respetuosamente
aparte». Un dolor no reconocido es generalmente más lacerante y más destructor
que un dolor reconocido como tal. Llamar al dolor por su nombre y reconocer
que nuestra vida no es solo dicha, sino también «valle de lágrimas», es recordar
una verdad impopular, pero saludable.
El cristiano espiritualmente maduro no adopta ante el sufrimiento propio la
actitud del superhombre que no se descompone ni «pierde la figura». Permite
con sencillez que las preguntas y los miedos que el dolor suscita en él emerjan a
su consciencia y se expresen en la comunicación humana. Se confiesa a sí
mismo como laminado y cuarteado por el dolor. El sufrimiento lo entristece, lo
«descoloca», lo desconcierta. Hablamos por supuesto de dramas profundos, no
de sufrimientos periféricos agrandados por nuestra hipersensibilidad y nuestro
narcisismo. La imagen de un hombre que sufre «deportivamente» las grandes
penalidades de la vida y se siente ante ellas un gigante altivo se parece más a un
héroe mitológico que a un corazón cristiano.
Pero, al mismo tiempo, el cristiano espiritual no se rinde ante el océano del
sufrimiento que lo embarga. Mantiene siempre un hilo que lo vincula a su Señor
y que le hace identificarse con el apóstol: «Nos acosan por todas partes, pero no
estamos abatidos; nos encontramos en apuros, pero no desesperados; nos
derriban, pero no llegan a rematarnos. Por todas partes vamos llevando en el
cuerpo la muerte de Jesús para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro
cuerpo» (2 Cor 4,8-10). Su confianza en el Señor no desmaya, aunque,
sintiéndose frágil, se refuerza en la súplica e incluso en la queja orante. No es el
sufrimiento, es Dios quien tiene para él la última palabra. Esta convicción es
fuente de un consuelo y de una paz inefables que siente por momentos y, a veces,
de un modo continuo. En este clima el cristiano sufriente realiza la entrega de su
vida y ofrece sus mismos sufrimientos con la convicción de que «completan lo
que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).
El cristiano trabajado por el Espíritu se caracteriza, en fin, por una acusada
sensibilidad hacia el sufrimiento de los demás. Lejos de quedar bloqueado por
sus preocupaciones personales, tiene unas antenas finas para detectar el dolor de
los demás y un dinamismo para saber estar junto al que sufre y ofrecerle su
consuelo y su ayuda.

* * *

«Cuando el Espíritu del Padre desciende sobre el hombre y lo envuelve en la plenitud de su


presencia, entonces el alma rebosa de gozo indecible, pues el Espíritu Santo llena de gozo
cuanto toca. [...] Si las primicias del gozo futuro llenan ya nuestra alma de tal dulzura, de tal
regocijo, ¿qué diremos del gozo que espera en el reino celestial a cuantos lloran aquí en la
tierra? Vos también, amigo mío, habéis llorado bastante en el transcurso de vuestra vida
terrestre, pero ved el gozo que el Señor os envía para consolaros ya desde aquí abajo. Ahora
hay que trabajar, esforzarse continuamente, adquirir formas cada vez mayores para conseguir la
medida de la estatura de Cristo [...]. Entonces este gozo que experimentamos en este momento
parcial y breve aparecerá en toda su plenitud, colmando nuestro ser de delicias que nadie podrá
arrebatarnos» (san Simeón).
5.
VIDA ECLESIAL Y HOMBRE ALTERNATIVO

La Iglesia, llamada a ser en el mundo una comunidad de contraste, es la matriz


en la que por la acción del Espíritu han de gestarse los hombres y mujeres
alternativos que nuestra sociedad necesita. ¿Qué iniciativas pastorales tiene que
subrayar la Iglesia hoy para conseguir este noble objetivo? Nuestro último
capítulo se propone sugerir algunas de las más necesarias.

