Bordeños

Francisco Serratos

FondoEditorial Tierra Adentro

 Francisco Serratos

BORDEÑOS

FRANCISCO SERRATOS (Vera-

cruz, 1982). Vivió su infancia y
adolescencia en Ciudad Juárez.
Estudió literatura en Chihuahua
y un doctorado en Arizona State
University. Ha publicado en re-
vistas como Crítica, Lado B, Pic-
nic, Gaceta Frontal, entre otras.
Autor del libro La memoria del
cuerpo. Salvador E/izandoy su es-
critura C Ficticia, 2011); y forma
parte de la antología de ensayos
Cámara oscura. Ensayos sobre
Salvador E/izando C FETA, 2011).

FONDO EDITORIAL TIERRA ADENTRO 498

 Para Alejandro, amigo siempre presente

Programa Cultural Tierra Adentro

Fondo Editorial

Primera edición, 2014

©Francisco Serratos
©José Manuel Guaseo por fotografía de portada

D. R.© 2014, de la presente edición:

Consejo Nacional para la Cultura y las Artes

Dirección General de Publicaciones
Av. Paseo de la Reforma 175, Col. Cuauhtémoc,
CP 06500, México D. F.

ISBN 978-607-516-560-8

'1odos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total

de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía
y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa
autorización por escrito del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/
Dirección General de Publicaciones

Impreso y hecho en México

 Oh no, god damn
I killed a party again
God damn, god damn
I wanna sleep in my bed
I wanna clean up my head
Don 't wanna look this dead
Don 't wanna feel this dread
I killed a party again
I ruined itfor myfriends
I feel like going home
B ut at the same time, I don 't
You may not come back alive
They might bepsycho kil!ers
But tonight I real/y don 't care
So I say turn up the music
Take me home or take me anywhere
So don 't ask me questions
So please don 'task me any questions
Just turn the music up
And keep your mouth shout.

]ENS LEKMAN, "Black cab"

SOÑABA CONHACERARTE,pintar con los tonos de la arena.
No sabía cómo, no tenía amigos artistas y en la calle donde
vivía nadie tenía siquiera aspiraciones estéticas; tampoco
había visto una pintura en mi vida, sólo en los catálogos
que hojeaba en el pasillo de libros del Soriana donde mi
mamá compraba el mandado cada semana. Ese era el único
contacto que tenía con los libros. Cada sábado o domingo,
dependiendo de si mamá trabajaba un día extra en la ma-
quila, mientras ella llenaba el carrito con comida y trastos,
yo la esperaba sentado en el lustroso pasillo de la tienda
departamental. Pocas personas circulaban por allí, la mayo-
ría de ellos despistados, así que me sentía en calma; a veces
incluso escondía los libros que me gustaban para continuar
leyéndolos el siguiente fin de semana.
Cuando conocí a mis vecinos Beto y Polo, gracias a su
madre mis hábitos de lectura cambiaron. Doña Luz, una
señora morena, de cabello negro y estatura pequeña, siem-
pre pasaba por la calle con su bolsa en una mano y un libro
en la otra; algunos vecinos creían que era cristiana, pero
noté que el tamaño y el color del libro cambiaban: no podía
tratarse de una Biblia. Sus hijos eran un trío de gordos sim-
páticos simplemente por ser gordos, pero eran famosos en
la cuadra por su carácter huraño.
En ese entonces vivíamos en una colonia nueva, al sur
de la ciudad, en la frontera del desierto y el remedo de la
civilización. Mi madre había comprado el terreno gracias
a la oferta de un candidato a alcalde que remató los lotes a
cambio de votos. Cuando nos mudamos, sólo había seis ca-

