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La política interior del reinado de Carlos III puede, muy bien, dividirse en dos

etapas separadas por el famoso Motín de Esquilache, acaecido el 23 de marzo


de 1766.

Las primeras medidas de Carlos III se realizaron mediante leyes y cédulas;


todas ellas marcadas por la urgencia, con el fin de ir arreglando problemas
que iban saliendo a relucir. El primer problema importante fue la necesidad
de reformar la Hacienda y la economía general del reino. La Corona estaba
amenazada por una multitud de acreedores y de deudas que se remontaban
a tiempos del rey Carlos I y los posteriores reyes de la casa de Austria. Carlos
III reconoció la deuda. Para paliarla se intentó reactivar la economía
emitiendo decretos tendentes a fomentar la exportación, a delimitar poderes,
a fijas precios y salarios y a aplicar el régimen de impuestos aplicado por
el marqués de la Ensenada en el reinado anterior. Pero las dos medidas
adoptadas más importantes, por sus posteriores consecuencias fueron: la
constitución de la Junta de Catastro, en el año 1760, cuya objetivo fue el de
inventariar toda la propiedad y la riqueza de España y así lograr una
contribución única y universal para todo el reino; y la reorganización
del Consejo de Castilla, en el año 1762, para lo cual se procuró nombrar para
ocupar los cargos a los elementos más idóneos, como burgueses y
tecnócratas con formación universitaria, y por consiguiente mejor
preparados.

Otra medida adoptada fue la abolición, en el año 1765, de la tasa general de


granos, lo que permitió una amplia libertad de compra, venta y transporte.
También se liberalizó el comercio de ciertos artículos y se suprimió su
impuesto arancelario. Se unificó el sistema monetario y se crearon los vales
reales (emisión de deuda pública). Otra medida importante fue la creación
del Banco de San Carlos (germen del futuro banco nacional), con fines
estrictamente financieros y como medio de financiación de las guerras que
mantenía la Corona. Durante el reinado de Carlos III nació la Lotería Nacional.

A pesar de todas estas medidas, encaminadas a restituir la depauperada


economía de la Corona, los resultados fueron oscuros, cuando no inútiles.
España volvió a entrar en el juego del delicado equilibrio europeo, junto con
Francia y en contra de Inglaterra, lo cual provocó unos enormes gastos
militares que dejaron exhaustas las arcas del estado y sin eficacia las medidas
adoptadas por los ministros de Carlos III.

En lo social, Carlos III dispuso leyes contra vagos y mendigos, a los que
enroló al servicio de la Armada española. Dentro del espíritu del Despotismo
Ilustrado (gobierno para el pueblo pero sin el pueblo) se desarrolló una
política de acogida social para huérfanos y ancianos en asilos, así como varias
disposiciones encaminadas a educar al pueblo en las buenas costumbres:
prohibición de portar armas de fuego, del juego en sitios públicos (tan sólo
se permitía la práctica del billar, el ajedrez, las damas y el chaquete). Una de
las medidas más efectivas y de mayor repercusión fueron las medidas
adoptadas en el saneamiento de las ciudades, y en especial en Madrid como
capital del reino, la cual fue empedrada y alumbrada como correspondía a su
rango.
En esta primera etapa de la política interior de Carlos III hubo cambios dentro
del poderoso estamento eclesiástico. Las leyes que se adoptaron tuvieron el
objetivo de limar los privilegios. Entre otras disposiciones se acordaron las
siguientes: que los sacerdotes se restituyesen a sus respectivas iglesias y
domicilios; que los prelados cuidaran de la educación de sus feligreses, tanto
en lo moral como en lo social; se limitó la autoridad de los jueces diocesanos,
prohibiéndoseles juzgar casos civiles sin permiso de las autoridades
seculares; se suprimieron y refundieron gran cantidad de cofradías inútiles;
y por último, se dispuso que todos aquellos bienes donados a la Iglesia por
parte de los legos quedaran sujetos, a perpetuidad, a los impuestos y títulos
regios, en un claro intento de frenar los enormes beneficios fiscales de que
gozaba todo el estamento eclesiástico en España.

El suceso que sirve de punto divisorio en la política interior de Carlos III lo


constituye el llamado Motín de Esquilache, sucedido entre los días 23 a 26 de
marzo del año 1766.Básicamente el conflicto fue la protesta del pueblo
madrileño contra el ministro italiano de Carlos III, el marqués de Esquilache,
impulsor de una serie de medidas y reformas que tenía soliviantados a
muchos vecinos de la capital. Parece que las medidas para mejorar el
alumbrado, la pavimentación, la higiene de las calles y demás lesionaban
directamente muchos intereses que acabaron confluyendo en la indignación
popular. La medida que mayores protestas provocó fue la prohibición de
seguir utilizando la capa larga y el tradicional sombrero de ala ancha, ya que
según la autoridades permitían encubrir toda clase de delitos y altercados. La
nueva disposición obligaba a llevar el sombrero de tres picos y la capa
recortada, no más baja de las rodillas. A estas decisiones tan impopulares se
le sumó una serie de circunstancias, no menos importantes, para comprender
el feroz estallido final del pueblo madrileño contra el ministro italiano. Hay
que tener en cuenta que Esquilache era tremendamente impopular para el
pueblo, por su condición de extranjero y por su posición de favorito en la
corte. Su afán renovador fue mal entendido por el pueblo. La otra
circunstancia que provocó el estallido fue una pertinaz sequía que asoló los
campos españoles, entre los años 1760 y 1766, y que provocó que la Junta
de Abastos de Madrid se viera obligada a subir el precio del pan, con la
consiguiente exasperación del pueblo madrileño.

El suceso estalló el 23 de marzo de 1766. Dos paisanos embozados plantaron


cara a los soldados apostados en la plaza de Antón Martín. Éstos les
conminaron a retractarse, pero los embozados al unísono, y según las
crónicas al grito de ¡No me da la gana!, se enfrentaron con los guardias,
generando el tumulto y la protesta encolerizada de todo el pueblo madrileño.
Al poco, una gran multitud encolerizada encaminó sus pasos hacia la Casa de
las Siete Chimeneas, residencia del odiado ministro, donde los amotinados
desfogaron sus iras echando a la hoguera muebles y todo tipo de pertenencias
de Esquilache. La algarabía se dirigió a continuación hacia el Palacio Real, con
el propósito de que el rey escuchara sus quejas. En la residencia real el
choque resultó una tragedia para los amotinados cuando la guardia valona
del rey disparó contra la multitud, causando varios muertos y heridos. Al día
siguiente, el 24 de marzo, el monarca, presionado por la gravedad que había
adquirido el motín, accedió a atender las reclamaciones del pueblo, el cual
estaba representado por el padre Cuenca, afamado capuchino del convento
de San Gil. Carlos III aceptó las demandas exigidas, que se basaban en la
petición del exilio del ministro Esquilache y sus familiares, la libertad de
indumentaria, la extinción de la Junta de Abastos, la salida de Madrid de la
guardia valona del rey y la bajada de precios de los alimentos más básicos.
El rey, para demostrar su enfado y menosprecio al pueblo madrileño que
había osado levantarse contra él, se marchó a Aranjuez provocando aún más
al pueblo madrileño y alimentando un nuevo brote de violencia popular. El
asunto no se sofocó hasta que no se publicó en la Gaceta la Real Orden que
confirmaba las concesiones. El efecto del motín llegó a otros lugares del reino.
A lo largo del mes de abril Zaragoza, Salamanca, Cuenca, Guadalajara,
Alicante y Murcia vieron como su población se levantaba en contra del precio
del pan y de las prácticas usurarias de los acaparadores.

Realmente, el motín tuvo unas causas más profundas que la mera revuelta
de una ciudad contra el primer ministro. Desde la llegada de la dinastía
borbónica se venía produciendo una lucha soterrada entre la burguesía y la
nobleza por detentar el poder. Precisamente, era esta última la más
perjudicada con todas las medidas reformistas impuestas. Tanto la nobleza
como el clero vieron perjudicados sus intereses y su independencia
económica y política, por lo que indujeron al pueblo a la revuelta. Hoy en día
se mantiene que hubo un plan organizado que utilizó el pretexto de las
medidas adoptadas por Esquilache para manifestarse y luchar contra la obra
del gobierno, como se demostró por la propagación de la revuelta en otras
ciudades y villas de España. El motín no significó un frenazo a las reformas
ilustradas, pero sí que éstas pasaron a aplicarse con más cautela y tino, pero
siempre con eficacia por el nuevo equipo formado por el sucesor de
Esquilache, elconde de Aranda.

Fue en esta segunda etapa cuando triunfó totalmente la política reformista


de Carlos III. Los decretos promulgados tuvieron un carácter más
determinante y riguroso, eran emitidos por la Secretaría de Despacho, o bien
por el presidente del Consejo de Castilla, presidido por el conde de Aranda,
nuevo hombre fuerte del gobierno de Carlos III hasta el año 1773, año en el
que fue sustituido por el conde de Campomanes.

