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M.

ALETT

B-3
Cuadernos de
PEDAGOGÍA
CATEQUÍSTICA

CENTRAL CATEQUÍSTICA SALESIANA • MAQRID


PLAN DE LA COLECCIÓN

A. Sección teológica

E. Alberich Orientaciones actuales de la catequesls


E. Alberich Naturaleza y tareas de la catequesis
AA. W . Temas de la catequesis
J. Groppo Educación cristiana y catequesis
G. Piaña La moral cristiana hoy

B. Sección antropológica

1. J. Gevaert Antropología y catequesis


2. J. Milanesi Sociología de la religión
3. J. Milanesi - M. Alettl Psicología de la religión
4. A . Ronco Principios de psicología para la catequesis
5. A . Arto Psicología del niño y del adolescente
6. N. Breuval Mentalidad moderna y catequesis

C. Sección metodológica
1. J. Negrl Problemas generales de la catequesls
2. J. Dho Principios de pedagogía para la catequesis
3. AA. W . Catequesis de los niños
4. U. Gianetto
Catequesls de los preadolescentes
R. Glannatelli
S. C. Bucciareíli Catequesis de los Jóvenes
6. V. Di Chio Catequesls de los adultos
7. AA. W . Medios didácticos para la catequesls
CUADERNOS DE PEDAGOGÍA CATEQUÍSTICA

J. MILANESI
M. ALETTI

PSICOLOGÍA
DE LA
RELIGIÓN

!d 440/202
EDICIONES DON ~~~~~
Alcalá, 164 - Madrid
Traducción del original Italiano
PSICOLOGÍA DELLA REUGIONE
L D C - Torlno-Leuman, 1973

PUEDE IMPRIMIRSE
José A. Rico, S . D. B.
Superior Provincial
Madrid, 1 de Mayo de 1974

I S B N 84 - 7.043 - 114 - 5 Depósito Legal M - 21.839 - 1974


Gráficas Letra, S . A. - Moscareta, 2 - Madrld-11 - Año 1974
PRESENTACIÓN

Este volumen, bajo el título de PSICOLOGÍA DE LA RE­


LIGIÓN, quiere ser solamente un tratado de tipo introducto­
rio y manual sobre algunos problemas relativos a la dinámica
propia del fenómeno religioso, tal como son vividos en el psi-
quismo humano.

El libro se articula en dos partes. En la primera, que com­


prende cuatro capítulos, vienen expuestas críticamente las prin­
cipales interpretaciones psicológicas del fenómeno religioso. En
la segunda, que comprende nueve capítulos, se describen las
etapas de la progresiva evolución de la religiosidad humana,
desde la primera infancia a la edad adulta. Un capítulo, a modo
de conclusión, intenta delinear las componentes esenciales de
la madurez religiosa.

Por exigencias de espacio y de planteamiento general, que­


dan excluidas de nuestro tratado algunos temas importantes
que pueden llegar a ser objeto de oportuna profundización en
otros volúmenes de la presente colección: los comportamientos
religiosos excepcionales (bien sean los de tipo místico o bien
los patológicos), el problema del ateísmo, él desarrollo moral,
la religiosidad de las personas ancianas.

Digamos también que tratando de religiosidad de los jóve­


nes, nuestro libro está centrado principalmente sobre los es­
tudiantes, pues nos falta documentación suficiente para un tra­
tamiento profundo de la religiosidad de jóvenes obreros.

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A pesar de estas y de otras limitaciones, creemos haber pre-
parado un útil instrumento de trabajo para cuantos se acercan
al problema de la religiosidad humana con intenciones educa-
tivas y pastorales; ellos podrán encontrar en estas páginas una
panorámica completa, si bien no exhaustiva, de la investigación
teórica y positiva acerca de la religiosidad, tal como es vivida
en el mundo occidental cristiano.
Se ha dado particular relieve al desarrollo de la segunda
parte (de tipo evolutivo), apta para ofrecer más abundantes
estímulos y más útiles pistas de investigación a los educadores
y pastores empeñados en la acción diaria.
En cuanto a la BIBLIOGRAFÍA aneja a cada capítulo, adver-
timos que comprende una serie de referencias bibliográficas,
con la lista de las obras directamente citadas en el capítulo,
y una bibliografía adjunta, con ulteriores indicaciones para
quienes quisieran profundizar el tema. La abundancia de ma-
terial bibliográfico expresa la esperanza y el deseo de que el
lector encuentre ánimos para proseguir buscando y reflexio-
nando personalmente, sin lo cuál, la contribución ofrecida por
este libro sería aún más modesta que la esperada por los au-
tores.

Juan Carlos Milanesi


Mario Aletti

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PRIMERA PARTE

INTERPRETACIÓN PSICOLÓGICA
DEL
FENÓMENO RELIGIOSO
CAPITULO PRIMERO

LA RELIGIÓN
C O M O PROBLEMA RELIGIOSO

1. El método de la Psicología de la Religión

2. El objeto de la Psicología de la Religión

3. La estructura de la conducta religiosa

En la historia de la humanidad la presencia constante y


muy extendida del término «religioso» se puede documentar
fácilmente recorriendo, a través de las culturas diversas, tér­
minos tan significativos como «experiencia religiosa», «fenó­
meno religioso», «religiosidad», «sagrado», «divino», «tótem»,
«tabú». Historia, Fenomenología, Etnología, Antropología, Psi­
cología, Sociología, etc., son otras tantas ciencias que han su­
ministrado, especialmente en los dos últimos siglos, un mate­
rial abundantísimo que demuestra la extraordinaria compleji­
dad y riqueza de la conducta humana expresada con el nom­
bre de «religioso». Por este motivo existe el riesgo de un equí­
voco, agrupando bajo este término realidades que difieren sus-
tancialmente entre sí: conducta mágica y aspiraciones místi­
cas, modelos tradicionales e intuiciones creativas, comporta­
mientos patológicos y motivaciones altamente integradas. La
complejidad de los fenómenos que existen bajo el nombre de
«religión» explica, por una parte la necesidad de afrontar su
estudio con método pluridimensional o interdisciplinar, y por
otra parte impone el deber de separar adecuadamente el ám­
bito de la investigación, mediante una definición descriptiva
preliminar del método y del objeto que indagamos.

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1. MÉTODO D E LA PSICOLOGÍA D E L A RELIGIÓN

La necesidad de estudiar el fenómeno «religioso» con la


ayuda convergente de varias ciencias ha sido admitida desde
hace tiempo, aunque no están aún resueltos completamente
los problemas relativos a la relación entre las diversas aporta­
ciones científicas. En realidad, la conciencia interdisciplinar se
ha venido afirmando sólo después de un largo período en el
que han prevalecido las pretensiones reduccionistas surgidas
de la cultura positivista e idealista del siglo xrx.
En efecto, durante muchos decenios, el esfuerzo de los es­
tudiosos había estado orientado a demostrar que la conducta
religiosa era reductible a derivaciones de carácter psicológico,
social, económico, cultural.
Desde este punto de vista son características tanto las obras
de Durkheim como las de Freud, por no hablar de Marx-
Engels o de otras teorías críticas de la religión. Creemos su-
perfluo demostrar que toda pretensión reduccionista se con­
dena por sí sola, en cuanto que contiene un juicio de valor
filosófico que sale fuera de la competencia de cada disciplina.
En nuestros días, aun cuando no ha sido superado del todo
el prejuicio reduccionista, parece posible justificar la legitimi­
dad de las varias ciencias de la religión, con tal que se delimi­
ten claramente su ámbito y su alcance. Tal delimitación debe­
ría hacer caer también la reserva y la oposición que, especial­
mente en el campo católico, se han hecho a las disciplinas
históricas, psicológicas, sociológicas y fenomenológicas, consi­
deradas largo tiempo como sustitutivos inadecuados y peligro-
son de la tradicional doctrina filosófico-teológica.
Conviene, pues, poner en evidencia el valor de una psicolo­
gía de la religión, tal como la hace posible hoy el desarrollo
de las ciencias antropológicas modernas. Examinemos breve­
mente algunas de las características de esta psicología de la
religión.
• 1. Se trata de una psicología «positiva», de carácter empí­
rico. Se distingue, por tanto, de una psicología con fundamento
filosófico, que parte de algunos principios ontológicos de los

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que «deduce» cuáles deben ser las dimensiones psicológicas
del comportamiento religioso.
No se confunde, pues, con la psicología «racional» de la
que se ha ocupado tradicionalmente la filosofía escolástica.
Ni se confunde tampoco con una psicología fundada y dedu­
cida de premisas teológicas que tendieran a descubrir e inter­
pretar los efectos provocados en la conducta humana por la
acción de factores sobrenaturales. Los tratados de psicología
«con fundamento teológico» son bastante numerosos (Cfr. las
psicologías de la fe y de la gracia anejas a ciertos tratados teo­
lógicos); pero, aun siendo legítimos, pueden engendrar el ries­
go de un discurso híbrido y peligroso al mezclar indebida­
mente premisas epistemológicas distintas.

>La psicología de la religión de la que tratamos está funda­


da sobre el estudio positivo del fenómeno religioso entendido
como conducta observable, cuantificable, tipificable, según las
categorías y los modelos teóricos propios de las ciencias empí­
ricas. En otras palabras, esta disciplina estudia las constantes
y las variables psicológicas de la conducta religiosa, tal como
se pueden captar con los métodos de la observación positiva.

. 2. Parece lógico afirmar que una psicología así delimitada


debe necesariamente abstenerse de pronunciar juicios sobre
la realidad ontológica del polo objetual de la Religión, como
por ejemplo sobre la existencia de Dios, de lo sobrenatural, de
la fe, de la gracia. Para ese cometido no tiene instrumentos
adecuados.

Tal suspensión de juicio vale tanto para la negación como


para la afirmación: de las conclusiones de la psicología de la
religión no se puede deducir ni la inconsistencia ontológica de
los objetos de la fe, ni traer un argumento apologético para
las demostraciones de su «verdad» o existencia.
La psicología de la religión se revela así, por principio, como
una ciencia atea en el sentido privativo y no en el sentido ne­
gativo del término, en cuanto que se pone fuera de los interro­
gantes de alcance filosófico que miran al objeto de su bús­
queda.

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- Por el contrario, el cometido de tal disciplina es dar jui­
cios de valor «psicológico»: debe estar en situación de acer­
carse a la «verdad psicológica» de la conducta religiosa, y
desvelar en ella los factores que la condicionan cuando surge,
las motivaciones por las que atraviesa, las intenciones que la
animan, los aspectos perceptivos, emotivos, afectivos y deci­
siones que la caracterizan, los conflictos que comprometen su
desarrollo.
Es evidente que un estudio como el descrito puede llevar
a la convicción de que el fenómeno religioso se reduzca a sus
componentes psicológicas; tentación, sin embargo, fácilmen­
te superable si se tienen presentes algunas precauciones ya
indicadas al principio de este siglo por T. Flournoy. Este
autor, aunque recomienda como premisa metodológica la ex­
clusión de los transcendentes, es decir, una actitud agnóstica
respecto a la existencia ontológica de las realidades que son
objeto de búsqueda, sin embargo conservaba como esencial al
estudio psicológico el hecho de tener en cuenta el coeficiente
de transcendencia.

Lo que significa que el psicólogo no puede prescindir de la


intención subjetiva inserta en la experiencia religiosa; el hom­
bre religioso se cree, en efecto, en relación con el transcen­
dente, tanto que su conducta está modelada bajo la certeza
de la real existencia del «radicalmente otro». Las conductas
religiosas no son comprensibles psicológicamente si no se tie­
ne en cuenta el «significado» típico que la conducta religiosa
viene a asumir en la totalidad de la experiencia existencial del
creyente.

Este principio reclama a su vez otra premisa metodológica


no menos importante; y es que no se puede pretender hacer
una psicología de la religión prescindiendo del significado «cul­
tural» que la conducta religiosa asume en un determinado con­
texto histórico. La psicología de la religión no puede ignorar,
por ejemplo, cuan distinta es la génesis y el desarrollo de la
religiosidad individual en un contexto cultural católico o en
un contexto islámico o budista; la religiosidad de cada uno
está, en efecto, ligada casi necesariamente a los aspectos de la
religión institucional que la condiciona mediante sus dogmas,

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tradiciones, costumbres. Así, para dar un ejemplo, no se po-
drá comprender a fondo el significado de una práctica religio-
sa como es la Misa de un católico, si no se tiene en cuenta la
importancia especial que tal conducta tiene en la teología ca-
tólica como sacrificio de Cristo y de la Iglesia. Tampoco se po-
drá prescindir de las consideraciones sociales que se concen-
tran en tal conducta en determinados contextos tradicional-
mente religiosos. Pero será diverso el caso cuando la sociedad-
ambiente esté secularizada, y no dé importancia a tal con-
ducta.

Resulta, pues, evidente que un psicólogo no puede des-


interesarse de las componentes teológicas, filosóficas, socioló-
gicas, tradicionales, etc., de las varias experiencias religiosas
históricamente aceptadas y vividas.

3. Siendo cierto que la psicología de la religión debe ser


necesariamente una psicología positiva de carácter científico,
parece importante aludir al hecho de que no se puede hoy ha-
blar de una única «psicología científica», sino que debe más
bien tenerse en cuenta que existen teorías diversas (a menudo
inconciliables) sobre el significado de las diversas conductas
humanas. Las numerosas escuelas psicológicas reflejan, en
efecto, a propósito de la religión las opciones de carácter ideo-
lógico y a menudo parecen dependen de presupuestos filosó-
ficos (y tal vez teológicos) difícilmente armonizables entre sí.
De ahí la importancia de analizar objetivamente las varias
teorías interpretativas del hecho religioso y no exponerse in-
genuamente al riesgo de elaborar una teoría unitaria que en
el momento actual parece en gran parte prematura, porque se-
ría necesariamente heterogénea y artificiosa.

^ Más allá de esta dificultad surge un interrogante más radi-


cal que se refiere a la validez de la misma ciencia psicológica.
La psicología como todas las otras ciencias positivas del hom-
bre, añade a la aproximación, inevitable en todas las ciencias
de la observación, la peculiaridad aleatoria debida a la difi-
cultad de someter a los instrumentos de investigación dispo-
nibles un objeto complejo y huidizo como es precisamente el
hombre.

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La dificultad es aún mayor cuando el objeto de investigación
es la conducta religiosa. En realidad, parece difícil poder afir­
mar que del hecho religioso se puedan observar con técnica
segura un número de variables suficientes como para poder
suministrar un material válido para la elaboración de catego­
rías y de modelos.
La psicología de la religión es aún demasiado joven y ca­
rece de datos empíricamente seguros, como para poder re­
construir una teoría «general» coherente.
Por tanto, es preciso contentarse con algún «anticipo» em­
píricamente verificado, pero ciertamente inadecuado del todo
para iluminar exhaustivamente la conducta religiosa.
Sin embargo, no queremos concluir en una inconsistencia,
y por tanto en la inutilidad de la psicología de la religión; las
pocas «verdades» psicológicas que parece haber asegurado
científicamente, representan una conquista ciertamente par­
cial, pero no por eso subvalorable.
De cuanto hemos dicho resulta bastante claro que el dis­
curso permitido a la psicología de la religión es legítimo pero
limitado; excluida la pretensión de negar o probar la verdad
ontológica del objeto de la conducta religiosa, excluida la ilu­
sión de agotar científicamente el hecho religioso en términos
puramente psicológicos, excluida la esperanza de dar a la con­
ducta religiosa una interpretación psicológica unitaria y satis­
factoria, permanece para la psicología de la religión la ambi­
ción y el cometido de contribuir a la comprensión del fenóme­
no religioso por la parte que le compete, con gran sentido de
su limitación y provisionalidad.

2. E L OBJETO D E L A P S I C O L O G Í A D E L A R E L I G I Ó N

Un segundo grupo de interrogantes muy comprometedores


se refiere al objeto mismo de la psicología de la religión. Se
trata, en efecto, de decidir mediante adecuadas definiciones
cuáles son las conductas que pueden considerarse religiosas y
cuáles, en cambio, no puedan serlo. El cometido parece bas­
tante difícil, dada la enorme variabilidad de las conductas
consideradas como «culturalmente» religiosas.

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Muchos autores han dado una definición de «religión» y
otros muchos han intentado ordenar las existentes, sin llegar a
encontrar algún elemento o criterio decisivo para la solución
del problema. W. James (1902) ha distinguido entre religión
objetiva y religión subjetiva, poniendo así el acento en los as-
pectos institucionales o interiores respectivamente de la con-
ducta religiosa; J. Leuba (1912), en cambio, ha introducido la
subdivisión en definiciones comportamentales, intélectualísti-
cas y sentimentalísticas, poniendo así en evidencia el hecho de
que muchas definiciones obedecen aún a una «psicología de
la facultad» o a una mentalidad monista de viejo cuño; W. H.
Clark (1958) ha distinguido a su vez entre definiciones globa-
les, sociales e individualísticas, sin decidirse por una defini-
ción propia.

