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3. LA CAÍDA DE LA MONARQUÍA BORBÓNICA Y SUS CONSECUENCIAS.

DONGHI

En Jos primeros meses 1808 se derrumba en España el antiguo régimen. El derrumbe abre una
crisis dinástica: el motín de Aranjuez obliga a Carlos IV a abdicar en favor de su hijo, para
retractarse luego, mientras Napoleón, arbitro de la disputa de familia la utiliza para reemplazar
España a la dinastía borbónica por la propia. Junto al Consejo de Regencia surgirán las juntas
locales, y en Sevilla terminará por establecerse una Junta Central, depositaría dé la soberanía
mientras dura el cautiverio del Rey Fernando. De todas esas novedades comienzan a llegar a
Buenos Aires noticias imprecisas; solo el 29 de julio llega comunicación oficial de la asunción al
trono de Fernando VII. El 13 de agosto llega a Buenos Aires un enviado de Napoleón: el
marqués de Sassenay, antiguo emigrado, como los Liniers. El virrey, con oportuna cautela, se
niega a recibirlo a solas; rodeado por los magistrados entre los cuales se encuentran
principales adversarios escucha la versión imperial de la traslación la Corona a la nueva
dinastía. Sassenay será expulsado.

Sassenay no es sino uno de los emisarios que los aspirantes a la sucesión abierta por la crisis de
la monarquía española harán llegar al Plata. La acción más tenaz y efectiva estará a cargo de los
enrolados a infanta Carlota Joaquina, de Borbón, casada con el príncipe regente de Portugal.
La princesa, hija de Carlos IV y apoyada por el almirante británico Sídney Smith tendrá una
política hispanoamericana diferente de la de su esposo: se trata de poner todas las Indias
españolas bajo su regencia. Liniers contesta a los principescos postulantes en- términos que no
dejan duda de su lealtad a la metrópoli: a la infanta Carlota señalará que Buenos Aires ha
jurado fidelidad a Fernando VII, y a las exigencias de la Banda Oriental responderá disponiendo
la expulsión de Curado.

La intriga carlotista y tiene ya más de una vertiente; si en algunos casos las veleidades
carlotistas no hacen sino superponerse a viejas rivalidades de las que abundaban en el
mundillo burocrático, en otros parece ofrecer una cobertura relativamente aceptable a lo que
se llama ya el Partido de la Independencia. Hace ya, en efecto, algunos meses que se habla de
él como de un peligro cada vez más inmediato: en esta etapa de confusos enfrentamientos,
cada uno por turno acusará a sus rivales de formar en sus misteriosas filas.

No parece infundado concluir que la de la independencia ha llegado a ser una de las


alternativas pensables para el futuro de la América española, y esto no sólo para los acasos
partidarios de una empresa excesivamente ardua.

El momento es en efecto la infanta la que mejor sabe sacar partido de la confusión reinante: su
infatigable secretario inunda el Virreinato con memoriales que alcanzan a notabilidades de las
ciudades más pequeñas,’ Pero a fines de 1808 opción se impone finalmente a la voluble
princesa: Gran-Bretang, liada de España, llama al orden a Sir Sídney Smith, y finalmente lo
plaza por el almirante De Courcy; también el príncipe regente muestra menos paciencia por las
aventuras políticas de su esposa. Carlota corta por lo sano, haciendo llegar a las autoridades
españolas circunstanciada denuncia contra aquellos de sus adictos de menos segura lealtad al
orden. El inglés Paroissien, al que la infanta envía al mismo tiempo Montevideo como su
agente, es la víctima principal de esta desprejuiciada resolución: Elío lo somete a prisión
rigurosa.

El 19 de enero de 1809, Con apoyo de algunos regimientos de milicias europeas, una pequeña
multitud pide desde la Plaza Mayor el establecimiento de una junta. El obispo interpone su
mediación, las conversaciones se prolongan y finalmente Liniers se muestra resignado a
abandonar su cargo. Pero sólo por un instante: los regimientos le son leales, entre los cuales el
principal es el de Patricios, cuyo comandante es el mercader altoperuano Cornelio Saavedra,
dominan ahora la plaza; los revoltosos se alejan y el virrey no piensa ya en renunciar.

La rendición de cuentas se extiende a la organización de milicias: los que han participado en la


intentona capitular son disueltos, y los que quedan son dueños del control militar de la ciudad
es el predominio de los criollos, más marcado que antes; de los cuerpos de peninsulares sólo
sobreviven los de montañeses y andaluces, que han apoyado a Liniers. Localmente, pese a la
disidencia montevideana, no queda ya duda sobre quién tiene la supremacía.

Liniers es sólo virrey interino; bien pronto cesará su interinato designado para el cargo Baltasar
Hidalgo de Cisneros, un de no escaso prestigio. Cisneros llegará a Montevideo el 29 de junio de
1809, para proceder a una liquidación amistosa de la secesión: junta local es disuelta y Elío
ascendido a inspector general de armas; Montevideo lo debe reemplazar otro militar, Vicente
Nieto, que ha llegado de España junto con el nuevo virrey.

Cisneros ha logrado entrar pacíficamente en la sede de su gobierno hazaña escasa, pero no


ignora que sus dificultades no han cesado con illo. El virrey intenta liquidar la pesada herencia
que la crisis de ha dejado en Buenos Aires. Esa sistemática prudencia da pronto sus frutos: la
futura capital revolucionaria brindará, a fines de 1809, apoyo no sólo pasivo a la represión por
todas las tierras norteñas del virreinato. Movimiento ha comenzad Chuquisaca, como
desenlace de un viejo conflicto entre el presidente la Audiencia y los oidores; el primero se ha
hecho adicto entusiasta de Carlota, y sus rivales aprovechan la oportunidad para derrocarlo. El
movimiento comenzado el 25 de mayo de 1809 en Chuquisaca se extiende el 16 julio en La Paz;
el brigadier Nieto hace en La Paz.

La futura élite revolucionaria porteña se ocupa de un argumento más inmediato: el comercio


libre.

Este se vincula a su manera con los acontecimientos del norte rebelde: debido a ellos se ha
cortado el flujo de metálicos altoperuano que, en medio de la crisis comercial surgida del
colapso de la economía metropolitana, ofrece los únicos ingresos seguros al fisco virreinal.
Cisneros se muestra cada vez mas interesado en comerciar con Inglaterra, y también los
comerciantes ingleses, y hacendados que tomaron como abogado a Mariano Moreno. El seis
de noviembre Cisneros autoriza el comercio con los ingleses. Este otorgamiento del comercio
libre traducía bastante bien la crisis profunda de las relaciones con la metrópoli, que
finalmente debía condesarse incapaz de ejercer su función en la vida economía de la colonia

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