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Sin ecos ni resonancias


Posted on 3 junio, 2019
Cuando a Luis Sagasti le preguntan de qué se trata alguno de sus libros, suele responder
que no sabe; pero que sabe, sin embargo, que lo que quiere decir se dice así. Y
agrega: por ahí habría que escribir mejor algunas cosas, pero se dice así.
En la misma entrevista, cuando Ezequiel Mandelbaum le pregunta por qué escribe,
responde: de chico siempre me gustó, no sé si escribir¸ pero narrar, contar cosas, sí.
Escribir versus narrar. Escribir versus contar cosas. La escritura como un acto diferente,
posterior incluso, al contar, al narrar o a la voluntad de decir. Como si hubiera, por un
lado, un algo para narrar, contar o decir y, por el otro, casi como una traducción, una
escritura entendida como resultado, como la sedimentación textual, expresiva y -sobre
todo- posterior de algo previo.
El checho Patrik Ourednik, siempre panfletario, opina por su parte que no hay nada que
los escritores teman más que la escritura. Cando dice que la literatura es la maneraque
encuentran de no tener que enfrentarse a la escritura está diciendo que a les escritores
(les que escriben literatura) las palabras les son tan indiferentes como un ladrillo a un
albañil.

Con los ladrillos, les albañiles hacen casas.


Con las palabras, les escritores, obras literarias.

Mi primer contacto con La convención (Ediciones


Corregidor, 2018) fue una reseña random que leí por ahí. Allí se dice, entre otras cosas,
que la novela de Débora Mundani (1972) narra el cruce de dos empleados de un banco
con jerarquías muy diferentes: un gerente de recursos humanos y una empleada de
rango medio seleccionada para un programa de formación gerencial.
Mi segundo contacto fue la contratapa. Leí: Emma es elegida para participar de un
programa de formación gerencial. El director de Recursos Humanos le propone
entrenarla con la misma exigencia con que él se entrena para participar de una
maratón de alta montaña.
Desde los primeros capítulos de la novela, se vislumbra algo que no hará más que
consolidarse tanto en el tono que utilizará el narrador como en el montaje final de las
escenas narradas: que en el banco hay dos tipos de personajes: les jefes y les empleades.
Aparte, en un no-lugar, en ninguno de los dos grupos y más por encima que al costado,
la triple alianza: Emma-Narrador-Mundani.

Emma Dorá, empleada del área de publicidad de un banco, filósofa, vive un PH en


Boedo con su gata Natacha; escucha música interpretada por mujeres y lee a Clarice
Lispector en el subte. Una mujer que está ahí, flotando en un medio que no es el suyo,
moviéndose en un ambiente en el que nadie puede decodificarla. Hace bien su trabajo,
mejor que muches, pero se mantiene ajena a la rosca empresarial y eso descoloca a sus
pares al punto de ser vista por elles como una amenaza.
Ariel Junquera, director de Recursos Humanos, elegante y protocolar, conocedor de la
obra de Edith Piaf, lector de las biografías de Gandhi, Hitler, Kennedy y Mandela (más
allá del lugar que cada uno haya ocupado), corredor diario de siete kilómetros
matutinos; un tipo que vino a Buenos Aires arrastrado por el servicio militar y que no
quiso irse nunca más.
En principio, La convención cuenta dos momentos decisivos en la vida de estos dos
personajes, ambos protagonistas, aunque el narrador se sitúe más cerca de Emma que de
Ariel. Ya en los primeros capítulos, sabemos que Junquera desapareció en una maratón
de alta montaña y que Dorá sale a cafetear por bares donde la tevé y el gallego (siempre
hay un gallego) son el paisaje habitual, mientras espera que Julián salga del banco -en el
que ella ya no trabaja.
La trama y la tensión de la novela se irán construyendo alrededor de estos datos y sus
causas y devenires: cómo se desarrolla la relación entre Emma y Julián, por qué
desaparece Junquera, por qué Emma deja de trabajar en el banco y, sobre todo, por qué
estos dos últimos eventos parecieran estar vinculados.
El trasfondo es la vida en un banco de capitales mixtos (estatales y privados) con un
colorido reparto de empleados arquetípicos y una serie de situaciones ilustrativas: como
cuando un tipo pierde un ojo en una capacitación/evento-de-paintball y recibe una
gerencia a cambio de su silencio; o como cuando en la convención que le da título al
libro, el gerente encargado de la presentación comete la doble-torpeza de ponerse del
lado del campo (la novela transcurre en 2008) y llenar de strippers y bailongo
vergonzante la sala del hotel marplantense donde transcurría la jornada.