1. Sobre todo, es necesario decir previamente que aquí se


trata de definir no la religión, sino la religiosidad, es decir, la
conducta religiosa, como comportamiento humano típico; se
prescinde así de una definición que comporta un empeño filo-
sófico explícito en evidenciar las estructuras esenciales y onto-
lógicas de lo «religioso», si bien se puede presumir que difí-
cilmente será posible prescindir totalmente de algunos ele-
mentos subrepticiamente filosóficos y teológicos, como a la
postre ha sucedido en casi todos los autores que han intentado
una definición de la religiosidad.
Se trata, por tanto, de definir una conducta, permanecien-
do fieles a su típica caracterización psicológica, inserta en el
significado intencional que le viene atribuido por aquellos que
la realizan. De estas premisas se puede argüir cuan lejos esta-
mos de la idea de dar una definición puramente «comporta-
mental» de la conducta religiosa, es decir una definición fun-
dada en la simple observación exterior de las conductas. Nues-
tra intención está, por el contrario, inspirada en la tentativa
de hacer una psicología de carácter «comprensivo», «fenome-
nología)», aunque no necesariamente en el tono y modalidad
de la psicología «introspeccionista» de algunos decenios atrás.

2. Parece necesario dar una definición de religión que ten-


ga en cuenta todas las fases a niveles de conducta implicadas
en la religiosidad humana. Contraponer artificialmente una

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religión «interior» y «subjetiva» a otra religión «institucional»
y «objetiva», o distinguir entre formas religiosas fundadas
en las diversas «facultades» o «estructuras» del psiquismo
humano, llevaría un fallo inicial en el intento que se presenta
con la pretensión de «totalizar» e «integrar» toda la experien-
cia del hombre. Además, no existe conducta humana auténtica
que no haga referencia global a todos los momentos y a todos
los elementos de la experiencia de cada uno y no esté abierta
a todos los intercambios con el ambiente social en el que cada
uno vive.
Una definición de religiosidad podrá, pues, distinguir entre
momentos o fases de tal conducta sólo para utilidad didáctica,
pero no podrá negar la relación dialécticamente necesaria en-
tre los varios elementos que la componen.

3. Parece necesario afirmar que una definición de religión


debe ser sustancialmente de carácter dinámico; en cuanto con-
ducta humana, la religiosidad es un comportamiento que «se
hace» poco a poco, que se hace el hombre mismo, el cual
pasa a través de una multiplicidad indefinida de experiencias
y de problemas que lo condicionan en el proceso de progresiva
hominización. La religiosidad parece también unida a la «his-
toria» del individuo y al mismo tiempo, a aquella otra historia
más vasta que afecta a la humanidad entera y que se refleja
\sobre el individuo en todos los momentos de su evolución.
, El aspecto evolutivo o genético de la religiosidad se mani-
fiesta a dos niveles: una evolución parece seguir los ritmos
cronológicos del crecimiento psíquico y social, pasando a tra-
vés de estadios sucesivos, que ha estudiado sobre todo la psi-
cología genética a lo largo de muchos años; otro tipo de evo-
lución sigue en cambio una lógica no cronológica que mira a
los ritmos y a las modalidades de diferenciación y especifica-
ción de la conducta religiosa según una exigencia típica de la
conducta misma. En otras palabras, mientras la primera evo-
lución sigue la historia de la religiosidad desde las primeras
experiencias del niño hasta aquélla más o menos desarrollada
del adulto, subrayando sobre todo los hechos y su interpreta-
ción (tomando conciencia también sociológicamente de la rea-
lidad religiosa del hombre medio, inmerso en una cultura ti-

lo
pica), el segundo análisis sigue el desarrollo de la experiencia
religiosa hacia formas más maduras y evolucionadas de reli­
giosidad, prescindiendo de su curva cronológica. El primer in­
tento está típicamente centrado sobre la «realidad» actual de
la religiosidad humana; el segundo, en cambio, va unido a las
«posibilidades» inscritas en la conducta religiosa, según se de­
ducen del análisis de su intencionalidad característica.
Según esta última acepción, el individuo se hace religioso
no sólo según el eje cronológico de su desarrollo, sino también
según la estructuración dialéctica de los diversos elementos
intelectivos, afectivos, tendenciales, emotivos. La línea de des­
arrollo de esta maduración no obedece a una lógica abstracta
de la religión, sino a la lógica única e irrepetible de la madu­
ración de cada uno.

3. LA ESTRUCTURA DE LA CONDUCTA RELIGIOSA

La religiosidad humana parece colocarse dentro de un cua­


dro de conductas umversalmente verificable en el tiempo y en
el espacio, es decir, dentro de la tentativa que trata de «dar
un significado» al hombre mismo, al mundo, a la relación en­
tre hombre y mundo (Cfr. Crespi, 1970). El esfuerzo de que
hablamos se realiza por el hombre mediante el uso de nume­
rosos instrumentos y a través de muy diversos caminos; sus-
tancialmente se puede considerar esencial a esta búsqueda el
uso de la racionalidad, es decir la tentativa de comprensión,
que se fundamenta en la observación y explicación fáctica y
que tiende a la verificación empírica de las hipótesis explica­
tivas. Sobre este primer tipo de «comprensión» se funda la
ciencia y la técnica, a través de las cuales la relación del hom­
bre con el mundo se concreta en términos de posesión y de
dominio.
Existe a la vez otro modo igualmente extendido y univer­
sal de comprender el mundo y que consiste esencialmente en
la elaboración de significados no puramente fácueos, sobre la
base de una actividad interpretativa de la realidad y que no ha­
ce uso sólo de la fría razón, sino que intuye, participa emotiva y
afectivamente, elige, trata hipótesis, proyecta deseos, etc.

2 17
En esta segunda experiencia el hombre se revela como un
infatigable constructor de mitos y de símbolos, insatisfecho
por la dimensión cuantitativa de la realidad, que la ciencia y
la técnica le proporcionan, y está abierto hacia hipótesis cua­
litativas que aquéllas no conocen. Esta tendencia a elaborar
valores, a absolutizar, a comprender significativamente, se ma­
nifiesta en un pluralismo de formas ciertamente extraordina­
rio, de las cuales la religiosidad es una variable culturalmente
relevante.

En este contexto hablamos de conducta religiosa cuando


el «search for meaning» (es decir, el «deseo de significado»)
alcanza una hipótesis que asume como fuente de significado
la existencia de un «radicalmente otro», que está presente al
hombre y al mundo y que precisamente por esto da sentido a
ambos y a su recíproca relación.

Se habrá notado que en esta primera definición de religio­


sidad nosotros ponemos el acento en la exigencia más bien res­
trictiva del «radicalmente» sin el cual creemos que no podemos
hablar de «religión», sino sólo de conducta «mítica», acaso co­
nectada con la religión o bien como preliminar y previa a ella;
pero no confundible con ella.
Absolutizar valores como la libertad, el amor, la justicia, la
paz, es ciertamente una tentativa respetable de superación res­
pecto del puro nivel de la facticidad biológica del hombre (y en
este sentido es una prueba que documenta el grado de insatis­
facción que crean en el hombre los resultados de la ciencia y
de la técnica), pero no es aún, en nuestra perspectiva, una so­
lución religiosa a los interrogantes del hombre. Hasta que los
valores de la libertad, el amor, etc., no vengan consagrados co­
mo valores-símbolos que desvelan una realidad que sea radi­
calmente diversa de la que el hombre tiene experiencia diaria,
no se tiene religión en sentido verdadero y propio.

La definición de conducta religiosa en términos de «rela­


ción con un radicalmente otro», además de representar una
precisa elección teórica, reafirma el carácter genético de la
religiosidad humana; en efecto, como iremos mostrando suce­
sivamente, el descubrimiento de un «radicalmente otro» cami-

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na a la par que la progresiva maduración de toda la estructura
psicológica del individuo. A medida que el hombre se hace ca-
paz de distanciarse de sí mismo y de las adquisiciones pro-
visionales de su desarrollo, el hombre se abre al otro; en la
medida en que renuncia a los ideales, a los mitos y a las proyec-
ciones psicológicas de los estadios arcaicos de su historia per-
sonal, el hombre se hace apto para captar la presencia de Otro.
Esta progresiva percepción de la Transcendencia parece más
fácil con la aparición del pensamiento simbólico, como más
adelante indicaremos.
Queda por especificar más detalladamente cuáles sean las
modalidades psicológicas que condicionan y acompañan a la
elaboración de la hipótesis del radicalmente otro; mas para
este punto remitimos a un sucesivo análisis, porque, además,
las interpretaciones de tales modalidades son más de una. Nos
limitamos por ahora a analizar las componentes de la conduc-
ta religiosa, hasta llegar a una definición provisional que sea
base suficiente para nuestro análisis.
Siguiendo algunos de los más elaborados análisis fenome-
nológicos e históricos de la religiosidad, ya entre los pueblos
primitivos, ya entre pueblos más evolucionados, se puede con-
siderar articulada en dos momentos distintos, a la vez subdi-
vididos en dos estructuras cada uno. Puede resultar útil repre-
sentar en un esquema tal complejidad dialécticamente com-
puesta por:
Un momento subjetivo: '
— Una estructura pre-racional.
— Una estructura racional.
Un momento objetivo:
— Una estructura institucional.
— Una estructura normativa.
Analicemos de un modo más específico cada uno de los ele-
mentos del esquema.
1. El momento subjetivo se refiere claramente a la expe-
riencia tal como es vivida por cada uno; esto supone una cierta

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abstracción, en cuanto que no existe jamás una experiencia
religiosa que se cumpa al nivel de pura subjetividad, desde el
momento en que cada hombre está siempre inmerso en una
cultura, en un sistema de modelos también colectivos. De ahí
que haciendo abstracción de los componentes objetivos de la
experiencia religiosa, parece que todo sujeto religioso experi-
mente un momento pre-racional y otro racional. La estructura
pre-racional corresponde en efecto a la fase intuitiva, a la elec-
ción opcional de carácter afectivo y emotivo, a la percepción
de las situaciones límites que desembocan en la afirmación de
la existencia del radicalmente otro, como explicación única y
solución de los interrogantes existenciales. En esta primera
fase (se trata de «primera» en sentido no exactamente crono-
lógico), la intuición del radicalmente otro está acompañada de
notables ambigüedades, que caracterizan la experiencia reli-
giosa; el radicalmente otro como «respuesta» a la problemáti-
ca humana puede aparecer como una pura ilusión, un produc-
to del deseo, una proyección de necesidades insatisfechas. En
otras palabras, esta experiencia religiosa primigenia está to-
davía tan estrechamente unida a las motivaciones y a los acon-
tecimientos humanos que le sirven de «catalizador» o de
«cebo», que parece totalmente derivada de la psique; en otros
términos, esta experiencia es ambigua porque no está aún ma-
durada por la certeza subjetiva de que el «radicalmente otro»
está «realmente allí» y no es una pura proyección ilusoria de
la fantasía o del deseo humano.

Rudolf Otto (1917) ha dado en el plano fenomenológico una


excelente descripción de los componentes psicológicos que
acompañan a esta primera fase de la experiencia religiosa. La
afirmación más importante de Rudolf Otto mira en efecto al
carácter prevalentemente irracional de la intuición del «radi-
calmente otro»: según este autor, la primera experiencia reli-
giosa consiste en una intuición acompañada de una gama va-
riable de «sentimientos» que sólo en un segundo momento al-
canza una sistematización de tipo racional. Los dos momentos
—irracional y racional— están para R. Otto íntimamente uni-
dos entre sí y tienen una función complementaria: la fase irra-
cional preserva a la religión de llegar a ser un puro y frío ra-
cionalismo, mientras que la otra fase le empide caer en el

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fanatismo y en el falso misticismo, a la vez que le permite ele­
varse a un nivel de «religión superior».
La intuición del «radicalmente otro» constituye para R. Ot-
to una categoría mental que sirve de criterio de valoración y de
interpretación de la realidad y que se presenta muy compleja
en sus componentes fenomelológicos.
Designado como «misterium tremendum» el objeto sagra­
do que estimula la atención del hombre, R. Otto lo describe
en términos de «radical diversidad», a la cual el hombre está
ligado por un sentimiento de dependencia y hacia el cual nutre
sentimientos opuestos de amor-odio, atracción-repulsión, cer­
canía-separación.
La armonía de sentimientos opuestos que el «numinosum»
suscita en el hombre (tal es el nombre con el que R. Otto de­
signa al objeto sacro) es propiamente el núcleo esencial de la
religiosidad humana; pero de modo más analítico los senti­
mientos experimentados por el hombre religioso varían desde
el «tremendum» (impresión de miedo reverencial) a los de
«maiestas» (impresión de grandiosidad y poder), desde el «mi-
rum» (admiración de sublimidad) al de «stupor» (escalofrío
experimentado frente al misterio insondable del numinosum).
La radical alteridad del numinosum lo consagra en su calidad
de objeto «augustum», hacia el cual prevalece el sentimiento
de ligamen creatural.

Según R. Otto la intuición del «numinosum» parece cons­


tituir también la sustancia de toda experiencia religiosa insti­
tucional, en cuanto que las determinaciones culturales de las
religiones históricas no son otra cosa que derivaciones y ela­
boraciones, manifestaciones o hierofanías del único y complejo
sentimiento arraigado en la intuición del «radicalmente otro».
Es evidente que tal descripción es insuficiente cuando viene
confrontada con los momentos objetivantes de la experiencia
misma, que modifican a menudo sustancialmente la relación
carismática y originaria con lo «divino» y acentúan en cambio
los aspectos racionalizados de la religiosidad. De aquí la ne­
cesidad de tener siempre presentes los elementos también ob­
jetivos de la experiencia religiosa.

21
2. Una segunda fase del momento subjetivo consiste en
la tentativa de recomponer mediante el uso prevalente de la
racionalidad los contenidos de la experiencia religiosa origi­
naria. Es el momento en que el sujeto intenta exorcizar la am­
bigüedad que hemos visto es esencial a la experiencia religio­
sa inicial, analizando críticamente su intencionalidad peculiar.
Esta segunda fase consiste, pues, en una búsqueda apasionada
del significado de la religiosidad misma, que debería conducir
al descubrimiento de que en la experiencia religiosa aquello
que cuenta no es tanto el conjunto de las ocasiones que le dan
origen, cuanto el reconocimiento del Otro que confiere a la
experiencia su significado válido. En esta fase viene elaborado
un sistema de imágenes y símbolos que se refieren a lo divino,
y que tienen ya el carácter de una conquista definitiva respecto
a la relación entre el hombre y lo radicalmente otro.
En esta segunda fase la hipótesis del radicalmente otro se
hace más segura subjetivamente; es decir, resulta más habitual
el nexo entre las experiencias vitales de cada uno y la llamada
a la presencia del otro; su psiquismo está impregnado de tal
modo, que aquello (lo radicalmente otro) llega a ser el valor
cardinal que constituye el filtro seleccionador de todas las per­
cepciones, emociones, afectos.
En esta fase de madurez de la conducta religiosa, algunos
autores introducen el concepto de «actitud» religiosa, como
equivalente al de una religiosidad en gran parte liberada de
las incertidumbres y ambigüedad de la primitiva experiencia,
y centrada en la intencionalidad hacia el Otro, que constituye
la última razón de su existencia.
En particular A. Vergote (1967) interpreta evolutivamente
el fenómeno religioso del hombre como un caso de esporádicas
y ambiguas experiencias religiosas aún no estructuradas, a una
actitud que, es la integración de toda la historia del hombre en
la perspectiva del Otro, aceptado y reconocido ya como pre­
sencia determinante.
Mientras la experiencia se refiere a contactos ocasionales
desorganizados con el radicalmente otro, la actitud —por el
contrario— es resultado de una estructuración relativamente
estable de todo el psiquismo, el cual «toma posición» frente al
radicalmente otro, poniendo en juego todos los niveles de la

22
Conducta y todos las componentes (intelectivas, emotivas, afec-
tivas, motivacionales, operativas). En términos cristianos se po-
dría decir que la experiencia corresponde al acto de Fe, mien-
tras que la actitud madura corresponde al «habitus» de la Fe.
Se puede, pues, mantener «groso modo» que los dos mo-
mentos dialécticos de Vergote se identifican con la fase pre-
racional y con la «de los significados» a la que hemos hecho
alusión nosotros.
Se puede por tanto anticipar esta conclusión: el interés
del psicólogo de la religión se concentra en los momentos sub-
jetivos de los acontecimientos religiosos del hombre, si bien
el momento subjetivo debe ser integrado necesariamente con
el momento objetivo. El psicólogo deberá, pues, investigar las
modalidades fenomenológicas que acompañan sea el momento
de la intuición originaria del radicalmente otro, sea el camino
fatigoso y a menudo inconcluyente que señala la progresiva se-
paración de las motivaciones y ocasiones iniciales, para insertar
la hipótesis de «lo sacro» dentro de la historia cada vez más
compleja y diferenciada de cada individuo. Sobre este punto se
centran también los intereses de los fenomenólogos de la re-
ligión.
3. Otros autores se detienen, en cambio, en el análisis
de las fases objetivas de la experiencia religiosa, es decir, en
el progresivo confrontamiento de la experiencia religiosa con
la historia y la cultura global que forman el ambiente dentro
del cual viene puesta en acto la experiencia misma.
Una modalidad de la objetivación de la experiencia reli-
giosa consiste en la progresiva cristalización de la primitiva in-
tuición religiosa en un sistema de principios y de normas im-
perativas que se imponen a la conducta de cada uno de los
sujetos y que sucesivamente ponen las premisas para una ex-
periencia religiosa colectiva. Este proceso que viene también
interpretado como «institucionalización» del carisma hacia
formas progresivas de tipo cultural y doctrinal refluye sobre
la experiencia religiosa de cada uno, modificando en profun-
didad sus modalidades fenomenológicas. De hecho, se puede
verificar que las conductas religiosas vienen canalizadas en
modelos precedentemente constituidos y ya culturalmente re-
levantes.

