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MARÍA URIARTE
El Espíritu Santo
Vida para la Iglesia
y el mundo
SAL TERRAE
Índice
Portada
Créditos
Introducción
1. Conversión y Espíritu Santo
2. ¿Tarea imposible?
3. La óptica de este libro
4. Estructura del libro
1. Un mundo necesitado de espíritu
1. Un mundo deficitario en sensibilidad
2. Un mundo escaso de alegría
3. Un mundo con débil aliento religioso
4. Un mundo con un sentido ético decaído
5. Un mundo inerme ante el sufrimiento
2. Quién es el Espíritu Santo y cuál es su misión
A. Quién es el Espíritu Santo
1. Espíritu de Dios
1.1. Dios es Dios
1.2. Espíritu del Padre
2. Espíritu de Cristo
2.1. El Espíritu en Jesús
2.2. En Cristo por el Espíritu
3. Espíritu e Iglesia
3.1. Espíritu y comunión eclesial
3.2. Espíritu y misión
3.3. Espíritu y palabra
3.4. Espíritu y eucaristía
4. Espíritu en el mundo
B. Cuál es su misión
1. El área de su misión
2. El contenido de su misión
2.1. El Espíritu Santo universaliza
2.2. El Espíritu Santo actualiza
2.3. El Espíritu Santo interioriza
3. El Espíritu en nosotros
1. El Dios «interior»
2. La tarea del Espíritu Santo en nosotros
2.1. El Espíritu de la verdad
2.2. El Espíritu consolador
2.3. El Espíritu defensor o intercesor
2.4. El Espíritu de libertad y de amor
a) La libertad
b) El amor
2.5. El Espíritu de fortaleza
3. María, templo del Espíritu
4. Los rasgos del «hombre espiritual»
1. «Seréis mis testigos» (Hch 1,8)
1.1. Qué es ser testigo
1.2. Cuáles son las formas del testimonio
a) El testimonio verbal
b) El testimonio de la conducta
c) El testimonio del compromiso
2. «Alegres en la esperanza» (Rom 12,12)
3. «Perseverantes en la oración» (Rom 12,12)
3.1. La dificultad
3.2. La acción del Espíritu
3.3. Por qué orar
3.4. Cómo orar
4. «Caminad según el Espíritu» (Gal 5,16)
4.1. Un combate
4.2. Nuestro combate hoy
5. «Pacientes en la tribulación» (Rom 12,12)
5. Vida eclesial y hombre alternativo
1. Los grupos eclesiales
2. Las estructuras pastorales de acogida
3. Las escuelas de oración
4. Los servicios para la formación de la conciencia moral
5. La presencia junto a los sufrientes
Conclusión
Notas
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transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus
titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español
de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
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Imprimatur:
† Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
19-01-2018
Diseño de cubierta:
Vicente Aznar Mengual, SJ
Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2648-2
INTRODUCCIÓN
2. ¿Tarea imposible?
Pero ¿se puede hablar del Espíritu Santo con un lenguaje comprensible? ¿No es
el Dios escondido, cuya misión consiste no en revelarse a sí mismo sino en
revelarnos al Padre y al Hijo? ¿No está tan dentro de nosotros que corremos el
riesgo de confundirlo con nuestra propia intimidad? De Dios sabemos que es el
Padre; de Jesús sabemos que es el Hijo. Pero ¿qué sabemos del Espíritu Santo?
La Biblia nos habla de él envolviéndolo en imágenes impersonales: él es viento,
fuego, agua, aceite, paloma. Si toda persona humana es misterio y las personas
de la Trinidad son misterio absoluto, parece ser que la persona del Espíritu Santo
nos resulta especialmente misteriosa. ¿Cómo describirla y, sobre todo, cómo
amarla? Podemos sentirnos inclinados a decir con Gilbert Cesbron: «¿Cómo
preferir un misterio a un rostro?».
A pesar de estas dificultades, es necesario para nuestra fe no solo hablar al
Espíritu Santo en la oración, sino hablar del Espíritu Santo en la reflexión
creyente. Es demasiado importante en la creación del mundo, en la vida de Jesús
y de su Iglesia y en la salvación del género humano como para limitarnos
simplemente a invocarlo. Es demasiado profunda la marca que deja en nosotros
como para que desistamos de identificarlo con rasgos definidos, aunque
brumosos. «La casa es el Padre, la puerta es el Hijo, la llave el Espíritu Santo. Si
la llave no abre, la puerta sigue cerrada. Y si la puerta se mantiene cerrada, nadie
entra a la casa del Padre» (san Simeón el Teólogo).
Es propio de los creyentes descubrir los signos de la presencia activa del Espíritu
no solo en su interior o en la comunidad creyente, sino también en la sociedad.
Tal descubrimiento es un paso previo para que podamos agradecer y secundar su
iniciativa salvadora entre nosotros.
El Espíritu se nos revela a través de los brotes de vida que son signo de su
presencia. Pero también a través de los «grandes agujeros» que revelan su
ausencia y suscitan una nostalgia en el corazón de la humanidad [1] . No faltan
los signos positivos. Reclaman especial reconocimiento los progresos de la
medicina, la sensibilidad hacia la ecología, la preocupación por la paz y la
justicia [2] y el despertar religioso de nuestro tiempo. Acontecimientos como las
Jornadas Mundiales de la Juventud parecen revelar, siquiera parcial y
minoritariamente, «una nueva generación sedienta de verdad, libertad y
felicidad» (Juan Pablo II). Abundan asimismo los signos negativos que delatan
que la vida humana es estrangulada, amordazada, asesinada. La Iglesia misma y
cada uno de sus miembros padecemos, en una u otra medida, al igual que la
sociedad entera, este «déficit de espíritu». En el retrato del mundo, con sus
carencias y querencias, entramos también los creyentes.
