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MODERNA

Cuerpo y alma
Raphael Schulte/Juan Luis Ruiz de la Peña

Muerte y resurrección
Gisbert Greshake/Juan Luis Ruiz de la Peña

5
Biblioteca dirigida por

Franz Böckle

Franz-Xaver Kaufmann
Karl Rahner

y Bernhard Welte

y coordinada por

Robert Scherer

Edición española dirigida por

Alfonso Alvarez Bolado


Adela Cortina Orts
José Ramón García-Murga
Antonio López Pina
Juan Martín Velasco
y Andrés Torres Queiruga

y coordinada por Jesús Larriba


%

Fe cristiana
y Sociedad moderna
5

/
Biblioteca dirigida por
Franz Böckle
Franz-X aver K aufm ann
K arl Rahner
Bernhard W elte
y coordinada por Fe cristiana
R obert Scherer
y Sociedad moderna
Edición española dirigida por 5
Alfonso Álvarez Bolado
Adela C ortina O rts
José Ram ón G arcía-M urga
Antonio López Pina Cuerpo y alma
Ju an M artín Velasco R ap h ael S c h u lte /Ju a n L uis R uiz d e la P eñ a
Andrés Torres Q ueiruga
y coordinada por
Jesús Larriba Muerte y resurrección
G isb ert G re sh a k e /Ju a n L uis R uiz de la P eña

ediciones GeneralTábanera 39 28044MacW


I ntroducción

Cuerpo y alma, muerte e inmortalidad, muerte y resurrección son


palabras fundamentales, «protopalabras», que evocan espontánea­
mente un cúmulo de vivencias profundas, al tiempo que suscitan
pieguntas inquietantes. Tales preguntas figuran entre las cues­
tiones esenciales que han constituido siempre —y seguirán consti­
tuyendo— el quicio de la conciencia humana. De ellas, en sus as-
pntos básicos, se ocupa el presente volumen.
La mera enunciación del tema basta para comprender la mul­
titud de problemas que aquí se plantean y la complejidad de los
ni nipos y disciplinas que se entrecruzan en su tratamiento. Sólo
una concentración en lo esencial y una clarificación de las líneas
muestras permiten un tratamiento que no se banalice en la disper­
san ni se prolongue hasta lo infinito. Y ésa es la opción que aquí
\r ha seguido. Dos autores y dos artículos se repartieron el campo
ni la edición original. A ellos se añade en nuestra edición un au­
to) español, que ha redactado dos secciones aclaratorias y comple­
mentarias. E l lector cuenta así con una síntesis poco común: viva
i esencial, documentada con las últimas informaciones y escrita
/un autores que figuran entre los protagonistas de los avances en
estos lemas.
Título original: Christlicher Glaube in moderner Gesellschaft R uphael S chulte estudia el tema «cuerpo y alma», y lo
© Verlag Herder, Friburgo de Brisgovia 1982 lime centrándose en lo esencial y clarificando las experiencias fu n -
© Ediciones S.M. 1985
Gral. Tabanera, 39 - 28044 Madrid
tlnnles en que tienen sus raíces los problemas concretos, siempre
Diseño de cubierta: Alfonso Ruano tille limes. Su artículo es una aproximación de carácter fenomeno-
hígico y sorprende por la sensibilidad, finura y amplitud de los
Distribuidor exclusivo: CESMA S.A. unalisis. Éstos proceden, por así decir, de dentro afuera: van lle­
Aguacate, 25 - 28044 Madrid nando los conceptos con el significado que aflora de las experien-
iui\ que los sustentan. Con ello, «cuerpo» y «alma» aparecen en
ISBN de la obra completa: 84-348-1513-3
ISBN del tomo 5: 84-348-1652-0
una relación rica y abierta, donde el alma, en cuanto «interior»
Depósito legal: M-l 9836-1985 ilel hombre o «yo originario», se exterioriza en el cuerpo (L eib)
I-otocom posición Grafilia S.L.
Impreso en España I ¡‘rinted in Spain i' lint e de él su «hogar» en un mundo al que se halla ligada por
Imprenta S.M ((¡ral, Tabanera, 39 - 28044 Madrid)
1
INTRODUCCIÓN INTRODUCCIÓN

los mil lazos de lo material (kö rp erh aft) de su corporeidad. , que debe dar razón de la esperanza cristiana en consonancia con
Pero la relación se abre también hacia atrás, hacia el origen. los interrogantes y las categorías de cada época, sin devorar la ex­
Porque el hombre, que se sabe en sí, no existe d esd e sí: es cria­ periencia que la sustenta. Y la discusión es apasionante porque
tura. E l «yo originario» surge de la palabra creadora como «tú» está en curso un hondo replanteamiento — Greshake es justamente
de Dios. uno de los protagonistas— de la teología cristiana de la resurrec­
Esto es lo que, a fin de cuentas, implica el concepto de alma. ción. E l cambio de la imagen del mundo y la nueva conciencia
Cualquier conceptualización ulterior estará al servicio de este con­ histórica dejan sentir su influjo. ¿Qué significa resurrección de
tenido, y no debe oscurecerlo. A sí queda abierta la puerta al diá­ los cuerpos? ¿En qué se diferencia de la simple inmortalidad?
logo con las ciencias y se evita el reduccionismo, que puede equi­ ¿Cuándo tiene lugar? ¿Qué ocurre con el justo entre su muerte y
parar el hombre al animal o incluso a la máquina cibernética. la resurrección del «último día»?
Es el tema que aborda J u a n L uis R uiz de la P eña, cuyo Los dos últimos interrogantes plantean la controvertida cues­
trabajo complementa el de Schulte con una síntesis de la discusión tión del «estado intermedio». E l tema es importante como piedra
entre filósofos y científicos sobre el problema mente-cerebro como de toque de la concepción del hombre y ha sido tratado en un do­
prolongación del problema alma-cuerpo, ampliando y desarro­ cumento reciente de la Congregación de la Fe. La exposición de
llando desde una óptica distinta ideas apuntadas en el volumen ( reshake presupone en el lector un conocimiento de las discusiones
tercero (pp. 119-122). <il respecto, muy vivas en Alemania, y pone el énfasis en la visión
G isbert G reshake presenta el inquietante problema de la personal del autor. Por eso pedimos a J u a n L uis R uiz de la
muerte y el enigma del más allá. Aquí la problemática humana de­ IVña que esbozara el contexto del problema y expusiera su punto
semboca directamente en los umbrales de la fe religiosa. No obs­ de vista en diálogo con Greshake. Creemos que este diálogo repre­
tante, Greshake analiza con seriedad las posturas ante la muerte no senta una aportación valiosa de la edición española y resultará
enmarcadas en ninguna confesión religiosa y presta especial atención enriquecedor para los lectores.
a las aportaciones del existencialismo y del marxismo de la posgue­ A n d rés T o rres Q u e iru g a
rra. La tesis de la inmortalidad del alma y su presencia en la tradi­
ción cultural constituyen el tránsito al tratamiento estrictamente teo­
lógico.
Así, la reflexión teológica sobre la resurrección se presenta
como una respuesta a la insoslayable pregunta por el sentido de la
vida que la muerte nos plantea. La recuperación de la experiencia
bíblica constituye el primer paso fundamental. La dura y secular
lucha del Antiguo Testamento, preso entre la conciencia de la f i ­
delidad inquebrantable del amor divino y la pobre expectativa del
sheol, desemboca en la fe esperanzada en que la promesa de vida
en comunión con Dios, corroborada por la resurrección de Cristo,
no pierde su validez tras el umbral de la muerte. Sólo a partir de
ahí, en el plano que le corresponde, se inicia la reflexión teórica,
8 9
Cuerpo y alma

Raphael Schulte
I uan Luis Ruiz de la Peña
Iráculos complementarios
Introducción (Raphael Schulte) 14
1. Cuerpo y alma, un problema antropológico primordial 14 Agonía y asistencia a los moribundos; animal y hombre; autonomía y
2. El problema «cuerpo y alma» como problema epistemológico y lingüís­ condición creatural; causalidad - azar - providencia; conciencia; culpa y
tico 16 pecado; desarrollo y maduración; determinación y libertad; espíritu y Es­
píritu Santo; evolución y creación; experiencia de la contingencia y pre­
I. Cuerpo y alma en la historia del pensamiento 19 gunta por el sentido; felicidad y salvación; historia del mundo e historia
de la salvación; materialismo, idealismo y visión cristiana del mundo;
1. Cuerpoy alma en el pensamiento griego 19 linio y ciencia; muerte y resurrección; mundo pulsional y personalización;
2. La imagen bíblica del hombre 23 mundo técnico-científico y creación; naturaleza e historia; negatividad y
3. La búsqueda de una imagen cristiana del hombre hasta Tomás de mal; participación; persona e imagen de Dios; realidad - experiencia - len­
Aquino 27 guaje; relación entre los sexos y capacidad para el amor; salud - enferme­
4. La trayectoria del pensamiento hasta los planteamientos actuales 31 dad-curación; símbolo y sacramento; solidaridad y amor; teoría de la
i inicia y teología; tiempo y eternidad; trascendencia y Dios de la fe; tris-
II. Estudio sistemático 35 le/.a y consuelo; valores y fundamentación de normas.
1. El fenómeno «cuerpoy alma» 35
a) Presupuesto: la experiencia del espíritu y de la materia y de su re­
lación m utua 35
b) Unidad y diversidad en la experiencia del ser humano 37
c) La m aterialidad de la corporeidad hum ana 38
d) Lo «psíquico» y lo material del ser humano: distinción y unidad 40
e) Lo «espiritual» como peculiaridad de la existencia hum ana 43
f) El «alma», yo originario y libertad creada por Dios 46
2. «Cuerpoy alma»y la relación Dios-hombre en el mundo 48
a) El hombre, criatura e interlocutor de Dios.cn el mundo 48
b) El hombre, llamado a una comunión divino-humana en libertad 51
c) El ser corpóreo-espiritual del hom bre y la comunión con Dios 53
d) «Cuerpo y alma» y sexualidad hum ana 57
e) «Cuerpo y alma» y comunidad hum ana 58
f) Origen del «alma» en cuanto individualidad hum ana y personal 59
g) «Cuerpo y alma» e historicidad 61
h) La corporeidad, ¿origen del mal? 62
i) «Cuerpo y alma»; temporalidad y plenitud escatológica 64
III. Del problema alma-cuerpo al problema mente-cerebro (Juan
Luis Ruiz de la Peña) 67
1. Mente-cerebro: tres propuestas filosóficas 68
2. Mente-cerebro: la propuesta de los cibernéticos 73
3. Reflexiones conclusivas 78

12 13
UN PROBLEMA ANTROPOLÓGICO

Introducción hom bre de m anera que, en su verdad más profunda, sea au­
ténticam ente humana. Por tanto, no es algo obvio ni predeter­
minado de antem ano que la vida hum ana sea realm ente tal.
En el «nudo del universo» que la fórm ula «cuerpo y
alma» representa, se hallan entrelazadas hoy acuciantes cues­
1.Cuerpo y alma, un problema antropológico tiones filosóficas, religiosas y prácticas. Pero tam bién las cien­
primordial cias m odernas, particularm ente la biología, la psicosomática,
las diferentes psicologías y el estudio de la conducta recono­
La pregunta por el hom bre coincide desde siempre con la cen que el problem a del cuerpo y el alm a es extraordinaria­
pregunta por «el cuerpo y el alma». Un dato fundam ental de mente actual, aunque a m enudo es considerado como un es­
la historia del pensam iento es el perm anente cucstionam iento cándalo de la ciencia, que es preciso elim inar de raíz por
del hom bre. La pregunta «qué es el hom bre» se halla en la constituir un pseudoproblem a. A esto se añade que la predi­
Sagrada Escritura y aparece como la prim era y la últim a en cación cristiana, por su misma esencia, nunca podrá dejar de
las obras de todos los filósofos, literatos y científicos. Se dan proclam ar el contenido de la fórmula «cuerpo y alma» con la
respuestas desde todas partes y, sin em bargo, esta pregunta obligatoriedad que debe atribuir a su mensaje salvífico. Este
básica no ha dejado todavía de plantearse. Es un hecho gene­ mensaje sabe que tiene que dirigirse a los hom bres concretos
ralm ente reconocido que en nuestra época ha vuelto a surgir de cada época para ser com prendido por ellos. Por eso, las
con m ayor claridad y de forma más acuciante la pregunta preguntas no resueltas del hom bre de cada época son tam ­
por el hom bre, por su existencia y su singularidad en el bién preguntas dirigidas al mensaje cristiano, a su sentido
m undo, por su unidad experim entada pero, al parecer, in­ real, a su credibilidad y a su valor existencial para llevar a
com prensible o su insuperable dualidad de espíritu y m ateria. cabo la tarea histórica de la hum anidad.
En particular, la pregunta por «el alm a y el cuerpo» es hoy Pero el contenido expreso de la fe cristiana que es preciso
uno de los principales problem as antropológicos en mayor anunciar no está sometido sólo a los interrogantes proce­
m edida que hace algunos decenios, si bien puede aplicarse a dentes de fuera. El propio progreso científico de la teología
todas las épocas la conocida frase de Schopenhauer de que la ha suscitado cuestiones y preguntas inm anentes a la misma
cuestión «cuerpo y alma» representa un «nudo del universo». teología que no han recibido aún una respuesta definitiva.
T oda antropología tiene que afrontar necesariam ente este Tales problem as se basan, fundam entalm ente, en la nueva re­
problem a, y la orientación de la respuesta dada o esbozada flexión sobre la imagen bíblica del hom bre, reflexión que
influye más allá de las afirmaciones e ideas antropológicas. tiene su origen en la exégesis reciente. Así, los interrogantes
El sorprendente fenómeno «hombre» se caracteriza, entre del pensam iento a la fe tradicional se unen a m enudo con
otras cosas, por la circunstancia de que se cuestiona él otros que o son totalm ente nuevos o se plantean de forma
mismo: el hom bre se estudia, analiza su ser y su vida y exa­ nueva dentro de la teología. Tal es el caso, por ejemplo, de
m ina el m undo como su m undo. Siendo anterior a cualquier los problem as que pueden englobarse bajo el epígrafe «evolu­
interrogante, pregunta por su origen y por el sentido de su ción». Aquí se plantean de forma totalm ente nueva temas
vida. A este estudio de sí mismo contribuye todo el complejo como el de la «m ateria» y el «espíritu», el de su especificidad
de las más diversas ciencias, incluidas la filosofía y la teolo­ (real o supuesta) y el de su relación m utua, así como el de la
gía. Todos estos modos de situarse él mismo y situar su exis­ libertad personal y el determ inism o, el de la naturaleza y la
tencia en el m undo dentro del cam po visual de su conoci­ historia y el de «cuerpo y alm a», problem as todos ellos que
miento buscan, en último térm ino, configurar la vida viva del no han encontrato todavía soluciones satisfactorias (—> deter­
14 15
CUERPO Y ALMA UN PROBLEMA EPISTEM OLÓGICO

m inación y libertad; evolución y creación; m aterialism o, idea­ hom bre concreto, si bien con un m atiz particular. Lo que
lismo y visión cristiana del mundo; naturaleza e historia). m anifiestan esas (y otras) expresiones del lenguaje cotidiano
Como la cuestión «cuerpo y alma» aparece a lo largo de no es una serie de conceptos formados m ediante un análisis o
toda la historia del pensam iento y no es posible ignorarla ni una síntesis refleja de carácter científico o filosófico. Tales
soslayarla, hay que suponer que tiene su raíz en un conjunto térm inos expresan más bien ideas intuitivas sobre el hom bre,
de experiencias de la existencia hum ana que, sea cual fuere que la ciencia y la filosofía deben recoger, sin que, al parecer, lo
su naturaleza, es bastante firme e incontestable y se impone hayan logrado definitivamente. Un análisis más detenido descu­
por sí mismo. En cada individuo hum ano se halla de modo bre que las citadas palabras de nuestro lenguaje cotidiano (pre-
nuevo y originario. No se trata de algo accesorio y descu­ científico) pueden emplearse, con un matiz peculiar, en lugar
bierto por casualidad. De ahí que deban dejar oír su voz, del «yo» o del hom bre concreto. Entre tales palabras figuran,
adem ás de la vida cotidiana, m uchas ciencias particulares, así al igual que «espíritu», «vida», «corazón», tam bién «alm a» y
como la filosofía y la teología. Todas ellas hablan del hom ­ «cuerpo». Antes de su fijación y consolidación en las ciencias, en
bre, cada una a su m anera, y contribuyen a entenderlo, in­ la filosofía o en cualquier otra disciplina, estas palabras, sur­
cluso en lo tocante al problem a «cuerpo y alm a». Esto exige gidas de una experiencia segura, forman ya parte del lenguaje
estudiar brevem ente las implicaciones lingüísticas. cotidiano y se emplean y entienden de acuerdo con él.
Lo que los térm inos «alma» y «cuerpo» denotan como es­
2. E l problema «cuerpo y alma» como problema pecífico del hom bre es que el ser hum ano individual no es
una m ónada simple y que, en consecuencia, ninguna pala­
epistemológico y lingüístico bra puede expresarlo adecuadam ente. Este dato, captado de
forma más o menos diferenciada, aparece a lo largo de toda
De hecho, las experiencias del hom bre consigo mismo y con la historia y en los diversos estadios y regiones culturales y,
su existencia en el m undo se articulan lingüísticam ente de aunque cada lengua lo expresa con una term inología distinta,
m anera significativa. El hom bre no se acepta ni acepta su no falta en ninguna parte. Ahora bien, es tarea de las cien­
existencia en el m undo sin interrogantes ni, por tanto, sin pa­ cias, de la filosofía y de la teología profundizar m ediante un
labras, sino que adopta una postura peculiar frente a sí trabajo metódico en la realidad experim entada y presentar
mismo. No se lim ita a contem plar las cosas visibles de su los resultados en un lenguaje que se ajuste al método em­
m undo, incluidos sus semejantes, ni a descubrir su relación pleado. De hecho, el lenguaje especializado recoge expre­
inm ediata y universal y expresarla en palabras, hablando de siones y fórmulas preexistentes en el lenguaje cotidiano y las
las cosas, del m undo y de su prójimo, sino que tam bién habla utiliza en un sentido definido con m ayor precisión, no pocas
expresam ente de sí mismo, con quien parecen tener relación veces m ediante una regulación lingüística inm anente a la pro­
todas las cosas. El hom bre sabe que dice «yo» y que, así, ex­ pia ciencia. La consecuencia es que, dentro de la correspon­
presa su conciencia de sí mismo como punto de partida y de diente ciencia o filosofía, tales palabras ya no tienen (o con­
referencia de la contemplación y del conocimiento, de la afir­ servan) el mismo significado que les atribuyen el lenguaje
mación y la acción libre y autónom a. Pero ocurre algo sor­ cotidiano vivo y sus leyes propias. Así, ocurre a m enudo, y
prendente: en m uchas ocasiones y experiencias decisivas de la casi inevitablem ente, que las mismas palabras y fórmulas ten­
existencia específicamente hum ana, cuando el hom bre desea gan significados inconexos, aunque no necesariam ente antité­
hablar de sí mismo, no em plea la palabra «yo», sino expre­ ticos. Además, los térm inos del lenguaje científico así reela-
siones como «mi cuerpo», «mi corazón», «mi alma», etc., borad o s re to rn a n al len g u aje co tid ian o vivo, y surgen
que, analizadas de cerca, designan inequívocam ente al propio discrepancias de sentido. Se producen fácilmente equívocos
16 17
CUERPO Y ALMA

graves, sin que ello se advierta enseguida. Es com prensible /. Cuerpo y alma en la historia
que esto tenga consecuencias serias, particularm ente en el del pensamiento
caso de las palabras que hemos m encionado antes. Por su
misma naturaleza, si se nos perm ite hablar así, tales pala­
bras tienen un contenido profundo, inintercam biable, pero
com únm ente entendido y a la vez inalcanzable. Em pleadas
como térm inos técnicos, si bien no contradicen necesaria­ La autoexperiencia de la existencia hum ana, tal como se re-
m ente este contenido, tam poco lo expresan plenam ente de lleja en las «protopalabras» cuerpo y alma, ha sido interpretada
forma viva y abierta para cada situación concreta, ya que es­ conceptualm ente y expresada lingüísticam ente de múltiples
tán basadas en una determ inada abstracción. lórmas en la historia cultural de la hum anidad. Vamos a
Así pues, subsiste la tensión insoluble entre la vivencia de ofrecer una visión panorám ica de este proceso, porque la
«cuerpo y alma» reflejada en estas palabras del lenguaje coti­ com plejidad de la problem ática actual tiene su base en la
diano y las ideas de las distintas ciencias y de cualquier filo­ evolución histórica, arrastra su lastre y sólo puede entenderse
sofía y teología, ideas para cuya expresión elaboran su propio plenam ente desde ella.
lenguaje técnico estas disciplinas. De ahí que, para abordar el Para nuestro tem a son especialmente im portantes la inter­
problem a «cuerpo y alma», sea necesario un diálogo «polí­ pretación greco-helenística de la existencia y la judeo-cris-
glota», interdisciplinar, entre las ciencias, las filosofías y las (iana, que tuvieron un influjo especial en la concepción occi­
teologías, pero tam bién entre ellas y las vivencias cotidianas dental del binomio cuerpo y alma.
del hom bre, en constante progreso histórico. La pluridim en-
sionalidad del ser hum ano exige una pluralidad paralela en la
expresión lingüística, sin que ello lleve necesariam ente al ag­ /. Cuerpo y alma en el pensamiento griego
nosticismo o a una palabrería que nada dice ni a nada com­
prom ete (—> diálogo; pluralism o y verdad; realidad - expe­ I .a concepción griega de la psyche o alm a constituye la base de
riencia - lenguaje). nuestra imagen del hom bre y, por tanto, de su «alma» y su
«cuerpo», aunque a lo largo de la historia se han producido
ciertos cambios de significado. Registremos un hecho signifi­
cativo: no fue propiam ente el espíritu filosófico, sino más bien
el movimiento religioso — particularm ente el orfismo— el que
puso inicialm ente las bases de la noción de «alma» y, por
tanto, de «cuerpo» que se ha m antenido vigente hasta nues­
tros días.
En los escritos de Hom ero encontram os los más antiguos
testimonios literarios de expresiones y fórmulas antropológi­
camente relevantes sobre experiencias y actitudes existen-
• iales específicamente hum anas, así como sobre su «origen»,
«órgano» o «sede» en el ser hum ano. Así, las actitudes, fenó­
menos o procesos vitales que nosotros llamamos «espiri­
tuales», «psíquicos» o «personales», como el pensam iento, el
sentimiento, las sensaciones, la conciencia, etc., se atribuyen
18 19
CUERPO Y ALMA EN EL PENSAMIENTO GRIEGO

al thymos (originariam ente «fuerza vital avasalladora», pul­ giera la tesis de la transm igración de las alm as, tal como apa­
sión). La palabra psyche, en cambio, se usa a m enudo con el rece en la concepción òrfica y pitagórica. Nos hallam os ante
significado de «vida»; se trata de la fuerza vital que el hom ­ un dato decisivo. Esta tesis pretende subrayar la pervivencia
bre vivo posee y experim enta, pero concebida en un sentido del «alma» en cuanto yo espiritual y m oral de la persona, a
im personal y anim al. T al denom inación podría tener su ori­ la vez que su independencia del cuerpo. Aquí aparece el tema
gen en el significado de «soplo» o «aliento». Así lo confirma, decididam ente religioso de la pervivencia del yo o de la per­
entre otras cosas, la idea de que, al morir, la «psyche» se ex­ sona en cuanto m agnitud ético-espiritual responsable y code-
hala, o sale volando de la boca del m oribundo. Notemos la lerm inante de su propio destino, en medio de un proceso na­
afinidad entre la designación de los procesos psicofísicos y lo tural de generación y corrupción en el que, al parecer, el
que se consideraba como su base u origen. El hecho de que el hombre se halla inmerso sin posibilidad de resistencia.
contenido antropológico de psyche provenga de «soplo» o Esto aparece con toda claridad en Píndaro. El hom bre es
«aliento» perm ite com prender que psyche designe tam bién el responsable de la suerte futura de su «alma» en el más allá.
espíritu de los m uertos, es decir, la imagen estrictam ente in­ El alm a es algo divino que entra en el recién nacido sobre las
dividual — concebida como un fantasm a— del hom bre vivo .ilas del viento. Aquí, psyche designa expresam ente la concien­
que, tras la m uerte de éste, se halla en el hades. Tam bién es cia, lo «espiritual», que en Anaxágoras aparece ya tem atizado
significativo que Hom ero llame soma al cuerpo inánim e, es como tal. En este m undo, el alm a no se halla propiam ente en
decir, privado de su psyche. Así pues, en Hom ero soma no su casa. Procede de una esfera superior, divina, y ha descen­
equivale a nuestro «cuerpo», sino a lo que llamamos «cadá­ dido al cuerpo, donde m ora como huésped. Sólo en el sueño
ver». Al parecer, todavía no se ha descubierto lo que más y en la hora de la m uerte, cuando el cuerpo la deja libre, el
tarde designará el térm ino «cuerpo» u «organismo» en sen­ «alma» es plenam ente ella misma. Este origen y arraigo de la
tido estricto (sólo se habla de «m iembros»). Al menos, no se concepción del «alma» en el pensam iento y la vida religiosa
habla de esa realidad como tal. En cualquier caso, aquí apa­ sea cual fuere el juicio que m erezca— es de gran im portan-
rece el elemento de la experiencia hum ana de la m uerte y de i ia y no ha dejado de influir hasta hoy. Hay una línea directa
los m uertos, así como la conciencia de. la individualidad. No que va desde la doctrina òrfica sobre el alm a hasta la filosofía
está docum entada una contraposición de «cuerpo» y «alma» de Platón y de Aristóteles, con su idea de la divinidad del
— o de expresiones análogas— con respecto al hom bre vivo. .dina o del espíritu (nous). Para estos pensadores, la experien­
Con el paso del tiempo, psyche adquiere tam bién el signifi­ cia interna en que el alm a percibe su unión con el m undo de
cado que hemos constatado para thymos: conciencia, alm a, es­ im ser superior constituye —ju n to con la contem plación ad ­
píritu (en sentido individual). Así, psiche pasa a ser el térm ino m irativa del movimiento ordenado de los cuerpos celestes y
exclusivo, que pronto se contrapondrá expresam ente a soma o con la vivencia del universo como tal— la fuente más pro­
«cuerpo». En los órjicos aparecen ya unidas las acepciones de funda de la certeza de lo divino.
alm a vital (im personal) y alm a consciente, espíritu. Si te­ En una época posterior, la concepción órfico-pitagórica del
nemos presente que, en esta época, se afirm aba que el aire dma y los ideales ascéticos derivados de ella influyen en la va­
— que era considerado incorpóreo— constituía el origen o loración del cuerpo, que es considerado como m era envoltura
principio de la generación y la corrupción y la fuente de la transitoria y accidental y pronto recibirá una valoración pura­
vida (Anaxímenes), com prenderem os por qué la psyche, conce­ mente negativa. Nunca se logró arm onizar aceptablemente el
bida inicialm ente como hálito anímico, pudo expresar tam ­ hecho de que el alma, por vivificar al cuerpo, tenía que estar
bién lo incorpóreo del hom bre, su «conciencia». Esta fusión ordenada a él y, al mismo tiempo, era considerada como
del hálito anímico y del alm a consciente hizo posible que sur­ opuesta a él y prisionera suya. Esto tiene particular vigencia en
20 21
LA IMAGEN BÍBLICA DEL HOMBRE
CUERPO Y ALMA

el caso de Platón, en cuya filosofía la vida del hombre tiene Evidentem ente, A ristóteles conoce lo específico del ser
como meta contemplar lo «verdadero existente», que se alcanza humano, que no queda recogido por completo en lo dicho has­
en el mundo de las ideas por el camino de la filosofía. El hom­ ta aquí. Lo específico del hombre es el nous, que debe incluirse
bre auténticamente verdadero está constituido por el alma (ra­ de algún modo en la definición del alm a. El nous es espiritual
cional). La unión de esta alma espiritual con el cuerpo es acci­ (es decir, no depende de lo m aterial); pero la categoría
dental y representa un estadio que es preciso superar, si bien «forma» del hilemorfismo aristotélico no parece poder cap­
Platón emplea también la imagen del timonel (alma) y la barca tarlo suficientemente. Así pues, la concepción aristotélica,
(cuerpo). El alma espiritual, preexistente y encerrada en la pri­ aunque supone un notable progreso y tiene un significado
sión del cuerpo durante esta vida, es una sustancia (ousía) inco­ perm anente, adolece de un grave desequilibrio. Aristóteles
rruptible y afín a las ideas, lo cual le confiere una inmortalidad piensa que el nous llega «desde fuera» (thyrathen) al individuo
personal. En cualquier caso, la imagen platónica del hombre en­ hum ano y no es individual. Así, aunque no logra arm onizar
cierra una infra valoración metafísica del cuerpo y de la materia plenamente sus ideas, no pasa por alto lo específicamente hu­
en general. El dualismo así instaurado — particularmente la visión mano y espiritual, incluida su dim ensión religiosa y la expe­
pesimista de lo corpóreo-material— influyó en la historia ulterior riencia subyacente a ella, sino que procura asum irlo. Pero sus
del pensamiento, especialmente en el gnosticismo y neoplatonis­ planteam ientos apenas encontraron audiencia en un prim er
mo. El maniqueísmo, con su radical;rechazo del cuerpo como prin­ momento. La situación cam bió en la alta Edad M edia,
cipio del mal, representa la consecuencia extrema del pensamiento cuando el cristianism o confrontó su im agen tradicional del
dualista, si bien en este punto no puede apelar ya a Platón. hombre con la aristotélica, redescubierta en dicha época.
Aristóteles, con quien el interés de los griegos por la cos­
mología y las ciencias naturales se plasm a por prim era vez en 2. La imagen bíblica del hombre
un trabajo de altos vuelos, elabora dos conceptos de alma,
com plem entarios entre sí, que es preciso distinguir. El con­ Los autores y estratos tradicionales del Antiguo Testam ento
cepto empírico y propio de la filosofía de la naturaleza coin­ son distintos y muy distantes entre sí cronológicamente; pese
cide con el de Platón y define el «alma» como el principio del a ello, la im agen veterotestam entaria del hom bre no perm ite
autom ovim iento de los seres vivos (sean plantas, anim ales u descubrir ninguna tendencia hacia una progresiva profundi-
hom bres). En el caso del hom bre, dado su ser específico, el /.ación intelectual que sea relevante desde el punto de vista
alm a es el principio en virtud del cual realiza actos vegeta­ •mtropológico. Pero esto no significa que el hom bre del A nti­
tivos, sensitivos y espirituales (conocer, querer). Con el con­ guo Testam ento no poseyera ningún saber sobre sí mismo y
cepto más metafísico de alm a, Aristóteles procura distan­ sobre lo que le es propio como hom bre. Seguram ente, careció
ciarse de Platón. Este concepto parte de la unidad psico-física de un interés filosófico o científico por su ser y su vida (y por el
del ser vivo y define el «alma» como un principio intrínseco ser del m undo). Pero hay otro factor cuyo influjo no debe in­
inform ante, entitativo y configurativo, que «vivifica» la «m a­ fravalorarse. El saber explícito del hom bre veterotestam enta-
teria prim a» (absolutam ente informe) y hace de ella un ser t io sobre sí mismo y el modo en que lo em plea para configu­
vivo. Aplicado al hombre, esto significa lo siguiente: el alm a rar su vida o lo plasm a lingüísticam ente están m arcados por
hum ana no es preexistente ni extraña al cuerpo, sino un prin­ 1.1 conciencia viva de la relación fundam ental con Dios, y ello
cipio que da forma al «cuerpo» y lo configura como ser con «le una m anera que ha tenido repercusiones incalculables en
vida hum ana. El «alma» (en cuanto «forma») y la «m ateria 1.1 historia, particularm ente en los derroteros del mensaje sal-
prim a» son conjuntam ente principios entitativos metafísicos vííico cristiano.
de la «totalidad» hum ana (considerada m etafísicam ente).
22 23
C U K R P O V Al.M A LA IMAGEN BIBLICA I)EL HOMBRE

El pensam iento bíblico-israelita es predom inantem ente vamente, esta palabra puede hacer las veces de pronom bre
sintètico y se centra en la totalidad. El hom bre es conside­ personal: incluye expresam ente lo que nosotros llam am os «ser
rado prim ariam ente como una unidad. Como totalidad y con persona». Nunca se contrapone a nefes. En el caso de bás¿r, el
todo lo que es, tiene que d ar cuenta a Dios. Todas las pro­ principio vivificante es la sangre (cf. la expresión «carne y
posiciones antropológicas pueden afirm arse tanto de una sangre» como sinónimo de «hom bre»). Pero basar indica ex­
«parte» del hom bre como de él en cuanto todo. Son inter­ presam ente algo distinto: la solidaridad del individuo hu­
cam biables sin más. Partiendo de un significado básico (que mano con los otros dentro de un clan, un pueblo o la hum a­
nosotros llam aríam os corporal o sensible), tales proposiciones nidad entera. Así, «toda carne» significa la hum anidad entera
siempre designan tam bién lo «psíquico», «espiritual» y «per­ (incluido el m undo). Basar apunta tam bién a la familia, es
sonal». De algún modo, todas se refieren a la realidad diná­ decir, al conjunto (común) de las generaciones. El hom bre
mica del hom bre (entero). Evidentem ente, el hom bre israelita del Antiguo Testam ento nunca se considera exclusivam ente o
hace distinciones en el ser complejo que es el «hombre». El prim ariam ente como individuo, sino siem pre como tal y, a la
significado y el uso concreto de las expresiones nejes, rüah, ba­ ve.z, como m iem bro de su familia o de su pueblo, e incluso de
sar y leb, lebáb son muy significativos a este respecto. la hum anidad. Con basar expresa, pues, la relatividad, experi­
Nefes, que inicialm ente significa «cuello, garganta», adop­ m entada y reconocida, de su individualidad. Observemos,
ta el significado de «vida», «fuerza vital»; luego designa al por último, que basar como tal no aparece nunca valorado
individuo vivo y, quizá, tam bién el «alma». Así pues, el hom ­ negativam ente ni, mucho menos, como fuente del mal o del
bre (individual) es nefes, no tiene nefes. La eventual traduc­ pecado. M ás bien quiere subrayar la condición de criatura.
ción por «alm a» —justificada en determ inados contextos— I ,a principal contraposición en que basar es uno de los m iem ­
no debe inducirnos a pretender encontrar en nefes un equiva­ bros se establece (no con el alm a sino) con Dios (Yahvé):
lente perfecto de lo que nosotros llamamos «alma». En cuanto Yahvé es Dios, m ientras que el hom bre (entero) e incluso
«vida», nefes es siem pre el ser vivo del hom bre concreto; lodo lo creado es basar. El hom bre del Antiguo Testam ento
por tanto, tam bién la vitalidad de su «cuerpo». Sin nefes, experim enta y afirma que esta diferencia es inderogable, con
el hom bre está m uerto o, mejor, no es un viviente. lo cual no indica, en principio, nada negativo ni una pecami-
La expresión rüah tiene una afinidad bastante estrecha con nosidad o fragilidad culpable, sino la condición de haber sido
nefes. Con la acepción originaria de «viento, aliento, soplo», creado por Dios, cosa que es considerada, a su vez, como un
significa «espíritu», «sentido». Nunca aparece como antítesis prodigio incomprensible. N uestra principal afirmación es
o com plem ento de nefes o basar, sino que designa, igual que esta: el Antiguo Testam ento nunca presenta al hom bre como
nefes, al hom bre individual entero, si bien expresa la relación un ser compuesto de basar, nefes y rüah. C ada una de estas pala-
especial (que nosotros llam aríam os carism àtica) con Dios bilis designa, más bien, al hom bre como un todo, incluido lo
como una realidad espiritual otorgada por el mismo Dios. que nosotros llam aríam os «su condición de persona».
Así, en rüah resuena una m isteriosa presencia y acción de Por últim o, hay que aludir brevem ente a leb, lebáb. Signi­
Dios. fica «corazón», en la acepción originaria que esta palabra pa­
Basar significa originariam ente «carne», en contraposición rece tener en todos los idiomas. En cierto sentido coincide
con los huesos; luego adopta, en cierto modo, la acepción de con nefes y, sobre todo, con rüah. Indica particularm ente la
«cuerpo». La peculiaridad de este térm ino se refleja, por actitud ética y religiosa. Del corazón surgen las decisiones
ejemplo, en que en griego se traduce tanto por sarx (carne) personales libres. El térm ino alude a ese estrato profundo de
como por soma (cuerpo). Tam bién en el caso de basar hay que la persona en que el hom bre opta librem ente por Dios o con­
decir que el hom bre, en vez de tener basar, lo es. Significati­ tra él.
24 25
CUERPO Y ALMA LA IMAGEN CRISTIANA DEL HOMBRE

Pero queda por indicar lo más im portante: para el hom ­ el alma. Cuando la advierte es por estímulos de interrogantes
bre del Antiguo Testam ento, todas las expresiones citadas procedentes de fuera. De hecho, este estímulo se produce so­
sugieren inm ediata y, por así decir, espontáneam ente que él bre todo por influjo del pensam iento greco-helenístico en el
es todo eso por obra de Dios. Él conoce la «relatividad» o, me­ judaismo. En ocasiones, el énfasis en la concepción griega dio
jor, relacionalidad de la existencia hum ana en virtud de la lugar a una osmosis entre las distintas concepciones y term i­
condición de criatura, que ha recibido de Dios. Tal condición nologías y a una cierta fecundación recíproca.
afecta al hom bre entero y a todo lo que hay en él. En este La imagen del hombre que encontramos en el Nuevo Testa­
punto no se valoran de distinto modo el «alma», la «carne» y mento coincide en lo esencial con los datos constatados en el
el «espíritu». Lo cual implica, entre otras cosas, que ninguno AT. De todas formas, si en los estratos más tardíos del Antiguo
de tales «elementos» del ser hum ano es por sí mismo indicio Testamento se advertían ciertos influjos de la antropología hele­
o motivo de una desintegración del individuo en el sentido de nística, algo semejante ocurre en el Nuevo. Pero no se puede
tener que morir. Ni siquiera la condición creatural designada hablar de una superposición. Algunas afirmaciones neotesta-
m ediante basar subraya la fragilidad del hom bre. Sólo el cora­ mentarias contienen tomas de postura contra opiniones o acti­
zón hum ano constituye la fuente de una decisión contra la tudes que ponían en peligro la imagen cristiana del hombre
vida, cuando se tom a pecando. Porque el israelita piensa que existente en la revelación. Esto puede afirmarse, por ejemplo, de
«vivir» equivale inm ediatam ente a «estar en la vida por obra la obligatoriedad de la fe en la prometida resurrección de los
de Dios» y a «estar con Dios». Su conciencia del yo (si se nos muertos, que incluye expresamente la corporeidad del hombre y
perm ite hablar así) se com prende inm ediatam ente desde el tú exige, por tanto, una determinada imagen del ser humano
de Dios. Y lo que constituye la «esencia» del ser hum ano es según todas sus dimensiones (cf. 1 Cor 15, etc.). Sobre este
que precisam ente para ello Dios hace que el hom bre sea ba­ punto y sobre otros contenidos importantes de la fe volveremos
sar, nejes, rüah y deja que lo sea con su libertad personal (leb). más adelante (—» muerte y resurrección; persona e imagen de
Según esto, el israelita no definiría la conciencia del yo exclu­ Dios).
siva o prim ariam ente como «ser cabe sí» o «ser consciente de
sí mismo», sino tam bién, y prim ariam ente, como un «ser el
tú de Dios», en virtud del cual puede ser él un «yo». Pero 3. La búsqueda de una imagen cristiana del hombre
esto depende de su decisión personal. Con o en su «corazón» hasta Tomás de Aquino
decide que el ser y la vida recibidos de Dios sean realm ente o
no lo que pueden ser en virtud de las posibilidades, facul­ Ya en los escritos del Nuevo Testam ento se advierte el es­
tades y dones otorgados por Dios. Lo son realm ente cuando fuerzo por encontrar una imagen del hom bre vinculante para
el hom bre asiente, es decir, cuando se acepta como tú de Dios los cristianos. El mensaje cristiano, con sus implicaciones an­
y, así, deviene el «yo» al que Dios otorga el don de ser-con-él tropológicas (que no fueron conocidas ni form uladas exhaus­
mismo con vistas a una realización concreta, a una com unión tivamente desde el principio), debía anunciarse en un con­
de vida hum ano-divina («alianza»). Así pues, todo lo que el texto m arcado con la im pronta del espíritu greco-helenístico;
ser hum ano significa, así como el m undo del hom bre, procede .d mismo tiempo había que preservarlo de posibles y efectivas
de Dios y, en este aspecto, es «bueno». No hay valoraciones interpretaciones erróneas. Esto explica los esfuerzos antropo­
radicalm ente distintas; así, no se sobrevalora lo «espiritual» lógicos del cristianism o, que intentaban establecer una arm o­
frente a lo «corporal», cosa que podría haberse traducido en nía fecunda entre el acervo cultural del m om ento («pagano»)
una condena de la corporeidad y de la sexualidad'. El hom bre y el mensaje salvífico, al tiem po que debían oponerse a cual­
del Antiguo Testam ento no conoce la problemática del cuerpo y quier interpretación peligrosa de la imagen del hom bre vincu-
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CUERPO Y ALMA LA IMAGEN CRISTIANA DEL HOMBRE

