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(teoría y creación)
CESAR ROSALES
(AÑO – 1999)
INDICE
POESIA Y PROFESIA
I - INICIACION. SORTILEGIO. MAGIA Y RELIGION ................... 2
II- ESENCIA Y LENGUAJE. DEFINICIONES................................ 7
LO PROFETICO Y LO LIRICO:
OBJETIVIDAD E INTROVERSIÓN................................................ 7
POESIA Y PROFESIA
1
El término literatura, cuyo sentido o aceptación actual data recién del siglo XVIII, proviene, según
Escarpit, del vocablo latino de raíz griega litera, que etimológicamente deriva de letra, entendida ésta
como fijación escrita, y en particular impresa. Tal vocablo circula en los tratados romanos y así es
escritura para Cicerón, filología para Séneca, alfabeto para Tacíto. En su Teoría da literatura, Soares
Amóra dice que la palabra (literatura) “fue creada y usada por los latinos con el sentido de gramática”.
Antes, para los griegos fue arte literario en los distintos géneros y éstos reconocían, indistintamente, un
denominador común, del que procedían: la poiesis, que es crear, hacer. Con el sentido de creación, que
como tal se expresa por medio de un lenguaje poético, vale decir creador, entendieron el quehacer
literario, entre pueblos de otras lenguas, los alemanes, quienes con la voz Dichtung (poesía) designan y
abarcan en conjunto todo género de literatura, como hicieron los antiguos helenos antes de la división de
las artes, dando por sobreentendido que bajo esa denominación global y unitaria se agrupan distintas
formas literarias y artísticas.
mediante la palabra -o el canto, la música, la danza, el color-, todos esos
destellos y vibraciones del alma; y el sentimiento de la libertad, principio y fin
del acto creador por medio del cual el ser humano se revela y trasciende y al
mismo tiempo que descifra y revela también, de algún modo, las claves del
gran misterio original, eterno e infinito libérase a sí mismo de las limitaciones o
sujeciones que le impone la condición de estar oscura y fatalmente sometido a
las leyes ineluctables de su destino temporal.
Nació, luego, la poesía de una honda y fuerte apetencia de
perduración o inmortalidad, a la vez que de una pura y clarividente intuición de
belleza. Apetencia de perduración o inmortalidad que es tanto mayor cuanto
más lúcida y penetrante es en el hombre la conciencia de su fugacidad y
finitud. Por esa aspiración a perdurar y trascender hacia la inmortalidad del
hombre, y en particular el poeta, que asume la conciencia extrema de la
condición humana y su destino, anhela y sueña ser un dios o algo semejante (y
“es un dios cuando sueña”, según Hölderlin dijo), o el mismo Adán en la
virginidad del Paraíso, siquiera la reencarnación o la sombra de Adán, antes de
la tentación y la caída. Basta perdurar y trascender, basta ser inmortal, a todo
se atreven los deseos y los sueños del hombre: un dios o Adán, su prístina
creación, su primera imagen, forjada para siempre y, sin embargo, condenada
a morir por su rebeldía y su desobediencia. Y acaso no es más, después de
todo, que aquello que la vida y el drama de un poeta, Arthur Rimbaud, le hizo
decir a uno de sus críticos, tal como lo refiere Daniel Rops: “Poquita cosa en
una plaza y metáfora de Dios.2 A esto se reduciría, en definitiva, el ansioso de
eternidad, el soñador de divinidades que es el poeta en sus aspiraciones más
secretas, si nos atenemos a la visión dramática y no menos conmovedora de
quien interpretó el sentido de su vida, su misión y destino, a través del más
puro, rebelde y orgulloso, en un mundo que parece no estar hecho a la medida
de sus sueños.
Si grande, si honda y fuerte es en la criatura humana, y sobre todo en
el poeta, esa apetencia de vida perdurable, trascendente, inmortal, no es
menor su intuición y sentido de la belleza, cuyo arquetipo ideal no es estático,
no es inmutable, sino dinámico y fluyente como la vida misma y está en todas
las formas visibles e invisibles, manifiesta u oculta. La intuición del poeta y su
sentido de orientación lo inducen al descubrimiento, a la revelación de la
belleza, sea que ella esté inadvertida en cualquier forma o acto de la naturaleza
y del mundo sensible, sea que viva latente en fondo del alma, en la esencia
inmanente y misteriosa del ser. La tarea del poeta consiste en encarnar, en
concretar, en el cuerpo articulado del lenguaje, oral o escrito –un lenguaje que
expresa por medio de metáforas, de imágenes, de símbolos, de asociaciones
alusivas o directas-, las distintas formas de la belleza. Esa belleza que, desde
los albores más remotos de su intuición, busca y logra aprehender a través de
su visión o percepción sensible y anímica, y expresa, luego, mediante las
diferentes formas del lenguaje poético –palabra, canto, música, danza, artes
plásticas-, induce al hacedor a concebirla y plasmarla de modo tal que,
cualquiera sea la forma elegida para alcanzarla, pueda resistir, invulnerable, los
embates del tiempo destructor, como algo que, más allá de la anécdota y la
circunstancia que entretejen la trama cotidiana de los hechos humanos, tiene
por sí mismo valor imperecedero, vigencia intemporal. Si se trata de un poema,
2
« Rimbaud Petite chose dans un square et métaphore de Dieu ». J.P. Vaillant.
por ejemplo, el poeta tenderá a apresar en palabras, con imágenes o símbolos,
una forma ideal de belleza, un arquetipo, según su particular visión del mundo y
de las cosas, visión que estará sustentada por las vivencias, la emoción, la
intuición y la imaginación o la fantasía de aquél. Belleza y verdad, para el
poeta, son conceptos sinónimos, o cuando menos equivalentes. Lo bello es
bueno y la belleza es verdad, así como también lo verdadero es bueno y la
verdad belleza, belleza moral. Esta conjugación parece esencial en el orden de
la creación poética, como lo demostraron los antiguos griegos, que fueron los
primeros en filosofar y teorizar sobre la poesía y las artes, en el mundo
occidental. Se trata, en suma, de plasmar un arquetipo de belleza para
siempre, vale decir, fijar una forma dada en el espacio y en el tiempo; en un
espacio ilimitado y en un tiempo infinito, despojado de anécdota y
circunstancia, intemporalizado, como dice Antonio Machado en sus
meditaciones sobre el quehacer poético. Todo acto creador, por otra parte, es
participación, comunión y, como decía Platón, dimana de “un entusiasmo
participante”, aunque tanto su génesis como su doble proceso interior y
expresivo sean de naturaleza individual. Por ser participación, comunión, es al
mismo tiempo de esencia religiosa, no en el sentido de culto a una divinidad
pagana o teológica, sino porque, en el fondo, la aspiración de toda poesía
–simiente y raíz oculta de todas las demás formas literarias-, es unir, unir el
Uno en el Todo, y viceversa. La conciencia de que es realmente así hizo decir
a Novalis, el gran poeta romántico alemán del siglo XVIII, que la poesía es la
“realidad absoluta” y que “todo sentir absoluto es religión”, en el sentido, claro
está, de unir, fusionar seres y cosas en el espacio y en el tiempo.
Los primeros aedos y rapsodas de la antigüedad tomaron buena parte
de los elementos de sus cantos y epopeyas de la tradición oral, de las fuentes
anónimas del genio de las razas y las lenguas en que se nutrieron los cantos
de gesta primitivos. Lo que no tomaron de allí, lo tomaron de la naturaleza
virgen y de las fuentes de la propia vida. Pero antes de articularse en cantares
y rapsodias, tales manifestaciones de la poesía infusa y larval de los comienzos
de la aventura humana fueron explosiones puramente onomatopéyicas e
interjectivas de alegría y tristeza, place o dolor, dicha o sufrimiento, felicidad o
infortunio. Después de un largo y oscuro proceso de evolución del lenguaje
oral, proceso que llevó al hombre siglos de experiencia, de vida convivencial y
comunitaria entre los clanes y tribus salvajes primero y asociaciones
organizadas más tarde, el hecho poético, que en los estados primitivos se
manifestaba a través de danzas rituales o de conjuro, del canto mágico y de los
coros; se fue individualizando a través de cantares anónimos, rapsodias o
epopeyas y canciones líricas. Como veremos después, la poesía era entonces
la esencia imponderable y el elemento aglutinante de las llamadas artes del
movimiento: el canto coral, la música y la danza.
II- LAS FORMAS MAGICAS PRIMITIVAS.
LA TRIADA Y EL CANTO MAGICO
3
En idioma griego significa indistintamente hacer y crear, de donde puede inferirse que poiesis (poesía)
equivale a acción o creación, en el sentido poético, y por extensión artística, de su concepción original.
teogonía, sin el cual no se podían hacer los sacrificios en aras de la divinidad.
¿Dónde se originó la magia?. Los historiadores antiguos decían que en Persia;
los modernos, en cambio, suponen que fue en Egipto y Caldea, de donde
habría pasado sucesivamente a las comunidades semitas y al pueblo griego.
La palabra, el verbo, es el más eficaz de los recursos mágicos. La palabra
articulada, que han exaltado los poetas, filósofos e historiadores del arte y la
literatura –entre los antiguos, por ejemplo, Homero, Ovidio y Plutarco,
respectivamente-, y la palabra asociada a la música por medio del canto o de
los instrumentos de cuerda y de viento, ha obrado prodigios en el alma y la
mente de los pueblos, que así fueron iluminando las tinieblas del ser
transformando los instintos primarios del habitante de las cavernas o de las
selvas en sentimientos humanitarios y en apetencias espirituales. El Carmen
latino constituyó al principio un mandamiento religioso, del cual derivará la
palabra francesa charme (encanto) y designó tanto la música vocal como la
instrumental. Análoga amplitud significativa nos ofrece también aquella voz
griega en la que tiene su raíz etimológica la palabra oda.
El canto mágico asocia al texto musical una serie de frases que
desconocen toda preocupación y que sólo tienen sentido claro para las
personas iniciadas en el culto. Predominan en él la repetición melódica y la
insistencia rítmica de ciertas fórmulas mágicas. Es el conjuro un arma,
defensiva u ofensiva, que las tribus o individuos ignorantes, ante las
hostilidades o los rigores de la naturaleza, esgrimían contra supuestos espíritus
maléficos. En el conjuro tiene su origen la música. Del conjuro musical se pasa
después al lirismo religioso. Finalmente el arte confundido en la triada de canto,
música y danza se transforma en instrumento de puro deleite. Va naciendo, así,
el sentido estético en el arte primitivo. Las tres frases citadas aparecieron
sucesivamente en los pueblos de gran antigüedad y amplia tradición. El canto
mágico no fue tan solo un arma contra los espíritus maléficos, sino inclusive
contra las epidemias y las perturbaciones mentales. Según Píndaro, Esculapio
curaba a los dolientes mediante la música y con cantos dulcísimos, y sostuvo
Platón que, sin el canto, las recetas eran ineficaces. Testimonios del influjo
terapéutico del canto y la música se hallan en Homero como en Aristófanes, en
Horacio como en Virgilio. Los cantos –refiere Pijoan- son breves estrofas en
honor del totem, que se repiten sin fatiga; a veces no pasan de simples
onomatopeyas y sonidos guturales. De este caos oscuro, por conducto e influjo
de las tres artes combinadas –canto, música y danza-, fue naciendo la poesía
propiamente dicha en el seno de las primeras civilizaciones –en Persia, en
China, en Grecia- y de ésta, a través de la épica, la lírica y la dramática, de
acuerdo con la clasificación genérica de los griegos, como veremos después,
surgieron y se desarrollaron todas las formas de la literatura que hasta hoy
conocemos.
III- EL CANTO CORAL, ANTECESOR Y PRECURSOR DE LA LÍRICA
5
El exámetro era el metro clásico tradicionalmente usado en la epopeya por los antiguos rapsodas
helénicos. Y de que tal género de poesía se cantaba nos da testimonio, entre otros autores, Leopoldo
Lugones, escoliasta y traductor de Homero. Al explicar su traducción del canto I de la Ilíada –que
acompaña a la del canto XI-justifica el uso del alejandrino en sus versiones castellanas con estas
palabras:…”nuestro alejandrino es el hexámetro romanceado”, y “Nuestro verso es lírico, vale decir
cantando por su propia elocución; mientras que el exámetro era para cantarse”. Yen exámetro están
escritas las rapsodias homéricas, lo mismo que otras grandes creaciones del género épico y dramático.
