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TEORÍA DE LA LECTURA EN PAUL RICŒUR

OMAR JULIÁN ÁLVAREZ TABARES

UNIVERSIDAD PONTIFICIA BOLIVARIANA


ESCUELA DE TEOLOGÍA, FILOSOFÍA Y HUMANIDADES
DOCTORADO EN FILOSOFÍA
MEDELLÍN
2014
TEORÍA DE LA LECTURA EN PAUL RICŒUR

OMAR JULIÁN ÁLVAREZ TABARES

Tesis de grado para optar al título de Doctor en filosofía

Asesor
IVAN DARÍO TORO JARAMILLO
Doctor en filosofía
Doctor en teología

UNIVERSIDAD PONTIFICIA BOLIVARIANA


ESCUELA DE TEOLOGÍA, FILOSOFÍA Y HUMANIDADES
DOCTORADO EN FILOSOFÍA
MEDELLÍN
2014
24 de septiembre de 2014

Omar Julián Álvarez Tabares

Declaro que esta tesis no ha sido presentada para optar a un título, ya sea en igual
forma o con variaciones, en esta o cualquier otra universidad” Art 82 Régimen
Discente de Formación Avanzada.

Firma
A Cristo, a Diana y Martín.
AGRADECIMIENTOS

A Cristo, quien me susurra todos los días cómo leer la realidad, la cultura, los textos
y mi propia existencia.

A mi familia, por su tiempo, por siempre estar ahí.

A la Universidad Católica de Oriente, espacio donde se gestó este proyecto.

Al Doctor Iván Darío Toro Jaramillo, por su amistad y acompañamiento en este


camino. Gracias amigo.

5
CONTENIDO

RESUMEN..........................................................................................................................................8
INTRODUCCIÓN ..............................................................................................................................9
a. La Lectura, una mirada filosófica ........................................................................................9
b. Itinerario hermenéutico de Paul Ricœur ......................................................................... 23
c. Los capítulos y la bibliografía ........................................................................................... 27
1. INTERPRETACIÓN Y CULTURA ........................................................................................ 35
1.1. Teoría de la interpretación en Aristóteles ................................................................... 40
1.2. La interpretación de la cultura en el pensamiento contemporáneo ....................... 54
1.3. La escritura y el logos en la tradición occidental ....................................................... 61
2. TEORÍA DE LA LECTURA EN PAUL RICŒUR ................................................................. 78
2.1. El texto ............................................................................................................................. 80
2.2. El discurso ....................................................................................................................... 90
2.3. El mundo.......................................................................................................................... 96
2.4. La interpretación ........................................................................................................... 105
2.5. La lectura ....................................................................................................................... 111
2.6. Referencia y sentido .................................................................................................... 123
2.7. Apropiación ................................................................................................................... 128
2.8. La identidad narrativa .................................................................................................. 133
3. APLICACIONES ................................................................................................................... 142
3.1. Filosofía y exégesis bíblica ......................................................................................... 144
3.1.1. Referencia: polifonía bíblica ......................................................................... 146

3.1.2. Apropiación: de la hermenéutica filosófica a la hermenéutica bíblica ... 149

3.1.3. Sentido: hacia una hermenéutica de la escucha del lenguaje religioso 152

6
3.2. Psicoanálisis, una interpretación de la cultura......................................................... 156
3.2.1. Referencia: el psicoanálisis como hermenéutica de la cultura ............... 157

3.2.2. Apropiación: del mal-estar del yo al malestar del amo............................. 162

3.2.3. Sentido: el deseo, fábrica del yo .................................................................. 167

3.3. El Olvido que seremos bajo el lente del tiempo narrado en Paul Ricœur........... 170
3.3.1. Referencia: el olvido como acceso a la historia ........................................ 173

3.3.2. Apropiación: El olvido que ya somos .......................................................... 180

3.3.3. Sentido: el olvido que seremos .................................................................... 183

CONCLUSIONES......................................................................................................................... 187
BIBLIOGRAFÍA ............................................................................................................................. 195

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RESUMEN

La presente tesis tiene como propósito responder a la pregunta ¿qué significa


interpretar un texto? A partir de los planteamientos hechos por la Hermenéutica
centrada en el mundo del lector propuesta por Paul Ricœur. Partiendo del itinerario
intelectual del autor en cuestión el trabajo se ubica en una tercera etapa de su
pensamiento filosófico donde pasa de la ontología de la comprensión al mundo del
texto dejando ver clara su intención de llegar a una configuración de la identidad
narrativa del sujeto lector.

El trabajo está organizado de la siguiente manera: desde la introducción se justifica


y argumenta el porqué de una teoría filosófica de la lectura y dónde se inserta dicho
proyecto en el itinerario filosófico del pensador francés dentro del marco de la
hermenéutica antrópica o la hermenéutica delante del textos. Posteriormente, en el
primer capítulo llamado Hermenéutica y cultura se busca poner las bases sobre las
cuales se instaura la lectura en la cultura occidental. Términos como greciedad,
helenidad y logomítica se exponen desde sus principales autores. Más adelante, en
el capítulo central del trabajo se desarrolla la tesis como tal en la que se da cuenta
de la teoría de la lectura expuesta por Paul Ricœur a partir de su visión ontológica
de la comprensión y del despliegue del mundo del texto que hace su aparición en
los términos de referencia, sentido y apropiación donde la lectura es el proceso
fundamental en el cual se da un horizonte de comprensión donde el ser ya no es el
mismo al configurar lo que el autor francés ha denominado como identidad narrativa.
Por último, en el tercer capítulo, se da la aplicación. Es una propuesta innovadora
en el sentido de la trayectoria de la tesis, puesto que allí se buscan tres géneros
literarios (ensayo, sapiencial y narrativo) desde los cuales se puede ver claramente
el aporte de Ricœur a la hermenéutica contemporánea.

Palabras clave: Hermenéutica, ontología de la comprensión, mundo del lector.

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INTRODUCCIÓN

a. La Lectura, una mirada filosófica

El tema de la lectura en la filosofía no es un asunto nuevo. Aparece en la tradición


contemporánea de manera explícita en autores que se movieron entre la literatura
y la filosofía como Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset, quienes dedicaban
sus prólogos a los lectores e iban dejando señales concretas para ser leídos con
cuidado por sus receptores. Se puede decir que eran autores con una conciencia
fuerte sobre aquellos en quienes recaerían los textos. No son pocas las referencias
que aparecen en Niebla (2010) y en Vida de Don Quijote y Sancho (2004), donde el
lector hace presencia y los pequeños giros y artilugios que el autor elabora hacen
pensar en el lector. Ortega, por ejemplo, compara la profundidad de los
pensamientos del Quijote con lo que él llama el leer pensativo (Ortega y Gasset,
1981, p. 27).

El caso de Nietzsche, en la filosofía contemporánea, es bien particular porque su


estilo es un arte de provocación hacia la buena lectura, una invitación a descifrar e
interpretar por quien se deja arrastrar por el ritmo de la frase, y al mismo tiempo de
frenar por el asombro del contenido. Por ejemplo, al final del prólogo de Genealogía
de la moral (1997) Nietzsche dice que requiere un lector que sea capaz de separase
por completo de la superficialidad del hombre moderno, que es aquel que se
apresura: “Desde luego, para practicar de este modo la lectura como arte se
necesita ante todo una cosa que es precisamente hoy en día la más olvidada -y por
ello ha de pasar tiempo todavía hasta que mis escritos resulten «legibles»-, una
cosa para la cual se ha de ser casi vaca y, en todo caso, no «hombre moderno»:
el rumiar [...]” (pág. 31). Sus textos requieren una lectura lenta, cuidadosa y rumiante
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que, según él, no la tiene el hombre moderno en su afán de saber y no de gustar.
Igualmente, en el primer discurso del Zaratustra, sobre Las tres metamorfosis (1993,
p. 52), presenta el espíritu del trabajo, de la crítica y de la creación representados
en el camello, el león y el niño, ya que en la combinación de las tres
caracterizaciones funciona el pensamiento filosófico; y es allí, en este primer
discurso del Zaratustra, donde la metáfora de los tres espíritus ilumina el camino del
lector. Aparece, primero, el espíritu del camello que “todas estas pesadas cargas
echa sobre sí el espíritu vigoroso; y así como sale corriendo el camello hacia el
desierto apenas recibe su carga, él se apresura a llevar la suya” (1993, p. 53),
después el espíritu se transforma en León que “pretende conquistar la libertad y ser
amo de su propio desierto” (1993, p. 53), con una misión concreta que eleva el
espíritu a la categoría moral al desear “la más terrible conquista para un espíritu
paciente y respetuoso es la de conquistar el derecho a crear nuevos valores” (1993,
p. 53), y, por último, el espíritu se transforma en niño, porque “el niño es inocente y
olvida; es una primavera y un juego, una rueda que gira sobre sí misma, un primer
movimiento, una santa afirmación” (1993, p. 54). Así, dicho camino, el del espíritu,
es primero fuerza, después valor y termina en inocencia, en santidad. La lectura
tendrá esta misma dinámica: al principio será un fardo duro de llevar, después
necesita de la paciencia para conquistar nuevos valores y, por último, llega el acto
creador, el que conduce a la nueva creación para volver a comenzar.

Es importante al abordar el tema de la Teoría de la lectura…, y reconocer la tarea


realizada por algunos teóricos y filósofos, como Paul Ricœur, que se ocuparon de
la lectura en cuanto fenómeno susceptible de ser estudiado y concebido como un
tratado, como una lección, como un método, más que como una filosofía. En esta
línea se encuentran los trabajos de Harold Bloom (2006), Wolfgang Iser (2000) y
Maurice Blanchot (2005). Del lado de la literatura no se puede dejar pasar la
reflexión y alusión directa que autores como Marcel Proust (2001) y Fernando
Pessoa (1997) hicieron de la lectura.

10
En el caso colombiano, Estanislao Zuleta (2010) presentó, en una conferencia
Sobre la lectura, una crítica a la lectura y escritura de textos en la formación
académica, y elaboró un recorrido somero por algunos autores destacando la
importancia de dar con códigos que aparecen en el mismo texto, llegando a la
conclusión que “la literatura como la filosofía imponen un código que hay que definir
y el texto lo define” (2010, p. 13). El pensador colombiano, muestra cómo Cervantes,
Kakfa, Dostoievski, invitan a la paciencia del lector, al trabajo de la lectura y así
lograr salir de la lectura como consumo que busca textos fáciles y conducen al
verdadero conocimiento, al que solo se llega al “dejarse afectar”, al coraje y al valor
de perseverar en la lectura. Zuleta (2010) es un maestro y piensa en la lectura
formativa, en la lectura que conlleva a la interpretación. Sin ser un hermeneuta
propone la lectura como posibilidad de descubrir mundos, de descubrirnos a
nosotros mismos a través de quienes nos precedieron y plasmaron su visión del
mundo en los textos.

El texto nos sale al encuentro no como algo hermético, sino como una invitación al
discurso. Ricœur (1986) entiende que el texto es mediador entre la reflexión y la
comprensión, entre el autor y el lector. Comienza así el “diálogo” entre autor y lector,
provocándose una re-acción en el lector que pretende, “desde su tiempo”,
comprender y explicar lo que allí se dice, llegando incluso a apropiarse del texto
mismo. Porque, en el fondo, para Ricœur, el texto -al igual que el mito, el símbolo,
la metáfora o el signo- no está acabado, sino que requiere de una interpretación que
nos desvele su sentido, el sentido del ser, del yo, y nos permita la comprensión del
mismo. Y esta es tarea que le corresponde a la hermenéutica.

Ahora bien, ¿cómo se lleva a cabo el proceso interpretativo? ¿Cuáles son sus pasos
y qué saberes actualiza? Las respuestas a estas preguntas no escasean a lo largo
11
de la historia, especialmente en el ámbito filosófico. Propuestas contemporáneas -
y de gran trascendencia- cuentan con los aportes de Husserl, Heidegger, Dilthey,
Gadamer, Hirsch, Eco, y por supuesto de Paul Ricœur, entre otros (Dominguez
Caparros, 1993). En el presente trabajo será objeto de análisis la propuesta de
Ricœur, no solo por la solidez de su planteamiento, sino por la diversidad de
tendencias que lo integran y el carácter armonizador que preside la actividad de
este pensador francés. Ampliemos la cuestión.

Ricœur se refiere a la lectura y a la escritura en varias de sus obras. Por ejemplo en


dos ensayos significativos que se encuentran traducidos al español: Du texte à
l'acción. Essais d´hermeneutique II (1986), donde presenta un artículo vinculado
directamente a la teoría del texto, y ante la pregunta: Q' est-ce qu' un text? él mismo
responderá que “texto es todo aquello fijado por la escritura” (1986, pág. 154) y que
“el texto, lo veremos, no tiene referencia; esta será precisamente la tarea de la
lectura en tanto que interpretación: efectuar la referencia” (1986, pág. 157).
También, en la La fonction herméneutique de la distanciation (1986, p. 115-116),
dentro del mismo texto citado, presenta un concepto que termina siendo una
constatación de la tradición gadameriana (1986, pág. 130).

Desarrolla, además, su reflexión sobre el texto y la relación con la hermenéutica y


la filosofía reflexiva que él mismo propone a lo largo de su trabajo académico. En
Temps et récit I. L'intrigue et le récit historique (1983) y en Temps et récit III. Le
temps raconté (1985), Ricœur expone con mayor amplitud lo expuesto en los textos
anteriores y desarrolla allí el “mundo del texto” y el “mundo del lector”, superando
en parte la propuesta hecha en La métaphore vive (1975) que, siendo una obra
paralela, la dedica al texto narrativo en su gran mayoría y a perspectivas literarias
del tiempo y lugares de la narración en el lenguaje alegórico. En este sentido es
mucho mayor el trabajo sobre la lectura filosófica y el texto filosófico como tal que
amplia en el corpus de Temps et recit.
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En un texto pequeño, pero de gran trascendencia para la hermenéutica
contemporánea, Interpretation theory. Discourse and the surplus of meaning (1976,
p. 25-44), aprovecha para exponer los actos de habla plasmados en el discurso, y
cómo la fijación que aparece en el texto se ve involucrada en un tipo de producción
que está respaldada por el asunto retórico. Además, establece la diferencia entre el
decir del habla y el decir de la escritura, entre el autor (hablante) y el mensaje (texto),
sea fijado o no. Aunque desarrolla la teoría general del lenguaje y el habla expuestas
por Ferdinand de Saussure (2004) va más allá en aquello que se dice como habla.

En última instancia, Ricœur, en Sur la traduction (2004, p. 21-52), se refiere ya al


texto como texturas que tejen el discurso en sentencias más o menos largas y
acercando la traducción a la plasmación en un texto que busca producir o suscitar
sentido desde un ámbito cultural distinto al de su origen y una nueva lingüística, la
del discurso enunciada por Benveniste. En otros escritos hará alusión somera a su
teoría sobre el texto y la lectura cuando se refiere al lenguaje religioso, como lo
plasma en La philosophie et la spécificité du langage religieux (1975), en el primer
capítulo, al hablar de la especificidad del lenguaje religioso y la construcción de
verdad en los textos sagrados.

Así, Ricœur, deja ver en muchos momentos, y a veces en fragmentos, su idea sobre
el texto que se pretende desarrollar en esta investigación. Quedan muchas otras
búsquedas por fuera que, incluso Ricœur, alude en sus trabajos. Por ejemplo,
quedan por fuera elementos como la estética de la recepción desarrollada por Hans-
Robert Jauss (1989) e Iser (2000), desde un punto de vista literario con
insinuaciones sobre el mundo del lector o el impacto que causa el texto en el lector.
Otros movimientos como la sociología o la piscología de la lectura donde se miden
elementos relacionados con la comprensión desde el punto de vista cognitivo o
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experiencias particulares de textos que se convierten en “lentes” a través de los que
se pueden mirar las culturas. De este último estudio existe actualmente un
desarrollo importante en Estados Unidos conocido como Crítica literaria, desde los
estudios culturales. Son importantes los aportes de Ángel Rama (2006), Beatriz
Sarlo (2001) y otros que, incluso, se han dedicado a comprender la historia de
algunos pueblos latinoamericanos a través de obras como La María o Cien años de
soledad.

En general, se encuentra bastante literatura sobre el texto y sobre la lectura con


diversos acentos. Por un lado se encuentran los que buscan un método eficaz de
lectura, como Saber leer (2010), o desde una perspectiva psicológica, como Leer y
comprender (Gaonac, 1998), o desde una perspectiva pedagógica, como Psicología
de la lectura (Cuetos, 2008). En su mayoría son trabajos relacionados con los
métodos de lectura y no con la reflexión filosófica sobre el texto. Son menos los
trabajos dedicados al mundo del lector, por eso destacan los trabajos de Ricœur en
relación con el tema, pues presenta una intuición bastante aguda y profunda. La
estética de la recepción lo trata de soslayo, sin embargo es Ricœur quien más ha
trabajado este asunto y por quien nos adentramos al significado del texto.

La problemática nos sitúa en una proliferación de textos, como diría Gabriel Zaid en
Los demasiados libros (2010). Existen muchos textos escritos por quienes no hay
leído nada. La crónica, que gana la batalla por las ventas de libros, sobre todo en
América Latina, deja ver la necesidad de contar historias “reales” y enterar a un
público amplio, por ejemplo la experiencia de un secuestro, la vida en un socavón
de una mina, etc. Dichos autores producen textos sin haber leído lo suficiente, sin
referir nada, sin encontrar intertextualidad con otra obra u otro autor y expresan un
mundo que no comprenden. Precisamente esta ausencia de comprensión muestra
el vacío de la lectura, la imposibilidad de comprender y ser comprendido en el
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mundo. En nuestro contexto latinoamericano, fuente de numerosas noticias, el
secuestrado, el futbolista, la modelo, el minero que acaba de salir del socavón, el
político, todos quieren contar su historia aunque nunca hayan leído alguna.

La situación pone de manifiesto la primacía que se le ha dado al mundo del autor,


al contexto del escritor, sin que ello represente un estudio del mundo del lector, del
que está detrás como receptor de una historia, de un poema, de un ensayo. Parece
importar solo el decir y no el escuchar y mucho menos lo que causa el texto en quien
lo recibe. Conocemos el contexto de aquellos que cuentan, carece de importancia
si el texto es leído o no, se escribe por una razón mediática, por un interés de
consumo, allí está el problema del auditorio, del lector, y esto atañe a la
hermenéutica, al arte de leer, según Ricœur (1985). Por tanto, la búsqueda es sobre
el texto y no sobre la hermenéutica en general, aunque haya que recurrir a los
antecedentes de dicha disciplina.

La hermenéutica, como disciplina que se ocupa de una dinámica del texto y la


lectura, según Ricœur, es fundamento de los estudios humanísticos en general. Es
la lectura la primera de las tareas en la formación investigativa (Zorrilla, 1980), y la
más descuidada en la formación del espíritu científico de nuestro tiempo que da la
primacía a lo etnográfico y al trabajo de campo como el único camino. A partir del
giro textual propuesto en la fenomenología de Husserl (2006), la hermenéutica se
ocupa de muchas cosas, pero sobre todo de la interpretación de textos, y es de esta
manera como se asume en la mayoría de los estudios de ciencias sociales y
humanas en la actualidad.

Para Ricœur esta experiencia de la hermenéutica está ligada a la dialéctica del


explicar y comprender la cosa del texto. “La cosa del texto, he aquí el objeto de la
hermenéutica. La cosa del texto es el mundo que él despliega delante de sí. Y este
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mundo [...] toma distancia frente a la realidad cotidiana hacia la que apunta el
discurso ordinario” (1986, p. 126); o en otro texto en el que de manera explícita
plantea cuál es su preocupación hermenéutica: “Lo que hay que interpretar en un
texto es una proposición de mundo, de un mundo tal que yo pueda habitar para
proyectar allí uno de mis posibles más propios. Es esto lo que yo llamo el mundo
del texto, el mundo propio a este texto único” (1986, p. 115).

En un texto más extenso plantea dicha dialéctica entre el explicar y el comprender,


como el ejercicio propio de la disciplina hermenéutica:

Entiendo por comprensión la capacidad de re-emprender en sí


mismo el trabajo de estructuración del texto, y por explicación la
operación de segundo grado inscrita en esta comprensión y
consistente en la actualización de los códigos subyacentes a este
trabajo de estructuración que el lector acompaña. Este combate en
dos frentes, contra una reducción a la intropatía y contra una
reducción de la explicación a una combinatoria abstracta, me anima
a definir la interpretación mediante esta dialéctica misma de la
comprensión y de la explicación en el nivel del sentido inmanente
del texto. Esta manera específica de responder a la primera tarea
de la hermenéutica tiene la ventaja, insigne en mi opinión, de
preservar el diálogo entre la filosofía y las ciencias humanas; diálogo
que rompen, cada una a su manera, las dos formas de comprensión
y explicación que yo rechazo. Tal sería mi primera contribución a la
filosofía hermenéutica de la que procedo (Ricœur, De
l´interprétation, 1986, pág. 33).

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En Ricœur, la interpretación es el paso que va desde la comprensión ingenua a la
comprensión versada, a través de la explicación, que es la mediación necesaria, y
por tanto esta última se convierte en el “camino obligado” propuesto por la
epistemología con su respectiva contra cara, la ontología, cuyo objeto está del lado
de la comprensión (1986, p. 149). Se encuentra así, en Ricœur, una evolución del
concepto de hermenéutica que trasciende las ciencias humanas hasta permear, hoy
día, las ciencias sociales, diferenciando las primeras, como producciones humanas,
de las segundas, como aquellas que intervienen al ser humano como tal.

Es cierto que el concepto de hermenéutica ha evolucionado desde el descifrar


oráculos o signos ocultos divinos y desde los estoicos con el estudio alegórico
donde se hacía énfasis en los contenidos racionales escondidos en los mitos.
Avanzó, en el pensamiento judío y cristiano, hacia una interpretación basada en las
técnicas y métodos para comprender textos bíblicos a través del análisis lingüístico
y del develar ciertos aspectos simbólicos ligados a la cultura y a la transición frente
a la reinterpretación religiosa; pero en Ricœur se puede apreciar un aporte que, sin
desconocer los orígenes y la evolución de la misma, recoge la tradición y la potencia
en aras de una incidencia mayor en el campo de la investigación.

En la modernidad, con Schleiermacher (1768-1834), en Sobre los diferentes


métodos de traducir (2000), el panorama cambia, puesto que la hermenéutica cobra
plena relevancia filosófica, y comienza a aparecer como una teoría general de la
interpretación y la compresión. Piensa este autor alemán que los datos históricos y
filológicos deben ser el punto de partida de la comprensión y la interpretación, para
que al reconstruir la génesis del texto se genere una identificación con el autor que
exceda el mero entendimiento de textos, que haya una comprensión del “todo”
desplegado en el texto. Tras esta visión romántica, es Dilthey (1833-1911) con El
surgimiento de la hermenéutica (2000) quien sitúa la hermenéutica como
17
fundamento de las ciencias del espíritu, ya no solo como un conjunto de cuestiones
técnico-metodológicas, sino también “como una perspectiva de naturaleza filosófica
que habría de situar en la base de la conciencia histórica y de la historicidad del
hombre” (Reale y Antiseri, 2007, p. 555). Con ello es posible entender mejor a un
autor, una obra, una época, y entonces la comprensión resulta un proceso dirigido
hacia las objetivaciones de la vida, como signos de las vivencias del espíritu.

Posteriormente, Heidegger (1889 -1976), en Ser y tiempo (2000), comprendió el


estatuto de las concepciones de Dilthey, en el sentido que no consideró a la
hermenéutica o el “comprender” como un instrumento a disposición del hombre,
donde se asume la propia autocomprensión que aparece por medio del lenguaje en
términos ontológicos; es decir, que la hermenéutica no resulta ser una forma
particular del conocimiento sino lo que hace posible cualquier forma de
conocimiento. Esta transición la explica Ferraris (2000) cuando expone el paso de
la hermenéutica a la epistemología. Se da, por tanto, en la hermenéutica continental
un giro al buscar desplazar la epistemología por la hermenéutica, y lo deja ver en el
desplazamiento que hace del estatuto metafísico al ontológico de la comprensión:
el hombre, en cuanto abierto al ser, es el intérprete privilegiado del ser.
Posteriormente, por cuenta de Heidegger (2000), surge el “círculo hermenéutico”
que concibe la comprensión como una estructura de anticipación que muestra el
carácter de lo previo o de la pre-comprensión, donde toda interpretación debe pasar
por el acto de comprender.

Todo deriva en Gadamer (1900-2002), pues es el pensador alemán que, sin duda,
conjuga todas estas perspectivas filosóficas de la hermenéutica y las conduce a un
estatuto epistemológico que marcaría la segunda mitad del siglo XX. Al tomar en
principio la descripción de Heidegger del círculo hermenéutico, sin asumirlo como
precepto para la práctica del comprender, señala que en la interpretación de un
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texto se está actualizando un proyecto, replanteable continuamente con base en lo
que resulte de indagaciones posteriores en el texto. En Verdad y Método (1999),
Gadamer da un giro ontológico en la identificación del ser con el lenguaje: “El ser
que puede llegar a ser comprendido es el lenguaje” (1999, p. 568), y allana el camino
de Ricœur quien va más allá y quiere descubrir un yo que no debe reducirse solo a
sujeto de conocimiento, sino que está abierto a muchas otras experiencias.

En continuo diálogo con el estructuralismo, la lingüística y la semiótica, Ricœur


articula distintas estrategias hermenéuticas, incluyendo ideas de Marx, Nietzsche y
Freud que hablaban, cada uno en su ámbito, del carácter escondido y disfrazado
del sentido de las cosas. Al fusionar estas perspectivas de interpretación de la
cultura, Ricœur destaca una recuperación, una reapropiación del sujeto como
resultado del desvelamiento de las ilusiones de la conciencia desplegadas en el
texto y ampliamente desarrolladas en su obra De l'interprétation: essai sur Freud
(1965).

En este sentido no existe, según Ricœur, un único método de interpretación de los


signos lingüísticos, cuya temática ha reunido en su obra Le conflit des
interprétations. Essais d´hermenéutique (1969). Para él, es posible entender la
interpretación como manifestación de la sospecha, o bien como restauración plena
del sentido. Junto a la hermenéutica de la sospecha, en la que se desvelan
significados ocultos, debe realizarse una hermenéutica de la escucha que sea capaz
de captar plenamente el sentido, y es este un punto álgido en su trabajo, ya que es
la escucha, la recepción, la actitud del lector, la que puede completar el sentido que
no está dado solo por el texto y se abre para la filosofía el mundo del lector, como
se verá desarrollado especialmente en el segundo capítulo de Temps et recit III. Le
temps raconté (1985). La primera tarea del intérprete, entonces, va en la dirección

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de una arqueología del sujeto, que busca la identificación de las ilusiones de la
conciencia más allá de los intereses o motivaciones escondidas en el texto.

Sin embargo, esta hermenéutica de la sospecha, o más bien de la escucha como


se intenta mantener en el discurso aquí expuesto, debe complementarse con la
fenomenología de lo sagrado o con la fenomenología del espíritu, pues una filosofía
reflexiva debe buscar la complementariedad de interpretaciones antitéticas, e incluir
los resultados de los distintos métodos que buscan descifrar e interpretar los signos
y símbolos. En su itinerario hermenéutico, Ricœur (1995) no se queda con la
interpretación del signo y del símbolo sino que busca una mayor precisión y sentido
en el acto de interpretar como acto de leer. Y dicha concreción de la lectura está
soportada por la reflexión sobre el texto, que igual que los signos y símbolos, “da
qué pensar”. Este pensar sobre el texto es el que Ricœur desarrolla como ningún
otro autor contemporáneo es, además, quien descubre el mundo del texto con todas
sus implicaciones, incluido de paso el mundo del lector (1950) y su trascendencia
en la configuración de una identidad narrativa.

Según Ricœur, un texto, como escritura, es aquello que espera y reclama una
lectura, pero no cualquier lectura: “La lectura es posible porque el texto no está
cerrado en sí mismo, sino abierto a otra cosa; leer es, en toda hipótesis, encadenar
un discurso nuevo al discurso del texto. Este encadenamiento de un discurso con
un discurso denuncia, en la constitución misma del texto, una capacidad original de
reanudación, que es su carácter abierto. La interpretación es el cumplimiento
concreto de este encadenamiento y de esta reanudación” (1986, p. 170).

Así, los caminos de la interpretación permiten llegar al grado de apropiación, puesto


que “la interpretación de un texto se acaba en la interpretación de sí de un sujeto
20
que desde entonces se comprende mejor, se comprende de otra manera o, incluso,
comienza a comprenderse” (Ricœur, 1986, p. 170), y llega al lector como
constitución de sí mismo y del sentido en un mismo acto; y es aquí donde se salva
la distancia cultural en la fusión de la interpretación del texto con la de uno mismo,
por lo que la dimensión semiológica del texto alcanza una dimensión semántica
donde ya no solo tiene sentido el texto, sino un significado.

La pregunta clave a la que llega Ricœur, y que se convierte en la pregunta rectora


de la propuesta investigativa es, según el mismo filósofo: ¿Qué significa interpretar
un texto? Para ello seguiremos la misma ruta que emprende Ricœur en
Interpretation theory: discourse and the surplus of meaning (1976): estudiar las
características del lenguaje como discurso y su diferencia como acto de habla frente
a los actos de escritura, puesto que también son discursos que no pasan por la
retórica del acontecimiento de lo dicho, sino de lo escrito. Cuando se dice un
discurso algo sucede, incluso fuera del discurso, superado así el puro análisis
estructuralista, que no sale de los límites del discurso. Y esto porque el discurso es
un acontecimiento: se realiza temporalmente en el presente, se remite a un locutor
o sujeto, es siempre sobre alguna cosa y significa algo. Es, por tanto,
acontecimiento y significación. La pregunta por el significado de un acto como el de
leer se inserta en la consideración de la lectura como un fenómeno de la
hermenéutica, y a la manera de Frege (1971) se trata de hallar el sentido y la
referencia. La lectura es el acto primero, no el más inocente ni el más sencillo, pero
sí el primer acercamiento a la comprensión de un texto.

Para responder a la pregunta por el significado, lo que se busca es mostrar que la


teoría sobre la lectura en Ricœur, entendida como el despliegue del mundo del
texto, puede ser una clave hermenéutica de la comprensión del mundo del lector y
de la adecuación de su existencia conforme a la obra escrita. El texto, cuya
21
definición ricœuriana ha tenido bastante acogida en el mundo filosófico y literario,
ha de ser una flecha que señale un mundo que está más allá de él y sale al
encuentro del mundo del lector, termina por desplegar otro mundo enmarcado por
la apropiación.

Además de dicho cometido es necesario adoptar una postura metodológica que


permita “leer a Ricœur desde Ricœur” (Silva, 2000), y confrontar sus teorías a partir
de una lectura trasversal de los textos que conforman su teoría hermenéutica. El
estudio posibilita un análisis documental en tanto que se trata de una construcción
teórica de orden literario conducido al ámbito filosófico. El trabajo de análisis, crítica
e interpretación de textos se convierte en una aplicación de las perspectivas
fenomenológica, retórica y ética a partir de los planteamientos de Ricœur. El
aspecto fenomenológico viene dado por la consideración de la lectura como un acto,
como un hecho que da qué pensar. La cuestión retórica está justificada por el mundo
del texto que se ve configurada como discurso, registro, huella de los actos de habla
y es allí donde intervienen siempre formas retóricas de lo discursivo. La ética está
desarrollada a partir del mundo del lector, donde la identidad del sujeto se ve
expuesta ante un texto que le increpa y le trasforma, un ser que se ve expuesto a
un mundo que le posibilita pensar y asumir otros mundos posibles.

El material documental con el que se cuenta en esta investigación estará


conformado principalmente por dos obras fundamentales de Ricœur en su teoría de
la lectura: Temps et récit III. Le temps raconté (1985) y Du texte à l'action. Essais
d'herméneutique II (1986), que permitirán llegar al centro del asunto como es la
lectura en ese tránsito del mundo del texto al mundo del lector. También se
referenciarán otros textos, como Interpretation theory: discourse and the surplus of
meaning (1976) o Sur la traduction (2004), lo que hará posible responder a
cuestiones trasversales que no pueden quedar por fuera, interrogantes tales como:
22
¿Qué es un texto y cómo se ve representado en las diversas formas de discurso,
como el filosófico, el literario y el científico? ¿Qué corrientes hermenéuticas han
fundamentado el proceso de la lectura? ¿Qué relación puede establecerse entre el
mundo del texto y el mundo del lector? ¿Qué significa leer y cómo se concreta dicho
significado en el acto mismo de leer?

b. Itinerario hermenéutico de Paul Ricœur

El presente apartado busca dar cuenta del proceso ricœuriano hacia una
concepción de la lectura como teoría dentro de su trasegar hermenéutico. Mostrar
el itinerario del autor a tratar no es un rodeo innecesario, puesto que el movimiento
a través del cual Ricœur llegó a una elaboración de una teoría de la lectura está en
el centro de su pensamiento y no aparece como un mero accidente. El estrecho
camino recorrido por Ricœur en la hermenéutica contemporánea le ha merecido un
importante lugar en todo tratado sobre esta disciplina. Sin Heidegger, sin Gadamer
y, por supuesto, sin Ricœur, sería imposible dar cuenta del camino que siguió la
filosofía, de la metafísica a la hermenéutica, poniendo la existencia como diálogo
entre ambas.

Las ciencias sociales y humanas a finales del siglo XX terminaron adheridas a la


cuestión hermenéutica y desde allí renacen frente al terreno ganado por las ciencias
denominadas de la explicación. Este camino no se hizo sin el pensamiento de
Edmund Husserl (1859-1938), quien sitúa la investigación en la búsqueda de “ir a
las cosas mismas”, y que convertirá la filosofía en fenomenología, y por la fuerza de
la misma lógica finalmente en hermenéutica.

23
George Reyes (1999) describe la primera de las hermenéuticas, la hermenéutica
romántica de Schleiermacher a Dilthey, como aquella en la que prima “el mundo
detrás del texto”. En un segundo momento Reyes menciona las hermenéuticas
filosóficas y literarias cuyo enfoque está en “el mundo dentro del texto” y, por último,
será considerada la hermenéutica antrópica por el énfasis que se pone en “el mundo
delante del texto”.

Ricœur es, si no el precursor, quien más ha dado importancia a la hermenéutica


que privilegia el lugar del lector como un estar “delante” del texto, insertando la
preocupación por el lector dentro de la noción hermenéutica del texto. De ahí que
se puede situar el trabajo de Ricœur partiendo del mundo del texto (hermenéutica
literaria) hacia el mundo del lector (hermenéutica antrópica). Es imposible, por tanto,
hablar de Ricœur sin ubicar su pensamiento filosófico y cómo llega a una
perspectiva hermenéutica que se convierte en una teoría sobre el texto y sobre la
lectura, bajo las siguientes preguntas: ¿Cómo ha llegado Ricœur a su concepción
de texto?, y ¿cómo dicho concepto ha conducido a un nuevo paradigma sobre la
lectura en la disciplina hermenéutica de finales del siglo XX y principios del XXI?

En esta etapa de los años 60 a los 90 del siglo XX, denominada por Marcelino Agis
(2006, p. 27) como etapa “hermenéutica”, distingue varios momentos que no
necesariamente obedecen a un camino cronológico sino a los intereses y
preocupaciones propias de un pensador que reflexiona sobre el contexto en el que
desarrolla su obra. Dentro del ámbito hermenéutico se puede apreciar El mundo del
texto, como un pico alto de su producción a través de la obra Du texte à l'action.
Essais d'herméneutique II (1986), y en el que se instaura un elemento nombrado
por él como “la cosa del texto”, en la que se enfoca “la tarea hermenéutica de
reconstruir este doble trabajo del texto la dinámica interna a nivel lingüístico y la
proyección de este en el sujeto (1986, p. 32). Aunque es amplia la dedicación que
hace Ricœur a la hermenéutica textual, el presente trabajo está centrado en el
“texto y autocomprensión del sujeto, que descubre a través del proceso de lectura
24
un nuevo proyecto de ser-en-el-mundo” (Agis, 2006, p. 38), abriendo paso a una
última cuestión planteada en su itinerario filosófico y es la filosofía práctica o etapa
ético política. El objetivo, por tanto, es llegar a desarrollar una hermenéutica que
practica Ricœur “en la que el sentido del texto es una conquista del intérprete, quien
se comprende comprendiendo” (Agis, 2006, p. 38), y de esta manera abre la
posibilidad de una teoría de la lectura donde el mundo del lector sea quizá el
principio de la dinámica completa a la que conlleva la lectura como acto y como
lucha.

Bajo el influjo radical de una epistemología de corte positivista Ricœur sale al paso
con su teoría sobre el texto, que empieza siempre por una aclaración de lo que
corresponde al discurso y como discurso. Toda interpretación pasa por la dialéctica
del comprender/explicar, a la cual el autor francés le busca una salida: “Me pareció
que una teoría del discurso, definido como el acto por el cual uno dice algo sobre
algún tema a alguien, podía servir de bisagra entre comprensión y explicación”
(1991, p. 19). A ello se dedica en la primera parte de Du texte à l'action. Essais
d'herméneutique II (1986) e Interpretation theory: discourse and the surplus of
meaning (1976). En el primer escrito trata de la teoría del texto, de la acción y de la
historia, y en el segundo se refiere a la cuestión del discurso cuando establece una
diferencia y distancia entre los actos de habla y el acto de escribir que condicionan
la interpretación, puesto que uno es dicho en un contexto con referentes concretos
y el otro está fijado a través de unos símbolos que lo hacen perenne y están a la
espera de quien los lea y se acerque en búsqueda de una comprensión que rebasa
los límites del mismo texto.

Al mismos tiempo del texto La métaphore vive (Ricœur, 1975), aparece la


publicación de Temps et recit, un trabajo monumental denominado por el mismo
autor como “triple mímesis”, donde desarrolla los tres estadios por los que pasa el
signo: prefiguración, configuración y refiguración. En Temps et récit II. La
25
configuration dans le récit de fiction (1984), presenta la idea según la cual un texto
literario, o en cualquier caso un texto narrativo, proyecta un mundo como lugar de
acogida en el que el lector puede habitar su propio mundo abierto y redescubierto
por el texto y que “sin ser un mundo real, este objeto intencional, al que el texto
apunta como su fuera-de-texto, constituye una primera mediación, en la medida en
que lo que un lector puede apropiarse de él, no es la intención perdida del autor tras
el texto, sino el mundo del texto ante el texto” (Ricœur, 1991, p. 23).

Así, Ricœur, encuentra el eslabón que faltaba en La métaphore vive, en el capítulo


de la referencia metafísica, cuando se preguntaba por ¿quién es el que refiere en el
texto?, y la respuesta la da el tercer estadio de la refiguración del campo practicada
por el relato y constituido por el acto de la lectura que solo puede realizar el lector,

[…] es el personaje real el que pone en intersección el mundo


(posible) del texto con el mundo (real) del lector. Yo propongo -dice
Ricœur- al final de mi itinerario una teoría de la lectura en la que se
confronten dos estrategias: la del autor, bajo la máscara del
narrador, y la del lector. La primera es una estrategia de persuasión
ejercida desde el narrador al lector, a favor de la wilful suspension
of disbelief (Coleridge) que caracteriza la entrada en lectura. La
segunda es una estrategia de juego, incluso de combate, de
sospecha y de rechazo, que permite al lector practicar la distancia
en la apropiación (1991, p. 24).

En la etapa práctica, en su último escalón, es fundamental el trabajo de Ricœur en


torno a lo que él mismo denominó como “la pequeña ética” y de la cual es importante
destacar el valor que tiene la trama en la configuración de una identidad narrativa,
de la vida ética del hombre que lee y refigura su existencia a partir de los textos. En
Soi même comme un autre (1990) se da precisamente este punto de quiebre de la
26
hermenéutica hacia una filosofía práctica que desemboca en el mundo del lector
que despliega delante de sí un mundo que solo viene a ser redescubierto por los
textos. Esta filosofía ético política no queda desligada de la anterior y abre nuevos
horizontes hacia consideraciones mucho más contemporáneas como el
pensamiento ético político de finales del siglo XX y que dará continuidad hasta su
muerte en mayo de 2005. Por tanto, “la lectura nos introduce en las variaciones
imaginativas del ego y nos recuerda que somos seres caracterizados por una
apertura al mundo y al otro, también al mundo del texto. Incorporando el sentido de
los textos a nuestra comprensión, el hombre amplía la visión de sí mismo. Un texto
nos invita a interpretar una propuesta de mundo que puede ser habitado por
nosotros mismos” (Agis, 2006, p. 38).

c. Los capítulos y la bibliografía

El primer apartado de la Tesis responde a la cuestión de la relación entre


hermenéutica y cultura. Es a través de la cultura como accedemos al mundo en el
que nos desenvolvemos. El desarrollo de dicha relación tiene como objetivo
descubrir el universo en el que se mueven los textos, la huella, el registro. Todo lo
concerniente al modo de vida que hemos incorporado en nuestras vidas obedece a
la cultura en la cual hemos aprendido a desenvolvernos. Esta hermenéutica de la
cultura da una mirada crítica a las diferentes concepciones que se han elaborado
del término y cómo es ella la que envuelve y determina nuestro ethos. Pero la cultura
no se asimila sin varios elementos: el tiempo, la historia, lo antiguo, lo nuevo, lo
moderno, lo contemporáneo, son parte de un movimiento que responde a la
cuestión del sentido y condiciona la manera en que el hombre llega a ser hombre
verdaderamente. Sin lo griego, sin lo judío, sin lo cristiano, sin la ciencia, sin el
Renacimiento, sin la conquista, sin la Colonia, no seríamos lo que somos. Somos
algo así como La marca de España (1998), dirá Enrique Serrano, para representar
nuestros pueblos que han sido marcados y condicionados por otras culturas; la
27
lengua, el rito, el símbolo, toda la arquitectura y urdimbre que sostiene un pueblo le
viene dado por esto que llamamos mundo, por otras culturas que se han hecho un
lugar en el escenario de la historia.

La identidad, en definitiva, es lo que se juega cuando se habla de cultura; por tanto,


el capítulo pasa rápidamente del rodeo etimológico a la lógica de una acogida de la
cultura. La contemporaneidad, sobre todo, tomó conciencia de la historicidad, del
tiempo, de lo que había que retomar y lo que había que olvidar. De ahí que se vuelva
a Nietzsche, como uno de los grandes críticos de los fundamentos del ethos de
occidente; en él se ve reflejada la búsqueda de un sentido, de una correcta
interpretación del ser en su sentido más lato. Es en la contemporaneidad donde se
empiezan a socavar las razones que servían como base de una cultura occidental
que había perdido la continuidad con su pasado. Nietzsche se dio cuenta pero no
fue el único, otros avizoraban una decadencia (Spengler, 1998) por el panorama
político y el horizonte oscuro que aparecía ante la caída de los grandes
metarrelatos; sin embargo, la cultura es tanto la esperanza como el desánimo, la
promesa y lo oculto.

Todo hace parte de un movimiento que hay que atreverse a descubrir. Fue el logos
y fue el mito, o la logomítica (Duch, 2002) la que perseveró y dio continuidad a
nuestra historia, a nuestra cultura. Esta doble tradición nos ha marcado y
determinado profundamente nuestro ser trascendental y nuestra relación con el
lenguaje, es lo que ha trascendido en lo que somos. Si hemos perseverado en
aquello que somos ha sido en estas dos marcas: la filosofía, por una parte, da
cuenta de ello y lo testimonia en el mundo griego que nos trazó una manera de ser
occidentales y, por otra parte, en el cristianismo que recogió la posibilidad de pensar
lo sagrado, lo siempre otro desde nuestras búsquedas antropológicas.

