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Hoy domingo, “primer día de la semana”, vamos a hablar de Vida.

Pero de vida con


mayúscula. Luego de la invitación de ir, ver y permanecer, comenzamos el sábado yendo a
Belén, a contemplar la fragilidad en la que se nos presenta nuestra fortaleza, a contemplar
el misterio de un nacimiento que incomoda, para terminar el día abrazando nuestra propia
fragilidad. Hoy la vida nos quiere sorprender de manera distintas. Una vida que se
estremece y nos vivifica. Detiene cualquier marcha fúnebre para hacernos contemplar el
milagro de la Vida, para que experimentemos el amor que da vida, para que acojamos el
amor del Padre que se alegra de encontrar lo perdido y que nos cubre de besos. Que
tengamos la valentía de recibir generosamente el amor que transforma y nos renueva.

PRIMER ANUNCIO. El milagro de la vida. (Lc. 7, 11-17). Un Amor que da Vida (Jr
31,15-22).

«El Señor, al verla, se sintió profundamente conmovido» (Lc 7,11-17)

11 En seguida, Jesús se dirigió a una ciudad llamada Naím, acompañado de sus discípulos
y de una gran multitud. 12 Justamente cuando se acercaba a la puerta de la ciudad,
llevaban a enterrar al hijo único de una mujer viuda, y mucha gente del lugar la
acompañaba. 13 Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: "No llores". 14 Después se acercó
y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron y Jesús dijo: "Joven, yo te lo ordeno,
levántate". 15 El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre. 16
Todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: "Un gran profeta ha
aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo". 17 El rumor de lo que
Jesús acababa de hacer se difundió por toda la Judea y en toda la región vecina.

«Nacemos, vivimos, morimos, ¿para qué?» canta la hermana Glenda en una de sus
canciones. Esa es la pregunta que nos podemos hacer todos: ¿qué sentido tiene la vida si al
final morimos? La respuesta no admite demora, evitar responderla es evitar vivir. Sin
duda, enfrentarnos a la muerte no es fácil. Implica dolor, sufrimiento, pérdida,
desconsuelo. Es más, aceptar la muerte de un ser querido y transitar por el camino de las
lágrimas deja al ser humano roto por dentro. Pero si la pérdida de este ser querido es un
hijo/a encontrar la paz y la esperanza se presenta casi imposible. Sin embargo, para
quienes han sufrido esta situación y han encontrado luz en el camino, la vida adquiere un
sentido nuevo. La esperanza se torna cierta y la alegría es posible. El milagro de la vida se
hace realidad. Entendernos como seres humanos limitados, necesitados de experiencias
humanas que transciendan nuestras corazas, nos hace vulnerables a la compasión, a la
acogida, al amor. «El dolor es el megáfono que Dios utiliza para despertar este mundo de
sordos», decía C. S. Lewis, en Tierra de penumbras.
Pensamos un momento qué nos remueven estas palabras. ¿Hemos perdido algún
ser querido en este tiempo? ¿Cómo asumimos este hecho en clave de esperanza y
salvación?

Por los caminos de Galilea. Nos encontramos en el tiempo del ministerio de Jesús en
Galilea. Se ha presentado como profeta animado por del Espíritu en la sinagoga de
Nazaret. Ha llamado después a sus discípulos y ha pronunciado el discurso de las
bienaventuranzas, prometiendo a los pobres y a los que lloran la bendición y la
misericordia de Dios. Ahora entrega su gracia y su compasión a una madre viuda que ha
visto morir a su único hijo. El Señor de la misericordia, vencedor de la muerte, le devuelve
la vida.

Vamos a adentrarnos en el relato siendo testigos del camino que lleva de la muerte
a la vida. Leemos Lc. 7,11-12. ¿En qué lugar se encuentran Jesús y sus discípulos?
¿Hacia dónde caminan?

Cerca de la ciudad de Naín, a las afueras, Jesús y sus discípulos se encuentran con un
cortejo fúnebre. En procesión van familiares y amigos, varones y mujeres separados en
grupos, que proceden a trasladar al difunto a la tumba, situada fuera de la ciudad para
evitar la contaminación. El muerto es el hijo único de una viuda. Viuda y sin hijo es
sinónimo de desgracia para esta mujer. En una sociedad en la que la seguridad de la mujer
dependía de los varones de la familia, esta viuda que ha perdido a su hijo, se ha quedado
indefensa, pobre y abandonada. En cierta medida, con la muerte del hijo aquella mujer
también muere en vida. Pertenece al grupo de los pobres y pequeños. De manera directa,
pero casi imperceptible, Lucas relata el encuentro de dos comitivas, una encabezada por
Aquel que es la Vida y otra precedida por la muerte.