1. Los grupos eclesiales


Ser testigo en solitario, en la intemperie del mundo, es «misión imposible». El
cristiano necesita un espacio comunitario que lo ayude a discernir, a resistir al
mundo y a intervenir en él. Entre la colectividad de la masa parroquial y la
individualidad de la persona creyente hay una mediación hoy más necesaria que
en otros tiempos: la pequeña comunidad del grupo eclesial.
Las formas en que se plasme este núcleo comunitario pueden ser muy
variadas. El conjunto de los catequistas de una parroquia, la reunión periódica de
lectura creyente y orante de la Biblia, el equipo de Acción Católica general o
especializada, el grupo que se embarca en una catequesis de adultos, el puñado
de voluntarios parroquiales o interparroquiales de Cáritas, la asociación
consagrada a los enfermos, las agrupaciones de profesores cristianos, la célula de
jóvenes empeñados en intervenir como creyentes en la universidad... Pero los
parámetros básicos de todos estos grupos son los mismos: formarse, orar,
comprometerse. Solo la formación bíblica y teológica brinda convicciones
luminosas y netas para mantener e irradiar una mentalidad cristiana. Solo el
cultivo espiritual nos «engrasa» interiormente para que, como dice el
Deuteronomio, no se deshilachen nuestras túnicas, ni se hinchen nuestros pies, ni
se desgasten nuestras sandalias (cf. Dt 8,4). Solo el compromiso cívico y eclesial
pondrá a prueba la firmeza de nuestras convicciones y la riqueza de nuestra
experiencia espiritual.
Quiero señalar especialmente a las parroquias y a sus responsables cuatro
surcos todavía insuficientemente abiertos: las asociaciones de catequesis de
adultos de cuño diocesano, los equipos de Acción Católica general de adultos,
las comunidades juveniles de muchachos ya confirmados, las agrupaciones de
matrimonios progenitores de nuestros niños y jóvenes catequizandos, y los
grupos de lectura creyente y orante de la Biblia.

2. Las estructuras pastorales de acogida


Comunicar nuestras penas y preocupaciones es casi siempre un alivio real y, en
ocasiones, inicio de una salida a los problemas. Una de las causas mayores de la
tristeza es la incomunicación. Nuestra sociedad segrega una «muchedumbre
solitaria» y no le brinda espacios de escucha y de acogida. Los centros de
psicoterapia son escasos y costosos y están reservados a personas con trastornos
notables. El entorno social «tiene prisa» para escuchar a fondo y acoger sin
reservas. Las familias muy sanas practican generalmente este saludable ejercicio,
pero no son relativamente tan numerosas. ¿No tendrá la Iglesia que consagrarse
a este servicio con mayor paciencia y con mejor competencia?
Bastantes sacerdotes dedican a este servicio parte de su tiempo. He aquí un
ministerio «de artesanía» al alcance de las parroquias más exiguas. Pero existe,
en general, una desproporción entre el tiempo consagrado y la necesidad
constatada. La confesión individual es un espacio sacramental muy indicado
también para responder a esta necesidad. Los presbíteros han de empeñarse en
promover y facilitar de la forma adecuada la práctica de este sacramento.
Es conveniente que en parroquias populosas y en otros grandes centros
eclesiales vayan alumbrándose grupos de personas que, de manera amable y
discreta, acojan a quienes allí se acercan a informarse, a pedir un servicio, a
demandar una caridad o simplemente a desahogarse. La manera de acoger puede
y debe ser un signo específico en las comunidades cristianas. Nuestra acogida no
puede identificarse ni con la artificiosa obsequiosidad de muchos agentes
comerciales ni con el ceño sombrío y desganado de bastantes funcionarios. Tiene
su sello propio, que debería ser perceptible, incluso por contraste, para quienes
se acercan a nuestras comunidades. «Hospes venit, Christus venit», dice un viejo
adagio benedictino lleno de sabiduría cristiana. Acoger a los que vienen como al
mismo Cristo disipa pesadumbres y siembra alegría. La cordialidad, la paciencia,
la actitud servicial y la discreción deben impregnar nuestra acogida.

