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LOS ORIGENES MAGICOS DE LA POESIA

(teoría y creación)

CESAR ROSALES

(AÑO – 1999)

INDICE

POESIA Y PROFESIA
I - INICIACION. SORTILEGIO. MAGIA Y RELIGION ................... 2
II- ESENCIA Y LENGUAJE. DEFINICIONES................................ 7
LO PROFETICO Y LO LIRICO:
OBJETIVIDAD E INTROVERSIÓN................................................ 7

LOS ORÍGENES DE LA POESÍA LÍRICA


SU DESARROLLO Y EVOLUCIÓN EN GRECIA .......................... 12
I-GENESIS REMOTA. LAS FUENTES DEL CANTO ................. 12
II- LAS FORMAS MAGICAS PRIMITIVAS.
LA TRIADA Y EL CANTO MAGICO............................................ 15
III- EL CANTO CORAL, ANTECESOR Y PRECURSOR DE LA
LÍRICA .......................................................................................... 17
IV- FLORECIMIENTO DE LA LIRICA ......................................... 19
V- LOS PRIMEROS GRANDES LIRICOS................................... 22

LA CONCEPCION PLATONICA DE LA POESIA


I – LA REPUBLICA Y LOS POETAS .......................................... 26
II- AFINIDADES Y OPOSICIONES EN LA TEORIA
DE ARISTOTELES....................................................................... 33
III – ER EL ARMENIO, O EL MITO DEL MAS ALLA ................. 41

LOS GRANDES LIRICOS GRIEGOS


I – EL AMOR Y EL DOLOR EN SAFO Y ERINA ........................ 46
II – ANACREONTE, POETA DIONISIACO, Y SUS TRES:
PASIONES: EL AMOR, EL VINO, LA CANCIÓN ....................... 51
III – MITO, IDEALISMO Y REALIDAD EN LA POESIA DE
PINDARO ..................................................................................... 58
IV- TEOCRITO Y LA POESIA BUCOLICA PROYECCIONES
GRECOLATINAS Y RENACENTISTAS...................................... 67

LOS FUNDAMENTOS DE LA POESIA EPICA


APUNTE SOBRE HOMERO, PADRE DE LA EPOPEYA........... 73

POESIA Y PROFESIA

I - INICIACION. SORTILEGIO. MAGIA Y RELIGION

Desde tiempos remotos, la concepción del hecho poético se asociaba a


la facultad de profetizar. Tenemos noticias de antiguas civilizaciones que en
sus danzas y cantos religiosos, en sus ritos mágicos, dejaban escapar, como
las alas de un pájaro salvaje y misterioso, el sagrado temblor de una poesía
infusa y larval, y con ésta una especie de sortilegio esotérico, indescifrable para
el entendimiento de la atónita tribu; un sortilegio apenas susurrado, como esa
voz de las profundidades que las sibilas traducían en la piedra de los oráculos.
Inferimos por eso que los primeros balbuceos poéticos del hombre primitivo
que tomaba distancia del animal y el vegetal, del oscuro mundo informe de la
materia, irguiéndose, verticalizándose sobre el horizontal silencio de la
naturaleza circundante, debieron articularse con interjectivas explosiones de
júbilo y asombro, alegría y deslumbramiento, al compás del canto y al ritmo de
la danza que en las ceremonias tribales se entrelazaban como los resplandores
de otra hoguera encendida en las almas y en los cuerpos de los oficiantes
tatuados por las llamas de la hoguera ritual que alimentaba leños, frutos
silvestres, resinas y tributos ofrecidos en holocausto al totem primario o a las
divinidades tutelares. Canto, danza y música prefiguraban en su trípode mágico
un cuarto elemento imponderable que, abarcando o envolviendo en su aura
magnética todo ese coro en movimiento, lo unificaba, confiriendo a su frenesí
genesíaco no sólo un ritmo esencial, sino también un sentido expresivo y
estético que trasuntaba su prístina intuición de belleza.
Y ese elemento imponderable, fluido e inasible como el agua y el fuego,
aglutinante y transfigurador, no era otro que la poesía, esa poesía infusa y
larval aludida al comienzo. Decir poesía es decir la palabra, el verbo fundador.
Pero la poesía, entonces, no era aún palabra propiamente dicha, la que
nombra y confiere atributos a las cosas innominadas, sino, todavía, melodía y
ritmo elementales, ardiente desperezo del letargo selvático envuelto en los
vapores aurorales del despertar de la emoción humana sumergida en tinieblas,
pero tocada ya por un rayo de luz transfiguradora.
Si damos por válida y cierta esta prístina concepción mágica de los
orígenes remotos, inmemoriales e insondables, del misterio poético, debemos
admitir que sus inicios son, como los de todas las artes del movimiento –el
canto, la música, la danza-, de naturaleza hermética, iniciática. No se era
poeta, del mismo modo que no se era adivino o sacerdote o mago, si no por un
don que –aquí sí- bien podríamos decir carismático. Y poeta era no sólo el
divino Orfeo, el músico tracio hijo de Eagros (otros dicen que de Apolo por su
linaje) y de la ninfa Calíope, musa de la poesía épica según los griegos, que
apaciguaba la ferocidad de las fieras y descendía a los infiernos para rescatar a
Eurícide, Orfeo que tan maravillosamente tañía la lira inventada por Hermes,
sino también el propio Tiresias, el ciego tebano, que penetraba en el mundo de
los vivos, hablaba con los muertos en el horror de la Cimeria y vaticinaba el
porvenir, aciago o venturoso, a los navegantes del Ponto Euxino, entre los que
Ulises, rey de Itaca, se encontraba perdido. Homero no nos dice que Tiresias
fuese poeta; se limita a exaltarlo como adivino, que en el sentido homérico es
lo mismo que decir profeta. Fuese real o no la existencia de Tiresias, lo que
importa es saber que tuvo vida, si no en el recuerdo, en la prodigiosa fantasía
de su creador literario, y vida inmortal en las letras universales. Luego –
inferimos- Tiresias es Homero y éste, sin disputa, poeta y profeta en su doble
condición de creador de Tiresias y vaticinador, por boca de aquél, de cuanto se
nos dice en la rapsodia XI de la Odisea. El poetizar y el profetizar eran, para
los antiguos, facultades si no sinónimas, tan semejantes que se concebían
inseparables de la persona dotada del don supremo de la palabra como
instrumento transmisor de visiones e intercesor, a la vez, entre lo divino y lo
humano. De aquí deriva, pues, la voz griega de vate; de aquí, también, la
noción que identifica al vate con el poeta, noción que llega hasta nuestros días,
aunque desfigurada, es verdad, por el uso mecánico del lenguaje y el
desprestigio de las categorías que, en el orden poético, corresponde a las
voces gemelas de poeta y de vate.
Repárese, entretanto, que en el concepto clásico antiguo, desde el
orfismo y los cultos de Eleusis, el lenguaje asume una función expresiva, no
tanto de sentimiento o emociones como de profecías y visiones, a menudo
sobrenaturales. Esto explica el uso, el prestigio y el inflijo mágico de oráculos
que en la antigua Grecia cobraron celebridad, como el de Delfos y otros no
menos famosos.
El lenguaje oracular traduce, entonces, toda esa subyacente energía
poética que no encuentra cauce ni salida a través de la expresión individual y
se articula en claves para iniciados por boca de las pitonisas. Por conducto de
estas voces mediúmnicas los dioses hablan a los hombres las palabras divinas
y sagradas que éstos reciben con ritual obediencia: palabras fulgurantes como
relámpagos o sombrías como cavernas excavadas en la obsidiana o el basalto;
palabras de admonición y palabras de esperanza; palabras sálmicas, de
plegaria o exultación, y palabras como inscripciones lapidarias, cilicios
lacerantes o anatemas de fuego.
Cualquiera sea el sentido y el tono con que ellas se formulen, las
palabras del oráculo son irreversibles, inapelables como el juicio de un dios, y
entrañan, invariablemente, una suerte de conjuro, de exorcismo, de sortilegio,
de encantamiento. Todas estas palabras sibilinas no son, en el fondo, sino
premoniciones de un devenir oscuro, incierto, azaroso, incesante como el fluir
de la vida y el transcurrir del tiempo. Los misterios órficos, que por sí solos
llenan un vasto y alucinante capítulo de la poesía esotérica de un pueblo
pagano y religioso a la vez, son otra prueba, irrefutable, de que el hecho
poético comienza como culto iniciático, inasequible al profano, mas no
excluyente. Pero no bastará que el profano se decida a aceptar de buen grado
los misterio de la iniciación para que el sésamo se abra; serán necesarios
ciertos atributos, ciertos requisitos más que formales, como los que exigen
otros cultos, para que el neófito comience a tener acceso al umbral del tiempo
–apolíneo o dionisíaco- de la poesía donde el que oficia –el poeta-es a su
modo un sacerdote.
Así entendida, la poesía se nos manifiesta en principio como un acto
religioso, y lo es sin duda en un sentido no ortodoxo, en el sentido de que se
trata en sus orígenes, para algunos, de una cosmogonía, de una teogonía para
otros. Lo es, repetimos, con mayor razón, si pensamos, con Novalis, que todo
sentir absoluto es religión, con Novalis que dijo también que la poesía es “lo
real absoluto, el Uno y el Todo”. Hölderlin, otro romántico puro, creía en lo
divino, en aquello de cuya grandeza y majestad veía alejarse cada vez más a
los humanos –de ahí su más ardiente y secreta nostalgia- y reputaba sagrado
el poema, fruto espiritual de la vigilia
Y el sueño del poeta. Rimbaud, por su parte, con solitario orgullo de vidente
precoz, escribió en Une Saison en Enfer: “Es la visión de los números. Vamos
al Espíritu. Lo que yo digo es oráculo”. Hay una profunda concatenación en el
sentido mágico-religioso de estas pocas palabras tomadas al azar, sentido que
corrobora que poetas de distintos linaje coinciden en identificar el espíritu de la
poesía con la esencia del cosmos y la unidad originaria. Recordemos, por otra
parte, que etimológicamente religión proviene de re-ligar, o sea volver a ligar o
unir lo que se ha separado por una ruptura o una disociación transitoria o
perpetua. Religión es, por lo tanto, volver a la esencia y ala unidad; armonizar
la discordancia, conciliar, mediante una alianza unificadora, las partes
fraccionadas y en desorden. La poesía, fundamentalmente, tiende a eso en sus
expresiones más puras, más genuinas, aun bajo apariencias anárquicas o
subversivas, como sucede, por ejemplo, con no pocas expresiones del
dadaísmo o del surrealismo en sus períodos de mayor virulencia negativa. Pero
–apuntemos ya- la poesía es también, fundamentalmente, otra cosa, otra cosa
que no niega la primera sino aparentemente, es decir, en cuanto tiende a
cambiar la vida, a modificar al hombre y, como bien ha dicho René Menard, en
cuanto “se trata, más que de servir al hombre, de hacerlo”, puesto que “la
poesía es un Bien capaz de todos los otros bienes”.
Aun así, el poeta sirve instintiva, y subconscientemente a veces, a los dictados
de la esencia y la unidad sagrada del Uno y el Todo, aquello que por encima, o
por debajo, de su rebeldía prometeica, lo integra en el cosmos, identificándolo
con todas las cosas del universo visible e invisible y con todos los tiempos:
pasado, presente y porvenir. De ahí que el conflicto y la dicotomía que plantean
los poetas rebeldes o prometeicos, producto de su discrepancia con el mundo,
con su medio y su tiempo y, sobre todo, con cuanto de hipócrita, falaz o
corrompido aherroja, desnaturaliza y degrada la vida humana, no sea más que
la fórmula y el desiderátum, violento y extremo, mediante el cual tiende a
producir la disociación de lo que ante sus ojos aparece agrietado y carcomido
por decrépitas convenciones para soldar y restaurar nuevamente las partes
dispersas de una realidad que no se resigna a ver escamoteada ni ultrajada por
ilusionistas y fariseos. Tal es el caso, entre otros memorables, de Arthur
Rimbaud, cuya poesía, revolucionaria en su espíritu y en sus formas verbales,
establece una ruptura frontal como único modo de cortar los hilos que lo atan a
un pasado de servidumbre y esclavitud mental. Esa ruptura para el poeta de
Une Saison en Enfer representa la liberación de una sociedad que juzga
injusta y corrompida, pero al precio, ya hemos visto, de su patético silencio, de
su definitivo destierro entre mercaderes y salvajes de los desiertos y las selvas
de la negra Abisinia.
La poesía es un prisma de infinitas facetas, tantas como las que
configuran la realidad, pero, como Jano bifronte, tiene dos caras contrapuestas
como el anverso y el reverso de una sola efigie: una de ellas mira hacia el
pasado; la otra al porvenir inescrutable. La primera parece asumir la misión
de iluminar, con penetrante lucidez y melancólica nostalgia, la penumbra de
los orígenes, el Paraíso Perdido del mundo y del hombre. Este, naturalmente,
en el orden objetivo, histórico, de la experiencia poética. A este linaje
pertenece, verbigracia, la poesía de un Milton. En el orden subjetivo expresa
los sentimientos y experiencias individuales dentro de planos retrospectivos y
de tiempos pretéritos. A este orden pertenece la poesía lírica de tono
rememorativo o elegíaco, en una gama tan extensa que va, por ejemplo, desde
un Jorge Manrique hasta un Lubicz Milosz, pasando por las diferentes
entonaciones de un Heine, de un Keats, de un Leopardi, de un Rilke. La
segunda parece asumir la misión de intuir y predecir –no siempre- una Edad de
Oro como compensación del Paraíso Perdido
más allá de la realidad inmediata de su medio y su tiempo. A este orden
pertenece la poesía visionaria y profética de un William Blake, de un Whitman,
de un Rimbaud. Ahora bien, entre la cara que contempla el pasado y la que
avizora el futuro, hay otra intermedia que no se tomó en cuenta para la
configuración del mito jánico: la que atiende al ahora y al aquí existencial, vale
decir al presente fugitivo e inasible, siempre en vertiginosa mutación como el
río de Heráclito cuyas aguas no bañan ni espejan dos veces el mismo rostro.
Por ceñir demasiado la huella fugaz de ese presente ilusorio y eternamente
renovado, ésta sería, por excelencia, la poesía del tiempo psíquico, del tiempo
vital, perecedero y a la vez intemporal, o intemporalizado, de la poesía de un
Antonio Machado, de un César Vallejo, de un Paul Éluard. Y por ser, asimismo,
la que atiende al aquí, ya se viva y se sufra en su laberinto o atolladero como
dentro de un cielo o de un infierno, la poesía desgarradora, lacerada y
lacerante, de un Charles Baudelaire, para citar únicamente al hermano mayor
de los poetas malditos, después de Villon.
Como todas las artes del movimiento –el canto, la música, la danza- y
como algunas de las artes estáticas o inmóviles –la pintura especialmente- la
poesía tiene un origen mágico: fue, en sus albores remotísimos, sortilegios y
profecía. ¿Lo sigue siendo aún?
De la forma primaria, infusa y larval, de las apoteóticas onomatopeyas
tribales, pasó a la triada del canto, la música y la danza de conjuro, de ésta a
las formas píticas u oraculares, a los versículos de los profetas hebreos, al
“Libro de los muertos” y a los libros védicos; de las manifestaciones poliformes
y gregarias que caracterizaron su largo y oscuro periodo inicial, pasará luego a
las formas individuales, todavía anónimas, como los cantares de gesta y los
ditirambos. Los acontecimientos más importantes de la vida del hombre: el
nacimiento, el triunfo en los certámenes literarios o en los juegos olímpicos, los
esponsales y la muerte, tienen ya en la poesía de la Grecia anterior al siglo de
Pericles sus correspondientes manifestaciones exaltativas en las canciones de
cuna, los himnos o las odas epinicias, los epitalamios y los cantos fúnebres.
Disociada de los elementos plásticos del canto, la música, y la danza, la poesía
se libera de los sortilegios puramente mágicos, cobra autonomía individual, se
hace profética. Primero, como he dicho, por la voz de los oráculos; luego por la
voz de los vates y adivinos. Los primeros en reconocerla y clasificarla como
expresión autónoma y como manifestación estética fueron los griegos, de cuya
lengua toma el nombre de poiesis y de la cual proceden también los vocablos
artísticos música, teatro, retórica, escultura, arquitectura, y los científicos
filosofía, teología, metafísica, lógica y astronomía, entre otros.
En la gran soledad de los comienzos, en la intemperie muda de lo que
todavía no ha sido tocado ni transfigurado por la magia del verbo, cuando todo
es incertidumbre de un devenir oscuro que no se razona ni se intuye sino por
una suerte de conjuros, como en esta etapa de las civilizaciones primitivas en
que a la ancestral idolatría totémica suceden los ritos ceremoniales del canto
mágico –-la palabra asociada a la música-, o bien por un sistema de
adivinación clarividente, de omnividencia, como en los esplendores del culto
apolíneo y dionisíaco de los oráculos orales o escritos descifrados por la pitia o
los sacerdotes de la gentilidad helénica, desnudo de ropajes retóricos, surcado
de presagios, asediado de enigmas insondables, el hombre siente, entonces, la
necesidad de asumir, con un fervor a veces místico, a veces mesiánico, la voz
de la especie. La poesía es, entonces, profecía, y viceversa. El hombre siente
que su voz es oráculo, esto es: inspiración de la divinidad o la deidad que habla
por él y que él traduce a los demás con palabras incandescentes y reveladoras,
pues une al don carismático de la profecía el sobrenatural de la revelación. Es
tiempo de iniciados, pero de iniciados que descifran y transmiten el idioma
secreto a los catecúmenos, a los neófitos. Es tiempo de vísperas, de vigilia
tensa, de ardiente paciencia a la espera del alba. (“Oh, pureza! ¡Pureza! Este
minuto de vigilia me ha mostrado la visión de la pureza. Por el espíritu se va a
Dios!”), exclama Rimbaud en El imposible, del libro citado, y en otra parte
vaticina: “Y cuando venga la aurora, armados de una paciencia ardiente,
entraremos en las espléndidas ciudades” (aquellas del espíritu con que sueña).
El verbo arde y resuena en los templos, en las plazas, en los caminos, en los
cálices rojos de la sangre iluminada. Tiempo de revelaciones inminentes, de
áureas epifanías o de “heraldos negros”. La alternativa oscila entre los
antípodas: la epifanía o el apocalipsis. No hay latitudes neutras, no hay zonas
intermedias. En esos períodos se respiran aires extremos, de principio o de fin
del mundo. La historia de los hombres ha probado que es así. Y la historia se
repite, apenas con algunas variantes, en la circunferencia del eterno retorno.
Para alivio del hombre, como todos los estados de tensiones violentas o de
hondas conmociones, el tiempo de los vientos y los relámpagos proféticos es
intenso, dramático, pero fugaz. La voz de los profetas es sólo una señal a lo
lejos. Y eso es lo que perdura.

II- ESENCIA Y LENGUAJE. DEFINICIONES.


LO PROFETICO Y LO LIRICO:
OBJETIVIDAD E INTROVERSION

El diccionario de la lengua define muy escuetamente a la poesía como la


“expresión artística de la belleza por medio de la palabra sujeta a medida y
cadencia, de la que resulta el verso”. Al margen de esta definición escolástica
tradicional son innumerables las que desde antiguo han intentado no sólo los
propios poetas, sino filósofos, estetas, preceptistas, teorizadores, exégetas y
críticos de todos los tiempos, comenzando, en Occidente, por Platón, quien
formuló el principio del “entusiasmo mágico” como elemento generador de
poesía, con lo cual quiso significar un estado de vehemencia y exaltación
anímica, equivalente a la inspiración de los románticos, peculiar en quienes
están llamados y dotados para la expresión de la belleza por la palabra o por
otros medios como el color, el sonido o las formas concretas. Aristóteles
definirá, después, a la poesía como “imitación bella de la naturaleza”. Al
concepto de la mimesis aristotélica Bacon incorporará, más tarde, un nuevo
elemento, principalísimo en la creación poética: la imaginación. De acuerdo con
este enunciado la poesía es algo más que mera imitación de la naturaleza
porque la imaginación magnifica la realidad, en cierto sentido la exagera, ofrece
una visión y versión hiperbólicas del mundo sensible. Para Boileau no hay
belleza sin verdad, y de este enunciado, que parece desprendido del meollo del
espíritu helénico, al concepto de que todo lo bello es verdadero, no media sino
un paso. Si nos dejáramos llevar por la tentación de citar definiciones sobre la
poesía y el concepto de lo bello, que parece más que inherente consustancial e
indisociable de la remota génesis de aquélla, no habría espacio ni tiempo
para satisfacer ese propósito. Pero no he de omitir, aquí, dos definiciones muy
ilustrativas de escritores modernos. Benedetto Croce, resumiendo un
pensamiento de Vico expresando en su Scienza Nuova, preceptúa lo
siguiente: “La poesía es producida no en virtud de un mero capricho placentero,
sino a causa de una necesidad natural. Tan lejos se halla de ser superflua y
eliminable, que sin ella el pensamiento no hubiese podido avanzar: es la
actividad primaria de la mente humana. El hombre, antes de llegar a la etapa
en que forma ideas universales, forma ideas imaginarias. Antes de que logre
reflexionar mediante una mente clara, aprende por medio de facultades
confusas y perturbadas; antes de que pueda articular, canta; antes de que
hable en prosa, habla en verso; antes de usar términos técnicos, usa
metáforas, y el uso metafórico de las palabras le es tan natural como a
nosotros los que llamamos “natural”. Tal vez influido por el pensamiento de
Vico, o coincidiendo con él, Herbert Read escribe en Forma y poesía
moderna: “La diferencia de tensión entre poesía y prosa corresponde, en
realidad, a una diferencia en la evolución histórica del lenguaje. La poesía es
un modo más primitivo de expresión que la prosa; es por ello que el lenguaje
de los pueblos primitivos nos parece a menudo poético”. Pero recordemos
también que Hegel, en su Poética, enuncia un pensamiento similar cuando
dice que “la poesía es más antigua que el lenguaje en prosa artísticamente
trabajado y la primera forma bajo la cual el espíritu llega a la verdad”.
No hay definición, por aguda y certera que sea, capaz de aprehender y
abarcar en su red silogística la esencia y el misterio de la poesía, sea como
fenómeno ontológico, como proceso creador propiamente dicho o como
objetivación verbal. Más útiles que las definiciones de la esencia indefinible
son las clasificaciones de las diferentes formas de la expresión poética, que los
griegos dividieron en tres géneros o categorías principales: épica, lírica y
dramática. Poesía épica –epos o saga- es, como sabemos, la de carácter
narrativo, predominantemente objetiva, denominada rapsodia o epopeya, que
describe la vida de un pueblo o sus hechos más notables, y cuyos exponentes
históricos más ilustres son, en la cultura occidental, los grandes poemas
homéricos la Ilíada y la Odisea; en la Oriental, los poemas indios el Ramayana
y el Mahabarata, sin contar los chinos. Paralelamente, hay también una épica
religiosa a la que pertenecen, por ejemplo, La Divina Comedia y El Paraíso
Perdido, cuya poesía no debemos confundir con la de los míticos del Siglo de
Oro español: San Juan de la Cruz, Fray Luis de León y Santa Teresa de Avila,
ni con la teológica de La Ciudad de Dios. Lírica es la que se ejecutaba en sus
comienzos
-no se sabe en rigor si anteriores o posteriores a la épica- para ser cantada al
son de la lira, de donde le viene el nombre de lírica, y es, a la inversa de
aquella, predominante y esencialmente subjetiva, pues si en la épica el teatro
de los acontecimientos es el mundo –el espacio-, en ésta el escenario es el
alma del poeta –en consecuencia, el tiempo-. Espacio y tiempo tienen, como
vemos, distinta gravitación, mayor o menor influencia, según predomine lo
objetivo o lo subjetivo en cada uno de esos géneros poéticos que, por muchas
razones, pueden calificarse de opuestos. La poesía dramática, que
indudablemente es posterior a la épica y a la lírica, reúne, como ha observado
Hegel, los caracteres de las dos precedentes: “el carácter objetivo de la acción
representada ante nuestros ojos y el carácter subjetivo de los motivos
interiores, que mueven a los personajes, y del destino de éstos, que sólo puede
ser el resultado necesario de sus pasiones y acciones”. De acuerdo con las
funciones asignadas en sus orígenes, la épica era para ser contada, la lírica
para ser cantada, la dramática para ser representada. Con excepción de la
segunda, que no desempeña ya su función inicial, en las restantes prevalecen
los fines que condicionaron sus formas específicas.
Ahora bien, siendo lo profético una naturaleza, dicho con mayor
propiedad, una condición inherente a ciertos espíritus y a cierta poesía y no
una forma poética más, es natural que, como tal, no se la haya incorporado al
principio de división que sirve para establecer los diferentes géneros de poesía,
según el sistema hegeliano, tomado del patrón helénico. La sola condición de
profético escapa a toda nomenclatura, a toda clasificación técnica, a toda
suerte de encasillamiento, inclusive a cualquier tipo de filiación estética. El
sentido y el tono profético pueden darse tanto en la poesía épica, como
acontece en los antiguos poemas cosmogénicos y teogónicos, en la poesía
sálmica y versicular de los profetas bíblicos, desde los cuatro mayores a los
doce menores, o en cualquier poema moderno de ese género, del mismo modo
que en la lírica y aun en la dramática. Pero sucede que la profecía adviene en
determinadas circunstancias históricas, en ciertos estados muy sensibilizados
del espíritu de una época y, por lo general, en lo que reconocemos como
situación límites de períodos de crisis o decadencia moral de la sociedad.
Cuando no se tenía aun una orientación clara y definida, en la Grecia de los
atisbos mágicos y los primeros sondeos fenomenológicos en el misterio de la
materia cósmica y humana, ya Orfeo profetizaba en la isla de Lesbos, patria de
Safo. El orfismo, las fiestas eleusinias consagradas a Démeter y al adeo tracio
Eumolpo, presididas por los hierofantes, hasta el pitagorismo que como otras
doctrinas filosóficas y científicas formulaba sus teorías sobre la explicación del
mundo y el destino del hombre, contenían, en mayor o menor proporción,
elementos proféticos en sus epigramas, aforismos y cantos. Cuando los
elegidos, guardianes del fuego sagrado que arde sin consumirse como la zarza
incandescente de la visión mosaica, alimentada con la fe y la esperanza de
hombres de corazones puros y piadosos, advierten las faltas del pueblo judío,
su alejamiento de Dios, su concupiscencia o su frivolidad mundana, levantan
en coro sus voces proféticas, atribuladas o admonitorias, como las de Jeremías
y Ezequiel, cuyos acentos parecen transportar el eco de una voz más alta y
poderosa que exhorta a los extraviados a retomar el camino del amor, la
libertad y la justicia. Y así, en todos los tiempos, cada vez que una tragedia o
infortunio colectivo ensombrece la vida de un país, cada vez que el horror de la
guerra, la férula de los tiranos que sojuzgan y vejan la dignidad humana, la
miseria física o la corrupción moral se ciernen como el azote de las siete plagas
bíblicas sobre la humanidad, antes, entonces y después; el sentido y el tono
de la poesía se hacen proféticos. Como ocurre siempre, son algunos, muy
pocos en relación con el número de seres que puebla el mundo, los que
asumen la responsabilidad heroica del dolor y la desdicha, pero también del
amor y la esperanza, del pueblo caído o castigado. El destino de la especie
parece hablar, entonces, por boca del poeta, cuya voz se hace admonición o
salmo, ardiente profecía. Y este poeta puede llamarse Dante o Quevedo, Blake
u Hölderlin, Nietszche o Byron, Baudelaire o Lauréamont, Rimbaud o
Whitman, Vallejo o Huidobro, Éluard o Bretón. Entre los poetas de naturaleza
metafísica y mística, entre los poetas del dolor o de la cólera, están los poetas
de la esperanza y el futuro, cuyo destino parece coincidir premonitoriamente
con ese saludable y jubiloso estado espiritual de las grandes vísperas del
hombre.
Pero no son, como pudiera inferirse, poetas de la utopía y de la
embriaguez paradisíaca, sino de la esperanza en un futuro que intuyen cercano
o distante y auguran pletórico de fecundas posibilidades. Porque, así, como
hay una profecía de la destrucción y de la muerte, hay también otra de la
esperanza y de la vida; una del mal y otra del bien. En un caso y otro el poeta
es el hilo conductor de una corriente profunda y misteriosa, la aguja magnética
que indica un derrotero, una dirección, un polo negativo o positivo en la esfera
del mundo. El poeta es, concretamente, el augur, el arúspice que ve y descifra
los signos oscuros, el vate que profetiza la luz o la tiniebla, el dolor o la alegría,
el infortunio o la felicidad luminosa e inasible.
Resulta sintomático que, pasados los tiempos difíciles de confusión y
sobresalto y superados, de alguna manera, siempre relativa y transitoria, los
estados catastróficos con su secuela de conflictos y problemas diversos, la
poesía se refugia nuevamente en la diluida claridad o en la tenue penumbra,
casi transparente, de esa luz de atmósfera lunar que irradian las formas líricas,
íntimas y frágiles como el canto del ruiseñor de Keats oculto entre el follaje en
una noche calma y plateada de estío. Diríase que el poeta, alejado del fragor
de la multitud y circundando por su oleaje, que oye resonar a su alrededor
como un mar turbulento y agitado, ajeno a su yo solitario y herido, se recogiese
en su intimidad subjetiva como dentro de un santuario donde el único oficiante
del rito mágico fuese él, quien a su vez actúa como la única figura protagónica
de un teatro desierto, pero maravilloso y resonante. En un mundo donde la paz
y la armonía han impuesto una tregua a las pasiones y discordias de los
hombres, se dan las condiciones adecuadas para el florecimiento de una lírica,
ya elegíaca o celebrativa, intimista o eglógica. El poeta, exiliado entre la
multitud, se ensimisma, vuelve al umbral de la virginidad telúrica y a su propia
niñez (“Sí, tu niñez, ya fábula de fuentes”, nos dirá por ahí), encamínase a la
conquista o a la reconquista de su país interior, se examina, se mira en el
espejo de un Cefiso fugaz donde contempla su propia imagen abismada, corre
inclusive el riesgo de caer en la tentación ególatra del joven Narciso del mito
clásico y hace de su ego magnificado el eje diamantino e imantado del mundo.
De este proceso de introversión arranca, precisamente, la desmesura, la
hipérbole del gran sueño romántico. Después del esplendor y el resplandor
helénico; después del laberinto encaje de muros, ojivas y agujas góticas de la
brumosa Edad Media; después de la experiencia estética y científica del
Renacimiento, que renueva las inquietudes espirituales, abre amplias
perspectivas y despeja las sombras de ruinas y rasgos fantasmales, el hombre,
de vuelta ya del deslumbramiento y la euforia renacentista y de su polifacético
prisma de ojos y manos febriles, se siente nuevamente solo y olvidado entre
sus propios semejantes. Atenea sutilísima, la sensibilidad del poeta capta las
más recónditas vibraciones del medio y el tiempo en que vive. Es entonces
cuando siente en el fondo de su corazón la nostalgia de lo infinito, de lo
absoluto, y el rechazo de los límites que la dura y fría realidad circundante le
impone, y con ese sentimiento le asaetea también la fascinación de lo
desconocido y el desprecio por lo vulgar y mecánico del vivir cotidiano limitado
por dogmas y hábitos consuetudinarios.
Goethe proclama la eternidad en el pleno y puro goce del instante
fugaz. Nace el romanticismo faústico de la contemplación y la acción
amalgamadas en una síntesis vital, cuyos principios humanos y estéticos
vigorizará, luego, Schiller y explicarán los filósofos del “Sturm und Drang”. Tras
ellos surgen los poetas y filósofos de “Athenäum”, que se confiesan, primero
sus fervientes discípulos, luego sus apasionados antagonistas. Weimar y Jena
se enfrentan a través de dos concepciones diferentes del romanticismo: aquélla
neoclásica, ésta químicamente pura e irreductiblemente idealistas. Sus profetas
y teorizadores son Novalis, los hermanos Schlegel, Hegel, Schelling y otros. Un
poco apartado, pero espiritualmente identificado con los nuevos románticos,
Federico Hölderlin, cuyo dramático sino lo alejará cada vez más de sus
contemporáneos, al mismo tiempo que lo irá aproximando, idealmente, al
sueño de la perdida Edad de Oro de los dioses griegos. Esa constelación
fulgurante le deja para siempre esa mezcla de dolor y grandeza de semidiós
oscuro y castigado, compelido, como el rebelde Prometeo, a vivir encadenado
a la desierta roca de un Tártaro infernal, en un exilio infausto y atroz. Del autor
de Hyperion puede decirse que fue un Prometeo sin la rebelión violenta y
activa del raptor del fuego celestial, pero es más lícito compararlo con Sísifo,
por el suplicio que debió soportar toda su vida, o con Tántalo, por el frustrado
deseo de asir un objeto ideal que, como el agua y los frutos de oro, retrocedía a
cada nuevo asedio de su sed de belleza, armonía, unidad y absoluto. Extraños
en un mundo donde los sueños parecían no contemporizar con la realidad que
aceptaban los hombres, los románticos, veneros inagotables de poesía lírica,
se volvieron hacia sí mismos, se ensimismaron, en un vehemente anhelo de
introversión abisal. Buzos del alma, precursores del surrealismo y hasta del
psicoanálisis, cuyos abanderados llevaron mucho más lejos la exploración del
yo y del subconsciente, esos modernos argonautas extrajeron del fondo de los
mares interiores la flor azul de una lírica densa y poblada de símbolos, de
expresión a veces barroca, de tono exaltado y formas suntuosas, que
simbolistas, y parnasianos sobre todo, perfeccionaron hasta el ápice de la
belleza formal, incluso hasta el refinamiento y la decadencia. Negros vientos,
tempestades de odio y de sangre soplaron sobre el mundo, como las trompetas
que San Juan oyó sonar en las rocas de Patmos. No fue el Apocalipsis
anunciado por el ángel de la visión del evangelista, pero debió ser algo así
como el preludio de aquello que sobrevendrá tarde o temprano si los hombres
persisten en sus aberraciones criminales de poder material, dominio despótico,
soberbia satánica y exterminio rampante de fieras armadas. El trueno de la
metralla en los campos de Marte, el estertor de los caídos , el dolor y el
espanto de millones de seres sometidos a una involuntaria flagelación, arrancó
de los sueños idílicos, de la nostalgia y del éxtasis místico a no pocos de los
mejores poetas de este siglo, precisamente quienes parecían estar llamados
por el destino a asumir, una vez más en la historia de la comedia humana, el
papel de visionarios y profetas. En el orden del eterno retorno, ellos cumplen la
misión de iluminar las almas y las mentes, como esos grandes faros del poema
de Baudelaire y, aunque parezca paradójico, como algunos de los que Verlaine
y Darío retrataron, con trazos conmovedoramente humanos, en las galerías de
Los poetas malditos y los raros. Siempre que la humanidad se halla en
camino de sucesos trascendentales, sean ellos venturosos o aciagos, ciertos
poetas, sólo ciertos poetas, abandonan la contemplación de su esfinge interior
para, sin perder contacto con las fuerzas insenescentes y las voces ocultas,
asomarse al espectáculo de la vida común y ver más allá de cuando alcanza la
limitada percepción del ojo del profano, del indiferente o del ególatra aquel ojo
que, como tan bien ha dicho William Blake, mira el mundo por el orificio de su
oscura y solitaria caverna, ciego de toda ceguera, por embotamiento de los
sentidos y por usura y miseria del alma.
LOS ORÍGENES DE LA POESÍA LÍRICA
SU DESARROLLO Y EVOLUCIÓN EN GRECIA