Si se observan con atención los florilegios seleccionados por los
griegos, verbigracia el reputado más antiguo, en el que Meleagro reunió por
primera vez, con el título de Guirnalda, las composiciones de cuarenta y seis
poetas anteriores al siglo primigenio de nuestra era; el posterior de Filipo de
Tesalónica, o los que se coleccionaron en tiempos de Adriano y Justiniano, que
rehicieron y ampliaron Céfalas en el siglo X y Máximo de Planudes en el siglo
XIV, se verá que en esas antologías los compiladores, algunos de los cuales
como Meleagro, Filipo y Agatias fueron poetas, agruparon bajo la común
denominación de poesía lírica las expresiones más dispares, de tal modo que
en ellas alternan el escolio, el ditirambo, la elegía, el epitafio, la estampa
bucólica y el epigrama, que etimológicamente significa inscripción y que los
poetas latinos usaron después con sentido satírico, muchas veces mordaz. De
ello se infiere que no se le daba entonces a la llamada poesía lírica, al menos
estrictamente, el sentido de expresión subjetiva que ulteriormente y hasta hoy
se le asigna y en la que predominan, más que los sentidos y efectos
sensoriales, los sentimientos y los efectos psíquicos o emocionales del ser
humano. Cuando los griegos establecieron la división de la poesía en épica,
lírica y dramática, estaban formulando ya la teoría de una poética que admitía
que la épica se refería a una forma de poesía de tipo narrativo
predominantemente objetiva, dedicada a relatar las hazañas de los héroes, con
preferencia sus acciones más extraordinarias; la lírica a otra forma,
diametralmente opuesta, de poesía anímica, predominantemente subjetiva; la
dramática a una tercera forma de poesía representada, que no excluía ni
confería prioridad intencional a ninguno de los elementos, exteriores e internos,
que polarizaban los caracteres específicos de aquéllas. Aparte de las
formulaciones de Aristóteles, que orientaron su tesis, Hegel, con espíritu
ordenador, sistematiza, fija en reglas canónicas las características esenciales y
formales de los tres géneros literarios reconocidos por nuestros antecesores
helénicos. Señalemos, también, que el teorizador de la estética romántica, al
precisar los caracteres particulares de los géneros, no concede a ninguno de
los tres preponderancia absoluta y excluyente, en virtud de que tanto lo objetivo
como lo subjetivo y la fusión de ambos en la representación dramática, gravitan
solo como elementos predominantes en una u otra forma de expresión poética.
El concepto hegeliano se ha modificado sin duda, pero sus premisas
fundamentales siguen en pie.
Al reunir en un solo haz o ramillete composiciones del más diverso
carácter –entre las cuales el menor número correspondía a las esencialmente
líricas como la elegía, cuyos primitivos cultores fueron Calino de Efeso, Tirteo,
Mimnermo y Solón, y en la que por lo general predomina el clima subjetivo del
autor-, los primeros antólogos y escoliastas griegos sólo se propusieron
mostrar en sus florilegios todas aquellas expresiones que no pertenecían ni a la
epopeya ni a la tragedia. Dicho de otra manera, su propósito se limitaba a
exponer esas formas métricas inspiradas en distintos motivos de la naturaleza
y de la vida del hombre que, en un principio, fueron concebidas y elaboradas
para cantar al son de la lira o de otro instrumento de cuerdas. Los poemas que
por esa razón se denominaron líricos eran en sus comienzos formas verbales
sencillas y directas, a veces alusivas, de comprensión y efecto inmediatos, pero
a medida que los poetas evolucionaban en su quehacer específico, es decir, a
medida que sentían la necesidad de profundizar sus sentimientos, avanzar en
la exploración y el conocimiento de su propio ser y, correlativamente,
perfeccionar los recursos expresivos, lo que Poe y Valéry entenderían muchos
siglos después como la técnica de la composición, el poema, más complejo
ya en su esencia imponderable y en su objetivación concreta, parecía exigir
una suerte de independencia y autonomía que hacía innecesaria no sólo la
música de la lira, sino el canto mismo y más tarde la enfática y engolada
recitación. Por vía de ese proceso evolutivo la forma poética conocida con el
nombre de lírica desde los tiempos de Arquíloco, Ibico y Teognis, y aun desde
más allá, desde Terpandro de Antisa6 y su maestro Crisotemis –hasta donde se
remonta, al parecer, el uso de la lira asociada a los versos cantados-, se fue
introvertiendo cada vez más en la subjetividad del poeta para ser una representación
típicamente insular de la vida interior de su creador. El proceso de introversión culmina
cuando, después de Wherter, irrumpe en Alemania el movimiento poético y
filosófico de los románticos puros de “Athenäum”, que enfrenta al que tiene su
baluarte literario en el “Sturm und Drang”, cuyo solo nombre simboliza la
vehemencia inicial que desatan primero y refrenan después esos tonantes
dioses del Olimpo de las letras germánicas que se llaman Goethe, Schiller,
Wieland, Herder, poetas unos y otros filósofos, todos ellos románticos de firme
raíz clásica. Pero ese proceso tampoco se detiene allí: a través de distintas
etapas –naturalismo, parnaso, decadentismo, simbolismo, modernismo-
continúa elaborando nuevas estéticas y formas poéticas, renovándolas, y
dejando tras de sí lo artificioso y lo caduco. Es, valga el símil, el laboratorio
secreto de las ideas y las palabras, del pensamiento y de los símbolos, que
produce finalmente, en la segunda década de este siglo, la alquimia violenta
del surrealismo y otros ismos de menor proyección y trascendencia vital,
histórica y estética.
7
Hasta el propio Virgilio imitará después en algunas de sus famosas Eglogas varios de los motivos y
pasajes pastoriles de Teócrito. Y otro tanto harán , aunque con menos inspiración y brillo, Ovidio y
Valbuena.
LA CONCEPCION PLATONICA DE LA POESIA
Como hemos visto ya, Platón tuvo los primeros atisbos y formuló
también las primeras definiciones acerca de la naturaleza, el carácter y la
función de la poesía, con las limitaciones propias de quien, a pesar de sus
conocimientos, no comprendió el hecho poético sino como el quería verlo,
dentro de un marco especulativo en el que tenían prioridad otros postulados:
verbigracia la filosofía, la ética, el derecho, el orden social con su
correspondiente división de clases, la organización militar, las leyes y la razón,
suprema función intelectiva, balanza de la justicia que debía imperar en la
República. Después de las definiciones platónicas es Aristóteles el primero que
ofrece al mundo de la cultura occidental, con su Poética, una teoría orgánica,
fundamental, de las artes, una teoría que apunta hacia un sistema y que
incluye en su contexto una introducción a la reflexión estética. En la historia de
las poéticas tradicionales es la suya la primera teoría literaria, a partir de la cual
filósofos, teorizadores, estetas, exegetas, historiógrafos y antropólogos de la
cultura inclusive, comenzarán a elaborar la complicada urdimbre de conceptos
y definiciones particulares sobre la literatura y sus problemática, implícita,
naturalmente, en un hecho que es la parte viva y operante, e indisociable a la
vez, de la realidad del mundo y de la vida del hombre, aunque, como sabemos,
la inmensa mayoría de los seres humanos no ha tenido ni tiene acceso todavía
al proceso y a los resultados de tal hecho.
Aristóteles no contradice la idea esencial de su maestro, según la cual
la poesía es imitación o mimesis, dicho de otro modo reproducción de la
realidad del mundo físico, de los caracteres, conflictos y acciones de los
hombres. Entiende la realidad del hecho poético, por extensión del hecho
artístico, como un fenómeno de mimesis, de imitación, inherente a la condición
humana, puesto que, como dice el capítulo IV de su Poética: “Parece que la
poesía tiene su origen en dos causas, y ambas naturales. En efecto, el imitar
es connatural para los hombres desde la infancia (y en esto difieren de los
otros seres vivientes, pues el hombre es el más capaz de imitar y obtiene los
primeros conocimientos por imitación) y la otra causa es el hecho de que todos
gozan con la imitación”. Tan convencido estaba de ello que al comenzar el
capítulo inicial afirma lo siguiente: “La epopeya, pues, y la poesía de la
tragedia, como la comedia y la poesía de los ditirambos, y en gran parte el arte
de la flauta y el de la cítara,1 coinciden en que son imitaciones, pero difieren
entre sí de tres maneras, ya sea por los medios de imitación, ya sea por lo que
se imita, ya en cuanto imitan de diferente modo y no del mismo”. Es decir, que
entiende la epopeya, la tragedia, la comedia y la poesía lírica, como mímesis,
como imitación o reproducción –y en esto no disentía con el discípulo de
Sócrates-, pero no como copia o calco superficial, sino como transcripción
modificada, en cierto modo libre, sin sujeción estricta al modelo original y por lo
tanto enriquecida con nuevos datos, obtenidos como consecuencia de una
dinámica y constante interacción de elementos confluyentes de la realidad
exterior y del mundo subjetivo, anímico y mental, del poeta , en cualquiera de
los géneros reconocidos. Por otra parte, no ve en el hecho de imitar un
procedimiento vituperable, o cuando menos ilícito, porque intuye que toda
mímesis, cuando se trata de poetas, conlleva siempre una buena parte de
creación propiamente dicha, puesto que nada toma el hombre de la realidad
que al cabo del proceso de elaboración artística no lo devuelva transformado, o
transfigurado, en la consecuente objetivación formal de aquello que le sirvió de
plasma original, vale decir de materia o tema de sus experiencias. Esto es,
precisamente, lo que no vio Platón y percibió, en cambio, su discípulo el
estagirita, quien, por lo demás, no sólo reivindica el arte imitativo como tal a
través de su concepción de la mimesis sino que incluso admite en éste la
coexistencia de lo imaginativo como complemento y corolario.
A la sofística y arbitraria teoría del espejo como símil del arte imitativo,
que Platón reduce a mera reproducción de lo real (“Coge un espejo-dice-,
dirígelo a todas partes, y en el momento harás el sol y todos los astros del
cielo, la tierra, a ti mismo, los demás animales, las plantas, las obras de arte y
todo lo que antes mencionamos”. “Sí
–responde el interlocutor- ; haré todo lo que dices en apariencia. Pero nada de
eso existirá ni tendrá realidad”). Aristóteles opone la teoría de la imagen como
representación poética de la realidad, la imagen, también, como elemento de
transposición y como lenguaje (“Pues por esto se gozan (los hombres) en ver
las imágenes, porque sucede que mirándolas aprenden y razonan sobre lo que
es cada cosa, como por ejemplo de que esto es aquello, y, aun cuando uno no
1
Se refiere aquí Aristóteles al arte de la poesía lírica que en su época – entre los años 384 u 83 y 322 o 21
antes de Cristo, fecha que delimitan su existencia –se cantaba todavía en algunas regiones de Grecia con
acompañamiento de esos y otros instrumentos musicales de viento y de cuerda tales como la clásica lira.
haya visto antes el objeto representado, la obra de arte producirá placer, no en
cuanto es imitación, pero sí por la ejecución, por el color o por alguna razón de
esta especie”). De esta somera confrontación surge con toda evidencia la
discrepancia, pues mientras para el primero el arte es poético, y el arte en
general, se reduce a una imitación de la realidad que no es sino “apariencia” o
cosa irreal e inexistente, para el segundo tiene principio en la mímesis,
comienza por eso que es connatural para el hombre, el imitar, pero al mismo
tiempo se vale de mecanismos más complejos que el simple y rudimentario
mimetismo ancestral, tales como la fábula –que Platón rechaza como producto
de la imaginación-, la metáfora, la imagen-“vanas imágenes”, dictamina platón,
quien considera absurdo e insensato que el poeta derroche en ellas su talento-
y otros elemento que concurren, también, a la realización del arte como
representación y como transfiguración de la realidad, exterior y subjetiva. Y así,
mientras para el autor de La República “la poesía imitativa produce en
nosotros el mismo efecto con respecto al amor, a la cólera y a todas las
pasiones del alma que tienen por objeto el placer y el dolor, y que nos sitian
constantemente”, para el autor de la Poética “las cosas que vemos en el
original con desagrado, nos causan gozo cuando la miramos en las imágenes
más fieles posibles”, con lo cual explica la secreta razón que induce al hombre
a la creación poética, sea como autor o como contemplador, y justifica, al
mismo tiempo, la finalidad concreta del arte en general: el goce, el placer
estético. No se nos escapa que más allá de su intención política, la de
promover un arte didáctico, pedagógico, más allá inclusive de su razón moral,
eminentemente socrática, asiste a Platón una razón de orden metafísico
cuando formula la sofística inventiva del espejo hiperbólico pero vano, mero
reflector de apariencias, pero se olvida, entonces, de la belleza (y la belleza
para los griegos, es también moral y metafísica), la belleza que anima el
espíritu y la mano invisible del Creador cuando concibe y plasma el Universo, la
misma que el creador humano revela y preserva, transfigura e intemporaliza
por medio de la imagen y de la forma, la belleza que Aristóteles, su discípulo,
más humanista sin olvidarse de lo divino, más realista, sin olvidarse de lo sobre
natural, contempló multiplicada en la poesía y en el arte como una segunda
creación, o recreación, transfigurada, de la belleza original del ser, del mundo y
de la vida.