28
Así, el primer capítulo prepara el terreno ya que es en nuestros textos, en nuestros
registros donde se ve reflejado todo ello y si es posible interpretar, si es posible
comprender es porque nuestra cultura ha dejado un legado, ha puesto todo en el
papel, en la pieza musical, en el cuadro, en el monumento, en la catedral. La historia
de la cultura es la historia de sus vestigios, de sus huellas que permiten siempre
perseguir algo, quizá la identidad, quizá el futuro, pero siempre en búsqueda de la
esencia, de lo añorado, de lo que no se ve. Es esto que llamamos mundo, lo que se
nos escapa y a la vez queremos recuperar. Por eso decimos “el mundo” griego, el
mundo occidental, el mundo judío, etc., al fin de cuentas un mundo por recuperar,
al que hay que retornar.

El capítulo segundo da el salto a esta posibilidad de interpretar dicho mundo. Si


existe algo que merezca el esfuerzo por ser comprendido es aquello que posibilita
el descubrimiento de aquello que configura nuestra identidad. Este paso se da a
través del pensamiento de Ricœur y es el centro de la tesis, es allí donde se
responde a la cuestión de una interpretación mediada por la lectura, por este
esfuerzo siempre incompleto, no del todo inocente ni del todo seguro como lo es la
lectura. Es el acto de leer el que dinamiza la interpretación, pero no cualquier
lectura. Se trata aquí de la lectura de textos; por tanto, se definen unas categorías
que están en la hermenéutica misma y a las cuales Ricœur ha dado un giro que se
convierte en el gran aporte del autor francés al quehacer hermenéutico hoy día.

Las nociones de texto, mundo, discurso, interpretación, apropiación, sentido,


referencia son reelaboradas por Ricœur sin desconocer la tradición. Cada uno de
estos elementos recoge lo que, desde el punto de vista lingüístico y filosófico, se ha
trabajado en términos de la interpretación. El texto, por ejemplo, ha sido motivo
desde muchas reflexiones, sin embargo Ricœur lleva todas estas categorías al
29
ámbito filosófico, las piensa como categorías filosóficas y permite llegar a ser
comprendidas desde una filosofía reflexiva que conjuga con el método dialéctico de
ir y venir sobre un mismo concepto hasta depurarlo y mostrarlo en detalle. Del texto,
por ejemplo, deriva la lengua, la lengua en habla, el habla en discurso y el discurso
en sus múltiples formas, hasta llegar al estrato más simple (o menos complejo) del
ejercicio del decir.

Las definiciones aportadas por Ricœur solo buscan esclarecer, a la manera


cartesiana, el más pequeño de los reductos del lenguaje: desde la palabra hasta la
oración, desde el párrafo hasta el libro, se puede llegar a comprender a través de
este método.

En Ricœur, por tanto, el estudio sobre la lectura encuentra su punto culmen. El


método seguido no es fácil, porque se trata de “comprender a Ricœur desde
Ricœur” (Silva, 2000), una expresión prestada pero bastante cierta a la hora de
abordar un filósofo de una producción tan densa. De su obra se quiere tomar lo que
lleva a la lectura y posibilita mayores luces sobre el acto de leer. Quizá esta postura
sea la más adecuada y la más compleja, puesto que Ricœur tiene su propia
gramática, su propia manera de convertir en un asunto de “contenido” lo que la
mayoría de los autores han considerado algo de “forma”.

Lo más inocente y primigenio sobre la lectura es lo que Ricœur ha conducido al


ámbito reflexivo y ha hecho de ello filosofía. El acto de leer es solo una parte de la
hermenéutica, quizá la primera. Todo empieza por allí, por el esfuerzo primero de
decodificación de una expresión de un discurso. Interpretar, por tanto, se asume
aquí de manera concreta y aplicada a los textos. Por supuesto que el interpretar se
ha extendido, hay muchas cosas qué interpretar: el símbolo (no sólo el lingüístico),
30
el fenómeno, el sueño, la huella fósil; todo aquello que hace parte de la memoria
histórica y cultural de un pueblo. Todas estas cuestiones por interpretar no entran
en el presente trabajo, solo se trata del texto, aunque no sea la única cuestión a la
que Ricœur dedica su hermenéutica ni el único que considera el texto como la
fuente principal de la hermenéutica, si lo insertamos en la tradición gadameriana. El
mérito está en desconfiar de un supuesto, el más inocente de los actos, el más difícil
cada vez que se trata de comprender solo y exclusivamente lo escrito. Es una
opción, no es un descarte; sin embargo, es a lo que Ricœur le dedicó mucho
esfuerzo después de trasegar en el ámbito hermenéutico. La otra cuestión es su
comprensión y las implicaciones que ello tiene en el esfuerzo académico, en el
esfuerzo investigativo que queda siempre abierto, siempre por concretar pero que
el tercer capítulo busca abordar.

Este tercer capítulo tiene como clave la “aplicación”, y quiere ser un aporte al
capítulo de conclusiones. La tesis misma ya es una conclusión, es un trabajo
conclusivo de un esfuerzo académico cuyos frutos se ven reflejados en estos tres
apartados que configuran el tercer capítulo. Este concepto de “aplicación” está en
Gadamer (Verdad y Método, 1999), desde una perspectiva filosófica, y Ricœur lo
retoma y lo transforma en “apropiación”. Se trata, pues, de llevar al plano concreto
la reflexión propuesta en el primer y segundo capítulo. Los tres textos allí expuestos
dan cuenta de elementos de la tradición cultural en la que nos desenvolvemos los
occidentales y que su uso ha convertido en supuesto la tarea de interpretar.

Primero, el texto bíblico. Ricœur dedicó una buena parte de su obra al diálogo entre
filosofía y exégesis bíblica. Como creyente y como pensador de los elementos de la
cultura, el texto bíblico le inquietó mucho y fue esta la fuente de múltiples encuentros
académicos. Es sobre el texto bíblico que hace un primer acercamiento, sobre el
lenguaje religioso y sus implicaciones en una hermenéutica de lo sagrado.
31
Interpretar el texto bíblico sigue siendo un reto multidisciplinar, y a Ricœur tal
cometido no le era ajeno pero sobre todo por lo que la Biblia significa para occidente.
Aunque el texto no trata de la relación sobre Biblia y cultura, si es una reflexión
sobre la posibilidad de comprender el lenguaje religioso, puesto que está en nuestra
tradición y hace parte de nuestras expresiones límite. Aunque es solo un esbozo,
se convierte en aplicación, porque la perspectiva del sentido, de la referencia y de
la apropiación se busca en los textos que han servido de ejemplo.

La segunda parte del tercer capítulo está centrada en el psicoanálisis. Para Ricœur,
el psicoanálisis propuesto por Freud no fue una terapia sino una interpretación de
la cultura. En la misma dinámica del texto anterior, no se trata de un análisis
exhaustivo de una obra sino la búsqueda de unos elementos que permitieran la
comprensión del hoy de la cultura en el trato con sus textos. Aunque lo anterior
seguramente ya podría ser el tema para una nueva Tesis, sin embargo lo que aquí
se busca es mostrar cómo en el ensayo se pueden dar las condiciones de
interpretación propuestas por Ricœur en el segundo capítulo. Se trata de mirar en
la dirección que Freud miró y acercarse a ella lo mejor posible. Si interpretar pasa
por el acto de realizar conjeturas, se espera que esta conjetura sea mejor que
muchas de las que se han hecho sobre Freud a través del lente de Ricœur.

Fiel a su filosofía, el pensador francés quiso mirar siempre en la dirección que le


ponían a mirar los autores que frecuentaba, y puede ser esta una razón de su
diversa y multidisciplinar mirada de los problemas filosóficos. Podrán estar o no de
acuerdo muchos psicoanalistas con esta postura, como controversias hubo con el
mismo Ricœur, sin embargo esta aproximación termina con una aplicación que
refresca y da sentido al psicoanálisis desde el punto de vista filosófico.

32
La última parte del tercer capítulo es una aventura bien justificada desde el ámbito
literario. La obra El olvido que seremos (2006), de Héctor Abad Faciolince, sirve
como referente para buscar el sentido del texto en algo bastante nuestro, muy
propio, muy de contexto, pero al fin y al cabo un texto que permite leer
filosóficamente una narración. No para declarar veracidad, no para un análisis
meramente literario, sino para hacer emerger de la obra lo que de universal tiene.
Este arriesgado apartado pretende mirar en la misma dirección que Ricœur miró las
obras literarias, no porque una obra como la de Abad Faciolince tenga en sí mismo
una conexión con la obra de Ricœur, sino porque al ser fruto de una cultura, de un
momento puntual de un pueblo, por ser una manera de contar una época, se
convierte para nosotros en un elemento que posibilita seguir volviendo sobre la
cultura y haciendo “memoria” de lo que somos. Es la paradoja hecha relato, es la
contradicción a la que nos somete la historia, es el desparpajo de quien se burla de
nuestra capacidad de olvidar. Quizá por gusto o por mera casualidad, se trata del
mismo esfuerzo por hacer conjeturas como una manera de interpretar los textos que
nombran la realidad.

Así, el primer apartado busca el sentido del nombrar a Dios, el segundo del nombrar
un ethos y el tercero la manera de acercarse a una historia particular, a un relato
concreto que involucra una cultura, que da cuenta de un todo, de la forma como
hemos aprendido a relacionarnos con Dios, con nosotros mismos y con los otros.
Una muestra de la manera cómo podemos aprender a interpretar y que nuestro yo
se pasee por mundos que existieron, que quizá llevamos en las entrañas o que nos
invitan a ser de otro modo que el sí mismo no podría hacer sin el acto de leer.

En las conclusiones, como en todo trabajo investigativo, quedan unos interrogantes


y unas tareas por realizar en torno a la teoría de la lectura desarrollada a lo largo
del trabajo. Ampliar la cuestión de la identidad narrativa, releer a Aristóteles y
Agustín desde el lente ricœuriano son algunos de los temas pendientes que deja
33
esta búsqueda. También es importante destacar que más allá de concluir algo se
trata más bien de abrir horizontes y poner bases para nuevas comprensiones de la
obra de uno de los pensadores franceses con mayor influencia en el siglo XX.

Por último, la bibliografía es el recurso más importante y el más difícil de tratar. La


utilidad de las obras en la lengua original permitió no solo precisar algunos
problemas de traducción en los textos en español, sino seguir y permanecer en la
tensión de la fidelidad con la comprensión. El material es de fácil acceso ya que en
el ámbito local se hacen grandes esfuerzos por adquirir las obras de Ricœur en
francés para las investigaciones de corte documental que atraviesan no solo el
ámbito filosófico sino que penetran trabajos ligados a la pedagogía, la investigación,
la literatura, etc. Aunque no existe un canon o una edición crítica de los textos hasta
el momento debido a que es una obra contemporánea, se intentó seguir las mismas
indicaciones de Ricœur sobre la traducción como esfuerzo hermenéutico y no tanto
como oficio a la espera de que se continúe con el aporte del Fonds Ricœur en París,
donde se busca hacer llegar al público general parte de la correspondencia, trabajos
en eventos y demás fuentes que corresponden a la última etapa de Ricœur y que
están siendo catalogados para quienes quieran hacer un trabajo más exegético.
Este es solo un esfuerzo hermenéutico en el que el idioma y mucho más el autor
sobrepasa cualquier intento por esquematizar o agotar su pensamiento.

34
1. INTERPRETACIÓN Y CULTURA

La relación entre interpretación y cultura es una de las más comunes cuando de


filosofía se trata, ya que la primera alude a la búsqueda de un sentido y la segunda
es casi todo lo que se puede decir del hombre; el resto lo dirá la naturaleza. Esta
cuestión está expresada en toda definición de cultura, cuando se extiende el vínculo
hacia las manifestaciones culturales, hacia el mundo en el que el hombre se
desenvuelve. Los mismos elementos que nombran la naturaleza y dan cuenta de
ella hacen parte de la cultura, como son los mitos que han dado origen a la fe de
innumerables pueblos. Así, la triple relación: mito, interpretación y cultura alude al
camino recorrido por el hombre en la comprensión de los signos (Duch, 2002),
convertidos asimismo en una logomítica que da sentido al quehacer mismo del
hombre, como ser de lenguaje y por tanto simbólico.

Cultura es pues, todo aquello que representa un vínculo, una conexión, un salto del
hombre en su quehacer con respecto a la naturaleza hacia un sobreponerse a ella
a través de instrumentos y de símbolos. La cultura es el mundo del hombre, su
hábitat, el ambiente que le permite ser parte de la naturaleza y a la vez la posibilidad
de transformarla (Duch, 2002).

El concepto de cultura, la historia de la cultura y las muchas concepciones de cultura


están reflejadas en las múltiples perspectivas que encierra este concepto, dadas en
la famosa obra de Kluckhohn y Kroeber (1978), que además recoge las definiciones
de cultura que se tenían hasta mediados del siglo XX. Mucha es la tinta que ha
corrido sobre los diferentes conceptos a partir de las definiciones simbólicas y
estructuralistas, sociológicas y filosóficas. La perspectiva que interesa mostrar aquí
35
es la que relaciona una concepción filosófica de la cultura, como la que presenta
George Simmel, quien entiende la cultura como “la cultivación de los individuos a
través de la injerencia de formas externas que han sido objetificadas en el trascurso
de la historia” (1971, p. 6). En esta misma línea Miguel Reale propone que “la
palabra cultura vincula con cada persona indicando el acervo de conocimientos y
de convicciones que son consustanciales con sus experiencias y condicionan sus
actitudes, o, de una manera más amplia, su comportamiento en tanto que ser
situado en la sociedad y en el mundo” (2006, p. 37).

El estructuralismo es una concepción cultural que va más allá de la filosofía. Esta


escuela de corte francés tiene una gran incidencia en Ricœur y se conecta con el
concepto de cultura ya expuesto en Lluis Duch, donde el símbolo no solo da qué
pensar sino que “son para las culturas, las religiones y los restantes sistemas
sociales tan imprescindibles como lo es el oxígeno para la vida biológica de los
seres vivos” (2004, p. 26).

En el caso de la cultura griega, a la que continuamente se hace referencia desde el


punto de vista del logos, “el símbolo, a partir del valor sagrado y vinculante que se
otorgaba a los pactos, ponía de manifiesto unos vínculos de amistad no evidentes
ni efectivos a primera vista, pero que, en el fondo, ya habían sido pactados entre el
que aún no había sido reconocido como amigo y su anfitrión” (2004, p. 27). De ahí
que Duch, citando a Ricœur, ve la función cósmica de los símbolos y lo considera
uno de los pensadores que integran elementos irreconciliables en la cultura como,
por ejemplo, las epifanías de los universos religiosos: “Cuerpo y psique son los dos
polos de la misma expresividad; me expreso expresando el mundo; explorando mi
propia sacralidad descifrando la del mundo” (2004, p. 29). Esto, en un sentido
común de los pueblos, y no en relación con el esfuerzo de un hombre por acumular

36
conocimientos, lo que se conoce como “erudición”, y en parte “cultivo” o “culto”, pero
de sí.

En Ricœur la acepción de cultura está ligada al estructuralismo francés de Saussure


(1857-1913), quien ve en la lengua un sistema de signos que la configuran y cuya
versión antropológica está en Levi-Strauss al ver que dicho sistema es producido
por la actividad simbólica de la mente humana. En El pensamiento salvaje, de Levi-
Strauss (1964), el antropólogo francés concibe la cultura como un mensaje que
puede ser decodificado tanto en sus contenidos, como en sus reglas. Y la palabra
mensaje, o sea mediación, se convierte en la concepción del grupo social que la
crea y verbaliza la estructura de relaciones internas y externas. De ahí que el texto,
como huella y registro de la cultura, se convierte en la mediación posible para
comprender y explicar la cultura. En este sentido la visión de Ricœur al integrar la
historia al sustrato mismo de la cultura tiene mucho que ver con el estructuralismo,
puesto que al no pertenecer a un grupo o a un individuo en particular, la cultura es
el mensaje que aparece en la lengua, en el discurso, en el registro que cada pueblo
deja en sus textos.

En el ámbito local, algunos autores han realizado una recopilación conceptual del
concepto de cultura y sus múltiples acepciones (Uribe, 2008), con mayor o menos
precisión pero con el deseo de orientar lo que significa la cultura y sus múltiples
dimensiones. Por ejemplo, el trabajo de Eudoro Rodríguez (1981), trata sobre la
fundamentación de una filosofía de la cultura en perspectiva latinoamericana, con
la tesis de que la cultura pertenece al hombre y a través de esta se distancia del
mundo animal. Es el legado histórico, la memoria que da plenitud al hombre pero a
su vez lo que mayor complejidad arroja en términos de interpretación. Es este
sistema simbólico el que ha dado al hombre la posibilidad de adaptación y

37
ampliación de su ser en el mundo, de su adaptación al medio ambiente (1981, p.
210).

Además de aportar sobre las dimensiones de la cultura y sus múltiples niveles,


Rodríguez asume la noción de universalidad como una vía que permite al hombre
encontrarse en el mundo con otros hombres; es así como la cultura asume entonces
la perspectiva de un modo de relación entre los hombres como seres históricos. La
cultura abarca todo el universo material del hombre en función de su historicidad y
esta postura es la que permite pensar en una cultura ampliada, más allá de un grupo
restringido o una comunidad específica. Aunque lo es, se entiende cultura como
aquella generalidad que se objetiva en el universo material y temporal que ha dejado
un legado, que ha marcado un tiempo propio y un ethos particular. La lectura, en
términos de la historia, es la posibilidad de regresar al momento fundante de la
cultura. El cristianismo no sería lo que es hoy sin la Biblia, el Islam igual. El
castellano no sería igual sin el Quijote, sin Cervantes, sin García Márquez, sin
Macondo.

El ethos, como la instancia cultural por excelencia, ha conducido a múltiples


maneras de vincular lo cultural como la meta desde la cual transita la naturaleza en
su paso por el lenguaje, por la técnica, por los instrumentos. La cultura crea mundos,
es el vivir propio del hombre donde se dinamiza la propia existencia y el terreno fértil
para construir su propio mundo. Así, mundo y cultura se identifican cuando hacemos
alusión, por ejemplo, al mundo griego, al mundo judío, al mundo judeo cristiano,
para tomar de allí los referentes más importantes y recrearlos. Se hizo siempre bajo
el referente del hombre y el ethos de determinado ámbito espacial y temporal. A
esto denominamos como cultura (mundo) para después recrear qué significa en
términos de los textos, de la huella material contenida en lo que Ricœur considera
“todo discurso fijado por la escritura” (1986, p. 154) y, que por supuesto, más
38
adelante se ampliará cuando se exponga la noción de texto en el pensador francés.
Así, el mundo está contenido en los textos, no porque sea la única manera de
concentrarlo, sino porque la “desmemoria” ha hecho que el hombre plasme el
mundo en el universo simbólico que es el lenguaje. Se verá pues, en Ricœur, que
el texto es un mundo que contiene otro mundo. Estamos ante el mundo de los textos,
pero más allá se busca comprender el mundo contenido en los textos, y esto es la
referencialidad, el gran aporte de Ricœur a la teoría de la lectura.

Es necesario, por tanto, echar un vistazo a la preocupación griega por la incipiente


idea de interpretación y posteriormente volver a Ricœur, que recoge la tradición
hermenéutica para convertirla en la posibilidad de una crítica a la cultura, sobre todo
a la occidental que bajo el sentido de progreso y a la vez de olvido desprecia en
cierta medida sus orígenes griegos y cristianos. De ahí que en Nietzsche, Freud,
Heidegger, Kierkegaard, Simone Weil, Calvino, Lluis Duch y muchos otros
pensadores que atravesaron la primera mitad del siglo XX, hubo una preocupación
fundamental por la lectura de lo clásico, por el retorno a las fuentes griegas, por la
recuperación del sustento literario de las manifestaciones culturales que marcaron
occidente. La mirada que hace Ricœur del pensamiento griego está centrada en el
planteamiento aristotélico de la relación mimesis-poiesis-kátharsis (Castillo Merlo,
2011, p. 34) y que bien trabaja en La métaphore vive (1975) y en Temps et récit III.
Le temps raconté (1985) cuando intenta explicar la relación entre mímesis y
construcción de la trama. Temas que el filósofo francés no va a abandonar ya que
hacen parte de su idea del sujeto que se comprende y se estructura en el relato a
partir de la refiguración y configuración de sí.

Con nostalgia, o celo, estos autores buscaron siempre retornar allí donde se iniciaba
el mundo filosófico y más allá del romanticismo, donde toda filosofía ha de volver.
Greciedad, dirá Kierkegaard (2007), logomítica lo nombrará Duch (2002), la fuente
39
griega, dirá Weil (2005), cuando pretendía llegar al centro mismo de todo el
pensamiento griego, o simplemente el mundo griego como se usará en diversos
circuitos académicos. Se puede, incluso, ampliar el término de greciedad hacia el
de helenidad, como lo entenderá Heidegeer, y desde el cual se enfocaba la pregunta
por la filosofía: “¿Qué es eso de filosofía?, si accedemos (einlassen) a una
conversación con el pensar de la helenidad” (Heidegger, 2013, en linea). Hasta el
punto de considerar la pregunta por la filosofía no solo como la posibilidad de un
diálogo con el mundo griego, “conversar con la helenidad”, sino que el mismo modo
de preguntar se considera que es griego: “Pero no sólo aquello que está en cuestión,
la filosofía, es griega según su procedencia, sino también el modo cómo
preguntamos; el modo en el que todavía hoy preguntamos, es griego” (Heidegger,
2013, en linea). Es, al fin y al cabo, el retorno a las fuentes mismas de la filosofía en
términos de lo que una cultura comprende de sí misma, en torno a lo que una cultura
puede llegar a perderse si no recupera sus principios fundantes. Esta cuestión no
quedará abierta, sino que a lo largo del trabajo se irá develando, o por lo menos ese
es uno de los propósitos fundamentales de este primer capítulo: ver cómo en los
griegos y la contemporaneidad esta preocupación por la interpretación ha dejado
una marca en occidente.

1.1. Teoría de la interpretación en Aristóteles

Bien vale la pena una tesis sobre Ricœur como lector de Aristóteles pero lo que se
pretende en el presente apartado es vincular el pensamiento del estagirita con
varios de los planteamientos que hace el autor contemporáneo al retornar a sus
textos, especialmente la Poética, Sobre la interpretación y la Física. Sobre esta línea
de trabajo es importante el aporte que realiza, de manera general, Mariana Castillo
(2011) cuando piensa en la influencia que recibe Ricœur en la estructura de la triple
mímesis pensada desde Temps et recit y La metaphora vive especialmente.
También Luz Gloria Cárdenas, en el contexto local se ha ocupado bien de ambos
40
autores, de manera separada y también buscando las influencia del primero en el
pensador francés y rastreando algunos de sus conceptos. La profesora Cárdenas
(2012) propone una mirada a la teoría del lugar propuesta por Aristóteles en su
Física y al libro II de la Retórica, igualmente cuando se propone un rastreo por la
noción de discurso y su incidencia en la configuración del género filosófico y la
retórica que hay detrás (2007, p. 168). De ahí la importancia que se le ha dado a
dicha trayectoria. Por tanto es importante retornar a los planteamientos sobre el
lenguaje que hace Aristóteles que servirán de elemento preparatorio a la noción de
discurso, lectura y escritura que se desarrolla más adelante.

Aristóteles comienza su libro Sobre la interpretación, afirmando que: “Así pues, lo


que hay en el sonido son símbolos de las afecciones que hay en el alma y la
escritura es símbolo de lo que hay en el sonido. Y, así como las letras no son las
mismas para todos, tampoco los sonidos son los mismos. Ahora bien aquello de lo
que estas cosas son signos, primordialmente, las afecciones del alma, son las
mismas para todos, y aquello de lo que estas son semejanzas, las cosas, también
son las mismas” (1988, pp. 35-36). Con el fin de no dar muchos rodeos sobre su
pensamiento es pertinente dar cuenta de dicho fragmento, que en sí mismo ofrece
muchas luces sobre los orígenes de las disciplinas que dieron cuenta de un tratado
del discurso tales como la gramática, la lógica y la retórica.

El estagirita empieza el texto estableciendo la diferencia entre la escritura como tá


graphomena, o sea lo escrito, mientras que trata las letras como grámmata, para
referirse a los signos en general. Una cosa son los signos que componen la escritura
y otra es la escritura misma como composición y articulación de las letras. Más
adelante esto tendrá sentido en tanto que son palabras las que conforman la frase
o la oración, y son estas las que configuran el discurso del cual se puede decir que
es lo que se puede interpretar.

41
Habla, además, del sonido (phóné) que corresponde a la percepción acústica de la
lengua (glóssa). Este sustantivo glóssa tiene dos acepciones: la primera es lengua
como órgano y la segunda, como se conoce modernamente, tiene la acepción de
idioma, término derivado probablemente de (glóch-ia) punta, emparentado con
glóches (granos de las espigas) procedentes del contexto vegetal. Es palabra que
significa básicamente la lengua de los hombres y animales en sentido fisiológico
(Homero 3, 332), como órgano del gusto y del habla, como facultad de hablar de los
hombres y de expresar para los animales. En sentido figurado glóssa puede
significar la facultad de hablar, sentencia, máxima, y también idioma, dialecto
(Homero, 19,175). Pero también puede denominar una exposición verbal oscura
que necesita ser aclarada, como lo plantea Aristóteles en la Poética cuando se
refiere a las especies de los nombres: “Todo nombre es usual, o palabra extraña, o
metáfora, o adorno, o inventado, o alargado o abreviado, o alterado” (1974, p. 203).

En cuanto al logos, traducido como discurso en Aristóteles, hay que ser cautos en
su delimitación, puesto que en la tradición griega del siglo V a.C. el término fue
usado indistintamente por todas las ciencias que iniciaban su desarrollo, tales como
gramática, lógica, retórica, psicología y metafísica, teología e incluso matemática.
Según Fries: “Cada ciencia la dotó de un sentido propio dentro de su ámbito, sentido
distinto en cada una, a veces, aun dentro de una misma ciencia, se pueden perfilar
en logos significados no idénticos” (1994, p. 251). De ahí que sea pertinente su
ampliación. Logos viene de la raíz leg, tomada del lenguaje popular, y puede
referirse a juntar, recolectar, narrar, y en otros casos significa palabra, discurso,
lengua, narración. Homero, por ejemplo, la usa en plural y no se diferencia, por lo
que a su sentido se refiere, a las palabras en general. Debido a los pocos o escasos
testimonios de la palabra logos en la antigüedad el término queda limitado a la
significación de discurso; por ejemplo en Jenofonte como el tema de un discurso
(Kranz y Diels, 1968, p. 127).
42
Después se da una revitalización del concepto en Heráclito en los fragmentos 106,
123 y especialmente el 112, al darle una visión ampliada del concepto logos, pues
se trata de una relación entre logos y naturaleza, quizá con atrevimiento, de una
hermenéutica del cosmos al señalar que se trata de un “obrar de acuerdo con la
naturaleza escuchándola” (Mondolfo, 1971, p. 44). Su contemporáneo, Parménides,
va un poco más allá al equiparar el discurso (logos) con el pensamiento (noema) en
el fragmento 8, 50 (Kranz y Diels, 1968, p. 491). Su mayor desarrollo y crítica se va
a dar en Platón que retoma esta tradición y le da el sentido al logos como especie
de oído interno o de pensamiento.

En el Sofista, por ejemplo, Platón recrea una función importante de la gramática


como ciencia de la descomposición de la frase, donde el logos cobra el significado
de discurso dotado de sentido, y frente a la controversia sofística deja bien claro
que quien quiera argumentar bien y sin lugar a ambigüedades debía servirse de
elementos gramaticales antes de dedicarse a la oratoria o a algún arte relacionado
con este (Platón, 1988, pp. 466, 262d). Insiste, además, que se debe hacer uso de
la frase como unidad de sustantivo y verbo donde confluyan el sentido de las
palabras que la forman y a esto lo denominó logos.

Pero en la ciencia de la gramática, fue Aristóteles quien sistematizó el uso de logos


de tres maneras: primero, lo vincula con juicio o criterio, al examinar previamente
las palabras antes de configurar frases y se percató de que solo en la medida que
las palabras integran la frase se convierten en proposiciones dotadas de sentido, y
es allí donde se asumen verdaderamente como categorías. Así, logos no es
únicamente la palabra en sí misma sino aquella que configura una unidad más
amplia, la frase. Ricœur va a decir oración al lugar donde se puede afirmar algo con
43
sentido (1976, pág. 7). En segundo lugar, para el estagirita no existe un logos solo
de una palabra, más bien es la frase la que proporciona a cada palabra su sentido,
y la delimitación del contenido del logos recibe la acepción de definición (1994, pp.
199, 1012a). En un tercer momento (junto a juicio y definición), Aristóteles da a la
palabra logos el significado de conclusión; es decir, la frase como unidad que
encierra una demostración. En otras palabras, en una secuencia de argumentos
(silogismo) una conclusión es un logos, siempre y cuando se afirme algo de eso que
se afirma, y por el hecho de ser así se sigue necesariamente algo distinto, y a esto
lo llama conclusión (1988, pp. 95, 24b18). Logos significa, finalmente, la
demostración misma, de manera que los elementos principales de una lógica -juicio,
definición, conclusión, prueba-, en Aristóteles y en los lógicos posteriores que
siguen su escuela, se pueden expresar a través del término logos.

Así, para oradores y filósofos, quienes se sirven del logos a través de los diversos
géneros, como la poesía, los discursos procesales o las disputas filosóficas, logos
es discurso coherente y también es diálogo. Así se impuso como estilo formal de
estos dos tipos de oradores que “en la medida en que por ejemplo en una
conferencia (logoi) habría que convencer al auditorio dubitante del orden (logos) del
mundo, se agudizó la comprensión de las propiedades características de los
distintos nexos verbales (logos) y de su fuerza probatoria (logos), de manera que el
orador que con un discurso (logos) bien articulado era capaz de convencer, lo era
también de cosechar éxitos” (Fries, 1994, p. 255).

Posteriormente, fue el cristianismo, por la identificación que se le dio en el prólogo


del evangelio de Juan al logos con Dios, cuyas tradiciones se remontan a un uso
popular y quizá a un uso sagrado del término en el mundo pagano, se convirtió en
objeto de múltiples estudios y debates que siempre se remontan al estudio del logos
en la Grecia antigua. La reflexión no va a ser menor en el cristianismo, puesto que
44
el prólogo de Juan está dedicado, de manera precisa, a una forma muy particular
de ver a Dios como La Palabra, y menciona tres elementos significativos: el logos
estaba junto a Dios, el logos era Dios y ese logos se ha hecho carne. De ahí la
transcendencia que el cristianismo le dio al logos bajo sus distintas acepciones. Por
el ámbito sagrado que recobró tal expresión, la hermenéutica bíblica fue quien
mantuvo viva la reflexión sobre este concepto, y en el ámbito filosófico solo se tomó
la forma estrictamente lógica de la palabra logos. Aunque hoy la nueva retórica ha
retomado la discusión, sin embargo esta normalmente cobra mayor sentido en el
ámbito religioso, mucho más que en el filosófico.

También se encuentra en el fragmento inicial la noción de símbolo y signo. Decía


Aristóteles que “la escritura es símbolo de lo que hay en el sonido” (1988, p. 35).
Aparece de este modo la distinción entre el símbolo y el signo. Al primero le da un
carácter colectivo graphomena ya que reúne varios símbolos, y al segundo, al signo,
se le otorga la característica de ser individual, puesto que se refiere a las letras
(grammata), como los signos escritos en general. En esta parte especialmente, el
texto fue comentado por santo Tomás (1224-1274) (1999) y por Boecio (480-524)
(1880), debido a la importancia que tuvo en la época medieval, puesto que veían en
ese momento un estudio del discurso enunciativo, y además encontraban el
problema de la verdad y la falsedad relativas a las formas discursivas, como se
afirma en Órganon: “Lo falso y lo verdadero giran en torno a la composición y la
división” (1988, p. 36) de las palabras, de las formas discursivas. Como símbolo,
entonces, la escritura es el modo como se expresa una realidad a través de
notaciones conceptuales, lingüísticas. La escritura es, por tanto, sucesión de letras
convertidas en palabras que denotan la capacidad simbólica del hombre, y hace
que sea concebido, en términos aristotélicos, como animal simbólico en cuya ayuda
viene la escritura. En este sentido se puede afirmar que la escritura es canon,
ordenamiento de una serie de signos, establecimiento y fijación del signo; sin

45
embargo, lo que propone la escritura es objeto de interpretación, es susceptible de
múltiples miradas o perspectivas.

En este fragmento, Aristóteles utiliza el plural de los términos símbolo (symbola) y


signo (semeia) o señal, haciendo alusión al concepto que es clave en el
pensamiento de Ricœur sobre la lectura, como es la referencia. Bien ha desarrollado
Ricœur la articulación entre Aristóteles y Saussure al definir el signo lingüístico
como compuesto de significante (imagen acústica) y significado (concepto) (Gómez,
1983, p. 497). Se puede afirmar, por tanto, que en Aristóteles está el concepto
triangular que presenta la lingüística, y que sigue Ricœur, la relación entre el
concepto, el símbolo y el referente, contenido siempre en todo acto discursivo y
fijado, por supuesto, en la escritura, que Aristóteles ha puesto de manera incluyente
al utilizarlo en plural. Del concepto y el referente se ocupará en otras obras como la
Poética (2006) y la Retótica (1999), pero en Sobre la interpretación está dedicado a
una construcción semántica y posiblemente semiótica de la estructura del lenguaje.
Cuando expresa: “Lo que hay en sonido (señales, signos) son símbolos de las
afecciones que hay en el alma” (Aristóteles, 1995, 35), alude a la referencia que
bien va a desarrollar en otros tratados sobre el alma y sobre la ética pero que aquí
aparece de manera explícita como señales de algo que está en el alma.

Lo que sabemos de las afecciones del alma las sabemos por su sonido, por las
palabras, por el lenguaje, por el discurso que aquí se antepone a cualquier
expresión escrita. Según Aristóteles, la escritura da cuenta del sonido, de lo
pronunciado o expresado, del discurso, y esto es realmente nuevo en la historia de
la humanidad. Más adelante, cuando se desarrolle el concepto de escritura, en
Ricœur, se hará un mayor énfasis en este aspecto histórico; sin embargo, cabe decir
aquí que la escritura es más bien reciente en la historia de la humanidad. La
comunicación, a través de otros signos que no fueran escriturales, ya estaba
46
presente de diversas formas (Gómez, 1983). Ahora se trata de las señales y hay
que seguir su pista.

Primero fue el discurso y era casi todo, eso está claro en Aristóteles. Quizá hoy se
haya perdido tal ruta, puesto que la escritura lo es todo, pues si existe algo que
valga la pena ser dicho será mediante la escritura con el propósito de que esté
fijada, esté al alcance y al acceso de todos. Si el discurso no es fijado en la escritura
no existe, lo que es evidente en los ámbitos jurídicos y filosóficos regularmente.
Para el pensador griego el discurso no tiene el poder que tiene la escritura, porque
solo se da en un contexto y es objeto de la retórica y la semántica. De lo escrito se
ocupa la poética al ver que entre discurso (oralidad) y escritura (fijación) hay algo
en común: el signo, la señal, el referente, aquello a que se invoca.

La segunda parte del párrafo con el que se inició este apartado continúa así:
“Aquello de lo que esas cosas son signos primordialmente, las afecciones del alma,
son las mismas para todos, y aquello de lo que éstas son semejanzas, las cosas,
también son las mismas” (1988, p. 36), alude a la universalidad del aquello que
quiere representar el signo. Las palabras por tanto, son señales o indicadores de
aquello que está en todos los hombres pero que no son expresadas de la misma
manera, de ahí que interpretar los signos es el punto de partida para comprender lo
que los hombres son y es donde Aristóteles establece una relación de continuidad
y discontinuidad entre el discurso y la experiencia, entre la palabra que nombra y
aquello que es nombrado.

En este comienzo de Sobre la interpretación también trata de los signos del sonido
que son las letras. Por un lado está la voz (phonei) y por el otro los signos (semeia)
escritos (grámmata) en general. El signo entonces es percibido acústicamente y
47
ópticamente al convertirse en escritura. Primero es el sonido y después aparecen
letras como signos que a su vez configuran el discurso, de lo que Aristóteles si va a
desarrollar mucho mejor y que atraviesa los textos de la retórica, la poética y la
lógica. El signo, por su parte, no se interpreta, es siempre señal de otra cosa a la
que, por su misma esencia, refiere y remite y que es la que suscita el acto de
interpretar, lo que pasa por el acto mismo de leer. Este trasponerse de un elemento
a otro es lo que hay que seguir; se trata de perseguir la señal, y esto sí que es objeto
de la hermenéutica. Por tanto, ir en la dirección de aquello que refieren los signos
es lo que se conoce como discurso.

El símbolo va más allá y como lo presenta Aristóteles sería la escritura misma, ya


que es colectividad de signos, o sea letras que dan vida a una palabra y la suma de
estas a una frase. Este aspecto, el del simbolismo, va a ser, según Ricœur, objeto
de estudio de una hermenéutica específica que vincula elementos psicoanalíticos
con los semánticos; sin embargo, lo que convoca aquí es el simbolismo instaurado
por Aristóteles, quien ve un convencionalismo en la aparición de los signos desde
una perspectiva meramente sintáctica y otorga a la escritura una dimensión
semántica cuya aparición como secuencia de sonido, signo y símbolo es susceptible
de la interpretación. Esto es lo que principalmente va a llamar la atención en Ricœur,
y que aquí se busca destacar, aunque no es el propósito fundamental de este
trabajo el realizar un rastreo de las huellas de Aristóteles en Ricœur, puesto que
esto seguramente requiere un trabajo diferente. Lo que sí importa es este rodeo
sintáctico y semántico propio del quehacer interpretativo puesto por Aristóteles que
es urgente rescatar hoy.

El pensador que volvió su mirada sobre el símbolo desde el ámbito filosófico fue
Cassirer, quien retoma la idea del hombre como animal simbólico, para afirmar que
los símbolos permiten "abarcar la totalidad de los fenómenos en los cuales se
48
presenta un 'cumplimiento significativo' de lo sensible" (1998, p. 109), y la escritura
es uno de los componentes de la cultura que cabe dentro de dicho modelo de
significación. Es la misma escritura la que saca al sonido de su estado primigenio a
través del lenguaje que “empieza donde termina la relación inmediata con la
impresión sensible y el efecto sensible. El sonido aún no es lenguaje mientras
carezca del momento significativo junto a la voluntad de ‘significación’” (Cassirer,
2003, p. 147).

Ambos, Aristóteles y posteriormente Cassirer, ven el sonido como ese primer acto
del proceso de simbolización que todavía no llega a ser lenguaje: que todavía no es
discurso, que no puede ser objeto de interpretación, que no ha logrado su estatus
sintáctico, y mucho menos semántico, para que pueda entrar a los procesos de
simbolización como objeto de significación. El lenguaje es el que se puede
interpretar porque “hace una verdadera virtud de la necesaria ambigüedad del signo
fonético. Porque justamente esta ambigüedad no permite que el signo siga siendo
un mero signo individual; justamente es esa ambigüedad la que compele al espíritu
a dar el paso decisivo que va de la función concreta del “designar” a la función
general y universalmente válida de la “significación”. En esta función el lenguaje
sale de la envoltura sensible en que hasta ahora aparecía” (Cassirer, 2003, p. 157).

El lenguaje hace su aparición y su simbolización y cobra sentido como discurso.


Aristóteles distingue tres componentes básicos del discurso que son los que
determinan las diversas formas de interpretar, las que dan sentido, incluso, a las
diversas perspectivas hermenéuticas: “El que habla, aquello de lo que habla y aquél
a quien habla” (Aristóteles, 1999, p. 193). A partir de esta distinción se va a notar la
incidencia que tiene el estagirita en la noción de discurso de Ricœur, puesto que
dicho concepto es básico cuando de lectura y escritura se trata. Cuando el autor
francés pregunta por aquello que ha de ser interpretado se puede evocar a
49
Aristóteles, porque alude inmediatamente a aquello de lo que se habla, aquello que
tiene referencia pero que su vez no puede ser si no es tomado como símbolo, como
lenguaje. En cuanto al que habla y su preparación, en la búsqueda de los mejores
signos y señales, “aquel a quien habla” es el que tiene la última palabra, es el que
funciona como juez y es en quien, por analogía, se descarga la responsabilidad de
la interpretación. Este delante de alguien que escucha, como elemento fundamental
del que habla se convierte en la oratoria en uno de sus principales actores, pues “el
espectador juzga, por su parte, sobre la capacidad del orador” (Aristóteles, 1999, p.
193) y juzga, primordialmente, los usos que el orador da al lenguaje.

De ahí que, según Aristóteles, “lo propio de este arte (retórica) es reconocer lo
convincente y lo que parece ser convincente” (1999, p. 172), o sea, determinar la
validez de un discurso cuyo propósito será la persuasión. Y es allí donde Racionero
(1995), en la introducción a la Retórica, ve la preocupación del pensador griego por
establecer la relación entre el dominio del arte y la disposición subjetiva propia de
una facultad (dynamis) donde necesariamente se va separando de las propuestas
del Sofista de Platón (Aristóteles, 1999, p. 172). La distinción hecha por Aristóteles
en lo concerniente a “quien dice algo de quien lo escucha” permite dilucidar un
misterio que está más del lado de la subjetividad del oyente que de la preparación
del orador, está más en el uso del lenguaje que en la disposición del que escucha.
Se consagra así un mayor fervor al intérprete que puede distinguir lo aparente de lo
verdadero y aclara la función del arte puesto en discusión: “Entendamos por retórica
la facultad de teorizar lo que es adecuado en cada caso para convencer” (1999, p.
173).

La nota al pie del anterior texto, propuesta por el traductor de la Retórica, tiene como
fin aclarar la disidencia de Aristóteles frente a Platón, y comenta que “la novedad
fundamental de dicha definición reside en el lazo que une la dýnamis o facultad
50
oratoria subjetiva con el sistema de principios y lógicos de la theoría, lo que, en el
límite de una correcta aplicación, terminaría por borrar las fronteras entre téchne y
episteme” (Aristóteles, 1999, p. 174). Se eleva, por tanto, la reflexión sobre el
discurso al ámbito filosófico y donde cada una de las disciplinas implicadas pueden
ocuparse así de distintos ámbitos (especies) de la trama discursiva: poética, retórica
y hermenéutica en la sucesión planteada en la Retórica: “De entre las pruebas por
persuasión, las que pueden obtenerse mediante el discurso son tres especies: unas
residen en el talante del que habla, otras en predisponer al oyente de alguna manera
y, las últimas, en el discurso mismo, merced a lo que éste demuestra o parece
demostrar” (1999, p. 175). Esta puede ser incluso una ruta para el estudio de la
lectura y la escritura en Ricœur, aunque el mismo autor francés comienza por lo que
Aristóteles termina, el discurso, y va posteriormente al oyente, dejando casi en
suspenso el tratamiento sobre el talante del que habla puesto que esto ya ha sido
remarcado suficientemente por la hermenéutica romántica de corte psicosocial.

La retórica, aunque un poco olvidada, es una de las disciplinas que permite ver con
mayor claridad esta unión entre tecné y episteme en el ámbito hermenéutico.
Aristóteles ve en ella la disciplina que se ocupa del pensamiento y le asigna a dicha
capacidad el ocuparse de las partes del discurso, que son: “demostrar, refutar,
despertar pasiones, por ejemplo compasión, temor, ira y otras semejantes, y,
además, amplificar y disminuir” (1974, p. 196), donde los signos forman parte
fundamental del discurso pero también las disposiciones de quien escucha que a
su vez se transforman no solo en sentimiento sino también en idea o pensamiento.
Ambos interlocutores, orador y escucha, se la juegan en una tensión e intercambio
de signos que suscitan a su vez trasformaciones en el otro. Para Aristóteles es un
intercambio en el que “se persuade por la disposición de los oyentes, cuantos éstos
son movidos a una pasión por medio del discurso. Pues no hacemos los mismos
juicios estando tristes que estando alegres, o bien cuando amamos que cuando
odiamos” (1999, p. 177), y esto se puede aplicar incluso a la lectura desde la
51
perspectiva antrópica planteada por Ricœur, puesto que la responsabilidad recae
mucho más en el lector y sus mismas disposiciones que en las intencionalidades
del mismo escritor que nunca serán conocidas en su totalidad.