I-GENESIS REMOTA. LAS FUENTES DEL CANTO

El inmenso y rico patrimonio universal que conocemos con el nombre


de literatura1 o bellas letras tiene su remoto origen y sus raíces más profundas
en el hontanar de la poesía, que fue la primera manifestación oral y escrita del
lenguaje humano. Y si bien es verdad que la literatura como expresión múltiple,
compleja y aleatoria del espíritu y el intelecto suele ser a menudo lo contrario
de lo que es en esencia la poesía, ésta forma parte de ese caudaloso
patrimonio y lo integra como venero original, quintaesenciado y peculiarísimo.
Es el manantial secreto que no cesa de fluir desde los orígenes del
Verbo hasta nuestros días y que no cesará hasta la extinción de la especie y la
consumación de los siglos. La poesía nació, primero, de una necesidad
superior: la de expresión del ser, que genera y contiene, ínsitamente, la de
comunicación de los sentimientos primordiales del hombre: el sentimiento de
asombro o de estupor ante los elementos y los fenómenos del mundo físico; el
sentimiento de miedo o temor ante lo desconocido y lo inescrutable; el
sentimiento de júbilo o alegría que suscita en el ánimo la percepción de la
belleza y grandeza del cosmos; el sentimiento de soledad y de angustia
existencial y metafísica: soledad en el espacio desierto y desmesurado,
angustia en el tiempo que transcurre fugitivo, arrastrando en su fluir incesante
nuestras vidas, “que van a dar a la mar que es el morir”, como dice la copla de
Jorge Manrique; el sentimiento de amor a los semejantes a quienes el poeta,
llamado a sentir y expresar la realidad del mundo en que vive, su anécdota y
circunstancia, y su propia realidad interior, quiere participar, comunicar,

1
El término literatura, cuyo sentido o aceptación actual data recién del siglo XVIII, proviene, según
Escarpit, del vocablo latino de raíz griega litera, que etimológicamente deriva de letra, entendida ésta
como fijación escrita, y en particular impresa. Tal vocablo circula en los tratados romanos y así es
escritura para Cicerón, filología para Séneca, alfabeto para Tacíto. En su Teoría da literatura, Soares
Amóra dice que la palabra (literatura) “fue creada y usada por los latinos con el sentido de gramática”.
Antes, para los griegos fue arte literario en los distintos géneros y éstos reconocían, indistintamente, un
denominador común, del que procedían: la poiesis, que es crear, hacer. Con el sentido de creación, que
como tal se expresa por medio de un lenguaje poético, vale decir creador, entendieron el quehacer
literario, entre pueblos de otras lenguas, los alemanes, quienes con la voz Dichtung (poesía) designan y
abarcan en conjunto todo género de literatura, como hicieron los antiguos helenos antes de la división de
las artes, dando por sobreentendido que bajo esa denominación global y unitaria se agrupan distintas
formas literarias y artísticas.
mediante la palabra -o el canto, la música, la danza, el color-, todos esos
destellos y vibraciones del alma; y el sentimiento de la libertad, principio y fin
del acto creador por medio del cual el ser humano se revela y trasciende y al
mismo tiempo que descifra y revela también, de algún modo, las claves del
gran misterio original, eterno e infinito libérase a sí mismo de las limitaciones o
sujeciones que le impone la condición de estar oscura y fatalmente sometido a
las leyes ineluctables de su destino temporal.
Nació, luego, la poesía de una honda y fuerte apetencia de
perduración o inmortalidad, a la vez que de una pura y clarividente intuición de
belleza. Apetencia de perduración o inmortalidad que es tanto mayor cuanto
más lúcida y penetrante es en el hombre la conciencia de su fugacidad y
finitud. Por esa aspiración a perdurar y trascender hacia la inmortalidad del
hombre, y en particular el poeta, que asume la conciencia extrema de la
condición humana y su destino, anhela y sueña ser un dios o algo semejante (y
“es un dios cuando sueña”, según Hölderlin dijo), o el mismo Adán en la
virginidad del Paraíso, siquiera la reencarnación o la sombra de Adán, antes de
la tentación y la caída. Basta perdurar y trascender, basta ser inmortal, a todo
se atreven los deseos y los sueños del hombre: un dios o Adán, su prístina
creación, su primera imagen, forjada para siempre y, sin embargo, condenada
a morir por su rebeldía y su desobediencia. Y acaso no es más, después de
todo, que aquello que la vida y el drama de un poeta, Arthur Rimbaud, le hizo
decir a uno de sus críticos, tal como lo refiere Daniel Rops: “Poquita cosa en
una plaza y metáfora de Dios.2 A esto se reduciría, en definitiva, el ansioso de
eternidad, el soñador de divinidades que es el poeta en sus aspiraciones más
secretas, si nos atenemos a la visión dramática y no menos conmovedora de
quien interpretó el sentido de su vida, su misión y destino, a través del más
puro, rebelde y orgulloso, en un mundo que parece no estar hecho a la medida
de sus sueños.
Si grande, si honda y fuerte es en la criatura humana, y sobre todo en
el poeta, esa apetencia de vida perdurable, trascendente, inmortal, no es
menor su intuición y sentido de la belleza, cuyo arquetipo ideal no es estático,
no es inmutable, sino dinámico y fluyente como la vida misma y está en todas
las formas visibles e invisibles, manifiesta u oculta. La intuición del poeta y su
sentido de orientación lo inducen al descubrimiento, a la revelación de la
belleza, sea que ella esté inadvertida en cualquier forma o acto de la naturaleza
y del mundo sensible, sea que viva latente en fondo del alma, en la esencia
inmanente y misteriosa del ser. La tarea del poeta consiste en encarnar, en
concretar, en el cuerpo articulado del lenguaje, oral o escrito –un lenguaje que
expresa por medio de metáforas, de imágenes, de símbolos, de asociaciones
alusivas o directas-, las distintas formas de la belleza. Esa belleza que, desde
los albores más remotos de su intuición, busca y logra aprehender a través de
su visión o percepción sensible y anímica, y expresa, luego, mediante las
diferentes formas del lenguaje poético –palabra, canto, música, danza, artes
plásticas-, induce al hacedor a concebirla y plasmarla de modo tal que,
cualquiera sea la forma elegida para alcanzarla, pueda resistir, invulnerable, los
embates del tiempo destructor, como algo que, más allá de la anécdota y la
circunstancia que entretejen la trama cotidiana de los hechos humanos, tiene
por sí mismo valor imperecedero, vigencia intemporal. Si se trata de un poema,

2
« Rimbaud Petite chose dans un square et métaphore de Dieu ». J.P. Vaillant.
por ejemplo, el poeta tenderá a apresar en palabras, con imágenes o símbolos,
una forma ideal de belleza, un arquetipo, según su particular visión del mundo y
de las cosas, visión que estará sustentada por las vivencias, la emoción, la
intuición y la imaginación o la fantasía de aquél. Belleza y verdad, para el
poeta, son conceptos sinónimos, o cuando menos equivalentes. Lo bello es
bueno y la belleza es verdad, así como también lo verdadero es bueno y la
verdad belleza, belleza moral. Esta conjugación parece esencial en el orden de
la creación poética, como lo demostraron los antiguos griegos, que fueron los
primeros en filosofar y teorizar sobre la poesía y las artes, en el mundo
occidental. Se trata, en suma, de plasmar un arquetipo de belleza para
siempre, vale decir, fijar una forma dada en el espacio y en el tiempo; en un
espacio ilimitado y en un tiempo infinito, despojado de anécdota y
circunstancia, intemporalizado, como dice Antonio Machado en sus
meditaciones sobre el quehacer poético. Todo acto creador, por otra parte, es
participación, comunión y, como decía Platón, dimana de “un entusiasmo
participante”, aunque tanto su génesis como su doble proceso interior y
expresivo sean de naturaleza individual. Por ser participación, comunión, es al
mismo tiempo de esencia religiosa, no en el sentido de culto a una divinidad
pagana o teológica, sino porque, en el fondo, la aspiración de toda poesía
–simiente y raíz oculta de todas las demás formas literarias-, es unir, unir el
Uno en el Todo, y viceversa. La conciencia de que es realmente así hizo decir
a Novalis, el gran poeta romántico alemán del siglo XVIII, que la poesía es la
“realidad absoluta” y que “todo sentir absoluto es religión”, en el sentido, claro
está, de unir, fusionar seres y cosas en el espacio y en el tiempo.
Los primeros aedos y rapsodas de la antigüedad tomaron buena parte
de los elementos de sus cantos y epopeyas de la tradición oral, de las fuentes
anónimas del genio de las razas y las lenguas en que se nutrieron los cantos
de gesta primitivos. Lo que no tomaron de allí, lo tomaron de la naturaleza
virgen y de las fuentes de la propia vida. Pero antes de articularse en cantares
y rapsodias, tales manifestaciones de la poesía infusa y larval de los comienzos
de la aventura humana fueron explosiones puramente onomatopéyicas e
interjectivas de alegría y tristeza, place o dolor, dicha o sufrimiento, felicidad o
infortunio. Después de un largo y oscuro proceso de evolución del lenguaje
oral, proceso que llevó al hombre siglos de experiencia, de vida convivencial y
comunitaria entre los clanes y tribus salvajes primero y asociaciones
organizadas más tarde, el hecho poético, que en los estados primitivos se
manifestaba a través de danzas rituales o de conjuro, del canto mágico y de los
coros; se fue individualizando a través de cantares anónimos, rapsodias o
epopeyas y canciones líricas. Como veremos después, la poesía era entonces
la esencia imponderable y el elemento aglutinante de las llamadas artes del
movimiento: el canto coral, la música y la danza.
II- LAS FORMAS MAGICAS PRIMITIVAS.
LA TRIADA Y EL CANTO MAGICO

La poesía figura entre las artes del ritmo o de la belleza en


movimiento, como la música y la danza, que en los orígenes, o sea lo que
podríamos llamar la prehistoria de la literatura escrita, se ejecutaban asociadas
en una triada formada por las tres artes. Se opone a este grupo o triada el
integrado por la pintura, la escultura y la arquitectura, todas ellas artes de la
simetría o de la belleza inmóvil, que por esa condición tomaron también el
nombre de artes estáticas. Si fuera necesario explicar el sentido de la palabra
arte, habría que repetir, con Vincent d’Indy, que tal vocablo deriva de otro
griego cuyo equivalente es medio, del mismo modo que la palabra poesía
deriva de otra griega, poiesis, que significa, según algunos, creación, según
otros, acción, puesto que proviene de acto, de hacer.3 Asimismo, corresponde
establecer una separación entre las artes útiles, o medios de vida para el
cuerpo, y las artes liberales, gratuitas y estéticas, o medios de vida para el
espíritu. Cada arte, por lo demás, posee sus elementos propios que las
diferencian entre sí, ya pertenezcan a las llamadas artes del movimiento o a las
artes inmóviles o estáticas. En el principio fue el Verbo se ha dicho en las
Escrituras (Génesis), aludiéndose al don de la palabra encarnada en el espíritu
de Dios, don supremo concedido por la gracia divina al ser humano, pero verbo
es también toda expresión originada en el espíritu del hombre y formulada por
él; en consecuencia , verbo, aunque primario, elemental, era lo que movía al
habitante primitivo a expresar sus sentimientos y visiones por medio del canto,
la música y la danza, que en esos remotísimos tiempos de la especie humana
prefiguraban la poesía y eran, por así decirlo, una manifestación de la poesía
misma, la poesía coral, rítmica y plástica, anterior a la oral y a la escrita, cuyo
desarrollo y evolución originará en el decurso de los siglos esa compleja
actividad intelectual que se llama literatura.
La poesía, en sus oscuros y remotos orígenes, aparece
profundamente ligada, como la música y la danza, a las ceremonias del culto
mágico. El investigador de las artes e historiador de la música, J. Combarieu,
veía en el fenómeno del encantamiento o conjuro el protoplasma del arte
musical y del poético, y esto sencillamente porque los pueblos primitivos –
señala otro historiador de las artes, José subirá- asimilan a ciertos poderes o
fuerzas personales los fenómenos de la naturaleza. Según las supersticiones
populares que desconocían las leyes físicas, los poderes o espíritus invisibles
invaden el mundo, y para dirigir aquellos fenómenos a las conveniencias del
individuo o de la tribu, cuentan con un personaje, el mago, que ya entre los
persas, según Herodoto, estaba encargado de un canto especial denominado

3
En idioma griego significa indistintamente hacer y crear, de donde puede inferirse que poiesis (poesía)
equivale a acción o creación, en el sentido poético, y por extensión artística, de su concepción original.
teogonía, sin el cual no se podían hacer los sacrificios en aras de la divinidad.
¿Dónde se originó la magia?. Los historiadores antiguos decían que en Persia;
los modernos, en cambio, suponen que fue en Egipto y Caldea, de donde
habría pasado sucesivamente a las comunidades semitas y al pueblo griego.
La palabra, el verbo, es el más eficaz de los recursos mágicos. La palabra
articulada, que han exaltado los poetas, filósofos e historiadores del arte y la
literatura –entre los antiguos, por ejemplo, Homero, Ovidio y Plutarco,
respectivamente-, y la palabra asociada a la música por medio del canto o de
los instrumentos de cuerda y de viento, ha obrado prodigios en el alma y la
mente de los pueblos, que así fueron iluminando las tinieblas del ser
transformando los instintos primarios del habitante de las cavernas o de las
selvas en sentimientos humanitarios y en apetencias espirituales. El Carmen
latino constituyó al principio un mandamiento religioso, del cual derivará la
palabra francesa charme (encanto) y designó tanto la música vocal como la
instrumental. Análoga amplitud significativa nos ofrece también aquella voz
griega en la que tiene su raíz etimológica la palabra oda.
El canto mágico asocia al texto musical una serie de frases que
desconocen toda preocupación y que sólo tienen sentido claro para las
personas iniciadas en el culto. Predominan en él la repetición melódica y la
insistencia rítmica de ciertas fórmulas mágicas. Es el conjuro un arma,
defensiva u ofensiva, que las tribus o individuos ignorantes, ante las
hostilidades o los rigores de la naturaleza, esgrimían contra supuestos espíritus
maléficos. En el conjuro tiene su origen la música. Del conjuro musical se pasa
después al lirismo religioso. Finalmente el arte confundido en la triada de canto,
música y danza se transforma en instrumento de puro deleite. Va naciendo, así,
el sentido estético en el arte primitivo. Las tres frases citadas aparecieron
sucesivamente en los pueblos de gran antigüedad y amplia tradición. El canto
mágico no fue tan solo un arma contra los espíritus maléficos, sino inclusive
contra las epidemias y las perturbaciones mentales. Según Píndaro, Esculapio
curaba a los dolientes mediante la música y con cantos dulcísimos, y sostuvo
Platón que, sin el canto, las recetas eran ineficaces. Testimonios del influjo
terapéutico del canto y la música se hallan en Homero como en Aristófanes, en
Horacio como en Virgilio. Los cantos –refiere Pijoan- son breves estrofas en
honor del totem, que se repiten sin fatiga; a veces no pasan de simples
onomatopeyas y sonidos guturales. De este caos oscuro, por conducto e influjo
de las tres artes combinadas –canto, música y danza-, fue naciendo la poesía
propiamente dicha en el seno de las primeras civilizaciones –en Persia, en
China, en Grecia- y de ésta, a través de la épica, la lírica y la dramática, de
acuerdo con la clasificación genérica de los griegos, como veremos después,
surgieron y se desarrollaron todas las formas de la literatura que hasta hoy
conocemos.
III- EL CANTO CORAL, ANTECESOR Y PRECURSOR DE LA LÍRICA

De acuerdo con las crónicas más antiguas de que se tienen noticias, el


canto coral habría precedido en Grecia, al nacimiento del canto lírico o
individual, cuyo desarrollo es, no obstante, simultáneo con la declinación de
aquél. De una época también anterior al florecimiento de la lírica datan los
himnos corales frigios, jónicos, dóricos y eólicos, que se cantaban con
acompañamiento musical en las distintas regiones del país. La música de esos
himnos difería según las características geográficas y culturales de cada
región; así, cada una tenía entonces un estilo regional propio que en ese orden
se distinguía como estilo frigio, jónico, dórico, lidio, lesbio o eólico. Estos estilos
musicales denotaban y mantenían, a su vez, una estrecha afinidad y
correspondencia con los estilos métricos: el hexámetro, usado en el género
épico, el pentámetro, el yámbico sincopado o metro esquiliano y el yámbico
trímetro. La experiencia de la asociación poético-musical, adquirida durante
largo tiempo, primero en las prácticas del canto coral y luego en el ejercicio
melódico de la estrofa subordinada a la música de los instrumentos de viento o
de cuerdas –en el que alternaban la flauta o el caramillo y el clarinete con la lira
y la cítara-, sirvió a los griegos, tan dotados para la percepción de la armonía,
la unidad y la belleza que buscaban expresar y perpetuar en el arte, para
enriquecer los movimientos rítmicos y perfeccionar las combinaciones
musicales y métricas. Fue tal vez eso lo que les permitió establecer, más tarde,
las correspondientes divisiones que impulsaron a la música y a la poesía a
discurrir por sus cauces específicos, sin subordinación de la una a la otra,
sujetas únicamente a las leyes fundamentales de su armonía, unidad y belleza.
El canto helénico, llamado melos, remóntase a tiempos muy lejanos,
anteriores acaso a la invasión de los dorios en Creta. Uno de los primeros que
se conoce es el Canto del molino, de ritmo elemental, que debió tener por
cuna a Lesbos o a una isla cercana, pues allí se alude a Pítaco, rey de Mitilene,
la antigua Lesbos, patria de Alceo y de Safo. Posteriores son, entre los más
difundidos, el Canto de las golondrinas, presumiblemente de origen rodio; el
Canto de la hilandera y el Canto del lagar, cuyos títulos configuraban en
elocuente y sugestiva síntesis todo un ámbito de labores bucólicas, un ámbito a
la vez arcaico y agreste que traduce la gracia, la frescura, la simplicidad y la
alegría de aquellos plácidos y venturosos días del hombre. Pero se supone que
más antiguos aún que estos cantos precursores del canto coral, predecesor
inmediato de la lírica , son los llamados escolios, que se entonaban en los
festines y que, según la tradición, cantaba Teognis, con sentimiento elegíaco,
al son de la flauta. En estos cantos, por lo común de cuatro estrofas y medida
silábica regular, descolló Hamordio, que los hizo célebres en su tiempo, así
como en el melos descollarán Safo y Alceo, que escribieron sus versos en
dialecto eólico y de quienes se ha dicho que “ninguno podía imitarles sin
hablar su propio lenguaje”. Originariamente anteriores al canto coral, escolios
y melos subsisten a través de las generaciones hasta el advenimiento de los
primeros grandes poetas líricos, como lo prueba el hecho de que Teognis,
Harmodio, Safo y Alceo los cantaran y es muy probable que fueran estas
formas melódicas y métricas de remoto origen, más aún que el canto coral, las
verdaderas y más directas precursoras de la poesía lírica tal como la sintieron y
expresaron los iniciadores del género, desde los tiempos de Arquíloco. La
práctica del canto coral no desapareció con el nacimiento de la lírica personal,
y en esto es evidente que siguió el curso histórico del canto helénico y del
escolio inmemorial, que continuaron cantándose con acompañamiento de
instrumentos musicales hasta el cenit de la edad de oro que culmina con
Píndaro. Con carácter religioso o festivo, se vocalizaba en distintas ocasiones:
con motivo de una solemnidad sacra, de un nacimiento, de unos esponsales,
de un deceso, de una cosecha, de una victoria, ya fuese en los certámenes
poéticos o en los juegos olímpicos.
El canto coral, era, pues, toda una institución en la comunidad
helénica, que por medio de sus protectores, generalmente dorios, quienes
ejercitaban una especie de mecenazgo con respecto a los autores y actores
profesionales, facilitaba y ofrecía al pueblo grandes recitales poéticos y
musicales que tuvieron después un digno correlato en el espectáculo teatral.
Como actividad artística de primer plano en una época en que el teatro estaba
recién en sus comienzos, el canto coral requería el concurso de poetas,
músicos y cantantes, no sólo de una región determinada, sino de toda Grecia y
aun de otras naciones. La lengua vernácula, el dialecto regional, no constituía
un impedimento ni siquiera una limitación, para el culto de ese arte plural y
comunitario porque el idioma imperante era internacional, puesto que
aglutinaba elementos elocutivos de las distintas formas dialectales, como si
fuese el receptáculo común de todas ellas. Bueno es señalar que no ocurrió en
Grecia, entonces, lo que en la bíblica torre de Babel, donde se confundieron las
lenguas, y ello no sucedió porque todos se entendían, allí, al hablar por medio
de las formas métricas, sonoras y rítmicas, armoniosamente reunidas y
combinadas en la polifonía del canto coral, el verbo soberano del espíritu en su
encarnación ideal: la belleza. Era propio de la cultura dórica propiciar una
poesía y un arte orientados a educar y deleitar a la comunidad, subordinando,
y difiriendo a un plano menos inmediato, las manifestaciones puramente
individuales, así como era propio de la jónica y de otras coetáneas estimular,
en primer término y como condición sine qua non, la libertad creadora
individual. Así tuvieron los dorios poetas que, como Alcman y Tisias, trabajaron
afanosa e incesantemente para los coros públicos, cuyo mayor desarrollo,
evolución y plenitud no coinciden por mero azar con el concurso de Simónides
y con las odas epinicias de Píndaro, quienes, sin menoscabo de la calidad de
su poesía, hubieron de rendir culto a esas divinidades temporales que eran a la
sazón los coros sostenidos por personas pudientes. Y así tuvieron también los
jonios, por su parte, poetas como Anacreonte, quien, aparentemente cortesano
por necesidad, escribió para sí, libremente, sin sujeción a ningún compromiso
que no fuese el mandato de su propia inspiración. Lo mismo puede decirse de
los eolios, que pudieron no vanagloriarse pero sí enorgullecerse de Safo y
Alceo, inclusive de Erina, que escribieron sus versos independientes de toda
tutela o protección. Es indudable que los estados jónicos, y con ellos Atenas,
que era el más poderoso, no quisieron, pues estaba en su natural idiosincrasia,
rivalizar con el dórico, rico y munificente, aunque no menos ostentoso, en
materia de estímulo, fomento y desarrollo del canto coral.4 Tal vez por una
especie de recato o de aversión a toda forma discrecional de dominio y
ostentación, así fuese con el atenuante de fomentar y difundir la cultura, fueron
los jónicos suelos propicios para el florecimiento de la poesía lírica pura.
Al no tener el canto coral un hombre correlativo con las formas propias
del género –porque no cabe duda que constituía un género en sí, característico
y autónomo-, Aristóteles, quien tanto nos ilustra acerca de la poesía, la filosofía
y las artes griegas, emplea, a falta de otra más adecuada, la palabra ditirambo
para clasificarlo. Paro el peripatético discípulo de Platón, los griegos de su
tiempo, sus antecesores y sucesores, sabían muy bien que el ditirambo era
otro género literario muy distinto, como que se trata de un antiguo canto
acompañado de danza, compuesto y ejecutado en honor de Dionysos, así
como el pean lo era de Apolo. Su nombre, ditirambo, es una conjunción léxica
que significa Dios y triunfo, o alegría. Es en rigor, de acuerdo con sentido
originario, la representación plástica y musical del espíritu de la tierra. Empero,
no alude al sátiro de la Arcadia ni a su sublimación pánica, aunque Pan, el dios
pastoril de esa comarca, aparece después unido a Dionysos por obra de Arión,
que en Corinto reinventó el ditirambo en una proteica y especiosa asociación
de dioses y sátiros. De esta aleación, de esta metamorfosis disociadora y
unificante a la vez, Aristóteles infiere el origen de la tragedia, cuyo nacimiento y
desarrollo no restará vigencia ni solemnidad al canto generador, aunque
Dioscórides, en su canto a Esquillo, haya dicho que “invención fue de Tespis la
tragedia”.

IV- FLORECIMIENTO DE LA LIRICA

Los tres géneros de la poesía que, de acuerdo con los principios de la


clasificación aristotélica, Hegel reconoce y define en su Poética, -el épico, el
lírico y el dramático-, imperaron en Grecia con similar esplendor y soberanía, a
tal punto que resulta difícil establecer cuál de ellos sobresalió en el ámbito de la
cultura helénica. La poesía épica, representada en cuanto tiene de más
significativo y trascendente por Homero y Hesíodo, para citar sólo a los dos
rapsodas más ilustres de la antigüedad, llena todo un vasto y denso capítulo de
esa cultura. La Ilíada y La Odisea difieren, por su sentido heroico, de Los
trabajos y los días y de la Teogonía, pero estas obras no pertenecen menos
al género épico por el hecho de ser aquélla una epopeya didáctica de la vida y
ésta una epopeya mitológica de naturaleza religiosa. La poesía dramática tuvo
sus más insignes cultores en Esquilo, Sófocles y Eurípides, fundadores de la
tragedia, a los que no aventajaron sus numerosos sucesores griegos y latinos
anteriores a Cicerón, quienes, por otra parte, no sólo imitaban de sus
predecesores los títulos de las obras, que ponían en griego, sino también los
4
A Taletas se le atribuyen las primeras obras para coros, entre las que compuso prosodiones (cantos de
procesión) e hipoquermas (cantos para danzas religiosas), así como Alcman compuso partenias (coros
juveniles) y Axión ditirambos (himnos a Dionysos y a Baco).
temas y personajes míticos. La poesía lírica, desde Arquíloco, Safo y Alceo,
pasando por Anacreonte, Simónides y Píndaro, hasta Teócrito y sus epígonos,
y aún más cerca, hasta Antípater de Sidón o Filipo de Tesalónica, que nace en
el primer siglo de la era cristiana, es una fulgurante constelación, dicho con otra
metáfora una caudalosa corriente de voces distintas pero acordes y unidas que
iluminan y abarcan ocho largos siglos de vida civilizada dentro del resonante
ámbito de esa rosa magnética de los vientos de todas las cuadrantes del
mundo antiguo que son en puridad la Magna Grecia y la Grecia continental:
nexo y punto de confluencia, a través del Mediterráneo, de las razas y las
lenguas de Oriente y Occidente.
En sus orígenes la poesía lírica, y la poesía en general, sea épica o
dramática, inclusive bucólica –de la que Teócrito no representa sino la
culminación de una rama que mantiene sus remotas raíces en el ancestro de
una humanidad agreste y pastoril-es, como sabemos, una asociación
armoniosa de canto, música y danza, dicho de otro modo, una combinación
mágica de elementos verbales, auditivos y plásticos. Desde el canto mágico
primitivo de las tribus salvajes, cuyas divinidades no eran Apolo ni Dionysos
sino el totem jaguar o el tótem pájaro, hasta las fiestas eleusinias y los
misterios inicíaticos del orfismo, eso que podría llamarse ya poesía primordial
y latente o virtualmente formulada en palabras cantadas, invariablemente
acompañadas de música y a menudo de danzas de sentido propiciatorio,
religioso o erótico, era una manifestación gregaria, tumultuosa, plural. Esta
forma de poesía difusa, que buscaba articularse por medio del canto o de la
recitación en ciertos casos, de la música de instrumentos de viento o de cuerda
como el caramillo y la lira, y también de la danza, que en un principio
contribuyó a integrar un solo cuerpo rítmico, sonoro y dinámico, junto con
aquellos otros elementos, fue perdiendo con el correr del tiempo, por un
fenómeno de natural evolución, ese carácter cuya pluralidad de formas parecía
participar simbólicamente de la naturaleza proteica de los dioses mismos del
paganismo. Así, vemos que esa poesía tiende a individualizarse y, por
consiguiente, a singularizarse a medida que abandona la multitud de elementos
y formas coexistentes para ser cantada o recitada por una sola voz: la de su
propio autor. A esta etapa de su evolución corresponde, sin duda, el uso de la
lira, de donde viene el nombre de lírica. Pero cabe recordar aquí, también, que
no se cantaba sólo la poesía lírica, o sea la que los poetas y tañedores
entonaban al son de la lira. Gilbert Murray anota al respecto que la epopeya
misma, originariamente, era cantada, y que a Homero se lo representaba por
eso con una lira en la mano 5. Por extensión, tal vez para distinguirla de algún
modo de la épica y la dramática, se la siguió llamando lírica aún después del
abandono de la lira que, según la tradición mítica, fue inventada por Hermes y
maravillosamente pulsada por Orfeo, el poeta y músico tracio, y así hasta
nuestros días.