«Si el Espíritu Santo no existiera, no podríamos decir que Jesús es nuestro Señor. “Porque nadie
puede decir ‘Jesús es Señor’ sino en el Espíritu Santo” (1 Cor 12,3). Si no existiera el Espíritu
Santo, los creyentes no podríamos orar a Dios. En efecto, decimos: “Padre nuestro que estás en
los cielos” (Mt 6,9). Pero, así como no podríamos llamar “nuestro Señor” a Jesús, tampoco
podríamos llamar “Padre nuestro” a Dios. Si el Espíritu no existiera, los discursos de la sabiduría
y de la ciencia no estarían en la Iglesia, “porque a uno se le da, mediante el Espíritu, palabra de
sabiduría; a otro, según el mismo Espíritu, palabra de conocimiento” (1 Cor 12,8). Si el Espíritu
Santo no existiera, no habría pastores ni doctores en la Iglesia, porque son obra del Espíritu,
según la palabra de Pablo: “... en la cual el Espíritu Santo os ha constituido inspectores para
pastorear la Iglesia de Dios” (Hch 20,28). Si el Espíritu Santo no estuviera en quien es vuestro
común padre y doctor, cuando hace un momento ha subido a la tribuna santa, cuando os ha dado
a todos la paz, vosotros no habríais podido responderle con una voz unánime: “Y con tu espíritu”;
por eso, no solo cuando él sube al altar, habla con vosotros u ora por vosotros, pronunciáis estas
palabras, sino también cuando habla desde esta cátedra, cuando va a ofrecer el sacrificio
tremendo. Esto lo saben muy bien los iniciados: él no toca las ofrendas antes de haber implorado
la gracia del Señor para vosotros, antes de que vosotros le hayáis respondido: “Y con tu espíritu”.
Por consiguiente, no os agarréis a lo que ven vuestros ojos, sino pensad en la gracia invisible.
Ninguna de las cosas que se realizan en el santuario vienen del hombre. Si el Espíritu no
estuviera presente, la Iglesia no formaría un todo bien compacto: la consistencia de la Iglesia
manifiesta la presencia del Espíritu» (san Juan Crisóstomo).
2.
QUIÉN ES EL ESPÍRITU SANTO
Y CUÁL ES SU MISIÓN
A. Quién es el Espíritu Santo
Leída a la luz de nuestra fe, la situación espiritual de nuestro tiempo, con sus
carencias y sus realizaciones, revela una nostalgia del Espíritu Santo. La
revelación cristiana nos habla profusamente de él. Pablo, Lucas y Juan nos
ofrecen en el Nuevo Testamento un espléndido mensaje acerca de su persona y
de su obra. Nosotros vamos a aproximarnos al Espíritu al trasluz de las carencias
y anhelos de nuestro tiempo descritas en el capítulo precedente y de los rasgos
del hombre alternativo que él suscita en su Iglesia.
1. Espíritu de Dios
«¿Quién conoce lo íntimo del hombre sino el mismo espíritu del hombre que
está en él? Del mismo modo, solo el Espíritu de Dios conoce las cosas de Dios.
Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de
Dios, para que conozcamos lo que Dios nos ha dado gratuitamente» (1 Cor 2,11-
12). Este texto paulino y muchos otros del Antiguo y Nuevo Testamento
certifican que el Espíritu Santo es, ante todo, Espíritu de Dios. Yahvé mismo lo
había prometido por los profetas: «Os daré un corazón nuevo y os infundiré un
espíritu nuevo. Os arrancaré el corazón de piedra y os implantaré un corazón de
carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis
mandamientos [...]. Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 36,26-
28).
1.1. Dios es Dios
El Espíritu que viene de Dios tiene entre nosotros una misión importante y
difícil: hacer que Dios sea Dios para nosotros. «Si he de juzgar por mí mismo, la
gran tentación de la hora presente [...] consiste en encontrar el mundo de la
naturaleza, de la ciencia y del arte como algo más vivo, más palpitante, más
fascinante que el Dios de la Escritura» (Pierre Teilhard de Chardin).
Hemos apuntado más arriba que la mentalidad moderna tiene graves
dificultades para percibir y sentir a Dios como real. Dios tiende a ser para el
hombre de nuestros días un ser nebuloso, perdido en la lejanía de las estrellas.
No se le niega el derecho a la existencia; pero tampoco se le reconoce la
consistencia que otorgamos a personas y cosas que son importantes para
nosotros. También los creyentes participamos de esta dificultad. Mircea Eliade,
en su obra Lo sagrado y lo profano, sostiene que la gran diferencia entre el
hombre antiguo y el hombre moderno en el terreno religioso consiste en que
Dios era para aquel más real que la tribu, los ríos, los árboles y las cosechas,
mientras que para el hombre y la mujer de nuestros días, lamentablemente, ha
perdido «densidad ontológica».
Es verdad que Dios tiene que resultarnos siempre misterioso; pero nunca
debería parecernos irreal. Hacer real a Dios en nuestra vida es una de las tareas
del Espíritu de Dios. A él corresponde lograr «que Dios sea verdaderamente una
persona viva para nosotros» [15] .
Según muchos analistas, uno de los caracteres actuales más extendidos es el
narcisismo. Para el narcisista que llevamos dentro, el único valor que cuenta de
verdad es él mismo. Todo lo demás vale en función de lo que le aporta a él. Un
narcisista moderno no niega necesariamente la existencia de Dios, pero sí su
relevancia. Lo rebaja, en el mejor de los casos, a la categoría de alguien al
servicio de sus necesidades subjetivas de seguridad y de consuelo. Dios no es
para él el Primer Valor.