23
De esta primera observación fácilmente se deduce que exis-
te una dialéctica profunda entre los momentos subjetivos de
la religiosidad y los momentos objetivos; la tensión entre las
formas continuamente renovadas del carisma personal y las
formas tendencialmente conservadoras de la institución (cul-
to, doctrina, organización) es esencial para la comprensión de
la religiosidad misma. En efecto, una vez más, se puede notar
cómo la religiosidad deriva de la necesidad de interpretar de
modo adecuado la realidad que circunda al hombre, la cual
es mudable.
4. Esta primera fase de la objetivación prepara y acom-.
paña también a la segunda fase que consiste en una progre-
siva inserción de la experiencia religiosa dentro del marco
socio-cultural que condiciona la historia del hombre. Esto sig-
nifica que la experiencia de cada uno se confronta y se orga-
niza también a nivel colectivo por la necesidad de cambiar,
de informar, de condicionar el espacio cultural circundante.
Es el nacimiento del grupo religioso y más ampliamente de la
dimensión social de la experiencia religiosa, que alcanzará su
culmen en la creación de una institución religiosa, que tenga
la función de dirigir valores, normas y tradiciones elaboradas
a partir de la experiencia religiosa de cada uno de los miem-
bros y del grupo.

Este proceso que se puede identificar en la institucionali-


zación de las organizaciones religiosas influye a su vez sobre
la experiencia de cada uno, funcionando generalmente como
control social y como límite a toda tentativa de absolutizar la
religiosidad individual.
Por otra parte, se verifica en ciertos individuos también un
proceso de «transferencia» respecto a la institución religiosa;
el deseo de seguridad puede impulsar a «delegar» en la insti-
tución los cometidos de creatividad y de innovación religiosa
que son propios del individuo. El hecho de querer hacer de
la institución un ente director del propio desarrollo religioso
no puede menos que producir una relación del tipo «cliente-
la» entre el individuo, el creyente y el grupo; la alienación que
se deriva de ahí puede constituir un obstáculo serio a la ma-
durez de la actitud religiosa.

24
Profundizar estas objetivaciones interesa muy de cerca a
la sociología de la religión que estudia sus componentes y mo-
dalidades; pero interesa también al psicólogo en la medida en
que aquéllas condicionan la madurez de la actitud religiosa.
En efecto, el hombre se hace religioso a través de las sucesi-
vas interacciones de factores de maduración y de aprendizaje;
su religiosidad se desarrolla dentro de una red de interrogan-
tes que surgen de la experiencia existencial, la cual es a la
vez interior y social, hecha de conflictos psíquicos y de solici-
taciones ambientales, de estructuras y de modelos.

Llegados a este punto, nuestro análisis debe pasar ahora a


un plano más estrictamente psicológico, sometiendo a un aná-
lisis crítico las varias teorías que han intentado describir de
modo más preciso las modalidades que acompañan al origen
y al desarrollo de la religiosidad humana, su función y sus pe-
culiaridades. Este es el objeto de los capítulos siguientes.

25
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1. AIXPORT, G. W., The Individual and His Religión, N . Y., Millan, 1950.
2. CLARK, W. H., The Psychology of Religión, N . Y., Mac Millan, 1958.
3. CRESPI, P., La conscienza mística, Milano, Giuffré, 1970.
4. ELIADE, M . , Traite d'histoire des Religions, París, Payot, 1948.
5. FLOURNOY, T H . , Les Principes de la Psychologie religieuse, Archives
de Psychologie, I I (1902), 5, 33-57.
6. JAMES, W., The Varieties of Religious Experience, N . Y., 1902.
7. LEUBA, J. H., A Psychological Study of Religión, N . Y., Mac Millan,
1912.
8. LEUBA, J. H., The Psychology of Religious Mysticism, N . Y., Mac
Millan, 1925.
9. MASLOW, A. H., Religous Valúes and Peak Experiences, Columbus,
Ohio State Univ. Press., 1964.
10. OTTO, R., Das Heilige, Breslau, 1917.
11. STRUNK, O., jr. (ed.), Readings in the Psychology of Religión, N . Y.,
Abingdon Press, 1959.
12. STRUNK, O., jr., Religión, a Psychological Interpretation, N . Y.,
Abingdon Press, 1962.
13. THOULESS, R . H . , An Introduction to the Psychology of Religión,
N. Y., Mac Millan, 1925.
14. VERGOTE, A., Psicología religiosa, Taurus, Madrid, 1972.

BIBLIOGRAFÍA COMPLEMENTARIA

1. DECONCHY, J. P., L'orthodoxie religieuse. Essai de logique psycho-


sociale, París, Éd. Ouvriéres, 1971.
2. GODIN, A., Psychologie religieuse positive: le probléme des para-
métres, Archiv für Religionspsychologie, 8 (1964), 52-69.
3. MILANESI, G . C , Problemi epistemologici nella storia della psicolo­
gía religiosa, Orientamenti Pedagogici, 13 (1966), 1, 138-150.
4. PÓ'LL, W., Religionspsychologie, München, Kósel Verlag, 1965.
5. STRUNK, O., jr., Mature Religión, N . Y.-Nashville, Abingdon Press,
1965.
6. Z U N I N I , G . , Homo religiosus. Capitoli di psicología della religiosita,
Milano, II Saggiatore, 1966.

26
CAPITULO SEGUNDO

LA PSICOLOGÍA DE LA RELIGIÓN
DESDE W. J A M E S
HASTA G. W. ALLPORT

1. El pensamiento religioso de W . James


2. Valoración crítica del pensamiento de W . James

3. U n a f a s e de transición

4. El pensamiento religioso de G . W . Allport


5. A l g u n a s notas críticas

Después de haber delineado globalmente el ámbito de la


búsqueda reservada a la psicología de la religión, parece opor-
tuno analizar algunas de las grandes teorías que han contri-
buido más profundamente a la comprensión de la conducta
religiosa. La exposición de estas teorías debería conducir a un
núcleo de algunas dimensiones o constantes generales, aptas
para describir la conducta religiosa en su estructura esencial.
Seguiremos en esta exposición un hilo cronológico y al mismo
tiempo lógico, que nos ayude a descubrir los desarrollos de
ciertas premisas ideológicas que han marcado el campo de la
psicología religiosa de los últimos 70-80 años.

1. EL P E N S A M I E N T O R E L I G I O S O D E W . J A M E S

Si se analizan los manuales, tratados e investigaciones de


psicología de la religión en los países de habla inglesa, se des-
cubre fácilmente que una gran parte de la problemática ha

27
estado unida durante decenios a las premisas expuestas en un
libro famoso de W. James, psicólogo y filósofo americano:
«The varieties of Religious Experience», de 1902.

R. H. Thouless, P. E. Johnson, L. W. Grensted, J. B. Pratt,


W. H. Clark son quizá los autores que representan más ge-
nuinamente la tradición cultural anglosajona unida a W. Ja­
mes. Pero la síntesis más coherente en esta línea ha sido ela­
borada sin duda por G. W. Allport, psicólogo americano, fa­
moso también por otros trabajos en diversos campos de la
psicología positiva.

Lo que llama la atención en el estudio de W. James es so­


bre todo su carácter totalizante, es decir, la globalidad máxi­
mamente comprensiva de la conducta religiosa y la convicción
de la centralidad significativa que estas conductas religiosas
ocupan en la psique del creyente.

Estas premisas acentúan el carácter benévolo del estudio


psicológico de W. James, en claro contraste con los estudios
positivistas e idealistas llevados a cabo por historiadores, feno-
menólogos, sociólogos y psicólogos contemporáneos suyos. Pero
además de esta observación, es útil subrayar los puntos esen­
ciales del análisis de James:

1. James afirma la «normalidad» de la conducta religiosa


en polémica con cuantos afirmaban el carácter patológico y
anormal de la misma. Más aún, la conducta religiosa es una
característica típica del comportamiento humano, del cual
constituye la «más importante función». Cuando James habla
de religión entiende sin duda la religión interior, personal,
subjetiva, que se distingue de la institucionalizada, objetivada
en modelos históricos, ritualizada, etc.

Sin embargo, teniendo que dar una definición, admite que


la especificidad psicológica de lo «religioso» es más bien du­
dosa; todo es «religión» en cuanto que todo puede llegar a
ser religioso. Religioso es, en efecto, «lo que sentimos como
solemne, serio y conmovedor, frente a una realidad primitiva,
divina».

28
2. Una definición más precisa de religión («los sentimien-
tos, los actos, las experiencias de los individuos en la soledad
de su alma, en cuanto se sienten en relación con aquella cosa
que ellos puedan considerar como divina», p. 27) pone en evi-
dencia el predominio de la componente afectivo-emotiva y, en
última instancia, irracional que está en el origen de la religio-
sidad según James. Este autor puntualiza después su propio
pensamiento atribuyendo al inconsciente la función de cons-
tituir la base última de la relación con el «absolutamente otro».
El inconsciente de que habla James no es una realidad que
corresponda a las determinaciones sucesivamente analizadas
por el psicoanálisis; se trata más bien del conjunto de estruc-
turas cognoscitivas de carácter no racional que han sido exal-
tadas sobre todo por parte de la psicología y filosofía román-
ticas (por ejemplo, Myers).
El momento racional constituye para James más bien una
segunda fase propiamente filosófica de la conducta religiosa,
que intenta elaborar las pruebas de la existencia de los obje-
tos de fe que la intuición religiosa afirma que son reales. La
intuición, el afecto y el sentimiento aseguran a la religión sus
caracteres genuinos, en tanto que la componente racional le
asegura la continuidad en el contexto histórico y social. Es
importante subrayar que para James lo religioso constituye
una forma de aproximación a la realidad paralela y tan válida
como la científica; más aún, la ciencia representa un gran pe-
ligro en cuanto que ofrece una imagen del mundo abstracta y
por lo mismo falsa, mientras que el acercamiento religioso
conserva en realidad su riqueza y su verdad.
3. La prueba definitiva del valor humano del sentimiento
religioso viene dada definitivamente por su validez religiosa y
moral. Es inútil, dice James, preguntarse por el origen más o
menos patológico de la conducta religiosa; lo importante es
verificar, en el plano de los efectos, el papel desempeñado por
una religión madura en la vida de una persona humana. Sobre
este presupuesto claramente pragmatista (e indirectamente
también funcionalista), James funda la legitimidad de sus in-
dagaciones, que precisamente por este motivo se orientan a
analizar no la religiosidad patológica, que constituye la excep-
ción, ni tampoco la religiosidad del hombre medio, a menudo

29
demasiado cargada de sedimentos institucionales, sino más
bien la religiosidad de los «campeones», de los santos, de los
místicos, de las personas religiosamente realizadas. Está con-
vencido que en tales personas se manifiesta mejor la «esen-
cia» psicológica de la religión.
4. En efecto, está demostrado, según James, que las per-
sonas religiosamente maduras se presentan con una particular
riqueza de contenidos psicológicos derivados, evidentemente,
de la certeza subjetiva que tienen de la «presencia» de lo di-
vino que los condiciona y estimula.
De ahí deriva para el creyente una profunda felicidad inte-
rior, un sentido de equilibrio y de gozo que se traduce al pun-
to en una disponibilidad oblativa total, que es el signo de la
santidad. Esta última es el correlato teológico del concepto de
madurez religiosa; en ella se encuentra en grado eminente
aquella cualidad que deriva del empeño personal y del estado
de tensión moral que James llama «excitación espiritual»: el
santo vive así de la «presencia de un poder superior», goza de
una paz mental, ejercita constantemente la caridad, la ecuani-
midad, la fortaleza, el abandono de sí, la pureza, el ascetismo,
la obediencia, la pobreza, los sentimientos democráticos y hu-
manitarios, etc. (James, 1902, caps. X I , X I I y X I I I ) .
La santidad es para James un punto de llegada que se pue-
de alcanzar por varias direcciones; fundamentalmente son dos
los puntos de partida, originados por particulares condiciones
de ánimo, por estructuras religiosas. Es famosa a este respecto
la distinción hecha por James entre los dos tipos de mentali-
dad que dan origen a una religiosidad característica y distin-
ta: la estructura «sana» y la estructura «enferma».
La primera representa aquella feliz disposición de equili-
brio mental por la que la vida es vivida en un tranquilo opti-
mismo que hace afrontar la responsabilidad y los cometidos
con ánimo resuelto y con una coherencia lineal. James piensa
que esta afortunada disposición puede a veces favorecer una
cierta superficialidad, que sustrae al hombre de aquella acti-
tud realista con la que debe afrontar normalmente la vida, y
que por causa de esta disposición de ánimo no puede sino
hacer que nazca en el hombre una religiosidad instintiva, aún
no pasada a la criba de la vida.

30
En cambio es distinta la historia de quien está dotado de
una estructura «enferma», es decir de una disposición de áni-
mo más bien inclinada a la problematicidad, a la inquietud, a
la búsqueda. Entre estas personas se registra quizá más fre-
cuentemente el caso de la conversión que señala el momento
crucial de la madurez religiosa.

5. El tema de la conversión tiene en James un desarrollo


muy notable. Ve este proceso como una tentativa para inte-
grar toda la vida pasada en una nueva perspectiva en la que
el descubrimiento de lo divino, como presencia que condiciona
y orienta la vida, juega un papel esencial. Es como una esfor-
zada superación de lazos e interrogantes existenciales que la
vida nos prepara, una tensión constante hacia una nueva
orientación global de la experiencia humana. El proceso de
conversión representa para James el paso obligado hacia la
santidad y la premisa esencial para los «comportamientos de
vértice» que él etiqueta con el término de «misticismo». Siem-
pre se ha de recordar que el análisis de la conversión excluye,
como en toda la obra de James, un juicio ontológico sobre la
incidencia de lo divino en el fenómeno de la conversión; Ja-
mes lo analiza en sus componentes psicológicas, distinguiendo,
por ejemplo, entre conversión instantánea y conversión pro-
gresiva, a la vez que confía una vez más la parte esencial del
proceso a los componentes inconscientes.

No es este el lugar de ir más lejos en el análisis de estos


elementos de la reflexión de James; nos basta haber subraya-
do que este tema estará presente insistentemente en todo el
proceso de desarrollo de la temática psico-religiosa, sobre
todo a nivel de búsqueda empírica orientada a la verificación
progresiva de las hipótesis explicativas.

2. V A L O R A C I Ó N CRITICA DEL PENSAMIENTO D E W . J A M E S

La valoración de cuanto supuso la aportación de James


debe considerar como positivos algunos elementos que perma-
necen como líneas constantes de sucesiva reflexión:

31
1. El hecho de haber dado importancia a la caracteriza­
ción global de la conducta religiosa, evitando la interpretación
atomística de la doctrina positivista; la afirmación de James
permanece válida aun cuando su psicología «comprensiva» se
presente todavía insuficiente desde el punto de vista científico
verificable.
2. El hecho de haber rechazado los prejuicios patológicos,
para afirmar, en cambio, la fidelidad al dato real, única que
puede dar razón de la particular originalidad de la conducta
religiosa, cuyo análisis no se puede plantear si no es sobre la
base de la experiencia vivida por personas psicológicamente
normales.
3. El hecho de haber intuido la importancia del carácter
intencional y semántico de la conducta religiosa, más allá del
origen psicológico de que aquélla se deriva; lo que equivale a
decir que no es tan importante el motivo que impele al hom­
bre a elegir una perspectiva religiosa en su vida, sino el signi­
ficado global que tal elección viene a representar en el marco
total de su vida. Viene así anticipada ya la teoría de Allport de
la autonomía funcional de los motivos.

4. El hecho de haber afirmado el carácter integrante de la


conducta religiosa; este motivo fundamental de nuestra pro­
blemática será también expuesto, aunque desde otros puntos
de vista, por Jung y Allport; pero en James recibe una carac­
terización quizá más genuina y menos condicionada por hipote­
cas funcionalistas. Para James la religión constituye en ver­
dad, para quien la posee, una potente fuerza o factor de ma­
duración psíquica; estamos bien lejos de las interpretaciones
restrictivas de las escuelas psiquiátricas francesas (Janet, Ri-
bot, Charcot), las cuales veían en ella sólo un síntoma de es­
tructuras psicológicas débiles y no realizadas (considerando la
conducta religiosa como un producto ordinario de las estruc­
turas mentales psicasténicas).

Junto a los motivos positivos expuestos, otros son más ca­


ducos porque están ligados a la cultura de su tiempo y en par-
té a la imperfección de los conocimientos psicológicos de Ja­
mes:

32
1. No convence en James la negación casi radical de las
componentes perceptivo-ideativas en la conducta religiosa,
mientras que por otro lado afirma unilateralmente las compo­
nentes intuitivo-afectivo-emotivas. Los elementos perceptivo-
ideativos de la conducta religiosa serán admitidos por otros
autores en el trabajo continuo de reflexión e investigación
psicológica.
2. No convence tampoco la distinción, que supone tam­
bién una restricción, entre religión subjetiva y religión obje­
tiva; la elección de una sola perspectiva —la de la religión in­
terior— parece negar, en efecto, consistencia e importancia a
los condicionamientos que vienen ejercidos por parte de los
modelos institucionales sobre la religión personal e interior.
Falta, en efecto, en James una explícita conciencia de la inci­
dencia que lo social y lo cultural ejercen sobre la experiencia
religiosa de cada uno.
3. Aparece claro el presupuesto pragmatista a lo largo de
toda la obra de James, que anticipa claramente el desarrollo
de la teoría funcionalista, cuya peculiaridad consiste en la su­
peración del problema del origen de la religión, para centrarse
únicamente sobre el juicio de valor pragmático. De hecho, el
valor de la religión viene deducido del efecto verificable, rea­
lizado en la vida, más que del análisis de su significado inte­
rior, por medio de la experiencia global del hombre. Existe un
riesgo evidente en este modo de proceder: el de relativizar la
conducta religiosa a las necesidades del hombre, pasando por
alto, en cambio, la específica caracterización que tiene por ser
conducta abierta e intencional, que no está condicionada y su­
bordinada únicamente a un pasado.