3. Las escuelas de oración


La experiencia de todos los días nos asegura que muchos cristianos asiduamente
practicantes tienen unos niveles de oración preocupantemente bajos. Saben rezar,
pero no saben orar, salvo en momentos fugaces o en trances apurados. La misa
dominical, la catequesis parroquial, la educación religiosa del colegio no los han
enseñado a orar.
Aprender a orar es tan vital como para un atleta o un cantante lo es el
aprender a respirar convenientemente. No en vano la tradición eclesial calificó la
oración como «respiración del espíritu». Por eso Jesús puso su empeño en
enseñar a orar con el ejemplo y la palabra (cf. Lc 11,1). Pero «un orante no nace;
se hace». Necesita ser acompañado.
Las escuelas o «talleres» de oración quieren ser una ayuda para este
aprendizaje. «Son hoy uno de los signos y acicates de la renovación de la
oración en la Iglesia» [52] . En ellos se exponen la naturaleza, las fases, los estilos
diferentes, las dificultades y tentaciones, las alegrías y los signos de progreso en
nuestra vida orante. En ellos «se aprende a orar orando», bajo la guía de un
experto. En ellos se prepara al creyente para la oración individual y la oración
litúrgica de la Iglesia.
Suele a veces achacarse a estos grupos que son muy sensibles a la oración,
pero insensibles al sufrimiento de los hombres. Una oración auténtica, lejos de
anestesiarnos y sumergirnos en una falsa paz, nos da «entrañas» para sintonizar
con las necesidades del prójimo. Sería preciso que los grupos de oración,
debidamente orientados, se multiplicaran en nuestras diócesis. Las delegaciones
diocesanas de liturgia podrían ayudar a este quehacer.

4. Los servicios para la formación de la conciencia moral


Los criterios morales del ambiente penetran, para bien y para mal, también en la
conciencia de los cristianos. Para la gran mayoría de los creyentes, el
«adoctrinamiento moral» al que el ambiente, con sus valores y los medios de
comunicación social, les somete es mucho más masivo y más fuerte que la
enseñanza moral que reciben de la Iglesia. Cada día la actualidad nos presenta un
problema moral y nos ofrece la respuesta «sensata, comúnmente aceptada» por
la sociedad. En bastantes ocasiones, esta «sensatez» es contraria a la sabiduría
evangélica. Tal vez la mayor erosión que en esta época está padeciendo la
comunidad cristiana es la erosión moral. No es difícil registrar, sobre todo en las
generaciones juveniles, el impacto de esta erosión. ¿Tiene mucho porvenir un
cristiano que cree en Cristo, pero está impregnado interiormente por una
sensibilidad moral incompatible con el evangelio y con la doctrina de la Iglesia?
Es preciso responder, en la medida de nuestras fuerzas, a este desafío más
reciente, pero no menos disolvente, que el desafío directo y frontal a la fe
católica. Formar la conciencia se torna hoy imperativo inaplazable de la acción
pastoral de la Iglesia.
Nuestros procesos parroquiales y colegiales de educación cristiana han de
estar tan preocupados por inducir «la recta fe» como «la recta moral». En este
último campo, hasta ahora han promovido más los grandes principios que los
criterios operativos. Han insistido acertadamente en las actitudes sociales que se
derivan de la fe cristiana, como la solidaridad; pero no han incidido tanto en
otras actitudes más personales y familiares, como la sexualidad. Enriquecer,
completar, reequilibrar y, si fuera preciso, corregir esta educación es una
exigencia indeclinable.
Muchos adultos cristianos recibieron una educación moral rígida, basada en
el temor al pecado más que en el amor a Dios. Tal educación transmitía unas
reglas de conducta demasiado estrechas en algunas áreas, como la sexual, y
demasiado poco insistentes en el área social. Con esta moral a cuestas se han
confrontado unas cuantas generaciones cristianas a nuestra cultura, caracterizada
por el avance espectacular de las ciencias humanas, y a nuestra sociedad
impregnada de permisivismo.
La perplejidad moral de estos cristianos es evidente, si es que no ha
derivado ya en una aceptación de los parámetros sociales imperantes. Una
reeducación de la conciencia moral de los adultos se revela hoy como tarea
necesaria. Es cierto que un porcentaje apreciable sigue escuchando
dominicalmente la homilía. Pero tal vez, en bastantes casos, la homilía puede
resultar moralista (porque presenta menos el anuncio estimulador que la
exigencia cristiana) e inconcreta (porque no ilumina las preguntas morales del
auditorio). Tendríamos que explorar otros cauces, al tiempo que mejoramos los
existentes. El hombre y la mujer de nuestros días, asaeteados por mensajes
amorales o inmorales y urgidos a optar en muchas situaciones hasta ahora
inusuales, necesitan un servicio de su comunidad de fe que los ayude a discernir
con unos criterios evangélicos bien formulados y debidamente contrastados con
los firmes hallazgos de las ciencias del comportamiento humano. Ofrecer estos
criterios actualizados en fidelidad al mensaje de Jesús pertenece a la misión de la
Iglesia.