5
El exámetro era el metro clásico tradicionalmente usado en la epopeya por los antiguos rapsodas
helénicos. Y de que tal género de poesía se cantaba nos da testimonio, entre otros autores, Leopoldo
Lugones, escoliasta y traductor de Homero. Al explicar su traducción del canto I de la Ilíada –que
acompaña a la del canto XI-justifica el uso del alejandrino en sus versiones castellanas con estas
palabras:…”nuestro alejandrino es el hexámetro romanceado”, y “Nuestro verso es lírico, vale decir
cantando por su propia elocución; mientras que el exámetro era para cantarse”. Yen exámetro están
escritas las rapsodias homéricas, lo mismo que otras grandes creaciones del género épico y dramático.
Si se observan con atención los florilegios seleccionados por los
griegos, verbigracia el reputado más antiguo, en el que Meleagro reunió por
primera vez, con el título de Guirnalda, las composiciones de cuarenta y seis
poetas anteriores al siglo primigenio de nuestra era; el posterior de Filipo de
Tesalónica, o los que se coleccionaron en tiempos de Adriano y Justiniano, que
rehicieron y ampliaron Céfalas en el siglo X y Máximo de Planudes en el siglo
XIV, se verá que en esas antologías los compiladores, algunos de los cuales
como Meleagro, Filipo y Agatias fueron poetas, agruparon bajo la común
denominación de poesía lírica las expresiones más dispares, de tal modo que
en ellas alternan el escolio, el ditirambo, la elegía, el epitafio, la estampa
bucólica y el epigrama, que etimológicamente significa inscripción y que los
poetas latinos usaron después con sentido satírico, muchas veces mordaz. De
ello se infiere que no se le daba entonces a la llamada poesía lírica, al menos
estrictamente, el sentido de expresión subjetiva que ulteriormente y hasta hoy
se le asigna y en la que predominan, más que los sentidos y efectos
sensoriales, los sentimientos y los efectos psíquicos o emocionales del ser
humano. Cuando los griegos establecieron la división de la poesía en épica,
lírica y dramática, estaban formulando ya la teoría de una poética que admitía
que la épica se refería a una forma de poesía de tipo narrativo
predominantemente objetiva, dedicada a relatar las hazañas de los héroes, con
preferencia sus acciones más extraordinarias; la lírica a otra forma,
diametralmente opuesta, de poesía anímica, predominantemente subjetiva; la
dramática a una tercera forma de poesía representada, que no excluía ni
confería prioridad intencional a ninguno de los elementos, exteriores e internos,
que polarizaban los caracteres específicos de aquéllas. Aparte de las
formulaciones de Aristóteles, que orientaron su tesis, Hegel, con espíritu
ordenador, sistematiza, fija en reglas canónicas las características esenciales y
formales de los tres géneros literarios reconocidos por nuestros antecesores
helénicos. Señalemos, también, que el teorizador de la estética romántica, al
precisar los caracteres particulares de los géneros, no concede a ninguno de
los tres preponderancia absoluta y excluyente, en virtud de que tanto lo objetivo
como lo subjetivo y la fusión de ambos en la representación dramática, gravitan
solo como elementos predominantes en una u otra forma de expresión poética.
El concepto hegeliano se ha modificado sin duda, pero sus premisas
fundamentales siguen en pie.
Al reunir en un solo haz o ramillete composiciones del más diverso
carácter –entre las cuales el menor número correspondía a las esencialmente
líricas como la elegía, cuyos primitivos cultores fueron Calino de Efeso, Tirteo,
Mimnermo y Solón, y en la que por lo general predomina el clima subjetivo del
autor-, los primeros antólogos y escoliastas griegos sólo se propusieron
mostrar en sus florilegios todas aquellas expresiones que no pertenecían ni a la
epopeya ni a la tragedia. Dicho de otra manera, su propósito se limitaba a
exponer esas formas métricas inspiradas en distintos motivos de la naturaleza
y de la vida del hombre que, en un principio, fueron concebidas y elaboradas
para cantar al son de la lira o de otro instrumento de cuerdas. Los poemas que
por esa razón se denominaron líricos eran en sus comienzos formas verbales
sencillas y directas, a veces alusivas, de comprensión y efecto inmediatos, pero
a medida que los poetas evolucionaban en su quehacer específico, es decir, a
medida que sentían la necesidad de profundizar sus sentimientos, avanzar en
la exploración y el conocimiento de su propio ser y, correlativamente,
perfeccionar los recursos expresivos, lo que Poe y Valéry entenderían muchos
siglos después como la técnica de la composición, el poema, más complejo
ya en su esencia imponderable y en su objetivación concreta, parecía exigir
una suerte de independencia y autonomía que hacía innecesaria no sólo la
música de la lira, sino el canto mismo y más tarde la enfática y engolada
recitación. Por vía de ese proceso evolutivo la forma poética conocida con el
nombre de lírica desde los tiempos de Arquíloco, Ibico y Teognis, y aun desde
más allá, desde Terpandro de Antisa6 y su maestro Crisotemis –hasta donde se
remonta, al parecer, el uso de la lira asociada a los versos cantados-, se fue
introvertiendo cada vez más en la subjetividad del poeta para ser una representación
típicamente insular de la vida interior de su creador. El proceso de introversión culmina
cuando, después de Wherter, irrumpe en Alemania el movimiento poético y
filosófico de los románticos puros de “Athenäum”, que enfrenta al que tiene su
baluarte literario en el “Sturm und Drang”, cuyo solo nombre simboliza la
vehemencia inicial que desatan primero y refrenan después esos tonantes
dioses del Olimpo de las letras germánicas que se llaman Goethe, Schiller,
Wieland, Herder, poetas unos y otros filósofos, todos ellos románticos de firme
raíz clásica. Pero ese proceso tampoco se detiene allí: a través de distintas
etapas –naturalismo, parnaso, decadentismo, simbolismo, modernismo-
continúa elaborando nuevas estéticas y formas poéticas, renovándolas, y
dejando tras de sí lo artificioso y lo caduco. Es, valga el símil, el laboratorio
secreto de las ideas y las palabras, del pensamiento y de los símbolos, que
produce finalmente, en la segunda década de este siglo, la alquimia violenta
del surrealismo y otros ismos de menor proyección y trascendencia vital,
histórica y estética.

V- LOS PRIMEROS GRANDES LIRICOS

Así como la épica deriva de Homero y Hesíodo, la poesía lírica


propiamente dicha, que tiene sus antecedentes, como he señalado, en el
melos popular que estilizaron los poetas lesbios, parece derivar principalmente
de Terpandro de Antisa y de Arquíloco. Los primeros poetas líricos, aquellos
que no cultivan la epopeya ni la tragedia –que es, como se ha dicho ya,
posterior al nacimiento de la épica y de la lírica-, son, además de los dos
mencionados, Safo, Pítaco, Ibico, Alceo, Erina, Teognis, Anacreonte,
Simónides, Píndaro, entre los más celebres. Más tarde vendrán Ión,
Jenócrates, Simias de Tebas, Paladas de Alejandría, Teócrito, Menandro,
Ticias, Lucilio, Arquías, Bion de Esmirna, Mosco de Siracusa, y tras ellos una
pléyade continuamente renovada hasta el último siglo del paganismo y el
primer siglo de la era cristiana en que surgen Meleagro, Laurea Tulio, Filipo de
Tesalónica, Antípater de Sidón, Adriano, Filomedes, Nicareo Parmenión, Alfeo,
Filomedo, etcétera. En el siglo VI de nuestra era nacen Agatias, Juliano de
6
A Terpandro de Antisa se le atribuye también, entre otros hechos, la modificación de la lira, a la que
dotó de siete cuerdas, superando así las cuatro originales que tenía hasta entonces.
Egipto, Pablo el Secretario, y entre estos poetas y Arquíloco, por ejemplo,
median más de doce siglos de cultura helénica. Durante ese vasto período el
gran río del canto no cesa de fluir, por momentos impetuoso y agitado, por
momentos plácido y sereno. Pero sus vertientes ocultas, sus manantiales
prístinos brotan más allá de los primeros líricos puros, y aun más allá de
Homero y Hesíodo, grandes poetas épicos, y padres de la literatura occidental
que cultivaron también esa escondida y delicada gama de los sentimientos –
epigramática, elegíaca, madrigalesca- que luego se conocería con el nombre
de lírica. Aquellas fuentes generatrices están más lejos que todas estas
brillantes luminarias cuyos fulgores llegan hasta nosotros, pues manan oscuras
e ignoradas en las premoniciones de los vates y en la voz de los rapsodas
anónimos, de quienes sólo se han recogido fragmentos dispersos, casi
borrados ya por el paso y el peso de los siglos, y en el misterio impenetrable,
en el sopor nocturno de la selva prehistórica en cuyo claroscuro resonaron un
día las elementales onomatopeyas coros tribales, el canto mágico y las danzas
de conjuro.
Como todo proceso o ciclo cultural en que el hombre produce y
perfecciona las obras de su espíritu y su inteligencia tal como el árbol da sus
frutos naturales
-porque naturales son las facultades creativas del ser humano-, quiero decir
con espontaneidad y libertad, hubo en Grecia poetas mayores y menores. Las
antologías, que según el saber y el entendimiento de quienes las hacen pueden
ser vivos momentos o vastos osarios de palabras, cuando no fosas comunes
donde se confunden en ingente desorden primicias y despojos, suelen ser
benévolas, a veces, para con aquellos que consideran su acceso a esas
páginas como el ingreso a la Acrópolis, al sitial de los dioses. Con tener
algunos de los más excelsos poetas del mundo y de todos los tiempos, Grecia
no escapó tampoco al expediente y al arbitrio de las antologías colectivas,
excelentes o mediocres. Esos poetas menores, no siempre desdeñables, han
quedado, por obra del destino o del azar que guió la mano de los antólogos,
escoliastas o exégetas, inevitablemente confundidos con los mayores y los
mejores dentro de esa aleatoria red de pescador que ofrece a los ojos y al
paladar de los lectores el dorado y la perca, como si se quisiera dar por
sobreentendido que el propio lector debe saber discernir por sí mismo cuál es
el oro y cuál la escoria vana y rutilante, puesto que no todo lo que brilla es oro.
Es de los verdaderos poetas de quienes hay que hablar, en consecuencia, y a
quienes debemos buscar y conocer, no a través de las sumarias y
fragmentarias antologías sino en sus propios libros. Pero tratándose de poetas
de la antigua Grecia y de una época en que dicho país alcanzó el máximo
esplendor, para decaer y declinar con la escuela de los conceptistas y sofistas
cuyos exponentes más típicos fueron Licofrón de Calcis, Calícamo de Cirene y
Apolonio de Rodas, hasta renacer vigorosamente como el ave Fénix de sus
propias cenizas, resulta harto difícil, a menudo imposible, aproximarse a las
remotas fuentes y abarcar la dimensión de una poesía que se nos da, como la
Victoria de Samotracia o la Venus de Milo, en líneas armoniosas pero
mutiladas, incompletas.
Las figuras de esas columnas truncas de los templos de Apolo, o las
escalinatas semiderruidas o borradas de esos teatros de hemiciclos abiertos al
juego de la sombra y la luz de los siglos, cuyos grandes recintos vieron
representar con millares de rostros conmovidos las tragedias de Esquilo, me
parecen dramáticos y patéticos símbolos que de algún modo aluden desde la
soledad de su abandono a lo más intangible e invulnerable, por que no está
plasmado en materia perecedera: la poesía. Sin embargo, por una extraña
paradoja, el tiempo, “el tiempo terco” que no apagó en Rubén su sed de amor,
fuego sagrado e insenescente, también devora las letras, inclusive las mismas
que preserva cuando son verdaderas. Si no fuese así, ¿cómo explicar,
entonces, que de los nueve libros de Safo, a los cuales alude Laurea Tulio en
su epitafio a la inspirada poetisa de Lesbos, sólo se hayan salvado del estrago
varias pequeñas odas, la mayoría de ellas acuñadas en forma de apotegmas?
¿Qué decir de Anacreonte, ese “racimo perfumado de Baco”, para quien
escribir formaba parte de su deseo de vivir, escanciar y beber el rojo vino
báquico, contemplar las flores y celebrar con finos y delicados versos la belleza
del mundo? Pocos años mayor que Simónides y diez menor que Teognis,
Anacreonte superó en obras y en fama a sus ilustres coetáneos, pero de
aquellas sólo se reconocen, fuera de Grecia, unas sesenta odas, fragmentos
de otras y algunos epigramas. Sabemos, sin embargo, que el dionisíaco
tañedor de lira, el voluptuoso libador de néctares jónicos vivió para la poesía y
el amor en la alegría de los festines, aun cuando aceptó, sin comprometer su
libertad de aedo errante, la protección de Polícrates en Samos, de Hiparco
luego y más tarde de los Aleudas en la Tesalia. De allí regresó a Teos, su
ciudad natal, donde se extinguió serenamente como una hoja de vid, como un
silvestre pámpano de oro y fuego otoñal. La misma suerte que Safo y
Anacreonte han corrido también muchos otros grandes poetas de Grecia cuya
obra nos llega mutilada como el torso de la diosa inmortal .
Píndaro, el más grande de los líricos propiamente dichos, y Teócrito, el
más grande de los poetas bucólicos, constituyen dos excepciones en el sentido
de que la mayor parte de sus obras parece haber escapado el sino devastador,
tal como ha sucedido, afortunadamente, con sus pares insignes de la epopeya
y la tragedia: Homero y Esquilo. Cuando decimos de uno y otro “el más
grande”, no lo juzgamos cuantitativamente, es decir, por la magnitud numérica
que nos ofrece la circunstancia fortuita de haber corrido la misma suerte de
muchos esclarecidos compatriotas suyos.
Los juzgamos, exclusivamente, por la extraordinaria calidad de sus
obras, pues bastan una oda del tebano
-olímpica, pítica, nemea o ítsmica- y un idilio pastoral del poeta alejandrino para
convencernos de que por el vigor y la frescura de la inspiración, el dominio del
tema, el vuelo de la fantasía, la perfección técnica y el uso de un lenguaje rico y
ceñido a la necesidad de expresión, representan la culminación, en distintos
períodos de la cultura helénica, de la poesía lírica: hímnica, celebrativa en el
primero; bucólica o pastoril en el segundo. El glorioso Píndaro, quien aprendió
a pulsar la lira con Laso de Hermoine y tuvo como preceptor a Simónides, al
que superó indudablemente en el arte de la palabra, fue tan admirado como
imitado por sus contemporáneos, sin que ninguno de sus discípulos pudiese no
ya arrebatarle sino apenas disputarle con osadía y vano empeño el cetro y la
corona de laurel de príncipe de la lírica mayor, que él llevó a sus formas más
altas, majestuosas y bellas. Cada oda de Píndaro es un monumento sonoro
primorosamente cincelado como un cáliz de oro, o tallado como piedra preciosa
que sus manos de lapidario convierten en gemas de facetas translúcidas. Sin
embargo, nada más lejos del sonido vacuo y del artificioso preciosismo que
estas formas métricas rebosantes de vida. Por eso, también, cada figura
humana cobra en sus versos la singularidad y la intemporalidad del arquetipo, y
cada relieve, cada rasgo de aquellas figuras, tan admirablemente perfiladas,
son como sellos o inscripciones indelebles en la corriente móvil y cambiante del
tiempo que fluye sin corroerlas, como si fuesen de naturaleza basáltica y no de
sustancia perecedera.
Teócrito, en cambio, famoso por sus idilios, que reflejan con deliciosa
fantasía un mundo arcádico, casi edénico, donde pastores tañedores de flautas
apacentan sus rebaños y tejen perfumadas guirnaldas de amor con tiernas o
esquivas doncellas silicianas, tuvo en cada discípulo un epígono que siguió
fascinado las huellas impresas por aquél en el ámbito agreste, verde y áureo,
umbrío y fragante, musical y diáfano, de la lira bucólica: “Cuán dulce es el
susurro de ese pino que junto al claro manantial resuena”. La música de
Teócrito flota como un vaho de florestas lejanas en las riberas y en las islas del
Mediterráneo. El eco de esa música hechiza a los jóvenes y se prolonga, con
otras modulaciones. Con otros matices, en los idilios de Bion de Esmirna y
Mosco de Siracusa, los más brillantes imitadores de su estilo.7
Se ha dicho que el mundo de Teócrito es fantástico y que las campiñas
que describe son imaginarias. Lo es para un griego o un italiano de hoy, pero si
pensamos en lo que ese mundo era entonces, es evidente que Teócrito no
distorsionaba la realidad hasta el punto de trocarla en un artificio, en una mera
construcción retórica. Realidad, mito, fantasía eran entonces, como no lo son
ya en la edad moderna, componentes concretos e imponderables de una sola
realidad absoluta y éstos actuaban como vivencias y emociones verdaderas en
el alma de quienes sabían hacer de la realidad un sueño y del sueño una
realidad. Pues habían llegado a ese punto de confluencia ideal que Novalis
intuirá, después, como un estado de plenitud y perfección de la parábola
humana, ese punto de comunión perfecta en que “el mundo se vuelve sueño, el
sueño se vuelve mundo”.
No en vano Hölderlin, el más puro de los románticos del siglo XVIII
junto con Novalis, y no fue el único, vivió toda su vida bajo el diáfano hechizo
de la magna Grecia, soñando alcanzar y restituir para su tiempo la inmarcesible
aureola de ese mundo espiritual, profundo y luminoso, armonioso y bello,
constelado de dioses y de héroes –dioses casi humanos, héroes casi divinos-,
arquetipos ideales de una humanidad que en la cotidiana realidad de la vida y
en la realidad intemporal del arte sabía conjugar con gracia y señorío la
sencillez y la grandeza. Y no en vano, también, el tiempo, cuyo origen y
esencia están simbolizados en un dios para los griegos de la edad pagana, y
un dios inapelable, ha respetado y consagrado los sueños y las obras de los
grandes hombres, salvando del olvido sus tesoros, los frutos que maduraron.

7
Hasta el propio Virgilio imitará después en algunas de sus famosas Eglogas varios de los motivos y
pasajes pastoriles de Teócrito. Y otro tanto harán , aunque con menos inspiración y brillo, Ovidio y
Valbuena.
LA CONCEPCION PLATONICA DE LA POESIA

I – LA REPUBLICA Y LOS POETAS

No es mi propósito hacer aquí, como podría inferirse, una apología de


Platón, ni de la teoría platónica de la poesía, teoría que, si bien se mira,
funciona y opera como una nota más dentro de la escala de su sinfónica teoría
de las Ideas, esencia y fundamento, para él, de toda la realidad, y ésta a su
vez, en cualquiera de sus formas, solamente apariencia o imitación de
aquéllas. Me he propuesto más bien desarrollar una especie de proceso
esclarecedor desde un punto de vista personal y objetivo, no para acusar o
condenar a quién condenó, sino para justificar lo que parece no tener
justificación coherente y lógica, precisamente por venir de Platón, el primero
que elabora en el mundo de la cultura occidental algo que pueda considerarse,
en principio, una introducción no deliberada a la teoría poética que más tarde
formularán Aristóteles y otros autores griegos y latinos. Cuando Platón nació,
según la cronología, en Atenas o en Egina (se ha dicho también, por boca de
Antileo, que en su lugar de origen fue Coluto) hacia el año 424, poco más de
cuatro siglos antes de nuestra era, grandes poetas, filósofos y artistas habían
surgido en la Grecia continental y en sus islas del Mediterráneo oriental
después de los viejos rapsodas heroicos y teogónicos, padres de la epopeya,
de los fundadores de la tragedia antigua y de estos precursores de la lírica
pura: Crisotemis y Terpandro de Antisa, si menos descollantes, en cambio más
reales que el legendario Orfeo. Arquíloco, Safo, Pítaco, Ibico, Alceo, Teognis,
Anacreonte, Simónides y Píndaro –el más célebre entre los líricos- eran
algunos de esos poetas. La Poesía, como la filosofía y las artes, fueron
expresiones representativas del espíritu Helénico, antes y después del llamado
Siglo de Pericles. Y el propio Platón había cultivado también, en su mocedad,
la poesía lírica. A los veinte años conoce a Sócrates, el sofista, del que fue
discípulo ejemplar y ferviente apologista. Producida la muerte del maestro vivió
en casa de Euclides, en Megara, y más tarde, luego de recorrer varios países,
enseño filosofía y retórica en los jardines de Academo. De Sócrates heredó el
hábito de enseñar de acuerdo con las reglas de los sofistas, o sea mediante el
ejercicio constante del diálogo, inquisitivo, acucioso, vivaz, nunca exento de
ingenio, digresivo o elíptico según la ocasión, siempre fluido y sutil, si nos
atenemos al testimonio de sus propios escritos. Y si, como ha dicho alegórica y
metafóricamente Jean Guitton, “Platón creó a Sócrates”, queda al menos la
certeza de que lo idealizó sin desfigurarlo. Creándolo o idealizándolo, Platón ha
grabado en los “Diálogos”, con indeleble fuego espiritual, el retrato de Sócrates
y con él, también, su íntimo retrato, el retrato de su alma. Y tanta es la fusión, la
identidad que funde y confunde a ambos en uno, que es un arduo dilema
discernir dónde termina el puro pensamiento socrático y donde comienza el
platónico. Mas a pesar de esta secreta amalgama, ciertos signos, ciertos
matices peculiares permiten distinguir aquello que, sin ser del todo ajeno al
maestro ateniense, es consustancial e inesperable de su ejemplar discípulo.
La concepción platónica de la poesía está implícita y configurada,
especialmente, en su concepción ideal de la República de Estado, en la que el
desiderátum se presenta allí bajo la forma de una oposición dialéctica,
irreductible, entre lo justo y lo injusto, dicho de otros términos entre el bien y el
mal, puesto para él la justicia es un bien, la injusticia un mal. No hay que
olvidar, por otra parte, en la filosofía platónica el amor a lo bello se confunde
con la idea de lo bueno y de lo verdadero. Platón concibe la república como un
prototipo o, para usar un concepto biológico, como un protoplasma nutricio de
todo cuanto puede ser modelo de perfección humana, en lo moral, en lo
espiritual, en lo estético, en lo jurídico y en lo político, inspirándose, desde
luego, en el ejemplo de Creta y Lacedemonia, a las que toma como modelo
provisionales para construir un Estado superior. Construida, dialécticamente,
una nación ideal sobre la base de la justicia como bien supremo, su tendencia
moralista, heredada de Sócrates, unida a un sentido jerárquico,
aristocratizante, de las categorías y valores humanos, y a un sentido
eminentemente didáctico e inclusive utilitario de las artes como ideal de cultura,
induce a Platón a abrir la primera brecha con respecto a aquello que constituye
la forma más alta y delicada de toda cultura: la poesía, génesis y principio,
también, del desarrollo espiritual de los pueblos, antiguos y modernos. Y es a
través de esa grieta por donde vemos que Platón advierte y señala, por un
lado, la inanidad o inutilidad de la poesía para un Estado fundado en
especulaciones pragmáticas o prácticas; por otro, el peligro que tal género de
expresión inventiva comporta para un Estado concebido como un vasto molde
de virtudes austeras y sencillas, custodiado por fieles y celosos guardianes –
los que forman la clase militar-, para quienes considera inútil, revulsiva y
disolvente la fantasía y la imaginación de los poetas o rapsodas tejedores de
mitos y fábulas, cuyo hechizo, cuyo encantamiento, según la lógica platónica,
alejaría o por lo menos distraería a sus republicanos de las pertinentes
funciones de legislar, administrar justicia o moneda y guardar la seguridad de la
República, tan ideal como abstracta, que había forjado, paradójicamente, a
fuerza de fantasía e imaginación.
Seriamente preocupado por fundar, de acuerdo con una concepción
jerárquica del mundo y de la vida humana en sus diversas manifestaciones,
una República o un Estado ideal donde sólo pudieran imperar, sin alteración de
ningún género, el orden y el equilibrio social más perfectos, como
consecuencia del imperio de la justicia, supremo bien del hombre, cuya
naturaleza moral quería asimismo tan virtuosa como incorruptible, Platón
subordinaba todo el mecanismo de su República o Estado a dos cosas para él
indeclinables: la razón y las leyes. La primera debía regir y orientar el
pensamiento y la conducta del individuo en la comunidad; éstas, por su parte,
articularían en conjunto un sistema jurídico, político y moral a cuyos principios
los ciudadanos habrían de condicionar sus ideas y acciones. Por eso, todo
cuanto por una u otra causa conspirase de algún modo contra el orden, o el
poder constituido para asegurarlo, configuraba de hecho una transgresión
delictuosa, merecedora, por consiguiente, de severas sanciones, y éstas se
aplicarían rigurosamente de acuerdo con el grado de la falta cometida, e iban,
así, desde la simple censura o el procesamiento ordinario hasta la interdicción
transitoria de la libertad de pensamiento y expresión, o la proscripción
definitiva, sin atenuantes, sin apelación. En este sentido ha de tenerse en
cuenta que el Estado platónico prefigura, con ciertas hipérboles, con ciertos
excesos de rigor, los moldes en que vierte la vida comunitaria de muchos
estados modernos, cuyos imprecisos esquemas e imperfectos mecanismos
desconocen, con las excepciones de toda regla, tanto las rigideces como las
utopías de aquél. En nombre, pues, de la razón y las leyes, y con el fin de
preservarlas con todo su vigor y poder, Platón resolvió, apriorística y
punitivamente, con un espíritu más propio de una autoridad teocrática que de
un estadista y legislador republicano, excluir a la poesía y expulsar a los poetas
de su República, pero no se atrevía a hacerlo sin justificar lo que a la vista y al
juicio de sus compatriotas podría aparecer como un acto injusto, inconciliable
con su sentido de la justicia. Es entonces cuando –el libros X de “La
República”- formula, a través del diálogo de Sócrates con sus discípulos, las
razones de esa proscripción.
Platón incrimina la poesía imitativa, la que, según su entender,
escriben los poetas trágicos, los épicos, inclusive los líricos cuando esta poesía
exalta los sentidos y la imaginación de los hombres. Por momentos, deja
entrever que sólo es aceptable para él, y para los intereses que propugna
como filósofo-legislador de un estado arquetípico, cierta poesía del alma, en
que lo anímico está dirigido a exaltar a los dioses o a los grandes hombres, es
decir, sólo a quienes pueden presentarse como suma de perfección o
paradigma de virtudes. Y aunque sobre esto Platón no es muy explícito, lo es,
en cambio, en sus invectivas contra la poesía y los poetas llamados por él
imitativos, o sea los que como los trágicos (Esquilo, Sófocles, Eurípides) y los
épicos (Homero, Hesíodo), describen caracteres y situaciones en tragedias y
epopeyas, o fábulas, como también las llama, que además de “inútiles” juzga
“peligrosas” para el orden establecido y para el espíritu de los habitantes de su
república, rigurosamente divididos en clases y oficios, en una escala jerárquica
que va desde el magistrado, el legislador y el militar, hasta el artesano, el
pastor y el labriego.
Nos habla Platón de un “reglamento”, de “incontestable necesidad”,
que prohíbe la poesía “imitativa”. Como se deduce de ello, el autor de La
República o el Estado aplica un criterio discriminatorio según el cual sólo
tendrían vigencia oficial determinadas formas o expresiones de la poesía y de
las artes. Un ejemplo elocuente de tal criterio es este fragmento referente al
poeta: “Luego tenemos justos motivos para condenarlo y ponerlo en la misma
clase que al pintor (también un “imitador” para Platón). Tiene de común con él
el componer sólo obras sin valor, si se las corteja con la verdad; y también se le
parece en que trabaja con el fin de agradar a la parte débil del alma, y no a lo
mejor que hay en ella; y por lo tanto, tenemos fundados motivos para rehusarle
la entrada a un Estado que debe ser gobernado por leyes sabias, puesto que
remueve y despierta a la parte mala del alma, y al fortificarla destruye el
imperio de la razón”. En otro lugar de su opera magna Platón pone en boca de
Sócrates, dirigiéndose a Glaucón, estas palabras, corroborativas de las
precedentes: “…pero al mismo tiempo no pierdas de vista que en nuestro
Estado no podemos admitir otras obras de poesía que los himnos a los dioses
y los elogios de los hombres grandes; porque tan pronto como des cabida a la
musa voluptuosa, sea épica, sea lírica, el placer y el dolor reinarán en el Estado
en lugar de las leyes, en lugar de esta razón, cuya excelencia han reconocido
todos los hombres en todos los tiempos”. Y aquí viene la justificación antes
aludida: “Puesto que por segunda vez se ha presentado la ocasión de hablar
de la poesía, he aquí lo que tenía que decir para justificarnos por haberla
desterrado de nuestro Estado: la razón nos obliga a ello”…
Filósofo moralista, pero también metafísico, Platón une
paradójicamente los extremos: el orden humano y el orden divino; dicho de otro
modo, el orden pragmático, inclusive utilitario, del mundo de las circunstancias,
del mundo contingente, regido, claro está, por un conjunto básico de normas
morales y jurídicas, y el orden teológico, desde el cual todo deberá ordenarse
conforme a las leyes supremas de aquél. Colocado, así, en situaciones límites,
no tiene reparos en suprimir ese nivel medio en que el poeta y la poesía, y por
extensión el arte y los artistas, representan de algún modo el papel de
intercesores y oficiantes entre el Creador y la creación. Entendido esto en un
sentido absoluto, para Platón no hay más creador que Dios-y no los dioses del
Olimpo con el tronante Zeus por corifeo, sino simplemente Dios, con lo cual,
dicho sea de paso arroja la simiente, prefigura en Occidente la idea de la
concepción teologal y monoteísta del Dios único-, de modo, pues, que los
demás, los hombres, y entre ellos el poeta, son imitadores de la naturaleza, del
mundo y de las cosas creadas por obra de la gracia, la inspiración y la voluntad
divinas. Su limitación consiste en no aceptar la limitación de no poder el poeta
hacer otras cosas que las hechas por Dios, pero sabemos, también, que no es
así eternamente, como trataré de demostrarlo. El poeta parte de la realidad que
lo incluye y lo plasma, incluso la imita, en su esencia y en sus formas, o en la
pura apariencia de esas formas, pero, al imitarla, introduce algo suyo, algo
íntima y entrañablemente suyo que, por serlo de tal modo, es también algo
nuevo y original. Se trata, en suma, de una segunda realidad que no contradice
ni distorsiona, sino que modifica o transfigura, la realidad preexistente,
fundamental. Platón no lo formula explícitamente pero queda sobreentendido
que al decir, como en verdad dice, “tenemos costumbre de abrazar bajo la idea
general esta multitud de seres, cada uno de los cuales tiene una existencia
diferente, pero que comprenden todos bajo un mismo nombre”, para poner
luego el ejemplo de la “cama esencialmente existente”, la hecha por el artesano
a semejanza de aquella y la imitada por el pintor tomando como modelo la
segunda, su propósito es descubrir, poner de manifiesto alusivamente,
mediante un método dialéctico, propio de la sofistica y de los socráticos, la
unidad en la pluralidad, “y llegar a una definición que determine el carácter
esencial de cada género”. Lo que Platón quiere decir en definitiva es que
dentro de la multitud sólo hay una cama, la que está prefigurada en la
naturaleza, la “idea” de la cama esencial, siendo por consiguiente las demás
hechura, copia formal de la primera, y la que pinta el artista, “Alejando tres
grados de la naturaleza”, una imitación de la cama (o de la mesa, lo mismo da)
material y aparente que hace el carpintero. Trasladando este concepto a
nuestro tema, resulta, pues, que la poesía de Homero, por ejemplo, es pura
imitación de la que ya ha esparcido en el universo y en sus criaturas el
Supremo Hacedor. Mas ello para nosotros, que tenemos un sentido menos
excluyente de los conceptos de la mimesis y de la imagen, no justifica la
condena impuesta por el primer teorizador del Estado a los que, como todos los
demás hombres, también están obligados a rendir tributo, en la vida común, a
la razón y a las leyes que éstos instituyen, sancionan, ejercitan y violan, desde
el principio del Estado, a pesar de Platón.
Platón reflexionó –y fue tal vez el primero en hacerlo- acerca de algo
que no había percibido aún sino a través de intuiciones meteóricas los filósofos
presocráticos, inclusive Pitágoras y Parménides, cuyo idealismo filosófico –
científico y religioso en el milesio, lógico y místico en el eleata- genera y
fecunda, por así decirlo, la concepción platónica de las Ideas como esencia o
sustancia inmanente y eterna de la realidad del mundo físico, tan aparencial
como cambiante e ilusorio en su fluyente acontecer, de tal manera que según
se ha observado ya con singular penetración, esos entes abstractos son en
rigor el correlato metafísico del Ser trascendente e inmutable sobre el cual el
pensador de Elea” funda el principio de identidad, en oposición a la teoría del
devenir de Heráclito, el efesio, por donde se ve hasta qué punto el pensamiento
de Platón se nutre de aquellas dos vertientes afines que confluyen en el más
allá de las enseñanzas de Sócrates: la pitagórica y la eleática. Sin embargo, ha
de tenerse en cuenta que su más eminente discípulo, Aristóteles, será quien se
adelante a rebatir categóricamente en su “Metafísica” el principio generador de
la doctrina platónica: “Decir que las ideas son paradigmas y que lo demás
participa de ellas es pronunciar palabras vacías y construir metáforas poéticas”.
Es Platón, en efecto, el primero en reflexionar sobre algo hasta entonces poco
menos que desconocido: la realidad interior, subjetiva, cuya exploración se
inicia, virtualmente, con el aforístico precepto socrático “conócete a ti mismo”
y en profundidad con el propio Platón y sus continuadores. Esa realidad que,
como una verdadera tierra incógnita, de más en más fueron descubriendo y
explorando quienes centralizaron su apetencia cognoscitiva en el hombre, en
su ser ontológico, más que en la plural y vasta realidad exterior, en el mundo
que nos rodea, a la inversa de sus remotos antecesores, para quienes el
mundo físico, sus misterios, fenómenos y accidentes constituían el Alfa y el
Omega de sus especulaciones intelectuales y de sus reacciones anímicas que
luego se traducirían en sistemas filo-sóficos y en formas poéticas o artísticas.
La contradicción y la arbitrariedad de Platón para juzgar el hecho
artístico en general, y en particular lo poético, estriba en que , avizorando con
mayor clarividencia que otros contemporáneos suyos esa realidad ontológica
que soslayaron o apenas vislumbraron los presocráticos, juzga lo que es
fundamental y esencialmente producto y expresión de la interioridad del
hombre, aquello cuya raíz está dentro del hombre y no fuera de él, como una
imitación o mera copia de la realidad exterior, es decir, del mundo de las
apariencias o del mundo sensible. Partiendo del principio de que no hay más
creador que Dios, de que todo es Uno en su diversidad, de que la realidad
esencial es irreversible como tal y de que no puede ser sustituida sino por
fortuitas apariencias, según quiso demostrarlo en el parabólico ejemplo de las
cosas hechas por Dios y de las realizadas por el artesano y el pintor, o sea el
artista, no alcanzó a ver, o tal vez viéndolo no quiso reconocer, que la creación
poética es, entre los quehaceres humanos, lo que más se acerca a la obra
divina, no tanto por que sea de alguna manera imitación de aquella cuanto por
el hecho de que se trata, también, de una forma de creación, de creación de un
ser, de ente espiritual, no de una cosa, como podría ser la cama o la mesa del
artesano; dicho de otro modo de algo que es para siempre, a partir del
momento mismo del acto creador, y no está por ello sujeto al devenir, o sea al
movimiento y al cambio en la medida en que éstos signan la naturaleza y la
existencia de las cosas sensibles. Por consiguiente, vemos así, que no es la
poesía, contra lo que su severo incriminador sostenía, imitación lisa y llana de
la realidad, ni tampoco hechura fantasmal, fantasía falaz, ingeniosa fabulación,
tan “peligrosa” como “inútil” para la República o el Estado cuyos intereses sólo
parecían conciliarse con una poesía útil, inofensiva y complaciente que, por lo
visto, no cultivaban los poetas de Grecia sino por excepción.
El esquema propuesto por el filósofo no admitía sino cierto género de
poesía anímica, intimista o exaltativa, dirigida, como hemos dicho ya, a los
dioses y a los héroes, y por extensión a los hombres famosos, dentro de un
orden y medida inmutables, como corresponde a los arquetipos platónicos. Se
adelantaba, oponiéndose, así, a su propio discípulo Aristóteles, para quien la
poesía no es didáctica, como tácitamente prescribía Platón, sino estética, es
decir, algo muy semejante a lo que podría entenderse como una forma de
revelación de la belleza y la verdad del mundo y del hombre por medio de la
palabra. El determinismo platónico con respecto a la poética establecía que
aquélla debía corresponder en un todo a esquemas prefijados, sin reparar que
tal concepción limitativa conspiraba contra lo que es más inherente a su
naturaleza y a su esencia: la libertad, inclusive la libertad de imitar, o
representar, puesto quien siendo Dios el Supremo Hacedor de todo lo creado,
le concierne al poeta, antes que a ninguno, el papel de sustituirlo en la tarea de
la segunda creación o recreación del mundo, en virtud de lo cual viene a
instaurar así, desde sus primeras intuiciones mágicas, la institución del mito
como símbolo e imagen representativa de la realidad original, del mundo
preexistente. El poeta crea, pues, mediante la palabra, su instrumento de
expresión connatural, un imago mundi, pero esa imagen del mundo no será,
como infería Platón, un espejo frío e impasible, una copia servil, inferior aún a
la cama o a la mesa del artesano, sino una representación tanto más relativa e
indirecta cuanto mayor sea la facultad imaginativa e inventiva de aquél.
El racionalista y reflexivo autor de La República no razonó no
reflexionó en profundidad acerca del sorprendente valor dinámico, imaginativo
e inventivo, de la palabra como imagen, y más que como imagen imitativa o
representativa, como elemento de poder transfigurativo. Si la materia de que el
poeta se sirve para crear, a partir de ella, sus fábulas, es una en su conjunto y
diversidad –la realidad interior y exterior, visible e invisible-, no importa tanto,
al fin de cuentas, la base original, como procedimiento del cual se vale para
darnos, a través del lenguaje, su particular percepción y expresión de cualquier
plano y aspecto de esa realidad. Se trata de un problema de causa y efecto
que importa, fundamentalmente, por la solución estética y expresiva que cada
poeta extrae del proceso creador. Por una aberración dogmatizante, sólo
comprensible en quien se proponía constreñir a un rígido sistema filosófico-
jurídico la vida y la cultura de una comunidad eminentemente creadora como la
griega precristiana, no percibió Platón que lo importante no radica en el hecho
de que Homero, Hesíodo, los trágicos y los líricos más significativos del
paganismo imitaran a la naturaleza, reflejando al mismo tiempo las acciones y
pasiones de los hombres en los respectivos géneros literarios que
frecuentaban, sino en el valor trascendente y perdurable, universal e
intemporal, de la imagen poética con la que cada cual configuraba a su modo la
superrealidad del grandioso mito –histórico, estético, religioso, moral- de un
pueblo que desde los orígenes de su formación cultural vivía consustanciado
con el espíritu y las hazañas de los dioses y los héroes. Dioses y héroes
habitan y conviven en la teogonía, en la epopeya, en la tragedia, en la lírica,
desde la Ilíada y la Odisea y los trabajos y los días hasta las magnas odas
pindáricas y los idilios pastoriles de Teócrito y sus continuadores Bión de
Esmirna y Mosto de Siracusa; héroes que se asemejan a los dioses, dioses
que se confunden con los héroes y con los hombres menores cuyos caracteres,
conflictos y pasiones suelen asumir hasta en sus signos negativos, como el
egoísmo, la injusticia o la crueldad. Teorizador de arquetipos abstractos, Platón
quiso configurar un mundo ideal donde los dioses, menos mutables que las
proteicas divinidades paganas, son presentados como paradigmas de
perfección y fuentes de bondad y justicia, y los hombres como ciudadanos
ejemplares, cuya suprema aspiración de grandeza y heroicidad consiste en
imitar las virtudes divinas. Forjadores de arquetipos concretos, los poetas, en
cambio, presentan a los dioses como divinidades condescendientes y
variables, un poco semejantes a la vulnerable naturaleza humana; a los héroes,
con mucho de dioses, pero sin ahorrarles infortunios y derrotas, como sucede
con Aquiles y Ulyses, Héctor y Agamenón, entre otros, y con no poco menos de
hombres comunes, para quienes errores y defectos son inevitables. Para
Platón esta fidelidad de los poetas a la realidad concreta y a la condición
humana, y esta sujeción voluntaria y libre a los imperativos y alternativas de la
vida, trasladadas al plano del arte, a la imagen poética, no eran otra cosa que
imitación “inútil” y “peligrosa” para la razón y las leyes en nombre de las cuales
los excluyó de su República, proscribiendo tanto la imaginación como los
métodos imaginativos y, por consiguiente, las mimesis atribuidas a sus
particulares formas expresivas. Recordemos que Platón fue el primero en
concebir la imagen como mimesis, vale decir como imitación de la realidad, de
donde arranca luego, con su fondo dialéctico de afinidades y oposiciones, la
teoría aristotélica de la creación poética.
A propósito de la imagen como imitación, quiero señalar un hecho que
con meridiana claridad corrobora todo cuanto desde la tradicional intelección
platónico-aristotélica de la imagen como mímesis hasta nuestros días, dicho
más concretamente de la poesía como reproducción de la realidad física y
metafísica, ha concurrido a modificar sustancialmente la multisecular teoría
aludida. Sabemos que la poesía, como aprehensión y expresión, como vivencia
y lenguaje, es algo más que pura representación, y esto sencillamente porque
tanto en su esencia como en sus formas tiende a ser y es, en definitiva, una
cosa distinta, otra cosa; más aún: la realidad absoluta y resuelta en sí misma,
con cuerpo, luz y vida propios, semejante a un ser vivo, sólo que intemporal.
Así entendida, ésta sería la segunda realidad o la recreación del mundo por la
palabra-imagen, acto numinoso que tiene, se me ocurre, cierta remota
analogía, por su carácter de iniciación mágica, por su raíz y proyección
ontológica, con la secreta y sacra ceremonia iniciática de la “fundación del
mundo” con que el hombre primitivo quería traducir, con el despertar de la
conciencia del ser, su intuición trascendente de la divinidad. Y era esa divinidad
la que, desde el abismo de su yo todavía en penumbras, como un poderoso y
fulgurante imán, atría y orientaba sus sentimientos y sus ideas hacia un plano o
estadio auroral del conocimiento más allá del ámbito exterior, inmediato y
cotidiano de sus relaciones con el medio. Es en este momento fundamental de
la creación del mito, que Lévy-Brull llama de “participación mística” y que en lo
individual tiene su correlato en la revelación o visión del poeta durante el acto
creador, cuando el hombre de las comunidades arcaicas para el tiempo
“profano” (el “tiempo biológico”, según Cassier) al tiempo “sagrado”, al “Gran
tiempo” de que habla Mircea Eliade, en el cual se instala, a partir del momento
inaugural o fundacional del mito, mediante un acto reflexivo y creador de
asunción dramática de su propio existir, mejor dicho de la propia conciencia del
ser en el espacio y en el tiempo. Para explicar ese algo más que conduce a
“otra cosa”, a eso que es esencia y puridad la poesía, un autor moderno,
Gombrich, en un capítulo titulado Meditaciones sobre el caballito de juguete
o las raíces de la forma artística, en su libro Aspectos de la Forma, utiliza el
argumento del hobbie-horse según el cual el niño que en un rincón de su casa
tiene un palo de escoba con cabeza de paja y monta en él, imagina y siente
que ese instrumento lúdico, convertido por azar en un caballo de ficción, en
virtud de un acto volitivo e imaginativo de su improvisado jinete, no es la
imitación ni la abstracción de un caballo, sino el caballo mismo, no importa que
lo allá visto o no tal como es en la realidad. Comentando el ejemplo propuesto
por Gombrich, un colega suyo connotaba lo siguiente: “Así como para el niño el
caballito de madera es el caballo, para el poeta ese mundo que ha creado, es,
también, no una realidad imitativa, sino una realidad que se constituye como
tal”. Tan oportuna y ajustada connotación me ahorra, pues, toda la explicación.
Platón estaba muy lejos de razonar de este modo sobre el misterio y el
proceso, ontológico y estético, de la creación poética, acerca de la cual, sin
embargo, adelantó juicios clarividentes, certeras intuiciones, en libros como el
“Ión”, el “Fedro” y “El Banquete”, para no citar otros. Y esa limitación
conceptual e imaginativa determinó e introdujo en su teoría de la República el
error histórico y constitucional de expulsar y desterrar a los poetas y a la
poesía, tal como ellos concibieron y plasmaron, cada cual a su modo, en
creaciones imperecederas.