Lo central es el discurso y las pasiones que este suscita. No se trata del sonido, se
trata de las señales que están expresadas a través del lenguaje y que más que una
interpretación provocan un movimiento. El pensamiento ricœuriano está en sintonía
con el aristotélico en este punto, es la línea trazada por el estagirita que atraviesa
el pensamiento del francés, es la lógica del discurso cuya importancia reside no
simplemente en lo dicho sino en la provocación que se da en quien escucha. Será
tarea de la hermenéutica llevar hasta las últimas consecuencias esta intuición: que
la palabra no termina su obra hasta que no sea escuchada en un proceso que va
del sentido hasta el “ponerse en camino” frente a lo referido a través del discurso.
El siguiente texto puede servir de colofón y quizá abarcar esta simiente aristotélica
que tendrá su acogida en la noción de discurso acogida por Ricœur. He aquí una
perla del libro de Isaías 55, 1-11, en la versión de la Biblia de Jerusalén (1998) cuyo
final deja ver la intencionalidad del orador, la función del discurso:

¡Oh, todos los sedientos, id por agua,


y los que no tenéis plata, venid,
comprad y comed, sin plata,
y sin pagar, vino y leche!

¿Por qué gastar plata en lo que no es pan,


y vuestro jornal en lo que no sacia?
Hacedme caso y comed cosa buena,
y disfrutaréis con algo sustancioso.

Aplicad el oído y acudid a mí,


52
oíd y vivirá vuestra alma.
Pues voy a firmar con vosotros una alianza eterna:
las amorosas y fieles promesas hechas a David.

Mira que por testigo de las naciones le he puesto,


caudillo y legislador de las naciones.

Mira que a un pueblo que no conocías has de convocar,


y un pueblo que no te conocía, a ti correrá
por amor de Yahvé tu Dios
y por el Santo de Israel, porque te ha honrado.

Buscad a Yahvé mientras se deja encontrar,


llamadle mientras está cercano.

Deje el malo su camino,


el hombre inicuo sus pensamientos,
y vuélvase a Yahvé, que tendrá compasión de él,
a nuestro Dios, que será grande en perdonar.

Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos,


ni vuestros caminos son mis caminos —oráculo de Yahvé—.

Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra,


así aventajan mis caminos a los vuestros
y mis pensamientos a los vuestros.

Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos


y no vuelven allá, sino que empapan la tierra,
la fecundan y la hacen germinar,
53
para que dé simiente al sembrador y pan para comer,

así será mi palabra, la que salga de mi boca,


que no tornará a mí de vacío,
sin que haya realizado lo que me plugo
y haya cumplido aquello a que la envié.

1.2. La interpretación de la cultura en el pensamiento contemporáneo

La filosofía contemporánea comienza con un tema casi obligado sobre la pregunta


por los clásicos, tanto en la filosofía como en la literatura. Nietzsche afirma que “si
elimináis a los griegos, con su filosofía y su arte, ¿por qué escala pretendéis subir
todavía hacia la cultura?” (1980, p. 18). Toda cultura, por tanto, está unida a
tradiciones que requieren interpretaciones; más aún, a una hermenéutica que
proporcione una nueva lectura de los problemas culturales. Es así que si se asume
la definición de cultura como la integración total de las dimensiones profundas y
significativas: religiosa, social, económica, política y educativa es distinta a una
concepción de tradición. Como expone Nietzsche en su texto Sobre el porvenir de
nuestras instituciones educativas:

A nadie debería estar permitido pronunciarse en tono de profecía


sobre el porvenir de nuestra cultura y, en relación con ella, sobre el
porvenir de nuestros instrumentos de educación, si no puede
demostrar que en alguna medida esa cultura futura existe en el
presente y que le basta con extenderse a su alrededor en mayor
medida para conseguir ejercer una influencia necesaria sobre la
escuela y sobre las instituciones educativas (1980, p. 26).

54
La cultura de occidente es heredera de la tradición de Grecia en todos los campos
del conocimiento; sin embargo, un pensador como Nietzsche, amante del saber
clásico griego, anuncia a manera de sentencia que hemos idolatrado la historicidad,
más no hemos pensado cómo resolver nuestros problemas. “La cultura comienza
precisamente desde el momento en que se sabe tratar lo que está vivo como algo
vivo, y la tarea de quien enseña la cultura comienza con la represión del (interés
histórico) apremiante por todas partes, cuando antes que nada hay que actuar
correctamente, y no ya conocer” (Nietzsche, 1980, p. 75). En ese sentido, “el
hermeneuta es consciente que deja atrás de sí un mundo con su tradición, mundo
de valores, juicios dominantes, fundamentos inquebrantables de toda una tradición
incuestionable hasta entonces consideraciones sobre la historia del mundo”
(Nietzsche, 1980, p. 15). Así pues, se da la apropiación, la asimilación por parte de
una cultura y dicho proceso se convierte asimismo en cultura. Dejar atrás y asumir
nuevas concepciones del mundo hace parte de todo proceso cultural.

Y se hace necesario en cualquier momento de la historia de la humanidad, según


Nietzsche que:

El hombre se ve tan asediado por los problemas más serios y más


difíciles, que, si se le guía correctamente hasta ellos, caerá pronto
en ese asombro filosófico duradero que es en lo único en que, como
sobre una base fecunda, puede fundamentarse y acrecentarse una
cultura más profunda y más noble” Y “las experiencias más nobles,
más instructivas, más decisivas y más íntimas son las cotidianas,
pero que muy pocos son los que entienden como enigma lo que ante
todos se presenta como tal, y que a los pocos filósofos auténticos
existentes es a quienes van destinados esos problemas (1957, p.
167).

55
Bajo esta perspectiva, Nietzsche se opuso a querer interpretar la cultura y sus
problemas que acaecen en el contexto solo desde la nostalgia de un pasado.
Pasado que se llega a idolatrar para sumergirse en un marasmo donde los hombres
viven y padecen conflictos sin el mayor interés de pensarlos y mucho menos de
resolverlos. Es decir, los problemas de los seres humanos siempre han sido los
mismos al igual que sus necesidades. Lo que pretendió y planteó Nietzsche es que
pensar los problemas exclusivamente es competencia de la generación del
contexto. Nietzsche, como amante de la cultura griega, admiró la forma como los
griegos pensaron sus problemas en todas sus dimensiones, pero nunca idolatrando
el historicismo como herencia y tradición en occidente (1980, p. 14).

La filosofía de Nietzsche, de Heidegger y de Gadamer expone una nueva


perspectiva sobre el mundo y sobre la vida humana en términos de lo que se ha
expuesto como cultura. Nietzsche anunció la idea de que en el mundo solo se dan
hechos para interpretarlos y en cuanto a la vida la interpretación solo es posible por
la búsqueda y posición de sentido. Para Nietzsche la experiencia humana es la
interpretación:

Contra el positivismo, que se detiene en los fenómenos: ´sólo hay


hechos´ -yo diría: no, precisamente no hay hechos, sino sólo
interpretaciones. No podemos constatar ningún hecho ´en sí´; tal
vez sea un absurdo querer algo por el estilo. ´Todo es subjetivo´
decís; pero ésta ya es una interpretación, el ´sujeto´ no es nada
dado, es sólo algo añadido por la imaginación, algo añadido
después. ¿Es en fin, necesario poner todavía al intérprete detrás de
la interpretación? Ya esto es invención, hipótesis (Fragmentos
póstumos, 2006, p. 7 [60]).

56
Con Nietzsche se inaugura una nueva forma interpretar la cultura, de concebir el
mundo y con él se sigue que “el mundo sólo nos parece absurdo porque no
responde a nuestras preguntas, pero son nuestras preguntas, y es el hombre,
entonces, el absurdo” (Comte-Sponville, 2005, p. 20). En continuidad con este
pensamiento es Heidegger, como asiduo lector de Nietzsche, quien propuso que la
única herramienta para hablar del mundo es convertir la hermenéutica metódica en
hermenéutica filosófica hasta llegar a definir esta última en una teoría de la
experiencia humana en el mundo; sin olvidar que solo queda el vínculo ontológico
al mundo mediante el lenguaje.

Gadamer cierra esta trilogía de pensadores fundantes de la hermenéutica


contemporánea que se lanzaron a proponer una nueva teoría de la interpretación
del mundo y de la existencia que se manifiesta en la realidad. Según Gadamer:
“Hermenéutica es filosofía y como filosofía, filosofía práctica” (1997, p. 343), en
donde la filosofía vuelve a las raíces sólidas de pensar la existencia en el mundo
bajo la óptica de una nueva hermenéutica y la vida vuelve a adquirir el gran matiz
de que es un libro que no únicamente hay que seguir leyendo sino que requiere de
una nueva interpretación. “Porque: ¿cómo se inicia el esfuerzo hermenéutico? En
este punto hay que recordar la regla hermenéutica de comprender el todo desde lo
individual y lo individual desde el todo” (Gadamer, 1997, p. 343).

Las libertades alcanzadas o bien reclamadas nos hicieron pensar, como un gran
ejercicio de la modernidad y como un reflejo objetivo de haber alcanzado la mayoría
de edad, que nos podíamos liberar de todo aquello que no cumpliera con los
cánones establecidos por una razón instrumental de medida y cuantificación. Como
pensaba Nietzsche que:

57
Nuestro conocimiento y nuestro sentir son como un punto en el
sistema; como un ojo cuyo poder de visión y campo de visión crece
lentamente y cada vez abarca más terreno. Con esto no se cambia
nada en el mundo real; pero esta constante actividad del ojo lo pone
todo en una continua, creciente y torrencial actividad. Nosotros
vemos nuestras leyes dentro del mundo, y no podemos
considerarlas luego sino como las consecuencias de este mundo en
nosotros (1957, p. 25)

En efecto, las acciones del hombre se desarrollan indiscutiblemente siempre en el


marco del mundo. El mundo siempre está implicado activamente en el actuar del
hombre y su relación con las cosas, la naturaleza y los otros; antepone siempre un
escenario que es “evidencia” y fondo de cualquier representación de la realidad. El
hombre debe ser consciente de lo que acontece, y a la vez lo que acontece en el
mundo. Este mundo se objetiva en la tradición, por eso se dice mundo, por eso se
recrea el mundo, se interpreta:

Nos encontramos siempre en tradiciones, y éste nuestro estar


dentro de ellas no es un comportamiento objetivador que pensara
como extraño o ajeno lo que dice la tradición; ésta es siempre más
bien algo propio, ejemplar o aborrecible, es un reconocerse en el
que para nuestro juicio histórico posterior no se aprecia apenas
conocimiento, sino un imperceptible ir transformándose al paso de
la misma tradición (Gadamer, 1999, p. 350).

58
La existencia del hombre, su estar aquí, en el mundo, no se refiere solo a un sentido
meramente espacial, sino, y más profundamente, al significado que el hombre
atribuye a dicha espacialidad. Esto es, la existencia del hombre aguarda siempre un
entramado de significaciones que resulta de la relación con las cosas que se
presentan en su existencia. El valor que adquieren las cosas del mundo depende
indiscutiblemente de los referentes de sentido que en el trasegar por la existencia
entretejan los hombres, sin obviar aquellos referentes que tanto la filosofía como la
ciencia han apartado en algunos momentos de la construcción de conocimientos,
fruto de la metafísica.

La existencia del hombre no refiere únicamente a la relación del hombre con la


naturaleza, del hombre con las cosas del mundo, o al menos no podría ser este el
papel del hombre, que bajo el carácter sustantivo de sus funciones se denomina
como ser pensante, subjetivo. ¿Qué es entonces el hombre? Ser hombre es
fundamental y esencialmente existir. Este término puede entenderse literalmente
como ex - sistere. El hombre es un sujeto, indudablemente, pero es un sujeto
existente, un sujeto que se coloca fuera de sí, en el mundo. Como lo expresó
Heidegger: ser hombre es ser-en-el-mundo o, lo que es equivalente al dasein
(2000). El reconocimiento y asentamiento de la presencia del hombre en el mundo
hace que la filosofía busque re-pensar y un re-formular concepciones de la vida
humana, del mundo, de las cosas presentes, de la realidad racional y también
irracional.

No es el propósito fundamental del presente trabajo desarrollar a cabalidad la forma


como Nietzsche y Heidegger proponen una nueva lectura del “ser” que se manifiesta
o se oculta, donde el hecho de pensar nuevamente el “ser” conlleva una nueva
propuesta de metafísica. Todo re-pensar el pasado asocia una re-interpretación
ontológica. La filosofía de Nietzsche, por un lado, expone que el “ser” necesita en
59
occidente re-interpretar-se, “que se debe captar el ser como evento, como el
configurarse de la realidad particularmente ligado a la situación de una época que,
por su parte, es también proveniencia de la épocas que la han precedido” (Vattimo,
1991, p. 11), para constatar que la filosofía es interpretación de preguntas antiguas
y siempre nuevas por la vía del lenguaje, de la tradición hecha palabra, como lo
expresa Nietzsche a través de categorías estéticas:

El artista pasará en seguida por un magnífico legado del pasado y,


como a un maravilloso extranjero, cuya fuerza y belleza constituían
la felicidad de los tiempos antiguos, se le rendirán honores, tal como
nosotros los concedemos fácilmente a nuestros semejantes. Lo que
de mejor hay en nosotros proviene quizá de ese sentimiento de
épocas anteriores, que apenas podemos ahora alcanzar
directamente; el sol ya se ha puesto, pero ilumina y calienta todavía
el cielo de nuestra vida, aunque ya no lo veamos más (1984, p. 169).

Es la preocupación de Nietzsche y de los contemporáneos el vínculo entre lenguaje


e interpretación. “El objeto de la hermenéutica viene a concretarse en el
mantenimiento y en la reconstrucción de la continuidad del logos, el lenguaje”
(Vattimo, 1991, p. 164), y cabría preguntar, en este sentido, ¿qué es interpretación?
A lo que Vattimo responderá que no es más que “la intrínseca vinculación de la ética
de la comunicación con la metafísica moderna, orientada al despliegue pleno de la
subjetividad” (Vattimo, 1991, p. 217), algo así como unir la filosofía de Nietzsche, la
de Heidegger y la de Gadamer; es decir, hermenéutica de la representación del ser,
la vinculación ontológica del ser con los entes y el diálogo sobre que lo está “ahí” y
es apertura: el ser.

60
1.3. La escritura y el logos en la tradición occidental

“En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era
Dios. Ella estaba en el principio junto a Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se
hizo nada. Lo que se hizo en ella era la vida y la vida era la luz de los hombres, y la
luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron” (Jn 1,1-5). Así comienza el
Evangelio de Juan, quien impregnado del mundo helenístico vincula a Dios con el
logos y lo identifica plenamente como el ser creador. Es pues la palabra (lenguaje)
la que tiene poder para crear mundos y es el mundo el que no ha llegado a ser sino
por ella. Mundo y palabra se necesitan, son parte de esta concepción cultural que
occidente ha asumido como suyo. El mito de Babel se utilizó para explicar la
diversidad de lenguas, por tanto las diferencias culturales como consecuencia del
querer ser igual a Dios. Es pues, el lenguaje el motivo de diferenciación de mundos
y la posibilidad de crear mundos. El mundo cristiano no sería sin esta logomítica o
logocentrismo que ha marcado a occidente. El lenguaje es el que posibilita mundos,
es la arquitectura de signos del alfabeto la que configura un discurso y por tanto una
escritura como portadora del habla de un pueblo concreto, de un mundo concreto.
Sin entrar a decir que lo idiomático es lo que constituye cultura, aunque de manera
extensa puede llegar a identificarse con esta. El logos, pues, es el que crea un
mundo y nombra la realidad.

Según afirma Derridá (1998), a causa del legado que occidente recibió de Grecia
las sociedades sin escritura alfabética son consideradas como grupos bárbaros,
debido a que desde el logo-centrismo alfabético, que también nos viene dado por la
herencia griega, una sociedad que no sea capaz de articular los signos alfabéticos
o que no posea siquiera alfabeto no ha alcanzado un grado de desarrollo cultural,
ya que la cultura y el desarrollo son medidos en términos de las consideraciones
hechas por el grupo cultural dominante. No obstante, juzgar el desarrollo cultural de
los pueblos de acuerdo con un sistema de representación perteneciente a un grupo
61
social en particular es reducir la complejidad del lenguaje a un etnocentrismo que
violenta las diversas manifestaciones culturales que aunque son distintas y plurales,
no necesariamente tienen un valor inferior hablando en términos de lo que puede
ser considerado o no como lenguaje.

Nietzsche mismo presenta la particularidad de su escritura como aquella que une al


hombre con la escritura: “De todo lo escrito yo amo sólo aquello que alguien escribe
con su sangre. Escribe tú con sangre: y te darás cuenta de que la sangre es espíritu.
Quien escribe con sangre y en forma de sentencias, ése no quiere ser leído, sino
aprendido de memoria” (1993, p. 69). Se escribe en tallados de imágenes, con
esculturas, con maneras determinadas de actuar, con formas particulares de
gobierno, de orden militar, con particularidades también en la agricultura, e incluso
en el caso de las culturas colonizadas, en la manera como recibieron a los que
creyeron ser sus conquistadores. Se escribe por la necesidad de la memoria y por
la necesidad de nombrar lo que pasará. La cultura y su legado dependen mucho de
su huella escritural, de su pasado hecho memoria a través del lenguaje.

La cultura se entiende entonces a través de la escritura, a través de sus textos. Las


tradiciones se mantienen a través de una multiplicidad de símbolos pero la escritura
hace que lo simbólico permanezca y se vuelva una y otra vez sobre la misma
manifestación más allá de los eslabones humanos que la conserven. No sucede
igual con otros tipos de símbolos: un baile, una pieza de barro, un ritual, pierden su
vigencia a causa de un “doliente” que los haga perdurar. La escritura es parte de la
cultura como prolongación de un mundo que no acaba y que a “merced a un lento
movimiento cuya necesidad apenas se deja percibir, todo lo que desde hace por lo
menos unos veinte siglos tendía y llegaba finalmente a unirse bajo el nombre de
lenguaje, comienza a dejarse desplazar o, al menos, resumir bajo el nombre de
escritura” (Derridá, 1998, p. 6), y aún más “en la conversión del pensamiento en
62
lenguaje se realiza más bien un tránsito a otra dimensión; y, por tanto, también a la
que se designa con el nombre de escritura” (Gadamer, 1997, p. 97).

Es en esta dimensión en la que se mueve hoy la filosofía y de la que toma parte


para reflexionar sobre la cultura. El mundo griego, la medievalidad, la modernidad,
se resumen y concretan en sus textos, en los registros de lenguaje que los hombres
se han propuesto forjar. Ricœur (1998) plantea muy bien la diferencia entre el
discurso hablado y el escrito, la necesidad de referencia del primero y la perpetuidad
del segundo. El término escritura se ha transformado para convertirse según Derridá
en una técnica a través de la que se representa el lenguaje o el habla; al parecer se
ha volcado el logocentrismo y se han expandido los límites de lo que antes era
considerado como lenguaje.

En la aparición del logocentrismo la escritura escondía su historia al no reconocer


que antes del alfabeto existía ya el habla, un habla que resulta en ocasiones “no
verbal”, un habla que en ocasiones acalla la palabra para dar paso a la imagen o a
los gestos. “El lenguaje no fundamenta, sino que abre caminos. Quien habla elige
sus palabras porque procura responder. Cualquier tentativa del pensamiento es un
intento de entablar una conversación, y esto se puede aplicar perfectamente a la
filosofía, que pregunta siempre más allá de lo fijado por experiencia” (Gadamer,
1997, p. 117). El conjunto de culturas que conforman el canon de la tradición de
occidente fueron culturas nacidas de la oralidad. Platón consideraba la escritura
como problema cultural.1 En el diálogo el Fedro, él expone por medio de la literatura

1Platón como amante del logos, palabra que deriva del verbo griego logao, que en sus orígenes se
aplicaba "a poner nombre", en el contexto de los griegos, significaba “entrar en relación con lo divino”,
y para entrar en relación con lo divino solo podría ser a través del logos. Lo divino estaba relacionado
con el alma. Quien tenía la facultad de hablar lo hacía porque había recibido un mensaje de parte de
los dioses. Es así como Sócrates intentó explicar a Fedro: “Puesto que el poder de las palabras se
encuentra en que son capaces de guiar las almas, el que pretenda ser retórico es necesario que
63
del mito de Theuth y Thamus2 que toda forma de escritura atenta contra la inmensa
riqueza de la tradición oral. Más aún, la desvaloración del logos lo vio Platón por
medio de la presencia de la escritura. La aparición de la escritura dificulta según
Platón la experiencia con lo divino, quedando tergiversada la dimensión espiritual
del hombre hasta llegar al punto de valorar ya no las palabras que fundaron a la
cultura sino más bien valorar las palabras que se dejan por escrito. Para Platón, la
distinción entre escritura y oralidad está concertada a través del carácter de
interioridad y exterioridad; es decir, memoria y recordatorio. A la primera la va a
llamar mnéme e hypómnesis a la segunda. Para los griegos participar del logos era
la posibilidad de que el espíritu del hombre se elevara sobre la materia y la
posibilidad de poder conservar la eficacia poética de la vida y del mundo. Como dijo
Sócrates:

Porque es que es impresionante, Fedro, lo que pasa con la escritura,


y por lo que tanto se parece a la pintura. En efecto, sus vástagos

sepa, del alma, las formas que tiene, pues tantas y tantas hay, y de tales especies, que de ahí viene
el que unos sean de una manera y otros de otra” (Platón, 1995, p. 312d).

2“En la ciudad de Náucratis (Egipto), uno de los antiguos dioses del lugar al que, por cierto, está
consagrado el pájaro que llaman Ibis. El nombre de aquella divinidad era el de Theuth. Fue este
quien, primero, descubrió el número y el cálculo, y, también, la geometría y la astronomía, y, además,
el juego de damas y el de dados, y, sobre todo, las letras. Por aquel entonces, era rey de todo Egipto
Thamus, que vivía en la gran ciudad de la parte alta del país, que los griegos llaman la Tebas egipcia,
así como a Thamus llaman Ammón. A él vino Theuth, y le mostraba sus artes, diciéndole que
deberían ser entregadas al resto de los egipcios. Pero él le preguntó cuál la utilidad que cada una
tenía, y, conforme se las iba minuciosamente exponiendo, lo aprobaba o desaprobaba, según le
pareciese bien o mal lo que decía. Muchas, según se cuenta, son las observaciones que, a favor o
en contra de cada arte, hizo Thamus a Theuth. Pero, cuando llegaron a lo de las letras, dijo Theuth:
“Este conocimiento, oh rey, hará más sabios a los egipcios y más memoriosos, pues, se ha inventado
como un fármaco de la memoria y de la sabiduría”, pero él le dijo: ¡Oh artificiosísimo Theuth! A unos
les es dado crear arte, a otros juzgar qué daño o provecho aporta para los que pretenden hacer uso
de él. Ahora tú, precisamente, padre que eres de las letras, por apego a ellas, les atribuyes poderes
contrarios a los que tienen. Porque es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan,
al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llagarán al recuerdo desde fuera, a través de
caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos” (Platón, 1995, pp. 317-
319)

64
están ante nosotros como si tuvieran vida; pero, si les pregunta algo,
responden con el más altivo de los silencios. Lo mismo pasa con las
palabras. Podrías llegar a creer como si lo que dicen fueran
pensándolo; pero si alguien pregunta, queriendo aprender de lo que
dicen, apuntan siempre y únicamente a una y la misma cosa. Pero,
eso sí, con que una vez algo haya sido puesto por escrito, las
palabras ruedan por doquier, igual entre los entendidos que como
entre aquellos a los que no les importa en absoluto, sin saber
distinguir a quiénes conviene hablar y a quiénes no (Platón, 1995,
p. 321).

Primero se dio el acto del habla y posteriormente se piensa en la organización de la


misma a través de morfemas, o en algunos casos por medio de ideogramas. Pero
una manifestación cultural como lo es la escritura alfabética no surge de la nada
como un fenómeno acabado y ahistórico, que desde siempre se mantuvo intacto,
de ningún modo. La escritura alfabética tiene una historia que en ocasiones va más
allá de lo que desde ella puede ser considerado como escritura. Para Derridá
(1998), el logocentrismo resguarda una postura metafísica que reduce la verdad al
logos como palabra pensada, dicha o escrita, y para Aristóteles “lo falso y lo
verdadero no están en las cosas […], sino en el pensamiento” (1967) y el
pensamiento, para Aristóteles, es fruto de la abstracción que el hombre hace de la
esencia de las cosas; esto quiere decir que la postura logocéntrica es también
esencialista, en la medida que cree nombrar las cosas como son en realidad.

Esto fue lo que ocurrió cuando las culturas consideradas como bárbaras reclamaron
su lugar en el lenguaje y en la escritura. Hubo una trasformación paulatina y Derridá
(1998) lo señala en sus apuntes. Para él, el acto de decir algo con respecto a la
realidad no se reduce a la escritura alfabética. El lenguaje y la escritura rompen
ahora las barreras del logocentrismo para dar paso a un lenguaje que parece no
65
tener ya límites, que ya no goza de la vanidad anterior, que no se sostiene sobre sí
mismo ni reposa en la palabra escrita con una estructura lógica. Ya no hay
barbarismos en el lenguaje, ahora este se sostiene sobre toda la gama de
manifestaciones que se dan en una época donde la metafísica que otorgaba la
autoridad de categorizar lo verdadero y lo falso al lenguaje lógico-discursivo ha
desaparecido.

La representación de la realidad no solo se escribe a partir de morfemas grabados


con tinta sobre el papel, ni desde el lenguaje matemático que en un momento dado
de la historia fue considerado como el lenguaje de la ciencia, como la escritura
perfecta y completamente objetiva. La escritura se reduce no solo a un conjunto de
morfemas agrupados en sílabas y organizados en renglones de párrafos, también
las narraciones de los mythos fueron una forma de captar la realidad.

Se nos ha olvidado que “la realidad no nos es dada como <logos> sino que nos es
ofrecida como <mythos>, como ese horizonte en el que situamos también nuestra
idea de mundo” (Panikkar, 2009, p. 74). Según Derridá también existe una escritura
referente a la cinematografía y la coreografía, pero también una “escritura pictórica,
musical, escultórica, etc. Se podría hablar también de una escritura atlética y con
mayor razón, si se piensa en las técnicas que rigen hoy esos dominios, de una
escritura militar o política” (1998, p. 7). Es importante señalar que lo que plantea el
autor es que asistimos a una secularización de la escritura o a una desacralización
de la escritura, por la proliferación de autores y la carencia de lectores. En este
sentido, Derridá (1998) dirá que la escritura y el libro han muerto. Los libros escritos,
principalmente los considerados sagrados por su interés fundacional de una cultura,
por ejemplo, la Odisea, la Ilíada y la Biblia, han perdido toda la relevancia dada por
la tradición. Desconociéndose que “los textos de una manera particular reivindican

66
el origen de una cultura. Los textos permiten la interpretación y comprensión de una
época y de una historia” (Thiebaut, 2008, p. 67).

El anuncio de la muerte de los libros expresado por Derridá (1998) se refiere a una
analogía que da qué pensar sobre la muerte de la escritura, al hacer referencia a la
caída de la vanidad del habla escrita que había reducido el lenguaje y la escritura
misma; por lo tanto, lo único que se podían leer eran los libros, pero ahora con un
concepto de escritura tan complejo no solo se leen libros escritos con signos
alfabéticos, pues también los ideogramas, las imágenes, la pintura, la escultura, las
manifestaciones culturales, las acciones políticas y hasta el cuerpo se leen, porque
todos hacen parte de un lenguaje tan vasto que encierra en sí la comunicación y
hacen complejo el mundo de la cultura y sus múltiples manifestaciones.

Los libros hacen parte de los diversos modos de los que se ha valido el hombre para
tratar de captar y dar cuenta de la realidad. Es más, la tarea de la escritura es
representar la realidad y la interpretación de lo real ya no se hace solo a partir de
los libros. El sujeto mismo se ha convertido en un libro abierto a la interpretación.
Como diría en sentencia Nietzsche con respecto a la escritura y a la lectura con
sangre: “Cuando lee, conoce todavía el secreto de leer entre líneas; más aún: tiene
una naturaleza tan pródiga, que sigue reflexionando sobre lo que ha leído, tal vez
mucho después de haber dejado el libro. Y todo eso, no para escribir una recensión
u otro libro, sino simplemente por reflexión” (1993, p. 33).

En la misma línea de Nietzsche, el pensamiento de Derridá amplía el concepto de


lectura respecto a la cultura como memoria y tradición que recibe del hombre
múltiples amenazas por la finitud en la que avoca su existencia: “El lenguaje se halla
amenazado en su propia vida, desamparado, desamarrado por no tener ya límites,
67
remitido a su propia finitud en el preciso momento en que sus límites parecen
borrarse, en el momento en que deja de estar afirmado sobre sí mismo, contenido
y delimitado por el significado infinito que parecía excederlo” (Derridá, 1998, p. 5).
En este sentido, ya no hay necesidad de que las culturas antes consideradas como
bárbaras arremetan contra los límites del lenguaje, pues dichos límites van
desapareciendo en una línea que cada vez más se desvanece en la medida que
incluso aquello que antes estaba más allá de la línea límite del lenguaje ahora hace
parte de la realidad expresada por el lenguaje y representada e interpretada a partir
de la escritura que, como se dijo antes, ha dejado de ser el lenguaje mismo, o el
suplemento esencial del lenguaje, para convertirse en una simple “técnica al servicio
del lenguaje” (Derridá, 1998, p. 6), en una herramienta para interpretar lo que posee
el lenguaje presente en una época y sujeto a las diversas manifestaciones
(culturales, económicas, políticas, metafísicas, entre otras) que se dan en ella.

Porque el lenguaje no es ahistórico y la escritura como portavoz o técnica que evoca


el lenguaje y posibilita su interpretación, no es más que una construcción que se da
y se transforma a través de la historia. Ahora bien, si el concepto de lenguaje y
escritura han cambiado, y, por ende, ha cambiado la teoría de la interpretación, ¿qué
consecuencias se han dado con respecto a la racionalidad que también se supone,
viene dada en relación con la cultura y el lenguaje?

La racionalidad no necesariamente depende del logos traducido como palabra


pensada o escrita en tanto ligado a la phoné, pues para Derridá la fonetización del
lenguaje no es más que una convención que liga entre sí otras convenciones (1998,
p. 9), por lo que no habría, por ejemplo, una fonetización del significante hombre
dada a través de la palabra “hombre”, sino un consenso que a su vez permite que
en una época se logren otros consensos para luego relacionarlos entre sí y así tener

68
la posibilidad de establecer un orden parcial en lo que puede ser considerado como
verdad.

La pregunta que apunta a la relación lenguaje y cultura sería, entonces: ¿La


fonetización del lenguaje surge de una convención?, y dado que la respuesta sea
positiva, entonces ¿qué es lo que genera la convención? Esto da base para pensar
que en los seres humanos existen presupuestos anteriores al logos (entendido
como palabra pensada o escrita), a la fonetización y a la alfabetización del lenguaje,
que posibilitan la racionalidad en el hombre. Estos presupuestos de lo que Derridá
llama escritura natural que “está inmediatamente unida a la voz y al aliento. Su
naturaleza no es gramatológica sino pneumatológica. Es hierática, está próxima a
la santa voz interior de la Profesión de fe, a la voz que se oye volviendo hacia sí:
presencia plena y veraz del habla divina en nuestro sentimiento interior” (1998, p.
15), dejando entrever que el lenguaje no surgió cuando el hombre pronunció la
primera palabra, ni cuando hubo de haber compuesto la primera oración ligada al
alfabeto. El lenguaje se dio por primera vez cuando el hombre exterioriza su deseo
de comunicar, y no sólo con palabras. Cuando manifiesta por primer vez su
creencia, ya sea arrodillándose ante su divinidad, o tatuando en su cuerpo las
marcas de la divinidad. De ello se deduce que el lenguaje no solo es logos, sino que
el lenguaje también integra el mythos y la cultura en sus diversas manifestaciones.
El lenguaje es logomítico.

El paso del logocentrismo a la logomítica es más que urgente, es hora de leer el


mito, la cultura, las rodillas dobladas ante un dios, el rostro sufriente, el cuerpo
desgarrado que también habla desde el dolor; es momento de leer lo aparentemente
ilógico, lo no institucional, lo que había sido censurado por mucho tiempo; es
momento de hacer lectura de la hechicería, de lo que se considera como
superstición; una lectura que incluya no solo lo que comúnmente se conoce como
69
humano sino también lo mitológico, pues “el amigo de la ciencia lo es en cierta
manera de los mitos” (Aristóteles, 1967, p. 50); es decir, el hombre de ciencia está
invitado a borrar por completo los límites que occidente ha fijado al lenguaje para
obtener una mirada más amplia de lo que es la realidad, pensada desde el lenguaje
y representada en la escritura, teniendo también en cuenta que el lenguaje no
escapa de lo cultural ni olvida el contexto en el que se da.

De igual forma, para Derridá “si el momento no-fonético amenaza la historia y la


vida del espíritu como presencia consigo en el aliento, es porque amenaza la
sustancialidad” (1998, p. 23), entonces no existe una esencia de las cosas que
puede ser expresada por el logos, simplemente hay una construcción cultural que
en ocasiones escapa a la palabra hablada, para comunicar también con el silencio
de una imagen tallada, o la voz callada de un cuerpo sufriente que deja ver el dolor.
Ante el olvido del ser queda la cultura, el espíritu humano plasmado en los símbolos.
El hombre no es logos, no es palabra pensada o hablada como se había pensado
desde antiguo. El lenguaje sin límites ha celebrado la despedida del esencialismo,
ya no hay sustancia que pueda ser dicha por la palabra, lo que queda es el lenguaje
humano que desde lo vivido representa la realidad y la escritura que al representar
el lenguaje permite la interpretación, no de la realidad sino el lenguaje a través del
que se manifiesta la realidad. El conocimiento de la realidad lo es solamente de
representaciones; el saber, entendido como la totalidad de discursos y
conocimientos que se pueden dar en una época, ha borrado la hegemonía de la
escritura alfabética, “el horizonte del saber absoluto es la borradura de la escritura
en el logos” (Derridá, 1998, p. 23).

El logos pronunciado es una manifestación anterior a la escritura. La escritura


simplemente entendida en sus diversas manifestaciones y la escritura logocéntrica
solo es una acción posterior del hombre que redujo la escritura e imposibilitó el
70
camino que ahora el lenguaje mismo está abriendo con la inclusión de la escritura
no fonética a su estructura. Una estructura sin límites en la que la escritura y el
lenguaje se vuelven a encontrar. Donde la escritura como representación del
lenguaje se acerca cada vez más a él, donde “nada escapa al movimiento del
significante y que, en última instancia, la diferencia entre el significado y el
significante no es nada” (Derridá, 1998, p. 24), porque como el significante cambia
junto con el lenguaje a través de la historia, el significado se ve obligado a cambiar;
además, si la escritura es representación del lenguaje y no directamente de la
realidad, ella, como técnica a través de la cual se puede dar significado al lenguaje,
no se aparta de él, por ello la diferencia entre significante y significado que se había
establecido desde la tradición esencialista desparece para Derridá: “El nombre y la
palabra, esas unidades del aliento y del concepto, se borran en la escritura pura”
(1998, p. 20).

Es así, porque ahora el nombre expresado en la palabra no es la única forma de


caracterizar la realidad y de categorizar lo que puede ser dicho por medio del
lenguaje, pues el ejercicio del poder que anteriormente se pensaba desde el
lenguaje hablado o alfabético ahora toma forma en las relaciones no-fonéticas de
las que habla Derridá (1998). Las manifestaciones de poder no solo se dan en la
escritura logocéntrica, sino también en el arte, el cine, el ejercicio político, la
economía y en la manera como los avances tecno-científicos relacionan al hombre
con la realidad y al hombre consigo mismo.

No hay una escritura logocéntrica natural al hombre como se había pensado desde
la Grecia clásica; por otro lado, pensar en el lenguaje y en la lengua, no implica
reducirlos a la escritura alfabética, porque esta última es posterior a ambos. El
mismo Derridá lo dice: “Es la lengua independiente de la escritura: ésta es la verdad
de la naturaleza” (1998, p. 39). Sin embargo, es claro también que la escritura
71
alfabética aún continúa haciendo parte de los modos de representar el lenguaje,
pero ya no desde adentro sino como un afuera, para desnaturalizarlo y obligarlo a
separarse de sí mismo a través de la interpretación, lo que Ricœur dirá que es un
mal necesario, y que aparece bien desarrollado en Sur la traduction (2004). Escribir
es un registro de un discurso que no se volverá a pronunciar pero al que se puede
acceder. La traducción incluso, con sus imperfecciones, es un mal necesario para
trasmitir mundos, para trasmitir el logos de una cultura a otra.

La escritura alfabética, la escritura logocéntrica y la escritura en general, perturban


al lenguaje natural y lo sacan de sí, lo hacen trascender cuando lo lleva a la
interpretación, permite que el hombre se separe de su condición natural de
adecuación al medio para adecuar el medio a sus necesidades, pues por medio de
la escritura se establecen consensos y se relacionan con otros consensos para
crear proyectos de adecuación del medio a las necesidades del hombre.
Necesidades que no necesariamente responden a la condición natural, sino también
-como lo señala Ortega y Gasset (1964)- al bienestar.

Según Ortega y Gasset, conservarse en la condición natural implica “servir a la vida


orgánica, que es adaptación del sujeto al medio, simple estar en la naturaleza”
(1964, p. 28), mientras trascender la condición natural implica “servir a la buena
vida, al bienestar, que implica adaptación del medio a la voluntad del sujeto” (1964,
p. 28). En este sentido, cuando la escritura viene desde afuera para desnaturalizar
el lenguaje, lo que está haciendo es adaptarlo a las necesidades de bienestar del
mismo hombre, aunque el bienestar de un grupo social no siempre implica el
bienestar de los otros, por ello es importante el reconocimiento de la pluralidad
cultural y el carácter tanto de la escritura alfabética como el de la escritura no
fonética.

72
El hecho del hombre de trastocar la naturaleza de las cosas es natural, por ello para
Derridá la representación del lenguaje a través de la escritura es un recibir
naturalmente lo que viene de afuera. Es decir, la escritura como hecho vinculado al
lenguaje hace parte del mismo lenguaje, pero a su vez lo desnaturaliza como un
hecho natural de la escritura humana a través de la que se representa el lenguaje y
se interpreta lo que el lenguaje manifiesta de la realidad: “La naturaleza al
desnaturalizarse a sí misma, al separarse de sí misma, recibiendo naturalmente su
afuera en su adentro, es la catástrofe, acontecimiento natural que trastrueca la
naturaleza, o la monstruosidad, separación natural dentro de la naturaleza” (1998,
p. 39).

La naturaleza al desnaturalizarse a sí misma es concebida como algo monstruoso,


ya que no es común escuchar que es natural que lo natural se desnaturalice por
una escritura, que siendo el afuera del lenguaje entra para sacarlo a la interpretación
y conducirlo a fines que no descansan en el mismo lenguaje, sino que se
instrumentalizan en la escritura para alcanzar fines referentes a la vida social,
política, religiosa y económica, lo que implica que estas manifestaciones no solo
hacen parte de un sistema de representación, sino que también instrumentalizan el
sistema de representación para conseguir fines distintos a lo que es el lenguaje en
su estado natural, como hecho que comunica y construye a través de la escritura la
concepción que los hombres tienen de la realidad.

El lenguaje se representa, porque para Derridá el hombre no manifiesta el mundo y


la realidad a través del lenguaje, sino que expresa lo vivido en el mundo y en la
realidad. Para el autor en mención existe una diferencia entre el “mundo” y lo “vivido”
(1998, p. 63). El hombre solo manifiesta lo vivido por medio del lenguaje; por lo
tanto, la escritura como técnica del lenguaje no abarca una esencia, sino que
73
expresa naturalmente desde el exterior lo que las huellas de lo vivido dejan en el
interior, en el lenguaje.

Las huellas son las que dotan de sentido la concepción que se tiene del mundo, si
no hay huellas no podría haber una representación del lenguaje a través de la
escritura, pues sin las huellas no se tiene nada que representar, y si no se tiene
nada que representar no puede haber una interpretación de la realidad dada a partir
del ejercicio de la escritura. Con esto se sabe que el sentido de la escritura no nace
con las cosas, no nace con la realidad, sino que se construye a partir de las huellas
que lo vivido deja en el hombre. Las huellas son las que alejan el significado del
significante, pues lo vivido implica una manera de vivir las cosas permeada tanto
por un contexto, como por una manera en que las cosas se aparecen y por el
enfoque que el hombre da a lo que se aparece. Derridá lo dice: “La huella es, en
efecto, el origen absoluto del sentido en general. Lo cual equivale a decir, una vez
más, que no hay origen absoluto del sentido en general. La huella es la diferencia
que abre el aparecer y la significación” (1998, p. 63).

Articulando todo lo anterior: la huella es la que determina lo expresado por medio


de la escritura, por eso la escritura no puede estar enmarcada en una consideración
logocéntrica universal y, por ende, etnocéntrica, sino entendida desde los diversos
modos de relación que se dan en una cultura donde el libro no es el único lugar en
el que se puede escribir, donde cada acontecimiento representa el lenguaje de lo
vivido en el mundo y abre las puertas a la interpretación, también permeada por la
cultura y la manera de ver el mundo a través de las representaciones que surgen
de lo vivido.

74
Ahora bien, si Derridá habla de la escritura como técnica para representar el
lenguaje, ¿por qué habla de huella y no de signo? Se hace evidente que para el
autor francés la huella no deja de lado el modo en que el hombre vivencia la realidad;
es decir, la huella permite el lenguaje en tanto esboza un enfoque particular que no
descuida la cultura y las diversas manifestaciones de la escritura, en cambio el signo
va ligado a un esencialismo que reduce el lenguaje a un intento por manifestar lo
verdadero, en tanto se considera como representación de la realidad, pues “si para
Aristóteles los sonidos emitidos por la voz son los símbolos de los estados del alma
y las palabras escritas los símbolos de las palabras emitidas por la voz, es porque
la voz, productora de los primeros símbolos, tiene una relación de proximidad
esencial e inmediata con el alma” (1998, p. 9).

El signo como parte de la escritura alfabética señala la esencia de las cosa y Derridá
está en contra de los esencialismos logocéntricos reduccionistas, pues para él la
escritura va más allá de los signos lingüísticos, e incluso más allá del habla misma
y de la escritura alfabética, a él no le interesa definir el signo ni establecerlo como
criterio único de la escritura, ya que como señala en su obra: “La voz del fenómeno:
al preguntar ´¿qué es el signo en general?´ se somete la cuestión del signo a un
designio ontológico, se pretende asignar a la significación un lugar, fundamental o
regional, en una ontología. Lo que sería un movimiento clásico. Se sometería el
signo a la verdad, el lenguaje al ser, el habla al pensamiento, y la escritura al habla”
(1998, p. 65).

Si en la escritura, tal como la concibe Derridá, llegase a establecerse el signo como


el criterio fundamental para la escritura, se estaría cayendo nuevamente en la crítica
que él hace al sistema de representación tradicional, pues se estaría aceptando de
antemano un sentido de dicho contenido en el signo de manera general y se obviaría
el modo de vivir la experiencia con la realidad y el lugar desde donde se tenga dicha
75
experiencia. De igual modo, aceptar un sentido general es retroceder en lo referente
al lenguaje, se estaría evocando de nuevo una concepción metafísica y logocéntrica
del lenguaje y la escritura.