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sas en la calle; lejos de deprimirme, el terreno baldío me
hizo sentir libre después de haber vivido en el centro de
Juárez, recluido en vecindades y edificios mezquinos. Sin
embargo, mi dominio sobre el desierto duró poco, ya que
en menos de un año la calle estaba totalmente poblada por
obreros y albañiles que trabajaban en los nuevos parques
industriales de la región.
Una vez que todo mundo estuvo asentado en sus casas
de paletas y ladrillo, la vida social en la calle fluyó con ar-
monía. Los vecinos se conocían porque tomaban la ruta de
personal a la misma hora o porque sus hijos iban a la única
escuela primaria de la colonia. Yo no asistía a ésta porque
mi madre, temerosa de que los cholos que se apiñaban en
la esquina me convirtieran en un vicioso, decidió inscribir-
me en una primaria lejísimos. Debía despertar más tem-
prano y caminar mucho. En invierno era abominable, y en
tiempo de calor, peor.
Como nosotros, casi todos los vecinos provenían del sur
del país y llegaron al norte con la promesa de un trabajo
estable y bien pagado. Las mismas empresas los transpor-
taban hasta Juárez y los metían en colonias y fraccionamien-
tos nuevos, por lo que el crecimiento de esa área fue des-
mesurado. Mi madre llegó con la misma promesa metida
en las sienes y a mí en una maleta. Algunos habitantes del
barrio eran operadores de producción, otros técnicos de
mantenimiento, mecánicos, transportistas, afanadores y
cocineros.
Durante el día, la calle permanecía vacía: todos estaban
trabajando y no había carros estacionados. Sólo algunas amas
de casa quedaban a cargo de la vigilancia, porque en esta
colonia, una de las menos pobladas y más marginadas de la
ciudad, los robos eran frecuentes.
En la tarde, cuando el sol se evaporaba en el horizonte, el
ruido del tráfico y el eco de las voces se escuchaban en to-
dos lados. A esa hora era cuando todos nos reuníamos en la
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calle para jugar futbol. Después, alguien más asomaba la ca-
beza por la ventana, otro aparecía acomodándose la camisa
o amarrándose las agujetas de los tenis y, de pronto, nos
veíamos todos afuera, listos para jugar futbol.
Así fue como conocí a Beto y a Polo. Nadie los quería en
su equipo por gordos y lentos; sobre todo Beto, el menor, el
más gordo y más torpe. Cuando portereaba parecía una tor-
tuga colgada del cuello con un lazo; sus manos y piernas
hacían aspavientos tan lentos que la pelota le pasaba al
lado como otra tortuga indiferente a la asfixia de su com-
pañera. El tercer retoño de doña Luz era Susy, quien se
sentaba en la barda de su casa a echarles porras a sus her-
manos. Como diosa azteca, pesada como una estatua; la
recuerdo apostada sobre los tabiques, haciéndose una tren-
za mientras gritaba consignas de autoayuda para Beto.
Jugábamos futbol tres veces a la semana durante el ve-
rano y hasta dos cuando hacía frío, pero los peores días eran
los de primavera: la ventisca levantaba tanta arena que era
casi imposible vernos las narices; los equipos nunca eran
los mismos y los partidos terminaban con sorna y amenazas
sanas. Los vecinos trabajaban tiempo extra en la maquila
y cuando regresaban, la calle estaba vacía y quieta. Como
Beto, Polo y yo éramos los más jóvenes y nuestra única
preocupación era la escuela, nos quedábamos a platicar un
poco más tarde, sentados sobre un montón de grava, discu-
tiendo los capítulos de Los caballeros del zodiaco. Polo tenía
preferencia por los villanos, pero Beto y yo siempre estába-
mos del lado del bien. En la discusión siempre ganaba Polo
porque era mayor: cursaba el segundo año de secundaria y
nosotros apenas el quinto de primaria. Cuando le rebatía-
mos sobre algún súper poder, él cerraba el debate con una
sentencia inapelable:
-No sean pendejos. A ver. ¿Cómo van a saber más que
yo si ni siquiera se han cogido a una vieja?
Ni Beto ni yo sabíamos exactamente lo que era coger,
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pero la contundencia de las palabras de Polo nos dejaba
inermes y callados.
-Los buenos son unos maricas. Siempre lloran y sacan
fuerzas, pero los malos no.
Fue una tarde de esas cuando descubrí lo que significa-
ba coger, gracias precisamente a Polo, quien sacó de su bol-
sillo un catálogo de lencería Avon. Por un segundo no tuve
muy claro qué hacía con él; había visto esos cuadernillos en
las manos de mi mamá y una vez me compró un desodoran-
te de Avon porque, según ella, ya me olían las axilas de
tanto andar en la calle. Las modelos de las fotografías eran
pálidas, tiesas, unos maniquíes de plástico blanco. Polo co-
menzó a pasar las páginas de su catálogo y se detenía en
cada modelo que le gustaba.
-A ver, ¿cuál les gusta? -nos preguntó.
Ni Beto ni yo dijimos nada.
-Ándeles, les regalo la hoja donde viene.
Seguimos serios.
Polo rechinó los dientes.
-Pues a mí me gusta ésta. Se parece a doña Fabiola, la
que vive allí enfrente -y señaló la casa de su vecina de al
lado-. Nomás le arremangan el calzón y se lo meten -di-
jo, y frotó su dedo índice en el calzón color papaya de la
modelo.
Beto soltó una risita idiota, automática. Deduje que en-
tonces yo era el único que no comprendía de qué hablaban.
Quedé callado. Polo, ante mi indiferencia, tronó de nuevo
los dientes, se incorporó e introdujo el catálogo en su bolsillo.
-Vámonos -ordenó a su hermano-, este güey no
sabe nada. Y ya tengo hambre; arre, a cenar. Mi mamá se va
a enojar si no nos metemos ya.
Los hermanos tenían una obediencia casi religiosa por
su madre, a diferencia de mí, que aunque respetaba a la
mía, no me tomaba en serio todas sus reglas. Beto se levan-
tó del montón de grava y anduvo junto a Polo, ambos dán-
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Francisco Serratos
dome la espalda. Me limité a verlos cruzar la calle tranqui-
lamente. No me importó quedarme solo; opté por coger
dos piedritas del montón y hacer malabares con ellas.
-Oye, Faco, ¿tienes hambre?
Era Polo quien preguntaba desde el umbral de su za-
guán de madera. Respondí que sí. Mi madre era una galli-
na; para esa hora ya estaba dormida y nunca preparaba la
cena. Cuando terminaba de jugar futbol, lo único que ce-
naba era un plato de cereal con leche; después me tumba-
ba en el sillón y veía tele por un rato.
-Vente, mi mamá hizo mole verde y está bien rico.
Di un salto tan inoportuno que me resbalé sobre la are-
na y caí de nalgas.
*
Esa fue la primera vez que vi a doña Luz. Presidía en el área
de su casa que era cocina y sala al mismo tiempo. A pesar de
ser una mujer pequeña, llenaba el lugar. Todos a su alrede-
dor hacían algo mientras ella permanecía sentada en la mesa
con el rostro cubierto por un pesado libro que sostenía con
las dos manos. Su hija Susy servía los platos, Beto acomoda-
ba sigilosamente mi silla extra y el papá calentaba las torti-
llas. Era una escena demasiado solemne para mí, que comía
solo y a deshoras, porque mi madre trabajaba tiempo extra
casi toda la semana.
-Lávate las manos -me ordenó Polo y señaló una
puerta de fierro.
Salí del baño con las manos frescas y vi que todos es-
taban sentados a la mesa esperando por mí. Se respiraba
un silencio incómodo. Caminé discretamente y tomé la si-
lla que me habían designado. Frente a mí había un plato
gigante de arroz rojo con una pieza de pollo bañada en salsa
verde. Lo contemplé por unos segundos, hasta que una voz
se dejó escuchar.
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-¿Te lavaste bien las manos? Anduviste jugando con
tierra allá afuera.
Era doña Luz quien me increpaba. Había revelado su
rostro al poner el libro sobre la mesa, al lado de su plato.
Asentí con un tímido movimiento de cabeza. Comenzaron
a comer. Nadie hablaba, cada quien se concentraba en su
mole verde; hurgaban con la cuchara en el arroz, trozaban
el pollo con el cubierto y comían como si el mundo se fue-
ra a acabar esa misma noche. Yo no tocaba mi comida toda-
vía cuando doña Luz, con su voz pertinaz y una determina-
ción con la que nunca antes nadie me había hablado, volvió
a dirigirse a mí:
-Te lo acabas todo, porque en esta casa no hay gatos.
Entendí la primera parte de la amenaza, pero no la se-
gunda. Los gatos no comen mole verde, pensé.
La familia siguió comiendo apresuradamente sin poner
mientes en mí. Tomé la cuchara, partí la tortilla a la mitad
y me dispuse a ingerir el primer trozo. En ese instante Polo
dejó de masticar y me dirigió un guiño con su ojo izquier-
do. Introduje el bocado en mi boca y apenas hube saboreado
el primer tinte de salsa verde, mis ojos se reventaron con
lágrimas, mis orejas ardieron hasta enrojecer y el sudor co-
menzó a perlar mi frente. Era lo más picoso que había pro-
bado en mi vida. De hecho, fue mi primera experiencia
con el chile, porque mi mamá no lo usaba en sus guisos.
Apuré la masa de arroz con mole a través de mi garganta y
lo tragué con dolor.
-¿Verdad que está bueno? -espetó Polo.
Agarré el vaso de agua que tenía a mi lado para dar un
trago tan grande que sentí un ligero calambre en la laringe.
-Sí -dije con un resoplo-, pero está muy picoso.
-No, eso no es nada -repuso Polo llevándose un trozo
de pollo a la boca. Lo masticó. -Ni aguantas nada.
Tomé más agua y esperé que se me quitara la irritación.
Carraspeé.
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Francisco Serratos
Comencé a sentirme atrapado. Sabía que me era huma-
namente imposible comer todo ese picante. Pero en aquel
momento, cuando el tintineo de cucharas y platos me pare-
ció una tortura, la hermana de Polo le preguntó a su madre
por el libro que les había estado leyendo. Los comensales
desaceleraron su ritmo de ingestión y pusieron la mirada
en doña Luz. Ella pasó un bocado pequeño y después sobó
el libro con su mano derecha.
-Les voy a contar lo que sigue. ¿Dónde me quedé ayer?
-En que un pueblo entero perdía la memoria y ya no
sabía leer ni escribir -contestó Beto.
Así fue como escuché por primera vez esa historia. Yo
nunca había sabido de algo así, ni en la televisión ni en los
animes. Mucho menos en la escuela. No por boca de mi
madre, quien nunca leía porque vivía cansada de tanto tra-
bajar. Esa noche, en aquella cocina de paredes ahumadas y
tabiques sin pintar, me convencí de que yo quería ser un
artista.
No me di cuenta, pero cuando doña Luz concluyó el
capítulo de la novela que leía, todos habían terminado de
comer, menos yo. Frente a mí yacía el plato lleno. Alenta-
do, maquiné una táctica: hacer porciones con más arroz que
mole para disminuir el picor. No funcionó, era demasiado
chile para mis papilas gustativas. Polo sonreía complaci-
do, desparramado en la silla. Beto jugaba con su cuchara
tratando de partir en dos un grano de arroz. Susy se prepa-
raba para recoger los platos sucios. Doña Luz se levantó y
se dirigió a una tina llena de agua que estaba empotrada
sobre una repisa de concreto.
-Pásame los platos -ordenó a su hija.
Mi nerviosismo creció porque sabía que la situación es-
taba fuera de mi control. Pensé en otra forma de terminar
con mi comida. Beto y su papá, quien nunca habló durante
toda la tarde, se retiraron en silencio a ver televisión. Polo
permaneció a mi lado, dispuesto a acompañarme hasta el
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final. Platicaba con su madre acerca del trabajo en la ma-
quila: al parecer la iban a ascender a jefa de línea de pro-
ducción. Mientras todos estaban entretenidos, apresuré un
bocado tratando de anestesiar mi lengua; lo tragué lo más
rápido posible. Me metí otro, luego otro y otro hasta que
sólo quedó un pedazo de pollo y un poco de arroz.
-Ya te dije que aquí no hay gatos, ¿eh? -volvió a sen-
tenciar la señora.
Susy se dirigió a otra habitación. Doña Luz se secó las
manos con un trapo viejo y húmedo, se retiró de la cocina
y dijo que iría a reposar al cuarto donde estaban su marido y
Be to.
Quedamos Polo y yo. Él fijo sus ojos en mí, se le dibujó
un sonrisa en el rostro moreno y carnudo. Disfrutaba ver-
me sufrir. Yo ardía y sudaba tibiamente. Un último bocado
era el pase entre mi libertad y mi apéndice a punto de ex-
plotar. Serví agua en mi vaso, esperé unos segundos para
recuperar el aliento y al fin enrollé el arroz y el mole verde
en un pedazo de tortilla; justo cuando lo llevaba a mi boca,
Polo murmuró:
-Ya, nena, deja eso en paz.
Volteé a mirarlo con espasmo, pero agradecido. El insul-
to no me importó.
-Mira, ahora sí vas a ver lo que es bueno.
Se levantó y entró en el cuarto donde su hermana se
había encerrado. Volvió con una mochila, la colocó en una
silla, sacó una revista -otro catálogo de Avon, pensé- y la
enrolló. Vio que nadie se acercaba. La extendió con ambas
manos, cubriéndose el rostro. Una fotografía de una mujer
blanca y rubia, con grandes senos un tanto grotescos y un
tatuaje de vello púbico en su entrepierna, que yacía recos-
tada sobre un escritorio y sostenía una férula de madera
entre sus dientes, fue todo lo que pude captar. Polo cerró la
revista y vi que su mirada se paralizaba fríamente: no me
veía a mí, sino algo a mis espaldas. Viré mi cabeza: doña
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Francisco Serratos
1 .uz estaba parada unos cuantos pasos detrás de mí. Su
cuerpo entero enrojecido se aproximó hacia su hijo, quien
se mantenía en trance.
-¿De quién es esa porquería? -habló en voz baja,
pero con un tono amargo.
Polo permaneció en silencio por unos segundos. Doña
Luz volteó sus inquisitoriales ojos hacia mí, después los
posó otra vez sobre su hijo.
-De él -respondió Polo, y me señaló con su índice,
como si disparara un súper poder villanesco contra mí, el
bueno de la historia.
No lo podía creer, no tuve tiempo de reaccionar. Doña
Luz me tomó del brazo con tal fuerza que me puso de pie,
pero yo logré zafarme rápidamente. Con la misma fuerza
arrebató la revista de Polo, que se rompió, y la incrustó en
mi pecho; luego ordenó que me largara. Obedecí sin chis-
tar; sin embargo, antes de salir, debía dirigirle una mirada
de lástima o de odio a Polo, no estaba seguro. Salí a la oscu-
ridad veraniega de la calle. Me sentía humillado y enchila-
do, pero con mi primera revista porno en las manos.
*
No volví a ver a Polo en mucho tiempo. Me propuse no salir
a jugar futbol en la calle. Creo que comencé a odiarlo, al
igual que a su familia. Yo sabía que él buscaría venganza y
me reclamaría su preciosa revista, y yo no estaba dispuesto a
devolvérsela porque en apenas unos días ya estaba encariña-
do con ella. No cometí el mismo error que él: la escondí en
el patio trasero, debajo de unas tablas, envuelta en una bolsa
de plástico. Mamá nunca la encontró, ni siquiera cuando
limpiamos la casa y los patios antes de mudarnos. Se quedó
allí enterrada junto con mi aburrida infancia en esa colonia.
Cambié de escuela y de hábitos sociales; me convertí
en el clásico chico serio y misterioso de la clase. Abandoné
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el futbol también. Lo único que conservé, gracias a doña
Luz, fue el oficio de la lectura.
Mi afición creció tanto que incluso intenté ser escritor,
pero mi vocación seguía atorada en algún lugar de mi flo-
jera. En la preparatoria me inscribí en el taller de dibujo,
organizado por un maestro hippie. No aprendí nada con
él, pues siempre discutíamos otros temas, como la forma-
ción de los planetas y la política del país. Se quejaba de
que no había museos en la ciudad para apreciar el arte, nos
aconsejaba abrir nuestra propia galería y, en la medida de
lo posible, huir de Juárez. Era un hombre alto, de cabello
rojizo con un mechón que se teñía cada mes de un color
diferente. Lo acusaban de puto en la preparatoria y decían
que éramos sus amantitos porque nos quedábamos des-
pués de las clases a pintar. A mí no me importaba. Mi fama
era mínima en el plantel, pasaba inadvertido con felicidad.
Mis primeras pinturas eran patéticas, no sabía mezclar los
colores porque lo más relevante para mí era imprimir la
emoción antes que la técnica. Ese taller, en lugar de inspi-
rarme a seguir pintando, me bloqueó por completo; sobre
todo cuando despidieron al maestro por motivos sospecho-
sos: un estudiante de tercer semestre lo acusó de pervertirlo.
Así decidí abdicar de la pintura, pero me sentía todavía
atraído por el arte. No me imaginaba haciendo otra cosa,
como cuentas en la oficina de una maquila. La mayoría de
los estudiantes quería estudiar administración, contabili-
dad, ingeniería, que porque allí estaba el dinero. Cuando
llegó el momento de elegir una carrera universitaria, ni
siquiera dudé en decidirme por la licenciatura en arte; el
examen de orientación vocacional, además, me daba la ra-
zón. El problema iba a ser convencer a mi mamá. Ella me
quería ingeniero, por supuesto, como su esposo. Soñaba
con verme graduado y con un carro del año, comprando
ropa de marca en los malls de El Paso y salvando obreras
indefensas de las garras de la vida. Me negaba a ese desti-
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Francisco Serratos
no. Recordé las tardes en mi antiguo vecindario: el desfile
de trabajadores descender de las rutas de personal, todos
vestidos con una bata cuyo color dependía de su puesto
y función en la maquila: azul, operador de producción; rojo,
inspector de calidad; verde, jefe de línea; morado, afanador;
amarillo, entrenador de nuevo personal. Parecían presos de
una penitenciaría envueltos en camisas de fuerza. Los je-
fes eran los únicos que no estaban obligados a usar bata, y
para mi mamá ese atuendo era la marca del fracaso, la letra
escarlata.
Tenía amigos, pero raramente salía con ellos al cine o a
restaurantes. Prefería ver televisión o jugar con la Dream-
cast, Gracias a mi maestro hippie conseguí un par de direc-
ciones de librerías a las que iba a surtirme de libros sobre
pintura; debo decir que nunca más visité los pasillos de
Soriana. Miraba piezas y admiraba pintores sin ninguna
metodología, no sabía nada de historia del arte y era tan
mal estudiante como pintor. No había en mi proyecto fu-
turo una profesión más que la holgazanería y la vida sim-
ple. Desde que mi madre se casó con su supervisor, no
volvimos a sufrir carencias, así que tenía pocas preocupa-
ciones. A veces tenía accesos de patetismo. No fue sino
hasta aquella tarde, en la clase de orientación vocacional,
cuando atisbé el propósito de mi inepcia como un futuro
prometedor, una venganza contra el mundo. Como la revis-
ta porno de Polo, como esa mujer desnuda con el vello pú-
bico tatuado; así vi mi profesión artística: una gran puta
recostada sobre un escritorio.
No tuve problemas para convencer de mi vocación al
orientador, un viejo gordo encorbatado que sonrió condes-
cendiente al escuchar mis planes. Me advirtió sobre el
campo de trabajo, los puestos a los que podía aspirar, básica-
mente maestro de educación artística en una secundaria
o preparatoria, y los sueldos. Nunca mencionó el otro in-
conveniente, pero estoy seguro de que lo mordía con su
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 BORDEÑOS
dentadura amarillenta para no dejarlo salir: "el arte es para
maricas; si no me crees, pues allí está tu profesorcito ése".
No le puse mucha atención.
-Pero bueno -dijo, moviendo sus manos regordetas
sobre el escritorio-, al menos eres el primero que está
convencido de lo que quiere. Tus otros compañeritos están
muy perdidos.
Y antes de que saliera de su oficina remató:
-Tal vez tengamos en nuestra lista de graduados a un
artista famoso en un futuro, ¿verdad?
Sonreí. Salí de la escuela a enfrentar lo más difícil: ha-
blarle a mi madre sobre el exitoso artista en que su hijo
podría convertirse.
-¿Pero qué vas a hacer con ese título bajo el sobaco?
---clamó durante la cena esa noche.
Repetí el currículo que mi orientador me había dicho,
excepto lo de maestro de educación artística, y le mostré el
catálogo donde promocionaban la licenciatura en arte. Ella
se serenó un poco, sin embargo no se veía convencida. In-
sistía en ingeniería, a lo menos administración de empresas.
Su esposo, con la ineptitud de su discurso de autoayuda, el
cual seguramente aprendió en los cursos de motivación em-
presarial, me sermoneó durante una hora sobre los benefi-
cios de trabajar como directivo en una compañía automo-
triz: los sueldos, las prestaciones anuales, el aguinaldo, las
vacaciones, el servicio médico, el Infonavit. Incluso dijo
que podría colocarme en su maquila sin ningún problema.
Lo escuché con curiosidad, dispuesto a dejarme. con-
vencer. No sucedió así.
Mi madre y su marido, más que confiar en las posibili-
dades de mi profesión, apostaron por mi talento. Me hicie-
ron mostrarles algunas de mis piezas creadas en el taller de
pintura. Les expliqué algunas de las técnicas que había
utilizado y les dije algunos nombres de pintores: Rothko,
Van Gogh, Cézanne, Izquierdo. Quedaron sorprendidos.
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Francisco Serratos
El esposo de mi madre dejó mis pinturas en la mesita de
centro y mi mamá, que estaba recostada a su lado, con un
brazo sobre el cuello de él, permaneció en silencio durante
unos segundos.
Habló:
-Pero prométeme que si no te gusta, te vas a cambiar
a otra carrera.
*
En menos de un año ya estaba en mi primera clase de his-
toria del arte en la licenciatura. La bienvenida nos la dio
un viejo de cabello gris, ventrudo y con voz de niño mima-
do. Inmediatamente corrió el chisme de que se acostaba
con varias estudiantes y que él y otro profesor de teoría de
la imagen las fotografiaban desnudas en un estudio priva-
do. Nos habló de Damien Hirst: podríamos comprarnos un
castillo vendiendo nuestro arte. Mis compañeros parecían
más un grupo de enfermos mentales que artistas, pero
en menos de un mes cedí a la moda. Mi modelo a seguir era
Julian Casablancas: pantalón de mezclilla, camisa deslava-
da, tenis Converse, necesariamente rotos y sucios, y greñas
largas; en invierno, chamarra de mezclilla.
Mis primeros semestres en la universidad fueron anodi-
nos. No hice nada que no hiciera cualquier otro estudiante
clasemediero. Pero, claro, yo tenía el arte, la justificación
perfecta para mi desgano como bandera existencial. Mi
verdadero descubrimiento fue la vida nocturna de la ciu-
dad, los cigarrillos y la holgazanería en los jardines del
instituto. Formamos un "academia secreta" cuyo sueño
era abrir un estudio-galería-bar. Yo era el más ingenuo de
mi grupo: carecía de una teoría. Me di cuenta de que mi re-
lación con el arte hasta ese momento había sido demasiado
romántica; mientras que las clases consistían en mera opi-
nión argumentativa. Como dice el crítico que dijo el teóri-
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 BORDEÑOS
co que dijo el filósofo. En cambio, en mí dominaba lo sen-
sorial: cuando veía una pintura disfrutaba el desliz de la
mirada, el adormecimiento terapéutico de los colores; no
ponía atención a la "retórica de la imagen" ni a la postmo-
dernidad. Por esa razón, poco a poco abandoné la pintura y
me dediqué a las instalaciones y a otros experimentos que
no me atrevía a nombrar.
Hasta que una tarde gris cuando conocí la verdadera de-
cepción de mi carrera. Recuerdo la primera vez que lo vi,
se llamaba Augusto, estaba a punto de graduarse cuando yo
apenas había ingresado. Esa tarde había corrido a la biblio-
teca para guarecerme de la lluvia. Él estaba sentado en una
mesa llena de libros, en el lugar más claro de la sala de
lectura. Pasé a su lado, curioso, cuando se percató de mi
presencia. Se dirigió a mí como el "nuevo". Me detuve a
saludarlo animoso de conocer a otros estudiantes. Leía dos
libros al mismo tiempo, uno de Baudrillard y otro de Dos-
toyevsky; del primero no supe el título, pero del ruso iden-
tifiqué inmediatamente, por el grosor del libro, que podría
tratarse de El idiota o de Los hermanos Karamazov. Augusto
se rascó la barba tiesa y grisácea, hinchó los ojos y pasando
una bola de saliva me dijo que se sentía contento de que
un jovencito conociera los clásicos.
-Está muy chido -dije.
-Chido es una palabra muy pobre, ¿no cree, compañe-
rito? Yo diría excelso, majestuoso. No se puede hablar de
Dostoyevsky con otras palabras, por muy altisonantes que
resulten. Se ve que es nuevo, pero pronto aprenderá a usar
otro lenguaje.
-Sí, me gusta.
-A mí me deleita -remató-. Y ya que le interesa la