, 3. U N A FASE DE TRANSICIÓN
r
Queda ahora por ver cómo han sido elaborados ciertos ele­
mentos de la tesis de James hasta la síntesis bastante comple­
ta y relativamente definitiva de G. W. Allport.
El desarrollo no es totalmente lineal, pero muchos elemen­
tos están conectados entre sí de un modo bastante evidente.
3
33
El libro de James ha suscitado un ansia de investigaciones
que han continuado y prolongado las perspectivas originales
de forma muy notable. Queriendo anotar las características
más evidentes de este desarrollo podemos indicar las siguien­
tes:
1. Una nueva dimensión viene inserta en el estudio psico-
religioso, la empírico-positiva, que apenas estaba apuntada en
James y que será cada vez más acentuada bajo el impulso de
los progresos de psicología científica. Nótese que James es
aún el anillo de unión entre una psicología de fondo filosófico
y la nueva psicología empírico-experimental (especialmente en
América).
2. Se va precisando, en el conjunto de la problemática, la
dimensión genética del desarrollo religioso: se estudian las
etapas cronológicas del desarrollo religioso, especialmente en
lo referente al período de la adolescencia. Son realmente inte­
resantes los estudios de St. Hall y E. D. Starbuch (1904 y 1899)
sobre este punto.
3. Otro tema relacionado con el precedente, es el de la
conversión, afrontado por muchos estudiosos, especialmente
en la perspectiva genética y con abundancia de instrumentos
empíricos. Son típicos, a este respecto, los estudios de Con-
klin (1929) y otros (Cfr. Milanesi, 1970, 22 y ss.). Nótese que
tales estudios tienen su origen en ciertas premisas generales
provenientes de la psicología genética del tiempo, que ve, en
el período de la adolescencia, un necesario estadio de pertur­
baciones psíquicas y, por tanto, un terreno particularmente
abonado para las crisis y conversiones.
4. En lo referente a las nuevas perspectivas ofrecidas por
la psicología científica, se amplían los ámbitos de la descrip­
ción fenomenológica de la conducta religiosa; aun permane­
ciendo la precedente sensibilidad «comprensiva», se estudian
también otros elementos de la conducta, además de la efectivi­
dad y el sentimiento. Recibe especial atención el aspecto cog­
noscitivo, confirmado también en polémica con las corrientes
psicoanalíticas. Hay que hacer notar, por otra parte, que las
aportaciones no son ni unívocas ni unitarias; muchas corrientes
psicológicas prestan su contribución a esta evolución (desde la
«Gestalt-psychologie» a la corriente «behaviorista»).

34
5. Muchos estudiosos se atienen más a las componentes
sociales de la madurez del individuo y se logran así ensayos
bastante fecundos de integración entre la aportación psicoló-
gica y sociológica; con otras palabras, se redescubre la impor-
tancia de los modelos culturales que condicionan el desarrollo
de la religiosidad individual, a veces de forma esencial. En
conexión con este desarrollo, va afirmándose una clara
cpnnotación funcionalista de la conducta religiosa (Cfr. O'Dea,
1966). Cada uno de los elementos que hemos puesto de relie-
ve se van desarrollando en su peculiar ritmo y amplitud per-
mitiendo, de cuando en cuando, que algún autor intente una
síntesis provisional de los datos que se han ido acumulando.
Sin embargo, la síntesis más juiciosa y coherente, a nuestro
criterio, respecto a las premisas de W. James, parece ser la de
G. W. Allport.

4. EL P E N S A M I E N T O R E L I G I O S O D E G . W . ALLPORT

El interés religioso ocupa un lugar destacado en toda la


abundante producción científica de G. W. Allport; pero espe-
cialmente en la madurez científica de este autor, en el período
que corresponde a la segunda síntesis de los abundantes datos
logrados tras largos años de estudio, es cuando la religión
Constituye su objeto de reflexión específica y cuidadosa (Cfr.
Ronco, 1970, 200). Prescindiendo de otras obras, citamos so-
bre todo el volumen «The Individual and His Religión» del
1950, que contiene una valiosa presentación del pensamiento
allportiano sobre las conductas religiosas.
Algunos elementos que caracterizan la síntesis de este au-
tor:

1. La ratificación a la negativa de los prejuicios pseudo-


científicos, según los cuales, la conducta religiosa es típica de
la estructura de personalidades patológicas, inmaduras, in-
completas. Allport admite que puedan existir situaciones en
las que la religión canalice determinadas perturbaciones psí-
quicas, sirviendo así de desahogo expansivo de personalidades
anormales, como por otra parte es posible que determinados

35
tipos de religiosidad extraviada puedan estimular conductas
patológicas, ya bien radicadas en estructuras claramente com­
prometidas bajo el punto de vista de la salud mental. Pero
Allport afirma que la religión debe estudiarse en las personas
normales, esto es, en las que, dotadas de normal equilibrio psí­
quico, realizan actos de patente conducta religiosa. Piensa él
que se dan en muchos contextos sociológicos.
2. El segundo problema se refiere al origen de la religión,
que Allport descubre, ya en el malestar que el hombre experi­
menta frente a sus propias limitaciones, ya en la necesidad de
reorganizar la propia experiencia cotidiana respecto a un sig­
nificado global, que dé a la vida una perspectiva unitaria y
válida. Después de esto, puede comprenderse la importancia
que Allport da a la transformación de las motivaciones que
tienen lugar en cualquier conducta en el transcurso de la evo­
lución de la personalidad. Allport cree, en efecto, que el signi­
ficado auténtico de una conducta no viene manifestado por
las motivaciones, con frecuencia puramente psico-biológicas
o psico-sociales que las han originado, sino por las motivacio­
nes sucesivas de nivel psico-existencial, que la sostienen du­
rante el período de madurez. Tal interpretación, que se deno­
mina autonomía funcional de las necesidades, si se aplica a
los problemas de la religiosidad, parece que puede superar
sin más muchas de las objeciones e interpretaciones restricti­
vas del psicoanálisis que tienden a valorar la religiosidad hu­
mana únicamente a base del sentido que presenta en el perío­
do infantil. Allport piensa que existe una radical transforma­
ción de las motivaciones al aparecer los estados de desarrollo
más avanzados y, por ello, rechaza la interpretación de la reli­
gión bajo términos de infantilismo fijo o regresivo.
3. Con estas premisas, es sin duda evidente que el princi­
pal interés de Allport se centra en la religiosidad «madura»,
la que se manifiesta en las personas equilibradas y logradas;
a este nivel, la religión se presenta ante todo como un factor
propulsor de la personalidad, en cuanto que, en esta conduc­
ta, parecen canalizarse las necesidades de relación intencional
y significativa que todo individuo experimenta a través de la
totalidad de su vida. Así lo afirma en algunas brillantes pági­
nas del «Devenir» (1955): «El sentimiento religioso es la sín-

36
tesis de estos y otros muchos factores, todos los cuales cons-
tituyen una actitud comprensiva, cuya función es el relacionar
significativamente el individuo con la totalidad del Ser... pero
esto no es posible antes de la pubertad» (133). También re-
presenta una «intención propulsora», que permite en todo mo-
mento relacionar significativamente a sí mismo con la tota-
lidad del Ser» (134). Con esta perspectiva adquieren particu-
lar importancia las componentes del conocimiento que, en el
proceso de comprensión intencional del universo, ocupan evi-
dentemente un puesto central. Quedan con ello desechados
los prejuicios psicoanalíticos que, al explicar el origen de la
religiosidad, afirman la preponderancia de factores afectivos,
con mucha frecuencia inconscientes.

( Elevada a factor de gran importancia en el conjunto de


estructuras que rigen la madurez de la personalidad, la reli-
giosidad asume una función irrenunciable, de tal manera que
puede afirmarse, y Allport lo hace de acuerdo con otros auto-
tTés muy alejados de su postura, que la religión es un factor
de salud mental (véase a este respecto el pensamiento de G. C.
sTuhg, de V. Frankl y de otros). Tal afirmación puede parecer
algo funcional, como por otra parte es plenamente compren-
sible en el cuadro de la tradición cultural anglo-americana,
pero revela una inversión en la marcha y un cambio ideoló-
gico que Allport realiza respecto a las teorías pseudo-científi-
cas que predominaban en su tiempo.

| ¡ , 4. Junto a estas anotaciones, interesa introducir también


r

!|pa distinción que Allport toma en parte de la tradición ja-


esiana, pero que actualiza radicalmente: la distinción entre
S religión interna o intrínseca (es la descrita hasta ahora) y
la extrínseca. Mientras la primera es madurante y propulsiva,
lá segunda se deriva claramente de las necesidades infantiles
de defensa, consuelo, seguridad, que, como tal, no puede dejar
de degenerar en concepciones utilitarias y extrínsecas. Allport
hace notar, entre otras cosas, que tal religión está estrecha-
mente ligada al prejuicio etnocéntrico, y por ello acompañada
de actitudes de exclusión respecto a los que no pertenecen al
grupo étnico o pertenecen a grupos sociales diversos de los
hiabitualmente representados en ella (Allport, 1954).

37
Tratándose de una forma religiosa que no tiene en sí valor
propio, representa un instrumento para otros fines. Por tanto,
viene excluida de las conductas ordenadas a dar algún signi­
ficado a la vida (1958, 1963, 1961, 256-257).
Hay que notar, sin embargo, que en Allport esta religión
extrínseca no se reduce sin más a la religión institucional y a
las objetividades históricas, características del desarrollo de
las diversas religiones.
Es más bien, como manifiesta en otro lugar, una religio­
sidad «cerrada» que «funciona» en el interior del psiquismo
del individuo para la conservación de la estructura, pero que
no advierte los estímulos de la vasta sociedad circundante que
llaman a la transformación de la personalidad; que, en otras
palabras, piden a la persona una constante superación de sí
misma, o mejor, una aceptación total de sí y una tendencia
hacia una progresiva trascendencia de sí.
Importa destacar el hecho de que dicha religiosidad, abier­
ta y estimulante, constituye el resorte interno del desarrollo
del hombre: la dimensión de la trascendencia, que es esencial
en la conducta religiosa, interpreta y sostiene, proporcional y
adecuadamente, la tensión que cada uno experimenta en sí
hacia el margen remanente de desarrollo de la personalidad,
la desigualdad entre la imagen real y la imagen ideal de uno
mismo.
Con estos conceptos, el pensamiento de Allport se acerca
notablemente al de C. G. Jung, aunque muy diversamente mo­
tivado en el plano teórico; las funciones de la maduración psí­
quica se identifican con las de la maduración espiritual, sien­
do equivalentes funcionalmente.
5. También interesa hacer notar que Allport asigna a la
religión, entendida de esta manera, el nivel de aquellas dispo­
siciones cardinales (véase 1961, 255 y 310) que constituyen la
característica típica de una personalidad y que al mismo tiem­
po originan la «concepción unitaria de la vida» que es esencial
en una personalidad madura. Pero al mismo tiempo el autor
nos advierte que tal lugar eminente puede ser ocupado tam­
bién por concepciones «laicas», por filosofías de la existencia

38
o por grupos sistemáticos de valores que no tienen por objeto
la tendencia hacia metas transcendentes, aunque equivalgan a
la religión funcionalmente, en cuanto son capaces de dar un
«significado» a la existencia, de estimular la creatividad de la
personalidad y de unificar la experiencia del hombre.
Allport sostiene que estas formas laicas, y a veces «ateas»
de religión tienen menor poder de integración de la persona­
lidad que la religión, aunque sean suficientes para asegurar
al psiquismo una suficiente función.
6. Quedarían por analizar las características que Allport
asigna a la religiosidad madura antes definida. Nos vamos a
limitar, por ahora, a enumerarlas, con el propósito de utili­
zarlas en otro contexto.
Dichas características son:
a) La diferenciación, que lleva consigo una progresiva ri­
queza de sentimiento religioso, que se va especificando en con­
ductas cada vez más articuladas.
b) La autonomía dinámica, que consiste en el hecho de
que la conducta religiosa arraigue cada vez más en motivacio­
nes de nivel «superior», provenientes de las interrogaciones
«existenciales» del individuo.
c) La consecuencialidad, que provoca cierta coherencia de
conductas, incluso en el plano de la ética, y en general en las
conductas «profanas».
d) El carácter totalitario, que lleva consigo un proceso
de jerarquización de todos los otros valores por debajo de
los valores religiosos, llevados a la cúspide de toda la estruc­
tura de la personalidad.
e) El carácter integrante, mediante el cual toda la perso­
nalidad viene avivada al máximo por la presencia de los va­
lores religiosos, que así contribuyen a la madurez, incluso hu­
mana, del sujeto.
f) El carácter eurístico, por el cual la religión llega a ser
tarea «abierta» con posibilidades indefinidas de desarrollo y
de enriquecimiento.

39
Con estas advertencias, el esquema allportiana se pre­
senta rico en perspectivas y susceptible de adaptaciones fle­
xibles a las distintas situaciones en las que madura la religio­
sidad humana. Es una aportación muy «comprensiva», esto es,
sensible a las variadas actitudes críticas que la ciencia de las
religiones ha elaborado en plan pluridimensional.

5. ALGUNAS NOTAS CRITICAS

Sin embargo, el pensamiento allportiano, con sus eviden­


tes proposiciones positivas, parece que exige algunas críticas
no accidentales.
1. Su aportación parece insuficiente cuando se aplica al
estudio del origen psicológico de la religión; esto se hace más
evidente cuando se confronta este tipo de análisis con el enfo­
que mantenido por el psicoanálisis, según el cual el origen ex­
plica la función y la naturaleza de la conducta religiosa.
Allport, por el contrario, menosprecia este momento gené­
tico, dando primacía al concepto de autonomía funcional. A
este propósito hay que hacer notar que el punto débil de la
argumentación allportiana es precisamente el de la explicación
del paso de las motivaciones originales a las motivaciones ac­
tuales; no se comprende bien, de forma que satisfaga, cómo
pueda verificarse la separación de las motivaciones originales
y cómo las nuevas motivaciones puedan independizarse de las
primeras, desde el momento que se derivan de ellas.

El problema de la derivación psicológica de la conducta re­


ligiosa se ha de plantear con otra perspectiva más exigente.
2. Otro riesgo o fallo consiste en el peligro de recurrir al
funcionalismo, lo cual tampoco Allport evita del todo. La con­
ducta religiosa, según Allport, está tan claramente ordenada a
la integración del psiquismo del hombre maduro, que casi
hace creer que con esto se agota su especificidad psicológica.
Con mayor razón Vergote advierte que la funcionalidad de
las conductas religiosas es sólo un aspecto derivado y tempo­
ral de la experiencia religiosa, la cual se caracteriza por su

40
tensión interna hacia la superación de la experiencia misma;
en este aspecto ella representa más bien un factor dinámico,
temporalmente disfuncional en el equilibrio del psiquismo, en
cuanto estimula a la búsqueda continua de nuevas estructura-
ciones y por tanto «pone en crisis» las seguridades ya logra-
das por el individuo.
Invirtiendo los términos del problema, puede afirmarse,
según se probará, que la religiosidad madura es, por su natu-
raleza, un «proyecto no terminado», cuyo destino es el de tras-
cenderse siempre, aun con respecto a las verdades ya logradas.
Su aparente disfuncionalidad se manifiesta «funcional» a lar-
go plazo, en cuanto que asegura el suficiente dinamismo al psi-
quismo, precisamente en virtud de su capacidad de estímulo
a la superación.

3. Hemos aludido a los fallos allportianos en la explica-


ción genética de la religiosidad humana; el fallo aparece cuan-
do se trata de explicar el paso genético-lógico de una religiosi-
dad inmadura a la madurez de dicha religiosidad.

Aparte de cuanto se deja entrever con la teoría de la auto-


nomía funcional (por lo demás, ni siquiera aprovechada ex-
haustivamente cuando se trata de aplicarla a la conducta reli-
giosa) y aparte también de cuanto se dice especialmente en
«The Individual and His Religión» sobre las etapas cronológi-
cas del desarrollo, bien poco se añade que tenga interés sobre
los procesos que presiden la maduración de la religiosidad in-
trínseca. La existencia de tal religiosidad parece que se da
por descontada en muchas personas después de la pubertad;
el tema de la conversión, tan central en las reflexiones de Ja»
mes, queda liquidado en dos páginas y reducido a la proble-
mática de la adolescencia. En esto parecen mucho más valio-
sas las reflexiones del psicoanálisis que constituyen una verda-
dera psicología «genética» también respecto al hecho religioso.

4. Una cuarta acotación puede hacerse a la psicología all-


portiana. Y es la impresión de encontrarse frente a una psico-
logía demasiado formal y a veces demasiado olvidada de una
dimensión fenomenológica y comprensiva que ha dado tantos
frutos positivos incluso en la psicología de la religión.