Además, si se piensa que el signo representa la realidad y no lo vivido se reduciría


a una verdad universal imposible en un mundo con culturas tan diversas, esto
reduciría el lenguaje al ser, en la medida que la palabra se vería obligada a expresar
de modo fonético o escrito lo que en realidad son las cosas, obviando el elemento
indexical. En consecuencia, el habla que para Derridá escapa a la reducción
puramente fonética, se reduciría al pensamiento ejercitado bajo una mirada
logocéntrica que parte de la palabra construida bajo una estructura lógica, y, por
último, al reducir el habla al pensamiento permeado por una concepción
logocéntrica del lenguaje se estaría reduciendo también la escritura a un habla
ligada al pensamiento logocéntrico. Todo ello conduciría a un retroceso en términos
de lo que Derridá entiende por lenguaje y escritura, pues el signo va ligado a una
consideración general de la verdad, por ello es necesario abandonar la hegemonía
del signo como representación de la verdad de las cosas, para hacer uso de la
huella en la que no hay una verdad general, sino el resultado de una vivencia y un
modo particular de tener experiencia con la realidad, para luego establecer una
manera determinada del lenguaje que permita por medio de la escritura tanto la
representación como la interpretación del lenguaje.

El signo no representa ni es la forma objetiva de representar correctamente la


realidad. Es más, “si el signo precediera de alguna manera a lo que se llama la
verdad o la esencia, no tendría ningún sentido hablar de la verdad o de la esencia
del signo” (Derridá, 1998, p. 65), ya que la verdad del signo no estaría dada por la
esencia de las cosas, sino por alguna entidad anterior a la esencia, lo que hablando
en los mismos términos de la lógica tradicional logocéntrica, sería una falla lógica.
76
La verdad del signo, por tanto, ha sido remplazada por lo imborrable de la huella, y
la escritura logocéntrica ha demarcado su muerte para señalar el horizonte del
lenguaje representado por una nueva forma de escritura que integra tanto lo voz
dicha como aquella que se ha quedado en la garganta acompañada de un gesto
facial, tanto la palabra escrita como la escritura tatuada en el cuerpo, dibujada en el
lienzo, proyectada en una pantalla de cine, tallada en una escultura, o en el silencio
de los músculos que aún padecen el dolor causado por la organización jerárquica
que el etnocentrismo ha propiciado.

Es hora de leer no sólo los libros, sino también la escritura no verbal, de comprender
que la interpretación no se da a partir de la escritura alfabética sino también en la
escritura no discursiva. Llegó el momento en que el sentido no está en el signo sino
en lo vivido y manifestado a través del lenguaje y representado por la cultura,
interpretada a su vez desde una mirada que jamás escapa al contexto. Ahora es
importante considerar no solo la relación entre cultura y escritura, entre cultura y
lenguaje sino entre cultura y mundo. La cultura es entendida como mundo y así se
refieren en muchos ámbitos.

77
2. TEORÍA DE LA LECTURA EN PAUL RICŒUR

Después de justificar una teoría de la lectura de textos filosóficos y literarios es


importante desembocar en la propuesta central de la tesis: presentar una teoría de
la lectura de textos a partir del pensamiento de Ricœur, sin dejar de lado los demás
aportes que contiene en sí misma la producción filosófica y literaria, difíciles por
demás de separar. De ahí que es fundamental aquí responder a las cuestiones:
¿Qué es un texto?, y ¿qué significa interpretar un texto?, pasando por las obras más
representativos de Ricœur buscando dar cuenta, como lo debe hacer cualquier
investigación, de las huellas que han dejado otros pensadores en su pensamiento,
y por qué no abrir nuevas posibilidades para la multitud de lectores que el
pensamiento de Ricœur ha suscitado en los últimos años. Indiscutiblemente la
retórica de Aristóteles y las teorías lingüísticas de Benveniste y Todorov están
presentes en su trabajo.

A su vez, el pensamiento de Ricœur ha causado un gran impacto en la


interpretación de textos bíblicos. Para nombrar un ejemplo paradigmático: la Iglesia
en su declaración más completa sobre la hermenéutica bíblica, en el documento del
Pontificia Comisión Bíblica sobre La interpretación de la Biblia en la Iglesia (1993),
dedica el segundo apartado a la hermenéutica filosófica y cita a Ricœur, destacando
unos puntos que serán tratados en el presente capítulo y que ponen de relieve cómo
su teoría del texto y las categorías sentido y apropiación no pasan desapercibidas
para la Iglesia y más bien se convierten en ruta a seguir para todos los responsables
de dicha tarea:

Del pensamiento hermenéutico de Ricœur se debe retener


primeramente el poner de relieve la función de la distancia como
78
preámbulo necesario para una justa apropiación del texto. Una
primera distancia existe entre el texto y su autor, porque, una vez
producido, el texto adquiere una cierta autonomía en relación a su
autor, comienza una carrera de sentido. Otra distancia existe entre
el texto y sus lectores sucesivos. Estos deben respetar el mundo del
texto en su alteridad. Los métodos de análisis literario e histórico
son, pues, necesarios para la interpretación. Sin embargo, el sentido
de un texto no se da plenamente si no es actualizado en la vivencia
de lectores que se lo apropian. A partir de su situación, éstos son
llamados a descubrir significaciones nuevas, en la línea del sentido
fundamental indicado por el texto. El conocimiento bíblico no debe
detenerse en el lenguaje, sino alcanzar la realidad de la cual habla
el texto. El lenguaje religioso de la Biblia es un lenguaje simbólico
que "da qué pensar", un lenguaje del cual no se termina de descubrir
las riquezas de sentido, un lenguaje que procura alcanzar una
realidad trascendente y que, al mismo tiempo, despierta a la
persona humana a la dimensión profunda de su ser (Pontificia
Comisión Bíblica, 1993, p. 68)

Seguidos por esta intuición de la Pontificia Comisión Bíblica, el presente capítulo se


desarrollará en dos acápites fundamentales del pensamiento de Ricœur en cuanto
a la lectura. En principio, se trata de aclarar la concepción de texto y las
implicaciones que tiene para una teoría de la lectura y, en segundo lugar se
desarrollarán las categorías que dan fundamento a dicha teoría y que representan
un esfuerzo importante en el pensamiento de Ricœur a través de las diversas etapas
de su hermenéutica.

La triple relación: referencia, apropiación y sentido son los ejes que estructuran y
articulan una teoría de la lectura en Ricœur, si no la más original si se trata de una

79
de las que más impacto genera en estudios literarios, bíblicos y filosóficos en la
actualidad. En un sentido lato se podría decir que la primera parte está dedicada a
explicar dos objetos que intervienen en la lectura: el texto y el lector, con sus
respectivos mundos. La segunda parte estará dedicada al fenómeno que acompaña
dicha relación y la trama que se teje en dicho encuentro. Lo primero aclara los
objetos y lo segundo trata sobre la subjetividad involucrada cuando uno sale al
encuentro del otro.

La ruta que plantea Cárdenas (2007) sobre una teoría de la lectura en Ricœur
funciona más como una intuición que como un desarrollo, puesto que sitúa dicha
teoría en seis disciplinas que nutren su comprensión y ayudan a un mejor desarrollo
de la propuesta hecha por Ricœur al concepto de lectura. La profesora Cárdenas
plantea que la poética, la retórica, la fenomenología, la dialéctica, la estética y la
hermenéutica son disciplinas que contribuyen a la configuración de una teoría de la
lectura, sin embargo no se adopta aquí este planteamiento puesto que la noción de
texto y lector involucran toda una trama en la que dichas disciplinas se ven
involucradas, mucho más si se aclara qué ocurre en la relación entre ambos a lo
que llamamos lectura. Aclarado este panorama es necesario entrar en materia.

2.1. El texto

Partimos de la idea fundante de Ricœur para quien texto es “todo discurso fijado por
la escritura” (Ricœur, 1986, p. 154), y así un texto, como escritura, es aquello que
espera y reclama una lectura. Allí hay ya una dialéctica implícita entre discurso y
escritura que fue tratado con amplitud en Interpretation theory. Discourse and the
surplus of meaning (1976), para distinguir los actos de habla de la escritura como
expresión. Pero es importante definir, en primera instancia, lo que es el texto.

80
En un sentido más amplio que el texto como fijación, Ricœur dirá que “texto no es
sólo una cosa escrita, es una obra, es decir, una totalidad singular” (1972, p. 104),
por tanto si nos preguntamos acerca de la posibilidad de comprender la obra de un
autor, en este caso de Ricœur, tendríamos que confesar que todavía sus textos no
han sido comprendidos en su totalidad ya que su singularidad está todavía por
desplegarse en nuestro ejercicio hermenéutico. Comprender a Ricœur desde
Ricœur, en este sentido, nos pone en el correcto juicio de decir que hemos
comprendido algunos de sus textos pero que su obra queda ampliada a un lector
que no termina en este trabajo y en ninguno de los trabajos. No queda agotada
nuestra preocupación por decir algo que sea tomado por la comunidad académica
como el punto final de la interpretación. Por tanto, expresa Ricœur:

En tanto que totalidad, la obra literaria no se reduce a una secuencia


de frases inteligibles cada una por sí misma; es una arquitectura de
temas y de propósitos que puede ser construida de varias maneras.
La relación parte-todo es incluso una relación ineluctablemente
circular; la presuposición de un cierto todo precede al discernimiento
de un ordenamiento determinado de las partes y es construyendo
los detalles como edificamos el todo. Por otra parte, como la noción
de totalidad singular lo da a entender, un texto es una suerte de
individuo, como un animal o una obra de arte; no podemos entonces
reunir su singularidad sino rectificando progresivamente los
conceptos genéricos, teniendo en cuenta la clase de textos, el
género literario, las estructuras diversas que se cruzan en este texto
singular (1972, p. 104).

81
Aunque también se puede decir que el texto alude a la unidad más pequeña con la
que contamos en la construcción lingüística, que va desde la frase hasta la
configuración de lo que es el sistema de un autor, lo que se conoce como obra.
Ricœur es incluyente en la noción de texto y amplia el horizonte de comprensión:
“Sin duda un texto puede reducirse a una sola frase, como en los proverbios o en
los aforismos; pero los textos tienen una extensión máxima que puede ir de un
parágrafo a un capítulo, a un libro, a un conjunto de obras elegías, hasta el corpus
de las obras completas de un autor. Llamamos obra la secuencia acabada de
discurso que puede ser considerada como un texto” (Ricœur, 1972, p. 94).

Cuando alguien hace referencia a la palabra texto no se aclara necesariamente cuál


es la extensión del mismo en términos de su contenido. Se puede aludir a texto
cuando se habla de un solo verso, de un aforismo, o de una producción completa
de un autor. Texto es un versículo de la Biblia o Guerra y Paz de Tolstoi. La misma
Biblia con sus 72 libros es un texto, porque hace referencia a una obra que contiene
muchos otros, pero que se entiende como el texto bíblico. Hoy día la categoría texto
se ha ampliado debido a los medios masivos de comunicación, se dice “mensaje de
texto” a un comunicado que se emite a través de un dispositivo móvil, o texto a los
140 caracteres que se utilizan en twitter para realizar un trino.

Ricœur no deja cerrada la cuestión a la extensión y más bien se va a preocupar por


el significado de texto, por eso aclara la cuestión del alcance en términos de la
significación: “En tanto que unidad lingüística, un texto es, de una parte, una
expansión de la primera unidad de significación actual que es la frase, o la instancia
de discurso en el sentido de Benveniste. De otra parte, él aporta un principio de
organización transfrástico que es explotado por el acto de contar bajo todas sus
formas” (1986, p. 15).

82
Para delimitar bien la categoría texto, en la que muchos literatos y escritores
presentan multiplicidad de concepciones, es importante considerar que no abarca
la totalidad de los géneros o la inabarcable producción literaria de los distintos
idiomas, sino que consiste en la lectura de todo texto, cualesquiera que haya sido
el propósito de su autor, y que tenga la capacidad de provocar una redescripción
del mundo en su lector. Para Valdés, ampliando el concepto propuesto por Ricœur,
el texto “es un campo de contienda donde se encuentra la escritura del lector y el
autor entregado a la lectura” (2000, p. 65). Son todos aquellos textos, literatura por
demás, que cobran una demostrada capacidad de provocar en sus lectores una
revisión y una redescripción del mundo.

Aparece en el horizonte la palabra mundo referida a la noción de texto. El mundo


del texto es uno de los presupuestos más importantes en el desarrollo de una teoría
de la lectura. El texto abre un mundo o es el que posibilita otros mundos, abre
mundos: “El mundo que genera el texto es un mundo peculiar, un mundo que entra
en conflicto con el mundo real para describirlo: lo rehace, lo confirma, lo niega. ¿Por
qué razón? Pues simplemente porque el mundo real, el mundo conjunto de
fenómenos, no puede ser comunicable ni aprehensible en cuanto tal sino que debe
ser constituido lingüísticamente para existir” (Agis, 1999, p. 53). Y esta existencia
solo es posible por aquello que lo fija pero que a su vez le da nuevos significados.
Mundo no es solo aquello que determina al hombre como fenómeno, sino que a
través de los textos el hombre se reinventa el mundo. Esta noción parece estar en
relación con Heidegger, sin embargo la palabra texto es un asunto mucho más
tangible que lo referido por el pensador alemán: es la palabra, el ente, lo que le
interesa en su concepción de mundo y representación a través del lenguaje.

83
Lo que defiende Ricœur es que, en relación con el texto, existe una distancia, un
más allá de la obra que supera al autor y todo lo que lo circunda.

El texto posee un rasgo peculiar que lo hace ser algo diverso del
mundo del lector y que lo independiza de la intención del autor. Su
sentido tiende a convertirse en autónomo por relación a la intención
del autor, a la situación inicial de discurso y a su destinatario. Estos
tres elementos constituyen el Sitz-im-Leben (sitio nativo) del texto.
Pero el texto rehúye cualquier restricción, razón que explica por qué
se aleja de aquella intención que movió al autor en el momento de
su creación. El texto apela a una libertad de desenvolvimiento
ulterior que le dará toda su amplitud significativa” (Agis, 1999, p. 54).

En la función hermenéutica Ricœur defiende esa autonomía del texto frente a su


autor, y mucho más lejano del tiempo en el que se generó el texto. Para él son
mucho más importantes los elementos lingüísticos del texto que su conexión con el
mundo sociológico y psicológico del autor. Así se ve superada la hermenéutica
romántica de Schleiermacher y Dilthey donde la primacía del autor frente al texto
era bastante evidente.

De ahí que el texto sea definido por Ricœur como “el soporte de una comunicación
en y para la distancia” (1986, p. 51), donde se supera el vacío histórico y donde se
valida la función hermenéutica del distanciamiento. En esto coincide con Gadamer,
en tanto que lo que hay que salvar es la tradición y no necesariamente la conexión
historiográfica con la fundación del texto. El texto “es el paradigma de la
distanciación en la comunicación; en este sentido, revela un carácter fundamental
de la historicidad misma de la experiencia humana, a saber, que es una

84
comunicación en y por la distancia” (Ricœur, 1986, p. 86). En La Mémoire, l'Histoire,
l'Oubli (2003) se desarrolla toda la propuesta ricœuriana del tiempo en vinculación
con la memoria que da continuidad a los pueblos y allí está el texto como mediación.
Además, el objetivo presentado en el mundo del texto está justificado porque
Ricœur se propone “mostrar que la noción de texto […] exige una renovación de las
dos nociones de explicación e interpretación” (1986, p. 154), en tanto que
explicación no es un asunto solo de las ciencias naturales sino de las ciencias del
espíritu.

En tanto que distancia el texto expresa un mundo que se aproxima al lector, así
ocurre con un contexto lejano en tiempo y lugar para quienes leen y el texto da esa
proximidad. Es el texto el que invita a “interpretar una proposición de mundo, de un
mundo que puede ser habitado por nosotros y donde proyectamos nuestras
posibilidades más propias” (Agis, 1999, p. 54).

El despliegue del mundo del texto se hace realidad en el mundo que el texto expresa
y que Ricœur llama la cosa del texto, esa referencia que se efectúa en la cercanía
con este. Este aspecto será desarrollado más adelante. Y ni qué decir del mundo
del lector que se abre precisamente a través del texto. Sin el instrumento del texto,
dicho mundo no se puede abrir. Esta es la estructura lógica que despliega el acto
de leer, sin el mundo del texto no se abre el mundo del lector y no se da el proceso
de la lectura. De manera contundente, Ricœur expresa que “el discurso y la obra
discursiva como mediación de la comprensión de uno mismo” (1986, p. 114), y no
es solo mediación, se podría decir, puesto que es la posibilidad de comprender y
comprender-se delante de este mismo texto. “Si el sujeto es llamado a
comprenderse delante del texto es en la medida en que no está cerrado sobre sí
mismo, sino abierto al mundo que redescribe y rehace” el texto (1986, p. 168).

85
La lectura será esa posibilidad de apertura, de ahí que Ricœur propone la escucha
como elemento fundamental de la lectura. Sin una disposición, sin una escucha, no
es posible el acto de leer. Es en el diálogo lector y texto que el texto va siendo, se
va configurando. Aquí la cuestión epistemológica entra a jugar un papel significativo
en la noción de texto ricœuriana, puesto que la existencia del texto está dada por el
encuentro con el lector. Texto sin lector es un texto inexistente, puesto que es el
destinatario el que completa y afirma la aparición del texto. La oralidad tiene un
referente inmediato en el auditorio pero el texto se hace presente por la referencia
que es el lector.

En este sentido el texto no es uno solo, porque la multiplicidad del mismo está dada
por la inabarcable totalidad de los géneros o la inabarcable producción literaria de
los distintos idiomas, y consiste también en la lectura de todo texto, cualesquiera
que haya sido el propósito de su autor y que tenga la capacidad de provocar una
redescripción del mundo en su lector. En la misma dirección dirá Ricœur que la
lectura linda con la lucha, con ese primer y tenso acercamiento que presenta toda
lectura. Son todos aquellos textos, literatura por demás, que cobran una demostrada
capacidad de provocar en sus lectores una revisión y una redescripción del mundo
y esto no se da sin una puesta en tensión.

Ricœur ve la acción humana como posibilidad de encuentro entre el lector y el texto,


a la vez que toda acción humana la considera un “cuasitexto”. Toda acción humana,
por tanto, es un buen referente para toda una categoría de textos, la nombra como
“cuasitexto”, como documento para ser leído. Los lectores de Ricœur ven la vida
misma como texto de lectura a partir de estas consideraciones del autor francés, sin
embargo la vida como registro, como fijación, se hace texto en la medida que está
atravesada por la palabra, por el lenguaje, pero siempre se hace necesaria la
86
redescripción del mundo a través del registro de la escritura. “La acción, al igual que
un texto, es una obra abierta, dirigida a una sucesión indefinida de posibles
´lectores´. Los jueces no son los contemporáneos, sino la historia ulterior” (Ricœur,
2008, p. 93). A partir de allí, una vida en busca de un narrador es el vacío que
expone Ricœur entre la vida vivida y la vida contada. A la segunda le vale la
hermenéutica, a la primera la acción le basta, y esto necesita otro tipo de
interpretación y seguirá siendo un “cuasitexto”, no el texto mismo.

Ante la acción la escritura viene al rescate y convierte la acción en texto. Ante la


historia, la narración aparece como la salvación. Historia no contada no significa
historia no vivida, pero pierde mucho de sí ante la imposibilidad de ser narrada.
Como registro único y texto “la escritura fue dada a los hombres para acudir en
rescate de la debilidad del discurso, debilidad que es la del acontecimiento” (Ricœur,
1971, p. 530). Ricœur trae a consideración el mito donde el Rey egipcio de Tebas
podía responder adecuadamente al dios Thot que la escritura era un falso remedio,
porque reemplazaba la verdadera reminiscencia por la conservación material, y la
sabiduría real por el simulacro del conocimiento. Y respecto a esta paradoja de la
humanidad y de la cultura con respecto al registro, a la huella, en definitiva a la
escritura, se pregunta: ¿Qué fija la escritura?, y responde: “Lo dicho del habla, que
entendemos como esa exteriorización intencional que constituye el objetivo mismo
del discurso en virtud del cual el Sagen -el decir- quiere convertirse en Aus-sage –
lo enunciado-. En síntesis, lo que escribimos, lo que inscribimos es el noema del
decir. Es el significado del acontecimiento como habla, no del acontecimiento como
tal” (Ricœur, 1971, p. 531). Esto es clave en la comprensión del concepto de texto
en Ricœur, puesto que la inscripción corresponde a lo que coloquialmente se dice:
“Es un mal necesario”, o un mal remedio como lo expresa el mito. De dos males nos
quedamos con el de la escritura y no con el del olvido que condena a la cultura a la
pérdida de la memoria.

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Ricœur no dogmatiza con la idea de texto, aunque su hermenéutica esté referida a
él, más bien se abstiene de ciertas posturas que absolutizan el texto por encima de
la referencia. El texto es medio y canal en tanto que refiere algo que va mucho más
allá de su imprescindible lugar, no necesariamente se aboga por una dependencia
del texto. La religión cristiana, y no solo ella, habla de una fundación por la palabra
y no solamente por el texto. El fundamentalismo viene del argumento por el cual se
expresa que sin texto no hay referencia, y esto sería desconocer la tradición que es
la que da sentido y sostiene la materialidad del texto. Sin este la referencia no puede
llegar a ser, pero quedarse con él y no ir más allá sería negar la posibilidad de seguir
la flecha a la cual señala el mismo texto.

Aparece en esta línea de reflexión la pregunta de si es posible un texto sin


referencia, y Ricœur plantea: “¿Cuál es el tema de los textos cuando nada se puede
mostrar?” (1971, p. 534). A lo que responde que el único que no puede estar sin
mundo y mucho menos sin referencia o situación es el hombre mismo, el que realiza
la pregunta, porque en él también el absurdo tiene sentido o hace de este su sentido.
Es reiterativo, entonces, en afirmar que lo que se debe comprender en un texto no
es precisamente al que habla detrás del texto -su autor-, sino aquello de lo cual se
habla, “la cosa del texto”, o sea, el tipo de mundo que la obra despliega de delante
del texto.

Aunque una teoría de la lectura está ligada necesariamente a una teoría de la


escritura aquí se ha querido separar dicho vínculo, en tanto que en el texto se da el
registro, la huella, y en el ejercicio de la escritura se da la inscripción. ¿Qué
diferencia existe? Mucha, en tanto que uno es el ejercicio por el cual se escribe y
otro es el producto, el estado final. El ejercicio de la lectura compromete unas capas
de trabajo previo con el que los métodos científicos, sobre todo en textos antiguos,
88
han podido identificar, mientras que la noción de texto contempla una cosa ahí, en
su estado más acabado. En una el decir, en el otro lo dicho. “Por esta razón
podemos decir que lo que llega a la escritura es el discurso en tanto intención del
decir, y que la escritura es una inscripción directa de esta intención” (1986, p. 156).

Ya el texto es un dato con el que se puede contar y en el que la intención del decir
expresada a través de un discurso aparece aquí estático, la oralidad pasa a un
segundo plano y no hay nada más que interpretar que el legado material. Existe,
pues, una ruptura y Ricœur irá más allá: “La liberación del texto respecto de la
oralidad supone una verdadera perturbación tanto de las relaciones entre el
lenguaje y el mundo cuanto de la relación entre el lenguaje y las diversas
subjetividades implicadas, la del autor y la del lector” (1986, p. 156).

El trabajo es mucho más delicado aun cuando se entiende que todo discurso
encuentra una vinculación directa con el mundo, puesto que es lo que está ahí, tiene
una referencia directa, no como en Heidegger donde mundo solo es a partir de la
palabra, sino que la palabra es a partir del mundo (Ricœur, 1986, p. 157), y cuando
aparece la escritura es otro mundo el que aparece, el del texto, dejando de lado el
mundo propuesto por el discurso, y es esta relación con el texto “en la desaparición
del mundo sobre el cual se habla, engendra el cuasimundo de los textos o literatura”
(Ricœur, 1986, p. 157), o sea, un intermundo o el mundo mediático de los textos
que ya no refiere de la misma manera que el discurso, y así “las palabras dejan de
desaparecer ante las cosas; las palabras escritas devienen palabras por sí mismas”
(1986, p. 158), no simplemente aquellas que necesitaban del autor y de las
referencias que este hacía.

89
En términos de lo que significa el texto como huella y registro “los textos impresos
alcanzan al hombre en soledad, lejos de las ceremonias que reúnen a la comunidad”
(Ricœur, 1976, p. 42), y dejan huella como cultura material e inmaterial que marca
un camino a quien se deja tocar por ellos. “Lo mismo puede decirse del concepto
de texto, que combina la condición de inscripción con la textura propia de las obras
generadas por las reglas productivas de la composición literaria. Texto significa
discurso, tanto inscrito como elaborado” (Ricœur, 1976, p. 33). Esta disposición de
inscripción deja ver en el texto un elemento fundamental y es la noción de discurso
que sigue en la exposición.

2.2. El discurso

Del griego dianoia y del latin discursus, la noción de discurso atraviesa la tradición
filosófica occidental como traducción del logos de la lógica aristotélico escolástica,
de donde bebe el pensamiento de Ricœur sobre el discurso. Mucho más de
Aristóteles que de Platón, Ricœur alude al hecho del curso (cursus) de un término
a otro por la mediación de la oración, de la locución, o de la frase en tanto que
sonidos vocales reconocido en la escolástica como vox y cuyo significado lo toma
Ricœur como dicción y que no contiene en sí mismo una verdad. De la mano de
Aristóteles, el autor francés apuesta por un discurso enunciativo que se expresa a
través de la oralidad y la escritura. Del primero es al que se hace referencia en el
presente apartado, puesto que del segundo ya se ha hecho el esfuerzo de una
conceptualización siguiendo la tesis de Ricœur.

Aunque se realiza un tratamiento filosófico de la noción de discurso, no se puede


desconocer que tiene un vínculo con lo que en términos lingüísticos generales se
conoce como “expresión”, y a través de la historia se ha podido constatar cómo la
filosofía ha buscado diversas maneras de expresar el pensamiento, la idea, la razón.
90
Cuando se plantea en el concepto de texto la fijación por medio del discurso se está
hablando de las múltiples formas en las que el discurso filosófico se hace presente,
y estos géneros o formas hacen parte de la riqueza discursiva a través de la cual la
filosofía se ha hecho un lugar en la cultura, en la memoria material de occidente.
Sería pues, el discurso “ese acto por el cual alguien dice algo sobre algún tema a
alguien, se convierte en texto cuando hay un común acuerdo entre hablante o
escritor y oyente o lector de ubicar el discurso en un tiempo y espacio” (Valdés,
2000, p. 64).

Estas son algunas de las formas de expresión en filosofía que han configurado la
categoría de discurso y se han convertido en paradigma, solo se hace mención de
ellas puesto que cada una ya requiere un trabajo en sí mismo, y no es el cometido
de la presente investigación: el poema en Parménides y Lucrecio, el diálogo en
Platón y Berkeley, el tratado en las notas magistrales de Aristóteles, la diatriba en
los cínicos, la exhortación y las epístolas en los estoicos, las confesiones en San
Agustín, las glosas, comentarios, cuestiones, disputaciones y sumas en los
escolásticos, la guía en Maimónides, la autobiografía intelectual en Descartes, el
tratado More geométrico en Spinoza, el ensayo en Montaigne, Locke y Hume, los
aforismos en Francis Bacon, Nietzsche y Wittgenstein, los pensamientos en Pascal,
el diario filosófico en Kierkegaard y Marcel, la novela en Unamuno, y muchos otros
posteriores a su filosofía, etc. No significa que los autores nombrados se hayan
limitado a una sola forma de expresión, pero es aquello que caracteriza su particular
forma de hacer filosofía. Lo que sí es importante dejar claro es el vínculo entre forma
y contenido ligado a la expresión filosófica. Sin lugar a dudas dicha relación es muy
estrecha y hay que aclarar que en el caso de los autores mencionados, sus “obras”
se han constituido en un “sistema” en tanto que abarcan diversos modos expresivos
y la cuestión del género no es accidental sino que han optado por aquellos que
mejor encajaban con las formas generales del pensar o con las más vigentes de su
tiempo.
91
Se trata de mencionar algunos casos ya que por fuera quedan muchos; sin
embargo, Bergson (2006) proponía que una idea podía ser expresada de diversas
formas y no existía un necesario vínculo de una idea con una cierta manera de
comunicarla. Se entiende la libertad que proponía Bergson, pero la historia ha
marcado mucho las ideas y las formas en que las ideas se trasmiten en un
determinado contexto. La postura que se asume aquí es la del vínculo, sin que ello
signifique una pérdida de libertad para el filósofo.

En este sentido, discurso es una categoría bastante amplia y dinámica que seguirá
recibiendo múltiples aportes, incluso los de las nuevas tecnologías en las que
muchos pensadores van encontrando nuevas formas de expresión o de discursos
para comunicar una determinada idea. Cuando de leer un filósofo se trata estamos
no solo ante textos sino ante discursos y formas que hacen inagotable el trabajo de
la interpretación. De ahí que en muchos pensadores el pretender reducir su
pensamiento solo a una frase, a una obra o a una etapa sería injusto. Para Ricœur,
y está en Jakobson también, el discurso consiste en que alguien dice algo a alguien
sobre alguna cosa (Ricœur, 1976, p. 1-23). En el caso filosófico esto sí que da qué
pensar, porque ese algo tiene forma o géneros, lo que implica la existencia de una
polifonía: varias voces en un mismo texto.

Más que discurso, que es una categoría bastante utilizada por Ricœur, aparece la
noción de habla o actos de habla para diferenciar la lengua del discurso. En este
sentido la génesis del texto se dar por “esta liberación de la escritura que la pone
en el lugar del habla es el acto de nacimiento del texto” (Ricœur, 1986, p. 156).
Como discurso, un texto debe ser tratado como aquel que encierra en sí mismo
actos de habla que configuran una lengua. En ese sentido “es posible tratar los
92
textos según las reglas de explicación que la lingüística aplica exitosamente a los
sistemas simples de signos que constituye, en la lengua por oposición al habla”
(1986, p. 164), y mientras que la primera pertenece a la lingüística, la segunda está
del lado de la fisiología, la psicología y la sociología. Ambas son pues la materialidad
(habla) y la trascendencia (lengua) del discurso que compone un texto. De ahí que
lo que se interpreta es mucho más que los actos de habla que dependen del
contexto. Se trata más bien de fijar la mirada en la lengua cuyo análisis pasa también
por la comprensión semiótica o estructural. A este respecto Ricœur dirá “que no se
podrían aplicar al texto las leyes que no son válidas más que para la lengua, distinta
del habla” (1986, p. 164).

Para Ricœur el discurso es un acontecimiento, una narración en busca un lector.


“Todo discurso, diremos, es efectuado como acontecimiento; pero todo discurso es
comprendido como significación” (1972, p. 95). De ahí que no existan solo
interpretaciones sino hechos, contrario a la postura de Nietzsche, respecto al
suceso que no necesita existir para realizar su efecto en lo cotidiano, buscar la
significación no es lo único puesto que existe el fenómeno. “El discurso es
acontecimiento en forma de lenguaje” (1971, p. 530). Se entiende, por tanto, que
significación es el sentido o connotación de un término o una frase. A la manera de
Husserl la significación puede ser entendida como lo que nombra una expresión si
se toma la expresión y no la vivencia de la significación como punto de partida. “Hay
que tomar el punto de vista del auditor o del lector, y tratar la novedad de
significación emergente como la contrapartida, de parte del autor, de una
construcción por parte del lector. Entonces, el proceso de explicación es el único
acceso al proceso de creación” (1972, p. 104).

Discurso, pues, no es lo único en tanto que este efectúa la significación de un


fenómeno y no queda expuesto solo al acto creativo sino al acto de nombrar y
enunciar no solo el pensamiento sino ese “algo” a lo que se hace referencia a través
93
del mismo discurso. El texto además de tener un mundo, abre a otros mundos
posibles que están más allá del texto mismo. “Solo el discurso tiene, no únicamente
un mundo, sino otro, un interlocutor al cual está dirigido” (1971, p. 531).

La unidad más pequeña de discurso como es la oración “se exterioriza en la


sentencia, cuya estructura interior puede ser identificada y reidificada como la
misma, y que, por lo tanto, puede ser inscrita y preservada” (Ricœur, 1976, p. 27).
No se trata de una configuración ya acabada puesto que hay oraciones que son
enunciativas pero no existe en ellas ninguna implicación. Por ejemplo, cuando se
dice “el hombre bueno” se hace referencia a algo que no existe, pero si la referencia
tiene su complemento puede que se esté frente a un discurso que dice algo a
alguien acerca de algo. Si se dice “el hombre bueno es generoso” existe allí una
referencia que puede encontrar su sentido en lo real. De ahí que no todo discurso
tiene referencia puesto que no toda oración abre a una referencia, y en esto Ricœur
plantea que el texto no puede a su vez convertirse en absoluto si el discurso que lo
acompaña es un absoluto sin posibilidad de diálogo: “La falacia de hacer del texto
una entidad hipostática sin autor. Si la falacia intencional pasa por alto la autonomía
semántica del texto, la falacia opuesta olvida que un texto sigue siendo un discurso
contado por alguien, dicho por alguien a alguien acerca de algo” (1976, p. 30), y si
no cumple con esas tres categorías difícilmente es discurso. Por tanto, “un discurso
no es otra persona, sino un “pro-yecto”, esto es, el esquema de una nueva forma de
ser en el mundo” (1976, p. 37), que aparece fijado por la escritura y cumple con el
valor mínimo de la semántica de un texto: tiene sentido y tiene referencia.

El texto es, pues, la posibilidad de penetrar un mundo a través del discurso que no
se expresa solo en la tradición oral por quien lo promulgó, sino que está fijado por
quien lo inscribió. Se da separación entre quien lo dice y quien lo escribe, siendo
este último el que propicia la fijación pero siendo el primero el autor del “texto”; la
94
tradición oral compromete la escrita, no la abandona ni la deja vacía. “El sentido del
autor se vuelve propiamente una dimensión del texto en la medida en que el autor
no está disponible para ser interrogado. Cuanto el texto ya no responde, tiene
entonces un autor y no a un hablante. El sentido del autor es la contraparte dialéctica
del sentido verbal, y ambos deben ser explicados en relación recíproca” (Ricœur,
1976, p. 30). Se da el diálogo no con el autor sino con el texto que, en términos de
discurso, es ahora lo único con lo que se cuenta y al único que hay que atender,
puesto que es solamente la escritura la que “al liberarse no sólo de su autor y su
auditorio originario, sino también de los límites de la situación dialogal, revela este
destino del discurso como proyección de un mundo” (1976, p. 37), planteando una
universalización del público, puesto que ese “algo” que “alguien” dirige “está ahora
ligado a un soporte material, se vuelve más espiritual en el sentido de que es
liberado de la limitación de la situación frente-a-frente” (1976, p. 31), por las
posibilidades que ofrece el discurso plasmado en la escritura.

Significación es pues el mundo que se abre a través de los textos. Para Ricœur, “el
mundo es el conjunto de referencias abiertas por los textos” (1972, p. 107), esto
cabe perfectamente para la literatura en general. A partir de allí se ha abierto una
serie de horizontes de comprensión en la cultura occidental que se convierten en
verdaderas piezas que sostienen la arquitectura del lenguaje y configuran lo que
llamamos “mundo occidental”. Ricœur ejemplifica dicha cuestión y remite al uso
común de mundo al cual se hace referencia continuamente: “Hablamos del ´mundo´
griego, no para designar lo que fueron las situaciones para aquellos que las vivieron,
sino para designar las referencias no situacionales que sobreviven a la desaparición
de las primeras y que en lo sucesivo son ofrecidas como modos posibles de ser,
como dimensiones simbólicas posibles de nuestro ser en el mundo” (1972, p. 107).
En síntesis, ¿qué se debe pensar de la relación del texto con el habla? (1986, p.
127), Ricœur mismo responde a través del recorrido que hemos hecho: discurso,
esto es lo que hay que pensar y lo que da qué pensar.
95
2.3. El mundo

La noción de mundo es fundamental en Ricœur y muchos análisis apuntan siempre


a considerar dicha idea de mundo tomada de Husserl (2006). Aquí se utiliza para
distinguir los tres planos en los que se da la lectura. Uno es el mundo del texto, otro
el mundo de la lectura, donde el texto abre a otros mundos y está soportado por la
lectura, y el tercer mundo sería el del lector. Del primer mundo se puede decir que
“el escrito conserva el discurso y lo convierte en un archivo disponible para la
memoria individual y colectiva” (1986, p. 156), no a la manera propuesta por Derridá
(1998), expuesto en el capítulo anterior, como si la memoria que albergan los textos
fuera un mal, sino que es la necesaria inscripción de perpetuidad de la cultura a
través del texto. “Para Husserl, el sentido de un enunciado constituye una idealidad
que no existe ni en la realidad cotidiana ni en la realidad psíquica: es una pura
unidad de sentido sin localización real” (Ricœur, 1986, p. 162), dada por el texto, y
esto separa a Ricœur de la pretensión de llegar al mismísimo lugar de la palabra a
través de un estudio sociológico y psicológico del autor.

En relación con el mundo, la lectura significa que “entender un texto es al mismo


tiempo esclarecer nuestra propia situación, o, si se quiere, interpolar entre los
predicados de nuestra situación todas las significaciones que convierten nuestro
Umwelt en un Welt. Esta ampliación del Umwelt en las dimensiones del Welt es la
que nos permite hablar de referencias abiertas por el texto; sería aún mejor decir
que estas referencias abren el mundo” (Ricœur, 1971, p. 534). Sigue siendo, pues,
la significación el elemento fundamental que permite la configuración del mundo y
en el ámbito tratado aquí sería el mundo de comprensión u horizonte de
comprensión que la lectura le permite al lector. “Como lectores podemos
permanecer en un estado de suspenso con respecto a cualquier clase de mundo
96
referido, o bien podemos actualizar las referencias potenciales no ostensivas del
texto en una nueva situación, la del lector” (1971, p. 546). El mundo del lector
completa la noción de mundo abierta por el texto que solo se efectúa en el acto
mismo de leer.

A diferencia de las hermenéuticas modernas cuya valoración estaba en el mundo


del autor, Ricœur propone una dirección en la que el lector se encuentra solo con el
“mundo” del texto, el autor no está más allí para facilitar la comprensión y el sentido
de un texto. Hay que insistir en que el texto tiene un mundo que se despliega y
puede ser penetrado por la autonomía con respecto al autor. El favor que recibe el
texto de su autor es desaparecer para que posibles lectores comprendan su mundo
a través del mundo abierto por el texto. El texto es libre en la medida que se
desprende de su autor. Ya, a la manera de Gadamer, hay que entablar un diálogo
con el texto. El autor no aparece más en el horizonte de aquel mundo que hay que
comprender, ya sea sociológico o psicológico como lo pensaba el primer Heidegger
o lo buscaba Dilthey en la hermenéutica denominada “romántica”. Es contundente
al expresar la riqueza de esta separación, puesto que la “proximidad del sujeto
hablante con su propia palabra es sustituida por una relación compleja del autor con
el texto que permite decir que el autor es instituido por el texto, que él mismo se
sostiene en el espacio de significado trazado e inscrito por la escritura” (1986, p.
158).

La reflexión se amplía en la lectura que hace Ricœur del libro de Iser, El acto de
leer (1987). En el texto aparece una fenomenología de la lectura en la que se
describe lo que sucede cuando el lector y la obra nunca vuelven a ser los mismos
después de dicho ejercicio. En este sentido se sigue a Iser, en que la obra es mucho
más que el texto y este presenta una polaridad en tanto que al ser creado el texto
tiene un valor artístico pensado por su autor, pero en términos de la lectura contiene
97
un valor estético como lo expresa el mismo autor: “La obra es más que el texto,
pues solo cobra vida en la concreción y, por su parte, ésta no se halla totalmente
libre de las aptitudes que le introduce el lector, aun cuando tales aptitudes sean
actividades según los condicionamientos del texto. Allí, pues, donde el texto y el
lector convergen, ese es el lugar de la obra literaria y tiene un carácter virtual que
no puede ser reducido ni a la realidad del texto ni a las aptitudes definitorias del
lector” (Iser, 1987, p. 44).

En cuanto mundo del lector, este está ausente en la escritura y el escritor está
ausente en la lectura. “El texto produce así un doble ocultamiento: del lector y del
escritor, y de esta manera sustituye la relación de diálogo que une inmediatamente
la voz de uno con el oído del otro” (Ricœur, 1986, p. 155). El diálogo se efectúa en
ese encuentro, no ya del lector con el autor sino del lector con el texto a través de
la lectura. “En el acto de lectura, el lector mismo, es el agente de referencialidad, es
el lector el que lleva la configuración imaginativa del texto hacia la refiguración
dentro del mundo del lector” (Valdés, 2000, p. 67).

Para defender la autonomía del texto frente al discurso como fijación y la obra como
aquello que escapa al texto mismo Ricœur se pregunta: “¿La diferencia específica,
la fijación por la escritura, no es aquí más importante que el rasgo común a todos
los signos, dar un interior en un exterior?” (1986, p. 1161), y responde de manera
vehemente con el vínculo que existe entre texto y mundo en términos de sustitución
que se convierte en el horizonte de comprensión que abre mundos y “es la clave de
esa otra conmoción […] aquella que afecta la relación del texto con las
subjetividades del autor y del lector” (1986, p. 158), no desde un afuera del texto
sino desde un adentro, puesto que no es posible pensar en la trascendencia del
mismo sino en el despliegue del mundo del texto a través de la lectura. De ahí que
“la constitución del texto como texto, y de la red de textos como literatura autoriza
98
la intercepción de esta doble trascendencia del discurso, hacia un mundo y hacia
otro” (1986, p. 163).

En cuanto el mundo que abre el texto, uno de los modelos importantes de texto es
el mito. Desde el análisis estructural, Ricœur advierte siempre en la necesidad de
una hermenéutica literaria antes de cualquier análisis de sentido de los textos. En
este campo de análisis, “el modelo explicativo llamado estructural no agota el campo
de las actitudes posibles frente a un texto” (1986, p. 164), y que allí en la
composición del mito existe una red de relaciones que se tejen a través de muchas
oraciones particulares y el alcance que tiene este tipo de lenguaje en términos de
significado está dado por la función estructural que cumple el mito. “Lo que se llama
aquí función significante no es en absoluto lo que el mito quiere decir, su alcance
filosófico o existencial, sino la combinación, la disposición de los mitemas, en suma,
la estructura del mito” (1986, p. 166). De ahí que en el análisis estructural “el texto
sólo es texto y la lectura lo habita como texto, en la suspensión de su significado
para nosotros, en la suspensión de toda realización en un habla actual” (1986, p.
167), que encuentra un contexto y público precisos, retoma un mundo y una
referencia a un mundo y una comunidad en particular en la cual el texto se
circunscribe, así “el mundo es el del lector; el sujeto es el lector mismo” (1986, p.
172).

Mundo del texto no es entonces, “la intención del autor, las vivencias del escritor a
las cuales sería posible llegar, sino lo que quiere el texto, lo que quiere decir, para
quien obedece a su exhortación” (Ricœur, 1986, p. 174). Lo que pretende el texto
es vincular al lector con un sentido, mirar en la misma dirección a la que apunta el
texto y desde allí encontrar su sentido. Recordando siempre la premisa que aunque
no exista un único sentido tampoco significa que sean válidos todos los sentidos
posibles o todas las miradas posibles. “El objetivo es el texto mismo; el signo es la
99
semántica profunda destacada por al análisis estructural y la serie de interpretantes
es la cadena de interpretaciones producidas por la comunidad interpretante e
incorporadas a la dinámica del texto, como el trabajo del sentido sobre sí mismo”
(1986, p. 177). Así se evita que las interpretaciones o los múltiples sentidos a los
que alude el texto se conviertan en una babel de sentidos sobre un único texto.