El estado llano vio cómo se protegían sus intereses con la aparición de la


figura del procurador, encargado de elevar quejas al municipio. También se
obligó a los municipios con más de 2.000 habitantes que eligieran a cuatro
diputados con pleno derecho para intervenir en los asuntos del gobierno. Se
volvieron a dictar medidas en relación con la Iglesia. Se dio la orden a los
clérigos residentes en la corte, sin cargo alguno, de volver a sus domicilios
eclesiásticos; se renovó la orden emitida en el siglo XV por Juan I de prender
a cualquier eclesiástico cuando éste profiriese palabras o conceptos contrarios
al rey; se prohibió a los clérigos el uso de imprentas en sus domicilios
eclesiásticos, etc. Pero sin duda alguna, la medida de más alcance fue el
decreto de expulsión de la orden de la Compañía de Jesús, dictada el 2 de
noviembre de 1767.

La medida que acordaba la expulsión de la potente orden jesuítica se


enmarcaba dentro del contexto de constantes enfrentamientos entre el
gobierno reformistas de Carlos III, con el conde de Aranda a la cabeza, y la
institución ignaciana, muy próxima a la nobleza. Lo cierto es que en todas las
monarquías ilustradas del momento imperaba el mismo sentimiento de
hostilidad hacia la poderosa orden. La orden había sido en exceso
todopoderosa en el siglo anterior por su papel hegemónico dentro de las
clases privilegiadas, lo que le hizo detentar un inmenso poder político.
Precisamente por ese motivo, los jesuitas se granjearon la enemistad
ideológica de los pensadores e intelectuales, predecesores de los ilustrados,
sobre todo de los regalistas, además de que tampoco gozaban de especial
simpatía entre los propios obispos y otras órdenes religiosas (por
competencias). Para demostrar esto último, hay que resaltar que cuando se
decidió la expulsión definitiva de la orden en España, de los cincuenta y seis
obispos españoles consultados, cuarenta y dos se mostraron a favor de tal
medida, seis no opinaron, y sólo ocho de ellos mostraron abiertamente su
desacuerdo.

A nivel general, con la llegada de los presupuestos despóticos e ilustrados, la


ideología y autonomía de poder de que gozaban los jesuitas se hizo molesta,
por lo que en el año 1755, el Marqués de Pombal, primer ministro portugués
fue el primero en decretar la expulsión de éstos en los dominios de la Corona
de Portugal. Esta medida fue seguida, a continuación, por Francia en 1764 y
por España en 1767. En España se utilizó la excusa de haber proporcionado
al motín de Esquilache apoyo y aliento, prestando sus imprentas para
imprimir pasquines y soflamas contra el rey. En relación con esto último, sí
hubo participación de jesuitas en la revuelta, pero no de la Compañía como
tal, sino a título individual. El conde de Aranda, desde su nuevo cargo de
presidente del Consejo de Castilla, fue el encargado de investigar a la Orden,
para lo que nombró una comisión reducida en la que actuó como fiscal el
conde de Campomanes. En el verano de 1766 se emitió un informe que
corroboraba los indicios de culpabilidad de la Orden. El decreto de expulsión
se hizo efectivo, con la consiguiente confiscación de los bienes de la Orden,
que eran numerosos, y el posterior exilio fulminante de todos sus miembros,
que sumaban 1.660 jesuitas en la Península y 1.396 en las colonias
americanas. Gracias a la presión de la diplomacia española, en el año 1773,
el papa Clemente XIV, ratificó la disposición regia mediante la bula Dominus
ac Redemptor, por la que la Orden quedaba definitivamente prohibida y
eliminada en toda la Iglesia católica. El embajador de España en Roma, José
Moñino, fue nombrado por el rey conde de Floridablanca gracias a su gran
labor ante el Papa.

En los demás aspectos del país, las reformas se aceleraron. Para difundir
dichos cambios, surgieron, como ya hemos dicho más arriba, las "Sociedades
Económicas de Amigos del País", que contribuyeron a la realización de los
cambios a través de dos vías: agrupando legalmente a todas las personas
interesadas en la renovación; y constituyendo organismos, dirigidos desde
Madrid, encargados de estudiar los proyectos propuestos. Las medidas de
política agraria se encaminaron a favorecer la división de los latifundios y los
repartos comunales de tierras no cultivados, así como su posterior cercado.
Se permitió cercar olivares y huertas. Se prohibió a los señores expulsar a
los arrendatarios de sus tierras de forma arbitraria. Se dictaron disposiciones
para limitar los privilegios de la Mesta. En el año 1788 se dictó la importante
medida que prohibía el establecimiento de nuevos mayorazgos. La medida
más ambiciosa de este período, y que resaltaba el deseo de la Corona por
aprovechar al máximo las tierras, fue el intento de repoblar Sierra Morena,
para lo cual se permitió el asiento de 6.000 colonos, católicos, flamencos y
alemanes. Para el proyecto fue encargado Pablo de Olavide. La primera
población fue llamada La Carolina, en honor del rey. En el año 1775 se
contaba ya con quince nuevas poblaciones. El proyecto se paralizó al caer en
desgracia su ejecutor, Pablo de Olavide.

La renovación industrial experimentada desde principios de siglo adquirió


nuevos auges bajo el reinado de Carlos III. Se crearon fábricas agrícolas y
textiles, con la contratación de técnicos y maquinaria extranjera. Se liberalizó
el comercio, se suprimió el impuesto de la Alcabala (vigente desde el
rey Alfonso XI). En el año 1778, se concedió la libertad de comercio del aceite
y se permitió también el libre comercio con América, de esa manera se rompió
el monopolio que detentaban los puertos de Sevilla y luego el de Cádiz. En el
año 1784 se completaron las disposiciones del año 1771 por las que se
declaraban honrosos y compatibles con la dignidad de hidalguía los oficios
manuales. Esta medida significaba que los nobles medios y bajos podían
desarrollar oficios y trabajos que antes les estaban prohibidos por su
condición socio-jurídica.

Fue en este período cuando las obras públicas adquirieron un relieve y nivel
jamás alcanzado, tanto cualitativa como cuantitativamente. Se realizaron los
canales Imperial de Aragón y del Manzanares, entre otros muchos. Se
construyeron trescientos veintidós puentes en todo el reino, además del
trazado de caminos y carreteras necesarios para la articulación del comercio
y transportes del interior. Se constituyó un servicio regular y oficial de correos
y de diligencias. La capital del reino fue la más beneficiada en cuanto a
remodelaciones viarias y arquitectónicas; logró un embellecimiento y
dignidad considerable: la Puerta de Alcalá, el Museo del Prado, la Academia
de San Fernando, etc.

De esta época data la orden de plantar un árbol en la plaza Mayor de los


pueblos como símbolo de respeto por las leyes y la justicia. Alguno de
aquellos árboles todavía se conserva en buen estado, como la olma de
Torralba, en Cuenca.

El estamento militar también tuvo su parte de reforma. Carlos III implantó la


táctica prusiana, la de más prestigio en aquel momento en Europa gracias al
gran impulso que le dio el emperador prusiano Federico II. Se abrieron tres
academias militares correspondientes a las tres armas en que se dividía el
ejército de tierra: la de Infantería, en el Puerto de Santa María; la de
Caballería, en la localidad de Ocaña; y por último, la de Artillería, en Segovia.
Se fundó el Monte Pío Militar. Debido al impulso que se dio al comercio y
protección de las colonias americanas, bajo Carlos III se llegó a tener la
segunda flota naval más importante del mundo, con sesenta y siete navíos
de línea, cincuenta y dos fragatas y sesenta y dos buques menores. La última
gran disposición del reinado de Carlos III fue la creación, en el año 1787, de
la Junta Suprema de Estado, claro precedente del actual Consejo de Ministros.

Política exterior

Política exterior durante el reinado de Carlos III.


El hecho más relevante de la política exterior de Carlos III fue la ruptura de
la política de neutralidad mantenida bajo el reinado de su predecesor
Fernando VI, y la consiguiente entrada de España en la Guerra de los Siete
Años, que venía enfrentando a Francia e Inglaterra por el dominio del
Atlántico y del continente europeo. Esta decisión intervencionista vino
determinada por la realidad de la situación internacional. A España, la Guerra
de los Siete Años no le afectaba en sus intereses continentales, pero sí en su
vertiente atlántica, ya que como potencia atlántico-americana de primer
orden, no podía quedarse al margen ni adoptar una actitud pasiva en el
conflicto anglofrancés por el dominio de los mercados coloniales. Se temía,
por parte de España, al gran poderío naval inglés, pero finalmente se optó
por la alianza con Francia, toda vez que la Inglaterra gobernada por William
Pittdesdeñó constantemente las continuas reclamaciones de la Corona
española ante los abusos ingleses. Inglaterra, con esta actitud beligerante
contra España, pretendía librarse, no sólo de la propia Francia, sino también
de España y quedarse sola como potencia única en el importantísimo
comercio americano. Las relaciones anglo-españolas llegaron a un momento
de gran tensión justo cuando se produjo otro suceso trascendental que inclinó
definitivamente a las autoridades españolas a firmar una alianza con Francia:
las aplastantes victorias inglesas sobre los franceses en la estratégica zona
del Canadá. Esta victoria inglesa amenazaba directamente a España, ya que
la hegemonía marítima inglesa se hizo muy peligrosa. El marqués de
Grimaldi, embajador español en Versalles, firmó el Tercer Tratado de Familia,
el 15 de agosto de 1761, entre España y Francia. Esta nueva alianza franco-
española ya no estaba motivada, como las anteriores, por puros vínculos
familiares, sino por necesidades ofensivas y defensivas de ambos países ante
un enemigo común: Inglaterra.