lectura seria, déjeme regalarle algo de lo mío. Por supues-
to, no pretendo compararme con Dostoyevsky.
Debajo del libro de Baudrillard sacó una plaquette en-
grapada con el título de Yo es un hombre que envejece.
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Francisco Serratos
-Tenga, compañerito. Como se ve que es una persona
lcidita, no como los demás que se la pasan en el desmadre,
sé que me hará comentarios valiosos. Es una obra modesta.
Me la entregó como si me diera la ostia. Sus movimien-
tos serpentinos y su voz morigerada, como la de un sacer-
dote, me produjeron un cosquilleo molesto en el cuello. Le
dije que con mucho gusto la leería. Después me justifiqué
por mi retirada y salí de inmediato a la lluvia para desaho-
garme. Me cubrí la cabeza con la plaquette y, al llegar a una
esquina, me detuve a examinarla: las palabras se habían
desvanecido con el agua. La deposité delicadamente en el
bote de basura que tenía a mi lado.
Augusto, apenas se graduó, fue contratado por honora-
rios como maestro para impartir la clase de historia del arte.
En las mañanas era el secretario del director del programa,
sacaba fotocopias y bromeaba con las otras secretarias y con
las estudiantes nuevas. Se ofrecía para darles orientación y
explicarles algunos conceptos de teoría del arte. Era el es-
píritu más noble de la universidad. Presumía sus callos en
las manos, causados por los duros años de su trabajo como
albañil cuando era más joven; pero decía, siempre con hu-
mildad, que eso no era nada: los callos que valían la pena
ahora se los hacían los libros.
Así fue como pasé de los jardines griegos a la oscuridad
de las cantinas. Allí aprendí bastante. En esa época la noche
juarense era más cálida, sobre todo en la avenida Juárez.
Había una fauna de especímenes nocturnos tan disímiles
que lo único que compartían era su capacidad para mirar a
través de la oscuridad. Las cantinas eran lo mejor. Los bares
y las discos se abarrotaban de gringos y paseños que venían
a explotar su cuerpo con cuanta sustancia tóxica se topaban
en las esquinas de ese perímetro. Quienes disfrutábamos
de la conversación nos íbamos a las cantinas para viejitos,
porque en ellas encontrábamos la calma justa para formular
las filosofías elementales.
25
 BORDEÑOS
La Juárez combinaba lo peor de ambos mundos: era el
centro intelectual de toda la región, pero también se encon-
traba lo más vil de nuestra civilización. Allí se congregaban
profesores, maquileros, estudiantes, prostitutas, artistas, po-
licías, homicidas de mujeres, músicos, actores, dílers, escri-
tores, padrotes, mexicanos y gringos.
* cabeza y tomaba un trago de su bebida.
Una noche de diciembre, un grupo de amigos artistas es-
tuvimos tomando en casa de uno de ellos hasta entrada
la noche y, luego, por sugerencia mía, decidimos caerle a la
Juárez.
El fuego de neón iluminaba a los pocos visitantes de
la noche: era viernes y las personas preferían mantenerse
dentro de las casas. Mamá dijo que en el canal 26 habían
pronosticado nieve para el fin de semana y me advirtió que
no saliera; sin embargo, mis amigos y yo debíamos deli-
near los últimos detalles para la inauguración de nuestra
galería el próximo año. Los trabajadores de la noche se-
guían fieles a sus postas en varias esquinas. Los vendedo-
res de cigarros y los taqueros se apiñaban en sus carritos
tibios para cubrirse del frío. Afuera de los moteles, espe-
rando que algún cliente les hiciera la noche, las prostitutas
se frotaban con las piernas, cubiertas por la delgada malla
de las medias; algunas se mostraban contentas, otras bro-
meaban con los taxistas que permanecían dentro de sus
carros tomando café caliente. El puente internacional, don-
de comenzaba la avenida Juárez, se erguía como una gran
lengua de asfalto.
Mis intrépidos amigos y yo pisábamos con cuidado la
humedad de las banquetas. Nuestro vaho no se distinguía
del humo del cigarro que cargábamos en los labios. Manuel,
quien era artista urbano, recomendó apurar el paso hacia el
Gato Félix. Cuando llegamos casi no había clientela en la
26
Francisco Serratos
cantina. Las meseras se peinaban unas a otras detrás de la
barra. La consola estaba apagada. Grupos de señores, en-
chaquetados con chamarras de mezclilla y lana de borrego,
se concentraban de dos en dos, regados sobre las mesas. En
la barra, un solitario daba la espalda al mundo. Ni siquiera
platicaba con las meseras y su mirada se concentraba sobre
un punto invisible frente a sí mismo; después agachaba la
Manuel, Rodrigo (performancero), Alejandro (fotógrafo
y escultor) y yo nos sentamos en el ángulo más apartado de
la cantina; queríamos evitar el ruido. Nos quitamos los
abrigos. Ordenamos una primera ronda de bebidas a una
mesera de piel clara, cabello hirsuto, ceñida con un vestido
negro que moldeaba su panza y sus piernas rollizas. Comen-
zamos barajeando nombres y lugares para ubicar la galería;
hablamos sobre fondos y exposiciones. Alejandro era quien
conocía más gente y promotores; los demás lo respetába-
mos porque tenía más experiencia. Había viajado a otras
ciudades del país y vivió en Barcelona gracias a un inter-
cambio semestral. Manuel, Rodrigo y yo no éramos tan
cosmopolitas como optimistas. En medio de la discusión,
una voz extraña hizo eco en toda la cantina.
-No se te quita lo mamón, ¿verdad?
Todo mundo volteó buscando a quien había pronun-
ciado esas palabras. Después de unos segundos de girar la
cabeza hacia todos lados, coincidimos sobre una persona: el
bebedor solitario. Las meseras en la barra le regalaron una
mirada de desprecio; los demás clientes supusieron enton-
ces que se trataba del clásico ebrio maldiciendo su pasado.
Pero a mí el timbre de la voz me pareció conocido, sobre
todo por el peso que descansaba en la palabra mamón. Con-
venimos en ignorarlo y seguir con lo nuestro.
-¡No te hagas, te estoy hablando a ti, Facundo!
Como animales que se percatan de la cercanía de su
depredador, volvimos la mirada hacia él una vez más. Una
27
 BORDEÑOS
mesera lo encaró, le arrebató el trago de las manos y le
advirtió:
-Aquí no queremos chingaderas, o le hablamos a la
patrulla.
-Tranquila -contestó el hombre-. Sólo saludo a un
viejo amigo. ¿Verdad, Faco?
Y giró sobre el taburete en el que estaba sentado. Vi el
rostro de Polo, trasnochado e inflado de alcohol.
* que la pinche maquila estaba vacía. No había nadie, sólo
Me tomó por sorpresa, no tanto por el insulto público
-después de saber que provenía de Polo, me pareció de lo
más normal-, sino por encontrar a mi antiguo amigo diez
años después en el lugar menos esperado. Me levanté de la
silla por un impulso imperceptible de mi voluntad y me
dirigí hacia la barra. Polo me saludó con una fuerza maciza;
yo sólo dejé caer mi mano lánguida en la suya. Apenas nos
sentamos, ordenó para mí Jack Daniels mientras palmeaba
mi hombro. Se veía efusivo, un poco ebrio.
-Ah, qué pinche Faco, ¿qué haces en estos lugares tan
oscuros?
Le respondí que me gustaba venir aquí en vez de las
discos de moda en la avenida Lincoln.
-Y tú, ¿cómo has estado? No te he vuelto a ver desde
aquella vez en la cena de tu casa.
-No te hagas, güey, ¿mi revista? -vaciló con una risa
descompuesta.
Yo también reí sonoramente. Todos voltearon hacia
donde estábamos. Mi risa tranquilizó el ambiente del lu-
gar: quedó claro que Polo, lejos de ser un ebrio problemá-
tico, era sólo un amigo; un viejo amigo.
Inmediatamente comenzamos a hablar como si retomá-
ramos una conversación interrumpida hacía un par de días
y no hacía casi diez años. Le conté todo lo que había pasa-
28
Francisco Serratos
do en mi vida desde que me mudé de aquella casa. Me
escuchó con atención; sin embargo, a mí me interesaba sa-
ber lo que había sido de él durante todo ese tiempo.
-Qué bueno que tú y tu mamá se fueron de la colonia.
Allí todo se pudrió. Las cosas se pusieron mal, Faco. ¿Toda-
vía te dicen Faco? Las maquilas cerraron, se esfumaron de
la noche a la mañana. Cuando los trabajadores llegaron a las
seis de la mañana -ya sabes, puntualitos o les descuentan
de su miserable sueldo los retardos- se encontraron con
las máquinas. Ni directivos, ni supervisores, nadie de alto
mando. Se pelaron sin pagarles la liquidación a los obreros.
Muchos de la cuadra trabajaban en esa maquila; luego otras
maquilas también cerraron, no de forma tan ruin como la
otra, pero dejaron a la gente sin chamba. Mi mamá y mi
papá trabajaban en una de esas empresas que se fueron.
Y sin trabajo, sin nada, pues se regresaron para su pueblo.
Lo mismo hicieron otros vecinos; los camiones salían llenos
directo a Torreón, Veracruz, Chiapas, Durango. Mi familia
se quedó un rato, esperando a ver si se componía la cosa,
pero nomás aguantaron un año. Nos desmoralizamos todos
y la única solución fue volver al pueblo de donde somos ...
-¿De dónde son?
-¿ ...Ya se te olvidó? De Hidalgo, somos de Hidalgo. Te
decía que dejamos la escuela, yo apenas iba a entrar a la
universidad. Regalamos algunas cosas, menos los muebles,
porque teníamos la ilusión de regresar. Mi papá se puso a
trabajar de taxista, mi mamá a vender antojitos en la aveni-
da principal, mientras mis hermanos volvieron a la escuela.
Yo quedé sin hacer nada, porque allí no había universidad.
A veces le ayudaba a manejar el taxi a mi papá y otras más
a mi mamá con la venta. Al final me cansé de estar así; les
dije a mis jefes que quería estudiar una carrera, pero me
contestaron que no tenían cómo apoyarme. Les propuse
volverme a Juárez ... aceptaron duramente. Pero no tenía
29
 BORDEÑOS
otra opción. Cuando llegué a la calle donde vivíamos las
cosas habían mejorado un poco, aunque no quedaban mu-
chos vecinos de los que tú conociste. Me instalé, conseguí
trabajo en una maquila donde hacen cartuchos para impre-
soras y me metí a una de esas escuelas privadas patito ...
-Déjame ir al baño -lo interrumpí.
-Ándale, vamos juntos -me dijo mientras nos parába-
mos. Continuó hablando. Como te decía, me puse a estu-
diar, le echaba ganas, sobre todo por mi mamá, que tenía
esperanzas en mí. El plan era que mis hermanos siguieran
mi ejemplo. Por supuesto que no les dije que me salí de la
carrera cuando estaba en cuarto semestre.
-¿Por qué? -pregunté en lo que nos acomodábamos
para orinar. Polo hablaba mirando el techo, con los ojos se-
miabiertos, mientras maniobraba allá abajo.
-¿Por qué crees? Por una vieja. La conocí en la maqui-
la donde trabajaba. Hubo una discada organizada por los
de la línea en la casa de ella. Ya sabes, nos pusimos pedos,
comimos y bailamos, y al final nos quedamos nomás ella y
yo solos en la casa. Bueno, no completamente solos, por-
que tenía dos chamacos, una niña de diez años y uno de
cinco, pero ya los había mandado a dormir.
Nos acercamos al único lavamanos en el baño. Polo lo
usó primero. Se remojó las manos y acomodó sus cabellos
lacios hacia atrás. Noté que había perdido peso, pero no
músculo. Su cabello relamido, su cara morena limpia de
espinillas; alguien igual y a la vez distinto del adolescente
precoz que jugaba futbol y se masturbaba viendo lavar ropa
sucia a su vecina.
Llegó mi turno de lavarme.
-¿Y luego?
-Pues nos juntamos, la chava esa, yo y sus dos hijos.
Ellos se vinieron a mi casa, porque la suya era muy pequeña,
ya sabes cómo son esas pinches casitas de Infonavit, parecen
una caja de cartón, un gordo como yo no cabe por las puertas.
30
Francisco Serratos
-Pero ya no estás gordo -afirmé.
Nos encaminamos hacia la barra de nuevo. Mis amigos,
a punto de salir, se vestían los abrigos y se despidieron de
mí haciendo una señal telefónica.
-Mañana te marco -grité a Alejandro.
Polo y yo ocupamos los mismos taburetes. Él ordenó
dos cervezas Indio, luego se arrepintió y pidió otro par de
Jack Daniel's.
-Esa cerveza sabe a vómitos -dijo-. Pero dámelo sin
rebajar, ¿eh? -le habló a la mesera-. Ya ves cómo se las
gastan, Faco, si no reclamas te sirven pura agua con hie-
lo. ¿En qué estaba? Ah, sí, me casé. O me rejunté. Todo
iba bien, pero la verdad no soportaba a los hijos, más que
nada a la mocosa, ya sabes cuando entran a la adolescencia.
Era bien cabrona. La mamá la maltrataba para que se porta-
ra bien, peleaban y gritaban todo el tiempo. Y yo con las
tareas y el trabajo encima. No estaba listo para esa vida ...
Por cierto, ¿ya te casaste? ¿No? Está mejor así, no eres tan
pendejo como creía. Al año y medio de vivir juntos, explo-
té. Le dije que ya estuvo. Ella me rogó un rato, amenazó a
la niña con enviarla a Torreón con su abuela. No, le dije, ya
estuvo, no puedes hacerle eso a tu hija. Pero para ese en-
tonces yo ya andaba un poco mal, la verdad. Mis compañe-
ros de la carrera ...
-¿Qué estudiabas?
-Ah, psicología. Pensé que ya te lo había dicho. Mis
campas de la carrera me invitaban a las porties, a los antros,
y pues en vez de regresar a mi casa a escuchar a un cha-
maco llorón y a una adolescente gritar, ¿tú qué harías?
Así anduve como un año, hasta que me harté. Ni estudia-
ba ni trabajaba como debía. Me salí de la escuela y del
trabajo.
-¿Y qué hiciste? -di el último trago a mi bebida.
-No, eso te lo cuento en otra ocasión. Yafalta poco para
que cierren. Mira, las meseras ya empezaron a limpiar las
31
 BORDEÑOS
mesas. Vamos para afuera. ¿Tienes cigarros? No te apures,
ahorita compramos. Yo pago, ¿qué pues? Tanto tiempo sin
vernos y tú con esas groserías. Además, te debo una por esa
vergüenza que te hice pasar con mi mamá.
* era para obreros, supuse, porque la música confirmaba la
Polo pagó la cuenta con un billete grande. Nos abrigamos
y cruzamos la puerta del Gato Félix. Si al llegar la avenida
estaba casi despoblada, ahora era un completo erial; se es-
cuchaba el eco de la música que brotaba de algunos antros
todavía abiertos. Apenas algunos ebrios y vendedores se
arrinconaban en las hamburgueserías para calentarse. Polo
sacó una cajetilla de cigarros y me la ofreció como si aven-
tara una limosna desinteresadamente. Estaba vacía. Andu-
vimos por la banqueta húmeda; escarcha de hielo brotaba
de las alcantarillas. Llegamos a un estanquillo improvisado
en una esquina, frente al Puente Santa Fe. Polo saludó al
cigarrero llamándole por su apodo.
-Dame una cajetilla, pero de los made in Mexico, no tus
chingaderas importadas -le habló con autoridad, como si
fuera su empleado.
El hombre buscó en una bolsa de plástico que escondía
debajo de la mesita donde tenía la mercancía.
-Mira -dijo Polo-, toda esta mierda que está aquí es
puro veneno, puro cigarro adulterado que estos cabrones
fabrican en una casa que está allá a la vuelta.
El hombre extendió una caja de Benson, Polo le pagó y
le preguntó:
-¿Y por dónde se entra ahora?
El cigarrero me dirigió una mirada de desconfianza y
luego contestó. Nos señaló uno de los bares cercanos al
puente.
-Vente, vamos por la última cerveza, porque ya van a
cerrar todo aquí.
32
Francisco Serratos
Cruzamos la calle. El frío se hacía sentir más fuerte, al-
gunos carros estacionados tenían hielo en los vidrios. Cuan-
do llegamos al lugar, me di cuenta de que no había estado
en ese tugurio antes. Mis amigos y yo nunca nos parába-
mos en centros de baile para gringos y maquileros, y éste
tendencia tropical de las dos palmeras metálicas apostadas
frente al establecimiento. Apenas nos detuvimos frente a
la puerta, un par de meseros nos franquearon amigable-
mente. Polo saludó a uno de ellos dándole la mano. Ambos
se sonrieron y después de murmurarle a mi amigo algo en
el oído que yo no alcancé a escuchar debido al sonido de la
cumbia que brotaba del interior, nos abrió una puerta oscu-
ra, de la que no me había percatado, justo al lado de la en-
trada principal.
-Vente -me ordenó Polo al sumergirse en la oscuridad.
Pero cuando avancé unos pasos para seguirlo, uno de los
meseros colocó su enorme mano sobre mi pecho impidién-
dome la entrada.
-Esta noche hay cover, canalito. Veinte pesitos, y sitie-
ne carro, nosotros se los estacionamos en un lugar seguro
por otros diez pesos más.
Busqué en mi bolsillo del pantalón, sólo encontré un
billete de cincuenta pesos.
-¿Tienes cambio?
El mesero registró la bolsa de su delantal negro y sacó
una faja de billetes multicolor. Tomó uno de veinte; llevó
su otra mano a la faltriquera de su pantalón y sacó un puña-
do de monedas. Me dio el cambio. Cuando crucé el umbral
hacia la penumbra, el mesero alcanzó a advertirme:
-¡Aguas con las escaleras!
Estaba tan oscuro que no las había visto, sólo me guiaba
una luz y el murmullo masivo que subía. Descendí cui-
dadosamente. Al llegar al fondo, vi un insospechado esce-
nario: allí, debajo de la avenida Juárez, a la altura de las
33
 BORDEÑOS
ratas, se encontraba la cantina clandestina más grande que
había visto en mi vida. Una nube de humo hacía raíz en los
cigarros de los fumadores, y el olor a tabaco, al mismo tiem-
po que impregnaba la atmósfera, la templaba. Esa neblina
de nicotina me irritó tanto los ojos que me impidió ver con
claridad lo que sucedía; me los enjugué con las manos, des-
pués los cerré unos segundos. Cuando por fin pude obser-
var lo que ocurría a mi alrededor, me sentí dentro de una
jungla circense: había de todo, pero dividido de manera
armoniosa.
Debajo del concreto, cuando la ciudad se congela hasta
los fierros y no hay donde guarecerse, comulgaba toda una
demografía subterránea. Había gringos, estudiantes, baila-
rinas, cholos, obreros, incluso algunos conocidos artistas lo-
cales. En una esquina, un grupo de gringos disfrutaba de
un estriptis improvisado sobre una mesa. Al lado de ellos,
varios jóvenes jugaban billar. Sobre la barra unos cheros
bebían y reían acaloradamente con unas prostitutas. Entre
tantas cosas pasando, intenté encontrar a Polo. Vi a tres
cholos esnifando cocaína. Un conjunto de gais, al menos
eso parecían, estaba sentado en una esquina de la barra lar-
ga y extendida como una serpiente ondeando su cuerpo.
Hombres vestidos como el marido de mi mamá hablaban
con tres mujeres jóvenes, menos pomposas, con vestidos
de neón: eran gerentes de una maquila haciendo trabajar
horas extra a sus empleadas. No veía a Polo en esa nebulo-
sa de humo y cuerpos, hasta que de pronto sentí una mano
pesada sobre mi hombro izquierdo.
-Cuesta un poco acostumbrarse. Ven, vamos a buscar
asientos -dijo Polo, y me extendió un ruso blanco.
Fui tras su espalda, confundido y a la expectativa de
cualquier acontecimiento, todavía incrédulo. Lamenté no
traer conmigo una cámara fotográfica, no poder pintar ese
lienzo pardo de la historia.
Ocupamos dos sillas cerca de los gringos y la estríper.
34
Francisco Serratos
-Y, este lugar, ¿cómo lo descubriste?
-Ya ves, tengo buenos contactos. Pero de ahora en
adelante, si tú quieres, ya puedes bajar. Nomás le preguntas
al cigarrero por dónde es la entrada y listo. Hay dos entra-
das y una sola salida. Cada día cambia, una entrada es la
que nosotros usamos, la otra está en un bar de más adelan-
te y la salida da hacia la calle de atrás, por donde circulan
menos patrullas.
-¿Y quién es el dueño de esto?
-No sabemos. Como este sótano abarca unas tres o
cuatro cantinas de arriba, a lo mejor son varios dueños.
Aunque yo tengo una teoría. Se me ocurre que el dueño es
el alcalde de la ciudad.
No me impresionó su hipótesis.
-Sí, ¿a poco crees que las autoridades no saben de este
lugar supuestamente clandestino? Claro que saben, pero se
hacen pendejos. Y si lo permiten es porque hay alguien
pesado detrás de todo. Esa es la política del gobierno, em-
briagar y drogar a la gente para que trabaje y se quede calla-
da. Esta es una ciudad disfrazada de maquila, Faco. Tú no
sabes porque nunca has trabajado en una, ¿o sí? No, qué
chingados. Yolo he visto. Si los maquileros no tomaran ni se
drogaran, quemarían las maquilas de tanto coraje dormido
en su conciencia. Todo ardería, Juárez sería una gran man-
cha de ceniza debajo del sol. Los arneses para carros, las
licuadoras, las televisiones, los motores, los refrigeradores,
los chips, las impresoras, los tráileres, las computadoras, los
termostatos, los tornillos, las motocicletas. Todo. A los grin-
gos se les acabarían sus lujos.
Polo se veía exaltado, como si discutiera consigo mismo
una idea de la cual quería desengañarse. Continuó:
-Las maquilas son como castillos feudales; donde hay
una se funda una colonia, un fraccionamiento. Es como un
castillo orlado de la miseria de sus peones. La ciudad desa-
parecería, pero no por completo. Quedarían moteles y pros-
35
 BORDEÑOS
titutas. Además, ¿ves esos pinches gringos? -Polo señaló a
los que estaba a nuestro lado, rolando el sostén de la baila-
rina para olerlo-. Ellos no vendrían a hacer su desmadre
aquí. No serían los reyes de ese castillo. No estaría ese
puente. No tendríamos que cruzarlo cada fin de año para
gastar el mísero aguinaldo en porquerías chinas. Es más, no
tendríamos pinches cigarros adulterados.
Polo sacó la cajetilla que acababa de comprar. La golpeó
con los dedos y desató el cintillo rojo que la envolvía, la
destapó, sacó dos cigarros, uno para él y otro para mí. Los
encendimos. Gobernó un silencio cómplice entre los dos
mientras dábamos caladas suaves. Sentí que ambos coinci-
díamos en una sola visión, pero por diferentes medios: la
de Polo era una descarnada y salvaje, mientras que la mía,
una perezosa que había adquirido por contemplación, no
por una vivencia.
Giré sobre mi taburete para analizar un poco más el lugar.
-¿A qué hora cierran? -pregunté.
-La pregunta es a qué hora abren.
-¿Qué?
-Sí, una vez pasadas las dos, ya no puedes salir sino
hasta las seis de la mañana.
Polo debió percibir mi gesto de preocupación.
-Es por seguridad -aclaró.
Pensé en mi mamá inmediatamente. En ese momento
la imaginé pegada a la ventana imprecando contra mí. Re-
cordé también que no tenía cómo llegar a mi casa, pues
había venido en el carro de Alejandro.
-¿Te pega tu mamá o qué?
Como cuando niño, mostrar debilidad ante Polo mere-
cía un regaño. No le contesté.
-Para que valgan la pena las nalgadas, vamos por unas
amigas. Sígueme.
Nos desplazamos hacia el lado opuesto del sótano, don-
de no había suficiente iluminación, y cruzamos una cortina
36
Francisco Serratos
oriental hacia un cuarto grande. Apenas entré, comprendí
la razón de la penumbra. Vi cuerpos semidesnudos recosta-
dos sobre sillones con un olor pútrido de orines de gato y
sexo. El resplandor de unas nalgas iluminó mi memoria:
Polo era el mismo pervertido de siempre. Esta vez, sin em-
bargo, su madre no aparecería detrás de mí, o al menos
guardaba esa esperanza. Polo me detuvo con una señal de
su mano.
-Espera aquí.
Quedé erguido en medio de la oscuridad esperando que
mi guía dictara el siguiente movimiento. Vi más nalgas y
senos refulgir, como peces en el azul lóbrego del océano.
Me concentré en uno de esos brillosos glúteos, cual pece-
cillo enceguecido por las trampas luminosas de su depreda-
dor. Caminé hacia donde estaban, pero una mano pesada
me impidió caer al abismo.
-¿A dónde vas? ¿Qué no ves que es un vato?
No, en esa penumbra los sexos se desdibujaban. Me
jaló hacia otra dirección; avanzamos algunos metros hasta
llegar a un cuarto pequeño con dos sofás en los que nos
acomodamos, uno enfrente del otro. Encima de la cabeza
de Polo, incrustado en la pared, ardía tenuemente un foco
rojo. Me pareció un demonio sentado en un trono contem-
plando su reino de tortura y placer mezclados. Al dejarme
caer en el sofá, por primera vez me di cuenta del peso del
alcohol sobre mi cuerpo, me sentí cansado. El Jack Daniel's
y el vodka surtían efecto, así que cerré los ojos y recargué
la cabeza hacia atrás por unos segundos. Al abrirlos, me
obstruía la vista un cuerpo, una cintura, una moldura deli-
cada. Una mujer de piel fría se quedó quieta, como un ma-
niquí de goma frente a mí. La tomé por la cintura y la moví
dócilmente hacia un lado. Polo tenía otra mujer encima de
él; sus manos parecían tentáculos viscosos sobre la espalda
y las nalgas de ella. Volví la mirada hacia la mujer que me
tocaba. Resignado, la jalé hacia mí tomándola por la cintura
37
 BORDEÑOS
otra vez. Su piel realmente era fría. Subí la mirada para
verle el rostro en la oscuridad, pero sólo un mechón de luz
rojiza le iluminaba los labios. La senté en mis piernas y ella
cayó tiesa; comencé a besarle los pechos, a apretar sus
glúteos como dos globos de agua. Ella era una masa frígida.
Hice una pausa y la miré a los ojos. Era bonita, más o me-
nos de mi edad. Cuando notó que mi rostro se aproximaba