La relación del texto con el mundo, o lo que se ha considerado aquí como el mundo
del texto, pone en evidencia la subjetividad del lector que busca comprender el texto
y termina comprendiéndose a sí mismo ya que la intencionalidad de proyectarse en
el texto queda desplazada por la exposición que hace de sí ante el texto a través de
la lectura. Se abre un mundo que escapa al dominio del lector, no porque no pueda
hacer una lectura de control sino porque la auténtica lectura pasa por estar allí frente
al texto como frente a un espejo que devela mucho más de lo que previamente “es
la cosa del texto la que da al lector su dimensión de subjetividad; la comprensión,
entonces, deja de ser una constitución cuya llave estaría en poder del sujeto. Si se
lleva hasta el final esta sugerencia, debe decirse que la subjetividad del lector no
queda menos en supuesto irrealizada, potencializada, que el mundo mismo
desplegado por el texto” (2008a, p. 179).

De esta paradoja o tensión entre el mundo del autor y el mundo del lector abierta,
ahora, por el mundo del texto, Ricœur sigue al crítico literario americano Weyne
Booth, quien en The rethoric of fiction (2010), tiene como objeto presentar “los
medios de que dispone el autor para tomar control de su lector” (Ricœur, 1985, p.
289), y así es el campo de la retórica el que marca un primer camino a la teoría de
la lectura en tanto que es esta de suma importancia “en la medida en que ésta rige
el arte por el que el orador intenta convencer a su auditorio” (Ricœur, 1985, p. 289).
No queriendo decir con esto que se retorna al deseo romántico de dar con la
psicología del autor, sino que el autor que se toma es el autor implicado pues “es él
100
el que toma la iniciativa ante el desafío que sirve de base a la relación entre escritura
y lectura” (Ricœur, 1985, p. 290). Ricœur justifica este giro en tanto que “la noción
de autor implicado pertenece a la problemática de la comunicación, en la medida en
que está íntimamente ligada a una retórica de la persuasión” (Ricœur, 1985, p. 290),
y solo se abre por el mundo que ya no está dominado por un sujeto que busca
convencer a otro, en el modelo retórico, sino por uno que se abre a la cuestión que
hay que subrayar como “la cosa del texto”, eso que está más allá del texto mismo.

Allí aparece una mediación que solo el texto puede desplegar y solo en él se ven
reflejados los elementos fundamentales de la comunicación puesto que “los
procedimientos retóricos por los que el autor sacrifica su presencia consisten
precisamente en enmascarar el artificio mediante la verosimilitud de una historia
que parece contarse por sí sola y que deja hablar a la vida, que así se llama la
realidad social, el comportamiento individual o el flujo de conciencia” (Ricœur, 1985,
p. 292). En este sentido, el autor -implicado- se ve reflejado en el lector que es el
único sujeto que aparece delante del texto. Es el texto el que crea dos mundos y se
substrae a través del primero, y es precisamente en el texto donde “el autor
presiente su función en la medida en que aprehende intuitivamente la obra como
una totalidad unificada. Espontáneamente, no relaciona sólo esta unificación con
las reglas de composición, sino con las selecciones y con las normas que hacen
precisamente del texto la obra de un enunciador, por lo tanto, una obra introducida
por una persona y no por la naturaleza” (1985, p. 292).

El autor implicado, aunque ya no está allí para explicar nada, “tiene en todo
momento el poder de acceder al conocimiento de otro desde el interior; este
privilegio forma parte de los poderes retóricos de los que está investido el autor
implicado, en virtud del pacto tácito entre el autor y el lector” (1985, p. 294). Es la
magia de la escritura que puede develar misterios a través de una perenne
101
continuidad: va pasando el autor y el texto, y se sigue marcando una ruta a través
de la cual el lector sigue mirando-se y comprendiendo-se. En este sentido el texto
“permite hacer variar la distancia entre el autor implicado y sus personajes, un grado
de complejidad se crea inmediatamente en el lector, complejidad que es la fuente
de su libertad frente a la autoridad que la ficción recibe de su autor” (1985, p. 294).

En el caso de la narrativa la cuestión se hace mucho más evidente que en otro tipo
de géneros, pues “la función de la literatura más corrosiva puede ser la de contribuir
a crear un lector de un nuevo género, un lector a su vez sospechoso, porque la
lectura deja de ser un viaje confiado hecho en compañía de un narrador digno de
confianza, y se convierte en una lucha con el autor implicado, una lucha que lo
reconduce a sí mismo” (Ricœur, 1985, p. 297). Así, la figura del lector se ve
superada y aumentada por la realidad que presenta un otro en el mundo del texto,
y esa es la cosa del texto, llegar a implicar tanto al lector que lo hace suyo en la
medida que la subjetividad va manteniendo un forcejeo con aquello de lo que habla
el texto. Las resistencias que pone el lector hacen parte de esa dinámica propia
expuesta por el texto que consigue incomodar y proponer un mundo distinto, puesto
que el texto es en la medida que su lector permite el despliegue de dicho mundo.
En definitiva, “sin lector que lo acompañe, no hay acto configurador que actúe en el
texto y sin lector que se lo apropie, no hay mundo desplegado delante del texto”
(Ricœur, 1985, p. 297). En esa dinámica el texto es quien crea un mundo y produce
un lector. Ricœur dirá que “el propio lector es construido, de alguna manera, en y
por el texto” (1985, p.298).

Hay textos que dejan ver de manera clara a ese lector que quieren crear, y generan
una disposición o abren un mundo mucho más complejo donde el autor manda
señales a los lectores. Caso extremo es el de José Antonio Marina en su libro El
vuelo de la inteligencia (2003), donde subraya “literalmente” los acápites que
102
considera importantes y las preguntas y los puntos clave que debe considerar el
lector. No es solo un elemento retórico, es también una manera de direccionar la
lectura y crear mundo propio.

Una de las dificultades para la elaboración de una teoría de la lectura basada en la


disciplina retórica es la dependencia que puede permanecer con la teoría de la
escritura. “No se trata de hacer de modo que el texto, la escritura, sean
‘recuperados’ por la retórica; se trata de mostrar que una relectura de la retórica es
posible a partir de la experiencia del texto, de la escritura” (Ricœur, 1985, p. 298,
nota al pie 1), donde el texto es la fuente y los actos que le precedieron no se
encuentran más como una arquitectura material sino como un legado al que solo se
puede acceder por la materialidad del texto que sigue siendo restrictivo en tanto que
fijación no es un absoluto y es allí donde el elemento retórico no desaparece.

Así visto, el mundo del texto es el que sustituye un mundo al que solo es permitido
acceder por el texto mismo. La completitud del texto está dada por el mundo que se
abre a través de la lectura. “Un texto está inconcluso una segunda vez en el sentido
de que el mundo que propone se define como el correlato intencional de una
secuencia de frases (intencional Satzkorrelate), del que hay que formar un todo para
que ese mundo sea buscado” (Ricœur, 1985, p. 305), y encontrado por el lector. En
la hermenéutica existencial (Bultmann – Heidegger) el texto era uno y distinto del
que proponía el lector, y dicha separación estaba tan marcada de manera que el
texto no permitía la constitución de mundo del lector sino que era el lector quien le
daba al texto su propio mundo y se perdía la referencia, lo cual traía una
consecuencia negativa en la relación texto-lector ya que el equilibrio se mantiene
mientras “el texto aparece así, alternativamente, en falta y en exceso respecto a la
lectura” (Ricœur, 1985, p. 306).

103
Este mundo abierto por el texto que aquí se entiende como el mundo del texto crea
el mundo del lector. “Por una parte, es la autonomía semántica del texto la que
permite la variedad de lectores potenciales y, por así decirlo, crea al público el texto.
Por otro lado, es la respuesta del público la que hace al texto importante y, por lo
tanto, significante” (Ricœur, 1976, p. 31). Esta distinción de ambos mundos, no ya
el de la relación texto-autor sino el del texto-lector, convierte la lectura en la única
mediación posible y la única recepción válida para que el texto posea un carácter,
exponga un mundo que quizá está más allá de la configuración material y aparece
un tercer mundo, el de la lectura. En este sentido “los aquí y los allá del texto pueden
ser referidos tácitamente al aquí y al allá absolutos del lector, merced a la red
espacio-temporal singular a la que tanto el escritor como el lector finalmente
pertenecen y que ambos reconocen” (Ricœur, 1976, p. 35), por el texto, por la
lectura.

Sin embargo, en Ricœur, la noción de mundo es restrictiva en tanto que “el mundo
es el conjunto de referencias abiertas por todo tipo de texto, descriptivo o poético,
que he leído, comprendido y amado” (1976, p. 37), así no se limita la noción de
mundo del texto, sino que los textos mismos son posibilidad de abrir mundos.
Precisamente “es este ensanchamiento de nuestro horizonte existencial lo que nos
permite hablar de las referencias abiertas por el texto o del mundo abierto por las
afirmaciones referenciales de la mayoría de los textos” (1976, p. 37), lo que
configura el mundo, lo que da vida al lector que se proyecta en el proyecto inscrito
que aparece en el mundo referido por el texto.

Entre el mundo del texto y del lector se abre otro mundo que es el de la escritura al
convertirse en mediación. La escritura, por su implicación retórica está incluida en
este mundo del texto. Sin la escritura el texto, como se ha expresado a lo largo del
104
trabajo, no es. Para Ricœur la escritura contiene unas implicaciones, no sólo
retóricas sino poéticas, pues para él “la escritura es comparada con la pintura, cuyas
imágenes se dice, son más débiles y menos reales que los seres vivientes” (1976,
p. 40), y esto le imprime un carácter estético a dicho ejercicio transformando al
escritor en un artista con una función concreta: “La iconicidad es la re-escritura de
la realidad. La escritura, en el sentido limitado de la palabra, es un caso particular
de iconicidad. La inscripción del discurso es las transcripción del mundo, y la
transcripción no es duplicación, sino metamorfosis” (1976, p. 42), que llega a
plantear la problemática misma de la hermenéutica al referirse a su polo
complementario, la lectura. A partir de allí surge una nueva dialéctica:
distanciamiento y apropiación. Es lo que se describirá a continuación y que plantea
la cuestión central a tratar: la función de la referencia, el sentido y la apropiación en
el ejercicio de la lectura de la mano de Ricœur.

2.4. La interpretación

Responder a la cuestión de qué significa interpretar un texto, después de dar


respuesta a qué es un texto, en relación con la teoría de la lectura en Ricœur, es
mucho más sencillo, en tanto que aquello que hay que interpretar o leer es un texto,
no se trata de otra cosa. Si se habla de otro tipo de signos que fueran lingüísticos o
de otra inscripción que no fuera el texto, el acto de interpretar sería mucho más
complejo, puesto que involucra otros elementos del proceso de lectura que están
más allá de las pretensiones de la investigación aquí propuesta, y que ampliamente
se ha trabajado en la misma obra de Ricœur desde otras perspectivas. Así resuelve
la pregunta por la interpretación del texto que él mismo formula:

Desarrollo la idea según la cual un texto literario en general, un texto


narrativo en particular, proyecta delante de él un mundo-del-texto,
mundo posible ciertamente, pero mundo a pesar de todo, como un

105
lugar de acogida al que yo podría atenerme y donde podría habitar
para llevar dentro de éste a efecto mis más propios pensamientos.
Sin ser un mundo real, este objeto intencional al que el texto apunta
como su horizonte, constituye una primera mediación, en la medida
en que lo que un lector puede apropiarse de él, no es ésa la
intención remota y perdida del autor, sino el mundo del texto ahora
ante el texto (Calvo Martinez, 1991, p. 41).

La triple relación, referencia, sentido y apropiación, es la que fundamenta la


presente exposición y lo que realmente se convierte en el centro de su teoría sobre
la lectura. Los procesos de lectura, del lado de la comprensión y quizá de la
explicación, están enmarcados por estos componentes que Ricœur involucra en la
lectura. El concepto más básico de lectura está en que la lectura debe efectuar la
referencia a la vez que propone un sentido y llega a su máxima expresión cuando
es apropiado (aplicado) por el lector.

Esta ruta allanada ha seguido el mismo camino propuesto por Ricœur al estudiar
primero las características del lenguaje como discurso entendido, como
acontecimiento que se realiza temporalmente en el presente, que se remite a un
locutor o sujeto, y que es siempre sobre alguna cosa. Por consiguiente, si todo
discurso se efectúa como acontecimiento, todo discurso es entendido como
significación. El discurso se puede convertir en obra cuando se cuenta con una
secuencia más larga que la frase, es decir, cuando se da una composición sometida
a una codificación (a un género literario) y con una configuración individual (el
estilo). El hecho de que la obra sea una composición supone un trabajo artesanal,
una organización y una estructura del discurso y, por tanto, admite un análisis
estructural o semiótico que hay que develar, que hay que proponer a partir del acto
de leer.

106
Para efectuar una superación del puro análisis inmanente estructuralista del texto,
Ricœur analiza lo que sucede cuando el discurso se pone por escrito, cuando se
convierte en escritura, cuando aparece el texto. En este caso el texto se hace
autónomo respecto a la intención del autor, produciéndose un primer
distanciamiento (entre autor y texto). Gracias a la escritura, el texto se
“descontextualiza” de su autor (mundo psicológico) y de su medio (mundo
sociológico). Lo que se ofrece ahora es el mundo del texto, que se abre al mundo
del lector en un nuevo distanciamiento.

El acto de leer, entonces, consistirá en conectar el mundo del texto y el mundo del
lector, estableciendo una nueva “contextualización”, lo que Gadamer llamaba la
“fusión de horizontes” (Horizontverschmelzung) (1998, p. 111). Por consiguiente, la
hermenéutica no consistirá tanto en conocer el detrás del texto, cuanto el delante
del texto: interpretar sería algo como explicitar el modo de ser-en-el-mundo
desplegado delante del texto. En último término, interpretar es apropiarse una
proposición sobre el mundo, que está delante del texto, como aquello que la obra
despliega, descubre, revela. Comprender es por tanto comprenderse. Es lo que
Ricœur desarrolla en Temps et récit III. Le temps raconté (1985), y que aparece en
el centro de su filosofía reflexiva y expresa aquella disposición del lector que
aparece delante del texto: exponerse a él y recibir de él un sí mismo más amplio,
una propuesta de existencia adecuada a la propuesta que me hace el mundo del
texto.

Más allá de la psicología del autor y la estructura de la obra, como objetivos de la


hermenéutica romántica y estructural, Ricœur propone el mundo del texto. Concepto
que se vincula a la referencia o denotación del discurso y que ha sido tomado de
107
Frege (1971) para diferenciarlo del sentido del discurso: “Su sentido es el objeto
ideal al que se refiere; este sentido es puramente inmanente al discurso. Su
referencia es su valor de verdad, su pretensión de alcanzar la realidad” (Ricœur,
1986, p. 126). Es la manera como el discurso se refiere, expresa y relaciona con el
mundo. En el discurso escrito la referencia deja de ser ostensiva como ocurre en la
oralidad del diálogo. Ya no hay situación cara a cara que permita la mostración y la
referencia puede suprimirse como ocurre en la literatura, como ocurre también en
el poema. Otro vínculo con el mundo sugerido por el texto lírico que revela aspectos
de la realidad que no corresponden a los de la percepción ordinaria. Aparece
entonces aquello que Ricœur llama una referencia segunda, más profunda, que se
vincula al mundo en el nivel que Husserl denominaba Lebenswelt3 y en Heidegger
se entiende como ser-en-el mundo. De esta forma “interpretar es explicitar el tipo
de ser-en-el-mundo desplegado ante el texto” (Ricœur, 1986, p. 128). Opera,
entonces, un distanciamiento de lo real mediante la ruptura del referente abriendo
nuevas posibilidades de ser en el mundo.

Así, el mundo del texto y el mundo del lector se convierten en los elementos
diferenciadores del estudio ricœuriano sobre la lectura. Emprender dicho camino
supone un acto de discontinuidad con la tradición hermenéutica contemporánea y
abre nuevas perspectivas de lectura que vinculan la retórica del texto escrito y las
dimensiones mismas de la textualidad expuestas por el autor francés en Temps et
récit III. Le temps raconté (1985) y Du texte à l'action. Essais d'herméneutique II
(1986). De ahí que la búsqueda sea simple en cuanto a la presentación que hace el
autor, pero compleja respecto a las implicaciones que dichas propuestas generan

3 Término introducido por Husserl, en el texto: Las crisis de las ciencias europeas y la fenomenología
trascendental, para referirse al estudio del mundo vivido subjetivamente. Según Husserl es el mundo
de los supuestos o pre-supuestos aceptados por su sujeto y que se constituye en el horizonte no
tenido en cuenta en la investigación fenomenológica. Hay vestigios en algunas consideraciones de
Ortega y Gasset. En Dilthey, padre de la hermenéutica moderna, hay conexiones con dicha reflexión
como filosofía de la vida y bajo el término Erlebnis (Husserl, 1991).

108
en el ámbito mismo del comprender y del recuperar la tarea hermenéutica actual.
En Le conflit des interprétations. Essais d´hermenéutique (1969) el mundo del texto
no se encuentra como tema central de su exposición ya que aunque precede a Du
texte à l'action. Essais d'herméneutique II (1986), es una obra, en su totalidad, bajo
una estructura de carácter fragmentario. En esta obra del año 1969, aunque el tema
sea hermenéutico, están presentes otros elementos como el estructuralismo, el
psicoanálisis, la fenomenología y, desde luego, siempre en diálogo con la
hermenéutica, pero son textos más fronterizos y no se desarrolla allí como tal una
teoría del texto o de la lectura como se busca ahondar en la presente investigación.

Existe una diferencia con el planteamiento de otros autores cuya preocupación está
más del lado del texto que del lector, entre ellos Peirce (1997) y Beuchot (2004),
quienes, respecto a la interpretación de textos, conciben al lector como un
interpretante de signos, mientras que para Ricœur el lector es un “interpretante de
enunciados” (1986, p. 177). En los primeros hay un énfasis en la palabra, en Ricœur
hay una preocupación por la expresión. Así pues, es necesario “despsicologizar
tanto como sea posible nuestra noción de interpretación y referirla al trabajo mismo
que se ejecuta en el texto. De aquí en más, interpretar, para el exégeta, es ponerse
en el sentido indicado por esta relación de interpretación sostenida por el texto”
(1986, p. 177).

A partir de esta premisa se abren nuevas posibilidades para el ámbito hermenéutico,


y por tanto salvar la tensión entre interpretación y comprensión que se da en el
ámbito de las humanidades y que suscita debates. Para Ricœur “la comprensión
proporciona el fundamento, el conocimiento mediante signos del psiquismo ajeno,
y la interpretación aporta el grado de objetivación, gracias a la fijación y la
conservación que la escritura confiere a los signos” (1986, p. 160), y defiende su
hermenéutica como reflexiva puesto que va más allá de aquella que solo pretendía
109
dar con el autor como referente puesto que “el fin último de la hermenéutica es
comprender al autor mejor de lo que él se ha comprendido a sí mismo. He aquí la
psicología de la comprensión” (1986, p. 161).

En esta dicotomía del interpretar y el comprender, Ricœur sigue a Aristóteles, o


mejor dicho la obra del autor francés está atravesada por el pensador griego en sus
convicciones semánticas y retóricas. Los principios retóricos con los que formula su
hermenéutica son aristotélicos. Expresa Ricœur su prelación por la hermenéutica
aristotélica “a diferencia de la técnica hermenéutica –hermeneutiké técnhne- de los
adivinos y de los intérpretes de oráculos, es el acto mismo del lenguaje sobre las
cosas. Interpretar para Aristóteles, no es lo que se hace en un segundo lenguaje
con respecto a un primero; es lo que hace ya el primer lenguaje, al mediatizar con
signos nuestra relación con las cosas” (1986, p. 175). Y leer sería entonces
reflexionar con la mediación de los signos lingüísticos. Acaba Ricœur con el debate
sobre la tarea del exégeta y la tarea del hermeneuta, en tanto que ambos propenden
por un sentido, por una relación de intención sostenida por el propio texto (1986, p.
175), donde interpretar es apropiación, aquí y ahora de la intención del texto. Se da
una secuencia implícita en la lectura: la interpretación y la apropiación, sin exclusión
y sin prevalencia de la una sobre la otra. Si falta una de ellas, no hay hermenéutica,
no hay lectura.

Se puede concluir este apartado, entonces, con el vínculo que Ricœur propone
entre hermenéutica y ciencias humanas como posibilidad de sentido, como
posibilidad de comprensión: “A partir de esto, la interpretación, si aún es posible
darle un sentido, ya no será confrontada con un modelo exterior a las ciencias
humanas; estará en debate con un modelo de inteligibilidad que pertenece de
nacimiento, si se puede decir, al dominio de las ciencias humanas y a una ciencia
de punta de este campo: la lingüística” (1986, p. 169).
110
2.5. La lectura

Para fundamentar una teoría de la lectura, Ricœur se pregunta: “¿A qué disciplina
corresponde la teoría de la lectura? ¿A la poética? Sí, en la medida en que la
composición de la obra regula la lectura; no en cuanto entran en juego otros factores
que dependen del tipo de comunicación, que tiene como punto de partida el autor,
y atraviesa la obra, para encontrar su punto de llegada en el lector. En efecto, del
autor parte la estrategia de persuasión que tiene al lector como punto de mira. El
lector responde a esta estrategia de persuasión acompañando la refiguración y
apropiándose de la proposición de mundo del texto” (1985, p. 288). Cárdenas (2007)
dirá que están involucradas seis disciplinas, pero es difícil separar cada rama como
algo distinto y unas están incluidas en otras o imbricadas por la aparición de las que
tienen mayor relevancia en la tradición filosófica y literaria. Así, Ricœur mismo
propone tres disciplinas implicadas en la teoría de la lectura: “Importa, pues,
considerar tres momentos, a los que corresponden tres disciplinas próximas pero
distintas: 1. la estrategia en cuanto fomentada por el autor y dirigida hacia el lector;
2. la inscripción de esta estrategia en la configuración literaria, y 3. la respuesta del
lector considerado, a su vez, ya como sujeto que lee, ya como público receptor”
(1985, p. 288).

Para justificar el por qué en Ricœur se da una teoría de la lectura y no solo unos
lineamientos sobre el acto de leer, es necesario vincular el arte de la interpretación
a los procesos de lectura como lo indica Valdés a la hora de leerlo: “El proceso de
interpretación comienza con la lectura del texto, en la realización de la
referencialidad escindida entre el texto y el mundo, que se realiza gracias a la
suspensión de la referencia de primer grado, la del discurso en su función
111
puramente descriptiva, para que así se pueda lograr la referencia de segundo grado
que causa la reacción creativa en el lector” (Valdés, 2000, p. 66). Pero ante la
pregunta por el significado mismo de la interpretación de textos, aclara que el
conflicto de las interpretaciones pasa por el intento siempre osado de validar
cualquier interpretación por buena que parezca, ya que "si bien es cierto que
siempre hay más de una forma de interpretar un texto, no es cierto que todas las
interpretaciones son iguales" (Ricœur, 1976, p. 79), y no todas son perfectamente
válidas como principio hermenéutico. La tarea de interpretar es, por tanto, la de
“crear sentido”, de producir la mejor inteligibilidad global de un diverso
aparentemente discordante y la generación de dicho sentido se presenta como la
construcción de una cierta forma de conjetura.

Cuando el pensador francés expone su idea sobre las conjeturas relacionadas con
la interpretación cita a Hirsch a manera de paradoja: “No hay reglas para hacer
buenas conjeturas. Pero hay métodos para validar nuestras conjeturas” (1972, p.
105). Así pues, la configuración de sentido descansa sobre la tesis de que, en
cuanto a conjeturas, “una construcción puede decirse más probable que otra, pero
no más verdadera” (1972, p. 105), y en este sentido se adopta una postura más
retórica y poética que lógica del análisis del discurso que ya está fuera del control
del autor y permite entender que “la trayectoria del texto escapa al horizonte finito
vivido por su autor. Lo que el texto significa ahora importa más que lo que el autor
quiso decir cuando lo escribió” (1976, p. 30), y esto no significa que cualquier
interpretación sea válida simplemente porque el texto ahora configurado está más
allá de las posibilidades que ofrece el autor, por ejemplo de poder explicar el texto
y desvirtuar alguna conjetura con pretensiones de verdad. La lectura, por tanto, está
encaminada a efectuar la referencia por medio de la significación. Significación para
el lector, referencia que hay que descubrir en el texto.

112
La expresión “lo que el autor quiso decir”, que es bastante usual en el ámbito
discursivo no aplica de la misma manera cuando de un ejercicio hermenéutico se
trata puesto que la apertura del texto hace pensar que “no está cerrado en sí mismo,
sino abierto a otra cosa; leer es, en toda hipótesis, articular un discurso nuevo al
discurso del texto. Esta articulación de un discurso con un discurso denuncia, en la
constitución misma del texto, una capacidad original de continuación, que es su
carácter abierto. La interpretación es el cumplimiento concreto de esta articulación
y de esta continuación” hecha por el lector (1986, p. 170). Es este último quien saca
al texto de la dependencia que originariamente proponía la hermenéutica romántica
y que sigue vigente en muchos contextos, llámese homilía, conferencia, clase
magistral, etc.

Al desaparecer el autor cuando se deja su mundo en el pasado y se asume una


postura sincrónica ya no hay diálogo, puesto que con un texto no se dialoga, sino
que se abren las posibilidades de sentido que estaban retenidas en el autor para
entrar en el ámbito de la significación. Es decir, “una realización en el discurso
propio del sujeto que lee. Por su sentido, el texto tenía solo una dimensión
semiológica; ahora tiene, por su significado, una dimensión semántica” (1986, p.
172), o sea, las diversas relaciones de las palabras con los objetos designados por
ellas. La cosa del texto se ve aquí ampliada por las cosas que el texto designa o
significa. En muchas ocasiones el lector no dimensiona esta doble posibilidad de la
lectura: primero se pierde un mundo al olvidar el autor y acto seguido se se gana
un espacio en aquello que aparece como nuevo y está fijado por el texto. Este
esfuerzo Ricœur lo trae como el primer momento de la lectura, donde se puede
hacer “una lectura que tome nota, por así decir, de la intercepción por parte del texto
de todas las relaciones con un mundo que se pueda mostrar y con subjetividades
que puedan dialogar” (1986, p. 163). Pero este diálogo propuesto aquí hay que
cuestionarlo desde las mismas posturas interpretativas de Ricœur.

113
Para hallar la significación se necesita de la mediación de los signos, como dirá
Ricœur, efectuar la referencia en búsqueda de la significación, donde “la reflexión
no es nada sin la mediación de los signos y de las obras, la explicación no es nada
si no se incorpora como intermediaria en el proceso de la auto comprensión misma”
(1986, p. 171). La lectura recobra el sentido de la significación y se convierte en
metáfora de la vida misma, de un pensamiento reflexivo que no acaba sobre algo
que deviene. Dirá Ricœur que “es como la ejecución de una partitura musical; marca
la realización, la actualización, de las posibilidades semánticas del texto” (1986, p.
171), y por tanto de la vida que está detrás del lector.

En términos de esta construcción semántica del texto, Ricœur se pregunta: “¿Por


qué necesitamos construir la significación de un texto?, en primer lugar porque es
una cosa escrita: en la relación asimétrica entre el texto y el lector, uno solo de los
miembros de la pareja habla por los dos. Llevar un texto al lenguaje es siempre algo
distinto que oír a alguien y escuchar sus palabras” (1972, p. 104). Salvada esta
disyuntiva no queda otra cosa que pensar en el acto de leer que es el que realmente
establece la diferencia entre el discurso hablado y el discurso escrito. En un
momento como el actual, donde la filosofía hermenéutica se convierte en
epistemología, se hace urgente la tarea de la lectura y esta entendida como “la
ejecución de una pieza de música regulada por las notas escritas de la partitura. Un
texto, en efecto, es un espacio de significación autónoma que la intención de su
autor no anima más: la autonomía del texto, sin el recurso de este soporte esencial,
entrega el escrito a la interpretación única del lector” (1972, p. 104). Se libera, así,
al lector de la responsabilidad de comulgar con el autor y se salva el texto de la
dependencia siempre marcada con su génesis, por su lugar inicial.

Según Aristóteles (1988, p. 35): “Los sonidos emitidos por la voz son los símbolos
de los estados del alma, y las palabras escritas, los símbolos de las palabras
114
emitidas por el habla” (citado por Ricœur 1986, p. 176), y por tanto la interpretación
“se confunde con la dimensión semántica de la palabra misma: la interpretación es
el discurso mismo, es todo discurso. No obstante, retengo de Aristóteles la idea de
que la interpretación es interpretación mediante el lenguaje antes de ser
interpretación sobre el lenguaje” (Ricœur, 1986, p. 176).

Aunque ya no se cuente con el autor y se cuente con el texto, existe una diferencia
en aquello que reclama uno y otro. El autor reclama eternidad y el texto reclama
lectura. El uno se quiere hacer inmortal, sino ¿para qué escribe? Es para
inmortalizarse en los textos a la manera de Borges, en El inmortal (1996), pero el
texto no reclama otra cosa que un lector a quien interpelar, y es allí donde “el lector
tiene el lugar del interlocutor, como simétricamente la escritura tiene el lugar de la
locución y del hablante. En efecto, la relación escribir – leer no es un caso particular
de la relación hablar- responder” (Ricœur, 1986, p. 155).

Leer es mucho más que una conversación, más que un diálogo, además esquiva el
monólogo en tanto que quien se enfrenta al texto busca decirse cosas tras la cortina
de un texto. Según Ricœur “no basta con decir que la lectura es un diálogo con el
autor a través de su obra; hay que decir que la relación del lector con el libro es de
índole totalmente distinta” (Ricœur, 1986, p. 155): ¿para qué meditar a través de un
texto si solo se puede monologar? ¿Qué sentido tendría dejarse interpelar por él?
¿Por qué seguir sus huellas y mirar en la dirección que pide el texto si el único que
habla es el lector? Se deja de un lado la idea romántica del diálogo y la idea fría del
monólogo. Polarizar así el acto de leer sería matar la misma configuración y
especificidad del acto de leer. Aunque suene cruel y deje ampolla tal afirmación, es
Ricœur el que pone las cosas en su lugar en la relación texto autor: “Leer un libro
es considerar a su autor como ya muerto y al libro como póstumo. En efecto, sólo
cuando el autor está muerto la relación con el libro se hace completa y, de algún
115
modo, perfecta; el autor ya no puede responder; sólo queda leer su obra” (1986, p.
155), y quedar ante él como ante un espejo que permite leer la propia existencia.
“De una parte, la dinámica interna que preside la estructuración de la obra, la otra,
el poder de la obra de proyectarse fuera de ella misma y engendrar un mundo que
será verdaderamente la “cosa” del texto. Dinámica interna y proyección externa
constituyen lo que yo llamo el trabajo del texto. La tarea de la hermenéutica es la de
reconstruir este doble trabajo del texto” (Ricœur, 1986b, p. 32). Lo que hay que
comprender es la cosa del texto y al lector mismo que descubre tal cosa efectuando
la referencia. “Explicar es extraer la estructura, es decir, las relaciones internas de
dependencia que constituyen la estática del texto; interpretar es tomar el camino del
pensamiento abierto por el texto, ponerse en ruta hacia el oriente del texto” (1986,
p. 175).

Leer es, entonces, como tarea reflexiva, la configuración del sentido y la


reafirmación de sí mismo actualizadas de una vez por la mediación de los signos
(Ricœur, 1986, p. 171), y la comprensión viene a ser un llamado a contemporizar lo
psíquico con la ayuda manifiesta de unos signos que están organizados como
textos. Así pues, hermenéutica y filosofía reflexiva son correlativas y recíprocas en
el pensamiento de Ricœur, “por un lado la auto comprensión misma pasa por el
rodeo de la comprensión de los signos de cultura en los cuales el yo se documenta
y se forma; la comprensión del texto no es un fin para sí misma” (1986, p. 171),
puesto que se trata de la comprensión del sí mismo, extendido a la cultura y al yo
comprendido como lector.

Por tanto, “la hermenéutica cumple los deseos de la comprensión al separarse de


la inmediatez de la comprensión del otro, esto es, separándose de los valores
dialogales. La comprensión quiere coincidir con el interior del autor, igualarse con él
(sich gleichsetzen), reproducir, el proceso de creador que ha engendrado la obra”
116
(1986, p. 161). Es allí donde surge el poder de la actualización, de la sincronía de
la cosa leída con la existencia del lector que está aquí, ahora, presente frente al
texto. Dicha sincronía pone el acento en el mundo del lector sin dejar de lado el
mundo del texto: “Mediante la lectura podemos prolongar y acentuar la suspensión
que afecta a la referencia del texto y llevarla hasta el entorno de un mundo y al
público de los sujetos hablantes: es la actitud explicativa. Pero podemos también
levantar esta suspensión y acabar el texto como el habla real” (1986, p. 170).

La lectura, insertada en la hermenéutica, se presenta como una dialéctica entre


explicación e interpretación y se convierte en “este acto concreto en el cual se
consuma el destino del texto. En el corazón mismo de la lectura se oponen y se
concilian indefinidamente la explicación y la interpretación” (Ricœur, 1986, p. 178),
y se establece la diferencia de la hermenéutica reflexiva de Ricœur con las demás
hermenéuticas en tanto que en la lectura “no hay una intención escondida que
buscar detrás del texto, sino un mundo por desplegar frente a él. Ahora bien, ese
poder del texto de abrir una dimensión de realidad conlleva en su mismo principio,
un recurso contra toda realidad dada, y, por lo mismo, la posibilidad de una crítica
de lo real” (1986, p. 407).

La lectura no es un fin en sí misma, es mediación para que el mundo del texto


aparezca en todo su esplendor, y es donde “la obra literaria alcanza su significancia
completa, que sería para la ficción lo que la representancia es para la historia”
(Ricœur, 1983, p. 286). Aparece allí la refiguración del lector como dimensión
concreta de la configuración del texto. Ambos mundos, el del lector y el del texto, se
ven refigurados por el fenómeno de la lectura (1983, p. 287). El texto, por su
inscripción, se adelanta a cualquier noción de lector e incluso de lectura porque
futuriza, propone lectores posibles y lecturas posibles que solo se dan por el
fenómeno de la lectura que “está en el texto, pero la escritura del texto anticipa las
117
lecturas futuras. Al mismo tiempo, el texto que supuestamente prescribe la lectura
es afectado por la misma indeterminación y por la misma incertidumbre que las
lecturas futuras” (Ricœur, 1996, p. 301).

Cuando la lectura está ligada a la retórica, como lo propone también Cárdenas


(2007), está pensada más del lado del autor y ya se ha dicho que el modelo de
lectura ricœuriano considera al texto como una expresión póstuma de alguien que
ya no está para explicar más el texto, y así “habrá dejado de depender de la retórica,
para volverse hacia una fenomenología o hacia una hermenéutica” (Ricœur, 1983,
p. 303). En este sentido, Ricœur vuelve a Iser y a su incidencia en la configuración
de otras formas de entender la lectura, puesto que “la historia literaria, renovada por
la estética de la recepción, puede así aspirar a incluir la fenomenología del acto de
leer” (1983, p. 304). Leer, por tanto, consistirá más en la apertura a nuevas
configuraciones que dar cuenta siempre de la única configuración puesta por el
autor. Consiste además, en “viajar a lo largo del texto, en dejar “caer” en la memoria,
sintetizándolas, todas las modificaciones efectuadas, y en abrirse a nuevas
expectativas con vistas a nuevas modificaciones. Sólo este proceso hace del texto
una obra” (Ricœur, 1983, p. 305).

Continua el pensador francés aclarando que “la lectura es una búsqueda de


coherencia […] se convierte en un drama de concordancia discordante, en tanto que
los lugares de indeterminación no designan solo las lagunas que el texto presenta
respecto a la concretización creadora de imágenes, sino que resultan de la
estrategia de frustración incorporada al texto mismo, en su nivel propiamente
retórico. Se trata pues de algo bien distinto que de figurarse la obra; es preciso darle
forma” (1983, p. 307), y esto lo puede hacer el lector otorgándole significación a las
palabras aportadas por el autor.

118
En una de las cuestiones que coincide con Nietzsche, no en relación con su
perspectiva interpretativa sino en el acto mismo de leer, es en la consideración de
la lectura como una lucha. No con el autor a través del texto sino con el texto por
las resistencias que están en el lector mismo. A esta cuestión Ricœur la llamará
dialéctica “por la que la lectura linda con un combate, suscita otra distinta; lo que el
trabajo de lectura revela no es sólo una carencia de determinación, sino también un
exceso de sentido. Todo texto, aunque sea sistemáticamente fragmentario, se
revela inagotable a la lectura, como si, por su carácter ineluctablemente selectivo,
la lectura revelase en el texto un lado no escrito” (1983, p. 308). Evitando así otorgar
muchos más sentidos que los que el texto permite configurar. Las especulaciones
en este sentido son muchas, por ejemplo en el ámbito bíblico la manera como se
hacen conjeturas y se pone sentido en lo que el texto no necesariamente está
expresando ya por la necesidad del predicador, ya por quienes escuchan y sus
necesidades particulares.

La lectura, la buena lectura, para distinguirla de las muchas malas lecturas que
continuamente hacemos “es, pues, aquella que a un tiempo admite cierto grado de
ilusión […] y asume el mentís infligido por el exceso de sentido, el polisemantismo
de la obra, a todos los intentos del lector por adherirse al texto y a sus instrucciones
(Ricœur, 1983, p. 308). De lo que se trata es de liberar al texto de la multiplicidad
de sentidos que surjan en la necesidad del lector. Tiene que ver con las
potencialidades del texto que deben ser comprendidas por el lector y no ir más allá
intentando sacar del texto lo que en su materialidad este no puede expresar. Esta
tensión entre la ilusión del lector y las referencias abiertas por el texto deben
mantener una lucha en la que quizá no se defina un ganador sino la posibilidad de
sentidos y mundos abiertos por el texto y donde el lector mantiene la distancia, y
una “buena distancia respecto a la obra es aquella en que la ilusión se hace,
alternativamente, irresistible e insostenible” (Ricœur, 1983, p. 308), pero que se
mantiene y esto es lo que configura cierta dialéctica del texto y el lector.
119
Desde una perspectiva estética, Ricœur es consciente de la tradición de la estética
de la recepción, y en varios pasajes de sus textos hace alusión a ella. Incluso se
nota la influencia de esta porque para él “la teoría estética autoriza una
interpretación de la lectura sensiblemente diferente de la de la retórica de la
persuasión” (1983, p. 309), y entiende que hay tensión entre ambas cuestiones.
Aunque en él está presente este mundo del lector, no todo está del lado del lector y
la retórica del texto que permite efectuar la referencia, es lo que da sentido a dicha
tensión e incluye ambas en la teoría de la lectura, lo estético y lo retórico, ya sea
que entren en tensión, ya sea que exista complemento en ellas.

Desde el punto de vista retórico aparece el autor, desde el punto de vista estético
aparece la primacía del lector, sin embargo lo uno no puede ser sin lo otro. En el
primero se puede decir que “el autor que más respeta al lector no es el que lo
gratifica al precio más bajo […] solo llega a su lector si, por una parte, comparte con
él un repertorio de lo familiar, en cuanto al género literario, al tema, al contexto social
o histórico; y si, por otra, practica una estrategia de pérdida de familiarización
respecto a todas las normas que la lectura cree poder reconocer y adoptar
fácilmente” (Ricœur, 1983, p. 309).

De este modo olvida el lector el elemento estético que ha de ser manejado con
prudencia, puesto que un texto cuya significación esté encerrado en la complejidad
del léxico o en la imposibilidad de un acceso semántico pierde toda su potencialidad.
La teoría de la expresión en filosofía como en literatura tiene esto claro en tanto que
contenido y forma hacen parte de una misma realidad. Zambrano (2005) expresa
que el contenido y la forma hacen parte de una unidad que dice mucho de la época,
el segundo expresa que una sola idea puede expresarse de muchas maneras. Este
120
no es el debate, pero amplía la cuestión de cómo hacer confluir preocupaciones
retóricas y estéticas, aunque este asunto sea mucho más de lo que aquí se está
intentando defender como teoría de la lectura. Mejor seguir con Ricœur que más
que lucha dirá que en la lectura y la escritura hay una actividad en la que la primera
“permite decir que algo sucede en este juego en el que lo que se gana es
proporcional a lo que se pierde” (1983, p. 309). Incluso se puede pensar en una
lucha activa que más bien determine un cierto equilibrio entre las señales
proporcionadas por el texto y la búsqueda de síntesis, que casi siempre está del
lado del lector (1983, p. 310).

Continuando con esta dialéctica del autor y lector, de la retórica a la estética, parece
que la postura de Ricœur con cierto tipo de concepciones psicológicas y
democráticas de la lectura, abre un debate que hoy tendría muchísimos
contradictores, y es que desde la fenomenología pone la lectura en un nivel al que
no todos pueden acceder. No todos los textos están hechos para todos, puede ser
la tesis: “La lectura es un fenómeno social que obedece a ciertos patrones y que,
por lo tanto, sufre de limitaciones específicas. Sin embargo la proposición que dice
que un texto está potencialmente dirigido a cualquiera que sepa leer debe ser
considerada como un límite a cualquier sociología de la lectura” (Ricœur, 1976, p.
31). Aquí, Ricœur da un giro hacia concepciones que van mucho más allá de una
estética de la recepción y estaría del lado de una sociología de la recepción. Incluso,
en la idea de una lectura sincrónica del texto la distancia aparece como rescate del
otro y posibilidad de contemporizar con los genios del pasado. Dice pues, que “la
lectura como φάρμακον, el “remedio” por el cual el sentido del texto es rescatado de
la separación del distanciamiento colocado en una nueva proximidad, proximidad
que suprime y preserva la distancia cultural e incluye la otredad dentro de lo propio”
(Ricœur, 1976, p. 43), y que un tipo de lectura como la filosófica “no es otra cosa
que un intento de hacer productivos la separación y el distanciamiento” (1976, p.
44). Tanto en la diacronía como en la sincronía. La primera porque necesariamente
121
existe un vacío con todo lo que llamamos pasado, el distanciamiento, porque cumple
una función hermenéutica siempre salvable por la posibilidad que ofrece la lectura
de traer el texto hic et nunc.

Ahora, es necesario pasar a explicar los conceptos básicos que dan sentido a la
teoría de la lectura en Ricœur: referencia, sentido y apropiación. Los dos primeros
se dan en el acto mismo de leer, ya que toda lectura persigue un sentido y para
lograrlo debe efectuar la referencia. En cuanto a la apropiación esto es mucho más
que citar un texto. Hoy día sí que hay que advertir los peligros de quienes por leer
un texto se convierten fácilmente a este. Mejor sería decir que solo mediante el acto
de lectura el texto es actualizado, o sea, apropiado, hecho vida en el lector y esto
hace que la lectura vaya más allá de las categorías hermenéuticas, retóricas y
estéticas, antes mencionadas.