¡ante para los cristianos. El resorte que m antenía en movi­ las categorías filosóficas recién rescatadas y tenidas por ade­
m iento estos esfuerzos antropológicos era la necesidad de cuadas. Pero conviene observar que ni el planteam iento ni la
conservar la unidad del ser hum ano (individual) y, luego, el solución propuesta son aristotélicos (de modo que resulta
rechazo de las ideas gnóstico-dualistas, hostiles al cuerpo. No muy problem ática la expresión «concepción aristotélico-to-
pocas ideas y clasificaciones antropológicas de carácter filosó­ mista del cuerpo y el alm a»). El propio lom ás afirma expre­
fico se consiguieron merced al desarrollo de la fe cristológica, sam ente que su propósito y su punto de partida son cris­
porque la fe, al «definir» la encarnación del Logos divino, ne­ tianos y teológicos, y sólo quiere exponer lo que constituye
cesariam ente tenía que definir tam bién el ser del hom bre ne­ una exigencia teológica derivada de la fe bíblica cristiana
cesitado de redención y, llegado el caso, protegerlo frente a (cf. STh I, q.75; 78; 84). Ésta es la razón de que Tom ás no
interpretaciones insuficientes. ofrezca una antropología filosófica o científica. Aquí tienen
Ejercieron notable influjo durante siglos las tesis antropo­ cabida los complementos de las ciencias m odernas, sin que
lógicas de san Agustín. Su síntesis del legado bíblico-cristiano ello deba llevar necesariam ente a contradicciones con las
y de la imagen del hom bre de su época está m arcada por la ideas metafísicas y, sobre todo, teológicas de lom ás. Esto
crítica y el rechazo del m aniqueísm o (radicalm ente hostil al liay que subrayarlo aquí porque la concepción tom asiana del
cuerpo) m ediante categorías neoplatónicas, pero queda atra­ cuerpo y el alm a, rectam ente entendida, parece ser la que
pada en las redes de los planteam ientos m aniqueos. A ello más se ajusta a la im agen cristiana del hom bre en el plano
obedece que su concepción antropológica, en vez de ser ob­ teológico y a los postulados modernos de las ciencias en el
jeto de una acogida y un desarrollo unitarios, diera pie a las plano filosófico. Por eso vamos a exponer sus ideas con cierto
más diversas interpretaciones. Pese a todos los esfuerzos y a detenim iento.
rectificaciones ocasionales, la antropología cristiana siguió en­ El problem a antropológico que había que solucionar era
cadenada a las concepciones neoplatónicas y valoró muy poco para Tom ás el mismo que para todas las épocas: la unidad
la corporeidad del hom bre, con las consiguientes consecuen­ (individual) del hom bre, que es preciso establecer y subrayar,
cias negativas para las intenciones soteriológicas y escatoló- tiene que incluir una «composición», pues el cuerpo y el alm a
gicas del mensaje cristiano de la salvación. (sean lo que fueren) no se identifican. Como es sabido,
La verdadera ruptura con la em barazosa concepción neo- l omás em plea para su solución el hilemorfismo de A ristó­
platónica del cuerpo y el alm a y con el enclaustram iento en teles, pero lo modifica profundam ente. Aplicado al hom bre,
ella como consecuencia del legado agustiniano, jam ás reela- significa lo siguiente: la m ateria en que el hom bre se realiza
borado en consonancia con sus intenciones, se produjo en el mediante el alm a como forma no es un sustrato amorfo que,
siglo X III, sobre todo por obra de santo Tom ás y san Buena­ por la fuerza configurativa de una sustancia, se eleva del es­
ventura. La recepción de Aristóteles en la Edad M edia, efec­ tadio del ser apersonal a la categoría del ser hum ano, sino
tuada principalm ente a través de sus com entadores (árabes), que constituye un principio entitativo intrínseco, lo mismo
preparó esta evolución y, a la vez, la encam inó por senderos que el alm a. Y el «cuerpo» es lo que el anima (en cuanto
peligrosos. Para entender la obra de Tom ás hay que conocer «forma») y la «m ateria prim a» constituyen como principios;
exactam ente sus intenciones, así como las de los teólogos del es decir, el hom bre. Es cierto que Tomás advierte — y aquí
siglo XIII. De hecho, con Tom ás comienza un nuevo capítulo radica la diferencia esencial con Aristóteles— la peculiaridad
de la historia del pensam iento cristiano, cosa que puede afir­ del hom bre en cuanto criatura espiritual de Dios (y suele in­
m arse tam bién en lo concerniente a la descripción filosófico- dicarla m ediante la expresión «ser inteligente»). Esta espiri­
teológica de la relación «cuerpo-alm a». Su m érito es haber tualidad del hom bre es individual (en contraste con el nous de
expresado válidam ente la imagen cristiana del hom bre con Aristóteles) y, por tanto, debe tener su raíz entitativa en el
28 29
CUERPO Y ALMA PLANTEAM IENTOS ACTUALES

«anim a hum ana», que es «anim a rationalis». Por ser espiritual, uir, nefes y rüah. La visión teológica y metafísica alcanza una
el alm a hum ana posee algo que la diferencia esencialmente profundidad desconocida hasta ahora. Los necesarios com ple­
de todos los dem ás seres vivos: la «rationalitas». De ahí que mentos por parte de las ciencias pueden encuadrarse en ella
le com peta la indestructibilidad (incorruptibilitas), no propia­ sin violencia alguna.
m ente la inm ortalidad, y el «esse in se subsistens». Así pues,
el ser del alm a hum ana no se agota en su condición de ser
forma. El alm a es «anim a rationalis» y, como tal, es «in se I. La trayectoria del pensamiento hasta
subsistens», está por encim a de la m aterialidad y a la vez, y los planteamientos actuales
esencialmente, es «forma corporis (hum ani)». Por ello es la
única causa formal de todo lo que el ser hum ano incluye: la sus- I ,a síntesis entre el acervo de la fe cristiana y ciertas ideas es­
tancialidad, la corporeidad, la vitalidad, la sensibilidad y la peculativas llevada a cabo por santo Tom ás no se im puso en
espiritualidad del hombre. Por ser la única forma del hom ­ la m edida que cabía esperar. Particularm ente su principio
bre, el alm a contiene virtualmente, adem ás de su espiritualidad, básico de concebir la unidad del ser hum ano partiendo de
todas las restantes causalidades formales «inferiores» (que que el alm a es la única forma, apenas fue recibido en el sen­
tam bién en el hom bre pueden distinguirse lógicam ente). Por tido estrictam ente tom asiano, si bien está fuera de duda que
eso no es exacto hablar del alm a y del cuerpo cuando se m i punto de vista se im puso en cierto sentido (cf. las discu-
alude a los dos principios constitutivos. El alm a no confiere .iones sobre las declaraciones del Concilio de Vienne, 1311, y
la condición de hum ano a un cuerpo anim al ya existente de l.i historia de sus repercusiones). El pensam iento antropoló­
algún modo, sino a la m ateria, para que ésta forme con ella gico tom a pronto en la historia de la filosofía otros derroteros.
(en cuanto forma actualizante) el «compositum» único, el Preparado por el nom inalism o y por el agustinism o de la tar­
hom bre corpóreo. día Edad M edia, así como por el hum anism o del Renaci­
Tom ás formula su antropología en térm inos hilemórficos, miento, surge un interés por el hom bre que no existía antes y
pero adopta como punto de partida el hom bre único y entero. cuyas consecuencias se advierten todavía en los plantea­
Sólo como totalidad es persona y punto de referencia del ser mientos actuales.
creador de Dios: ni la m aterialidad ni la espiritualidad, ni el La filosofía de Descartes, sobre todo por la historia de sus
cuerpo ni el alm a del hom bre han sido creados ni son con­ repercusiones, tuvo un significado particular y ejerció un in-
cebibles por separado. El alm a sólo puede alcanzar su per­ llujo extraordinario. Sin duda, una de sus preocupaciones fue
fección «corporizándose», pues la m eta es la perfección del el oponerse al em pirism o propugnado por J. Locke. Pero, con
hom bre (entero). Por eso, el existir en un cuerpo no debe su peligrosa y reduccionista distinción entre la «res cogitans»
considerarse como una actividad del «alma», sino como su y la «res extensa», condicionó toda la antropología y la psico­
autorrealización. Dentro del ser hum ano así com puesto de logía hasta el día de hoy, incluso allí donde alguien se distan-
anima y materia prima como principios entitativos intrínsecos, cia conscientem ente de él. Esa distinción radical de los dos
el cuerpo (en cuanto organismo vivo, anim ado) y el alm a (en miembros, que implica una oposición exagerada entre la n a­
cuanto espíritu creado para su autorrealización en la m ateria) turaleza y el espíritu, entre el cuerpo y el alm a, destruyó para
nunca son sólo una parte de la naturaleza hum ana. C onsti­ mucho tiem po la unidad psicosom ática del hom bre. En
tuyen el hom bre entero y vivo, si bien contem plado en cada <uanto «res cogitans», el alm a se identifica con el espíritu. Se
caso bajo un aspecto (parcial). Pese a la term inología filosó­ distingue sustancial y esencialm ente de todos los seres corpó-
fica y no bíblica, es sorprendente la afinidad con la imagen i ros, entre los cuales enum era Descartes las plantas y los ani­
bíblica del hom bre e incluso con las expresiones bíblicas bá- males. Lo que constituye al hom bre como tal es únicam ente
30 31
CUERPO Y ALMA PLANTEAM IENTOS ACTUALES

el alma, que, sin em bargo, no es considerada como principio mienzos del XX. Surgieron la psicología experim ental, la psi-
vital del cuerpo, sino como pura alm a espiritual. Lo esencial cofísica y la psicología fisiológica. Con los más diversos obje­
del alm a es el «cogitans». Descartes identilica «anímico» o tivos, se elaboraron los métodos de los saberes englobados
«psíquico» con «consciente» y, así, provoca una reducción de bajo el nom bre de «psicología», tanto de los que son más
la psicología que tendrá consecuencias graves: la psicología es afines a las ciencias naturales y tratan de conocer las cons­
la ciencia de los fenómenos, funciones y leyes de la vida cons­ tantes como de los que se interesan más por las ciencias del
ciente. Él y muchos de sus seguidores hasta nuestros días espíritu y buscan más el sentido y su com prensión. Tuvo y si­
piensan que la relación alm a-cuerpo es una m era unión diná­ gue teniendo gran influjo un concepto de naturaleza mo­
mica (teoría de la interacción). derno, m atem ático y orientado hacia una interpretación me-
Aquí no podemos esbozar la trayectoria de la reciente his­ eanicista de todo el acontecer, que adem ás fue elaborado con
toria del pensam iento — con am plias ramificaciones a partir vistas a dom inar la naturaleza. Pero al mismo tiempo se reco­
de Descartes— en la m edida en que es im portante para la noció tam bién que es difícil prescindir de una psicología filo­
problem ática cuerpo-alm a. Tenemos que contentarnos con sófica. Así, E. Husserl, con sus investigaciones fenomenoló-
m encionar las principales líneas del desarrollo, las posiciones gicas, llamó la atención sobre m uchas cosas que hasta
básicas y sus implicaciones que explican los planteam ientos entonces se habían pasado por alto. Su fenomenología reivin­
actuales. H abría que citar la oposición de I. K ant, por ejem­ dica tam bién una ontología general. La división del yo hu­
plo, contra cualquier psicología racionalista, para com batir mano en tres regiones distintas no explica satisfactoriam ente
el racionalism o exagerado de los seguidores de Descartes. La la unidad del hom bre, y, al final, Husserl no eludió por com­
superación de una psicología de la m era conciencia, elabo­ pleto la afirmación idealista de un espíritu objetivo.
rada a partir de los principios de Descartes, se efectuó por Ju n to a la polémica sobre la validez de la teoría de la in-
una vía que term inó por llevar a la psicología profunda. El des­ leracción o del paralelism o psicofísico, se halla el «descubri­
cubrim iento del inconsciente hum ano influyó decisivamente miento» de la «inteligencia» en anim ales, con todas las conse­
en el desm oronam iento de aquellas posiciones. cuencias que lleva consigo, así como el redescubrim iento de
En el fondo se recuperó lo que antes de Descartes no se que los seres vivos son algo más que las m áquinas de Des­
ignoraba, aunque no fuera objeto de una elaboración cientí­ cartes. La medicina, que participa de una u otra forma en
fica, al menos en sentido moderno. El concepto escolástico de lodos estos desarrollos, vuelve a prestar hoy atención a las re­
alm a incluía expresam ente lo que nosotros llamamos núcleo lie iones psico-somáticas. Se form ulan preguntas sobre la na-
de la persona, yo, conciencia, así como lo inconsciente, pre- i m aleza concreta del paso de los procesos nerviosos a las vi­
consciente y subconsciente y lo vegetativo-vital y lo sensitivo- vencias conscientes y se pregunta si estas últim as son algo
psíquico. De ahí que los diferentes planteam ientos y concep­ más que fenómenos plenam ente explicables neurológica-
ciones de la psicología profunda, así como sus críticas y los mente. M encionemos la teoría de la identidad cerebro-alm a
intentos de superarlos, deban contem plarse en este contexto, de H. Feigl, la protesta que surgió en la psicología y en la
lo mismo si pensamos en la doctrina «clásica» de un S. Freud medicina como clam or en pro de una imagen del hom bre in­
como si nos referimos a la psicología individual de A. Adler o tegral, unitaria y personalista y sus consecuencias para la
a la psicología compleja de C. G. Ju n g y a sus respectivas es­ comprensión del (cuerpo y del) alm a (cf. los estudios y pro­
cuelas. pósitos de V. Frankl, F. J. Buytendijk, etc.).
Fue muy im portante el hecho de que las distintas ram as El predom inio de métodos y formas de conocimiento de
de los estudios antropológicos tom aran derroteros acordes con las ciencias naturales, que tuvo como consecuencia un cierto
las ideas básicas de las ciencias naturales del siglo X IX y co­ ird uccionismo, corrió paralelo con un claro recelo frente a los
32 33
CUERPO Y ALMA

estudios metafísicos y sus resultados. En m uchas ocasiones,


esto llevó a una concepción puram ente actualista del alm a, II. Estudio sistemático
sobre todo porque el concepto metafísico de sustancia (esen­
cialm ente distinto del em pleado en el lenguaje de las ciencias
naturales) se consideraba superfluo o incluso peligroso. La
consecuencia fue una ruptura peligrosa con los sistem as espe­ I. E l fenómeno «cuerpo y alma»
culativos de la Ilustración, del Rom anticism o y el Idealism o
rom ántico (y con las corrientes surgidas de él). A esto se l odos los intentos de esclarecer y com prender qué son y qué
opuso la restauración de la metafísica por obra de filósofos significan la corporeidad y lo psíquico-espiritual en el ser hu­
como M. Scheler, N. H artm ann y otros, incluido M. Heideg- mano parten de experiencias de la realidad de la vida indivi­
ger. Así se explica el clam or actual por una filosofía que dual y com unitaria. De estas experiencias surgieron formas
pueda ofrecer el auténtico fundam ento herm enéutico a los «le hablar que establecen diferencias y, a la vez, procuran sal­
m últiples conocimientos adquiridos entre tanto, porque se ha vaguardar la unidad. El hom bre, «aunque» se concibe como
com prendido hace tiem po que ninguna ciencia puede proce­ una unidad, advierte en sí mismo procesos biológicos afines a
der sin opciones previas (razonadas o «supuestas» de forma los que encontram os en el reino vegetal y anim al, los cuales
no refleja) de carácter epistemológico y metafísico. En este se basan, a su vez, en leyes físicas, quím icas, etc. Por otra
aspecto es im portante el hecho de que, ju n to a todas estas co­ parte, el hom bre sabe que tiene conciencia de su yo, que es
rrientes de pensam iento, y a veces contra ellas y sus conse­ espíritu, que tiene una autonom ía singular y libre en las deci-
cuencias, la teología cristiana (y la filosofía con com prom iso siones personales responsables. Esta unidad plural del ser hu­
cristiano) ha procurado conservar y transm itir reflexivamente mano individual es el «tem a» del problem a cuerpo-alm a. Ni
el legado de generaciones anteriores. Pese a todas las debili­ el contexto ni el espacio perm iten presentar aquí los m últiples
dades de esta elem ental «teología académ ica», no es lícito ig­ y penetrantes estudios científicos, filosóficos y teológicos sobre
norar la gran tarea que, a m enudo sin ser muy consciente de la problem ática «cuerpo y alm a» ni recoger las reflexiones y
ello, ha llevado a cabo (—» determ inación y libertad; desarro­ ( (inclusiones de los pensadores acerca de este tema. En el pri­
llo y m aduración; m aterialism o, idealismo y visión cristiana mer paso de nuestra exposición, tenemos que contentarnos
del m undo; m undo pulsional y personalización; naturaleza e con destacar los factores más im portantes que dan funda­
historia; teoría de la ciencia y teología). mento y sentido a nuestro pensam iento y nuestro discurso so­
ld é «el alm a y el cuerpo». Conociendo los factores que, desde
los más diversos ángulos, se nos exige fundadam ente tener en
( lienta, podrem os llegar a una visión de conjunto.

,i) Presupuesto: la experiencia del espíritu y de la materia


y de su relación mutua
l.a experiencia vital de la propia existencia en el m undo lleva
il hombre a distinguir entre «espíritu» y «m ateria». Podemos
(y debemos) aducir este dato como presupuesto básico de
todas las reflexiones ulteriores; se trata de un presupuesto
34 35
CUERPO Y ALMA UNIDAD Y DIVERSIDAD EN EL SER HUMANO

que todos nosotros establecemos en todas las ciencias, filoso­ metaflsicos y, por tanto, hemos de abstenernos de todos los
fías y teologías (incluso cuando creemos tener que situarnos li stantes esquem as de pensam iento, que sólo son legítimos y
por encim a de él y abandonarlo) y cuya legitim idad se ha tienen sentido en su lugar propio. No es lícito hacer de los
m ostrado en otro lugar. Nos referimos a la realidad y la dis­ principios metaflsicos del ser seres independientes. La «coor-
tinción del espíritu y la m ateria. Hoy parece ser opinión denación» señalada no im plica necesariam ente que el espíritu
común que un monismo espiritualista (espiritualism o, idea­ y la m ateria sean la misma cosa, ni im pide hablar de una je ­
lismo) es tan insostenible científicam ente como un monismo rarquía del ser, es decir, de la m encionada «prelación» del es­
m aterialista (m aterialism o). Adem ás aquí podemos presupo­ píritu sobre la m ateria. Por eso hay que proceder con cautela,
ner, sin necesidad de probarlo, que la m ateria, lo m aterial, se incluso en el lenguaje, para no sugerir conceptos falsos con
entiende desde el espíritu, pero sin olvidar la incontestable expresiones desafortunadas. El hecho de m ostrar y expresar
relación existente entre el espíritu y la m ateria (—» m ateria­ la pluralidad en la unidad no debe llevar inm ediatam ente a
lismo, idealismo y visión cristiana del m undo). hablar de dualismo, trialism o, etc. No hay que confundir los
En el caso del hom bre, esto significa que la corporeidad tactores que deben «distinguirse» con los factores que pueden
deberá entenderse a partir de alm a, porque el cuerpo en «enumerarse».
cuanto forma, en cuanto totalidad, recibe su sentido de Partiendo de esta prim era consideración, en la que hemos
«otro». El cuerpo es plenitud de sentido, con lo cual aflora ló­ puesto de relieve el presupuesto fundam ental, podemos exa­
gica y lingüísticam ente la distinción fundam ental: un m aterial m inar ciertas experiencias im portantes de nuestro ser hu­
variado al que se ha «conferido» un sentido, una forma, de mano que obligan a hablar de «cuerpo y alma». Obviam ente,
modo que contiene en sí mismo este sentido, este ser forma. por razones de espacio no podemos exponer aquí la elaboración
En este aspecto, la m ateria se entiende como posibilidad fenomenológica y filosófica de tales conocimientos. Tenemos
para-una-form a, como posibilidad para algo que recibe de que contentarnos con indicar algunos aspectos fundam en­
otro, del que confiere sentido y da forma. En este aspecto, es tales.
preciso corroborar el modo común de pensar y hablar, según
el cual el espíritu está ordenado «prelativam ente» a la m ate­ I>) Unidad y diversidad en la experiencia del ser humano
ria, el alm a a la corporeidad, m ientras que, al mismo tiem po
y con una «coordenación» esencial, la m ateria debe conside­ Kn prim er lugar, el hom bre (individual) se percibe siempre
rarse /^ o rd e n a d a al espíritu, al alm a, al sentido. Así pues, la como una peculiar unidad o totalidad que no es m eram ente
«coordenación» del alm a y de la corporeidad no es la que «casual», como un montón de piezas amorfas o de cualquier
tiene con otro un ser existente en sí mismo y sin ninguna re­ índole. La unidad tiene de algún modo sus raíces en sí
lación entitativa con el otro ser. La diferencia se da desde el misma. Pese a la m ultiplicidad de sus «partes», es una uni­
punto de vista de la form alidad y de la m aterialidad. En la dad desde dentro, un ser vivo individual «por sí mismo», como
unidad entitativa «hom bre», el espíritu y la m ateria están or­ consecuencia de una ley de acción «interior». Podemos defi­
denados m utuam ente, son principios entitativos que se condicio­ nirla, por tanto, como un organism o vivo. Pero esto no pa­
nan entre sí y que m ediatizan una unidad entitativa cerrada. rece ser suficiente. De hecho, distinguim os entre los órganos y
C ada uno de los dos está referido al otro: uno como receptor nuestro cuerpo. Lo que percibimos como nuestro «cuerpo» es,
(de la forma); el otro como dador (de la form a). No son, sino •i su vez, algo más — y distinto— que la sum a casual de ór­
que conjuntamente constituyen como principios la unidad enti­ ganos. Nosotros estamos convencidos de que tal unidad tuvo
tativa sustancial, el ser hum ano vivo e individual. Debemos y tiene su origen en el «interior» del hom bre, hasta el ex­
afirm ar y sostener con énfasis que estamos tratando de datos tremo de que sólo por ese hecho puede ser «cuerpo» y, por
36 37
CUERPO Y ALMA MATERIALIDAD DE LA CORPOREIDAD

tanto, no se trata de un conglom erado casual de «órganos» es lo que hace que el «cuerpo» exista como esa extensión espa-
que se conserva por el azar de que se encuentran juntos. . i.tl concreta. El «interior» se da o se toma un espacio, que él
Además, percibimos nuestra unidad en el decurso del mismo llena, y hace de él el «cuerpo», en cuanto «morada» de
tiempo. Del mismo modo que un simple azar no hace que ese «interior». Si el «interior» incluyera de alguna m anera lo
seamos m om entáneam ente lo que somos, tam poco depende que (junto a otras cosas) significa el «alma», entonces quedaría
sólo de condiciones casuales externas que esa «constelación» 11 .dente que es erróneo pensar que el alma está en el cuerpo

exista de modo duradero o se desmorone. N uestro «interior» como en un extraño. Es precisamente ella quien se da ese espa-
parece tener la facultad de conferir duración a la unidad indi­ m<> como su «hogar». Tam bién es falaz la fórmula, no infre-
vidual y de darle una cierta perm anencia en todos los condi­ i uente, de que el alma en cuanto forma sólo se realiza como lo
cionamientos casuales externos. que es existiendo «fuera de sí».
Ahora bien, pese a esta unidad del ser hum ano, y dentro De todos modos, hacemos otras experiencias. Yo percibo
de ella, nosotros encontram os algo que nos perm ite hablar de mi cuerpo o me percibo como cuerpo. Pero nunca decimos:
lo «interior» y lo «exterior», de lo «orgánico» (físico) y lo mi cuerpo me percibe. Lo que aquí se llam a «yo» parece con-
«anímico» (psíquico), sin que pretendam os decidir aquí si n aponerse de algún modo al cuerpo, aunque éste, por ser mi
son necesarias otras distinciones. Por eso hay que hablar dife- cuerpo, aparece como mi propio yo. De ahí que el «interior»,
renciadam ente de los dos aspectos. del que el cuerpo recibe el ser, tenga que ser dentro de mí algo
que, al parecer, no puede identificarse sin más conmigo
c) La materialidad de la corporeidad humana mismo. Porque este «yo» se distingue de algún modo de mi
«cuerpo» e incluso, dentro del cuerpo, parece contraponerse a
Lo material de nuestro ser presenta una peculiar afinidad con mí mismo, ya que hace que el cuerpo sea lo que es: algo que
lo que encontramos fuera de nosotros en el m undo material. yo percibo (pero no al revés). Esto se m anifiesta tam bién en
Según una opinión común, entre las propiedades del ser corpó- que, al parecer, el hom bre concreto y vivo no puede decidir
reo-material figuran la extensión espacial (espacio-temporal) y libremente si quiere ser o no «cuerpo» y, por tanto, ser espe-
la divisibilidad o composición de partes (extensas). Ahora bien, i lalmente extenso. Si es un hom bre vivo, es cuerpo. El pro­
nosotros nos percibimos también como seres con dimensión es­ nombre posesivo no designa una relación de posesión libre,
pacial y divisibles. Hablamos de nuestro cuerpo. Lo «perci­ porque mi cuerpo es un «cuerpo anim ado», participa de mi
bimos», por ejemplo, cuando «recorremos» con la mano nues­ .< i-yo, que yo no puedo no ser. Pero, por otro lado, nos
tros miembros, los cogemos y los palpamos. Hablamos de consta tam bién que el yo puede influir de m uchas m aneras
órganos internos y externos. Conocemos exactamente los «lí­ en «su» cuerpo, configurarlo en ciertos aspectos, imponerle
mites» de mi ser en cuanto ser material. Porque yo soy una m a­ .11 lividades e im ponérselas a sus órganos, etc. A unque esta

teria corpórea también frente a otras cosas materiales del I Multad del yo no es ilim itada ni puede ejercerse en todos los
mundo con las que yo, y ellas conmigo, «reacciono» según las aspectos, la diferencia es clara. H ay una jerarquía en la ani­
leyes correspondientes (físicas, quím icas, etc.). Además, y por mación: no es posible no ser cuerpo; en cambio, lo que mis
poner un ejemplo, m ediante el órgano corporal que es mi ojo, y miembros expresan de mí depende de mi yo, que tiene, evi­
en virtud de su posición corpóreo-espacial dentro de mí, sucede dentemente, un determ inado poder frente al cuerpo.
que yo (!) percibo desde «el punto de vista» de mi ojo el m undo Con todo ello hemos descubierto que el hom bre no sólo
que me rodea. no es ajeno al ám bito (que estudian, por ejemplo, la física y
Ya hemos visto que la unidad que yo represento, mi ser- la química) de las cosas m ateriales y de sus leyes, sino que
cuerpo, surge de mi «interior». Consiguientemente, el «interior» lumia parte de él, y ello por ser «cuerpo y alma». Con su
38 39
CUERPO Y ALMA LO PSÍQUICO Y LO MATERIAL

condición de tal, al hom bre se le ha otorgado ser este exis­ Ahora hay que prestar nuevam ente atención al principio
tente concreto en el universo del m undo m aterial, tener en él "imificador» del individuo de que se trate. Las m últiples rea­
su espacio propio y, consiguientem ente, estar en una relación lidades psíquicas — cualquiera que sea su origen, lo mismo si
espacial y m aterial con todos los demás entes del mismo uni­ se nos im ponen que si son provocadas por nosotros— siempre
verso. El principio de la forma espacial de cada hom bre es su lienden, de algún modo, a un centro o parten de él. Se trata
«alma», que le hace ser — como ya hemos indicado— no un del centro que nosotros llam am os «yo», del mismo modo que
existente cualquiera, sino un hombre-en-el-m undo. Y este ser- distinguiendo y a la vez «identificando»— hacemos con
en-el-m undo incluye la m aterialidad con todas las im plica­ nuestra realidad m aterial. H aya lo que haya de dolor y tris-
ciones, aunque río se reduzca a eso el ser hombre. le/.a, de alegría, esperanza y buen hum or, etc., soy «yo»
Estas consideraciones nos han descubierto otra cosa que <¡nien, a fin de cuentas, «tiene» todo ello y por eso «estoy» así
es preciso señalar aquí. Porque todo lo expuesto hasta ahora i .1legre, triste, etc.). Pero un análisis más detallado nos revela
se aplica de algún modo a todos los seres vivos de nuestro uni­ que lo que es válido de nosotros en cuanto «cuerpo», con sus
verso. Por su m aterialidad y su vitalidad m aterial, el hom bre (y por tanto nuestros) órganos, se aplica tam bién al conjunto
forma parte del amplio conjunto de múltiples seres m ateriales de realidades psíquicas: no coinciden pura y sim plem ente
y vivos y está sometido a las leyes vigentes en este ám bito. conmigo mismo. Mi yo no se reduce enteram ente a eso. A
Esto, lejos de estar en contradicción con su ser hombre, forma lüivés de la sucesión de sensaciones, que pueden ser dife-
parte de su esencia más propia, de esa esencia que él es en i entes, el yo se m antiene y vive como tal yo la sucesión (in­
razón de sus principios entitativos intrínsecos, es decir, de su cluso tem poral) de realidades psíquicas. Nosotros podemos
alm a y su m aterialidad. contem plar «de un golpe» nuestro alrededor, el m undo, «pese
.1 que» contiene seres separados tem poral y localmente, cuali-

d) Lo «psíquico» y lo material del ser humano: i.itiva y cuantitativam ente distintos y, adem ás, cam biantes.
distinción y unidad Yo puedo actuar sobre un dolor — aunque se trata de un
dato de la conciencia— , por ejemplo, determ inando la forma
Si exam inam os lo que solemos llam ar-«aním ico» o «psíquico» <n que dejo que me afecte. Así descubrim os que estamos en
(cualquiera que sea la forma concreta en que han de enten­ una especie de «contraposición» no sólo con nuestra realidad
derse estas expresiones), descubrirem os que representa algo orgánica, sino tam bién con nuestra realidad psíquica, y, sin
nuevo con respecto a lo orgánico-m aterial (físico) de nuestro embargo, sigue en pie que, de algún modo, «yo mismo» soy
ser. Se caracteriza por una peculiar superioridad sobre la es- iodo eso.
pacialidad, sin que esté sustraído por entero a ella. Es cierto Podemos clarificar esto mismo por una vía distinta anali­
que, por ejemplo, podemos «localizar» un determ inado dolor; zando lo que llamamos «conocimiento», en cuanto acto del
pero la sensación de dolor no puede captarse ni describirse individuo vivo. No decimos, por ejemplo, «el ojo ve» ni «mi
m ediante la extensión y sus categorías. Algo sem ejante com­ ojo ve», sino más bien <<.yo veo (por medio de mi ojo)». Por
probam os cuando pensamos en sentimientos como la alegría, más que los influjos físicos «afecten» a este órgano como tal,
la tristeza, la esperanza y otras realidades «psíquicas». Al pa­ <I ver es una actividad del individuo «desde dentro», aunque
recer, aquí nos encontram os ante una realidad de otro tipo, exige que se den las condiciones físicas adecuadas y, por
de modo que la distinción corriente entre físico y psíquico lanto, no está sustraída a las leyes físico-fisiológicas. Al pare-
está suficientemente justificada, sea cual fuere la forma en I er, el yo posee «desde dentro» determ inadas «potencias» en
que hay que precisarla (—> m undo pulsional y personaliza­ virtud de las cuales realiza por sí mismo (como «sustancia»)
ción; salud - enferm edad - curación; tristeza y consuelo). • icios que establecen una unidad, centrada en el yo, entre el
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CUERPO Y ALMA LO ESPIRI TUAL COM O PECULIARIDAD

«m undo exterior» y el individuo cognoscente o entre las reali­ liiisc ese principio unificador que recibe el nom bre de «alma»,
dades psíquicas «internas» y el yo que las conoce y las vive. líl «alma» es el últim o o, mejor, prim er sujeto y principio
Las ciencias empírico-psicológicas subrayan que aquí tiene •tu Uncial que, como causa formal, produce el ser individual
que haber algo más que una acción o «pasión» consciente. nincreto del viviente con todas sus potencias, acciones, acti-
Porque las realidades psíquicas y las actividades psíquicas Ilides, formas de com portam iento, etc. Dicho de otro modo:
(de recibir y obrar activam ente) no coinciden siempre y nece­ »<1 ser del alm a (incluido el caso del anim al) no se reduce a la
sariam ente con realidades conscientes, con el ser consciente y el .....rienda. El alm a es principio formal de todo — sea cons-
actuar conscientemente. i ii nte o inconsciente, som ático o psíquico, etc.— lo que es o
Señalemos finalmente la m utua im bricación y el condicio­ liiu < el respectivo ser viviente. En el caso del hombre: en una
nam iento recíproco de lo orgánico y lo psíquico en cada indi­ i. limnología estricta, lo «psíquico» (en el sentido de la psi-
viduo. En este punto basta m encionar las relaciones (a me­ mlogía) no se identifica con lo «aním ico» (entendiendo el
nudo recíprocas) som ato-psíquicas y psico-somáticas que la ilma» como principio del ser). El alm a en sentido metafisico
ciencia — particularm ente la m edicina— contem pla bajo di­ mi' debe identificarse con la que estudia la psicología. Desde
versos aspectos. Aquí volvemos a encontrar una innegable i ir punto de vista, lo «psíquico» entendido en sentido metajl-
afinidad de estas experiencias de nuestro propio ser con lo iiii/ pertenece al reino de la corporeidad anim ada. Y aunque,
que observamos en otros seres vivos en una sem ejanza asom ­ | mH (jem plo, no hay ninguna realidad psíquica ni ningún pro-
brosa. Esto explica y justifica que haya tantas ciencias que, ii ,u psíquico que se dé o se desarrolle sin procesos nerviosos
en distintos aspectos y con métodos diferentes, se dedican a (| m<»cesos som áticos), se trata de dos cosas que no se identifi-
estudiar las relaciones y leyes internas de los seres vivos y, i ,iii Todavía cabe menos identificar el «yo» o el «alma» con
por tanto, los datos fisiológicos, biológicos, bioquímicos, psi­ 1 1 -estado m om entáneo de un proceso nervioso» (—> anim al y
cológicos, som ato-psíquicos y psico-somáticos, incluido lo que hombre; realidad - experiencia - lenguaje).
puede designarse con la expresión «estudio de la conducta».
Según todo lo que hemos expuesto, la existencia de todas il l,o «espiritual» como peculiaridad de la existencia humana
estas ciencias y su aplicación al hom bre (eventualm ente,
prescindiendo y haciendo abstracción de lo específicamente \nnque hemos insistido mucho en la afinidad interna de
suyo, es decir, atendiendo, por ejemplo, a lo común a todos ludas las realidades psico-somáticas existentes en todos los
los seres «zoológicos»), lejos de ser reprochable, responde a la i íes vivos», los datos analizados hasta ahora no nos han re-
naturaleza de las cosas. M ientras una de estas ciencias no (i ludo lo específicamente humano. Es cierto que todo lo anali-
considere de modo reduccionista su propio ám bito de investi­ t n lo hasta aquí es tam bién específicamente humano en la me-
gación como la «totalidad» del ser vivo o incluso del hombre, ilid.i en que no se contem pla de modo abstracto, sino en el
aportará su insustituible contribución para conocer la rela­ I..... concreto e individual. De hecho, por poner un ejem­
ción cuerpo-alm a en el hom bre. Y si no se niega la legitim i­ plo, el ver del hom bre es humano y, en este aspecto, radical-
dad de la investigación filosófica, que trata de com prender y ini nte distinto de lo que hace un anim al cuando «ve». Por
explicar las experiencias som ático-hum anas y psíquico-hu- imi, cuando hablam os ahora de lo peculiar y distintivo del
m anas (que han de estudiarse asimismo desde el punto de I......bre, nos referimos a algo diferente que compete al hom-
vista de las ciencias naturales), habrá que incorporar tam bién brr y lo eleva por encima de los otros seres, sin quitarle su
sus resultados. En este contexto, lo dicho significa lo si­ Vinculación intrínseca y esencial con lo dem ás ni eximirlo de
guiente: todos los fenómenos y datos mencionados sólo se ex­ los leyes correspondientes.
plican (filosóficamente) cuando se adm ite que tienen como Ya es hora de que, al m argen de todos los datos indicados
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CUERPO Y ALMA LO ESPIRITUAL CO M O PECULIARIDAD

(y, quizá, de algunos no mencionados expresam ente), fijemos «yo» último o, mejor, primero, el «yo» del que ya no puedo dis-
la m irada en lo «espiritual». O bviam ente, aquí no cabe desa­ i.mciarme en mí como de un cuasi-objeto. Al parecer, este
rrollar el «descubrim iento» de lo espiritual m ediante un pro­ «yo» es un «yo» que yo no tengo, sino soy. Es aquella reali­
cedimiento filosófico riguroso ni indicar todos los elementos dad prim era por la cual y desde la cual yo soy originariamente,
de una dem ostración de su existencia, elementos que obligan el origen a partir del cual yo soy, pienso y actúo. Si los aná­
a hablar de lo espiritual del hombre. U na vez más, tenemos lisis precedentes son correctos, una vez más, y consecuente­
que contentarnos con los elementos más im portantes para no­ mente, nos vemos obligados a definir como el «interior» (más
sotros. Q ue (también) en el hom bre hay que hablar de lo de­ profundo), es decir, como el «alm a» esa realidad prim era a
cididam ente espiritual es una necesidad reconocida expresa­ partir de la cual y desde la cual soy lo que soy en cuanto
mente por los pensadores y los fdósofos, al menos desde los «yo» originario. En ella tiene su origen la unidad e
presocráticos. La m ayoría de las veces, la argum entación al de mí mismo. Por eso, como yo soy espiritual, ella es un
respecto parte acertadam ente de la naturaleza de nuestro co­ alm a-espíritu. Y como de ella procede (por la vía de la causa­
nocimiento específicamente hum ano. De hecho, este conoci­ lidad formal) lo que yo soy, me «informa» enteram ente y
miento supera esencialmente al que se obtiene sólo m ediante «anima» todo lo que soy: mi organism o, lo psíquico y lo espi-
los sentidos. En último térm ino, versa sobre el ser en cuanto litual que hay en mí. Por efectuarse a partir del alm a-espíritu,
ser, de modo que tiene una trascendencia absolutam ente par­ esta «animación» o «información» puede definirse tam bién
ticular. La filosofía analiza la inm anencia y trascendencia del como «espiritualización», siempre que no se entienda el térmi­
espíritu. El espíritu está presente a sí mismo. El alm a en no en sentido espiritualista. El alm a espiritual, por constituir
cuanto espíritu es autopresencia. La reflexión cognoscitivo-es- el prim er principio en el sentido más estricto, no «espirituali­
piritual es un camino para com prender más profundam ente za» un ser existente de antem ano, un organism o antes carente
esta peculiaridad del ser hum ano. La reflexión absoluta se al­ de espíritu. H ace que exista mi «cuerpo», es decir, que lo
canza cuando yo, estando en mí mismo, estoy en el ser. Pero «orgánico» de mi ser sea humano-orgánico y hum ano-orgánico
una reflexión (perm anente) no nos permite, por ejemplo, (—/esp íritu y Espíritu Santo; trascendencia y Dios de la fe).
(querer) retrotraernos «más allá de nosotros». El hombre Con esto está estrecham ente relacionado el hecho de que
puede ser; tam bién puede ser llevado al ser (no por sí nosotros — incapaces de poner delante de nosotros este yo
mismo), ser situado en el ser; pero no puede pretender retro­ proto-originario y de retrotaernos más allá de él, pues las dos
traerse más allá de su ser. Porque lo que hay de espiritual en (osas exigirían otro yo que las llevara a cabo— somos la res-
nosotros, por ser espiritual, está en sí mismo, está cabe sí. ponsabilidad-de-nosotros-m ism os en este yo prim ero y origi­
Queremos llam ar la atención sobre otro valor experien­ nario, en nuestra alm a. El alm a, es decir, el proto-origen-de-
cia!, estrecham ente relacionado con lo que acabam os de de­ mí-ser-yo-mismo, es tam bién — por ser tal yo— el origen de
cir. Recordemos un hecho indicado repetidas veces: reiterada­ mis actos, de mi autorrealización. Como no puedo retro-
mente nos hemos visto forzados a precisar y m atizar la forma taerme más allá de mi yo originario, este yo prim ero es tam ­
en que decimos «yo». Al parecer, hay en mí una instancia bién la instancia responsable de mi libertad individual. Vol­
que es «conciencia de mí mismo» y yo puedo volver a po­ viendo sobre nuestros pasos, querem os señalar lo siguiente:
nerla delante de mí y hacerla objeto de mi reflexión. T am ­ este yo del origen no es el «yo» sin más, sino la fuente origina­
bién sobre los actos espirituales tenemos m uchas veces un ria de mi yo. Porque «yo» soy tam bién psique, organism o, ser
conocim iento reflejo. Yo «tengo» co ncien cia de mi es­ social, etc. Pero el yo del origen es la últim a o prim era ins-
piritualidad. Un análisis más profundo m uestra que todos tancia libre en la que yo me estoy dado y confiado para ser
los interrogantes se centran en aprehender y expresar este origen de mi ser y de mi actuar. Se trata de la instancia que
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CUERPO Y ALMA KI. «AI.MA», YO O RIGINARIO

no puede rem itirse a una (nueva) «fuente» de sí m isma y de mana, desvela algo que — al menos así lo parece de en-
sus actos, sino que constituye la fuente originaria de los actos li,ida constituye una aporía de insondable profundidad:
y com portam ientos que son «míos» de m uchas m aneras, in­ I><>i una parte, ser origen de sí mismo, es decir, tener y ser en
cluso cuando se trata de algo que es «mío» sin proceder ex­ ni mismo el principio del propio ser y actuar (llam ado alm a
clusivam ente de mí y estando condicionado tam bién desde <1 1 sentido metafisico); por otra, ser con todo esto a partir de

fuera, como un peso que otro me ha im puesto y que yo soy mu o. Y ello hasta el extremo de que el ser origen de uno mismo
(o he llegado a ser). En esta últim a acepción, «alma» signi­ i nincide con ser origen a partir de otro. Q uien advierta toda la
fica: yo mismo soy mi responsabilidad originaria en persona, i rudeza de esta aporía com prenderá que el dato experiencial
pese a (o, mejor, en) los condicionam ientos y la corporeidad. indicado debe tener una base enteram ente singular.
No basta derivar de las leyes del m undo m aterial la sin­
f) El «alma», yo originario y libertad creada por Dios gularidad de la existencia hum ana m entada aquí. Las cien-
' i.is y la filosofía reconocen hoy que, en cuanto a su origen,
Pero aquí surge una objeción que podría derrum bar todo el l<• espiritual no puede explicarse suficientemente partiendo sólo
edificio que hemos levantado: ¿es realm ente el hom bre la li­ d. las leyes de la m ateria o de la gestación de lo nuevo en el
bertad originaria que acabam os de describir? ¿O se percibe I»KK eso evolutivo. Con ello se ha com prendido la necesidad
de un modo absolutam ente distinto, es decir, como condicio­ de situar el origen del ser específicamente humano en lo indo-
nado en todos los aspectos, con su existencia decidida sin ha­ mcñable, más allá tanto del m undo m aterial como del personal
berle consultado, atrapado en múltiples condicionam ientos humano. Esto lleva, en últim a instancia, a reconocer lo que,
externos e internos que determ inan su yo de m anera que no i n términos cristianos, se quiere expresar cuando se habla de
cabe considerar la libertad como el yo del origen? ¿No es el i n ación por Dios. Aplicado concretam ente a nuestra cues-
hom bre (sólo) un elemento entre los innum erables de un lion, esto significa que Dios, como creador (en un sentido to-
m undo m aterial sometido al azar de las leyes de probabili­ d.ivía por esclarecer), es tam bién el autor del ser origen contin­
dad? Para dar una respuesta válida a estos interrogantes es gente de sí mismo que es el hom bre.
preciso m ostrar y utilizar un elemento experiencial no adu­ Con ello hemos llegado a un punto en que debe presentar
cido hasta ahora. Lo hemos encontrado repetidas veces al ex­ m is afirmaciones expresas la visión teológica del ser del hom bre
poner la historia del problem a «alm a y cuerpo», y ya es hora ' n ( uanto «cuerpo y alma». El elemento religioso (cualquiera
de tom ar postura ante él. Se trata del origen religioso de la que sea el juicio que merezca) es desde antiguo factor inse-
experiencia del alma. |i.i rabie y esencial de la problem ática cuerpo-alm a, incluso
En este punto de nuestra reflexión podemos decir ya que i u.indo se pone en entredicho. Por eso, prestarle atención
la totalidad de las ideas y conclusiones a que hemos llegado lonstituye una exigencia de la honradez de una ciencia que
resulta problem ática por lo siguiente: por una parte, el hom ­ no excluya del ám bito de la investigación hum ana, por capri-
bre se percibe como el yo que de tal modo es en sí el origen < lio o por razones ideológicas, ningún elemento de la realidad
de sí mismo, que no puede retrotraerse más allá de sí en ni prohíba tenerlo en cuenta. Por eso, en las páginas si­
cuanto tal origen. Pero, por otra parte, el mismo hom bre guientes exam inarem os el tem a «cuerpo-alm a» en el marco
sabe que ese yo suyo y, por tanto, su ser-origen no existe de la relación entre Dios y el hom bre en el m undo (—» auto­
«por sí mismo»; al parecer, tiene a su vez un (nuevo) origen, nomía y condición creatural; causalidad - azar - providencia;
sin el cual no sería origen de sí mismo. Esta experiencia que, determinación y libertad; evolución y creación; experiencia de
elaborada científica y filosóficamente, aparece Como el ele­ l.i contingencia y pregunta por el sentido; m aterialism o, idea­
mento decisivo de la contingencia de nuestra existencia hu­ lismo y visión cristiana del m undo).
46 47
EL HOMBRE, INTERLOCUTOR DE DIOS EN EL MUNDO