El poderío inglés era tan grande que ni las operaciones militares conjuntas,
ni el bloqueo comercial a Inglaterra dieron los resultados apetecidos. Los
ingleses se apoderaron de La Habana y de Manila. La Paz de París, firmada
en el año 1763, cerró temporalmente las hostilidades, y resultó poco
beneficiosa para España, pero aún más desastrosa para Francia. España pudo
recuperar Manila y La Habana y recibir de Francia, como compensación, la
Luisiana. La posición de España en América quedó seriamente dañada y tuvo
que realizar en adelante redoblados esfuerzos contra el expansionismo
británico, cada vez más agresivo y descarado en las posesiones españolas.

La posición privilegiada de Inglaterra en América tras la Paz de París se vio


puesta en peligro cuando, el 4 de julio de 1776, el Congreso celebrado en la
ciudad de Filadelfia por las colonias británicas, proclamó su independencia de
la metrópoli. Fue la ocasión esperada, tanto por Francia como por España,
para devolver el golpe a Inglaterra. La Corona española dudó, en un primer
momento, si debía intervenir directamente en el conflicto o no, pero, tomando
conciencia de las posibles repercusiones negativas que para Inglaterra
significaría la total independencia de sus colonias, se decidió a participar en
la confrontación. Aunque no participó directamente, sí lo hizo proporcionando
dinero y armamento a las colonias, así como el permiso de utilizar sus
estratégicos puertos para la flota rebelde. España también pretendía con esta
intervención recuperar Gibraltar y Menorca. Agotada Inglaterra, en el año
1782 se vio obligada, a pesar de su poderío naval, a reconocer la
independencia del nuevo Estado y a firmar la Paz de Versalles. España no
pudo recuperar Gibraltar, pero sí la isla de Menorca y la Florida.

A partir de esta fecha, España intentó permanecer en una posición de


independencia diplomática y política, alejada de los intereses de Francia y de
Inglaterra. Para ello, Floridablanca realizó una política de claros contenidos
nacionales, buscando la consecución de tres objetivos fundamentales:
primero, reafirmar el papel político de España en el continente; segundo, la
búsqueda del equilibrio en el Mediterráneo y en el Atlántico; y por último,
pero no menos importante, la ampliación de los intercambios comerciales,
vitales para la recuperación económica de la Corona. En este contexto, la
alianza con Portugal, en el año 1779, adquirió una baza importante para
España ya que solucionó las disputas territoriales que habían mantenido estos
dos países desde siglos atrás, y concertó un marco de desarrollo propicio para
los intercambios comerciales. Para reforzar los acuerdos entre ambas
monarquías, se recurrió, como siempre en estos casos, a la alianza
matrimonial entre la infanta española Carlota Joaquina con el infante
portugués don Juan, hijo segundo del rey de Portugal.

La Corona española volvió a verse envuelta en el complicado sistema político


del continente. En su intento de neutralizar la hegemonía de Inglaterra y de
parar las cada vez mayores ansias de expansión de Rusia y de Austria, se vio
en la necesidad de apoyar diplomáticamente a Prusia, como el más idóneo
representante para restablecer el equilibrio. Con el mismo propósito, España
se acercó a Turquía. Floridablanca estableció una alianza con este país, en el
año 1782, con el objeto de proteger el comercio español en el Levante
asiático, para salvaguardar las posesiones españolas en el norte de África
(Melilla, Ceuta y el Peñón de Vélez) y reforzar la integridad territorial turca,
necesaria para detener la desmesurada ambición expansionista de Rusia y
Austria sobre el Mediterráneo.

Si con Turquía las relaciones españolas fueron excelentes, no sucedió lo


mismo con Marruecos, siempre fluctuando en ambigüedades y mal
entendidos con la Corona española. En el año 1762, se firmó un acuerdo con
Marruecos de tipo eminentemente comercial, más que político. En el año 1774
se produjeron sucesivos ataques marroquíes contra Melilla y el Peñón de
Vélez. Debido a esta situación, se preparó una expedición contra la ciudad de
Argel, mandada por el excelente general español de origen irlandés O’Reilly,
que fracasó estrepitosamente y de la que se culpó al ministro Grimaldi,
motivo por el cual cesó en su puesto y fue sustituido por Floridablanca. Éste
obtuvo un valioso acuerdo con Marruecos, en el año 1782, y en plena guerra
contra Inglaterra, que daría a España positivos resultados comerciales y
estratégicos ya que los ingleses tuvieron que abandonar el puerto de Tánger.
A esta alianza le siguieron otras con Turquía, en el año 1782, y con Trípoli,
Túnez y Argel, todas en el año 1786.

Con Carlos III se intensificó el cuidado de las colonias americanas. Destacó


la tarea del Secretario de Despacho para las Indias, José Gálvez, que
reorganizó administrativamente las colonias en intendencia efectivas. Tal
solidez quedó demostrada en las fracasadas insurrecciones del año 1780, en
el Perú, encabezadas por José Gabriel Candorcanqui, que tomó el nombre
guerrero de Tupac Amaru. Este cabecilla pretendió ser coronado como rey de
Cuzco. Finalmente fue capturado y ajusticiado en la misma ciudad. En el año
1776, se creó el tercer virreinato americano, el de Buenos Aires, con la
intención de proteger esta zona colonial de los ataques continuos de los
portugueses e ingleses.

Las casi tres décadas que duró el reinado de Carlos III representaron un
paréntesis abierto en medio del proceso continuo de decadencia que venía
padeciendo la monarquía española. Prueba de todo ello fue el rápido declinar
de tanta prosperidad a la muerte de este magnífico rey. Carlos III hizo
penetrar en España los presupuestos y mentalidad que imperaban en la
Europa ilustrada, elevando el nivel del reino al rango de primera potencia.
España pudo mostrar, por última vez, su poderío, no sólo en cuanto a
extensiones territoriales, sino también por el tono cultural y europeo que
imprimieron a sus iniciativas los sucesivos ministros de los que se sirvió.
Carlos III fue el perfecto representante (comparable a sus gloriosos
contemporáneos Federico II de Prusia y José II de Austria) del déspota
benévolo e ilustrado que intentó implantar, en varias ocasiones, reformas
excelentes, pero ajenas y difíciles de arraigar en la sociedad tradicional que
gobernaba. En muchos sentidos, Carlos III fue modelo de los numerosos
liberales españoles que vivirían en los dos siglos posteriores.

La política interior del reinado de Carlos III puede, muy bien, dividirse en dos
etapas separadas por el famoso Motín de Esquilache, acaecido el 23 de marzo
de 1766.

Las primeras medidas de Carlos III se realizaron mediante leyes y cédulas;


todas ellas marcadas por la urgencia, con el fin de ir arreglando problemas
que iban saliendo a relucir. El primer problema importante fue la necesidad
de reformar la Hacienda y la economía general del reino. La Corona estaba
amenazada por una multitud de acreedores y de deudas que se remontaban
a tiempos del rey Carlos I y los posteriores reyes de la casa de Austria. Carlos
III reconoció la deuda. Para paliarla se intentó reactivar la economía
emitiendo decretos tendentes a fomentar la exportación, a delimitar poderes,
a fijas precios y salarios y a aplicar el régimen de impuestos aplicado por
el marqués de la Ensenada en el reinado anterior. Pero las dos medidas
adoptadas más importantes, por sus posteriores consecuencias fueron: la
constitución de la Junta de Catastro, en el año 1760, cuya objetivo fue el de
inventariar toda la propiedad y la riqueza de España y así lograr una
contribución única y universal para todo el reino; y la reorganización
del Consejo de Castilla, en el año 1762, para lo cual se procuró nombrar para
ocupar los cargos a los elementos más idóneos, como burgueses y
tecnócratas con formación universitaria, y por consiguiente mejor
preparados.

Otra medida adoptada fue la abolición, en el año 1765, de la tasa general de


granos, lo que permitió una amplia libertad de compra, venta y transporte.
También se liberalizó el comercio de ciertos artículos y se suprimió su
impuesto arancelario. Se unificó el sistema monetario y se crearon los vales
reales (emisión de deuda pública). Otra medida importante fue la creación
del Banco de San Carlos (germen del futuro banco nacional), con fines
estrictamente financieros y como medio de financiación de las guerras que
mantenía la Corona. Durante el reinado de Carlos III nació la Lotería Nacional.
A pesar de todas estas medidas, encaminadas a restituir la depauperada
economía de la Corona, los resultados fueron oscuros, cuando no inútiles.
España volvió a entrar en el juego del delicado equilibrio europeo, junto con
Francia y en contra de Inglaterra, lo cual provocó unos enormes gastos
militares que dejaron exhaustas las arcas del estado y sin eficacia las medidas
adoptadas por los ministros de Carlos III.

En lo social, Carlos III dispuso leyes contra vagos y mendigos, a los que
enroló al servicio de la Armada española. Dentro del espíritu del Despotismo
Ilustrado (gobierno para el pueblo pero sin el pueblo) se desarrolló una
política de acogida social para huérfanos y ancianos en asilos, así como varias
disposiciones encaminadas a educar al pueblo en las buenas costumbres:
prohibición de portar armas de fuego, del juego en sitios públicos (tan sólo
se permitía la práctica del billar, el ajedrez, las damas y el chaquete). Una de
las medidas más efectivas y de mayor repercusión fueron las medidas
adoptadas en el saneamiento de las ciudades, y en especial en Madrid como
capital del reino, la cual fue empedrada y alumbrada como correspondía a su
rango.