Así, la lectura abre la noción del despliegue del mundo hecho por el texto y vivido
como experiencia y Ricœur lo nombra desde la trascendencia del texto puesto que
en su escritura está el abrir mundos y libera de la visibilidad e inmediatez de las
situaciones, incluso de la cotidianidad. Es que la lectura abre a nuevas dimensiones
de ser en el mundo (Ricœur, 1971, p. 533), pues la lectura introduce en “las
variaciones imaginativas del ego, al tiempo que nos recuerda que somos seres
caracterizados por una apertura al mundo y capaces de desarrollar múltiples
potencialidades que también descubrimos a través de los textos” (Agis, 1999, p. 55).
Así, se concluye que el acto de leer en Ricœur es la confrontación del hombre con
un mundo, el desplegado por el texto, y ante el cual él mismo se cuestiona y abre
su propio mundo para ser permeado hasta llegar a “proyectarse uno mismo, sus
propias creencias y sus propios prejuicios; es más bien dejar que la obra y su mundo
amplíen el horizonte de comprensión que tengo de mí mismo” (1975, p. 109)

122
2.6. Referencia y sentido

Para Ricœur “el texto tiene referencia; esta será precisamente la tarea de la lectura
como interpretación: efectuar la referencia” (1986, p. 157). De allí que se justifique
una ampliación sobre la expresión “efectuar la referencia”. Y se añade que también
tiene sentido. Si el texto tiene referencia hay que otorgar o encontrar sentido a
aquello que el texto refiere. Hagamos un rodeo por la etimología del término para
que después se vea reflejado en Ricœur cómo en la lectura se presentan ambos.

En el sentido más latino y propio del término, decimos referencia cuando el texto
reproduce algo y esto, nombrado o no, es lo que Ricœur llama “la cosa del texto”.
Es la relación que se establece entre el nombre y aquello, persona, cosa, propiedad,
que este nombra. No como mímesis y representación, de lo que tanta teoría se ha
elaborado, sino que se entiende el referente como la realidad nombrada, significada
(designada o denotada) por el nombre. Desde el punto de vista hermenéutico, la
referencia es la relación que hay entre la expresión y el referente, mientras que el
sentido es el modo peculiar con que el lenguaje nos presenta un objeto, que se
corresponde con una propiedad determinada que posee el objeto. Un ejemplo sería
“la musa de Don Quijote”, donde la referencia es Dulcinea y el sentido es lo que
moviliza en Don Quijote la bella musa. Según Frege (1971), no toda expresión
nominal tiene referencia, aunque sí sentido. “Don Quijote” es un ejemplo de
expresión dotada de sentido, pero carente de referencia en términos de la realidad.

Siguiendo con Frege (1971), la referencia de un término es aquello que el término


denota (o refiere o designa), mientras que sentido de un término es el modo como
un término se refiere a un objeto. Dos términos pueden tener la misma referencia
pero distinto sentido, por el hecho de presentarla bajo un modo o aspecto distinto;
123
así, las expresiones “el autor de El Quijote” y “el Manco de Lepanto” tienen igual
referente, pues ambas se refieren a Cervantes, aunque presentándolo bajo distinto
aspecto.

Toda expresión nominal ha de tener sentido, aunque no es necesario que siempre


tenga un referente. Tienen sentido y referencia nombres como “2” (el primer número
par), o “Roma” (capital de Italia); tienen propiamente solo sentido, sin referente real,
nombres como “centauro” (hombres-caballo mitológicos) o “Edipo” (hijo de Layo y
Yocasta, en la mitología). Los nombres propios, de los que se dice que no designan,
sino que solo denotan, tienen para Frege no solo referencia, sino también sentido:
el sentido que tienen para quien los usa, que podría sustituirlos por cualquier otra
expresión equivalente. Cuando se trata de enunciados, esto es cuando se habla de
una idea o del pensamiento es el sentido, mientras que la referencia es su valor de
verdad, y así como el sentido de un término es la condición que el objeto ha de
satisfacer para ser un referente de dicho término, así también para que un
enunciado sea verdadero, ha de haber un estado de cosas que satisfaga su sentido.
De aquí que entender un enunciado sea conocer sus condiciones de verdad y esto
es precisamente lo que ocurre en la lectura en la perspectiva de Ricœur donde se
efectúa la referencia y se conoce su sentido.

Ahora, si el texto tiene referencia se pregunta Ricœur: “¿Qué entendemos por


relación referencial o por función referencial? Lo siguiente: al dirigirse a otro
hablante, el sujeto del discurso dice algo sobre algo; aquello sobre lo que habla es
el referente de su discurso” (Ricœur, 1986, p. 156). Por tanto, la cosa del texto que
ha de ser hallada por el lector. No se trata de posar los ojos sobre una secuencia
de palabras, sino de dar con ese algo al que se refiere el texto, no ya el autor. En el
caso del discurso hablado esto no ocurre ya que el texto toma el lugar de la palabra
y la referencia puede cambiar solo con un gesto y ocurre que “el movimiento de la
124
referencia hacia la mostración se encuentra interceptado, al mismo tiempo que el
diálogo está interrumpido por el texto” (1986, p. 157).

Dejando de lado la retórica del hablante, puesto que la referencia no es necesaria,


en el texto “la semántica profunda del texto no es lo que se proponía decir el autor,
sino aquello sobre lo cual trata el texto, a saber, sus referencias no ostensivas. Y la
referencia no ostensiva del texto es la clase de mundo que abre la semántica
profunda del texto” (Ricœur, 1971, p. 541). Aquí la lectura toma un sentido mucho
más profundo pero menos psíquico del cual se encarga el lector: no por la vía de la
adivinación sobre las supuestas propuestas del autor sino por la referencia tomada
en la semántica del texto. Esto rompe con una tradición y abre otra nueva manera
de ver la lectura. De buscar algo distinto en los textos a lo que usualmente dirigimos
la mirada.

Cuando Ricœur se refiere a los enunciados metafóricos y narrativos propone un


análisis estructural, en tanto que las referencias abiertas por este tipo de textos
apuntan a refigurar lo real. Es decir, existe en ellos el doble sentido, donde aparecen
dimensiones de la experiencia humana con expresiones soterradas, que a su vez
transforman la noción de mundo en el lector. Este tipo de expresiones son las más
difíciles de comprender para un lector que no haya nacido en determinado contexto
originario de la expresión. Esto lo va a desarrollar Ricœur en el texto Sur la
traduction (2004), ya que las expresiones más difíciles de traducir son las metáforas,
puesto que hablan de una visión de mundo muy difícil de referenciar para quien no
esté familiarizado con un determinado lenguaje y por tanto con esa visión del
mundo.

Referencia es aquello que actúa en la lectura como una flecha, un indicio, una
orientación que funge como una flecha en el acto de leer. Se trata de lo que hay que
125
perseguir en un escrito, hacia donde se dirige o nos dirige el texto, no hacia donde
nosotros queramos ir. Se cumple el dogma hermenéutico que reza que se puede
interpretar de muchas maneras pero no de cualquier manera. El referente, aquello
que permite que se efectúe la referencia, es lo que suscita la inquietud y designa un
camino. Decir que la lectura en Ricœur tiene como segundo objetivo “efectuar la
referencia” significa buscar en la dirección -no necesariamente correcta- a la que
apunta el texto. De ahí la conexión de la lectura con la investigación que mucho se
ha perdido hoy día. No hay, explica Ricœur, lectura inocente o “ingenua” y por tanto
el “vestigio”, la “huella” que se persigue es lo que en definitiva sugiere la lectura en
los procesos de estudio, de aprendizaje. Pero a esto dedicaremos una de las
aplicaciones, sobre la lectura en el ámbito investigativo como aporte de la teoría de
Ricœur.

En cuanto al sentido, “cuando se intenta vincular el problema de la explicación con


la dimensión de ´sentido´ en la interpretación de textos, es decir, con el deseo
inmanente del discurso” (Ricœur, 1972, p. 96) y los problemas de la interpretación
(comprensión), Ricœur los vincula con la dimensión de la referencia entendida esta
como “el poder del discurso de aplicarse a una realidad extralingüística a propósito
de la cual dice lo que dice” (Ricœur, 1972, p. 96). Referencia y sentido van de la
mano, a la vez que buscamos en la primera se nos abre el segundo. No por
accidente, sino porque al efectuar la primera el acto de leer va develando el sentido.
De esta forma, “el discurso no tiene sólo una clase de referencia, sino dos: se remite
a una realidad extralingüística, digamos el mundo o un mundo, pero se refiere
igualmente a su propio locutor, por medio de procesos específicos que no funcionan
sino en la frase” (Ricœur, 1972, p. 96).

Se puede llamar sentido “a cualquier sentido que se pueda encontrar en las


significaciones parciales codificadas por el léxico” (Ricœur, 1972, p. 98), ya que es
126
parte del sentido la apertura no solo a un número indefinido de lectores sino también
de interpretaciones, y como lectores está la posibilidad de “permanecer en la
suspensión del texto, tratarlo como texto sin mundo y sin autor y explicarlo entonces,
por sus relaciones internas, por su estructura. O bien podemos levantar la
suspensión del texto, acabar el texto en palabras y restituirlo a la comunicación viva,
con lo cual lo interpretamos” (Ricœur, 1986, p. 163).
Bajo la tensión de la autonomía semántica del texto y las posibles interpretaciones
por parte del lector hay que tener en cuenta que dicha autonomía está marcada por
la escritura, donde lo registrado en el texto es “lo que inscribimos es el noema del
acto de hablar, el sentido del acontecimiento del habla, no el acontecimiento como
tal” (Ricœur, 1976, p. 27). Por tanto, el sentido no va dirigido, como lo hace la visión
histórico crítica de la exégesis, hacia el rescate del acontecimiento o mundo detrás
del texto, sino que lo que importa son los actos de habla, el acto locutivo en sí mismo
más allá del mundo que está detrás de lo escrito (Ricœur, 1976, p. 27). Esta
autonomía del texto complejiza la relación acontecimiento y sentido, que se expresa
a través de la escritura, pero a su vez descubre la dialéctica necesaria entre el acto
de escribir y el acto de leer. El texto se propone como sentido, pero es apropiado
como acontecimiento.

Uno de los discípulos de Ricœur, el profesor Macelino Agis, intuye que la búsqueda
de sentido es la tarea primordial de la hermenéutica, ya que como el mismo lo
expresa: “Por medio de esta vía supone un encuentro con el ser, o mejor dicho, con
la necesidad de desvelar el sentido del ser” (1999, p. 19). Aunque Ricœur no
absolutiza esta función hermenéutica más bien la amplía al considerar que el
sentido debe estar siempre en relación con la referencia a veces, como postura
epistemológica, oponiéndose a este, ya que para él “el sentido es el qué y la
referencia es el ´sujeto del qué´ del discurso” (1972, p. 106).

127
En relación con las producciones literarias la cuestión tiene una incidencia en el
ámbito interpretativo, ya que “implica que la significación de un texto no está por
detrás del texto, sino ante él. No es algo oculto, sino algo que está descubierto-
abierto. Lo que se da a comprender es lo que apunta hacia un mundo posible,
gracias a las referencias no ostensivas del texto. Los textos hablan de mundos
posibles y de maneras posibles de orientarse en esos mundos” (Ricœur, 1976, p.
107). Estos mundos posibles son los que encontramos como sentido ya que abren
nuevas posibilidades de comprender el mundo y de comprendernos a nosotros
mismos como lectores y dicho sentido toma el carácter de apropiación. Sentido es
sentido de lo propio, de aquello a lo que se pertenece. En la perspectiva
hermenéutica, el sentido aplicado por el lector al texto ya no es lo que le pertenece
al autor, sino lo que deja una impresión y se convierte en producción de sentido
para el lector. Ahora veamos cómo esta doble relación referencia y sentido se ve
enriquecida por la apropiación que es la aplicación de la lectura al mundo del lector.

2.7. Apropiación

Ya se decía arriba que apropiarse es hacer algo propio, hacer suyo algo que, en
términos de la lectura, dejó de pertenecer a otro y está a la espera del lector para
ser tomado como pertenencia. En este sentido hay una relación estrecha con la
tarea hermenéutica, puesto que “no hay interpretación auténtica que no se cumpla
en alguna forma de apropiación -Aneigung-, si por este término entendemos el
proceso por el cual uno hace suyo (eigen) lo que en principio era otro, extraño
(fremd)” (Ricœur, 1972, p. 108). El filósofo amplía el concepto de apropiación en
tanto que “lo que hacemos nuestro, aquello que nos apropiamos para nosotros
mismos, no es una experiencia extraña o una intención distante, sino el horizonte
de un mundo hacia el cual una obra se dirige” (Ricœur, 1972, p. 108).

128
En el caso literario “el lector al hacer el tiempo de la novela su tiempo, lo convierte
en una experiencia propia del tiempo de otros, de un mundo que no es, pero pudiera
ser. Y dentro de esa dialéctica entre el mundo del lector y el mundo del texto, surge
la posibilidad de una comprensión más introspectiva de sí mismo y de su mundo por
parte del lector […] En la medida que comunicamos nuestra interpretación del texto
contribuimos al diálogo o debate sobre el texto posiblemente enriqueciendo la
prefiguración de donde ha partido” (Valdés, 2000, p. 66). Esto pone el elemento
literario en un estrecho vínculo con el pasado, puesto que se trae al presente un
elemento que si bien puede ser fruto de la ficción se hace actual por la aplicación
del lector en el texto. Aplicación, así lo llama Gadamer y en varios de sus textos
Ricœur, nombrará la apropiación de la misma manera donde presenta también sus
dificultades. Para Ricœur el asunto consiste en que “la apropiación de la referencia
ya no encuentra el modelo en la fusión de las conciencias, en la empatía o en la
simpatía. El advenimiento del sentido y de la referencia de un texto al lenguaje es
el advenimiento de un mundo al lenguaje y no el reconocimiento de otra persona”
(1976, p. 108). En términos dialécticos se mantiene siempre la tensión
epistemológica y la noción de apropiación como lo expresa Valdés: “En la
configuración del texto, la dialéctica distingue, de un lado, a la fuerza e insistencia
del lector de apropiarse del texto a su modo y conocimiento, y del otro lado, está la
resistencia que el texto mantiene para no ser reformulado como el discurso del
lector” (2000, p. 67).

Aunque la apropiación no es un elemento que se pueda distinguir claramente en


cualquier tipo de lectura, por lo menos en los textos literarios donde la ficción no
necesariamente es asumida como apropiación, según Ricœur “está muy lejos de
constituir un problema simple. Y tampoco es más abierto a una solución directa que
el problema de la representación del pasado. Del que es la contrapartida en el orden
de la ficción” (1983, p. 286), puesto que ningún texto está terminado y supone una
continuidad en términos de la lectura que nadie puede asegurar. El devenir histórico
129
dará la razón sobre la ficción y las apropiaciones por parte del lector. Es complejo
porque si bien el texto no abre infinidad de referencias ni ilimitado número de
sentidos, con la apropiación es mucho más difícil de acertar como una cuestión ya
terminada.

Introduce un término relacionado con el entendimiento como es el de la intelección.


Aunque esto remite a una cuestión más cognitiva y existen investigaciones sobre
tal cuestión es otra perspectiva, ya que no toca lo filosófico sino lo psicológico.
Ricœur propone el culmen de la lectura como la terminación de un proceso en el
cual se llega a la apropiación. La clausura del texto constituye por tanto una simple
fase que finaliza en la apropiación hermenéutica, como “culminación de la
intelección del texto en una intelección de sí” (1986, p. 170). Más que en términos
cognitivos, la apropiación cobra una perspectiva epistemológica a partir no de la
distancia establecida entre la psiqué humana y el texto que se presenta delante de
esta, sino como el distanciamiento propio de algo que habla de una cosa que no
presenta referencia inmediata para quien lo lee. Incluso sería imposible leer una
obra si el hombre necesitara de referencias físicas de todo aquello que lee. De ahí
que “la dialéctica entre el distanciamiento y la apropiación es la última palabra en la
ausencia del conocimiento absoluto” (Ricœur, 1976, p. 44). Por tanto, un bosque, la
luna, la angustia, la fiebre, no siempre tienen que estar allí para ser apropiadas por
la mente. Concluye Ricœur que “la distancia, entonces, no es simplemente un
hecho, un supuesto, sólo la brecha espacial y temporal que se abre realmente entre
nosotros y la apariencia de tal y cual obra de arte o discurso” (1976, p. 43).

Fuera ya del ámbito cognitivo, la apropiación presenta siempre ese necesario


recurso de lo significativo para quien lee, más como una cualidad de la lectura que
como un ejercicio al cual hay que poner atención por parte del lector. Así, “el
distanciamiento apunta a la extensión de la auto comprensión. El distanciamiento
130
no es un fenómeno cuantitativo; es la contraparte dinámica de nuestra necesidad,
nuestro interés y nuestros esfuerzo para superar la separación cultural” (Ricœur,
1976, p. 43), no ya al nivel de la semiótica o el análisis estructural sino el proceso
que se da en un sujeto que se enfrenta a una narración o a un texto a partir del cual
ya no puede seguir igual en sus concepciones respecto a lo sugerido por el texto.

Apropiar sería llegar hasta ese nivel de transformación y comprensión de sí que el


sentido se ve trastocado en el lector. Y cuando se actualiza el pasado, lo que ocurre
con la sincronía no es un traslado de significados sino una recuperación del sentido
que va más allá de la función hermenéutica del distanciamiento. Ricœur afirma que
es necesario “recuperar su sentido a través y más allá de la separación. De aquí en
adelante la apropiación del pasado procede a lo largo de una lucha sin fin con el
distanciamiento” (1976, p. 44). Se cumple la concepción de la lectura como lucha
pero a la vez como una tensión donde el lector se deja transformar por un fenómeno
que está lejos y fuera de él, en muchos casos. Así, “la idea de interpretación,
comprendida como apropiación, no queda por ellos eliminada; sólo queda remitida
al término del proceso” (1976, p. 178), que clausura, como lo expresa el mismo
autor, cuando el mundo del lector es modificado y re-significado por el texto.

Según el modelo interpretativo de la hermenéutica romántica “la comprensión no


consiste en la capacidad inmediata de una vida psíquica extraña o en la
identificación emocional con una intención mental” (Ricœur, 1986, p. 236), sino que
se trata de llevar la comprensión al nivel de la apropiación a la técnica de la
explicación, antes y después de la lectura, donde “la contrapartida de esta
apropiación personal no es algo que pueda sentirse: es la significación dinámica
obtenida por la explicación […] a saber, su poder de desplegar un mundo” (Ricœur,
1986, p. 136), así como se explicaba más arriba cuando se exponía el término
referencia.
131
Este desplegarse del mundo del lector se da por la apropiación y es el culmen no
solo de la teoría de la lectura, sino del ejercicio mismo de toda indagación
documental, independientemente de las fuentes. En una de las aplicaciones, del
próximo capítulo, se expone esta posibilidad para la investigación en términos
cualitativos dentro del análisis documental que no termina en la dialéctica
explicación-comprensión, sino que va hasta la afectación del sujeto mismo que
experimenta la comprensión y ampliación de su mundo por la mediación de la
lectura. Ricœur, en este sentido, propone como síntesis que “la interpretación posee
un carácter de apropiación […], “la interpretación de un texto se acaba en la
interpretación de sí de un sujeto que desde entonces se comprende mejor, se
comprende de otra manera o, incluso, comienza a comprenderse” (Ricœur, 2002,
p. 170).

En la apropiación se da, por tanto, una especie de continuidad en ese mirar-se en


el espejo como lo propone el texto de la Carta de Santiago: “Porque si alguno se
contenta con oír la palabra sin ponerla por obra, ese se parece al que contemplaba
sus rasgos fisonómicos en un espejo: efectivamente, se contempló, se dio media
vuelta y al punto se olvidó de cómo era. En cambio el que considera atentamente la
Ley perfecta de la libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como
cumplidor de ella, ese, practicándola, será feliz (Sant.1, 23-25). Es lo que Ricœur
llama una lectura reflectante que funciona como un eco que se percibe en lo leído.
“Esta reflexividad de la lectura […] lectura reflectante, es lo que permite al acto de
lectura liberarse de la lectura inscrita en el texto y replicar al texto” (1985, p. 302).

En el anterior ejemplo, tomado de la Biblia, se evidencia la preocupación de un


escritor por el carácter de apropiación de la Palabra y en general de la revelación.
132
En los textos bíblicos se cumple una de las categorías hermenéuticas de la
apropiación. Jesús se apropia de Isaías, Pablo se apropia de Jeremías, del maestro
de Qumrán, Juan el Bautista se apropia de algo. Así sucede en el ámbito teológico
y es lo que se conoce como tradición, ya sea interreligiosa, del judaísmo al
cristianismo, del mundo griego al mundo cristiano, y son muchos los que realizan
dichas adaptaciones o configuraciones que en lo estudiado aquí se conoce como
apropiación. Occidente no sería lo que es sin ese carácter de apropiación: santo
Tomás no sería lo que fue sin Aristóteles, Plotino sin Platón, etc. Es casi imposible
pensar la lectura o la cultura sin este carácter de apropiación. En el siguiente
capítulo se verá esto reflejado en el camino de la apropiación en géneros y ejemplos
concretos.

2.8. La identidad narrativa

Esta dinámica que comienza por el texto, pasando por el mundo del lector, tiene
como propósito llegar a la configuración de la identidad narrativa. La preocupación
de Ricœur por la configuración de esta identidad narrativa está plasmada en varias
de sus obras, muy especialmente en Temps et recit I, II y III, Le conflit des
interprétations. Essais d´hermenéutique II (1969) y La métaphore vive (1975). Sin
embargo, es en los estudios séptimo y octavo de Soi-même comme un autre (1990)
donde Ricœur explora las cuestiones éticas de la identidad narrativa. Comienza
distinguiendo entre mismidad e ipseidad como el núcleo de su “pequeña ética”. El
primer término alude a una noción atemporal, sustancial del yo, que permanece en
el tiempo (lo mismo). En el caso de la ipseidad, que es temporal, y, por tanto,
narrativa es donde se articulan los elementos cognitivos y sentimientos implicados
en los acontecimientos que a su vez se insertan en un tiempo determinado. Es así
como “la identidad narrativa oscilará entre dos límites. Un límite inferior, donde la
133
permanencia en el tiempo expresa la confusión entre idem e ipse, y un límite
superior, donde ipse plantea la cuestión de su identidad sin la ayuda y el apoyo de
idem” (Sí mismo como otro, 1996: 120). Las acciones son el fundamento de la
moralidad en el hombre y por tanto son configuradores de la identidad, es así como
Ricœur ve la identidad narrativa como la base de la identidad moral (1990, p. 320).

La identidad, en Ricœur, no es solo una cuestión antropológica, es también una


expresión del lenguaje que configura la existencia y así se configura en narrativa,
porque la vida no es únicamente acontecer o inmediatez, es aprehensión de sí,
búsqueda a través del lenguaje. La identidad es posible porque es posible
empalabrar la existencia a través de la narración que “confirma este trayecto del
conocimiento de sí que supera ampliamente el dominio narrativo, ya que el sí no se
conoce nunca inmediatamente, sino sólo e indirectamente a través del rodeo por los
signos culturales de toda clase que se articulan sobre las mediaciones simbólicas
siempre ya articuladas en la acción y, entre ellas, las narraciones de la vida
cotidiana” (Ricœur, 1988, p. 304), y estos rodeos no son simples artilugios de la
producción lingüística de los pueblos sino que son la raíz misma de su propio existir.
Por la Palabra se hizo todo, aparece en muchos pasajes de la Biblia, y esto no es
casual en tanto que un pueblo como el judío, un pueblo creyente fue configurando
su existencia a partir de las narraciones que daban sentido a su memoria. El
esfuerzo por narrar su historia fue en definitiva el proceso irreversible de la
configuración de su propia identidad. Ricœur trae varios ejemplos en el trabajo que
desarrolla con André Lacoque (1998), lo que es un buen arquetipo de este intento
por explicar la configuración de la identidad narrativa. Ocurre en doble vía: la
necesidad de contar se convierte en el urgente deseo de perseverar en el ser, de
reconstruir y configurar la identidad. Ricœur es contundente en este sentido: “La
mediación narrativa subraya ese carácter importante del conocimiento de sí que es
una interpretación de sí […]. Aquello que la interpretación narrativa aporta
propiamente es precisamente el carácter de figurado de una persona que hace que

134
el sí, narrativamente interpretado, encuentre ser él mismo un sí figurado del cual se
figura como tal o cual” (Ricœur, 1988, p. 304.), y se ofrece como una solución a los
múltiples problemas que aparecen en la búsqueda de identidad personal (1988, p.
299), donde el elemento identitario es fundamental puesto que “la historia narrada
dice el quién de la acción [...] y donde el sí-mismo puede ser refigurado por la
aplicación reflexiva de las configuraciones narrativas” (1985, p. 355).

La cultura o comunidad permite entonces que el hombre así constituido se presente


seguro, testigo, capaz de actuar y que su su vez padece, se siente vulnerable. Esta
base antropológica permite al hombre no ser simplemente un acontecimiento
biológico sino alguien capaz de “decir algo”, de producir un discurso sensato acerca
de sus propias acciones, obedeciendo a reglas comunes que están en el trasfondo
de todo relato. Así, es quien es porque actúa pero también porque le es posible,
mediante el lenguaje, construir su historia, sus propios relatos. Incluso dichos relatos
son los que permiten la articulación de la historia individual a las historias colectivas
y a un manejo del tiempo pasado y el mythos en la trama, que es la suma del relato
histórico y el relato de ficción. Esta capacidad del hombre como actor y a su vez
narrador es lo que articula su identidad como mismidad e ipseidad. Ricœur dirá que
“es así como, mediante variaciones imaginativas sobre nuestro propio ego,
intentamos una comprensión narrativa de nosotros mismos, la única que escapa a
la alternativa aparente entre cambio puro e identidad absoluta. Entre ambos queda
la identidad narrativa.” (Ricœur, 1984, p. 57-58).

Esta doble cara de la identidad deja ver la paradoja de la existencia humana como
acontecimiento y como narración, “es la dialéctica deconcordancia discordante del
personaje la que debemos inscribir ahora en la dialéctica de la mismidad y de la
ipseidad” (1990, p. 176). Un ser que es a su vez actor y narrador de la propia historia,
construye su guion en la medida que busca su propia identidad que por esta

135
búsqueda de sentido y configuración, se examina y se purifica “gracias a los efectos
catárticos de los relatos tanto históricos como de ficción transmitidos por nuestra
cultura. La ipseidad es así la de un sí instruido por las obras de la cultura que se ha
aplicado a sí mismo” (Ricœur, 1985, p. 444).

Es, por tanto, la trama lo que da sentido a una historia narrada y esta “es una
representación o imitación (mímesis) de la acción por medio de la construcción de
una trama (mythos)” (1985, p. 77). A una existencia en la tensión permanente de
esta búsqueda de identidad. Comprende Ricœur esta doble posibilidad de la trama
como “mediadora entre el acontecimiento y la historia… nada es acontecimiento
sino contribuye al avance de una historia” (Ricœur, 2000, p. 192). Esta historia
construida por los efectos propios de la narración es a su vez un “cuasitexto” del
proceso integrador que se realiza en el receptor vivo de la historia, que es el mismo
sujeto quien vive y compone su historia, la dinamiza y la estructura, de tal manera
que se configure como un relato insertado en el tiempo. Siguiendo a Aristóteles, se
refiere a la trama como la “disposición de los hechos en sistema” (1995, p. 82).
La historia relatada se convierte en mediación del tiempo como paso y como
permanencia, es así como este decir algo, contar, escribir sobre sí se convierte en
la oportunidad misma de narrar-se y pensar-se a través de lo que se podría llamar
“identidad dialéctica” de la imbricación entre mismidad e ipseidad. “La construcción
de la trama, diremos después responde a la aporía especulativa con un hacer
poético capaz de aclarar la aporía (tal será el sentido de la catarsis aristotélica),
pero no de resolverla teóricamente” (1985, p. 24).

La trama es “el modelo específico de conexión entre acontecimientos constituidos


por la construcción de la trama permite integrar en la permanencia en el tiempo lo
que parece ser su contrario bajo el régimen de la identidad-mismidad, a saber, la
diversidad, la variabilidad, la discontinuidad, la inestabilidad” (Ricœur, 1990, p. 139),
permite ver la urdimbre de la vida pero a su vez posibilita otear el horizonte de algo
136
que todavía no es. La trama habla de “un principio de orden que vela y que
Aristóteles llama ‘disposición de los hechos’. Por discordancia entiendo los
trastocamientos de fortuna que hacen de la trama una transformación regulada,
desde una situación inicial hasta otra terminal. Aplico el término de configuración a
este arte de la composición que media entre concordancia y discordancia” (Ricœur,
1990, p. 139).

Esta doble vía y tensión entre lo diacrónico y lo sincrónico del relato histórico que
se concreta en una vida narrada se salva por la mediación de la trama que articula
“la diversidad de acontecimientos y la unidad temporal de la historia narrada [...];
entre la pura sucesión y la unidad de la forma temporal” (Ricœur, 1990, p. 140). En
esta dialéctica de buscarse a sí mismo y contar sobre sí, el personaje se abre a la
temporalidad como un todo que a su vez se ve amenazado por lo azaroso de la
existencia, por esa volatilidad del acontecer entre el encuentro y el desencuentro,
por el devenir mismo que deriva en continuidad y discontinuidad, y es allí donde “la
síntesis concordante-discordante hace que la contingencia del acontecimiento
contribuya a la necesidad en cierto sentido retroactiva de la historia de una vida, con
la que se iguala la identidad del personaje. Así el azar se cambia en destino. Y la
identidad del personaje, que podemos decir ‘puesto en trama’, sólo se deja
comprender bajo el signo de esta dialéctica” (Ricœur, 1990, p. 147), del sujeto que
se busca haciendo y se comprende narrando.

En esta dialéctica de la búsqueda de la identidad y su extensión como “narrativa”


aparece el recurso de la intriga que “es una suerte de innovación semántica pues,
en su dinamismo, reúne en una historia unitaria incidentes heterogéneos,
transforma en historia los acontecimientos dispersos y, recíprocamente, extrae la
historia narrada de esos acontecimientos” (Ricœur, 2009, p. 38). Es indicadora, da
sentido y trasforma el poder de la mirada como relato, es la que dinamiza la
137
comprensión de sí en el sentido práctico del acontecimiento y de la búsqueda de
configuración y estructura de lo narrado.

Sin la intriga no hay trama, sin la trama no hay narración y por tanto no hay identidad,
van todas implicadas. Según el pensador francés, “la identidad de (este) sujeto no
puede tratarse más que de la identidad en cierto sentido puntual, ahistórica, del ‘yo’
en la diversidad de sus operaciones; esta identidad es la de un ‘mismo’ que escapa
a la alternativa de la permanencia y del cambio en el tiempo, puesto que el cogito
es instantáneo” (Ricœur, 1990, p. 12). El hombre se narra por la necesidad de llegar
a la configuración de su propia identidad y a su vez por la urgente demanda de dar
cuenta del autor de una determinada acción, así se relatan las historias, así se
configura una vida que se aprehende y se comprende en la singularidad de una
unidad temporal a través del relato. La narración, por tanto, lleva consigo el
concepto de acción. Ricœur muestra que la construcción de una trama representa
el modelo de conexión entre acontecimientos más adecuado para integrar en la
permanencia en el tiempo la diversidad, la discontinuidad y el cambio (Ricœur, 1990,
p. 167)

La acción humana construye al sujeto de la acción porque es histórica y se


desarrolla en el tiempo permitiendo la comunicación de una temporalidad, de una
praxis, de un proyecto de vida, de una identidad que se narra y busca un fin. El
hombre no se aprehende a sí mismo en la inmediatez sino en la configuración de
su propia identidad a través de lo narrado. Un acontecimiento es en tanto que existe
la posibilidad de ser contado, este es un principio hermenéutico pero a su vez un
elemento antropológico que da en el corazón mismo de la configuración de la trama,
de la historia de un viviente. Así se configura la identidad narrativa, la existencia
misma que se comprende al ser narrada. De ahí que toda vida esté atravesada por
el lenguaje, por la urgente mediación del símbolo, por la reconstrucción del acto a
138
través del decir, del contar, del narrar historias. Es el sustento mismo del texto
provocador de Ricœur: La vida, un relato en busca de narrador. De ahí que el acto
de leer, la esencia de toda interpretación se convierta en “hermenéutica de la
recolección de sentido” (Ricœur, 1988 , p. 299).

En esta recreación de la identidad narrada, según Ricœur, hay tres elementos a


tener en cuenta: las acciones, la representación y la trama. En cuanto a las primeras
se puede decir que “no se refieren sólo a los hechos, a los acontecimientos sufridos
por el sujeto o a las acciones protagonizadas por él sino también a sus fines, a sus
motivos, a los agentes que intervienen, a algunas consecuencias de sus acciones,
a las circunstancias y al resultado de las acciones” (Ricœur, 1985, p. 109). La noción
de acción se ve ampliada en el sujeto por vivencia misma del sujeto que moralmente
se comprende en la medida que actúa y plasma en la cotidianidad su ser, es en esta
donde se encierra “la transformación moral del personaje, su crecimiento, educación
y maduración personal, así como su formación afectiva, emocional y sentimental”
(1985, p. 388), que no está cerrada en sí misma y que tiene un alto contenido
narrativo pero como toda “experiencia humana posee carácter “prenarrativo”, que
toda ella es una actividad y una pasión en búsqueda de un relato” (Ricœur, 2009,
p. 52).

Por esta intencionalidad de buscar un relato la vida es acción pero también se


configura en la quietud, en la contemplación, en esa búsqueda de sentido apacible
del paciente, del que espera, del que no entiende el sentido como algo que se
encuentra en el movimiento sino como la medida también de la quietud. Dirá Ricœur
que la vida tiene sus reveses, ya que “de la concordancia dependen, obviamente,
la definición misma de mythos como composición de las acciones y los corolarios
de esta definición, a saber, la unidad, la marca de un comienzo, de un medio y de
un fin, la amplitud y la conclusión. Pero la concordancia tiene su reverso;
‘discordancia o inversión’ de la dicha en desdicha, cambio de fortuna [...],
139
reconocimiento inesperado, incidentes que espantan o inspiran piedad, efectos
violentos” (Valdés, 2000, p. 146).

No se trata solo de actuar, sino que la vida también es padecer, también la existencia
es tocada por la enfermedad, el sufrimiento, el accidente y estos acontecimientos
permiten también la búsqueda de una comprensión subjetiva, son la base de un no
obrar o de un obrar: “No atender, dejar hacer, es también dejar que otro haga, a
veces de forma criminal; en cuanto a soportar, es mantenerse uno mismo, de grado
o por fuerza, bajo el poder de obrar de otro [...]; soportar se convierte en padecer,
que linda con sufrir. En este punto, la teoría de la acción se extiende desde los
hombres actuantes a los hombres sufrientes” (Ricœur, 1990, p. 158). No solo se
trata del hombre capaz sino también del incapaz, de ahí que la voz del narrador no
siempre concuerde con la voz del que actúa ya que hay muchas historias que tienen
que ser contadas por otros. Otras identidades se han configurado a partir de relatos
de un tercero que quizá se comprende mejor narrando y reconstruyendo las
biografías de otros. Sin embargo la estructura es la misma ya que “la acción [va a
ser aquí] aquel aspecto del hacer humano que denominamos narración” (Ricœur,
1990, p. 76). E incluso se puede prever, proyectar y recrear vidas a través de las
posibilidades que ofrece la narración. El contar no apunta solo a la descripción sino
a la comprensión y la configuración de un relato, requiere del echar mano de frases
narrativas donde “podemos cambiar la descripción que hacemos de los
acontecimientos pasados en función de lo que sabemos de los futuros” (Ricœur,
1978, p. 91). En este sentido, Ricœur ampliará la cuestión del tiempo como
elemento fundamental de la narración en su obra La Mémoire, l'Histoire, l'Oubli
(2003) en la que se ocupa de la responsabilidad de la historia como un compromiso
que toca a la sociedad en general. Este texto narra y dice quién es quién en la
historia a través de sus diversas estructuras y mecanismos de posibilidad para
contar acerca de los acontecimientos.

140
El acto de leer presenta, por tanto, la apertura al mundo del lector que encuentra en
la vida misma el primero y quizá el más significativo de los textos. Cualquier género
ha de representar y refigurar, desde diversos ángulos la existencia como acontecer
y como texto que permite ser leído. Se trata de salir de la encrucijada antropológica
que sitúa al hombre como un mero acontecimiento biológico y le posibilita una nueva
mirada de sí a través de la lectura que se ha identificado aquí como interpretación.
Ahora, tres miradas, tres posibilidades de leer la cultura, leerse a sí mismo, leer
simplemente, pero leer como acto, como lucha, como acontecer, como
desvelamiento de la propia identidad.

141
3. APLICACIONES

El presente apartado busca ser una puesta en marcha del proyecto ricœuriano en
torno a la lectura. La triple relación: referencia, apropiación y sentido es tenida en
cuenta para el desarrollo del capítulo. Después de trasegar por la tercera parte del
estudio en torno a la lectura desde una mirada conceptual, se trata aquí de caminar
con tres géneros distintos que aparecen en la historia reciente de la lectura. La
metodología surge del mismo esfuerzo por comprender a Ricœur desde Ricœur,
pero también busca dar un paso mayor: comprender otras lecturas, de las muchas
que se han hecho, de textos que contienen su propia impronta y que en nuestro
contexto tienen gran representatividad debido a sus implicaciones en términos
contemporáneos, como son: el deseo, el poder y la memoria.

El primer texto, sobre la filosofía y la exégesis bíblica, da cuenta de una búsqueda


de las conexiones entre dos elementos configuradores de la cultura: el pensamiento
y la palabra, la Filosofía y la Sagrada Escritura. Se trata de abordar la teoría de
Ricœur sobre el lenguaje religioso que daría mucho de suyo, si existen conexiones
con esa manera particular de interpretar la Biblia desde el “canon” propuesto por la
tradición y las búsquedas de la hermenéutica romántica por saber el sitz im leben,
como aplicación a los textos bíblicos en general.

En segundo ejercicio pretende seguir las señales que da Ricœur sobre el


psicoanálisis, permitiendo una comprensión del sí mismo y de la teoría
psicoanalítica como acercamiento a la cultura. Mientras se debate la relación
psicoanálisis y psicología, Ricœur deja ver que dicha teoría tiene un alcance mayor

142
en términos de la cultura, mucho mayor que los esfuerzos que se hacen por descifrar
al individuo desde el psicoanálisis. El pensador francés hace referencia y posibilita
una búsqueda hermenéutica más allá del existir, mucho más cercano a las
estructuras que configuran el mundo y a la vez posibilitan el yo. De ahí que las
figuras del esclavo y del amo se convierten en texto para leer las relaciones que se
dan en diferentes tópicos culturales como producción de sentido y caminos de
reconocimiento del sujeto inmerso en las nuevas configuraciones culturales.

La tercera aplicación corresponde a un estudio de un texto narrativo, El olvido que


seremos (Abad, 2006). Se presenta como una pincelada testimonial a la consagrada
carrera de Héctor Abad Faciolince, escritor colombiano. Cuenta la historia de su
familia, su propia historia y el desenlace de la vida de su padre en una muerte
dolorosa que impactó la realidad misma de la ciudad de Medellín y, por qué no, la
del país entero. El texto contiene una riqueza grande por las múltiples relaciones
que se establecen con el ambiente que rodea a la familia Abad Faciolince: Medellín
como ciudad, el miedo como experiencia de un pueblo pasado por la violencia, el
ambiente literario y musical del hogar de los Abad Faciolince, son varios de los
elementos que cruzan la obra.

Sin embargo, es el tema del olvido el que más acapara la atención en términos
filosóficos y es allí donde este relato se convierte en una posibilidad de leer nuestra
historia, nuestra memoria y olvido para vehicular mejor la posibilidad de reconstruir
el tiempo histórico en la narración y la misma diferencia que el autor establece con
el valor testimonial que le imprime. En la obra, la realidad supera la ficción, aunque
no se presenta como una pieza sicaresca (literatura sobre violencia urbana), permite
ver el límite donde se busca captar esa delgada línea entre realidad y ficción a través
del lente de Ricœur, examinando así la categoría “olvido” como el delante del texto

143
que se convierte en denuncia y permite ser un espejo de la realidad que muchos
colombianos viven y padecen. Hagamos, pues, dicho recorrido.

3.1. Filosofía y exégesis bíblica

Esta aplicación busca dar cuenta de la relación que existe entre filosofía y exégesis
desde una perspectiva hermenéutica. En los trabajos de Ricœur aparece una rica
reflexión en torno a los elementos narrativos y discursivos de la Sagrada Escritura
que permiten un acercamiento de ambas disciplinas a través de los análisis sobre
la metáfora y el símbolo que continuamente aparecen en los libros sagrados. De la
misma manera, asuntos como la poética (Aristóteles, 2006) o la Nueva Retórica
(Perelman, 2006), se convierten en referentes válidos para examinar elementos
discursivos que aparecen en los relatos bíblicos y contribuyen en gran medida al
enriquecimiento de la Sagrada Escritura como texto religioso y paradigmático en la
tradición occidental. Interpretar la Sagrada Escritura es comprender en buena
medida el fundamento de una cultura, de un pueblo, de una porción de mundo.

En este sentido, la Pontificia Comisión Bíblica dirá que “la Biblia no es simplemente
un enunciado de verdades. Es un mensaje dotado de una función de comunicación
en un cierto contexto, un mensaje que comporta un dinamismo de argumentación y
una estrategia retórica” (1993). Dicha estrategia comunicativa se concreta no solo
en el mundo del texto o el mundo del autor, sino en el mundo del lector y es allí
donde una hermenéutica de la escucha (Ricœur) o reflexiva puede abrirse paso en
la manera como leemos los textos sagrados y la dinámica que se produce en quien
se deja guiar por ellos. La transformación interior y la lectura se hacen una sola en
el aporte que hace la filosofía a la exégesis bíblica, aunque en principio haya sido

144
la segunda la que diera el primer paso hacia una interpretación de todo aquello que
llamamos el texto.

La reflexión, por tanto, es más específica en cuanto trata de la relación que existe
entre hermenéutica filosófica y exégesis bíblica. Este propósito no se puede llevar
a cabo sin la premisa de una investigación filosófica que identifica una fe concreta
cuya base es un lenguaje o una modalidad particular de discurso: la Biblia. No es la
fe en abstracto como la trata la fenomenología de la religión desde el aspecto de la
creencia, sino una fe particular, la fe que brota de la lectura de la Sagrada Escritura.
Este concepto de “fe bíblica” es excluyente, porque delimita las religiones que beben
de la Biblia, y es incluyente, porque no es un solo credo el que tiene como fuente a
dicho grupo de textos. La cultura occidental ha considerado dicho texto como fuente
de elementos culturales que trascienden la misma religión.

La relación entre filosofía y Biblia es compleja y se da entre ellas un vínculo


recíproco, ya que se trata de confrontar un discurso que, por parte de la Biblia,
pretende ser no solo sensato sino lo más cercano a la verdad, y esto es posible si
se considera que “la primera tarea de la hermenéutica debe ser, en consecuencia,
identificar y describir esas formas de discurso por las cuales, de entrada, la fe de
una comunidad es conducida al lenguaje” (Ricœur, 2008b, p. 53).

Continuando con el pensador francés “son las mismas categorías de obra, de


escritura, de mundo del texto, de distanciamiento y de apropiación las que regulan
la interpretación en ambos casos,” de la filosofía y la Biblia (Ricœur, 1986, p. 133).
En muchos momentos de la historia aparece la exégesis bíblica subordinada a la
filosofía; sin embargo, en este caso, se da todo lo contrario, en tanto que la
referencia de ambos es “texto” y existe en la Biblia un reto mayor ya que dicho
145
registro o huella que llamamos discurso se ve reflejado como producto de una
experiencia de fe de un pueblo, de una comunidad. De ahí que un estudio más
extenso trataría de analizar las formas de discurso bíblico (géneros), y aquí solo se
trata de esbozar la posibilidad del diálogo con la perspectiva hermenéutica que
ponga en conversación ambas cuestiones: Biblia y filosofía.