2. «Cuerpoy alm a»y la relación Dios-hombre en el mundo «creación», en el sentido de asentam iento inicial de (todo) lo
i i rado. Y se halla permanentemente en esta relación con Dios en
a) El hombre, criatura e interlocutor de Dios en el mundo cuanto creador (conservación). Desde este punto de vista,
Dios es — en un sentido absolutam ente único e incom para­
Podemos tom ar como punto de partida una experiencia inm e­ ble— origen y autor de todo lo que existe (fuera de él). El
diata: el hecho de que todo hom bre se encuentra como un hecho de que el m undo y el hom bre sean conjuntamente cria­
«yo» en el m undo. Al decir «yo» de form a específicamente turas de Dios y de que, pese a su indisoluble vinculación in­
hum ana, cada cual hace la siguiente distinción básica (sea trínseca en cuanto «universo», se hallen contrapuestos consti­
cual fuere la forma en que es preciso legitim arla y especifi­ tuye el motivo de que sólo sea posible hablar del m undo, del
carla): yo y el m undo; yo y (todo) lo dem ás; yo y los otros y hombre y de Dios de modo relacional y nunca «por sepa-
el m undo. «El «y» de estas frases tiene un carácter dialéctico i .ido» ni contrastándolos. Tener en cuenta todo esto es abso­
muy peculiar: expresa a la vez vinculación y diferencia esen­ lutam ente indispensable, sobre todo en lo que respecta a la
cial. No indica sólo el hecho neutro de que el hom bre indivi­ problem ática cuerpo-alm a.
dual existe en el universo en unión con otras m uchas «cosas» Para captar lo decisivo de la creaturalidad hum ana con
y seres; ju n to a esta pertenencia m aterial al universo, y antes respecto al problem a «cuerpo y alm a», vamos a partir de la
que ella, expresa algo específicam ente hum ano: el hom bre concepción bíblico-cristiana de Dios y de la creación. La li­
in d iv idu al se percibe « con trap uesto » a lo que llam am os bertad de Dios en su obra creadora y el hecho de que el
«mundo» o «universo». La experiencia hum ana del yo in­ hombre tenga conciencia de ser un «yo», una «persona»
cluye tam bién, aunque inicialm ente de forma no articulada, (creada por Dios), implican con suficiente claridad (aunque
esta experiencia de trascendencia. No obstante la perm anente sea preciso desarrollarlo teológicamente) que tam bién con
pertenencia al universo y la consiguiente convergencia de in­ i< specto a Dios — y en su caso de un modo radicalm ente ori­
num erables criaturas en el ser universal natural con sus ginario— debemos hablar de un «yo» (divino), que debemos
m últiples leyes, el «yo» y el universo (o el m undo) no pueden considerar a Dios como una «persona» (divina y libre).
confluir ni aunarse en un «nosotros», personal. Y el «noso­ Ahora bien, si lo específico de la creaturalidad hum ana es
tros» hum ano, en el que se funden num erosos «yo», tam poco precisamente ser un «yo», entonces aparece ante nuestros
puede concebirse más que en contraposición con el «mundo», ojos lo decisivo: el designio libre y personal de Dios de crear
con el universo. Con y en esta experiencia originaria del pro­ no term inó ni term ina sim plem ente en que exista de algún
pio ser como ser-en-el-mundo-íwz/ra/w.íto-al-mundo se reco­ modo algo (fuera de él), un universo de «cosas», sino que la
noce tam bién otra cosa (aunque sea preciso reflexionar sobre ( reación divina tiene como m eta específica al hom bre en
ella expresam ente): que ni el «yo» ni la colectividad del «no­ i uanto interlocutor personal y libre de Dios, hasta el punto
sotros» ni el «mundo» existen «por sí mismos». El hecho de de que todo lo dem ás, es decir, lo no hum ano (el ser m ate­
que exista el m undo, el universo, y de que, como parte suya rial), sólo encuentra su sentido en el ser del hombre. Es lo
y a la vez contrapuesto a él, exista tam bién el hom bre, no en­ que afirma la Biblia cuando dice que todas las cosas han sido
cuentra en el m undo ni en el hom bre una fundam entación >readas por am or al hom bre, y éste a im agen y sem ejanza
suficiente, cuando se pregunta por su origen. U na elaboración de Dios (cf. Gn l,26ss). De ahí que la interpretación cristiana
ulterior lleva a descubrir lo que, en lenguaje cristiano, signi­ del ser hum ano en el m undo y, consiguientem ente, la de
fica el térm ino «creación». «cuerpo y alm a» deba elegir como punto de partida esta in­
El conjunto de las criaturas (incluido el hom bre) tiene su tención originaria de Dios, en la que tienen su fuente divina y
«comienzo» en el acto libre de Dios que recibe el nom bre de <n acional el ser del hom bre y del m undo.
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CUERPO Y ALMA EL HOMBRE, LLAMADO A UNA COM UN IÓN CON DIOS

Podemos decir, pues, que la creación de Dios se encam ina mino significa esta proposición (junto a otras cosas que ex­
a que al «yo» divino corresponda un «tú» creado, con vistas pondremos más adelante) es que cada hom bre individual es
a una coexistencia y una am istad en el m undo. En cuanto una persona insustituible, no intercam biable, un «yo» con­
persona (creada librem ente por Dios), el hom bre es aquel en fiado a sí mismo para su autorrealización originaria. El nom ­
quien la palabra creadora divina, cualquiera que pueda ser bre propio de este hom bre es su ser tú personal de Dios, en el
su destinatario, debe «term inar» a fin de cuentas, es decir, cual y desde el cual es y p u ed e ser co n creto «yo» no in ­
encontrar una acogida personal. Aquí aparece la diferencia tercam biable. El «principio» del ser-yo personal, llam ado
fundam ental entre el yo hum ano y el m undo (del ser m ate­ «alma», es precisam ente este ser nom inal y personalm ente tú
rial), y hay que subrayarla expresamente: la palabra creadora de Dios.
de Dios, cuando interpela al hom bre como a un tú, no Por eso, el hom bre (cada hom bre individual) es tú perso­
apunta más allá del hom bre ni se dirige a algo situado más nal de Dios tam bién en el sentido de que no está í«¿ordinado
allá de él o tras él. El hom bre es más bien la m eta realm ente a objetivos, funciones naturales y circunstancias m ateriales,
buscada. Esto incluye varios aspectos, sobre los que es pre­ ni a un proceso evolutivo ni a ninguna otra cosa, sino que
ciso reflexionar. tiene en sí mismo su fundam ento, su «para qué» y su «sen­
En prim er lugar, el hom bre no aparece como una «cosa» tido». Porque él es el objetivo de la p alab ra creadora de
(res), sino como una persona y, contem plado desde la pers­ Dios, que da sentido. Esta palabra divina encuentra en el
pectiva de Dios, como el tú del propio Dios. Al yo divino que hombre, en cada individuo, su auténtico térm ino, de modo
se com unica creadoram ente tiene que responder el tú pronun­ que no abandona al hom bre para dirigirse «a través de» él a
ciado por Dios, tú que se halla confiado a sí mismo y, por tanto, un destinatario distinto. En ese caso, el hom bre sería sólo un
se autogesta y tiene que contraponerse a él de forma personal y «medio para». A quí reside la dignidad y superioridad del
en cuanto hom bre. A la libertad divina en el acto de decir tú hombre, que tiene su origen en Dios y lo sitúa por encim a de
creadoram ente corresponde la libertad, inscrita en el ser hu­ toda la (restante) «naturaleza». Todo lo dem ás aparece orde­
m ano, de realizarse uno mismo como persona interpelada, como nado a ella. A esto responde el ser librem ente el propio ori­
un «yo». El hom bre, en cuanto ser que se autogesta, tiene que gen, tal como lo define el «yo» que no tiene «tras» sí algo o
ser, por su parte, «punto de partida» y «de origen» de su propia alguien que pueda disponer de este «yo» más íntim o del
autorrealización como yo. Sólo así puede devenir y ser una rea­ hombre ni de su libertad. Tal yo no tiene «tras» sí ni siquiera
lidad en acto el objeto de la creación: una existencia personal a Dios. Porque la creaturalidad del hom bre no im plica preci­
del yo (Dios) y el tú (el hom bre) como interlocutores recíprocos sam ente dependencia en el ser frente a la libertad personal y
y libres. propia del «yo», sino que es la concesión del principio origi­
Ya hemos visto que es preciso situar en el hom bre el «yo nario del ser-yo autónom o. Ser hom bre es ser originalidad
originario», el «alma», en virtud del cual cada hom bre es él personal creada (—» autonom ía y condición creatural; diálo­
mismo y es responsabilidad libre de sí mismo, por cuyo m o­ go; persona e im agen de Dios).
tivo no puede apelar a algo o a alguien «más allá de» él.
A hora conocemos la razón interna de este ser específicamente b) El hombre, llamado a una comunión divino-humana en libertad
hum ano. El tú de Dios que el hom bre es por la acción crea­
dora divina es a la vez y esencialm ente el «yo» desde el que La superioridad del ser hum ano sobre el universo (que no
el hom bre se realiza originariam ente y realiza todo lo que es significa ni puede significar separación de él), tal como la
suyo. Por eso, la fe cristiana afirm a que el alm a hum ana indi­ hemos visto y descrito al analizar el fenómeno «hom bre», re­
vidual es creada por el m ism o Dios. Lo que en últim o tér­ vela ahora su peculiaridad, a la vez que aparece ya resuelta
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CUERPO Y ALMA EL SER CORPÓ REO-ESPIRITU AL Y LA COM UNIÓN

en cierto aspecto la aporía inherente a ella. Si el ser hombre puesto al m undo. C abría pensar que todo ello surge de prin­
contiene entre sus elementos esenciales el estar contrapuesto cipios intram undanos (—* evolución y creación). Ahora bien,
al m undo, no se explicará suficientemente diciendo que la esencia del ser-protoprincipio-originario del alm a implica
emerge de la pura intram undanidad, de la m era «naturali­ ser origen personal y libre de acción y autorrealización no
dad». Esto significaría que puede surgir de los datos previos sólo del propio ser hum ano ni sólo frente a otros hom bres y
(puram ente) naturales, que funcionan con la necesidad de las frente al m undo y sus elementos, sino tam bién, y sobre todo,
leyes de la naturaleza. frente al mismo Dios. Lo más específico del hom bre en cuanto
En tal caso, esos datos contendrían ya la razón suficiente tú creado de Dios, lo que el mismo Dios le ha dado como
de lo específico del hombre. Pero esto constituye una contra­ principio de sí mismo, el «alma», es esto: que el hom bre está
dicción. Porque significaría que el universo puede extraer de en condiciones de realizar personalm ente actos personales con
sí mismo y contraponerse a sí mismo algo en la forma en que de la m irada puesta en Dios. Ser hom bre significa haber reci­
hecho ocurre en el ser-hom bre en cuanto ser yo originario y bido de Dios la facultad de vivir con Dios una vida (común)
libre. Afirm ar tal facultad im plicaría atribuir al m undo una cuyos objetivos y actos dirigidos a una persona e influyentes
auténtica divinidad, por no hablar de la falta de lógica que en el plano personal surgen del origen que es Dios o (por con­
representa suponer un universo a-personal capaz de extraer cesión suya) el hom bre y llegan en cada caso al otro como
de sí mismo y contraponerse a sí mismo seres personales. persona. H acer libre y creadoram ente que el hom bre sea el
Además, un surgim iento a partir de constelaciones m era­ propio tú significa hacerlo un yo originario capaz de reali­
m ente intram undanas im plicaría, por principio y necesaria­ zarse ante Dios como un tú, de modo que «afecte» a Dios
mente, la posibilidad de disolverse nuevam ente en el curso personalm ente. (Esta últim a consecuencia de la afirmación
natural y casual del acontecer de todos los datos existentes o cristiana sobre el ser hom bre y, por tanto, sobre «el cuerpo y
de las posibilidades fácticas. La disolución sería de tal natu­ el alma» puede extraerse — cuando menos— de lo que se m a­
raleza que la persona hum ana individual se desvanecería nifestó en el acontecim iento de la cruz, en la m uerte del Hijo
como tal y quedaría sum ergida anónim am ente y naufragaría de Dios — que es Dios: cf Jn 1,1.14.18, etc.— , decidida por
de nuevo en el acontecer del universo (m aterial y, por tanto, los hombres.) Esta facultad — que el hom bre tiene en cuanto
radicalm ente a-personal), en el que ser persona sería algo ca­ hombre— de ser un poder con respecto a Dios ya no puede
sual, no absolutam ente necesario, secundario. Esto es lo que explicarse razonablem ente aduciendo que se basa en capaci­
el mensaje cristiano de que el «alma» es «inm ortal» (en el taciones evolutivas, o de cualquier otro tipo, intram undanas
sentido de «no reductible a los datos m ateriales previos») (aunque se consideren otorgadas por Dios). De hecho, cada
pretende excluir: su origen divino otorga (o promete) al indi­ hom bre es una «originalidad», realm ente nueva, de la forma
viduo hum ano la permanencia, y ello por su ser-librem ente-// descrita. El principio de esta originalidad, por ser de libre ins­
mismo dentro del universo y frente a él (—» muerte y resurrección; tauración divina y nom inalm ente concreto (consiste en que
tiem po y eternidad). Dios dice personalm ente «tú» y, así, hace que exista un
Pero todavía queda por aducir el último elemento para «yo»), sólo puede ser otorgado por el mismo Dios. Y recibe el
com prender plenam ente lo específico del alm a hum ana y, so­ nom bre de «alma».
bre todo, su procedencia de Dios («anim a a Deo creatur ex
nihilo»). La esencia más íntim a del «alma» — de la que habla c) El ser corpóreo-espiritual del hombre y la comunión con Dios
el mensaje cristiano— en cuanto protoprincipio originario del
ser hom bre no se define suficientemente aduciendo'el ser ori­ Pero la intención creadora de Dios no era (ni es) hacer que
gen de sí mismo en forma de yo personal y el estar contra­ exista sim plem ente un «alma» o (más propiam ente sólo) un
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CUERPO Y ALMA EL SER CORPÓREO-ESPIRITUAL Y LA COM U NIÓN

espíritu, sino el hom bre (entero). El «alm a» cuya procedencia tanto, el cuerpo. Es lo que ocurre cuando (aunque sea de una
inm ediata de Dios acabam os de afirm ar y establecer es la forma sutil) se considera la referencia intrínseca del «alm a» a
m isma que hemos descubierto al describir el fenómeno «hom ­ lo m aterial (del propio hom bre y del m undo) como una «su­
bre» e incluye todos los elementos enum erados allí. Ahora te­ jeción» de carácter más bien negativo: «sólo» por la vía indi­
nemos que sostener con particular énfasis lo que allí hemos recta de lo m aterial podría el espíritu realizar sus actos especí­
averiguado: el «alma» es aquel principio entitativo (uno y ficos (por ejemplo, conocer por medio de los sentidos, etc.).
único) que produce como causa formal el ser hum ano indivi­ Es preciso, por el contrario, concebir lo m aterial en el sentido
dual; tiene necesariam ente como correlato esencial el princi­ de la positividad divina de la creación: como posibilitación y
pio m aterial (m ateria prim a). Por consiguiente, si el «proto- capacitación para decisiones, acciones y «obras» personales y
origen» o «proto-yo» no puede ser principio intrínseco del ser libres. Lo m aterial y sus leyes (naturales) no son límites ni
hum ano individual sino en unión con la m ateria prim a y ha obstáculos puestos a la libertad del «alma», del espíritu, sino
sido otorgado por Dios bajo esta m odalidad concreta, ello sig­ una polivalente potencialidad para configurar creativa y «lúdi-
nifica que el hom bre individual ha sido querido y creado por camente» los «m ateriales» confiados a la libertad y preexis­
Dios precisam ente con esta constitución ontològica, es decir, tentes como posible enriquecim iento, en los cuales y con los
como unidad de «espíritu» y «m ateria». Por tanto, en el hom ­ cuales puede desarrollarse la vida común de Dios y el hom ­
bre, Dios no se ha contrapuesto sólo un tú «espiritual» (el bre como autorrealización en com pañía m utua. El acto libre
«alm a»), sino que tam bién, y de forma no menos fundam en­ no tiene propiam ente como m eta im ponerse y afirm arse
tal, se ha establecido como presupuesto lo designado con la frente a los obstáculos. La libertad es ante todo algo surgido
expresión «m ateria prim a». A este elemento m aterial presu­ del am or y tendente a la dedicación am orosa. La corporeidad
puesto, es decir, a este elemento d e te rm in a d y susceptible de posibilita esto y, por tanto, no es un obstáculo ni un límite de
una determ inación, está esencialm ente ordenada el «alma», la libertad. La «m ateria» ha sido confiada al «proto-yo» para
para que exista el hom bre. Llevado a sus últim as consecuen­ que, en ella y con ella, éste se autorrealice y, así, sea hombre.
cias, esto significa que, en el hom bre y por el hom bre, Dios Las «fuerzas» (potencias) corpóreo-orgánicas, psíquicas y es­
establece como presupuesto para sí mismo el m undo m ate­ pirituales deben considerarse como posibilidad (y no como
rial, el universo, con todos sus elementos y leyes. Porque la «necesidad»), y las facultades otorgadas, como dotes.
constitución que el universo ha recibido de Dios es que el De ahí que lo m aterial del hom bre deba entenderse como
hom bre no exista únicam ente como espíritu ni que éste exista una posibilitación concreta de la autorrealización del indivi­
en el m undo sólo con otros hom bres, sino que el hombre exista duo. «Al servicio» del «ser-espíritu» del hom bre está ante
con Dios como ser corpóreo-espiritual y que ambos existan en todo la «m aterialidad» biológica, bioquím ica, fisio-psicoló-
el m undo (aunque cada uno a su m anera: Dios como Dios y gica, etc. — que se realiza «por sí m isma», es decir, partiendo
Creador; el hom bre como hom bre y criatura). Así, el hom bre <le su principio, que es el «alm a»— , en cuanto que constituye
no está llam ado a «ser cabe sí», ni siquiera como espíritu, im factor de la corporeidad hum ana. El «cuerpo» no es la
sino a ser yo-en-el-m undo, a ser espíritu vivificante de la m a­ manifestación del hom bre sin más. Aquí hay que m antener la
teria. diferencia observada, específicamente hum ana, entre m anifes­
Hemos visto que la presencia de lo m aterial constituye un tación libre y necesaria en la corporeidad. El hom bre tiene el
presupuesto para la libertad (espiritual y personal) tanto del «cuerpo» como algo propio, como se tiene él mismo, de modo
hom bre como de Dios. Pues bien, este dato no debe interpre­ que — sin perjuicio de los procesos vitales «vegetativo-psí-
tarse inconsciente e involuntariam ente en una línea platónica quicos» que, por así decir, discurren por sí mismos y, más
(o neoplatónica), es decir, infravalorando la m ateria y, por bien, basándose en ellos— este cuerpo representa una posibi­
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CUERPO Y ALMA LA SEXUALIDAD HUMANA

lidad propia (y en principio de ningún otro) de desarrollara, cosa), de m odo que, en una corporeidad no autorrealizada,
configurara, y expresara, posibilidad que el individuo puede m alograda, no puede encontrarse el yo que dispone libre­
recoger y realizar libre y personalm ente en uso de sus facul­ mente, ni efectuarse un encuentro personal. De ahí que no
tades espirituales. El lenguaje, por ejemplo, no es un hecho baste algo que suele hacerse m uchas veces: considerar sin
fonético natural ni una exteriorización del instinto, sino un matizaciones el «cuerpo» como «símbolo» del hom bre y del
acontecimiento lleno de espíritu y cargado de sentido y signi­ «yo». Porque el cuerpo es a la vez signo natural y arbitrario:
ficado con el que un yo se dirige a otro yo. Así pues, el lo prim ero por necesidad natural (ser hom bre es ser cuerpo);
«cuerpo» no es simplemente el «organismo en sí», sino un lu­ lo segundo como posibilitación (la corporeidad como figura
gar y un medio de comunicación personal. La corporeidad es libre del yo, según se acaba de explicar). La diferencia en la
precisam ente aquello en lo que el yo respectivo se expresa con identidad es evidente: el yo es siem pre «más» que lo somati-
vistas a un tú, de m anera que esta expresión es precisam ente zado hasta el m om ento (—» determ inación y libertad; símbolo
el cuerpo e incluso este hombre. Y viceversa: nosotros perci­ y sacram ento).
bimos a los otros hombres y percibimos las actitudes y ac­
ciones de su yo «por medio» de su corporeidad (y de la nues­ d) «Cuerpo y alma» y sexualidad humana
tra). Y la corporeidad no es aquí algo «distinto», sino el
propio «yo» y «tú» de las personas que se com unican (sin Lo dicho hasta aquí tiene tam bién consecuencias para la
perjuicio de la distinción ya hecha dentro del yo hum ano indi­ com prensión de la sexualidad hum ana. De ella cabe decir, sin
vidual). duda, que puede (y debe) ser estudiada biológicam ente y, por
De modo semejante hay que contem plar las cosas en lo tanto, desde la perspectiva de diversas ciencias naturales,
concerniente a la comunicación entre Dios y el hombre. T am ­ como ocurre tam bién con otros factores del ser hum ano. Pero
bién aquí es la corporeidad aquello en que el hom bre, él si se quiere presentar la sexualidad concreta del hombre, hay
mismo y personalm ente, se presenta ante Dios y se com unica que partir de su aspecto hum ano y personal. Por ser el prin­
con él. El mismo Dios se ha establecido el presupuesto de lo cipio concreto del yo, el «alm a» constituye tam bién el origen
m aterial como posibilitación positiva de. la unión viva y per­ de la correspondiente sexualidad del individuo. Lo que Dios
sonal con el hombre. Por eso la corporeidad del hombre no es ha querido como su tú y ha puesto en condiciones de ser un
un «lugar» impropio ni, menos aún, un obstáculo para el en­ yo nunca com ienza por ser de algún modo un ser asexual (a
cuentro con Dios, sino aquello en lo que tal encuentro tiene esto se opondría cualquier biología); en su concreción origi­
lugar por la misma naturaleza de las cosas, es decir, según el naria, siempre es ya varón o mujer. Al igual que la corporei­
designio creador de Dios: en mi corporeidad, Dios está perso­ dad, lo sexual hum ano no es algo añadido o preexistente en
nalm ente cabe mí y dentro de mí. Ésta es la única forma de la m ateria. Es aquello en lo que el yo concreto se encuentra
prevenir un panteísm o m onista que pretende identificar con inm ediatam ente. De ahí que la sexualidad concreta del indi­
el espíritu divino el «proto-yo» por antonom asia. Mi «proto- viduo surja como hum ana desde el alm a y, por tanto, no
yo» y Dios son, como tú y yo, «dos personas», y la más ín­ «desde abajo», en cuyo caso habría que integrarla (a poste-
tim a unión con Dios se hace acontecim iento en mi corporei­ riori) en el ser personal y espiritual del hombre.
dad, que soy yo (en identidad y diferenciación; cf. supra). Esto Por las afirmaciones de la revelación bíblica, el cristiano
perm ite com prender, adem ás, por qué el m alogram iento de la sabe que su condición de varón o m ujer tiene su origen en
propia corporeidad significa, «por la misma naturaleza de las Dios, lo mismo que su ser espíritu o persona, que debe conce­
cosas», un m alogram iento del propio yo y, a la ve'z, de Dios. birse como ser tú e imagen de Dios, frente a Dios y al
Porque yo soy sólo la corporeidad autorrealizada (y no otra mundo. Por consiguiente, la sexualidad hum ana no debe an a­
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CUERPO Y Al.MA ORIGEN DEL ALMA

lizarse partiendo de lo biológico o zoológico ni de lo psíquico del nosotros de todos los hom bres, sin que ello redunde en
(sexual), sino que estos «estratos» han de contem plarse pri­ detrim ento del yo ni del nosotros. Los dos se apoyan m utua­
m eram ente partiendo de la condición de hom bre o m ujer de mente.
la persona hum ana. El enfoque moral y ético y sus tareas no Esta pluralidad de individuos hum anos no puede dedu­
deben confundirse con la constitución óntica del ser hum ano. cirse ni afirm arse únicam ente de la corporeidad hum ana. En
De ésta tom a aquél sus pautas. En el hombre, la sexualidad prim er lugar, porque la corporeidad sólo es ella m isma en
no es un elem ento entre otros, y m ucho menos un elemento virtud del acto entitativo que el alm a le otorga. Por consi­
perteneciente sólo a su «ser-cuerpo». Las distinciones legí­ guiente tenemos que situar en la única y m ism a «alm a» el
timas no pueden pretender ocultar o ignorar que el «alma» y, scr-proto-origen, el ser-yojy el ser-m iem bro, igualmente origina-
por tanto, el ser-tú-de-Dios confiere al ser hum ano entero su no, porque tal principio, por la vía de la causalidad formal,
carácter sexualmente diferenciado, sea cual fuere la forma en confiere al hom bre esto y todo lo que él es: «yo»jy m iem bro de
que se som atiza. la hum anidad. Esto exige establecer la individualidad del
La actualización de la sexualidad debe considerarse, pues, hombre concreto no como algo absoluto, sino como algo ca-
como un m om ento de la actualización del ser hum ano entero, i.icterizado tam bién por la condición de m iem bro, del mismo
siendo ésta la que m arca a aquélla la vía y la pauta, y no al modo que la condición de m iem bro sólo se entiende correcta­
revés. Esto explica que, interpretada como función necesaria, mente cuando se valora plenam ente el individuo.
la actualización de la sexualidad hum ana resulte siempre am ­ Por eso, la unión hum ana de todos los hom bres, sobre
bigua. Se halla inserta en la libertad de la persona, que ya lodo en su presencia común ante Dios como «nosotros», no es
hemos expuesto. Es cierto que la sexualidad tiene en el ser .ilgo sobreañadido o secundario, sino el mismo ser-hom bre,
hum ano una «función» irrenunciable, que com porta tam bién tosa que ocurre tam bién con el ser-yo. Sin esto, sería inexpli­
aspectos biológicos y sociológicos; pero no se agota en esa cable la dignidad del prójimo afirm ada por el cristianism o,
función y en el cum plim iento de la m isma (—» m undo pulsio- pero que la otra persona puede ignorar y violar. Si lo hace,
nal y personalización; relación entre los sexos y capacidad viola tam bién su propio yo, en el que tal dignidad se halla in­
para el am or). serta, porque Dios no lo ha creado sin «relación con», es de­
cir, sin la referencia al «nosotros». Por consiguiente, no basta
e) «Cuerpo y alma» y comunidad humana tener en cuenta y salvaguardar la vinculación y pertenencia
del ser hum ano (corpóreo-espiritual) al conjunto del universo
El hom bre se caracteriza esencialm ente tam bién por el hecho material con todas sus leyes (que las ciencias naturales han
de que no es un ser absolutam ente único, individual, solo, (le estudiar). M ás bien, la pertenencia al nosotros de la co­
sino que su condición de hom bre está profundam ente m ar­ m unidad hum ana universal afecta esencialm ente al individuo.
cada por la «projim idad»: cada hom bre concreto es plena­ Una recta com prensión del tem a «cuerpo y alma» exige in­
m ente un individuo insustituible y con nom bre propio y, a la m ediatam ente tener esto en cuenta (—» participación; solidari­
vez, plenam ente m iem bro de la hum anidad, de todo el género dad y am or).
hum ano. Esta idea constituye un dato fundam ental del patri­
monio de la fe cristiana. Sin perjuicio de ser un tú personal I) Origen del «alma» en cuanto individualidad
de Dios, el hom bre se halla en el nosotros de la hum anidad en­ humana y personal
tera, cosa que se realiza de m últiples formas en las com uni­
dades hum anas (en la familia, el clan, el conjunto de gene­ Kl hecho de que el hom bre como tal sea esencialm ente — y,
raciones, etc.) De ahí que el yo hum ano sólo lo sea dentro por tanto, en razón de su «alm a»— individuo y, a la vez,
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CUERPO Y ALMA

m iem bro de una colectividad tiene un origen más profundo g) «Cuerpo y alma» e historicidad
que el que puede m ostrar la mera «co-hum anidad» o perte­
nencia a la especie. En efecto, aunque debemos seguir m an­ En el ser del hom bre «acontece» algo más que meros aconte­
teniendo que es Dios quien otorga el «yo» insustituible y cimientos naturales. En él acontece «el hom bre», y ello
existente como origen de sí m ismo (llam ado «alm a»), no «junto a» y «dentro de» ese acontecer natural, como fruto de
podemos olvidar que son los padres hum anos quienes traen a una libertad con carácter de «yo» y de «nosotros» y a lo
la existencia al yo hum ano que va a venir al m undo y ser largo de las generaciones hum anas. Así, aparece como un
constituido como tal por Dios. Aquí no es posible explicar de­ nuevo elemento el de la historia. Resum iendo, podemos decir
tenidam ente todo esto. En cualquier caso, hay una cosa clara: que tal elemento afecta esencialm ente al hom bre (o a la hu­
la capacidad hum ana de procrear otorgada por Dios, que se m anidad) y a Dios. Ya hemos dicho que el universo m aterial
actualiza en la paternidad y la m aternidad y responde al y sus elementos y leyes son presupuestos para el hom bre y
m andato creacional «multiplicaos», implica una acción con­ para Dios. Ahora podemos afirm ar algo semejante: lo ya sur­
junta del hom bre y de Dios, cuya singularidad se manifiesta gido en cada caso como fruto de una decisión personal y li­
precisam ente en el mismo tú a que se dirige: un nuevo tú de bre, la «historia anterior» plasm ada como «estado» actual, es
Dios llam ado a la existencia para ser un yo autónom o dotado inevitablem ente en el «hoy» de cada m om ento algo preexis­
de dignidad hum ana. Aunque, como hemos dicho, el alm a tente, un dato previo para las decisiones históricas actuales y
hum ana procede inm ediatam ente de Dios, al parecer tam bién futuras. De ahí que las decisiones de uno pasen a ser y sean
es designio divino que no sea inm ediatam ente la voluntad de hecho — una vez más, por la m ism a naturaleza de las
creadora de Dios, sino el acto procreativo de los padres (que cosas— determ inantes y «m aterial» así configurado con el
es hum ano y, por tanto, no debe entenderse en sentido reduc- cual y en el cual tienen que efectuarse las decisiones libres de
tivam ente biológico) la ocasión personal para que Dios abra otro. Por eso, la «co-hum anidad» ya m entada y la existencia
al individuo originariam ente nuevo la entrada a su propia común de Dios y el hom bre en el único m undo implican un
existencia, entrada que, por tanto, se produce como conse­ condicionamiento recíproco por la libertad ajena. La «histo­
cuencia de este acto incom parable que los padres y Dios rea­ ria» es para todos un determ inante — surgido de la libertad y
lizan actuando como un «nosotros». (El posible abuso con­ configurado en cada hoy de una u otra m anera— de la posi­
firma lo dicho, lo mismo que cualquier otro m alogram iento ble actuación libre. Aquí no es preciso exponer con más deta­
de sí.) «Aunque» realizan el correspondiente acto de procrea­ lle el significado de la «historia» así entendida. Pero sí te­
ción, los padres tienen que dejar en manos de la «naturaleza» nemos que señalar las implicaciones con respecto al tem a
hum ana — creada por Dios— y, por tanto, «esperar» que «cuerpo y alma».
surja un nuevo individuo hum ano como tú personal de Dios, En prim er lugar, la inserción en la com unidad histórica
para recibirlo luego como su hijo. El hecho de que el co­ Dios-hombre incluye que no debe considerarse desvinculada
mienzo de la existencia de un nuevo, ser hum ano esté efectiva­ de la historia la respectiva constitución del individuo hu­
mente (también) en manos de los padres humanos y dependa mano, ni siquiera cuando nos fijamos en los principios entita-
de su libre decisión m uestra una vez m ás la «relatividad» tivos intrínsecos («alma» y «m ateria prim a»). Afirmar que el
del individuo hum ano dentro de la com unidad (—» familia; «ser-yo» procede inm ediatam ente de Dios no significa postu­
m atrim onio; relación entre los sexos y capacidad para el amor; lar en cada caso una creación originaria, sino una inclusión
valores y fundam entación de norm as). creadora en la com unidad de Dios y el hom bre en el m undo,
que se viene desarrollando desde hace tiempo. El m undo
debe entenderse ahora de forma que incluya tam bién la res­
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CUERPO V ALMA LA CORPOREIDAD, ¿ORIGEN DEL MAL?

pectiva situación histórica, que codeterm ina esencialmente el cuerpo y la carne son malos o arrastran el mal. Recta­
«la situacionalidad» de cada individuo. En la m edida en que mente entendida, esta convicción refleja algo que de suyo es
el individuo, como hemos visto, ocupa en el m undo su espa­ verdadero. El llam ado (en las páginas precedentes) «proto-
cio, llam ado «cuerpo», participa del m undo preciso que en yo», el «corazón» o el «alma» del individuo hum ano son el
cada caso se m uestra al comienzo de la existencia del intere­ momento libre del hom bre y, por así decir, se encuentran
sado. Pasa a ser un eslabón dentro de una cadena generacio­ nuevam ente libres y no decididos en cada situación que exige
nal, sin perjuicio de su ser-yo insustituible. Así — por muy in­ tom ar resoluciones.
quietante que esto pueda parecer— , en la m edida en que Por libertad personal entendem os la decisión que, en cada
participa del universo por la corporeidad, recibe como «parti- situación concreta, el yo debe y puede tom ar para que se dé
cipativam ente» propio todo lo ocurrido en la historia hasta el un com portam iento dueño de sí mismo o bien para m antener
momento, y ello tanto para bien como para mal, cosa que no o revocar una decisión ya tom ada. Desde esta perspectiva, no
es preciso dem ostrar aquí. (Evidentem ente, esto forma parte cabe considerar en sí mismo bueno o malo el principio desde
del misterio del am or de Dios, que fundó una com unidad li­ el que se tom a la decisión y, por tanto, se decide sobre la
bre para él y para el hombre y creyó poder cargar y cargar­ conducta «buena» o «mala». El yo (el corazón, el alma) no es
nos con las «consecuencias».) Esta situacionalidad, convertida ya de antemano malo (o bueno), es decir, no está decidido y
en una «parte» de mi corporeidad, no debe considerarse determ inado hacia el mal (bien) o por el mal (bien). Esto
como algo sim plem ente ajeno al yo. A unque no es mi yo origi­ contradiría la libertad aquí m entada. Pero, por otra parte, el
nario ni procede de él, forma parte de mí. Esta diferencia per­ «mundo» y, por tanto, la corporeidad propia son tales que
mite que yo, y dentro de mí, supere lo que en cada caso hay (exceptuando el «comienzo») poseen en cada caso una confi­
ya de opuesto a Dios y a mí en el m undo y en la historia. guración determ inada que, como hemos visto, está m arcada
El hecho de que el individuo hum ano sea esencialmente por múltiples decisiones libres anteriores. Esta previa deter­
m iem bro de la hum anidad entera y la historicidad recién es­ minación surgida de la libertad representa el m arco de condi­
bozada constituye tam bién una posible clave para com pren­ cionamientos para la decisión libre que en el ahora de cada
der y ordenar los fenómenos de la existencia hum ana de­ momento ha de tom ar el yo, el alm a, en cuanto instancia de
signados con expresiones como «arquetipos» (en principio decisión libre del hom bre individual. El m undo y la corporei­
inconscientes), «opciones comunes a toda la hum anidad», dad propia siempre se encuentran de antem ano determ inados
«solidaridad hum ana universal», «convicciones básicas que de algún modo, aunque no se trate de una determ inación de­
no es preciso dem ostrar», etc., incluidas las mitologías co­ finitiva que no deje margen para la libertad concreta. Si tal
munes a todos los hom bres (como interpretaciones de la exis­ determ inación, que procede de muchos determ inantes, está
tencia), así como la situación fundam ental de la existencia m arcada por decisiones m alas (aunque sean pocas o incluso
fáctica que el cristianism o designa con el térm ino pecado o ri­ una sola), semejante determ inación m ala es algo necesaria­
ginal (—* historia del m undo e historia de la salvación; m ito y mente previo e influyente. Entonces se requiere una decisión
ciencia; naturaleza e historia). libre que se oponga a tales determ inaciones (parciales) para
transform ar la historia y, con ella, el m undo (en la m edida en
h) La corporeidad, ¿origen del mal? que una libertad tenga poder y voluntad para ello). De aquí
que, en este aspecto, la corporeidad actual de todos (!) los
Aquí habría que explicar tam bién la causa de una experien­ hombres (cf. la solidaridad explicada) sea en cierta m edida
cia, una concepción y una afirmación que se repiten constan­ una corporeidad determ inada por resoluciones libres tom adas
tem ente y, al parecer, no se pueden erradicar: que la m ateria, previamente.
62 63
CUERPO Y ALMA TEM PORALIDAD Y PLENITUD ESCATOLÒGICA

Según el dogm a cristiano, una resolución libre (llam ada otras palabras: la certeza de la incorruptibilidad del alm a es­
pecado de los orígenes) constituye la raíz del mal que aparece piritual se deriva de la fe en la perm anente prom esa creadora
como el dato experiencial históricam ente necesario de una de Dios y en modo alguno del alm a como tal. M ientras Dios
fuerza que inclina hacia el mal, cuando no como una depen­ no revoque este designio suyo, es seguro que el hom bre se­
dencia de él, al m argen de lo que quepa decir en concreto so­ guirá existiendo desde su condición de origen de sí mismo.
bre este conjunto de problem as (cf. la doctrina sobre el lla­ El «alma» (en la concepción que siempre se presupone
mado pecado original). aquí) tiene en su corporeidad su temporalidad, que no debe en­
Por más que esta explicación tenga una base sólida en lo tenderse en el sentido de una duración física. Por ser un prin­
concerniente a la valoración de la m ateria y la corporeidad, cipio originario, confiere al hom bre la capacidad de autorrea-
no debe entenderse (nuevam ente) en el sentido de que la m a­ lizarse, es decir, no de «vegetar» de algún modo, sino de
teria, el cuerpo, la carne, etc., sean malos por principio y con asum ir y configurar su propia vida de forma personal y libre.
anterioridad a cualquier decisión. Esto llevaría inevitable­ Esta autorrealización, por estar im plicada en el ser-hom bre
m ente a un dualism o insostenible de cuño m aniqueo (—» con­ en cuanto «cuerpo» y «alm a», se efectúa «en el tiempo», es
ciencia; culpa y pecado; determ inación y libertad; negativi- decir, en el período de decisión (kairós) dispuesto personal­
dad y mal). mente por Dios. De ahí que, desde este punto de vista, no
com peta «de suyo» al alm a la eternidad o la «duración eterna
i) «Cuerpo y alma»: temporalidad y plenitud escatològica del ser». Eso estaría en contradicción con la m encionada po­
sibilidad de decidir en la corporeidad. El alm a debe, más
Por último, vamos a indicar brevem ente que de nuestras con­ bien, aprovechar su tiem po («comprarlo»; cf. Ef. 5,16). Sólo
sideraciones se deducen algunas consecuencias para el pro­ sobre la base de una tem poralidad aprovechada, y tras ella,
blema de la m uerte, para la «inm ortalidad» del alm a, para la puede la autodecisión del individuo hum ano ser asum ida en
interpretación de la m uerte como separación del «cuerpo» y la resolución final y definitiva. Como es obvio, tal asunción
del «alma» y para la corporeidad en la eternidad. De todo únicam ente puede ser efectuada por la instancia libre que dio
ello se habla expresam ente en otro lugar. T am bién aquí te­ originariam ente al hom bre tiempo para la decisión. Sólo
nemos que m antener nuestras ideas y extraer las consecuen­ cuando esta instancia, Dios, transform a la decisión tom ada
cias pertinentes. Esto tiene particular vigencia en lo que res­ efectivamente en el tiempo oportuno en resolución y la acepta
pecta a la unidad del hom bre, constituida metafisicamente por y valora como tal, sólo entonces la decisión hum ana libre es
los principios en titativo s intrínsecos «alm a» y « m ateria tam bién para este hom bre resolución definitiva y, por tanto,
prim a» y que debe definirse concretamente como «cuerpo (hu­ perm anencia (eternidad).
m ano) anim ado» (= «hom bre vivo»). Si se afirm a que el Pero tal resolución firme, conseguida en el m om ento «fi­
alm a es espiritual y, por tanto, «in se subsistens», entonces es nal» del tiem po de decisión, afecta de nuevo al hom bre en­
posible atribuirle la incorruptibilidad, no propiam ente la «in­ tero y no sólo a su «alma». Por tanto, afecta tam bién a la
m ortalidad» (aunque esta expresión se use a m enudo), por­ corporeidad, pues ésta era, pese a los determ inantes histó­
que el «morir», si no se tom a en abstracto, sólo se afirma ricos y naturales previos, lo que había que configurar y, por
— y, por tanto, puede negarse— del individuo hum ano vivo, tanto, es la figura de la resolución. A quí no es preciso anali­
no de un «espíritu existente». Evidentem ente, esta incorrupti­ zar cómo «aparecerá» concretam ente. Pero, en todo caso, hay
bilidad sólo se m antiene bajo el presupuesto de la condición que retener que el m orir o la m uerte no desem bocan en la
creatural del hom bre, de la que constaría innegablem ente que term inante y definitiva separación del «alm a» y el «cuerpo».
perdurará para siempre, a pesar de su contingencia. Con Describir así la m uerte significa hablar un lenguaje diferente
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CUERPO Y ALMA

del que nos ha servido de base. El «alm a» está referida esen­


cialm ente al otro principio entitativo intrínseco del hom bre y
III. Del problema alma-cuerpo al problema
nunca se halla sin esa referencia. A nuestro juicio, no se mente-cerebro
puede afirm ar apodícticam ente que m orir y estar m uerto de­
ban entenderse como una disociación total (aunque provisio­
nal y transitoria) del «alma» y la «m ateria prim a». El hecho
de que hablemos del cadáver y no de un cuerpo dejado por el «El problem a cuerpo y alma vuelve a ser, hoy más aún que en
difunto es un indicio de que no hay que hablar necesaria­ pasados decenios, uno de los problem as capitales de la antro­
mente de un abandono total de la corporeidad, de una descor- pología.» Esta frase de Schulte es exacta y bien merece una ul­
porificación plena. En cualquier caso, perm anece la referencia terior explanación. Cuanto sigue pretende dar razón de ella,
esencial del alm a a su (total y definitiva) corporificación. Y al ofreciendo una rápida visión de conjunto del tem a y com ple­
menos a partir de aquí se explica que la form a escatológica m entando así la panorám ica histórica diseñada por Schulte.
plena del ser hum ano anunciada en el cristianism o, en la Los interrogantes de fondo contenidos en el problem a
que «cuerpo y alm a» serán configurados de nuevo o se posi­ alm a-cuerpo podrían form ularse, en un lenguaje simple, no
bilitará nuevam ente al alm a (en cuanto proto-principio ori­ técnico, del modo siguiente: ¿qué es el hombre?; ¿cuáles son
ginario) la propia corporificación, abarque todo lo que fue sus ingredientes base?; ¿cómo está constituido?; ¿es la suya
concedido en la creación o rig in aria, in clu id o el universo una hechura homogénea, unidim ensional, o, por el contrario,
presupuesto, para hacer m aterial y personalm ente posible que su innegable com plejidad funcional delata una esencial diver­
el hom bre fuera él mismo y existiera con Dios (—» historia del sidad ontològica? ¿Y en qué consistiría esa diversidad?; ¿hay
m undo e historia de la salvación; muerte y resurrección; tiem po y entre el hom bre y el resto de lo real una radical continuidad,
eternidad). con diferencias m eram ente cuantitativas o graduales?; ¿o el
hombre es irreductible a su entorno, y se distingue de él cua­
Raphael Schulte litativamente?
Son éstas las preguntas que atraviesan de parte a parte la
entera historia de la filosofía. Las mismas preguntas m antie­
[ 1 raducción: C. Fernández Barbera \ nen hoy vivo un apasionante debate interdisciplinar, en el
que intervienen, adem ás de filósofos, psicólogos y teólogos
(expertos en exclusiva del tem a hasta no hace m ucho), etó-
logos, biólogos, neurólogos y especialistas en cibernética. Pero
el rótulo bajo el que figuran las viejas preguntas ha sido reto­
cado. En vez del problem a alma-cuerpo, en nuestros días se ha­
bla del problem a mente-cerebro. M ás concretam ente, la discu­
sión actual gira en torno a estas dos cuestiones: ¿existe eso
que llamamos mente?; caso de que exista, ¿es algo distinto del
cerebro? Con otras palabras: ¿basta esa estructura orgánica,
prodigiosam ente sofisticada, que es el cerebro, para explicar
la conducta, facultades y propiedades del ser humano?; ¿o es
preciso postular otro factor explicativo del fenómeno hombre,
no orgánico, no m aterial?
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CUERPO Y ALMA MENTE-CEREBRO: TRES PROPUESTAS FILOSÓFICAS