5. La presencia junto a los sufrientes


En un mundo que intenta ignorar el dolor que no puede aliviar y alejar a los
sufrientes a los que no puede ayudar, la Iglesia debe saber que también aquí son
verdaderas las palabras del Señor: «A los pobres siempre los tendréis con
vosotros» (Jn 12,8). Como lo ha hecho en Cuba y en mil otros lugares, a lo largo
de su apretada situación, a través de los religiosos sanitarios y asistenciales, tiene
que reclamar un puesto junto a los sufrientes. Lo encontrará, si no es ella quien
se retrae para dedicarse a otras cosas «más productivas». Solo quien percibe
intensamente el «buen olor de Cristo» es capaz de aguantar «el mal olor de los
pobres». La Iglesia irá a los pobres y sufrientes con tanta mayor verdad,
intensidad y profundidad cuanto mayor sea su entrega a Dios. Existe una
correlación positiva entre «pasión por Dios» y «debilidad para con los pobres».
¿No son estas dos de las mayores deficiencias de la comunidad cristiana?
Quisiera señalar, entre otros muchos atendidos por Cáritas y por bastantes
comunidades religiosas, tres estratos del dolor que merecen de nosotros una
presencia activa: los ancianos, los enfermos y los jóvenes marginados. Los
primeros, porque en una sociedad que atiende a los ancianos, pero prioriza la
productividad presente y futura, no se sienten reconocidos como valiosos. La
misma situación laboral de los hijos y el tamaño de las viviendas les impide
frecuentemente tener con la familia una relación intensa y grata. En ellos aletean
«cien años de soledad» y mucha necesidad de comunicarse.
Los enfermos de cualquier edad viven una situación existencial que los
vuelve inseguros y temerosos. La presencia humana es lo que más los pacifica.
Los cuidados que les dispensamos generan en ellos agradecimiento y consuelo.
Los enfermos son sacramento especial de Cristo paciente. Deben inspirarnos en
este menester las palabras del Concilio: «La Iglesia abraza con amor a todos los
que sufren bajo el peso de la debilidad humana. Más aún: descubre en los pobres
y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y sufriente, se preocupa de
aliviar su miseria y busca servir a Cristo en ellos» [53] .
Los jóvenes marginados por carencias familiares, por desadaptación
escolar, por influencia envilecedora de la miseria o del ambiente reclaman, en
fin, de nosotros actitudes e iniciativas generosas e ingeniosas. Algunas, como
«Proyecto Hombre», son una realidad. Otras son todavía una esperanza. Estos
jóvenes se merecen una «segunda oportunidad» afectiva, académica, laboral,
social. ¿La encontrarán en nuestra Iglesia? Solo entonces podremos presentarles
de manera creíble la gran oferta: la oportunidad de creer.