3.1.1. Referencia: polifonía bíblica

La premisa de la cual se parte para el desarrollo de la tesis sobre la relación


hermenéutica entre Biblia y filosofía es que “la confesión de fe que se expresa en
los documentos bíblicos es inseparable de las formas particulares de discurso”
(Ricœur, 2008b, p. 56). Contenido y forma son un todo inseparable cuando de la
Biblia se trata. La Dei Verbum (1965) del Concilio Vaticano II advierte sobre la
importancia de las formas de discurso y llama la atención sobre los “géneros
literarios” a través de los cuales los hagiógrafos comunican la acción de Dios en sus
vidas (Dei Verbum 12). En los trabajos de Ricœur se expresa la necesidad de
ahondar en un sentido dialéctico: poniendo en tensión o enfrentando dos géneros.
El mismo cristianismo da cuenta de la necesidad de comprender la Escritura en las
muchas voces a través de las cuales Dios se dirige al pueblo. Ricœur pone varios
ejemplos de dicha confrontación de narrativa vs poesía, legislación vs lenguaje
sapienciales, etc. En la primera relación sobre la interpretación de ciertas formas se
encuentran tres problemas a enfrentar:

 La afinidad entre una forma de discurso y una modalidad de confesión de


fe.
 La relación entre parejas de estructuras y la tensión correspondiente en
el mensaje teológico.

146
 Relación entre la configuración de conjunto del corpus literario y lo que se
podría llamar, correlativamente, el espacio de interpretación abierto por
todas las formas discursivas tomadas en conjunto.

Para Ricœur es significativo, por ejemplo, el planteamiento que hace Gerhard Von
Rad (2009), quien propone la comprensión de la relación entre la forma del discurso
y el contenido teológico. Según Ricœur, en el primer volumen de la Teología del
Antiguo Testamento (1945), Von Rad expresa la indisoluble solidaridad entre
teología y literatura al exponer que “nada se enuncia sobre Dios, sobre el hombre,
sobre sus relaciones, antes no pase por el acto de reunir leyendas, sagas aisladas,
y reordenarlas en secuencias significativas, de manera de constituir un único relato,
centrado en un acontecimiento núcleo, que tiene a la vez un alcance histórico y una
dimensión kerigmática” (Ricœur, 2008b, p. 57). Von Rad considera que los métodos
tradicionales violentan a la Biblia al intentar fundamentar "la fe de Israel por medio
de testimonios situados todos ellos históricamente. Para él, el Antiguo Testamento
es una tradición viva que se fue elaborando al hilo de los acontecimientos. Israel no
dejó nunca de retomar, reinterpretar y completar su ´credo´. Leer el Antiguo
Testamento es rehacer la historia de esos ´credos´” (Aulard, 1992, p. 24)

El ejemplo más significativo está expresado en el relato del credo primitivo que se
lee en Dt 26. Si se comparan las tradiciones que hablan de Dios según el drama
histórico instaurado en los relatos de liberación del Pentateuco con las formas de
relato propuestas por los griegos, se puede ver que la primera no es menos
significativa, es al fin y al cabo una forma narrativa de la historia de la salvación. En
un mismo relato confluyen varias tradiciones y concepciones de Dios: “El Dios del
Éxodo debe convertirse en el Dios del Exilio, para poder seguir siendo el Dios del
futuro y no sólo el Dios de la memoria […] las formas del discurso constituyen en

147
conjunto un sistema circular, y que el contenido teológico de cada una de ellas
recibe su significado de la constelación total” (Ricœur, 2008b, p. 58).

Así, “el lenguaje religioso aparecería entonces como una polifonía, engendrada por
la mencionada circularidad” (Ricœur, 2008b, p. 58). No es posible interpretar los
significados teológicos contenidos en la Sagrada Escritura sin hacer el rodeo de una
explicación estructural de las formas. Sin el paso por el lenguaje no se puede hacer
teología. Teología y lenguaje son dos saberes indisolubles. Que Dios se diga
narrativamente, poéticamente, epistolarmente, significa que la forma dice de aquello
que contiene y habla de una tradición que conserva un mensaje que quizá no se
puede decir de otra manera. Si Dios se dice poéticamente quiere decir que esta
forma discursiva es la manera más apropiada para nombrar a un Dios que utiliza
este canal con un sentido y dicho sentido es irrenunciable. Esta dinámica está dada
para no pasar rápidamente al contenido teológico de la Escritura sin detenernos en
la Escritura misma.

La cuestión fundamental se da no sin limitaciones, puesto que “el conocimiento


bíblico no debe detenerse en el lenguaje, sino alcanzar la realidad de la cual habla
el texto” (PCB, 1993, p. 69). Este mismo documento de la PCB, acerca de La
interpretación de la Biblia en la Iglesia, valora la obra de Ricœur porque desde el
ámbito hermenéutico filosófico es de los pocos pensadores que considera que “el
lenguaje religioso de la Biblia es un lenguaje simbólico que ´da qué pensar´, un
lenguaje del cual no se termina de descubrir las riquezas de sentido, un lenguaje
que procura alcanzar una realidad trascendente y que, al mismo tiempo, despierta
a la persona humana a la dimensión profunda de su ser” (PCB, 1993, p. 69). En
definitiva, es la comunidad de fe la que lee, a la luz del credo particular que profesa
y que ha construido a través de la misma Escritura, la que pone el horizonte
esperanzador de salvación hacia el cual debe mirar y no perder como norte. La
148
multiplicidad de textos bíblicos puede hacer perder de vista la referencia, si no se
hace en el marco de una fe concreta, en un credo dado por la tradición y orientado
por el grupo de teólogos que dirigen y orientan la interpretación.

3.1.2. Apropiación: de la hermenéutica filosófica a la hermenéutica bíblica

En principio, la hermenéutica bíblica se sirve de la filosófica ya que la racionalidad


de la filosofía le permite a la teología bíblica y, en general a la teología, reconocer
que el sustento de lo que interpreta es lenguaje y por tanto “la fe bíblica no puede
separarse de la interpretación que la eleva al lenguaje” (Ricœur, 2008b, p. 64). Esto
no le quita el carácter de separación en términos de una Palabra (objeto de la
teología) frente a la palabra (objeto de la filosofía), puesto que la Teología se ve,
por su inmersión en lo sagrado, con el propósito de elevar la Palabra por encima de
la Escritura, de lo que llanamente se ha descrito como texto.

El cristianismo es una religión de la Palabra más que una religión del libro. Aquí, el
lente de Ricœur ayuda con el planteamiento de varias preguntas: un habla ¿no
precede a toda escritura? ¿Jesús no fue, como Sócrates, un predicador y no un
escritor? ¿El cristianismo primitivo no ha visto en él la Palabra hecha carne más que
un hablante de lenguaje humano? Para que dicha dialéctica no parezca un
concordismo (Jesús = Sócrates), para hacer decir a la Escritura lo mismo que la
tradición filosófica expresa, es importante aclarar que al decir Palabra nos estamos
refiriendo a un sentido mucho más amplio que al decir libro, que al texto en cuanto
tal, y es aquello en lo que la comunidad de fe deposita su confianza y se convierte
en alimento y fundamento de la vida del creyente.

149
En esa misma dirección está la pregunta de Jesús al escribano en el evangelio de
Lucas (10,25-28): “¿Cómo lees?” Queriendo dar pie a una discusión sobre la
manera como cada uno lee la Torá y detrás de esta existe un largo trayecto del
habla a la escritura que tampoco corresponde aquí desarrollar en términos
exegéticos. Lo mismo san Pablo y el autor de la epístola a los Hebreos interpretan
el acontecimiento Jesús a la luz de las profecías y de las instituciones de la antigua
alianza. Existe allí todo un sentido de apropiación de las escrituras por parte del
Nuevo Testamento respecto del Antiguo Testamento. No se trata de algo nuevo sino
de rescatar esta dinámica en el contexto mismo de la Biblia. Los mismos títulos
cristológicos están estrechamente ligados a una cultura hebraica y helenística.

Sería difícil entender estos títulos si ellos no vinieran del habla de un grupo o de un
pueblo para quien resulta significativa una denominación. Los estudios acerca del
Jesús histórico, por ejemplo, han vinculado la figura de Jesús a tradiciones
helenísticas con acentos distintos pero con rasgos muy particulares, como el
considerar a Jesús como la sophia divina, o un campesino judío, o un filósofo cínico
itinerante, etc. Las palabras de Jesús y el estudio social de su entorno han llevado
a diversas perspectivas de interpretación en torno a la persona de Jesús vinculado
a las tradiciones -casi siempre orales- del contexto de Palestina en el siglo I. Detrás
de cada uno de estos ejemplos está la idea ricœuriana de “apropiación”, que sería
la manera como un testamento o un autor interpreta una tradición y a la luz de ella
comprende la dinámica de la comunidad a la cual se dirige.

Así, el habla sobre la Escritura considera siempre un volver sobre los dos
testamentos y sobre ambas tradiciones que a su vez sirven de fuente de otras
interpretaciones. Allí existe una situación hermenéutica inadvertida en muchas
ocasiones por quienes van de un lado a otro de la Escritura sin tener en cuenta
dicho juego interpretativo. Para Ricœur, este esquema de discurso contiene un
distanciamiento que va del testimonio que interpreta un testimonio y queda fijado en
150
la huella que es la Escritura. De ahí que el cristianismo rápidamente se abre paso
entre el mundo romano y judío de acuerdo al esquema: proclamación, kerigma y
predicación, cuyos acentos están en el desarrollo de la más primitiva Iglesia y se
comportan como cualquier legado cultural que merece un estudio filosófico atento
debido a la trama que se teje y termina siendo lo que hoy llamamos Iglesia. En
palabras de Ricœur esta cadena sería “la condición de posibilidad de una tradición,
en el sentido fundamental de transmisión de un mensaje” (1986, p. 140), con el que
una comunidad se constituye y de la cual sigue viviendo cada vez que siente la
necesidad de recuperar su norte, de volver al fundamento.

Existe una pregunta sobre la originalidad del texto bíblico respecto a otras formas
de discurso y esta reside en lo que Ricœur llama “el mundo del texto” o “la cosa del
texto”, que entiende como “el mundo que el texto despliega ante sí […] y este mundo
toma distancia con respecto a la realidad cotidiana hacia la que apunta el discurso
ordinario” (1986, p. 140). En este sentido, la lectura de la Biblia no implica en primera
instancia una decisión por parte del lector, sino en dejar que se despliegue el mundo
que allí se expresa (alianza, reino de Dios, vida eterna) por encima de sentimientos
o disposiciones, de la creencia o no creencia. Esto es lo que Ricœur llama la
“objetividad del ser nuevo proyectado por el texto […] poner por encima de todo la
cosa del texto es dejar de plantear el problema de la inspiración de las Escrituras
en términos psicologizantes, como serían entenderla como un insuflar de sentido a
un autor que se proyecta en el texto, él y sus representantes” (1986, p. 141).

Si se aplicase la comprensión hermenéutica al texto bíblico en la categoría “Dios”,


no se entendería esta en sentido filosófico sino que dicho ejercicio presupone “el
contexto total constituido por el espacio completo de gravitación de los relatos, de
las profecías, de las legislaciones, de los himnos, etcétera. Comprender la palabra
Dios es seguir la flecha de sentido de esta palabra” (Ricœur, 2002, p. 144). No se
151
trata solo de un estudio semántico sobre el significado de algo que dice sobre una
cosa sino respetar que la cosa misma está nombrando algo que escapa a cualquier
significación y allí es donde la Biblia no cede ante la tentación de convertirse en un
instrumento más de cualquier hermenéutica. Cuando la filosofía hace alusión a
“Dios” indaga por la palabra misma y cómo esta llega a tener un lugar en las
preguntas más significativas del hombre. Se detiene en lo antropológico e indaga
sobre la necesidad que el hombre tiene de “nombrar a Dios”, mientras la teología
se ubica del lado de la identidad de aquello que nombra y con qué referente se
puede establecer una conexión. En síntesis: de lo que se ocupa la Teología y la
Filosofía, en este sentido, es acerca del porqué al hombre le parece fascinante
nombrar a Dios, es desde donde brota esta inquietud.

3.1.3. Sentido: hacia una hermenéutica de la escucha del lenguaje religioso

“El lenguaje religioso es sensato, posee un sentido, al menos para la comunidad de


fe, cuando lo usa para comprenderse a sí misma o parar hacerse comprender por
un auditorio extraño” (Ricœur, 2008b, p. 51). La fe como preocupación última, en la
que se da la captación de lo único necesario se constituye para el oyente-lector de
la palabra por el ser nuevo que es la cosa del texto. “La temática de la fe escapa a
una hermenéutica y atestigua que ésta no es ni la primera ni la última palabra”
(Ricœur, 1986, p. 146). “La fe bíblica no podría ser separada del movimiento de la
interpretación que la eleva al lenguaje. Es en la imaginación donde primero se forma
en mí el ser nuevo […] el texto habla en primer lugar a mi imaginación,
proponiéndole las figuraciones de mi liberación” (Ricœur, 2002, p. 148).

La Biblia, como “formas de discurso, tomadas en conjunto, constituyen las


expresiones originales de la fe religiosa. La primera tarea de la hermenéutica debe
ser, en consecuencia, identificar y describir esas formas de discurso por las cuales,
152
de entrada, la fe de una comunidad es conducida al lenguaje” (Ricœur, 2008b, p.
53). La filosofía trata la Biblia bajo las formas de discurso como narración, profecía,
proverbio, himno, conocidas en el ámbito teológico como géneros literarios, y es allí
donde se centra el estudio de los textos bíblicos tomados como totalidad. Según
este presupuesto, para Ricœur, la fe de una comunidad se puede interpretar y
puede ser captada a través de sus expresiones lingüísticas. “La primera tarea de la
interpretación, en el dominio bíblico, es identificar las diferentes formas de discurso
que, tomadas en conjunto, delimitan el espacio de interpretación en el interior del
cual puede comprenderse el lenguaje religioso. Dicha tarea precede a la
investigación de los enunciados teológicos que han perdido su arraigo primero en
las formas de expresión de la fe, en cuanto reformulan el contenido de esas
primeras expresiones en un lenguaje conceptual derivado de la filosofía
especulativa” (2008b, p. 55).

La tesis propuesta aquí, siguiendo a Ricœur, es que la experiencia religiosa se


expresa en el plano del lenguaje en formas específicas de discurso que dotan de
sentido la vivencia de una comunidad. Si la Biblia se toma, como suele ocurrir, bajo
el título único del discurso bíblico sin tener en cuenta las formas se tendrían que
considerar tres problemas:

1. El parentesco de término a término entre una forma de discurso y una


modalidad particular de confesión de fe.
2. La relación entre un par estructural y la tensión correspondiente en el
mensaje teológico.
3. La relación entre la configuración de la obra de discurso, considerada como
un todo y el espacio de interpretación delimitado por el conjunto de las formas
de discurso (Ricœur, 1986, p. 135).

153
Lo que podemos decir de la Biblia en general, y aquí podríamos tomar como
aplicación el libro del Génesis, es que si echamos una mirada al tipo de lenguaje
propuesto: el mítico o los lenguajes míticos, a los lenguajes tradicionales simbólicos
que han hablado del mal, vemos que el mal es tanto algo que el ser humano comete
cuanto algo que padece. El mal es paradójico. Tiene una doble cara. Por una parte,
en cuanto estamos en el mundo lo sufrimos, lo padecemos, aún más si añadimos
luego la hipótesis de una voluntad inocente, que entra en el mundo y encuentra el
mal como limitación, como opinión, como contingencia y como ocasión de
imperfección. Por otra parte lo cometemos: por eso no hay mal sin libertad, no hay
mal sin la intervención del ser humano.

Si miramos el relato del mal en la Biblia, en el libro del Génesis, el mal considerado
como simbólico mítico, encontramos que se habla de la entrada del mal al mundo.
La tentación, por la cual Adán toma el fruto prohibido expresa, simbólicamente, toda
la entrada del mal. Ricœur hace de esa página bíblica una página simbólica, poética,
como cualquier otro mito que pueda proceder de Grecia o de Oriente. Y también
puede proceder de Occidente porque la mitología, toda esa mitología
mesoamericana, por ejemplo, incurrió en lo mismo.

No es tan fácil seguir el mal por la libertad. Adán, ¿decidió tomar dicho fruto? No.
Analicemos el lenguaje del mal en la Biblia. Vemos hasta qué punto se establece
una secuencia dramática que va reduciendo responsabilidades a un orden anterior.
Es a Adán a quien se le presenta, por parte de Eva, la invitación a tomar el fruto. Y,
es a Eva a quien se le presenta, por parte de la serpiente, la misma invitación.
Serpiente que en toda la simbología clásica significa lo telúrico, lo terreno, lo menos
elevado, aquello que siempre arrastra hacia abajo. Ricœur concluye que Adán es
responsable tanto de la culpa que comete, cuanto que es, a su vez, víctima de toda
154
una situación a la que el análisis del mito lo remite, hacia la anterioridad, hacia el
malestar (Ricœur et LaCoque, 1998).

Todos los que se han aproximado a la filosofía saben hasta qué punto los problemas
del mal, del pecado y de la concurrencia divina en la acción del ser humano han
desatado literaturas que llegaron hasta nuestros tiempos. El tema se encuentra no
solo en la discusión renacentista sino también en la filosofía española referida al
Concilio de Trento, y también en toda la filosofía posterior. No, no es fácil decir: el
mal por la libertad, la libertad por el mal. Pero Ricœur no escapa a la dificultad que
aparece en la secuencia dramática, que lleva a la comisión del pecado y a la
exclusión del paraíso. Allí aparece la promesa del redentor. El mal es tanto sufrido
cuanto cometido, cierto, pero tiene remisión. El mal no es un destino irreparable.
Pero la respuesta la puede tener el Cantar: “El amor es más fuerte que la muerte”
(8,6). Si bien la sentencia del Génesis daba cuenta de un mal irreparable, ya en el
Cantar se da respuesta al mayor de los males: la muerte. Esta dinámica es la que
propone Ricœur en la necesidad de comparar las tradiciones de las diferentes
formas de discurso así como ocurre en la filosofía en las que muchas de las
cuestiones existenciales van del mito a la novela como ocurre entre existencialistas
o los trabajos de Nietzsche sobre la tragedia griega. Un discurso no explica el otro,
pero lo oxigena y lo saca de un esquema cerrado y sesgado por una única
interpretación.

Así, las distancias que aparecen entre una forma de discurso y otro, necesariamente
han de pasar por la noción de tiempo que está detrás del texto, y se puede aseverar
con el mismo Ricœur que el texto se convierte en “un llamado que es recibido, no
como viniendo de nosotros, sino (para el creyente judío o cristiano) de una Palabra
recogida en las Escrituras y trasmitida por las tradiciones que resultan de ellas,
según una multiplicidad de caminos suscitados por la diversidad primitiva de estas
155
Escrituras, ninguno de los cuales agota la riqueza inextinguible de la Palabra"
(Ricœur, 2008b, p. 204). Estas tradiciones han sido develadas por la filosofía pero
la filosofía no puede llegar hasta los motivos que dieron origen a una determinada
tradición.

3.2. Psicoanálisis, una interpretación de la cultura

El psicoanálisis es una arqueología de la reflexión y para la reflexión, expresión de


Ricœur en La Mémoire, l'Histoire, l'Oubli (2003), que amplía la cuestión orientando
dicha perspectiva hacia el sujeto y por tanto hacia una interpretación del fenómeno
cultural en tanto que, sin definir al sujeto, lo intenta comprender inmerso en el
trasegar de la totalidad de lo humano manifestado en el ámbito de la cultura. Dicha
percepción de la obra de Freud ha de ser explorada en el presente ensayo con el
propósito de exponer los alcances y los límites del psicoanálisis como hermenéutica
de la cultura. Alcances en cuanto que la reflexión acerca del sujeto parte del
presupuesto antropológico heredado por los racionalistas, para quienes el existir
estaba precedido por el pensar, convirtiendo en centro una de las dimensiones de
la persona fuera de la pluridimensionalidad que contempla otros aspectos como el
emocional, el físico y el espiritual o trascendental. En cuanto límite es importante
exponer que se trata de una visión de la cultura y no de una interpretación unívoca
del fenómeno que envuelve toda la existencia del hombre. Tal empresa se instaura
en los aportes que hace Ricœur a la comprensión de Freud en nuestro medio a
través de un esfuerzo por leer, interpretar y criticar la obra de este autor que puso
los cimientos del psicoanálisis.

El alcance o revelación, como primera cuestión, es si se debe tener una idea de


amplitud del fenómeno cultural que representa el psicoanálisis en la actualidad.
Dicha representación reside en la fuerza que toma cuando está “lejos de ser solo
156
una explicación de los residuos de la existencia humana, de los reveces del hombre
y muestra su intención verdadera cuando, haciendo estallar el marco de la relación
terapéutica del analista y de su paciente, se eleva al nivel de una hermenéutica de
la cultura” (1969, pág. 122), y como un lugar en el marco de la interpretación se
comprende el lugar del psicoanálisis en el movimiento de la cultura contemporánea
que exige una aproximación más allá de la ciencia, en la cual se ve limitada al ser
sometida siempre a procesos de demostración y verificación.

El alcance del psicoanálisis se percibe cuando se le toma como una interpretación


de la cultura en su conjunto, no solo del individuo. Esto no quiere decir que el
psicoanálisis sea una explicación exhaustiva ya que es una interpretación total en
un género; como tal, en un acontecimiento de nuestra cultura y esto es posible
afirmarlo porque fue la preocupación de Freud durante su vida. Dicha tesis no se da
simplemente por el hecho de que Freud haya producido los grandes textos sobre la
cultura en la última parte de su vida: El porvenir de una ilusión (1986), El malestar
en la cultura (2010), Moisés y la religión monoteísta (2001), sino también porque
trasladó sus discusiones al ámbito público. Conferencias, exposiciones y textos
fueron dados a conocer en escenarios abiertos, para todo tipo de personas,
iniciados y no iniciados con el fin de someter a la opinión pública sus intuiciones
acerca de la cultura.

3.2.1. Referencia: el psicoanálisis como hermenéutica de la cultura

En cuanto a su mirada de conjunto el psicoanálisis no deja de centrar su


preocupación en la “seducción” estética y la “ilusión” religiosa, dando un sentido al
análisis en la búsqueda de una comprensión conjunta, como polos opuestos de una
búsqueda de compensación que se da en sí misma y es a través de esta como se
157
puede entender la cultura. Ampliemos la propuesta: según la propuesta de Freud
“estética” y “religión” son los tópicos de la cultura en la que a su vez “seducción” e
“ilusión” son las categorías desde donde se interpreta la cultura y desde allí nada
queda por fuera. Si la tarea de la interpretación es ampliar los horizontes de sentido
en su conjunto, estos elementos fueron destacados por el psicoanálisis para dar
cuenta de la totalidad, no del mundo o de la naturaleza, sino de la “condiciones de
posibilidad” de lo humano insertado en un contexto concreto, en una sociedad
determinada.

En estos términos, la sociedad se entiende como civilización, donde la cultura es el


marco en el que se gesta el proceso de lo humano, donde se llega a la madurez de
la existencia y dichas razones se instauran quizá en la sinrazón o exceso de razón
propuesta por la estética y la religión en el mundo contemporáneo como
abanderadas de una nueva idea de civilización. En este sentido no hay razones
para oponer civilización y cultura. No hay por un lado una empresa utilitaria de
dominación de las fuerzas de la naturaleza, es decir, la civilización, y por otro, una
tarea desinteresada, idealista, de realización de valores, que sería la cultura. Este
es uno de los grandes aportes de Freud desde la interpretación en su visión
económica, y plantea varias preguntas en relación con la “renuncia pulsional” como
una manera de poner freno a la seducción e ilusión propuestas por la cultura.

En el Porvenir de una ilusión (1986), Freud comienza refiriéndose a dicha cuestión


pulsional: la cultura comenzó con la prohibición de los más antiguos deseos: incesto,
canibalismo, crimen; sin embargo, la coerción no constituye el todo de la cultura y
bajo este presupuesto se pueden formular tres preguntas que enriquecen el
acercamiento reflexivo al fenómeno de la cultura: ¿Hasta qué punto se puede
disminuir la carga de los sacrificios pulsionales impuestos a los hombres? ¿Cómo
reconciliarlos con aquellas renuncias que son ineluctables? ¿Cómo ofrecer a los
158
individuos compensaciones satisfactorias por estos sacrificios? Y no son preguntas
sobre la cultura, constituyen la cultura misma, porque es allí donde el hombre
expone su carga, busca compensación y realiza esfuerzos por salir de una realidad
que en su mismidad se le presenta como laberíntica, lo pone en la cuerda floja de
la decisión, del intercambio, de la pulsión o la prohibición. Lo que está en cuestión,
en el conflicto entre prohibición y pulsión, es esta triple problemática: la disminución
de la carga pulsional, la reconciliación con lo ineluctable y la compensación por el
sacrificio.

Según Freud, el desarrollo de la cultura es como el crecimiento del individuo desde


la infancia hasta la edad adulta, es fruto de Eros y de Ananke, del amor y del trabajo,
por la necesidad del amor más que del trabajo, ya que la necesidad de unirse en el
trabajo para explotar la naturaleza es poco si se compara con el vínculo libidinal que
une a los hombres en un solo cuerpo social. La tarea del ensayo consiste
básicamente en la tarea del filósofo: leer el psicoanálisis aspirando a cierta
objetividad, pero toma posición con respecto a la obra. Se trata de pensar a partir
de Freud; es decir, después de él, con él y contra él en preguntas fundamentales
que involucran al hombre en la cultura como: ¿Por qué el hombre fracasa en ser
feliz? ¿Por qué el hombre, en cuanto ser de cultura, está insatisfecho? Son estas
cuestiones las que permiten leer el psicoanálisis desde la filosofía o leer la cultura
a través del lente del psicoanálisis.

Freud, en El malestar en la cultura, llega a afirmar que la intención expresa de su


propuesta es “destacar el sentimiento de culpabilidad como problema más
importante de la evolución cultural, señalando que el precio pagado por el progreso
de la cultura reside en la pérdida de la felicidad por aumento del sentimiento de
culpabilidad” (1992, p. 130), que más tarde fue desarrollado ampliamente en los
estudios estructurales sobre el mito, en los que la transferencia de la culpa y la
159
necesidad de dar un origen moral a los interrogantes más significativos de la cultura
fue configurando una cierta red de culpables en los que la naturaleza o los dioses
eran los responsables de la cuestión del destino y del control, si cabe la expresión,
de lo azaroso de la existencia y de las transformaciones sociales.

Si bien los mitos no explicaban la cultura podían calmar o aliviar pasajeramente la


ansiedad ante el fracaso, el miedo a lo desconocido dentro de una cultura. En esta
línea Freud dice en Moisés y la religión monoteista que “en consecuencia, la cultura
domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo, debilitándolo, desarmándolo
y haciéndolo vigilar por intermedio de una instancia instaurada en su interior, como
una guarnición militar en una ciudad conquistada” (1973, p. 58). Uno de los
problemas generados por la cultura es el conflicto que se da en el instante en que
fue impuesta a los hombres la tarea de tener una vida en común y de explicar, por
tradición ante las nuevas generaciones, los grandes cambios que experimentan los
individuos en tanto que se buscan a sí mismos, buscan a los otros y además buscan
una posibilidad conjunta de civilización, de caminar bajo unos presupuestos, bajo
unos parámetros que necesariamente derivan en lo moral y de allí que se necesite
un lenguaje ético, unas condiciones para habitar el mundo con el otro.

En esta búsqueda de identidad y de civilidad es importante pensar: ¿De qué manera


nuestra cultura llega a comprenderse a sí misma por medio de la representación
que el psicoanálisis le devuelve? En el fondo la crítica del psicoanálisis es una crítica
de autenticidad y no una crítica del fundamento. Esta tarea, la segunda,
corresponde a otro método, al filosófico. La primera es a la vez alcance y límite del
psicoanálisis: no se trata de una hermenéutica de las expresiones psíquicas, sino
de un método reflexivo aplicado al actuar humano en su conjunto; es decir, aplicado
al esfuerzo para existir, al deseo de ser contemporáneo de ese esfuerzo y a las
múltiples mediaciones por las cuales el hombre busca apropiarse de la afirmación
160
más originaria que habita en su esfuerzo y en su deseo. De ahí que se pueda
diferenciar entre la interpretación de la cultura que el psicoanálisis aporta y la
comprensión que la conciencia común puede tener de esta interpretación y en este
sentido es donde se encuentra la noción de límite: que el psicoanálisis explica las
dificultades de la conciencia común y es dicha conciencia la que no accede al
psicoanálisis por los mismos prejuicios, lecturas sesgadas e ignorancia frente a sus
aportes y frente a las categorías que crea para comprender el fenómeno cultural.

La dificultad radica en que el psicoanálisis penetra en lo público como fenómeno


global de desocultamiento. El psicoanálisis desenmascara y en esa desnudez a la
que expone la cultura es rechazada por ella y se resiste a ser mirada desde esta
clave hermenéutica. Se podría decir algo más de dicha paradoja y es la tensión que
se genera cuando se distingue entre el fundamento de un fenómeno, tal como el
poder o el valor, que se encuentran en la cultura, y el costo afectivo de la experiencia
que nosotros tenemos de ello, el balance de placeres y los dolores de lo
humanamente vivido. Allí, en ese entramado del fundamento y el sentido se halla la
pregunta por la existencia respecto a si ¿puede el sujeto tener una arqueología sin
tener una teleología? Es posible reconstruir lo vivido sin tener claridad sobre el
horizonte que lo impulsa.

La idea que se propone como reflexión final del ensayo, y esto toca muchos
aspectos de la interpretación de la cultura hecha por el psicoanálisis, es si solo tiene
arjé un sujeto que tiene telos. De ahí que la tensión se halla en la exploración que
hace el psicoanálisis del vínculo que existe entre deseo y cultura. En la culpabilidad,
en el malestar civilizado, en el clamor de la guerra, la muda pulsión llega a gritar. Es
allí, en el mundo de la vida, sin querer ahondar en la conocida expresión, en donde
se gesta la tensión y en la cual la filosofía se sirve del psicoanálisis para mirar la
totalidad, ese rayo de luz entre otros, arrojado sobre la experiencia humana. Sin
embargo, su descubrimiento se da en el nivel de los efectos del sentido que produce
161
una comprensión de lo humano inmerso en un contexto y no fuera de él como lo
pretenden muchos en la actualidad: elaborar un mapa del cerebro, una porción de
cada cosa, llegar a la distinción sin alcanzar realmente la amplitud de la
comprensión.

3.2.2. Apropiación: del mal-estar del yo al malestar del amo

En este segundo momento de la reflexión se da cuenta de una visión moderna de


Freud a partir de El malestar en la cultura (1992) en el que se teje la relación sujeto
y animalidad, donde la cultura se plantea como la posibilidad de tomar distancia
entre dos situaciones análogas: deseo y necesidad. En segunda instancia, un
acercamiento al esquema de Lacan a través del discurso del amo a partir de la
relación de Esopo y Janto, en el que la vida del esclavo se presenta para el amo
como la voz que hiere el existir en tanto que verdad y pérdida; la primera se presenta
como reconocimiento de la sabiduría y la segunda es la imposibilidad de acercarse
a la verdad por el camino del deseo o búsqueda del objeto en el cual la noción de
libertad se juega la formación de la personalidad, la estructura del yo. De ahí que
sea necesario terminar con una reflexión sobre el deseo o el objeto de deseo y abrir
la posibilidad a la negación donde la cultura se impone para salvar al individuo y
consagrar lo común, lo normal si es que tal cosa existe como algo posible.

Con respecto a Freud, sus orientaciones no cesarán de evolucionar en una triple


dirección, conforme a lo que él mismo apunta como ejes constitutivos de la nueva
teoría: un procedimiento de investigación de los procesos psíquicos, un método
terapéutico en el tratamiento de la neurosis y una serie de conceptos que se
reivindicarán como ciencia. En cuanto a la triple dimensión es necesario aclarar la
postura desde la cual se asume la propuesta de Freud: el lugar filosófico desde el
cual es posible leer al psicoanálisis es el de una arqueología del sujeto, aunque esto
162
no es nuevo se podría ampliar la cuestión al tipo de sujeto del cual se hace mención
y que se inserta en una cultura concreta, quizá del cogito cartesiano pero un cogito
quebrado, herido frente al super-yo dado por la cultura y enfrentado a la energía
instintiva del ello en el que se imprime una triple dimensión del carácter identitario
del sujeto. De ahí que el mismo Freud busca separar al yo de la cultura, salvando
al primero de la opresión de lo segundo: “Ya sabemos que en este sentido el
problema consiste en eliminar el mayor obstáculo con que tropieza la cultura: la
tendencia constitucional de los hombres a agredirse mutuamente; de ahí el
particular interés que tiene para nosotros el quizá más reciente precepto del super-
yo cultural «amarás al prójimo como a ti mismo»” (1992, p. 138).

A este nivel se podría decir con Janto, frente a la argucia de Esopo cuando iba a ser
acusado de comerse unos higos por parte de sus compañeros esclavos, como figura
del amo quien expresa que “quien trama un mal contra otro, sin darse cuenta se lo
está haciendo a sí mismo” (Esopo, 1993, p. 191). Esta idea es fundamental para
comprender que, en términos de alteridad, la cultura que genera el respeto hacia el
otro, no es otra cosa que la noción de límite. Pareciera, por prejuicios frente al
psicoanálisis o frente a Freud, que se “patologiza” el comportamiento del yo al ser
mirado por un tú y lo que se encuentra es que no desaparece la noción de límite en
Freud ya que “en los seres pretendidamente normales la dominación sobre el ello
no puede exceder determinados límites. Si las exigencias los sobrepasan, se
produce en el individuo una rebelión o una neurosis, o se le hace infeliz” (1992, p.
138). Por tanto, como cuestión ética, aparecen dos sentimientos de culpabilidad o
imposibilidad, uno el miedo a la autoridad y otro es el temor al super-yo (cultura). El
primero obedece a una renuncia a la satisfacción de los instintos y el segundo
mueve hacia el yo, pues no es posible ocultar al super-yo la persistencia de los
deseos prohibidos.

163
Es necesario, en aras de una mayor comprensión de la noción de cultura como “mal-
estar”, explicar la relación que existe entre la renuncia a los instintos y el sentimiento
de culpabilidad, ya que “la renuncia instintiva es una consecuencia del temor a la
autoridad exterior; se renuncia a satisfacciones para no perder el amor de esta. Una
vez cumplida esa renuncia se han saldado las cuentas con dicha autoridad y ya no
tendría que subsistir ningún sentimiento de culpabilidad” (Freud, 1992, p. 123). Se
deduce, entonces, que no dejará de surgir el sentimiento de culpabilidad, pese a la
renuncia cumplida, acto que refleja la persistencia de la conciencia moral frente a la
instauración del yo en tanto que la renuncia ya no se ve recompensada al no
absolver totalmente al sujeto y la inseguridad del amor aparece por una doble
penalización de la conciencia convertida en pérdida de amor y castigo por la
autoridad exterior expresada en la tensión del sentimiento de culpabilidad,
necesaria para mantener la cultura o para que persevere una cultura religiosa y
neurótica frente a la conciencia moral. Así, el pensar sobre el mal cometido o el mal
padecido en el mundo solo puede ser salvado mediante la voluntad, que no es otra
cosa que el deseo de vivir, la perseverancia en el sujeto por conservar el amor que
lo salva y la lucha por salvar el amor. De esta manera: “La evolución cultural puede
ser definida brevemente como la lucha de la especie humana por la vida” (Freud,
1992, p. 118).

Es en este sentido en que Freud aparece como un moderno más, dándole a la


cultura el valor de la vida, en la que el sujeto se puede desarrollar y evolucionar
frente a la constante tensión que produce la renuncia o el poner límite al deseo y al
sentimiento de culpa que le produce querer llevarlo a sus últimas consecuencias.
Freud ampliará más la cuestión cuando se detiene en la obra –El malestar en la
cultura- a darle cabida al eros y tánatos, en tanto que posibilitan salir de dicha
encrucijada o tensión del sujeto frente a la cultura: ¿Renuncia al instinto o
sentimiento de culpabilidad? Cualquier camino se presenta como la creación de
cultura y la limitación del yo frente al super-yo. En consecuencia, Freud propone
164
que si bien los hombres están dirigidos por el principio de placer, para el sujeto es
ineludible la permanente tensión con la cultura. Así, la cultura regula, pone límite a
los orígenes del sufrimiento humano: el cuerpo, los fenómenos exteriores y las
relaciones con los otros y la lucha del hombre es su permanente necesidad de
inventar cosas para evitar el sufrimiento. Para desentrañar dicha tensión se puede
seguir la búsqueda en el pensamiento de Lacan (1981).

Del discurso del amo

La primera cuestión gira en torno a la idea lacaniana (Lacan, 1981), como un retorno
a Freud, en relación con la preeminencia de la palabra como instrumento para
desvelar el inconsciente del que afirma su hipótesis fundamental: el inconsciente
está estructurado como un lenguaje, en donde fundamentará su teoría del sujeto
como efecto del significante y, por tanto, como resultado de una escisión radical
entre “el ser y el decir”. Su caracterización de la naturaleza humana se basa en una
distinción de tres registros: el real, el imaginario y el simbólico. En esta
estructuración destaca su concepción del discurso imaginario (en el sentido de
productor de imágenes) del ámbito de lo consciente: la conciencia misma se
produce como una imagen, lo que genera una alienación del sujeto respecto de sus
propios deseos.

Para reconocer estas manifestaciones del inconsciente es preciso recurrir al orden


simbólico, por ejemplo el discurso del amo en la voz de Janto y su esclavo Esopo
donde es posible comprender en quién se descarga el sujeto del deseo como lo
propone esta relación donde el esclavo representa la verdad, el saber que desea el
amo, mientras que el amo es el sujeto del discurso que manifiesta un deseo, se
presenta como un ser carencial y dependiente de aquel que está por debajo en la
escala social.
165
Esopo sirve como espejo a Janto, en tanto que el esclavo señala la dirección de una
búsqueda; es este quien se convierte en el reflejo de aquel dolor de existir. El otro
es la posibilidad que permanece viva en el deseo. El ingenio y sabiduría del esclavo
es superación de la carencia del filósofo, de ahí que en el primero esté la verdad y
en el segundo se manifieste mediante la pérdida que es el objeto real. Janto no
desea a Esopo, sino que el esclavo contiene la causa de su deseo (saber) y a la
vez el objeto de goce (real). Se puede ilustrar tal cuestión mediante un pasaje de la
vida de Esopo donde quiere dar una lección a los discípulos filólogos de su amo
Janto, que por traerles lo peor del mercado a petición de su amo ofrece lo mismo al
día siguiente, lengua de cerdo y ante el esperado reproche de su amo contesta:

¿Qué mal no hay que no venga por culpa de la lengua? Por la


lengua hay odios, por la lengua hay insidias, engaños, peleas, celos,
discordias, guerras. Así que, nada hay peor que la maldita lengua.

Uno de sus discípulos, asistentes al banquete de Janto, dijo:

-Maestro, si te fías de éste, te vas a volver loco. Porque su espíritu


es como su físico. Ese esclavo insultante y pérfido no vale ni un
óbolo.

Esopo le contestó:

-Calla, discípulo, tú sí que me pareces sumamente pérfido, tú, que


no tienes la manera de Janto y que por lo bajo enciendes con
chispas la cólera del amo y excitas al amo contra el criado. Esta no
es la manera de conducirse una persona que se ocupa de sus

166
cosas, sino de la de un entrometido, el meterse en los asuntos
ajenos (Esopo, 1993, p. 191).

Así, Esopo da solución a cada uno de los obstáculos que se le presentan,


desenmascarando a cada una de las personas que rodean a Janto, convirtiéndose
en la figura que simboliza su deseo: ¿Qué deseo? ¿Acaso, Janto, quería llenarse
de enemigos y quedarse solo por culpa de su esclavo? Deseo de sí, quizá, lo cierto
es que en Esopo estaba depositada la sabiduría del lenguaje, el anhelo inconsciente
convertido en lenguaje. Era más fácil frenar a Esopo que al deseo y cómo frenar al
primero si en él residía el segundo, he allí la paradoja del sujeto enfrentado a la
causa de su deseo. Ahora bien, en el contexto actual, en lo que entendemos por
cultura, si bien se puede entender como posmoderna: ¿Cómo se instaura el deseo?,
¿dónde se ubica?

3.2.3. Sentido: el deseo, fábrica del yo

En principio, para la filosofía, el deseo es deseo de lo bueno que falta o tendencia


consciente hacia un objeto previamente conocido como bueno. Indagando en la
tradición filosófica se le considera tradicionalmente como el exponente de la parte
irracional del hombre, o de sus tendencias irracionales, sobre la que ha de dominar
siempre la racionalidad, o también se le ha concebido como la expresión de la
inquietud permanente del alma humana. Pero en algunos sistemas de filosofía,
especialmente en la modernidad, se concibe el deseo no ya como mera carencia y
peligro para la racionalidad, sino en sentido positivo como manifestación del ser
humano integral y no en su mera racionalidad.

167
Entre los exponentes de la primera tendencia se encuentra Platón, cuya división
tripartita del alma se orienta a hacer inteligibles las tendencias contrapuestas de un
espíritu humano complejo, supedita en una jerarquía ascendente el deseo
(epitimía), al sentimiento (thymós) y este a la razón (logismós). En el alma humana,
igual que en la ciudad justa, la razón ha de dominar sobre los deseos; el deseo que
surge de la parte concupiscible del alma puede tender a lo bueno y a lo malo, por
esto necesita de la moderación o la templanza que le impone la razón (Platón, 1969,
p. 94).

La inquietud radical del ser humano la ejemplifica Platón con el mito del nacimiento
de eros, al que define como carencia y deseo de lo que es bueno y nos hace felices.
Epicureísmo y estoicismo son muestras de las soluciones que las escuelas
filosóficas antiguas aportaron ante la perturbación del ánimo que el deseo
representaba para Platón. Para los estoicos el deseo es una de las pasiones del
alma y, como tal, apetito irracional que se domina viviendo de acuerdo con la
naturaleza; para los epicúreos, el deseo, ansia desmesurada de placer, se modera
mediante un cálculo racional de los placeres, como lo expresaba Epicuro: “De los
deseos, unos son naturales y necesarios y otros naturales y no necesarios, y otros
ni naturales ni necesarios, sino que resultan de una opinión sin sentido” (Epicuro,
1995, p. 96). La mayor parte de la tradición occidental que sigue el dualismo
platónico ve en la contraposición entre deseo y razón la voluntad o el libre albedrío,
esto es, la expresión misma del sentido de la ética, entendida como dominio de las
tendencias capaces de orientarse al bien o al mal, por el buen o mal uso de la
libertad y la razón humanas.

Por ejemplo, Aristóteles, que mantiene algunos de los planteamientos platónicos,


integra de alguna manera el deseo en la racionalidad. El alma es única, si bien hay
en ella diferentes funciones y, por lo mismo, diferentes facultades; la facultad
168
responsable del movimiento es la parte desiderativa y esta comprende tanto a la
racionalidad (entendimiento práctico) como a la irracionalidad (los apetitos), como
lo propone en De anima, exponiendo lo neurálgico del asunto a tratar: “El deseo
mira sólo al presente, porque lo que es momentáneamente agradable parece ser
absolutamente agradable y absolutamente bueno, ya que el deseo no puede mirar
al futuro” (Aristóteles, 2004, 869). No solo explica esta composición que la razón
pueda moderar los deseos, sino que sugiere también que la mente desea, e incluso
que el deseo entra en la constitución misma del hombre, al que Aristóteles llama
“inteligencia deseosa”. Es Spinoza, sin embargo, el filósofo que mayor sentido
positivo da al deseo: “No es otra cosa que la esencia misma del hombre. El deseo
no es más que el esfuerzo (conatus) de alma y cuerpo por perseverar en el propio
ser, por “vivir felizmente” (1980, p. 193).