II- AFINIDADES Y OPOSICIONES EN LA TEORIA


DE ARISTOTELES

Como hemos visto ya, Platón tuvo los primeros atisbos y formuló
también las primeras definiciones acerca de la naturaleza, el carácter y la
función de la poesía, con las limitaciones propias de quien, a pesar de sus
conocimientos, no comprendió el hecho poético sino como el quería verlo,
dentro de un marco especulativo en el que tenían prioridad otros postulados:
verbigracia la filosofía, la ética, el derecho, el orden social con su
correspondiente división de clases, la organización militar, las leyes y la razón,
suprema función intelectiva, balanza de la justicia que debía imperar en la
República. Después de las definiciones platónicas es Aristóteles el primero que
ofrece al mundo de la cultura occidental, con su Poética, una teoría orgánica,
fundamental, de las artes, una teoría que apunta hacia un sistema y que
incluye en su contexto una introducción a la reflexión estética. En la historia de
las poéticas tradicionales es la suya la primera teoría literaria, a partir de la cual
filósofos, teorizadores, estetas, exegetas, historiógrafos y antropólogos de la
cultura inclusive, comenzarán a elaborar la complicada urdimbre de conceptos
y definiciones particulares sobre la literatura y sus problemática, implícita,
naturalmente, en un hecho que es la parte viva y operante, e indisociable a la
vez, de la realidad del mundo y de la vida del hombre, aunque, como sabemos,
la inmensa mayoría de los seres humanos no ha tenido ni tiene acceso todavía
al proceso y a los resultados de tal hecho.
Aristóteles no contradice la idea esencial de su maestro, según la cual
la poesía es imitación o mimesis, dicho de otro modo reproducción de la
realidad del mundo físico, de los caracteres, conflictos y acciones de los
hombres. Entiende la realidad del hecho poético, por extensión del hecho
artístico, como un fenómeno de mimesis, de imitación, inherente a la condición
humana, puesto que, como dice el capítulo IV de su Poética: “Parece que la
poesía tiene su origen en dos causas, y ambas naturales. En efecto, el imitar
es connatural para los hombres desde la infancia (y en esto difieren de los
otros seres vivientes, pues el hombre es el más capaz de imitar y obtiene los
primeros conocimientos por imitación) y la otra causa es el hecho de que todos
gozan con la imitación”. Tan convencido estaba de ello que al comenzar el
capítulo inicial afirma lo siguiente: “La epopeya, pues, y la poesía de la
tragedia, como la comedia y la poesía de los ditirambos, y en gran parte el arte
de la flauta y el de la cítara,1 coinciden en que son imitaciones, pero difieren
entre sí de tres maneras, ya sea por los medios de imitación, ya sea por lo que
se imita, ya en cuanto imitan de diferente modo y no del mismo”. Es decir, que
entiende la epopeya, la tragedia, la comedia y la poesía lírica, como mímesis,
como imitación o reproducción –y en esto no disentía con el discípulo de
Sócrates-, pero no como copia o calco superficial, sino como transcripción
modificada, en cierto modo libre, sin sujeción estricta al modelo original y por lo
tanto enriquecida con nuevos datos, obtenidos como consecuencia de una
dinámica y constante interacción de elementos confluyentes de la realidad
exterior y del mundo subjetivo, anímico y mental, del poeta , en cualquiera de
los géneros reconocidos. Por otra parte, no ve en el hecho de imitar un
procedimiento vituperable, o cuando menos ilícito, porque intuye que toda
mímesis, cuando se trata de poetas, conlleva siempre una buena parte de
creación propiamente dicha, puesto que nada toma el hombre de la realidad
que al cabo del proceso de elaboración artística no lo devuelva transformado, o
transfigurado, en la consecuente objetivación formal de aquello que le sirvió de
plasma original, vale decir de materia o tema de sus experiencias. Esto es,
precisamente, lo que no vio Platón y percibió, en cambio, su discípulo el
estagirita, quien, por lo demás, no sólo reivindica el arte imitativo como tal a
través de su concepción de la mimesis sino que incluso admite en éste la
coexistencia de lo imaginativo como complemento y corolario.
A la sofística y arbitraria teoría del espejo como símil del arte imitativo,
que Platón reduce a mera reproducción de lo real (“Coge un espejo-dice-,
dirígelo a todas partes, y en el momento harás el sol y todos los astros del
cielo, la tierra, a ti mismo, los demás animales, las plantas, las obras de arte y
todo lo que antes mencionamos”. “Sí
–responde el interlocutor- ; haré todo lo que dices en apariencia. Pero nada de
eso existirá ni tendrá realidad”). Aristóteles opone la teoría de la imagen como
representación poética de la realidad, la imagen, también, como elemento de
transposición y como lenguaje (“Pues por esto se gozan (los hombres) en ver
las imágenes, porque sucede que mirándolas aprenden y razonan sobre lo que
es cada cosa, como por ejemplo de que esto es aquello, y, aun cuando uno no
1
Se refiere aquí Aristóteles al arte de la poesía lírica que en su época – entre los años 384 u 83 y 322 o 21
antes de Cristo, fecha que delimitan su existencia –se cantaba todavía en algunas regiones de Grecia con
acompañamiento de esos y otros instrumentos musicales de viento y de cuerda tales como la clásica lira.
haya visto antes el objeto representado, la obra de arte producirá placer, no en
cuanto es imitación, pero sí por la ejecución, por el color o por alguna razón de
esta especie”). De esta somera confrontación surge con toda evidencia la
discrepancia, pues mientras para el primero el arte es poético, y el arte en
general, se reduce a una imitación de la realidad que no es sino “apariencia” o
cosa irreal e inexistente, para el segundo tiene principio en la mímesis,
comienza por eso que es connatural para el hombre, el imitar, pero al mismo
tiempo se vale de mecanismos más complejos que el simple y rudimentario
mimetismo ancestral, tales como la fábula –que Platón rechaza como producto
de la imaginación-, la metáfora, la imagen-“vanas imágenes”, dictamina platón,
quien considera absurdo e insensato que el poeta derroche en ellas su talento-
y otros elemento que concurren, también, a la realización del arte como
representación y como transfiguración de la realidad, exterior y subjetiva. Y así,
mientras para el autor de La República “la poesía imitativa produce en
nosotros el mismo efecto con respecto al amor, a la cólera y a todas las
pasiones del alma que tienen por objeto el placer y el dolor, y que nos sitian
constantemente”, para el autor de la Poética “las cosas que vemos en el
original con desagrado, nos causan gozo cuando la miramos en las imágenes
más fieles posibles”, con lo cual explica la secreta razón que induce al hombre
a la creación poética, sea como autor o como contemplador, y justifica, al
mismo tiempo, la finalidad concreta del arte en general: el goce, el placer
estético. No se nos escapa que más allá de su intención política, la de
promover un arte didáctico, pedagógico, más allá inclusive de su razón moral,
eminentemente socrática, asiste a Platón una razón de orden metafísico
cuando formula la sofística inventiva del espejo hiperbólico pero vano, mero
reflector de apariencias, pero se olvida, entonces, de la belleza (y la belleza
para los griegos, es también moral y metafísica), la belleza que anima el
espíritu y la mano invisible del Creador cuando concibe y plasma el Universo, la
misma que el creador humano revela y preserva, transfigura e intemporaliza
por medio de la imagen y de la forma, la belleza que Aristóteles, su discípulo,
más humanista sin olvidarse de lo divino, más realista, sin olvidarse de lo sobre
natural, contempló multiplicada en la poesía y en el arte como una segunda
creación, o recreación, transfigurada, de la belleza original del ser, del mundo y
de la vida.
Platón rechazó frontalmente la poesía, proscribiéndola en cuanto
actividad nada lícita y útil para los objetivos e intereses de su República, y ello
por dos razones principales: por ser imitativa, primero; luego, por ser
imaginativa. En la concepción platónica estos conceptos no son antinómicos,
ni excluyentes y valen por igual para calificar, con intencional sentido
peyorativo, una misma cosa, aquella que Platón, fuera de los esquemas de su
razonada utopía institucional, tenía en gran estima, como lo prueba en distintos
pasajes de su Apología, de El banquete, el Fedro, y el Ión,2 pero temía y
exageraba al mismo tiempo su poder desintegrador de la razón y la conciencia
de un Estado arquetípico e ideal, cuyas leyes la proscribían de plano, sin
contemplaciones, aun a riesgo de proscribir con ella la belleza –tan cara al
filósofo-, fin supremo de la poesía y esencia inmanente de la creación divina,
que desde el mundo superior de las Ideas desciende para dar gracia, armonía
2
“Los famoso pasajes del Fedro y del Ión acerca de los poetas son de tal brillo y tal lirismo que a veces
perdemos de vista su verdadera significación dentro del conjunto sistemático de la filosofía de Platón”:
(La Poesía y el arte, Jaques Maritain).
y esplendor a los cuerpos y a las formas que pueblan el reino de los hombres.
En el primer caso, la poesía es el resultado de un acto de imitación de la
naturaleza o de la realidad y nos depara una suerte de copia de la naturaleza o
de la realidad original, de modo que lo que el poeta nos da en ella no es el
modelo si no su apariencia y ésta por ser así, “dista tres grados de la verdad
esencial”. En el segundo caso, es la consecuencia de un proceso imaginativo,
o inventivo, vale decir, el producto azaroso y gratuito de la pura y libre fantasía
del poeta, y es entonces cuando éste nos ofrece la fábula; la fábula que para
los griegos del período áureo era ficción inherente a la creación poética
propiamente dicha, a menudo arrancada de la tradición mitológica o de la
tradición histórica de las comunidades antiguas, y que para algunos
antropólogos modernos es una derivación del mito, casi una sofisticación del
mito originario y éste la memorización y la visión del origen, del principio mismo
de los seres y las cosas. Dicho con otras palabras una representación
simbólica y a la vez objetiva de la realidad en ese instante prístino y auroral en
que el hombre primitivo toma conciencia del mundo en que está incurso, en esa
confluencia cósmica y existencial del espacio y tiempo, pero no ya de un
espacio indiferenciado ni de un tiempo fugaz y contingente, opaco y banal,
arrollado por la corriente de un devenir sin resonancia ni trascendencia, como
una materia ígnea y perecedera consumida en la propia llama que la envuelve,
sino un espacio determinado y un tiempo sacro, sustraído a la fugacidad y a la
disipación de un “devenir profano”, 3 trascendido e intemporalizado por el acto
creador, mágico y epifánico, de asunción mística del ser ante la realidad del
mundo preexistente. Esto en el orden de la experiencia mítica de la revelación
y la epifanía del ser y su comunión con lo divino, tanto como su participación en
la comunidad de la especie; en cuanto a la expresión y al lenguaje como
instrumento necesario y adecuado para transmitir al ámbito humano esa
experiencia cognoscitiva, el mito es la relación mágico-religiosa y mágico-
poética, verídica en su esencia, de los seres, cosas y hechos acaecidos in illo
tempore, en síntesis relato asertórico de una visión y una memoria,
paradisíacas e inmarcesibles, del origen. 4
Entre una y otra perspectiva del quehacer poético, o al margen de las
dos –la imitación y la imitación-, situó Platón la única poesía válida y
significante para él, la poesía didáctica o pedagógica, instructiva, moralizante,
útil en suma, y por añadidura dócil y maleable a los imperativos del Estado que
había concebido como una institución paradigmática de orden, equilibrio, razón
y justicia. Platón propugna lo que Jean Guitton llama “el poeta vigilado”, sujeto
a una especie de interdicción de naturaleza procesal impuesta desde arriba
para señalarle lo que debe hacer y cómo debe hacerlo. Podría inferirse de todo
esto que el filósofo concibe, más allá de las leyes humanas, el poder y el

3
“Todas las cosas, todos los hechos naturales, en estos momentos primigenios de la comunión con lo
divino, ponen de relieve la propiedad de un acontecer eterno, siempre actual y vivificante, en que todo se
categoriza dentro de un tiempo sagrado, el Gran Tiempo de la procreación, el cual a la vez que establece
la presencia del origen, borra de la mente toda noción temporal de un devenir profano”. (Mito y realidad,
Emilio Sosa Lopéz).

4
… “imitando los actos ejemplares de un dios o de un héroe mítico, o simplemente relatando sus
aventuras, el hombre de las sociedades arcaicas se sustraía del tiempo profano, incorporándose
mágicamente al Gran Tiempo, al tiempo sagrado”. (Mythes, Rêves et mystères”, Mircea Eliade).
mandato de una autoridad omnímoda y suprema, puesto que una de las leyes
preceptúa que los poetas deben saber que “las oraciones son peticiones
dirigidas a los dioses y por consiguiente les ordenara que cuiden de no pedir,
involuntariamente, un mal en lugar de un bien, porque hacer una oración
semejante sería, me figuro, una necesidad ridícula”. 5 Pero lo cierto es que
entre esas leyes los principios relativos a las musas, según se desprende del
diálogo que pone en boca de El Ateniense y el aquiescente Clinias, Platón
cuida a su vez especialmente de que tales oraciones estén sujetas a una
condición previa que coloca al poeta en la situación de subordinado, más que
de los dioses, de las leyes del Estado. Ya no se trata, aquí, del poeta vigilado,
sino del poeta dirigido, dirigido hacia un fin no precisamente estético: el de
hacer un arte convencional, condicionado a los intereses del Estado, no a la
naturaleza y a la esencia del poeta, a sus sentimientos e intuiciones
particulares, a la conciencia insobornable de la libertad que le es consustancial
como el don y la virtud misma de crear. Este tipo de coerción ilustra con
meridiana claridad sobre el concepto de relación de dependencia del arte y su
hacedor frente a una entidad abstracta –el Estado prepotente y autoritario-
cuyo poder discrecional no sólo limita los derechos inalienables del hombre, no
sólo avasalla sus fueros individuales, sino que, en cuanto autor de obras y
bienes espirituales, lo sojuzga y somete a determinadas reglas y obligaciones:
“Que el poeta no componga nada que pueda ser contrario a lo que la ciudad
considera legal, justo, bello y bueno; que una vez hecho su poema, le esté
prohibido dar conocimiento de él a ningún particular antes de que haya sido
leído y aprobado por los jueces designados al efecto y por los guardianes de
las leyes. Podemos considerar como netamente designados a los hombres que
hayamos elegido como legisladores en materia musical y el encargado de la
educación.” 6 Tan evidente como el ideal sofístico y el empeño platónico por
encausar la corriente de la creación poética y artística dentro de ciertos
preceptos o estatutos legales, morales y didácticos, es evidente e
incuestionable que con lo preceptuado o estatuido aquí- y no sabemos con
certeza si esto es también fruto de la mayéutica socrática- la historia de las
instituciones registra, al parecer, el primer antecedente del arte dirigido y de la
censura previa, expedientes ambos que, por lo general, suelen ser, aún hoy,
compulsivamente utilizados por gobiernos absolutistas o totalitarios para
cercenar el derecho a la libertad de pensamiento y de expresión, Es a
Aristóteles a quién le corresponde rectificar la concepción platónica,
asignándole a la poesía la función y los valores que la caracterizan como tal,
como expresión autónoma y libre del ser, sin sujeción a ninguna ley que no
emane de su propia esencia y naturaleza. Comenzará, desde luego, como he
dicho ya, reconociendo su origen en el instinto de imitación, “connatural para
los hombres desde la infancia”, y en el hecho de que “todos gozan con la
imitación”, premisas ambas válidas, tanto para quienes crean o hacen poesía
como para quienes son sus receptores. Pero, a diferencia de su maestro,
concluirá por admitir, como atributos inherentes a la poesía, la facultad de
profetizar y de imaginar, esto es descifrar los signos ocultos en el pasado, en el
presente y en el futuro de la vida, así en lo individual como en lo universal, y
crear, o recrear, por medio de la imagen y el símbolo, una nueva realidad que
nos ofrecerá en algunos casos como representación, como transfiguración en
5
Las leyes, Platón
6
Ibidem
otros casos como representación, como transfiguración en otros, de la realidad
original.
Aristóteles intuyó con aguda percepción sensible e intelectual, el poder
soberano de la poesía en el dominio de la imaginación y la fantasía. En
consecuencia, la facultad de fabular, o sea de inventar e imaginar, es para él
inseparable de la condición esencialmente creadora del poeta, puesto que,
como dice, “el poeta debe ser creador de fábulas antes de que versos, por
cuanto es poeta de acuerdo con la imitación e imita acciones (se refiere aquí
especialmente al autor dramático), y aun cuando por accidente haga poesía
acerca de hechos sucedidos, no es por ello menos poeta, pues nada impide
que algunos de estos sucesos sean según la verosímil y posible; por tal motivo,
pues, puede ser poeta de tales sucesos”. Por otra parte, no era una novedad
que los poetas griegos de su tiempo, inclusive sus antecesores más remotos,
utilizaran la fábula como una de las formas preferidas de sus invenciones
poéticas.“En efecto –señala-, en un principio los poetas hacían fábulas
tomándolas al azar de la tradición mitológica, ahora, en cambio, se componen
las tragedias más hermosas alrededor de un pequeño número de familias,
como por ejemplo acerca de Alcmeón, Edipo, Orestes, Meleagro, Tiestes,
Télefo y todos los demás a quienes tocó padecer o realizar cosas enormes”.
Si Platón rechazaba la fábula cómo forma poética por lo que hay en ella de
invención, imaginación o fantasía, para Aristóteles, en cambio, la fábula
constituye el elemento natural de la poesía en cualquiera de los géneros –
epopeya, lírica, tragedia, comedia, etcétera-, precisamente porque para
componer fábulas son necesarias, y hasta imprescindibles, aquellas cualidades
desestimadas por Platón. Dentro de los respectivos géneros enunciados aquí,
Homero, Teócrito, Esquilo y Menandro, por ejemplo, fueron grandes
fabuladores.7 Homero y los épicos tomaron preferentemente las fábulas de la
tradición mitológica, mientras que Esquilo y los trágicos las tomaron de la
tradición histórica, sin que por ello fuese menor el poder inventivo que unos y
otros pusieron en juego en la creación de sus tragedias.
El primero entre los griegos que elabora una teoría orgánica del arte
literario, Aristóteles cuidará de establecer en su Poética las bases y
características fundamentales de los principales géneros en uso; la epopeya, la
tragedia, la comedia y la lírica. Acerca de ellos nos dirá qué son en sí mismos,
qué significan y representan, cómo deben elaborarse dentro de sus
correspondientes formas expresivas y métricas, cuáles son, en fin, sus
caracteres específicos. A partir de Aristóteles ya no quedará duda acerca de
qué es y cómo debe ser un poema épico, dramático o lírico, puesto que
preceptúa sus reglas formales, describe sus estructuras y mecanismos
internos, determina sus efectos estéticos e incluso sus alcances en el ámbito
cultural del mundo helénico. Coincide con Platón en cuanto sostiene que esas
distintas formas poéticas son imitaciones, lo que dio pábulo a su traída y
7
Es oportuno hacer aquí una distinción entre fabuladores y fabulistas. Los primeros inventan fábulas
cuyos motivos, cuando no son ficciones o fantasías propias, suelen tomar a veces de lo acaecido en
cualquier tiempo y lugar. Esa especie de fabulación puede ser histórica o mítica. Los segundos se limitan
a divulgar, en forma oral o escrita, fábulas y leyendas consagradas por la tradición popular. Y hay quienes
componen cierto tipo de fábulas didácticas, con su correspondiente moraleja final. A la categoría de
fabuladores pertenecen, además de los ya mencionado, el siciliano Epicarmo, Formis de Siracusa y el
ateniense Crates, para citar sólo a los que Aristóteles incluye entre los autores de comedias; a la de
fabulistas, Esopo y cuantos cultivan ese género de arte menor que es la fábula de intención instructiva y
moralizante, muy difundida desde el siglo VII antes de nuestra era.
llevada teoría de la mímesis, imitaciones que a su juicio admiten la libre
imaginación y expresión creadoras, pero difiere de aquél en tanto concede a la
imagen y a la metáfora un poder transfigurativo y una función estética de
innegable valor. Admitida por el estagirita la libertad imaginativa y expresiva
dentro del concepto fundamental de la mímesis como principio generador de la
creación poética, lo primero –lo imaginativo- estaría demostrado con el culto de
la fábula como forma de invención y trasfondo temático; lo segundo –lo
expresivo- con el reconocimiento de que la imagen, la metáfora, el conjunto de
módulos elocutivos, son recursos naturales de toda formulación y objetivación
poética en el plano verbal. “La virtud de la elocución –anota- consiste en ser
clara sin ser prosaica” y “lo más importante es usar de las metáforas, pues el
hacer bien las metáforas es contemplar lo semejante”.
Aristóteles introduce en su teoría poética dos elementos tan extraños
como imponderables e irreductibles a la inmutabilidad del esquema platónico.
Así, nos dirá: “Conviene hacer uso en la tragedia de lo maravilloso, pero en la
epopeya es posible llegar aun hasta lo ilógico, de lo cual resulta generalmente
lo maravilloso, ya que en la epopeya no se ve al personaje que actúa”,
puntualizando, además, que “lo maravilloso es agradable, como prueba el
hecho de que los que narran buscan agradar mediante la exageración”. En
cuanto a lo absurdo, establece que cuando es incluido lo que ésta fuera de
razón y aparece, sin embargo, más razonable la fábula, debe admitirse,
entonces, lo absurdo. Y he aquí cómo resume su teoría de la mímesis, donde
no se nos oculta su afinidad con la platónica: “Puesto que el poeta es imitador,
lo mismo que el pintor o cualquier otro realizador de imágenes, es necesario
que imite siempre de una de las tres maneras siguientes: o bien como son o
eran las cosas, o bien como dicen o parece que son, o bien como deben ser.
Estas tres maneras –aclara- se expresan por la elocución, que comprende las
voces dialectales, las metáforas y muchas posibilidades del lenguaje, todo lo
cual permitimos a los poetas”. Pero la liberalidad del pensamiento aristotélico
sobre la creación poética va mucho más lejos cuando preceptúa: “En primer
término, si se hace figurar en el arte cosas que son imposibles se comete, sin
duda, una falta, pero ello es admisible, si de ese modo se logra el fin del arte
(fin del que ya se ha hablado), si con ello, pues, se consigue que una u otra
parte de la obra sea más admirable”. Con este precepto esclarecedor
Aristóteles no sólo concede y reconoce al poeta, y al artista en general,
poderes y atributos inherentes a su demiúrgica facultad creadora, sino que
inclusive opone al empeño didáctico y moralizante del teorizador de La
República su fundamental teoría del arte poético como creación de belleza,
creación que es, por lo demás, un fin en sí misma y no un medio o un recurso
aleatorio que el hombre puede acomodar a las circunstancias y utilizar en su
provecho. O en todo caso, si se quiere, un medio, pero un medio, el único. Para
alcanzar ese fin ideal y superior, que es la belleza, la belleza en esencia y
apariencia, en espíritu y forma. A partir de esta teoría la creación poética, y por
extensión la artística, quedará liberada de toda interferencia extraña a su objeto
esencial, cuyo mayor obstáculo era esa aberración dogmatizante
–afortunadamente una utopía del platonismo político-social- que se obstinaba
en prefigurarla como algo convencional y utilitario al servicio de un Estado que
había comenzado por declararla ilícita y proscribirla, en consecuencia, por las
mismas razones que impusieron también la proscripción y el destierro de los
poetas, salvo que renunciara a su condición de tales para someterse a las más
útil y menos peligrosa de preceptores artísticos e ilustrados juglares
mercenarios.
Precursor de lo que hoy llamamos filosofía del arte y forjador de una
doctrina estética cuyas ideas, desarrolladas en forma coherente y orgánica en
su famosa Poética, constituyen los fundamentos del quehacer literario dentro
del orden de la cultura occidental, Aristóteles no se limitó a formular una teoría
general de las artes, de la cual aquella que corresponde a la tragedia es la que
nos ha llegado más completa, sino que, con tanta lucidez mental como
precisión expositiva, describió y analizó los mecanismos interiores y formales
de los distintos géneros literarios. De este modo nos dio, junto con su teoría de
la mímesis y un esbozo de su teoría de la catarsis 8, las primeras claves de
una hermenéutica no aplicada a la interpretación o explicación de textos
esotéricos sino al conocimiento y la exegesis del fenómeno creador, poético y
artístico, a través de un sistema de pensamiento filosófico y crítico que abarca
desde el principio del proceso creativo hasta la técnica de la composición y las
distintas formas del lenguaje. Tanto en el texto fragmentario de su Poética
como en El arte de la retórica, el filósofo de Estagira prescribe ya las normas
o pautas fundamentales del arte de la palabra, arte que los griegos llevaron a la
perfección en el doble plano de la literatura y la oratoria. “La elocuencia -anota
E. Ignacio Granero en la introducción a su versión castellana de la obra citada
en último término-, a la par que la poesía, era para ellos un don de las Musas, y
aquellos que la poseían, como por ejemplo Héctor y Odiseo, eran tenidos en
gran admiración”. Las siguientes palabras de Homero traducen la alta estima
que los griegos tenían del hombre que sabía pensar y hablar bien: “Los dioses
–dicen en el libro VIII de la Odisea- no dispensan igualmente a los mortales
sus amables presentes: hermosura, ingenio, elocuencia. Acontece que a un
hombre no dotado de belleza lo favorece una deidad con la palabra, y todos se
sienten seducidos por él, porque habla con seguridad y suave modestia, y
domina en el ágora, y el pueblo lo considera como numen cuando anda por la
población; otro, en cambio, se asemeja a los inmortales por su exterior y no
tiene gracia alguna en sus dichos”. Y dirá, también acerca de la oratoria
ateniense: “Todos los griegos piensan que nuestra ciudad es amiga de los
discursos y abundante en palabras”. En el plano literario el dominio que los
griegos tenían del lenguaje era aun mayor que el que poseían en el ágora, y
basta para demostrarlo la profusa y rica literatura lírica, épica, dramática,
cómica bucólica que legaron al patrimonio de la cultura universal desde
Homero y Hesíodo hasta Teócrito y sus epígonos, pasando por Anacreonte y
Píndaro y los grandes trágicos como Esquilo, Sófocles y Eurípides, sin olvidar a
esas dos figuras mayores de la comedia que fueron Menandro y Aristófanes.
En ciertos aspectos continuador y en otros contradictor de su maestro,
Aristóteles fue, pues, quien primero estudió los mecanismos del proceso