De las dos cuestiones, la prim era (existencia de la mente) ducta». La m ente es, pues, una realidad objetiva; no es la
recibe hoy una respuesta afirm ativa prácticam ente unánim e, conducta, sino el principio interno de la conducta.
pasada ya la que alguien denominó «larga y tediosa noche Es esta rehabilitación del carácter real de la m ente lo que
conductista» (M . Bunge). La atención se centra, por tanto, funda la actualidad y urgencia del problem a m ente-cerebro.
ahora en la segunda cuestión, en el problem a mente-cerebro Según Feigl, lejos de ser un pseudoproblem a, como procla­
propiam ente dicho: ¿se identifica el yo, la autoconciencia, la m aba la vulgata conductista, es la cuestión que «está otra vez
m ente (lo otrora designado con el término «alm a»), con una en la avanzada de las discusiones filosóficas más activas e in­
entidad corporal, biológica o fisicoquímica? teligentes». La respuesta de Feigl a la misma va a ser la de la
Exam inarem os en prim er lugar los tres modelos de res­ identidad psiconeural: la m ente existe, pero es el cerebro.
puesta al problem a elaborados actualm ente desde una óptica La razón principal aducida por Feigl en favor de su hipó­
filosófica: la teoría de la identidad (H. Feigl), el emergen- tesis es «el principio de economía», irrenunciable en todo dis­
tismo (M. Bunge) y el dualism o interaccionista (K. Popper). curso científico, que exige no m ultiplicar sin necesidad las
Veremos a continuación cómo se plantea y se resuelve el pro­ causas de un fenómeno. Si algún elemento de la textura so­
blema desde el ángulo (hasta hace poco inusitado) de la ci­ m ática hum ana basta para explicar convincentem ente todos
bernética. Cerrarem os, en fin, estas páginas con unas breves los procesos, eventos y estados m entales, no hay por qué re­
reflexiones conclusivas. currir a otro factor inm aterial, no corporal. Si, pues, el fan­
tástico órgano que es el cerebro da razón suficiente de la
vasta gam a de propiedades, modos de conducta y atributos
1. Mente-cerebro: tres propuestas filosóficas del ser hum ano, no cabe postular otra causa de los mismos.
Así planteada, la cuestión puede ya form ularse en términos
1. H erbert Feigl, filósofo de origen alem án nacionalizado relativam ente sencillos: ¿está la neurología en situación de
norteam ericano, es el creador de la teoría de la identidad responsabilizar al cerebro de todo aquello de lo que es capaz
m ente-cerebro, expuesta en su libro The «Mental» and the el hombre?
«Physical» y am pliam ente divulgada entre filósofos y neuró­ Para Feigl, la respuesta ha de ser afirmativa. Los procesos
logos anglosajones como J. J. C. Sm art, D. M. Arm strong, teleológicos de la mente, la intencionalidad de la conducta, la
C. U. M. Smith, etc. Posteriorm ente, el propio Feigl m ani­ cognición, la elección, la volición, etc., son todos fenómenos a
festó serias reservas sobre la validez de su hipótesis, lo que no los que la psicofisiologia actual puede asignar una causa neu­
obsta para que ésta continúe siendo «actualm ente la más in­ rològica. Tom em os el caso límite del acto volitivo libre; Feigl
fluyente» (Popper) de todas las em itidas desde una ontología declara que tal acto, como cualquier otro proceso psicosom à­
m aterialista. tico, «podría en definitiva ser explicado como resultante de
El prim er objetivo de Feigl es la superación del conduc- estados y procesos cerebrales actuantes sobre diversas partes
tismo m ediante la reivindicación de la realidad de la mente. del organismo» y sería, en principio, «predecible» si se pu­
El hom bre es algo más que un mecanismo autom ático de es­ diese observar adecuadam ente el mecanismo cerebral que lo
tím ulo-respuesta; en él, am én de una conducta, hay factores produce. El pensador germ anoam ericano llega, incluso, a
causales de esa conducta; los eventos, procesos y estados im aginar la posibilidad de un «autocerebroscopio» en cuya
m entales poseen una realidad propia, anterior al com porta­ pantalla se reflejarían todas las corrientes nerviosas cerebrales
m iento y causante del mismo. Él ser hum ano es un yo cons­ y, consiguientem ente, se tendría constancia em pírica de todos
ciente, dotado de una «estructura central de la personalidad», nuestros estados, procesos y eventos mentales.
que opera como «eslabón en la cadena causal de nuestra con­ Sin em bargo, prosigue Feigl, el lenguaje «m entalista» con­
68 69
CUERPO Y ALMA MENTE-CEREBRO: TRES PROPUESTAS FILOSÓFICAS

serva todavía su razón de ser, habida cuenta de la radical di­ procesos evolutivos son aquellos en los que emergen cosas
versidad con que experim entam os lo psíquico y lo físico: lo nuevas, entes que poseen propiedades que no han existido
psíquico es percibido por vía de conocimiento autoconsciente; antes. El fisicalista consecuente se verá obligado o a negar la
lo físico se percibe como objeto distinto de la propia autocon- evolución, el plusdevenir de una realidad que va de menos a
ciencia. A hora bien, los térm inos del vocabulario neurofisioló- más, o a considerar sus efectos como puras modificaciones
gico denotan exactam ente los mismos eventos o estados m en­ cosméticas.
tales denotados por los términos del vocabulario introspectivo. Pero volvamos a nuestro asunto. El filósofo argentino M a­
La ontología que sustenta la teoría de la identidad es el rio Bunge es un distinguido exponente de la aplicación del
m aterialism o fisicalista. Feigl sostiene no sólo que la m ente es m aterialism o em ergentista al problem a mente-cerebro. 1 ras
el cerebro y que, por tanto, lo psíquico es reducible a lo bio­ rechazar (por cierto, en térm inos insólitam ente duros) el
lógico, sino adem ás que lo biológico es, a su vez, reducible a punto de vista fisicalista, Bunge impone a la teoría de la
lo físico. El monismo m aterialista de los teóricos de la identi­ identidad un im portante retoque: si bien la m ente es el cere­
dad no se lim ita, pues, a aseverar una unicidad de sustancia bro, «el cerebro (hum ano) difiere cualitativam ente de cual­
que abarca a todo lo existente (sólo existe en la m ateria); quier otro sistem a material». El sistema nervioso central del
afirm a tam bién una unicidad de propiedades: «las leyes bá­ hombre es un biosistema provisto de propiedades y leyes pe­
sicas del universo son exclusivamente físicas». Lo que resulta culiares, que rebasan no ya el nivel fisicoquímico, sino in­
de esta doble reducción (de lo psíquico a lo biológico, de lo cluso el de la biología general. El cerebro hum ano es em er­
biológico a lo físico) es una realidad hom ogeneizada, sin des­ gente respecto al área misma de la biosfera; y así, una teoría
niveles, sin saltos cualitativos, sin rupturas entre ser y ser, en de la m ente tiene que poder dar cuenta, ante todo, «de la es­
la que rige una rigurosa continuidad, del átom o de hidrógeno pecificidad de lo m ental», pero tam bién ha de poder «distin­
al hombre. guir al hom bre de su pariente más próximo, el chimpancé».
«Los sucesos m entales son ciertam ente em ergentes res­
2. ¿Es aceptable esta representación de lo real? El m ateria­ pecto de los sucesos biológicos no m entales». Consiguiente­
lismo em ergentista piensa que no. Es cierto que sólo existe la mente, prosigue Bunge, «todo estado m ental es un estado ce­
m ateria, que todo lo real es m aterial; pero la m ateria se des­ rebral, pero no viceversa»; únicam ente la actividad cerebral
pliega en niveles de ser cualitativam ente distintos. C ada uno específica de ciertos sistemas neuronales es actividad mental.
de estos niveles supone al anterior, pero lo supera ontológica- La propiedad em ergente más destacada del sistema cerebral
m ente y es irreductible a él. El emergentismo defiende, pues, hum ano es «la plasticidad», su aptitud para la autoprogra-
un monismo de sustancia (la m ateria es la única sustancia mación y autoorganización, debida al hecho de que la conec-
base) y un pluralism o de propiedades (esa única sustancia se tividad intercelular es variable, no está fijada de antem ano y
articula en esferas de ser diversas, regidas por leyes diversas para siempre. De la plasticidad, en fin, derivan las cualidades
y dotadas de capacidades funcionales diversas). irreductibles del cerebro, lo que en una palabra llam am os mente.
El agum ento capital del em ergentismo es el carácter ex­ Así pues, a la pregunta de qué es la m ente, Bunge res­
traordinariam ente variado, rico, multiforme y creativo de la ponde: «La m ente no es un ente separado del cerebro o p ara­
realidad. La homogeneización de ésta, su reducción a un mo­ lelo a él o interactuante con él... La m ente es una colección
nismo reduplicativo (de sustancia y de propiedades), no se de actividades del cerebro» (contra el dualism o)... «Propie­
ajusta a la experiencia; nosotros experienciamos el m undo dad em ergente que sólo poseen los organismos dotados de sis­
como ám bito de lo distinto, no de lo idéntico. El' em ergen­ temas neuronales plásticos de gran com plejidad» (contra el fi­
tismo exhibe contra el fisicalismo el hecho de la evolución: los sicalismo).
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CUERPO Y ALMA MENTE-CEREBRO: PROPUESTA DE I.OS CIBERNÉTICOS

3. H asta aquí, las interpretaciones m aterialistas del pro­ efecto es real, a fortiori habrá de serlo la causa), sino adem ás
blema m ente-cerebro en su doble versión, la fisicalista y la porque la interacción M undo 3-M undo 1 es posible única­
em ergentista. Pero se equivocaría quien pensase que el mo­ mente m ediante el trám ite de procesos m entales (entidades
nismo m aterialista es la hipótesis predom inante; según el tes­ del M undo 2).
tim onio — obviam ente no sospechoso— de Bunge, el dua­ En suma, concluye Popper, adem ás de la realidad física
lismo continúa siendo hoy la teoría más popular entre (M undo 1), existen los mundos 2 y 3 (la realidad subjetiva
filósofos, psicólogos y neurólogos. En lo tocante a los filósofos, que llamamos m ente y sus productos, incorporados o incor­
el nom bre más representativo es sin duda el de K arl Popper. porales); esos tres mundos interactúan recíprocam ente. La
Popper aborda el problem a m ente-cerebro desde la pers­ m ente, «el yo consciente», seguram ente surgido por evolución
pectiva de su famosa teoría de los tres mundos. Además del de la m ateria autoorganizada, es una entidad real que tras­
m undo de las entidades físicas (M undo 1), existen el m undo ciende lo puram ente físico y corporal, aunque precise de ello
de los fenómenos mentales (estados de conciencia, experien­ para existir. Dicho más claram ente, la mente (M undo 2, enti­
cias subjetivas, disposiciones psicológicas...), o M undo 2, y el dad inm aterial aunque no desencarnada ni desencarnable) es
m undo de los productos de la m ente hum ana (las historias, distinta del cerebro (M undo 1), pero interactúa con él. Es el
las teorías científicas, los mitos explicativos, las instituciones yo (o la mente) quien posee un cerebro, y no el cerebro quien
sociales, las obras de arte...), o M undo 3. N adie duda de la posee un yo. Popper llega incluso a m anifestar su acuerdo bá­
realidad del M undo 1. ¿Cómo probar la de los m undos 2 y 3? sico con las metáforas platónicas del timonel y el barco, el
Según Popper, es real todo aquello que produce efectos em­ auriga y el carro, el músico y el instrum ento: «Como decía
píricam ente com probables. Serán, pues, reales las entidades Platón, la m ente es el timonel»; el yo «es el ejecutante, cuyo
que, sea cual fuere su naturaleza, «pueden actuar causalmente instrum ento es el cerebro»; «pienso que el yo, en cierto sen­
o interactuar con cosas materiales reales ordinarias», incluso tido, toca el cerebro del mismo modo que un pianista toca el
si su realidad parece más abstracta que la de las cosas ordi­ piano».
narias. Pues bien, los objetos del M undo 3 son reales en este El dualism o interaccionista de Popper ha recibido el re­
sentido: independientem ente de su m aterialización o «incor­ frendo entusiasta de Eccles, que no es el único neurólogo de
poración», actúan o pueden actuar sobre el M undo 1. relieve que se declara dualista; antes que él lo había hecho su
Tomemos como ejemplo una teoría científica; su aplica­ m aestro Sherrington, y hoy com parten su opción figuras tan
ción «puede transform ar la faz del m undo y, por consiguiente, sobresalientes como Penfield y Sperry. El problem a mente-ce-
el M undo 1». Q uien se percate de lo que ha significado la rebro dista, pues, de haberse solventado en favor de los m ate­
teoría de la física atóm ica para H iroshim a, no podrá negar rialismos desde el ám bito empírico de la neurología; como se
que son precisam ente los productos de la mente — ciuda­ recordará, tal era la esperanza de los teóricos de la identidad,
danos del M undo 3— los factores más eficaces de una trans­ esperanza que se revela, hoy por hoy, infundada.
m utación de la realidad física. Y ello aun cuando la teoría
científica no conduzca necesariam ente a la fabricación de un
objeto del M undo 1; si es exacta y fértil, induce por sí sola, 2. Mente-cerebro: la propuesta de los cibernéticos
sin ninguna mediación m aterial, corpóreo-física, modifica­
ciones reales en el M undo 1. Lo que significa que hay entidades La últim a aproxim ación al debate que nos ocupa procede de
reales que son incorporales. un área novísima en el concierto de las ciencias: la que se
La realidad del M undo 3, prosigue Popper, exige la del ocupa de los ordenadores y de la teoría cibernética en gene­
M undo 2. No sólo porque aquél es efecto de éste (y si el ral. Realm ente los intentos de homologar los organismos
72 73
CUERPO y ALMA. MENTE-CEREBRO: PROPUESTA DE LOS CIBERNÉTICOS

vivos y las m áquinas son muy antiguos, pero sólo com enza­ U na vez sentado el postulado fisicalista como prem isa
ron a ser tom ados en consideración cuando la electrónica re­ m ayor del discurso, se procede de inm ediato a la doble ho­
volucionó el m undo de aquéllas, llevándolas a un tan alto mologación m ente-cerebro, cerebro-m áquina. «Las investiga­
grado de sofisticación que im ponen irresistiblem ente la cues­ ciones neurofisiológicas de los últimos treinta años demuestran
tión fascinante de si no llegarán a rivalizar con los hombres de forma clara que las hipótesis anteriores (sobre la n atu ra­
— e incluso a sobrepasarlos— en sus capacidades funcionales. leza de la mente) son inaceptables»; «en la actualidad, si se
Ahora bien, si una m áquina puede ser una entidad inteli­ analiza qué es la m ente..., no queda ya otro rem edio que ad­
gente, ¿por qué no considerar a los organismos inteligentes m itir que se trata de un proceso m aterial... Los procesos
como m áquinas? m entales, que en realidad deben entenderse como procesos de
En rigor, la lógica del discurso fisicalista anticipaba ya elaboración de información, son auténticos procesos físicos...
esta homologación entre el hom bre y la m áquina. En efecto, Desde un punto de vista estructural, los procesos cósmicos,
el postulado del fisicalismo es la reducción de todo lo real a biológicos y m entales son de la m isma naturaleza». La inteli­
los parám etros de lo físico. La m ente es el cerebro, pero el ce­ gencia natural del hom bre y la inteligencia artificial de la
rebro es, en último análisis, una estructura física, regida por m áquina son «producto directo de la física», subyacen a las
leyes físicas y dotada de propiedades físicas. Un correligiona­ mismas leyes y funcionan según los mismos mecanismos:
rio de Feigl, D. M . Arm strong, se expresa en este punto con «pensar es sim plem ente un proceso fisicoquímico». C itando a
sum a claridad: supuesto que la m ente es el cerebro y que Thom as H. Huxley, Ruiz de Gopegui rem ata esta interpreta­
éste, en cuanto realidad biológica, «es explicable en principio ción m aquinista del hom bre con la frase «somos autóm atas
como una aplicación particular de las leyes de la física», se conscientes».
sigue que «el hom bre no es sino un objeto m aterial y no tiene Pero, si bien se m ira, tam bién la m áquina es — al menos
sino propiedades físicas». potencialm ente— un «autóm ata consciente». La consciencia,
D ando un paso más, D. M ackay se atreve a sugerir que en efecto, o para decirlo más claram ente, la autoconciencia, no
«toda conducta hum ana tendrá un día una explicación m ecá­ es en modo alguno privilegio exclusivo del hom bre. «Las m á­
nica» y que no hay que esperar mucho para «hallar un susti­ quinas inteligentes de m añana... serán en cierto modo cons­
tuto mecánico de las tomas de decisión racional-hum ana». cientes en el sentido de que podrán saber lo que quieren hacer
En esta m isma línea, probablem ente la expresión más ca­ y por qué lo quieren hacer». Dado que la autoconciencia es
tegórica de la ecuación hom bre-m áquina, y tam bién la más sólo un tipo de conocimiento abstractivo, para alcanzar este
radical, sea la ofrecida recientem ente por el cibernético espa­ nivel se precisa únicam ente perfeccionar la aptitud para las
ñol Luis Ruiz de Gopegui. He aquí una síntesis de su pensa­ operaciones abstractas que ya ahora poseen las m áquinas, si
miento. bien en proporciones todavía modestas. Con la autoconcien­
El punto de partida es la aseveración de un robusto mo­ cia, la inteligencia artificial alcanzará tam bién la cualidad de
nismo fisicalista y la consiguiente repulsa no sólo del dua­ la subjetividad. A la postre, pues, se habrá desem bocado en
lismo sino de cualquier otro m aterialism o, especialm ente del «la autoconciencia artificial», en «la m áquina-sujeto».
emergentismo. «Los avances de la cibernética, la informática En todo este proceso de consecución de la autoconciencia
y la neurofisiología... han consolidado la postura del reduc- subjetiva por parte de la m áquina desem peñan un papel deci­
cionismo fisicalista». R eiterando algo ya señalado anterior­ sivo los mecanismos de aprendizaje. N ada se opone, según
m ente por Arm strong, Ruiz de Gopegui considera el m ateria­ nuestro autor, a que la inteligencia artificial, que ya está
lismo em ergente una simple «versión m oderna y pagana más equipada de m em oria y de capacidad de razonam iento, asi­
o menos desfigurada del viejo dualismo». mile tales mecanismos. «Las diferentes etapas que componen
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CUERPO Y ALMA MENTE-CEREBRO: PROPUESTA DE LOS CIBERNÉTICOS

un proceso de aprendizaje son todas operaciones al alcance ción de la información), decisión (elección de la alternativa
de nuestros modestos com putadores electrónicos». más favorable) y ejecución (acto volitivo), com ponen una se­
En suma, y recapitulando: ni el discurso racional, ni la cuencia explicable según «un esquem a cibernético». N ada
aptitud para el aprendizaje, ni la autoconciencia, ni la subje­ hay aquí que no sea físico-mecánico. Luego nada im pide que
tividad son cualidades privativas del hombre; todas ellas pue­ las m áquinas tom en decisiones, incluso «decisiones emocio­
den serlo tam bién de la m áquina. Q ueda una, sin embargo, nales».
particularm ente delicada por las implicaciones que com porta, De esta com prensión cibernética de lo hum ano, que ex­
tanto de orden ético como de orden político o social: la capa­ plota hasta sus últim as consecuencias el postulado del reduc-
cidad de decisión o elección. ¿Será ésta al menos, en últim a cionismo fisicalista, se desprenden unos cuantos corolarios no
instancia, la divisoria infranqueable entre el hom bre y la m á­ desdeñables. Lejos de escam otearlos, dada su presum ible im ­
quina? popularidad, Ruiz de Gopegui los form ula con una franqueza
Ruiz de Gopegui no lo cree así. En su opinión, el «auto- digna de encomio. Ante todo, la demolición de cualquier
nomocentrismo», la creencia de que el hom bre es un ser libre forma de hum anism o, si por tal se entiende la adjudicación al
y autónom o, es el último reducto de la propensión (reiterada­ hom bre de algún tipo de preem inencia sobre su entorno.
m ente refutada por la ciencia) del ser hum ano a considerarse C onsum ada esta operación previa de acoso y derribo de lo
distinto y superior al resto de la realidad. Dicha propensión hum ano en lo que pueda tener de singular o único, el paso si­
ha generado sucesivam ente el geocentrismo — derrocado por guiente consiste en invertir el orden de procedencia: hasta
las ciencias astronóm icas— , el antropocentrism o — caducado ahora, el hom bre ha sido superior a la m áquina. No está le­
por Darwin y las ciencias biológicas— y, en fin, el antedicho jano el día en que la m áquina será superior al hom bre. «Las
autonom ocentrism o, llam ado a desaparecer ante la ofensiva m áquinas inteligentes irán tom ando el control de todo, hasta
de una nueva ciencia: la cibernética. El hom bre tendrá que term inar adueñándose del m undo de la política». \ un día el
rendirse finalmente a la evidencia de que «su cerebro no es hom bre se apercibirá, con asom bro y resignación, de que
más que una m áquina. Y como no es concebible que una m á­ «una nueva generación de com putadores... será la que dicte e
quina pueda ser libre, la hum anidad llega-rá así a com prender im ponga las leyes por las que él mismo debe regirse». Dicho
que la libertad individual no tiene sentido alguno», es un más crudam ente: el porvenir que aguarda al hom bre es el de
mero «espejismo». convertirse en «el chico de los recados de los robots del fu­
Por otra parte, la capacidad de elegir o decidir no tiene turo».
nada que ver con el libre albedrío; en realidad obedece a una U n último corolario es la desaparición del horizonte ético.
serie de circuitos, program as y datos de entrada «cuyo con­ Si el hom bre no es libre, tam poco es responsable. La m oral
trol resulta totalm ente ajeno al individuo, particularm ente en es reducible a la sociología y la psicología, las cuales, a su
el m om ento preciso de la decisión». La actuación de éste «es vez, y a través de lo biológico, son reducibles a la física. «No
consecuencia inexorable de causas antecedentes» sobre las se es bueno o malo, listo o torpe, etc., sino que se está bien o
que no tiene ningún poder. «Mi elección, pues, está condicio­ mal program ado». Por lo dem ás, con la abrogación de la li­
nada por algo que yo no controlo, y esto, evidentem ente, me bertad individual quedarán abrogados tam bién los conceptos
priva de toda libertad». El individuo se siente libre porque ha de libertades sociales. Consiguientem ente, «las estructuras
hecho lo que quería, pero lo que quería estaba «totalm ente políticas vigentes en la actualidad, basadas principalm ente en
condicionado por agentes no controlados ni controlables por la idea de libertad individual, habrán sido com pletam ente re­
él». Los cuatro pasos en que se articula la volición, a saber, novadas». El sentido del térm ino «renovadas» (que en este
concepción (obtención de inform ación), deliberación (elabora­ contexto parece eufemístico) se precisa sin am bages en la
76 77
CUERPO Y ALMA RKFLKXIONKS CONCLUSIVAS

frase siguiente: «El m undo entero se cree y se siente libre bate, es de orden empírico: la ciencia dem ostrará m añana lo
“por derecho n atu ral”. La libertad se ha convertido en un que se profetiza hoy. Ante esta forma de argum entación
nuevo opio del pueblo. C am biar esta estructuración neuronal («materialism o prom etedor» la llam a sardónicam ente Pop­
requerirá un esfuerzo evolutivo de gran im portancia». per), quedan en suspenso otros tipos de raciocinio y sólo cabe
la práctica del wait and see: esperar y ver si tan miríficos pro­
nósticos se cum plen. Desde posiciones filosóficas o teológicas
3. Reflexiones conclusivas distintas, se puede estar seguro de que este m aterialism o pro­
m etedor no cum plirá su palabra. Pero ¿cómo persuadir a sus
La rápida panorám ica esbozada en las páginas precedentes partidarios de la inviabilidad de su propósito?
da pie para algunas reflexiones, a guisa de valoración crítica. A lo sumo, pueden (y deben) hacerse observaciones de ca­
Las más obvias, como es natural, se refieren al monismo fisi- rácter formal. Por ejemplo, las siguientes:
calista y, sobre todo, a sus últim as derivaciones en los teó­ a) Desde el m omento en que eminentes neurólogos con­
ricos de la cibernética. Comencemos, pues, por ellas. tem poráneos (Eccles, Penfield, Sperry) recusan decidida­
La posición de Ruiz de Gopegui puede parecer a algunos mente la identidad mente-cerebro, es falso que la neurología
dem asiado extrem ista para poder ser tom ada en serio. En mi actual «dem uestre» tal identidad, como afirm an repetida­
opinión, sin em bargo, sería un grave error m inusvalorar su mente Arm strong y Ruiz de Gopegui.
relevancia. El m érito de su obra estriba, a mi juicio, precisa­ b) Supuesto que una franja muy consistente del m oderno
m ente en haber tenido el coraje de pensar hasta el fondo una monismo m aterialista (em ergentistas, m aterialistas dialéc­
hipótesis base y de hacerlo en alta voz y con un lenguaje ticos) se m uestra abiertam ente beligerante frente al reduccio-
inequívoco. El mensaje de Ruiz de Gopegui no es original: nismo fisicalista, es falso que la identidad cerebro-m áquina
Arm strong, Turing, M ackay y otros lo habían anticipado ya sea, al día de la fecha, un valor consolidado, como estima con
en sus líneas m aestras. Sí lo es, en cambio, el tono en que se su im perturbable optimism o Ruiz de Gopegui.
profiere. La sustancia de ese mensaje está, expresa o tácita­ c) El mismo Ruiz de Gopegui, con una honestidad inte­
mente, en la m ente y en el corazón de muchos de nuestros lectual que le honra, no oculta — como no lo ocultaban Feigl
contem poráneos, tocados por la fascinación de la ciencia y la y A rm strong— los puntos oscuros que aún quedan por diluci­
técnica y dispuestos a creer en todo lo que cierta racionalidad dar en su teoría: no se sabe qué es la m em oria, cómo se crea
técnico-científica les diga; en realidad, nos hallamos ante una una melodía, cómo llega a com prenderse algo que no se en­
m anifestación más de la ya declinante «fe en el progreso», a tendía, cuál es la localización de la autoconciencia y, en fin,
la que la tecnología de punta concede una prórroga del plazo qué es la m ateria.
de caducidad. No obstante, la crudeza de las consecuencias Ante este cúmulo de lagunas, que afectan a puntos neu­
form uladas por Ruiz de Gopegui disuadirá a muchos de con­ rálgicos de la hipótesis mecanicista, ¿se puede presentar ésta
venir en sus conclusiones, aun aceptando sus prem isas. El li­ como algo más que una conjetura altam ente aventurada? Un
bro de nuestro com patriota tiene, pues, la ventaja no pe­ ejemplo de la im pávida desenvoltura con que Ruiz de Gope­
queña de servir para un saludable ejercicio de discernim iento gui defiende su posición nos lo proporciona él mismo, en un
de espíritus. párrafo deliciosamente definidor de su talante: «Tanto desde
Por lo demás, una refutación metafísica o teológica de el punto de vista ontològico como desde el epistemológico,
esta interpretación del hom bre está fuera de lugar, pues no existen razones fundadas para suponer que el universo... es
sería de recibo para nuestro interlocutor. La sola instancia reduccionista, aunque una parte considerable de los filósofos y cientí­
decisoria, en el terreno en que el fisicalismo ha situado el de­ ficos actuales piensen lo contrario».
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CUERPO Y AI.MA REFLEXIONES CONCLUSIVAS

Si del monismo fisicalista pasam os al otro extremo, el al em ergentismo (como, por lo demás, habían hecho antes
dualism o interaccionista de Popper, las perplejidades subsis­ Feigl, A rm strong y otros fisicalistas) de dualism o camuflado,
ten. En un prim er momento, la interpretación popperiana de está señalando el flanco más vulnerable de este sedicente m o­
la m ente parece bastante afín a la explicación em ergentista. nismo. ¿Es coherente seguir considerando material lo que, por
Por ello resulta doblem ente decepcionante su espectacular re­ hipótesis, diverge cualitativam ente del resto de la materia? Si
pliegue hacia una comprensión platónica de la relación la m ente representa un fenómeno auténticam ente emergente
m ente-cerebro (alm a-cuerpo). Com prensión que se distancia respecto de todas las restantes realidades, propiedades y leyes
polarm ente, no ya de los m aterialism os al uso, sino tam bién del m undo m aterial (las físicas, las quím icas, las biológicas),
de la antropología bíblica y teológica hoy vigente (cf. supra parece lógico inferir que la m ente es una realidad no física,
1,2.3 y 11,1). El cerebro (el cuerpo) vuelve a ser aquí, como no quím ica, no biológica, no material, por más que esté esen­
en los mejores momentos del cartesianismo, la res extensa, un cialm ente relacionada con todos esos niveles de lo real y no
mecanismo gobernado por la res cogitans, una entidad des-al- se dé sino en lo m aterial, lo biológico, lo somático.
m ada, y a la m ente entonces no le resta sino ser «el espíritu El litigio secular entre el monismo m aterialista y el d ua­
en la m áquina». Con lo que, una vez más, los extremos se to­ lismo desem boca así en una suerte de impasse. El em ergen­
can: el hom bre del dualism o no está tan lejos como parece tismo constituiría una buena salida si no fuese por su perti­
del robot del monismo fisicalista. naz obstinación en m antener el postulado aprioristico de la
Por lo que atañe al emergentismo, sus ventajas frente al m ateria como única realidad sustancial. Postulado tanto más
fisicalismo son innegables: se reconocen las diferencias cuali­ cuestionable cuanto que se erige en principio ontològico — y
tativas que m edian entre los distintos seres m undanos y, so­ no sólo metodológico— , a la vez que se confiesa que no es po­
bre todo, es posible una lectura hum anista de la realidad; el sible ofrecer una definición aceptable de esa sustancia única, salvo al
hom bre difiere esencialmente de su entorno, respecto del cual precio de incurrir en ostensibles tautologías (cf. C. U. Mou-
es irreductible y ontològicam ente superior. Siendo la m ente lines y J. Esquível).
una cualidad em ergente del cerebro, no se puede decir sin La tesis em ergentista puede, por el contrario, ser válida
más que lo m ental sea idéntico a lo cerebral: la mente, en si, más allá del postulado m onista-m aterialista, lo que en rea­
efecto, ostenta unas propiedades y unas facultades funcionales lidad quiere afirm ar es que con el hom bre aparece, por un
que rebasan lo puram ente biológico o fisiológico, y con m ayor proceso de trascendim iento de lo m aterial, algo ontològica­
razón lo físico. De otra parte, frente al dualism o, el monismo m ente distinto y mejor que lo dem ás, un algo que puede ser
em ergentista da razón de la experiencia que el yo encarnado llamado espíritu, alm a o mente (el nom bre im porta poco) y
hace de sí mismo como unidad psicosomàtica. El ser hum ano que es la m ateria autotrascendiéndose hacia lo nuevo. En
no es el saldo resultante de la interacción de dos seres, o de esta línea, los térm inos espíritu o alma denotarían sim plem ente
su unión puram ente accidental y episódica: es un ser ontolò­ la real peculiaridad e irreductibilidad de lo hum ano frente al
gicam ente uno, si bien extrañam ente dotado para cubrir con resto de lo m undano. Teológicam ente expresado, tales tér­
su peculiar ontologia toda la gam a de lo real, desde lo físico a minos significarían que el hom bre es el único ser creado «a
lo psíquico, pasando por lo quím ico y lo biológico. imagen de Dios»; que en él la realidad m aterial deviene
La teoría em ergentista contiene, sin em bargo, un aspecto sujeto de un diálogo interpersonal con el Creador; que, por
discutible. A él apuntan las críticas que le hacen los física- todo ello, no basta decir de él que es sólo materia o cuerpo, sino
listas: una vez afirm ado el pluralism o de propiedades cualita­ que es adem ás espíritu o alma; y que, finalmente, en este con­
tivam ente diversas e irreductibles, ¿qué sentido tiene afirm ar texto, «alm a no es otra cosa que la capacidad de referencia
un monismo de sustancia? C uando Ruiz de Gopegui moteja del hom bre a la verdad, al am or eterno» (Ratzinger).
80 81
C U E R P O Y Al.MA REFLEXIONES CONCLUSIVAS

A hora bien, llegados a este punto, es obligado preguntar­ se pone de relieve en la definición de Ratzinger antes citada. El
se si las viejas alternativas m aterialism o-espiritualism o y mo­ concepto de alm a está aquí al servicio (en función) de una ase­
nismo-dualismo no estarán ya agotadas y si el debate sobre veración primera, de orden axiológico: el hombre es el interlo­
ellas no resulta hoy estéril. A este propósito, puede ser útil cutor de Dios y, por ende, valor absoluto, fin no mediatizable,
recordar que culturas enteras que han alcanzado un alto magnitud singular, única e irreemplazable.
grado de sofisticación en el esclarecimiento del enigma del Ahora bien, si el hom bre vale realm ente más que cual­
hombre, incluso en el sondeo de su dim ensión trascendente quier otra cosa, si es sujeto frente a los objetos, persona
(por ejemplo, la cultura bíblica), no conocen los conceptos de frente a la naturaleza, ¿no tendrá que ser más? El plus axioló­
m ateria, espíritu, cuerpo, alm a, mente, cerebro. En lugar de gico que se le reconoce, ¿no está dem andando un plus ontolò­
tom ar como punto de partida del problem a hombre un plan­ gico, fundam ento y garantía del axiológico? El hom bre vale
team iento ontològico, ¿no será más prom etedor un plantea­ más porque es más. Si fuese como los restantes seres, si se in­
m iento axiológico? Q ue el hom bre sea valor absoluto es un tegrase con ellos en una especie de continuum homogéneo, no
principio profesado no sólo por los «dualistas» y los «espiri­ se ve por qué habría de valer más. De hecho, las onto-antro-
tualistas», sino tam bién por no pocos m aterialistas. Desde esa pologías m aterialistas que patrocinan un monismo estricto (fi­
común convicción se puede, en un segundo m omento, llegar sicalismo) no se lim itan a la afirmación ontològica; tarde o
al plano de la ontologia y reabrir el dossier m aterialism o- tem prano extraen de ella la obligada consecuencia axiológica,
espiritualism o. No, claro está, para reinstalarse en esa dia­ sustrayendo al hom bre su cualidad de sujeto, persona, valor
léctica, sino p ara ensayar su Aufhebung, su anulación por singular y único, para establecer la ecuación hom bre-m á­
elevación. quina, sujeto-objeto, persona-robot.
En realidad, si no terminológicam ente (pues los pensa­ Es por aquí por donde, a la postre, la cuestión que nos
dores de uno y otro bando continúan autodefiniéndose como ocupa term ina revelándose también como un asunto político.
«monistas m aterialistas» o «dualistas»), sí al menos concep­ Así lo ponía de manifiesto el sombrío pronóstico de Ruiz de
tualm ente, esta Aufhebung es ya un hecho constatable. El Gopegui, cuando asignaba al hom bre del próximo futuro el
em ergentismo ha m inado la com pacta ontologia de los mo­ papel de chico de los recados del robot y apuntaba la necesi­
nismos m aterialistas convencionales, haciéndola porosa, indu­ dad de modificar sustancialm ente el marco jurídico de las re­
ciendo en la presunta unicidad de sustancia la real pluralidad laciones sociales, detrayendo de él lo tocante a las libertades
de propiedades irreductibles. Por su parte, las antropologías individuales.
teológicas actuales, al hilo de la com prensión bíblica del No es cosa de detenerse ahora en este concepto de nuestro
hom bre y de la interpretación tom ista del binomio alma- tema; basta con dejar constancia de él para concluir como
cuerpo, superan los dualismos antropológicos clásicos (plato­ habíam os comenzado: con la constatación de que el problem a
nismo, cartesianism o y demás variantes) estipulando que el alma-cuerpo es, en verdad, el problem a capital de la antropo­
hom bre es, en el plano real, físico-concreto, unidad psicoso­ logía.
m àtica, y trasladando la dualidad del plano físico al m etafi­
sico, de la esfera del ser a la de los principios de ser. Juan Luis Ruiz de la Peña
Pero volvamos a la propuesta antes avanzada: el pro­
blema hombre debe ser atacado, en prim era instancia, desde la
axiología, no desde la ontologia. Al menos para la antropología
teológica, este planteamiento es correcto: en ella, efectivamente,
la aserción del alma es subsidiaria, segunda y funcional, como
82 83
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I. El problema de la muerte (Gisbert Greshake) 92 3. ¿Qué significa la resurrección del cuerpo? 148
a) Intentos recientes de concreción 148
II. Interpretaciones de la muerte en la sociedad actual 96 b) Límites de un discurso responsable 152
1. La «muerte natural» 96
a) La tesis y su origen 96 V. Significado de la esperanza cristiana en la resurrección 154
b) Interrogantes 98
2. Interpretación marxista de la muerte 103 VI. Estado intermedio: breve historia de la cuestión (Juan Luis
a) Postura y origen 103 Ruiz de la Peña) 158
b) Interrogantes 106
3. Función hermenéutica de la muerte 108
a) Significado en la historia y en el presente 108
b) Limitaciones 112
c) Reflexiones ulteriores 113 Artículos complementarios
4. La muerte, un fin puramente relativo: la inmortalidad del alma 114 Agonía y asistencia a los moribundos; angustia y confianza cristiana;
a) Fenómenos originarios 114 ateísmo y ocultamiento de Dios; autonomía y condición creatural; cris­
b) Alma inmortal - cuerpo mortal 116 tianismo y religiones del mundo; crítica y reconocimiento; cuerpo y alma;
c) Fundamentación «monológica» o «dialógica» de la inmortalidad 119 determinación y libertad; diálogo; experiencia de la contingencia y pre­
gunta por el sentido; experiencia y fe; fases y crisis de la vida - ayudas
III. Reflexión teológica sobre la resurrección de los muertos 123 para vivir; felicidad y salvación; fenómenos naturales y milagros; histo­
1. Vida y muerte en el Antiguo Testamento 123 ria del mundo e historia de la salvación; humanismos y cristianismo;
a) Dimensiones de la vida 123 materialismo, idealismo y visión cristiana del mundo; mito y ciencia;
b) Muerte y pecado 127 mundo técnico-científico y creación; naturaleza e historia; negatividad
c) Recapitulación 128 y mal; persona e imagen de Dios; realidad - experiencia - lenguaje; re­
2. Radicalización del fenómeno de la muerte en el Nuevo Testamento: el conciliación y redención; salud - enfermedad - curación; sistema y
mensaje de Jesús y su muerte en la cruz 129 sujeto; solidaridad y amor; tiempo y eternidad; trabajo; trascendencia y
3. La resurrección de Jesús y la resurrección universal de los muertos 132 Dios de la fe; tristeza y consuelo; utopía y esperanza.
a) La resurrección, ruptura de las fronteras de la muerte 132
b) La resurrección como realidad presente 134
4. Síntesis sistemática 135
a) Tres rostros de la muerte 135
b) Tres rostros de la «incorruptibilidad» 137
IV. Concreciones de la fe en la inmortalidad o en la resurrección
según los problemas y las concepciones de las distintas épocas 140
1. El problema de un estado intermedio entre la muerte y la resurrección 140
a) Afirmaciones del Nuevo Testamento 140
b) Desarrollo ulterior 142
2. Contraposición entre inmortalidady resurrección en la Modernidad 145
90 91
EL PROBLEMA DE LA M UERTE