En esta primera etapa de la política interior de Carlos III hubo cambios dentro
del poderoso estamento eclesiástico. Las leyes que se adoptaron tuvieron el
objetivo de limar los privilegios. Entre otras disposiciones se acordaron las
siguientes: que los sacerdotes se restituyesen a sus respectivas iglesias y
domicilios; que los prelados cuidaran de la educación de sus feligreses, tanto
en lo moral como en lo social; se limitó la autoridad de los jueces diocesanos,
prohibiéndoseles juzgar casos civiles sin permiso de las autoridades
seculares; se suprimieron y refundieron gran cantidad de cofradías inútiles;
y por último, se dispuso que todos aquellos bienes donados a la Iglesia por
parte de los legos quedaran sujetos, a perpetuidad, a los impuestos y títulos
regios, en un claro intento de frenar los enormes beneficios fiscales de que
gozaba todo el estamento eclesiástico en España.

El suceso que sirve de punto divisorio en la política interior de Carlos III lo


constituye el llamado Motín de Esquilache, sucedido entre los días 23 a 26 de
marzo del año 1766.Básicamente el conflicto fue la protesta del pueblo
madrileño contra el ministro italiano de Carlos III, el marqués de Esquilache,
impulsor de una serie de medidas y reformas que tenía soliviantados a
muchos vecinos de la capital. Parece que las medidas para mejorar el
alumbrado, la pavimentación, la higiene de las calles y demás lesionaban
directamente muchos intereses que acabaron confluyendo en la indignación
popular. La medida que mayores protestas provocó fue la prohibición de
seguir utilizando la capa larga y el tradicional sombrero de ala ancha, ya que
según la autoridades permitían encubrir toda clase de delitos y altercados. La
nueva disposición obligaba a llevar el sombrero de tres picos y la capa
recortada, no más baja de las rodillas. A estas decisiones tan impopulares se
le sumó una serie de circunstancias, no menos importantes, para comprender
el feroz estallido final del pueblo madrileño contra el ministro italiano. Hay
que tener en cuenta que Esquilache era tremendamente impopular para el
pueblo, por su condición de extranjero y por su posición de favorito en la
corte. Su afán renovador fue mal entendido por el pueblo. La otra
circunstancia que provocó el estallido fue una pertinaz sequía que asoló los
campos españoles, entre los años 1760 y 1766, y que provocó que la Junta
de Abastos de Madrid se viera obligada a subir el precio del pan, con la
consiguiente exasperación del pueblo madrileño.

El suceso estalló el 23 de marzo de 1766. Dos paisanos embozados plantaron


cara a los soldados apostados en la plaza de Antón Martín. Éstos les
conminaron a retractarse, pero los embozados al unísono, y según las
crónicas al grito de ¡No me da la gana!, se enfrentaron con los guardias,
generando el tumulto y la protesta encolerizada de todo el pueblo madrileño.
Al poco, una gran multitud encolerizada encaminó sus pasos hacia la Casa de
las Siete Chimeneas, residencia del odiado ministro, donde los amotinados
desfogaron sus iras echando a la hoguera muebles y todo tipo de pertenencias
de Esquilache. La algarabía se dirigió a continuación hacia el Palacio Real, con
el propósito de que el rey escuchara sus quejas. En la residencia real el
choque resultó una tragedia para los amotinados cuando la guardia valona
del rey disparó contra la multitud, causando varios muertos y heridos. Al día
siguiente, el 24 de marzo, el monarca, presionado por la gravedad que había
adquirido el motín, accedió a atender las reclamaciones del pueblo, el cual
estaba representado por el padre Cuenca, afamado capuchino del convento
de San Gil. Carlos III aceptó las demandas exigidas, que se basaban en la
petición del exilio del ministro Esquilache y sus familiares, la libertad de
indumentaria, la extinción de la Junta de Abastos, la salida de Madrid de la
guardia valona del rey y la bajada de precios de los alimentos más básicos.
El rey, para demostrar su enfado y menosprecio al pueblo madrileño que
había osado levantarse contra él, se marchó a Aranjuez provocando aún más
al pueblo madrileño y alimentando un nuevo brote de violencia popular. El
sunto no se sofocó hasta que no se publicó en la Gaceta la Real Orden que
confirmaba las concesiones. El efecto del motín llegó a otros lugares del reino.
A lo largo del mes de abril Zaragoza, Salamanca, Cuenca, Guadalajara,
Alicante y Murcia vieron como su población se levantaba en contra del precio
del pan y de las prácticas usurarias de los acaparadores.

Realmente, el motín tuvo unas causas más profundas que la mera revuelta
de una ciudad contra el primer ministro. Desde la llegada de la dinastía
borbónica se venía produciendo una lucha soterrada entre la burguesía y la
nobleza por detentar el poder. Precisamente, era esta última la más
perjudicada con todas las medidas reformistas impuestas. Tanto la nobleza
como el clero vieron perjudicados sus intereses y su independencia
económica y política, por lo que indujeron al pueblo a la revuelta. Hoy en día
se mantiene que hubo un plan organizado que utilizó el pretexto de las
medidas adoptadas por Esquilache para manifestarse y luchar contra la obra
del gobierno, como se demostró por la propagación de la revuelta en otras
ciudades y villas de España. El motín no significó un frenazo a las reformas
ilustradas, pero sí que éstas pasaron a aplicarse con más cautela y tino, pero
siempre con eficacia por el nuevo equipo formado por el sucesor de
Esquilache, elconde de Aranda.

Fue en esta segunda etapa cuando triunfó totalmente la política reformista


de Carlos III. Los decretos promulgados tuvieron un carácter más
determinante y riguroso, eran emitidos por la Secretaría de Despacho, o bien
por el presidente del Consejo de Castilla, presidido por el conde de Aranda,
nuevo hombre fuerte del gobierno de Carlos III hasta el año 1773, año en el
que fue sustituido por el conde de Campomanes.
El estado llano vio cómo se protegían sus intereses con la aparición de la
figura del procurador, encargado de elevar quejas al municipio. También se
obligó a los municipios con más de 2.000 habitantes que eligieran a cuatro
diputados con pleno derecho para intervenir en los asuntos del gobierno. Se
volvieron a dictar medidas en relación con la Iglesia. Se dio la orden a los
clérigos residentes en la corte, sin cargo alguno, de volver a sus domicilios
eclesiásticos; se renovó la orden emitida en el siglo XV por Juan I de prender
a cualquier eclesiástico cuando éste profiriese palabras o conceptos contrarios
al rey; se prohibió a los clérigos el uso de imprentas en sus domicilios
eclesiásticos, etc. Pero sin duda alguna, la medida de más alcance fue el
decreto de expulsión de la orden de la Compañía de Jesús, dictada el 2 de
noviembre de 1767.

La medida que acordaba la expulsión de la potente orden jesuítica se


enmarcaba dentro del contexto de constantes enfrentamientos entre el
gobierno reformistas de Carlos III, con el conde de Aranda a la cabeza, y la
institución ignaciana, muy próxima a la nobleza. Lo cierto es que en todas las
monarquías ilustradas del momento imperaba el mismo sentimiento de
hostilidad hacia la poderosa orden. La orden había sido en exceso
todopoderosa en el siglo anterior por su papel hegemónico dentro de las
clases privilegiadas, lo que le hizo detentar un inmenso poder político.
Precisamente por ese motivo, los jesuitas se granjearon la enemistad
ideológica de los pensadores e intelectuales, predecesores de los ilustrados,
sobre todo de los regalistas, además de que tampoco gozaban de especial
simpatía entre los propios obispos y otras órdenes religiosas (por
competencias). Para demostrar esto último, hay que resaltar que cuando se
decidió la expulsión definitiva de la orden en España, de los cincuenta y seis
obispos españoles consultados, cuarenta y dos se mostraron a favor de tal
medida, seis no opinaron, y sólo ocho de ellos mostraron abiertamente su
desacuerdo.

A nivel general, con la llegada de los presupuestos despóticos e ilustrados, la


ideología y autonomía de poder de que gozaban los jesuitas se hizo molesta,
por lo que en el año 1755, el Marqués de Pombal, primer ministro portugués
fue el primero en decretar la expulsión de éstos en los dominios de la Corona
de Portugal. Esta medida fue seguida, a continuación, por Francia en 1764 y
por España en 1767. En España se utilizó la excusa de haber proporcionado
al motín de Esquilache apoyo y aliento, prestando sus imprentas para
imprimir pasquines y soflamas contra el rey. En relación con esto último, sí
hubo participación de jesuitas en la revuelta, pero no de la Compañía como
tal, sino a título individual. El conde de Aranda, desde su nuevo cargo de
presidente del Consejo de Castilla, fue el encargado de investigar a la Orden,
para lo que nombró una comisión reducida en la que actuó como fiscal el
conde de Campomanes. En el verano de 1766 se emitió un informe que
corroboraba los indicios de culpabilidad de la Orden. El decreto de expulsión
se hizo efectivo, con la consiguiente confiscación de los bienes de la Orden,
que eran numerosos, y el posterior exilio fulminante de todos sus miembros,
que sumaban 1.660 jesuitas en la Península y 1.396 en las colonias
americanas. Gracias a la presión de la diplomacia española, en el año 1773,
el papa Clemente XIV, ratificó la disposición regia mediante la bula Dominus
ac Redemptor, por la que la Orden quedaba definitivamente prohibida y
eliminada en toda la Iglesia católica. El embajador de España en Roma, José
Moñino, fue nombrado por el rey conde de Floridablanca gracias a su gran
labor ante el Papa.