41
La descripción que hace Allport de las dimensiones psico­
lógicas de la conducta religiosa es bien pobre si se compara
con las de James o de Otto, por citar a dos autores conocidos.
Para Allport no es tan importante el contenido de la experien­
cia religiosa o la riqueza de su vivencia, como el significado
global de la conducta religiosa en el ámbito de todas las de­
más conductas del individuo; de donde se deduce el plantea­
miento radicalmente funcionalista de su pensamiento, fácil­
mente explotado o explotable en plan apologético (aunque se
trata de la peor apologética).

La descripción de la religiosidad «ideal», que hace Allport,


se deriva más de su teoría sobre la personalidad, que de las
exigencias intrínsecas del estudio religioso; de esta forma se
vuelve a correr el riesgo de instrumentalizar la conducta reli­
giosa como banco de prueba de un modelo psicológico de per­
sonalidad.

De todos modos, junto a estas acotaciones negativas, pue­


den colocarse importantes aportaciones positivas:

1. Ya parece definitivamente demostrada la esencial ra­


cionabilidad de la conducta religiosa; Allport aclara el carác­
ter huidizo y tenso entre los dos polos opuestos de la religio­
sidad intrínseca y extrínseca, de la «mente» abierta y cerrada,
de la personalidad madura e inmadura. El continuum que se
extiende entre estas dos dimensiones extremas de la polaridad
analizada comprende una serie infinita de modalidades reli­
giosas, caracterizadas por la presencia dinámica de signos
opuestos. Esto significa que la religiosidad se presenta en for­
ma concreta en cada hombre diversamente estructurada de
como se describe en el estado puro, que siempre representa
sólo el «tipo ideal». Este modo de ver las cosas corresponde
también de forma precisa al convencimiento allportiano sobre
la dimensión ideográfica de la personalidad, esto es, la no re­
petición de cada estructura y, por lo mismo, tampoco de la
estructura religiosa. Cada sujeto madura, pues, religiosamente
a través de la dialéctica progresiva entre los elementos intrín­
seco y extrínseco, de apertura y de cierre, entre parcial madu­
rez y persistentes áreas de inmadurez.

42
2. Tiene gran interés epistemológico la primacía que asig­
na Allport a la dimensión cognoscitiva de la experiencia religio­
sa. Cierto que él se acuerda de la típica lección de W. James (to­
davía ligado a las interpretaciones románticas del hecho reli­
gioso) y afirma con razón que la religiosidad madura no es
fruto de una demostración racional. «Toda fe, religiosa o no,
es una afirmación en la que el conocimiento, aunque se haga
uso de él, no es el factor decisivo» (1961, 257), pero con todo
«la religión... siendo una respuesta del yo total, no excluye el
pensamiento racional» (ibídem).
Parece que, con esto, queda afirmado el carácter no exclu­
sivamente afectivo y emotivo del hecho religioso, al menos en
su madurez, aunque se acepta tal descripción en el plano de
la génesis primitiva.
El carácter cognoscitivo es coherente, por otra parte, con la
«necesidad de significado» que es la explicación motivacional
más empleada por Allport para explicar la religiosidad huma­
na y que no puede realizarse sino a través de un contacto
consciente con la totalidad de cuanto nos rodea. La religión es
así, en cierto sentido, para el creyente, la forma suprema del
conocimiento y de valoración consciente del propio proyecto
de vida, como lo es toda filosofía de la vida, aunque sea diver­
sa de la fe religiosa.
La fe como conocimiento privilegiado, que va más allá del
conocimiento científico, se revaloriza de esta manera, no sólo
en nombre de una irracionalidad antagónica de la fría racio­
nalidad de la ciencia, sino también como tipo diferente de «ra­
cionalidad» y de «comprensión».

3. El ensayo sintético de Allport es también loable por el


esfuerzo de utilizar e integrar las investigaciones empíricas
que le precedieron; cierto que son pocas y hasta insuficientes,
pero se utilizan tal como se presentan, a fin de verificar hipó­
tesis de fondo. La psicología de la religión de Allport intenta
así alejarse de las «psicologías de mesa de estudio» acostum­
bradas a deducciones de principios provenientes de opciones
ideológicas precisas. Por otra parte, está lejos de una psico­
logía puramente descriptiva y cuantitativa, incapaz de ordenar

43
los datos de las investigaciones por falta de un cuadro teoré­
tico de conjunto. La selección de Allport, que tiene su origen
en sus precedentes obras psicológicas, está ciertamente fun­
dada en una filosofía del hombre sumamente «espiritualista»
y «abierta»; pocas son las acusaciones de prejuicio que pue­
den hacerse a esta reflexión; porque el criterio máximo de ve­
racidad científica es el de la fidelidad al dato multiforme de
la experiencia humana y la búsqueda de la verdad psicológica
del hombre medio, normal. En esto consiste el mérito de una
aportación psico-religiosa, que por otra parte puede parecer
elemental y tautológico.

Quedan por aclarar, todavía, algunas cuestiones que se de­


rivan de la afirmación según la cual la religión es un factor
integrante de la personalidad en sumo grado.

Se nos pregunta, por ejemplo, si todavía tiene sentido el


hablar de especificidad de la madurez religiosa, desde el mo­
mento que madurez humana y religiosa parece que conciden.

Puede también preguntarse, más radicalmente, si es toda­


vía posible definir la conducta religiosa, desde el momento
que el aspecto idiográfico, esto es, estrictamente individual,
parece connotar esencialmente la estructura de la madurez
religiosa; no hay espacio para una definición universal, si se
acepta la máxima especificación individual de lo religioso. El
resaltar una definición de la religiosidad con términos de ma­
durez, parece excluir la posibilidad de estudiar de forma apro­
piada las conductas que son sólo parcialmente religiosas; las
formas infantiles, patológicas, extraviadas, juzgadas con la me­
dida de la religiosidad adulta y madura, corren el riesgo de
perder su específica característica. Otras cuestiones más prác­
ticas (relación entre culpabilidad psicológica y sentido del pe­
cado, leyes de la salud mental y preceptos religioso-morales,
psicoterapia y solución de los conflictos religiosos, psicotera­
pia y confesión) se deducen de este planteamiento y permane­
cen a la espera de sucesivas aclaraciones.

44
CONCLUSIÓN

La ruta seguida por la psicología desde W. James hasta


G. W. Allport es ciertamente más complicada que lo que dan
a entender las notas sintéticas que hemos consignado en estas
páginas; otros autores también interesantes, más o menos li­
gados al planteamiento empírico-pragmatista-funcionalista de
James, han enriquecido la reflexión desarrollada fuera de las
escuelas psicoanalistas, sobre todo en localidades de habla
francesa y alemana. Mucha psicología de la religión inspirada
en la escuela de introspección de Würzburg (Kulpe, Nuttin,
Gemelli, Girgensohn y otros) queda fuera de la perspectiva
analizada. No por esto quedan menospreciadas las aportacio­
nes de estos autores; aunque menos sistemáticos y menos le­
gitimados psicológicamente (por una psicología positiva y
científica, se entiende), tales aportaciones constituyen frecuen­
temente un estímulo nada despreciable para profundizar en la
búsqueda de temas y directrices que la sensibilidad anglo­
americana no ha advertido. Los utilizaremos en el curso de
nuestro análisis, sobre todo para los capítulos referentes al
concepto de madurez religiosa.

45
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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18. Z U N I N I , G . , Homo religious, Milano, II Saggiatore, 1966.

46
CAPITULO TERCERO

LA RELIGIÓN
EN EL PENSAMIENTO DE FREUD

1. La religión como neurosis compulsiva

2. La religión como resultado del complejo edípico

3. La religión c o m o ilusión

4. Una valoración crítica

En este tercer capítulo expondremos sintéticamente algu­


nas aportaciones provenientes de la reflexión psicoanalítica
freudiana, sin pretender ser exhaustivos, pero con la intención
de exponer al menos las líneas esenciales de la aportación de
una de las corrientes más vivas de la cultura contemporánea.

En el complejo ámbito de la obra freudiana (que damos


por conocida al menos en sus componentes esenciales) las re­
flexiones sobre la religión ocupan un lugar importante. Los
escritos sobre el tema de la religión son numerosos: «Zwangs-
handlungen und Religionsübungen» (Conductas coactivas y
ejercicios religiosos, 1907), «Tótem und Tabú» (de 1913), «Der
Moses des Michelangiolo» (El Moisés de Miguel Ángel, 1914),
*Die Zukunft einer Illusion» (El porvenir de una ilusión, 1927),
«Ein religióses Erlebnis» (Una experiencia religiosa, 1928),
«Der Mann Moses und die monotheistische Religión» (Moisés
y el monoteísmo, 1939, postumo). Otras obras contienen am­
plias secciones dedicadas a problemas religiosos, como «Das
Unbehagen in der Kultur» (Los inconvenientes de la'civiliza­
ción, 1930), «Vorrede zur 'Probleme der Religionspsychologie'

47
von Dr. Th. Reik» (Prólogo a «Problemas de Psicología Reli­
giosa», del Dr. Th. Reik, 1919), «Briefe an Dr. Pfister O.» (Car­
tas al Dr. O. Pfister), «.Eme Kindheitserinnerung des Leonardo
da Vinci» (Un recuerdo de la infancia de Leonardo de Vin-
ci, 1910).
La abundancia de los escritos manifiesta el persistente in­
terés, no sólo científico, sino también personal y vital de S.
Freud por la religión, a pesar del ateísmo declarado, de las
desconfianzas provenientes del clima cultural positivista, de
los prejuicios basados en una experiencia negativa de personas
y de ambientes religiosos.
El pensamiento de Freud sobre la religión evoluciona a
medida que se enriquece su experiencia clínica y su conoci­
miento de la psique humana, pero permanece sustancialmente
unido a las firmes teorías representadas por «Zwangshand-
lungen», «Tótem und Tabú» y «Zukunft einer Illusion».
De estas tres obras daremos una rápida exposición sinté­
tica.

1. LA RELIGIÓN COMO NEUROSIS COMPULSIVA

Hace notar Freud que, en las neurosis obsesivas, se intro­


ducen fácilmente conductas compulsivas con la finalidad de
disminuir el nivel de ansiedad del enfermo. Estas conductas
también se llaman «rituales», pues obedecen a reglas minucio­
sas y precisas con carácter normativo, como por ejemplo, la­
varse las manos un determinado número de veces (excesivo)
durante la jornada, caminar evitando pisar las uniones entre
baldosa y baldosa, decir ciertas frases o palabras de tipo má­
gico, etc.
Los ritos de los neuróticos obsesivos se manifiestan como
solución ilusoria para los verdaderos problemas del enfermo,
tanto que, en muchos casos, la ansiedad no desaparece, sino
que se acrecienta.
Freud cree ver también en las prácticas religiosas las ca­
racterísticas funcionales del «ritual» del neurótico; las prácti-

48
cas religiosas son minuciosamente reguladas por precripciones
rituales, tienen un carácter normativo que provoca cierta sen­
sación de culpabilidad en caso de infracción, tienen como fin
hacer desaparecer el ansia, aunque se realice en un margen
ampliamente ilusorio (1907).
De aquí nace la afirmación según la cual la neurosis com­
pulsiva es la religión del individuo enfermo, como la religión
es la neurosis compulsiva de la humanidad.
En otras palabras, la religión, con sus ejercicios, prueba la
situación de neurosis colectiva a la que está sujeta la humani­
dad, y tiene por fin disminuir el nivel de ansiedad. Queda por
decir cuáles sean las raíces del ansia colectiva; se hará segui­
damente en el análisis del origen de la cultura (Freud, 1913).
Pero mientras tanto se va afirmando la hipótesis típicamente
freudiana de que la religión está unida al sentido de culpabi­
lidad; las ceremonias religiosas, si se omiten, provocan un
gran sentido de condena interior que, de hecho, las hace com­
pulsivas.

2. L A RELIGIÓN C O M O RESULTADO DEL COMPLEJO D E EDIPO

En Tótem y Tabú (1913) es donde toma cuerpo definitivo


el pensamiento freudiano sobre la religión; este libro consti­
tuye un intento global de esclarecer el origen de la religión,
con relación al cuadro de conocimientos logrados por Freud
hacia 1912-13 (después de la ruptura y separación de Jung).
Se reflejan en este libro los influjos de Darwin (la hipóte­
sis de la horda primitiva), de Atkinson (la idea de la rebelión
de los hijos), de Robertson Smith (la exogamia inicial y el de­
recho matriarcal), de Frazer (noticias sobre el totemismo), de
Janet, Ribot, Charcot, Breuer (la religión como conducta psi-
casténica); pero sobre todo se aplica, de forma coherente y
sistemática, el modelo interpretativo basado en el complejo
fie Edipo, descubrimiento típico del mismo Freud.
- La argumentación freudiana procede desde dos puntos dis­
tintos: el origen de la religión en la especie y el origen de la
religión en el individuo; pero ambos análisis se iluminan mu-
t 49
tuamente, no siendo otra cosa que dos momentos de un mis­
mo proceso o estructura psíquico-cultural. En realidad, tanto
en el origen de la religión colectiva como en el de la indivi­
dual, se encuentran las complejas relaciones existentes entre
padres e hijos, esto es, la temática del complejo de Edipo.
a) Refiriéndose al origen cultural de la religión, Freud
supone la existencia de una horda primitiva, en que un padre
despótico y absolutista impide a los hijos el ejercicio de los
propios derechos sexuales, inhibiendo así su libido. De aquí
nace el propósito en los hijos de matar al padre para librarse
de su tiranía, y sustituirle en la actividad sexual; tal propósi­
to se lleva a la práctica, pero no por eso se resuelven los pro­
blemas. La imagen del padre vuelve a la conciencia de los hi­
jos, sea porque él representa en realidad el modelo en que se
quieren inspirar (desde el momento en que aspiran a susti­
tuirle), sea porque su eliminación suscita sentimientos postu­
mos de culpabilidad que no se pueden superar fácilmente. Por
otra parte, los hijos intuyen que su carga de libido no se pue­
de realizar con plena libertad, sin volver a proponer hasta el
infinito la misma problemática cargada de agresividad, que
ellos han experimentado. De aquí una serie de soluciones de
adaptación que se toman para asegurar la supervivencia del
grupo.

La imagen del padre viene «sacralizada» en la imagen del


tótem, que representa precisamente el antepasado del grupo,
modelo interno ideal y también objeto de expiación postuma,
que termina con la disminución del sentimiento de culpabili­
dad unido al de su muerte. La doctrina totémica expresa al
mismo tiempo la participación simbólica en la realidad del pa­
dre (y una forma sublimada de manifestar la interioridad de
sus prerrogativas) y el rito expiatorio del sentimiento de cul­
pabilidad.
Al mismo tiempo se consagra con apropiados tabúes
(prohibiciones sacralizadas) la nueva reglamentación de la li­
bido sexual: prohibición del incesto y correlativa institución
de la exogamia, prohibición del homicidio, organización de la
sociedad sobre bases matriarcales. En realidad la libido se­
xual es canalizada hacia otros objetos y desplazada a activi-

50
dades distintas de la genital; en esta renuncia al ejercicio de
la sexualidad genital y en la necesidad de superar el senti-
miento de culpa unido al conato de libre afirmación de la
misma libido, se funda, según Freud, el comienzo de la reli-
gión, de la moral y de la cultura.
Piensa Freud que las religiones históricas no hacen más
que reproducir el mismo esquema o proceso de Edipo, aun-
que en formas nuevas, dadas por la diferente situación cultu-
ral. Es típica a este respecto la interpretación dada por Freud
'a la religión judeo-cristiana (véase sobre todo el tomo Moisés
¿de Miguel Ángel, 1914, y Moisés y el monoteísmo, 1939).
Para Freud el caso de Moisés es el clásico caso de la «vuel-
del destituido»; esto es, se va reproduciendo el mismo es-
lema de problemáticas ya vividas «in illo tempore» en la
>rda primitiva y luego olvidadas, o mejor, descendidas lenta-
mente al nivel del inconsciente, pero no por eso inactivas. Moi-
es el jefe del pueblo hebreo, admirado y temido, seguido y
lado, amado y forzosamente obedecido, hasta que un día
propios secuaces lo eliminan, para librarse del yugo de la
ley por él impuesta. El reconocimiento postumo de su
personalidad desemboca en la divinización del caudillo
sés = Yahwéh), pero caracteriza para siempre la religión,
la impronta de la dureza de la Ley, impregnada del sen-
iento de culpa y necesidad de expiación. El cristianismo no
Freud más que una lógica consecuencia o desarrollo
¡Testa religión del Padre; el Hijo no es más que un secuaz
ente de la lógica de la expiación, que periódicamente se
senta como una necesidad histórica para el pueblo he-
Por lo demás, también en el Hijo, apenas se hacen ex-
Itas sus solicitudes y exigencias morales, se repite la mis-
¿experiencia y proceso estructural: se le mata, se diviniza
ra, se acepta su doctrina, y así el ciclo se repite.

|PJ53 esquema propuesto por Freud sobre el origen de la re-


primitiva y de la hebreo-cristiana, si se toma a la letra,
cesariamente al encuentro de muchas críticas y objecio-
históricas, etnológicas, sociológicas, teológicas. Pero el au-
fi en obras sucesivas a Tótem y Tabú, ha intentado obviar
alales críticas quitando al relato toda consistencia realista; in-

51
sinúa que se trata simplemente de un «apólogo psicológico»,
en el que simbólicamente se oculta un proceso que Freud con-
sidera universal y que cree haber descubierto en el análisis
clínico de los procesos de maduración genética del hombre de
hoy. Es probable, dice Freud, que «realmente» no haya habido
asesinato del padre ni «in illo tempore» ni en tiempo de Moi-
sés; sin embargo, es lícito pensar que se hayan producido rela-
ciones ambivalentes entre padres e hijos, desembocando en la
necesidad de disciplinar la libido y, por tanto, en el desarrollo
de los sentimientos religiosos, de la moral, de la cultura. La
muerte del padre puede ser incluso sólo mental, a nivel de de-
seo, pero el cuadro psíquico que la acompaña está en grado
de originar las nuevas conductas analizadas. La reconstruc-
ció «histórica» de Freud no es, pues, en ningún modo históri-
ca; es un género literario, es una proyección hacia atrás de al-
gunas estructuras psíquicas que él considera universales en
el tiempo y en el espacio. El «primum» no es la muerte «real»
del padre, sino que es el proceso de maduración del complejo
de Edipo que tiene lugar en todo grupo humano en el que
haya un padre, una madre, un hijo.