Y, sin embargo, no es Dios quien tiene que convertirse a nosotros, sino
nosotros a él. No es él quien tiene que vivir para nosotros, sino nosotros para él.
Sin este giro de nosotros hacia él no existe fe verdadera. Promover y consolidar
este giro es tarea del Espíritu de Dios. «El Espíritu nos hace sentir el atractivo
hacia el Absoluto, el Puro, el Verídico... Nos sentimos juzgados y a la vez
acariciados por su perdón y su gracia. Se derrumba entonces el sistema de
autojustificación y de construcción egocéntrica de nuestra vida» [16] .
«Padre,
me pongo en tus manos.
Haz de mí lo que quieras.
Sea lo que sea, te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo,
con tal que tu voluntad se cumpla en mí
y en todas tus criaturas.
No deseo más, Padre.
Te confío mi alma,
te la doy con todo el amor de que soy capaz.
Porque te amo
y necesito darme a ti,
ponerme en tus manos,
sin limitación,
sin medida,
con una confianza infinita,
porque tú eres mi Padre».
2. Espíritu de Cristo
El Espíritu de Dios es Espíritu de Jesús. Así lo denomina Pablo: «Si alguno no
tiene el Espíritu de Cristo, es que no pertenece a Cristo» (Rom 8,9). «La prueba
de que sois hijos es que Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo
[...]. De suerte que ya no eres siervo, sino hijo y, como hijo, también heredero
por gracia de Dios» (Gal 4,6-7). En el discurso de la Cena, Jesús nos muestra la
estrecha vinculación entre el Espíritu y él: «Cuando venga el Espíritu Santo [...],
me glorificará porque recibirá de mí todo lo que os dé a conocer. Todo lo que
tiene el Padre es también mío. Por eso os he dicho que todo lo que el Espíritu os
dé a conocer lo recibirá de mí» (Jn 15,13-15).
3. Espíritu e Iglesia
Jesús, plenamente poseído y movido por el Espíritu Santo, lo entrega a su Iglesia
en el acontecimiento pascual de su muerte y resurrección. Según una
interpretación fundada y hoy bastante compartida de Jn 19,30, el cuarto
evangelista, con un lenguaje a la vez simbólico y realista, alude a esta entrega
del Espíritu en la misma muerte de Jesús: «Inclinando la cabeza, entregó el
Espíritu». Esta palabra insólita está deliberadamente escogida. «Entregar»
significa literalmente «transmitir a otros por voluntad propia lo que uno ha
recibido» [21] . La Iglesia naciente, representada en María y en el discípulo
amado, recibe del Señor el Espíritu que ha regido su vida entera para que
gobierne igualmente la vida de la comunidad cristiana. Según el mismo
evangelista, el recién resucitado, en la misma noche de Pascua, al tiempo que
enviaba a los discípulos a constituir la comunidad de los creyentes, sopló sobre
ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados,
Dios se los perdonará; a quienes se los retengáis, Dios se los retendrá» (Jn 20,22-
23). En Pentecostés el Espíritu es derramado visiblemente sobre la Iglesia
naciente: «Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en
lenguas extrañas a impulso del Espíritu» (Hch 2,4).
No se trata solo de un empujón inicial. El Espíritu es entregado a la Iglesia
para que viva y actúe perpetuamente en ella (cf. Jn 14,16). La Iglesia «es el
espacio en el que florece el Espíritu» (san Hipólito). El Espíritu Santo es como el
subsuelo que nutre y refresca el suelo de la Iglesia. Continuamente crea
comunión, lanza a la misión, vigoriza la palabra y anima los sacramentos de la
Iglesia.
3.2. Espíritu y misión
Al igual que el Espíritu fue el motor de la actividad evangelizadora de Jesús, es
el protagonista incansable de la nueva evangelización que la Iglesia ha de
propulsar en todas las épocas y en todos los lugares. «No habrá nunca
evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo. [...] Las técnicas de la
evangelización son buenas, pero ni las más perfeccionadas podrían reemplazar la
acción discreta del Espíritu. La preparación más refinada del evangelizador no
consigue absolutamente nada sin él. Sin él la dialéctica más convincente es
impotente sobre el espíritu de los hombres. Sin él los esquemas mejor elaborados
sobre bases sociológicas o psicológicas se revelan pronto desprovistos de todo
valor. [...] No es una casualidad que el gran comienzo de la evangelización
tuviera lugar en la mañana de Pentecostés, bajo el soplo del Espíritu Santo» [23] .
El libro de los Hechos de los Apóstoles es una especie de despliegue
histórico de esta tesis: la Iglesia evangeliza guiada, animada y confortada por el
Espíritu Santo. Lucas nos describe una cadena de acontecimientos pentecostales,
a partir del primer Pentecostés, que, como una onda expansiva, se actualiza en
Samaría (cf. Hch 8,14), en Antioquía (cf. Hch 11,19-30) y en Éfeso (cf. Hch
19,1-7). El libro presenta al Espíritu Santo sosteniendo a los discípulos (cf. Hch
4,8ss), ayudando a discernir (cf. Hch 10,44), eligiendo a los ministros (cf. Hch
13,2-3).
Esta conciencia, hecha de lucidez, de humildad y de espíritu orante debería
acompañarnos como una vivencia habitual a todos los evangelizadores.