En los demás aspectos del país, las reformas se aceleraron. Para difundir
dichos cambios, surgieron, como ya hemos dicho más arriba, las "Sociedades
Económicas de Amigos del País", que contribuyeron a la realización de los
cambios a través de dos vías: agrupando legalmente a todas las personas
interesadas en la renovación; y constituyendo organismos, dirigidos desde
Madrid, encargados de estudiar los proyectos propuestos. Las medidas de
política agraria se encaminaron a favorecer la división de los latifundios y los
repartos comunales de tierras no cultivados, así como su posterior cercado.
Se permitió cercar olivares y huertas. Se prohibió a los señores expulsar a
los arrendatarios de sus tierras de forma arbitraria. Se dictaron disposiciones
para limitar los privilegios de la Mesta. En el año 1788 se dictó la importante
medida que prohibía el establecimiento de nuevos mayorazgos. La medida
más ambiciosa de este período, y que resaltaba el deseo de la Corona por
aprovechar al máximo las tierras, fue el intento de repoblar Sierra Morena,
para lo cual se permitió el asiento de 6.000 colonos, católicos, flamencos y
alemanes. Para el proyecto fue encargado Pablo de Olavide. La primera
población fue llamada La Carolina, en honor del rey. En el año 1775 se
contaba ya con quince nuevas poblaciones. El proyecto se paralizó al caer en
desgracia su ejecutor, Pablo de Olavide.

La renovación industrial experimentada desde principios de siglo adquirió


nuevos auges bajo el reinado de Carlos III. Se crearon fábricas agrícolas y
textiles, con la contratación de técnicos y maquinaria extranjera. Se liberalizó
el comercio, se suprimió el impuesto de la Alcabala (vigente desde el
rey Alfonso XI). En el año 1778, se concedió la libertad de comercio del aceite
y se permitió también el libre comercio con América, de esa manera se rompió
el monopolio que detentaban los puertos de Sevilla y luego el de Cádiz. En el
año 1784 se completaron las disposiciones del año 1771 por las que se
declaraban honrosos y compatibles con la dignidad de hidalguía los oficios
manuales. Esta medida significaba que los nobles medios y bajos podían
desarrollar oficios y trabajos que antes les estaban prohibidos por su
condición socio-jurídica.

Fue en este período cuando las obras públicas adquirieron un relieve y nivel
jamás alcanzado, tanto cualitativa como cuantitativamente. Se realizaron los
canales Imperial de Aragón y del Manzanares, entre otros muchos. Se
construyeron trescientos veintidós puentes en todo el reino, además del
trazado de caminos y carreteras necesarios para la articulación del comercio
y transportes del interior. Se constituyó un servicio regular y oficial de correos
y de diligencias. La capital del reino fue la más beneficiada en cuanto a
remodelaciones viarias y arquitectónicas; logró un embellecimiento y
dignidad considerable: la Puerta de Alcalá, el Museo del Prado, la Academia
de San Fernando, etc.

De esta época data la orden de plantar un árbol en la plaza Mayor de los


pueblos como símbolo de respeto por las leyes y la justicia. Alguno de
aquellos árboles todavía se conserva en buen estado, como la olma de
Torralba, en Cuenca.
El estamento militar también tuvo su parte de reforma. Carlos III implantó la
táctica prusiana, la de más prestigio en aquel momento en Europa gracias al
gran impulso que le dio el emperador prusiano Federico II. Se abrieron tres
academias militares correspondientes a las tres armas en que se dividía el
ejército de tierra: la de Infantería, en el Puerto de Santa María; la de
Caballería, en la localidad de Ocaña; y por último, la de Artillería, en Segovia.
Se fundó el Monte Pío Militar. Debido al impulso que se dio al comercio y
protección de las colonias americanas, bajo Carlos III se llegó a tener la
segunda flota naval más importante del mundo, con sesenta y siete navíos
de línea, cincuenta y dos fragatas y sesenta y dos buques menores. La última
gran disposición del reinado de Carlos III fue la creación, en el año 1787, de
la Junta Suprema de Estado, claro precedente del actual Consejo de Ministros.

Política exterior

Política exterior durante el reinado de Carlos III.

El hecho más relevante de la política exterior de Carlos III fue la ruptura de


la política de neutralidad mantenida bajo el reinado de su predecesor
Fernando VI, y la consiguiente entrada de España en la Guerra de los Siete
Años, que venía enfrentando a Francia e Inglaterra por el dominio del
Atlántico y del continente europeo. Esta decisión intervencionista vino
determinada por la realidad de la situación internacional. A España, la Guerra
de los Siete Años no le afectaba en sus intereses continentales, pero sí en su
vertiente atlántica, ya que como potencia atlántico-americana de primer
orden, no podía quedarse al margen ni adoptar una actitud pasiva en el
conflicto anglofrancés por el dominio de los mercados coloniales. Se temía,
por parte de España, al gran poderío naval inglés, pero finalmente se optó
por la alianza con Francia, toda vez que la Inglaterra gobernada por William
Pittdesdeñó constantemente las continuas reclamaciones de la Corona
española ante los abusos ingleses. Inglaterra, con esta actitud beligerante
contra España, pretendía librarse, no sólo de la propia Francia, sino también
de España y quedarse sola como potencia única en el importantísimo
comercio americano. Las relaciones anglo-españolas llegaron a un momento
de gran tensión justo cuando se produjo otro suceso trascendental que inclinó
definitivamente a las autoridades españolas a firmar una alianza con Francia:
las aplastantes victorias inglesas sobre los franceses en la estratégica zona
del Canadá. Esta victoria inglesa amenazaba directamente a España, ya que
la hegemonía marítima inglesa se hizo muy peligrosa. El marqués de
Grimaldi, embajador español en Versalles, firmó el Tercer Tratado de Familia,
el 15 de agosto de 1761, entre España y Francia. Esta nueva alianza franco-
española ya no estaba motivada, como las anteriores, por puros vínculos
familiares, sino por necesidades ofensivas y defensivas de ambos países ante
un enemigo común: Inglaterra.

El poderío inglés era tan grande que ni las operaciones militares conjuntas,
ni el bloqueo comercial a Inglaterra dieron los resultados apetecidos. Los
ingleses se apoderaron de La Habana y de Manila. La Paz de París, firmada
en el año 1763, cerró temporalmente las hostilidades, y resultó poco
beneficiosa para España, pero aún más desastrosa para Francia. España pudo
recuperar Manila y La Habana y recibir de Francia, como compensación, la
Luisiana. La posición de España en América quedó seriamente dañada y tuvo
que realizar en adelante redoblados esfuerzos contra el expansionismo
británico, cada vez más agresivo y descarado en las posesiones españolas.

La posición privilegiada de Inglaterra en América tras la Paz de París se vio


puesta en peligro cuando, el 4 de julio de 1776, el Congreso celebrado en la
ciudad de Filadelfia por las colonias británicas, proclamó su independencia de
la metrópoli. Fue la ocasión esperada, tanto por Francia como por España,
para devolver el golpe a Inglaterra. La Corona española dudó, en un primer
momento, si debía intervenir directamente en el conflicto o no, pero, tomando
conciencia de las posibles repercusiones negativas que para Inglaterra
significaría la total independencia de sus colonias, se decidió a participar en
la confrontación. Aunque no participó directamente, sí lo hizo proporcionando
dinero y armamento a las colonias, así como el permiso de utilizar sus
estratégicos puertos para la flota rebelde. España también pretendía con esta
intervención recuperar Gibraltar y Menorca. Agotada Inglaterra, en el año
1782 se vio obligada, a pesar de su poderío naval, a reconocer la
independencia del nuevo Estado y a firmar la Paz de Versalles. España no
pudo recuperar Gibraltar, pero sí la isla de Menorca y la Florida.

A partir de esta fecha, España intentó permanecer en una posición de


independencia diplomática y política, alejada de los intereses de Francia y de
Inglaterra. Para ello, Floridablanca realizó una política de claros contenidos
nacionales, buscando la consecución de tres objetivos fundamentales:
primero, reafirmar el papel político de España en el continente; segundo, la
búsqueda del equilibrio en el Mediterráneo y en el Atlántico; y por último,
pero no menos importante, la ampliación de los intercambios comerciales,
vitales para la recuperación económica de la Corona. En este contexto, la
alianza con Portugal, en el año 1779, adquirió una baza importante para
España ya que solucionó las disputas territoriales que habían mantenido estos
dos países desde siglos atrás, y concertó un marco de desarrollo propicio para
los intercambios comerciales. Para reforzar los acuerdos entre ambas
monarquías, se recurrió, como siempre en estos casos, a la alianza
matrimonial entre la infanta española Carlota Joaquina con el infante
portugués don Juan, hijo segundo del rey de Portugal.

La Corona española volvió a verse envuelta en el complicado sistema político


del continente. En su intento de neutralizar la hegemonía de Inglaterra y de
parar las cada vez mayores ansias de expansión de Rusia y de Austria, se vio
en la necesidad de apoyar diplomáticamente a Prusia, como el más idóneo
representante para restablecer el equilibrio. Con el mismo propósito, España
se acercó a Turquía. Floridablanca estableció una alianza con este país, en el
año 1782, con el objeto de proteger el comercio español en el Levante
asiático, para salvaguardar las posesiones españolas en el norte de África
(Melilla, Ceuta y el Peñón de Vélez) y reforzar la integridad territorial turca,
necesaria para detener la desmesurada ambición expansionista de Rusia y
Austria sobre el Mediterráneo.