En la Crítica de la razón práctica, Kant define “la facultad de desear como facultad
de ser, por medio de sus representaciones, causa de la realidad de los objetos de
esas representaciones” (1981, p. 76), superando de este modo el dualismo
cartesiano que concebía el deseo como una de las pasiones. Esta definición de Kant
fue criticada y mal interpretada. Pero, aunque es cierto que hay deseos imposibles
de realizar, incluso en este caso la representación de la causalidad subsiste en el
deseo, contrarrestada por otra causalidad. La facultad de desear es concebida por
Kant como propia del ámbito del obrar, y señala los aspectos que mantiene en
común con la voluntad. Ernst Bloch (2007) sitúa el análisis del deseo juntamente
con las nociones de “esperanza” y de lo “todavía no” en el centro de su filosofía y,
siguiendo las tesis fundamentales del marxismo, interpreta su noción desde la
perspectiva general del materialismo histórico, señalando los aspectos que
condicionan al hombre social e históricamente.

169
Ya en Freud el deseo es expresión de la esencia del hombre: en este caso, del
inconsciente a cuyo conocimiento llega el psicoanálisis a través de la interpretación
de los sueños, que define como realización de deseos reprimidos por el inconsciente
(1967, p. 553). Si la cuestión del deseo alienta la vida anímica del sujeto, solo allí
se representa el impulso a ser porque el yo no alcanza a ser el amo en su propia
casa y en consecuencia el psicoanálisis se ubicaría del lado del amor que salva
pero que el hombre no admite como condición propia de la humanidad.

3.3. El Olvido que seremos bajo el lente del tiempo narrado en Paul Ricœur

La mirada que se plantea sobre la obra de Abad Faciolince es un intento por plasmar
o aplicar, como el título de este capítulo lo expresa, el concepto de olvido de Ricœur
a una obra literaria aunque ya se cuenta con algunos trabajos sobre el concepto de
memoria y olvido en la construcción narrativa de la identidad personal como la
lectura que presenta Julia Iribarne (2000, p. 195-214) alrededor de estos dos
tópicos. Lo que se busca aquí, más allá de la teoría del concepto, es rastrear los
recursos literarios que aluden a la memoria y sobre todo a la noción de olvido que
está mucho más arraigada en la construcción cultural que subyace a este tipo de
relatos.

El olvido que seremos (2006) es un texto testimonial donde el autor cuenta la historia
de su familia, su propia historia y el desenlace de la vida de su padre en una muerte
dolorosa que impactó la realidad misma de Medellín y por qué no, la del país entero.
El texto contiene una riqueza grande por las múltiples relaciones que se establecen
con el ambiente que rodea a la familia Abad Faciolince: ciudad, miedo, violencia,
literatura, música, son varios de los tópicos de que trata la obra. Sin embargo, es el
tema del olvido el que más acapara la atención en términos filosóficos y es allí donde
este relato se convierte en una posibilidad de leer nuestra historia, nuestra memoria
y olvido para vehicular mejor la posibilidad de reconstruir el tiempo histórico en la
170
narración y la misma diferencia que el autor establece con el valor testimonial que
le imprime.

La historia parece una fábula, pero para la época de violencia que se narra Medellín
supera cualquier ficción y es en este límite donde buscaremos detenernos y captar
esa delgada línea que traza Héctor Abad Faciolince entre realidad y ficción. Si nos
da la perspicacia y agudeza buscaremos, también, a través del lente de Ricœur,
examinar la categoría “olvido” que no se define si es privada o pública pero que se
convierte en denuncia y permite ser un espejo de la realidad que muchos
colombianos hemos vivido y padecido.

La relación entre filosofía y literatura contempla, en primera instancia, una


indagación sobre la manera en que cada una de estas formas se acerca a la realidad
a la vez que se hace necesario un diálogo entre las mismas. Si bien la primera -la
filosofía- plantea problemas de tipo conceptual y especulativo nunca queda ajena
de la segunda, en la que se instauran entre narración y poesía y donde siempre
tratan del ser mismo del hombre, de su esencia, de tal manera que pueden ambas
presentar las mismas problemáticas sobre la sociedad, el hombre, el cosmos y Dios
sin ningún tipo de conflicto, y en muchas ocasiones sin distinción. Se puede decir
que ambas plantean las mismas preguntas pero no responden de la misma manera,
incluso la forma en que lo hacen se corresponde a una particular manera en el
estudio de las ciencias humanas.

La filosofía en principio responde con una “gramática” y un lenguaje diferente al de


la literatura. Como lo plantea Marta Cecilia Betancur: “El juego de lenguaje de la
filosofía es fundamentalmente racional, teórico y argumentativo” (2009), de ahí que
busque sólidas respuestas a través de los múltiples sistemas filosóficos. Por su
parte, la literatura, a diferencia de la filosofía, no ofrece respuestas inmediatas sino
171
que presenta la realidad de manera descarnada. La muestra de tal manera que,
como todo el arte y las producciones humanas, impactan la personalidad de quien
las recibe, dejan una huella en el lector, transforman el mundo del lector, como lo
expresa Ricœur en Temps et récit III. Le temps raconté (1985), en cuanto que la
obra (del autor) se realiza en la acción de modificar algo en el lector. En este sentido
llama la atención Ricœur por ser quien se interesó en aquellos temas fronterizos
entre filosofía y literatura, y demostró que “ella -la filosofía- funciona de manera
semejante a como funciona el teatro y a la forma como desarrolla la tragedia griega:
exhibiendo los problemas y los conflictos de la vida humana frente a un público,
como representación teatral, exteriorizándolos, volviéndolos objetivos y públicos en
el escenario, y estableciendo una relación con el espectador que observa la obra,
la interpreta y hace catarsis; comprende el problema y se conmueve por él”
(Betancur, 2009).

Ambas, filosofía y literatura, sin discusión acerca de su supremacía o de su


aparición en la historia, “descongestionan” la totalidad de lo dado. No despachan la
realidad de cualquier manera pero si la interpretan, la envuelven y la presentan de
tal manera que posibilitan nuevas maneras de comprender al hombre, nuevas
formas de hacer presente lo trágico, las situaciones límites, el principio y el fin, sin
hacerse daño, sin contaminarse. Incluso, diversos filósofos han presentado su
pensamiento a través del relato o acudiendo al relato de ficción. Por ejemplo, Ortega
y Gasset y Unamuno, filósofos españoles que acudieron al Quijote para desentrañar
aquellos rasgos del pensamiento renacentista y de la tradición española, para hablar
de la claridad y de la penumbra, de la locura y la lucidez. De ahí que la tarea
emprendida en el presente texto al leer a Abad desde Ricœur nos concede ciertas
posibilidades y horizontes de intertextualidad y de una hermenéutica literaria
ayudada por la filosofía.

172
3.3.1. Referencia: el olvido como acceso a la historia

Son varios los puntos que podría tratar al abordar la obra desde el punto filosófico
teniendo en cuenta su contenido; sin embargo, en cuanto a la forma hay que decir
que Abad maneja un lenguaje impecable, donde muestra lo imbricado que está en
la textura del idioma, con un léxico de una riqueza sin igual, tan amplio que rescata
palabras de poco uso hoy, pero que hacía poco hicieron parte del habla común. Uno
de los ejemplos se puede traer con las palabras de Fernando Cubides Cipagauta:

Al retratar uno de sus amigos de la adolescencia se refiere a él como


de los pocos compañeros de generación que empleaba al hablar y
de un modo correcto, el modo subjuntivo de los verbos, el efecto es
cómico en verdad, pero lo que resulta pedante en el lenguaje
hablado, es del todo indispensable en la lengua escrita; eludiendo
el acartonamiento y la pedantería, Abad emplea de modo ingenioso
y flexible modos y tiempos verbales, y gracias a eso logra dar al
lector una impresión viva de los años que transcurren en el relato.
Es sobre todo este manejo del tiempo lo que va dando un sentido y
una consistencia a la trama que termina por envolver al lector. Pero
estas cuestiones son más para disfrutar que para intentar explicar
aquí (Cubides, 2012, p.3).

Llama la atención el tratamiento que se hace a la figura femenina, y en este caso


particular al matriarcado que ejerce su madre. Varios son los temas que permiten
un análisis crítico, por ejemplo retrata muy bien la presencia determinante de las
mujeres en el entorno familiar. En el caso de su familia el asunto es más significativo,
por el hecho demográfico de ser único varón, pues en el contexto de la cultura
regional el matriarcado tiene un peso sin igual.

173
La idea de trabajar el olvido surge a partir de un poema de Borges que Abad
encontró en la camisa de su padre el día que lo mataron. Este poema que comienza
con aquella frase que da nombre al libro: “Ya somos el olvido que seremos” (Abad,
2006), levanta ampolla en la crítica literaria del país. A esta investigación y escritura
del texto Abad dedicará varios años de trabajo, que terminarán en la publicación de
un libro: Traiciones de la memoria (2009). De estas cuestiones: el olvido, la
desmemoria, lo privado y lo público trata nuestra manera de leer a Abad sin
desconocer que ya en Traiciones de la memoria él hace filosofía, piensa el poema
y lo que hay detrás, como lo expresa: “Una memoria solamente es confiable cuando
es imperfecta, y una aproximación a la precaria verdad humana se construye
solamente con la suma de los recuerdos imprecisos, unidos a la resta de los distintos
olvidos” (Abad, 2009).

Pero el texto no acaba allí, deriva en otro texto. Después de la publicación de El


olvido que seremos hay un detalle en el libro que no va a ser menor y suscitará
controversia y una investigación por parte del autor. El poema que Abad encontró
en el bolsillo de su padre el día que lo mataron fue trascrito al libro con el título de
Epitafio y decía que el autor era Borges, pero de ahí en adelante se suscitaron
muchas críticas por parte de literatos y periodistas, contextos y diversas fuentes que
aquí no voy a mencionar, pero que se dicen con mucha precisión en su segundo
libro tres años más tarde. El poema y su investigación dan origen al primer capítulo
del libro Traiciones de la memoria, al cual dedica más páginas y donde vuelve sobre
el asunto no resuelto de la autoría del poema, he aquí una de las versiones que
aparecen en el mismo (Abad, 2009, p. 169).

Aquí. Hoy.

Ya somos el olvido que seremos.


174
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán y que es ahora
todos los hombres y que no veremos.
Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y del término, la caja
la obscena corrupción y la mortaja,
los ritos de la muerte y las endechas.
No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre;
pienso con esperanza en aquel hombre
que no sabrá que fui sobre la tierra.
Bajo el indiferente azul del cielo
Esta meditación es un consuelo.

Lo cierto es que a la investigación sobre el poema le dedica 180 páginas


aproximadamente, incluyendo gráficos, versiones, fotografías de todos los
implicados en la búsqueda. Pero más allá de esto declara su imposibilidad para
hacer memoria de lo colectivo, de la realidad del país en aquel momento. La muerte
de su padre le costó el exilio en España durante un tiempo y el regreso posterior a
un país del que quería vengarse, pero nunca se supo de los culpables y de ahí que
el culpable sea el país mismo, su impunidad, su silencio, las muertes de estos
mártires de los derechos humanos, de estos “cerebros anulados”, como lo
expresará uno de los paramilitares que forzaron muchas masacres y masacraron a
muchos que se decían comunistas o parecían ser de izquierda.

Apuntes para una filosofía del tiempo vivido o padecido

175
Para un análisis del texto, de la narración misma, hay que recurrir a Ricœur, pues
para él este acto de interpretar debe perseguir la identificación del ser del yo que no
debe reducirse solo a un sujeto de conocimiento, sino que está abierto a muchas
otras experiencias. Abad no es solo el que sabe sino el que padeció y sigue
padeciendo aquella realidad que relata y que él mismo dice no recordar muchas
cosas. Si nos dejamos llevar por el mismo camino que recorrió Ricœur por el
estructuralismo, la lingüística y la semiótica, y aunar distintas estrategias
hermenéuticas, incluyendo ideas de Marx, Nietzsche y Freud, podemos afirmar que
hay un carácter escondido y disfrazado del sentido de las cosas que narra Abad.
Asistimos, en El olvido que seremos, a una recuperación de la memoria o quizá del
olvido, a una reapropiación del sujeto y de su conciencia desplegada en el texto. Lo
interesante de la narración, aunque se considera testimonial, coincide con Ricœur
en cuanto que explícitamente se convierte en su propio intérprete y pone de
manifiesto cierta sospecha como una búsqueda plena del sentido que se escapa a
su juicio y a su propia participación.

Para el lector el libro es un descubrimiento de la propia historia del país, de la


Medellín que nos tocó vivir y de muchos nombres que en aquel entonces no eran
muy tenidos en cuenta pero que hoy forman parte activa de la restauración de la
democracia y de los derechos humanos en un país que siempre los niega y los
sepulta con balas. De ahí que El olvido que seremos desvela significados ocultos,
donde el lector escucha y asiente porque ve en ella un sentido que posibilita la
captación plena. Por esto leyendo a Abad evoco a Ricœur, porque un pico alto de
su trabajo es la hermenéutica de la escucha donde le da importancia a la recepción,
a la actitud del lector, a la que puede completar el sentido que no está dado solo por
el texto y se abre para la filosofía en el mundo del lector. De ahí que no me asombró
en lo absoluto que un conocido humorista locutor de radio dijera que había regalado
el libro 28 veces por lo impactante que había sido para él y lo que esperaba pudiera
impactar a los otros a quienes solo les podía dar un ejemplar pero no les podía
176
contagiar de su impresión. Escuchándolo descubría que el lector completaba la obra
del autor. El mismo Abad decía al inicio de Traiciones de la memoria la sorpresa
que le ha causado la acogida de su texto. No en vano, debido al éxito de la novela,
en febrero de 2011 la editorial Planeta sacó la vigesimocuarta edición (o mejor
reimpresión).

En Ricœur se puede descubrir que la primera tarea del lector-intérprete, entonces,


va en dirección a una arqueología del sujeto que busca la identificación de las
ilusiones de la conciencia más allá de los intereses o motivaciones escondidas en
el texto. Incluso el contexto en el que se describen los acontecimientos trasciende.
Conozco las calles que menciona, el lugar donde mataron al padre, la zona donde
queda la finca desde donde su padre le escribía cartas hasta Europa y aun así el
texto deja mucho más por la función que cumple al permitir mi identificación con
dicha realidad. Hasta se extraña un padre así y se espera alguien así en la propia
vida. Aun sin idealizaciones, la figura del padre y el impacto que causa en la familia
hacen que uno pertenezca al mismo círculo y entienda el dolor que se trasmite. La
paternidad aparece como un signo que “da qué pensar” y paso a mi mundo y a la
manera como entiendo dicho rol en la condición humana. Busco a mi padre también
y comprendo su humanidad en las páginas que describen la debilidad de Héctor
Abad Gómez, es un héroe de carne y hueso que permite que comprenda mis
anhelos y proyectos a la luz de dicho rol. Es un evangelio laico escrito para
trasformar la vida de las personas, o por lo menos la comprensión que tienen de su
propia historia, de su propio mundo, como diría Ricœur, el mundo del lector.

Siguiendo en la búsqueda de leer a Abad desde Ricœur, encuentro que “la lectura
es posible porque el texto no está cerrado en sí mismo, sino abierto a otra cosa; leer
es, en toda hipótesis, articular un discurso nuevo al discurso del texto. Esta
articulación de un discurso con un discurso denuncia, en la constitución misma del
texto, una capacidad original de continuación, que es su carácter abierto. La
177
interpretación es el cumplimiento concreto de esta articulación y de esta
continuación” (Ricœur, 1986, p. 170). De ahí que la lectura como interpretación
posee un carácter de apropiación, donde me veo como en un espejo, puesto que
“la interpretación de un texto se acaba en la interpretación de sí de un sujeto que
desde entonces se comprende mejor, se comprende de otra manera o, incluso,
comienza a comprenderse” (Ricœur, 1986, p. 170), y esto es lo que logra la obra en
mí y en cualquier lector, no acaba, no termina, su función no está determinada por
el autor, sino por el sinnúmero de lectores que se acercan a ella.

Sin embargo, este hecho no justifica el número de lectores que ha tenido la obra y
lo bien acogida por la crítica en cuanto a estilo y profundidad en la trama. Interpretar
El olvido que seremos permite la constitución de nosotros mismos, de la historia de
Colombia, incluso sobre pasando fronteras, ya que el texto salva la distancia cultural
en la fusión de la interpretación del texto con la de uno mismo, por lo que la
dimensión semiológica del texto alcanza una dimensión semántica, donde ya no
solo tiene sentido, por ejemplo, la palabra olvido, sino que cobra significado y ese
significado es lo que representa para el lector el drama que allí se cuenta. Es así
como la urdimbre histórica con el estilo literario terminan siendo inseparables:
semiótica y semántica hacen parte de la misma realidad que toca la realidad misma
del lector.

Retomo aquí la teoría de la lectura en Ricœur donde llega a preguntarse: ¿Qué


significa interpretar un texto? Primero, hay que analizar el lenguaje del que trata el
texto como discurso que directamente se dirige a un lector, incluso al final de la obra
lo hace explícitamente como pidiendo indulgencia o comulgando con quienes le
siguieron hasta el final de la siguiente manera: “Entonces este olvido que seremos
puede postergarse por un instante más, en el fugaz reverberar de sus neuronas,

178
gracias a los ojos, pocos o muchos, que alguna vez se detengan en estas letras”
(Abad, 2006, p. 274).

Así, el discurso es un acontecimiento se realiza temporalmente, a finales de los


ochenta, y se remite a un locutor o sujeto, posiblemente a nosotros en el siglo XXI.
Por tanto, el olvido acontece y cobra significación. Otro de los aspectos que llama
la atención de la obra es que el autor confiesa las múltiples excusas que tuvo que
elaborar para no contar la historia y casi veinte años más tarde decide hacerlo. Es
ahí cuando el discurso entra en el plano de lo escrito y suscita un desgarramiento
para el propio Abad, pues exorcizar dicho acontecimiento, curar la herida y olvidar
los odios parece cosa no superada y se mantiene en ello pero lo deja fijo en el trazo
de la escritura, en la huella imborrable de la narración.

Es fácil caer en la cuenta que mediante la lectura se da, lo que llamaba Gadamer,
la “fusión de horizontes” (1998, p. 111), pues se conecta el mundo del autor con el
nuestro más allá de las incomprensiones de su mundo psicológico o de las
consideraciones de un contexto que, según Ricœur, termina por crear un
distanciamiento. Su mundo es mucho más que el que se plasma en la obra y ella
misma termina por descontextualizarse cuando entra en el mundo del lector. Así, lo
importante, sigo a Ricœur, no consistirá tanto en conocer el detrás del texto, cuanto
el delante del texto: interpretar sería algo como explicitar el modo de ser-en-el-
mundo desplegado a partir de lo que El olvido que seremos provoca en nosotros.
En último término, lo que la obra despliega, descubre, revela y permite comprender
es una realidad que está más allá del texto y que el texto mismo no alcanza a
dominar, que el autor no es capaz de controlar y este es el valor identitario de dicha
lectura: recibir del texto un sí mismo que es mucho más que el autor y que llega a
nosotros trasformando nuestro modo de ver el mundo y de comprender la realidad
más allá de los presupuestos del mismo autor. Pero, ¿qué es en esencia lo que nos
179
deja la obra? ¿Cuál es el despliegue del “olvido” que nos vincula y nos involucra con
la misma trama? Trataremos de dilucidar esto en el apartado sobre la memoria y el
olvido.

3.3.2. Apropiación: El olvido que ya somos

Parece ser que el hombre fue arrojado al mundo sin un porqué, sólo se tiene certeza
de dos cosas: vida y muerte. La existencia del humano está en inmediaciones de
sentir, experimentar, aprender, conocer. De la misma manera dirige la mirada hacia
un futuro o porvenir, su vida se proyecta en aquello que vendrá, en lo impredecible,
en los acontecimientos que aún no existen, ve su futuro como una esperanza, un
ideal que está abierto para ofrecerle infinitas posibilidades de optar por este o aquel
camino y la segunda certeza obedece a una experiencia irremediable que ejecuta
su acto sin distinción alguna en todos los hombres: la muerte. Es este el destino
inminente y el que convoca en la obra a un desenlace trágico pero real, ¿qué hay
más real que la muerte? Pero la muerte trágica, el asesinato, un “cerebro anulado”
como el de Héctor Abad Gómez, causa mayor asombro porque no fue una muerte
de aquellas que se esperan; sin embargo, ¿hay muertes esperadas o deseadas?
¿Existen muertes ideales o normales? Por supuesto, el curso de la naturaleza
enseña las diversas formas de la muerte donde cuerpo y tiempo llegan a la fatiga,
al límite.

Es verdad que las certezas de la muerte y de la vida son algo innegables en la


conciencia del hombre, de hecho este se ha ido familiarizando con estos sucesos o
experiencias en su acontecer diario, pero todo cambia cuando nos resistimos al
deseo de conocer las formas en que fue puesto el hombre en el universo como el
azar, el destino, que sí son conceptos que escapan a la compresión humana y
suscitan desencanto existencial. Esto le sucedió al autor. La manera como cuenta
180
la “crónica de una muerte anunciada”, no solo de su padre sino de quienes le
rodean, parece no dar lugar al azar, sino a la condición misma del destino. Este
concepto ha sido bastante trabajado en la filosofía y desde allí es visto como aquello
que está establecido de antemano sobre el porvenir, y que es inalterable a pesar de
los esfuerzos que se realicen para desviarlo o modificarlo. Tal idea expresa la noción
de una fuerza que predetermina los acontecimientos en la vida de las personas y
que parece no conocer opuestos, sino que todo se convoca y aboca para que algo
suceda.

Para los griegos, la suerte tanto de los humanos como de los dioses dependía de la
“moira”, de hecho esta es la esencia de las tragedias griegas cuya validez y
representación se retomó a principios del siglo XX a través de una relectura de los
asuntos competentes a la existencia humana como el hombre, el destino, la muerte,
y permanece en la actualidad como la suerte que le toca a cada quien, como un
encadenamiento cosmológico en una relación de causa-efecto, que desemboca en
inminente final; es decir, parece que en el ser humano el destino se presenta como
si ya todo hubiese sido planeado a través de un mapa genético que, sin un plan
establecido, determina la forma y esencia de la existencia misma.

En torno a la cuestión del destino y el olvido aparece un aspecto que es fundamental


y que desde la filosofía de la historia engloba las temáticas: es el vastísimo y amplio
contenido de la memoria; concierne no solo al ser como personal, sino también a la
especie humana. Aunque Abad se refiere a esta como un asunto personal es
importante destacar que la memoria es un concepto histórico que debe ser
comprendido desde lo colectivo, ya que lo individual se reduce a procesos mentales
que no siempre pasan por la necesidad de la interpretación y la concepción, sino
por lo azaroso e involuntario dejando muchas dudas en cuanto a relatos y
testimonios se refiere. El documento que presenta Abad es una muestra acerca de
181
la escritura como refugio de la desmemoria, un rincón donde se confiesan los que
necesitan reafirmarse en su propia existencia, es el sello de lo impensado, de lo
inconsciente; sin embargo, el texto cumple la función que Ricœur atribuye a la
memoria ejercida: uso y abuso desde un nivel práctico, ético y político. Allí se dan
las tres cuestiones; en primer lugar, es práctico porque se convierte en bálsamo
para el lector, catarsis para el escritor. Y es ético y político porque suscita múltiples
miradas a un problema familiar que hemos vivido en Colombia fruto de los grupos
al margen de la ley y de los que representan la misma ley; es un icono de los
padecimientos y la desmemoria o de la triste memoria nacional.

Otra de las perspectivas de la memoria ejercida en el libro es el cruce de la


problemática de la memoria y la de la identidad. Evoca a Locke para quien la
memoria, individual y colectiva es erigida como criterio de identidad. El centro del
problema es la movilización de la memoria al servicio de la búsqueda, del
requerimiento, de la reivindicación de lo que discutiblemente se trata como
identidad. La memoria se vuelve esclava de una búsqueda colectiva, de la memoria
de las víctimas, de la necesidad de vinculación, del rescate de lo justo, de la
necesidad de claridad ante una víctima de la cual se desconoce su victimario y que
quizá sigue acechando bajo otras formas de violencia, bajo la apariencia de la
democracia, bajo la tiranía del poder.

Es muy frecuente en los estudios de textos históricos establecer la diferencia entre


la historia “autorizada”, la historia oficial, la historia aprendida y celebrada
públicamente, como lo expresa Ricœur: es “una memoria ejercitada, en efecto es,
en el plano institucional, una memoria enseñada; la memorización forzosa se halla
así enrolada en beneficio de la rememoración de las peripecias de la historia común
consideradas como los acontecimientos fundadores de la identidad común. De este

182
modo se pone el cierre del relato al servicio del cierre identitario de la comunidad.
Historia enseñada, historia aprendida, historia celebrada” (Ricœur, 2003, p. 104).

En parte, Abad sin darse cuenta sigue el enfoque ricœuriano al trasformar la


memoria en proyecto que cobra sentido al extraer de los recuerdos traumatizantes
su valor ejemplar, transformando la memoria en proyecto; y es este mismo proyecto
de justicia el que da al deber de memoria la forma del futuro. El olvido que seremos
es la expresión de lo trágico de la historia, pero en el texto hay una cuestión de
fondo y es la relación que se establece entre el deber de la memoria y la idea de
justicia. Allí hay una veta, una riqueza, porque se toma la justicia como elemento
integrador entre el deber de la memoria y el sentido histórico. Esta elección,
posiblemente no fue la intención del autor, es sencillamente porque, entre todas las
virtudes, la de la justicia es la que, por excelencia y constitución, está orientada
hacia el otro. La justicia es el componente de alteridad de todas las virtudes. El
deber de la memoria es el deber de la justicia. Contar la muerte de su padre cumple
para Abad las dos funciones: a la vez que hace memoria hace justicia, aunque
pareciera que no, y lo lamenta en muchos pasajes. Justicia porque nos permite
reconocer una persona que protagoniza un momento histórico crucial que otros
quisieron silenciar y que el texto no dejará morir. Ante la impunidad de la justicia
oficial, hay una justicia que se ejerce al realizar la misma vida y celebrarla en el
escrito.

3.3.3. Sentido: el olvido que seremos

La noción del olvido, sin mirar las cuestiones planteadas desde la neurología, está
en relación con la comprensión de la memoria. Existe una porque existe la otra, si
no tendría otro sentido su evocación; una es condición de la otra. En consecuencia,
se puede decir que los acontecimientos afectan, dejan una impresión, y la marca
afectiva permanece en el espíritu colectivo de los pueblos. Abad mismo lo expresa
183
sobre la escritura como un esfuerzo por vencer el olvido, de ahí que todo intento por
escribir es un intento por hacer memoria y enfrentar el olvido preguntándose por la
razón misma de la escritura: “¿Para qué se escribe? Para nada; o para lo más
simple y esencial: para que se sepa. Para alargar su recuerdo un poco más, antes
de que llegue el olvido definitivo” (Abad, 2006, p. 255).

El olvido que está allí, porque no todo se plasma en una tradición, sea oral o escrita,
designa el carácter desapercibido de la perseverancia del recuerdo, su sustracción
a la vigilancia de la conciencia. Por un lado, se experimenta diariamente la erosión
de la memoria y asociamos esta experiencia a la del envejecimiento, a la cercanía
de la muerte, considerada, según Ricœur, como “tristeza de lo finito” (1983, p. 51).
Por tanto, olvidamos menos de lo que creemos o de lo que tenemos.

Aunque suena paradójico, y en principio parece que todo olvido destruye, el olvido
también preserva, el olvido hace posible la memoria: “Así como la espera de algo
sólo es posible sobre la base del estar a la espera, de igual modo el recuerdo sólo
es posible sobre la base de olvidar y no al revés; porque en la modalidad del olvido,
el haber-sido “abre” primariamente el horizonte […]” (Heidegger, 2000, p. 238). Es
en este sentido que se entiende olvido como recurso inmemorial y no como
inexorable destrucción. El poema Aquí. Hoy. representa ese carácter existencial del
olvido que no puede perderse porque hace parte de la constitución de la memoria.

Cuando el poema habla del olvido que seremos remite a la concepción de destino,
pues ambos están en los extremos y parecen depender el uno del otro. Dicha idea
no ha sido propia de los hombres; los vaticinios y proyecciones les están reservados
a los dioses, los hombres no saben nada del futuro pero se aventuran a dar con
algo que se escapa a los sentidos, a la misma racionalidad. Los dioses, en la
184
antigüedad, eran quienes sabían cuál era el destino, ya todo estaba planeado y
dispuesto por ellos, y a través del oráculo lo comunicaban. Otro de los componentes
mediados por el destino es el “azar”, que viene del árabe az-zahr, que significa dado,
juego de dados. Así, olvido y destino, azar o casualidad hacen parte de una
dimensión temporal del hombre que no puede dominar. Dejar huella o no, pasar a
la historia o ser recordado o ignorado por muchos es algo que los hombres anhelan
pero que se escapa a cualquier pronóstico.

Es curioso cómo en el texto Abad evoca a su padre muerto y juzga sus intenciones,
como jugando a poner en la boca de su padre la posibilidad de seguir existiendo o
no para él: “Mi padre tampoco supo, ni quiso saber, cuándo moriría yo. Lo que sí
sabía, y ese, quizá, es otro de nuestros frágiles consuelos, es que yo lo iba a
recordar siempre, y que lucharía por rescatarlo del olvido al menos por unos cuantos
años más, que no sé cuánto duren, con el poder evocador de las palabras” (2006,
p. 273). Anhelo de recuerdo, recuerdo de otros, algo que se pide y que provoca pero
que siempre está al margen de nuestra voluntad.

El esfuerzo por hacer memoria si depende de los hombres, es un reclamo de la


existencia, no puede ser tarea de los dioses. Es una responsabilidad colectiva este
esfuerzo por hacer memoria y llegar a permanecer en aquellos que han hecho lo
posible para que otros vivan y vivan mejor cada día. En el funeral de Héctor Abad
Gómez el escritor antioqueño Manuel Mejía Vallejo dirigió estas palabras que
remiten a un olvido que no ha de ser posible si el hombre a través de la palabra se
resiste: “Vivimos en un país que olvida sus mejores rostros, sus mejores impulsos,
y la vida seguirá en su monotonía irremediable, de espaldas a los que nos dan la
razón de ser y de seguir viviendo” (Abad, 2006, p. 247).

185
Hasta aquí un intento por hacer memoria El olvido que seremos, que se convierte
en una forma de resistir el olvido y dejar huella en la agitada historia de Colombia
de los últimos decenios a finales del milenio pasado. La muerte no parece tener la
última palabra como dice el evangelio, y hacer memoria de las victimas permite que
los sin voz hablen y continúen provocando a otros a vencer la desmemoria colectiva,
la confusión a la que remite el olvido.

186
CONCLUSIONES

La lectura, en su historia, como lo ha presentado Cavallo y Chartier (2004), siempre


se ha ocupado de las formas a través de las cuales se ha abordao la lectura.
Historiadores, linguístas y antropólogos han configurado el amplio recorrido que han
tenido los textos en la cultura, desde la idea material de texto en la antiguiedad hasta
la noción de hipertexto virtual a la que estamos empezando a acostumbrarnos hoy.
Dicho camino ha sido atravesado por el acto de leer, por el esfuerzo y el combate
que se da entre un sujeto que lee y un objeto que se deja aprehender por la
mediación de la lectura. Sin embargo, en el siglo XX la lectura, de la mano de la
hermenéutica, cobra un sentido más amplio, pues es capaz de ir más allá del mero
ejercicio práctico de aprendizaje. Es la disciplina hermenéutica la que lleva a
cuestionar la lectura desde las categorías y principios filosóficos.

En más de un siglo la hermenéutica se ha preguntado por la lectura y sus


implicaciones en el mundo. Quizá la lectura no ha cambiado como acto, pero sí han
emergido para el hermeneuta los mundos que se desprenden de ella. Primero fue
el mundo del autor, que acaparó toda la atención y que dio origen a un sinnúmero
de interrogantes de corte psicológico y sociológico en el ámbito de la literatura y del
derecho Después apareció el mundo del texto, que de la mano del protestantismo y
su influencia en la hermenéutica bíblica le dio la primacía al texto, al objeto material
de veneración que suscitaba el mayor de los respetos y del cual no había que dudar.
Filósofos y literatos, juristas y biblistas inclinaron sus cabezas a todo lo que se
convierte en registro, en huella escrita, todo lo que se ha podido transformar en
texto. Las cosas no existían sino estaban escritas, no tenían valor si no habían sido
plasmadas en el papel. De un par de décadas para acá emergió el mundo del lector,
187
empezó a considerarse la lectura como un acontecimiento que se completaba en el
receptor, que era este quien le daba el total despliegue y desarrollo al mundo del
autor y al mundo del texto. Se convirtió en autoridad porque para eso habían sido
escritos los textos, en la mente de los autores estaban los futuros lectores o el
mismo como lector.

En la configuración de los mundos presentados en la hermenéutica apareció ese


“delante del lector”, que en Ricœur va a tener una expresión sinigual en la historia
de la hermenéutica. Bajo la forma en la que hemos concebido hoy el acto de leer,
el aporte de Ricœur y su paradigmática figura como pensador de la Biblia, de la
literatura, de la filosofía, de la ética, ha dejado un legado inagotable por la magnitud
de su obra y la dialéctica que acompaña su obra que va de lo fenomenológico a lo
hermenéutico, de lo psicológico a lo religioso, de lo político a lo ético (Agis, 2006,
p. 27).

Así, en el intinerario hermenéutico de Ricœur se puede situar el pensamiento sobre


la lectura en tres grandes momentos: el primero se puede vislumbrar a partir de su
trabajo sobre el símbolo, donde no solo “da qué pensar” sino que obedece a
estructuras semánticas culturales en las que el texto permite al sujeto comprenderse
delante del texto (Ricœur, 1969, p. 16), integrando tres momentos de su
pensamiento: desde el elemento semántico, reflexivo y existencial donde llega a
“profundizar en las distintas modalidades discursivas en las que se expresa el ser”
(Agis, 2006, p. 37). En tercer lugar, y como culmen de esta vía larga por el mundo
lingüístico y antropológico, llega al mundo del texto presentado en Du texte à l'action
(1986), donde amplía el concepto de texto presentado por las disciplinas
linguísticas. Este es precisamente el punto focal de lo que se ha buscado
desarrollar, sin esta base la teoría de la lectura y el mundo del lector no tendrían la
trascendencia que se alcanza a vislumbrar en el presente trabajo. Es precisamente
188
el texto el que produce un ocultamiento, el del escritor y el del lector, en el proceso
de la lectura y la interpretación. La materialidad del texto, su autonomía frente a los
otros dos actores, su sentido abierto y la actividad propia del que completa la obra
y se comprende a sí mismo completado por el acto de leer (Agis, 2006, p. 38).

La lectura es pues producto de la cultura. En los textos está el depósito de la cultura,


sin ellos no hay vehículo posible para registrar la memoria de los pueblos. Desde
Nietzsche, en la contemporaneidad, se dio una crítica muy fuerte a la cultura
imperante del momento, con Freud y Marx desde diversos ángulos esta manera de
ver la moral del hombre se fue configurando como una hermeneusis de sentido y
una búsqueda de comprensión de lo que se consolidaba en occidente a principios
del siglo XX. Aunque hace parte de su etapa hermenéutica, en los trabajos de
Ricœur sobre Freud y sobre el psicoanálisis como hermenéutica de la cultura la
cuesitón del mal y de la culpa fueron los motivos principales de preocupación de
Ricœur por el psiconalisis freudiano, de quien rescata el concepto de interpretación
al afirmar que dicha “palabra escogida a propósito y su vecindad con el tema del
seuñeo está ella misma llena de sentido. Si el sueño designa toda la región de las
expresiones con doble sentido, el problema de la interpretación designa
recíprocamente toda la comprensión del sentido especialmente ordeando en las
expresiones equívocas. La interpretación es la comprensión del doble sentido”
(1965, p. 17). Es así como la expresión simbólica se configura en dadora de sentido,
es el que sustenta la estructura de la intepretación, si hay símbolo hay algo que da
que pensar y por tanto suscita un trabajo de interpretación ya que este “dice más de
los que no dice y de lo que jamás termina de decir” (Ricœur, 1965, p. 32).

En principio, aparece el símbolo que en su plurivocidad no solo da qué pensar sino


que se abre al mundo del lenguaje que dará a su vez origen a los textos. Es la
capacidad simbólica del hombre lo que posibilitará echar mano del lenguaje y así
189
encaminarse hacia un tratamiento científico de la tarea hermenéutica. Ricœur no
dará un salto sin más hacia el texto, sino que dará el rodeo necesiario por lo que él
mismo denomina el conflicto de las interpretaciones recogido en una obra donde
retoma de la ontología de Heidegger la comprensión del ser como meta de toda
interpretación; sin embargo, el filósofo francés irá más allá de la propuesta del
alemán al hacer coincidir el ser con ser interpretado y concluir que “el yo no puede
ser analizado a partir de sí mismo sino a través del gran desvío de los signos,
símbolos y las figuras de la cultura” (Agis, 2006, p. 37). De ahí que la cultura sea el
primer instrumento de la actividad hermenéutica y sea por tanto la preocupación
fundamental de Ricœur en el tránsito de la fenomenología, pasando por la
hermenéutica para llegar a una hermenéutica textual. Primero la cultura, segundo
los sígnos y símbolos que le dan estructura para llegar al hombre y a su mundo. Se
trata entonces de una ontología de la comprensión mediada por la actividad
hermenéutico – reflexiva.

Cultura, entonces, es una mediación que permanece viva por los símbolos que
encierra y por la vida que se recrea en el registro de sus textos. Los discursos
mismos son la vía de acceso a la cultura. La lengua lo más genuino de la diferencia
cultural y por ella el camino de comprensión y reflexión desde una hermenéutica
que conduzca al ser mismo. Así, los textos son la obra, el objeto que vehicula el
camino de la interpretación, si la Biblia decía que por la Palabra se hizo todo ahora
diremos que por los textos la cultura es y se recrea en la medida en que sus registros
reaparecen para dar cuenta de ella.

Aparece después el mundo del texto, la obra, el registro, el depósito material de los
signos linguísticos, el discurso y todo lo que este conduce. El texto es un dispositivo
de la cultura, ya que permite un acercamiento al análisis estructural del relato;
mediante el lenguaje el texto vincula al hombre a una gramática universal, a un todo
190
configurado por las palabras que dan sentido a la oración hasta configurarse en
obra. En el texto emerge “la propia esfera del lenguaje, mediante una transferencia
analógica de las pequeñas unidades de la lengua (fonemas y lexemas) a las
grandes unidades superiores de la frase, como el relato, el folclore y el mito” (1986,
p. 169), y es la materialidad del texto la que provoca el sentido, la que posibilita la
experiencia, la lucha y el ejercicio hermenéutico.

En el centro mismo de la hermenéutica textual de Ricœur aparece el discurso como


base de la construcción de cualquier obra. La oración es un importante segmento
de la construcción lingüística de una cultura que encuentra su lugar entre la tensión
que emerge la semántica y la semiótica. El discurso tiene sentido porque es
acontecimiento y se deja fijar mediante la escritura, siendo esta última proveedora
de sentido a la existencia misma. En la interpretación, Ricœur propone iniciar con
la unidad más pequeña de discurso que se actualiza por el acontecimiento y es
portadora ella misma de sentido. Es así que para una teoría de la lectura, el filósofo
francés considera que se hace necesario un estudio de la poética que analice las
formas de discurso del hablante, la retórica que centre su atención en las estrategias
persuasivas propias de quien quiere “decir algo a alguien sobre algo” y mirar del
otro lado, del oyente, del lector, del receptor del mensaje.

Por tanto, se ve la necesidad de buscar por medio de la estética la capacidad


receptora del sujeto y la cultura que acoge la obra, también fijar la mirada en la
fenomenología que se ha insertado en la hermenéutica. Así, estas cuatro disciplinas
permiten comprender mejor la dinámica de escritura / lectura, implícitas en cualquier
proceso comunicativo necesario para desarrollar una teoría de la lectura que
permita la fusión de horizontes donde “el sentido o el significado de un relato brota
de la intersección del mundo del texto con el mundo del lector: el acto de leer se

191
convierte, así, en el momento crucial de todo análisis. Sobre dicho acto descansa la
capacidad del relato de transfigurar la experiencia del lector” (2009, p. 48).

La noción de mundo, posterior al concepto de texto y de discursos, es en sí misma


el fruto del injerto de la hermenéutica en la fenomenología propuesto por Ricœur a
lo largo de su trayectoria académica. Es la fenomenología la puerta de entrada al
conocimiento del mundo, sin embargo el filósofo francés sigue la trayectoria abierta
por Heidegger y la búsqueda del ser a través del lenguaje concretándolo en la
experiencia de mundo abierta por el proceso de escritura y lectura. Lo que el alemán
captó en términos ontológicos, Ricœur lo vio en la ruta propuesta por la
hermenéutica como una estrategia práctica para llegar al ser por la vía del lenguaje.
Es así como la expresión “mundo” está estrechamente relacionada al texto, que es
el que abre las referencias posibles y trasciende los límites propuestos por el
discurso desde la teoría lingüística y comunicativa ya estudiada en los procesos de
lectura.

Puestas las bases del mundo del texto en el cual se proyecta y despliega el discurso,
el tema central de la teoría de la lectura está asentado en la triada referencia,
sentido y apropiación. Estos elementos no son una novedad en la hermenéutica
contemporánea y se podría decir que obedecen a etapas muy puntuales del
pensamiento interpretativo filosófico del siglo XX, sin embargo para Ricœur son
estos elementos los que permiten pensar en la lectura no solo como un acto sino
como una teoría. La referencia, por ejemplo, es la mediación posible entre el hombre
y el mundo (2009, p. 49), el sentido es posible porque es la mediación del hombre
y él mismo (ipseidad) y la apropiación o aplicación es el gran despliegue que hace
la obra cuando es asumida por un sujeto lector que se comprende mejor en el
proceso de lectura. Así, es Ricœur el que recoge una larga tradición
fenomenológica, lingüística y hermenéutica para desarrollar bajo las formas de
192
discurso, lo que él ha denominado una teoría de la lectura que no se haya en un
solo texto pero que, desde la noción de texto, abre múltiples miradas al acto de leer,
ni el más inocente de los actos, ni el más ponderado por la cultura.

La cuestión es que las posibilidades de seguir por esta senda no terminan, no se


agotan en el presente trabajo. La tarea ya señalada es la de desarrollar una teoría
de la escritura, una dimensión estética de la lectura que vaya más allá de los
planteamientos hechos por la estética de la recepción bien conocida en el ámbito
literario. Quedan, por supuesto, cuestiones abiertas en torno a la identidad narrativa,
a la experiencia del yo que permanece abierto a los procesos de simbolización
abiertos por la cultura y por el ethos que se teje al interior de una tradición.

En el ejercicio de aplicación se buscaron géneros literarios diversos con el propósito


de mostrar una ruta de posibles trabajos y tesis en torno a la teoría de la lectura de
Paul Ricœur centrada en los conceptos de referencia, sentido y apropiación; sin
embargo, son muchas las posibilidades que tiene la teoría para realizar otras
lecturas y otras miradas a las obras que configuran la identidad del lector y le abren
un mundo apenas por penetrar. Queda, además, la tarea de vincular el acto de leer
como producto de la hermenéutica a la última etapa del itinerario hermenéutico de
Paul Ricœur en el que centra su preocupación en el pensamiento ético y político de
finales del siglo XX y principios del XXI (Agis, 2006, p. 40). En este tránsito del texto
a la acción, queda esta última plasmada en los interrogantes planteados por Ricœur
y que hasta ahora están ahí para ser discutidos ya que no estamos hablando de un
pensamiento fragmentado por varios compartimentos temáticos sino de una
reflexión mediada por las circunstancias que dan origen a sus textos pero que,
desde allí, se abren nuevos debates en torno a la justicia, a la bioética, a la ética
pública.

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