Platón rechazó frontalmente la poesía, proscribiéndola en cuanto
actividad nada lícita y útil para los objetivos e intereses de su República, y ello
por dos razones principales: por ser imitativa, primero; luego, por ser
imaginativa. En la concepción platónica estos conceptos no son antinómicos,
ni excluyentes y valen por igual para calificar, con intencional sentido
peyorativo, una misma cosa, aquella que Platón, fuera de los esquemas de su
razonada utopía institucional, tenía en gran estima, como lo prueba en distintos
pasajes de su Apología, de El banquete, el Fedro, y el Ión,2 pero temía y
exageraba al mismo tiempo su poder desintegrador de la razón y la conciencia
de un Estado arquetípico e ideal, cuyas leyes la proscribían de plano, sin
contemplaciones, aun a riesgo de proscribir con ella la belleza –tan cara al
filósofo-, fin supremo de la poesía y esencia inmanente de la creación divina,
que desde el mundo superior de las Ideas desciende para dar gracia, armonía
2
“Los famoso pasajes del Fedro y del Ión acerca de los poetas son de tal brillo y tal lirismo que a veces
perdemos de vista su verdadera significación dentro del conjunto sistemático de la filosofía de Platón”:
(La Poesía y el arte, Jaques Maritain).
y esplendor a los cuerpos y a las formas que pueblan el reino de los hombres.
En el primer caso, la poesía es el resultado de un acto de imitación de la
naturaleza o de la realidad y nos depara una suerte de copia de la naturaleza o
de la realidad original, de modo que lo que el poeta nos da en ella no es el
modelo si no su apariencia y ésta por ser así, “dista tres grados de la verdad
esencial”. En el segundo caso, es la consecuencia de un proceso imaginativo,
o inventivo, vale decir, el producto azaroso y gratuito de la pura y libre fantasía
del poeta, y es entonces cuando éste nos ofrece la fábula; la fábula que para
los griegos del período áureo era ficción inherente a la creación poética
propiamente dicha, a menudo arrancada de la tradición mitológica o de la
tradición histórica de las comunidades antiguas, y que para algunos
antropólogos modernos es una derivación del mito, casi una sofisticación del
mito originario y éste la memorización y la visión del origen, del principio mismo
de los seres y las cosas. Dicho con otras palabras una representación
simbólica y a la vez objetiva de la realidad en ese instante prístino y auroral en
que el hombre primitivo toma conciencia del mundo en que está incurso, en esa
confluencia cósmica y existencial del espacio y tiempo, pero no ya de un
espacio indiferenciado ni de un tiempo fugaz y contingente, opaco y banal,
arrollado por la corriente de un devenir sin resonancia ni trascendencia, como
una materia ígnea y perecedera consumida en la propia llama que la envuelve,
sino un espacio determinado y un tiempo sacro, sustraído a la fugacidad y a la
disipación de un “devenir profano”, 3 trascendido e intemporalizado por el acto
creador, mágico y epifánico, de asunción mística del ser ante la realidad del
mundo preexistente. Esto en el orden de la experiencia mítica de la revelación
y la epifanía del ser y su comunión con lo divino, tanto como su participación en
la comunidad de la especie; en cuanto a la expresión y al lenguaje como
instrumento necesario y adecuado para transmitir al ámbito humano esa
experiencia cognoscitiva, el mito es la relación mágico-religiosa y mágico-
poética, verídica en su esencia, de los seres, cosas y hechos acaecidos in illo
tempore, en síntesis relato asertórico de una visión y una memoria,
paradisíacas e inmarcesibles, del origen. 4
Entre una y otra perspectiva del quehacer poético, o al margen de las
dos –la imitación y la imitación-, situó Platón la única poesía válida y
significante para él, la poesía didáctica o pedagógica, instructiva, moralizante,
útil en suma, y por añadidura dócil y maleable a los imperativos del Estado que
había concebido como una institución paradigmática de orden, equilibrio, razón
y justicia. Platón propugna lo que Jean Guitton llama “el poeta vigilado”, sujeto
a una especie de interdicción de naturaleza procesal impuesta desde arriba
para señalarle lo que debe hacer y cómo debe hacerlo. Podría inferirse de todo
esto que el filósofo concibe, más allá de las leyes humanas, el poder y el
3
“Todas las cosas, todos los hechos naturales, en estos momentos primigenios de la comunión con lo
divino, ponen de relieve la propiedad de un acontecer eterno, siempre actual y vivificante, en que todo se
categoriza dentro de un tiempo sagrado, el Gran Tiempo de la procreación, el cual a la vez que establece
la presencia del origen, borra de la mente toda noción temporal de un devenir profano”. (Mito y realidad,
Emilio Sosa Lopéz).
4
… “imitando los actos ejemplares de un dios o de un héroe mítico, o simplemente relatando sus
aventuras, el hombre de las sociedades arcaicas se sustraía del tiempo profano, incorporándose
mágicamente al Gran Tiempo, al tiempo sagrado”. (Mythes, Rêves et mystères”, Mircea Eliade).
mandato de una autoridad omnímoda y suprema, puesto que una de las leyes
preceptúa que los poetas deben saber que “las oraciones son peticiones
dirigidas a los dioses y por consiguiente les ordenara que cuiden de no pedir,
involuntariamente, un mal en lugar de un bien, porque hacer una oración
semejante sería, me figuro, una necesidad ridícula”. 5 Pero lo cierto es que
entre esas leyes los principios relativos a las musas, según se desprende del
diálogo que pone en boca de El Ateniense y el aquiescente Clinias, Platón
cuida a su vez especialmente de que tales oraciones estén sujetas a una
condición previa que coloca al poeta en la situación de subordinado, más que
de los dioses, de las leyes del Estado. Ya no se trata, aquí, del poeta vigilado,
sino del poeta dirigido, dirigido hacia un fin no precisamente estético: el de
hacer un arte convencional, condicionado a los intereses del Estado, no a la
naturaleza y a la esencia del poeta, a sus sentimientos e intuiciones
particulares, a la conciencia insobornable de la libertad que le es consustancial
como el don y la virtud misma de crear. Este tipo de coerción ilustra con
meridiana claridad sobre el concepto de relación de dependencia del arte y su
hacedor frente a una entidad abstracta –el Estado prepotente y autoritario-
cuyo poder discrecional no sólo limita los derechos inalienables del hombre, no
sólo avasalla sus fueros individuales, sino que, en cuanto autor de obras y
bienes espirituales, lo sojuzga y somete a determinadas reglas y obligaciones:
“Que el poeta no componga nada que pueda ser contrario a lo que la ciudad
considera legal, justo, bello y bueno; que una vez hecho su poema, le esté
prohibido dar conocimiento de él a ningún particular antes de que haya sido
leído y aprobado por los jueces designados al efecto y por los guardianes de
las leyes. Podemos considerar como netamente designados a los hombres que
hayamos elegido como legisladores en materia musical y el encargado de la
educación.” 6 Tan evidente como el ideal sofístico y el empeño platónico por
encausar la corriente de la creación poética y artística dentro de ciertos
preceptos o estatutos legales, morales y didácticos, es evidente e
incuestionable que con lo preceptuado o estatuido aquí- y no sabemos con
certeza si esto es también fruto de la mayéutica socrática- la historia de las
instituciones registra, al parecer, el primer antecedente del arte dirigido y de la
censura previa, expedientes ambos que, por lo general, suelen ser, aún hoy,
compulsivamente utilizados por gobiernos absolutistas o totalitarios para
cercenar el derecho a la libertad de pensamiento y de expresión, Es a
Aristóteles a quién le corresponde rectificar la concepción platónica,
asignándole a la poesía la función y los valores que la caracterizan como tal,
como expresión autónoma y libre del ser, sin sujeción a ninguna ley que no
emane de su propia esencia y naturaleza. Comenzará, desde luego, como he
dicho ya, reconociendo su origen en el instinto de imitación, “connatural para
los hombres desde la infancia”, y en el hecho de que “todos gozan con la
imitación”, premisas ambas válidas, tanto para quienes crean o hacen poesía
como para quienes son sus receptores. Pero, a diferencia de su maestro,
concluirá por admitir, como atributos inherentes a la poesía, la facultad de
profetizar y de imaginar, esto es descifrar los signos ocultos en el pasado, en el
presente y en el futuro de la vida, así en lo individual como en lo universal, y
crear, o recrear, por medio de la imagen y el símbolo, una nueva realidad que
nos ofrecerá en algunos casos como representación, como transfiguración en
5
Las leyes, Platón
6
Ibidem
otros casos como representación, como transfiguración en otros, de la realidad
original.
Aristóteles intuyó con aguda percepción sensible e intelectual, el poder
soberano de la poesía en el dominio de la imaginación y la fantasía. En
consecuencia, la facultad de fabular, o sea de inventar e imaginar, es para él
inseparable de la condición esencialmente creadora del poeta, puesto que,
como dice, “el poeta debe ser creador de fábulas antes de que versos, por
cuanto es poeta de acuerdo con la imitación e imita acciones (se refiere aquí
especialmente al autor dramático), y aun cuando por accidente haga poesía
acerca de hechos sucedidos, no es por ello menos poeta, pues nada impide
que algunos de estos sucesos sean según la verosímil y posible; por tal motivo,
pues, puede ser poeta de tales sucesos”. Por otra parte, no era una novedad
que los poetas griegos de su tiempo, inclusive sus antecesores más remotos,
utilizaran la fábula como una de las formas preferidas de sus invenciones
poéticas.“En efecto –señala-, en un principio los poetas hacían fábulas
tomándolas al azar de la tradición mitológica, ahora, en cambio, se componen
las tragedias más hermosas alrededor de un pequeño número de familias,
como por ejemplo acerca de Alcmeón, Edipo, Orestes, Meleagro, Tiestes,
Télefo y todos los demás a quienes tocó padecer o realizar cosas enormes”.
Si Platón rechazaba la fábula cómo forma poética por lo que hay en ella de
invención, imaginación o fantasía, para Aristóteles, en cambio, la fábula
constituye el elemento natural de la poesía en cualquiera de los géneros –
epopeya, lírica, tragedia, comedia, etcétera-, precisamente porque para
componer fábulas son necesarias, y hasta imprescindibles, aquellas cualidades
desestimadas por Platón. Dentro de los respectivos géneros enunciados aquí,
Homero, Teócrito, Esquilo y Menandro, por ejemplo, fueron grandes
fabuladores.7 Homero y los épicos tomaron preferentemente las fábulas de la
tradición mitológica, mientras que Esquilo y los trágicos las tomaron de la
tradición histórica, sin que por ello fuese menor el poder inventivo que unos y
otros pusieron en juego en la creación de sus tragedias.
El primero entre los griegos que elabora una teoría orgánica del arte
literario, Aristóteles cuidará de establecer en su Poética las bases y
características fundamentales de los principales géneros en uso; la epopeya, la
tragedia, la comedia y la lírica. Acerca de ellos nos dirá qué son en sí mismos,
qué significan y representan, cómo deben elaborarse dentro de sus
correspondientes formas expresivas y métricas, cuáles son, en fin, sus
caracteres específicos. A partir de Aristóteles ya no quedará duda acerca de
qué es y cómo debe ser un poema épico, dramático o lírico, puesto que
preceptúa sus reglas formales, describe sus estructuras y mecanismos
internos, determina sus efectos estéticos e incluso sus alcances en el ámbito
cultural del mundo helénico. Coincide con Platón en cuanto sostiene que esas
distintas formas poéticas son imitaciones, lo que dio pábulo a su traída y
7
Es oportuno hacer aquí una distinción entre fabuladores y fabulistas. Los primeros inventan fábulas
cuyos motivos, cuando no son ficciones o fantasías propias, suelen tomar a veces de lo acaecido en
cualquier tiempo y lugar. Esa especie de fabulación puede ser histórica o mítica. Los segundos se limitan
a divulgar, en forma oral o escrita, fábulas y leyendas consagradas por la tradición popular. Y hay quienes
componen cierto tipo de fábulas didácticas, con su correspondiente moraleja final. A la categoría de
fabuladores pertenecen, además de los ya mencionado, el siciliano Epicarmo, Formis de Siracusa y el
ateniense Crates, para citar sólo a los que Aristóteles incluye entre los autores de comedias; a la de
fabulistas, Esopo y cuantos cultivan ese género de arte menor que es la fábula de intención instructiva y
moralizante, muy difundida desde el siglo VII antes de nuestra era.
llevada teoría de la mímesis, imitaciones que a su juicio admiten la libre
imaginación y expresión creadoras, pero difiere de aquél en tanto concede a la
imagen y a la metáfora un poder transfigurativo y una función estética de
innegable valor. Admitida por el estagirita la libertad imaginativa y expresiva
dentro del concepto fundamental de la mímesis como principio generador de la
creación poética, lo primero –lo imaginativo- estaría demostrado con el culto de
la fábula como forma de invención y trasfondo temático; lo segundo –lo
expresivo- con el reconocimiento de que la imagen, la metáfora, el conjunto de
módulos elocutivos, son recursos naturales de toda formulación y objetivación
poética en el plano verbal. “La virtud de la elocución –anota- consiste en ser
clara sin ser prosaica” y “lo más importante es usar de las metáforas, pues el
hacer bien las metáforas es contemplar lo semejante”.