¿Qué hace Jesús al ver pasar ante sí este cuadro de dolor? ¿A quién mira? ¿Qué
siente? ¿Qué dice? Leemos Lc 7,13.

Del camino de las lágrimas al encuentro con la Vida. Lucas llama a Jesús «el Señor», esto
es, el nombre que se da a Dios en el Antiguo Testamento. Es un Señor presentado de forma
muy humana: camina, se acerca, mira, se conmueve, habla, sale al encuentro del ser
humano para ofrecerle vida. Si nos fijamos en el pasaje, observamos que mirar es la
primera acción que hace Jesús; mira no solo con los ojos, sino con el corazón; mira desde
dentro en una dinámica que no le deja indiferente, sino que le mueve a otra acción: «se
sintió profundamente conmovido». Ante las distintas situaciones por las que atraviesa la
persona, el Señor se compadece, nada de lo humano es ajeno a sus sentimientos, el dolor
de otros le lleva a apiadarse. Notemos que no se menciona la fe de la mujer, todo nace del
sentimiento compasivo del Señor. La tercera acción es el consuelo: «No llores». Habla,
calma con su palabra a la persona que sufre. Primeramente, todas las acciones se centran
en ella. El objetivo es liberar de la muerte primero a la madre.

Tras dirigirse a la mujer, ¿qué hace Jesús? Leamos Lc 7,14.

Jesús, conmovido y tocado por nuestra muerte, se ha acercado a la mujer y se acerca ahora
al féretro en el que yace el muchacho. Según la mentalidad de aquel tiempo, esa acción le
convierte en impuro durante siete días (cf. Nm 19,11), pero el creyente sabe que las cosas
con Jesús no funcionan así, que será el Señor quien va a transmitir la pureza y la vida.
Cuando él toca el féretro, «los que lo llevaban se detuvieron»; cuando Jesús toque el
madero de la cruz, será vencida la muerte. Enseguida, se dirige al joven difunto:
«¡Muchacho, te ordeno que te levantes!». Jesús resucita al hijo de la viuda con un
imperativo, con un mandato de su palabra poderosa. El verbo levantar, despertar, como
suelen traducir nuestras Biblias, lo usa Lucas también a propósito de los muertos que
«resucitan» (cf. 7,22 o 9,7.22, entre otras). Se han buscado paralelos entre este texto y otros
relatos bíblicos. El más significativo es la resurrección del hijo de la viuda de Sarepta, que
ofrece elementos comunes pero también grandes diferencias (cf. 1 Re 17,8-24). El Señor
resucita, con solo una palabra. Él le da una orden al joven que no es otra que volver a la
vida.

La fuerza del mandato está en su cumplimiento. ¿Qué hace el joven al escuchar la


voz de Jesús? ¿Cuál es la respuesta del Señor? Leemos Lc 7,14.

El muerto se incorpora y comienza a hablar, ¡la vida vuelve! En la compasión de Jesús, el


Dios misericordia ha vuelto a visitar a quienes yacían en sombras de muerte (cf. Lc 1,79).
El joven habla, porque hablar y comunicar es propio del ser humano creado a imagen de
Dios. Lo contrario es la muerte que aísla y deja a la persona en el egoísmo, incapaz de
comunicar y de amar. Por último, «Jesús se lo entregó a su madre». Completa el consuelo
para aquella mujer y vuelve a darla el don de la vida en el hijo.

Ante el suceso que acabamos de presenciar, la gente que acompaña la comitiva del
difunto reacciona, así como los que acompañan a Jesús. ¿Cuál es su reacción? ¿Qué
dicen? Leemos Lc. 7,16.

Dios ha visitado a su pueblo. La reacción de los presentes no se hace esperar, no pueden


creer lo que ha sucedido. Incluso los que han visto los signos que Jesús ha realizado por el
camino. El Señor no solo enseña, cura diferentes enfermedades, libera del mal y perdona
los pecados, sino que se manifiesta como el Señor de la Vida. Todos los presentes se
llenaron de temor y esto nos sitúa ante la magnitud del hecho que han presenciado. No se
trata de un miedo psicológico sino más bien un temor de carácter religioso, el que siente la
persona que reconoce la bondad de su Creador, por eso se expresa con un canto de
alabanza, dando gloria a Dios.