Consagrarnos a esta misión postula de nosotros entregar nuestro ser entero para
que sea órgano del Espíritu Santo en la evangelización. Un ser así entregado es
más transparente y más dócil a la acción evangelizadora del Espíritu. «Como los
cuerpos muy transparentes y nítidos, al recibir el rayo de luz, se tornan a su vez
muy luminosos y emiten un nuevo brillo, así los creyentes que tienen en sí al
Espíritu y son iluminados por él se santifican personalmente y reflejan la gracia
sobre los demás» (san Basilio).
3.3. Espíritu y palabra
En el centro del anuncio evangelizador se encuentra la palabra de Dios, semilla
viviente del Verbo. «Es tan grande el poder y la fuerza de la palabra de Dios que
constituye sustento y vigor de la Iglesia [...], alimento del alma y fuente límpida
y perenne de vida espiritual» [24] .
La semilla viviente necesita del agua para fructificar. El agua que
contribuye a que la semilla de la palabra despliegue su vitalidad es el Espíritu
Santo. «Sin el Espíritu, la palabra se queda estéril; es una semilla privada del
agua. Sin la Palabra, el Espíritu es búsqueda ciega y errante, agua sin semilla».
Partiendo de la letra, el Espíritu actualiza la palabra. Él asiste a la comunidad
cristiana para que capte no solo lo que la palabra quiso decir cuando se
pronunció por primera vez, sino lo que quiere decir aquí y ahora. Él hace que la
palabra hable a cada generación, a cada cultura, a cada coyuntura social, a cada
situación personal. «El sonido de nuestras palabras hiere el oído, pero el Maestro
está dentro. [...] ¿Acaso no oísteis todos esta predicación? [...] Por lo que a mí
toca, a todos hablé; pero aquellos a quienes el Espíritu Santo no enseña
interiormente se van sin haber aprendido nada. [...] Quien instruye los corazones
tiene su cátedra en el cielo» (san Agustín). Palabra y Espíritu son «como las dos
manos de Dios» (san Ireneo) y están llamadas a transformar nuestra vida. Pero
han de trabajar en una tierra removida y abonada: nuestro espíritu. El Espíritu
Santo trabaja también en esa tierra y la dispone a acoger el don de Dios.
3.4. Espíritu y eucaristía
La Iglesia se construye por la palabra y la eucaristía. El mismo Espíritu que
actualiza el vigor de la palabra que anunciamos y escuchamos, vivifica la
eucaristía que celebramos. En la eucaristía y en toda celebración litúrgica el
Espíritu nos hace posible el acceso directo al Padre por medio del Hijo. Él nos
hace contemporáneos y partícipes del misterio pascual que celebramos. Él nos
incorpora más plenamente a la comunidad eclesial, en la que Cristo está
presente. Él transforma no solo el pan y el vino en el cuerpo y la Sangre del
Señor, sino a la comunidad celebrante en cuerpo eclesial [25] .
La acción eficaz y eminente del Espíritu Santo en la celebración de la
eucaristía se expresa netamente en la liturgia a través de la «epíclesis», que
consiste en una invocación al Espíritu para que transforme los dones del pan y
del vino y santifique y unifique a la comunidad. Las nuevas plegarias
eucarísticas contienen dos epíclesis, una de las cuales es previa a las palabras
de la institución eucarística. El gesto sacerdotal de extender las manos sobre la
ofrenda eucarística presta visibilidad a esta venida del Espíritu sobre ella. No
estamos tal vez acostumbrados a detenernos contemplativa y admirativamente en
esta dimensión «espiritual» de la eucaristía que, lejos de reducirse a este
sacramento eminente, se encuentra presente también en los demás sacramentos.
Casi todos los nuevos formularios litúrgicos sacramentales introducen la
epíclesis como un momento importante de la celebración [26] .
Un teólogo del siglo III sintetizaba la acción eclesial del Espíritu Santo en
este texto bello y denso: «El Espíritu que dio a los discípulos el don de no temer
ni a los poderes de este mundo ni a los tormentos por el nombre del Señor, este
mismo Espíritu hace regalos similares, como joyas, a la esposa de Cristo, la
Iglesia. Él suscita profetas, instruye a los doctores, anima las lenguas, procura
fuerzas y vigor, realiza maravillas, otorga el discernimiento de los espíritus,
asiste a los que dirigen, inspira los consejos, dispone los restantes dones de
la Iglesia. De esta manera perfecciona y consuma la Iglesia del Señor en todo y
en todas partes».
4. Espíritu en el mundo
La comunidad cristiana está «bajo la fuerza del Espíritu» [27] . Pero los confines
visibles de la Iglesia no monopolizan toda su energía creadora y liberadora [28] .
El Espíritu Santo está presente y activo en el ancho mundo. Es, ante todo,
creador. No solo porque interviene con el Padre y el Hijo en el origen del
mundo, sino porque en el seno de la creación es como «el alma del mundo», es
decir, el vigor divino inagotable que proporciona a todas las cosas aliento,
energía y amor vivificante, las sostiene y las impulsa hacia delante porque aún
no han alcanzado su plenitud. «Todas ellas aguardan a que les eches la comida a
su tiempo; se la echas y la atrapan. Abres la mano y se sacian de bienes.
Escondes tu rostro y se espantan; les retiras tu aliento y perecen y vuelven a ser
polvo. Envías tu aliento y los recreas y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104,27-
30). El Espíritu, aún no identificado como persona divina en el Antiguo
Testamento, habita y anima el fondo mismo de la creación.