/. E l problema de la muerte fondo? Según nuestra experiencia inm ediata, la vida hum ana
quiere existir, se rebela contra su desintegración, hasta el ex­
trem o de que ni siquiera es capaz de concebirla. Por muy n a­
tural que la m uerte pueda ser, habida cuenta de la estructura
somático-biológica del hom bre, no deja de ser innatural la
De la m uerte se ocupan num erosas ciencias bajo distintos as­ forma en que se plasm a como destrucción de la más en traña­
pectos y con diferentes planteam ientos: la biología y la m edi­ ble tendencia de la vida. Lo que por un lado es lo más obvio
cina; la psicología, la sociología y la jurisprudencia; la his­ y natural constituye, por otro, lo más extraño y antinatural.
to ria de la c u ltu ra y de las religiones; las ciencias de la De ahí que «el enigma de la vida hum ana llegue al máximo
literatura y del arte (M anser 25-31 ofrece una detallada bi­ ante la muerte» (Gaudium et spes 18). ¿No hace la m uerte que
bliografía sobre el tem a de la m uerte en las distintas ciencias; la vida hum ana sea absurda, carente de sentido, intrascen­
cf. Illich). Por im portantes que sean los interrogantes y las dente? ¿Y no carece así de sentido e im portancia todo lo demás?
reflexiones que las m encionadas ciencias hacen sobre la De este modo, el problem a de la m uerte se plantea de he­
m uerte, lo es mucho más lo que constituye su base: el fenó­ cho como la versión más radical de la pregunta por el sentido
meno originario de la experiencia de la m uerte, que am enaza al de la vida (y de cualquier ser) que se ve confrontada con la
hom bre, y las preguntas que suscita sobre el sentido y la fina­ m uerte. Por eso, la respuesta a la pregunta qué es la m uerte
lidad de la existencia hum ana, abocada inexorablem ente a la (en su relación con la vida) se corresponde exactam ente con
m uerte. la respuesta a la pregunta por el significado últim o de la vida
Así pues, la pregunta por la m uerte no versa estricta­ hum ana. No en vano, dondequiera que los hom bres se plan­
m ente sobre el propio fenómeno de m orir, porque la m uerte tean la pregunta por el sentido de la vida y de la realidad en
«no figura entre los posibles objetos del conocimiento: es su conjunto — en las filosofías, las ideologías y las reli­
inasible, inidentificable, inobjetivable» (M etzger 183). Repre­ giones— , ocupan un lugar im portante las reflexiones sobre la
senta más bien un aspecto de la nada, que no puede ser pen­ m uerte. «Con cierta exageración», se ha llegado a decir que
sado. La m uerte sólo puede experim entarse (y explorarse) en la m uerte es «la m adre de la metafísica» (Topisch 34).
tanto que límite de la vida, en cuanto constituye una m agni­ Por eso resulta más sorprendente que en las discusiones in­
tud que, im plícita en el proceso de la existencia, im pregna y telectuales de la actualidad no parezca prestarse especial
ensom brece todo. Por eso es «lo verdaderam ente “espantoso”, atención a la m uerte. Desde M ax Scheler, se afirma que la
lo que turba nuestra existencia en la tierra y la confronta con m uerte ha sido desterrada de la conciencia personal y social
la nada; afecta al ser del hom bre en su más profunda entraña (la bibliografía más im portante sobre este punto puede verse
y constituye un reto para los cultos, los mitos y las religiones. en M anser 283ss). Según algunas encuestas recientes, el 30 %
Con el problem a de la m uerte se entrelazan las preguntas por de los habitantes de la República Federal Alem ana piensan
la transitoriedad y la finitud de todas las cosas intram un- en la m uerte de cuando en cuando, el 24 % rara vez, el 34 %
danas, así como los interrogantes en torno al protofunda- nunca. Las circunstancias sociales (la m uerte en hospitales, la
m ento y a su relación con el país de las diferencias. Los más ubicación de los cementerios fuera de la ciudad, ciertos ritos
lejanos problem as de la ontología y la cosmología coinciden funerarios que encubren la m uerte y determ inados circunlo­
en la m uerte con las preguntas más candentes sobre el sen­ quios sociales que la evitan como un tabú; cf. Aries 181-187;
tido de la existencia hum ana» (Fink 59). ¿Qué im portancia M itford; Gorer) im piden o dificultan el contacto directo con
puede tener mi vida, siendo absolutam ente seguro que un día los m oribundos y los difuntos. Pero la represión del pensa­
dejará de existir y se sum ergirá en el vacío, en un abismo sin m iento de la m uerte no afecta sólo a la propia m uerte, sino
92 93
M UERTE Y RESURRECCIÓN EL PROBLEMA DE LA M UERTE

que tiene tam bién consecuencias inm ediatas para la espe­ seguridades en el com portam iento y ante una «deficiente im­
ranza en una vida más allá del um bral del sepulcro. Es posi­ plantación de la orientación racional» (Fuchs 1969, 24). Pero
ble que M . Scheler exagere cuando afirm a que «el hom bre un análisis detenido perm ite com probar que tam bién esta
m oderno ha dejado de creer en una pervivencia y en una tesis confirma el hecho de la represión (una crítica a Fuchs
superación de la muerte mediante la pervivencia, en la misma puede verse en D irschauer 28ss).
m edida en que ha dejado de ver palpablem ente la m uerte con El lugar de la entrega creyente a Dios en la m uerte lo
sus propios ojos y de vivir “en presencia de la m uerte”» ocupa la voluntad de conseguir la felicidad en la vida me­
(Scheler 15). De cualquier forma, existe una relación entre la diante el esfuerzo; en lugar de la esperanza de una vida
represión del pensam iento de la m uerte y el ocaso de la espe­ eterna aparece la idea del progreso, y el miedo a la m uerte
ranza en una victoria sobre ella. ha sido sustituido por el tem or al proceso de envejecimiento y
C ontra la tesis de la represión de la idea de la m uerte pa­ a la agonía. Se desea una m uerte rápida al final de una vida
rece hablar el hecho de que el hom bre de hoy está fam iliari­ feliz y se cree que de ese modo deja de constituir un pro­
zado con la m uerte. Los medios de comunicación social pu­ blema y es posible m antenerla al m argen del proceso de la
blican todos los días noticias sobre caídos en los campos de vida. Pero sem ejante actitud, sobre la que volveremos a ha­
batalla, sobre las víctimas del ham bre y sobre personas blar bajo el epígrafe «m uerte natural», no elim ina el pro­
m uertas en accidentes; adem ás, la m uerte es un elemento im ­ blem a de la m uerte, sino que responde a él de una m anera
portante de la industria del tiempo libre (novelas policiacas y muy concreta, a menudo no refleja, dándole una respuesta
de aventuras, guiones de televisión y telefilmes acordes con cuya solidez exam inarem os más adelante.
esos géneros), de modo que el hom bre se ve confrontado Así pues, seguimos m anteniendo que pese a (o precisa­
constantem ente con la m uerte. Pero la habituación no signi­ mente por) la represión de la m uerte, la discusión sobre ella
fica que no haya represión. Porque la m uerte que aparece en forma parte del núcleo de cualquier pregunta seria por la na­
los medios de comunicación está objetivada, desindividuali­ turaleza, el sentido y la finalidad de la existencia hum ana y
zada y, por tanto, no constituye una posibilidad real para mí. de toda la realidad.
Como observa Th. W. Adorno, el masivo asesinato «contro­ En las páginas siguientes exam inarem os las posturas más
lado» de ciertos regímenes totalitarios «hizo de la m uerte algo significativas ante la problem ática de la m uerte que cuentan
que no se podía seguir tem iendo bajo esa m odalidad. Ya no con defensores en la sociedad actual de tipo occidental, ex­
hay ninguna posibilidad de que la m uerte aparezca en la vida pondremos su significado y m ostrarem os sus limitaciones. En
experim entada del individuo como algo acorde con el curso un segundo paso habrá que preguntar qué fundam ento y qué
de la misma. El individuo es despojado de lo último y más sentido tiene la fe cristiana en la resurrección de los m uertos
pobre que le quedaba. El hecho de que en los campos de y cómo puede hacerse escuchar en el contexto de los interro­
concentración no m uriera el individuo sino el ejem plar tiene gantes de hoy y ofrecer una contribución para resolver las
que afectar tam bién a la m uerte de quienes escaparon a tales aporías actuales. En el presente estudio no se analiza la con­
m edidas» (Adorno 355). Así, el contacto excesivo con la cepción de la' m uerte en las religiones no cristianas porque se
m uerte desindividualizada constituye un motivo y un estí­ trata de un tem a excesivamente am plio (—* agonía y asisten­
mulo para reprim irla en cuanto m agnitud que nos afecta per­ cia a los m oribundos; cristianism o y religiones del m undo; ex­
sonalmente. periencia de la contingencia y pregunta por el sentido; mito y
W. Fuchs y G. Schmied defienden que, «en el m undo pos­ ciencia; naturaleza e historia; realidad - experiencia - len­
religioso de hoy», la m uerte no está reprim ida ni es objeto de guaje; rendim iento y ocio; tradición y progreso; utopía y es­
tabúes, sino que únicam ente nos encontram os ante ciertas in­ peranza).
94 95
LA «M UERTE NATURAL». LA TESIS Y SU ORIGEN

II. Interpretaciones de la muerte y felicidad en este m undo (cf. Fuchs 1969). En contraste con
esto, la convicción de la «m uerte natural» constituye el prin­
en la sociedad actual cipal presupuesto para afirm ar «incondicionalm ente» la vida
presente (cf. M arcuse 1979, 106) y para una vida plena aquí
y ahora.
Pero la tesis de la «m uerte natural» es tam bién un reto y
1. La «muerte natural» un program a de crítica social. Ante todo, es preciso hacer po­
sible la «m uerte natural». Porque hasta ahora sólo se da en
a) La tesis y su origen una proporción aproxim ada de 1/100.000. La m ayoría de los
seres hum anos m ueren todavía prem aturam ente, es decir,
La convicción de que la m uerte es algo plenam ente acorde antes de que se agoten su energía biológica y sus posibili­
con la naturaleza del hom bre y, por tanto, es posible acep­ dades de vida hum ana. Es tarea de la política y de la ciencia
tarla sin grandes problemas figura hoy entre «las ideas que crear los presupuestos que perm itan gozar plenam ente de la
presiden» (J. Schwartlander) la relación del hom bre con la vida y vivirla de forma verdaderam ente hum ana, es decir, sin
m uerte. La tesis de la «m uerte natural» tiene su origen en el sufrimientos, enferm edades ni achaques de la vejez y sin vio­
espíritu de la M odernidad, con su crítica de la religión y su lencias ni trabajos degradantes. En otros términos: la ciencia
actitud antim etaíísica, que intenta presentar las ideas reli­ y la política deben crear las condiciones para que cada cual
giosas y metafísicas de la inm ortalidad como una bella ilu­ experim ente su m uerte como un «fin natural» tras una vida
sión. llena. Así, la m uerte debe ser el «distintivo» de la liber­
Con esta tendencia se herm ana la actitud positivista, muy tad (M arcuse 1965, 223; 1979, 111), idea que a m enudo apa­
extendida y m arcada con la im pronta de las ciencias natu ­ rece unida a la reivindicación del derecho a m orir libre­
rales, según la cual la m uerte no es sino el fin natural de la mente. «Tras una vida llena, los hom bres pueden asum ir la
curva biológica de la vida. En una concepción evolucionista responsabilidad de morir, en el m om ento elegido por ellos
del m undo, la m uerte constituye una condición para una vida mismos» (M arcuse 1965, 223; Améry 1976). El ser hum a­
cada vez más elevada y para dar cabida a otras formas y no puede aceptar la «m uerte natural» y salir a su encuentro
otros individuos. Esto no se aplica únicam ente al modelo bio­ sin miedo.
lógico de la vida hum ana: tam bién dentro de la com unidad U n análisis más detenido revela que la tesis de la «m uerte
cultural tiene la m uerte la función de crear espacios para natural» no centra su atención en la m uerte sino en la vida,
nuevas formas de vida, evitando el envejecimiento y el estan­ que en lo posible debe m antenerse alejada de la m uerte y de
camiento. La resistencia de la vida frente a la m uerte no es sus horrores y presagios. A hora bien, esto significa que, para
un argum ento contra esta concepción, pues se trata de una la tesis de «la m uerte natural», la m uerte se halla fuera de la
función instintiva de protección con la que la vida se defiende vida. No tiene por qué ensom brecer la vida, que de suyo tiene
contra su destrucción prematura . Por consiguiente, no es lícito lijado un plazo. N i siquiera constituye un problema.
concluir de ahí que el hom bre tiene un deseo innato de vivir A unque la tesis de la «m uerte natural» tiene su contexto
eternam ente al otro lado del um bral de la m uerte. Si se hace cultural en la M odernidad, esta actitud no es fundam ental­
constantem ente un problem a de la m uerte y, sobre todo, si se mente nueva. Epicuro fue el prim ero en form ularla y defen­
afirma que la m uerte cuestiona radicalm ente la vida, es por derla expresam ente, m arcando en este aspecto la pauta para
un interés teológico decididam ente conservador: se pretende Occidente, y desde entonces ha influido bajo incontables m o­
que la m uerte desacredite la búsqueda hum ana de autonom ía dalidades en la historia del pensam iento occidental.
96 97
MUERTE V RESURRECCIÓN LA «M UERTE NATURAL». INTERROGANTES

Para Epicuro, el cuerpo y el alm a se sum ergen con la sempeña una función de conservación que propicia la pervi-
m uerte en el abism o de la nada. Ahora bien, como el miedo a vencia de la población en el m arco del proceso evolutivo;
la m uerte constituye (junto con el m iedo a los dioses) el pero adem ás implica — cosa que han señalado tam bién teó­
m ayor obstáculo en el cam ino hacia una vida hum ana serena, logos como K. R ahner (1967, 253)— «dejar libre el futuro de
es preciso superarlo dem ostrando que la m uerte no nos afecta los demás, que cada cual obstruye m ientras ocupa personal­
a nosotros en modo alguno. «A costúm brate a la idea de que mente el único ám bito de la historia».
la m uerte no nos afecta para nada. Porque todo lo bueno y lo 2. La m uerte, en la m edida en que es el fin del plazo fi­
malo se basan en la percepción. Ahora bien, la m uerte es la jado al hom bre, representa para éste una invitación a cen­
pérdida de la percepción. Por eso, la recta inteligencia de que trarse en su vida única y con plazo fijo.
la m uerte no nos afecta nos hace gozosa la m ortalidad de la 3. Es una tarea im portante de la sociedad procurar impe­
vida, no dándonos como com plemento un tiempo ilimitado, dir el absurdo de una muerte prem atura y violenta. Es preciso
sino quitándonos el deseo de inm ortalidad. Porque en la vida que cada cual pueda morir «su propia muerte» (R. M. Rilke)
no hay nada terrible para quien ha com prendido de verdad y que pueda m orirla de suerte que constituya la suprem a
que el no vivir no encierra nada espantoso... El mal más ho­ culminación, recapitulación y consumación de la vida.
rrible, la m uerte, no nos afecta para nada. Porque, m ientras Pero ¿se recogen con esto todos los aspectos de la muerte?
vivimos, la m uerte no está presente todavía, y cuando la ¿No olvida algunas cosas la tesis de la «m uerte natural»?
m uerte está presente, ya hemos dejado de existir. Por tanto, 1. ¿Es posible considerar como m era ilusión religioso-
la m uerte no afecta a los vivos ni a los m uertos, porque a los metafísica el deseo hum ano — a veces, ciertam ente, vago— de
prim eros no les afecta y los segundos han dejado de existir» una ilim itada plenitud de felicidad, o se oculta tras él la expe­
(Epicuro 101). riencia de que, dentro del plazo biológico, no se puede reali­
La argum entación de Epicuro constituye el soporte de zar plenam ente una vida auténtica, con sus esperanzas y su
la tesis de la «m uerte natural». Desde M. M ontaigne has­ proyección hacia el futuro? ¿No mueren tam bién dem asiado
ta J. Améry, pasando por d ’Alem bert, P.-H. T. Holbach, pronto quienes mueren de «m uerte natural», toda vez que no
M. d. Condorcet, D. Hume y L. Feuerbach, la muerte se halla pueden agotar sus (últimos) anhelos y posibilidades de vivir?
fuera de la vida, y no se adm ite que constituya un problema. I’ero, frente a una vida que al encarar la m uerte sigue siendo
«Sobre la m uerte no es posible pensar absolutam ente nada. esencialm ente fragm entaria, ¿se puede postular fácilm ente
Ante este objeto fracasan por igual los necios y los genios. La una «sumisión resignada» (Schulz 1979, 182) sin plantearse
m uerte no es nada; es nada, inanidad» (Améry 1971, 111) el problem a del sentido, que surge precisam ente al postular
(—* angustia y confianza cristiana; anim al y hombre; autono­ i.tl cosa? Indudablem ente, hay hom bres que superan con dig­
mía y condición creatural; felicidad y salvación; hum anismos nidad su agonía sin esperar nada después de la m uerte; su
y cristianismo; ideología y religión; m undo técnico-científico y ejemplo m uestra que, para vencer el miedo a la m uerte, no es
creación; salud - enferm edad - curación; trabajo). necesario absolutam ente dar a ésta un sentido religioso. Pero
¿no depende la aceptación serena de la m uerte de que se dé a
b) Interrogantes la existencia un sentido originario que no puede tener su fun­
dam ento en la m era asunción biológico-positivista del propio
Es innegable que la tesis de la «m uerte natural» recoge al­ perecer? (cf. Schw artlánder 23s).
gunos aspectos im portantes del fenómeno de morir: 2. Lo que hoy se suele llam ar «m uerte natural» es «en
1. La m uerte es (tam bién) el fin natural de lá curva bio­ realidad una m uerte artificial. Viene a ser una artificiosa au-
lógica de la vida de determ inados organismos complejos. De­ lotnanipulación del hom bre y de las circunstancias de su
98 99
MUERTE Y RESURRECCIÓN LA «M UERTE NATURAL... INTERROGANTES

vida» (ibíd. 23). Ahora bien, si reducim os el m orir al plano muerte. En tal caso, la convicción de la «m uerte natural» no
de lo técnicam ente factible, corremos el peligro de que la rea­ aparece como algo necesario en virtud del propio fenómeno,
lización de la vida se limite a ese mismo plano. M ás aún: ¿no sino como una m odalidad de la actitud libre del hom bre ante
es ya la m uerte natural «factible» consecuencia de una tenden­ sí mismo, concretam ente como una m odalidad de esa actitud
cia universal a la dominación, con la que el hom bre desea afron­ que desea adueñarse y disponer de la realidad de la m uerte lo
tar toda la realidad? ¿Y no se transform a una y otra vez en mismo que de todos los restantes acontecim ientos, pero que
su contrario sem ejante afán de dominio? Sin duda, no es ca­ deja en penum bra los dem ás aspectos de la m uerte, de
sual que la intervención m édica en favor de una «m uerte n a­ acuerdo con la consigna «lo que no se puede dom eñar no
tural» lleve m uchas veces a un proceso agónico carente de debe existir» (Scherer 1979, 23).
sentido y a una desconsoladora soledad en las unidades de 4. La m uerte tiene carácter de acaecim iento, y ese carác­
cuidados intensivos. Porque una concepción del hom bre que ter no se puede elim inar por completo m ediante el autodom i­
se limite a lo biológica y clínicam ente factible no puede ofre­ nio. Porque la m uerte no es sim plem ente el punto final
cer norm as éticas que perm itan resolver los problem as plan­ (quizá superable en principio) de la vida ni se halla, por
teados por la eutanasia, la asistencia a los m oribundos, la eu­ tanto, fuera del curso de la propia vida, sino que la vida está
genesia, etc. Y todo ello al m argen de que, pese al orgullo de siempre rodeada y penetrada por el acaecim iento de la
poder superar la m uerte, ésta sigue constituyendo el fin ab­ muerte. La verdadera realidad de la m uerte no puede perci­
soluto de todos los recursos hum anos. Nos encontram os ante birse al final de la vida ni en el difunto (resultado de la
una antinom ia que puede ser reprim ida, pero no resuelta m uerte), sino sólo en la vida misma, que es destruida cons­
(cf. Schw artlánder 23s). tantem ente por la m uerte. Según M. Scheler (23), la m uerte
3. Al parecer, la expectativa de que la angustia existen- es «un factor necesario y evidente en cualquier posible expe­
cial ante la m uerte desaparecerá cuando se haga realidad riencia interna del proceso de la vida». Dicho de otro modo:
para todos la condición de una m uerte natural pasa por alto, la vida es siempre «vivir en la unidad de la vida y la muerte»
con el epicureismo de todas las épocas, un fenómeno pro­ (F. U lrich). La m uerte acecha a la vida de m últiples formas:
fundo. W. Schulz afirma: «La metafísica, con sus ideas sobre la enferm edad, el sufrimiento, el fracaso, el envejecimiento, el
la pervivencia y la inm ortalidad, es cosa del pasado. Nosotros tener que abandonar y el despedirse no son sólo signos y pre­
nos guiamos por la concepción, de signo biológico, de la sagios de la m uerte, sino que constituyen realidades de la muerte
m uerte natural». No obstante, reconoce: «El hom bre es un dentro de la propia vida. La vida no se extingue de golpe: el
ser que puede tom ar postura ante sí mismo. Y es ahí donde hombre tiene que entregarse poco a poco, retazo a retazo.
reside toda su miseria. Si el ser hum ano fuera un anim al o un Por eso, los fenómenos citados im plican una verdadera expe­
dios, no conocería el miedo a la m uerte. El hecho de que no riencia de la m uerte (sobre la «m uerte de la jubilación»,
sepa afrontar la m uerte se debe a su... estructura paradójica. cf. Jores-Puchta 1959; Jores 1964, 129s; sobre la estructura
Pero aquí huelgan los lam entos y las valoraciones, porque tanática de la despedida, cf. Caruso).
no es posible modificar esa estructura» (Schulz 1976, 104). Todo esto aparece con especial claridad en esa experien­
Ahora bien, si el miedo a la m uerte está inscrito en la estruc­ cia que quizá constituye la m odalidad más originaria del
tura de la vida hum ana, ¿no es preciso someterlo a un aná­ acaecimiento de la muerte: no se trata de nuestra propia
lisis profundo? Si el hom bre no se reduce a lo puram ente bio­ muerte, sino de la m uerte «en cuanto separación de aquel a
lógico, si el ser hom bre está relacionado con «tom ar postura quien am amos», como dice F. W iplinger (45) enlazando con
ante», es decir, con la autorreflexión y la libertad,’entonces es estas palabras de G. M arcel: «Lo que cuenta no es mi m uerte
insuficiente una interpretación m eram ente biológica de la ni la de usted, sino la m uerte de la persona que amamos»
100 101
M UERTE Y RESURRECCIÓN INTERPRETACIÓN MARXISTA. POSTURA Y ORIGEN

(1961, 287; en términos parecidos se expresan P. Landsberg; Por constituir un acaecim iento «violento» inesquivable y
O. F. Bollnow; I. A. Caruso). Esta intuición es muy antigua. siempre presente en la vida, la m uerte (y la vida lim itada por
Ya a san Agustín se le hunde el m undo bajo los pies cuan­ ella) no puede ser tan natural que no requiera ante todo una
do m uere un am igo querido. Todo está contagiado por la respuesta profunda y cargada de sentido. De ahí que la tesis
m uerte: «Todo lo que yo veía era m uerte... M e sorprendía de la «m uerte natural» resulte insuficiente (—» agonía y asis­
que los restantes m ortales siguieran viviendo una vez que ha­ tencia a los m oribundos; evolución y creación; fases y crisis
bía m uerto aquel a quien yo había querido como si no pu­ de la vida - ayudas para vivir; negatividad y mal; tristeza y
diera morir. Y todavía me sorprendía más que, m uerto él, si­ consuelo).
guiera viviendo yo mismo, que había sido un segundo él.
C erteram ente dijo alguien de su amigo: la m itad de mi alma»
(Confesiones IV ). C uando m uere una persona querida, se inte­ 2. Interpretación marxista de la muerte
rrum pe la vida que era «común», se rom pe el «nosotros».
Ello supone una pérdida de «ser» para el propio yo. Más a) Postura y origen
aún: dado que el yo se percibe e incluso se constituye como
yo por la relación polar con la persona am ada, el yo propio Tam bién el m arxismo actual se plantea el problem a de la
se desm orona con la m uerte del otro. Así pues, la m uerte se m uerte o, mejor, el de la vida lim itada por ella. En M arx y
experim enta dentro de la vida. Pero hay otra forma de presen­ en los m arxistas del siglo X I X no desem peña un papel rele­
cia de la m uerte en la experiencia del amor: «el am or es esen­ vante la pregunta por la m uerte. En el mejor de los casos,
cialm ente entrega porque significa “ser p ara” y “existir con” . estos autores se lim itan a recoger las tradiciones epicúreas (y
Em barcarse en el destino de otros y luchar por ellos implica estoicas) y, sobre todo, las reflexiones form uladas por Feuer­
desapegarse de sí mismo, abandonarse, darse» (Nocke 114s). bach en el plano de la crítica de la religión, reflexiones que,
Desde este ángulo aparece otro aspecto de la m uerte, que no al menos en su forma inicial, se hallan a su vez influidas por
significa destrucción, sino plenitud de vida. Hegel.
Puesto que la m uerte está presente de m últiples formas en Para Hegel, la m uerte significa «la absorción del indivi­
la vida, no es posible tachar el miedo a ella de simple ilusión, duo y, por tanto, el surgim iento de la especie, del espíritu»
de tem or a la pura nada (a no existir ya). El miedo a la (IX ,720). Dicho de otro modo: la m uerte es «la necesidad
m uerte tiene su fundam ento en el vértigo abisal que se apo­ del paso de la individualidad a la universalidad» (IX ,716).
dera del hom bre cuando, ya ahora, se ve forzado a desistir y I'euerbach concreta la concepción hegeliana de la «especie»,
renunciar, acaecim iento que anticipa lo que se exige radical­ la «universalidad» y el «espíritu», en los que el individuo
m ente en la m uerte «definitiva». De ahí que la angustia ante queda absorbido por la m uerte, m ediante la idea de la «con­
la m uerte, el horror a la separación de aquello con lo que nos ciencia» histórica (o de la «memoria» histórica) o tam bién
hemos fam iliarizado e identificado, constituya una forma bá­ del «todo»: «El individuo muere porque no es sino un m o­
sica y no elim inable de la existencia hum ana (cf. C ondrau). mento sucesivo, dentro del proceso m em orativo del espíritu;
Estos interrogantes críticos sobre la tesis de la «m uerte muere en la historia y por la historia, como m iem bro del todo
natural» parecen confirm ar lo que afirm a S. de Beauvoir histórico» (Feuerbach 1,77). A unque el individuo m uere,’ el
cuando observa: «La m uerte natural no existe; nada de lo lodo histórico, del que es «miembro», es inm ortal. Además,
que le puede acaecer a un hom bre es natural, porque su pre­ tam bién la vida individual es «inm ortal» en su realización
sencia pone al m undo en tela de juicio... Para cualquier hom ­ más intensa. Porque «vida inm ortal es la vida que existe por
bre, su m uerte es... un acto de violencia gratuito» (1219s). sí misma, la vida que encierra en sí m ism a su determ inación,
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MUERTE Y RESURRECCIÓN INTERPRETACIÓN MARXISTA. POSTURA Y ORIGEN

su m eta y su valor: vida inm ortal es vida llena de contenido... ción individual de la m uerte es imposible sin una relación na­
C ada m om ento de la vida es existencia plena, de un valor in­ tural con el fin obvio de la vida, relación en la que debe ser
finito... gratificante por sí mismo» (ibíd. 88). Tal vida no ne­ «iniciada» la persona hum ana. En este contexto, el marxismo
cesita una perspectiva del más allá, que por otra parte no se­ retom a la tesis de la «m uerte natural» (cf. 11,1,a).
ría sino una proyección voluntarista de una vida presente 2. La m uerte tiene, adem ás, algunas funciones im por­
insatisfactoria. Por añadidura, la fe en la inm ortalidad ultra- tantes que no deben pasarse por alto:
terrena haría indiferente lo tem poral (cf. VI,194s). Feuerbach a) Constituye «el impulso más fuerte para m editar sobre
intenta disipar el tem or efectivo a la m uerte recogiendo lite­ la vida» (Schaff 312). C oncretam ente: nos hallamos ante el
ralm ente algunos argum entos epicúreos. reto de superar m ediante una convivencia solidaria y no apá­
M arx y el prim er m arxism o retom an todos los elementos tica la indiferencia de nuestras relaciones con el m undo, que
de la postura de Feuerbach (cf. espec. Reisinger 53-91). «La la m uerte «igualitaria» nos hace patente; nos encontram os
m uerte aparece como una cruel victoria de la especie sobre el ante el desafío de abandonar ya ahora, a la vista del desen­
individuo concreto y parece contradecir la unidad de ambos; m ascaram iento que supone la m uerte, los «papeles» y los
pero el individuo concreto no es sino un determinado ser de la «enm ascaram ientos» de la vida y de aprovechar plenam ente
especie y, como tal, m ortal», dice la única frase expresa de nuestra existencia finita m ediante un compromiso serio. En
M arx sobre la m uerte (1,598). En otras palabras: el individuo una palabra, la m uerte en libertad representa un reto a vivir
es (sólo) un determ inado ser de la especie que, en su m uerte, una vida hum ana llena de sentido, a plasm ar un sentido. Así
es despojado de su individualidad y, en ese aspecto, «ven­ desaparecerá el miedo a la m uerte, que en realidad no es sino
cido» por la especie. De ahí se sigue que, si se adm ite que la el sentim iento de que la vida carece de sentido (cf. Bloch
vida y la historia de la especie constituyen el «verdadero con­ 1378ss).
tenido» de la realidad, es posible aceptar la m uerte indivi­ b) La m uerte descubre que el valor suprem o no está
dual. La fe en la inm ortalidad individual no com prende esto; constituido por el individuo y su afán de felicidad y plenitud.
por puro egoísmo, el hom bre no quiere aceptar la finitud de Porque m uestra con insuperable claridad que el ser indivi­
su existencia. Sin em bargo, el hom bre individual puede llegar dual (destinado a morir) no encuentra ninguna identidad,
a una nueva relación con su m uerte y renunciar a una creen­ pues se trasciende hacia lo que supera la m uerte, hacia la so­
cia religiosa ilusoria en el más allá, no sim plem ente m ediante ciedad hum ana. En este aspecto, la m uerte no significa única­
una conciencia nueva (como en Feuerbach), sino m ediante la mente dejar sitio para los otros como condición previa de un
transform ación de las situaciones sociales alienantes. progreso ulterior, sino que adem ás confiere «a todas las op­
En los últim os decenios — al menos a raíz de la segunda ciones que hacemos un objetivo radicalm ente nuevo: el de
guerra m undial, con sus incontables m uertos— , el m arxismo que salgamos de nosotros mismos y nos abram os a otros, a la
se ha visto obligado a reflexionar más a fondo sobre el pro­ colectividad» (Gardavsky 231). Si lo que hizo de la m uerte
blem a de la m uerte, particularm ente allí donde se presentaba un problem a fue la convicción de que el individuo representa
como un universo de sentido para toda la sociedad (cf., por el valor suprem o, elim inando tal convicción perderá la
ejemplo, Schafl). Desde esta época, existe una bibliografía m uerte su carácter de problem a.
m arxista sobre la m uerte rica en matices y cuyas líneas fun­ 3. Son pocos los marxistas que dejan abierta la pregunta
dam entales — pese a las diferencias de detalle— pueden sinte­ por un «más allá de la muerte» que no signifique sólo «incorpo­
tizarse así: rarse a estructuras supraindividuales perdurables» (Gardavsky
1. Es preciso com batir m ediante una reforma social la 231) o «quedar inscrito en el corazón de la clase obrera» (Bloch
«m uerte no natural» en todas sus m odalidades. La supera­ 1383). Entre ellos figura E. Bloch, según el cual la muerte sólo
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M UERTE Y RESURRECCIÓN INTERPRETACIÓN MARXISTA. INTERROGANTES

puede «romper las valvas que rodean el contenido del sujeto», 2. A unque desde el punto de vista de la historia del pen­
mientras que el núcleo de la existencia no gestado todavía — es sam iento es cierto que la m uerte no comenzó a constituir un
decir, las posibilidades de futuro abiertas ante nosotros— es problem a acuciante hasta que no se descubrió la unicidad e
«extraterritorial» con respecto a la generación y la corrupción. irrepetibilidad de la persona, cabe preguntar si se puede y se
Precisamente por eso, no es posible decidir si la muerte tiene la debe refrenar el enfático descubrim iento de lo individual, que
última palabra (ibíd. 1390s, 1384s; en una línea parecida, Benja­ representa un m otor decisivo en la historia del pensam iento
min 82). «Nadie sabe todavía si el proceso de la vida no admite occidental, para anteponer el clan al individuo, como ocurre
ni experimenta ninguna transformación, por circunspecta que en las sociedades prim itivas. ¿No es preciso oponerse a la di­
sea» (Bloch 1303). solución del individuo en la colectividad, dado que el indivi­
A unque la concepción m arxista de la m uerte enlaza con duo debe existir como tal para la colectividad? ¿Y no aparece
la tesis de la «m uerte natural», aquí se ve más claram ente la con especial claridad en la m uerte, que ha de vivirse siempre
tarea de superar m ediante un esquem a el contrasentido de la en solitario, que el individuo no es absorbido por las estruc­
m uerte. Así se trasciende el plano de la m era aceptación de turas y esquem as colectivos?
los hechos. A la vista de la sociedad y de su futuro, que tras­ 3. La filosofía m arxista de la m uerte no logra dar sen­
cienden el destino del individuo, la persona individual, que tido a la agonía, es decir, a la vida inm ediatam ente anterior a
acaba siem pre con la m uerte, aparece sim plem ente como un la m uerte. Si el sentido de la vida finita reside en el com pro­
m om ento transitorio sin im portancia decisiva. Pero la m uer­ miso creativo en favor de la sociedad, entonces carece de sen­
te, al poner de manifiesto este estado de cosas, desencade­ tido la vida de los agonizantes, los dolientes y los impedidos,
na un movimiento de trascendencia del yo personal al noso­ así como la existencia en que ya se m anifiesta con especial
tros social y estim ula a luchar por la sociedad y su futuro claridad el preludio del zarpazo de la m uerte.
(cf. O rm ea 106ss). 4. Como otras m uchas corrientes de la filosofía m oderna,
Aunque este punto de vista parece plausible, la concep­ el m arxismo luchó contra la esclavitud, la alienación y el ais­
ción m arxista de la m uerte suscita algunos interrogantes. lamiento bajo la consigna «libertad, em ancipación y solidari­
dad». Ahora bien, ¿es posible afirm ar tal objetivo sin contra­
b) Interrogantes dicción si no se logra dar ninguna respuesta liberadora a la
fatídica necesidad de la m uerte? «Quien pretende conseguir
1. ¿Puede la sociedad constituir realm ente la m eta del movi­ la libertad, ha de poder explicar cómo se concilia con la idea
m iento de trascendencia del individuo, estando ella misma de libertad... esa negación total de la propia libertad que
destinada a la m uerte? Esto no significa sólo que m orirán los aparece ante nuestros ojos cuando vemos el cadáver de un
individuos que integran la sociedad en cada m omento (tal hombre» (Scherer 1971, 8; cf. tam bién 53ss; en térm inos pa­
objeción podría refutarse m ediante una hipostasiación, evi­ recidos, M arcuse 1979, 114). ¿No significa la m uerte una vic­
dentem ente problem ática, del sujeto social), sino tam bién, y toria de la necesidad de la naturaleza sobre la historia de la
sobre todo, que la propia sociedad hum ana, dada la estruc­ libertad, toda vez que el cadáver constituye «la personifica­
tura entròpica del universo, no durará siempre. Ahora bien, ción de la falta de libertad» {ibíd. 63)? Y, sobre todo, ¿dónde
¿qué sentido tiene trascender la contingencia y finitud propias está la solidaridad con las generaciones pasadas, con todos
para llegar a algo no menos contingente y finito que el indivi­ los que m urieron víctimas de una m uerte «no natural», con
duo? De este modo, la pregunta por el sentido que la m uerte los dolientes del pasado, con los difuntos? El docum ento de
suscita se desplaza del individuo a la sociedad, pero no se re­ trabajo preparado para el Sínodo Alem án y titulado «N uestra
suelve. esperanza» observa certeram ente (Gemeinsame Synode 91): «O l­
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M UERTE Y RESURRECCIÓN SIGNIFICADO EN LA HISTORIA Y EN EL PRESENTE

vidar y orillar la pregunta por la vida de los m uertos es vida. «El saber m orir nos libera de cualquier sujeción y de
sum am ente inhum ano porque significa olvidar y orillar los todas las coacciones» (1,19,107). Filosofando se aprende a
sufrimientos pasados y aceptar sin resistencia el sinsentido de aceptar la m uerte como extinción de la vida y, con ello, a go­
tales sufrimientos. A fin de cuentas, la felicidad de los des­ zar de la propia existencia.
cendientes no repara el sufrimiento de los padres, y ningún La m áxim a cristiana «m edia in vita in m orte sumus»
progreso social expía las injusticias que han soportado los (acuñada por Notker Balbulus, 830-912, si bien el contenido
m uertos. Si nos conformamos durante m ucho tiem po con el se encuentra ya en san Agustín, De Civ. Dei X I I I ,10) extrae
sinsentido de la m uerte y la indiferencia hacia los m uertos, una consecuencia diferente. El hecho de que la vida se halle
term inarem os por no tener para los vivos más que promesas siempre rodeada por la m uerte m uestra la transitoriedad y
insustanciales» (—* em ancipación y libertad cristiana; felici­ relatividad de todo lo terreno. La m uerte ayuda a concebir la
dad y salvación; ideología y religión; m aterialism o, idealismo vida presente como un período de preparación para lo que
y visión cristiana del m undo; persona e imagen de Dios; sis­ perm anece, e invita a «am ar las cosas celestiales más que las
tem a y sujeto; sociedad y reino de Dios; solidaridad y amor; terrenas», como dicen algunas oraciones antiguas.
tradición y progreso). Tam bién la danza medieval de la m uerte tiene una fun­
ción herm enéutica: ante la m uerte, todos son iguales, sean
em peradores, papas o mendigos. Esta convicción extraída de
3. Función hermenéutica de la muerte la m uerte tiene repercusiones para la vida presente: algunas
sectas y movimientos (guerras de campesinos, etc.) de la tar­
a) Significado en la historia y en el presente día Edad M edia sacan de ella consecuencias críticas frente al
poder.
A diferencia de la tesis de la «m uerte natural», la concepción M ientras en la tradición occidental — prescindiendo de la
m arxista sostiene ya que la m uerte tiene una función herm e­ Stoa— la función herm enéutica de la m uerte con respecto a
néutica con respecto a la vida: la m uerte tiene sentido porque la vida fue sólo un elemento de la reflexión sobre la m uerte,
contribuye a que la vida se entienda a-sí m isma, teórica y en la actualidad hay una serie de ensayos que parecen redu­
prácticam ente, y llegue a la verdadera autenticidad, que no cir la m uerte a su función herm enéutica. En este contexto
podría alcanzar considerada sin la m uerte. hay que m encionar, junto a K. Jaspers, particularm ente a
La tradición occidental conoció siempre, aunque bajo di­ M. Heidegger (con quien tiene cierta afinidad E. Fink) y, aun­
ferentes m odalidades, esta función herm enéutica de la m uer­ que en una línea com pletam ente distinta, a J. P. Sartre y
te. M encionemos sucintam ente, a título de ejemplo, la Stoa. A. Cam us.
Para esta corriente filosófica, la libertad que es preciso con­ C uando M. Heidegger define al hom bre como «ser para
seguir en la vida se basa esencialm ente en la libertad ante la muerte», puede apelar a una im portante tradición occiden­
la m uerte: el recuerdo de la m uerte perm ite m edir el ver­ tal (san Agustín, K ierkegaard, Simmel, Scheler). Según él, el
dadero valor de las cosas y de la vida hum ana y da a los «existir de cara a la m uerte» tiene una función sum am ente
hom bres sabiduría, prudencia y valor para afrontar la vida im portante para la realización de la vida. Porque «la esen­
presente (cf. Choron 65ss; Benz; E. Hoffm ann). Como cia de la estructura fundam ental del ser-ahí encierra... una
paradigm a de la recepción de la concepción estoica de la apertura perm anente» (91963, 447), una perspectiva de po­
m uerte en los tiempos m odernos, podemos citar a M. de sibilidades. El hom bre sólo existe plenamente cuando com ­
M ontaigne (1533-1592). Según él, la contem plación de la prende su final, es decir, cuando lo anticipa librem ente, no
m uerte libera de las coacciones y da libertad para la verdadera como perspectiva, sino como una forma de ser, como un exis­
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M UERTE Y RESURRECCIÓN SIGNIFICADO EN LA HISTORIA Y EN EL PRESENTE

tir para «la nada de la posible im posibilidad de su existen­ (M ás tarde, Heidegger aclaró las ideas expuestas en El ser
cia» (ibíd. 266), encam inándose hacia ese final. Por constituir y el tiempo y explicó que su análisis de la m uerte no persigue
tal «im posibilidad», la m uerte es «la posibilidad más priva­ un interés antropológico aislado, sino que se halla en el hori­
tiva, no relativa, cierta y, como tal, indeterm inada e insupe­ zonte del problem a universal del ser: la nada de la m uerte
rable del ser-ahí» {ibíd. 258s). Existiendo de cara a esta posibili­ debe garantizar la apertura del ser-ahí ante la posible irrupción
dad (im posible), el hom bre llega a la autenticidad. En efecto: y afloración del ser. «Por constituir el cofre de la nada, la
1. Por constituir la posibilidad más privativa, la m uerte m uerte alberga lo esenciador del ser. En cuanto cofre de la
desvela que el hom bre es él mismo de forma no intercam bia­ nada, la m uerte es el albergue del ser» [1954, 177; más detalles
ble; m ediante la «anticipación hacia la m uerte, el sujeto puede en Demske 152ss]. No obstante, hizo época la postura de El sery
afirm arse como tal independientem ente de otros sujetos y, el tiempo, donde la m uerte aparece como principio herm enéutico
así, puede elim inar su determ inación en función de otros» de la auténtica autorrealización del sujeto).
(Ebeling 17). J. P. Sartre y (en térm inos parecidos) A. Cam us adujeron
2. La m uerte es una posibilidad no relativa porque m ues­ críticam ente contra Heidegger que en él vuelve a aparecer la
tra la volatilización de las relaciones con el entorno y con el m uerte como una posibilidad llena de sentido del ser-ahí que se
m undo cotidiano: el hom bre queda rem itido exclusivam ente a proyecta y se com prende. Ellos, en cambio, subrayan el abso­
sí mismo. luto sin sentido de la m uerte. La m uerte no representa una posi­
3. La certeza y la indeterminación de la m uerte, en cuanto bilidad del ser-ahí, sino «una aniquilación, posible en todo m o­
factores intrínsecos del cam inar hacia ella, engendran la an­ mento, de todas mis posibilidades, la cual se halla fuera de mis
gustia. A hora bien, la angustia, adem ás de desvelar hasta qué posibilidades» (Sartre 677). No obstante, tam bién en esta pers­
punto reprim e el hom bre la idea de su propia m uerte m e­ pectiva constituye la m uerte un llam am iento a que cada cual se
diante la fórm ula im personal «se muere» (no «yo m uero»), le determine con libertad — no a través de la m uerte ni sobre la
descubre el extravío en el «se» y en el ajetreo, la superficiali­ base de la m uerte, sino— a la vista del absurdo de la m uerte.
dad y el confort ilusorio de la vida cotidiana. Viviendo de Rebelándose contra este absurdo, hay que realizar librem ente el
cara a la m uerte, el hom bre consigue 1a- libertad del «se», la máximo posible de existencia llena de sentido.
integridad frente a una realización parcial y la autenticidad La concepción de la muerte etiquetada con los nombres de
frente al extravío en la cotidianidad. M. Heidegger, K. Jaspers y j . P. Sartre constituyó un estímulo,
4. Por constituir una posibilidad insuperable, la m uerte es particularmente en los círculos de la filosofía de la existencia,
la más radical autodeterm inación del sujeto: «libera de lo pu­ para poner de relieve una serie de fenómenos particulares en los
ram ente casual y, en cambio, enseña a com prender y aprove­ que aparece claramente la función hermenéutica de la muerte
char plenam ente las posibilidades reales que preceden a las con respecto a la vida: sólo la muerte confiere a la vida el sello
extremas. La anticipación hacia la m uerte rom pe cualquier fija­ de lo definitivo y de lo dinámico y apremiante. Si no existiera la
ción en el estado de posesión existente en cada caso» (Ebe- muerte, la vida consistiría en un terrible aburrimiento, y todo
üng 17). daría lo mismo porque se podría recuperar cuando se quisiera y
De este modo, el cam inar hacia la m uerte perm ite al ser-ahí .iplazar indefinidamente. Sería posible comenzar todo de nuevo
ser él mismo «con una libertad para la muerte apasionada, liberada en cualquier momento; nada estaría sometido a la ley de la irre-
de las ilusiones del “se”, efectiva, segura de sí m isma y acongo­ petibilidad, la decisión irrevocable y la responsabilidad radical.
jada» (Heidegger 91963, 226). La m uerte pasa a constituir un La consecuencia sería una monotonía inimaginable. «La vida
m om ento de la vida personal propia, que por ella llega a ser resulta gris, carente de perfiles y de color, sin tonalidades ni
irrepetible, inintercam biable y libre. contornos» (Müller 9). La muerte descubre también que la vida
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M UERTE Y RESURRECCIÓN

no es algo obvio, sino don y regalo. Como se halla constante­ c) Reflexiones ulteriores
mente bajo la amenaza de la muerte, es experimentada como
algo sumamente valioso, como un riesgo y una aventura irrepe­ l-as tres concepciones de la m uerte esbozadas hasta ahora
tibles (cf. Greshake 1976, 53ss). coinciden en un punto: todas ellas entienden que la m uerte
constituye el fin de la vida sin más y procuran asum ir y asi­
milar ese fin.
b) Limitaciones Con ello extraen, cada una a su modo, la consecuencia:
a) de la irrelevancia — definida por el fin de la metafí­
Las reflexiones sobre la función herm enéutica de la m uerte sica— de las pruebas tradicionales de la inm ortali­
han llegado a resultados sum am ente im portantes y dignos de dad,
atención, incluso dentro de la teología. A veces, las considera­ b) de los análisis y tesis de Feuerbach en su crítica de la
ciones parecen una versión secularizada del mensaje bíblico religión,
sobre «la vida en la unidad de la vida y la m uerte» (cf. III, d) de la convicción que reflejan las ciencias naturales
3). Pero cabe preguntar si esta visión basta para m ostrar que cuando sostienen que la vida hum ana es im pensable
la m uerte tiene sentido y para afrontar los problem as plan­ sin un sustrato biológico que se agota con la m uerte
teados por ella. Porque, de hecho, la m uerte no sólo abre la (la crítica de esta tesis de las ciencias naturales puede
posibilidad de una vida auténtica, sino que tam bién destruye verse en Rorarius; Seifert 1979).
la vida de un zarpazo. En realidad, no es sólo un elemento de Como hemos indicado, las tres posturas llegan a aporías
la «unidad» de la vida y la m uerte, sino tam bién la destruc­ en puntos decisivos: no pueden resolver problem as muy im ­
ción de la misma. Así pues, ¿sólo podemos conseguir la au­ portantes, tienen que dejar en penum bra ciertos fenómenos y,
tenticidad a costa de la destrucción, y la libertad a costa de por tanto, no explican satisfactoriam ente cómo puede tener
la esclavitud? Con ello reaparecen casi todas las preguntas sentido una vida am enazada por la m uerte.
sobre el sentido de la vida lim itada por la m uerte que hemos Ju n to a estas tres posturas hay — adem ás de la interpreta­
analizado al exponer otras posturas. ción teológica de la m uerte, sobre la que hablarem os más
Tam bién cabe preguntar si la reflexión de la fenomeno­ adelante, y prescindiendo de ciertas actitudes agnóstico-es-
logía existencial sobre la m uerte parte de un planteam ien­ eépticas y de préstam os ocasionales tom ados del nirvana—
to suficientem ente radical y originario. Heidegger establece algunas concepciones filosóficas y convicciones vividas bas­
como punto de partida la experiencia de cada cual sobre su tante difundidas que no ven en la m uerte el punto final abso­
propia m uerte y se pregunta por su sentido y significado para luto, sino un estadio de tránsito, y no la consideran como ex­
la vida de cada uno. Pero si la experiencia más originaria tinción de la vida, sino como puerta de entrada en una vida
es la m uerte del otro am ado — como sostiene, por ejemplo, cualitativam ente nueva. Se trata, en otros términos, de las co­
F. W iplinger siguiendo a G. M arcel— , la agresividad de la rrientes que sostienen que el hom bre no puede perecer o que
m uerte inherente a tal experiencia exige una respuesta que no «su alm a es inm ortal». Esta concepción ha encontrado aco­
puede basarse en el reconocim iento de la función herm enéu­ gida en la fe cristiana: m uchas teologías consideran la tesis fi­
tica de la m uerte para la vida de cada cual. Lo que entonces losófica de la inm ortalidad del alm a como una introducción
se pregunta es qué perspectivas tiene la esperanza del am or a racional, mediación o plasm ación conceptual de la fe cris­
ese «otro» que era parte de mi vida. tiana en la resurrección de los m uertos (—» cuerpo y alma; de­
terminación y libertad; hum anism os y cristianismo; tiem po y
eternidad).
112
FENÓM ENOS ORIGINARIOS