8
Aunque Aristóteles no lo formula explícitamente se da por sobreentendido – y así lo han interpretado,
por otra parte, traductores ,escoliastas y estudiosos del filósofo- que lo que llamamos catarsis es la
armonización y purificación o “expurgación de las pasiones” de que se nos habla en la poética y que para
su autor , en el caso de la creación de la tragedia , por ejemplo, se logra “por medio de la piedad y el
terror”, que algunos traducen por compasión y temor. Esta catarsis es un fenómeno subjetivo que
experimenta no sólo el creador de una obra de arte , sino también el contemplador , destinatario de la
emoción estética que tal obra trasmite. José María de Estrada, prologuista de la traducción al castellano
de Eilhard Schlesinger, relaciona el fenómeno catártico con la mímesis, v.g.: “Naturalmente que esa
catarsis está relacionada con la mímesis, es decir, que será de diversas maneras según sea la obra de arte
que resulte de la mímesis.
creador y estableció las reglas de la técnica literaria. Es obvio que para ello se
basó en la experiencia de todo cuanto había realizado hasta entonces, por obra
de sus creadores espirituales, la comunidad helénica, a partir de los primitivos
rapsodas, improvisadores de mimos y cultores de las distintas formas de la
poesía lírica, coral o monódica, pero bien sabemos que no se limitó a codificar
esos conocimientos adquiridos durante largos años de estudios y meditaciones
en un conjunto de reglas inmutables, sino que, por el contrario, con reflexión de
filósofo, sensibilidad de poeta y refinamiento de esteta estructuró los
lineamientos básicos de una incipiente pero sí orgánica filosofía del arte, punto
de partida y referencia, diría más, fuente generadora y eje vectorial de todos los
sistemas elaborados en forma de doctrinas o teorías por filósofos y
teorizadores del arte, desde entonces hasta hoy.
Filósofo del arte y teorizador metódico, Aristóteles instituyó con la
poética primero y luego con El arte de la retórica una doctrina estética y una
metodología que, aunque superadas en algunos aspectos, no sólo no adolecen
de anacronismo sino que, inclusive, pueden reputarse válidas y operantes por
cuanto contienen los elementos fundamentales de la ciencia del lenguaje
escrito y la elocución oral en los dos planos en que los griegos ejercieron el uso
y el poder de la palabra: el literario y el oratorio. Con respecto a éste, era tal la
importancia que se le concedía desde antes del apogeo de la elocuencia tan
esmeradamente cultivada por los oradores sicilianos y atenienses, que el
discurso que debía pronunciarse en el foro o en la academia era considerado
entonces como una pieza literaria, tanto por su fondo como por su forma; una
pieza que difería, naturalmente, de la específicamente literaria, ya fuese lírica,
épica o dramática, pero que, a semejanza de aquélla, tenía también sus
propias reglas. Por ser así y así entenderlo, Aristóteles aplica en su perspectiva
de la retórica muchos de los elementos estructurales, específicos y
característicos, que se utilizan en el mecanismo de la composición poética,
comenzando por el análisis de la elocución, cuyas diferencias establece con
precisión entre una y otra forma de lenguaje. Por entenderlo así, también,
preceptúa para el arte oratorio –piedra de toque fragua modeladora de esa
dialéctica que dio origen, sentido y brillo a la escuela de los sofistas, la misma
que culmina con Sócrates y se proyecta con perdurable resonancia en los
diálogos platónicos- aquellas cualidades que son, asimismo, distintivas de la
elocución poética: las metáforas, las imágenes, los epítetos, los períodos, así
como las distintas figuras de pensamiento y de dicción.

III – ER EL ARMENIO, O EL MITO DEL MAS ALLA

Después de haber rechazado y proscripto la invención y la mímesis –


dos condiciones inherentes a la naturaleza de la creación poética-, Platón
introduce al final del capítulo décimo y último de La República o el Estado una
inquietante, insólita y extraordinaria historia, y no una historia falsa, como la de
Alcinoo entre los feacios, según él mismo advierte, sino una historia real,
fundada en el testimonio de una experiencia metafísica, la de Er el Armenio,
“un hombre de corazón”, originario de Panfilia y muerto en una batalla. Er el
Armenio es el testigo y el intercesor, más aún, protagonista resurrecto de un
suceso acaecido en otra vida, de quien Platón se vale –siempre a través del
diálogo socrático- para convalidar su famosa teoría filosófico-religiosa de la
inmortalidad del alma. Conocidas son las razones que el filósofo aduce para
demostrar de una manera incontrovertible, la inmortalidad del alma que, por su
esencia misma, debe ser contemplada, más allá del “estado de degradación a
que la conducen su unión con el cuerpo y todos los males que son resultado de
esa unión”, “con los ojos del espíritu, tal como es en sí misma, desprendida de
todo lo que a ella es extraño”.
Predicador sistemático de la verdad y la justicia y amigo declarado de
la claridad y el rigor en pensamiento y dicción, Platón no sólo se contenta con
serlo sino que quiere también parecerlo al juicio de los otros, y no por aquello
de “a confesión de parte, revelo de prueba” dejará de dar, tras su confesión,
prueba final, esclarecedora e irrecusable. Su teoría socio-política, ético-jurídica
y filosófica de la República ideal, hecha para hombres imperfectos y
perecederos, aunque acuciados por un secreto y permanente anhelo de
perfección y supervivencia, no sería completa para este soñador de arquetipos
si solamente se hubiera limitado a un orden temporal e intrascendente, es
decir, si no incluyese en su contexto la idea misma de una trascendencia, en
este caso, de un más allá inasequible, infinito, donde no fuera demasiado
quimétrico y absurdo concebir, como había concebido el mundo superior de las
Ideas, un orden supremo, reservado a los dioses y a la vida inmortal del alma,
eternamente sustraído de los accidentes y avatares del devenir. Porque el
mismo dualismo que induce a Platón a ver como cosa natural la unión y la
separación del cuerpo y el alma, cuando ésta abandona su envoltura terrena, lo
lleva a concebir el orden relativo y circunstancial de los seres y las cosas como
manifestación, dicho de otro modo una imagen o un reflejo momentáneo del
arquetipo fundador, del modelo ejemplar (Análoga concepción tiene platón del
tiempo en que seres y cosas transcurren cuando en el Timeo, al hablar sobre el
origen de la duración, lo ve como “una cierta imitación móvil de la eternidad”,
que se desarrolla con movimiento circular, siguiendo la ley de los Números. El
tiempo, que nació con el cielo, “ha sido hecho conforme al modelo de la
sustancia eterna”, al cual se asemeja, pero es sólo la imagen de aquella en
devenir, un estar siempre llegando a ser, mientras que “el Modelo es ser de
toda eternidad”). Pero no desconoce, por el contrario afirma –con lo que viene
a corroborar así, la doctrina de Heráclito- la realidad del cambio a que vive
sujeto el mundo de las apariencias, el mundo sensible, en el que todo, incurso
en el tiempo, influye constantemente, deviene y se transforma, como el río
fugitivo y cambiante del aforismo del efesio, que es y no es el mismo.
Con la inclusión de esta idea mística de trascendencia ontológica y
metafísica Platón nos induce a pensar que ha querido gratificarse, como quién
se concede un privilegio o un placer excepcional, del arduo trabajo de organizar
una estructura de vida comunitaria basada en un orden institucional de verdad
y justicia, a semejanza, o más bien como imitación de la estructura magna, del
orden preexistente del Universo en que las Ideas brillan como soles de oro
inalterable. Pero a esta estructura paradigmática e ideal le ha suprimido por
anticipado, como quien dice sobre la marcha, en pleno proceso de elaboración,
uno de los resortes imponderables más dinámicos, sutiles y mágicos, y no
menos necesarios que los otros para la función armónica del mecanismo de la
realidad social: el de la poesía –abolida con la exclusión de los poetas-,
manantial oculto y manifiesto de la belleza, tan cara al sentimiento apolíneo
como dionisíaco del mundo helénico, la belleza no como predicado de una
ideación abstracta, sino como viva encarnación de una forma concreta. Si para
el propio Platón y los griegos de su época la belleza es parte de un todo
indivisible, si es luminosa verdad estética como ésta luminosa belleza moral, y
al mismo tiempo justicia en la proporción pitagórica que regla la armonía de las
grandes y pequeñas cosas del Universo, la interdicción platónica –producto,
acaso, de cierto sentimiento de frustración creadora redivivo y nunca superado
desde su abandono y casi fallido intento juvenil de escribir poesía lírica- resulta
a todas luces no sólo arbitraria sino inclusive contradictoria, tanto más aún por
tratarse de quien había identificado, con clarividente intuición, los valores
sustantivos poesía y belleza en una entidad espiritual y física indisociable,
como un todo que no se puede escindir ni descomponer sin mengua de sus
partes. Para la concepción helénica pura, y por consiguiente platónica, la
poesía es fuente y fundamento de la belleza y ésta, a su vez, la forma interior
(ontológica) y exterior (estética) mediante la cual aquélla se manifiesta y
corporiza.
Sin dar al supuesto de que un sentimiento de frustración pudo haber
originado un latente resentimiento más alcance que una insegura y refutable
hipótesis, es lícito pensar que la intolerancia de Platón, en cuanto filósofo de la
República, para aceptar la creación poética como arte imitativo e imaginativo
expresado a través del espejo de la mímesis y del reflejo de la imagen en libre
fabulación, proviene de otra causa, menos subjetiva tal vez, más racional si se
quiere. Y ésta no sería siquiera la verdad y la justicia que Platón quiere poner
por encima de todas las demás virtudes morales del hombre civilizado, sino la
muy sofística y aleatoria causa de una imputada vieja querella, de una profunda
e irremediable disensión de la poesía con la filosofía, hermanas separadas por
compulsiva determinación de quien no quiso ver que tal supuesta discordia y
oposición, si la hubo, no era del arte de la visión sensible y la intuición anímica
en abierta e irreductible pugna con la ciencia del conocimiento, sino de los
mismos hombres que tabulaban y filosofaban.
Sin embargo, no son estas sutiles, ingeniosas y controvertidas razones
lo que interesa poner en claro ahora. Lo que quiero esclarecer y probar es, a
través de la historia de Er el Armenio, el genio a la vez mimético y fabulador, la
admirable capacidad de mímesis e inventiva poética del que abominó
categóricamente la imitación y la imaginación, propias de la poesía –lírica,
épica, dramática- de su época y por extensión de la poesía de todos los
tiempos, no importa si esta capacidad está dirigida secreta y sabiamente a
fundar e instituir un nuevo mito, no ya pagano o heroico a la manera de los
mitos homéricos, tampoco teogónico a la manera de los forjados por Hesíodo,
sino esotérico, metafísico, ultraterreno. O precisamente por eso, por su
intencionalidad trascendental, doble porque tiende a testimoniar un hecho y
revelar un misterio, lo cierto es que Platón deja caer aquí el disfraz de una
dialéctica de la literatura y el arte utilitarios, instructivos o didácticos, al servicio
de un Estado omnímodo; o apologéticos, ditirámbicos, al servicio de los dioses
y los héroes. Y al dejar caer ese disfraz y descubierto el rostro antes oculto o
apenas velado, se olvida y se libera de la propia trampa de sofismas tendida a
sus perseguidos y expatriados adversarios para caer en la red laberíntica de
esa quimera o utopía que es para él toda la vasta y compleja urdimbre de
mitos, fábulas, alegorías e imágenes que configuran el orbe imponderable de la
creación poética. Así, vemos que Platón, tan intuitivo como inteligente para
percibir y penetrar, con su varita mágica de rabdomante, los profundos
manantiales áureos de la poesía en su estado puro, virginal, distorsiona
voluntariamente su percepción sensible, anímica y racional de la realidad para
darnos una imagen falaz –probando una falacia imaginaria con una falacia
dialéctica- de la poesía y sus hacedores, y todo ello en aras de la verdad y la
justicia.
La contradicción y la arbitrariedad más flagrantes se manifiestan, sobre
todo, al rematar Platón la grandiosa y soberana estructura de una República
concebida e instrumentada para bienestar y felicidad de los hombres. Cuando
su magistral teorizador cae en la cuenta de que esa estructura colosal,
apoyada en sólidas bases, concluye en sí misma, como la figura de la serpiente
que se muerde la cola; cuando, sin declararlo, da en pensar que , menos que
una estructura propiamente dicha, es aquella una entelequia o un rígido molde
dentro del cual no cabe sino un orden de existencia meramente pragmática,
donde todo está previsto, limitado y circunscripto a leyes y reglas fijas,
estáticas, como si los seres y las cosas fueran elaborados sobre un
protoplasma con caracteres inmutables e irreversibles, pero sin trascendencia
metafísica, sin proyección sobrenatural entonces, empeñoso y urgido por
coronar una arquitectura lineal, sin verticalidad, un poco a ras de tierra –puesto
que el ideal ciudadano se limita a subsistir con decoro, como quien dice sin
pena y sin gloria-, Platón apenas se da tiempo para levantar una torre, desde la
cual intenta ver más allá, descubrir aquello que parecía no haber entrado hasta
entonces a formar parte coherente y orgánica de su ambicioso plan de
organizador de un Estado modelo. El Estado platónico tenía todo, menos
poesía, menos quienes la hacen. Se había decretado coercitivamente el
destierro, la proscripción irrevocable de una y otros, es verdad, y esto parecía
previsto con antelación desde el principio. Pero he aquí al llegar al final de la
obra, el arquitecto advierte que ha incurrido en una omisión mayor, superlativa:
la de no admitir, como hecho cierto y definitivo, a la faz oculta de la vida,
aquella que, misteriosa e invisible, permanece en la sombra. Al otro lado, como
si fuese el reverso de la trama iluminada por el sol, hay un más allá, una
dimensión espacial y temporal infinita –lo exacto sería decir inespacial e
intemporal-, ajena al devenir, al tiempo fugaz y perecedero. Allá reinan las
Moiras y viven las almas rescatadas del cuerpo y acogidas a la inmortalidad,
que es su destino, según Platón intuye.
Es aquí donde el filósofo, salvando la mayor omisión en que puede
incurrir un espíritu esencialmente religioso como el suyo, nos trae a colación la
historia de Er el Armenio, que inserta a modo de epílogo y corolario, dramático
e inquietante, en el contexto de su dilatada y horizontal República. Pero ¿qué
ocurre al fin, es decir, de qué medios se vale Platón aquí para formular la teoría
de su idea mística de trascendencia metafísica, su intuición de un más allá? No
serán, por supuesto, los medios lógicos de un raciocinio que extrae los mejores
zumos dialécticos de la escuela de los sofistas, a través de la forma coloquial,
dialogística, aprendida de Sócrates. Seguirá usando el diálogo socrático, pero
como una mera forma arquitectónica de su pensamiento filosófico. Lo esencial,
lo que realmente cuenta en el fondo, es lo que a partir de la mitad del capítulo
X y último de su obra expresa para desarrollar su teoría de la inmortalidad del
alma, Y si, como es natural, importa saber lo que nos dice, no importa menos,
en este caso, connotar cómo lo dice. Lo que dice es nada menos que una
formulación de naturaleza iniciática, esotérica, la primera dentro de la filosofía
de Occidente, de la inmortalidad del alma a través de dos revelaciones
conexas: una, la del fenómeno de la transmigración; otra, la del fenómeno de
la resurrección. Estas dos fundamentales ideas místicas referidas al plano
ultraterrestre de lo sobrenatural, son fuentes generadoras de religiones
seculares, y a lo que al mundo occidental concierne una prefigura los
antípodas, los dos reinos opuestos del cielo y el infierno, con su ración de
premios y castigos, y otra el misterio de la resurrección cristiana después del
vía crucis de pasión, agonía y muerte en la cima del Gólgota. De ello cabe
inferir que Platón viene a resultar así profeta indirecto y anticipado del
cristianismo, a través de una vía que, partiendo de él, continúa y se prolonga
con Aristóteles, Plotino, Santo Tomás.
Ahora bien, lo más curioso y original de todo esto es que cuando
Platón se limita a organizar e institucionalizar, teóricamente, un Estado militar,
político, jurídico, económico, práctico en suma, regido por la justicia y la
verdad, con prescindencia o subordinación de la belleza a los ostensibles y a
veces coercitivos poderes materiales y temporales de los hombres, desestima
la poesía y los medios de expresión consustanciales –mitos, fábulas, alegorías,
símbolos, imágenes, metáforas- que hacen a la naturaleza de su esencia y
formas específicas, y es cuando, invocando el orden establecido y la más
estricta y formal sujeción a las leyes instituidas para preservarlo, prohíbe el
ejercicio de la poesía libre, imitativa o imaginativa, y expulsa a los poetas de
esa especie de Arca de Noé de las leyes que parece simbolizar su República.
Pero cuando necesita afianzarla en el tiempo y proyectarla, con sentido
trascendente y perdurable, más allá de las fronteras temporales y geográficas,
queriendo hacer de aquélla, por encima de lo contingente anecdótico, una pura
creación espiritual, una entidad de esencias imperecederas, de valores eternos,
entonces, como quien enmienda sus errores y expurga sus culpas después de
un examen de conciencia frente a lo que podría consumarse en su fuero íntimo
como Juicio Final, desliza sibilinamente, con todos los sutiles recaudos de un
previsor de lo invisible y del misterio que lo aureola, una historia que no es
sino un mito, el mito del más allá, un mito bellísimo y alucinante, una
extraordinaria fabulación mística del alma inmortal –el alma que es todas las
almas rescatadas de la prisión oscura de los cuerpos, restituidas a su categoría
inmanente, prístina y eterna: el alma unívoca-, plena de todo cuanto había
desechado por inútil y vano y que ahora revertía como un torrente de música
divina sobre su propio cauce, modificando el curso y el rumbo, como si éstos le
hubiesen sido impuestos artificiosamente hasta ese momento por una
aberración de la razón práctica y no inspirados por un relámpago de la intuición
visionaria y creadora. Un mito, he dicho, un grandioso y fascinante mito cuya
textura, cuya trama es un racconto, como todo mito verdadero, de algo
acaecido in illo tempore, en un tiempo auroral, remoto y sagrado, si
aceptamos la interpretación que del origen y la naturaleza del mito fundador
nos dan Mircea Eliade, Cassirer y otros antropólogos, etnólogos e historiadores
modernos; un tiempo sustraído, por eso mismo, de los accidentes del devenir
profano, en el que todo está sujeto a mudanza, a disolución, a transformación.
También las almas platónicas transmigran, cambian de habitación corporal, se
trans-forman, aparecen nuevamente reencarnadas en otras formas
perecederas. Pero lo cierto al fin, lo indubitable es que sólo un poeta, y no un
filósofo, pudo concebir y formular un mito semejante, como el de Er el Armenio,
mediante el cual Platón, por otra parte, coloca los cimientos de una doctrina
escatológica. Y la verdad suprema y radiante se nos revela aquí en la libre y
soberana fantasía platónica, por que ella es, como la de los poetas por él
menospreciados, una verdad maravillosa: una verdad poética.

LOS GRANDES LIRICOS GRIEGOS

I – EL AMOR Y EL DOLOR EN SAFO Y ERINA

La más célebre de las poetisas griegas, Safo, nació en la isla de


Lesbos, conocida más tarde con el nombre Mitilene, cuna también de otros tres
grandes poetas: Pítaco, Alceo y Erina. Los historiadores no están muy de
acuerdo acerca de la fecha exacta de su nacimiento, como no lo están con
respecto a la cronología de muchos otros poetas y filósofos de la antigua
Grecia, pues mientras unos sostienen que data de las postrimerías del siglo VII
antes de la era cristiana, otros señalan que ocurrió en el siglo VI y hay quienes
lo dan como posterior aún.1 Lo que se sabe de cierto, y en esto nadie disiente,
es que, aparte de ser con los poetas nombrados una de las más grandes
figuras líricas de la Hélade, fue, con Alceo principalmente, la que enriqueció y
dio trascendencia estética a la lengua eólica, que manejó con rara perfección.
Ni Corina ni Mirtis, de Beocia; ni Telesila, de Agros; ni Praxila, de Sicione, todas
ellas posteriores; ni su coterránea Erina, igualaron a Safo en inspiración, en
riqueza imaginativa, en perfección léxica y en fama. De su vida se sabe que
contrajo nupcias con un ciudadano de Andros, con quien tuvo una hija, y que
enviudó muy joven. Desde entonces consagróse por completo a la creación
poética y fundó en Mitilene una escuela de música y poesía en la que se
formaron sus discípulas, entre las cuales Atthis, Anactoria y Gyrinno, todas
poetisas de cuerda amatoria, brillaron como estrellas de una constelación cuyo
sol mayor, alto y resplandeciente, era la gran sacerdotisa del canto de Lesbos.
Tanto de su persona como de su arte emanaba un secreto poder de seducción,
un atractivo singular, y esa especie de hechizo, de influjo magnético, unida a la
libertad de sus actos y de su pensamiento, dio pábulo a leyendas, supercherías

1
Ateneo supone que Safo vivió entre los años 620 y 563 antes de nuestra era y según Eusebio vivía
cuando la Olimpíada 44 o sea hacia el año 561. Otros sostienen que habría nacido en el 612, fecha que
difiere apenas en ocho años de la atribuida por Ateneo.
y equívocos que sólo sirvieron para distorsionar la imagen real de una vida y
una obra escasamente conocidas en nuestros días a través de versiones
imprecisas y testimonios más que fragmentarios. Muchas de esas versiones
son meras hipótesis. Una de ellas informa que “un gran poeta joven”, cuyo
nombre se omite, amó y cantó a Safo sin ser correspondido y que ella a su vez
admiró hasta el delirio a otro joven llamado Faón, de encanto irresistible; otra
versión, también incompleta pero generalmente aceptada por la tradición, no
recuerda que un día, desde las rocas de Léucades, se arrojó al mar y en él
pereció.
En una época en que predominaba todavía el canto coral y el verso
dórico, cuando los rapsodas profesionales escribían y cantaban para quienes
pagaban, bien o mal, sus servicios, es decir, para sus protectores o
manumisores, los poetas jónicos y eólicos, con un sentido de la libertad
individual que no tenían ni tuvieron los dóricos, a quienes se les exigía trabajar
para los coros públicos e interpretar las ideas y los sentimientos de la
comunidad, comenzaron por ser ellos mismos, expresando con un estilo
personal sus propias emociones. Y son Arquíloco, Alceo y Safo los que ,
después de Terpandro de Antisa, a cuya época se remonta el uso de la lira,
escriben y difunden en lengua eólica la poesía lírica pura. Y Safo y Alceo son
también los que, introduciendo una variante renovadora dentro de la tradición
del viejo melos popular, buscan nuevos temas, los hallan en el venero íntimo y
profundo de sus propias vidas, y estilizan las formas estróficas, las estructuras
rítmicas y el lenguaje que, a través de ellos, adquieren categoría relevante,
significado trascendente, valor estético independiente y perdurable.
En el ámbito de la lírica helénica que comienza con ella y su
predecesores jónicos y eólicos, la obra de Safo puede definirse como la de una
poetisa del amor, en el doble aspecto espiritual y pasional. Si se quiere buscar
un paralelismo con otro lírico de su época, nadie sino Anacreonte, aunque
posterior, puede ofrecerlo. Pero el amor en Anacreonte es panteísta o
dionisíaco: una embriaguez de los sentidos y una exaltación anímica frente a la
naturaleza y a la vida, a la juventud y a la belleza, a los frutos y al néctar que
los frutos destilan en los rojos lagares durante las vendimias y escacian las
doncellas entre el rumor de los festines; mientras que en Safo es humano y
divino al mismo tiempo, y así, acorde con el objeto ideal que origina y alimenta
su fuego , es en su voz himno o plegaria. Sus epitalamios o cantos de himeneo
están dedicados, por lo general, a personas amadas –varones o mujeres-,
caras a su corazón vehemente y delicado. Algunas de sus odas, como la
dedicada a la diosa Venus, por ejemplo, constituyen ofrendas a la divinidad.
Fundadora, a su modo, de una filosofía del amor cuyo sentido inculcó, como
preceptora, a sus fervientes discípulas, a través de su escuela de música y
poesía de Mitilene, tuvo, como es natural, epígonas y émulas, de cualquier
manera sus continuadoras. Una de ellas fue Erina, que escribió canciones y
epigramas al estilo de Safo, usando, como aquélla, la estrofa sáfica. Además
de las anteriormente nombradas, la propia Safo recuerda, entre las mejores
líricas griegas de su tiempo, a Gogo y Andrómeda. La pureza de sus
sentimientos , que jamás ocultó, y su sinceridad temperamental, la indujeron a
expresar con toda mi libertad sus sensaciones y emociones, vivencias y
experiencias, de modo tal que su poesía es esencialmente autobiográfico,
íntima confesional.
La actitud de Safo, como mujer y como poeta, es un desafío a las
convenciones y a los perjuicios de una época en que, sobre todo en Atenas, no
se concebía a las mujeres fuera de los quehaceres domésticos y de los
gineceos. La evolución política y cultural de los pueblos jónicos y dóricos,
superior entonces a la ateniense, admitía ya, en los tiempos de Safo, que las
mujeres cultivaran su espíritu a la par de los hombres, en la frecuentación de la
lectura, en el ejercicio de las letras y en la práctica de las bellas artes. A
ninguna como a Safo le corresponde la alta misión de ser al mismo tiempo
precursora e iniciadora de la liberación de la mujer en el ámbito de la cultura
occidental.
La “décima musa”, como la llamó Platón; “bella Safo”, según la
expresión de Plutarco; la que Alceo exaltó en inspirados versos elogiando sus
cabellos y su sonrisa; la virtuosa y altiva lesbense que no consentía
desviaciones morales a parientes ni a amigos, si hemos de atenernos a
testimonios de Herodoto; la mujer cuyo honor Altfried Müller revindicó en
escrupulosa defensa contra las invectivas de los cómicos, es la Safo inmortal,
la egregia Safo que Grecia venera y el mundo entero admira como una figura
mítica. De acuerdo con versiones difundidas por investigadores y escoliastas
de su obra, Safo habría escrito epigramas, de Pablo Neruda:

“Hoy me he tendido junto a una joven pura


como a la orilla de un océano blanco,
como en el centro de una ardiente estrella
de lento espacio.

De su mirada largamente verde


la luz caía como un agua seca
en transparentes y profundos círculos
de fresca fuerza.

Su pecho como un fuego de dos llamas


ardía en dos regiones levantado,
y en doble río llegaba a los pies
grandes y claros.

Un clima de oro maduraba apenas


las diurnas longitudes de su cuerpo
llenándolo de frutas extendidas
y oculto fuego”.

Laurea Tulio, poeta griego nacido en el primer siglo anterior a la era


cristiana, lector y sin duda ferviente admirador de su ilustre compatriota,
compuso el siguiente Epitafio en la tumba de Safo y en el que, como era
frecuente entre los antiguos poetas helénicos cuando se trataba de exaltar la
memoria de las grandes figuras desaparecidas, hace hablar por su boca a la
sombra inmortal de la que fue antaño, en el mundo de los vivos, pasajera y
luminosa presencia:
“Extranjero, al pasar ante esta tumba
eoliana, no digas que yo he muerto;
yo, la docta mujer, aquella hija
de Mitilene, de la hermosa Lesbos.
la mano de los hombres me ha elevado,
como ves, este digno monumento;
pero en breve su obra del olvido
caerá en el polvo al discurrir el tiempo.
Mas considera hoy cómo las Musas
me honraron y sus dones concedieron,
los que a mi vez deposité, inspirada,
en nueve libros en que están mis versos,
y observarás por tanto que libremente
de las tinieblas de la muerte puedo.
En toda edad, bajo los soles todos ,
de Safo siempre se tendrá el recuerdo”.