Él es el empuje ascensional que libra a la creación de la degradación
progresiva. Pablo escucha en el seno de la creación una «espera anhelante» de
liberación y perfección. «Condenada al fracaso no por propia voluntad, sino por
aquel que así lo dispuso, la creación vive en la esperanza de ser también ella
liberada de la servidumbre de la corrupción y de participar así en la gloriosa
libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,20-21). El apóstol interpreta esta espera
como un «gemido» (v. 22) que le recuerda el gemido de los creyentes, que
poseemos las primicias del Espíritu (v. 23). El mismo Espíritu que anima la
esperanza de los creyentes alienta el dinamismo de la creación, porque, como
afirma Benedicto XVI, «el Espíritu Creador tiene un corazón. Es Amor» [29] .
El libro de los Hechos presenta Pentecostés como espacio de cumplimiento
de la profecía de Joel: «Derramaré mi Espíritu sobre toda carne» (cf. Hch
2,17ss). Esta expresión atrevida se refiere a toda la humanidad, pero se extiende
a todos los seres vivos: plantas y animales [30] . Toda la creación es el espacio en
el que se derrama, como una inmensa y pacífica riada, el Espíritu de Dios, para
darle vida. Él es «Señor y dador de vida».
Es vocación del hombre colaborar con el Espíritu en la vida del universo.
La cultura que ha ido generando a lo largo de los siglos y a lo ancho de las
civilizaciones constituye un gigantesco esfuerzo por perfeccionar y humanizar el
mundo y hacerlo morada del hombre. En este sentido es una «cultura de la vida».
Desgraciadamente, esta cultura ha rebasado límites que nunca debería haber
franqueado. Los arsenales de armas atómicas son capaces de destruir la vida del
planeta. Las explosiones nucleares no son una simple amenaza: Chernóbil está
ahí para recordarnos la devastación ecológica de Bielorrusia y Ucrania. El agua,
el aire, los bosques, los peces de los ríos se van contaminando hasta el punto de
poner en riesgo la futura habitabilidad de la tierra. Sobre la ecología nos ha
ofrecido el papa Francisco, en su carta encíclica Laudato si’ (2015), un mensaje
lúcido, comprometido y comprometedor.
Por otro lado, continentes como América Latina, que se van
industrializando, sienten que, mientras una parte importante de la población va
accediendo a un nivel de vida aceptable, una parte todavía más numerosa queda
sumida en una miseria aún mayor. Otros continentes como África, olvidados de
todos, contemplan cómo la pobreza se vuelve más extrema y cómo reviven en
ellos epidemias anteriormente erradicadas. Entretanto «los países ricos» nos
atrevemos lamentablemente a abordar con mente y métodos abortistas el
problema real y grave del exceso de población en los países del Tercer Mundo y
a aplicar el mismo criterio a un Primer Mundo que ha restringido su natalidad
hasta alcanzar índices antropológica y socialmente detestables. La «cultura de la
muerte» se alza con fuerza en nuestro mundo frente a la «cultura de la vida».
Los creyentes debemos saber cuál es nuestra posición en este inmenso
combate. El Espíritu de la vida nos marca claramente esta posición. Un cristiano
no puede ser neutral ante la proliferación y comercio de las armas. Un cristiano
no puede ser insensible al deterioro de la naturaleza, que es la casa del hombre.
Un cristiano no puede permanecer inmóvil ante la miseria crónica o creciente de
muchos pueblos de la tierra. Un cristiano no puede ser permisivo ante la
devastación humana producida por el aborto. Un cristiano ha de alinearse
netamente en favor de la vida y en contra de la muerte.
B. Cuál es su misión
«Esta es la hora
en que rompe el Espíritu
el techo de la tierra
y una lengua de fuego innumerable
purifica, renueva, enciende, alegra
las entrañas del mundo.
Esta es la fuerza
que pone en pie a la Iglesia
en medio de las plazas
y levanta testigos en el pueblo
para hablar con palabras como espadas
delante de los jueces.
Llama profunda
que escrutas e iluminas
el corazón del hombre,
restablece la fe con tu noticia
y el amor ponga en vela la esperanza
hasta que el Señor vuelva» [31] .
* * *
«Es el Espíritu del Padre y del Hijo; el Espíritu del nacimiento nuevo y de la filiación divina para
los hombres; el Espíritu que es también Señor de este tiempo; el Espíritu que transforma el
mundo en un gran sacrificio de alabanza al Padre [...]. El Espíritu del testimonio a favor de Cristo;
el Espíritu de la fuerza y del consuelo; el Espíritu que infunde el amor de Dios en los corazones y
es prenda y primicia de la vida eterna [...]; el Espíritu cuyos dones son caridad, gozo, paz,
paciencia, longanimidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y continencia; el Espíritu de la libertad
y de la animosa confianza...» (Karl Rahner).
3.
EL ESPÍRITU EN NOSOTROS
El Espíritu «que procede del Padre» ha llenado la vida de Jesús. Transmitido por
Jesús a la Iglesia, el Espíritu la dinamiza continuamente hasta su consumación.