4. La muerte, un fin puramente relativo: m ortalidad del hombre: su ilim itado deseo de libertad, felici­
la inmortalidad del alma dad y plenitud de sentido; su experiencia de una responsabili­
dad incondicional y de un am or definitivo (cf. G. M arcel
a) Fenómenos originarios 1961 [2] 79); su capacidad de conocer la verdad. Se trata,
Algunos interrogantes críticos formulados a las tres posturas pues, de aspectos en los que el hom bre se experim enta como
esbozadas dejaban ya entrever que en la vida hum ana apare­ un ser espiritual que, pese a estar vinculado a determ inados
cen fenómenos que pueden interpretarse como indicios de factores m ateriales, se halla por encim a de tales factores y es
una ilimitación del poder vital innata en el hom bre y capaz «independiente» de ellos. Evidentem ente, se discute si es po­
de superar la m uerte. S. Freud (341) señala que, por una vía sible extraer de aquí la dem ostración metafísica de que el
em pírica, se h a en con trad o con el hecho de que, «en el hombre posee una existencia que no acaba con la destrucción
inconsciente, cada uno de nosotros está persuadido de su del cuerpo (cf. Gevaert; H ounder; Rorarius 25-80; Seifert).
inm ortalidad». En térm inos parecidos se expresa K. Jas- (De tales experiencias deben distinguirse las vivencias
pers (261): «Nosotros podemos tener noticia de la m uerte en «empíricas» del «más allá del um bral de la m uerte» — cf.
general; pero al mismo tiempo hay en nosotros algo que, ins­ W iesenhütter; H am pe; M oody; Osis, etc.— , que podrían ser
tintivam ente, no la considera inevitable ni posible». Freud vivencias «en la frontera de la vida», pero no del más allá del
afirmó expresam ente que este fenómeno no constituye una um bral de la m uerte.)
prueba de la inm ortalidad. Pero ¿no exige una razón sufi­ En cambio, las experiencias existenciales m encionadas en
ciente? Tam bién debe «dar que pensar», cuando menos, el prim er lugar han llevado a fundam entar la creencia en una
hecho de que, desde los prim eros vestigios de vida hum ana inm ortalidad propia del hom bre, inm ortalidad que supera la
accesibles a nosotros, el cadáver se sepulta (cultualm ente) y muerte. En esta perspectiva se da al elemento espiritual in­
no se deja abandonado como un anim al m uerto, así como la mortal el nom bre de alma y a la realidad vulnerable por la
circunstancia de que las más antiguas concepciones hum anas m uerte el de cuerpo. En el m arco de esta concepción, la
asequibles a nuestro análisis no contem plan la m uerte como m uerte se define como la «separación del alm a y el cuerpo»,
un estado definitivo, sino como una «fase de tránsito» hacia y tal definición ha llegado a ser clásica en Occidente. Según
una nueva vida (cf. Ozols 32ss). C itando m últiples m ateriales esto, la m uerte no constituye el fin absoluto del ser hum ano,
de la historia de la cultura, E. C assirer (50) observa: «Si, en sino sólo el fin de un determ inado modo de ser, el «paso» a
el plano del pensam iento y de la metafísica, la reflexión tiene una nueva forma de existencia.
que esforzarse para aducir “pruebas” en favor de la perviven- La idea de la inm ortalidad del alm a y la consiguiente
cia del alm a después de la m uerte, en el desarrollo natural de concepción de la m uerte como separación del cuerpo y el
la historia del espíritu hum ano se da más bien la relación alm a (lo cual presupone que el hom bre está, de algún modo,
contraria. No es la inm ortalidad, sino la m ortalidad lo que «compuesto» de alm a inm ortal y cuerpo m ortal) no dejan de
tiene que com probarse y garantizarse paulatinam ente m e­ plantear algunos problem as. Por otra parte, adm iten las dos
diante las líneas divisorias que la reflexión progresiva intro­ toda una gam a de interpretaciones; pueden entenderse de
duce en la experiencia inm ediata». forma dualista o no dualista, según se responda a las si­
Tales experiencias prim itivas de la hum anidad remiten a guientes preguntas: ¿Qué significa «composición»? ¿Qué es el
vivencias originarias que, al menos en principio, todavía re­ compuesto? ¿Qué significa separación? Com o cada una de las
sultan asum ibles en nuestro tiempo. He aquí las experiencias interpretaciones tiene su propio contexto histórico, es preciso
que, cuando menos, pueden suscitar la pregunta por una in­ exam inar algunas etapas clave de esta convicción. A quí po­
demos rem itir al detallado análisis que sobre la problem ática
114 115
MUERTE Y RESURRECCIÓN ALMA INM ORTAL - CUERPO MORTAL

«alm a y cuerpo» se ofrece en este mismo volumen (—» cristia­ alma del cuerpo y la acostum bre a que, centrada en sí
nismo y religiones del m undo; cuerpo y alma; felicidad y salva­ misma, se repliegue del cuerpo y se concentre en sí m isma en
ción; m aterialism o, idealismo y visión cristiana del mundo; todos los aspectos y, así, viva en lo posible, ahora y después,
trascendencia y Dios de la fe). sola y por sí m isma, liberada del cuerpo como de unas ca­
denas?... ¿No se da a esto — a la desvinculación y separación
b) Alma inmortal - cuerpo mortal del alm a con respecto al cuerpo— el nom bre de “m uerte”?»
(Fedón 67C). En el trasfondo de tales fórmulas late, sin
La idea de que la m uerte afecta sólo al cuerpo visible m ien­ duda, una preocupación ético-religiosa: la m uerte como libe­
tras que otro elemento más profundo e invisible — o apenas ración de una existencia que aliena al hom bre; no obstante,
visible— del hom bre sigue viviendo se halla muy extendida también resuena en ellas un dualismo óntico de alm a y cuerpo
en las culturas antiguas y plasm ada en num erosos mitos. «La (cf. Pieper 61).
más antigua m anifestación del hom bre primitivo llegada Al dualism o de cuerpo y alm a y a la consiguiente infrava-
hasta nosotros es su fe en que una especie de alm a inm aterial loración de lo corporal se ajusta tam bién la concepción plató­
m ora en él» (Ozols 14; tam bién M ann). Esta creencia podría nica de la m uerte, esbozada paradigm áticam ente en el relato
tener su origen en la experiencia prim itiva de que, al morir, del trágico fin de Sócrates: la m uerte no tiene «carácter de
se emite el «últim o aliento», al tiempo que el cuerpo se queda catástrofe», sino que es la «bella m uerte», el «liberador de la
sin «hálito vital». Este fenómeno constituye en cierto modo la alienación», y no afecta a lo específico del hom bre (el alm a),
m anifestación visible de que, al morir, algo abandona al sino únicam ente a la envoltura del cuerpo.
hom bre (el hálito vital, una som bra, un alm a) y «sigue vi­ A unque el dualism o óntico de alm a y cuerpo se interpre­
viendo» de alguna forma, m ientras que el cuerpo m uerto es tara sólo como una forma de expresar el dualism o ético real­
sepultado. mente afirmado, cabría preguntar a Platón si el hom bre úni­
En el orfismo griego, esta concepción culminó en la idea camente alcanza su salvación de forma dualista y «más allá
de que es el «espíritu» o lo «divino» existente en el hom bre lo <le» su existencia esencialm ente corporal o a través de ella
que en la m uerte abandona la «cárcel» del cuerpo y vuelve a (cf. K. P. Fischer 313).
la esfera divina, en la que había preexistido y de la que había Ciertas consecuencias e implicaciones dualistas están ínti­
caído a la m ateria. Platón retom a el mito òrfico, recogido ya mamente relacionadas con la tesis de la inm ortalidad, como
por los pitagóricos, e intenta racionalizarlo m ediante una se­ puede com probarse en Platón y en otros m uchos hitos de
rie de argum entos que, de todos modos, no considera absolu­ la historia del pensam iento occidental; pero no se derivan ne­
tam ente convincentes (sobre los argum entos platónicos en fa­ cesariamente de ella. El pensam iento cristiano, que adoptó
vor de la inm ortalidad, cf. G adam er; Ricken). Advirtam os aspectos esenciales de la concepción p lató n ica, se opuso
que la doctrina de Platón sobre la inm ortalidad se halla ente­ siempre a una interpretación unilateralm ente dualista. Tal
ram ente en el m arco de su esfuerzo filosófico por fundam en­ interpretación chocaba frontalm ente con la tesis de que la
tar la polis no en la apariencia superficial y funcional, siempre creación (incluida la del cuerpo) es buena, con la convicción
cam biante, sino en la verdad divina: para ello es preciso que de que la vida presente (corporal) tiene valor, con la expe-
el hom bre, durante toda su vida, se separe de la apariencia y liencia de la agonía de Jesús (que no tuvo una «m uerte be­
la «alienación» causada por lo corpóreo-m aterial y, así, se lla») y, sobre todo, con la fe en la resurrección de la carne, es
acerque a lo divino, proceso de separación y acercam iento decir, del hom bre entero y de su m undo. Pero no fueron los
que sólo llega a su culm inación en la m uerte. «¿No consistirá contenidos de la fe cristiana lo único que llevó a introducir
la purificación... en que cada cual separe lo más posible el rectificaciones profundas en la versión dualista de la tesis de
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M UERTE Y RESURRECCIÓN FUNDAMEN'I ACIÓN DE I.A INM OR TALIDAD

la inm ortalidad: la filosofía aristotélica ofrecía ya otros es­ lodo para poder resolver el problem a de un soporte de la
quem as interpretativos de la relación cuerpo-alm a, y a ellos identidad entre la m uerte y la resurrección al fin de los
recurrió, tras la teología de la tem prana Edad M edia, in­ liempos (cf. IV, 1).
fluida más bien por el (neo-) platonism o, el pensam iento cris­ Esta ojeada, por vía de ejemplo, a Platón y a Tomás de
tiano de la alta Edad M edia (sobre la concepción aristotélica Aquino perm ite com probar que la idea de la inm ortalidad del
del cuerpo y el alm a, cf. supra, pp. 22s). alma y la definición de la m uerte como «separación del alm a
Así, para Tom ás de Aquino, el hom bre no consta de alm a y el cuerpo» son suceptibles de m últiples interpretaciones.
y cuerpo (es decir, no se compone de dos sustancias), sino I’ero, en líneas generales, se podría afirm ar que, en el ám bito
que el hom bre único y entero es totalm ente alm a y total­ occidental y en el pensam iento de muchos hom bres, la tesis
m ente cuerpo. Según él, la realidad del cuerpo «no es otra de la inm ortalidad se halla hasta nuestros días más cerca del
cosa que su alm a real, en cuanto que ésta sólo puede existir pensamiento de Platón que de la concepción de santo Tom ás
efectivamente m anifestándose y representándose en un tiempo (—» cuerpo y alma; mito y ciencia).
y un espacio dados... Por eso, contem plado desde la realidad
del hom bre, única y constantem ente entera, el cuerpo no es c) Fundamentación «monológica» o «dialógica» de la inmortalidad
sim plem ente algo distinto del alm a, sino la propia alm a en su
“vivencia externa”, en su estado m undano y espacio-tem po­ I -a tesis de la inm ortalidad es compleja tam bién por sus dife­
ral» (M etz 1962, 103s). Con ello adquiere un sentido absolu­ rentes fundam entaciones. Ya Platón adujo razones de distinta
tam ente radical la fórmula de la m uerte como separación del naturaleza en favor de la inm ortalidad. No obstante, sus dife­
alm a y el cuerpo: la m uerte constituye el fin del hom bre en­ rentes puntos de vista tienen como base un único argum ento:
tero, el único real, la extinción no sólo del cuerpo, sino tam ­ el alm a es inm ortal porque puede adquirir conocimientos que
bién del alm a espiritual, en la m edida en que ésta se realiza son incorruptibles; en otras palabras, porque es capaz de co­
en lo corpóreo-m aterial. Sin em bargo, esto no significa que el nocer lo eterno. Ahora bien, como una realidad sólo puede
hom bre vuelva a quedar sin más sum ergido en la nada: el ca­ ser conocida por otra igual, el alm a participa de lo eterno e
dáver, que ya no está «informado» por el alm a, se descom ­ incorruptible. Así pues, el alm a no es inm ortal porque sea
pone poco a poco en sus partes integrantes, m ientras que el «en sí misma» una «sustancia» indestructible, sino porque
alm a, por ser una forma espiritual y, por tanto, subsistente e sintoniza con lo eterno y divino.
indestructible, continúa existiendo, pero no como hombre, Tam bién en san Agustín encontram os formas de argu­
sino como «algo del hombre» (pars naturae). Por eso, separada mentación parecidas: por ser sujeto de verdades im perece­
del cuerpo, el alm a se halla en un «estado antinatural». Tal deras, el alm a hum ana tiene que ser im perecedera. Así pues,
existencia ni siquiera puede concebirse sin una intervención el alm a hum ana no posee la inm ortalidad en razón de sus
especial de Dios. Puesto que la m uerte afecta profundam ente propiedades sustanciales y de su virtualidad «monológica»,
al alm a, no habría que hablar tanto de su «inm ortalidad» sino en virtud de su relación o «diálogo» con lo incorruptible.
cuanto de una cierta incorruptibilidad. Este razonam iento aparece tam bién en la escolástica. Pero
Por consiguiente, la idea de un alm a incorruptible no aquí se aducen otros argum entos que m uestran la indestructi­
constituye por sí sola una respuesta suficiente a la destruc­ bilidad del alm a basándose en las propiedades específicas del
ción de la vida por obra de la m uerte (tal respuesta se halla espíritu (sim plicidad, inm aterialidad, etc.). Estos últimos ar­
únicam ente en la expectativa de una resurrección de la gumentos son los que, a través de la escolástica tardía, pene­
carne). No obstante, la fe cristiana y la filosofía cristiana tran en el pensam iento m oderno y perfilan en él la tesis de la
m antienen la idea de la incorruptibilidad del alma, sobre inm ortalidad: el alm a es inm ortal porque, en cuanto sustan­
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M UERTE Y RESURRECCIÓN FUNDAMENT ACIÓN l)E LA INMORTALIDAD

cia espiritual, no puede ser destruida; es decir, el alm a posee como la necesidad de una convergencia entre la santidad y la
un poder propio superior a la m uerte (Descartes, Leibniz, felicidad exigen la inm ortalidad. Es cierto que la inm ortali­
M. M endelsohn). dad constituye un postulado o una esperanza postulatoria;
K ant rechaza las pruebas tradicionales de la inm ortalidad pero eso no significa que se trate de una aseveración irracio­
porque sostiene que el uso de la razón teórica tiene que limi­ nal. Porque K ant entiende por postulado «una proposición
tarse al ám bito de los fenómenos, al que no pertenece la in­ teorética pero no dem ostrable como tal..., en cuanto que está
m ortalidad del alm a. No obstante, se halla plenam ente en la inseparablem ente unida a una ley práctica que tiene a priori
línea del pensam iento m oderno sobre la inm ortalidad, en el una validez incondicional» (V I,263). El sujeto que se realiza
sentido de que sitúa en el propio hom bre el fundam ento de la y «se pone» como ser moral tiene que decir: «Yo quiero
indestructibilidad. Sus «nuevas pruebas» son postulados que que... mi duración sea infinita; me aferró a ello y no dejo que
tienen su base en la autorrealización (práctica) del sujeto: nadie me quite esta creencia. Porque, como me está vedado ce­
1. El hom bre — cuando no quiere renunciar a su condi­ der un ápice en tal creencia, en este caso el interés determ ina
ción de tal— se halla bajo un im perativo m oral absoluto; su inevitablem ente mi juicio sin prestar atención a las sutilezas,
m eta es la m oralidad perfecta, que recibe el nom bre de santi­ por más que me sienta incapaz de responder a ellas o de opo­
dad. Pero la santidad constituye «una perfección de la que nerles otras más verosímiles» (V,277s). Es cierto que lo que
ningún ser racional del m undo sensible es capaz en ningún viene después de la m uerte escapa a la capacidad cognosci­
m om ento de su existencia». Por eso, su realización exige un tiva del hombre: es lo oscuro y abism al por antonom asia,
«progreso infinito». Ahora bien, este progreso «sólo es posible l’ero ante este abismo debe adoptar el hom bre una actitud de
bajo el presupuesto de que la existencia y la personalidad del esperanza. Tal postura de esperanza postulatoria no tiene
mismo ser racional duren hasta lo infinito, circunstancia que otra base ni otro soporte que la autorrealización (ética) del
se define como inm ortalidad del alm a» (V I,252). K ant pre­ sujeto.
sum e que la vida futura no difiere esencialm ente de la actual Este postulado «monológico» — es decir, fundado exclusi­
(1817, 149s). vam ente en el sujeto y no relacional-dialógico— de la inm or­
2. El hom bre debe hacer lo bueno y lo verdadero porque talidad tenía que caer bajo el fuego de la crítica de la religión
es bueno y verdadero, no porque ello le proporcione ventajas de Feuerbach: ¿no es la inm ortalidad así fundam entada una
y beneficios. Sin em bargo, tiene que haber una últim a con­ proyección del hom bre, que no puede soportar la propia im ­
vergencia entre la conducta m oral y la felicidad. Porque el perfección y limitación en la realización de su yo y es incapaz
hom bre en cuanto hom bre, del mismo modo que se halla de resignarse a que su «m oralidad» y su felicidad no sean
bajo la exigencia de la m oralidad, así tam bién está orientado nunca perfectas? ¿No aparece desde esta perspectiva la idea
hacia la «felicidad». A unque po es raro que la conducta m o­ de la inm ortalidad (y la de Dios) como algo que el deseo hu­
ral y la felicidad personal no vayan unidas en la vida — es in­ mano ha elaborado para su propia satisfacción? ¿No late,
negable que a muchos malos les va bien y a muchos buenos pues, en la idea de la inm ortalidad la m isma «tendencia a la
m al— , a fin de cuentas sería sum am ente absurdo que el apropiación» con la que el hom bre intenta dar por sí mismo
hom bre se hallara condenado «a estar sediento de felicidad y un sentido a la m uerte en las tres posturas esbozadas al co­
no poder alcanzarla siendo digno de ella» (V I,238). La m ora­ mienzo?
lidad y la felicidad tienen que converger en últim a instancia. Estos interrogantes señalan los flancos descubiertos de
Pero esto sólo pueden garantizarlo Dios y una vida más allá cualquier teoría filosófica de la inm ortalidad. ¿No son profun­
de la existencia lim itada por la m uerte. dam ente am bivalentes y susceptibles de diversas interpreta­
Así pues, tanto la obligación del hom bre a la santidad ciones los fenómenos que — bien m ediante una reflexión espe­
120 121
M UERTE Y RESURRECCIÓN

culativa sobre el ser hum ano o bien m ediante la realización


práctica del mismo— apuntan hacia una superación de las
III. Reflexión teológica sobre la resurrección
fronteras de la m uerte? ¿Son algo más que meros signos de de los muertos
un deseo hum ano que quizá desem boca en el vacío?
Así, la filosofía por sí sola parece encontrarse en una apo-
ría ante el problem a de la m uerte, como señala Th. Adorno
(368): la idea de un final absoluto «resulta casi tan inconcebi­ 1. Vida y muerte en el Antiguo Testamento
ble como la de la inm ortalidad». La posibilidad o im posibili­
dad de un más allá del um bral de la m uerte no puede esta­ a) Dimensiones de la vida
blecerse con certeza por una vía puram ente intelectual. Ya
Platón piensa que no es posible llegar más allá de una «pro­ La principal fuente de las afirmaciones teológicas sobre la
babilidad», salvo que «uno pueda viajar con m ayor seguridad m uerte es la Sagrada Escritura, esa colección de libros en que
y menos peligro en un vehículo más estable, por ejemplo con se plasm aron las experiencias m ultiseculares vividas por
una palabra divina» (Fedón 85 CD ). ¿Puede esclarecer, pues, ciertos hom bres en el m arco de la com unidad creyente con y
una palabra divina (es decir, un diálogo y no una reflexión bajo las exigencias del Dios de la revelación bíblica. Precisa­
monológica) los interrogantes que la m uerte suscita? Esto mente porque se trata de experiencias históricas (que tienen
constituye un reto para la teología. ¿Qué puede aportar ella en Dios su origen y su objeto), el discurso teológico sólo
para esclarecer el am biguo y som brío fenómeno de la muerte? puede verterse secundariam ente en conceptos. O riginaria­
(—» diálogo; felicidad y salvación; ideología y religión; m ate­ mente se halla siempre referido a un determ inado contexto
rialismo, idealismo y visión cristiana del m undo; utopía y es­ histórico de descubrim iento. A m enudo, únicam ente este con­
peranza; valores y fundam entación de norm as). texto desvela los motivos más profundos de la inteligencia de
la fe; por eso, en las páginas siguientes vamos a esbozar y
analizar algunos hitos de este proceso histórico de descubri­
miento.
En los estratos más primitivos del Antiguo Testam ento
accesibles para nosotros, la m uerte no constituye el objeto
prim ario de las afirmaciones, sino que la atención se centra en
la vida. Según la valoración veterotestam entaria, la vida es el
bien suprem o por antonom asia. Pero sólo hay vida allí donde
ésta se realiza en comunión con otros hom bres, en un clima
de seguridad, salud, paz y alegría, es decir, de comunicación lo­
grada. Esta «vida plena» es un don de Dios, que la otorga a
los hom bres como su bien salvífico y su bendición. M ás aún:
como Yahvé es la fuente de la vida (Sal 36,10), el hom bre re­
cibe con el don de la vida una comunión con el donante, que
es inseparable del don. De ahí que la vida implique esencialmente
estar en relación con Dios (y con los hombres).
Pero la vida, adem ás de don, es tarea. El hom bre la recibe
para vivirla al servicio de Dios y según sus instrucciones.
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ANTIGUO TESTAM ENTO: DIM ENSIONES DE LA VIDA
M UERTE Y RESURRECCIÓN

Debe entregarla — en aras de la salvación universal de «Yahvé no se acuerde de los m uertos» (Sal 83,6) y que «los
Dios— para recibirla de nuevo en su m omento. Tal es el sen­ m uertos no alaben al Señor» (Sal 115,17)? Si la m uerte es au­
tido de la conexión — frecuente en el Antiguo Testam ento— sencia absoluta de com unicación y de relaciones, ¿no es con­
entre la prom esa de vida y la proclam ación de los m anda­ traria al propio Dios y a la com unicación con el hom bre y de
mientos, conexión «que podríam os considerar como un ele­ los hombres entre sí, querida por él? Así pues, la pregunta
m ento constitutivo de la fe en Yahvé» (v. Rad 1950, 427). por un futuro de la vida más allá de la m uerte no surge como
En los escritos veterotestam entarios más antiguos se una «proyección» del deseo hum ano de vivir, sino que es sus­
acepta sin ningún problem a que la duración de la vida es li­ citada por el designio divino de m antener una alianza con el
m itada. Sólo ocasionalm ente resuena en ellos la idea de un hombre.
pecado inicial por el cual el hom bre perdió o no consiguió la
inm ortalidad (cf. H errm ann). Pero no por eso es la m uerte el
«último enemigo», sino que al m orir cesa el hálito vital que En los últimos decenios se ha estudiado reiteradam ente es­
Dios ha otorgado a los hom bres. La verdad de que la vida es te problem a: ¿cómo se explica que Israel no conociera al
el don salvífico divino tiene que verificarse aquí y ahora, den­ principio una vida tras el um bral de la m uerte, cuando el en­
tro de los límites m arcados por el nacim iento y la m uerte. torno del Antiguo O riente estaba convencido de una perviven­
Aquel a quien Dios brinda su am istad, si se ajusta a los pre­ cia? (La idea del sheol no implica una superación de las fron­
ceptos divinos, recibe de Yahvé el don de una vida larga, prós­ teras de la m uerte; más detalles en K ellerm ann 1976, 26ls).
pera y feliz, dentro de la cual la muerte no representa una crisis Suelen aducirse los puntos de vista siguientes:
y un final sombrío, sino plenitud y consumación tranquila. Este 1. A unque el individuo m uere, Israel sigue viviendo. La
ideal de la muerte lo esboza paradigm áticamente Israel en el colectividad del pueblo constituye un conjunto existencial tan
relato del óbito de los patriarcas (Gn 15,15; 25,8). íntim am ente entrelazado que la suerte del individuo, si bien
No obstante, la m uerte no constituye un final absoluto, sino no carece de im portancia, es secundaria. Pero ¿no cabe decir
el paso a una estancia um brátil, sin felicidad ni verdaderos lo mismo de las otras culturas que, sin em bargo, elaboraron
acontecim ientos, en el reino de los m uertos, en el sheol (o en determ inadas ideas sobre el más allá? A nuestro juicio, hay
la tum ba familiar; cf. M aag 20ss). Este estado irreversible de otros motivos más verosímiles.
los m uertos no puede com pararse siquiera con la más m isera­ 2. En la vivencia de Israel, su Dios es Dios de vivos y
ble de las existencias de este m undo (cf. Ecl 9,5s). C ualquiera dador de vida por antonom asia. Tal es el título con que se le
que sea la forma en que debe interpretarse esta inane existen­ honra frente a los dioses «muertos» de los paganos. M ientras
cia um brátil — como im agen plástica de la extinción total o esta fe no estuvo suficientem ente enraizada en Israel, Yahvé
como modo de una cierta pervivencia «al borde» de la nada no pudo asum ir sin más — como en la religiosidad cananea—-
(cf. Greshake 1969, 177)— , es claro que inicialm ente no im ­ la función de los dioses de los m uertos, que eran responsables
plica una inm ortalidad del hom bre. La m uerte constituye el de cuidar de la pervivencia de los difuntos. Con esto guarda
final definitivo de la vida . Al parecer, esto se aceptó tranqui­ relación el hecho de que las ideas sobre una vida en el más
lam ente en las prim eras épocas del Antiguo Testam ento. De allá se hallaban entrelazadas con el culto a los m uertos y con
todos modos, hay pasajes bíblicos que reflejan toda la am ar­ el aprovisionam iento de los difuntos y, por tanto, tenían que
gura de la inexorabilidad de la m uerte y la consternación del entrar en conflicto con la exclusividad exigida por Yahvé
h o m b re a n te ella: si la co m un ió n de v id a en tre D ios y (cf. W áchter 176; véase asimismo M aag 17ss). Finalm ente,
el hom bre culm ina en que Dios «se acuerda del hom bre» y el el entorno de Israel plasm ó la superación de la m uerte en
hom bre «canta las alabanzas de Yahvé», ¿no es absurdo que unas concepciones mítico-cíclicas que eran contrarias a la fe
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M UERTE Y RESURRECCIÓN AN TIGUO TESTAM ENTO: M UERTE Y PECADO

en el poder de Dios para forjar la historia de forma siempre una idea de la teodicea: que Dios hace justicia a quien muere
nueva. por él, otorgándole una vida nueva y definitiva en comunión
Si esta segunda razón es cierta, aparece una vez más el con él mismo. Con esto se insinúa, adem ás, otra cosa: sólo
«carácter m arcadam ente antiproyectivo» de la creencia, que quien se ha entregado por entero a Dios y, por tanto, le per­
se form ularía más tarde, en una superación de las fronteras tenece plenam ente, puede entrar en una comunión perfecta
de la m uerte: el hom bre no se «proyecta» un Dios porque e im perecedera con él. Ésta es tam bién la razón más profun­
quiere ser inm ortal, sino al contrario: porque no ve cómo da de que el hom bre no pueda ver a Dios sin m orir antes
puede conciliarse su deseo de inm ortalidad con la fe en (Ex 33,20). Así, aunque la m uerte constituya una dura reali­
Yahvé, «renuncia» durante m ucho tiempo a la tesis de la in­ dad natural, el hom bre puede y debe cualificarla de una u
m ortalidad o, más exactam ente, deja abierto el misterio si­ otra forma pronunciando libremente su sí o su no frente a ella.
lente de la m uerte. Sólo cuando el propio Dios se manifiesta De este modo, la muerte aparece también como un acto de la
experiencialm ente como señor de la vida y de la m uerte, el libertad, como una consumación activa de la vida efectuada
israelita — quizá influido tam bién por ideas no israelitas desde dentro (—> cuerpo y alma; sufrimiento; trascendencia y
(¿persas?; cf. N ótscher)— formula como resurrección de los Dios de la fe).
muertos su esperanza en una vida después de la m uerte. Tal
resurrección es considerada como la prueba suprem a de la fi­ Ii) Muerte y pecado
delidad de Dios, experim entada ya inicialm ente. (U na deta­
llada reconstrucción del desarrollo de este dogm a puede verse La vivencia de que la m uerte representa la culm inación se­
en K ellerm ann 1976.) rena de la vida y — según una convicción creyente poste­
Es posible que esta nueva experiencia esté relacionada rior— el paso a la vida perm anente constituye sólo un as­
también con la individualización de la relación con Dios, per­ pecto de la experiencia de fe del Antiguo Testam ento. El
ceptible hacia el final de la época veterotestam entaria (y en Antiguo Testam ento conoce tam bién la experiencia de tener
este sentido tam bién habría influido secundariam ente el mo­ que m orir antes de que la vida agote su curso y pueda lle­
tivo m encionado en p rim er lu g ar). En los g ran d es p ro ­ gar a su culm inación. Existe tam bién la m uerte repentina,
fetas com ienzan a perfilarse una independización del indi­ prem atura, la m uerte «m ala», la m uerte «a m itad de los
viduo frente a la sociedad y una postura ante la vida que ya días», que envía ya ahora sus precursores a los hombres: la
no incluye al individuo en el conjunto de la existencia social enferm edad, la pobreza, la indigencia, la soledad y la falta de
(cf. Pannenberg 168). Es el individuo quien experim enta que relaciones son realidades de la m uerte que atentan contra la
no deja de ser válida tras el um bral de la m uerte la prom esa vida, la reducen o incluso la interrum pen prem aturam ente.
divina «te he llam ado por tu nom bre; tú eres mío» (Is 43,1). En el Antiguo Testam ento, esta «muerte» en medio de la
En el salmo 73 (cf. especialm ente los vv. 23-26), representa­ vida está íntim am ente relacionada con el pecado, es m anifes­
tivo en este aspecto de otros muchos pasajes bíblicos, aparece tación y consecuencia del pecado. Porque el pecador quiere
con especial claridad que, en el Antiguo Testam ento, la espe­ conseguir y conservar la vida por sí mismo, sin Dios y contra
ranza en un más allá de la m uerte surge precisam ente Dios. Y, precisam ente por separarse de la fuente de su vida,
cuando el hom bre pone su vida en m anos de Dios. Así lo tiene que perderla y debe morir. Sólo una nueva vuelta a
hace de una m anera singularm ente radical el m ártir, que en­ Dios lo libera del poder de la m uerte «mala», pues el justo
trega su vida por m antenerse fiel a la ley divina y, por eso, «escapa de los lazos de la muerte» (Prov 14,27). Estas afir­
resucita — según una convicción veterotestam entaria— inm e­ maciones y otras semejantes no indican, en principio, una
diatam ente después de la m uerte. Aquí resuena claram ente superación de las fronteras de la m uerte biológica, sino que
126 127
M UERTE Y RESURRECCIÓN LA M UERTE EN EL NUEVO TESTAM ENTO

se refieren a la liberación de la esfera de poder — actuante 1. Ya el Antiguo Testam ento considera insuficiente la
aquí y ahora en el pecador— de la m uerte que cualifica nega­ idea de la «m uerte natural», de la m uerte serena «en una edad
tivam ente la vida (terrena) y la interrum pe prem aturam ente. avanzada»; tal idea no hace justicia al complejo fenómeno de la
La circunstancia de que la m uerte «mala» atenta no sólo m uerte (a su perm anente carácter de acaecim iento ni a la
contra la vida del pecador, sino también contra la del «justo», «m uerte en la flor de la vida») y tam poco puede satisfacer al
desencadenó una crisis profunda: la imagen de la m uerte co­ hom bre consciente de su singularidad individual.
mo culm inación serena de la vida, tal como se representa en 2. La esperanza en una superación de las fronteras de la
el relato del óbito de los justos del Antiguo Testam ento, m uerte tiene un carácter m arcadam ente antiproyectivo.
constituye sin duda una «posibilidad», pero no refleja la rea­ 3. El motivo para esperar una superación de la m uerte re­
lidad entera. De hecho, todos los hombres m ueren, aunque side en la relación dialógica, experim entada vitalm ente, del
no hayan llegado a la plenitud; mueren prem aturam ente. De hom bre con Dios. Así, la m uerte aparece como un acicate
ahí que la m uerte sea una maldición para los pecadores y para que el hom bre se ponga entera y librem ente en manos
para los justos, pues unos y otros se hallan sometidos al des­ de Dios.
tino de tener que m orir sin poder llegar a la plenitud con la
m uerte. Así se insinúa ya en el Antiguo Testam ento (particu­
larm ente en el Y ahvista y en el Libro de la Sabiduría) una 2. Radicalización del fenómemeno de la muerte en el Nuevo
consecuencia que sólo el Nuevo Testam ento extraerá con Testamento: el mensaje de Jesús y su muerte en la cruz
toda radicalidad: que la m uerte no puede ser «natural» ni
querida por Dios, sino que es una consecuencia de que el El Nuevo Testam ento no concibe la m uerte como una consu­
hom bre no concibe su vida como un don y una tarea proce­ mación pacífica de la vida, sino como un poder procedente
dentes de Dios ni la recibe con gratitud y confianza. El peca­ del pecado y unido a él. Particularm ente en la línea de la teo­
dor — y puesto que todos m ueren, todos son pecadores— logía paulina, la m uerte es la «definición del hom bre bajo el
quiere poseer la vida, conservarla, explotarla y consum irla sin pecado» (Schunack). No es la m era extinción biológica, sino
Dios y contra Dios. Así, esta m uerte inevitable constituye la «la visibilidad de la culpa», consecuencia, «expresión y m ani­
prueba suprem a de la im potencia de una vida que busca en festación de la naturaleza del pecado en la corporeidad del
sí m isma su consistencia. hombre» (Rahner 1958, 45). Porque el pecador quiere vivir
Pero, ante todo, surge una pregunta inquietante: ¿inte­ por sí mismo y para sí mismo; pero, al «vivir para sí mismo»
rrum pe Dios su comunión de vida a la vista del pecado? ¿No (cf. 2 Cor 5,15), de hecho queda abandonado a sí mismo y a
responderá Dios con un no al no hum ano? ¿No tiene que con­ sus propias posibilidades, que resultan vanas, al menos a la
tar el pecador con que la m uerte sea «lo último», la rúbrica vista del fin, pues en la m uerte se com prueba palpablem ente
de la inanidad y el sinsentido de una vida pecadora que se lo que el pecado lleva consigo: una vida que cree poder dis­
estanca en sí m ism a y term ina en un absurdo trágico? Él An­ poner autónom am ente de sí m ism a desem boca en el vacío.
tiguo Testam ento no da una respuesta clara a estos interro­ La predicación de Jesús de Nazaret, que tiene como centro
gantes (—» culpa y pecado; negatividad y mal). la llegada del reinado de Dios, es esencialm ente un anuncio
del fin del reinado de la m uerte. El mensaje de Jesús se pre­
c) Recapitulación senta como la últim a (= escatológica) invitación que Dios
hace al pecador para que vuelva a vivir su vida en comunión
Tres aspectos de la fe veterotestam entaria esbozada merecen con él y con la m irada puesta en él. Constituye una prom esa
particular atención a la vista de los planteam ientos actuales: de vida y un llam am iento a la decisión para todos los que
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M UERTE V RESURRECCIÓN LA M UERTE EN EL NUEVO TESTAM ENTO

han m alogrado su existencia y — aunque biológicamente nal de salvación que Jesús anuncia a Israel como último en­
«vivos»— están ya «muertos». Sólo quien está dispuesto a viado de Dios y el rechazo de Israel — que aparentem ente
aceptar de nuevo su vida como don y tarea otorgados por significa el fracaso del mensajero divino, pero en realidad
Dios y la em plea para servirle y para servir al prójimo, consi­ constituye el fracaso del propio Israel— , lo resuelve Jesús
gue ahora y para el futuro una vida verdadera (M e 8,34s y prosiguiendo hasta la m uerte su misión salvífica e interpre­
passim). En cam bio, quien desoye el llam am iento a la verda­ tando su m uerte como la m uerte del mensajero salvífico esca-
dera vida figura ya entre los m uertos (cf. Le 9,60; 15,24). tológico, como una m uerte salvífica y expiatoria en favor de
Jesús no se lim ita a predicar la «vida»: toda su actuación es Israel» (Pesch 1978, 107). La idea de una m uerte expiatoria
una lucha constante contra la m uerte en todas sus m anifesta­ tenía ya precedentes en el Antiguo Testam ento y en el ju ­
ciones. El «trato de Jesús con los pecadores rom pe el “m or­ daismo tardío. Aquí es el «justo» o el profeta enviado por
tal” aislam iento de éstos, las curaciones de enfermos y los Dios quien entrega su vida a Dios en representación de los otros,
exorcismos anuncian sim bólicam ente el fin del mortífero rei­ que rechazan a Dios, y así lleva a cabo una intercesión eficaz:
nado de Satán, la ilegal interpretación de la ley despoja a pide que la entrega voluntaria de su vida a Dios sea eficaz
ésta de su aguijón m ortal, la referencia del hom bre al prójimo también para aquellos por los que él aboga, y les consiga la
hace de éste un mensajero del am or a la vista de la m uer­ reconciliación y una nueva vida. Al sufrir la m uerte expiato­
te» (Pesch 1974, 88). Por consiguiente, la victoria sobre la ria, al aceptar por nosotros la som bría m uerte del pecador
m uerte está im plícita en la llegada del reino de Dios — anun­ (Rahner 1958, 107), Jesús com pendia con la m áxim a claridad
ciada por Jesús— , que quebranta el poder del mal. lo que en realidad estaba enjuego en su lucha por el reino de
Sólo la com unión con Dios otorga la vida, ahora ya y des­ Dios — el designio divino de salvación, absolutam ente cierto,
pués de la m uerte. Frente a la negación saducea de una vida y la entrega definitiva del hom bre al Dios que vivifica— , y
más allá del um bral de la m uerte, Jesús afirm a (con el grupo entregando su vida por nosotros en cum plim iento de la mi­
religioso fariseo) la fe en la resurrección de los m uertos. Su sión recibida del Padre, nos introduce vicariam ente en su sí
«argum entación», tal como aparece en el im portante pasaje (hum ano) al Padre. Así, el poder del pecado y de la m uerte
de Le 20,37s y paralelos, pone el acentp en que, ya en el A n­ es quebrantado desde dentro por obra del propio Dios.
tiguo Testam ento, Dios se define como un «Dios de personas Pero, según la concepción cristiana, Jesús no es un justo
vivas». Por tanto, el hom bre forma parte de la autodefinición (cualquiera) que va a la m uerte para expiar por los demás,
de Dios. De aquí se sigue que tam bién el hom bre, pertene­ sino el propio Hijo de Dios, es decir, Dios. Con el descenso
ciente a Dios, tiene una vida im perecedera. de Jesús «al reino de la m uerte» (recuérdese la fórm ula del
Pero ¿qué ocurre cuando el hom bre se retira del «diálogo» símbolo «descendió al reino de la muerte»; cf. M aas), donde
con Dios, lo rechaza y lo rehúsa? según el Antiguo Testam ento no se alaba a Dios, la m uerte
Israel — representante en este punto de la hum anidad en­ deja de ser «la región de las tinieblas y el ám bito de la inmi-
tera— desdeña la últim a invitación de Dios a vivir con él. J e ­ sericorde ausencia de Dios. Con Cristo, Dios mismo entra en
sucristo es condenado a m uerte de cruz y ejecutado cruel­ la región de la m uerte y transform a en el ám bito de su pre­
mente (sobre lo s . problem as históricos y teológicos de la sencia el ám bito de la incomunicación» (Ratzinger 1977, 84).
m uerte en la cruz, cf. K asper 132-144, con bibliografía; tam ­ Así, la muerte de Jesús constituye el sacramento supremo, el signo del
bién Schillebeeckx 1975, 241ss; Kertelge 1976; Pesch 1978; amor incondicional de Dios a los hombres (sobre las diferentes in­
Froitzheim 31ss). Así pues, la cruz es, ante todo, el signo terpretaciones teológicas del significado soteriológico de la
suprem o del no hum ano a Dios y a su oferta de vida. cruz informa, sistem atizando, Schillebeeckx 1975, 242ss; cf.
«Este conflicto..., el conflicto entre la prom esa incondicio­ también Schm alenberg 132ss).
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M UERTE Y RESURRECCIÓN
LA RESURRECCIÓN Y LAS FRONTERAS DE LA M UERTE