* * *

«El mundo tiene necesidad de hombres y mujeres no cerrados, sino llenos de Espíritu Santo. El
estar cerrados al Espíritu Santo no es solamente falta de libertad, sino también pecado. Existen
muchos modos de cerrarse al Espíritu Santo: en el egoísmo del propio interés, en el legalismo
rígido –como la actitud de los doctores de la ley que Jesús llama hipócritas–, en la falta de
memoria de todo aquello que Jesús ha enseñado, en el vivir la vida cristiana no como servicio
sino como interés personal, entre otras cosas. En cambio, el mundo tiene necesidad del valor, de
la esperanza, de la fe y de la perseverancia de los discípulos de Cristo. El mundo necesita los
frutos, los dones del Espíritu Santo, como enumera san Pablo: «amor, alegría, paz, paciencia,
afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Gal 5, 22). El don del Espíritu Santo ha
sido dado en abundancia a la Iglesia y a cada uno de nosotros, para que podamos vivir con fe
genuina y caridad operante, para que podamos difundir la semilla de la reconciliación y de la paz.
Fortalecidos por el Espíritu Santo –que guía, nos guía a la verdad, que nos renueva a nosotros y
a toda la tierra, y que nos da los frutos–, fortalecidos en el espíritu y por estos múltiples dones,
llegamos a ser capaces de luchar, sin concesión alguna, contra el pecado, de luchar, sin
concesión alguna, contra la corrupción que, día tras día, se extiende cada vez más en el mundo,
y de dedicarnos con paciente perseverancia a las obras de la justicia y de la paz» (papa
Francisco) [54] .
CONCLUSIÓN

Toda nuestra vida es una gracia y un reclamo para que vayamos haciendo un
recorrido, tal vez modesto pero decidido, «de la carne al Espíritu». En el
combate diario, el Espíritu Santo está junto a nosotros para llevarnos de la
ambigüedad a la definición, de la tibieza al fervor, del cálculo a la generosidad,
de la esclavitud a la libertad. Él imprime a la palabra de Dios que escuchamos y
a los sacramentos de la Iglesia que celebramos el vigor liberador y salvador que
nos es necesario. Él nos dispone para que, inmersos en el misterio pascual,
lleguemos a «morir y resucitar» realmente con el Señor. Una dimensión esencial
de este misterio es la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.
No nos faltará en este itinerario la proximidad de santa María, implicada en
la maduración espiritual de toda la Iglesia. Ella, que en el Espíritu Santo
concibió y alumbró al Verbo de Dios, está junto a la comunidad eclesial para
que, impregnada del mismo Espíritu, actualice, al servicio del mundo, el misterio
de la encarnación del Señor.
NOTAS