Perpetuo creador de vida, el Espíritu está amorosamente activo y despierto en el
mundo. Pero la revelación cristiana nos habla insistentemente de otra forma de
presencia. El Espíritu habita dentro de cada uno de nosotros, los creyentes,
haciéndonos hijos de Dios y suscitando en nuestro interior toda una rica vida
filial y espiritual. Esta confortadora presencia del Espíritu en el corazón de los
creyentes reclama una aproximación cuidadosa y agradecida. El presente
capítulo está dedicado a este objetivo.
a) La libertad
La enseñanza paulina sobre la libertad cristiana es un verdadero monumento. El
cristiano es para él una persona liberada por Cristo de la ley judía, del pecado y
de la muerte. «La llamada del Señor convierte al esclavo en libre y al que era
libre lo convierte en esclavo de Cristo. Habéis sido comprados a buen precio; no
os hagáis esclavos de los hombres» (cf. 1 Cor 7,22-23). Pero Pablo no desconoce
la fragilidad de esta libertad, tentada de volver sobre sus pasos y de recaer en la
esclavitud o en la inconveniencia. El Espíritu viene en su ayuda para liberar la
incipiente y débil libertad. «Donde está el Espíritu del Señor, hay
libertad» (2 Cor 3,17). Por el Espíritu pasamos de la esclavitud de los siervos a
la libertad de los hijos de Dios (cf. Gal 4,6-7). El cristiano se torna libre porque
el Espíritu no le solicita desde el exterior, sino desde el interior. La vocación del
cristiano consiste en ensanchar y consolidar esta libertad. En otras palabras: es
hacer de su vida una tarea de liberación.
Esta vocación es hermosa y exigente: conquistar cada día la libertad y
comprometernos en la auténtica liberación de los demás. Nuestra tarea consiste
en llamar a las personas a la libertad, en ayudarlas a descubrir cuáles son sus
cadenas; en presentarles a Jesús como liberador de todas las esclavitudes
interiores y exteriores; en acompañarlas en el itinerario de su liberación; en
suscitar en ellas la vocación de liberadoras.
b) El amor
Amor personal y recíproco del Padre y del Hijo, el Espíritu es, en la Iglesia y en
cada uno de sus miembros, fuente de amor. Él es el manantial de la cohesión
entre los miembros de la Iglesia y la fuente del amor y del servicio de los
cristianos. «La esperanza no engaña porque, al darnos el Espíritu Santo, Dios ha
derramado su amor sobre nosotros» (Rom 5,5). El amor es el primero de los
frutos del Espíritu Santo (cf. Gal 5,22). El símbolo del fuego, que es una de las
imágenes habituales del Espíritu Santo, sugiere asimismo, junto a la idea de luz
y purificación, la idea de amor. El himno Veni Creator recoge esta condición del
Espíritu al invocarlo como «fuente viva, fuego, amor, unción espiritual».
Podemos afligirnos por la fuerza que cobran en nuestro mundo la
indiferencia, el egoísmo y la violencia. Sabemos que el Señor, que murió por
amor, nos ha enviado su Espíritu, que es más fuerte que este círculo inhumano,
que nunca podrá extinguir el amor ni neutralizarlo sobre la faz de la tierra. El
Espíritu es un fermento de amor escondido en las entrañas de la historia. Cada
creyente lleva dentro de sí una porción de este fermento renovador.
* * *
«Ven ya, óptimo consolador del alma que sufre [...]. Ven, tú que purificas de las fealdades, tú que
curas las llagas. Ven, fuerza de los débiles, sostén de los decaídos. Ven, maestro de los
humildes, vencedor de los orgullosos. Ven, tierno padre de los huérfanos [...]. Ven, esperanza de
los pobres [...]. Ven, estrella de los navegantes, puerto de los náufragos. Ven, gloria insigne de
todos los vivientes. Ven, tú que eres el más santo de los espíritus, ven y habita en nosotros.
Hazme conforme a ti» (Juan de Fécamp).
4.
LOS RASGOS DEL «HOMBRE ESPIRITUAL»
En medio de un mundo aquejado por las carencias que hemos descrito (capítulo
I), el Espíritu Santo suscita en su Iglesia hombres y mujeres «espirituales».
Hemos de recuperar esta expresión, bastante maltratada por el uso corriente. En
lenguaje bíblico, «espiritual» no es aquel que se distancia de la vida de cada día
o se olvida de los problemas que afligen a las personas y grupos de nuestra
sociedad. Ni es aquel que, por razones ascéticas, se niega a sí mismo el disfrute
de dimensiones importantes de su vida. Es simplemente aquel que se abre a la
realidad personal y comunitaria dejándose guiar por el Espíritu. «Uno de los
riesgos del cristianismo actual es el distanciamiento entre un cristianismo cívico
sin el sentido de la trascendencia y una renovación espiritual sin encarnación
histórica» (monseñor Gabriel Matagrin). Entre el materialismo y el
espiritualismo está la auténtica espiritualidad.
Este capítulo pretende esbozar algunos rasgos del «hombre según el
Espíritu» que los cristianos europeos del tercer milenio deberíamos encarnar,
para ofrecer a nuestra sociedad deficitaria una alternativa cristiana.
3.4. Cómo orar
De entrada, nuestra oración debe ser total, es decir, trabajada por una intensa
atención y dedicación. Nuestra oración, individual y comunitaria, privada o
litúrgica, no puede ser, como suele serlo frecuentemente, un subproducto, bajo
en calorías espirituales, de nuestra mente y de nuestra afectividad. Una oración
tibia y desganada delata una vida cristiana mediocre.
La palabra de Dios es la cantera básica de la oración cristiana. Ella nos
recuerda constantemente las fidelidades y misericordias del Señor. Ella nos
refleja, como un espejo, el proyecto que Dios tiene sobre nosotros. Ella nos
estimula a adaptarnos activamente a la voluntad del Señor sobre nosotros, a
través de un diligente discernimiento. Ella «nos despierta el corazón» (André
Louf) cuando desfallecemos a causa de nuestra fragilidad o de nuestra
ambigüedad.
La vida real del creyente, es decir, su propio interior, su familia, su
profesión, sus experiencias cívicas y eclesiales… han de ser bien el punto de
partida, bien el punto de llegada de su oración. La plegaria es un espacio
excelente para abordar una lectura creyente de la realidad. En la oración
descubrimos las incesantes llamadas que el Señor nos va dirigiendo durante la
jornada, a la manera como en el contestador automático de nuestro teléfono
encontramos las llamadas que hemos recibido en el tiempo de ausencia.