Poetisa del amor, como hemos dicho, no podía Safo dejar de cantar a
la divina diosa, símbolo del amor y de la belleza. Así, en su Oda 1 invoca a
Venus de este modo: “Diosa del trono incrustado de oro, Venus inmortal,
augusta hija de Júpiter, que te complaces en tejer las redes del Amor, te ruego
que no hagas desfallecer mi corazón bajo los pesares y los dolores; acude a
mis ruegos, como otra vez me atendiste ya, cuando abandonando el palacio de
tu padre unciste tu carro de oro, que arrastraban graciosos y ágiles pájaros;
éstos se elevaban al cielo, azotando el aire con sus alas veloces, y alcanzaban
rápidos la tierra sombría; y tú, bienaventurada, sonreías con tus labios divinos
y me preguntabas: ¿Qué tienes? ¿Qué te ha ocurrido? ¿Por qué me llamas?
¿Qué pasión devora tu corazón en delirio? ¿quién es aquel que te propone
capturar entre las redes de tu amor? ¡Cómo! ¿Sus desdenes te ultrajan, oh
Safo? Pero, si te huye hoy, pronto te perseguirá él, a su vez. ¿Rechaza tus
dones? El te los ofrecerá ¿No te ama? El te amará, a pesar tuyo. ¡Oh! Ven,
diosa; líbrame de mis crueles padecimientos; cumple lo que mi corazón desea,
atiéndeme. ¡Consiente en luchar conmigo!”.
Cuando se dirige al ser de su amor, aquel cuya sola presencia detiene
sus latidos y perturba su mente, modula su voz con los matices encendidos y
suaves a la vez de la pasión y la ternura: “El hombre que se sienta ante ti me
parece igual a los dioses; él oye muy cerca tu voz armoniosa, y ve tu dulce
sonrisa, esta sonrisa que detiene dentro de mi pecho los latidos de mi corazón.
Cuando te veo, ya no puede brotar ningún sonido de mi garganta; mi lengua
permanece encadenada, una llama sutil circula por mis venas, mis ojos cesan
de ver, mis oídos silban, el sudor me inunda, todo mi cuerpo se estremece y
tiembla, y pálida como la hierba mustia quedo unos instantes suspensa, hasta
que un vértigo me desvanece.
¡Pero a todo se ha atrevido mi audacia!”.

La cronología de Erina es tan incierta como la de Safo u otros poetas


griegos, y no menos contradictoria. Mientras algunos, como Gilbert Murray,
afirman que Erina escribió en el siglo IV antes de Jesucristo y que se llamaban
a sí misma “compañera de Safo”, otros la hacen aparecer formando parte de
aquel grupo de mujeres distinguidas que poseían talento poético y se
agrupaban alrededor de su maestra, y que de todas ellas era la mejor dotada.
Lo que se sabe de cierto es que nació en la isla de Lesbos, según algunos en
Teos, según otros en Rodas, en el siglo VII antes de nuestra era. Se sabe
también que murió muy joven y que de su valiosa obra poética sólo han llegado
hasta nuestros días pequeños fragmentos. Se le atribuye la composición de un
poema de trescientos exámetros –el metro que empleaba Homero en sus
epopeyas- titulado La Rueca, escrito en una mezcla de dorio y eólico.
De ser cierta su contemporaneidad con Safo, también debe admitirse
como verdad que participó con aquélla en la segunda escuela eólica, ya que a
la primera habría pertenecido Anacreonte, el poeta jónico. Se conoce,
asimismo, otra Erina escritora, contemporánea de Filipo de Macedonia y
Demóstenes, que nada tiene que ver, seguramente, con la lírica lesbia.
Reproducimos aquí, como elementos ilustrativos, dos fragmentos de
epigramas, los registrados con los números 5 y 6 de la traducción española de
Agustín de Esclasans: 5) “Estelas y sirenas que os levantais en mi honor, y tú
también, urna de duelo, en la que Plutón encerró mi ceniza ligera: saludad a los
que se acercan a mi tumba, tanto si son mis conciudadanos como si son
extranjeros nacidos en otra ciudad. Decidles que bajo esta piedra descansa
una virgen; añadid que mi padre me dio el nombre de Baucis, y decidles
también que nací en Tenos, y que Erina, mi compañera, ha grabado esta
inscripción sobre mi tumba”. 6) “Estoy consagrado a la virgen Baucis. Oh, tú
que te aproximas a esta columna bañada con tantas lágrimas: vete y dile al
dios que reina bajo tierra: “Eres un envidioso, Plutón!”. Este bello monumento
anuncia al que le ve la suerte cruel de Baucis. Bajo estos mismos pinos, donde
Himeneo iba a guiar muy pronto a la jovencita, uno de sus parientes tuvo que
poner fuego a la pira fúnebre. Y tú, Himeneo, modifica el canto nupcial que
debía ser cantado; cámbialo en dolorosos lamentos”.
Los textos transcriptos de Safo y Erina pueden servirnos para
establecer, más que las afinidades temperamentales, ciertas características
que las individualizan. Por ejemplo; mientras la primera cifra todo su anhelo y
su ideal trascendente en el amor, con la angustia de perderlo y la esperanza de
alcanzarlo, la segunda, que prefiere a la exaltada oda sáfica el sereno
epigrama, entona una elegía melancólica, una endecha fúnebre a la
destrucción material de los seres arrebatados por un destino aciago. Y así,
mientras una exalta y magnifica las pasiones y los sentimientos que la ligan a la
vida por el lazo de la sangre y el hálito del alma que parece buscar la
inmortalidad en el connubio dichoso de los seres que se aman, la otra se
inclina y deshoja su ofrenda lírica, como una corona sombría, sobre la estela
funeraria, como recordando a esos mismos seres ávidos de dicha la fugacidad
del tiempo y el fin inexorable que tarde o temprano aguarda a todos los
mortales. Safo se nos muestra obsedida por el amor, Erina por el dolor; aquélla
por la vida, ésta por la muerte, pero las dos se parecen en la intensidad
anímica y en la fuerza expresiva con que entonan sus cantos, bellos y
delicados.
II – ANACREONTE, POETA DIONISIACO, Y SUS TRES
PASIONES: EL AMOR, EL VINO, LA CANCION

Pocos datos se poseen sobre la vida y la obra del poeta griego


Anacreonte, de quien se sabe que nació en Teos, ciudad de Jonia, en el año
560 ó 559 antes de nuestra era. Vivió al lado de Hiparco, gran protector de las
letras, aceptó la hostilidad de los Aleudas en la Tesalia, figuró en la corte de
Polícrates y a la muerte de aquél se trasladó a Atenas, inducido por Hiparco,
cuyo mecenazgo disfrutó durante algún tiempo. Bastan estos someros datos
para inferir que la vida de Anacreonte transcurrió al amparo de la protección
oficial y de hospitalidad de sus amigos, que lo querían y admiraban, por su
carácter y su talento. Los griegos tenían entonces, sobre todo los dorios y los
jonios, inclusive los atenienses, el más alto concepto de la misión y el destino
del poeta en el mundo, de modo que admitían como lo más natural que éste
viviese bajo la protección de los gobernantes y de los mecenas que con su
apoyo material y su estímulo moral permitían que el poeta –épico, lírico o
dramático-, desentendido de problemas de subsistencia, consagrase todo su
esfuerzo a la creación literaria. Entendían así favorecer libremente, sin
ataduras ni claudicaciones, la vocación de quienes estaban destinados por los
dioses para revelar a los hombres la belleza y la verdad del mundo y de la vida,
pues belleza y verdad eran inseparables de la concepción filosófica del espíritu
helénico. Traductor de los mensajes cuyos destinatarios eran sus propios
semejantes, revelador de los supremos arquetipos –la belleza y la verdad,
símbolos del bien-, y al mismo tiempo intenso, gozoso gustador de los dones
que la tierra ofrece a sus hijos, Anacreonte no rehusó los halagos de la vida
epicúrea, feliz y placentera, pero jamás sometió su libre albedrío a exigencias
cortesanas ni a intrigas palaciegas.
Libre como las nubes y los pájaros, las flores y los frutos que exalta y
celebra en sus odas y canciones, aceptó, como algo que le pertenecía por
derecho natural y legítimo, la manumisión de los poderosos, a quienes no
envidiaba, y la de sus amigos, a quienes supo corresponder con inalterable
gratitud, más sin comprometer la libertad de hacer y decir lo que su voluntad y
su pensamiento le dictaban. Sólo así se explica que, habiendo vivido en la
corte de Polícrates, no cayera, como otros ciudadanos de su clase, en la
sumisión y menos aún en la adulación al famoso tirano, para quien no escribió
nunca una loa o un ditirambo que hubiese halagado su vanidad y consentido su
soberbia. Era propio de su temperamento voluptuoso y festivo no enfrentar la
violencia, encarnada en el déspota de Samos, y esa condición temperamental
lo llevó a rehuir o soslayar sin astucia ni cálculo la censura y la crítica que otros
afrontaron con riesgo de su libertad y de su misma vida, para entregarse, en
cambio, al puro goce de los sentidos y a la contemplación de la vida profunda. 2
Nada más lejos de su genuina condición humana que la reciedumbre del héroe,
la austeridad del espartano o del estoico, la dialéctica del sofista. Nada de eso
era él, nada sino un poeta transparente y alado como el aire y la luz. Sin

2
Sócrates y Platón calificaron a Anacreonte de sabio (sofos) que en la Grecia clásica era sinónimo de
poeta.
embargo, bajo esa apariencia despreocupada, riente y jovial, de epígono de
Baco coronado de pámpanos, latía en el fondo de su ser una secreta fibra
agonística, cierto “sentimiento trágico de la vida” que al conjuro del tiempo se
revertía en caudalosa vena jocunda y chispeante. El epirureísmo de
Anacreonte, su vital hedonismo, no eran tal vez sino el bordado exterior, algo
así como el revés de la trama de ese su oculto sentimiento trágico, sentimiento,
más que nada, del tiempo, de su fugacidad devastadora, fugacidad que a su
vez condiciona y determina la irremisible transitoriedad de la vida terrena, su
brevedad y finitud. De donde cabe deducir que si tuvo de la vida un sentido
hedonista, ese sentido no era frívolo ni superficial, sino más bien dramático,
como lo corrobora, mucho más claramente que su vida un poco disipada, su
poesía. Quién sabe si en el fondo no quería embriagarse con raudales de
música, perfumes y brebajes para conjurar el maleficio de saber, con lúcida
conciencia, la fatalidad del fin inexorable de la criatura humana condenada a
morir, como una forma, entre otras de evasión, de sortear circunstancialmente
la cruel y abrumadora realidad del dolor, de la angustia, del sufrimiento en
suma. Y así anduvo, así pasó su vida, cargado de años y de “Frescos racimos”
como una vid soleada y rumorosa, del brazo de Pan y de Baco –la otra cara, la
cara romana de la medalla del viejo dios helénico-, errante y jubiloso de ciudad
en ciudad, de festín en festín, cantando al son de la lira como la cigarra al llegar
el verano, aquella dorada y casi transparente hija de Apolo, parecida a los
dioses, celebra en una de sus odas, y como las abejas de las colinas jónicas
libando el néctar de las ánforas, abiertas y fragantes como flores, que jóvenes
y bellas musas de carne y hueso (“la mejor musa es la de carne y hueso”,
decía hedonísticamente, con el más puro sensualismo, nuestro Rubén Darío)
escanciaban, con pétalos de rosas, en el vaso o la copa que las manos del
báquico poeta sostenían como un cáliz de plata, a la sombra de los mirtos y de
los verdes pámpanos.
Si Homero cantó, como ninguno en los tiempos heroicos, las hazañas
de Aquiles y Odiseo, las vicisitudes de uno de los episodios de la guerra de
Troya y la aventura del regreso de Ulyses desde Troya hasta Itaca, su patria,
Anacreonte, hijo de una época en la que la poesía lírica sonaba como una
suave y perfumada brisa de las comarcas jónicas y dóricas en las siete cuerdas
de la lira, en la orquestación polifónica de los últimos coros y en la voz de los
rapsodas y de los trovadores, trajo al pueblo de Grecia, junto con Simónides,
después de Safo y Alceo, las notas musicales y coloridas, dulcemente
armoniosas, de una poética del amor, del vino, de los sentidos y de la
naturaleza en que lo anímico y lo sensible, lo subjetivo y lo exterior se
entrelazan y funden en una sola trama, en un solo crisol. De este modo resulta
ser, como Homero en la epopeya, lo más representativo en la lírica helénica
pura de su tiempo. Todo cuanto lo acercaba a Homero y cuanto de aquél lo
separa está nítidamente reflejado, por ejemplo, en este fragmento de su oda
número 2: “Dadme la lira de Homero, pero sin sus cuerdas teñidas de sangre;
/traedme las copas sobre las cuales reina la ley del festín; /traédmelas;
/mezclaré en ellas el vino, siguiendo las reglas consagradas; /quiero
embriagarme, bailar y loquear un rato; /quiero entonar un canto báquico sobre
la lira, con mi más fuerte voz. /Dadme la lira de Homero, pero sin sus cuerdas
teñidas de sangre”. Como se ve, Anacreonte pide para sí la lira homérica, el
estro y la voz sublimes del insuperable rapsoda, padre del género épico, pero
rechaza la sangre que tiñe de rojo el cordaje del instrumento tan sabiamente
pulsada por la mano maestra de su inmortal antecesor. Y la rechaza porque
comprende que él no ha venido al mundo de los hombres para cantar la fuerza
ni la cólera de Aquiles, ni la audacia ni el arrojo de Ulyses, ni la astucia de Circe
que conoce los secretos y las fórmulas para conjurar el hechizo de las sirenas,
eludir el monstruo multicéfalo que brama en los escollos de Caribdis y Escila,
descender al abismo y salir de él luego de haber oído, por boca de Tiresias, el
tebano, el vidente ciego, las profecías del oráculo. No ha venido a cantar
victorias ni derrotas, ni empresas divinas concebidas por dioses ni desastres
humanos, ni olimpos ni ergástulas, ni el cielo ni el infierno; simplemente la vida,
vista a través del cristal de su copa, destilada y bebida gota a gota,
voluptuosamente, ávidamente, y vivida latido a latido, con ritmo pendular, con
todos los sentidos y el corazón en llamas desplegado como un gran abanico o
un potente radar. En su oda número 5 Anacreonte destaca más aún a nuestra
percepción esa distancia que lo separa del arquetipo homérico, forjado en recia
y gigantesca talla, a la medida de los dioses, de los cíclopes, de los ígneos
guerreros, aqueos y troyanos. Necesitado de ayuda, de una voz o una mano
superior
–que en este caso bien puede interpretarse como unitario emblema de
inspiración y artesanía-, humildemente invoca: “Hábil artista: cincélame una
copa en honor de la primavera. Las horas nos traen ya las rosas adorables.
Que la plata, reblandecida por tu mano, nos represente un amable festín; pero
te ruego que no me cinceles una ceremonia con ritos extranjeros o alguna
escena inspiradora del horror.
Vale más que nos muestres al hijo de Júpiter, a Baco Evio. Que Venus
vierta, sonriente a los dioses del Himeneo, las libaciones del licor sagrado.
Graba en la copa los amores sin armas, las Gracias juguetonas a la sombra de
la parra cargada de pámpanos y de racimos. Y coloca a su lado grandiosos
muchachos y muchachas, y a Apolo, tañedor de la lira”.
Pocos poetas han cantado al vino y al amor con la intensidad y la
pureza de Anacreonte. En la cuerda amatoria, sólo en Safo tuvo su par dentro
de Grecia, pero él nos da un matiz distinto, y su amor es panteísta o dionisiaco,
mientras que en la poetisa eólica es esencialmente subjetivo y su objeto es un
ser que vibra, sufre o goza, se oscurece o resplandece con él al unísono,
cuando no pasa indiferente o desdeñoso, sin corresponder al calor de la llama
que envuelve y abrasa su atormentado corazón. En la celebración del rito
báquico, muchos le imitaron, pero sólo un remoto discípulo, el anacreóntico
Omar Hayyam, habría de vivir y proyectar poéticamente una experiencia
semejante. Y aunque el poeta de Nisapur se caracterizó por su rebeldía, su
escepticismo y amargura frente a las injusticias sociales de su medio y de su
época –nació y vivió en Persia, en Irán, entre 1051 y 1123 de nuestra era-, en
sus famosas Rubaiyát (cuartetas) exterioriza ese sentimiento dionisíaco de la
vida que indujo al poeta jónico a exaltar el zumo de la vid y los festines
báquicos. “Los bardos persas –dice José E. Guráieb en la introducción a su
traducción castellana de las Rubaiyát- querían lavar las miserias del mundo,
sus males y sus desgracias, con una copa de vino, y en la vida de este
maravilloso pueblo encontramos que el amor entre los seres humanos no se
menciona si no en la compañía de la copa y de la mujer, de donde colegimos
que el vino, el amor y la mujer constituían una trilogía sobre la cual se edificó la
vida de la sociedad persa”. El tema báquico es otro de los frecuentes en la
lírica arábigoandaluza”, observa el arabista español Emilio García Gómez,
quien en su libro Poemas arábigoandaluces pinta un vívido cuadro de
costumbres que nos recuerda, más que los festines báquicos de los tiempos de
Anacreonte, a ciertos banquetes del imperio romano por su magnificencia, pese
a lo cual subraya que tales reuniones eran “más que orgías, tertulias poéticas y
literarias”, de antigua data y harto frecuentes en Al Andalus (Andalucía) de la
época del imperio musulmán. Nada extraño es, pues, que esa lírica tuviera,
entre sus rasgos distintivos, los tonos encendidos del clima y el paisaje
meridionales y el sensualismo propio de una raza de hombres apasionados,
soñadores y místicos.
En su oda 33 Anacreonte nos pinta con mágico pincel, en un fresco
vivísimo, un momento dichoso de su vida entregada a los deleites del amor y
del vino: “Tendido sobre un blando lecho de hojas de mirto y de loto, quiero
beber a grandes sorbos. Y tú, Amor, levántate la túnica y átatela al cuello con
un lazo de papiro, y escánciame vino puro. La vida se parece a la rueda de un
carro que corre con rápido impulso. Pronto nuestro cuerpo se desvanecerá y no
seremos más que un poco de polvo. ¿Para qué reservar estos perfumes,
guardándolos inútilmente sobre la tierra? ¡Ah! Vale más que mientras vivo, me
perfumes con estas esencias. Corona de rosas mi cabeza, y llama a mi amada.
Antes de que vaya a unirme con los coros de las sombras, Amor, deseo alejar
de mí todos los pesares”. Como puede verse, el poeta quiere apurar a grandes
sorbos, hasta la hez, el cáliz desbordante de oro líquido y pide al Amor que se
lo escancie y le traiga a su amada, antes de que sea demasiado tarde, porque
la vida pasa como un carruaje veloz y la tiniebla cae al término del viaje, y no
seremos más que un poco de polvo”. En éstas como en otras composiciones el
dionisíaco poeta nos revela su sentimiento trágico de la vida, sentimiento de
angustia, dramático, patético, frente al tiempo que huye mientras devora,
desintegra las formas, la materia perecedera. De donde deducimos que su
hedonismo y su alacridad, su júbilo orgiástico, se nutren de inquietud, de
angustia metafísica. Su oda número 7, en la que dice que las mujeres lo invitan
a contemplar su ajado rostro en un espejo, en tanto él se sorprende y quiere
divertirse como un joven, es más que ilustrativa de ese estado de angustia
profunda que, para enajenarse, se reviste de alegría, de ardiente frenesí,
frenesí y alegría que buscan en la embriaguez del vino y del amor los mejores
estímulos.
Veamos ahora cómo en dos breves odas (6 y 13), la primera,
probablemente, fragmento de un contexto mayor, Anacreonte nos habla del
amor: “Un día, mientras tejía una corona, divisé al Amor bajo las rosas. Le cogí
de la punta de las alas y lo sumergí en el vino; después cogí la copa y apuré su
contenido; y aún ahora siento en mí un leve cosquilleo: es el contacto de sus
alas”. El poeta formula aquí su concepción pagana y divina del amor, un amor
celestial de cuyo efluvio angélico quiere impregnar el vino terrenal que centella
en su copa y perfuma su boca. Pero sabe también que el amor es proteico y
que, como tal, asume algunas veces la forma del ideal que lo prefigura, que lo
forja con la impasibilidad y la perfección de un arquetipo, y otras veces la forma
tumultuosa y fluyente del sentimiento que lo gesta. De este conflicto, de esta
pugna entre la razón y el sentimiento entablada en dos planos opuestos –lo
exterior y lo subjetivo- es testimonio y corolario este magistral relato lírico de
una tormentosa pero incruenta batalla: “Quiero, quiero amar. El Amor me
impedía a amar, pero en mi ignorancia me negaba a dejarme convencer.
Entonces el cogió un arco, un carcaj de oro, y me provocó al combate. Yo
revestí mis hombros con una coraza. Como Aquiles, cogí una pica, un escudo,
y empecé a luchar contra el Amor. El me disparaba sus dardos, y yo le huía.
Cuando él hubo agotado todas sus flechas, irritado, se lanzó, se lanzó contra
mí, como un dardo, y penetró hasta el fondo de mi corazón. Quedé vencido. En
vano empuño todavía el escudo. ¿Qué arma exterior puede triunfar del Amor,
cuando el combate se libra, precisamente, en mi interior?”.
Los elementos de la naturaleza, especialmente los del reino animal y
vegetal, constituyen motivos frecuentes en la temática anacreóntica. Era propio
de la poesía helénica presentar, en cualquiera de los tres géneros principales –
épico, lírico, dramático-, arquetipos –mitológicos, históricos, naturales-, figuras
simbólicas representativas de una fábula o leyenda, de un hecho real o del
mundo físico, por ejemplo, como también de una creencia, de una idea o de un
sentimiento de la comunidad. En un pueblo de artistas, poetas y filósofos
naturalmente proclive a crear dioses y titanes, y a forjar con el ígneo metal de
una raza de homéridas héroes como Aquiles y Ulyses, Héctor y Teseo, el
arquetipo como paradigma de algo superior dentro de un orden dado -mito,
cultura o naturaleza- era una secuencia lógica y necesaria de esa concepción
teogónica, heroica y al mismo tiempo humana y humanista que del mundo y la
vida tenían los griegos de la edad de oro, desde Homero hasta Teócrito. Por
eso un dios, un héroe-real o legendario-, un animal o un elemento cualquiera
de la naturaleza, dentro de sus respectivas escalas, tienen por lo general, en la
mitología, en la historia y en la tradición cultural de Grecia, una significación
simbólica o representativa tan entrañable como trascendente e inmutable a la
vez. Las cosas son las cosas mismas y su representación, la figura y la
imagen. Todo es simbólico o emblema de algo real o imaginario, pasado y
presente, inclusive futuro pues de otro modo no se explicaría la institución de
los oráculos con sus pitonisas y sibilas, y el prestigio y la influencia que
entonces tenían los augures y los profetas, cuya misión esclarecedora era
vaticinar el porvenir, descifrar los enigmas, desentrañar las claves, lo que en el
ejercicio y el lenguaje del poeta, según Saint John-Perse, significa exactamente
lo mismo que “poner en claro los mensajes”, del cielo y de la tierra, divinos y
humanos. El mito, para el hombre griego del período áureo, es aquello que se
realiza, que ocurrió y ocurre de tal modo que es cifra de realidad palpable y
vivida, encarna en todas las formas de la cultura y sirve de pauta moral y
espiritual, cumpliendo, así, una triple función religiosa, aleccionante y estética.
La realidad, a su vez, trasciende hacia el mito, deviene mito, por medio del
símbolo poético, dicho de otro modo, de la representación alegórica, y en él se
proyecta y perpetúa, más allá de la anécdota y de la circunstancia, física y
temporal. Cabe aquí, como hecho de medida para esa concepción que conjuga
y fusiona mito y realidad, realidad y mito, aquello de Novalis: “El sueño se
vuelve mundo, el mundo se vuelve sueño”. Y una prueba de la vigencia del
mito helénico –en el que están incursos dioses y hombres, héroes y
cortesanos, grandezas y miserias, victorias y derrotas, ideales sublimes y
oscuras pasiones- es que poetas como Friedrich Hölderlin, André Chénier y
Jean Moréas, entre otros –y no hablo de los latinos como Virgilio y Horacio-,
habían asimilado e incorporado de tal modo la sustancia del mito como realidad
poética y arquetipo de concepción teogónica y heroica de la vida, que hasta
soñaron, como el autor de Hyperion, en una restauración de esa grandeza
cuyo sobreviviente símbolo y excelso paradigma es el Partenón sobre el
Acrópolis, una grandeza tanto más deslumbradora, tanto más subyugante,
cuanto más irreal e inalcanzable resplandecía a lo lejos, como la “flor azul” del
delirio romántico y visionario de Federico de Offterdingen.3
Sí, en efecto, partimos del principio de que para los griegos las cosas
son las cosas mismas y su representación, la figura y la imagen, como el
anverso y el reverso de una sola realidad absoluta, todo es verdad símbolo o
emblema de algo real o fantástico. Así, por ejemplo volviendo a Anacreonte la
golondrina es el ave migratoria que anida en los campanarios y en los tejados,
la que emigra en otoño y vuelve en la primavera, pero es también el símbolo
errante y alado del éxodo -la diáspora de los pájaros-, de lo contingente, de la
fugacidad de las cosas que vienen y se van, de las mutaciones y avatares del
tiempo, según puede apreciarse en su Oda 26: “La dulce golondrina viene a
nosotros en primavera, trenza su nido en verano, y en invierno desaparece,
hacia el Nilo y hacia Menfis. Pero el Amor teje incesantemente su nido en mi
corazón. Un deseo se cubre de plumas, otro empieza a germinar, otro rompe la
cáscara; los recién nacidos pían y pían, con el pico muy abierto. De todos estos
amores, el mayor sustenta al menor; y cuando éstos ya están ahítos, hacen sus
crías a su vez. ¿Qué puedo yo contra ellos? ¡No puedo celebrar tantos amores
a la vez!”. Aquí, como hemos visto, la golondrina es el predicado de una
oración en que el sujeto es el amor, aguijoneado por sucesivos y fugaces
deseos, y así como el amor es lo permanente –puesto que teje incesantemente
su nido en el corazón del poeta-, la oscura golondrina anacreóntica, como la
becqueriana, simboliza la fuga, la aventura azarosa, la suerte veleidosa e
inconstante, todo lo cambiante y perecedero que hay en nuestra vida. No en las
palabras sino en las alusiones, en lo apenas sugerido, y en el silencio mismo,
están implícitas las instancias, los sutiles resortes, los matices imponderables
que configuran el símbolo. Del mismo modo la cigarra, otro animal idealizado
por Anacreonte, es la sonora mensajera del verano, la anunciadora del sol
canicular y de los frutos plenos, mas no escapa a la proyección simbólica de
representar, simultáneamente, la música y el canto apolíneos, el frenesí de
quien se alimenta de su inocente júbilo como de su propio fuego, la inspiración
de las musas, no sé si mayores o menores, divinidades tutelares que la
preservan de vicisitudes, dolores o conflictos, a semejanza de ciertos seres
puros, criaturas elegidas, que moran sin sufrir ni envejecer en regiones elíseas.
Con el respeto y el amor con que se invoca a un demiurgo o a un animal
sagrado, Anacreonte celebra la presencia y la voz de la bucólica cigarra en su
Oda 35: “Cuan feliz eres, cigarra, cuando en la cima de los árboles, ahíta
después de beber una gota de rocío, te duermes como una reina! Cuanto te
rodea es tuyo, y cuanto ves en la llanura, y cuanto produce el bosque. Eres
amada de los campesinos, pues no causas perjuicios en los campos; los
mortales te honran, saludando en ti a la amable mensajera del verano. Las
Musas te aman, y el propio Apolo también, que te dio una voz armoniosa. La
vejez no puede alcanzarte, hábil hija de la tierra, tú que sólo amas el canto, tú
que no conoces el sufrimiento, tú que no tienes ni sangre ni carne, y que casi te
pareces a los dioses”.
Tanta era la fama que de hombre inclinado a los placeres de los
festines y las libaciones tenía Anacreonte, que una de las versiones más
divulgadas por la tradición nos relata que murió ahogado mientras comía un
racimo de uvas en una fiesta de Teos, a donde habría vuelto en sus últimos
3
Nombre del protagonista de la novela homónima de Novalis, seudónimo de Federico de Hardenberg.
años. Si esto fuera verdad, su muerte –se dice que ocurrió a los 85 años-
habría sido entonces digno corolario de quien vivió en los momentos de
prosperidad rodeado de manjares, frutos y especias, de ánforas rebosantes
cuyos zumos, bermejos o dorados, vertían con dispendio en su copa gentiles
escanciadoras de vaporosa túnica, alegre y coronado de pámpanos como el
viejo Baco, bebiendo a grandes sorbos pero sin embriagarse más de lo
prudente, pulsando dulcemente la lira o recitando al son de su música
melodiosas canciones. La estatua erigida en Atenas a su memoria lo presenta
esculpido en el mármol como a un hombre provecto, detalle que confirma lo
aseverado por la traición en cuanto a su edad. Mucho de cuanto se ha dicho de
su vida es dudoso, incierto, conjetural. Se sabe, sin embargo, aunque de
manera igualmente imprecisa –pues las remotas fuentes de donde proceden
estos datos no han sido hasta hoy bien esclarecidas ni por los mismos
historiadores griegos-, que dejó escritos cinco libros de odas, elegías,
epigramas y yambos, entre otras formas métricas del género lírico, todos ellos
en lengua jónica, su idioma natal. Aparte de estos libros, de los cuales no se
conservan sino escasos fragmentos4, existe una colección denominada
Anacreontia, de unas 60 odas al amor y al vino de varios imitadores, editada
por Rose en Leipzig en 1876. Hay quienes sostienen también que la colección
titulada Odas de Anacreonte no le pertenece5. Esa colección fue publicada
por Enrique Estienne en 1554 y se supone que atribuyó al poeta jónico algunas
poesías escritas por autores anónimos griegos de la decadencia. Auténticas o
apócrifas, lo cierto es que no se discute su cualidad lírica, pues ellas
constituyen –se ha dicho- “modelos de inspiración y belleza formal”. Poeta
representativo de la llamada “primera escuela eólica” y del período aristocrático
helénico, delicado y sensual, fino y voluptuoso (un Verlaine pagano que bebía
vino en vez de ajenjo, desconocido entonces, y frecuentaba los festines
báquicos entre colinas y arboledas en lugar de las humosas y sombrías
tabernas, o un François Villon tal vez sediento y vagabundo, sólo que más
afortunado), Anacreonte fue, sin disputa, el más armonioso, dulce y celebrante
poeta de los sentimientos apolíneos y dionisíacos misteriosamente conjugados
en el trípode mágico- y quién sabe si no délfico, oracular, por su sabiduría
inmemorial- de sus tres verbos fundamentales: amar, beber, cantar. Vivir en
suma. Sólo quien había dicho: “Adiós, héroes; mi lira sólo sabe cantar los
amores”, pudo labrar, como un orfebre, el oro perfumado de esta brillante joya:
“¡Ciñamos nuestras sienes con coronas de rosas, y riámonos alegremente, y
embriaguémosnos! Que, al son de la lira, una jovencita de pies delicados baile,
armada de un tirso, alrededor del cual se entrelace el follaje tembloroso de la
hiedra. Que a su lado un jovencito de ondulada cabellera, y cuyo aliento exhale
un suave perfume, una por juego los acentos del laúd con su voz armoniosa. El

4
Agustín de Esclasans, a quien pertenecen las versiones aquí reproducidas, ha traducido al castellano 61
odas, 18 fragmentos de odas y 12 epigramas, atribuidos a Anacreonte (Bucólicos y líricos griegos), Ed El
Ateneo. En Buenos Aires. 1954.

Existen, además, diversas versiones castellanas de Villegas y Meléndez, Barriovero, Sanz, Alenda,
Montes de Oca y otros.
5
Cultivaron la poesía anacreóntica Horacio, Propercio, Cátulo y Tíbulo, en Roma; Gleim, en Alemania;
Petrarca, en Italia; Adisson y Stanley, en Inglaterra; Voltaire y Béranger, en Francia; Gutierre de Cetina y
Meléndez Valdés, en España, entre muchos otros que imitaron sus temas y su estilo.
Amor de cabellos rubios, unido al bello Baco y a la hermosa Venus, se
complace en visitar los banquetes que tanto aman los ancianos”.
Poeta profundamente terrenal, dionisíaco por el vigor y la salud de su
fogoso temperamento, apolíneo por la serenidad y la armonía de su voz, su
amor a la naturaleza y a sus dones está cabalmente representado en esa copa
que pide a Vulcano le cincele para beber: “Cincélame esta plata, Vulcano; no
me construyas con ella una armadura completa (¿qué me importan a mí los
combates?), sino una copa hueca, tan profunda como te sea posible. Y no
representes en ella a los astros; ni el Carro, ni el odioso Orión (no me interesa
absolutamente nada el Boyero), sino vides cargadas con sus racimos, y
Ménades que los cogen. También quiero que se vea una prensa, de la que se
derrame vino, y vendimiadores que pisan las uvas de la cosecha, y sátiros que
se rían, y, al lado del hermoso Baco, el Amor y Batilo”. Vulcano, el dios del
fuego, accedió a su deseo, le concedió lo que pedía, sin limitación: le cinceló
en su fragua una copa de plata, profunda e inagotable como la sed del libador;
sed de amor y de vino –néctares de la tierra- que no sació nunca enteramente
porque era humana, tantálica, implacable. Y así, mientras se regocijaba viendo
danzar a los jóvenes, mientras bebía el zumo de la vid, y pulsaba la lira ceñida
su cabeza con una corona de hojas verdes, amando la vida, octogenario ya,
murió entre los arreboles de un festín, con la copa en la mano, la misma que
Vulcano le había cincelado. Trovador del amor, teñedor incansable de la lira,
celebrante del vino, desdeñoso del oro y su poder (oro pérfido: ¡en vano me
asedias con tus seducciones!, ha dicho en otra de sus odas), terminó sus días
como había vivido. Como la cigarra estival que celebra en su canto, desasido
del mundo de los hombres, sin sufrimiento ya, sin el estímulo ciego de la
sangre, sin urgencias terrenas, fijo en su eternidad recuperada, ¿no se parecía
también a los dioses?