El acontecim iento de ]a cruz no m anifiesta «por sí como «apariciones» o, traducido más exactam ente, como un
mismo» todo esto; para percibirlo fue necesario un hecho re­ «ser m ostrado» del Resucitado. Tras este pasivo teológico late
velatorio específico: la resurrección de Jesús (—» agonía y la siguiente convicción: Dios ha m anifestado a Jesús en
asistencia a los m oribundos; símbolo y sacram ento; sufri­ cuanto resucitado y, así, se ha m ostrado él mismo como un
miento). poder superior a la m uerte y como una prom esa de vida y de
amor.
3. La resurrección de Jesús y la resurrección universal 3. Por tanto, las apariciones del Resucitado no significan
sólo — aunque tam bién significan esto— que Jesús, él perso­
de los muertos nalm ente, vive. Tam poco significan sólo que su mensaje ha
sido corroborado por Dios y que él mismo ha sido «elevado»
a) La resurrección, ruptura de las fronteras de la muerte a Kyrios en la gloria divina: m anifiestan tam bién que en la
m uerte de Jesús «por nosotros» está fundam entada su resu­
Desde la M odernidad y, sobre todo, en los últimos treinta rrección «por nosotros», es decir, la definitiva e irrevocable
años, la resurrección de Jesús ha constituido el objeto central promesa divina de vida para todos los hombres. «Así pues, la
de muchos y muy diversos estudios teológicos. La exégesis ha resurrección de Jesús se sitúa en una perspectiva universal;
exam inado preferentem ente el valor histórico y el significado no es sim plem ente un acontecim iento único y cerrado, sino
exacto de los relatos de la resurrección (¿qué significan las un evento que está abierto hacia el futuro y abre el m undo
expresiones «apariciones pascuales», «sepulcro vacío» y «re­ hacia el futuro. Es preludio y anuncio de lo que la creación
surrección al tercer día»?). La teología se ha preguntado por entera espera suspirando y añorando: la manifestación de la
las posibilidades y condiciones herm enéuticas de la experien­ libertad de los hijos de Dios (cf. Rom 8,19ss), la llegada del
cia de la resurrección y por su significado teológico y antro­ reino de la libertad» (K asper 181). Se trata de la libertad de
pológico (una visión de conjunto y la bibliografía más im por­ la m uerte y del pecado y de la carga de tener que afrontar y
tante pueden verse en K asper 145-162; cf. tam bién Krem er superar personalm ente la vida propia, así como de la libertad
1976; id. 1977; Schillebeeckx 1975, 284s.s; P. Hoífm ann 1979). para el am or y la fraternidad.
Algunos, problem as están todavía por resolver, siguen siendo Tal universalidad, además de indicarse en distintos con­
controvertidos y difícilmente encontrarán nunca una solución textos y formas literarias de los relatos de aparición (cf. Wilk-
definitiva; no obstante, la teología cristiana parece haber lle­ kens 167s), aparece tem atizada en la articulación lingüística de
gado a un acuerdo en los puntos siguientes: las apariciones como experiencias de la resurrección. Porque, en la
1. El últim o dato históricamente verificable no es la resu­ imagen del mundo de la apocalíptica judía, la resurrección de
rrección de Jesús como tal, sino la llegada de los discípulos a los muertos es un acontecimiento universal que tendrá lugar al
la fe en ella. Como fundam ento y motivo de esta fe se m en­ fin de la historia. Cuando Jesús se da a experimentar como resu­
cionan las «apariciones», es decir, no una autorreflexión o citado, se proclama el comienzo de lo que la teología del ju ­
proyección de los discípulos, sino ciertas vivencias provocadas daismo tardío esperaba para el fin de los tiempos: la resurrec­
«desde fuera». Teniendo en cuenta el «estado» interior en ción universal. Evidentemente, se corrige la imagen apocalíptica
que se encontraban los discípulos tras el absurdo final de del m undo en el sentido de que la resurrección no constituye
Jesús (traición, negaciones, desesperación, huida), hay que ahora un acontecimiento puntual al fin de los tiempos, sino que
atribuir un elevado valor histórico a este testimonio suyo, aparece como un proceso que tiene en Jesucristo el primer mo­
confirm ado en muchos casos con la m uerte. mento y el que fundamenta todo lo demás. «Es el primero»;
2. Los prim eros testigos interpretan estas «vivencias» «en él son vivificados todos» (1 Cor 15,23.22).
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M UERTE Y RESURRECCIÓN TRES ROSTROS I)E LA MUER TE

En cuanto realidad presente y esperanza para el futuro, la recepción y la entrega. Y precisam ente así recibe el hombre
resurrección determ ina ya toda la realidad; por eso, el poder una participación en la vida im perecedera de la resurrección.
universal de la m uerte está derrocado. La m uerte vuelve a ser El que am a «ha pasado ya de la m uerte a la vida» (1 Jn 3,14).
para el creyente lo que puede ser: el fin del plazo de vida El que cree en Cristo y sigue su cam ino de obediencia a Dios
tem poral fijado al hombre, la consum ación de su existencia y y de am or a los hom bres «tiene la vida eterna» (Jn 6,40)
la culm inación de su entrega al Dios deseoso de una alianza. (—» angustia y confianza cristiana; crítica y reconocimiento; ex­
periencia y fe).
b) La resurrección como realidad presente
Aunque la resurrección universal está todavía por llegar, el 4. Síntesis sistemática
am or de Dios universalm ente victorioso en la m uerte de Jesús
en la cruz m uestra ya su eficacia en que Dios abre al a) Tres rostros de la muerte
creyente, ya ahora, la prom etida vida definitiva — no vulnera­
ble por la m uerte y, consiguientem ente, eterna— como una Este esbozo de la concepción bíblica de la m uerte y de la es­
nueva forma de existencia liberada, es decir, como una posi­ peranza bíblica en una victoria sobre la m uerte m uestra que
bilidad de vida definida por la esperanza y el amor, y la prote­ tanto la m uerte como la inm ortalidad son fenómenos com ­
ge «en Cristo» contra todas las tentaciones hasta la resurrec­ plejos e incluso contradictorios, que no pueden reducirse a un
ción. Pero la vida nueva y básicam ente liberada del poder del solo denom inador. Es posible distinguir tres aspectos funda­
pecado y de la m uerte tiene que «acabar de gestarse» en el mentales que, pese a las diferencias de interpretación en los
curso de la existencia hum ana, por obra del Espíritu Santo, a detalles, determ inan la historia ulterior de la fe y la teología
través de un proceso, a m enudo largo y difícil, que el len­ hasta nuestros días.
guaje de la fe denom ina «vida de fe» o «vida en el segui­ 1. La muerte es el fin natural de la vida humana — del «status
miento de Jesús». La fe y el seguimiento brindan una posibi­ viatoris», como suele decirse en lenguaje eclesiástico— , que
lidad y un estímulo para que, en vez de aferrarse a sí mismo, tiene fijado un plazo. Pero no significa la disolución en la
y a la propia vida, cada cual la entregue con la m irada nada, sino el cese del existir-aquí-y-ahora experim entable, la
puesta en Jesús, «el pionero de nuestra fe» (H eb 12,2), para conclusión de la existencia en el espacio y el tiempo, es decir,
recibirla nuevam ente de Dios. en las coordenadas de una relación experim entable con el
Así pues, la consumación de la fe cristiana se define esen­ cuerpo, el prójimo y el m undo. En el período de tiempo que
cialm ente como «entrega de la vida» (es decir, como morir); finaliza con la m uerte, el hom bre debe «gestarse» hasta al­
pero esta m uerte constituye un factor intrínseco de la vida canzar la m adurez de la persona en y con los «materiales»
verdadera y perfecta. Así lo indican las afirmaciones neotesta- del m undo y en las múltiples relaciones en que se halla, y ha
m entarias que describen la vida del cristiano como «conmorir de realizar su existencia en favor de otros y ser «cooperador
con Cristo» (cf. Rom 6). Tal «conmorir» sólo es negativo de Dios» (1 Cor 3,9) al servicio del advenim iento de su reino,
para quien lo m ira superficialm ente. Positivam ente significa convirtiendo «la resistencia» de la realidad previa en objeto
la liberación de la vida de pecado, que únicam ente se busca a de la libertad, en cam po de acción del am or y, a fin de
sí m isma y, por ello, pierde su norte y propiam ente está cuentas, en concreción de la tom a de postura libre ante el
«m uerta». El que «conmuere» recibe de nuevo su vida como misterio más profundo de la realidad, es decir, ante Dios. La
un don y una tarea de Dios, la considera como vida del m uerte es no sólo el acontecim iento que pone fin a la historia
am or, el cual se consum a esencialm ente en la unidad de la de libertad, sino tam bién la consum ación que la sintetiza; en
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M UERTE Y RESURRECCIÓN TRES ROSTROS DE LA ¡«CO RRU PTIBILIDA D

este sentido, constituye «el acto suprem o del hom bre por aquello que debía ser de acuerdo con el designio originario de
cuanto realiza totalm ente su existencia en libertad» (Rahner Dios: la consum ación activa de la vida en Dios, incoada ya
1958, 85). ahora y definitiva con el acto suprem o de morir.
A esta tesis se adhiere la hipótesis de «la opción final», es
decir, la convicción de que en el mismo acto de la muerte tiene lu­
gar una opción libre privilegiada, irrepetible y plenam ente b) Tres rostros de la «incorruptibilidad»
personal (cf. Boros; el análisis crítico puede verse en Gres-
hake/Lohfink 31978, 121 ss). A estos tres rostros de la m uerte responden tres contextos en
2. La muerte es consecuencia del pecado. Es decir: no sólo los que se enm arcan la convicción de la «incorruptibilidad»
constituye el fin natural y la libre consum ación activa de la del hom bre y la esperanza de una victoria sobre la muerte:
existencia, como acabam os de indicar, sino que al mismo 1. La incorruptibilidad hum ana tiene su raíz en que el
tiem po se presenta como algo violento y sombrío, como un hom bre, por su misma naturaleza (es decir, por la creación),
poder que restringe la vida y la determ ina destructivam ente, está llam ado a la comunión con Dios. Esta inm ortalidad no
como un corte que la trunca. Porque donde hay pecado, es significa que — según una frase de Feuerbach— en la m uerte
decir, donde la vida no se desarrolla bajo el signo de la re­ únicam ente «se cam bian los caballos» y luego se sigue cam i­
cepción y la entrega, la vida está ya ahora cualificada por la nando «en un plano superior». Al contrario, la vida subsi­
m uerte, y la forma concreta de experim entar la m uerte se ha­ guiente a la m uerte es «la definitiva presencia inm ediata
lla determ inada por el miedo, la tenebrosidad y la desespera­ — radicalm ente sustraída al espacio de tiempo actual y al
ción (así como por el tem or de m alograr definitivam ente la tiempo y espacio actuales y absolutam ente inconm ensurable
propia vida, circunstancia que en la Escritura es la «segunda con el tiempo y el espacio en general— ante Dios de la vida
m uerte» y en la tradición «ir al infierno»). vivida aquí en libertad de una vez por todas, la definitividad
A firm ar que la m uerte es consecuencia del pecado no de la historia, consum ada ya en sí misma» (Rahner 1972,
im plica invalidar la afirm ación anterior de que la m uerte 186). Con la m uerte, «no em igra uno a un más allá de tipo
constituye el fin n atu ral de la vida: el fenóm eno concreto espacial o tem poral que limite con la vida anterior de espacio
de la m uerte tiene los dos rostros. (En cam bio, el final del y tiempo dentro de una espacialidad y tem poralidad a fin de
— irreal— hom bre no pecador habría sido una «m uerte sin cuentas única», sino que la vida eterna «es la interioridad ra­
m uerte», es decir, una consum ación de la vida tem poral sin dical — y liberada para ser ella misma— de la historia de li­
la experiencia de una ruptura de la vida). bertad que ahora vivimos y que, alum brada por entero en la
3. La muerte y el morir constituyen un elemento esencial de la m uerte, no puede perderse ya, sólo se pierde en el seno de la
vida de fe y de seguimiento de Jesús. El que renuncia a «vivir para inm ediatez am orosa con el misterio suprem o de la existencia,
sí mismo», el que no deja que su vida se rija por la consigna llamado Dios, y así vuelve a encontrarse» (ibíd. 186s).
de poseer, conservar y explotar, sino que la concibe como en­ 2. C uando el hom bre rom pe su relación con Dios, que
trega y servicio, pasa ciertam ente por la experiencia de la constituye la única garantía de incorruptibilidad, y vive su
agonía y la m uerte, pero en esa vivencia experim enta tam ­ vida en contradicción con ella (pecado), surgen actitudes que
bién la vida verdadera y definitiva. En esta unión dialéctica cuestionan y niegan cualquier tipo de inm ortalidad o apare­
de la m uerte y la vida — que aparece, por ejemplo, en la fór­ cen la inseguridad y la angustia, que se com pensan con el pa­
m ula básica de la fe cristiana «bautizado en la m uerte y resu­ tético postulado de poseer la inm ortalidad (sustancial), postura
rrección de Jesús» o en la confesión de Pablo «agonizando es­ cuyo carácter proyectivo denuncia acertadam ente la crítica de
tamos vivos» (2 C or 6,9)— , la m uerte puede volver a ser la religión.
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M UERTE Y RESURRECCIÓN TRES ROSTROS DE LA INCORRUPTIBILIDAD

3. La incorruptibilidad del hom bre tiene su fundam ento turo» (Haeffner 774). Porque la fe en la resurrección — precisa­
entitativo y noético en la resurrección de Jesús. Esta resurrec­ mente por ser acto de un hombre que piensa— estuvo desde el
ción corrobora, vuelve a poner en vigencia y supera la pro­ principio sometida al reto de hacerse comprensible y plausible
mesa de una definitiva comunión de vida con Dios — a la que en el marco de la imagen del mundo vigente en cada época y
el hom bre está llam ado por naturaleza (por la creación) y de responder a los problemas y dificultades que se formulaban
que el propio hom bre había puesto en entredicho por el pe­ contra ella, y lo mismo sigue ocurriendo en nuestros días.
cado— y descubre su verdadera naturaleza: la inm ortalidad
significa vida definitiva con Dios en com unión con el Señor
resucitado. Tal inm ortalidad recibe el nom bre de resurrección
porque tiene su fundam ento en la resurrección de Jesús y
porque no se desprende de «la evidencia de que lo indivisible
no puede morir, sino del poder salvífico del Ser amoroso, que
tiene poder para ello». Es preciso llam arla resucitación por­
que «no surge de la virtud que lo indestructible tiene por su
propia naturaleza, sino de estar inserto en el diálogo con el
C reador» (Ratzinger 1972, 228s).

Es posible que alguien sienta la tentación de relacionar las


ideas cristianas sobre la muerte y la resurrección aquí sinteti­
zadas con las posturas sociales esbozadas al principio. Pero eso
constituiría una precipitación. Porque la fe cristiana afirma so­
bre el tema de la resurrección más que el «mero hecho» de una
superación de la muerte y de una defmitividad de la vida junto
a Dios. Sin duda es válida la tesis de J. B. Metz (1966, 189):
«La escatología cristiana no es... una ideología del futuro. La
pobreza de sus conocimientos sobre el futuro es más valiosa». Y
sin duda tiene razón M. Buber (259) cuando dice: «Pretender
prolongar nuestras ideas hasta el más allá de la muerte, querer
anticipar en el alma lo que sólo la muerte puede desvelarnos en
la existencia, me parece una incredulidad disfrazada de fe. La
auténtica fe dice: yo no sé nada de la muerte, pero sé que Dios
es la eternidad y sé también que él es mi Dios». Sin duda tam ­
bién, para la fe cristiana, Dios y su futuro son «el misterio in­
comprensible» que sólo puede alcanzarse a través de una fe os­
cura y capaz de arriesgarse mediante la «anticipación». Pero
todo esto no significa que «la esperanza pueda contentarse con
m irar confiadamente a Dios y dejar todo en sus manos, renun­
ciando a cualquier representación conceptual o simbólica del fu­
138 139
ESTADO INTERM EDIO. AFIRMACIONES DEL NUEVO TESTAM ENTO

IV. Concreciones de la fe en la inmortalidad bién las concepciones del judaism o tardío sobre el estado in­
termedio. De hecho, determ inadas teologías apocalípticas ha­
o en la resurrección según los problemas bían desarrollado el sheol veterotestam entario y lo habían
y las concepciones de las distintas épocas transform ado en un estado interm edio en el que los m uertos
se hallaban en espera de su resurrección. Algunas de estas
concepciones, muy distintas en los detalles, se asociaron con
la antropología griega de alm a y cuerpo, originariam ente no
bíblica, con la cual entró en contacto la teología ju d ía d u ­
1. E l problema de un estado intermedio entre la muerte rante la época helenística y que se prestaba para resolver el
y la resurrección problem a del tiempo interm edio: al morir, el hom bre entra en
el estado de espera de un alm a liberada del cuerpo, que
a) Afirmaciones del Nuevo Testamento vuelve a unirse a su cuerpo con la resurrección (cf. Stember-
ger 1972; K ellerm ann 1976, 278ss). No se puede excluir que
El cristianism o prim itivo esperaba — de acuerdo con la con­ éste sea tam bién el trasfondo de algunas afirmaciones neotes-
cepción apocalíptica del m undo vigente en el judaism o tar­ tam entarias, si bien en el resto del Nuevo Testam ento no
dío— que la resurrección de los muertos tendría lugar al final aparece por ninguna parte la diástasis antropológica de
de la historia («el último día»). Es cierto que, al principio cuerpo y alm a. En todo caso, el Nuevo Testam ento corregiría
los cristianos tenían la esperanza de que «el día del Señor»’ tales concepciones en un punto decisivo: nada indica que la
iba a llegar antes de que ellos m urieran; pero muy pronto se comunión con C risto alcanzada con la m uerte constituya un
planteo esta pregunta: ¿qué ocurre con los difuntos (de la co­ estado de espera en el sentido de que la salvación y la biena­
m unidad) en el tiempo interm edio? Al dism inuir la expecta­ venturanza subsiguientes a la m uerte sean «menores» que las
ción de un fin inm inente, se hizo más urgente dar una res­ subsiguientes a la resurrección definitiva de los m uertos. C on­
puesta a la pregunta por la suerte de los difuntos entre la tem plados «desde la idea de la comunión con Cristo, dejan
m uerte y la resurrección del fin de los tiempos. de tener interés los problem as de la corporeidad, de la rela­
El Nuevo Testamento, cuya esperanza se dirige en todos ción con el futuro y el más allá...» (P. HofTmann 1966, 314s;
los escritos a la «resurrección de los muertos» como partici­ Trém el).
pación en la resurrección de Cristo, sólo responde expresa­ El desinterés por las concepciones, concreciones y m atiza-
m ente a tal pregunta indicando que los muertos están «en dones antropológicas aparece con especial claridad en 1 Cor
Cristo» y que, por tanto, la comunión de vida del hom bre 15,35s: Pablo rechaza como im pertinente («¡Necio!») la pre­
con Dios establecida por la mediación de Cristo no sufre nin­ gunta sobre cómo y con qué cuerpo resucitan los m uertos,
guna «interrupción» como consecuencia de la muerte. pregunta que, significativam ente, es planteada por los adver­
Los exegetas no han llegado todavía a un acuerdo sobre sarios de la resurrección: la resurrección es «lo totalm ente
la forma en que debe entenderse la relación entre el «estar en otro», lo que no puede entenderse con los recursos de nuestro
Cristo» y la resurrección de los m uertos. Es posible que las pensam iento y de nuestra imaginación. Lo que resucita por el
escasas declaraciones del Nuevo Testam ento sobre la suerte poder de Dios m ediante una nueva creación es un soma pneu-
de los difuntos antes de la resurrección del fin de los tiempos matikon, es decir, no un «cuerpo espiritual» (como a veces se
tengan como trasfondo ciertas ideas veterotestam entarias so­ traduce erróneam ente), sino una persona corpórea regida por
bre la resurrección del m ártir inm ediatam ente después de la el Espíritu divino vivificante. C uando «concibe radicalm ente
m uerte (cf. 1 1 1 , 1 , así como K ellerm ann 1979, 109ss), o tam ­ la nueva corporeidad como una corporeidad nueva», Pablo
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M UERTE Y RESURRECCIÓN ESTADO INTERM EDIO DESARROLLO ULTERIOR

«se separa abiertam ente» de una serie de concepciones vul­ el m enosprecio del cuerpo, de la m ateria y de la historia,
gares del judaism o que creían en una reanim ación de la vieja subrayando su significado en tono de rectificación polémica.
corporeidad (Grass 171). La posterior pregunta por la conti­ Para evitar cualquier volatilización e interpretación espiritua­
nuidad entre la vieja corporeidad y la nueva no constituye un lista de la resurrección de los m uertos en la línea de una re­
problem a que preocupe a Pablo. Todas las concepciones han surrección «espiritual», se radicalizó polém icam ente la resu­
de retroceder ante la nueva creación divina, inexpresable e rrección transform ándola en una resurrección de la carne e,
inderivable. incluso, de «la carne que ahora llevamos». Si en el Antiguo
Testam ento «carne» designaba originariam ente la totalidad
de la criatura, en la confesión antignóstica de la «resurrección
b) Desarrollo ulterior de la carne» constituye una fórm ula polémica que pretende
expresar la continuidad entre la existencia corpóreo-terrena y
El reto de la gnosis obligó a abandonar estas reservas. Los sis­ la realidad surgida de la resurrección» (cf. K retschm ar; Gres-
temas gnósticos — muy diferentes en los detalles— coincidían hake 31978, 84-91).
en valorar negativam ente la corporeidad y la historicidad y, Así, en el curso de la polémica antignóstica, la esperada
consiguientem ente, en concebir la salvación y la redención consum ación del hom bre con la victoria sobre la m uerte pasa
como una liberación del «yo pneum ático» con respecto al a constituir un acontecim iento de resurrección crasam ente
cuerpo y al m undo, considerado como «extraño». El alma m aterial y físicamente visible (¡apertura de las tum bas y
pierde en la m uerte el último contacto con la m ateria esclavi­ transform ación súbita de los cuerpos terrenos sepultados en
zante y, así, puede com enzar «el viaje al cielo», la vuelta al ellas) que tendrá lugar el últim o día. En el contexto de dicha
reino del espíritu, del que cayó en su preexistencia. Así pues, polémica, la creencia en una consum ación del hom bre en la
la escatología gnóstica tenía como característica la idea de m isma m uerte o inm ediatam ente después de ella tenía que
una consumación fuera del cuerpo y de la historia (no una aparecer necesariam ente como un equivalente de la idea
consumación del cuerpo y de la historia) y, por tanto, el re­ gnóstica de inm ortalidad, según la cual el alm a del hom bre
chazo de una resurrección del cuerpo. Los gnósticos interpre­ empieza «el viaje al cielo» en la m isma m uerte o inm ediata­
taban en sentido espiritualista los textos bíblicos y las confe­ m ente después de ella, dejando tras sí despectivam ente el
siones eclesiásticas al respecto: la resurrección se efectúa ya cuerpo, el m undo y la historia. Frente a esto, la teología ecle-
ahora en la vida pneum ática y se efectuará definitivamente en la sial elaboró decididam ente una doctrina del estado intermedio,
m uerte, cuando el yo pneum ático se despoje del cuerpo, del adoptando el modelo de alm a y cuerpo y enlazando con de­
m undo y de la historia. term inadas ideas del judaism o tardío: el alm a, que por ser
La polémica con las ideas gnósticas dentro de las propias imagen y sem ejanza de Dios participa de su incorruptibili-
filas (cristianas) m arcó con una im pronta duradera la escato­ dad, se separa del cuerpo en la m uerte y espera en un estado
logía (y toda la teología) del cristianism o antiguo, particular­ interm edio subterráneo —que para los buenos es una biena­
m ente en lo concerniente a su elaboración conceptual. Como venturanza provisional y reducida y para los malos, en cam ­
en otras m uchas controversias surgidas en la historia del pen­ bio, una pena incipiente— el juicio definitivo y la resurrec­
sam iento, en ésta ocurrieron dos cosas: se adoptaron los plan­ ción de la carne como consum ación de la bienaventuranza o
team ientos, categorías y conceptos del adversario y, dentro de de la pena, m ientras que el cuerpo se halla hasta entonces
este marco, se rectificaron críticam ente las antítesis. Concre­ entregado a la corruptibilidad. Así, la enfática acentuación de
tam ente: se adoptó el modelo de alm a y cuerpo, muy exten­ que la resurrección de la carne al fin de los tiempos consti­
dido entonces y utilizado por los gnósticos, y se im pugnó tuye la forma plena de la bienaventuranza neutralizó el dua­
142 143
M UERTE Y RESURRECCIÓN INMORTALIDAD Y RESURRECCIÓN

lismo gnóstico de alm a y cuerpo; pero al mismo tiem po se Tomás no extrajo las últim as consecuencias de estas afirm a­
elaboró una escatología bipolar, preform ada ya en la teología ciones.
del judaism o tardío: con la m uerte, el alm a incorruptible al­ Hay otro punto en que el pensam iento de Tom ás se de­
canza un prim er estadio de bienaventuranza (o de castigo); el tuvo a medio camino. El Aquinate acentúa enfáticam ente la
últim o día tendrá lugar la resurrección de la carne y, con unidad del hom bre compuesto de alm a y cuerpo en un todo
ella, la plena instauración del futuro escatológico. unitario; no obstante, en la escatología bipolar preconizada
Pero, como m uestra la historia ulterior hasta nuestros tam bién por él aparecen claram ente las limitaciones del es­
días, sem ejante escatología bipolar tuvo siempre una cierta quem a griego de alm a y cuerpo, lo cual lleva a una serie de
propensión al dualism o. En el curso del ulterior desarrollo contradicciones: de una parte, Tom ás está convencido de que
histórico, el estado de espera del hom bre subsiguiente a la el alm a separada del cuerpo se halla después de la m uerte en
m uerte fue considerado como la «bienaventuranza perfecta un estado «antinatural»; de otra, sostiene que es tan «plena­
del alma» y, así, la esperanza de la resurrección del cuerpo mente bienaventurada» que la resurrección del cuerpo sólo
fue perdiendo terreno, en el plano existencial, frente al anhelo lleva consigo un aum ento accidental de la felicidad (cf. Gres-
de la m orada celestial en que el alm a entra con la m uerte. hake 31978, 92ss; en otro sentido, Cam illeri).
Sobre todo a través de la teología de san Agustín, influida La escatología bipolar constituye tam bién el vehículo ex­
por el neoplatonism o, penetra en el pensam iento medieval presivo utilizado en la enseñanza oficial de la Iglesia. Al
esta escatología bipolar en la que la esperanza de que el alm a menos desde el siglo IV o V, forma parte de las convicciones
llegue a Dios con la m uerte prevalece claram ente frente a la de fe de la tradición cristiana, y sólo en la M odernidad fue
resurrección del fin de los tiempos. La polémica con ciertas cuestionada por amplios círculos de la teología protestante
corrientes dualistas constituye tam bién aquí la razón de que (—» cuerpo y alma; historia del m undo e historia de la salva­
se insista en la continuidad entre el cuerpo terreno y la exis­ ción; tiem po y eternidad; utopía y esperanza).
tencia celestial y el alma sea considerada como el soporte de la
identidad entre la m uerte y la resurrección del fin de los
tiempos. La reflexión sobre la identidad entre el cuerpo te­ 2. Contraposición entre inmortalidad y resurrección
rreno y el cuerpo glorioso representa en la Edad M edia «el en la Modernidad
problem a de la resurrección por antonom asia» (W eber 219).
De todos modos, la antropología tom asiana indica por vez En Lutero encontram os ya algunas observaciones críticas
prim era el cam ino hacia una solución satisfactoria: para contra la doctrina filosófica de la escolástica tardía sobre la
Tom ás, la fórm ula «anim a forma corporis» implica la unidad inm ortalidad, doctrina que parte de una inm ortalidad sustan­
estricta del hom bre (Cf. supra, p. 118). Puesto que sólo el cial propia del hombre. En vez de esto, Lutero propone una
alm a transform a la m ateria (prim a) en cuerpo hum ano, la re­ fundam entación bíblica y «relacional» de la inm ortalidad. Su
surrección del cuerpo no puede significar la «adición» de algo preocupación sólo se abre paso algunos siglos más tarde: con­
existente «en sí mismo» (la m ateria) al alm a existente en sí tra la filosofía y la teología de la Ilustración, así como contra
misma, sino que representa la «configuración» de la m ateria la religiosidad ilustrada del siglo XIX, que proclam aba enfáti­
por el alm a para constituir el nuevo todo estructural de una camente la inm ortalidad del alm a como una propiedad indes­
persona hum ana. Así pues, para Tom ás, la identidad del tructible del ser hum ano, la teología evangélica de comienzos
cuerpo resucitado está garantizada por la identidad del alma. del siglo X X retom a la crítica form ulada por la Reforma. La
Con ello desaparece la posibilidad de especular sobre la iden­ inm ortalidad significaría que el hom bre tiene ante Dios un
tidad de la m ateria corpórea del cuerpo resucitado. Pero poder propio. A hora bien, considerado en sí mismo, el hom ­
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MUERTE Y RESURRECCIÓN ESTADO INTERM EDIO. DESARROLLO U LTERIOR

bre es «una nada» ante Dios. Con m ayor razón, la m uerte es liarse ante Dios, que, como m uestra el acontecim iento de
«annihilatio»: no hay nada en el hom bre ni del hom bre que Cristo, no queda abolida por el pecado, no puede desaparecer
sobreviva a la m uerte, ni siquiera un «alm a inm ortal». El con la m uerte. En virtud de esta irrevocabilidad del ser hu­
hom bre muere la «m uerte total». Lo que queda de él no es mano, el hom bre es inm ortal o, mejor, incorruptible. Pero,
«un algo divino, ni un algo creado, sino una acción y una acti­ según la concepción católica, la inm ortalidad no tiene su fun­
tud del C reador con respecto a su criatura» (Barth 428). Esta dam ento en una condición esencial «monológica» del hombre,
tesis puede considerarse como representativa de una gran parte sino en el diálogo irrevocable de Dios con el hom bre, iniciado
de la teología protestante actual (cf. Greshake 31978, 98ss; a partir de la creacón y corroborado con el acontecim iento de
Schm alenberg 70-98). Cristo.
Ahora bien, si el hom bre en su totalidad sucum be como b) La idea del juicio, asociada a la m uerte ya en Platón y
víctim a de la aniquilación en la m uerte y sólo el poder vivifi­ mucho más en la Escritura, es el motivo de que el pensa­
cador de Dios vuelve a llam arlo a la existencia en la resurrec­ miento de la incorruptibilidad del hom bre no im plique una
ción de los m uertos al final de los tiempos, se plantea el pro­ trivialización de la m uerte; tal idea pone de manifiesto el as­
blema del soporte de la identidad en el tiempo interm edio. pecto más am enazador de la m uerte, y ello de forma mucho
Las respuestas de la teología evangélica son muy diferentes. más radical de lo que puede hacerlo la tesis protestante de la
Para una serie de teólogos protestantes, Dios es «el único m uerte total, que adem ás cae en aporías difícilmente solubles.
que, hasta la resurrección, puede tom arse en consideración En efecto, si la identidad de la persona más allá de la m uerte
como soporte significativo» de la existencia hum ana aniqui­ no tiene otra m ediación que el propio Dios, cabe preguntar si
lada por la m uerte — así H. O tt (53)— . De este modo, como la resurrección puede afectar a la misma persona y, sobre
consecuencia del rechazo de la tesis de que el hom bre es in­ todo, no se puede justificar inteligiblem ente la responsabili­
corruptible por su misma naturaleza, la nueva creación m e­ dad después de la m uerte. ¿Qué ocurre con quienes han per­
diante la resurrección se queda sin ningún punto de entron­ vertido culpablem ente su vida? ¿Q ueda asum ida en Dios hasta
que en la existencia del hom bre y en el conocimiento humano. La la resurrección la identidad del ser creado pervertido? Seme­
esperanza cristiana articulada como resurrección de los m uertos jante hipótesis resulta bastante contradictoria.
no puede ser objeto de una m ediación filosófica ni tiene otro c) Según la concepción católica, la esperanza más allá de
fundam ento que la prom esa de la fe: es una esperanza contra la m uerte no se funda exclusivamente en el inderivable m en­
toda esperanza. Por eso es posible afrontar tranquilam ente saje de la revelación, sino que tam bién se descubre germ inal­
todas las objeciones del pensam iento contra la tesis de la in­ m ente — como pregunta, barrunto y tendencia— en la irrevo­
m ortalidad e incluso darles la razón. Con la inaccesibilidad cabilidad en que el ser hum ano se experim enta en cuanto ser
de la inderivable esperanza cristiana, pasa a ser inaccesible el hum ano (cf. 11,4,1). De este modo, la esperanza cristiana de
propio bien de la esperanza. la resurrección tiene un punto de entronque en el ser y el co­
La teología católica no ha com partido nunca la radical nocer del hombre: es posible hacerla plausible m ediante el
contraposición entre la resurrección y la inm ortalidad ni el concepto de una «inm ortalidad» propia del hombre; en otras
rechazo de esta últim a. palabras: la esperanza cristiana puede justificar por vía racio­
a) Según la concepción católica, la creación significa que nal, al menos incoativam ente, la posibilidad radical (o la no
Dios ha otorgado irrevocablem ente la individualidad y la au ­ contradicción) de una vida más allá de la m uerte y hacer in­
tonom ía a lo que no es él, a la criatura, y así lo ha situado teligible la consum ación bipolar del hombre, que es a la vez
para siempre en relación con él y lo ha hecho para siem pre individuo y ser social.
responsable ante él mismo. La irrevocabilidad de este ha- Así pues, en la teología católica hay una relación com­
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M UERTE Y RESURRECCIÓN LA RESURRECCIÓN DEL CUERPO: INTENTOS DE CONCRECIÓN

pleja entre la inm ortalidad y la resurrección. No obstante, la municación con los restantes seres creados. En térm inos más
contraposición de la resurrección a la inm ortalidad urgida radicales todavía: según la bella frase de P. Teilhard de
por la teología evangélica reciente constituye un reto para la C hardin (35s), el cuerpo es «la propia universalidad de las
concepción católica, en el sentido de que la obliga a pregun­ cosas en tanto que están centradas en un espíritu vivificante,
tarse si aquí no se acentúa dem asiado, en el plano existencial, en tanto que influyen en él y él las influye y constituye su so­
la idea de la inm ortalidad del alm a y si la consiguiente infra- porte... M i cuerpo no es esta o aquella célula, sobre la que yo
valoración de la resurrección — que para la conciencia del tendría un monopolio: es más bien lo que, en las células y en
creyente medio sólo significa a m enudo «un advenim iento del todo el m undo restante, me experim enta y reacciona ante mí.
cuerpo»— no es contraria a la Sagrada Escritura, intelectual­ M i m ateria no es una parte del universo que yo poseería por
m ente superficial y afín al dualismo. Este reto y una m ayor completo; es la totalidad del universo, poseído parcialmente por
atención a los datos de la exégesis y de la historia de los mí». Por eso, la resurrección del cuerpo o de la carne no debe
dogmas han llevado a la teología católica de nuestros días a entenderse como resurrección del organismo ni como un «ad­
algunas ideas y fórmulas nuevas, que todavía son objeto de venimiento del cuerpo orgánico» entendido en sentido fisica-
controversia (—» confesiones y Ecumene; diálogo; teoría de la lista (cf. M oingt; Greshake 21978, 113ss,168ss); significa más
ciencia y teología). bien — negativam ente— que la consum ación prom etida por
Dios no afecta a una parte del hom bre, al yo espiritual, sino
que — positivam ente— al hom bre entero, con la totalidad de
3. ¿Qué significa la resurrección del cuerpo? sus relaciones, se le ha prom etido un futuro más allá de la
m uerte, si bien la vinculación al tiem po y al espacio, que se
realiza como «corporalidad orgánica», encuentra un final en
a) Intentos recientes de concreción la m uerte. Por eso es legítimo llam ar resurrección del cuerpo
(de la carne) a lo que, según la esperanza cristiana, espera al
C uando el cristianism o prim itivo confesaba su fe en la resu­ hom bre en la m uerte.
rrección (de la carne), no afirm aba .originariam ente que, Porque — en primer lugar— el térm ino «cuerpo» designa
además del alm a, también el cuerpo superaría las barreras de una relacionalidad y una comunicación con el resto de la rea­
la m uerte y volvería a unirse con el alm a el últim o día. lidad que, si bien se interrum pen con la m uerte en lo concer­
«Cuerpo/carne» designa más bien al hom bre entero, con la niente a su facticidad empírica, de hecho se corroboran de
totalidad de sus relaciones. Esto responde a la concepción bí­ forma nueva con el «paso» por la m uerte. Como K. R ahner
blica; pero, adem ás, fenomenològicamente se puede m ostrar explica con más detalle (1958, 19ss), la m uerte significa que
que «la corporeidad del hom bre es necesariam ente un m o­ la persona pasa a ser no acósmica, sino pancósmica; es decir,
m ento de su espiritualización; no representa lo ajeno al espí­ que el difunto tiene una vinculación más am plia y más pro­
ritu, sino un m om ento lim itado dentro de la realización del funda con el m undo y con la hum anidad.
espíritu» (Rahner 1965, 204). Porque la corporeidad es ese En segundo lugar, el sujeto espiritual «transform a» dentro
aspecto de la persona en virtud del cual ésta se realiza como de sí mismo, en virtud de su cuerpo, la m aterialidad opaca
«ser en el m undo», es decir, en cuanto que, en y por su vin­ ya en el curso de su vida. Según P. Teilhard de C hardin, que
culación al tiem po y al espacio, «se gesta» en su relacionali- considera sus propias ideas como una dinam ización del hile-
dad esencial con otros sujetos y junto con ellos. Por consi­ morfismo aristotélico, «la persona se caracteriza por el hecho
guiente, en sentido estricto, el hom bre no tiene cuerpo, sino de que (con-) centra cada vez más el “m undo” en sí misma
que es cuerpo y, precisam ente por eso, está en relación y co­ y, al hacerlo, se va centrando en sí misma... En este proceso
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M UERTE Y RESURRECCIÓN LA RESURRECCIÓN DEL CUERPO. INTENTOS DE CONCRECIÓN

de configuración se produce tam bién la configuración del pro­ Esto perm ite tam bién interpretar en clave filosófica la idea
pio hombre. Por y con tal apropiación y “hum anización” del de incorruptibilidad. La expectativa de una resurrección (de los
m undo, se efectúa un enriquecim iento, una profundización y m uertos, del cuerpo, de la carne), en cam bio, asocia dos as­
una “hum anización” del hombre» (Broch 141). Ahora bien, pectos:
la «interiorización» de la m ateria en la autorrealización del 1. Presenta la resurrección de Jesús, que restaura y con­
espíritu hum ano da lugar a una forma de «m ateria» distinta firma la com unión del hom bre con Dios (y así prom ete una
de la que conocemos por el m undo de los objetos sensibles o satisfacción al deseo infinito del hom bre) como fundam ento
por nuestro propio organismo. Se trata de una m ateria trans­ suprem o de la esperanza cristiana de una victoria sobre la
form ada, liberada, «deslimitada». m uerte y, con ello, articula lo no deducible a partir del hom ­
Por consiguiente, si la dimensión de lo m aterial — me­ bre, lo discontinuo, es decir, lo que sólo puede recibirse como
diada y transform ada en y por el sujeto espiritual— no desa­ don de un am or libérrimo.
parece con la m uerte y si — como hemos dicho en primer lu­ 2. Ya desde sus orígenes en la teología apocalíptica de la
gar— la relacionalidad con la realidad entera inherente a la historia, la idea de la resurrección caracteriza la consum ación
corporeidad no se desvanece, sino que queda corroborada, como un acontecim iento universal. No se trata de una consu­
entonces es posible defender la tesis de que la resurrección mación del individuo al m argen del m undo y de la historia,
del cuerpo tiene lugar en la muerte; es decir, en la m uerte no sino de la consum ación de la realidad entera, dentro de la cual
sólo se separa del cuerpo un alm a para participar de la vida las personas tienen relaciones esenciales con todas las demás y
de Dios, sino que el hom bre entero y único sufre la pérdida con todo lo restante en virtud de su corporeidad.
de todas las relaciones experim entables, pero es salvado por Por eso, la consum ación del hom bre individual en la
Dios como persona única y entera a través de la crisis de la m uerte (la resurrección individual de cada uno) no puede ser
muerte. la consum ación últim a m ientras toda la hum anidad y la rea­
Así pues, según este principio herm enéutico — que, pese a lidad entera no hayan llegado al estado definitivo. Por consi­
num erosas diferencias en los detalles, es com partido por una guiente, si no se quiere suponer que — en virtud de la incon­
serie de teólogos contem poráneos (cfi, por ejemplo, Auer; Be- m ensurabilidad entre el tiem po terreno y la consum ación
noit 91ss; Breuning 836ss; Greshake 1968, 384ss; J1978, supratem poral— todo hom bre m uere «el último día», es de­
113ss; K rem er 1972, 101-114; Lohfink 70ss; M oingt; R ahner cir, en el acontecim iento de la consum ación universal — así,
1975, 461; Schütz)— la idea de la consum ación no implica adem ás de varios teólogos evangélicos, algunos católicos
una diástasis antropológico-existencial entre el alm a separada como Ruiz de la Peña; Semmelroth; Lohfink 72s— , es preciso
del cuerpo (que encuentra su consumación después de la suponer, entre la consum ación del individuo en la m uerte y
m uerte) y la resurrección del cuerpo (el último día). la consum ación universal, un «estado interm edio» en el que
Esto no im plica abandonar el concepto de inm ortalidad ni la persona individual ya resucitada «espera» que su «cuerpo
individualizar la idea de consumación (centrándola en la entero», es decir, la universalidad de sus relaciones con la historia
m uerte del individuo). Porque el concepto de inm ortalidad o, (que todavía no ha pasado por la ruptura de la m uerte), en­
mejor, de incorruptibilidad del alm a tem atiza esa continuidad cuentre la consum ación definitiva. El estado interm edio es,
del hom bre por encima de la m uerte que tiene su fundam ento pues, una categoría — tal vez necesaria— para expresar la
en la «naturaleza» hum ana, es decir, en la relación del hom ­ tensión entre consum ación individual y universal en el acon­
bre con Dios querida desde la creación, y que se manifiesta tecimiento de la resurrección.
en numerosos fenómenos antropológicos, sin duda suscepti­
bles de diversas interpretaciones (cf. II,4a).
150 151
LIM ITES DE UN DISCURSO RESPONSABLE

b) Límites de un discurso responsable con una palabra divina; pero tam bién creen que su esperanza
— según las palabras de Platón— puede acreditar ante el tri­
Las reflexiones de esta parte podrían ser consideradas — so­ bunal del m undo que es «la mejor y más difícil de rebatir»,
bre todo por quienes se hallan fuera del m undo de la fe cris­ la más constructiva ante el riesgo de la existencia y, por
tiana— como pura palabrería o como una ascensión ilusoria tanto, que es transm isible en principio (—> cuerpo y alma; evo­
a una esfera que escapa a la experiencia hum ana. Eso consti­ lución y creación; m aterialism o, idealismo y visión cristiana
tuiría un error. No son descripciones de «datos y hechos per­ del m undo; teoría de la ciencia y teología).
tenecientes al más allá», sino respuestas a esta pregunta:
¿cómo se debe concebir o, mejor, presentar la esperanza cris­
tiana de una superación de las fronteras de la m uerte en una
determ inada constelación histórica de problem as y en presen­
cia de determ inadas categorías dadas de antem ano de modo
que no se descuiden dimensiones esenciales de tal esperanza
(particularm ente su universalidad extensiva e intensiva) y de
una vida im pulsada por la esperanza (consumación a través
de la historia y no fuera de ella)? Las afirmaciones escatoló-
gicas tendentes a la concreción tienen un carácter más bien
negativo: dicen prim ariam ente cómo no se debe pensar y sólo
secundariam ente en qué dirección se pueden buscar las repre­
sentaciones legítimas. Así, el análisis histórico — que aquí
sólo hemos hecho con respecto a algunos puntos clave— está
al servicio de la legítima interpretación de las afirmaciones
escatológicas tradicionales. Las afirmaciones concretas deben
considerarse como instrum entos conceptuales para salvaguar­
dar esa esperanza que engloba todo y que, por ser vida eterna
junto a Dios, tiene esencialm ente carácter de misterio.
De lo dicho se desprende la problem ática de la últim a
sección: ¿puede esta esperanza cristiana expresarse de forma
inteligible ante las posturas no cristianas en torno a la m uerte
existentes en la sociedad y entrar en diálogo con ellas? A este
respecto conviene tener presente que, para cualquier espe­
ranza que se adentre más allá del um bral de la m uerte, tie­
nen vigencia las siguientes palabras de Platón: «En este
punto hay que hacer propia, de entre las opiniones hum anas,
la mejor y más difícil de rebatir. Y con ella hay que arrostrar
luego el viaje a través de la vida como navegando sobre una
balsa, a no ser que uno pueda viajar más seguram ente y sin
tantos peligros con un vehículo más consistente, por ejemplo
con una palabra divina» (Fedón 85cd). Los cristianos viajan
152 153
SIGNIFICADO DE LA ESPERANZA CRISTIANA