4. «Caminad según el Espíritu» (Gal 5,16)
Una conducta cristiana coherente es un signo alternativo de incalculable valor.
En una sociedad en la que la comunidad cristiana consciente y motivada va
siendo minoritaria, tenemos que ofrecer, mediante nuestro comportamiento
diario y visible, una alternativa al «modo de obrar del mundo». Al igual que en
la época de Pablo, la actual comunidad de Jesús está llamada a ser un
movimiento «inconformista» frente el desfallecimiento ético de la sociedad. Los
cristianos estamos llamados a cumplir, con la coherencia de nuestra conducta,
esta incómoda misión.
4.1. Un combate
La presencia activa del Espíritu en nosotros hace que esta conducta alternativa
nos sea posible, pero no fácil. Nuestra vida cristiana es un combate. Pablo
identifica a los combatientes: «el espíritu» y «la carne». La carne comprende
todos los dinamismos de nuestro ser (sean físicos o psíquicos) y todas las
influencias externas que nos encasquillan en nosotros mismos y en nuestras
propias esclavitudes, hasta cerrarnos a la llamada de Dios y al clamor de los
hermanos. La Carta a los Gálatas enumera los «frutos de la carne», que pueden
agruparse en torno a estos tres polos: idolatría, discordia y desenfreno pasional
(cf. Gal 5,19-21).
La vida moral promovida por el Espíritu es libertad frente a esclavitud; no
es una moral de esclavos. Es amor frente a indiferencia; no es una moral de
apáticos. Es servicio frente a pasividad; no es una moral de inactivos. Es
misericordia frente a dureza; no es una moral de intransigentes. Es debilidad por
los marginados; no es una moral de círculos aristócratas.
Ambos contendientes, la carne y el Espíritu, están vivos. Es verdad que «la
carne» lleva ya clavado el punzón de la derrota final en sí misma. Pero, a la
manera de un toro transido por la espada, cornea todavía con vigor y con peligro.
Estamos bajo el Espíritu, pero también bajo la carne. Pablo describe de manera
insuperable el dramatismo de esta situación (cf. Rom 7,7-25). Agustín, Tomás de
Aquino, Lutero y muchos exégetas actuales sostienen que Pablo describe en este
texto la situación del cristiano bautizado, incluso su propia situación personal.
La delicadeza de tal situación estriba en el hecho de que es posible una
regresión, una «vuelta a la carne». El Espíritu viene en nuestra ayuda para que
no sucumbamos ante esta radical fuerza negativa y crea dentro de nosotros el
atractivo y la fuerza que nos abre a Dios y nos orienta hacia los hermanos. Lejos
de limitarse a propiciar en nosotros «victorias parciales», su acción discreta y
continua va produciendo un auténtico crecimiento espiritual. Secundar este
dinamismo del Espíritu Santo, que se nos hace privilegiadamente actual en los
sacramentos y en la liturgia de la Iglesia, es el quicio de la vida moral cristiana.
* * *
* * *
«El mundo tiene necesidad de hombres y mujeres no cerrados, sino llenos de Espíritu Santo. El
estar cerrados al Espíritu Santo no es solamente falta de libertad, sino también pecado. Existen
muchos modos de cerrarse al Espíritu Santo: en el egoísmo del propio interés, en el legalismo
rígido –como la actitud de los doctores de la ley que Jesús llama hipócritas–, en la falta de
memoria de todo aquello que Jesús ha enseñado, en el vivir la vida cristiana no como servicio
sino como interés personal, entre otras cosas. En cambio, el mundo tiene necesidad del valor, de
la esperanza, de la fe y de la perseverancia de los discípulos de Cristo. El mundo necesita los
frutos, los dones del Espíritu Santo, como enumera san Pablo: «amor, alegría, paz, paciencia,
afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Gal 5, 22). El don del Espíritu Santo ha
sido dado en abundancia a la Iglesia y a cada uno de nosotros, para que podamos vivir con fe
genuina y caridad operante, para que podamos difundir la semilla de la reconciliación y de la paz.
Fortalecidos por el Espíritu Santo –que guía, nos guía a la verdad, que nos renueva a nosotros y
a toda la tierra, y que nos da los frutos–, fortalecidos en el espíritu y por estos múltiples dones,
llegamos a ser capaces de luchar, sin concesión alguna, contra el pecado, de luchar, sin
concesión alguna, contra la corrupción que, día tras día, se extiende cada vez más en el mundo,
y de dedicarnos con paciente perseverancia a las obras de la justicia y de la paz» (papa
Francisco) [54] .
CONCLUSIÓN
Toda nuestra vida es una gracia y un reclamo para que vayamos haciendo un
recorrido, tal vez modesto pero decidido, «de la carne al Espíritu». En el
combate diario, el Espíritu Santo está junto a nosotros para llevarnos de la
ambigüedad a la definición, de la tibieza al fervor, del cálculo a la generosidad,
de la esclavitud a la libertad. Él imprime a la palabra de Dios que escuchamos y
a los sacramentos de la Iglesia que celebramos el vigor liberador y salvador que
nos es necesario. Él nos dispone para que, inmersos en el misterio pascual,
lleguemos a «morir y resucitar» realmente con el Señor. Una dimensión esencial
de este misterio es la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.
No nos faltará en este itinerario la proximidad de santa María, implicada en
la maduración espiritual de toda la Iglesia. Ella, que en el Espíritu Santo
concibió y alumbró al Verbo de Dios, está junto a la comunidad eclesial para
que, impregnada del mismo Espíritu, actualice, al servicio del mundo, el misterio
de la encarnación del Señor.