al suyo para besarla, de inmediato reaccionó a la vida. Gol-
peó mi pecho con las manos y dijo "no".
En ese momento cobré conciencia de lo que hacía y me
detuve. Salí del cuarto sintiéndome asfixiado, el peso del
aire en todo el recinto me aplastaba los pulmones. Me dirigí
a la barra, donde pedí un vaso de agua al barista. Miré la
hora en mi reloj, eran casi las tres de la madrugada; deseé
estar en mi casa, pero no había de otra más que esperar a
que abrieran la salida. Miré absorto a mi alrededor. A mi
lado, el grupo de gais reía a carcajadas. Me pareció recono-
cer a uno de ellos cuando hicimos contacto con la mirada. Él
también mostró interés en mí. Fingí no darme cuenta y viré
hacia otro lado, pero era demasiado tarde porque se dejó
venir hacia mí.
-¿Facundo? Faco, soy yo, tu maestro de dibujo: Marco.
-Hola -dije conturbado.
Lucía casi igual, sólo que más viejo y sin el flequillo
multicolor que definía su personalidad. Ahora vestía más
formal, sus atuendos hippies habían sido reemplazados por
una camisa de Banana Republic y pantalones Gap.
-¿Cómo has estado? -se mostraba alegre por el en-
cuentro-. Has crecido bastante, mírate.
-Bien, ¿y usted?
-Pues como me ves, más viejo. Pero, dime, ¿qué haces
en estos tugurios?
-Vine con un amigo.
Le conté sobre mi vida, que ahora estudiaba arte, pero
había renunciado a la pintura. Alabó mi decisión.
38
Francisco Serratos
-El arte no deja, menos en una pinche ciudad como
ésta, donde las personas sólo viven para cruzar al otro lado.
Mira cómo terminé yo, de maestrucho en un bachiller. Yo
abdiqué de mi obra también. Ahora soy traductor, gano
más dinero y no soporto a los estudiantes ni mucho menos
a los profe sores persignados.
Le pregunté sobre su despido.
-Pues no fue tan grave, el chico no tuvo la culpa de
nada. Fueron los papás los que me acusaron de pervertir a
su hijo, hazme el favor. Si era una loca aquí y en China. ¿Lo
conociste? Raúl, le decían la Rula. ¿No? Blanquito, flaqui-
to, con cabello lacio y usaba lentes. Bueno, ése. Pobre, vi-
virá enclosetada toda su vida.
Conversamos un rato sobre la condición del arte con-
temporáneo; aunque retirado, Marco seguía al tanto de las
actualidades. Me advirtió sobre mis maestros en la facultad
de artes: dijo que eran unos pendejos esnobs que nomás
buscaban cogerse a las estudiantes.
-Consiguen fondos del municipio para hacer sus pro-
yectos de intervención artística en la ciudad y se lo gastan
en pura mota y para pagar el pasaje de sus amigos artistas
que viven en España y el D.F. No podía condenarme a ser
un mantenido del gobierno, un caza becas, un empleado
más del municipio cuya función es llevar el arte a las escuelas
jodidas y a las colonias marginales. Creen que con llevar una
obra de teatro a una colonia jodida van a salvar a la gente de
su miseria, o que con darle cámaras fotográficas a los niños
pobres van a evitar que se vuelvan cholos. El arte en México
es como la política, pero le exigen más al artista que al polí-
tico, quien es el que puede realmente cambiar la situación
en que vive la gente. Por eso me salí de ese ambiente, Faco,
es pura hipocresía y mediocridad. Me parece más honesta la
vida de un maquilero que la de un artista mexicano.
Justo en ese punto interesante, Polo llegó por detrás de
mí, miró sospechosamente a mi maestro de dibujo y luego
39
 BORDEÑOS
me dijo al oído que me preparara para retirarnos. Nos abri-
rían la puerta las mujeres con las que habíamos estado. Me
despedí del maestro, no sin antes darle mi teléfono e invi-
tarlo a la inauguración de la galería. Su plática me había de-
jado un buen sabor de boca; sentí que había aprendido más
en esos minutos que en todas las clases que tomé con él.
* -Oye -lo detuve en el momento--, la verdad no tengo
Seguí a Polo hacia la puerta de la salida, ubicada en la parte
trasera de la cantina. Allí estaban las dos mujeres esperán-
donos, ya vestidas y abrigadas. El frío mercurial del desier-
to dominaba las calles de Juárez, así que nos apresuramos a
andar hacia yo no sabía dónde. Caminamos hasta llegar a la
avenida Francisco Villa.
-Allí está mi troca -dijo Polo.
Era una Blazer roja con placas fronterizas.
Adentro Polo ocupó el volante y su mujer el asiento del
copiloto, por lo que me dejaban en la incómoda situación
de compartir el asiento trasero con la otra mujer. Polo giró
a la llave y su troca produjo un ruido estertóreo, como un
hipopótamo exhalando aire. Era el drama invernal de los
carros usados en la ciudad. Polo esperó unos segundos e
hizo un nuevo intento con el mismo resultado. Las dos mu-
jeres y yo nos frotábamos las manos, un poco nerviosos. La
camioneta encendió finalmente a la tercera calada. Los
cuatro sonreímos, aliviados.
-¿Vamos al de siempre? --consultó Polo con su amiga.
Ella asintió con desgano, bostezando; su jornada laboral
llegaba a su fin. A mi lado yacía callada mi compañera, in-
diferente y tratando de mirar a través de la humedad unta-
da en su ventana. Polo manejó por las calles congeladas y
solitarias del centro. Dimos vuelta en la avenida Vicente
Guerrero y luego en la Lerdo. Nos estacionamos en un ho-
tel justo frente a la Oficina de Correos.
40
Francisco Serratos
-Ora sí, córranle-dijo Polo bajándose de su camioneta.
Las mujeres entraron en el hotel, pero nosotros nos
quedamos parados en la banqueta para fumar un cigarrillo.
Polo colocó su brazo sobre mi cuello.
-¿Quién iba a pensarlo? Tú y yo otra vez juntos. Y con
dos viejas -sacó la cajetilla de cigarros y me extendió
tres-. Ten, por si los ocupas más tarde.
dinero como para pagar un hotel, mucho menos a una mujer.
Polo encendió un cigarro y lo caló profundamente,
como resguardando el calor del humo en su cuerpo. Miró el
cielo. La calle estaba vacía: de un lado se angostaba hacia la
oscuridad y, del otro, hacia la avenida Vicente Guerrero,
donde las luces intermitentes de una gasolinera brillaban
fríamente.
-Además --continué mi justificación-, esa tipa es
medio mamona.
-Está espantada, deja que agarre confianza. Es nueva.
Todas las que empiezan son así, pero cuando eres su clien-
te ya aflojan a veces hasta sin pagar. Te haces amigo, y eso
es mucho mejor que el dinero para ellas. ¿A poco crees que
yo le pago a Carmen?
Supuse que Carmen era la mujer que venía con él. Las
palabras de Polo no surtieron en mí el efecto que él espe-
raba. Me vio aún conturbado.
-Yo le pago. No hay bronca. La próxima vez me com-
pras unas cervezas. Si es que hay una próxima.
Volvió a exhalar profundamente el tobillo de tabaco, re-
tuvo el humo por unos segundos y después lo aventó hacia
la humedad de la noche. Nos metimos en el hotel. Nunca
había entrado, sólo pasaba por enfrente cuando mis amigos
y yo recorríamos el centro para tomar fotografías y para col-
gar nuestro arte en los postes de luz. Adentro olía a limpia-
dor aroma lavanda. Presidían el espacio unos sillones se-
tenteros color piel, y la recepción era un cubículo tallado
41
 BORDEÑOS
completamente en madera. Detrás del mostrador un re-
cepcionista adormilado, envuelto en unas cobijas de lana,
ni siquiera notó nuestra presencia. Polo y yo pasamos sin
registrarnos. Subimos por unas angostas escaleras; confor-
me ascendíamos, el olor a lavanda me obligó a estornudar.
Llegamos al primer piso y desembocamos en una bifurca-
ción de pasillos húmedos: uno daba hacia una ventana al
fondo con vista a la avenida Lerdo; el otro, más oscuro, pa-
recía infinito: no era posible ver hacia el otro extremo. Polo
dudó un segundo, luego se dirigió al pasillo de la ventana.
Echamos un vistazo hacia la calle iluminada. Mi amigo giró
y continuó caminando en la prolongación del pasillo. El
edificio es un cubo, pensé. Llegamos a la otra orilla y en la
tercera puerta Polo tocó y abrió al mismo tiempo la puerta;
intenté seguirlo, pero me detuvo.
-El tuyo es el de al lado. Nos vemos mañana para ir a
almorzar, yo invito.
Cerró dejándome en la oscuridad de ese canal húmedo.
Quedé en silencio y quieto por un minuto. Debajo de la
puerta de mi cuarto se deslizaba una luz porosa. Di pasos
sigilosos y toqué con un golpecito débil. Escuché ruido del
otro lado: el frotamiento de las sábanas cuando caen al sue-
lo, como si alguien se levantara de una cama. Nadie abrió.
Temí haberme equivocado de cuarto. Volví a tocar. Por fin
escuché pasos, pero no llegaban hasta a mí, y recordé que
Polo había abierto su puerta con toda libertad. ¿Y si lo hago
yo también? ¿Pero si un desconocido está dentro? Luego
recapacité: tanto ella como yo éramos un par de extraños el
uno para el otro, ni siquiera sabíamos cómo nos llamába-
mos. Abrí la puerta intempestivamente, envalentonado por
mis pensamientos.
Por fortuna allí estaba ella, igual de asustada que yo, en
medio del cuarto sólo iluminado por la luz del baño: tiesa
como una estatua, con una almohada abrazada cubriéndole
el torso y su mirada plena. Entonces comprendí que el ex-
42
Francisco Serratos
traño, el desconocido, era yo. Para ese tipo de mujeres to-
dos los hombres somos extraños; hombres pasajeros que se
borran con la luz del día.
-No te asustes, soy yo -quien quiera que fuera yo-.
No te voy a hacer nada-dije, pero mis buenas palabras no
hicieron mella.
Levantó su mano y señaló la ventana. Miré en esa di-
rección y apenas puse mis ojos en ella, un escalofrío me
invadió. Sólo había un vórtice negro, nada se veía del otro
lado. Por eso ella tenía miedo, y yo lo entendía; era inquie-
tante la visión de ese agujero hacia la nada. Tomé la sábana
de la cama para usarla como cortina, pero antes de colgarla
me asomé para ver lo que había del otro lado. Tuve que
acercar mi rostro al ras del vidrio. La ventana daba hacia un
edificio abandonado, parecido a un laboratorio o a una fá-
brica de químicos; lo supuse por las tuberías que entraban
y salían por las paredes del inmueble. Una gran escalera
metálica adosada al hotel subía hacia la azotea. Si alguien
quisiera, podría ver hacia el interior de los cuartos sin nin-
gún problema.
-Mira, ven a ver que no hay nada.
Sentí que se acercó por detrás de mí con cautela. Me
hice a un lado para que viera el oscuro paisaje. Lentamente
pegó sus ojos en el vidrio de la ventana colocando sus ma-
nos sobre las mejillas. Cuando rozó la frialdad del vidrio, no
pude evitar jugarle una broma: la tomé por la cintura y gri-
té: "¡Uy!". Respingó como gato asustado y me dio un gol-
pe en el pecho con su mano abierta.
-¡Maricón!
Me carcajeé un poco. Tomé la sábana y la sujeté con dos
clavos que estaban incrustados en la pared. Volví a la cama
y me senté en la orilla; ella ocupó la otra en el respaldo.
Guardamos silencio por un rato; cualquier palabra, en vez
de curtir la interacción, nos incomodaría más. No sabía qué
hacer y estaba seguro de que ella tampoco quería que yo
43
 BORDEÑOS
hiciera algo. El frío se trasminaba por las paredes, se respi-
raba humedad en la habitación. Jalé hacia mí la única cobi-
ja que había y me recosté.
-Tengo sueño -dije involuntariamente mientras me
ovillaba en mi pedazo de colchón.
Ella quedó inmóvil, cruzada de brazos. Giré envuelto
en la cobija.
-Podemos compartir -dije.
-No.
-No te voy a hacer nada.
-No tengo miedo de ti.
-Porque sabes que no te haré nada malo.
-Mira -levantó la voz-, yo vine aquí a trabajar.
Tú no me estás pagando. Si estoy aquí, fue como un favor
para tu amigo y mi amiga; para que tú no los molestaras.
¿Oquei?
-¿O sea que Polo no les paga?
-No. Vinimos porque esta noche no cayó clientela y
porque mi amiga es muy amiga de tu amigo.
Aunque hablaba como los de Juárez, su acento comen-
zó a inquietarme, era costeño; como de Veracruz.
-¿De dónde eres?
-De Colombia.
-¿Y qué haces aquí en México, en una ciudad como
ésta?
-Pues lo mismo que todos. Estoy de pasada. Tengo
una prima en California que me está esperando. Apenas
junte el dinero que tu amigo me pide, cruzo la frontera.
La curiosidad me sacó del sueño. ¿Para qué necesitaba
darle dinero a Polo?
-Sí, imaginé que tú no te dedicas a esto -dijo.
-¿A qué?
-A cruzar personas.
-No, soy estudiante de artes.
-¿Y por qué andas con él?
44
Francisco Serratos
-Lo conozco desde niño, éramos vecinos. Ésta es la
primera vez que lo veo en muchos años.
Me senté todavía abrigado con la cobija.
-¿Así que Polo es pollero o algo así?
-Sí, pero de los buenos. Por eso confío en él. Mi amiga
me lo presentó.
-¿Ella es de Colombia también?
-No, es de una ciudad que se llama Torreón. Yola co-
nocí en el bar.
-¿Tu prima también se dedica a esto?
-¡No! -se alteró-, ella cruzó legalmente desde Co-
lombia. Es estudiante como tú y se ganó una beca para cur-
sar una maestría en El Paso, luego terminó y se mudó a
California. Ahora trabaja como maestra de español.
-¿Y por qué no cruzaste como estudiante tú también?
-Lo intenté, pero no soy tan inteligente como ella.
Ahorré unos dólares y me vine así, aunque a mis papás les
mentí, les dije que también iba a estudiar. Llegué como
turista a México. El dinero me alcanzó para llegar a la fron-
tera nada más.
-¿Y cuánto cobras?
-¿Cobrar por qué? -su mal humor afloróuna vez más.
Me sentí torpe.
-Por lo que haces.
-Me pagan por embriagar clientes, básicamente. Más
si son gringos. No creas que soy prostituta, sólo trabajo
como platicadora y de mesera cuando se ofrece algo.
Se acomodó en la cama para huir del creciente frío de la
habitación y metió sus pies, todavía con zapatillas de tacón
mediano, debajo de las cobijas.
-Si estoy aquí contigo fue por mero favor,ya dije.
-¿Cuánto tiempo tienes en Juárez?
-Como un año y medio, casi dos.
-¿Y has intentado trabajar en otra cosa?
45
 BORDEÑOS
-¿En qué? -sonrió como si le hubiera respondido a
un niño idiota-. No tengo papeles, ¿qué no ves? Primero
me llevaron a trabajar a una sala de masajes, cerca del otro
puente en Zaragoza. Duré muy poco en ese lugar. Los
clientes eran muy puercos, querían que los masturbara
mientras les masajeaba la panza. [Cerdos!
-Espera, ¿quién te llevó?
-Los del albergue. Nos ofrecen trabajo para cooperar
con los gastos. A unos los ponen a vender pasteles en las
calles; a otros, aguas frescas; o a veces simplemente a pedir
dinero. A mí me vieron bonita y me dijeron que me tenían
un trabajo fácil de mesera. Pero me quitaban casi todo el
dinero que ganaba, así que me salí de la casa y vagué por
las calles del centro hasta llegar a un bar aquí.
Paró de contar en este punto para bostezar delicada-
mente. Supuse que la plática la había agotado; después de
todo, yo representaba un tiempo extra de su trabajo. Su
bostezo me contagió. Volví a recargar mi cabeza en la almo-
hada y comencé a observarla entre el límite de mi concien-
cia y el sueño inclemente. Su cara era triangular, su cabello
negro espumoso, pesado, su nariz respingada -¿opera-
da?- y sus labios delgados. Se quitó las zapatillas.
-Quiero ir al baño, pero me da miedo porque hay una
ventana que da para ese lado oscuro.
-No cierres la puerta y no prendas la luz -sugerí.
-Sí -afirmó, pero dudó un segundo; después anduvo
de puntillas hasta el baño. Cumplí mi promesa, no tenía ni
el menor deseo de embargarla con más pena: simpatizaba
más con su desgracia que con su belleza. Escuché cómo se
deslizaba la mezclilla del pantalón en sus piernas; escuché
cuando se acomodó en la frialdad del retrete; escuché su
tímido chorro de orines estrellarse contra el agua. Orinó
por pausas, pudorosa. Aproveché la soledad para descalzar-
me y tomar mi lugar en la orilla de la cama de tal forma que
durmiéramos invertidos: mis pies hacia su cabeza y los
46
Francisco Serratos
suyos hacia la mía. Cuando volvió del baño y al verme aco-
modado de esta manera, ella entendió el contrato. No se
desvistió tampoco, era poco redituable al compartir sólo un
cobija. Resbaló su cuerpo dentro de la cama, en silencio.
-Buenas noches -dije.
Tardó unos segundos en contestar.
-Buenas noches.
Fui cayendo en el sueño pausadamente. El alcohol, el
frío y el cansancio me fueron despojando de la realidad.
Justo cuando recordé que no le había preguntado lo más
importante, mi conciencia se cerró.
*
Desperté al mediodía, azorado, como si saliera de un
espanto. La luz del sol atravesaba la desgastada sábana
que pendía en la ventana. Me encontraba solo. Fui al ba-
ño, me enjuagué la cara dolorosamente con el embate
entumecido del agua fría y me sequé. Me dirigí hacia la
ventana, quería contemplar el edificio abandonado de al
lado. Venas de humedad surcaban los vidrios demostran-
do la fuerza del frío imbatible de diciembre. Pensé que
mis amigos y yo podríamos sacar provecho del edificio
para una sesión de fotos, tal vez para instalar allí nuestra
galería. Me recargué sobre la pared viendo cómo los due-
tos de ventilación atravesaban la estructura carcomida y
enmohecida del edificio. No sabía qué hacer. Lo mejor era
despedirme de Polo, desearle buena suerte a mi nueva
amiga y partir hacia mi casa.
Mi cuerpo comenzó a molestarme con muchas necesi-
dades en ese momento; mi estómago crujió, tenía hambre,
me sentía sucio y mi madre debía de estar sufriendo al no
saber nada de mí.
Me acomodé la ropa y me dirigí a la puerta, pero un
golpe agudo que hizo temblar las paredes del viejo hotel
47
 BOJWEÑOS
me contuvo. De súbito un tropel de pasos rápidos y pesa-
dos se escuchó en el pasillo.
¿Una puerta cedió a una patada tal vez?
Quedé alerta, no me moví. Voces trasminadas a través
de la pared se escuchaban cerca, provenientes del cuarto de
al lado, donde estaba Polo. Pegué mi oreja a la pared para
tratar de escuchar el vocerío.
Un golpe flácido, como si hubieran dado un gancho a
una almohada de carne, retumbó.
Me acerqué a la puerta, asustado; lentamente estiré el
brazo para dar vuelta al seguro, pero en el mismo instante
en que lo hacía, pensé que era inútil: esa puerta endeble no
detendría a los gorilas que ajusticiaban a Polo del otro lado.
Recordé entrañablemente mi casa una vez más, la tibieza
de mi cama, el espeso aire de la calefacción.
¿Y si Polo les decía que tenía un cómplice en el cuarto
de al lado? ¿Y si me echaba la culpa de su lujuria y de su
crimen como cuando me acusó con su mamá?
Mis nervios se desbordaron, el ruido continuaba y yo
bailaba ridículamente en la habitación, mordiéndome los
labios. Un fuerte dolor infló mi estómago, removiendo todo
mi interior. Volví a pegar la oreja sobre el muro para escu-
char. Alguien hablaba, pero yo no distinguía sus palabras
filtradas en el concreto. Supuse que tenían subyugado a
Polo, amagado de silencio, porque no reconocí su voz ni un
instante. Se escuchó un golpe. Luego otro. Y uno último.
Hasta que al fin pude distinguir un grito:
-¡Dónde está!
¿Le estarán preguntando por mí?, fue lo más brillante
que pensé mientras daba brinquitos de nerviosismo y el
dolor revolvía mis tripas. Sudaba frío y un lodo de miedo y
malestar abultó mi estómago, tanto, que tuve que ir al baño
en ese instante, perdido de mi voluntad; dejé la puerta
abierta para seguir atento a lo que sucedía del otro lado.
Mientras drenaba mis nervios, una banda de matones gol-
48 I 49
Francisco Serratos
peaba a mi amigo de infancia y posiblemente me encontra-
rían a mí, su compinche, sentado en un retrete de hotel
barato con olor a lavanda, y cagando.
Terminé enseguida y salí de nuevo al cuarto todavía con
la piel húmeda. Ya no se escuchaban ruidos.
Debía salir de allí, pero, ¿cómo? Como cualquier otro
huésped. Salir como si nada a desayunar.
Tratándose de mí, una situación así sólo me garantizaba
la desgracia. Intenté escuchar de nuevo.
Silencio.
¿Se habrán ido? Los mismos pasos enérgicos y rápidos
volvieron a sonar en el corredor, justo al lado de mi puerta.
Luego, otra vez silencio. De pronto la perilla de la puerta
tembló. ¡No! Una tesura gélida se apoderó de mis múscu-
los. [Vienen por mí! Polo, en su infinita cobardía, me había
vendido una vez más. Agitaron más fuerte el metal, pero
éste resistió. Optaron por tocar, lo que me tranquilizó: un
comando de asesinos no puede ser tan educado. Volvieron
a agitar la perilla hasta que al fin ésta cedió. Vi que era la
colombiana, igual de alterada que yo. Me apresuré hacia
ella, la hice a un lado y asomé la cabeza al pasillo del hotel.
Nadie a la vista. Cerré de nuevo la puerta y giré para pre-
guntarle qué putas había sucedido; sin embargo ella estaba
desconcertada, preguntarle era inútil.
-Venían por tu amigo ...
-¿A matarlo? -concluí estúpidamente.
-No -contestó-, creo que a cobrarle dinero o algo.
Eso me dijo Carmen.
-¿Y ella dónde está?
-Abajo. Nos despertamos temprano para ir a desayu-
nar. Cuando volvimos ella vio una camioneta estacionarse
en la calle. Me agarró por el brazo para que no entrara en el
hotel. Unos hombres con la cabeza cubierta, creo que ar-
mados, pasaron frente a nosotras. No sé más que eso.
Yo cruzaba la habitación a zancadas largas.
 BORDEÑOS
-Debo largarme de aquí -repetía.
-¿No le pasó nada a tu amigo? ¿No lo vas a ver?
-¿Cuál amigo? -increpé al instante-. No me voy a
meter en problemas, no puedo. Debo largarme de aquí.
Y en dos pasos crucé la puerta y llegué al pasillo perfu-
mado de lavanda. Miré compasivamente a la colombiana,
quise decirle adiós, mas no me atreví; temía que con mi
despedida la maldijera. En ese momento Polo me llamó
desde su habitación. No, no iba a atender su llamado. De-
bía largarme a mi vida.
-¡Faco!
Mi nombre hizo eco en el pasillo. Gestudo, caminé ha-
cia su voz. Lo vi de espaldas, abrochándose el pantalón, sin
camisa.
-¿Qué?
-Vamos a almorzar -dijo volviéndose a mí tranqui-
lamente.
Su humor me confundió; lucía fresco y alegre. No sé si fue
su oferta o la curiosidad lo que más me sedujo, pero acepté.
Polo terminó de vestirse, se acomodó el cinturón pitea-
do y se enjaretó el abrigo. Con calma salió del cuarto y yo
lo seguí.
El lugar había cobrado vida; más que hotel parecía ve-
cindad. Las puertas estaban abiertas; había niños pasando
de una habitación a otra, hombres encobijados frente al
viejo televisor de transistores con volumen alto, mujeres
lavando ropa en el baño. Polo avanzaba como si nada de
eso le fuera ajeno, como un integrante más de esos pasaje-
ros fantasmas. Bajamos a la recepción, donde estaba el mis-
mo hombre de antes, ahora despierto, con un peinado rela-
mido y la cara limpia, pero los ojos estrellados todavía por
el mal sueño. Le hizo una venia a Polo. Éste se despidió
levantando la mano, mientras miraba compasivamente a
Carmen, su mujer, sentada en los sillones setenteros. En la
claridad del día al fin pude delinear sus rasgos: era de piel
50 I 51
Francisco Serratos
canela, muslos carnosos y cuerpo acostumbrado a la noche.
Polo se acercó a ella para comunicarle algunas palabras ner-
viosas y abrazarla brevemente.
-¡Al café! -le dijo.
Ella asintió desde su asiento. Entre ellos hablaban un
lenguaje minimalista; tenían un entendimiento elemental.
Polo siguió de largo hacia la calle.
*
Salimos al frío vertical de la mañana. Me emparejé con Polo
y anduvimos por la calle Lerdo hasta doblar en la 16 de
septiembre. La ciudad estaba casi vacía. Quería preguntarle
sobre lo sucedido en el hotel, mas su rostro se transformaba
a cada paso: pasaba de la severidad a la angustia, como si le
costara trabajo respirar. Decidí no hurgar más en su ánimo.
Caminé absorto, mecánicamente, a pasos grandes para so-
portar el aire helado. Después de un par de calles, nuestra
respiración se hizo más pesada; exhalábamos vapor tibio.
-¿A dónde vamos?
Él escapó de su ensimismamiento.
-Vamos al Café Central, ¿no? -su tono sonaba más a
sugerencia que a determinación.
Me gustaba ese café; mis amigos y yo acostumbrábamos
ir después de las cantinas porque servían buena comida y
era el paradero de viejos conocidos. Al llegar, Polo y yo nos
sentamos en un rincón. Una mesera lisiada de su pierna
izquierda, con los estragos del turno de la noche dibujados
en su rostro, nos llevó el menú, dos cartones blancos im-
presos por los dos lados con letra azul y roja. Polo ordenó
sin verlo: un burrito, un chocolate caliente y una canasta de
pan. La mesera se retiró cojeando lentamente.
Yo sí revisé el menú; todo se me antojaba, pero al final
me decidí por un café y unos chilaquiles verdes con huevo;
tiré el cartón a un lado. El lugar estaba concurrido. Algunos
 BORDEÑOS
ancianos sentados en las mesas disfrutaban de su café con
pan dulce; algunos de ellos se apiñaban en torno a un ta-
blero de ajedrez y otros jugaban dominó. Había parejas
cuarentonas también, tal vez sacudiéndose la ceniza del