Aristóteles introduce en su teoría poética dos elementos tan extraños
como imponderables e irreductibles a la inmutabilidad del esquema platónico.
Así, nos dirá: “Conviene hacer uso en la tragedia de lo maravilloso, pero en la
epopeya es posible llegar aun hasta lo ilógico, de lo cual resulta generalmente
lo maravilloso, ya que en la epopeya no se ve al personaje que actúa”,
puntualizando, además, que “lo maravilloso es agradable, como prueba el
hecho de que los que narran buscan agradar mediante la exageración”. En
cuanto a lo absurdo, establece que cuando es incluido lo que ésta fuera de
razón y aparece, sin embargo, más razonable la fábula, debe admitirse,
entonces, lo absurdo. Y he aquí cómo resume su teoría de la mímesis, donde
no se nos oculta su afinidad con la platónica: “Puesto que el poeta es imitador,
lo mismo que el pintor o cualquier otro realizador de imágenes, es necesario
que imite siempre de una de las tres maneras siguientes: o bien como son o
eran las cosas, o bien como dicen o parece que son, o bien como deben ser.
Estas tres maneras –aclara- se expresan por la elocución, que comprende las
voces dialectales, las metáforas y muchas posibilidades del lenguaje, todo lo
cual permitimos a los poetas”. Pero la liberalidad del pensamiento aristotélico
sobre la creación poética va mucho más lejos cuando preceptúa: “En primer
término, si se hace figurar en el arte cosas que son imposibles se comete, sin
duda, una falta, pero ello es admisible, si de ese modo se logra el fin del arte
(fin del que ya se ha hablado), si con ello, pues, se consigue que una u otra
parte de la obra sea más admirable”. Con este precepto esclarecedor
Aristóteles no sólo concede y reconoce al poeta, y al artista en general,
poderes y atributos inherentes a su demiúrgica facultad creadora, sino que
inclusive opone al empeño didáctico y moralizante del teorizador de La
República su fundamental teoría del arte poético como creación de belleza,
creación que es, por lo demás, un fin en sí misma y no un medio o un recurso
aleatorio que el hombre puede acomodar a las circunstancias y utilizar en su
provecho. O en todo caso, si se quiere, un medio, pero un medio, el único. Para
alcanzar ese fin ideal y superior, que es la belleza, la belleza en esencia y
apariencia, en espíritu y forma. A partir de esta teoría la creación poética, y por
extensión la artística, quedará liberada de toda interferencia extraña a su objeto
esencial, cuyo mayor obstáculo era esa aberración dogmatizante
–afortunadamente una utopía del platonismo político-social- que se obstinaba
en prefigurarla como algo convencional y utilitario al servicio de un Estado que
había comenzado por declararla ilícita y proscribirla, en consecuencia, por las
mismas razones que impusieron también la proscripción y el destierro de los
poetas, salvo que renunciara a su condición de tales para someterse a las más
útil y menos peligrosa de preceptores artísticos e ilustrados juglares
mercenarios.
Precursor de lo que hoy llamamos filosofía del arte y forjador de una
doctrina estética cuyas ideas, desarrolladas en forma coherente y orgánica en
su famosa Poética, constituyen los fundamentos del quehacer literario dentro
del orden de la cultura occidental, Aristóteles no se limitó a formular una teoría
general de las artes, de la cual aquella que corresponde a la tragedia es la que
nos ha llegado más completa, sino que, con tanta lucidez mental como
precisión expositiva, describió y analizó los mecanismos interiores y formales
de los distintos géneros literarios. De este modo nos dio, junto con su teoría de
la mímesis y un esbozo de su teoría de la catarsis 8, las primeras claves de
una hermenéutica no aplicada a la interpretación o explicación de textos
esotéricos sino al conocimiento y la exegesis del fenómeno creador, poético y
artístico, a través de un sistema de pensamiento filosófico y crítico que abarca
desde el principio del proceso creativo hasta la técnica de la composición y las
distintas formas del lenguaje. Tanto en el texto fragmentario de su Poética
como en El arte de la retórica, el filósofo de Estagira prescribe ya las normas
o pautas fundamentales del arte de la palabra, arte que los griegos llevaron a la
perfección en el doble plano de la literatura y la oratoria. “La elocuencia -anota
E. Ignacio Granero en la introducción a su versión castellana de la obra citada
en último término-, a la par que la poesía, era para ellos un don de las Musas, y
aquellos que la poseían, como por ejemplo Héctor y Odiseo, eran tenidos en
gran admiración”. Las siguientes palabras de Homero traducen la alta estima
que los griegos tenían del hombre que sabía pensar y hablar bien: “Los dioses
–dicen en el libro VIII de la Odisea- no dispensan igualmente a los mortales
sus amables presentes: hermosura, ingenio, elocuencia. Acontece que a un
hombre no dotado de belleza lo favorece una deidad con la palabra, y todos se
sienten seducidos por él, porque habla con seguridad y suave modestia, y
domina en el ágora, y el pueblo lo considera como numen cuando anda por la
población; otro, en cambio, se asemeja a los inmortales por su exterior y no
tiene gracia alguna en sus dichos”. Y dirá, también acerca de la oratoria
ateniense: “Todos los griegos piensan que nuestra ciudad es amiga de los
discursos y abundante en palabras”. En el plano literario el dominio que los
griegos tenían del lenguaje era aun mayor que el que poseían en el ágora, y
basta para demostrarlo la profusa y rica literatura lírica, épica, dramática,
cómica bucólica que legaron al patrimonio de la cultura universal desde
Homero y Hesíodo hasta Teócrito y sus epígonos, pasando por Anacreonte y
Píndaro y los grandes trágicos como Esquilo, Sófocles y Eurípides, sin olvidar a
esas dos figuras mayores de la comedia que fueron Menandro y Aristófanes.
En ciertos aspectos continuador y en otros contradictor de su maestro,
Aristóteles fue, pues, quien primero estudió los mecanismos del proceso
8
Aunque Aristóteles no lo formula explícitamente se da por sobreentendido – y así lo han interpretado,
por otra parte, traductores ,escoliastas y estudiosos del filósofo- que lo que llamamos catarsis es la
armonización y purificación o “expurgación de las pasiones” de que se nos habla en la poética y que para
su autor , en el caso de la creación de la tragedia , por ejemplo, se logra “por medio de la piedad y el
terror”, que algunos traducen por compasión y temor. Esta catarsis es un fenómeno subjetivo que
experimenta no sólo el creador de una obra de arte , sino también el contemplador , destinatario de la
emoción estética que tal obra trasmite. José María de Estrada, prologuista de la traducción al castellano
de Eilhard Schlesinger, relaciona el fenómeno catártico con la mímesis, v.g.: “Naturalmente que esa
catarsis está relacionada con la mímesis, es decir, que será de diversas maneras según sea la obra de arte
que resulte de la mímesis.
creador y estableció las reglas de la técnica literaria. Es obvio que para ello se
basó en la experiencia de todo cuanto había realizado hasta entonces, por obra
de sus creadores espirituales, la comunidad helénica, a partir de los primitivos
rapsodas, improvisadores de mimos y cultores de las distintas formas de la
poesía lírica, coral o monódica, pero bien sabemos que no se limitó a codificar
esos conocimientos adquiridos durante largos años de estudios y meditaciones
en un conjunto de reglas inmutables, sino que, por el contrario, con reflexión de
filósofo, sensibilidad de poeta y refinamiento de esteta estructuró los
lineamientos básicos de una incipiente pero sí orgánica filosofía del arte, punto
de partida y referencia, diría más, fuente generadora y eje vectorial de todos los
sistemas elaborados en forma de doctrinas o teorías por filósofos y
teorizadores del arte, desde entonces hasta hoy.
Filósofo del arte y teorizador metódico, Aristóteles instituyó con la
poética primero y luego con El arte de la retórica una doctrina estética y una
metodología que, aunque superadas en algunos aspectos, no sólo no adolecen
de anacronismo sino que, inclusive, pueden reputarse válidas y operantes por
cuanto contienen los elementos fundamentales de la ciencia del lenguaje
escrito y la elocución oral en los dos planos en que los griegos ejercieron el uso
y el poder de la palabra: el literario y el oratorio. Con respecto a éste, era tal la
importancia que se le concedía desde antes del apogeo de la elocuencia tan
esmeradamente cultivada por los oradores sicilianos y atenienses, que el
discurso que debía pronunciarse en el foro o en la academia era considerado
entonces como una pieza literaria, tanto por su fondo como por su forma; una
pieza que difería, naturalmente, de la específicamente literaria, ya fuese lírica,
épica o dramática, pero que, a semejanza de aquélla, tenía también sus
propias reglas. Por ser así y así entenderlo, Aristóteles aplica en su perspectiva
de la retórica muchos de los elementos estructurales, específicos y
característicos, que se utilizan en el mecanismo de la composición poética,
comenzando por el análisis de la elocución, cuyas diferencias establece con
precisión entre una y otra forma de lenguaje. Por entenderlo así, también,
preceptúa para el arte oratorio –piedra de toque fragua modeladora de esa
dialéctica que dio origen, sentido y brillo a la escuela de los sofistas, la misma
que culmina con Sócrates y se proyecta con perdurable resonancia en los
diálogos platónicos- aquellas cualidades que son, asimismo, distintivas de la
elocución poética: las metáforas, las imágenes, los epítetos, los períodos, así
como las distintas figuras de pensamiento y de dicción.
1
Ateneo supone que Safo vivió entre los años 620 y 563 antes de nuestra era y según Eusebio vivía
cuando la Olimpíada 44 o sea hacia el año 561. Otros sostienen que habría nacido en el 612, fecha que
difiere apenas en ocho años de la atribuida por Ateneo.
y equívocos que sólo sirvieron para distorsionar la imagen real de una vida y
una obra escasamente conocidas en nuestros días a través de versiones
imprecisas y testimonios más que fragmentarios. Muchas de esas versiones
son meras hipótesis. Una de ellas informa que “un gran poeta joven”, cuyo
nombre se omite, amó y cantó a Safo sin ser correspondido y que ella a su vez
admiró hasta el delirio a otro joven llamado Faón, de encanto irresistible; otra
versión, también incompleta pero generalmente aceptada por la tradición, no
recuerda que un día, desde las rocas de Léucades, se arrojó al mar y en él
pereció.
En una época en que predominaba todavía el canto coral y el verso
dórico, cuando los rapsodas profesionales escribían y cantaban para quienes
pagaban, bien o mal, sus servicios, es decir, para sus protectores o
manumisores, los poetas jónicos y eólicos, con un sentido de la libertad
individual que no tenían ni tuvieron los dóricos, a quienes se les exigía trabajar
para los coros públicos e interpretar las ideas y los sentimientos de la
comunidad, comenzaron por ser ellos mismos, expresando con un estilo
personal sus propias emociones. Y son Arquíloco, Alceo y Safo los que ,
después de Terpandro de Antisa, a cuya época se remonta el uso de la lira,
escriben y difunden en lengua eólica la poesía lírica pura. Y Safo y Alceo son
también los que, introduciendo una variante renovadora dentro de la tradición
del viejo melos popular, buscan nuevos temas, los hallan en el venero íntimo y
profundo de sus propias vidas, y estilizan las formas estróficas, las estructuras
rítmicas y el lenguaje que, a través de ellos, adquieren categoría relevante,
significado trascendente, valor estético independiente y perdurable.