Los presentes dan gloria a Dios, lo que han visto sus ojos viene de lo Alto. ¿Qué
dicen? ¿Sobre quién están hablando? ¿Cómo se refieren a Jesús?

La autoridad del Señor no es solo la de un profeta, sino la de aquel que se presenta como el
Hijo de Dios y Señor de la vida y de la muerte. En este gran profeta, el pueblo ve la
actuación de Dios. Jesús actúa como el Salvador, él también ha visitado a su pueblo, está
entre ellos actuando y manifestando su poder liberador. Y los presentes lo reconocen con
esa afirmación: «Dios ha venido a salvar a su pueblo» (cf. 1,68). En el Antiguo Testamento,
se habla de las «visitas» como intervenciones de Yavé para bendecir a Israel (Gn 21,1; Ex
3,16; Jr 29,10) o para castigarlo (Ex 32,34; Is 10,12; Ez 23,21). Aquí la visita es obra de su
gracia y devuelve a la vida. La gracia de Jesús es que el hombre y la mujer vivan. La
identidad de Jesús sigue abierta, en estos primeros compases del evangelio, y se va
manifestando quién es él. Sus palabras y acciones no dejan a nadie indiferente. El quiere
una respuesta de fe confiada ante sus signos de parte de aquellos que son testigos de su
misericordia y amor.

El relato finaliza haciéndose eco de la repercusión del hecho. ¿Hasta dónde se


extiende la noticia?

La noticia de lo sucedido se extiende por todo el territorio judío, es decir, por toda
Palestina. La fama de Jesús aumenta, su camino salvador sigue hacia adelante. Con este
gesto ha mostrado la acción de Dios Padre que siente misericordia por todas las personas,
principalmente por los pobres y los marginados. Ellos son, como la viuda, los predilectos
de Jesús que se compromete de manera personal con su sufrimiento. Las actuaciones del
Maestro están abiertas a la vida, desde la del más débil y pequeño, por eso se convierten
en acontecimiento que hay que contar a todos los pueblos.

«Se conmueven mis entrañas, me apiado de él» (Jr 31,15-22).

El llanto de Israel y la compasión del Señor

31, 15 Así habla el Señor: ¡Escuchen! En Ramá se oyen lamentos, llantos de amargura: es
Raquel que llora a sus hijos; ella no quiere ser consolada, porque ya no existen. 16 Así
habla el Señor: Reprime tus sollozos, ahoga tus lágrimas, porque tu obra recibirá su
recompensa –oráculo del Señor– y ellos volverán del país enemigo. 17 Sí, hay esperanza
para tu futuro –oráculo del Señor–: los hijos regresarán a su patria. 18 Oigo muy bien a
Efraím que se estremece de pesar: "Me has corregido, y yo acepté la corrección como un
ternero no domado. Conviérteme y yo me convertiré, porque tú, Señor, eres mi Dios. 19 Sí,
después de apartarme, me arrepentí, y al darme cuenta, me he golpeado el pecho. Estoy
avergonzado y confundido, porque cargo con el oprobio de mi juventud". 20 ¿Es para mí
Efraím un hijo querido o un niño mimado, para que cada vez que hablo de él, todavía lo
recuerde vivamente? Por eso mis entrañas se estremecen por él, no puedo menos que
compadecerme de él –oráculo del Señor–.

Exhortación a retomar el buen camino 21 Levanta para ti mojones, colócate señales, fíjate
bien en el sendero, en el camino que has recorrido. ¡Vuelve, virgen de Israel, vuelve a estas
tus ciudades! 22 ¿Hasta cuándo irás de aquí para allá, hija apóstata? Porque el Señor crea
algo nuevo en el país: la mujer rodea al varón.