V. Significado de la esperanza Tales preguntas deben tom arse en serio. Pero la espe­
ranza cristiana tiene algo más que la simple función teorética
cristiana en la resurrección — y, por tanto, siempre sospechosa de contam inación ideoló­
gica— de resolver e integrar las aporías de lo hum ano. Re­
coge tam bién la referencia de las posturas secularizadas a la
A la vista de las cuatro posturas ante el problem a de la praxis y, al menos en principio, puede superarla am plia­
m uerte esbozadas al comienzo del artículo, la esperanza cris­ mente.
tiana en la resurrección se presenta de hecho como una res­ 1. La tesis de la «m uerte natural» centra su interés en
puesta que, si bien tropieza con los límites de lo pensable y rem itir al hom bre a la vida presente. Es preciso am pliar y
conocible (y no cabe otra cosa, puesto que nos hallamos ante disfrutar la vida terrena de modo que la m uerte pueda ser su
una expectativa que va más allá del espacio y del tiempo, consum ación («natural»). La esperanza cristiana en la resu­
ante una esperanza en el futuro de Dios), no reprim e, m uti­ rrección está anim ada por el mismo propósito: durante el
la ni rechaza los grandes interrogantes sobre el sentido y la tiempo de su existencia — breve y, por tanto, precioso— , el
finalidad de la existencia hum ana suscitados por la muerte. hom bre debe forjarse para llegar a ser el que será en la eter­
M ás aún: un discurso cristiano sobre la m uerte y la espe­ nidad. La vida eterna es «la interioridad radical — liberada
ranza en la resurrección puede integrar coherentem ente una para ser ella misma— de nuestra historia de libertad que
serie de fenómenos que en los esquem as indicados quedaban ahora vivimos», «la definitividad de la historia consum ada
como antitéticos o eran escamoteados; por ejemplo, la rela­ dentro de ella misma» (Rahner 1972, 186). Por eso es tan im­
ción ente la m uerte como acaecim iento y la m uerte como acto portante la vida presente: tiene un valor definitivo. Sólo
de la libertad, entre el futuro del individuo y el de la socie­ quien ahora se afana por una vida auténtica descubre aquí
dad, entre la m uerte como m omento de la vida y como final los rayos de la esperanza.
de la misma. 2. La concepción m arxista de la m uerte recoge la tesis
D ada la capacidad integradora de la esperanza cristiana, de la m uerte natural y la radicaliza afirm ando que, en vista
¿no es lícito aplicar el principio herm enéutico «quien ve más de la m uerte, el individuo sólo encuentra su verdadera vida
tiene razón», o, quizá mejor, una teoría que recoge una reali­ cuando la trasciende para abrirse a la sociedad. El movi­
dad más am plia y más compleja tiene a su favor mayor as­ m iento de trascendencia desde el yo hacia los otros recibe en
pecto de verdad? Pero ¿no radica en la capacidad integradora el cristianism o el nom bre de am or, y el am or es «lo que per­
de la fe cristiana su propia debilidad? ¿No tiene que dar esto manece», como observa Pablo (1 Cor 13,8). Precisam ente allí
pábulo a la sospecha de proyección, a pensar que la espe­ donde el hom bre muere am orosam ente a sí mismo por el bien
ranza cristiana es una proyección surgida de las flaquezas y de los otros, se abre para la esperanza cristiana el espacio de
aporías de una vida hum ana con final a plazo fijo? ¿No se la vida sin fin. Por eso yerran el golpe las polémicas contra la
trata de una esperanza tapagujeros que — por em plear unas concepción cristiana que a m enudo se hallan implícitas en las
palabras de T. M oser (23) contra la fe en Dios— «germina dos prim eras posturas. «La m uerte y resurrección del héroe-
en las oquedades de la im potencia y la ignorancia social», dios» no «orientan toda la esperanza hacia una vida sobrena­
«tom a su savia de la angustia vital de los antepasados, se nu­ tural en el más allá» (M arcuse 1979, 111). Porque la espe­
tre de todos los enigmas que los agobiaban y, sobre todo, de ranza de la resurrección conoce la im portancia decisiva de la
su desam paro, de sus miserias psíquicas», frente a las cuales vida presente, cuyos frutos entran a form ar parte del futuro
levantaron la esperanza «como un gigantesco em páste apli­ del hom bre ante Dios por toda la eternidad.
cado a un diente con caries»? 3. En las modernas teorías hermenéuticas de la muerte,
154 155
SIGNIFICADO DE LA ESPERANZA CRISTIANA
M UERTE Y RESURRECCIÓN

ésta incita a que se la conciba como «distintivo de la libertad» nio sem ejante de una esperanza inconmovible, si — en otras
y, por tanto, como estímulo para una existencia liberada. Desde palabras— cum plen la definición de cristiano que Pablo
la esperanza cristiana de la resurrección, tal libertad se concibe sugiere en dos pasajes de sus escritos: son cristianos los que
no sólo como una libertad del sujeto autónomo para encontrar «tienen esperanza» (—» experiencia y fe; historia del m undo e
su «ser-cabe-sí» a la vista de la m uerte, sino como una libertad historia de la salvación; secularización; utopía y esperanza).
para entregarse libremente a Dios y al prójimo.
4. La fe en la resurrección recoge tam bién el propósito Gisbert Greshake
legítimo de la crítica de la religión: subrayar el carácter
proyectivo de la idea de la inm ortalidad. La resurrección es [Traducción: Jesús Larriba]
algo que no puede deducirse a partir del hombre, algo que le
sobreviene y, por tanto, no puede ser proyectado por él.
Constituye, pues, una crítica a todas las teorías de la inm or­
talidad, que son m era autoproyección del hom bre angustiado
y deseoso de encontrar seguridad y salvación.

La fe cristiana en la resurrección encierra una referencia a


la praxis que dista de ser inferior que la específica de las po­
siciones secularizadas. La praxis im pulsada por la esperanza
de la resurrección llega más lejos y abarca más. La esperanza
cristiana, por ser una esperanza que transciende la m uerte,
no excluye nada, no da nada por perdido, no conoce ninguna
resignación. Hoy, cuando todas las teorías se encuentran bajo
la sospecha de ideología, esta praxis de una esperanza univer­
sal, que responde a la fe en la resurrección, constituye la más
decisiva instancia de mediación y el más im portante modelo
de verificación de la esperanza cristiana. Es cierto que hay
tam bién modelos teóricos de verificación y que, por ejemplo,
la capacidad de una doctrina sobre la esperanza para inte­
grar fenómenos experienciales — es decir, para prestarles la
atención que merecen, en vez de reprim irlos o soslayarlos— y
para evitar contradicciones y resolver aporías constituye un
modelo de verificación de este tipo. Pero la «controversia de
las esperanzas» no se dirim e sólo m ediante la discusión teó­
rica y la reflexión perpetuam ente indecisa, sino tam bién
— dadas las actuales condiciones herm enéuticas— en función
de la consistencia y la fuerza persuasiva de la praxis de cada
esperanza. Según esto, la solución vuelve a depender de los
cristianos, a quienes es preciso preguntar si dan un testim o­
156 157
ESTADO INTERM EDIO: HISTORIA DE I.A CUES TIÓN

VI. Estado intermedio: conceptos básicos que m aneja esta representación tradicional:
el concepto de alm a separada; el concepto de una duración
breve historia de la cuestión extensa (coextensiva y paralela al tiempo histórico) que se in­
tercalaría entre la m uerte y la resurrección.
Por más que hasta hace poco se les haya prestado escasa
1. La fe cristiana cree que la m uerte representa para el atención, las dificultades que suscita la idea de un alm a sepa­
hom bre el térm ino de su condición itinerante y el comienzo rada a lo largo de una duración extensa son sum am ente se­
de su situación definitiva. La constitución dogm ática Bene­ rias y pueden rastrearse ya en el mismo Tom ás de Aquino,
dictas Deus, de Benedicto X II (D 530s), estipula que la retri­ como han señalado reiteradam ente en nuestros días muchos
bución esencial surte efecto inm ediatam ente («mox») después com entaristas (Tresm ontant, Pieper, W eber, Schneider, Wet-
de la m uerte, tanto si ella consiste en la salvación como si ter, Greshake, etc.). Según el Angélico, en efecto, «el alm a
implica la perdición; en am bos casos, la m uerte conduce al separada es una parte de la naturaleza racional, es decir,
hom bre a su definitividad irrevocable y eterna. hum ana, pero no es toda la naturaleza hum ana racional».
Por otra parte, la Escritura, los símbolos de fe y la sub­ Justam ente por ello, «no es persona» {De Polentia, q.9, a.2 ad
siguiente reflexión teológica sitúan la resurrección de los 14) y versa en un estado inconveniente {Summa Theologica I,
m uertos en el éschaton, cuando el Cristo glorioso de la parusía q.¿9, a.l) o, mejor, antinatural y violento {Summa Theologica I,
«venga en poder» a consum ar la historia, llevando el reino de q. 118, a.3). Tom ás llega a decir incluso que el alm a separada
Dios a su plenitud e instaurando los cielos y tierra nuevos. no sólo no es persona, sino que ni siquiera es hombre {Summa
El simple cotejo de estas dos series de afirmaciones genera Theologica I, q.75, a.4).
una tensión entre ellas, reflejo de la que se da entre las dos Cómo en estas condiciones el alm a separada (que «no es
dimensiones de la salvación: la singular o personal — que hom bre ni persona») sea sujeto apto de la retribución esen­
acontece en la m uerte— y la histórico-colectiva y cósmica cial, o sea perfectam ente bienaventurada, es harto difícil de
— que se em plaza en el térm ino del tiempo— . Y es esa ten­ explicar. Ratzinger opina que Tom ás de Aquino no se atrevió
sión la que ha originado el problem a del estado interm edio. a aplicar rigurosam ente a nuestro problem a su principio an ­
¿Cuál es el sujeto de la retribución posmortal? ¿Cuál es su es­ tropológico del anima única forma corporis (Ratzinger 1977); Sa-
tatuto ontològico en el lapso que m edia entre m uerte y resu­ ranyana advierte que «toda la fuerza especulativa de santo
rrección? ¿Cuál es la naturaleza de ese lapso, vistas las cosas Tom ás es puesta a prueba en el presente asunto y... no con
(por decirlo de algún modo) «desde el lado de allá»? ¿Se pleno éxito»; el Angélico se encontraría «en evidente dificul­
trata de una duración continua, extensa, sem ejante (o incluso tad al tratar el tem a del alm a separada». Igualm ente difícil
idéntica) a la que discurre «del lado de acá». resulta en esta «escatología bipolar» (Greshake) m antener la
Tradicionalm ente la solución del problem a consistía — no prim acía que las fuentes otorgan a la dim ensión colectiva del
sólo en la teología católica, sino tam bién en la protestante— éschaton sobre la dimensión singular; en verdad, ¿qué aportan
en la articulación de la consumación escatològica en dos la parusía, el juicio, la resurrección, la nueva creación a
fases: la m uerte conlleva la separación de alm a y cuerpo; el quien se halla ya instalado por la m uerte en la perfecta bie­
alm a separada recibe la retribución esencial inm ediatam ente naventuranza?
y en tal situación persiste m ientras la historia sigue su curso. En el cam po católico, los prim eros síntom as de insatisfac­
C uando ésta llega a su térm ino, la resurrección escatològica ción ante la representación tradicional se rem ontan a Teil-
pone fin al estado de alm a separada, restituyéndose' al sujeto hard de C hardin (Ruiz de la Peña 1971); las ideas de éste
de la retribución su integridad ontològica. Son dos, pues, los sugirieron a R ahner la curiosa tesis de la «pancosm icidad del
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M UERTE Y RESURRECCIÓN

alma»: la relación trascendental del alm a a la m ateria, lejos ESTADO INTERM EDIO: HISTORIA DE LA CUESTIÓN
de desaparecer o quedar suspendida en la m uerte, se ensan­ Cristo como en los cristianos, no es desdoblable en dos ins­
cha para referirse a la totalidad de la realidad m aterial. El tantes sucesivos; ocurre sin solución de continuidad, es un
alm a, por la m uerte, deviene no «acósmica» sino «pancós- evento único en el que los dos aspectos se dan sim ultánea­
mica» (Rahner 1958). Pero esta conjetura no tuvo mucho m ente. Ahora bien; la resurrección en sentido pleno es una
éxito y fue abandonada por el propio autor posteriorm ente realidad escatológica, indisociable de la transfiguración del
(Rahner 1975); realm ente, supuesto que la relación del alm a cosmos en cielo y tierra nuevos y de la consum ación com uni­
al cuerpo es la de la forma a la m ateria, y que no es asim ila­ taria del entero cuerpo de Cristo. El hom bre resucita, pues,
ble la pancosm icidad del alm a a esta función inform ante, la en dos tiempos: en la m uerte por la asunción de una nueva
hipótesis rahneriana dejaba intacta la dificultad: ¿cómo puede corporeidad y en el éschaton. Pero sólo en el éschaton puede de­
el alm a subsistir y ser bienaventurada en un status prolongado cirse con propiedad: ha resucitado. La hipótesis, en sum a, re­
tem poralm ente en el que no se cumple lo que constituye su chaza la idea de alm a separada, pero m antiene el esquem a de
razón de ser, la información del cuerpo? un cierto estado interm edio entre el m om ento histórico de la
Descartada, pues, esta hipótesis, que no tiene hoy más in­ m uerte y el m om ento escatológico del fin de la historia.
terés que el puram ente anecdótico — salvo que se la com ple­ c) Resurrección en un «éschaton» distinto, pero no distante en
m ente con alguna de las que se expondrán a continuación— , sentido cronológico, de la muerte (Ruiz de la Peña 1971). La
quedan por explorar tres posibilidades alternativas a la doc­ m uerte supone para el hom bre el térm ino de su situación his­
trina tradicional. Son las siguientes: tórica y, por ende, la salida de la doble coordenada espacio-
a) Resurrección en la muerte (Greshake 1969; Greshake- tem poral que caracteriza a aquélla y la entrada en una forma
Lohfink 1978). La hipótesis parte de una com prensión de la de duración que, ciertamente, no es ni el tiempo de la existen­
corporeidad como aquello que posibilita al sujeto hum ano su cia histórica (duración continua y sucesiva) ni la eternidad
despliegue en el tiempo y el espacio y su relación interperso­ propia de Dios (duración del ser que se posee siem pre en ple­
nal con los dem ás hombres. El espíritu se autorrealiza encar­ nitud, sin ningún tipo de sucesión). Podría conjeturarse que
nándose en la m ateria; la m ateria, a su vez, alcanza su cum ­ se trata de una duración discontinua y sucesiva, de forma
plimiento en el cum plim iento del espíritu encarnado. La que en ella no se perciba el éschaton como algo cuantitativa­
m uerte consum a este proceso de realización de la unidad sus­ m ente distante respecto de la situación del m uerto. Saliendo
tancial espíritu-m ateria que el hom bre es. No puede, pues, del tiempo, el m uerto llega al final de los tiempos, un final
im portar la separación de uno y otra, sino la consagración de que, siendo inconm ensurable según los parám etros de la tem ­
su unidad en la forma de la resurrección. Así, en la muerte- poralidad histórica, equidista de cada uno de sus momentos.
resurrección de cada hombre, el m undo y la historia van El instante de la m uerte es distinto para cada uno de noso­
siendo salvados. No es preciso contar con un punto term inal tros, pues se em plaza en la sucesividad cronológica de nues­
del tiempo; el dato «último día» no es doctrina vinculante tros calendarios; el instante de la resurrección, en cam bio, es
para la fe. La realidad m undana, m aterial, conoce una «con­ el mismo para todos. Si, vistas las cosas desde el tiempo, ese
sumación» (Vollendung) progresiva, dinám ica e ilim itada, mas instante está separado del de la m uerte por el continuum tem ­
no un «término» (Ende). No habiendo un térm ino del tiempo, poral, del lado de allá de ese continuum no se daría tal distan­
tam poco puede haber un estado intermedio; tal representa­ cia, puesto que, al no haber tiempo (por hipótesis), no tiene
ción queda superada. sentido un entretiem po. En suma: m uerte y resurrección son
b) Resurrección incoada en la muerte y consumada en el «éscha- acontecim ientos sucesivos y distintos, pero no cuantitativa­
ton» (Boros). El acontecim iento m uerte-resurrección, tanto en m ente distantes. La distancia entre am bos es com putable
160 desde el tiem po, pero es intransferible a ese m odo de d u ­
161
M UERTE Y RESURRECCIÓN ESTADO INTERM EDIO: HISTORIA DE LA CUESTIÓN

ración cualitativam ente diverso — y altam ente enigmático— vista, en un artículo dedicado a glosar el docum ento de la Sa­
que es la duración propia del m uerto y que llam am os, no grada Congregación antes aludido (Ratzinger 1980). De notar
tiempo, sino eternidad participada. que, tanto en el artículo como en el libro, sus objeciones se
dirigen especialm ente contra la tesis de Greshake, pero junto
2. Las hipótesis que acabam os de reseñar, lejos de liquidar el con la concepción de éste parecen rechazarse tam bién las
debate sobre el estado interm edio, lo han reavivado. Dos hechos otras dos hipótesis, sin distinguirlas de la prim era; todas que­
han contribuido decisivam ente a m antener abierta la discusión dan englobadas por igual en la repulsa de la «resurrección en
hasta nuestros días: la aparición en 1977 del m anual de esca- la m uerte», lo que (dicho sea de paso) no parece hacer ju sti­
tología de R atzinger y la publicación en 1979, por parte de cia a alguna de ellas. A esta observación cabe añadir otras
la Congregación de la Fe, de una «C arta referente a algunas dos: a) C uando Ratzinger dice que, porque el cuerpo queda
cuestiones de escatología». aquí, lo que sobrevive es el alm a y, por tanto, las hipótesis
El libro de Ratzinger contiene una severa crítica de todos criticadas term inan accediendo a una resurrección desencar­
los ensayos teológicos que rechazan el alm a separada y el es­ nada, ¿no está postulando como requisito de la resurrección
tado interm edio. Para el actual prefecto de la Congregación la recuperación del cadáver? Pero ésta es una opinión que
de la Fe, la tesis de la resurrección en la m uerte im plica la dista de ser vinculante; la identidad num érica del cuerpo re­
idea de una resurrección desencarnada y no sería, en el sucitado nada tiene que ver, como es bien sabido, con una
fondo, sino un retorno solapado a la tesis de una inm ortali­ identidad m aterial o corpuscular, b) C uando Ratzinger em ­
dad sin resurrección; en efeto, m ientras el cuerpo es entre­ plea la expresión «tiem po-m em oria» para designar la dura­
gado a la m uerte y resta en el sepulcro, se afirm a la supervi­ ción del m uerto, ¿no está m entando lo mismo que en la ter­
vencia del hom bre entero; no otra cosa se expresaba en la cera hipótesis se llam a «eternidad participada», esto es, una
antropología griega con la categoría filosófica del alm a inm or­ duración distinta y no hom ologable a la del tiempo histórico?
tal. Así pues, y paradójicam ente, las nuevas explicaciones, La C arta de la Congregación contiene, en lo tocante a
nacidas para defender la inseparabilidad de alm a y cuerpo, nuestro tema, las precisiones siguientes: a) resurrección real y
term inan decantándose por un espiritualism o desencarnado. corpórea de todo el hom bre y de todos los hombres; b) «dis­
La única vía, según Ratzinger, para asegurar la verdad de la tinta y diferida» respecto a la condición propia de los hom ­
resurrección es m antener su distancia respecto a la condición bres inm ediatam ente después de la m uerte; c) persistencia del
hum ana en la m uerte. «yo hum ano» tras la m uerte, «incluso desprovisto de su com­
Un segundo reparo de Ratzinger a las nuevas teorías se re­ plem ento corporal». Estas formulaciones apuntan inequívoca­
fiere al modo de concebir la duración del muerto. El teológo m ente a la rehabilitación del concepto de alm a separada
alemán cree que esa duración puede — y debe— seguir siendo (aunque el texto evite cuidadosam ente el térm ino «sepa­
llam ada tiempo o, más atinadam ente (recogiendo una sugerencia rada») y a la no sim ultaneidad de la m uerte y la resurrec­
de san Agustín), tiempo-memoria (no mero tiempo físico). En su ción; en cam bio, el docum ento omite cualquier indicación so­
opinión, la «destemporalización» del evento de la resurrección bre la naturaleza de la duración del estado que la m uerte
implica su «desmaterialización»; esta segunda objeción em­ produce en el sujeto hum ano subsistente. No se impone, por
palma así con la prim era y refuerza el veto al abandono del es­ tanto, que sea una duración extensa, paralela al tiempo histó­
tado intermedio. En resumen, concluye Ratzinger, «la teoría de rico y hom ogénea con él.
una resurrección en la muerte no se puede fundar ni lógica ni
bíblicamente». 3. Es hora ya de hacer un breve balance conclusivo de
Nuestro autor ha ratificado posteriorm ente sus puntos de cuanto llevamos dicho. Ante todo, y en vista de que el debate
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ESTADO INTERM EDIO: HISTORIA DE LA CUESTIÓN

En cuanto a ésta (resurrección incoada en la m uerte y


MUERTE Y RESURRECCIÓN consum ada en el éschaton), se presta a dos acotaciones. En
prim er térm ino, la sim ultaneidad m uerte-resurrección se
puede dar la im presión de abundar en sutilezas confusas y afirm a gratuitam ente: la Escritura, en efecto, sólo conoce la
superfluas, no estará de más recordar cuál es su real tras- resurrección escatológica. Añádase a esto que es difícil concebir
fondo. El problem a del estado interm edio ha interesado a la cómo puedan ser sim ultáneas m uerte y resurrección sin poner
teología contem poránea porque lo que ahí se juega, en últim a en peligro tanto el realismo de la m uerte como el de la resu­
instancia, es el grado de convicción con que la antropología rrección. En segundo lugar, la hipótesis de Boros retiene el
cristiana sostiene la identidad del hom bre como unidad sus­ esquem a lineal de un estado interm edio; la sucesión de las
tancial de espíritu y m ateria. La m uerte representa la situa­ m uertes en el tiempo histórico es proyectada al más allá para
ción límite de esa unidad sustancial; lo que de ella (y del es­ obtener así un exacto duplicado en la sucesión de las resu­
tado que ella induce) se diga operará retroactivam ente como rrecciones. Tal proyección de un tiempo que discurre en la
una especie de test sobre lo que se ha dicho antes acerca de allendidad paralelam ente a su decurso en la aquendidad pa­
la índole som ática, encarnada, del ser hum ano, que es (no lo rece una comprensión dem asiado acrítica e ingenua de la du­
olvidemos) cuerpo con la misma verdad con que es alma. ración propia del m uerto.
Las teorías alternativas a la doctrina tradicional quieren La tercera hipótesis no afirma — aunque así lo crea Ratzin­
m antener esta verdad del hombre, para hacer así creíble no ger— una resurrección en la muerte. Sostiene más bien que
sólo la afirmación de la unidad psicosom ática, sino tam bién muerte y resurrección componen una secuencia, no acaecen si­
la esperanza en la supervivencia del ser hum ano en su cabal multánea, sino sucesivamente. La muerte es un suceso indivi­
identidad. Con todo, tampoco ellas están exentas de dificul­ dual e histórico; la resurrección es un suceso comunitario y es-
tades. Señalemos las más notorias. catológico. No pueden, pues, coincidir en un mismo instante.
La hipótesis de la resurrección en la m uerte, tal y como Lo que esta hipótesis cuestiona es que sea obligado intercalar
hasta ahora había sido propuesta por Greshake, tiene su ta­ entre los dos polos de la secuencia un continuum temporal, una
lón de Aquiles en la eliminación pura y simple del éschaton. duración extensa y paralela a la que, en el tiempo histórico, se­
Estim ar que la aserción de un térm ino de la historia es un para el momento de la muerte del momento de la resurrección
theologoúmenon no vinculante para la fe resulta harto aventu­ escatológica. Tanto más cuanto que cada uno de esos dos polos
rado. Por lo dem ás, cancelada la realidad objetiva del éscha­ se emplaza en sendos marcos ontológicos recíprocamente hete­
ton, la historia, el m undo y la com unidad hum ana quedan sin rogéneos: la muerte, en la historia y el tiempo; la resurrección,
consumación; sugerir que se van consum ando a plazos, en la en la metahistoria y la eternidad participada. ¿Cómo, pues, si­
consum ación sucesiva y parcial de cada historia individual, tuarlos en un eje común, concebirlos como puntos de una
tiene todos los visos de ser un sucedáneo y deja sin respuesta misma línea, si pertenecen a dos órdenes de realidades dis­
m uchas preguntas pertinentes sobre el real espesor y densi­ tintos?
dad del acontecer histórico. En pocas palabras, la prim era hi­ H abida cuenta de que la declaración rom ana afirm a la
pótesis adolece de reduccionismo individualista y conduce de­ sucesividad m uerte-resurrección sin pronunciarse sobre la ín­
recham ente a una indeseable privatización de la escatología, dole de la duración entre am bas, nuestra hipótesis resulta,
con la am ortización de sus dimensiones sociales, políticas y hasta aquí, conciliable con dicha declaración; en rigor, es lí­
cósmicas. Desde esta perspectiva, la crítica de Ratzinger a cito conjeturar el carácter no extenso de tal duración, que es
Greshake merece ser atendida. justam ente lo que la hipótesis sugiere. M as para que ésta se
De todo ello parece haberse apercibido el propio G res­ adecúe a todas las precisiones contenidas en el docum ento,
hake: la versión que ofrece ahora (en las páginas de este
mismo volumen) de la resurrección en la m uerte se aproxim a 165
sensiblemente a la posición de Boros.
164
M UERTE V RESURRECCIÓN ESTADO INTERM EDIO: HISTORIA DE LA CUESTIÓN

queda aún por aclarar un aspecto del problema: el que se re­ prim eras, sin pugnar con ninguna de las precisiones conte­
fiere al concepto de alma separada. La C arta de la Congrega­ nidas en el docum ento de la Santa Sede. De confirm arse esta
ción supone la existencia del alm a separada, sin exigir su per­ impresión, podría articularse en torno a ella un área de con­
sistencia extensa. R eiterando algo ya escrito en otro lugar senso suficientemente am plio como para estim ar práctica­
(Ruiz de la Peña 1984), creo factible la integración de esta mente agotado un debate del que (preciso es confesarlo)
concepción en la hipótesis que sostengo. Veamos cómo. apenas si pueden esperarse ya más que tediosas repeticiones.
No podría hablarse de m uerte real si no se produjera una
inm utación ontològica en su sujeto; de modo análogo, no po­ Juan Luis Ruiz de la Peña
dría hablarse de resurrección real si no se registrara una re­
constitución som ática del mismo sujeto, su restitutio in inte­
grimi. Pues bien, supuesto que la m uerte im porta una ruptura
real del sujeto, mas no su aniquilación, la idea de alm a sepa­
rada puede expresar tanto la afirmación de la ruptura como
la negación de la aniquilación, dejando así abierto el hecho
m uerte al hecho resurrección. La m uerte ha afectado radical­
m ente al individuo mortal; es m uerte del hombre; éste ha ce­
sado de ser. La resurrección devuelve la vida al mismo hom ­
bre que había m uerto realm ente; representa la recuperación
del sujeto hum ano en su integridad e identidad. Entre la
m uerte y la resurrección tiene que darse una situación que dé
razón de am bas y certifique su verdad: a eso responde el con­
cepto de alm a separada.
O tra cosa, empero, es adscribir a esa excepcional situa­
ción ontològica una dimensión cronológica, una persistencia
extensa. Pues es entonces cuando cobran todo su vigor las re­
servas suscitadas por el concepto de alm a separada. Si, por el
contrario, se confiere a ese status crítico sólo la duración nece­
saria y suficiente para que se dé la secuencia m uerte-resurrec­
ción, la idea de alm a separada no resulta objetable; con ella
se m ienta exclusivamente el punto de articulación de dos fe­
nómenos distintos y sucesivos que se predican del mismo y
único sujeto.
En suma: no es obligado distender m uerte y resurrección
en un intervalo cuantitativam ente m ensurable. La realidad
«alm a separada» concierne a un orden metafisico que incluye
la sucesión entre dos formas de ser, pero no necesariam ente
la duración extensa intercalada entre una y otra.
Reform ulada en estos términos, la tercera hipótesis parece
dar razón de las dificultades que pretendían solventar las dos
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prisionera del cuerpo 21 s Dios 137s, 146s
(Munich-Padcrborn-Vicna 1977). separada 159, 162s y problem a cuerpo-alma 48ss
soporte de la identidad entre la creaturalidad 25
m uerte y la resurrección como fundam ento de la
144, 146 incorruptibilidad hum ana
y conciencia 20, 43 146s
y cuerpo 29ss como relación entre el m undo, el
y lo psíquico 43 hom bre y Dios 48s
y procesos nerviosos 33, 43 hum ana 49
yo originario 46ss y originalidad personal 51
alm a-espíritu 22, 45, 64 cruz, m uerte de 53, 117, 129ss,
angustia 100 134s
anim al y hom bre 33, 35, 42s cuerpo
apariciones del Resucitado 133 mortal 115, 116ss
autoconciencia terreno y glorioso 144
de las m áquinas 75s y cadáver 20, 66, 118
autonom ía cuerpo - alm a
búsqueda 96 concepción
en Descartes 31 s
capacidad de elección en la psicología profunda 32
de las m áquinas 76s en el pensam iento griego
ciencias 19ss
y pregunta por el sentido 14 en Platón 21s, 116s
conciencia del yo 16, 26, 41 s, 44s, en Tom ás de Aquino 28ss,
48 118, 159
177
176
In d i c e a n a l ìt ic o In d i c e a n a l ít ic o

religiosa 21 estado intermedio 140ss, 143, 151, y crítica de la religión 121, 156 en los medios de
y acontecim iento de La 158ss y fe en la resurrección 113s, comunicación 94
cruz 53 eternidad 64ss, 138 115s estadio de tránsito 113,127
problema evolución fin absoluto de la vida 100,
científico interdisciplinar 18 y concepción de la m uerte 96, lenguaje cotidiano y lenguaje 113
desde Tom ás de Aquino 98s científico 17s individual 103s
27ss, 117s y libertad 15, 46, 51, 53 interpretación biológica 98ss
en el pensamiento greco- expectación de un fin inminente m andato creacional 60 libertad ante la 108, 1 lOs
helenista 27, 141 140ss más allá, idea del negación de la libertad 107
religioso 48ss experiencia de Dios bíblico-cristiana 137, 138 opción libre en la 136
teoría de la interacción 32s e interpretación de la marxista 104s posibilidad privativa 1 10
unidad y distinción 40s muerte 126 m ateria problem a vital 98
cuerpo resucitado 144s experiencia de la contingencia 46s, anim ada 55 «propia» 99
106 presupuesto de la libertad 54s separación del cuerpo y el
principio entitativo 29 alm a 66, 116ss, 158
danza de la m uerte 109 y creación 53s y comienzo de la
deseo de felicidad 99, 120s fe y espíritu 35ss, 149
como entrega de la vida 134 retribución 158
despedida 101 y m uerte del hom bre 149s y juicio 147
dignidad hum ana 59 materialismo y pecado 127ss, 136, 146s
dualism o 21 s, 28, 64, 115s, 117, género hum ano 58s, 62 emergente 74 y predicación de Jesús 129ss
142ss fisicalista 70 y proceso de la vida 95, 101
hilemorfismo 22s, 29s, 149 mente m uerte, actitud ante la
emergentismo 70s, 74, 80ss historicidad 61 s y conducta 68s bíblica 123ss
entropía 106 hombre, imagen del mente - cerebro 68ss epicúrea 97, 100
escatología 64ss, 138 agustiniana 28 dualismo interaccionista 72s, estoica 108s
bipolar 144s, 159 bíblica 23ss, 140ss 80 no religiosa 95, 96ss
del cristianism o primitivo biológica 100 emergentismo 70s, 80 muerte, angustia ante la 100, 102,
140ss cristiana 27ss teoría cibernética 73ss 110
gnóstica 142s gnóstica • 142s teoría de la identidad 68ss muerte, concepción de la
representaciones de la 138, 152 greco-helenística 19ss, 141 s miedo 102, 105, 136 en la filosofía existencial 108ss,
esperanza 107, 154ss neotestam entaria 27 monismo 155s
como superación antiproyectiva personalista 33 espiritualista 36 en el Antiguo Testam ento
de la m uerte 129 tom asiana 28ss fisicalista 74, 78, 80 123ss
cristiana 152, 154ss veterotestam entaria 23ss materialista 36, 70, 72, 79 estoica 108s
en la superación de la morir 64ss m arxista 103ss, 155
m uerte 135ss incorruptibilidad 137ss, 150s acto libre 127 teológica 113s
y praxis 156s infierno 136 en hospitales 93, 100 m uerte de la jubilación 101
y representación de la inm ortalidad 64 necesidad natural 127 muerte, experiencia de la 92
superación de la m uerte 152 inm ortalidad, esperanza de 137ss m uerte carácter de acaecimiento 101,
y represión de la m uerte 93s y fe en la creación 146s ám bito de la incomunicación 103, 129
espíritu inm ortalidad, idea de 96, 116s 110, 131, 150 certeza e indeterminación 110
como principio entitativo 36, y fe en la resurrección 147s carácter de acaecimiento 101 en la historia de la cultura 114
43ss inm ortalidad, tesis de la 113, consumación de la vida 127, «más allá del um bral de la
y trascendencia 44 114s, 119, 145 235, 151 muerte» 115
espíritu y m ateria en el gnosticismo 142 disociación del cuerpo y el y pregunta por el sentido 92s,
coordinación jerárquica 35ss, en el protestantism o 145s alm a 66 106s
54s fundamentación 119ss en las ciencias 92, 113 muerte, miedo a la 100, 102
178 179
m uerte natural individual 151
como idea directriz 96ss y recuperación del cadáver 163
y asistencia a los resurrección de Jesús 132, 136
m oribundos 100 como acontecimiento
muerte, represión de la 93ss universal 133
y habituación a la m uerte 94
m uerte total 146, 147
como fundam ento de la
incorruptibilidad hum ana 138
Contenido
como resurrección «por
naturaleza y hom bre 51 nosotros» 133, 136
en teología 132ss
opción final 136 resurrección, esperanza en la 154ss
e inm ortalidad 146ss
paternidad y m aternidad 60 y praxis 156s Cuerpo y alma............... ...................................................................... 11
pecado de los orígenes 64 y sospecha de proyección 154s Introducción (Schulle).................................................................. 14
pervivencia 20s, 94, 114s resurrección, fe en la I. Cuerpo y alma en la historia del pensamiento.............................. 19
como tem a religioso 21 s e imagen del mundo 140ss
en el pensamiento del Antiguo en el cristianismo primitivo II. Estudio sistemático........................................................................ 35
O riente 125 140s III. Del problema alma-cuerpo al problema mente-cerebro (Ruiz de
pregunta por el sentido 14ss, 92ss, y conocimiento hum ano 147 la Peña) ...................................................................................... 67
99, 105, 106ss
procesos nerviosos 33, 43 seguimiento de Jesús 136 Muerte y resurrección........................................................................ 89
psicología profunda 32, 114 I. El problema de la muerte (Greshake)........................................... 92
tiempo de decisión 65
reino de los muertos 124, 131 transm igración de las almas II. Interpretaciones de la muerte en la sociedad actual...................... 96
resurrección en el orfismo y el III. Reflexión teológica sobre la resurrección de los muertos............... 125
como acontecimiento pitagorismo 21, 116 IV. Concreciones de la fe en la inmortalidad o en la resurrección se­
universal 151, 163 trascendencia e inm anencia 44, gún los problemas y las concepciones de las distintas épocas....... 140
como nueva creación 146 106 V. Significado de la esperanza cristiana en la resurrección............... 154
como proceso 133
como realidad presente y último día 140, 144 VI. Estado intermedio: breve historia de la cuestión (Ruiz de la
esperanza de futuro 134ss Peña)........................................................................................... 158
de la carne 118, 143 vida, afirmación de la 97
de los muertos 126, 146 como resistencia natural contra índice analítico..................................................................................... 177
del cuerpo 144s, 148s la m uerte 96
en dos tiempos 161, 165 como unidad de vida y muerte
en la apocalíptica 140, 151 lOls, 112
en la m uerte 150s, 160, 162, definitividad de la 138
164 después de la m uerte 137ss
en un éschaton distinto, pero no en la predicación y la actividad
distante de la m uerte 161 s, de Jesús 130ss
165s eterna 96, 152, 155
espiritual 142s según la Biblia 24ss, 123ss

180 181
BIBLIOTECA 14 Autoridad / Soberanía - poder - violencia / Revolución y
resistencia

FE CRISTIANA Y SOCIEDAD MODERNA 15 Estado - sociedad - Iglesia / Estado social y diaconía cristiana

16 Desviación y norma / Minorías, grupos marginales e integración


social / Solidaridad y amor / Interés y desprendimiento

17 Justicia / Pobreza y riqueza / Economía y moral


1 Realidad - experiencia - lenguaje / Diálogo / Trascendencia y Dios
de la fe 18 Burguesía y cristianismo / Secularización / Autonomía y condición
creatural / Emancipación y libertad cristiana
2 Mito y ciencia / Arte y religión / Lenguaje literario y lenguaje
religioso 19 Humanismos y cristianismo / Materialismo, idealismo y visión
cristiana del mundo / Pluralismo y verdad
3 Universo - Tierra - hombre / Evolución y creación / Animal y
hombre / Naturaleza e historia 20 Teoría de la ciencia y teología / Mundo técnico-científico y
creación / Ciencia y ethos
4 Determinación y libertad / Causalidad - azar - providencia /
Fenómenos naturales y milagros 21 Ilustración y revelación / Ideología y religión / Crítica y
reconocimiento
5 Cuerpo y alma / Muerte y resurrección
22 Ateísmo y ocultamiento de Dios / Espíritu y Espíritu Santo /
6 Mundo pulsional y personalización / Desarrollo y maduración / Tiempo y eternidad
Fases y crisis de la vida - ayudas para vivir / Relación entre los
sexos y capacidad para el amor 23 Tradición y progreso / Utopía y esperanza / Historia del mundo e
historia de la salvación / Reconciliación y redención
7 Matrimonio / Familia
24 Antropología y teología / Persona e imagen de Dios / Sistema y
8 Formación / Rendimiento y ocio / Acción y contemplación / sujeto
Trabajo
25 Anonimato e identidad personal / Experiencia cotidiana y
9 Experiencia de la contingencia y pregunta por el sentido / espiritualidad / Experiencia y fe / Socialización religiosa
Angustia y confianza cristiana / Felicidad y salvación / Negatividad
y mal 26 Tolerancia y pretensión de validez universal / Cristianismo y
religiones del mundo / Judaismo y cristianismo
10 Sufrimiento / Salud - enfermedad - curación / Agonía y asistencia
a los moribundos / Tristeza y consuelo 27 Derechos humanos - derechos fundamentales / Religión y
política / Legitimación
11 Orden político y libertad / Participación / Planificación,
administración y autodeterminación en la Iglesia 28 Sociedad y reino de Dios / Dimensión pública del mensaje
cristiano / Símbolo y sacramento
12 Derecho y moral / Valores y fundamentación de normas / Culpa
y pecado / Conciencia 29 Comunidad / Iglesia / Confesiones y Ecumene

13 Ley y gracia / Paz / Castigo y perdón 30 Indices

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