El caso de Moisés no es más que un ejemplo de este mo-


delo universal. En definitiva, el segundo momento «lógico» de
la argumentación es el que proyecta luz sobre el primer momen-
to «cronológico». Sobre este momento se centra el pensamien-
to de Freud a medida que avanza en el análisis de las conduc-
tas religiosas, completando las intuiciones de Tótem y Tabú
con otras reflexiones.

b) A nivel de psicología individual la religión proviene de


la solución del complejo de Edipo. Bajo este aspecto analiza
Freud el complicado nexo de relaciones que se forman alre-
dedor del tercer año de edad entre el niño y sus progenito-
res. Es precisamente en esta edad cuando el niño empieza a
captar la presencia de la imagen paterna como un rival que
se entromete entre él y la madre y se lleva consigo parte de
las atenciones, del afecto y de los cuidados; la libido que has-
ta este momento se canalizaba en el objeto materno, obedecien-
do al principio del placer, se ve ahora obligada a sujetarse a
una nueva solicitud restrictiva.

52
El padre representa por tanto simbólicamente un límite,
una ley, una norma que se impone al hijo; sustrayéndolo al
principio del placer (representado eficazmente por la imagen
materna) el padre impone al hijo un nuevo modelo de vida,
inspirado en el principio de la realidad. Con otras palabras, el
padre sustrae al niño de su tendencia egocéntrica y le pro-
yecta un interés de carácter oblativo, en el cual tiene vigencia
el reconocimiento del otro como límite a la propia libido.
La carga de la libido debe dejar para otro momento su
tendencia típicamente genital (esto es, el ejercicio genital de
la sensualidad); el momento habrá llegado cuando el niño
haya interiorizado la misma imagen paterna, que, de esta
forma, viene a constituir un ideal.
De cuanto hemos dicho debería aparecer bastante clara-
mente que el niño se encuentra, en este punto de su evolu-
ción, en una situación ambivalente respecto al padre; por una
parte le odia porque le cierra la posibilidad de utilizar inme-
diatamente su libido (complejo de castración), por otra, le
•ana y le admira en cuanto que representa su ideal y encarna
*& desarrollo a que está destinado. El padre es objeto de odio-
jfmor, Ley e Ideal al mismo tiempo, Límite y Estímulo al des-
arrollo.
»' El sentimiento religioso nace en este cuadro; el hijo ne-
IfcSsita una imagen ampliada de un padre a quien referir ya su
necesidad de superar el sentimiento de culpa unido a su ac-
Utud de odio (¡muerte simbólica!), ya la necesidad de refor-
mr> el proceso de identificación con la imagen de su propio
|teidre. El Padre celestial proviene así de un proceso de subli-
Mtación y de proyección que nace del Edipo y está en función
jfe aquél; en efecto, la imagen del Padre facilita la solución
dál Edipo en cuanto que orienta hacia la aceptación realista
jÉr la Ley representada por el padre (el Padre celestial es la
•Wantía y la personificación misma de la Ley) y por esto mis-
•HD ayuda a introducirse en el mundo de la renuncia y de la
Ksponsabilidad, esto es, en la perspectiva de la maduración.
pÉ aceptación de la solicitud limitadora representada por el
•édre, provoca a su vez la aceptación del hijo por parte del
p*dre; la palabra con que el padre reconoce al hijo le abre
|1 camino hacia la propia realización humana.

53
En definitiva, puede afirmarse que, de estas consideracio-
nes, la religión del niño queda caracterizada de esta forma,
según Freud.
a) Es una derivación directa de la represión de la libido
sexual infantil; en concreto, la religión es un producto de la
libido separada de su objeto propio y llevada a un objeto
fantástico e ilusorio. De aquí la conclusión (desarrollada más
por los neofreudianos que por el propio Freud) de que la li-
beración de la libido acompaña y provoca la liberación de la
religión; y viceversa, la religión es un factor de represión se-
xual.
b) La religión viene precedida, acompañada y seguida por
el sentimiento de culpa. Nace de la necesidad de manifestarlo
y no es capaz de suprimirlo, precisamente por la persistencia
de la ambivalencia fundamental odio-amor que lo caracteri-
za. No hay, pues, religión de amor, sino que más bien se
debe afirmar que toda religión es religión de imposición.
c) La religión pertenece a la esfera del super-ego, en
cuanto está fundamentalmente constituida por la aceptación
de normas, leyes y límites que el hombre está obligado a asu-
mir para asegurarse protección y defensa contra la agresivi-
dad de la libido propia y ajena. La religión resulta, por tanto,
parcialmente positiva al menos en esta fase histórica del des-
arrollo de la humanidad (o en el período de transición infan-
til), en cuanto «tiene a raya» la libido, impidiendo las cargas
destructivas; pero está llamada a desaparecer, apenas pueda
sustituirse en tal función por cualquier otra estructura psí-
quica más adecuada. Freud volverá a tratar dicho tema, de
forma más orgánica en El porvenir de una ilusión (1927) y
Los inconvenientes de la civilización (1930).
d) La religión es claramente una extensión de la proble-
mática parental; exactamente, la imagen de Dios es una pro-
yección de la imagen paterna y hacia ese objeto se orientan,
sublimándolas, las cargas de libido que no pueden satisfacer-
se en la situación edípica. A primera vista no se ve claro si
Freud intenta la proyección en el sentido de una trasposición
de la imagen real o ideal de la figura paterna; tal distinción
es importante, como se verá más adelante, incluso en la pers-
pectiva de aplicación, pedagógica.

54
Pero aparece bastante claro, en el conjunto del razona-
miento freudiano, que el carácter proveniente de la religión
explica totalmente la realidad de la misma; Freud no se con-
tenta con decir «la religión es psicológicamente una deriva-
ción», sino que añade, aunque con alguna reserva (Tótem y
Tabú, al principio del capítulo IV, y también en otros pasajes
y en otras obras; véase Pié, 1968), «La religión se reduce a una
derivación psicológica», sobrepasando así en mucho el juicio
que se consiente al psicólogo. Volveremos a hablar más ade-
lante de esta afirmación, para valorar, en su conjunto, la obra
freudiana
Nos quedan por analizar algunas de sus últimas obras

3. LA RELIGIÓN COMO ILUSIÓN

Freud afronta el tema de la religiosidad del adulto en los


dos tomos: El porvenir de una ilusión (1927) y Los inconve-
nientes de la civilización (1930). El punto de partida de este
segundo tratado es la constatación de la situación de frustra-
ción y represión a la que debe adaptarse el hombre en la ci-
vilización; la cultura se funda en la renuncia al instinto. Pero
hay todavía algunas otras frustraciones que el hombre debe
afrontar: las fuerzas de la naturaleza que le son hostiles, el
trauma de la muerte, los traumas de origen social. No pu-
diendo soportar tal frustración por mucho tiempo, el hom-
bre se refugia en una imaginación tranquilizadora; regresan-
do a un estado de desarrollo infantil, se figura la existencia
de un padre bueno, que le recuerda la imagen del propio pa-
dre y que le asegura protección y seguridad.
V Es evidente que este Padre no es Otra cosa que una iluso-
ria proyección de un deseo infantil y, por lo mismo, ella mis-
: ma es fuente de ilusiones. Durante la infancia el niño era in-
vitado a imaginar la existencia de un Padre Celestial, para
soportar el descubrimiento progresivo de los límites y debi-
lidades humanas del padre terreno, descubrimiento que qui-
taba la base a la propia necesidad de seguridad. Ya en la
edad adulta, utiliza aún este mecanismo de defensa y com-
jaensación, hasta que es capaz de utilizar un instrumento in-

55
terpretativo de la realidad, ya no de carácter ilusorio, sino de
carácter científico. La ciencia está destinada a suplantar la
ilusión de la religión. Aunque esta última parece asegurar
al hombre una felicidad transitoria (como ya hemos dicho),
aparece con el tiempo como una máscara de la realidad, que
el hombre decide aceptar sólo en cuanto ha decidido «no
pensar». En «Los inconvenientes de la civilización», Freud
afirma, por ejemplo, que «la religión deforma de modo deli-
rante la imagen del mundo real, rebaja el valor de la vida
(y esto lleva como postulado el intimidar a la conciencia)».
Y en otro pasaje: «Ella fija los adeptos a un infantilismo psí-
quico, les hace partícipes de un delirio colectivo y con ello
evita su neurosis obsesiva; pero esto es todo».

En cuanto a la definición del concepto «ilusión», según


Freud, no se identifica necesariamente con el error. Hay ilu-
sión cuando el deseo prevalece en el cuadro motivacional, con
perjuicio de las relaciones con la realidad. La religión es ilu-
sión precisamente porque es proyección del deseo de consuelo
y no es realizable.

El carácter delirante de la ilusión religiosa creada por el


deseo ya había sido afirmado también en Psicopatología de
la vida cotidiana (1904, cap. I ) , donde la religión se compara
a las conductas paranoicas porque no es más que «psicología
proyectada al mundo exterior», percepción del contenido os-
curo del propio psiquismo y mitización proyectada del mismo.
Por otra parte, el tema de la «limitación» del niño (y de re-
chazo también el tema de la frustación adulta) como base de
la religión, ya se había tratado en Un recuerdo de la infancia
de Leonardo dé Vinci (1910), donde se anticipaba también
el tema colateral del «futuro» de la religión. Caerá ésta al
resolverse la problemática edípica; el ateísmo sería la señal
indudable de una lograda madurez del hombre, solo, racional-
mente solo ante sí mismo y ante los deberes de la vida, in-
munizado de la tentación de ceder ante el miedo, refugiándo-
se en la regresión infantil.
En esta última parte de reflexión freudiana parece bas-
tante evidente que la finalidad que asigna al psicoanálisis se
inspira fundamentalmente en un proyecto de liberación del

56
hombre y de promoción de su autenticidad. Freud parte de
la constatación del carácter represivo (superegoico) de la cul-
tura en que se realiza el hombre y se propone poner en evi-
dencia todas las estructuras, factores y condiciones que man-
tienen al hombre ligado a esta situación. Pero hay que decir
que este esfuerzo ha tenido más éxito en su fase destructiva,
en el momento de denunciar las falsas estructuras; mientras
ha sido inoperante en el momento de propuestas constructi-
vas. La razón puede estar en la dificultad de Freud para elabo-
rar un sistema alternativo al del superego; la psicología del
ego apenas se encuentra esbozada en el pensamiento freudia-
no, aunque ésta fuese la dirección primaria de su esfuerzo de
comprensión, en el momento en que empezaron a disminuirle
las fuerzas. En definitiva, puede anticiparse un juicio del pen-
samiento freudiano sobre la religión, admitiendo que la va-
lidez de su análisis consiste principalmente en el descubri-
miento de las fases arcaicas de la religiosidad (las que se
fundan en la ambivalencia, sentimiento de culpa, regresión
infantil, miedo, imposiciones del superego), pero no ha po-
dido hacer avanzar la teoría sobre una religiosidad basada
en él desarrollo del ego.

Una valoración del conjunto de la obra de Freud implica


distinguir cuidadosamente los elementos positivos de los ne-
gativos.

4. VALORACIÓN CRITICA

Los aspectos positivos pueden resumirse en los siguientes:


1. El descubrimiento de la importancia esencial de la
problemática infantil en la explicación del origen de la reli-
giosidad humana. Sobre este punto, la diferencia entre Freud
y los psicólogos precedentes consiste sobre todo en «1 hecho
de que el elemento esencial de la dinámica religiosa infantil
no está representado por el influjo socializante de los padres,
en cuanto mediadores de un aprendizaje religioso, pero sí en
el papel que ellos desempeñan en el desarrollo de la total
personalidad del niño. La religiosidad infantil no está ligada

57
al hecho de que los padres «enseñan» la religión, sino al sim-
ple hecho de que ellos «existen» en una relación especialmen-
te densa de emotividad y de afectividad (la relación libido) y
que influyen en el niño con este tipo de presencia condi-
cionante.
Esto equivale a decir que la religiosidad es un factor ne-
cesario al desarrollo del niño, si bien es necesariamente un
elemento caduco del desarrollo, destinado a ser sustituido
por una visión científica de la realidad psíquica del indivi-
duo y, por lo mismo, de lo que significa en el mundo y en
la vida.

2. Un segundo elemento de carácter positivo en la psico-


logía religiosa freudiana consiste en la aportación desmitizan-
te que tal psicología opera sobre las falsas religiosidades.
Freud, descubriendo las raíces meramente psicológicas de la
religión infantil, pone en guardia sobre lo inadecuado de mu-
chas conductas religiosas, que no han madurado a través de
la progresiva superación de las problemáticas infantiles. Cuan-
do hablamos de falsas religiosidades, nos referimos evidente-
mente a aquellas formas de religiosidad de algunos adultos
que claramente tienen la señal de una regresión infantil y
que evidencian una detención en el conjunto del desarrollo de
la personalidad. De este modo Freud nos enseña el camino
para descubrir lo que hay psicológicamente equivocado en
muchas conductas religiosas. La psicología freudiana tiene
así la posibilidad de descubrir la diferencia entre fe y creen-
cia, entre opción religiosa y tradición religiosa, entre con-
ducta religiosa libremente motivada y conducta religiosa psi-
cológicamente condicionada.

Lo mismo que el sociólogo de la religión descubre las raí-


ces culturales y ambientales de muchas conductas religiosas,
así el psicólogo es capaz de señalar las falsas e ilusorias con-
quistas de una religión que no es otra cosa que la proyección
de un deseo infantil o la vuelta a una falsa seguridad funda-
da en la renuncia al compromiso, como ocurre con muchas
religiosidades adultas (es la temática de El porvenir de una
ilusión y Los inconvenientes de la civilización). Por otra par-
te, la denuncia de la religión fundada en el deseo es sólo una

58
parte de un raciocinio mucho más amplio que considera las
formas de superación «normal» del deseo como una conduc­
ta más adecuada y madura. Aunque el raciocinio de Freud
no llegue a una religión más progresiva y madura, parecen
explícitas, en el estudio de la psicología del ego, las perspec­
tivas de recuperación de una religiosidad bien distinta.

3. En esta línea, la aportación freudiana es importante


para una definición de las religiosidades patológicas, de las
distorsiones que provienen de problemas psicológicos no re­
sueltos (estructurados en «complejos») y que, por tanto, no
son más que canalizaciones de problemas psicológicos que
accidentalmente adoptan un carácter religioso. Queda por dis­
cutir si Freud entiende atribuir a todas las conductas religio­
sas un carácter patológico o simplemente analiza en muchas
conductas religiosas las equivalencias psicológicas de sínto­
mas patológicos. La discusión sobre este punto nos llevaría
lejos de lo que intentamos en este volumen; parece que hay
que excluir el que Freud haya trabajado de forma metodo­
lógicamente equivocada, deduciendo de algunos casos clara­
mente patológicos una línea de interpretaciones extensivas a
casos de religiosidad tenidos como «normales». Se inclina,
más bien a considerar la religiosidad como un momento evo­
lutivo «normal», ligado a nexos «esenciales» del desarrollo y
orientado de modo preferentemente «ilusorio». La ilusión no
es en realidad una conducta «equivocada», sino sólo diversa
y siempre funcionalmente importante, aunque sea inadecuada
en una consideración global de los problemas del individuo.

4. Otra adquisición positiva de la psicología religiosa


freudiana es haber precisado el carácter global del desarro­
llo religioso. No es, en efecto, algo específico dentro del psi-
quismo humano, sino que va ligado a los mismos procesos
del desarrollo que caracterizan el crecimiento psicológico. No
se trata, pues, de una «necesidad» típica, preexistente a las
experiencias del sujeto, sino sólo de una posible respuesta,
entre tantas, a las interrogaciones que pueden presentarse
durante el desarrollo. La religiosidad es función de todos los
procesos que atraviesa el hombre en vías de crecimiento; no
es algo secundario, separado, sino una posibilidad anotada en

59
las múltiples alternativas de solución de las problemáticas
psicológicas del individuo.
El hallazgo de este aspecto del tema religioso no es un
descubrimiento de Freud, pero encuentra en este autor las
más convincentes demostraciones, en cuanto el hecho religio­
so queda claramente inserto en un cuadro de conjunto de doc­
trinas psicológicas, con una justificación problemática, pero
global y profunda.