El profeta Jeremías. Si en la unidad anterior era el profeta Oseas quien nos acercaba a la
realidad del amor y la misericordia, en esta unidad lo hace otro gran profeta que heredó su
mensaje, Jeremías. Este profeta vivió en la época final del reino de Judá, con el destierro a
Babilonia (s. vii-vi a.C.). Con su palabra denuncia los pecados que llevaron al pueblo a la
catástrofe y a la vez anuncia la llegada de un tiempo nuevo gracias a la acción de la
misericordia de Dios. Así, apoyado y confiado en el amor entrañable de Dios, sembró la
esperanza en su pueblo cuando todo tocaba a su fin. Detengámonos en uno de los textos
del El reino del Norte desapareció a manos asirias (720 a.C.). Años más tarde el rey Josías,
del reino Sur de Judá, reconquistó las tierras del Norte y posibilitó la vuelta y la
repoblación de sus tierras (640-609). Fue un tiempo de optimismo y esperanza. Esta
atmósfera es la que se trasluce en algunos textos de Jeremías (cc. 2–3; 30–31). Corazón del
libro que mejor vislumbra el amor de Dios a su pueblo.

Leamos el pasaje del profeta Jeremías, 31,15-22. ¿Quién habla en el texto? ¿Sobre
quién? ¿Cómo podemos estructurarlo?

El poema es un oráculo profético en el que Dios habla sobre la trágica situación de su


pueblo y le ofrece la posibilidad de volver a su tierra. Constituye una bella exhortación a la
esperanza. Se puede dividir en tres partes. La primera parte presenta la voz de Dios
persuadiendo a la desconsolada Raquel para que deje de gemir, pues se acaba su desgracia
(vv. 15-17). Después, Dios se hace eco de la voz de lamento de Efraín, su pueblo, que
expresa su arrepentimiento y pide a Dios que le permita volver, a su tierra y a él (vv. 18-
19). Finalmente, Dios manifiesta sus sentimientos paternales por su hijo Efraín, al que
invita a recorrer el camino de vuelta (vv. 20-21).

Leamos el inicio del poema, Jr 31,15. ¿Qué situación describe Dios? ¿De quién
habla?

El llanto de Raquel. El texto comienza con la llamada «fórmula del mensajero», con la que
el profeta introduce una proclamación solemne (oráculo) en nombre de Dios. La situación
que se describe es la del llanto amargo de Raquel por la pérdida de sus hijos. El trasfondo
histórico es el del destierro del reino Norte (Israel), sufrido en el 720 a.C. Jeremías se
remonta a los orígenes del pueblo. La matriarca Raquel, esposa de Jacob, con sus hijos José
y Benjamín, y sus nietos Efraín y Manasés, representa a los antepasados de las tribus del
Norte. La desaparición y la muerte de los hijos provocan el llanto amargo de su madre,
que se ha quedado sola y desamparada. Ya no es posible la perpetuidad del pueblo, no
hay horizonte de vida, la esperanza se ha desvanecido, no hay consuelo posible ante
tamaña desgracia.

Sigamos leyendo los vv. 16-17. ¿Qué nueva realidad presenta Dios a Raquel?

Frente a esta desdicha, Dios se dirige a Raquel con un mensaje de esperanza. La invita a
contener sus llantos y gemidos. Las lágrimas deben desaparecer de sus ojos porque sus
hijos volverán desde las tierras extranjeras a su patria. Donde había desolación, Dios
anuncia un futuro cargado de vida. Con su palabra de consuelo, Dios anula la honda
angustia de su Jeremías emplea el verbo compadecerse, apiadarse (raham). Este término
hebreo deriva del sustantivo seno materno, útero (rehem). Por eso el amor compasivo y
misericordioso de Dios adquiere rasgos eminentemente maternales, cargados de ternura.
pueblo, personificada en la madre Raquel presa de un dolor externo e interno, que se
desborda por la boca (llanto), los ojos (lágrimas) y el corazón (pena). Un dolor que ha
tocado a su fin. Si su futuro quedó cerrado con el destierro y la muerte de los
descendientes, ahora ha sido abierto con la palabra salvadora de Dios.

Continuemos leyendo la segunda parte del poema Jr 31,18-19. ¿Qué actitud


muestra el pueblo en sus palabras y acciones? ¿Qué imagen se aplica y qué valor
tiene?