amor nocturno, hombres de botas, sombrero y chamarra de
piel, mujeres con vestidos apabullantes y peinados explo-
sivos. Había, como siempre, trasnochados que se curaban
la cruda con un plato de menudo hirviente.
-Me gusta este lugar -dije. Polo me dirigió una mira-
da complaciente-. Suelo venir aquí con amigos. A veces
vengo solo, cuando voy a la librería que está en la antigua
presidencia, ¿sabes cuál? ... Nunca te dije --continué sin-
cerándome ante su mirada desganada-, pero yo comencé
a leer libros cuando escuché a tu mamá esa tarde en tu casa.
Me impresionó tanto que me aficioné a la lectura. ¿Cómo
ves? Gracias a ella me hice sensible al arte y por eso lo es-
tudio ahora. ¿Qué crees que piense de eso?
-Que eres un pendejo. Mi mamá siempre te odió des-
de aquel día.
-Oh -resoplé decepcionado y no quise volver a ha-
blar del tema-. Qué mal.
Volví la mirada hacia otro punto.
Vi a un hombre frente a mí sentado tres mesas más allá.
Pliegos de papel invadían su mesa, mientras él sostenía
uno de ellos con un sujetador de madera. Noté que con el
rabillo del ojo derecho nos miraba y con el otro se enfocaba
en su lámina de papel.
-No lo mires -ordenó Polo-. Va a querer que le
compres uno de sus pinches retratos feos.
Era un hombre bajo, moreno marrón y de cabello riza-
do. Sus manos eran pequeñas y gruesas, lo suficientemente
fuertes y rápidas como para sostener el sujetador y dibujar
al mismo tiempo.
-No parece artista, parece más bien un cristiano pen-
tecostal por la forma en que viste -dije.
52
Francisco Serratos
-Es un metiche. Que ni se acerque, porque ya me
conoce.
Seguí observando el lugar, que tenía acabados chinescos
en el techo, dragones dorados y tapices de árboles asiáticos.
Era un recinto grande, largo como un rectángulo y con una
barra presidiendo el medio, en donde se hacía café y esta-
ban las vitrinas de pan. Los pisos eran de mármol color hue-
so brilloso. Los clientes entraban y salían constantemente.
Algunos llegaban suspirando hondamente, quitándose los
obesos abrigos y las bufandas, mientras los que se retiraban
aspiraban el aire tibio de la cafetería como para agarrar cora-
je y confrontar el invierno escampado del desierto. Todos
eran como retratos de un tiempo mejor.
Me volví hacia Polo, hundido en sí mismo. Yo no sa-
bía qué decir, pero me sentía bien, cómodo y tranquilo,
mas él parecía batirse en una lucha interna. Quería pre-
guntarle, conversar, ser su confesor. Impertérrito, Polo se
limitaba a mirar la superficie de la blanca mesa, total-
mente ido.
Vi a la mesera aproximarse hacia nosotros desde el otro
extremo del restaurante. Era lenta, con paso desnivelado y
cara inflada por la falta de sueño. Cargaba los vasos espu-
meantes sobre su charola; los puso frente a nosotros. La
firma del establecimiento era servir el café y el chocolate
en vasos de plástico transparente y no en tazas. Sin mirar-
nos, la mesera se retiró hacia la barra de en medio, luego
volvió con la canasta de pan de dulce. Hice el honor de
tomar la primera pieza para sumergirla en el vaso de café
con leche: fue un primer bocado espumoso y tibio, recon-
fortante, que ablandó mis músculos.
Polo copió mis movimientos, y se tragó su pan en tres
mordidas. Había olvidado lo mucho que le gustaba la comi-
da. Comimos sin hablar y sin pausa hasta que vaciamos
nuestros vasos. La bebida caliente relajó tanto a Polo que
comenzó a hablar.
53
 BORDEÑOS
-Ya me decidí. Me voy. Tengo el plan todo hecho. Es-
toy cansado de esta vida. De esta ciudad. De la gente. Ade-
más, no tengo a nadie aquí. Y estos hijos de la chingada me
quieren joder.
-¿Los hombres que te fueron a buscar hoy?-lo men-
cioné sin tapujos, era la hora de la verdad.
-¡Hijos de puta! Quieren que les pague un dinero que
ni siquiera tomé. Fue mi jefe. Él fue quien se los transó y
luego se lavó las manos. Dijo que yo había cruzado a unas
viejas y que se me habían escapado en El Paso. Yo ni cruzo
al otro lado. Mi trabajo está aquí. Él las vendió con un gringo
por debajo del agua. Cuando yo hice el trámite para cruzar-
las, las recogieron otras personas, eso me dijo el contacto ...
No pongas esa cara. Lo único que me faltaba. Que me juz-
garas en un momento así. Déjame seguir. No, yo no trafico
con personas, nada más las ayudamos a pasar, en eso consis-
te mi trabajo. Lo que hagan una vez que estén en el Chuco
es muy su pedo. Y te preguntarás cómo terminé en este ne-
gocio. Pues fácil. Cuando volví de Juárez, comencé a tener
una vida normal, como te conté anoche, y me salí por lo
mismo que también te conté, pero además el sueldo no me
alcanzaba. Trabajaba de viernes a domingo, doscientos pe-
sos al día, seiscientos a la semana ... Setecientos pesos en
total, si le sumas los bonos de despensa. No estaba tan mal,
nomás acuérdate que tenía que mandarle dinero a mi mamá,
y luego la chava con la que me junté tenía dos hijos. Pues
cuando mandé todo a la chingada, quise cruzar la frontera.
Para eso, busqué un contacto en la maquila que tenía un cu-
ñado que se dedica a esto mismo; era pollero de los buenos.
La mesera interrumpió la conversación colocando los
platos de comida y la cuenta en la mesa. Su turno por fin
había terminado; se alejó indiferente, yo supuse que feliz.
Polo y yo nos dispusimos a almorzar. Él tomó el burrito
con ambas manos y continúo hablando entre masticada y
masticada.
54
Francisco Serratos
-Entonces así fue como me metí en esto, Faco. No
tenía suficiente dinero para pagar la pasada, por eso les
pedí trabajo. Como era buen compa del cuñado, me dieron
una oportunidad. El jefe es un gordo, buena gente, tiene
su oficina en el Bombín, ¿sabes cuál? Ese mero. Cruza per-
sonas, falsifica visas, pasaportes, todo el centro es su terri-
torio. Los cigarreros, los franeleros, los policías, las casas de
cambio, los parqueros, los boleros, hasta algunos agentes
de migración, todos trabajan para él. Y les paga, es buen
patrón. Hasta el momento nunca he sabido que haya mata-
do a alguien porque todos le juegan derecho. Cuando otra
banda quiere entrarle al negocio en esta zona, él no se en-
sucia las manos, los policías se hacen cargo. A veces los
manda a los otros puentes, al Zaragoza o al Libre. Pero no
creas que hay muchas bandas. El mercado grande es el de
la droga: cocaína, marihuana, pastillas. Yo creo que en un
futuro, para como va la cosa, el tráfico de personas será
igual de grande que el de la droga. Pero para entonces ya
me habré retirado. Ya no quiero saber nada. Me quieren
chingar, no sé por qué. Siempre trabajé derecho y ahora me
hacen responsable por ese dinero. Pero ya tengo un plan, y
necesito que me ayudes.
Polo hizo desaparecer el último trozo de burrito dentro
de su boca. Yo no sabía qué decir. Él era un pervertido, no
una mala persona.
-¿Y qué quieres que haga? No conozco nada de eso,
Polo. Honestamente creo que esta vez paso. Desde ayer no
llego a mi casa, no me he bañado, tengo tarea, mi mamá ...
-Claro, tu mamá, ¿no te digo? Déjame te explico pri-
mero y luego hablas. Lo único que necesitas hacer es cru-
zar a El Paso conmigo a recoger un carro y listo, para la
tarde ya estarás de vuelta en Juárez. Yo me voy a Seattle.
-No sé, no puedo. Contigo todo se complica y no quie-
ro problemas. Suena fácil, pero siempre hay inconvenien-
tes. ¿No tienes otro amigo que te acompañe?
55
 BORDEÑOS
En ese momento fue difícil saber si Polo se victimizaba
o era sincero; se quedó callado. Por dudarlo me sentí mal,
un poco obligado y al mismo tiempo traicionado. Debía dar-
le una respuesta. Analicé la situación recargado en el asien-
to de vinilo.
-No traigo mi visa, la dejé en casa. Mi mamá me la
guarda para que no la pierda.
-Y vas con el mismo cuento de tu mamá. Eres como
toda esa pinche gente en esta ciudad. Su vida es su visa.
Temen perder más la jodida visa que la casa o que una
pierna. La vida se les acaba cuando saben que no pueden
cruzar. Les aterra no cruzar al otro lado, les aterra saber que
están atrapados en esta ciudad, de este lado de la mierda.
Creen que porque van a comprar sus garritas al mal/ dejan
de ser lo que son: una pinche bola de pinches maquileros
esclavos de los mismos gringos a los que les compran todo
lo que tienen. Por eso me quiero ir de esta ciudad. ¿Sabes
qué deberían hacer? Volar todo, no nada más las maquilas,
aunque habría que empezar con ellas, quemar toda la ciu-
dad. Y luego, volver a construirla miles de kilómetros lejos
de la frontera. Un desierto de nada entre nosotros y los
gringos. De esa forma van a liberar a las personas de esa
angustia por cruzar. Eso hace falta: que se nos olvide la ri-
queza del otro lado del puente. Dejar de soñar con cruzar y
no tener que volver cuando cierren las tiendas, los chan-
garros de mierda de los chinos, la gasolina de mejor cali-
dad; dejar de preocuparnos por ahorrar dinero para ir al
consulado a rogar por una visa que le da sentido a nuestra
vida. Eso te hace falta a ti, Faco.
Terminó de hablar, se levantó del sillón y se encaminó
hacia la caja para pagar. No me dio tiempo de reflexionar
sobre su discurso, pero me había conmovido de una forma
indeseable. Esculqué mis bolsillos antes de seguirlo y arro-
jé una moneda de diez pesos sobre la mesa. Me emparejé
con Polo en la puerta de vidrio de la cafetería. Afuera la
56
Francisco Serratos
gente caminaba deprisa. Salimos ambos sustrayendo nues-
tro propio cuerpo, un recogimiento de músculos para so-
portar el impacto gélido del aire. Comenzamos a andar de
regreso al hotel.
-¿Cómo le hacemos con la visa, entonces? -me animé
a hablar exudando vapor entre los huecos de mis palabras.
-No te apures, ¿qué no te acabo de decir para quién
trabajo?
-¿Pero, es seguro?
-No te va a pasar nada. Nomás tienes que cruzar conmi-
go en la camioneta y ya. El problema es cómo vamos a em-
baucar a los otros para que nos informen cómo está la cosa en
el puente. Debemos saber por cuál línea cruzar, a cuál agen-
te de migración vamos a enfrentar, todo eso. El problema es
cómo hacer para que no sospechen.
-¿Y si usamos a tu amiga la colombiana?
Polo se detuvo un instante; viró sus ojos hacia mí.
-Si te digo que no estás tan güey.
Me alegró haber ganado un poco de complicidad con
Polo; sin embargo, eso no había menguado mis temores.
-Sólo necesito hacer una llamada -le dije.
Al llegar al hotel, Polo pidió el teléfono al recepcionista;
luego me dejó solo con el pretexto de ir a arreglar todo para
el viaje. Disqué el número con fastidio ante la incapacidad
de formular una mentira creíble. Pero las cosas estaban de mi
parte: era sábado por la tarde y mi madre no estaba en casa
porque a esa hora se iba de compras. Contestó mi padrastro.
-Soy yo, Faco. Estoy bien, no se preocupen.
-¿Dónde has estado? Tu mamá está insoportable.
-Sí, ya sé, pero dile que estoy bien ...
-Ya ni chingas ...
-Dile que estoy en casa de Rodrigo, ella sabe quién es
él, la otra vez fue a comer a la casa. Nos quedamos arreglando
lo de la expo y las piezas que vamos a presentar en la clase.
-¿La qué?
57
 BORDEÑOS
-La expo, la exposición que siempre tenemos a final
de semestre. Voya tener que quedarme todavía más tiem-
po acá, tal vez hasta mañana. Si no lo hago, me van a repro-
bar. Yosoy el curador. ..
-¿El qué?
-El cura... nomás dile que estoy bien. Nos vemos ma-
ñana. Bye.
Colgué y entregué el tubo al recepcionista, quien ama-
blemente inflósus cachetes con una sonrisasardónica,como
confirmando nuestra complicidad. Le agradecí el favor y
subí las escaleras. Necesitaba limpiarme antes de salir a El
Paso. El olor a lavanda me produjo náuseas, no sé si porque
necesitaba bañarme y asearme la boca o porque no me sen-
tía seguro de lo que estaba a punto de cometer. Llegué a mi
cuarto, en donde encontré a la colombiana arreglando una
pequeña maleta.
-¿Qué haces?
-Arreglando mi ropa, debo ir a trabajar más tarde.
-¿Vives aquí? -dije dirigiéndome al baño.
-No. Vivocon Carmen. Le pago renta cada mes.
Abrí el grifo del agua, me quité el abrigo y la camisa.
Rocié agua en mi cabello y me enjuagué la cara.
-¿Tienes un cepillo de dientes?
-Sí, pero es mío -contestó hurgando en la male-
tilla-. Tengo pasta, puedes lavarte con el dedo.
-¡Buena idea!
-También tengo desodorante y un cepillo para el ca-
bello. ¿Los quieres?
Me pasó los enseres y comenzó a reírse.
-¿Qué?
-Vas a oler a mujer.
-No me importa, prefiero eso a apestar a sudor. Pero
más importante que mi olor, ¿sabes lo que pasará hoy?
-No.
-Vamos a cruzar el puente.
58
Francisco Serratos
-¿Ya mí qué?
-Que tú vienes con nosotros -dije untándome des-
odorante en las axilas, el pecho y el tórax.
-¿Cómo? Todavía no tengo todo el dinero.
-¿Cuánto tienes? Bueno, no importa, vamos a ayudar a
pasar a Polo, es un favor por otro favor.
-Pues no entiendo. Él es el que ayuda a cruzar, no al
revés.
-Será diferente, ya te explicaré luego, cuando estemos
en la línea.
Quedó pensativa, pero no había tiempo para decir más.
Yoquería irme lo más pronto posible de allí; qué tal si los
gorilasvolvían y ahora sí acababan con todos. Salí de mi ha-
bitación hacia la de Polo. Él estaba casi listo. Carmen lo
acompañaba; no obstante, no lucía feliz. Creo que lloraba.
Cuando me vio en el limen del pasillo, se limitó a sonreír-
me, como si aprobara mi presencia en el lugar.
-Vámonos -dijo Polo.
Olía mejor que yo, a hombre fresco, con una nueva ca-
misa y jeans. No se despidió de Carmen, simplemente sa-
lió del cuarto como si fuera a comprar cigarros. Se detuvo
en mi puerta para avisar a la colombiana de nuestra partida.
Todavía incrédula, ella asintió. Polo nos ordenó ir al Café
Central y esperarlo allí; después desapareció al doblar en el
pasillo. La colombiana fue a la habitación de Carmen para
despedirse. Llevaba su maletín en la mano. No quise en-
trometerme, esperé fuera. Cuando vi que había pasado un
tiempo considerable, decidí apurarlas. Quedaron de verse
en la cafetería también.
Salimos de nuevo al frío.
*
Caminábamos rápido, como si alguien nos persiguiera.
Yoestaba nervioso, sentía que cada carro apostado en las
59
 BORDEÑOS
esquinas nos vigilaba. Ella andaba a mi lado, agitada, pero
con suficiente ánimo como para preguntarme mi nombre.
Me detuve en el acto. Era verdad. No nos habíamos pre-
sentado formalmente. Pero pensé que si nos iban a arrestar,
lo mejor era no saber más del otro. Aunque si nos iban a
matar, pensé, lo mejor era confesarnos nuestra identidad,
tal vez uno sobreviviría y ayudaría en las investigaciones.
Pensaba pendejadas.
Ella se llamaba lsamar.
Esperamos en el café, sentados, sin hablar, alrededor
de media hora. La primera en llegar fue Carmen, con una
maletilla que intercambió por la que traía lsamar. Me dijo
luego que era un poco de ropa y el dinero que había ahorra-
do durante todo su trabajo en el sótano. Las dos mujeres,
sentadas juntas, murmuraban, metían y sacaban cosas de
una maleta a otra. No les puse mucha atención, vigilaba la
puerta en espera de Polo. El lugar casi se había vaciado, sin
embargo el dibujante seguía allí con un vaso de café al lado
y sus láminas de dibujo en el otro. Me incomodó verlo. Tal
vez era un espía de la banda de traficantes, que sabía de
nuestra empresa y había hecho nuestro retrato para entre-
gárselo a nuestros captores. Traté de controlar mis pensa-
mientos. Seguí mirando hacia la calle a través de las puer-
tas de vidrio.
Polo tardó en llegar: casi a las tres de la tarde. Se acercó
agitado y tomó asiento a mi lado. No parecía preocupado,
al contrario, había en su rostro una alegría incrédula. Son-
rió y colocó sus manos sobre la mesa para agarrar las de su
mujer.
-Todo está listo, y mejor de lo que esperaba -dijo
al fin.
I.levó su mano derecha al bolsillo de su abrigo y sacó un
bonche de plásticos, identificaciones y visas. Las barajeó,
luego las extendió en la superficie de la mesa. Nosotros
reímos, cómplices.
60
Francisco Serratos
-A ver -tomó una-, este cabrón se parece a Faco.
Con cara de niño bueno, medio güey, pero buena gente.
Las chicas carcajearon.
-¿Qué, no te gusta? Pues no te lo vas a llevar a cenar.
Además, hay de dónde escoger. ¿Cuál te gusta?
Comencé a revisar las visas y ninguno se parecía a mí real-
mente. Pero opté por uno que me convenció, un tal Pedro
Almazán Torres. Piel clara, ojos cansados, cabello lamido ha-
cia atrás, como te piden que te peines para este tipo de fotos.
-Isa, tengo dos perfectas para ti. Mira: una la vas a usar
para cruzar y la otra para identificarte en caso que pases por
un retén de revisión.
Polo las deslizó en la mesa. Isa clavó su mirada en los
documentos ansiosamente durante varios segundos.
-Sí -dijo-, sí, creo que éstas pueden servir -se arri-
mó a su amiga para mostrárselas-, ¿verdad, Carmen?
Quité la atención de ellas para inquirir sobre nuestra
estrategia a Polo.
-Vamos a cruzar como gente normal. Dos amigos me
van a ayudar a vigilar el área. Nos formamos en la fila como
cualquier borrego, presentamos nuestra visa y listo. Así de
fácil. Y es mejor que nos vayamos, porque el puente está
hasta la madre.
Asentimos. Nos vimos los cuatro en la calle una vez
más. Las despedidas fueron parcas, intuidas; se me ocurrió
que entre ellos, por su estilo de vida, albergaba una con-
ciencia pasajera de las personas.
-Vamos a cruzar en mi carro -dijo Polo-. Primero le
tengo que preguntar a un compa cómo está la situación.
*
La fila del puente era la misma de un sábado en la frontera,
abarrotado de compradores malhumorados y de vendedores
ambulantes incesantes. Era una fila de aproximadamente
61
 BORDEÑOS
una hora y media. Con el resignado hastío de los pasajeros,
tomamos el último eslabón y relajamos el cuerpo en los
asientos desabrochándonos el cinturón de seguridad. La
avenida Juárez era asediada por caminantes, vendedores,
pedigüeños, personas que simplemente no hacían más que
permanecer sentadas en la banqueta o paradas en las esqui-
nas. Los negocios lucían desolados, todas las cantinas esta-
ban cerradas, excepto el Yankee's, que abría temprano to-
dos los días. El olor a fritura, mugre y gasolinaquemada de
los carros sofocaba el aire que se metía por los resquicios
de la camioneta. Avanzábamoslentamente, como si remon-
táramos una colina; de hecho, pensé, cruzar la frontera era
precisamente eso, escalar una montaña para luego caer jus-
to antes de llegar al pináculo, un acto prometeico.
Polo bajó un poco su vidrio, encendió un cigarrilloy lo
chupó profundamente, como acostumbraba. Nos ofreció el
paquete a mí y a Isa. Negamos con la cabeza.
-Vamos a platicar-dijo lleno de ánimo-. A ver, Faco,
¿qué dijiste que estudiabas?
-Arte -casi susurré.
-¿Pero en específico? ¿Pintura, escultura?
-No sé bien todavía. Me interesan las instalaciones,
por ejemplo.
-¿Cómo?
-Sí ... -comencé a explicar animadamente dando
vuelta hacia el asiento trasero, donde estaba Isa distraída,
porque era la primera vez que se me daba la oportunidad
de hablar sobre lo que yo suponía que sabía-. Tengo una
idea para una pieza que quiero presentar como tesis para
graduarme. Se llama "Capitulación" y consiste en cruzar
una montaña de arena por la frontera, de Juárez a El Paso
-Polo e Isa respondieron frunciendo el ceño-. Esperen,
todavía no acabo. Hombres, mujeres y niños, usando palas,
carretillas y hasta una camioneta, desarmarían uno de los
cerros que están pegados en la mera línea fronteriza, hacia
62
Francisco Serratos
allá -señalé el oeste-, por la prepa Altavista, ¿saben dón-
de? Bueno, el arte radica en cruzar una montaña, pero de
un lado trabajarían mexicanos y del otro gringos. Los mexi-
canos la desmontarían y los gringos la volverían a construir
en su territorio. Me interesa explorar la idea de migración
natural, demostrar que el ser humano es como cualquier
animal que forja fronteras imaginarias sobre el ambiente.
Si un tigre mea sobre los árboles para marcar su territorio,
nosotros levantamos muros; si un león defiende su derecho
a la pereza, nosotros inventamos las clases sociales. Algo
así. Me falta mucho por investigar, no están claros algunos
conceptos, pero la idea creo que está bien definida.
Polo e Isa de nuevo quedaron perplejos. Sus miradas
me intimidaron.
-O sea, la raza se muere en la frontera, ¿y tú quieres
que en vez de ayudar a la gente, mejor crucen un cerro de
arena?
-Sí -asintió Isa desde atrás-, en lugar de esa marica-
da, mejor deberías pensar en cómo les vas a pagar a las per-
sonas que moverán la montaña.
-Sí, ni la asoleada -dijo Polo.
No me sentí ofendido, no me interesaba defender mi
pieza. Volteé hacia mi ventana. Seguíamos avanzando des-
pacio. Polo, aunque comprometido con la crítica de arte,
cuidaba que nadie se metiera en nuestro carril. Yacasi es-
tábamos cerca de la caseta de cobro.
-¿Cuánto vamos a tardar aquí? -demandó Isa.
-Como una hora más. Depende, a veces cierran un
carril o les gusta hacerse pendejos a los de la migra -res-
pondió Polo.
-La gente va de compras a esta hora, por eso hay tanta
fila -agregué.
-Sí, van a comprar chácharas con los chinos o a Cielo
Vista. Por eso es la mejor hora para pasar. Con tanto tráfico
los agentes deben apurarse a revisar los carros.
63
 BORDEÑOS
En ese instante, alguien tocó la ventana de Polo. Era un
cigarrero que pensé que nos ofrecía su mercancía, pero
cuando lo vi, hizo señas con mano para que Polo bajara su
vidrio, a lo que él accedió.
-¿Qué tal, cómo está la cosa, Cácaras?
Comprendí el apodo, su rostro cachetón estaba sur-
cado por marcas de viruela. Vestía pobremente, tenía la-
bios anchos y carnosos acentuados por un bigote marchita-
do. Lo identifiqué como el mismo cigarrero de la noche
anterior.
-Todo bien, mi Polo. Te tienes que mover al carril de
la izquierda, el último. En ése está atendiendo el Yorch,ya
sabes quién.
- Ta bueno. Te debo ésta, Cácaras.
-No, para eso estamos, Polito. Nomás cuídese, ya no
vuelva por aquí. ¿Para dónde va?
-Seattle.
-Órale -el Cácaras deslizó su mirada hacia el interior
de la camioneta-. Pues nomás cuídese. Es lo mejor que
puedes hacer, salirte de esto. Yote dije, cuando acababas
de entrar, que no te metieras muy adentro del bisnes, por-
que te podía ir gacho. Yaqué.
Polo escuchó las palabras del Cácaras con atención,
como si se tratara de su padre aconsejándolo. Sin embargo,
su carácter no le permitió continuar.
-Sale pues, Cácaras-Polo sacó su mano derecha para
despedirse, subió su vidrio y nos habló a Isa y a mí-. Tú
vas a decir que eres mi amigo, y tú mi novia. Vamosa ir a
comprar... -se detuvo pensativo.
-Ropa -dije.
-Ropa, sí. Isa, dices que vas a ir a comprar ropa y zapa-
tos, ¿oquei?
-Sí.
-Vamos progresando. Adelante, cuando estemos en el
puente, vamos a ver a otro contacto que nos vas a confirmar
64
Francisco Serratos
la movida. Si dice que no se arma, entonces tú, Isa, vas a
decir que se te olvidó la visa, así los agentes nos sacan de la
fila y nos devolvemos. ¿Está bien?
Isa asintió de nuevo. Ya estábamos en la caseta. Polo
sacó su billetera llena de dólares, puros billetes grandes.
-No tengo cambio, [chin!
-Yo traigo -irrumpió Isa-. Tengo billetes de un dó-
lar, ¿sirve?
Polo pagó sin ningún problema, todo iba bien. Deci-
dimos relajarnos nuevamente por un minuto. Recibimos
la tarde con un bostezo contagioso. El frío disminuyó den-
tro del carro, hasta me arriesgué a bajar un poco el vidrio
de mi ventana para que circulara el aire. Con un par de
volantazos, Polo se pasó al carril que su contacto había
indicado.
-Isa, ¿qué vas a querer hacer cuando crucemos? ¿Te
llevamos a la estación de autobuses? -preguntó Polo.
-No sé. Yocreo que sí. ¿Es lejos?
-No, está aquí a la vuelta. Hay como veinte, pero to-
das son la misma y cobran más o menos lo mismo.
-Oquei, pero me gustaría marcarle a mi prima prime-
ro, para decirle que ya voy para allá.
Ascendimos el puente abarrotado de vendedores y pe-
digüeños, mamás con bebés en brazos pidiendo limosna,
indígenas en faldas coloridas pidiendo kórima, franeleros
asediando todos los carros, policías, vendedores de dulces,
de artesanías apócrifas, de cristos ensangrentados, de vir-
gencitas, nopales, figurines de indios sombrerudos y borra-
chos: toda la demografía subterránea de una ciudad que yo
era incapaz de describir con mejores palabras e imágenes
en ese y en todos los momentos que cruzaba el puente. En
los automóviles los conductores se frotaban las manos para
calentarse y dirigían una mirada de desprecio y hastío a
todo a su alrededor; preferían mirar con atención al frente,
hacia los rascacielosdel centro de El Paso.
65