5. Finalmente hay que hacer notar que uno de los hallaz­


gos más interesantes de Freud en este estudio se refiere al
«lenguaje» religioso. En efecto, con el descubrimiento del in­
consciente como factor de la dinámica psicológica profunda,
es decir, como una reserva de contenidos marginados que, a
su manera, influyen en el psiquismo, Freud también introdu­
ce en la psicología de la religión la hipótesis de un doble len­
guaje. Como agudamente hace notar algún autor de la es­
cuela neofreudiana de París (cfr. Beirnaert, 1964 y 1968),
Freud pone en guardia sobre el significado de muchos len­
guajes que pueden utilizarse al hablar de Dios. Se trata de
distinguir cuál sea el más profundo y auténtico, el que con­
tenga realmente las premisas del desarrollo. Un razonamien­
to a este nivel consciente puede parecer ateo y agnóstico, pero
en realidad oculta un propósito desmistificador y una nega­
tiva a cierto «tipo» inadecuado de religiosidad. A nivel cons­
ciente pueden negarse ciertas formas de religiosidad típica,
precisamente porque a nivel inconsciente actúa la necesidad
de una religiosidad más profunda, que se funda en experien­
cias muy remotas y no esclarecidas aún, que, removidas, con­
tinúan todavía estimulando la búsqueda. También es posible
el caso contrario, en que el raciocinio religioso explícito se
inspira en la «creencia», mientras que en realidad el razona­
miento profundo está ya orientado hacia la negación de la
hipótesis del trascendente. Estas intuiciones parecen ser muy
útiles en la interpretación del fenómeno complejo del ateís­
mo, cuyas raíces conscientes parecen insuficientes para una
explicación exhaustiva.

Junto a estas aportaciones positivas, surgen también ele­


mentos negativos, que imponen una crítica de Freud, para no

60
incurrir en errores de valoración y de perspectiva, siempre
posibles cuando se piensa en el largo y complicado camino
recorrido por el psicoanálisis después de Freud.

Podemos señalar algunos puntos, para discutirlos poste-


riormente:

a) Se reprocha a Freud el que con demasiada frecuencia


no se basa en una información adecuada sobre los aspectos
históricos, antropológicos y teológicos de las formas religio-
sas analizadas por él. En el caso de Tótem y Tabú particular-
mente, es demasiado evidente la distorsión de los datos tra-
dicionales contenidos en la doctrina Judeo-cristiana.

Es muy cierto que Freud intenta minimizar la importan-


cia de sus «distorsiones» históricas, invocando el argumento
de los «géneros literarios», como justificación de muchas in-
exactitudes y forzadas interpretaciones de los hechos. En rea-
lidad estas minimizaciones no son del todo necesarias. El ra-
zonamiento de Freud es válido para el nuevo lenguaje que
intenta proponer en el análisis de la psique y de la religiosi-
dad humana; el cuadro cultural al que apela para «demos-
trar» la validez de las propias intuiciones no es determinante
en la argumentación a que él recurre. El método de la apro-
ximación clínica debería conducir a un conocimiento básico
de las estructuras constantes de la psique humana, incluso
sin la ayuda de las confirmaciones históricas y antropoló-
gicas.

b) Más importantes son las críticas que pueden hacerse


a Freud respecto de la coherencia interna de las explicaciones
psicoanálíticas.

Sobre todo se le reprocha el no haber reconocido toda la


riqueza de la simbólica imagen del Padre, tal como viene
presentada por la tradición religiosa, limitándose más bien a
pdner en evidencia los elementos negativos, represivos y pa-
tológicos. Paralelamente se le reprocha el haber pasado a la
problemática religiosa solamente una parte del contenido di-
námico de la imagen paterna.

61
Si todo esto pone de manifiesto un límite en el pensa­
miento freudiano, da origen también a la posibilidad de una
nueva lectura de Freud en plan más exigente, que ponga en
evidencia las posibles implicaciones no desarrolladas acerca
de las relaciones entre los hallazgos psicoanalíticos sobre la
capacidad estructural de las imágenes parentales y las afir­
maciones contenidas en la tradición judeo-cristiana sobre la
paternidad divina. El peligro de paralelismo parece condicio­
nar en parte tal lectura, pero es un riesgo que se ha de correr
para llegar a una valoración más adecuada sobre la aporta­
ción freudiana (véase el cap. 3.° de Vergote, 1967).
c) A veces se le reprocha a Freud el que haya viciado el
propio conocimiento psicológico de la religión con prejuicios
ateoréticos. No cabe duda que Freud teme la intromisión de
sus prejuicios y de las experiencias religiosas negativas por
él realizadas durante la propia vida (véase el volumen Cartas
a O. Plister), pero es difícil decir si, a pesar del propósito,
haya siempre sabido defenderse de esta intromisión. Sabemos
ciertamente que Freud tuvo siempre en su propia vida un con­
tinuado interés por los problemas religiosos, incluso en sus
formas-límite (por ejemplo en la mística) y en las formas de
distorsión que se derivan (parapsicología, ocultismo); y sa­
bemos también que la inclinación y el interés por los proble­
mas religiosos provenían de profundos impulsos, cuyo signi­
ficado global todavía no había llegado a comprender. El des­
cubrimiento de las realidades religiosas iba al mismo paso
que el descubrimiento de las propias conexiones internas; su
estudio sobre Las religiones documenta una fase del estudio
de autoanálisis que ha quedado incompleto. Es por ello el
documento una fase del estudio de autoanálisis que ha que­
dado incompleto. Es por ello el documento de una investiga­
ción que no pudo finalizarse antes de la muerte del famoso
psicólogo.
d) Otro signo negativo se refiere a la jaita de pruebas em­
píricas, aptas para dar consistencia a las intuiciones teoréti­
cas. Cierto que el método freudiano se justifica sobre la base
de la opción metodológica clínica, pero no es menos cierto
que la casuística adoptada es más bien pobre y limitada. Si
la praxis clínica ha proporcionado material abundante de re-

62
flexión a otros elementos de la teoría psicoanalítica, para la
religión solamente hay alusiones a casos aislados en obras
menores.
Por otra parte, no puede desvalorarse la pretensión del
psicoanálisis freudiano de constituir un modelo teórico uni-
versal. El complejo de Edipo y las consiguientes aplicacio-
nes psicológicas y pedagógicas deben someterse a un cuida-
doso análisis incluso cultural, en cuanto no se puede excluir
«a priori» una extensión del modelo reducida, por ejemplo,
sólo a las culturas de carácter patriarcal. Más de una vez se
han presentado dudas, en diversos contextos, sobre la uni-
versalidad del modelo.
De todos modos sería muy interesante comprobar en qué
medida, también en las culturas occidentales, la hipótesis de
una proyección parental en la imagen del Padre Celestial
encuentra hoy acogida, después de las profundas transfor-
maciones en la estructura de la familia occidental (una rela-
tiva desaparición de la centralidad del «padre») y de no me-
nos profundas transformaciones en la cultura (con relativa
desacralización de los modelos de conducta y de los símbolos
a que se refieren).

e) Un punto particularmente débil en la construcción


freudiana es la notable carencia de atención por la imagen
materna. Por dos motivos es particularmente interesante. An-
te todo, parece imposible precisar la importancia del símbolo
paterno, si no se asocia el correlativo parámetro del símbolo
materno. Incluso en el supuesto de un claro predominio de la
imagen paterna (que es la que «estructura» la experiencia in-
fantil imprimiéndole una dinámica que el símbolo materno no
está en grado de comunicar), no puede omitirse el hecho de
que se complementan esencialmente las dos funciones. La teo-
ría freudiana, en este punto, parece que es expeditiva y super-
ficial, o mejor, puede decirse que la figura materna se sobreen-
tiende en toda la dinámica del Edipo, queda más bien demasia-
• do implícita y relegada a desempeñar papeles meramente pa-
sivos. Por otra parte, no puede yuxtaponerse simplemente Jung
i a Freud para obtener un cuadro más completo. Se necesita vol-
;•' ver a pensar sobre este argumento para lograr algo que propor-

63
cione nuevas intuiciones teóricas. El fallo es notable, dado que
en las religiones históricas el símbolo materno, referido a rea-
lidades sobrenaturales, es tan frecuente como el paterno. His-
toriadores y antropólogos han demostrado ampliamente, sin
acudir a lo que Jung dice sobre este punto, la centralidad del
símbolo materno en las formas religiosas primitivas y en las
evolucionadas, prescindiendo de la perspectiva judaico-cristia-
nas, en la que también el símbolo materno está presente de for-
ma importante. Queda, pues, por completar una parte intere-
sante que permanece fuera de la perspectiva freudiana, pero
que reviste indudable interés, como tendremos ocasión de ver
cuando tratemos de la religiosidad infantil.
f) Finalmente queda la crítica al concepto de proyección,
que constituye el centro del proceso de formación de la reli-
giosidad infantil. A. Vergote manifiesta drásticamente que
bajo el concepto de proyección no se oculta en realidad nin-
guna realidad psicológica identificable (1966, 199).
Ciertamente que la observación se dirige más a la divul-
gación psicológica que al propio Freud; en realidad, no apa-
rece claro que Freud en la época de Tótem y Tabú, hubiese
ya elaborado una teoría de la proyección como la que a ve-
ces se le atribuye. ¿Es más correcto, tal vez, referirse al con-
cepto de transfert, que consiste sencillamente en la atri-
bución de las cualidades de un objeto a otro? En este caso se-
ría necesario presuponer que la imagen de Dios pre-existe a
la del padre y que no está producida por aquélla, sino sólo
modificada. A este respecto A. Vergote observa justamente
que no se trata de una transposición de una imagen recuerdo
del padre terreno, sino más bien de una imagen símbolo. En
otras palabras, el niño no hace más que idealizar las cualida-
des del padre terreno, dejando entre paréntesis los elementos
negativos y desagradables de su personalidad. Investigacio-
nes de tipo empírico parecen excluir una transposición ma-
terial de estas cualidades paternas (y maternas) idealizadas
en la imagen del Padre Celestial (Vergote, 1966). Tampoco el
recurso a la expresión «padre agrandado» con que el mismo
Freud designa a Dios Padre, resuelve el problema, quedando
totalmente inexplorado el salto cualitativo creado entre el pa-
dre terreno y el Padre Celestial.

64
Una aclaración puede proceder, tal vez, de la interpreta­
ción del proceso de proyección en términos de simbolización,
como sugiere el mismo Vergote (66, 184, 209). El significado
esencial de la imagen paterna tiene el poder de evocar otro
Padre. Pero esta solución vacía del todo la hipótesis freudia­
na, en cuanto supone el origen independiente del Padre Ce­
lestial: el padre terreno, en este caso, no «produce» la ima­
gen del Padre, sino simplemente sugiere y reclama su presen­
cia. Es únicamente una causa dispositiva, una ocasión que
«puede» crear también una experiencia religiosa, pero que
no la produce necesariamente.
Esta particularidad interesante del razonamiento freudiano
queda así abierta a sucesivas comprobaciones, que también
nosotros examinaremos cuando lo tratemos de nuevo pero con
perspectiva genética, en relación a la religiosidad infantil.
Queda así aplazada una valoración de conjunto sobre la
aportación psicoanalítica. Se acepta, sin embargo, que la apor­
tación freudiana se presenta, a pesar de sus innegables apo-
rías y contradicciones metodológicas y teoréticas, como im­
portante estímulo a la reflexión sobre el origen psicológico
de la religiosidad humana.
Una lectura más detenida de Freud, incluso a la luz de la
creciente literatura científica sobre el argumento, puede re­
servar aún importantes descubrimientos.

65
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21. PLÉ, A., Freud et la Religión, París, Cerf, 1968.
22. PLÉ, A., Freud et la morále, París, Cerf, 1969.
23. RICOEUR, P., De l'interprétation, París, Seuil, 1965.
24. RICOEUR, P., L'Athéisme et la psychoanalyse freudienne, Concilium,
Rev. Intrn. de Théol., 1966, 2, 73-82.
25. VERGOTE, A.; T A M A Y O , A.; PASQUALI, L.; B O N A M I , M . ; P A T T I N , M . R., e
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26. VERGOTE, A.; B O N A M I , M . ; CUSTERS, A.; PATTIJN, R. M . , Le symbole pa-
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28. ZILBOORG, G., Psychoanalysis and Religión, N . Y., Farrar Strauss &
Cudahy, 1962.

66
CAPITULO CUARTO

EL PENSAMIENTO RELIGIOSO
DE C. G. JUNG Y E. FROMM

1. La religión en el pensamiento de C . G . Jung

2. Anotaciones críticas.

3. A s p e c t o s estimulantes del pensamiento de Jung

4. La aportación de E. Fromm

5. Religión autoritaria y religión humanística

6. Valoración crítica del pensamiento de Fromm

1. L A R E L I G I Ó N E N EL P E N S A M I E N T O D E C . G . J U N G

La aportación de Jung al estudio de la religiosidad huma­


na es tan importante como la de Freud, del que recoge algu­
nos temas de fondo y supera algunos puntos de vista.
También para Jung el interés por el problema religioso es
continuo y profundo: puede decirse que no hay obra de Jung
en que no aparezcan temas religiosos. Pero sobre todo Wand-
lungen und Symbole der Libido (Cambios y símbolos de la Li­
bido, de 1912), Die Bedeutung des Vaters für die Schicksal
des Einzelnen (Significado del Padre para el destino del in­
dividuo, de 1909), Psychologie und Alchimie (Psicología y Al­
quimia, de 1944), Psychology und Religión (Psicología y Reli­
5
gión, de 1938), Antwort an Job (Respuesta a Job, de 1952),
son las obras que contienen su doctrina sobre la función y
origen de la religión.

67
Hasta 1910 Jung compartía, en forma genérica, las ideas
de Freud sobre el significado de la religión, entendida como
sublimación de la imagen paterna, continuación de la repre­
sión de la libido sexual. Pero al separarse de Freud, aparecen
notables innovaciones, ya en la concepción general del psi-
quismo, ya en la concepción específica de la religión. En
Wandlungen und Symbole der Libido, Jung afirma ya el ca­
rácter no sexual de la libido, cuya esencia está, por el con­
trario, en ser una energía psíquica genérica, capaz de espe­
cificarse en diversas direcciones según la dinámica global de
cada personalidad. Conviene destacar que también en este
punto esencial Jung se diferencia de Freud notablemente.

Las estructuras fundamentales de la psique, según Jung,


se distribuyen a dos niveles: el consciente y el inconsciente.
En la esfera del consciente se encuentra el Yo (imagen cons­
ciente de la propia individualidad) y la Persona (imagen cons­
ciente de la propia personalidad social); mientras que en la
esfera del inconsciente se encuentra la Sombra (imagen in­
consciente de la propia individualidad) y el Animus-Anima
(imagen inconsciente del otro sexo). Toda personalidad está
movida por relaciones flexibles entre las dos esferas incons­
ciente y consciente, incluso porque toda personalidad se ca­
racteriza por la diversa incidencia de las cuatro funciones
fundamentales (pensamiento, sentimiento, sensación, intui­
ción) y de las dos actitudes fundamentales (extroversión-in-
troversión). Pero de forma más decisiva los dinamismos de la
personalidad se activan por la relación existente entre el con­
tenido del inconsciente y las experiencias cotidianas del in­
dividuo.

A este propósito hay que hacer notar que, para Yung, es


de gran importancia el inconsciente colectivo, que no es la
reserva de los contenidos marginados, sino que constituye el
patrimonio psíquico y cultural de la especie. En el incons­
ciente colectivo se encuentran los Arquetipos, que son estruc­
turas fundamentales de la experiencia psíquica, predisposicio­
nes a revivir las esenciales experiencias de la especie huma­
na, modelos en los que se especifican las diversas etapas de
la madurez psíquica.

68
El arquetipo se manifiesta en una variedad de símbolos
que son universales en el tiempo y en el espacio; otros sím­
bolos se reagrupan significativamente en mitos, que represen­
tan la vivencia de la experiencia psíquica.

Entre los arquetipos contenidos en el Inconsciente y que


pueden ser reactivados por símbolos apropiados adquiere má­
xima importancia el SELBST (el SE), que es la imagen ar­
quetipo de la madurez psíquica, o sea, es la anticipación o el
modelo de la integración funcional de todas las componentes
en conjunto, conscientes e inconscientes de la personalidad.
El Selbst, a medida que aflora en la conciencia, realiza el equi­
librio dinámico entre el Y o y Persona, entre Sombra y Ani-
mus-Anima, entre Inconsciente y Consciente, entre Incons­
ciente Colectivo e Inconsciente Personal, entre pensamiento,
sentimiento, sensación e intuición, entre introversión y extro-
versión. A medida que el Selbst se realiza, llega a ser el lu­
gar psíquico en que se realiza la unidad de la multiplicación
de estructuras, la vivificación de las funciones, la perfección
de las actitudes. La realización de la imagen arquetipo del
SELBST lleva consigo la satisfacción profunda de la perso­
nalidad y, por ello, es portadora de una experiencia de fe­
licidad.