III – MITO, IDEALISMO Y REALIDAD EN LA POESIA DE PINDARO

Píndaro, llamado “príncipe” de los poetas líricos griegos –distinción


equivalente, dentro de la literatura de su época, a la de “fénix de los ingenios”
dada a Lope de Vega dentro de la literatura dramática española de los siglos
XVI y XVII- nació en Cinoscéfalas, casi a las puertas de Tebas, en las
estribaciones del Helicón, presumiblemente en el año 522 antes de nuestra era,
según los historiadores Boeckh y L. Schmidt; en 517 según Mommsen y Bergk,
o en 520 según otros. Si no se discute su lugar de origen, no sucede lo mismo
en cuanto a la fecha exacta de su nacimiento, en la que parecen no estar de
acuerdo ni sus propios compatriotas. Mommsen y Schmidt, biógrafos ambos a
quienes se les deben los estudios acaso más completos sobre la vida y la obra
de Píndaro, tampoco coinciden en los datos cronológicos, no sólo del natalicio,
sino también de la muerte del célebre poeta tebano, ocurrida en Argos, a una
edad muy avanzada, se supone que durante unas fiestas públicas, en 443 o
441, o entre ambas fechas. Se ha dicho, y en esto parece no haber
discrepancias, que Píndaro vino al mundo en el tiempo de las fiestas píticas y
que tenía alrededor de 40 años cuando la armada de Jerjes fue vencida en la
batalla de Salamina. Su paternidad tampoco está bien dilucidada, y entre los
tres padres distintos que se le atribuyen: Daifanto, Escopelino y Pagondas, ha
prevalecido la versión de que su verdadero padre fue Daifanto y su madre, y
primera preceptora, Mirtis o Mirto. Esta aseveración se robustece con la versión
de que el poeta, casado con Megaclea, también llamada Timoxena por otros,
tuvo, además de dos hijas, un hijo a quien dio el nombre de Daifanto, en
recuerdo de su abuelo. Refiere la tradición que Píndaro pertenecía, por
ascendencia paterna, a una vieja familia sacerdotal de los Egidas, de origen
dórico, una de cuyas ramas se había establecido en Tebas. Eran los Egidas
héroes de una casta religiosa que desde tiempos inmemoriales tenían
vinculación con santuarios, oráculos y divinidades. Respetuoso de esa tradición
familiar, de signo aristocrático, Píndaro solía aceptar complacido los honores
que en Delfos se le rendían como representante de esa casta de héroes, del
mismo modo que se complacía en exaltar la tierra de sus mayores, inspiradora
de muchos de sus loas.
Píndaro tuvo por primeros maestros en el arte lírico al flautista
Escopelino y a las poetisas Mirtis y Corina, naturales de Beocia. Al
establecerse después en Atenas, fueron sus maestros Laso de Hermione y
Agatodoro, de quienes aprendió el arte de componer piezas musicales y dirigir
los coros, pues en sus tiempos no se tenía una educación completa si antes no
se estudiaban las tres disciplinas fundamentales con todas sus reglas: la
poesía, la música y la danza. Esta triada clásica era el trípode sobre el cual el
poeta –lírico, épico o dramático- debía oficiar el culto de la musa Calíope y
construir su templo apolíneo. Con Simónides y Agatocles aprendió preceptiva
literaria y reglas morales. Se dice que a los 20 años compuso su primera oda
pítica en honor del vencedor –un joven tesaliota- de un torneo durante los
Juegos Píticos celebrados en Delfos. Su fama como poeta comenzó, pues, en
el baluarte espiritual de sus antepasados, en la misma Delfos y desde el
santuario de Apolo se extendió después por toda Grecia. Tenía 30 años
cuando estalló la primera guerra médica, y como Tebas no apoyó la causa
nacional en momentos en que la invasión de los persas ponía en peligro la
libertad y la soberanía de Grecia, Polibio interpretó que Píndaro, al exhortar a
los tebanos a la concordia y a la paz, no era fiel al sentimiento de sus
compatriotas y lo juzgó severamente, acusándolo de enemigo del país. Sin
embargo, Píndaro demostró lo contrario al exaltar en odas e himnos los hechos
gloriosos de la independencia, tales como los de Platea y Salamina, y el triunfo
final de Atenas, en la lucha contra los persas. Cuando Plutarco quiere glorificar
a Atenas y su victoria, invoca el testimonio de Píndaro, cuyo amor patriótico
estaba polarizado por Tebas y Atenas, como por dos imanes igualmente
poderosos. Viajó a Sicilia y a Siracusa y durante la segunda guerra médica
vivió en Egina. Aunque de extracción aristocrática por su abolengo, condición
que revelaba tanto en su educación como en sus gustos, no fue nunca
insensible a los sentimientos y a los problemas de la comunidad. La actitud
tolerante, inclusive conciliatoria, que asumió frente al conflicto armado con los
persas, obedecía al deseo, sin duda, de no arrojar más leña a la hoguera, de
no complicar más la situación frente a los invasores, pues no debe olvidarse
que sí quería a Atenas, como se ha visto, su cuna era Tebas, mas no era
menos griego por eso. Como tal, y como poeta sensible a todo cuanto, grande
o pequeño, ocurría en su patria, cantó a los hombres descollantes de su época
con la misma inspiración con que cantó también a los atletas en las olimpíadas.
Por haber exaltado la figura de Alejandro Amintas, de Macedonia, Alejandro
Magno, descendiente de aquél, respetó su casa cuando sus huestes
saquearon la ciudad, antes de incendiarla. Lo mismo habían hecho antes los
lacedemonios al apoderarse de Tebas; entregados a la depredación, ávidos del
botín conquistado a sangre y fuego, únicamente respetaron la casa donde
Píndaro había vivido. De Laso de Hermione, célebre poeta de su tiempo y autor
de famosos ditirambos, aprendió Píndaro, como he dicho, la técnica de la
composición musical y con ella también el arte de pulsar la lira y,
probablemente, otros instrumentos de cuerda, como el arpa y la cítara, muy en
uso entonces por los griegos. Simónides, por su parte, el lírico tal vez más
insigne de aquellos tiempos, lo adoctrinará en humanidades y ciencias morales.
El discípulo aprende de sus maestros, aprovecha sus enseñanzas pero no los
imita. En virtuosismo, como compositor y ejecutante, es posible que no
aventajara a su maestro, pero supera en cambio a su preceptor Simónides en
fuerza creadora y en riqueza idiomática. Se distinguió, además, por su
proverbial veneración a Rea, Apolo y Pan, dioses mayores del paganismo
helénico, tanto que, se ha dicho también, quiso que su casa en Tebas
estuviese situada junto al templo de la diosa. Algunos biógrafos han destacado,
entre sus virtudes, la pureza de sus sentimientos, la austeridad de sus
costumbres, su hospitalidad, su patriotismo, su carácter bondadoso, cualidades
éstas que lo hicieron bastante popular entre sus coetános. Sin ser lo que se
dice un palaciego gozó del favor de varios príncipes, especialmente de
Alejandro, hijo de Amintas I, y de Gerón de Siracusa, cuyas hazañas describió.
Ganó premios en certámenes musicales y poéticos y fue vencido en otros.
Entre sus conciudadanos era uno de los pocos que tenía acceso a las
ceremonias para iniciados en el culto de Apolo y a los festines sagrados en
honor del dios. Cuando murió, se dice que a los 80 años de edad durante las
fiestas consagradas a la diosa Juno en Argos, sus hijas Protómaque y
Polimetis trasladaron sus restos a Tebas, donde sus amigos atenienses le
erigieron una estatua de bronce.

Clásico del idioma, cultivó todas las formas del género lírico, para
coros o interpretación individual, y escribió 17 libros, algunos de odas triunfales
o epinicias. Los poetas alejandrinos ordenaron después sus obras conservando
la división tradicional de 17 libros según las formas, a saber: himnos, peanes,
ditirambos, 2 libros; cantos procesionales, 2; partenias (cantos fúnebres) y
afines, 3; hipoquermas, 2; encomios, trenos, odas triunfales o epinicias (píticas,
olímpicas, nemeas e istmicas), 4; además de otras formas que no se han
tomado en cuenta en esta clasificación. Los primeros de esos libros están
dedicados a los dioses y los últimos a los hombres y a los hechos humanos.
Hasta hoy sólo se ha conservado escasamente la cuarta parte de lo que el
poeta escribió. Como el pueblo griego creía, entonces, en los dioses de
Homero y Hesíodo, Píndaro exaltó en sus poemas la tradición mítica y la idea
de perfección, que lo lleva a concebir la unidad esencial del mundo y de las
cosas sólo en relación con la divinidad, puesto que, como ha dicho, “Dios es el
todo”. Las formas de su lenguaje poético son dóricas, pero dos corrientes de
ideas influyen principalmente en su pensamiento: Las que provienen de dos
grandes poetas épicos nombrados. Por eso concibe el ideal de perfección
homérica de los dioses y éstos se manifiestan con los atributos de una
divinidad única. Aparte de que recibe de los fundadores de la epopeya mítica la
concepción filosófica que vertebra y estructura su pensamiento y su sentido
heroico de la vida, se lo ha considerado como un adepto de las doctrinas
órficas y pitagóricas, pero, como sucede con todo poeta verdadero, siente y
expresa su mundo y su tiempo. Y no los siente expresa porque en sus odas
triunfales o epinicias, por ejemplo, refleje con real magnificencia y fantasía a la
vez episodios, costumbres o circunstancias, mayores y menores, de su época,
sino por ese algo sutil e imponderable del sentimiento y la expresión que, por
encima de los meramente anecdótico, característico y circunstancial, lo inscribe
con signo inconfundible en la realidad histórica de su tiempo. Se ha dicho, y
esto es válido, sobre todo, para su obra más trascendente, la que se relaciona
con los dioses, la misión y el destino de los hombres en armonía o conflicto con
aquellos y consigo mismos, que Píndaro mira las cosas como desde lo alto y
en conjunto, que su visión es dominante y unitaria, abarcadora de una realidad
total o absoluta en la que no cuentan sino en muy escasa medida los
accidentes y pormenores de las cosas. Por eso, repetimos, su obra admite dos
planos principales nítidamente deslindados, pero que no se oponen ni se
excluyen: uno ideal, trascendente, y otro real, contingente. Resulta entonces,
comprensible y hasta cierto punto acertada la definición que de su arte poético
hizo Croiset: “Antes que sensible y lírico busca lo ideal que es simple, y
abandona lo real, que es múltiple”.
Pero ese abandono de lo real es más aparente que real si nos
atenemos al testimonio de cuanto en su obra tiene relación con el plano
inmediato, el de la anécdota y la circunstancia. Lo que ocurre es que, tanto en
Píndaro como en casi todos los poetas griegos, desde Homero hasta Teócrito y
sus epígonos, dioses, hombres, hazañas heroicas y hechos comunes andan
mezclados, en una convivencia tan mitológica y fantástica como histórica y real.
Por eso el símbolo del laberinto tal vez sea el que mejor conviene a una
literatura cuya condición genérica reside en lo complejo más que en lo simple y
cuyo rasgo singular consiste en expresar lo complejo y oscuro de ese poblado
mundo de formas proteicas con sencillez y claridad. Lo dicho puede aplicarse,
taxativamente, al tumultuoso y deslumbrante orbe pindárico, en los dos planos
aludidos, puesto que si uno es plataforma de los dioses y del orden divino y el
otro residencia terrestre y transitoria de los hombres con sus vicisitudes,
conflictos y discordias, hombres y dioses son en ambos protagonistas y
agonistas de una plural tragedia indivisible, como si el cielo y la tierra, o el
paraíso y el infierno, no pudiesen separarse nunca del todo.
Analizar el estilo y el lenguaje de Píndaro es tarea tan ardua y
complicada como desentrañar los múltiples secretos de ese iluminado laberinto
de símbolos, alegorías, figuras, imágenes y ritmos que es, en esencia y
apariencia , en forma y contenido, su mundo poético. Se ha dicho que su estilo
configura una estructura orgánica, todo un sistema léxico –fonético, prosódico,
sintáctico- y que el desarrollo de tal sistema verbal es alternativamente sintético
y perifrásico. Se ha dicho, también, que las formas de su lenguaje son dóricas
–no empleó nunca el dialecto tebano en sus escritos- y que el fondo de su
poesía es homérico, pues trasunta casi el mismo sentido religioso y heroico
que de los dioses tenía el insigne rapsoda. Tampoco se ha omitido agregar a
estas sumarias aserciones el arbitrio de que su poesía es didáctica y gnómica,
confundiendo lo primero con el carácter a menudo narrativo, y a veces
descriptivo, que asume cuando está dedicada a celebrar las hazañas y los
triunfos de reyes y atletas. Pero aun así, el motivo que lo inspira no siempre es
paradigmático, ejemplar, y su propósito no es instruir o enseñar, ni siquiera
aleccionar, sino celebrar y exaltar, con entusiasmo y elocuencia, un
acontecimiento en el que se pone a prueba la fuerza, la destreza y el valor de
un héroe griego. Y del mismo modo que no es expresamente didáctica,
tampoco es patriótica, al menos en su intención ostensible o manifiesta, dicha
poesía, sino estética, por cuanto si algún propósito implícito alberga en sí, ese
propósito no es otro que conmover, suscitar en el alma un sentimiento, una
pura emoción de belleza. Equidistante de la épica, de cuya objetividad participa
sin embargo, como de la lírica pura que fue rasgo dominante y emblema
distintivo de los poetas eólicos, y de algunos jónicos como Anacreonte, de la
lírica cuyo estremecimiento, cuyo fuego interior agita sus fibras más recónditas,
la poesía pindárica es, en líneas generales, una aleación sabiamente
equilibrada de los componentes específicos de los dos géneros
tradicionalmente opuestos. En algunos casos, como en los himnos y odas
triunfales, donde lo lúdico no está en el sentido sino en el motivo –los juegos y
las fiestas-, lo lírico y lo épico se amalgaman, se funden armoniosamente, se
acrisolan en una síntesis objetivadota de las cosas en la que ninguno de tales
elementos prevalece sobre el otro. Paralelamente a este proceso de síntesis
genérica observamos que se opera una verdadera sinestesia con respecto al
lenguaje, mediante combinaciones y asociaciones verbales, con
interpolaciones de palabras nuevas y arcaicas a la vez, ordenadas en cuerpos
o grupos simétricos, enlaces que establecen nexos o rupturas, estrofas breves
y largas, períodos de elipsis y perífrasis, figuras, tropos o metáforas. Todo ello
presidido, no obstante, por un riguroso dominio de la forma-materia, y por un
sentido arquitectónico de la composición y artesanal de la palabra
primorosamente cincelada, sin desmedro de su valor significante y emocional.
Las formas rítmicas y métricas que Píndaro cultiva preferentemente son la
logaédica o eoliana y la dactiloepítrica o dórica, de tres y cuatro tiempos,
respectivamente; la primera más aguda y vivaz, más grave y majestuosa la
segunda.

Hemos dicho que la poesía de Píndaro, especialmente la que floreció


en los himnos y odas triunfales o epinicias, no es del todo lírica ni épica,- vale
decir, ni subjetiva ni objetiva como puede serlo un poema de Safo, por ejemplo,
o una rapsodia homérica. En todo caso, contiene en mayor o menor proporción,
elementos de uno y otro género, pues si lo épico surge de la naturaleza de los
temas –teogónicos y heroicos- y de su desarrollo
-generalmente narrativo-descriptivo-, lo lírico reside en la naturaleza anímica de
su numen y en su actitud contemplativa frente a las cosas y los hechos
humanos. Píndaro era, esencialmente, un poeta lírico, pero no hay que olvidar
que por tradición de casta –descendía, por la rama paterna, de origen dórico,
de una familia de héroes y sacerdotes: los Egidas- y, sobre todo, por su
formación cultural –religiosa, filosófica, literaria- había incorporado a su
patrimonio espiritual todo el mundo homérico, sin excluir el hesíodico, cuya
concepción teogónica, mítica y heroica influyó profundamente en su espíritu y
en su obra. Es ésa una de las razones por la cual Píndaro personifica tanto lo
lírico como lo épico, lo individual y lo genérico, lo natural y lo histórico, de tal
modo que resulta ser así nexo y confluencia unificante de distintas corrientes
de ideas y sentimientos, y la síntesis armoniosa de un proceso integral que
culmina con él y se prolonga, luego, pasando por Teócrito y su escuela, hasta
la decadencia, cuyos signos definitorios son, en la filosofía y en el arte, sofistas
y retóricos. Esa calidad de amalgama, de crisol vivo y resonante, de síntesis
ejemplar de elementos culturales, confiere a la poesía de Píndaro una densidad
y complejidad superiores a la de cualquier otro poeta lírico de la edad de oro
helénica. De ahí que no resulta fácil abarcarla y comprenderla en toda su
dimensión y en sus múltiples aspectos.
La claridad del pensamiento, la frescura de la inspiración, la emoción
de belleza que suscita, la plasticidad de las imágenes, tanto como la riqueza de
un lenguaje terso y deslumbrante sabiamente articulado, ofrecen al lector algo
así como la visión de un espejismo alucinante y maravilloso, por que infunde en
aquél la creencia, ilusoria, de que ha aprehendido todo cuanto reverbera en la
urdimbre sonora y centelleante de ese vasto sistema de palabras. Tal es el
orden de estructura orgánica, conceptual y expresiva, de un poema de Píndaro;
tal es la calidad traslúcida, cristalina de esa estructura; tal el concierto dentro
de la variedad polifacética, o polifónica si se prefiere, de imágenes sensibles,
símbolos y metáforas, colores y sonidos, que determina su forma y contenido;
tal la correspondencia entre éste y aquélla; y tal la unidad y la armonía de la
composición en su conjunto y en relación con las demás, que uno piensa que el
mundo, la realidad que expresa, se nos revelan al unísono, enteros y
desnudos, como ante un espejo fidelísimo, proyectados, reflejados en su faz
diamantina sin un pliegue de sombra, sin planos interiores, sin confines
borrosos, sin misterio. Tal es, en resumen, la impresión que produce, prima
facie, un poema de Píndaro, dechado, sin duda, de rigor conceptual y
perfección formal. Pero ésta es la impresión, no nos engañemos. Por debajo, o
si se quiere, más allá de la enceguecedora claridad del espejismo
deslumbrador de esa trama sonora, está todo lo que hay que desentrañar, traer
a la superficie, todo lo que hay que descifrar, en suma, para abarcar y
comprender, en su real dimensión y pluralidad, el mundo, la realidad del mundo
pindárico, vasto y complejo, como que es una aleación épico-lírica de mito o
leyenda, historia, anécdota y experiencia individual. Con excepción de Homero
y Hesíodo, fundadores de la epopeya y la teogonía, en ningún poeta griego de
la antigüedad están condensadas, como en la obra de Píndaro, la ficción y la
realidad del mundo helénico, que configura, por así decirlo, una verdadera
cosmogonía. Sin embargo, es interesante observar que su densidad, su
vastedad, su complejidad inclusive, en gran parte producto de la sobrecarga de
saber y erudición que incide desde lo puramente mítico y numinoso hasta lo
empírico y circunstancial, a través de lo histórico, no interfiere ni distorsiona la
fluencia inventiva y la calidad de un lenguaje poético nunca superado por sus
compatriotas, ni siquiera por Teócrito, y tampoco por los grandes poetas
latinos, como Virgilio y Horacio. Saber y erudición, o sabiduría y conocimiento,
se funden por obra de su poder creador, de su genio titánico, con su estro
apolíneo, su emoción anímica y su imaginación de alto vuelo, en todas las
formas de su lírica apologética del mundo ideal, arquetípico y celestial de los
dioses, y del mundo real, contingente y terrenal de los hombres, entre cuyos
antípodas los héroes pindáricos, de ascendencia alísea, de talla y temple casi
homéricos, pasan meteóricamente como Hermes Trismegisto, portando de un
confín a otros los mensajes flamígeros escritos con la sangre de sus victorias y
derrotas. De algún modo intercesores activos, y a menudo eficaces, entre la
divinidad intangible y la humanidad vulnerable, entre lo sagrado y lo profano,
entre lo inmortal y lo perecedero, entre la perfección y lo imperfecto pero
perfectible, entre lo absoluto y lo relativo, de algún modo, repito, los héroes –
llámense, como los mayores de los homéridas, Aquiles, Ulyses o Teseo, o
como los menores de las fiestas epinicias, Gerón de Siracusa, Meliso de Tebas
o Cleandro de Egina- cumplen la misión piadosa y aleccionante de unir con sus
acciones o sus obras, sobrehumanas y semidivinas, los extremos opuestos, las
realidades separadas, obrando de manera que lo de arriba condescienda con
lo de abajo y lo bajo ascienda a su vez hacia lo alto, al nivel de lo heroico.
Entre todas las formas poéticas elaboradas por el genio que crea y el
artífice o el orfebre que pule y decanta: himnos, peanes, ditirambos, prosodias,
partenias, hiporquemas, elogios, escolios, trenos, etcétera, ninguna como las
odas espejan y exaltan la vida de los griegos, cinco siglos antes de nuestra era,
con ese sentido lúdico sólo comparable al que tenían del heroísmo y la tragedia
y que se exteriorizaba en la puja de los torneos y los certámenes, donde
poníase de manifiesto el espíritu de emulación, la disciplina física o intelectual,
la voluntad de lucha, que no excluía la de dominio sobre el rival, la de
acatamiento a la superioridad, que era respeto implícito a la jerarquía, y
obediencia al destino, suprema ley, todo ello unido a la doble ambición del
triunfo legítimamente conquistado, meta imantada y codiciada, tanto del
guerrero, como del gladiador y del artista, quienes, según las circunstancias,
sabían aceptar sin vanagloria y con honor la victoria o la derrota. Ganar y
perder era, para el sentido heroico y dramático que el pueblo griego tenía
entonces de la vida y el destino humano, opciones, alternativas insoslayables
de las reglas del juego, y no era lícito transgredirlas o pretexto de obtener el
triunfo sin menoscabo del honor, que vale más que una victoria cuando ésta no
es justa. Píndaro cantó a muchos vencedores en batallas, olimpíadas y
certámenes, tantos como victorias sonaron en su lira, y sabemos que alguna
vez escanció el néctar de su música en la copa agotada del vencido y tejió con
ramas de olivo, ya que no de laurel, una elegía para coronar una derrota, como
nos consta que su voz incomparable parecía predestinada a ensalzar, con
léxico joyante y tono majestuoso, a los elegidos por los dioses o el destino,
todo lo más excelso del hombre y de la naturaleza, el rasgo descollante de una
condición humana o de un acontecimiento de signo venturoso, aunque sin
sustraerse tampoco al sentimiento y la visión de amargura y dolor que tiñe de
pronto con fugaces pinceladas sombrías el mundo siempre terso, sereno y
deslumbrante de su poseía. Voz celebrante, exaltativa, la suya parecía estar
forjada y templada para las entonaciones del ditirambo y la apología. “Mi voz es
más dulce que los arroyos de miel que destilan las abejas”, ha dicho, y lo es,
mas sin ceder a la tentación de la vana lisonja, tan seductora como falaz,
aunque grata al oído de los soberbios y los fatuos. Cantor de ceremonias
sagradas (“Musa: promulga tus oráculos, Yo profetizaré en tu nombre”), de los
dioses y las musas, de gestas magnas y lucientes juegos, cuando a éstos se
refiere en sus odas triunfales cuyos nombres llevan –olímpicas, píticas,
nemeas, ístmicas- Píndaro parte, por lo general, de una circunstancia, de un
hecho anecdótico: una carrera de carros o de caballos, una lucha entre
gladiadores, un corredor armado, un certamen musical entre flautistas, por
ejemplo, y sobre el cañamazo de la anécdota borda con filigranas de imágenes
y epítetos, con asociaciones verbales, con metáforas y nombres propios, los
contornos crecientes, progresivamente magnificados por la inspiración, la
memoria y la fantasía, de un episodio que a través del desarrollo poético-
narrativo va encadenando otros hechos, como una línea melódica proyectada
en espiral que atravesara distintos planos o estadios de tiempo y espacio, de
realidad y ficción, de historia y mito, y así sucesivamente hasta alcanzar la
dimensión circular o cíclica de una epopeya homérica o de una cosmogonía,
sin que en ningún momento perdamos de vista el hilo conductor, el leit motiv
vertebrador del canto. En virtud de este movimiento envolvente, magnificante,
hiperbólico, Grecia y el mundo antiguo pasan, como las figuras de un
calidoscopio gigantesco, con sus edades y territorios, sus dioses y sus
hombres, sus armonías y conflictos , sus esplendores y decadencias, sus luces
y sombras, La sibila de Delfos, la diosa de los oráculos, esposa del dios del
carro de oro, a quien invocó algunas veces, consistió que el poeta profetizara
en su nombre, y el tiempo, ese dios más poderoso que todos los felices de la
tierra, nos convence ahora, al cabo de veinticinco siglos, de la axiomática
verdad de ese viejo apotegma, válido para los que, como él, inscribieron su
nombre en la eternidad: “El tiempo es el que afirma mejor que nada la fama de
los justos”. No en vano había dicho, visionario de su propia gloria: “Mis cantos
sagrados tienen por cimientos un basamento de oro. Levanto un monumento
variado de armoniosas palabras. Por muy célebre que sea Tebas, mi nombre
aumentará su gloria en las mansiones de los dioses y de los hombres”…

LOS JUEGOS HELENICOS 6


Las odas triunfales o epinicias de Píndaro, divididas en cuatro grupos:
olímpicas, píticas, nemeas e ístmicas, tienen como temas inspiradores los
antiguos juegos helénicos cuyos respectivos nombres llevan. Los nombres de
estos juegos, famosos en toda Grecia y en los países del Mediterráneo oriental,
derivan a su vez de los lugares en que se celebran periódicamente. Ignacio
Montes de Oca, traductor al español de las odas, refiere así el origen, el
carácter y el significado de dichos festivales:

JUEGOS OLIMPICOS. “Los


juegos olímpicos tomaron su nombre de
Olimpia, llamada también Pisa, ciudad de Elide; o quizás de Júpiter Olímpico, a quien
eran dedicados. Celebrábanse cada cuatro años en la referida Olimpia, y de aquí vino
la costumbre de computar el tiempo por olimpíadas. Se empezaban el undécimo día
de Hecatombeón, mes griego que corresponde, poco más o menos, a nuestro julio, y
duraban los certámenes cuatro días , siendo en el cuarto el plenilunio que dividía el

6
En una acotación al pie de su versión española de la Oda IX de las Olímpicas de Píndaro, Ignacio
Montes de Oca refiere que “no sólo había en Grecia los juegos Olímpicos, Piticos, Istmicos y Nemeos,
sino que también se celebraban en Atenas los Panateneos, en honor de Minerva; en Argos y Pelene otros
en honor de Juno; en Maratona, en honor de Hércules; en Parracia, ciudad de Arcadia, los Liceos, en
honor de Júpiter Liceo. En Eleusis, Ceres y Proserpina eran honradas con los juegos Demetrios,
Anaclipterios y Eleusinios; y en Tebas, donde estaba el monumento de Yolao, hijo de Ificles, el hermano
de Hércules, celebrábanse fiesta en honor del mismo. En Opunte había también juegos consagrados a
Wax, hijo de Oileo, caudillo de los Locreses en la guerra de Troya”.
mes en dos partes iguales, El premio del vencedor consistía en una corona de olivo
silvestre; pero su fama era tal que se le erigían estatuas y se cantaban y componían
himnos en su honor , Según nuestro Píndaro y Estrabón, Hércules fundó los juegos
olímpicos cuando, burlado por Augías, invadió la Elide y mató al infiel monarca”.

JUEGOS PITICOS. “Eran los juegos Píticos certámenes sagrados en


honor de Apolo, que se celebraban cerca de Pitona, llamada después Delfos,
al pie del Monte Parnaso. Se honraba en ellos también a Diana y a Latona, y a
semejanza de los mayores, había otros de inferior categoría en Magnesia,
Sición y otros puntos. Su institución se remontaba nada menos que al mismo
Apolo, quien después de haber muerto a la serpiente Pitón (nacida del lodo de
la tierra al retirarse las aguas del diluvio) los estableció siete días después de
su victoria, para conmemorar tan fausto acontecimiento. Las Ninfas del
Parnaso le ofrecieron entonces sus dones; y siendo nueve las Musas, se
determinó que los juegos se celebrasen cada nueve años. Después se redujo
el período a cinco años; su época era a la entrada de la primavera. Los
primeros ejercicios fueron el pancracio y las cinco-luchas o el pentatlo
(quinquercio, según Berguizas); más tarde se admitieron todos los juegos de
Olimpia, con excepción de las carreras de cuadrigas, y por último también
éstas. Había asimismo certámenes musicales y poéticos, que constituían el
rasgo más prominente de los juegos Píticos, superiores bajo este punto de
vista a los Olímpicos. Había además una especie de exposición de pinturas y
esculturas. El premio consistía en una palma, y en una corona que primero fue
de encino y después de laurel”.

JUEGOS NEMEOS. “ Los juegos Nemeos, una de las cuatro fiestas


nacionales de primer orden entre los griegos, se celebraron en Nemea, cerca
de Cleona, en la Argólide. Fueron fundados por los siete caudillos de la primera
expedición contra Tebas, y restablecidos por Hércules después que mató al
terrible león de Nemea. Se consagraban a Júpiter, y al principio sólo guerreros,
o hijos de guerreros, podían tomar parte en los certámenes, todos de un
género belicoso. Al último, todos los griegos podían concurrir, y se admitieron
toda clase de luchas, a saber: las carreras en el estadio, el disco, el salto, la
lucha, el pugilado, el pancracio, el quinquercio o los cinco-juegos (mezcla
de lucha y pugilato) y las carreras de carros. Los jueces eran de Cleona,
vestían togas negras, y daban por recompensa una corona, que al principio era
de oliva y después de apio. La época de la celebración era cada tres años, en
el mes panemo según unos, en invierno según otros”.

JUEGOS ISTMICOS. “Los juegos Istmicos tomaron este nombre del


istmo de Corinto, donde se celebraban. En su parte más angosta, entre la costa
del golfo Saronio y la falda occidental de los montes Eneos, se alzaba el templo
de Neptuno, y cerca de él había un teatro de mármol blanco y un estadio. La
entrada del templo estaba adornada con las estatuas de los vencedores, y con
bosques de pinos. La institución de los juegos se debe a Sísifo; Teseo los
restableció y consagró a Neptuno. Celebrábanse cada tres años, en diversos
meses; y se admitía toda clase de certámenes, lo mismo que en los demás
juegos. El premio era una corona, primero de hojas de pino, y después de
apio”.