Si con Turquía las relaciones españolas fueron excelentes, no sucedió lo


mismo con Marruecos, siempre fluctuando en ambigüedades y mal
entendidos con la Corona española. En el año 1762, se firmó un acuerdo con
Marruecos de tipo eminentemente comercial, más que político. En el año 1774
se produjeron sucesivos ataques marroquíes contra Melilla y el Peñón de
Vélez. Debido a esta situación, se preparó una expedición contra la ciudad de
Argel, mandada por el excelente general español de origen irlandés O’Reilly,
que fracasó estrepitosamente y de la que se culpó al ministro Grimaldi,
motivo por el cual cesó en su puesto y fue sustituido por Floridablanca. Éste
obtuvo un valioso acuerdo con Marruecos, en el año 1782, y en plena guerra
contra Inglaterra, que daría a España positivos resultados comerciales y
estratégicos ya que los ingleses tuvieron que abandonar el puerto de Tánger.
A esta alianza le siguieron otras con Turquía, en el año 1782, y con Trípoli,
Túnez y Argel, todas en el año 1786.

Con Carlos III se intensificó el cuidado de las colonias americanas. Destacó


la tarea del Secretario de Despacho para las Indias, José Gálvez, que
reorganizó administrativamente las colonias en intendencia efectivas. Tal
solidez quedó demostrada en las fracasadas insurrecciones del año 1780, en
el Perú, encabezadas por José Gabriel Candorcanqui, que tomó el nombre
guerrero de Tupac Amaru. Este cabecilla pretendió ser coronado como rey de
Cuzco. Finalmente fue capturado y ajusticiado en la misma ciudad. En el año
1776, se creó el tercer virreinato americano, el de Buenos Aires, con la
intención de proteger esta zona colonial de los ataques continuos de los
portugueses e ingleses.

Las casi tres décadas que duró el reinado de Carlos III representaron un
paréntesis abierto en medio del proceso continuo de decadencia que venía
padeciendo la monarquía española. Prueba de todo ello fue el rápido declinar
de tanta prosperidad a la muerte de este magnífico rey. Carlos III hizo
penetrar en España los presupuestos y mentalidad que imperaban en la
Europa ilustrada, elevando el nivel del reino al rango de primera potencia.
España pudo mostrar, por última vez, su poderío, no sólo en cuanto a
extensiones territoriales, sino también por el tono cultural y europeo que
imprimieron a sus iniciativas los sucesivos ministros de los que se sirvió.
Carlos III fue el perfecto representante (comparable a sus gloriosos
contemporáneos Federico II de Prusia y José II de Austria) del déspota
benévolo e ilustrado que intentó implantar, en varias ocasiones, reformas
excelentes, pero ajenas y difíciles de arraigar en la sociedad tradicional que
gobernaba. En muchos sentidos, Carlos III fue modelo de los numerosos
liberales españoles que vivirían en los dos siglos posteriores.

La política interior del reinado de Carlos III puede, muy bien, dividirse en dos
etapas separadas por el famoso Motín de Esquilache, acaecido el 23 de marzo
de 1766.

Las primeras medidas de Carlos III se realizaron mediante leyes y cédulas;


todas ellas marcadas por la urgencia, con el fin de ir arreglando problemas
que iban saliendo a relucir. El primer problema importante fue la necesidad
de reformar la Hacienda y la economía general del reino. La Corona estaba
amenazada por una multitud de acreedores y de deudas que se remontaban
a tiempos del rey Carlos I y los posteriores reyes de la casa de Austria. Carlos
III reconoció la deuda. Para paliarla se intentó reactivar la economía
emitiendo decretos tendentes a fomentar la exportación, a delimitar poderes,
a fijas precios y salarios y a aplicar el régimen de impuestos aplicado por
el marqués de la Ensenada en el reinado anterior. Pero las dos medidas
adoptadas más importantes, por sus posteriores consecuencias fueron: la
constitución de la Junta de Catastro, en el año 1760, cuya objetivo fue el de
inventariar toda la propiedad y la riqueza de España y así lograr una
contribución única y universal para todo el reino; y la reorganización
del Consejo de Castilla, en el año 1762, para lo cual se procuró nombrar para
ocupar los cargos a los elementos más idóneos, como burgueses y
tecnócratas con formación universitaria, y por consiguiente mejor
preparados.

Otra medida adoptada fue la abolición, en el año 1765, de la tasa general de


granos, lo que permitió una amplia libertad de compra, venta y transporte.
También se liberalizó el comercio de ciertos artículos y se suprimió su
impuesto arancelario. Se unificó el sistema monetario y se crearon los vales
reales (emisión de deuda pública). Otra medida importante fue la creación
del Banco de San Carlos (germen del futuro banco nacional), con fines
estrictamente financieros y como medio de financiación de las guerras que
mantenía la Corona. Durante el reinado de Carlos III nació la Lotería Nacional.

A pesar de todas estas medidas, encaminadas a restituir la depauperada


economía de la Corona, los resultados fueron oscuros, cuando no inútiles.
España volvió a entrar en el juego del delicado equilibrio europeo, junto con
Francia y en contra de Inglaterra, lo cual provocó unos enormes gastos
militares que dejaron exhaustas las arcas del estado y sin eficacia las medidas
adoptadas por los ministros de Carlos III.

En lo social, Carlos III dispuso leyes contra vagos y mendigos, a los que
enroló al servicio de la Armada española. Dentro del espíritu del Despotismo
Ilustrado (gobierno para el pueblo pero sin el pueblo) se desarrolló una
política de acogida social para huérfanos y ancianos en asilos, así como varias
disposiciones encaminadas a educar al pueblo en las buenas costumbres:
prohibición de portar armas de fuego, del juego en sitios públicos (tan sólo
se permitía la práctica del billar, el ajedrez, las damas y el chaquete). Una de
las medidas más efectivas y de mayor repercusión fueron las medidas
adoptadas en el saneamiento de las ciudades, y en especial en Madrid como
capital del reino, la cual fue empedrada y alumbrada como correspondía a su
rango.

En esta primera etapa de la política interior de Carlos III hubo cambios dentro
del poderoso estamento eclesiástico. Las leyes que se adoptaron tuvieron el
objetivo de limar los privilegios. Entre otras disposiciones se acordaron las
siguientes: que los sacerdotes se restituyesen a sus respectivas iglesias y
domicilios; que los prelados cuidaran de la educación de sus feligreses, tanto
en lo moral como en lo social; se limitó la autoridad de los jueces diocesanos,
prohibiéndoseles juzgar casos civiles sin permiso de las autoridades
seculares; se suprimieron y refundieron gran cantidad de cofradías inútiles;
y por último, se dispuso que todos aquellos bienes donados a la Iglesia por
parte de los legos quedaran sujetos, a perpetuidad, a los impuestos y títulos
regios, en un claro intento de frenar los enormes beneficios fiscales de que
gozaba todo el estamento eclesiástico en España.

El suceso que sirve de punto divisorio en la política interior de Carlos III lo


constituye el llamado Motín de Esquilache, sucedido entre los días 23 a 26 de
marzo del año 1766.Básicamente el conflicto fue la protesta del pueblo
madrileño contra el ministro italiano de Carlos III, el marqués de Esquilache,
impulsor de una serie de medidas y reformas que tenía soliviantados a
muchos vecinos de la capital. Parece que las medidas para mejorar el
alumbrado, la pavimentación, la higiene de las calles y demás lesionaban
directamente muchos intereses que acabaron confluyendo en la indignación
popular. La medida que mayores protestas provocó fue la prohibición de
seguir utilizando la capa larga y el tradicional sombrero de ala ancha, ya que
según la autoridades permitían encubrir toda clase de delitos y altercados. La
nueva disposición obligaba a llevar el sombrero de tres picos y la capa
recortada, no más baja de las rodillas. A estas decisiones tan impopulares se
le sumó una serie de circunstancias, no menos importantes, para comprender
el feroz estallido final del pueblo madrileño contra el ministro italiano. Hay
que tener en cuenta que Esquilache era tremendamente impopular para el
pueblo, por su condición de extranjero y por su posición de favorito en la
corte. Su afán renovador fue mal entendido por el pueblo. La otra
circunstancia que provocó el estallido fue una pertinaz sequía que asoló los
campos españoles, entre los años 1760 y 1766, y que provocó que la Junta
de Abastos de Madrid se viera obligada a subir el precio del pan, con la
consiguiente exasperación del pueblo madrileño.