ll<>llllEÑOS
\ 1 ••• 1 11111;1porloregularcruzaban
familias,pocos solita-
11m 't · .urcvc 11 a hacerlo en sábado. Yo nunca lo hacía, a
111e·11m que fuera con mi mamá y su esposo. Íbamos de
rumprus,comocasitodos.Mi mamá pasaba horas en Macy's
Y .I<; Penny; decíaque si había estado dos horas en el puen-
te, debía aprovecharel viaje. Por eso no me gustaba ir con
ella. De hecho, no me gustaba ir a El Paso nunca con nadie.
No valía la pena. No me interesaban los aparatos electróni-
cos Y la ropa me la compraba en las segundas, porque allí
encontraba todo lo estrafalarioque a mis amigos y a mí nos
emocionaba. Mucho menos iba a los bares y cantinas pase-
ñas. Todo lo teníamos en Juárez.
-Se calmó el frío-Polo me sacó de mis pensamientos.
-Sí -murmuré- y parece que la fila está avanzando
rápido, ¿no?
-Eit.
Polo era diestro con el volante, no permitía que nadie
se le entrometiera y guardaba una distancia cortísima con
el vecino de enfrente, una camioneta Ford con placas de
Nuevo México.
-Y, ¿qué vas a hacer ahora?-le pregunté.
-Pues voy a Seattle. Allá tengo un amigo que siempre
me ha invitado a irme. Quiero ver barcos, me gustan los
barcosy dicen que hay un puerto en Seattle. Yame aburrió
este pinche desierto.
-Pero en Seattle hace mucho frío.
-Sí, casi todo el tiempo, pero prefiero eso. Me gusta el
frío. Quiero ver el mar, sólo verlo. No meterme en él, sen-
tirlo de lejos, como una foto que se mueve.
-¿Y de qué vas a trabajar?
-Con mi amigo, en un lugar donde reparan barcos...
-Un astillero...
-Ándale.
-Suena bien. ¿Cómo vas a llegar? Porque esta troca no
puedes llevártela.
66
Francisco Serratos
-La voy a dejar con el compa que vamos a ver apenas
despachemos a Isa. Él me presta su carro, yo le dejo éste y
me voy.
-Tienes muchos amigos.
-No son amigos de verdad, son compañeros de traba-
jo. Amigoses una forma corta de llamarles. En esto todo es
cuestión de favores, de encubrir uno al otro las transas.
Pensé que si tantas personas le debían favores a Polo,
para qué me necesitaba a mí; aún no entendía cuál era mi
papel en todo el asunto. Yaestábamos a mitad del puente,
en la parte más alta. En menos de media hora, si todo salía
conforme lo planeado, estaríamos del otro lado.
-¿Y para qué me quieres a mí?
-Porque tú hablas inglés, ¿no?,y mi contacto no habla
ni madres de español. Sólo por si se presenta algo. Y por
compañía.
-No entiendo, suena absurdo. Pensé que sí lo conocías
de antes.
-Sí, pero siempre había alguien que traducía. Él sola-
mente cruzaba cuando necesitaba tratar algo directamente
con el jefe. Conoció a una vieja en un teibol y yo le ayudé
a pasarla sin que se diera cuenta el patrón. Es buena gente,
pero le gusta aturrarse de mierda... --calló un segundo
para acelerar un poco- ... de coca, pues. Es un vicioso.
No creas que es jefe, él trabaja para alguien más, no sé
quién, pero es un pez gordo, uno de esos gringos trajeados
que nunca se ven en la calle.
Los vendedores estaban por todos lados, asaltaban un
carro tras otro. En esa parte, justo a la mitad del puente,
en la línea divisoria, los podían arrestar, por lo que debían
apresurar el ritmo de sus franelas. De pronto alguien tocó
mi ventana. Era un yonqui gringo, macilento. Con señas
me indicó que tenía hambre y con señas le dije que no
tenía dinero. Pero insistió tocando de nuevo el vidrio. Polo
me ordenó bajarlo para escuchar su lamento.
67
 BORDEÑOS
-Carnalito, ¿tienes una cora para comprarme un burri-
to? Listen, my wife was deported. Comida.
-Why she was deponed? She s your wife, they cannot deport
her-le repliqué. El yonqui trastabilló.
-No, wacha...
-¡Ya! No te hagas güey y súbete -irrumpió Polo-.
A ver si no apestas.
El yonqui rodeó la troca y subió por el lado de Isa, inco-
modándola. Su actitud y su tono lastimeros desaparecieron.
-¿Cómo andas, Polo? -preguntó en perfecto español.
-Bien. Necesito que me reportes la situación. ¿Vamos
en el carril bueno?
-Simón, el Yorch está atendiendo. No debes tener
ninguna bronca. ¿Pero, para qué traes tanta raza? El Yorch
jala parejo, pero puede molestarse y no responder por
ellos -nos señaló a mí y a Isa con su mentón, con mirada
suspicaz.
-No hay problema. A ella le hago un favor que le debo
desde hace tiempo, y él me hace un favor a mí.
-Órale -dijo el yonqui.
Se notaba nervioso, como si lo pincharan con alfileres
en todo el cuerpo; se movíacasi temblando. Vestíauna per-
cudida y gruesa sudadera con gorro, pantalones holgados y
tenis Nike. Su barba era rala y rubia.
-¿Y cómo andas, ya te la curaste?
-No, Polito, hoy no. Apenas he juntado como cincuen-
ta duros, el día está flojo.
Comprendí que era heroinómano cuando furtivamente
miré sus manos y sus uñas oscuras. Cuando se quitó el go-
rro, noté un collar de chupetones en su cuello.
-Ahorita ando tranquilón, la malilla me da hasta el se-
gundo día -añadió placenteramente-. Pero si traes algo
para mí, me caería de perlas, Polo. Un tostón, hasta cien
varos son welcome.
-¿Dónde aprendiste inglés?-le pregunté.
68
Francisco Serratos
El yonqui volteó rápidamente hacia mí. Sus ojos azules
se abrieron profundamente por un segundo, luego agachó
la cabeza.
-Soy citizen. La droga me hizo mexicano.
-¿Cómo?
-Es más barato conseguirla aquí y la gente te ayuda
más con las limosnas -hizo una pausa para mirar por la
ventana, después continuó hablando-. Mi papá fue mexa,
de Durango, creo. Conoció a mi mamá en Colorado y se
casaron nomás por los papeles. El güey se regresó a México
y nunca lo he visto. A mí se me hace que lo mataron, porque
a fuerza tenía que regresar. ¿Quién no quiere regresar?
-Muchos --contestó Polo-. Mírate. Yo no creas que
voy por gusto. Como a tanta raza,me lleva otra cosa.¿Apoco
crees que es bonito pasar por tanta mamada al cruzar?Aquí
no importa, tengas visa o no, en esta línea eres ilegal, una
amenaza. Cuando cruzas es como una forma de superación
de ti mismo. Estar del otro lado quiere decir que eres mejor
que los que no están. Para los gringostodos los que no han
podido cruzar son unos delincuentes. Mírate tú otra vez, es-
tás acá porque eres un criminal, un yonqui. Si ahora mismo
intentas regresar,vas a batallar,te van a interrogar,no te van
a creer.
Polo parecía exaltado y molesto, no tanto por la verdad
de sus palabras, sino por aceptarlas como verdad. Su rostro
reflejaba hasta cierto punto frustración. Pensé que lo mejor
era pasar a otro tema, por ejemplo, practicar lo que diría-
mos allá enfrente.
-Es verdad, ya estamos a diez carros de la caseta. Bue-
no -giró la cabeza hacia el yonqui-, aquí nos despedi-
mos. Good bye.
-Sale, canalito. Cuídese. No se olvide de los compas.
Polo llevó su mano al bolsillo de la chamarra y sacó tres
billetes de cien pesos para dárselos.
-Nomás no te aturres -dijo.
69
 BORDEÑOS
El yonqui sonrió torpemente, abrió la puerta y bajó al
frío del puente. Nosotros pusimos la mirada al frente.
-Bueno, ya te la sabes. Isa, a comprar ropa. Tú eres mi
amigo y vamos a comprar ropa también.
Nuestra seguridad era optimista; sin embargo, en reali-
dad yo sabía que nuestros nervios crujían por dentro.
-Actúen normales, al fin y al cabo, traigas papeles o no,
la pasada siempre depende del humor de estos cabrones.
Cuando están de buenas hasta ni te revisan, pero cuando
no, te echan al perro dentro del carro y te preguntan hasta
de qué color traes los calzones.
Si antes las rodadas del carro se sentían en cámara lenta,
ahora nuestra distancia se acortaba precipitadamente. En
ese instante, a mí me dieron ganas de ir al baño; siempre
en situaciones como ésta, el estómago me traicionaba. Se lo
comuniqué a mis compañeros, quienes se alteraron aún
más, temiendo que mis intestinos arruinaran la aventura.
Isa sugirió que fuera al baño, pero los baños en los puentes
internacionales son asquerosos. Les conté la vez que fui al
cruce de Santa Teresa. Manejamos por una hora para evitar
las filas y cuando llegamos la situación era la misma. Con
tanta espera, me dieron ganas de ir al baño, así que tomé
los clínex que mi madre tenía en su bolso y bajé del auto,
pero cuando pasé de la puerta, el olor del lugar era insopor-
table: en el retrete había una gran montaña de mierda des-
bordada que manchaba el piso y las paredes. Tuve que re-
gresar al carro compungido y asqueado, no sabía por dónde
verter mis entrañas, si por la boca o por el ano.
-Los gringos tienen problemas con el excremento, no
quieren tocarlo ni para limpiarse -terminé mi historia.
Polo e Isa rieron un poco, se relajaron, mientras que yo
no podía controlar mis tripas. Frente a nosotros había sola-
mente tres carros. Se erigió luego un silencio tieso dentro
de la troca. Nos acomodamos en los asientos, Isa se arregló
el cabello con las manos y Polo y yo nos abrochamos el
70
Francisco Serratos
cinturón de seguridad, como niños a punto de ser supervi-
sados por un maestro exigente. Polo carraspeó y apretó
el volante con las dos manos. Avanzamos lentamente por el
carril de la caseta, la cual estaba justo del lado de mi venta-
na. El oficial, Yorch, supuse, golpeó gentilmente mi vidrio.
Lo bajé sonriéndole con amabilidad.
-Visas-ordenó, serio.
Mis compañeros me dieron las suyas y le entregué al
oficial los papeles falsos. Los revisó con atención por unos
segundos. Se detuvo en una en especial. Mi nerviosismo
creció a tal grado que me revolqué ligeramente en mi
asiento; di algunas pataditas en el piso de la camioneta.
Polo cerró los ojos y se llevó la mano al rostro; Isa suspiró
profundamente detrás de mi nuca: sentí su tibio aliento
como un ánimo para soportar hasta el último minuto. Me
tomé el estómago entre las manos, frotándolo. Yorch no pu-
do ignorar mis pies moviéndose debajo del asiento.
-¿Le pasa algo? -preguntó retirando su acuciosa mi-
rada de la visas.
Se inclinó sobre mi ventana para husmear dentro de la
camioneta. Tenía un aspecto amigable, era un abuelo grin-
go, de cuerpo frondoso y bigote rubio deslavado; lo imagi-
né haciendo bromas con sus nietos.
-Sí, es que necesito un baño urgentemente -contesté.
-Ok, you cango bejoreit's too late.
Me entregó las visas.
-Gracias. Thank you, sir.
Polo arrancó despacio, mientras que un sudor ligero,
fresco, consoló mi piel. No podíamos creerlo, nos voltea-
mos a ver atónitos unos a otros.
-Ahora sí, primera parada, ¡un baño! -bromeó Polo.
71
 BORDEÑOS
* asentar la comida, Polo ordenó café para todos. Estábamos
Dejamos la camioneta a unas cuadras del puente, por la
calle Stanton, para ir a buscar un lugar dónde comer y usar
un baño. Caminamos hasta dar súbitamente con el espec-
táculo de luces navideñas de la Plaza de los Lagartos. Polo
e Isa se alegraron tanto al verlas que les pedí que nos sen-
táramos un rato para disfrutar la vista; mis nervios habían
pasado junto con la emergencia.
Un cardumen de luminiscencias se arremolinaba a
nuestro alrededor, las luces llenaban la plaza y sus edificios
bancarios. Isa reía, daba pasos grandes sobre las baldosas y
se acercaba a los árboles encendidos para tocarlos; lamenta-
ba no traer una cámara fotográfica, mientras Polo y yo nos
sentamos en una banca, a reírnos de las piruetas que ella
hacía. Sentimos que habíamos conseguido lo más difícil de
nuestra misión.
Cuando el frío nos caló, decidimos comer en un restau-
rante de los alrededores. Platicamos sobre los planes de ca-
da uno a partir de mañana. Polo nos habló una vez más de
su viaje a Seattle, se veía aliviado. Isa dijo que al llegar
a California se pondría a trabajar, que su prima le ayudaría a
buscar una escuela de inglés y que iría a la playa lo antes
posible: estaba harta del desierto norteño porque no había
dónde descansar la mirada. Yo no sabía qué decirles, mi fu-
turo era estable, aburrido, nada promisorio como el de ellos.
-¿Vas a hacer montañas de arena para exportar? -dijo
Isa sonriendo.
-Sí, para hacer cajas de arena para gato. Es lo único
autóctono que se puede exportar de aquí -dije.
Afuera ya estaba completamente oscuro; habíamos olvi-
dado el invierno en la comodidad del restaurante. La plaza
estaba vacía. Por la ventaba se veía pasar a caminantes per-
didos que se dirigían a Juárez; llevaban en sus manos gran-
des bolsas de plástico llenas de ropa y cosas chinas. Para
72
Francisco Serratos
exhaustos, no había más por decir, sólo esperar la nieve y
buscar la cama.
Acordamos que el siguiente paso sería llevar a Isa al em-
barcadero, así que salimos del restaurante a las calles del
centro, donde ya no había lumbreras de neón bajo las cua-
les refugiarse y los callejones de tabique despedían un aire
gélido y oscuro. Caminamos hasta la camioneta de Polo
con el rescoldo de energía que nos dio la comida.
-Vamos a la estación de autobuses a comprar el boleto
de Isa -sugirió Polo-. Pero vamos caminando, estoy can-
sado de manejar y la estación no está lejos, ¿no?
Isa decía a todo que sí. Se notaba que estaba desorien-
tada, indefensa en esa situación. Polo me dio su pequeña
maleta y comenzamos a andar por la avenida Mesa. El cen-
tro de El Paso para mí no se distinguía del centro de Juárez:
misma gente, mismo clima, mismo idioma. Isa notó la simi-
litud también mientras caminábamos.
En menos de diez minutos arribamos a la estación de
El Paso-Los Ángeles Limousines, cercana al puente por el
que habíamos pasado. Había mucho movimiento; gente
entraba y salía cargada de maletas gigantes.
-Pues yo creo que ésta está bien, ¿no? -dijo Polo-.
Las otras compañías son gringas, pero son peores que las
mexicanas, porque se sube mucho vagabundo que apesta a
mierda.
Isa se encogió de hombros.
-Es verdad -añadí-; mi mamá cuando va a visitar a
su hermana a Phoenix prefiere los autobuses mexas por
eso, son más limpios. Además, entre puro mexicano, nadie
te va a notar diferente.
La estación estaba iluminada con lámparas de luz blan-
ca intensa. Había calentones en cada esquina y, mientras
Polo e Isa compraban el boleto, yo me acerqué a uno junto
a la máquina de sodas. En una de las esquinas, en la parte
73
 BORDEÑOS
superior, había un televisor encendido con el volumen alto.
Los pasajeros, sentados y adormilados en la sala de espera,
veían Sábado gigante. Cuando volvieron mis compañeros,
parecían satisfechos; tenían en la mirada una felicidad
muda. Yo también me alegré por Isa, pero ella denotaba lo
contrario; seguía nerviosa.
-Bueno, yo creo que aquí los dejo, chicos.
-Su camión sale a las diez treinta, lo mejor es que ya no
salgas mucho -dijo Polo-. Si quieres comprar algo de co-
mer, allí en la esquina vi un puesto de comida. El teléfono
para que le marques a tu prima está afuera. No son tantas
horas de viaje, para mañana temprano estarás en Los Ángeles.
-Igual y ni duermes -añadí.
-Sí. Muchas gracias por todo Polito, siempre fuiste
buena gente. Si vuelves a ver a Carmen dile que el día que
quiera cruzar yo la ayudo. Ella tiene el teléfono de mi pri-
ma, por si se le ofrece.
-Oquei -contestó Polo llevando su mirada al piso.
Abracé a Isa y nos despedimos; no pude menos que de-
searle mucha suerte. Polo no pronunció ninguna palabra.
Isa fue a la sala de espera y nosotros salimos a la calle. Noté
que el cielo se nublaba y se coloreaba de anaranjado. De-
bíamos salir de la calle: la nieve era inminente. De camino
a la troca de Polo le pregunté sobre nuestro siguiente paso.
-Vamos a buscar a mi contacto.
-¿Cómo se llama?
-Mark, algo así.
-¿Dónde vive?
- Tengo la dirección en mi cartera, me imagino que no
es difícil llegar.
* pudo identificar el número de una traila relativamente gran-
En un pedazo de papel arrugado y ajado, Polo tenía escrita
la dirección. El lugar quedaba cerca, según mis cálculos,
74
Francisco Serratos
mas no estaba seguro. Teníamos que subir por la 1-10 hasta
encontrar la calle y tal vez parar en una gasolinera para pre-
guntar. Arrancamos y subimos hacia el norte de la ciudad.
Polo consideró mejor parar en un Circle K para no errar; y
en efecto, yo estaba muy equivocado. Nos atendió un chi-
cano gordísimo envuelto con una playera de los Yankees;
estaba rapado y su español era silvestre, pero se daba a
entender. Nos dijo que tomáramos Patriot, después salié-
ramos por Dyer y al final daríamos con nuestro destino.
Andar en El Paso es mucho más fácil, todo es cuadrado, a
diferencia de Juárez, donde una vuelta mal dada te saca
a un abismo. Sin embargo, Polo se sentía inseguro y me
ofreció el volante. Le dije que no se preocupara, que había
manejado en El Paso varias veces.
El tráfico estaba tranquilo porque la gente presentía la
posible tormenta y prefería permanecer en casa. En menos
de veinte minutos llegamos a la zona. Desaceleré para que
Polo buscara en la oscuridad la placa de la calle con las lu-
ces de la camioneta como única iluminación.
-¡Chingado! ¿Qué no tienen lámparas en la calle o
qué?
Di dos vueltas en u para recorrer la calle Angora, que no
era pequeña.
-¡Ahí, ahí!
-Ya la vi-dije.
-Ahora para encontrar el pinche número.
La calle se llamaba Armadillo, no tenía salida y no había
casas, sino trailas. Deduje que estábamos a las orillas de la
ciudad porque más allá de las luces caseras sólo resplande-
cía una oscuridad inmensa, desértica. Todo estaba tranqui-
lo, los ladridos de los perros se disolvían en la noche. Polo
de. Me estacioné frente a ella y ambos vimos un boquete
gigante en la casa rodante, como del tamaño de un carro,
teipeado con bolsas de plástico industriales. Descendimos
75
 BORDEÑOS
de la troca indecisos. Polo tocó la puerta pausadamente. El
ruido interior se filtraba por el hule que servía como muro.
l'
Alguien parecía estar cocinando o lavando trastes dentro
mientras veía la televisión a un volumen alto. Polo tocó de
nuevo con más fuerza, pero fue inútil. Esperamos unos se-
gundos. Más eficiente, como era su costumbre, la siguiente
vez se atrevió a abrir abruptamente la puerta. Nos recibió
un grito de terror que vino desde la cocina.
-F uck! Who thefuck are you?
Era un gringo alto y flaco que nos amagaba con el cuchi-
llo cebollero que traía en su mano derecha. Mark, supuse,
se replegaba hacia los gabinetes de la despensa más asusta-
do que valiente. Su mirada despedía cierta paranoia.
-Who thefuck are you?-volvió a gritar.
-Tranquilo, tranquilo. Soy Polo.
El gringo pareció reconocerlo, pero todavía desconfiado
sostenía el cuchillo frente a nosotros.
-¿Polo?
-Polo, ¿te acuerdas de mí? ¿Teresa?
Cuando escuchó el nombre de esa mujer, Mark se rela-
jó definitivamente y colocó su arma en el lavabo.
-Oh yeah, Teresa.That bitch! 1 hate her.Look what she did
to my house! -señaló el gran agujero en su pared.
Polo volteó a verme como pidiéndome que le tradujera
lo que Mark decía.
-Anyway, what are you doing here?
-¿Qué te trae por acá?
-Dile que vengo a hacer una transa. Quiero un carro a
cambio del mío.
Lo traduje de la mejor manera posible. En ese momento
comprendí que mi inglés no era tan bueno como pensaba.
Una cosa era tararear las canciones de los Strokes y vestirse
como ellos, y otra sostener una conversación completamen-
te en inglés. Mark me escuchó mientras abría una lata de
puré de tomate usando el cuchillo como abrelatas.
76
Francisco
-Ok. What kind of car is it?
Serratos
-Una troca, está buena y se la puedes vender a cual-
quier díler de Juárez. Hasta traigo el pedimento de impor-
tación, el título, las placas, todo en orden.
-Sounds great-contestó Mark.
Al parecer entendía el español, pero era incapaz de ha-
blarlo. Vació la lata de puré en una sartén que tenía a fuego
sobre la estufa eléctrica.
-But tell me, why should 1 helpyou? Can 'tyou seewhat that
bitchdid to me? She left me!
-No te quiere ayudar por culpa de la mujer esa -ex-
pliqué.
-Pero esa no es mi bronca. Lo que hayan hecho des-
pués de la cruzada es muy su pedo -dijo Polo.
Mark vació en un plato que parecía usado infinitas veces
sin haberse lavado la pasta que había preparado con la salsa
de tomate. Aventaba trastos por donde quiera y maldecía con
cada movimiento. Se comportaba con una inercia histérica
que nos mantenía alerta. Se me ocurrió que el plan de Polo no
iba a funcionar. Dialogar o, peor aún, llegar a un acuerdo con
un drogadicto era lo mismo que hacerlo con un chimpancé.
Polo y yo permanecimos de pie en la cocina, sin hablar. Mark
tomó su platillo y sacó una lata de Budweiser del refri, luego
se fue a sentar en un sofá percudido frente al televisor.
-Listen, amigo -hablaba masticando esas tripas de ha-
rina mal cocida-. 1 know, its not your fault, but I don 't want
to get in trouble. J'm out. 1 got otherbusiness.
De nuevo traduje la explicación de Mark, aunque no sé
si correctamente. Ya no confiaba en los mexicanos, dijo,
porque Teresa le había jugado mal. Al parecer ella estaba
con él nomás por los papeles y lo abandonó cuando le llegó
su residencia. Polo me hizo repetirle lo que ya había dicho:
él cumplió con el trato en su momento, ahora quería lo mis-
mo de Mark. Éste terminó de comer su pasta entomatada,
después dio un largo trago a su cerveza. Eructó:
77
 -Fuckl-hizo
BORDEÑOS
una pausa para reponerse del atraganta-
l'
{<~
miento de la masilla y continuó: -Ok, you're a good man.
l'm going to helpyou out-dio otro eructito-, but not tonight,
mi amigo. Tonightwe'regoing toparty!
Mark se incorporó y fue a los gabinetes de la cocina, de
donde sacó una cajita de chocolate en polvo Quick; la abrió
y nos mostró una bolsita llena de marihuana. Soltó una car-
cajada guasona; sin embargo, vio que Polo y yo permaneci-
mos indiferentes ante su hallazgo. A mí ya no me cabía la
menor duda: el plan se había ido a la mierda. Al vernos es-
táticos, Mark adquirió un tono sensible.
-Oh, c'mon! l'm going to helpyou, I promise. A-yu-da, sí.
Se acercó a Polo y lo tomó del hombro para conducirlo
hacia afuera; fui tras ellos en caso de que mis servicios de
traducción fueran necesarios.
-See that car over therePIt's yours! -señaló un Neón
rojo estacionado en su cochera que se veía en condiciones
aceptables-. lt's yours- y picó el pechó de Polo con sus
huesudos dedos.
Polo se tranquilizó y me dijo que le pidiera las llaves.
-Oh that's theproblem. No llaves, no keys. You know whyP
Becausethat bitchtook'em. She tried to steal thecar, but I unins-
talled the battery. She thoughtshe couldfuck me in the ass! -la
voz de Mark denotaba amargura cuando Teresa era el tema
de conversación.
-¿Qué dijo?
Le traduje groseramente el rencor del gringo. La pa-
ciencia de Polo se agotaba. Se llevó las manos a las sie-
nes, no sabía qué hacer y la situación, desde que habíamos
planeado su escape, se le salía de control por primera vez.
Aspiró, luego suspiró. Simpaticé con su frustración; yo me
sentía absurdo y cansado. Di un gran bostezo. Mark, por
su parte, volvió al sillón y comenzó a rolar un cigarro de
mota.
-Espérame aquí, voy a ver algo -dijo Polo y salió.
78
Francisco Serratos
Decidí acomodarme junto a Mark. En la tele pasaban
Saturday Night Live. Mark tomó el viejo control remoto que
yacía en su mesa de centro y presionó mute. Me ofreció una
calada de su cigarro. Me negué con la mano.
-Oh c'mon, man! This is good shit! No? How about some
coee? MethP l got it ali.
-No, thanks -balbuceé.
La traila de Mark era vieja, sucia, con muebles ajados por
una vida de soltero despechado; construida en los ochenta,
con acab~dos de madera y mueblería eléctrica. Platos sucios
y ropa regada por todas partes. Increíblemente, no olía mal;
supuse que se debía a la ventilación que el boquete en su
pared permitía. En ese momento recordé mi casa de nue-
vo, mi cama, la ducha caliente. Me sentía mal por Polo,
pero lo único que ansiaba era que todo esto terminara y
volver a mi vida.
-This is what we'regonna do. You'regonna drive me to the
liquor storeso I can buy some more beer,'causel'm ali out.
Mark me hablaba con su voz distorsionada, inflada de
humo.
-My friends are coming tonight. They're my special clients,
you knowPJust let'em in.
-Ok-dije.
En ese momento Polo entró en la traila sacudiéndose
el frío de afuera. Le comuniqué el plan de Mark y, contur-
bado, mas resignado ante la situación, se limitó a encoger-
se de hombros. De cualquier forma, me dijo, era imposi-
ble partir esa misma noche, el cielo pronosticaba una
nevada fuerte en las próximas horas. Acordaron ir por la
cerveza y me quedé solo. Me recosté en el sillón, no sin
antes olerlo.
Debí quedarme dormido inmediatamente, porque me
sacó de un sueño pesado, blanco y sin imágenes, el retum-
bar de unos golpes en la puerta. Vi siluetas a través del hule
que tapaba el hoyo en la pared. Abrí la puerta y del otro
79
 BORDEÑOS
lado estaban tres hombres y dos mujeres, todos jóvenes. Se
veían ebrios.
-Hi, we'relookingforMark-dijo uno de ellos, un grin-
go de cabello con corte militar, rubio hasta las cejas-.
Can wecomein, we'refreezing-no esperaron mi respuesta,
entraron precipitadamente, apenas dándome tiempo de
reaccionar.
Se apoderaron de la casa como si ya hubieran estado
allí antes. Las dos mujeres se dirigieron al baño; el gringo
rubio, al sillón y los otros dos al refrigerador en busca de
cerveza.
-Hey, Car!,it'sempty.No beers,man -dijo un gordo pro-
minente, de cabello largoy rizado, como jugador de futbol
americano, al que estaba en el sillón.
-Do you speakenglish.?¿No sabes inglés?-me pregun-
tó el que estaba al lado del gordo.
-Sí =-conresté.
-¿Y por qué no contestas en inglés entonces? Si supie-
ras, hubieras hablado en inglés inmediatamente -su tono
agresivo me sacó de onda. Quedé serio por unos segundos,
después él siguió hablándome-. No te creas, nomás estoy
mamando. Soy Romano, pero me dicen Roman -lo pro-
nunció con acento en inglés.
Las dos chicas salieron del baño y una se dirigió al sillón
junto a Carl, la otra vino a la cocina. Las dos eran gringas;
una, la que estaba con Carl, era más bella que la otra.
Calculé que no pasaban de veinticinco años. Hubo un
silencio incómodo en el lugar. Yomiraba al gordo que es-
culcaba los gabinetes de la cocina, a Roman parado frente
a mí, y a la chica, quien parecía estar impaciente, hasta que
de pronto Carl, desde el sillón, dio un grito alto:
-l'm fuckingbored!What'snext?
-Me too-lo secundó su compañera con voz de gatita.
-Hey, amigo -se dirigió a mí-, where'sthat asshole? He
promised us beerand weed.
80
~ Francisco Serratos
-1 don't know -dije, pero él no me puso atención. Se
volvió hacia la chica y comenzó a besarla agresivamente.
Del otro lado, Roman comenzó a hacerme preguntas
también.
-So, ¿de dónde eres?
-DeJuárez.
-Uf!! I hatethatplace-espetó sin reservas.
-Pero tú pareces de Juárez -le dije.
-No, que parezca es una cosa, pero no lo soy.Soy ame-
ncano.
-Pero de padres mexicanos -lo hostigué.
-No ... bueno, mi padre sí, pero hace muchos años que
vino a América. Yani español sabe hablar.
-No es América, es Estados Unidos -repliqué.
-Whatever! -dijo enfadado-. Mi padre siempre ha-
bló mal de ustedes. Son lazy... cómo se dice, no les gusta
trabajar. Son corruptos, malos amigos, no son de confianza.
-This bitchis moreracistthanme,a trulyamerican blooded
guy-interrumpió el gordo-. Cutthatshit,bro. We'rechilin'.
-Yeah,please-añadió la chica.
-Yeah, cutthatshit!-gritó Carl desde su asiento.
-Fuck you!-le retrucó Roman.
-Fuck you!-Carl.
-No,fuck you!-el gordo.
-Fuck you -Roman.
-Fuck you -el gordo.
-Yeah,fuck you!-cerré la conversación y todos me fes-
tejaron.
*
Mark y Polo entraron en ese momento. Mark saludó efusi-
vamente a sus invitados y comenzó la repartición de Bud-
weiser. Cada quien destapó su lata; la levadura relajó el
ambiente y fuimos formando grupos de conversación.
81
 BORDEÑOS
~ Francisco
Roman y la chica se quedaron en la cocina. Polo y yo nos
mantuvimos al margen, mientras que el resto se apiñó en el
sillón y en el suelo. Mark sacó su provisión de drogas. Al
escuchar su charla supimos que Car! era sobrino de Mark
y juntos sostenían el negocio: Car! traía jóvenes aburridos
de la comodidad universitaria y Mark los proveía del reme-
dio perfecto.
Polo aprovechó nuestro aislamiento para comentarme
que Mark había acordado entregarle las llaves del carro, pero
debían buscar a Teresa, su ex mujer, para quitárselas.
El gordo se metió unas pastillas azules, no supe de qué,
y los demás optaron por fumar marihuana solamente. De-
cidimos acercarnos a ellos y, ante la incapacidad de resolver
nuestro asunto, destapamos una par de cervezas también.
Polo aceptó el cigarro de mota; yo me mantuve firme en mi
negativa. La marihuana me provoca sueño, argumenté.
-Siempre de nena -murmuró Polo en mi oído.
Sonreí y le di un puñetazo suave en el brazo izquierdo.
La plática era dispersa, el diálogo nulo; sólo una inter-
ferencia lingüística, sin mensaje concreto, white noise. El
gordo no podía articular palabra alguna, balbuceaba. Car!,
Mark y Polo se enfrascaron en una conversación futbolesca
en la que no hacía falta un traductor. La novia de Car! me
sacó plática al notar mi mutismo. Me contó que era estu-
diante de maestría en español en UTEP y que escribía su
tesis sobre los movimientos feministas en Latinoamérica.
Después le pregunté por Roman, quien seguía en la cocina
con la otra chica, tal vez en un diálogo romántico.
-Es un pendejo -gustaba maldecir en mi lengua-.
Es más racista que el texano promedio. Pero no es su culpa,
su papá le hizo creer que los mexicanos son lo peor. Cuan-
do cruzó, los smugglers, ¿cómo se dice? ...
- ... polleros
- .. .lo golpearon y le quitaron todo su dinero. Él iba a
California, pero lo abandonaron aquí en El Paso. Por fortuna
82
Serratos
comenzó a trabajar con un señor que exporta carne de Chi-
huahua. Aprendió el negocio y pronto ascendió de puesto. Se
casó con una gringa como yo, y puso su empresa de exporta-
ción de carros. Es un ... sef-mademan, olvidé cómo se dice.
-Mmm ... un hombre de éxito.
-Sí, orgulloso.
Dio un trago a su cerveza y le arrancó de los labios a
Car! el cigarro de mota. Lo chupó delicadamente y escupió
el humo sobre mi rostro soltando una sonrisa traviesa. Son-
reí también. Era una mujer bonita, de nariz redonda, pero
respingada, cabello castaño y pecas delicadas en su piel
blanca. Se llamaba Rebecca, con doble e, me dijo.
-¿Y tú, a qué te dedicas?
La pregunta que me causaba siempre problemas.
-Soy artista, estudio arte.
-Oh, real/y?
-Sí -sentí que había encontrado, al fin, después de
dos días, a alguien que podría entenderme-. Sí.
-Pero, ¿qué tipo de arte haces? ¿PetformanceP
-¡No! Hago instalaciones. Voy a montar una galería de
arte con mis amigos de Juárez -la impresioné.
Le conté sobre mi pieza "Las montañas mueven la fe",
a la cual le cambié el título, y quedó todavía más entusias-
mada. Para no romper el interés, decidí ir más allá y le ex-
pliqué otra pieza de mi catálogo:
-Ok, se trata de una colección de fotografías sobre mí,
pero el fotógrafo será un sicario -frunció su cara, temí per-
derla en ese momento: el problema era que no sabía lo que
era un sicario-. Un asesino a sueldo. Voy a contratar uno
para que me dispare, pero no balas, sino fotos. Hay muchos
que lo harían por poco dinero en las colonias pobres de
Juárez. Le daré una cámara y un cuaderno. Bueno, no lo
haré yo, sino otra persona que le entregará una fotografía
mía para que me identifique. Lo que tiene que hacer es
seguirme como si me estuviera cazando para matarme.
83
 ~ Francisco Serratos
BORDEÑOS