En el ámbito de la lírica helénica que comienza con ella y su
predecesores jónicos y eólicos, la obra de Safo puede definirse como la de una
poetisa del amor, en el doble aspecto espiritual y pasional. Si se quiere buscar
un paralelismo con otro lírico de su época, nadie sino Anacreonte, aunque
posterior, puede ofrecerlo. Pero el amor en Anacreonte es panteísta o
dionisíaco: una embriaguez de los sentidos y una exaltación anímica frente a la
naturaleza y a la vida, a la juventud y a la belleza, a los frutos y al néctar que
los frutos destilan en los rojos lagares durante las vendimias y escacian las
doncellas entre el rumor de los festines; mientras que en Safo es humano y
divino al mismo tiempo, y así, acorde con el objeto ideal que origina y alimenta
su fuego , es en su voz himno o plegaria. Sus epitalamios o cantos de himeneo
están dedicados, por lo general, a personas amadas –varones o mujeres-,
caras a su corazón vehemente y delicado. Algunas de sus odas, como la
dedicada a la diosa Venus, por ejemplo, constituyen ofrendas a la divinidad.
Fundadora, a su modo, de una filosofía del amor cuyo sentido inculcó, como
preceptora, a sus fervientes discípulas, a través de su escuela de música y
poesía de Mitilene, tuvo, como es natural, epígonas y émulas, de cualquier
manera sus continuadoras. Una de ellas fue Erina, que escribió canciones y
epigramas al estilo de Safo, usando, como aquélla, la estrofa sáfica. Además
de las anteriormente nombradas, la propia Safo recuerda, entre las mejores
líricas griegas de su tiempo, a Gogo y Andrómeda. La pureza de sus
sentimientos , que jamás ocultó, y su sinceridad temperamental, la indujeron a
expresar con toda mi libertad sus sensaciones y emociones, vivencias y
experiencias, de modo tal que su poesía es esencialmente autobiográfico,
íntima confesional.
La actitud de Safo, como mujer y como poeta, es un desafío a las
convenciones y a los perjuicios de una época en que, sobre todo en Atenas, no
se concebía a las mujeres fuera de los quehaceres domésticos y de los
gineceos. La evolución política y cultural de los pueblos jónicos y dóricos,
superior entonces a la ateniense, admitía ya, en los tiempos de Safo, que las
mujeres cultivaran su espíritu a la par de los hombres, en la frecuentación de la
lectura, en el ejercicio de las letras y en la práctica de las bellas artes. A
ninguna como a Safo le corresponde la alta misión de ser al mismo tiempo
precursora e iniciadora de la liberación de la mujer en el ámbito de la cultura
occidental.
La “décima musa”, como la llamó Platón; “bella Safo”, según la
expresión de Plutarco; la que Alceo exaltó en inspirados versos elogiando sus
cabellos y su sonrisa; la virtuosa y altiva lesbense que no consentía
desviaciones morales a parientes ni a amigos, si hemos de atenernos a
testimonios de Herodoto; la mujer cuyo honor Altfried Müller revindicó en
escrupulosa defensa contra las invectivas de los cómicos, es la Safo inmortal,
la egregia Safo que Grecia venera y el mundo entero admira como una figura
mítica. De acuerdo con versiones difundidas por investigadores y escoliastas
de su obra, Safo habría escrito epigramas, de Pablo Neruda:
Poetisa del amor, como hemos dicho, no podía Safo dejar de cantar a
la divina diosa, símbolo del amor y de la belleza. Así, en su Oda 1 invoca a
Venus de este modo: “Diosa del trono incrustado de oro, Venus inmortal,
augusta hija de Júpiter, que te complaces en tejer las redes del Amor, te ruego
que no hagas desfallecer mi corazón bajo los pesares y los dolores; acude a
mis ruegos, como otra vez me atendiste ya, cuando abandonando el palacio de
tu padre unciste tu carro de oro, que arrastraban graciosos y ágiles pájaros;
éstos se elevaban al cielo, azotando el aire con sus alas veloces, y alcanzaban
rápidos la tierra sombría; y tú, bienaventurada, sonreías con tus labios divinos
y me preguntabas: ¿Qué tienes? ¿Qué te ha ocurrido? ¿Por qué me llamas?
¿Qué pasión devora tu corazón en delirio? ¿quién es aquel que te propone
capturar entre las redes de tu amor? ¡Cómo! ¿Sus desdenes te ultrajan, oh
Safo? Pero, si te huye hoy, pronto te perseguirá él, a su vez. ¿Rechaza tus
dones? El te los ofrecerá ¿No te ama? El te amará, a pesar tuyo. ¡Oh! Ven,
diosa; líbrame de mis crueles padecimientos; cumple lo que mi corazón desea,
atiéndeme. ¡Consiente en luchar conmigo!”.
Cuando se dirige al ser de su amor, aquel cuya sola presencia detiene
sus latidos y perturba su mente, modula su voz con los matices encendidos y
suaves a la vez de la pasión y la ternura: “El hombre que se sienta ante ti me
parece igual a los dioses; él oye muy cerca tu voz armoniosa, y ve tu dulce
sonrisa, esta sonrisa que detiene dentro de mi pecho los latidos de mi corazón.
Cuando te veo, ya no puede brotar ningún sonido de mi garganta; mi lengua
permanece encadenada, una llama sutil circula por mis venas, mis ojos cesan
de ver, mis oídos silban, el sudor me inunda, todo mi cuerpo se estremece y
tiembla, y pálida como la hierba mustia quedo unos instantes suspensa, hasta
que un vértigo me desvanece.
¡Pero a todo se ha atrevido mi audacia!”.
2
Sócrates y Platón calificaron a Anacreonte de sabio (sofos) que en la Grecia clásica era sinónimo de
poeta.
embargo, bajo esa apariencia despreocupada, riente y jovial, de epígono de
Baco coronado de pámpanos, latía en el fondo de su ser una secreta fibra
agonística, cierto “sentimiento trágico de la vida” que al conjuro del tiempo se
revertía en caudalosa vena jocunda y chispeante. El epirureísmo de
Anacreonte, su vital hedonismo, no eran tal vez sino el bordado exterior, algo
así como el revés de la trama de ese su oculto sentimiento trágico, sentimiento,
más que nada, del tiempo, de su fugacidad devastadora, fugacidad que a su
vez condiciona y determina la irremisible transitoriedad de la vida terrena, su
brevedad y finitud. De donde cabe deducir que si tuvo de la vida un sentido
hedonista, ese sentido no era frívolo ni superficial, sino más bien dramático,
como lo corrobora, mucho más claramente que su vida un poco disipada, su
poesía. Quién sabe si en el fondo no quería embriagarse con raudales de
música, perfumes y brebajes para conjurar el maleficio de saber, con lúcida
conciencia, la fatalidad del fin inexorable de la criatura humana condenada a
morir, como una forma, entre otras de evasión, de sortear circunstancialmente
la cruel y abrumadora realidad del dolor, de la angustia, del sufrimiento en
suma. Y así anduvo, así pasó su vida, cargado de años y de “Frescos racimos”
como una vid soleada y rumorosa, del brazo de Pan y de Baco –la otra cara, la
cara romana de la medalla del viejo dios helénico-, errante y jubiloso de ciudad
en ciudad, de festín en festín, cantando al son de la lira como la cigarra al llegar
el verano, aquella dorada y casi transparente hija de Apolo, parecida a los
dioses, celebra en una de sus odas, y como las abejas de las colinas jónicas
libando el néctar de las ánforas, abiertas y fragantes como flores, que jóvenes
y bellas musas de carne y hueso (“la mejor musa es la de carne y hueso”,
decía hedonísticamente, con el más puro sensualismo, nuestro Rubén Darío)
escanciaban, con pétalos de rosas, en el vaso o la copa que las manos del
báquico poeta sostenían como un cáliz de plata, a la sombra de los mirtos y de
los verdes pámpanos.
Si Homero cantó, como ninguno en los tiempos heroicos, las hazañas
de Aquiles y Odiseo, las vicisitudes de uno de los episodios de la guerra de
Troya y la aventura del regreso de Ulyses desde Troya hasta Itaca, su patria,
Anacreonte, hijo de una época en la que la poesía lírica sonaba como una
suave y perfumada brisa de las comarcas jónicas y dóricas en las siete cuerdas
de la lira, en la orquestación polifónica de los últimos coros y en la voz de los
rapsodas y de los trovadores, trajo al pueblo de Grecia, junto con Simónides,
después de Safo y Alceo, las notas musicales y coloridas, dulcemente
armoniosas, de una poética del amor, del vino, de los sentidos y de la
naturaleza en que lo anímico y lo sensible, lo subjetivo y lo exterior se
entrelazan y funden en una sola trama, en un solo crisol. De este modo resulta
ser, como Homero en la epopeya, lo más representativo en la lírica helénica
pura de su tiempo. Todo cuanto lo acercaba a Homero y cuanto de aquél lo
separa está nítidamente reflejado, por ejemplo, en este fragmento de su oda
número 2: “Dadme la lira de Homero, pero sin sus cuerdas teñidas de sangre;
/traedme las copas sobre las cuales reina la ley del festín; /traédmelas;
/mezclaré en ellas el vino, siguiendo las reglas consagradas; /quiero
embriagarme, bailar y loquear un rato; /quiero entonar un canto báquico sobre
la lira, con mi más fuerte voz. /Dadme la lira de Homero, pero sin sus cuerdas
teñidas de sangre”. Como se ve, Anacreonte pide para sí la lira homérica, el
estro y la voz sublimes del insuperable rapsoda, padre del género épico, pero
rechaza la sangre que tiñe de rojo el cordaje del instrumento tan sabiamente
pulsada por la mano maestra de su inmortal antecesor. Y la rechaza porque
comprende que él no ha venido al mundo de los hombres para cantar la fuerza
ni la cólera de Aquiles, ni la audacia ni el arrojo de Ulyses, ni la astucia de Circe
que conoce los secretos y las fórmulas para conjurar el hechizo de las sirenas,
eludir el monstruo multicéfalo que brama en los escollos de Caribdis y Escila,
descender al abismo y salir de él luego de haber oído, por boca de Tiresias, el
tebano, el vidente ciego, las profecías del oráculo. No ha venido a cantar
victorias ni derrotas, ni empresas divinas concebidas por dioses ni desastres
humanos, ni olimpos ni ergástulas, ni el cielo ni el infierno; simplemente la vida,
vista a través del cristal de su copa, destilada y bebida gota a gota,
voluptuosamente, ávidamente, y vivida latido a latido, con ritmo pendular, con
todos los sentidos y el corazón en llamas desplegado como un gran abanico o
un potente radar. En su oda número 5 Anacreonte destaca más aún a nuestra
percepción esa distancia que lo separa del arquetipo homérico, forjado en recia
y gigantesca talla, a la medida de los dioses, de los cíclopes, de los ígneos
guerreros, aqueos y troyanos. Necesitado de ayuda, de una voz o una mano
superior
–que en este caso bien puede interpretarse como unitario emblema de
inspiración y artesanía-, humildemente invoca: “Hábil artista: cincélame una
copa en honor de la primavera. Las horas nos traen ya las rosas adorables.
Que la plata, reblandecida por tu mano, nos represente un amable festín; pero
te ruego que no me cinceles una ceremonia con ritos extranjeros o alguna
escena inspiradora del horror.
Vale más que nos muestres al hijo de Júpiter, a Baco Evio. Que Venus
vierta, sonriente a los dioses del Himeneo, las libaciones del licor sagrado.
Graba en la copa los amores sin armas, las Gracias juguetonas a la sombra de
la parra cargada de pámpanos y de racimos. Y coloca a su lado grandiosos
muchachos y muchachas, y a Apolo, tañedor de la lira”.
Pocos poetas han cantado al vino y al amor con la intensidad y la
pureza de Anacreonte. En la cuerda amatoria, sólo en Safo tuvo su par dentro
de Grecia, pero él nos da un matiz distinto, y su amor es panteísta o dionisiaco,
mientras que en la poetisa eólica es esencialmente subjetivo y su objeto es un
ser que vibra, sufre o goza, se oscurece o resplandece con él al unísono,
cuando no pasa indiferente o desdeñoso, sin corresponder al calor de la llama
que envuelve y abrasa su atormentado corazón. En la celebración del rito
báquico, muchos le imitaron, pero sólo un remoto discípulo, el anacreóntico
Omar Hayyam, habría de vivir y proyectar poéticamente una experiencia
semejante. Y aunque el poeta de Nisapur se caracterizó por su rebeldía, su
escepticismo y amargura frente a las injusticias sociales de su medio y de su
época –nació y vivió en Persia, en Irán, entre 1051 y 1123 de nuestra era-, en
sus famosas Rubaiyát (cuartetas) exterioriza ese sentimiento dionisíaco de la
vida que indujo al poeta jónico a exaltar el zumo de la vid y los festines
báquicos. “Los bardos persas –dice José E. Guráieb en la introducción a su
traducción castellana de las Rubaiyát- querían lavar las miserias del mundo,
sus males y sus desgracias, con una copa de vino, y en la vida de este
maravilloso pueblo encontramos que el amor entre los seres humanos no se
menciona si no en la compañía de la copa y de la mujer, de donde colegimos
que el vino, el amor y la mujer constituían una trilogía sobre la cual se edificó la
vida de la sociedad persa”. El tema báquico es otro de los frecuentes en la
lírica arábigoandaluza”, observa el arabista español Emilio García Gómez,
quien en su libro Poemas arábigoandaluces pinta un vívido cuadro de
costumbres que nos recuerda, más que los festines báquicos de los tiempos de
Anacreonte, a ciertos banquetes del imperio romano por su magnificencia, pese
a lo cual subraya que tales reuniones eran “más que orgías, tertulias poéticas y
literarias”, de antigua data y harto frecuentes en Al Andalus (Andalucía) de la
época del imperio musulmán. Nada extraño es, pues, que esa lírica tuviera,
entre sus rasgos distintivos, los tonos encendidos del clima y el paisaje
meridionales y el sensualismo propio de una raza de hombres apasionados,
soñadores y místicos.