NOTAS
[1] Cf. W. KASPER, El Dios de Jesucristo, Sal Terrae, Santander 2013, 318-319.
[2] Cf. JUAN PABLO II, Carta apostólica Tertio millennio adveniente, n. 46.
[3] Cf. http://www.plataformavoluntariado.org .
[4] G. DANNEELS, «Foi chrétienne et blessures de l’homme contemporain», en La Documentation
Catholique, n. 1847 (marzo de 1983).
[5] G. MÜLLER-FAHRENHOLZ, El Espíritu de Dios. Transformar un mundo en crisis, Sal Terrae,
Santander 1996, 101.
[6] JUAN PABLO II, Carta encíclica Dominum et vivificantem, n. 57.
[7] G. DANNEELS, art. cit.
[8] CONCILIO VATICANO II, Constitución Gaudium et spes, n. 36.
[9] JUAN PABLO II, Carta encíclica Dominum et vivificantem, n. 37.
[10] M. BORDONI, La cristologia nell’orizzonte dello Spirito, Queriniana, Brescia 1996, 291.
[11] JUAN PABLO II, Exhortación postsinodal Reconciliatio et paenitentia, n. 18.
[12] CONCILIO VATICANO II, Constitución Gaudium et spes, n. 16.
[13] A. DORADO, Carta pastoral Señor y dador de vida, septiembre de 1997.
[14] B. SESBOÜÉ, «Cruz», en X. Pikaza y N. Silanes (eds.), El Dios cristiano, Secretariado Trinitario,
Salamanca 1992, 331s.
[15] Y. CONGAR, El Espíritu Santo, Herder, Barcelona 1991, 321.
[16] Ibid., 330.
[17] Cf. M. BORDONI, La cristologia nell’orizzonte dello Spirito, 245-259.
[18] Ibid., 200.
[19] L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, ¡Noticias de Dios!, Sal Terrae, Santander 1997, 159.
[20] M. Muggeridge, citado por Y. CONGAR, El Espíritu Santo, 265.
[21] J. M. IMIZKOZ, Bautizados en el Espíritu, Comisión Episcopal del Clero, Madrid 1997, 26.
[22] Ibid.
[23] PABLO VI, Exhortación postsinodal Evangelii nuntiandi, n. 25.
[24] CONCILIO VATICANO II, Constitución Dei Verbum, n. 21.
[25] Cf. G. M. SALVATI, «Espíritu Santo», en X. Pikaza y N. Silanes (eds.), El Dios cristiano,
Secretariado Trinitario, Salamanca 1992, 488s.
[26] Cf. M. M. GARIJO, «Epíclesis», ibid., 407-414.
[27] M. A. GONZÁLEZ, Carta pastoral La Iglesia bajo la fuerza del Espíritu, 1997.
[28] CONCILIO VATICANO II, Constitución Gaudium et spes, nn. 26, 28 y 41.
[29] BENEDICTO XVI, «Homilía en la celebración de las primeras Vísperas en la Vigilia de
Pentecostés, en el Encuentro con los movimientos y nuevas comunidades eclesiales», 3 de junio de 2006.
[30] Cf. J. MOLTMANN, «Pentecostés y la teología de la vida»: Concilium 265 (1996), 579.
[31] Himno de la Hora intermedia del domingo de la segunda semana del salterio.
[32] W. KASPER, El Dios de Jesucristo, Sal Terrae, Santander 2013, 359.
[33] A. VERGOTE, «El Espíritu como poder de salvación y de salud espiritual»: Concilium, número
especial (noviembre de 1974), 162.
[34] Citado por Y. CONGAR, El Espíritu Santo, 209 (en nota).
[35] G. MÜLLER-FAHRENHOLZ, El Espíritu de Dios. Transformar un mundo en crisis, 119.
[36] Dictionnaire de la Bible, Supplément, 377, col. I.
[37] K. KERTELGE, Carta a los Romanos (colección «El Nuevo Testamento y su mensaje»), Herder,
Barcelona 1973, 153.
[38] Cf. VARIOS AUTORES, El Espíritu del Señor, BAC, Madrid 1997, 93.
[39] JUAN PABLO II, Carta apostólica Tertio millennio adveniente, n. 48.
[40] PABLO VI, Exhortación postsinodal Evangelii nuntiandi, n. 21.
[41] Ibid., n. 19.
[42] Cf. J. LÓPEZ, Carta pastoral La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en el
mundo, 1997.
[43] Juan José Domenchina, citado en F. LOIDI, Gritos y plegarias, Desclée, Bilbao 1982, 250.
[44] JUAN PABLO II, Carta encíclica Dominum et vivificantem, n. 65.
[45] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2564.
[46] G. MÜLLER-FAHRENHOLZ, El Espíritu de Dios. Transformar un mundo en crisis, 195.
[47] G. GRESHAKE, Ser sacerdote, Sígueme, Salamanca 1995, 181.
[48] J. M. URIARTE, La Navidad cristiana ante la pobreza del mundo, Cáritas Diocesana de Zamora
1996, 21-27.
[49] W. KASPER, El Dios de Jesucristo, 326.
[50] Ibid., 358.
[51] P. TEILHARD DE CHARDIN, El medio divino, Taurus, Madrid 1967, 79.
[52] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2689.
[53] CONCILIO VATICANO II, Constitución Lumen gentium, n. 8.
[54] Papa FRANCISCO, «Homilía en la santa misa en la solemnidad de Pentecostés», 24 de mayo de
2015.