El suceso estalló el 23 de marzo de 1766. Dos paisanos embozados plantaron


cara a los soldados apostados en la plaza de Antón Martín. Éstos les
conminaron a retractarse, pero los embozados al unísono, y según las
crónicas al grito de ¡No me da la gana!, se enfrentaron con los guardias,
generando el tumulto y la protesta encolerizada de todo el pueblo madrileño.
Al poco, una gran multitud encolerizada encaminó sus pasos hacia la Casa de
las Siete Chimeneas, residencia del odiado ministro, donde los amotinados
desfogaron sus iras echando a la hoguera muebles y todo tipo de pertenencias
de Esquilache. La algarabía se dirigió a continuación hacia el Palacio Real, con
el propósito de que el rey escuchara sus quejas. En la residencia real el
choque resultó una tragedia para los amotinados cuando la guardia valona
del rey disparó contra la multitud, causando varios muertos y heridos. Al día
siguiente, el 24 de marzo, el monarca, presionado por la gravedad que había
adquirido el motín, accedió a atender las reclamaciones del pueblo, el cual
estaba representado por el padre Cuenca, afamado capuchino del convento
de San Gil. Carlos III aceptó las demandas exigidas, que se basaban en la
petición del exilio del ministro Esquilache y sus familiares, la libertad de
indumentaria, la extinción de la Junta de Abastos, la salida de Madrid de la
guardia valona del rey y la bajada de precios de los alimentos más básicos.
El rey, para demostrar su enfado y menosprecio al pueblo madrileño que
había osado levantarse contra él, se marchó a Aranjuez provocando aún más
al pueblo madrileño y alimentando un nuevo brote de violencia popular. El
asunto no se sofocó hasta que no se publicó en la Gaceta la Real Orden que
confirmaba las concesiones. El efecto del motín llegó a otros lugares del reino.
A lo largo del mes de abril Zaragoza, Salamanca, Cuenca, Guadalajara,
Alicante y Murcia vieron como su población se levantaba en contra del precio
del pan y de las prácticas usurarias de los acaparadores.

Realmente, el motín tuvo unas causas más profundas que la mera revuelta
de una ciudad contra el primer ministro. Desde la llegada de la dinastía
borbónica se venía produciendo una lucha soterrada entre la burguesía y la
nobleza por detentar el poder. Precisamente, era esta última la más
perjudicada con todas las medidas reformistas impuestas. Tanto la nobleza
como el clero vieron perjudicados sus intereses y su independencia
económica y política, por lo que indujeron al pueblo a la revuelta. Hoy en día
se mantiene que hubo un plan organizado que utilizó el pretexto de las
medidas adoptadas por Esquilache para manifestarse y luchar contra la obra
del gobierno, como se demostró por la propagación de la revuelta en otras
ciudades y villas de España. El motín no significó un frenazo a las reformas
ilustradas, pero sí que éstas pasaron a aplicarse con más cautela y tino, pero
siempre con eficacia por el nuevo equipo formado por el sucesor de
Esquilache, elconde de Aranda.

Fue en esta segunda etapa cuando triunfó totalmente la política reformista


de Carlos III. Los decretos promulgados tuvieron un carácter más
determinante y riguroso, eran emitidos por la Secretaría de Despacho, o bien
por el presidente del Consejo de Castilla, presidido por el conde de Aranda,
nuevo hombre fuerte del gobierno de Carlos III hasta el año 1773, año en el
que fue sustituido por el conde de Campomanes.

El estado llano vio cómo se protegían sus intereses con la aparición de la


figura del procurador, encargado de elevar quejas al municipio. También se
obligó a los municipios con más de 2.000 habitantes que eligieran a cuatro
diputados con pleno derecho para intervenir en los asuntos del gobierno. Se
volvieron a dictar medidas en relación con la Iglesia. Se dio la orden a los
clérigos residentes en la corte, sin cargo alguno, de volver a sus domicilios
eclesiásticos; se renovó la orden emitida en el siglo XV por Juan I de prender
a cualquier eclesiástico cuando éste profiriese palabras o conceptos contrarios
al rey; se prohibió a los clérigos el uso de imprentas en sus domicilios
eclesiásticos, etc. Pero sin duda alguna, la medida de más alcance fue el
decreto de expulsión de la orden de la Compañía de Jesús, dictada el 2 de
noviembre de 1767.

La medida que acordaba la expulsión de la potente orden jesuítica se


enmarcaba dentro del contexto de constantes enfrentamientos entre el
gobierno reformistas de Carlos III, con el conde de Aranda a la cabeza, y la
institución ignaciana, muy próxima a la nobleza. Lo cierto es que en todas las
monarquías ilustradas del momento imperaba el mismo sentimiento de
hostilidad hacia la poderosa orden. La orden había sido en exceso
todopoderosa en el siglo anterior por su papel hegemónico dentro de las
clases privilegiadas, lo que le hizo detentar un inmenso poder político.
Precisamente por ese motivo, los jesuitas se granjearon la enemistad
ideológica de los pensadores e intelectuales, predecesores de los ilustrados,
sobre todo de los regalistas, además de que tampoco gozaban de especial
simpatía entre los propios obispos y otras órdenes religiosas (por
competencias). Para demostrar esto último, hay que resaltar que cuando se
decidió la expulsión definitiva de la orden en España, de los cincuenta y seis
obispos españoles consultados, cuarenta y dos se mostraron a favor de tal
medida, seis no opinaron, y sólo ocho de ellos mostraron abiertamente su
desacuerdo.

A nivel general, con la llegada de los presupuestos despóticos e ilustrados, la


ideología y autonomía de poder de que gozaban los jesuitas se hizo molesta,
por lo que en el año 1755, el Marqués de Pombal, primer ministro portugués
fue el primero en decretar la expulsión de éstos en los dominios de la Corona
de Portugal. Esta medida fue seguida, a continuación, por Francia en 1764 y
por España en 1767. En España se utilizó la excusa de haber proporcionado
al motín de Esquilache apoyo y aliento, prestando sus imprentas para
imprimir pasquines y soflamas contra el rey. En relación con esto último, sí
hubo participación de jesuitas en la revuelta, pero no de la Compañía como
tal, sino a título individual. El conde de Aranda, desde su nuevo cargo de
presidente del Consejo de Castilla, fue el encargado de investigar a la Orden,
para lo que nombró una comisión reducida en la que actuó como fiscal el
conde de Campomanes. En el verano de 1766 se emitió un informe que
corroboraba los indicios de culpabilidad de la Orden. El decreto de expulsión
se hizo efectivo, con la consiguiente confiscación de los bienes de la Orden,
que eran numerosos, y el posterior exilio fulminante de todos sus miembros,
que sumaban 1.660 jesuitas en la Península y 1.396 en las colonias
americanas. Gracias a la presión de la diplomacia española, en el año 1773,
el papa Clemente XIV, ratificó la disposición regia mediante la bula Dominus
ac Redemptor, por la que la Orden quedaba definitivamente prohibida y
eliminada en toda la Iglesia católica. El embajador de España en Roma, José
Moñino, fue nombrado por el rey conde de Floridablanca gracias a su gran
labor ante el Papa.

En los demás aspectos del país, las reformas se aceleraron. Para difundir
dichos cambios, surgieron, como ya hemos dicho más arriba, las "Sociedades
Económicas de Amigos del País", que contribuyeron a la realización de los
cambios a través de dos vías: agrupando legalmente a todas las personas
interesadas en la renovación; y constituyendo organismos, dirigidos desde
Madrid, encargados de estudiar los proyectos propuestos. Las medidas de
política agraria se encaminaron a favorecer la división de los latifundios y los
repartos comunales de tierras no cultivados, así como su posterior cercado.
Se permitió cercar olivares y huertas. Se prohibió a los señores expulsar a
los arrendatarios de sus tierras de forma arbitraria. Se dictaron disposiciones
para limitar los privilegios de la Mesta. En el año 1788 se dictó la importante
medida que prohibía el establecimiento de nuevos mayorazgos. La medida
más ambiciosa de este período, y que resaltaba el deseo de la Corona por
aprovechar al máximo las tierras, fue el intento de repoblar Sierra Morena,
para lo cual se permitió el asiento de 6.000 colonos, católicos, flamencos y
alemanes. Para el proyecto fue encargado Pablo de Olavide. La primera
población fue llamada La Carolina, en honor del rey. En el año 1775 se
contaba ya con quince nuevas poblaciones. El proyecto se paralizó al caer en
desgracia su ejecutor, Pablo de Olavide.

La renovación industrial experimentada desde principios de siglo adquirió


nuevos auges bajo el reinado de Carlos III. Se crearon fábricas agrícolas y
textiles, con la contratación de técnicos y maquinaria extranjera. Se liberalizó
el comercio, se suprimió el impuesto de la Alcabala (vigente desde el
rey Alfonso XI). En el año 1778, se concedió la libertad de comercio del aceite
y se permitió también el libre comercio con América, de esa manera se rompió
el monopolio que detentaban los puertos de Sevilla y luego el de Cádiz. En el
año 1784 se completaron las disposiciones del año 1771 por las que se
declaraban honrosos y compatibles con la dignidad de hidalguía los oficios
manuales. Esta medida significaba que los nobles medios y bajos podían
desarrollar oficios y trabajos que antes les estaban prohibidos por su
condición socio-jurídica.

Fue en este período cuando las obras públicas adquirieron un relieve y nivel
jamás alcanzado, tanto cualitativa como cuantitativamente. Se realizaron los
canales Imperial de Aragón y del Manzanares, entre otros muchos. Se
construyeron trescientos veintidós puentes en todo el reino, además del
trazado de caminos y carreteras necesarios para la articulación del comercio
y transportes del interior. Se constituyó un servicio regular y oficial de correos
y de diligencias. La capital del reino fue la más beneficiada en cuanto a
remodelaciones viarias y arquitectónicas; logró un embellecimiento y
dignidad considerable: la Puerta de Alcalá, el Museo del Prado, la Academia
de San Fernando, etc.