[1] Cf. W. KASPER, El Dios de Jesucristo, Sal Terrae, Santander 2013, 318-319.
[2] Cf. JUAN PABLO II, Carta apostólica Tertio millennio adveniente, n. 46.
[3] Cf. http://www.plataformavoluntariado.org .
[4] G. DANNEELS, «Foi chrétienne et blessures de l’homme contemporain», en La Documentation
Catholique, n. 1847 (marzo de 1983).
[5] G. MÜLLER-FAHRENHOLZ, El Espíritu de Dios. Transformar un mundo en crisis, Sal Terrae,
Santander 1996, 101.
[6] JUAN PABLO II, Carta encíclica Dominum et vivificantem, n. 57.
[7] G. DANNEELS, art. cit.
[8] CONCILIO VATICANO II, Constitución Gaudium et spes, n. 36.
[9] JUAN PABLO II, Carta encíclica Dominum et vivificantem, n. 37.
[10] M. BORDONI, La cristologia nell’orizzonte dello Spirito, Queriniana, Brescia 1996, 291.
[11] JUAN PABLO II, Exhortación postsinodal Reconciliatio et paenitentia, n. 18.
[12] CONCILIO VATICANO II, Constitución Gaudium et spes, n. 16.
[13] A. DORADO, Carta pastoral Señor y dador de vida, septiembre de 1997.
[14] B. SESBOÜÉ, «Cruz», en X. Pikaza y N. Silanes (eds.), El Dios cristiano, Secretariado Trinitario,
Salamanca 1992, 331s.
[15] Y. CONGAR, El Espíritu Santo, Herder, Barcelona 1991, 321.
[16] Ibid., 330.
[17] Cf. M. BORDONI, La cristologia nell’orizzonte dello Spirito, 245-259.
[18] Ibid., 200.
[19] L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, ¡Noticias de Dios!, Sal Terrae, Santander 1997, 159.
[20] M. Muggeridge, citado por Y. CONGAR, El Espíritu Santo, 265.
[21] J. M. IMIZKOZ, Bautizados en el Espíritu, Comisión Episcopal del Clero, Madrid 1997, 26.
[22] Ibid.
[23] PABLO VI, Exhortación postsinodal Evangelii nuntiandi, n. 25.
[24] CONCILIO VATICANO II, Constitución Dei Verbum, n. 21.
[25] Cf. G. M. SALVATI, «Espíritu Santo», en X. Pikaza y N. Silanes (eds.), El Dios cristiano,
Secretariado Trinitario, Salamanca 1992, 488s.
[26] Cf. M. M. GARIJO, «Epíclesis», ibid., 407-414.
[27] M. A. GONZÁLEZ, Carta pastoral La Iglesia bajo la fuerza del Espíritu, 1997.
[28] CONCILIO VATICANO II, Constitución Gaudium et spes, nn. 26, 28 y 41.
[29] BENEDICTO XVI, «Homilía en la celebración de las primeras Vísperas en la Vigilia de
Pentecostés, en el Encuentro con los movimientos y nuevas comunidades eclesiales», 3 de junio de 2006.
[30] Cf. J. MOLTMANN, «Pentecostés y la teología de la vida»: Concilium 265 (1996), 579.
[31] Himno de la Hora intermedia del domingo de la segunda semana del salterio.
[32] W. KASPER, El Dios de Jesucristo, Sal Terrae, Santander 2013, 359.
[33] A. VERGOTE, «El Espíritu como poder de salvación y de salud espiritual»: Concilium, número
especial (noviembre de 1974), 162.
[34] Citado por Y. CONGAR, El Espíritu Santo, 209 (en nota).
[35] G. MÜLLER-FAHRENHOLZ, El Espíritu de Dios. Transformar un mundo en crisis, 119.
[36] Dictionnaire de la Bible, Supplément, 377, col. I.
[37] K. KERTELGE, Carta a los Romanos (colección «El Nuevo Testamento y su mensaje»), Herder,
Barcelona 1973, 153.
[38] Cf. VARIOS AUTORES, El Espíritu del Señor, BAC, Madrid 1997, 93.
[39] JUAN PABLO II, Carta apostólica Tertio millennio adveniente, n. 48.
[40] PABLO VI, Exhortación postsinodal Evangelii nuntiandi, n. 21.
[41] Ibid., n. 19.
[42] Cf. J. LÓPEZ, Carta pastoral La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en el
mundo, 1997.
[43] Juan José Domenchina, citado en F. LOIDI, Gritos y plegarias, Desclée, Bilbao 1982, 250.
[44] JUAN PABLO II, Carta encíclica Dominum et vivificantem, n. 65.
[45] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2564.
[46] G. MÜLLER-FAHRENHOLZ, El Espíritu de Dios. Transformar un mundo en crisis, 195.
[47] G. GRESHAKE, Ser sacerdote, Sígueme, Salamanca 1995, 181.
[48] J. M. URIARTE, La Navidad cristiana ante la pobreza del mundo, Cáritas Diocesana de Zamora
1996, 21-27.
[49] W. KASPER, El Dios de Jesucristo, 326.
[50] Ibid., 358.
[51] P. TEILHARD DE CHARDIN, El medio divino, Taurus, Madrid 1967, 79.
[52] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2689.
[53] CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen gentium, n. 8.
[54] Papa FRANCISCO, «Homilía en la santa misa en la solemnidad de Pentecostés», 24 de mayo de
2015.

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