El arrepentimiento del hijo. A continuación, Dios afirma que ha escuchado el lamento de


Efraín. Se trata del lamento por la desgracia que le ha acarreado su comportamiento infiel.
En las palabras del pueblo se trasluce el arrepentimiento y la declaración de vergüenza por
la situación que está viviendo. Con unos parámetros típicamente proféticos, reconoce que
Dios lo ha castigado a causa de su rebeldía. Se aplica la imagen de un novillo que no se
deja domar y ha tenido que ser corregido con dureza, hasta que finalmente ha
escarmentado. Así es como el profeta lee los aciagos acontecimientos históricos. El pueblo
confiesa la fe en su único Dios y le pide que lo haga volver y podrá volver. Se trata, a la
vez, de la reconciliación y del regreso a la tierra. El pueblo se fue de Dios (se desvió) pero
se ha arrepentido, ha comprendido su actitud errante y lo manifiesta con gestos
penitenciales. La vergüenza se ha apoderado de él soportando la infamia de sus pecados
pasados. Ha aprendido la lección.

Prosigamos leyendo el final del texto, Jr 31,20. ¿Cómo reacciona Dios ante las
palabras del pueblo? ¿Qué imagen de Dios aparece?
La conmoción interna de Dios. Después de las palabras del pueblo, el poema presenta la
respuesta de Dios. Con dos preguntas retóricas declara su paternidad: Efraín es su hijo
querido y amado, causa de su delicia. No puede renegar de esta verdad grabada dentro de
su ser. Cuando lo reprende para corregirlo no puede olvidarse de él y recuerda que es su
hijo. Se le estremecen y conmueven sus entrañas y se apiada de él. No puede dejar a su
hijo en su desgracia, sino que lo busca y lo perdona con infinita misericordia. Con estas
bellas y expresivas palabras el profeta saca a relucir el amor más visceral y entrañable de
Dios, un amor paternal y maternal que constituye la esencia de la divinidad. En este amor
reside el fundamento de la esperanza profética de la que Jeremías es uno de sus mejores
exponentes.

Continuemos con los vv. 21-22. ¿Qué pide Dios a su pueblo? ¿Para qué?

Seguidamente, Dios se dirige al pueblo y le indica que ponga señales en el camino. Se trata
de marcar bien la senda por la que ahora vuelve. Podría interpretarse como el deseo de
Dios que quiere que su hijo aprenda el camino que le llevó al destierro; un camino, el de la
rebeldía, que deberá abandonar y olvidar para siempre, caminando en la fidelidad. En otro
sentido, se puede interpretar como la invitación a marcar el camino de vuelta, signo y obra
de la misericordia entrañable de Dios. La exhortación se dirige a la doncella virgen de
Israel para que vuelva. Es el apelativo del reino del Norte, especialmente la capital
(Samaría) con su población. El calificativo apunta ya una realidad que vuelve a comenzar,
un tiempo de nuevos desposorios y fecundidad. Una novedad a la que cuesta dar crédito.
Dios se queja de la indecisión de la mujer para volver, y de su andar errante por los
caminos.

El texto termina con una imagen llamativa y difícil de interpretar. ¿Qué nos sugiere
esta imagen?

Las palabras finales de Dios constituyen la razón para la vuelta. Corroboran el tiempo
nuevo de salvación que ha brotado. Dios ha creado algo nuevo en la tierra. Literalmente, el
texto original presenta la imagen de una mujer que rodea al varón. Puede aludir a una
mujer embarazada que abraza el varón concebido. Así, se presentaría la esperanza de la
nueva vida y los nuevos hijos que nacen. Y se cerraría el poema de forma perfecta: la
mujer que perdió a sus hijos, ha concebido un hijo. Otra interpretación sería la mujer que
corteja (merodea, ronda) al varón, o lo abraza. Se presentaría la imagen de un nuevo inicio
en la relación de amor, que daría lugar también a una nueva historia de amor y de
fecundidad. En su sentido más amplio aludiría a la relación de amor de Dios con su
pueblo. Sea cual sea el sentido, lo importante es la afirmación de la nueva vida que
comienza. Dios es creador de vida y vida nueva. Los rescatados no vuelven al pasado, sino
a la novedad del amor creador y redentor de Dios. De este modo, Jeremías se hace testigo
fehaciente de la misericordia de Dios. El profeta experimentó el dolor de su pueblo como
consecuencia de su infidelidad. Pero fue llamado por Dios para proclamar su amor
entrañable hacia su pueblo, su hijo querido. De nuevo la misericordia supera al castigo.
Una misericordia que nos interpela. El profeta nos ayuda a leer también nuestra vida
desde los ojos de Dios. A marcar los caminos tortuosos que llevan a la desgracia. Pero en
esas lecciones de la vida, cuando todo parece hablar de muerte y desesperanza, Dios nos
sale al encuentro con su amor misericordioso para mostrarnos el camino de vuelta a un
mundo nuevo y fecundo. Las manos de la mujer ya abrazan la vida nueva.
¿Permaneceremos indecisos?