De esta época data la orden de plantar un árbol en la plaza Mayor de los


pueblos como símbolo de respeto por las leyes y la justicia. Alguno de
aquellos árboles todavía se conserva en buen estado, como la olma de
Torralba, en Cuenca.

El estamento militar también tuvo su parte de reforma. Carlos III implantó la


táctica prusiana, la de más prestigio en aquel momento en Europa gracias al
gran impulso que le dio el emperador prusiano Federico II. Se abrieron tres
academias militares correspondientes a las tres armas en que se dividía el
ejército de tierra: la de Infantería, en el Puerto de Santa María; la de
Caballería, en la localidad de Ocaña; y por último, la de Artillería, en Segovia.
Se fundó el Monte Pío Militar. Debido al impulso que se dio al comercio y
protección de las colonias americanas, bajo Carlos III se llegó a tener la
segunda flota naval más importante del mundo, con sesenta y siete navíos
de línea, cincuenta y dos fragatas y sesenta y dos buques menores. La última
gran disposición del reinado de Carlos III fue la creación, en el año 1787, de
la Junta Suprema de Estado, claro precedente del actual Consejo de Ministros.

Política exterior

Política exterior durante el reinado de Carlos III.

El hecho más relevante de la política exterior de Carlos III fue la ruptura de


la política de neutralidad mantenida bajo el reinado de su predecesor
Fernando VI, y la consiguiente entrada de España en la Guerra de los Siete
Años, que venía enfrentando a Francia e Inglaterra por el dominio del
Atlántico y del continente europeo. Esta decisión intervencionista vino
determinada por la realidad de la situación internacional. A España, la Guerra
de los Siete Años no le afectaba en sus intereses continentales, pero sí en su
vertiente atlántica, ya que como potencia atlántico-americana de primer
orden, no podía quedarse al margen ni adoptar una actitud pasiva en el
conflicto anglofrancés por el dominio de los mercados coloniales. Se temía,
por parte de España, al gran poderío naval inglés, pero finalmente se optó
por la alianza con Francia, toda vez que la Inglaterra gobernada por William
Pittdesdeñó constantemente las continuas reclamaciones de la Corona
española ante los abusos ingleses. Inglaterra, con esta actitud beligerante
contra España, pretendía librarse, no sólo de la propia Francia, sino también
de España y quedarse sola como potencia única en el importantísimo
comercio americano. Las relaciones anglo-españolas llegaron a un momento
de gran tensión justo cuando se produjo otro suceso trascendental que inclinó
definitivamente a las autoridades españolas a firmar una alianza con Francia:
las aplastantes victorias inglesas sobre los franceses en la estratégica zona
del Canadá. Esta victoria inglesa amenazaba directamente a España, ya que
la hegemonía marítima inglesa se hizo muy peligrosa. El marqués de
Grimaldi, embajador español en Versalles, firmó el Tercer Tratado de Familia,
el 15 de agosto de 1761, entre España y Francia. Esta nueva alianza franco-
española ya no estaba motivada, como las anteriores, por puros vínculos
familiares, sino por necesidades ofensivas y defensivas de ambos países ante
un enemigo común: Inglaterra.

El poderío inglés era tan grande que ni las operaciones militares conjuntas,
ni el bloqueo comercial a Inglaterra dieron los resultados apetecidos. Los
ingleses se apoderaron de La Habana y de Manila. La Paz de París, firmada
en el año 1763, cerró temporalmente las hostilidades, y resultó poco
beneficiosa para España, pero aún más desastrosa para Francia. España pudo
recuperar Manila y La Habana y recibir de Francia, como compensación, la
Luisiana. La posición de España en América quedó seriamente dañada y tuvo
que realizar en adelante redoblados esfuerzos contra el expansionismo
británico, cada vez más agresivo y descarado en las posesiones españolas.

La posición privilegiada de Inglaterra en América tras la Paz de París se vio


puesta en peligro cuando, el 4 de julio de 1776, el Congreso celebrado en la
ciudad de Filadelfia por las colonias británicas, proclamó su independencia de
la metrópoli. Fue la ocasión esperada, tanto por Francia como por España,
para devolver el golpe a Inglaterra. La Corona española dudó, en un primer
momento, si debía intervenir directamente en el conflicto o no, pero, tomando
conciencia de las posibles repercusiones negativas que para Inglaterra
significaría la total independencia de sus colonias, se decidió a participar en
la confrontación. Aunque no participó directamente, sí lo hizo proporcionando
dinero y armamento a las colonias, así como el permiso de utilizar sus
estratégicos puertos para la flota rebelde. España también pretendía con esta
intervención recuperar Gibraltar y Menorca. Agotada Inglaterra, en el año
1782 se vio obligada, a pesar de su poderío naval, a reconocer la
independencia del nuevo Estado y a firmar la Paz de Versalles. España no
pudo recuperar Gibraltar, pero sí la isla de Menorca y la Florida.

A partir de esta fecha, España intentó permanecer en una posición de


independencia diplomática y política, alejada de los intereses de Francia y de
Inglaterra. Para ello, Floridablanca realizó una política de claros contenidos
nacionales, buscando la consecución de tres objetivos fundamentales:
primero, reafirmar el papel político de España en el continente; segundo, la
búsqueda del equilibrio en el Mediterráneo y en el Atlántico; y por último,
pero no menos importante, la ampliación de los intercambios comerciales,
vitales para la recuperación económica de la Corona. En este contexto, la
alianza con Portugal, en el año 1779, adquirió una baza importante para
España ya que solucionó las disputas territoriales que habían mantenido estos
dos países desde siglos atrás, y concertó un marco de desarrollo propicio para
los intercambios comerciales. Para reforzar los acuerdos entre ambas
monarquías, se recurrió, como siempre en estos casos, a la alianza
matrimonial entre la infanta española Carlota Joaquina con el infante
portugués don Juan, hijo segundo del rey de Portugal.

La Corona española volvió a verse envuelta en el complicado sistema político


del continente. En su intento de neutralizar la hegemonía de Inglaterra y de
parar las cada vez mayores ansias de expansión de Rusia y de Austria, se vio
en la necesidad de apoyar diplomáticamente a Prusia, como el más idóneo
representante para restablecer el equilibrio. Con el mismo propósito, España
se acercó a Turquía. Floridablanca estableció una alianza con este país, en el
año 1782, con el objeto de proteger el comercio español en el Levante
asiático, para salvaguardar las posesiones españolas en el norte de África
(Melilla, Ceuta y el Peñón de Vélez) y reforzar la integridad territorial turca,
necesaria para detener la desmesurada ambición expansionista de Rusia y
Austria sobre el Mediterráneo.

Si con Turquía las relaciones españolas fueron excelentes, no sucedió lo


mismo con Marruecos, siempre fluctuando en ambigüedades y mal
entendidos con la Corona española. En el año 1762, se firmó un acuerdo con
Marruecos de tipo eminentemente comercial, más que político. En el año 1774
se produjeron sucesivos ataques marroquíes contra Melilla y el Peñón de
Vélez. Debido a esta situación, se preparó una expedición contra la ciudad de
Argel, mandada por el excelente general español de origen irlandés O’Reilly,
que fracasó estrepitosamente y de la que se culpó al ministro Grimaldi,
motivo por el cual cesó en su puesto y fue sustituido por Floridablanca. Éste
obtuvo un valioso acuerdo con Marruecos, en el año 1782, y en plena guerra
contra Inglaterra, que daría a España positivos resultados comerciales y
estratégicos ya que los ingleses tuvieron que abandonar el puerto de Tánger.
A esta alianza le siguieron otras con Turquía, en el año 1782, y con Trípoli,
Túnez y Argel, todas en el año 1786.

Con Carlos III se intensificó el cuidado de las colonias americanas. Destacó


la tarea del Secretario de Despacho para las Indias, José Gálvez, que
reorganizó administrativamente las colonias en intendencia efectivas. Tal
solidez quedó demostrada en las fracasadas insurrecciones del año 1780, en
el Perú, encabezadas por José Gabriel Candorcanqui, que tomó el nombre
guerrero de Tupac Amaru. Este cabecilla pretendió ser coronado como rey de
Cuzco. Finalmente fue capturado y ajusticiado en la misma ciudad. En el año
1776, se creó el tercer virreinato americano, el de Buenos Aires, con la
intención de proteger esta zona colonial de los ataques continuos de los
portugueses e ingleses.

Las casi tres décadas que duró el reinado de Carlos III representaron un
paréntesis abierto en medio del proceso continuo de decadencia que venía
padeciendo la monarquía española. Prueba de todo ello fue el rápido declinar
de tanta prosperidad a la muerte de este magnífico rey. Carlos III hizo
penetrar en España los presupuestos y mentalidad que imperaban en la
Europa ilustrada, elevando el nivel del reino al rango de primera potencia.
España pudo mostrar, por última vez, su poderío, no sólo en cuanto a
extensiones territoriales, sino también por el tono cultural y europeo que
imprimieron a sus iniciativas los sucesivos ministros de los que se sirvió.
Carlos III fue el perfecto representante (comparable a sus gloriosos
contemporáneos Federico II de Prusia y José II de Austria) del déspota
benévolo e ilustrado que intentó implantar, en varias ocasiones, reformas
excelentes, pero ajenas y difíciles de arraigar en la sociedad tradicional que
gobernaba. En muchos sentidos, Carlos III fue modelo de los numerosos
liberales españoles que vivirían en los dos siglos posteriores.

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