patio. El cielo parecía la cáscara de una naranja que des-

Debe tomarme fotos y anotar lo que me ve haciendo du-
prendía plumas de hielo de su corteza. Los copos caían per-
rante un mes. Parte de su tarea es no dejarse ver por
sistentemente y los carros ya tenían una delgada capa de
mí, porque yo no lo voy a conocer. Que me siga a la escue-
la, a mi casa, a los antros a los que voy, a las tiendas. Y si nieve sobre lo vidrios.
llegara a sospechar de su presencia, me interesa expe-
-Yeah!-volvió a gritar el gordo.
rimentar ese miedo de estar siendo vigilado y tener las
-Let's go to thedesert-sugirió Mark, eufórico.
horas contadas. Corrimos por el asfalto congelado hasta llegar a la arena.
Realmente estábamos en la orilla del desierto. Mark, Car!
-Wait. Pero si no te mata, entonces ya no va a ser un
sicano. y el gordo corrían de manera desaforada; Polo se les unió, y
Rebecca y yo los veíamos soltar grandes carcajadas. El gor-
-Exacto. Mi tesis es que la percepción artística es si-
do se descamisó, dejó a la fría nieve su carnosa piel, sus
milar a la del asesinato. Quiero saber cómo ve un sicario de
Juárez, cómo ve a su víctima. senos rebotaban de arriba abajo.
-Suena muy complejo. -Ok, that'stoomuch!-bromeó ella.
Polo y Mark taclearon al gordo y lo tumbaron sobre un
-Pues sí, lo más difícil es conseguir al sicario que acep-
lodo de arena y nieve, que caía sobre nosotros cada vez con
te los términos y, sobre todo, que no se robe la cámara.
más fuerza. Cayeron los tres al suelo y entre todos hicimos
Reímos y ella propuso un brindis con nuestras latas de
bolita. El gordo soltó un gran estertor, como un búfalo he-
cerveza. Cuando nos volvimos hacia nuestros demás com-
rido en medio de un bosque nevado, e inmediatamente
pañeros, sentados alrededor de la mesa de centro, Mark
nos alejamos de él, asustados. Mark se hincó para palparle
repartía líneas de coca, mientras Car!, Polo y el gordo lo
observaban con la mirada de un niño viendo cómo partían los cachetes.
el pastel. Le dije a Polo que tal vez no era buena idea si -Shit! Robert,areyou Ok?
mañana pensaba viajar. Robert, así se llamaba, sólo gemía.
-Se le pasó la mano al güey con la línea -dijo Polo-.
Por supuesto, me respondió denigrando mi masculini-
Vamos a cargarlo de regreso.
dad una vez más. Rebecca, por su lado, también intentó
Entre Mark, Polo y Car! lo levantaron como pudieron.
persuadir a su novio de que no lo hiciera; sin embargo, Car!
Lo aguantaron unos cuantos metros y después se detuvie-
la calló dándole besos en la boca y jugueteando con su
ron para recuperar fuerzas y resoplar, mientras la nieve vis-
cuerpo en el sofá, después la hizo a un lado y tomó su turno
cosa y pesada obstruía el camino. Tuvimos que turnarnos
para aspirar una línea. El gordo entró en una especie de
éxtasis cuando absorbió la cocaína con sus anchas fosas na- para cargarlo.
sales, cual oso hormiguero. Se levantó ágilmente de un sal-
-Where's Roman?-preguntó Car!.
-With Nathalie, theyprobablystayedin the house-dijo
to, fue a la cocina e interrumpió el romance de Roman, por
último abrió la ventana y se asomó. Rebecca.
Al llegar a la casa, Roman y su novia ya no estaban y ha-
-It's snowing!Guys,snow! -gritó.
bía un carro menos afuera. Colocamos a Robert en el sofá.
Todos volteamos hacia el boquete en la pared, incrédu-
-No se va a levantar hasta mañana -dijo Polo.
los, y nos desprendimos de nuestros lugares para salir al