SEGUNDO ANUNCIO. LA ALEGRÍA DEENCONTRAR LO PERDIDO.

15 1 Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. 2 Los fariseos
y los escribas murmuraban, diciendo: "Este hombre recibe a los pecadores y come con
ellos". 3 Jesús les dijo entonces esta parábola: 4 "Si alguien tiene cien ovejas y pierde una,
¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido,
hasta encontrarla? 5 Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, 6
y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: "Alégrense conmigo, porque
encontré la oveja que se me había perdido". 7 Les aseguro que, de la misma manera, habrá
más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve
justos que no necesitan convertirse".

8 Y les dijo también: "Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la
lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? 9 Y cuando la encuentra,
llama a sus amigas y vecinas, y les dice: "Alégrense conmigo, porque encontré la dracma
que se me había perdido". 10 Les aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles
de Dios por un solo pecador que se convierte".

Seguramente, en más de una ocasión hemos perdido algo de valor. Lo primero que
sentimos es contrariedad por no tener cerca aquello que valoramos. Nuestra mente se
pone en funcionamiento recordando todos los lugares donde alguna vez hemos guardado
dicho objeto, a fin de volver sobre nuestros pasos para ver dónde pudimos extraviarlo. Si
en vez de una cosa de valor, es una persona, por ejemplo un hijo o un sobrino, la angustia
se hace presente. La fe popular también tiene recursos para encontrar lo perdido y es así
que, en no pocas ocasiones, encontramos a alguien haciendo una ofrenda a san Antonio
para que el intercesor le ayude a encontrar el objeto de valor. Sea a través de
intermediarios, celestes o terrenos, o sea por nosotros mismos, lo que no podemos obviar
es el sentimiento de alegría que nos invade al encontrar lo perdido. Un respiro hondo sale
de dentro diciendo: «Al fin te tengo».

Recordamos la última vez que perdimos algo o a alguien. ¿Qué sentimientos nos
invadieron al caer en la cuenta de que ya no lo teníamos? ¿Qué hicimos? ¿Qué
provocó en nosotros el encuentro del objeto o la persona?
Tres parábolas por el camino. Jesús camina hacia Jerusalén acompañado por sus
discípulos y por otras personas. Desde que expuso su programa de vida en la sinagoga de
Nazaret (4,18-19), el Maestro ha dejado clara su praxis de misericordia con los pecadores.
Su actitud de acogida es tal que algunos de ellos son llamados al seguimiento (por
ejemplo, Pedro [5,8-10] y Leví [5,27-28]). Sin embargo, este comportamiento de Jesús no
fue aceptado por todos. Desde el comienzo de su ministerio, algunos grupos religiosos se
opusieron a él y lo tacharon de blasfemo (5,21), si bien Jesús siempre defendió con claridad
su misión: «Yo no he venido a llamar a los buenos, sino a los pecadores, para que se
conviertan» (5,32). De esta forma, mostraba al mundo el corazón y la voluntad del Padre.

El capítulo 15 de Lucas se inserta en este contexto polémico que rodeó el ministerio


de Jesús. Leamos Lc 15,1-3. ¿Qué grupos de personas aparecen en torno a Jesús?
¿Cuál es, en cada caso, su actitud hacia él?

El evangelista dirige su atención hacia un grupo de personas, marginadas tanto social y


como religiosamente, que buscan a Jesús y se reúnen en torno a él para escucharle: los
publicanos y los pecadores. El otro grupo está formado por fariseos y maestros de la ley,
los intérpretes y custodios de la Escritura. Ambos grupos se posicionan frente a Jesús:
mientras los cumplidores de la ley, los que se creían justos y salvados, critican que
comparta mesa con aquellos despreciados y condenados, los publicanos y pecadores le
buscan, se reúnen en torno a él y lo escuchan. Su actitud es signo de conversión. Entre
ambos, Jesús es presentado como el Maestro y el anfitrión de un banquete que anda con
pecadores y come con ellos. Quienes le reprenden no entienden esta forma de actuar,
porque no era propio de un hombre de bien juntarse con el malvado ni enseñarle la ley.
Jesús responde a la crítica de sus adversarios utilizando un lenguaje narrativo, contando
una parábola, que en realidad serán tres. De esta forma, explica que su actitud es la misma
que Dios tiene con los pecadores y, además, invita a los fariseos y maestros de la ley a
unirse a su comportamiento.