En su oda 33 Anacreonte nos pinta con mágico pincel, en un fresco
vivísimo, un momento dichoso de su vida entregada a los deleites del amor y
del vino: “Tendido sobre un blando lecho de hojas de mirto y de loto, quiero
beber a grandes sorbos. Y tú, Amor, levántate la túnica y átatela al cuello con
un lazo de papiro, y escánciame vino puro. La vida se parece a la rueda de un
carro que corre con rápido impulso. Pronto nuestro cuerpo se desvanecerá y no
seremos más que un poco de polvo. ¿Para qué reservar estos perfumes,
guardándolos inútilmente sobre la tierra? ¡Ah! Vale más que mientras vivo, me
perfumes con estas esencias. Corona de rosas mi cabeza, y llama a mi amada.
Antes de que vaya a unirme con los coros de las sombras, Amor, deseo alejar
de mí todos los pesares”. Como puede verse, el poeta quiere apurar a grandes
sorbos, hasta la hez, el cáliz desbordante de oro líquido y pide al Amor que se
lo escancie y le traiga a su amada, antes de que sea demasiado tarde, porque
la vida pasa como un carruaje veloz y la tiniebla cae al término del viaje, y no
seremos más que un poco de polvo”. En éstas como en otras composiciones el
dionisíaco poeta nos revela su sentimiento trágico de la vida, sentimiento de
angustia, dramático, patético, frente al tiempo que huye mientras devora,
desintegra las formas, la materia perecedera. De donde deducimos que su
hedonismo y su alacridad, su júbilo orgiástico, se nutren de inquietud, de
angustia metafísica. Su oda número 7, en la que dice que las mujeres lo invitan
a contemplar su ajado rostro en un espejo, en tanto él se sorprende y quiere
divertirse como un joven, es más que ilustrativa de ese estado de angustia
profunda que, para enajenarse, se reviste de alegría, de ardiente frenesí,
frenesí y alegría que buscan en la embriaguez del vino y del amor los mejores
estímulos.
Veamos ahora cómo en dos breves odas (6 y 13), la primera,
probablemente, fragmento de un contexto mayor, Anacreonte nos habla del
amor: “Un día, mientras tejía una corona, divisé al Amor bajo las rosas. Le cogí
de la punta de las alas y lo sumergí en el vino; después cogí la copa y apuré su
contenido; y aún ahora siento en mí un leve cosquilleo: es el contacto de sus
alas”. El poeta formula aquí su concepción pagana y divina del amor, un amor
celestial de cuyo efluvio angélico quiere impregnar el vino terrenal que centella
en su copa y perfuma su boca. Pero sabe también que el amor es proteico y
que, como tal, asume algunas veces la forma del ideal que lo prefigura, que lo
forja con la impasibilidad y la perfección de un arquetipo, y otras veces la forma
tumultuosa y fluyente del sentimiento que lo gesta. De este conflicto, de esta
pugna entre la razón y el sentimiento entablada en dos planos opuestos –lo
exterior y lo subjetivo- es testimonio y corolario este magistral relato lírico de
una tormentosa pero incruenta batalla: “Quiero, quiero amar. El Amor me
impedía a amar, pero en mi ignorancia me negaba a dejarme convencer.
Entonces el cogió un arco, un carcaj de oro, y me provocó al combate. Yo
revestí mis hombros con una coraza. Como Aquiles, cogí una pica, un escudo,
y empecé a luchar contra el Amor. El me disparaba sus dardos, y yo le huía.
Cuando él hubo agotado todas sus flechas, irritado, se lanzó, se lanzó contra
mí, como un dardo, y penetró hasta el fondo de mi corazón. Quedé vencido. En
vano empuño todavía el escudo. ¿Qué arma exterior puede triunfar del Amor,
cuando el combate se libra, precisamente, en mi interior?”.
Los elementos de la naturaleza, especialmente los del reino animal y
vegetal, constituyen motivos frecuentes en la temática anacreóntica. Era propio
de la poesía helénica presentar, en cualquiera de los tres géneros principales –
épico, lírico, dramático-, arquetipos –mitológicos, históricos, naturales-, figuras
simbólicas representativas de una fábula o leyenda, de un hecho real o del
mundo físico, por ejemplo, como también de una creencia, de una idea o de un
sentimiento de la comunidad. En un pueblo de artistas, poetas y filósofos
naturalmente proclive a crear dioses y titanes, y a forjar con el ígneo metal de
una raza de homéridas héroes como Aquiles y Ulyses, Héctor y Teseo, el
arquetipo como paradigma de algo superior dentro de un orden dado -mito,
cultura o naturaleza- era una secuencia lógica y necesaria de esa concepción
teogónica, heroica y al mismo tiempo humana y humanista que del mundo y la
vida tenían los griegos de la edad de oro, desde Homero hasta Teócrito. Por
eso un dios, un héroe-real o legendario-, un animal o un elemento cualquiera
de la naturaleza, dentro de sus respectivas escalas, tienen por lo general, en la
mitología, en la historia y en la tradición cultural de Grecia, una significación
simbólica o representativa tan entrañable como trascendente e inmutable a la
vez. Las cosas son las cosas mismas y su representación, la figura y la
imagen. Todo es simbólico o emblema de algo real o imaginario, pasado y
presente, inclusive futuro pues de otro modo no se explicaría la institución de
los oráculos con sus pitonisas y sibilas, y el prestigio y la influencia que
entonces tenían los augures y los profetas, cuya misión esclarecedora era
vaticinar el porvenir, descifrar los enigmas, desentrañar las claves, lo que en el
ejercicio y el lenguaje del poeta, según Saint John-Perse, significa exactamente
lo mismo que “poner en claro los mensajes”, del cielo y de la tierra, divinos y
humanos. El mito, para el hombre griego del período áureo, es aquello que se
realiza, que ocurrió y ocurre de tal modo que es cifra de realidad palpable y
vivida, encarna en todas las formas de la cultura y sirve de pauta moral y
espiritual, cumpliendo, así, una triple función religiosa, aleccionante y estética.
La realidad, a su vez, trasciende hacia el mito, deviene mito, por medio del
símbolo poético, dicho de otro modo, de la representación alegórica, y en él se
proyecta y perpetúa, más allá de la anécdota y de la circunstancia, física y
temporal. Cabe aquí, como hecho de medida para esa concepción que conjuga
y fusiona mito y realidad, realidad y mito, aquello de Novalis: “El sueño se
vuelve mundo, el mundo se vuelve sueño”. Y una prueba de la vigencia del
mito helénico –en el que están incursos dioses y hombres, héroes y
cortesanos, grandezas y miserias, victorias y derrotas, ideales sublimes y
oscuras pasiones- es que poetas como Friedrich Hölderlin, André Chénier y
Jean Moréas, entre otros –y no hablo de los latinos como Virgilio y Horacio-,
habían asimilado e incorporado de tal modo la sustancia del mito como realidad
poética y arquetipo de concepción teogónica y heroica de la vida, que hasta
soñaron, como el autor de Hyperion, en una restauración de esa grandeza
cuyo sobreviviente símbolo y excelso paradigma es el Partenón sobre el
Acrópolis, una grandeza tanto más deslumbradora, tanto más subyugante,
cuanto más irreal e inalcanzable resplandecía a lo lejos, como la “flor azul” del
delirio romántico y visionario de Federico de Offterdingen.3
Sí, en efecto, partimos del principio de que para los griegos las cosas
son las cosas mismas y su representación, la figura y la imagen, como el
anverso y el reverso de una sola realidad absoluta, todo es verdad símbolo o
emblema de algo real o fantástico. Así, por ejemplo volviendo a Anacreonte la
golondrina es el ave migratoria que anida en los campanarios y en los tejados,
la que emigra en otoño y vuelve en la primavera, pero es también el símbolo
errante y alado del éxodo -la diáspora de los pájaros-, de lo contingente, de la
fugacidad de las cosas que vienen y se van, de las mutaciones y avatares del
tiempo, según puede apreciarse en su Oda 26: “La dulce golondrina viene a
nosotros en primavera, trenza su nido en verano, y en invierno desaparece,
hacia el Nilo y hacia Menfis. Pero el Amor teje incesantemente su nido en mi
corazón. Un deseo se cubre de plumas, otro empieza a germinar, otro rompe la
cáscara; los recién nacidos pían y pían, con el pico muy abierto. De todos estos
amores, el mayor sustenta al menor; y cuando éstos ya están ahítos, hacen sus
crías a su vez. ¿Qué puedo yo contra ellos? ¡No puedo celebrar tantos amores
a la vez!”. Aquí, como hemos visto, la golondrina es el predicado de una
oración en que el sujeto es el amor, aguijoneado por sucesivos y fugaces
deseos, y así como el amor es lo permanente –puesto que teje incesantemente
su nido en el corazón del poeta-, la oscura golondrina anacreóntica, como la
becqueriana, simboliza la fuga, la aventura azarosa, la suerte veleidosa e
inconstante, todo lo cambiante y perecedero que hay en nuestra vida. No en las
palabras sino en las alusiones, en lo apenas sugerido, y en el silencio mismo,
están implícitas las instancias, los sutiles resortes, los matices imponderables
que configuran el símbolo. Del mismo modo la cigarra, otro animal idealizado
por Anacreonte, es la sonora mensajera del verano, la anunciadora del sol
canicular y de los frutos plenos, mas no escapa a la proyección simbólica de
representar, simultáneamente, la música y el canto apolíneos, el frenesí de
quien se alimenta de su inocente júbilo como de su propio fuego, la inspiración
de las musas, no sé si mayores o menores, divinidades tutelares que la
preservan de vicisitudes, dolores o conflictos, a semejanza de ciertos seres
puros, criaturas elegidas, que moran sin sufrir ni envejecer en regiones elíseas.
Con el respeto y el amor con que se invoca a un demiurgo o a un animal
sagrado, Anacreonte celebra la presencia y la voz de la bucólica cigarra en su
Oda 35: “Cuan feliz eres, cigarra, cuando en la cima de los árboles, ahíta
después de beber una gota de rocío, te duermes como una reina! Cuanto te
rodea es tuyo, y cuanto ves en la llanura, y cuanto produce el bosque. Eres
amada de los campesinos, pues no causas perjuicios en los campos; los
mortales te honran, saludando en ti a la amable mensajera del verano. Las
Musas te aman, y el propio Apolo también, que te dio una voz armoniosa. La
vejez no puede alcanzarte, hábil hija de la tierra, tú que sólo amas el canto, tú
que no conoces el sufrimiento, tú que no tienes ni sangre ni carne, y que casi te
pareces a los dioses”.