IV- TEOCRITO Y LA POESIA BUCOLICA PROYECCIONES


GRECOLATINAS Y RENACENTISTAS

Después de Píndaro, es Teócrito quien lleva en alto la palma de la


celebridad en el desfile de los grandes líricos de la antigüedad helénica. Ha
bastado su nombre para salvar del olvido a toda la poesía alejandrina,
especialmente la bucólica. Teócrito se destacó entre sus compatriotas y
coetáneos por el fuego de su inspiración , por el poder de su expresión,
vigorosa y delicada a la vez, por el alto vuelo de su fantasía y por el dominio de
los recursos métricos y elocutivos que le permitió cultivar con maestría distintas
formas de la lírica. Su registro, en cuanto a temas y formas verbales, es más
limitado que el de Píndaro, su ilustre antecesor, pero lo que hizo tiene el sello
original y de lo imperecedero. Ello explica la perennidad de su fama y el vasto
influjo de su poesía en la lírica universal. Basta señalar que hasta el propio
Virgilio, con ser tan grande, no escapó a la influencia del fecundo poeta
alejandrino.
Nacido para unos en Siracusa 400 años antes de la era cristiana (los
biógrafos tampoco coinciden en la cronología de su nacimiento y de su
muerte), según Suidas, Teócrito nació en Sicilia, Magna Grecia, y según otros
en la isla de Cos, de donde habría ido, ya adolescente, a establecerse en
Siracusa. Esta última versión acerca de su origen fue difundida por Fritzche,
que la tomó de Herodoto, quien había dicho que una colonia de habitantes de
Cos se radicó en Sicilia para huir de los desastres de las guerras médicas. La
versión más probable es que Teócrito nació a fines del siglo IV antes de Cristo
y era hijo de Protágoras, médico de Siracusa y maestro de Herófilo, el
anatomista más eminente de la Grecia antigua, a quien el rey Tolomeo llamó a
Alejandría, de Egipto, donde aquél ejerció su profesión con gran acierto. En su
edición de los Idilios (París, 1908) Renier afirma que este Protágoras y el
padre del poeta son una sola persona, afirmación que resulta favorecida por las
circunstancias de que entre los amigos de Teócrito se cuentan dos médicos
famosos: Nicias de Mileto y Filipo de Cos, ambos discípulos de Serófilo,
fundador de la escuela empírica. Esto permite conjeturar también que el
conocimiento científico que el poeta bucólico tenía de las plantas y hierbas
clasificadas en su tiempo y muchas de las cuales se mencionan en sus
poemas, procedía de su vinculación con científicos y filósofos. Teócrito había
iniciado en su primera juventud estudios orgánicos de medicina, inducido, sin
duda, por la enseñanza paterna, estudios éstos que luego abandonó para
dedicarse a la poesía, a cuyo hechizo no pudo sustraerse, a tal punto que hizo
de ella la razón de su existencia. Consagrado por entero al ejercicio de las
letras, creó, dentro de la lírica, un género literario –el bucólico- en el que nadie
en su tiempo y después logró superarlo, ni siquiera sus mejores discípulos,
tales como Bión de Esmirna y Mosco de Siracusa; ni tampoco el propio Virgilio
u Horacio entre los poetas latinos, quienes, por lo demás, sobre todo el
primero, se sirvieron no pocas veces de los modelos de creador del género,
que había aprendido en Cos gramática y retórica con su maestro el poeta
Filetas.
Se ha dicho que el mundo de Teócrito es fantástico, pero que la
belleza de su arte otorga a ese mundo una “fascinante realidad”. Se ha dicho,
también, que sus pastores viven, “en unas campiñas imaginarias a las que el
genio lírico del cantor comunica indestructible perennidad”. Todo esto es cierto
sólo parcialmente, sobre todo si se piensa que en la época de Teócrito los
pastores y las campiñas que aquel describe en sus eglógicos idilios existían
con los atributos y característica que invisten. Con ese criterio no sería menos
fantástico el mundo de Virgilio, cuyos pastores, labriegos y campiñas
rebosantes de frutos son algo así como una paráfrasis magnificada del mundo
de su predecesor. La visión de esa Arcadia tranquila y luminosa que nos ofrece
Virgilio en sus Eglogas o en sus Geórgicas, por ejemplo, está nítidamente
prefigurada ya en los silvestres, frescos y candorosos cuadros idílicos de
Teócrito, que tuvo epígonos tan brillantes como los ya mencionados Bión de
Esmirna y Mosco de Siracusa, quienes imitarán no solamente los motivos
pastorales sino inclusive los rasgos fundamentales del estilo de su insuperable
maestro. Lo fantástico en Teócrito, como en Virgilio, no es la realidad física, el
escenario en que se mueven sus figuras, sino el soplo imaginativo que
trasfigura esa realidad y al presenta investida de atributos espléndidos, de una
ideal, y casi irreal, magnificencia, sin que por eso pierda nada de su
autenticidad originaria. Pero esta facultad de exaltar, de magnificar, de
proyectar un halo de mágico esplendor en torno de la naturaleza y de la vida,
no es excluyente ni privativa de ningún poeta lírico en particular, sino una
condición inherente y propia del genio creador. Naturalmente, que si juzgamos
el mundo de Teócrito con abstracción del tiempo en que el poeta lo cantó,
aparecerá a nuestros ojos de hoy como algo artificioso más que fantástico, y su
arte no exento de una retórica que difundieron y hasta rebajaron sus
imitadores. Pero si nos situamos cronológica, geográfica y estéticamente en el
mundo pastoril de Teócrito, comprenderemos con cuánta verdad y belleza logró
hacer trascender y perdurar lo que hubiera permanecido oscuro, olvidado y
mudo sin el sortilegio de su voz reveladora.
“Su arte -ha dicho Gilbert Murray-, que algunos creyeron un artificio
retórico, influido por la obra de sus seguidores, nos sorprende con un rasgo
original a la vuelta de cada verso, y pese a escribir en dialecto dorio siciliano, el
localismo jamás llega a perjudicar el valor universal de su suave poesía. Por
eso es Teócrito, el suave Teócrito, creador de la poesía pastoral, siempre
tierno, emocionado y sensible, habitante de una isla encantada a la que el
hondo resuello del mar, el milagro del cielo deslumbrante, la grata penumbra de
los bosques de laureles y frescor inmortal de las fuentes ilustradas por la visita
de innúmeras ninfas, náyades, sátiros, centauros y mil otros héroes vivos por
conjuro de su arte inimitable, le han otorgado esa corona de lírica inmortalidad
no menos merecida que la de cualquier otro poeta”.
La poesía de Teócrito es sencilla y diáfana, propia del espíritu griego,
pero como la de Píndaro en la lírica y la de Homero y Hesíodo en la épica,
exige para ser realmente comprendida en su esencia y significado, el
conocimiento de la vida, las costumbres, la tradición, la historia y la mitología,
inclusive la teogonía, de la Grecia antigua. De ahí que un somero estudio de su
poética comporta apenas una aproximación a ese mundo lejano y maravilloso.
Apartándose a igual distancia de la poesía grandilocuente y de la intimista,
buscó nuevos cauces de expresión lírica y denominó “Idilios” a un género de
composición narrativa cuyo hilo argumental es un diálogo sostenido y vivaz
entre campesinos, generalmente pastores de rebaños, pescadores y labriegos.
A través de ese diálogo hombres y mujeres cuentan o cantan sus alegrías y
pesares, angustias y esperanzas, con tal fidelidad y de tal modo que la trama
sonora de palabras e imágenes resulta ser así un traslúcido espejo que va
reflejando sucesivamente la naturaleza, el paisaje, la vida y las almas de los
seres humanos, y siempre dentro ese marco de agreste paz eglógica que
caracteriza a sus vívidos cuadros, inspirados en la vida campestre, en las
costumbres y en la mitología helénicas. Se conservan de su autor alrededor de
30 composiciones del género, cuya autenticidad ha sido reconocida por
escoliastas y críticos. Se le atribuyen a Teócrito, además, 25 epigramas que,
según opinión de los estudiosos de su poesía, no están a la altura de las que le
dieron celebridad: los famosos Idilios, cuyo influjo y resonancia parece llegar
hasta el mismo siglo de Oro español, como lo corrobora la semejanza temática
y rítmica de las no menos famosas Eglogas de Garcilaso de la vega. Veamos,
a título de ejemplo y para establecer, de paso, una eventual comparación, el
comienzo de este sentido y primoroso Idilio, remoto precursor o esquema
prefigurador de las formas preferidas de Garcilaso, dentro del barroco
renacentista, que configuró el estilo de su poesía bucólica:

Tirsis o La Canción (fragmento)

“¡Cuán dulce es el susurro de este pino que junto al claro


manantial resuena! ¡Cuán dulce de tu avena
es, oh Cabrero, el modulado trino!
Después de Pan divino
Tendrás el mayor premio. Si un carnero
acepta vuestro Dios, será tu prenda
una fecunda cabra; y si en ofrenda
El recibe una cabra; entonces quiero
donarte una cabrita:
que su carne, primero
que la hayan ordeñado, es exquisita”.

-“Es,¡oh pastor!, tu cántico más blando


Cabrero: que las sonoras linfas
que de alta peña bajan murmurando.
Si las Pierias ninfas
en regalo una oveja recibieren,
te ofreceré sencillo
nevado corderillo
que el seno de la madre aún no deja:
si el cordero prefieren,
en recompensa aceptarás la oveja”.

-“¿No quieres (por las ninfas te lo pido,


Tirsis: no quieres ¡oh Cabrero!
en la falda sentarte de este otero
entre los tamarices; y al sonido
de tu zampoña principiar un canto?
Yo tus cabritas paceré entretanto”.

-“No puedo, no pastor. No es permitido


Cabrero: a nosotros tañer a mediodía
la flauta; porque Pan hacia la siesta
a reposar se acuesta
cansado de su larga cacería.
su cólera tenemos; que es terrible
cuando la ira lo embarga,
y tiene en la nariz bilis amarga”.

………………………………………………

¡Musas del alma mía!


Tirsis: empezad una agreste melodía
“¡Oh ninfas! ¿Qué collado,
qué bosque o verde prado,
qué valle os escondía,
cuando el pastor más lindo,
cuando Dafnis de amor triste moría?
¿En el risueño Pindo
morabais por acaso,
o en las amenas selvas del Parnaso?”.

……………………………………………….
Como se ha hecho notar en la versión castellana de Ignacio Montes de Oca, varios
pasajes de este Idilio I, cuya escena transcurre en la campiña siciliana, fueron
imitados por Virgilio en su Egloga X y por el obispo Valbuena en la primera de las
suyas. En cuanto a Garcilaso, que entre los poetas españoles del Siglo de Oro fue
quien tuvo dominio absoluto de los temas amatorios y pastoriles, es suficiente
testimonio su Egloga Primera, sin citar otras, para apreciar el parentesco y la
afinidad de su poesía bucólica con la de Teócrito, creador y maestro del género
pastoral y, por extensión, también, con la de los líricos italianos que mejor lo
cultivaron e hicieron de aquél permanente motivo de inspiración y perfección
formal, puesto que, como sabemos, hay en Italia una multisecular y descollante
tradición de la lírica bucólica, desde los grandes poetas latinos Virgilio y Horacio
hasta Giovanni Pascoli, cantor ameno, tierno y sencillo de la vida campesina de su
país en la segunda mitad del siglo XIX. Veamos, pues, para finalizar, cómo
comienza Garcilaso su hermosa Egloga Primera
-dedicada al visorrey de Nápoles- y en la que, como su lejano antecesor helénico en
el primero de sus Idilios, Tirsis o la canción, también hace hablar en animado y
colorido coloquio a dos pastores de su tierra: Salicio y Nemoroso:

Egloga Primera (fragmento)

“El dulce lamentar de dos pastores,


Salicio juntamente y Nemoroso,
he de contar, sus quejas imitando;
cuyas ovejas al cantar sabroso
estaban muy atentas, los amores,
de pacer olvidadas, escuchando”.

……………………………………………..

“Saliendo de las ondas encendido


rayaba de los montes el altura
el sol, cuando Salicio, recostado
al pie de una alta haya, en la verdura,
por donde un agua clara con sonido
atravesaba el fresco y verde prado,
él, con canto acordado
al rumor que sonaba
del agua que pasaba,
se quejaba tan dulce y blandamente
como si no estuviera de allí ausente
la que de su dolor culpa tenía;
y así como presente,
razonando con ella, le decía:

Salicio:”¡Oh más dura que mármol a mis quejas


y al encendido fuego en que me quemo
más helada que nieve, Galatea!
Estoy muriendo, y aun la vida temo;
témola con razón, pues tú me dejas;
que sin ti el vivir para qué sea
vergüenza he que me vea
ninguno en tal estado,
de ti desamparado,
y de mi mismo yo me corro ahora
¿De un alma te desdeñas ser señora
donde siempre moraste, no pudiendo
della salir un hora?
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo”.

…………………………………………

Nemoroso:-“Corrientes aguas, puras, cristalinas;


árboles que os estáis mirando en ellas,
verde prado de fresca sombra lleno,
aves que aquí sembrais vuestras querellas,
hiedra que por los árboles caminas,
torciendo el paso por su verde seno;
yo me vi tan ajeno
del grave mal que siento,
que de puro contento
con vuestra soledad me recreaba,
donde con dulce sueño reposaba,
o con el pensamiento discurría
por donde no hallaba
sino memorias llenas de alegría”.

……………………………………………….

Así comienzan sus amorosas quejas los pastores de Garcilaso, y a


través de los siglos, del tiempo y el espacio que median entre uno y otro poeta,
ellas parecen resonar como el eco fragante y rejuvenecido de un mismo viejo
canto interminable: el que pasa como un soplo melodioso, entre queja y queja,
por el follaje sonoro de los primorosos y bien tejidos diálogos de los pastores
sicilianos. Este parentesco, esta afinidad de temas y ambientes, de forma y
contenido, viene a corroborar la vigencia imperecedera del genio y el arte de
Teócrito, genio y arte para los cuales, evidentemente, no existen fronteras
geográficas ni temporales. De otro modo no se explicaría la proyección que a
través del tiempo y del espacio tuvo la poesía del fundador de la bucólica en la
de famosos autores grecolatinos y renacentistas, continuadores de un género
que puede parecer hoy caduco y artificioso si se lo cultiva por mero prurito de
imitación y con arreglo a fórmulas retóricas perimidas, definitivamente
superadas, pero que renace y se renueva cada vez que, por encima de falsos
incentivos, de calcos y recetas escolásticas, surge un poeta capaz de expresar
con lenguaje propio su sentimiento de la naturaleza y de la vida campesina,
sobre todo cuando éstas no son en la creación literaria concepciones
abstractas, simbolizaciones o alegorías de un mundo imaginario, aisladas del
contexto de la realidad, sino instancias vitales, vale decir vivencias, emociones
y experiencias insertas, como la sangre en los tejidos humanos, en la trama de
la realidad original. Ese sentimiento de la naturaleza y de la vida pastoral fue el
que expresaron, con lenguaje propio, después de Teócrito, Bión de Esmirna y
Mosco de Siracusa, Virgilio y Horacio, Garcilaso y Pascoli, entre otros
descollantes poetas bucólicos, y lo hicieron cada cual a su modo, en distintas
lenguas, épocas y regiones, distantes y unidos, sin embargo, por un designio
de continuidad fundamental.
Su pasión por las letras y los números, las deidades y los símbolos, indujo
a los antiguos helenos a personificar las artes en cierto número de divinidades
propiciatorias 7. Esa pasión unida al sentimiento religioso y estético que les
había hecho concebir dioses y diosas dotados de magnos poderes y atributos ,
los llevó a concebir también las nueve musas mayores de las artes cuyos
nombres conocemos. Letras y números, deidades y símbolos juegan un papel
fundamental en la mitología y en la teogonía, incluso en la epopeya de los
tiempos heroicos, cuando los moradores elíseos descendían del Olimpo para
intervenir carismáticamente en las acciones y conflictos humanos, cuya suerte
y destino dependía, en última instancia, del juicio y la sentencia, favorables o
adversos, y siempre irrevocables, de la autoridad divina, suprema distribuidora
de premios y castigos entre los mortales. Correlativamente, dentro de la
simetría propia y característica del espíritu griego, así como cada uno de los
géneros artísticos estaba representado en su correspondiente musa
inspiradora, a cada uno de los distintos tipos o formas de poesía correspondía
un determinado y adecuado instrumento musical con el que se acompañaban
rapsodas y juglares al cantar sus canciones. Dentro de ese orden, los poemas
épicos y líricos exigían el uso de la lira, el laúd y la cítara, no así la poesía
bucólica, rama verde y fragante de la lírica, que por su temática y tono pastoral
parecía exigir en cambio la rústica zampoña, el silvestre caramillo o la flauta
pánica, ese instrumento que tañía en sus tiernos idilios, al pie de las colinas
sicilianas, el pastor de Teócrito, el mismo que, como dice Mosto en su bello
Canto fúnebre a Bión (idilio III), “cantando apacentaba su rebaño”.

LOS FUNDAMENTOS DE LA POESIA EPICA

LA POESIA EPICA GRIEGA

APUNTE SOBRE HOMERO, PADRE DE LA EPOPEYA

7
Según Pausanias, había primitivamente tres musas: Melete, que representaba la invención; Mneme, la
memoria; y Aoidé el canto mágico. Después elevóse a nueve el número de las musas reconocidas en el
campo de las artes, sin contar las ya mencionadas: Clío, musa de la historia; Polimnia , de la retórica;
Urania, de la astronomía; Talía, de la comedia; Calíope, de la poesía épica; Erato, de la poesía lírica;
Melpómene, de la tragedia; Terpsícore, de la danza; y Euterpe, de la música. Para testimoniar su origen
divino, Homero se dirigía a ellas de este modo: “Sois hijas de Dioses, hijas de Zeus, y nada ignoráis”.
El período legendario de Grecia, comprendido entre los siglos XIV y XI
antes de nuestra era, es el que se conoce con el nombre de Tiempos Heroicos.
Es la época en que se supone florecieron aquellos hombres a quienes por
realizar hazañas de gran valor y esfuerzo se los llamó héroes y se les creyó
hijos o descendientes de dioses y tenían asiento con éstos en el Olimpo.
Así, cada región o ciudad tuvo su héroe: Atica a Teseo, Tebas a Edipo,
Argos a Perseo, Corinto a Belerofonte, y toda Grecia a Hércules, cuyos
famosos trabajos se refieren, principalmente, al Peloponeso. Es también el
período en que surge y desenvuelve el genio helénico, nacen las letras y las
artes, se difunde la religión del antropomorfismo y se organiza el estado social,
fundado en el predominio de los guerreros, y el estado político, en el que ya se
formulan los principios de libertad humana. Todas las tradiciones de los
Tiempos Heroicos pertenecen más a la mitología que a la historia propiamente
dicha, pero entre las ficciones de la fábula se descubre la verdad histórica: la
de los hechos reales que jalonan la trayectoria del hombre occidental
desde los albores de la civilización.
Cuatro son los hechos más trascendentales ocurridos en el período
heroico a que nos referimos: la expedición de los argonautas, las hazañas de
Hércules y Teseo, la guerra de Tebas y la guerra de Troya, sucesos que
significan otros tantos grados de adelanto y evolución del pueblo griego. La
expedición de los argonautas representa la naciente civilización de Grecia
defendiéndose contra las invasiones de los piratas del Mar Negro y,
paralelamente, el esfuerzo por abrir las rutas del comercio hacia Oriente y
asegurar, al mismo tiempo, un punto de escala en la costa de Asia. Los
trabajos de Hércules y Teseo significan la acción enérgica y decidida tendiente
a establecer y asegurar el orden público en el interior del país y proteger la
seguridad individual contra el arbitrio y descrecionalismo de aventureros y
hombres de presa. La guerra de Tebas representa la fuerza del destino entre
los pueblos antiguos, y ya sabemos lo que esto significa para quienes tenían
entonces un atávico sentido fatalista de la vida y de los fenómenos cuyo origen
y naturaleza escapaban al proceso esclarecedor del raciocinio, y en
consecuencia, suscitaban en los espíritus ingenuos y supersticiosos una
angustia y un temor abrumadores, paralizantes. La guerra de Troya fue la dura
y cruenta contienda entre Oriente y Occidente y acaso la defensa del derecho
de gentes. 1 Todas estas hazañas y empresas, heroicas o simplemente
guerreras –pues no pocas acciones guerreras suelen carecer por completo de
heroísmo- fueron manantial fecundo de inspiración y estímulo para la poesía
épica primero y luego para la tragedia y la poesía lírica. Los poemas de
Homero reflejan con meridiana claridad estos primitivos tiempos de la vida y la
cultura griegas. Y en esos mismos hechos hallaron, también, motivos para sus
más inspiradas creaciones Hesíodo, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Menandro,

1
Leopoldo Lugones, en sus Nuevos estudios helénicos, ha dicho que Homero “celebró con la Ilíada una
guerra feudal”, la de Troya, uno de cuyos episodios –el pretendido rescate de Helena, seducida y raptada
por Alejandro (París)- narra la epopeya homérica. A ésta califica nuestro escritor del siguiente modo:
“Poema de guerra punitiva, o sea, conforme a las ideas de la antigüedad, acción de venganza; y episodio
suscitado por un rencor entre jefes, la Ilíada proclama, sin embargo, a cada momento, los bienes
superiores de la equidad y de la paz”.
Aristófanes y Píndaro, entre otros grandes poetas épicos, dramáticos y líricos
de la antigüedad.
En estos primeros tiempos el foco de la cultura helénica correspondió a
las colonias que los jonios habían fundado en el Asia Menor: allí aparecieron
los grandes poemas homéricos, la Ilíada y la Odisea, así como también las
obras de los grandes líricos Alceo, Safo, Anacreonte, Simónides; allí Tales de
Mileto (uno de los siete sabios) y Pitágoras de Samos fundaron sus escuelas
filosóficas; y allí fue también donde surgieron notables escultores y arquitectos.
Esta civilización fue extendiéndose, poco a poco, a la Grecia europea u
occidental, y con ella se propagaron los antiguos cultos religiosos llamados
misterios, que sólo se revelan a corto número de iniciados y que tanta
significación y trascendencia alcanzaron en Eleusis, de donde deriva el nombre
de fiestas eleusinias.
Así como Hesíodo en su Teogonía y en otras obras suyas explica con el
origen y la vida de los dioses el origen y la formación del Universo, Homero
nos relata en la Ilíada sólo dos episodios principales de la impresionante
guerra de Troya: el de la ira de Aquiles en su lucha con Agamenón y su
posterior reyerta con Héctor, a quien dio muerte. El insigne rapsoda nos ahorra
la descripción de una contienda larga y cruenta, que dejó, con buen tino de
poeta, para los historiadores, limitándose a dar forma literaria y trascendencia
estética a los dos hechos señalados; ellos le bastaron para inmortalizar en
armoniosos hexámetros –el metro clásico de la epopeya y la tragedia
esquiliana-, en el lenguaje original, mezcla de dialectos jónicos y eólico, que
empleó en todas las demás obras que se le atribuyen, lo que no hubiera
pasado acaso de ser materia de anécdota, crónica o relato histórico. Por
espíritu de imitación o de emulación, y eso sucede a menudo cuando un hecho
o una obra adquieren singular resonancia, no fueron pocos los autores que se
apresuraron a sacar el mejor partico de la guerra troyana. Así, pues, como se
recuerda en la nota preliminar con que se presenta la versión española de Luis
Segalá y Estalella de la Ilíada, “Estalino, en su Cipríada, narró el origen y los
primeros años de la guerra de Troya; Aretino, en su Etiópida y en su
Destrucción de Troya, cantó la toma y destrucción de la famosa ciudad;
Agías, en los Regresos, relató la vuelta de los héroes a sus respectivas
patrias; Eugamón, en la Telegonía, comentó la muerte de Odiseo a manos de
su hijo Telégono”. Todas estas rapsodias, incluyendo las fundamentales de
Homero, constituyen, junto con otras, el llamado ciclo troyano, pero si algunas
aventajan en pormenores informativos sobre tal hecho histórico a las del gran
poeta épico, padre indiscutible de la epopeya, ninguna logró superarlas en
invención ni en maestría. Si la guerra de Troya y sus héroes principales:
Aquiles, Héctor, Agamenón, y si el viaje de Ulyses a Itaca, su patria, son
hechos y figuras inmortales en la historia de la literatura universal, ello se debe
no a los rapsodas e historiógrafos, émulos o imitadores, sino al genio original
que les infundió vida imperecedera en el mundo del arte, por encima del
tiempo y del espacio. Sólo dos únicos episodios de una contienda violenta y
sanguinaria, común por demás en la vida de los hombres, antiguos y
modernos, sirvieron y bastaron para forjar la Ilíada. Correlativamente, apenas
un episodio: el regreso de Ulyses desde Troya a Itaca, donde, soportando el
asedio de numerosos pretendientes, lo aguardaba su esposa Penélope, fue
motivo suficiente para crear la Odisea.
Lo que sucede, en suma, es que para el poeta o el artista parecería regir
invariablemente el principio de Arquímedes: “Dadme un punto de apoyo y
moveré el Universo”. Ese punto de apoyo, para el creador literario, es la
realidad, que puede ser mínima, la realidad que, en última instancia, si no
existe verdaderamente como materia o base de experiencia y conocimiento,
puede ser inventada, imaginada y esta invención, o esta ficción, aunque
parezca paradógico, es también real desde el momento que es ella producto
del alma y la mente humana.
La Ilíada, el poema de mayor extensión de todos cuantos Homero
escribió, consta de 15.674 hexámetros, que era la métrica preferida de los
poetas épicos y dramáticos. Los exegetas alejandrinos los dividieron en 24
capítulos, que denominaron rapsodias. El episodio que en él se narra, tomado
de la guerra de Troya, como hemos dicho, duró 51 días y puede resumirse en
muy pocas líneas. Lo cierto es que si Troya y Aquiles son inmortales, ello se
debe, casi por entero, al genio de Homero, que los perpetró en la historia
poética de los hechos humanos. La Odisea, que le sigue en extensión al
primero, consta de 12.110 hexámetros y está dividido, como el anterior, en 24
capítulos a través de los cuales se describe el regreso de Ulyses, desde Troya
a Itaca. El primer estudio crítico de ambos poemas se debe a Pisístrato, quién,
en el siglo VI -otros afirman que en el siglo VII-, logró fijar los textos definitivos
después de eliminar de aquéllos las interpolaciones y aditamentos introducidos
por los primeros discípulos e imitadores del famoso rapsoda. Entre los
exegetas y escoliatas más notables no debe omitirse la mención de
Aristófanes, el comediógrafo y Aristarco, el crítico, que afrontaron la difícil labor
de depurar los poemas de alteraciones, repeticiones excesivas e
imperfecciones sintácticas. Además de las dos grandes epopeyas, cuya
autenticidad no se discute ya, se le atribuyen a Homero 33 himnos, 17
epigramas, los llamados “poemas cíclicos”, la Batracomiomaquis, la
Psaromaquia, la Cabra siete veces trasquilada, otras obras menores y el
Margites, probable origen de la comedia, según Aristóteles, y en el que su

autor alteró el hexámetro tradicional –la forma métrica invariablemente


empleada por él- con los versos yámbicos.
La vida y la personalidad de Homero continúan siendo aún, y lo serán
siempre, en buena medida, conjeturales, es decir, producto de hipótesis o
suposiciones escasamente fundadas. No puede decirse lo mismo, en cambio,
de la valiosa obra literaria a él atribuida con mayor fundamento. Se ha dicho y
repetido durante siglos que Homero pudo ser un nombre propio, como pudo
ser igualmente un nombre comanditario, plural. Críticos muy serios han
sostenido que bajo el nombre de Homero se ocultaban varias rapsodas y
aedos que se dedicaban a componer cantos en loor de los dioses y de los
héroes helénicos. Sin embargo, tal opinión no ha prevalecido finalmente. Se ha
probado que tampoco semejante aserción fue formulada por los grigos más
próximos al inmortal poeta, quienes creían en un homero “padre y maestro de
toda la sabiduría del mundo”, como pensaba, entre otros compatriotas ilustres,
el propio Platón. Para testimoniar su juicio acerca de la existencia real de
Homero autor de la obra que conocemos, la posteridad cercana al insigne
cantor épico se ha encargado de transmitirnos ocho biografías del autor de la
Ilíada: la atribuida a Herodoto, la atribuida a Plutarco, la del léxico de Suidas,
la contenida en la Crestomatia de Proclo, la conocida con el título de
Certamen, de Homero y Hesíodo, y tres anónimas. Queda en pie, pues, la
certidumbre de que Homero fue un solo hombre y un solo poeta.
Una duda similar surgió entre los críticos alejandrinos al confrontar éstos
los textos de la Ilíada y la Odisea, respecto de que si ambos poemas
pertenecían al mismo autor. Fundaban sus discrepancias en algunas
contradicciones relacionadas con nombres y atributos de personas,
costumbres y citas geográficas, sin reparar en la unidad del estilo narrativo de
una y otra epopeya. Posteriormente, se estableció que la confusión apuntada
proviene de que aedos admiradores del maestro completaron, algunos temas
de la Ilíada y la Odisea y los textos complementarios, confundidos con los
originales, dieron apariencias de disparidad a lo que era fruto de una misma
mentalidad e inventiva. Depurados de aditamentos y elementos accesorios los
textos de los dos libros célebres permiten considerarlos separadamente como
productos legítimos del mismo genio creador. Por eso no resulta extraño ya
que nadie participe del escepticismo del pensador italiano Juan B. Vico, quien,
en el siglo XVIII, afirmó que Homero no fue un hombre de carne y hueso, sino
“la voz de Grecia, el eco de los tiempos heroicos, una pura abstracción”. Quién
puede dudar que no fuera realmente la voz de Grecia y también el eco de los
tiempos heroicos, puesto que era el intérprete fiel de los mensajes grabados en
la memoria y el corazón de su pueblo y el portavoz, al mismo tiempo, de las
leyendas y los mitos de una edad de oro inmemorial, mitos y leyendas que
eran el fondo mismo de la vida de Grecia, el revés de la trama de su historia
exterior, pero no, de ninguna manera, “una pura abstracción”. Como
contrapartida, todo el mundo admite y aprueba sin reservas lo que dijo
Fenelón: “¿Quién creerá que la Ilíada, un poema tan perfecto, no haya sido
compuesto por el genio de un gran poeta?”. Otras razones adujo el crítico
alemán Federico Augusto Wolff, en 1795, para negar la existencia de Homero,
alegando, entre otras cosas, que diez siglos antes de Cristo no había pueblo
capaz de comprender un poema tan perfecto, como si alguna vez pueblo
alguno estuviese mental y espiritualmente en el mismo nivel de los grandes
creadores, que por lo general se adelantan a su época, de la que suelen ser,

también, sus más veraces y profundos intérpretes, sus mejores testigos.


Los inconsistentes argumentos de Wolff fueron vigorosamente rebatidos por
Ruhnken, Goethe y Schiller, todos alemanes. Algunos descubrimientos
arqueológicos, la técnica de las obras homéricas, el estudio de las literaturas
comparadas, han permitido en nuestro siglo robustecer la certidumbre de la
existencia y la personalidad de Homero, cuyo lugar de origen también se ha
discutido durante mucho tiempo. Nada menos que siete ciudades, según
Planudes, se disputaron la gloria de ser su cuna: Cime, Esmirna, Quíos,
Colofón, Pilos, Argos y Atenas. De todas ellas es Esmirna la más probable
cuna del insigne cantor, pues en ésta existía, entre los eolios, la familia de los
homéridas.
De acuerdo con la biografía atribuida a Herodoto, ya citada, Homero
habría nacido en los aledaños de la ribera del río Meles, de donde al principio
tomó el nombre de Melesígenes, en el año 622 antes de la expedición de
Jerjes, o sea el año 1102 antes de Cristo. Educado en el culto de los dioses,
de las artes y de la poesía, y aficionado a ésta desde niño por influencia de su
padrastro el maestro Femio, con quien se había desposado su madre Creteis,
Homero abandonó pronto la vida rutinaria de la función pública a la que lo
había llevado su familia para entregarse con pasión a la aventura de los viajes.
Durante esos viajes pasó por la que había sido Troya y por Itaca, donde
conoció las tradiciones míticas y heroicas que lo impulsaron a componer las
rapsodias de sus dos grandes epopeyas. Luego de recorrer el Peloponeso
sintióse atacado de una afección a la vista, quedando ciego al poco tiempo.
Cuéntase que, dedicado nuevamente a la poesía que aprendió en la niñez, iba
de ciudad en ciudad recitando sus poemas; que un maestro de escuela se los
escamoteó para difundirlos como propios; que fundó un centro de enseñanza,
se casó y tuvo dos hijas, sin interrumpir su creación literaria. Deseando
imponer su fama de poeta en Atenas, partió hacia dicha ciudad en compañía
de una de sus hijas y algunos discípulos, desembarcó en Samos, pero antes
de llegar a la meta encontró la muerte. Todos éstos son fragmentos, retazos
dispersos para un anecdotario, datos recogidos aquí y allá, de diversas
fuentes, para una biografía hipotética, nunca definitiva. Lo único
verdaderamente cierto y definitivo es el fruto de su genio creador, suma de
intuición y sabiduría. Muerto Homero, después de muchas andanzas y
vicisitudes, la familia de los homéridas y los aedos y rapsodas se dedican a
difundir sus incomparables y maravillosos poemas por toda el Asia Menor y las
islas del archipiélago helénico. Tanta fue la admiración que ellos despertaron
en el ámbito de la antigua Grecia que ya en el siglo VII antes de nuestra era se
los consideraba como síntesis de sabiduría y modelos de perfección literaria, lo
cual echa por tierra la escéptica afirmación del alemán Wolff. Padre de la
epopeya, género épico que después de la Ilíada y la Odisea tuvo en Los
trabajos y los días y la Eneida sus más descollantes expresiones en las
letras griegas y latinas, y precursor, con la primera de sus obras
fundamentales, de la tragedia antigua, tanto que hizo decir nada menos que a
Esquilo: “Vivo de las migajas de Homero”, para subrayar lo que significó y
significa en la cultura griega y universal basta recordar que Platón en su
República dijo que era Homero el maestro de toda Grecia y Solón dispuso que
en todas las fiestas públicas se recitasen sus poemas como el mejor homenaje
que se podía tributar al primer gran poeta de la antigüedad.

*** FIN ***

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