85
84
 BORDEÑOS
Nos sacudimos el hielo untado en las ropas y el rostro, y
nos dejamos caer en el suelo, exhaustos. Mark encendió un
churro de marihuana del que todos fumaron, menos yo.
Era de madrugada, todos se veían agotados, tal vez por la
droga, la cerveza o el ejercicio que habíamos hecho. Mark
fue al refri por más cervezas y repartió algunas. Permaneci-
mos en silencio, sólo se escuchaba la respiración estentórea
de Robert. Rebecca y Car! estaban sentados juntos, medio
abrazados, mientras que Polo miraba el suelo atentamente,
concentrado en sus cosas. Mark intentó reanimar la fiesta,
pero nos apachurró más contándonos su historia. Nos habló
de Teresa una vez más; aunque su odio era evidente, en su
tono de voz se concentraba una dolencia sincera. Lo que
más me impresionó, sin embargo, no fue su desgracia amo-
rosa, sino su pasado criminal. Era de Miami, donde vivió
hasta la adolescencia, y se mudó de la casa de sus padres
a la cárcel. Había comenzado a vender marihuana en la
secundaria y se involucró en un crimen pandillero, por eso
le dieron un año. Lo que realmente lo hundió, no sé por
qué no lo sospeché, fue una mujer, pero una mujer de die-
ciséis años. Al llegar a ese punto de su historia, sus amigos
gringos se mostraron incómodos. Car! incluso le dijo que
no era necesario seguir, pero Mark ya estaba lo suficiente-
mente ebrio como para detenerse. Dijo que la conoció en
una fiesta y, como se amaban, él la embarazó. Los padres,
un matrimonio cuyo negocio era la fe cristiana, lo deman-
daron por violación de menores, por lo que fue condenado
a quince años, pero lo soltaron a los trece por buena con-
ducta. Lejos de ser libre, el estado de Florida le dio a elegir
entre una comuna de violadores en medio del campo o una
ciudad fronteriza para reformarse. Así fue como llegó a El
Paso. Dijo que aquí vienen a parar todos los pervertidos de
Texas y otros estados. Era un apestado: la policía repartió
volantes con su nombre, su fotografía y un registro de todos
sus crímenes en todos los vecindarios de los alrededores
86
~ Francisco Serratos
para advertir a los ciudadanos que un violador de menores
se había mudado a la ciudad. No es peligroso; sin embargo,
cuide a sus niños. ¿Qué oportunidad tenía para una nueva
vida? La droga era su única seguridad económica, era una
ocupación que no necesitaba buenas cartas de recomenda-
ción, y además la frontera era el mejor campo de trabajo.
Cuando terminaron de fumarse el churro, Car! pidió
permiso a su tío para quedarse a dormir en uno de los dos
cuartos de la traila. Se llevó a Rebecca de la mano. Noso-
tros tres permanecimos un minuto más sentados en el sue-
lo. Yo también quería pedir permiso para acomodarme en
alguna esquina del lugar y dormir.
Al final, Mark me ofreció una sleeping bag y a Polo una
tienda de campaña para que la montara en la cocina. Se
despidió de nosotros con la promesa de concluir nuestro
negocio mañana a primera hora.
No esperé más, me metí en la tibia bolsa de dormir y
perdí la conciencia inmediatamente. No me importaron los
bufidos de Robert a mi lado. Tuve un sueño de esos que
cansan más que la vigilia. Soñé algo, pero no recuerdo
exactamente qué, porque nunca recuerdo mis sueños.
*
Desperté pasadas las doce del día. La luz solar atravesaba
los hules que tapaban el boquete del muro. El gordo había
desaparecido; se fue muy temprano, me dijo Polo, y no
se despidió de nadie, sólo se incorporó como un resucita-
do y cruzó la puerta. Car! y Rebecca seguían en su cuarto.
Polo, envuelto en una cobija, y yo salimos para ver el paisa-
je nevado. Todo estaba cubierto de hielo, pero el cielo se
había despejado. El deshielo, la parte más fría del invierno,
comenzaba.
Comentamos que teníamos hambre y que era momento
de terminar esta aventura. Me dirigí al baño para lavarme
87
 BORDEÑOS
l'
con agua caliente; desde allí escuché que Mark, ya despier-
to, le ofreció a Polo una taza de café. Alguien tocó la puerta.
Era Rebecca, quien, en cuanto abrí, se metió al baño mien-
tras yo salía.
Juntos los tres en la cocina, acordamos un plan de acción
para el día. Primero que nada, iríamos a almorzar a un res-
taurante que Mark sugirió; después, buscaríamos a Teresa
para negociar las llaves del carro, y, por último, despacharía-
mos a Polo. Yoincluí un cuarto paso: llevarme al puente del
centro para cruzar a Juárez.
Rebecca salió del baño, vestía la camisa de Car! solamen-
te. Sus piernas eran delgadas, pies ligeros y uñas de un color
rojo ya roído. Preguntó cómo estábamos. Le hice un resu-
men de nuestro plan y nos deseó suerte. Antes de volver a la
recámara, me dio su número de teléfono para que la llamara
para el opening de la galería. Le dije que sí optimistamente.
Mark se retiró a la ducha y Polo registró el refrigerador en
busca de comida. Sólo encontró una botella de Jack Daniel's
semivacía, una docena de salsa de tomate enlatada, algunas
cervezas, carne congelada y una botella de Gatorade.
-Pinches gringos, no comen, ¿o qué?
-Sí, pero no en su casa. Prefieren la comida chatarra
porque es más barato que cocinar.
-Pues a ver a qué horas con este güey -dijo Polo.
En ese momento Car! salió del cuarto semidesnudo y
echó un vistazo hacia afuera. Me pregunté si no tenía frío.
Nos saludó con su español defectuoso; supuse que Rebec-
ca le había enseñado algunas palabras. Tomó del refri el
Gatorade y bebió de un solo trago la mitad de la botella,
luego se retiró a su cuarto no sin antes desearnos buena
suerte.
Resignados a la inanición, quedamos serios. Polo se
veía trasnochado; sospeché que no había dormido el resto
de la noche. Sugirió que saliéramos de nuevo. Ya había ni-
ños en la calle jugando con los rescoldos de nieve. Los ve-
88
Francisco Serratos
cinos, en su mayoría mexicanos, revisaban sus carros para
cerciorarse de que no habían sucumbido al mal tiempo.
Polo siguió el mismo ejemplo. Encendió su camioneta sin
ningún problema y me pidió limpiar el vidrio delantero,
totalmente cubierto de hielo. Intenté quitarlo con una vie-
ja escoba que encontré en el patio; no era muy eficiente,
pero después de varios minutos raspando, surtió efecto.
-A ver a qué hora con este gringo -repitió y bajó de la
camioneta frotándose las manos.
Mark tomó unos minutos más; apenas asomó su piel
blanca y rasurada por la puerta, partimos hacia el restauran-
te que había mencionado. Tuvimos que atravesar la ciudad
para llegar, pero valió la pena. Era uno de esos de comida
norteña con ambiente familiar y con venta de cerveza. Es-
taba abarrotado de familias texanas y chicanas, muchas de
ellas tal vez provenientes del servicio matutino de la iglesia.
Nos acomodamos en la barra que presidía el lugar desde el
medio. Mark dijo que era su lugar favorito para almorzar los
domingos; acostumbraba venir allí a celebrar cualquier lo-
gro rutinario, cumpleaños, su casamiento con Teresa, el fa-
llecimiento de un abuelo. Las meseras eran chicanas con
brazos delicadamente tatuados, y los bármanes, un par de
gringos grandes y musculosos, amigables.
Mark ordenó una cerveza oscura con huevos rancheros.
Polo optó por un jugo de naranja y un lonche de jamón con
huevo. Yo comencé con un americano y unos hot cakes, y
como platillo fuerte huevos a la mexicana. Mark se enfras-
có en una conversación con una de las meseras en cuyo
brazo izquierdo tenía tatuada una telaraña. Mientras Polo y
yo compartimos los hot cakes, me comentó que la novia de
Mark vivía en Villa Alegre, un complejo de departamentos
por la 1-10. Conocía el lugar, está cerca del centro comercial
más grande de la ciudad. No tenía buena fama, cada sema-
na salía en las noticias del canal 26 que mi mamá no se
perdía todos los días a las cinco de la tarde porque, según
89
 -~
BORDEÑOS
ella, el meteorólogo Aldo Acosta era el más certero de to-
dos en la región.
-Nomás falta que la vieja esté con otro güey y que nos
meta en una bronca -dijo Polo.
-No creo-me llevé un pedazo de hot cakes a la boca.
-Es que no la conoces. Es una viciosa. ¿Por qué crees
que se clavó con Mark? En Juárez debía un chingo de di-
nero, pero como estaba bien buena, se lo cobraban de otra
manera. El jefe la retenía porque le debía un varo, pero
además porque la apreciaba. Conoció a Mark una noche
que él cruzó para hacer un negocio con el jefe y luego lo
llevaron al bar donde ella trabajaba. Le hizo un privado y al
parecer él se enamoró. Entonces fue cuando ella me pidió
que la ayudara a cruzar a escondidas. Mark me ofreció cin-
co mil dólares y cumplirme con cualquier favorque necesi-
tara. Y pues acepté.
-Está raro que se hayan separado, ¿no?Digo, después
de todo eso.
-Hasta crees. Es el vicio chingado -sentenció Polo.
Los platillos fuertes llegaron, estaban bien servidos y
los comimos sin prisa. Me prometí volver con mi madre
y su esposo la próxima vez que anduviéramos en El Paso.
Al terminar, Mark pagó la cuenta; nos dirigimos al carro
para tomar la carretera directo a VillaAlegre. El gringo se
sentía nervioso dentro del carro y maldecía a cada minuto.
Me pedía traducir algunas de sus groserías al español.
-Son of a bitch.
-Hijo de perra, pero es mejor si dices hijo de puta.
-Whore.
-Puta.
-Fuckyou.
-Depende.
-Go fuck yourself.
-Vete a la verga o vete a chingar tu madre.
-Ok. Fuck off, bitch!
90
Francisco Serratos
-Cállate, pendeja.
-Cállate, pendeja, vete a la verga. I'm goingto kili you.
-Te voy a matar.
Me di cuenta de que Mark estaba entrenando conmigo:
era exactamente lo que quería gritarle a su ex mujer. No
me intranquilizó hasta que se levantó su chamarra de lana
y nos mostró un revólver. Quedé mudo en el instante. Polo
también se alarmó y se orillóen una gasolinera,enfurecido.
Amenazó con no moverse de allí hasta que Mark se deshi-
ciera del arma. Se lo traduje al inglés, pero no cedió y le
habló a Polo tranquilamente, le dijo que sólo era para pro-
tección y que siempre la traía consigo.No se podía permitir
andar desarmado. Polo no entendía sus palabras, pero sí sus
gestos.
-Dile que él solo va a pedirle las llaves a Teresa. No-
sotros lo esperaremos en el carro.
Volvimosa tomar la 1-10hacia el oeste. VillaAlegre es-
taba a la derecha, sobre una pequeña colina desde la que se
divisaban los restos de El Paso y Juárez como una sola ciu-
dad. Polo deslizó la camioneta lentamente por la rampa; el
estacionamiento estaba lleno y en la calle algunos niños
todavíajugaban con la nieve remanente. Mark nos indicó el
departamento donde supuestamente se encontraba nues-
tro contacto final y bajó de la troca sin decir palabra. Polo
siguió andando, dio la vuelta y se estacionó justo detrás de
donde habíamos dejado a Mark.
-No confío en ese gringo.
-Pues no tenemos de otra. ¿Has pensado en el auto-
bús? Te hubieras ido con Isa.
-No, es mucho riesgo. Hay revisión y llevo mucho di-
nero en la maleta. Si me lo cachan, ya valí madre. En carro
con placas legales no te molestan a menos que cometas una
infracción.
Esperamos alrededor de diez minutos, pero Polo estaba
demasiado harto como para pasar otra noche en El Paso, así
91
 BORDEÑOS
que decidió que lo mejor era ir a buscar a Mark, tal vez
negociar con Teresa de la mejor manera. Descendimos de
la troca y caminamos hasta el departamento. Conforme su-
bíamos las escaleras, escuchábamos gritos e insultos que
nos guiaron hasta la puerta correcta. La pareja se gritaba
ferozmente. Si seguían así, alguien llamaría a la policía. No
nos atrevíamos a interrumpir su duelo. Oímos golpes, como
si intentaran derrumbar la pared a puñetazos.
Polo tomó valor de su frustración y tocó la puerta despa-
cio, luego con más fuerza. Abrió una mujer que me pareció
una chola de cuerpo esbelto: vestía pantalón de mezclilla
untado en sus muslos y una camisa de tirantes negra; sus
cejas estaban pintadas espesamente, su cabello era largo,
negro y sujetado con un prendedor. Reconoció a Polo in-
mediatamente, por lo que supe que era la mentada Teresa.
Nos hizo pasar y vimos a Mark alterado, de pie, en medio
de la sala. Las condiciones higiénicas del lugar eran peores
que las de la traila en que habíamos estado; era la clásica
casa de un drogadicto.
-¿Eres tú el de las llaves? -preguntó Teresa a Polo y
después tomó una cajetilla de Marlboro que yacía en su
comedor destartalado. Estaba descalza.
-Sí -contestó él.
-Te las voy a dar nomás porque eres tú y porque te
portaste bien chido -hizo una pausa para chupar el ciga-
rro-. Yopensé que eran para uno de los pinches amigos de
este idiota -y señaló a Mark con el mentón mientras sul-
furaba humo por la boca.
Polo asintió y le agradeció.
-Pensaba quitarle el carro -continuó ella- después
de todas las mamadas que me hizo.
Mark permaneció serio, dando pasos gigantes en el
cuarto con la cabeza hacia el suelo. Polo habló:
-Mira, no quiero broncas. En su momento les ayudé y
ahora necesito que me devuelvan el favor.
92
~ Francisco Serratos
-No hay problema, Polito, tú no tienes la culpa de
lo que este pendejo me hizo cuando me trajo acá. Me tuvo
como criada por un año, encerrada, me amenazaba para no
salir porque me iban a deportar. Era su gata. Por eso lo dejé
y me vine a vivir aquí con una amiga.
-Cállate, perra -Mark recordaba muy bien mis lec-
ciones.
Teresa le dirigió una intensa mirada de odio y comenzó
a gritarle de nuevo injurias. Polo los interrumpió para pedir
las llaves del carro, sin embargo cometió un error al adver-
tirla sobre el arma que Mark llevaba consigo. Ella infló otra
vez su mirada de odio hacia Mark, pero ahora su rostro pa-
recía convulsionarse en un acceso de ira. Fue a la cocina y
trajo las llaves; se las aventó a Polo con desprecio; después,
con un impulso animal, se arrojó contra Mark para atacarlo
e insultarlo más. Algo malo se avecinaba. El ruido era exce-
sivo. Ambos continuaron gritándose miserablemente, ig-
norando que tenían espectadores.
-So you want to kili me, motherfucker?
Convenirnos mejor salir de allí lo más rápido posible.
Sentí piedad por la pareja, pero intervenir no era una buena
opción. Apenas abrimos la puerta, dos vecinos, entre curio-
sos y atemorizados, querían saber lo que acontecía. Eran
una señora de aspecto doméstico y un gringo en camisa de
tirantes, peludo. Ella me preguntó en español si debía lla-
mar a la policía. Polo le contestó que no, que sólo era una
riña entre novios, pero la vecina no pareció convencerse.
Nos alejarnos dejándola con una mano cubriendo su boca,
corno ocultando su preocupación.
Al descender por las escaleras, escuchamos lo que tanto
predecíamos pero nos negamos a evitar: dos disparos, dos
cañonazos secos que hicieron eco en el edificio y se per-
dieron en la oquedad del día. Quedarnos quietos en las
escaleras, a la expectativa, pero Polo reaccionó a los pocos
segundos y me jaló por el hombro hacia abajo. Anduvimos
93
 '"""
BORDEÑOS
hacia la camioneta a paso rápido, evitando despertar sospe-
chas entre los vecinos del complejo. Algunos se asomaban
por la ventana, otros salían de su casa. Con mi imaginación
agitada, me vi en el noticiero del 26 de las cinco de la tarde,
después del pronóstico del tiempo que mi madre nunca se
perdía: "Balacera en VillaAlegre, dos traficantes de perso-
nas arrestados". Polo arrancó su camioneta y salimos como
cualquier vecino. Yaen la autopista, no dudó en acelerar un
poco. Teníamos que llegar a casa de Mark antes de que la
policía averiguara algo.
La tarde había caído con el peso de las nubes metálicas
esparcidas en el cielo.
-¿Irá a nevar otra vez? -pregunté, aunque no era
exactamente lo que quería saber.
-No creo, esas nubes son de lluvia.
-¿Qué habrá pasado?
-No sé. A lo mejor no pasó nada, nomás se les escapa-
ron los tiros y ya.
-Sí, a lo mejor.
-No te escames, nosotros no tuvimos la culpa... Me
recordó esa vez, ¿te acuerdas?
-En eso estaba pensando, cuando íbamos a cazar lagar-
tijas en el desierto.
-Nomás caminábamos un tramo y llegábamos a la na-
da. Yo llevaba un trozo de espejo que le aventaba a las
lagartijas apenas salían de los matorrales. Era como mi es-
trella ninja, rodaba en la arena, y si no las partía a la mitad,
al menos le cortaba la colita. Nunca fallaba.
Sí, Polo tenía buena puntería, siempre regresaba a casa
con un par de lagartijas mutiladas en el bolsillo del panta-
lón. Yo,en cambio, no podía atinarle a ninguna; de hecho
nunca quise porque me sentía mal por dejarlas paralíticas.
Fingía fallarel tiro para luego recibir un insulto de Polo por
mi ineptitud. Yoprefería llevar mi charpe y Polo y su her-
mano se reía de mí por usar esa palabra:
94
Francisco Serratos
"No se dice así, se dice resortera, zopenco". A veces pa-
sábamos el día recostados en la arena mirando el cielo liso
mientras platicábamos de cosas,casi siempre de anime o de
los partidos de futbol que jugábamos en la calle.
-Me gustaba mucho ir a ese lugar, pero luego me dio
miedo cuando vimos aquello -dijo Polo.
-¿El cadáver?
-Cuando una vez fuimos a cazar lagartijas y nos meti-
mos bien adentro del desierto, seguimos un caminito que
parecía moldeado por agua, como si antes hubiera habido
un arroyoen el lugar.Tú y Beto comenzaron a paniquearse
porque ya habíamos perdido de vista las últimas casas de la
colonia, pero yo les dije que no pasaba nada, que estába-
mos más seguros en el desierto que con la gente. Avan-
zamos y avanzamos por el camino del arroyode arena hasta
que dimos con una carretera que no tenía principio ni fin.
¿Te acuerdas?
-Tú nos llamabas mariquitas porque veníamos atrás
de ti rogándote que nos regresáramos. En esa carretera lo
vimos. Estaba al otro lado y tú cruzaste para ver si estaba
VIVO.
-Pues, de hecho, sí fui. Ustedes se quedaron al otro
lado mientras me acerqué al cuerpo tendido a la orilla de la
carretera. Ya se estaba pudriendo. Le salían gusanos por
la boca y se le veían los huesos. Era mujer.
-Y en eso, escuchamos el camión torton que venía a lo
lejos.
-Ustedes salieron a madre, pensaron que era la policía
o lo asesinos que volvían para tirar más muertas. Lo gacho
fue que ustedes corrieron para un lado y yo para el otro,
solillo.Me metí en unos matorrales.
-Imagínate a Beto, gordillo pero corriendo a madres.
-Y al final el camión torton nomás pasó de largo como
si nada.
-Yo nunca se lo conté a mi mamá.
95
 BORDEÑOS
T Francisco
-Ni yo, me hubiera puesto una chinga. Es más, yo in-
tenté olvidarlo y le dije a Beto que ni se le ocurriera abrir la
boca porque le metía una chinga.
Polo y yo sentíamos que estábamos en una situación
similar ahora; sin embargo hoy teníamos más suerte: no vi-
mos el cuerpo, es más, ni siquiera sabíamos si había un
cuerpo en cuestión. Guardamos la esperanza y nos tranqui-
lizamos con esa idea.
Continuamos manejando por las calles de El Paso me-
nos preocupados, pero sí apurados por ganarle el tirón a la
policía, si es que había policía inmiscuida.
* dad doble como ésta, donde coinciden las carreteras. Su
La casa de Mark estaba desolada; mi conciencia le añadió
a su de por sí triste desmantelamiento un sentimiento fú-
nebre; el gran hoyo en la pared me produjo un vacío en el
estómago. No quisimos entrar, Polo se enfocó en su nuevo
carro y en prepararse para el viaje. Checó los niveles de
aceite y el agua, dijo que le pondría antifriz en la primera
gasolinera que encontrara en la carretera. Le aconsejé que
comprara un mapa también. Sin tener nada más qué hacer
allí, Polo me pidió subir al auto mientras él entraba rápida-
mente a la traila para dejar las llaves de la camioneta, no
sin antes quitarle las placas y el número de serie; además
reunió todos los papeles personales que encontró dentro
para quemarlos con su encendedor sobre un montón de
nieve.
Nos fuimos.
-¿Al puente? -preguntó Polo con una sonrisa disimu-
lada-. ¿O a Seattle?
Sonreí alegremente, luego le indiqué que me llevara al
puente. En el camino paramos en un Circle K para comprar
provisiones y un mapa. Afuera, mientras llenábamos el tan-
que de gasolina, sobre la cajuela del carro, le mostré a Polo
96
Serratos
el camino que debía seguir hasta Seattle, no era tan difícil
si seguía carreteras rectas. Después continuamos hasta el
puente de la Juárez.
Polo entró por la calle Santa Fe y se estacionó por un
momento, para despedirse.
-Gracias, Faco -era tímido-. ¿Traes cambio para la
cruzada?
-Sí, lo que no tengo es para el taxi.
Me tendió un billete de veinte dólares que sacó de su
bolsillo. Nos apretamos la mano para despedirnos con un
sentimiento de certeza. Ya no habría una avenida Juárez
donde lo inesperado acontece, tampoco habría una ciu-
vida se había agotado en Juárez como la de miles de otras
personas: ésta es la esquina del mundo. No me provocaba
admiración, pero sí inspiración. Descendimos para darnos
un abrazo que no resultó incómodo; al contrario, fue un
consuelo tibio en medio del deshielo.
-Ya sabes, carnal, cuando se te ofrezca.
Asentí con un gesto y di la vuelta hacia la calle El Paso
en dirección al puente. El aire era ralo, pero calaba la piel.
Metí mis manos en los bolsillos de mi chamarra y apuré el
paso. El centro estaba vacío, las tiendas de chinos, cerradas
con sus cortinas de hierro. En la esquina se pertrechaba un
vagabundo envuelto con cobijas y trapos grasientos. Pagué
en la caseta con el billete de veinte y la guardia me regaló
una mirada despectiva porque la dejaría sin cambio. Me
devolvió puras monedas de diez pesos.
El aire espesaba conforme ascendía el puente. No había
más que una veintena de carros en la fila y los ambulantes
habían desaparecido también; los envidié por unos segun-
dos. A mi derecha, tras las mallas de contención del puen-
te, la luz remanente del día se filtraba a través de las nubes
de escarcha que se perdían tras los cerros. Por primera vez
disfruté la vacuidad inesperada del lugar más transitado de
97
 ....,...
BORDEÑOS

la ciudad. Llegué al otro lado, en donde encontré la caseta,

la posta de los soldados y la oficina de migración cerradas.
La avenida Juárez se abría amplia y solitaria, era como si
el puente me hubiera escupido hacia la nada. Vi un teléfo-
no público en una esquina y decidí sacar provecho de mis
monedas. Contestó mi mamá apelando a mi nombre, como
si hubiera predicho mi llamada. Le dije dónde me encon-
traba y aceptó recogerme de inmediato, aunque tardaría en
llegar como media hora. Me senté, desganado, en la ban-
queta, dispuesto a pensar y esperar. Algo debía sacar de esa
experiencia, no sabía qué. Una pieza tal vez, pero no valía
la pena: era mejor un recuerdo.
Cuando llegó mi madre, subí al carro en silencio, rendi-
do a escuchar sus quejas con los ojos cerrados.

Phoenix-Juárez, verano de 2013

Bordeños, de Francisco Serratos, se terminó

de imprimir en el mes de junio de 2014,
en los talleres de Impresora y Encuadernadora
Progreso,S.A.de C.V.(IEPSA), San Lorenzo, núm. 244,
col. Paraje San Juan, lztapalapa, C.P.09830, D. F.,
con un tiraje de 1000 ejemplares y estuvo al cuidado
del Programa Cultural Tierra Adentro.

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BORDEÑOS RETRATA EL MICROCOSMOS DE DOS PERSONAJES: FACO
y Polo, dos amigos de la infancia que azarosamente una noche
de invierno se reencuentran para emprender un viaje durante un
fin de semana. Faca, estudiante de arte y Polo, guía delictivo,
recorrerán la caótica geografía de Ciudad Juárez y El Paso, poco
tiempo antes del estallido feroz del narcotráfico en esas regiones,
cuando el crimen y la vida cotidiana alternaban con cierta armonía.
Este vertiginoso encuentro los llevará a confrontar los recuerdos
de su niñez y la transformación de sus valores.

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DIRECCIÓN GENERAL
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