Tanta era la fama que de hombre inclinado a los placeres de los
festines y las libaciones tenía Anacreonte, que una de las versiones más
divulgadas por la tradición nos relata que murió ahogado mientras comía un
racimo de uvas en una fiesta de Teos, a donde habría vuelto en sus últimos
3
Nombre del protagonista de la novela homónima de Novalis, seudónimo de Federico de Hardenberg.
años. Si esto fuera verdad, su muerte –se dice que ocurrió a los 85 años-
habría sido entonces digno corolario de quien vivió en los momentos de
prosperidad rodeado de manjares, frutos y especias, de ánforas rebosantes
cuyos zumos, bermejos o dorados, vertían con dispendio en su copa gentiles
escanciadoras de vaporosa túnica, alegre y coronado de pámpanos como el
viejo Baco, bebiendo a grandes sorbos pero sin embriagarse más de lo
prudente, pulsando dulcemente la lira o recitando al son de su música
melodiosas canciones. La estatua erigida en Atenas a su memoria lo presenta
esculpido en el mármol como a un hombre provecto, detalle que confirma lo
aseverado por la traición en cuanto a su edad. Mucho de cuanto se ha dicho de
su vida es dudoso, incierto, conjetural. Se sabe, sin embargo, aunque de
manera igualmente imprecisa –pues las remotas fuentes de donde proceden
estos datos no han sido hasta hoy bien esclarecidas ni por los mismos
historiadores griegos-, que dejó escritos cinco libros de odas, elegías,
epigramas y yambos, entre otras formas métricas del género lírico, todos ellos
en lengua jónica, su idioma natal. Aparte de estos libros, de los cuales no se
conservan sino escasos fragmentos4, existe una colección denominada
Anacreontia, de unas 60 odas al amor y al vino de varios imitadores, editada
por Rose en Leipzig en 1876. Hay quienes sostienen también que la colección
titulada Odas de Anacreonte no le pertenece5. Esa colección fue publicada
por Enrique Estienne en 1554 y se supone que atribuyó al poeta jónico algunas
poesías escritas por autores anónimos griegos de la decadencia. Auténticas o
apócrifas, lo cierto es que no se discute su cualidad lírica, pues ellas
constituyen –se ha dicho- “modelos de inspiración y belleza formal”. Poeta
representativo de la llamada “primera escuela eólica” y del período aristocrático
helénico, delicado y sensual, fino y voluptuoso (un Verlaine pagano que bebía
vino en vez de ajenjo, desconocido entonces, y frecuentaba los festines
báquicos entre colinas y arboledas en lugar de las humosas y sombrías
tabernas, o un François Villon tal vez sediento y vagabundo, sólo que más
afortunado), Anacreonte fue, sin disputa, el más armonioso, dulce y celebrante
poeta de los sentimientos apolíneos y dionisíacos misteriosamente conjugados
en el trípode mágico- y quién sabe si no délfico, oracular, por su sabiduría
inmemorial- de sus tres verbos fundamentales: amar, beber, cantar. Vivir en
suma. Sólo quien había dicho: “Adiós, héroes; mi lira sólo sabe cantar los
amores”, pudo labrar, como un orfebre, el oro perfumado de esta brillante joya:
“¡Ciñamos nuestras sienes con coronas de rosas, y riámonos alegremente, y
embriaguémosnos! Que, al son de la lira, una jovencita de pies delicados baile,
armada de un tirso, alrededor del cual se entrelace el follaje tembloroso de la
hiedra. Que a su lado un jovencito de ondulada cabellera, y cuyo aliento exhale
un suave perfume, una por juego los acentos del laúd con su voz armoniosa. El
4
Agustín de Esclasans, a quien pertenecen las versiones aquí reproducidas, ha traducido al castellano 61
odas, 18 fragmentos de odas y 12 epigramas, atribuidos a Anacreonte (Bucólicos y líricos griegos), Ed El
Ateneo. En Buenos Aires. 1954.
Existen, además, diversas versiones castellanas de Villegas y Meléndez, Barriovero, Sanz, Alenda,
Montes de Oca y otros.
5
Cultivaron la poesía anacreóntica Horacio, Propercio, Cátulo y Tíbulo, en Roma; Gleim, en Alemania;
Petrarca, en Italia; Adisson y Stanley, en Inglaterra; Voltaire y Béranger, en Francia; Gutierre de Cetina y
Meléndez Valdés, en España, entre muchos otros que imitaron sus temas y su estilo.
Amor de cabellos rubios, unido al bello Baco y a la hermosa Venus, se
complace en visitar los banquetes que tanto aman los ancianos”.
Poeta profundamente terrenal, dionisíaco por el vigor y la salud de su
fogoso temperamento, apolíneo por la serenidad y la armonía de su voz, su
amor a la naturaleza y a sus dones está cabalmente representado en esa copa
que pide a Vulcano le cincele para beber: “Cincélame esta plata, Vulcano; no
me construyas con ella una armadura completa (¿qué me importan a mí los
combates?), sino una copa hueca, tan profunda como te sea posible. Y no
representes en ella a los astros; ni el Carro, ni el odioso Orión (no me interesa
absolutamente nada el Boyero), sino vides cargadas con sus racimos, y
Ménades que los cogen. También quiero que se vea una prensa, de la que se
derrame vino, y vendimiadores que pisan las uvas de la cosecha, y sátiros que
se rían, y, al lado del hermoso Baco, el Amor y Batilo”. Vulcano, el dios del
fuego, accedió a su deseo, le concedió lo que pedía, sin limitación: le cinceló
en su fragua una copa de plata, profunda e inagotable como la sed del libador;
sed de amor y de vino –néctares de la tierra- que no sació nunca enteramente
porque era humana, tantálica, implacable. Y así, mientras se regocijaba viendo
danzar a los jóvenes, mientras bebía el zumo de la vid, y pulsaba la lira ceñida
su cabeza con una corona de hojas verdes, amando la vida, octogenario ya,
murió entre los arreboles de un festín, con la copa en la mano, la misma que
Vulcano le había cincelado. Trovador del amor, teñedor incansable de la lira,
celebrante del vino, desdeñoso del oro y su poder (oro pérfido: ¡en vano me
asedias con tus seducciones!, ha dicho en otra de sus odas), terminó sus días
como había vivido. Como la cigarra estival que celebra en su canto, desasido
del mundo de los hombres, sin sufrimiento ya, sin el estímulo ciego de la
sangre, sin urgencias terrenas, fijo en su eternidad recuperada, ¿no se parecía
también a los dioses?
Clásico del idioma, cultivó todas las formas del género lírico, para
coros o interpretación individual, y escribió 17 libros, algunos de odas triunfales
o epinicias. Los poetas alejandrinos ordenaron después sus obras conservando
la división tradicional de 17 libros según las formas, a saber: himnos, peanes,
ditirambos, 2 libros; cantos procesionales, 2; partenias (cantos fúnebres) y
afines, 3; hipoquermas, 2; encomios, trenos, odas triunfales o epinicias (píticas,
olímpicas, nemeas e istmicas), 4; además de otras formas que no se han
tomado en cuenta en esta clasificación. Los primeros de esos libros están
dedicados a los dioses y los últimos a los hombres y a los hechos humanos.
Hasta hoy sólo se ha conservado escasamente la cuarta parte de lo que el
poeta escribió. Como el pueblo griego creía, entonces, en los dioses de
Homero y Hesíodo, Píndaro exaltó en sus poemas la tradición mítica y la idea
de perfección, que lo lleva a concebir la unidad esencial del mundo y de las
cosas sólo en relación con la divinidad, puesto que, como ha dicho, “Dios es el
todo”. Las formas de su lenguaje poético son dóricas, pero dos corrientes de
ideas influyen principalmente en su pensamiento: Las que provienen de dos
grandes poetas épicos nombrados. Por eso concibe el ideal de perfección
homérica de los dioses y éstos se manifiestan con los atributos de una
divinidad única. Aparte de que recibe de los fundadores de la epopeya mítica la
concepción filosófica que vertebra y estructura su pensamiento y su sentido
heroico de la vida, se lo ha considerado como un adepto de las doctrinas
órficas y pitagóricas, pero, como sucede con todo poeta verdadero, siente y
expresa su mundo y su tiempo. Y no los siente expresa porque en sus odas
triunfales o epinicias, por ejemplo, refleje con real magnificencia y fantasía a la
vez episodios, costumbres o circunstancias, mayores y menores, de su época,
sino por ese algo sutil e imponderable del sentimiento y la expresión que, por
encima de los meramente anecdótico, característico y circunstancial, lo inscribe
con signo inconfundible en la realidad histórica de su tiempo. Se ha dicho, y
esto es válido, sobre todo, para su obra más trascendente, la que se relaciona
con los dioses, la misión y el destino de los hombres en armonía o conflicto con
aquellos y consigo mismos, que Píndaro mira las cosas como desde lo alto y
en conjunto, que su visión es dominante y unitaria, abarcadora de una realidad
total o absoluta en la que no cuentan sino en muy escasa medida los
accidentes y pormenores de las cosas. Por eso, repetimos, su obra admite dos
planos principales nítidamente deslindados, pero que no se oponen ni se
excluyen: uno ideal, trascendente, y otro real, contingente. Resulta entonces,
comprensible y hasta cierto punto acertada la definición que de su arte poético
hizo Croiset: “Antes que sensible y lírico busca lo ideal que es simple, y
abandona lo real, que es múltiple”.
Pero ese abandono de lo real es más aparente que real si nos
atenemos al testimonio de cuanto en su obra tiene relación con el plano
inmediato, el de la anécdota y la circunstancia. Lo que ocurre es que, tanto en
Píndaro como en casi todos los poetas griegos, desde Homero hasta Teócrito y
sus epígonos, dioses, hombres, hazañas heroicas y hechos comunes andan
mezclados, en una convivencia tan mitológica y fantástica como histórica y real.
Por eso el símbolo del laberinto tal vez sea el que mejor conviene a una
literatura cuya condición genérica reside en lo complejo más que en lo simple y
cuyo rasgo singular consiste en expresar lo complejo y oscuro de ese poblado
mundo de formas proteicas con sencillez y claridad. Lo dicho puede aplicarse,
taxativamente, al tumultuoso y deslumbrante orbe pindárico, en los dos planos
aludidos, puesto que si uno es plataforma de los dioses y del orden divino y el
otro residencia terrestre y transitoria de los hombres con sus vicisitudes,
conflictos y discordias, hombres y dioses son en ambos protagonistas y
agonistas de una plural tragedia indivisible, como si el cielo y la tierra, o el
paraíso y el infierno, no pudiesen separarse nunca del todo.
Analizar el estilo y el lenguaje de Píndaro es tarea tan ardua y
complicada como desentrañar los múltiples secretos de ese iluminado laberinto
de símbolos, alegorías, figuras, imágenes y ritmos que es, en esencia y
apariencia , en forma y contenido, su mundo poético. Se ha dicho que su estilo
configura una estructura orgánica, todo un sistema léxico –fonético, prosódico,
sintáctico- y que el desarrollo de tal sistema verbal es alternativamente sintético
y perifrásico. Se ha dicho, también, que las formas de su lenguaje son dóricas
–no empleó nunca el dialecto tebano en sus escritos- y que el fondo de su
poesía es homérico, pues trasunta casi el mismo sentido religioso y heroico
que de los dioses tenía el insigne rapsoda. Tampoco se ha omitido agregar a
estas sumarias aserciones el arbitrio de que su poesía es didáctica y gnómica,
confundiendo lo primero con el carácter a menudo narrativo, y a veces
descriptivo, que asume cuando está dedicada a celebrar las hazañas y los
triunfos de reyes y atletas. Pero aun así, el motivo que lo inspira no siempre es
paradigmático, ejemplar, y su propósito no es instruir o enseñar, ni siquiera
aleccionar, sino celebrar y exaltar, con entusiasmo y elocuencia, un
acontecimiento en el que se pone a prueba la fuerza, la destreza y el valor de
un héroe griego. Y del mismo modo que no es expresamente didáctica,
tampoco es patriótica, al menos en su intención ostensible o manifiesta, dicha
poesía, sino estética, por cuanto si algún propósito implícito alberga en sí, ese
propósito no es otro que conmover, suscitar en el alma un sentimiento, una
pura emoción de belleza. Equidistante de la épica, de cuya objetividad participa
sin embargo, como de la lírica pura que fue rasgo dominante y emblema
distintivo de los poetas eólicos, y de algunos jónicos como Anacreonte, de la
lírica cuyo estremecimiento, cuyo fuego interior agita sus fibras más recónditas,
la poesía pindárica es, en líneas generales, una aleación sabiamente
equilibrada de los componentes específicos de los dos géneros
tradicionalmente opuestos. En algunos casos, como en los himnos y odas
triunfales, donde lo lúdico no está en el sentido sino en el motivo –los juegos y
las fiestas-, lo lírico y lo épico se amalgaman, se funden armoniosamente, se
acrisolan en una síntesis objetivadota de las cosas en la que ninguno de tales
elementos prevalece sobre el otro. Paralelamente a este proceso de síntesis
genérica observamos que se opera una verdadera sinestesia con respecto al
lenguaje, mediante combinaciones y asociaciones verbales, con
interpolaciones de palabras nuevas y arcaicas a la vez, ordenadas en cuerpos
o grupos simétricos, enlaces que establecen nexos o rupturas, estrofas breves
y largas, períodos de elipsis y perífrasis, figuras, tropos o metáforas. Todo ello
presidido, no obstante, por un riguroso dominio de la forma-materia, y por un
sentido arquitectónico de la composición y artesanal de la palabra
primorosamente cincelada, sin desmedro de su valor significante y emocional.
Las formas rítmicas y métricas que Píndaro cultiva preferentemente son la
logaédica o eoliana y la dactiloepítrica o dórica, de tres y cuatro tiempos,
respectivamente; la primera más aguda y vivaz, más grave y majestuosa la
segunda.