Acerquémonos a los títulos que aparecen en nuestras Biblias en el capítulo 15 del


evangelio de Lucas. ¿Cuáles son las tres parábolas que cuenta Jesús? Fijémonos en
las dos primeras (Lc 15,4-10). ¿Quién pierde algo en cada una de ellas?

Dos relatos paralelos. Las parábolas son relatos sencillos, sacados de la vida ordinaria,
aparentemente inofensivos, pero que en un momento determinado sorprenden al lector
invitándole a definirse a favor o en contra del reino. En este caso, Jesús relata dos muy
parecidas y que se refuerzan mutuamente en el mensaje. En la primera (15,4-7) toma un
ejemplo del mundo masculino, un pastor, y en la segunda (15,8-10) elige el ejemplo de un
ama de casa. Ambos son oficios comunes y conocidos dentro del mundo israelita de la
época. El lector de hoy puede preguntarse por qué el evangelista repite prácticamente el
mismo mensaje pero cambiando el sexo de quienes pierden algo de valor. La razón la
encontramos en que la comunidad de Lucas, a la que va dirigido este relato, estaba
compuesta por varones y mujeres, y Lucas quiere que ambos grupos de destinatarios se
vean reflejados en su relato. De esta forma, también las mujeres encontrarían modelos de
identificación y les sería más sencillo llevar las actitudes del evangelio a su vida diaria.

Volvamos a leer las dos parábolas: Lc 15,4-7 y Lc 15,8-10. ¿Qué rasgos comunes
encontramos entre ambas?

Al leer seguidos los dos relatos, es fácil caer en la cuenta de las coincidencias entre ambos.
En primer lugar la narración sitúa al lector ante la pérdida de un animal, una oveja, y de
un objeto, una moneda; en un segundo momento, alguien realiza su búsqueda con
asombroso celo y encuentra lo extraviado; en un tercer momento se celebra el encuentro
con enorme alegría y, por último, se hace la comparación o la aplicación de la enseñanza.
Sigamos de forma paralela ambos relatos, subrayando algunos aspectos que causan
asombro y que, quizá, porque estamos acostumbrados a oírlos, nos pasen desapercibidos.

Volvamos a leer los versículos 4-5 y 8. ¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo reaccionan el


pastor y la mujer? ¿Qué valor tiene lo perdido?

Perdido… y encontrado. Cada una de las parábolas comienza narrando un hecho de la


vida ordinaria: a un pastor se le ha perdido una oveja; a un ama de casa se le ha extraviado
una moneda. Ambos inician su búsqueda. Hasta aquí, nada hay de extraño en el relato. Lo
chocante viene ahora, porque el celo empleado por cada uno en la búsqueda de lo perdido
es extraordinario. El pastor, por buscar a una oveja, abandona al resto del rebaño. La
reacción de la mujer no es menos sorprendente si pensamos en una casa campesina de
aquella época, con una sola puerta y sin ventanas, cuyo espacio se convierte durante la
noche en dormitorio. Ella enciende la lámpara (cf. 11,33) y se pone a barrer
cuidadosamente, despertando a todos (cf. 11,7). Podría haber esperado a la mañana
siguiente, pero no puede permanecer impasible e inicia enseguida la búsqueda. Aunque el
valor de lo perdido es pequeño frente a lo que desatienden (una oveja frente a noventa y
nueve y una moneda), en realidad es enormemente estimado.

Leamos Lc 15,5. ¿Qué ocurre en el corazón del pastor cuando encuentra a la oveja?
¿Qué hace con ella?