Si bien la propia autora ha sabido decir que si uno no se sale de sí mismo no puede
escribir nada, hay que decir que Emma, su protagonista, es una filósofa que trabaja en
el área de publicidad de un banco, que es seleccionada para un programa de formación
gerencial y que finalmente, deja de trabajar en el banco; y que Mundani, la autora, es
docente y comunicóloga, trabajó varios años el área de publicidad de distintos bancos,
fue seleccionada para un programa de formación gerencial y, finalmente, dejó de
trabajar en bancos.
Y si esta cuestión es relevante, porque bien podría no serlo, lo es porque de ella resulta
una proximidad tal entre autora, personaje y narrador que la novela termina por volverse
un tanto cómoda, sencilla, kitsch. Mundani no se mete con las personas que detesta y
todes les personajes que no son Emma terminan limitándose al arquetipo, a la
caricatura, al lugar común.

El de Débora, que es Licenciada en Ciencias de la Comunicación Social (egresada de la


UBA en 1998) es un caso atípico para el panorama literario argentino. Su obra está
marcada por una particularísima anacronía.
Su primera novela publicada fue Batán (en 2010 obtuvo el 2º Premio del Fondo
Nacional de las Artes y el 2º Premio Clarín Novela) pero su verdadera primera
novela, El río, aunque se terminó publicando en 2016, fue escrita entre 1998 y 2002,
durante su estadía en el taller de Guillermo Saccomanno.

La convención, que se publicó el año pasado y es su primer trabajo fuera del taller, fue,
también, escrita antes: en 2008, secundada por el grupo de supervisión -como ella lo
llama- que armó con sus ex compañeras del taller.

Del cruce que leyó aquel reseñiste random, nino. Ni noticias. Porque en verdad, si bien
Emma es seleccionada para un plan de formación gerencial donde será coucheada por
Junquera, ellos, físicamente, se cruzan apenas en dos oportunidades que no llevan más
de tres páginas -sobre casi doscientas que tiene la novela. El cruce, más teórico y
conceptual, termina siendo, y hasta ahí, el de sus mundos, el de lo que representan. Y
digo hasta ahí porque al cruce no lo viven, les personajes, ni tampoco lo vivimos
nosotres, les lectores, en virtud de la cercanía ideológica entre la autora, su personaje y
el narrador que compone en la obra.
De la exigencia con la que Junquera entrena a Emma que promete la contratapa,
tampoco hay noticias. Porque el entrenamiento, en sí, no se produce nunca. Hay apenas
una entrevista, una presentación previa. Y nada más.

Uno se pregunta si les reseñistes y contratapistes leen verdaderamente los libros que,
respectivamente, reseñan y contratapean.

Para Mundani, que ve en la literatura una forma de expresar ideas y problemas que le
rondan, que la entiende como un acto comunicativo o, sobre todo, como una forma de
abordar problemáticas teóricas, la escritura es también un acto posterior a un contar, a
un narrar, a una voluntad de decir. Tal vez por eso se advierta que en su escritura las
palabras parezcan todas iguales, que ninguna tenga más peso o consistencia que las
demás y que se ordenen, todas, obedeciendo a un impulso más expositivo que estético.
De oraciones cortas, pocos espacios en blanco y pausas breves, fugaces; de una
tendencia al resumen, a la economía léxica; y de una semántica de conceptos e ideas
más que de objetos y personas, la de Mundani es una prosa más sociológica que poética,
de una tendencia más a lo general que a lo particular.
En cierto sentido, más allá de las historias que se cuentan y del ecosistema empresarial
que Mundani compone, La convención puede leerse como una novela sobre el deseo.
Todo el libro está atravesado por el deseo de ascenso, por el deseo de perjudicar al otre
y por el deseo sexual, latente en todas las interacciones.
A través de lo que le va sucediendo a Emma, la novela sugiere que, sin una determinada
presencia de esos tres deseos, sobrevivir en el mundo bancario (¿en el mundo a secas?),
se vuelve imposible.

Después de suscribir al acuerdo entre Tabarovsky y Martínez cuando dicen que la


veleidad del escritor reside en el desatino del presente y no en el mito de la
posteridad, puedo aventurar que si hubiera leído La convención allá por 2008, cuando
fue escrita, mi experiencia hubiera sido muy otra.
Pero la leí en 2019, un año después de que se publicara. Y hoy, esa simbiosis narrativa,
la figura de un narrador que mira a todes de arriba menos a Emma, la mujer
que preferiría no hacerlo, convierte a la novela en un fenómeno de autoinmolación.
Un shot de entretenimiento, acaso nostálgico, con algo de esa tendencia a sectorizar (a
segmentar) la sociedad para definirla en términos negativos y algo de la tentación
teórica de dejarse llevar por colectivos imaginarios en desmedro de su atención a los
individuos.

Leída en 2019, paradójicamente, La convención termina evocando lo notarial del brief,


del reporte: un testimonio distante, sin espesura. Una colección de eventos y situaciones
que se lee como un continuum hasta que se cierran las historias de sus protagonistas y,
de inmediato, sin ecos ni resonancias, se termina la lectura.

La convención. Débora Mundani. Corregidor. 2018. 201 páginas.

LEANDRO DIEGO
Escritor y Periodista. Su trabajo puede leerse aquí y Monoimi, su último libro,
permanece inédito.

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