6
En una acotación al pie de su versión española de la Oda IX de las Olímpicas de Píndaro, Ignacio
Montes de Oca refiere que “no sólo había en Grecia los juegos Olímpicos, Piticos, Istmicos y Nemeos,
sino que también se celebraban en Atenas los Panateneos, en honor de Minerva; en Argos y Pelene otros
en honor de Juno; en Maratona, en honor de Hércules; en Parracia, ciudad de Arcadia, los Liceos, en
honor de Júpiter Liceo. En Eleusis, Ceres y Proserpina eran honradas con los juegos Demetrios,
Anaclipterios y Eleusinios; y en Tebas, donde estaba el monumento de Yolao, hijo de Ificles, el hermano
de Hércules, celebrábanse fiesta en honor del mismo. En Opunte había también juegos consagrados a
Wax, hijo de Oileo, caudillo de los Locreses en la guerra de Troya”.
mes en dos partes iguales, El premio del vencedor consistía en una corona de olivo
silvestre; pero su fama era tal que se le erigían estatuas y se cantaban y componían
himnos en su honor , Según nuestro Píndaro y Estrabón, Hércules fundó los juegos
olímpicos cuando, burlado por Augías, invadió la Elide y mató al infiel monarca”.
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Como se ha hecho notar en la versión castellana de Ignacio Montes de Oca, varios
pasajes de este Idilio I, cuya escena transcurre en la campiña siciliana, fueron
imitados por Virgilio en su Egloga X y por el obispo Valbuena en la primera de las
suyas. En cuanto a Garcilaso, que entre los poetas españoles del Siglo de Oro fue
quien tuvo dominio absoluto de los temas amatorios y pastoriles, es suficiente
testimonio su Egloga Primera, sin citar otras, para apreciar el parentesco y la
afinidad de su poesía bucólica con la de Teócrito, creador y maestro del género
pastoral y, por extensión, también, con la de los líricos italianos que mejor lo
cultivaron e hicieron de aquél permanente motivo de inspiración y perfección
formal, puesto que, como sabemos, hay en Italia una multisecular y descollante
tradición de la lírica bucólica, desde los grandes poetas latinos Virgilio y Horacio
hasta Giovanni Pascoli, cantor ameno, tierno y sencillo de la vida campesina de su
país en la segunda mitad del siglo XIX. Veamos, pues, para finalizar, cómo
comienza Garcilaso su hermosa Egloga Primera
-dedicada al visorrey de Nápoles- y en la que, como su lejano antecesor helénico en
el primero de sus Idilios, Tirsis o la canción, también hace hablar en animado y
colorido coloquio a dos pastores de su tierra: Salicio y Nemoroso:
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7
Según Pausanias, había primitivamente tres musas: Melete, que representaba la invención; Mneme, la
memoria; y Aoidé el canto mágico. Después elevóse a nueve el número de las musas reconocidas en el
campo de las artes, sin contar las ya mencionadas: Clío, musa de la historia; Polimnia , de la retórica;
Urania, de la astronomía; Talía, de la comedia; Calíope, de la poesía épica; Erato, de la poesía lírica;
Melpómene, de la tragedia; Terpsícore, de la danza; y Euterpe, de la música. Para testimoniar su origen
divino, Homero se dirigía a ellas de este modo: “Sois hijas de Dioses, hijas de Zeus, y nada ignoráis”.
El período legendario de Grecia, comprendido entre los siglos XIV y XI
antes de nuestra era, es el que se conoce con el nombre de Tiempos Heroicos.
Es la época en que se supone florecieron aquellos hombres a quienes por
realizar hazañas de gran valor y esfuerzo se los llamó héroes y se les creyó
hijos o descendientes de dioses y tenían asiento con éstos en el Olimpo.
Así, cada región o ciudad tuvo su héroe: Atica a Teseo, Tebas a Edipo,
Argos a Perseo, Corinto a Belerofonte, y toda Grecia a Hércules, cuyos
famosos trabajos se refieren, principalmente, al Peloponeso. Es también el
período en que surge y desenvuelve el genio helénico, nacen las letras y las
artes, se difunde la religión del antropomorfismo y se organiza el estado social,
fundado en el predominio de los guerreros, y el estado político, en el que ya se
formulan los principios de libertad humana. Todas las tradiciones de los
Tiempos Heroicos pertenecen más a la mitología que a la historia propiamente
dicha, pero entre las ficciones de la fábula se descubre la verdad histórica: la
de los hechos reales que jalonan la trayectoria del hombre occidental
desde los albores de la civilización.
Cuatro son los hechos más trascendentales ocurridos en el período
heroico a que nos referimos: la expedición de los argonautas, las hazañas de
Hércules y Teseo, la guerra de Tebas y la guerra de Troya, sucesos que
significan otros tantos grados de adelanto y evolución del pueblo griego. La
expedición de los argonautas representa la naciente civilización de Grecia
defendiéndose contra las invasiones de los piratas del Mar Negro y,
paralelamente, el esfuerzo por abrir las rutas del comercio hacia Oriente y
asegurar, al mismo tiempo, un punto de escala en la costa de Asia. Los
trabajos de Hércules y Teseo significan la acción enérgica y decidida tendiente
a establecer y asegurar el orden público en el interior del país y proteger la
seguridad individual contra el arbitrio y descrecionalismo de aventureros y
hombres de presa. La guerra de Tebas representa la fuerza del destino entre
los pueblos antiguos, y ya sabemos lo que esto significa para quienes tenían
entonces un atávico sentido fatalista de la vida y de los fenómenos cuyo origen
y naturaleza escapaban al proceso esclarecedor del raciocinio, y en
consecuencia, suscitaban en los espíritus ingenuos y supersticiosos una
angustia y un temor abrumadores, paralizantes. La guerra de Troya fue la dura
y cruenta contienda entre Oriente y Occidente y acaso la defensa del derecho
de gentes. 1 Todas estas hazañas y empresas, heroicas o simplemente
guerreras –pues no pocas acciones guerreras suelen carecer por completo de
heroísmo- fueron manantial fecundo de inspiración y estímulo para la poesía
épica primero y luego para la tragedia y la poesía lírica. Los poemas de
Homero reflejan con meridiana claridad estos primitivos tiempos de la vida y la
cultura griegas. Y en esos mismos hechos hallaron, también, motivos para sus
más inspiradas creaciones Hesíodo, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Menandro,
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Leopoldo Lugones, en sus Nuevos estudios helénicos, ha dicho que Homero “celebró con la Ilíada una
guerra feudal”, la de Troya, uno de cuyos episodios –el pretendido rescate de Helena, seducida y raptada
por Alejandro (París)- narra la epopeya homérica. A ésta califica nuestro escritor del siguiente modo:
“Poema de guerra punitiva, o sea, conforme a las ideas de la antigüedad, acción de venganza; y episodio
suscitado por un rencor entre jefes, la Ilíada proclama, sin embargo, a cada momento, los bienes
superiores de la equidad y de la paz”.
Aristófanes y Píndaro, entre otros grandes poetas épicos, dramáticos y líricos
de la antigüedad.
En estos primeros tiempos el foco de la cultura helénica correspondió a
las colonias que los jonios habían fundado en el Asia Menor: allí aparecieron
los grandes poemas homéricos, la Ilíada y la Odisea, así como también las
obras de los grandes líricos Alceo, Safo, Anacreonte, Simónides; allí Tales de
Mileto (uno de los siete sabios) y Pitágoras de Samos fundaron sus escuelas
filosóficas; y allí fue también donde surgieron notables escultores y arquitectos.
Esta civilización fue extendiéndose, poco a poco, a la Grecia europea u
occidental, y con ella se propagaron los antiguos cultos religiosos llamados
misterios, que sólo se revelan a corto número de iniciados y que tanta
significación y trascendencia alcanzaron en Eleusis, de donde deriva el nombre
de fiestas eleusinias.
Así como Hesíodo en su Teogonía y en otras obras suyas explica con el
origen y la vida de los dioses el origen y la formación del Universo, Homero
nos relata en la Ilíada sólo dos episodios principales de la impresionante
guerra de Troya: el de la ira de Aquiles en su lucha con Agamenón y su
posterior reyerta con Héctor, a quien dio muerte. El insigne rapsoda nos ahorra
la descripción de una contienda larga y cruenta, que dejó, con buen tino de
poeta, para los historiadores, limitándose a dar forma literaria y trascendencia
estética a los dos hechos señalados; ellos le bastaron para inmortalizar en
armoniosos hexámetros –el metro clásico de la epopeya y la tragedia
esquiliana-, en el lenguaje original, mezcla de dialectos jónicos y eólico, que
empleó en todas las demás obras que se le atribuyen, lo que no hubiera
pasado acaso de ser materia de anécdota, crónica o relato histórico. Por
espíritu de imitación o de emulación, y eso sucede a menudo cuando un hecho
o una obra adquieren singular resonancia, no fueron pocos los autores que se
apresuraron a sacar el mejor partico de la guerra troyana. Así, pues, como se
recuerda en la nota preliminar con que se presenta la versión española de Luis
Segalá y Estalella de la Ilíada, “Estalino, en su Cipríada, narró el origen y los
primeros años de la guerra de Troya; Aretino, en su Etiópida y en su
Destrucción de Troya, cantó la toma y destrucción de la famosa ciudad;
Agías, en los Regresos, relató la vuelta de los héroes a sus respectivas
patrias; Eugamón, en la Telegonía, comentó la muerte de Odiseo a manos de
su hijo Telégono”. Todas estas rapsodias, incluyendo las fundamentales de
Homero, constituyen, junto con otras, el llamado ciclo troyano, pero si algunas
aventajan en pormenores informativos sobre tal hecho histórico a las del gran
poeta épico, padre indiscutible de la epopeya, ninguna logró superarlas en
invención ni en maestría. Si la guerra de Troya y sus héroes principales:
Aquiles, Héctor, Agamenón, y si el viaje de Ulyses a Itaca, su patria, son
hechos y figuras inmortales en la historia de la literatura universal, ello se debe
no a los rapsodas e historiógrafos, émulos o imitadores, sino al genio original
que les infundió vida imperecedera en el mundo del arte, por encima del
tiempo y del espacio. Sólo dos únicos episodios de una contienda violenta y
sanguinaria, común por demás en la vida de los hombres, antiguos y
modernos, sirvieron y bastaron para forjar la Ilíada. Correlativamente, apenas
un episodio: el regreso de Ulyses desde Troya a Itaca, donde, soportando el
asedio de numerosos pretendientes, lo aguardaba su esposa Penélope, fue
motivo suficiente para crear la Odisea.
Lo que sucede, en suma, es que para el poeta o el artista parecería regir
invariablemente el principio de Arquímedes: “Dadme un punto de apoyo y
moveré el Universo”. Ese punto de apoyo, para el creador literario, es la
realidad, que puede ser mínima, la realidad que, en última instancia, si no
existe verdaderamente como materia o base de experiencia y conocimiento,
puede ser inventada, imaginada y esta invención, o esta ficción, aunque
parezca paradógico, es también real desde el momento que es ella producto
del alma y la mente humana.
La Ilíada, el poema de mayor extensión de todos cuantos Homero
escribió, consta de 15.674 hexámetros, que era la métrica preferida de los
poetas épicos y dramáticos. Los exegetas alejandrinos los dividieron en 24
capítulos, que denominaron rapsodias. El episodio que en él se narra, tomado
de la guerra de Troya, como hemos dicho, duró 51 días y puede resumirse en
muy pocas líneas. Lo cierto es que si Troya y Aquiles son inmortales, ello se
debe, casi por entero, al genio de Homero, que los perpetró en la historia
poética de los hechos humanos. La Odisea, que le sigue en extensión al
primero, consta de 12.110 hexámetros y está dividido, como el anterior, en 24
capítulos a través de los cuales se describe el regreso de Ulyses, desde Troya
a Itaca. El primer estudio crítico de ambos poemas se debe a Pisístrato, quién,
en el siglo VI -otros afirman que en el siglo VII-, logró fijar los textos definitivos
después de eliminar de aquéllos las interpolaciones y aditamentos introducidos
por los primeros discípulos e imitadores del famoso rapsoda. Entre los
exegetas y escoliatas más notables no debe omitirse la mención de
Aristófanes, el comediógrafo y Aristarco, el crítico, que afrontaron la difícil labor
de depurar los poemas de alteraciones, repeticiones excesivas e
imperfecciones sintácticas. Además de las dos grandes epopeyas, cuya
autenticidad no se discute ya, se le atribuyen a Homero 33 himnos, 17
epigramas, los llamados “poemas cíclicos”, la Batracomiomaquis, la
Psaromaquia, la Cabra siete veces trasquilada, otras obras menores y el
Margites, probable origen de la comedia, según Aristóteles, y en el que su