Ambos tienen éxito en sus búsquedas. El pastor encuentra la oveja y la mujer su moneda.
Sin embargo en el relato del pastor el evangelista se detiene más en un detalle. Ante el
encuentro, la reacción del pastor es interna y externa. Conlleva una emoción y una
actuación: lleno de alegría, pone la oveja sobre sus hombros. Recuerda el cariño de Dios,
ya expresado en el Antiguo Testamento por el profeta Ezequiel. Israel ha sido descuidado
por sus pastores; por ello, Dios mismo se convierte en pastor de su pueblo, atendiendo a
cada oveja según su situación: «Yo mismo reuniré a mis ovejas y las pastorearé –oráculo
del Señor Dios–. Buscaré a las ovejas perdidas y haré volver a las descarriadas; vendaré a
las heridas y robusteceré a las débiles. Por lo que respecta a las robustas, las apacentaré
como se debe» (Ez 34,15-16).

Leemos Lc 15,6-7 y Lc 15,9 .¿Qué hace el pastor al regresar a casa? ¿Y la mujer al


encontrar su moneda? ¿Cuáles son sus palabras?

La alegría del pastor y la de la mujer no pueden quedarse dentro. Ambos la exteriorizan y


la convierten en alegría compartida. El pastor convoca a sus amigos y vecinos a celebrar
una fiesta y les explica el motivo de la misma. En el caso de la moneda, las convocadas son
amigas y vecinas de la mujer. Ambos invitan a los convidados al regocijo con las mismas
palabras, cambiando solo el objeto de la pérdida: «Alegraos conmigo, porque ya encontré
la oveja/moneda que se me había perdido». Estos personajes invitados estarían
representando a los escribas y fariseos, que también deberían alegrarse por el
acercamiento a Dios de un pecador.

Leemos Lc 15,7 y Lc 15,10. ¿A qué compara Lucas en el cielo lo que ha ocurrido en


la tierra? ¿Qué diferencias hay entre ambos versículos?

De la tierra… al cielo. El evangelista cambia de escenario y pasa de la tierra al cielo,


señalando así la enseñanza de las parábolas. El texto se refiere de dos formas a lo que
ocurre allí: habla de la alegría del cielo (v. 7) y de la alegría de los ángeles de Dios (v. 10).
Dios mismo, dice Jesús, celebra una gran fiesta en la corte celestial por cada pecador que se
convierte.

Notemos que, en ambas escenas, la oveja y la moneda no aparecen como algo descarriado,
con la connotación moral que ello conlleva, sino como algo perdido. Por ello, no hay
mensaje de arrepentimiento (este aspecto sí aparece en la tercera parábola, la del hijo
pródigo). A la oveja y a la moneda solo se les pide dejarse encontrar, dejarse querer por un
Dios que toma la iniciativa para entregar su salvación. Tras el reencuentro, la alegría de
Dios-pastor y Dios ama de casa es desbordante. Esta actitud de Jesús, chocaba con la idea
de un Dios que exigía méritos a su pueblo y concedía su perdón solo a cambio de
sacrificios.
Volvamos a leer las dos parábolas fijándonos en quienes escuchaban a Jesús (Lc
15,1- 2). ¿Qué mensaje dirige con ellas a cada uno de estos grupos? ¿Qué rostro de
Dios se muestra en ellas?

Como señalamos al principio de esta Lectura creyente, Lucas está dirigiéndose


expresamente a los dos grupos presentes en la narración de la parábola: a los publicanos y
pecadores les habla de un Dios que los busca con gratuidad absoluta, que se regocija de
encontrarlos y tenerlos de nuevo con él. A los fariseos y maestros de la ley, Jesús les
explica que con su actuar está proclamando la misericordia inmerecida y gratuita del
Padre. Esa es su misión: «El Hijo de hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba
perdido» (19,10).

Las parábolas no están cerradas. Desconocemos si los adversarios de Jesús, al escucharle,


cambiaron la murmuración (v. 2) en fiesta de alegría y se unieron al comportamiento
misericordioso del Padre. En todo caso, estamos llamados, cada uno de nosotros, a poner
el punto final en ellas. A Dios le importamos mucho y sufre y goza con nuestro destino.
Quizá, al escucharlas, percibamos que debemos dejarnos encontrar por el corazón
amoroso de Dios; o tal vez nos demos cuenta de que nos hemos acomodado y endurecido,
sin que ya nos importe nada salir a buscar las ovejas y las monedas perdidas. Quien ha
perdido el camino o se ha perdido, no está en una situación irremediable. Dios sale en
nuestra búsqueda. Su misericordia hace posible colocarnos detrás de Jesucristo, el Señor,
para ir detrás de él por el camino que lleva hasta la victoria final.

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