Al afirmar que el SELBST sólo puede ser actualizado a


través de una experiencia simbólica, Jung subraya la impor­
tancia de toda la actividad mito-poiética en la vida del hom­
bre. En efecto, cuando se interrumpe el flujo mediador del
símbolo entre arquetipo y realidad, se producen diversos de­
sórdenes psíquicos, desde la psicosis a la neurosis, que siem­
pre manifiestan la falta de una visión del mundo que dé sig­
nificado a la vida. La conexión de la experiencia con el ar­
quetipo es necesaria, porque el arquetipo, como si re-vistiera
la experiencia, le da una dirección y un significado. De aquí
deriva la aplicación terapéutica, aceptada como propia por
Otras corrientes psicológicas, según las cuales no es posible
la recuperación del enfermo mental, sin la adquisición de va­
lores que den significado a la vida del individuo (véase tam­
bién V. Frankl, 1948, 1951, 1962; I . Caruso, 1946, 1952 y otros).

69
Interesa hacer notar que entre los arquetipos decisivos en
la psique del individuo, por ser universales, Jung cuenta tam­
bién los religiosos; la imagen arquetipo de Dios es fácilmente
identificable, en todas las culturas por la abundancia de sím­
bolos y mitos que a ella se refieren. Esto lleva a demostrar,
según Jung, que la imagen de Dios no proviene de las expe­
riencias psíquicas del individuo, como proyección de la ex­
periencia paterna, según Freud pretende, sino, por el contra­
rio, la relación con el padre terreno puede asumir un signi­
ficado religioso propio, porque preexiste un modelo, una dis­
posición hereditaria, una estructura universal de la divina Pa­
ternidad. Dios es como una impronta dejada en el psiquismo,
que reviste diversas experiencias humanas proporcionándoles
un significado religioso. Como se ve, Jung, con estas afirma­
ciones, echa por tierra radicalmente la teoría freudiana sobre
el origen psíquico de la religión, sin dar juicios de valoración
filosófica. Se abstiene de decir que la impronta de Dios sea
producida por algo ontológicamente real. La impronta es cier­
tamente real en sentido psicológico; la religión es verdadera,
pero sólo psicológicamente.

Estas afirmaciones se remachan también en las tres con­


ferencias que constituyen Psychology and Religión de 1938.
En este escrito se da un paso más hacia adelante y es la
identificación entre el arquetipo del Selbst y el de Dios. Las
dos imágenes, según Jung, contienen las mismas perspectivas
o valencias psicológicas, en cuanto representan la unidad, la
integración, la vida; además, contienen una serie de repre­
sentaciones simbólicas que son equivalentes (como parece de­
mostrar el análisis de los símbolos religioso-psíquicos elabo­
rados por las religiones orientales, y reproducidos por pacien­
tes de todas las culturas, como los famosos «mándala»).
Si se prueba la identificación entre el Selbst y Dios, en­
tonces pueden deducirse importantes consecuencias. Así, el
proceso psíquico que lleva a la integración consciente-incons-
ciente de la imagen arquetipo del Selbst, sería el mismo que
lleva al más alto grado de actividad religiosa; de forma que
toda actividad religiosa (ascética y mística) se resolvería en
un progreso de madurez psíquica y, viceversa, todo progreso
en la integración de la personalidad llegaría a revestir impor-

70
tancia religiosa. Es entonces cuando Jung asegura poder afir-
mar que no hay enfermo mental (persona no integrada psí-
quicamente) que no tenga serios problemas de identidad re-
ligiosa y viceversa, todo problema de desintegración religio-
sa lleva consigo cierto grado de inmadurez psíquica, tanto que
la enfermedad mental puede disminuir mediante la activa-
ción de la religiosidad (es decir, con un conjunto de valores
significativos para la vida), y la vida religiosa puede reinte-
grarse mediante la adquisición de la salud mental.

AI margen del valor de estas conclusiones pseudo-apolo-


géticas, queda el hecho del intercambio de los dos sistemas
de imágenes arquetipos y de los correlativos sistemas de los
símbolos que sirven de catalizadores del arquetipo. Los sím-
bolos que reavivan el arquetipo religioso son funcionalmen-
te equivalentes a los que estimulan las actividades psíquicas.

Queda por indicar cuáles son los símbolos que tienen ma-
yor relación con el arquetipo divino; para Jung, que no niega
la importancia de la aportación simbólica de la problemática
paterna, es el símbolo materno el que reviste una función cen-
tral e insustituible. La Gran Madre es_eJ^sírnbolo sacralizado
_dg_lo_gue la madre representá~para el niño, causa radicalde
la^jgxjstencia, ftyñteZsHmordlaljle la vida^rp^mido-nnóTrvy
""de jsatisYacciórf^áfectiva y emotrvaTl>rgprjfcro^
"deseo erótico^'éfer:. rodo "SírHbolo materno y, más aTñpRa-
mente, todo símbolo femenino, está impregnado de un po-
der evocador del arquetipo divino que manifiesta precisamen-
te una predisposición a experiencias y realizaciones en el sen-
tido de aquellos contenidos. Dios es la «razón» profunda del
símbolo, en cuanto que es la imagen profunda (que cada uno
lleva consigo) del ser, de la felicidad, del objeto de unión bea-
tífica, etc.

Después de esta puntualización, Jung aplica el análisis a


otros símbolos religiosos, llegando a la interpretación psico-
lógica de casi todos los temas dogmáticos de las más conoci-
das religiones históricas, mediante un trabajo de confronta-
ción intercultural de gran interés; hay que destacar, a este
propósito, que siempre se trata de un ensayo interpretativo
que se desenvuelve más acá del juicio de valor filosófico so-

71
bre el objeto de la investigación. Jung no quiere demostrar
la existencia de Dios mediante la existencia de su arquetipo
inscrito en el psiquismo humano, ni reducir los contenidos
dogmáticos a proyecciones psicológicas; sólo apunta un cier­
to paralelismo entre la existencia ontológica mantenida por
el creyente y la existencia psicológica mantenida por él psicó­
logo. Jung sólo sabe que en la psique del hombre existe una
estructura con los caracteres de lo que el creyente llama Dios
y considera realmente existente «fuera» de la psique. Parece
bastante clara la relación con el platonismo agustiniano, aun­
que la metodología sea bastante distinta (cfr. White, 1952,
prólogo).

2. ANOTACIONES CRITICAS

Una discusión sobre el pensamiento religioso de C. G.


Jung podría realizarse sobre los siguientes puntos:
1. Aparece una dificultad en la psicología jungiana, ya
puesta en evidencia por varios estudiosos, y es la poca cla­
ridad en el plano epistemológico. El uso, a veces confuso, de
diferentes formas metodológicas, hace que sea ardua la lec­
tura de Jung y al mismo tiempo no siempre permite distin­
guir los diversos planos de argumentación por él utilizados.
Sin más, pasa en su raciocinio, de consideraciones psiquiátri­
cas a noticias etnográficas, de consideraciones teológicas a
representaciones mitológicas, de premisas filosóficas a con­
clusiones sacadas de la alquimia medioeval. La supuesta uni­
versalidad de los símbolos lleva a Jung a considerar equiva­
lentes e intercambiables sus diferentes manifestaciones a dis­
tintos niveles de expresión cultural. Pero esto no hace más
que engendrar una confusión que Vergote llama benignamen­
te «nebulosa esotérica». El estudio de Jung, en este punto,
parece más bien de principiantes y queda fuera de un diálo­
go vivo con la psicología que avanza hacia nuevas adquisicio­
nes científicas; los datos de Jung no pueden compararse con
los procedentes de otras escuelas.
2. La afirmación del paralelismo entre el desarrollo reli­
gioso y el desarrollo psíquico puede engendrar confusiones

72
más radicales. Cuando todo puede ser religión, entonces nada
es religión. La distinción entre arquetipo del Selbst y arque-
tipo divino, aunque negada por muchos jungianos, es en rea-
lidad el punto determinante en la lectura de Jung, elemento
que produce la impresión de encontrarse frente a una inter-
pretación psicologística de la conducta religiosa, tal vez más
refinada que la freudiana, pero no nlenos cargada de equí-
vocos.

La interconexión entre psique y religiosidad lleva a la im-


posibilidad de distinguir los dos momentos de la experiencia;
las afirmaciones jungianas según las cuales no existe dificul-
tad religiosa que no sea también síntoma de la no adaptación
psíquica y que no existe trastorno mental inmune de compo-
nentes religiosas, si se toman a la letra, parecen desprovistas
de efectiva contraprueba científica, al margen de las experien-
cias realizadas por el psiquiatra. Les falta la prueba generali-
zada y no pueden disimular la impresión de servir demasiado
claramente al fin apologético, ya respecto a las doctrinas jun-
gianas, ya en lo referente a la actitud de las personas religio-
sas en lo que se refiere a la misma psicología jungiana.

3. Un punto esencial, que Freud se había preocupado jus-


tamente en profundizar y que Jung, por el contrario, parece
olvidar del todo, es el origen de la religiosidad. Da por des-
contada la universalidad de "lS^exísTéñcia dé"experiencias reli-
giosas en todas las culturas conocidas. Esto parece desplazar
imperceptiblemente las razones de Jung hacia una concepción
pragmática de la religión, incluso porque no existiendo una
actitud crítica de las diversas manifestaciones religiosas, son
aceptadas como psicológicamente auténticas las experiencias
provenientes de los más diversos orígenes. En esto es más
cuidadoso el razonamiento crítico de Freud, que se orienta a
descubrir el significado «originario» de la conducta religiosa,
de donde parece descubrirse más coherentemente el significa-
do «actual». Sin este análisis genético la psicología religiosa
de Jung se transforma casi inevitablemente en una construc-
ción de carácter dogmático, en que la demostración es siem-
pre de carácter paralelo e hipotético. La falta de un análisis
genético lanza sobre las afirmaciones jungianas la sospecha

73
de escasa capacidad de penetración en los profundos procesos
de la formación de la personalidad, a la que sólo en parte su-
ple la vasta cultura y la brillante exposición.
4. Por último, hay que hacer notar que el material pro-
piamente psicológico (análisis, documentación, experiencias)
es reducido en las obras jungianas. Esto es francamente nega-
tivo en cuanto queda como hipotético el punto de partida y
discutible el tipo de argumentación. Este fallo de Freud se
confirma más claramente en Jung. Hay que añadir el agra-
vante de que los continuadores de Jung han contribuido aún
menos a la comprobación empírica de las intuiciones del maes-
tro, a diferencia de lo ocurrido a Freud, cuyas hipótesis han
sido puestas a contraprueba empírica (se verá más adelante
en las características de la religiosidad infantil).
Obras como las de Van de Winkel (1952), Hostie (1955),
White (1952), etc., tienen el gran mérito de profundizar críti-
camente la aportación de las intuiciones jungianas incluso en
el campo de las aplicaciones teológicas y pedagógicas, pero
parecen fundadas en la convicción de la validez de las premi-
sas jungianas generales.
Es cierto que la explicación jungiana de la religiosidad
humana ha contribuido en gran manera a valorizar los estu-
dios religiosos, con excesiva frecuencia relegados por la tra-
dición positivista a mera curiosidad histórica, pero también
es cierto que las incertidumbres y confusiones originadas por
este esquema son numerosas e importantes.

3. ASPECTOS ESTIMULANTES DEL PENSAMIENTO D E JUNG

Los momentos más interesantes de la reflexión jungiana


sobre los fenómenos religiosos pueden reducirse a los siguien-
tes:
1. Entre lo que más destaca en la obra jungiana es indu-
dablemente el descubrimiento de la importancia de las activi-
dad simbólica en la conducta religiosa. Esto es un elemento
que constituye una componente esencial en la experiencia de
lo «sagrado». Como hemos advertido, y seguiremos advirtien-

74
do, la religión es esencialmente una conducta de carácter sim-
bólico; continuamente utiliza una serie de referencias a una
realidad que trasciende la experiencia cotidiana y manifiesta
estas referencias llenando de nuevos significados las mismas
experiencias diarias. El símbolo se presenta, en tal modo,
como factor capaz de indicar a la conciencia una pluralidad
de otras experiencias y contenidos emotivos, efectivos e ima-
ginativos. La importancia del símbolo va más lejos de la des-
cripción que hace el mismo Jung, más allá de las conexiones
que la actividad simbólica puede tener con un inconsciente
colectivo y correlativa estructura arquetípica. Los conocimien-
tos sobre este punto deberán ampliarse con precisas conside-
raciones filosóficas, históricas, fenomenológicas y antropológi-
cas. El símbolo, como resultado de una actividad siempre en
evolución, necesita de un continuo análisis pluridimensional,
al que no debe serle extraña tampoco la componente cultural
y sociológica. El símbolo, en efecto, no tiene lugar sólo en la
profundidad de la conciencia individual, sino que también es
un signo mediato de las experiencias colectivas. Es esto tanto
más cierto cuanto más importantes van llegando a ser los
procesos colectivos de socialización en la formación del indi-
viduo.

2. Otro elemento que la especulación jungiana ha puesto


en evidencia es la imagen materna. Hemos destacado cómo
tal imagen ha sido desprovista de importancia psicológica en
los momentos de desarrollo según afirmaba Freud. Jung, por
el contrario, ve en la imagen simbólica de la madre el vehícu-
lo portador de la construcción simbólica de la conducta reli-
giosa. Los valores maternos y femeninos se encuentran um-
versalmente en todas las experiencias religiosas y sugieren la
idea de que la relación con la madre es decisiva en la génesis
de la conducta religiosa. En realidad, el razonamiento de Jung
no se refiere preferentemente a la relación madre-hijo en el
estado evolutivo de la primera infancia, sino al alcance más
universal del símbolo materno en toda la vida, especialmente
en los estados adultos.
La importancia de la imagen materna la destacan, de for-
ma más eficaz e incluso más probada científicamente, otros
psicólogos de orientación no jungiana, sin sensibilidad ni pro-

75
pósitos religiosos. Se habrá de razonar, por tanto, sobre esta
intuición jungiana, valiéndose de las aportaciones más recien-
tes e intentando una aplicación de carácter psico-religioso de
las múltiples anotaciones que han venido acumulándose en
los últimos años a propósito de la centralidad del símbolo
materno en la estructuración de la personalidad infantil. Tam-
bién será siempre necesario tener presente, como ya adverti-
mos al hablar de Freud, que el alcance del símbolo materno
no es del todo comprensible si no se le relaciona con el símbo-
lo paterno. En este caso hay que evitar construcciones para-
lelas, demasiado simples para ser ciertas.
N>Ss
"3. También se considera positivo otro aspecto siempre
presente en la especulación jungiana, aunque no siempre res-
petado, y sobre todo, aunque no siempre coherentemente des-
arrollado. Se trata de la dimensión «cultural» del razonamien-
to religioso. Jung, a diferencia de Freud, es muy sensible a los
«cambios» que el símbolo religioso puede experimentar al
contacto con las diferentes culturas que tienen experiencias
del «radicalmente otro». La universalidad del símbolo se ar-
ticula en una pluralidad de formas y de manifestaciones, que
Jung tiene interés en consignar. Hay que tener presente que
la mirada del psicólogo suizo va dirigida principalmente a las
culturas de las grandes civilizaciones. Sus conocimientos de
carácter histórico, antropológico, mitológico, fenomenológico,
le permiten descubrir conexiones, diferenciaciones y conver-
gencias entre los diversos símbolos religiosos elaborados en
las culturas que se inspiran en el cristianismo, en el budismo,
en el induismo, islamismo, etc. Falta, sin embargo, una más
cuidadosa atención hacia la dimensión de la religiosidad de los
llamados «primitivos» (siempre rica e interesante sobre todo
en lo referente al origen psicológico de la religión) y, sobre
todo, a la dimensión más propiamente sociológica de la reli-
giosidad contemporánea. El razonamiento jungiano queda así
en el umbral de una viva confrontación con lo logrado por la
moderna sociología y antropología de la religión; parece, a
veces, que no ha advertido la reciente evolución de los símbo-
los religiosos en nuestra sociedad, limitándose a afirmar la
sobrevivencia de una radical capacidad de experiencia religio-
sa, fuera de las crisis de las «religiones de iglesia».

76
En conclusión, el razonamiento jungiano aparece rico en
sugerencias estimulantes, pero le falta con frecuencia la pre-
cisión necesaria para llevar dicho razonamiento a una con-
clusión práctica. A esto se añade la dificultad de comprensión
y de cotejo con lo logrado por la psicología científica estos
últimos años.
De todas formas, la aportación jungiana es una de las más
originales y complejas que haya proporcionado la psicología
moderna.

4. LA APORTACIÓN DE ERIC FROMM

La aportación de Fromm a la teoría de la religión empieza


con una exposición crítica de las teorías freudiana y jungiana,
continuando luego su razonamiento.
Freudiano, aunque no reconocido entre los discípulos or-
todoxos de la escuela vienesa, Fromm, poco a poco, ha ido
alargando sus consideraciones a intereses más ampliamente
sociales, de acuerdo con los psicoanalistas que habían adver-
tido la escasa sensibilidad de Freud por los problemas del
ambiente como factor esencial del desarrollo de la personali-
dad. Su investigación llega a una propuesta de socialismo hu-
manitario que muestra sus simpatías por las teorías marxis-
tas.
Toda la obra de Fromm mantiene un continuo interés por
la problemática religiosa, que se hace más precisa en el vo-
lumen Psychoanalysis and religión de 1950, como continua-
ción de las ideas de Man for himself (1947). Pero también en
The Sane Society (1958) y en Escape from Freedom (1941) se
contienen las premisas de carácter teórico y psicológico que
constituyen la base de su estudio sobre la religión.
El punto de partida frommiano es la constatación de la
creciente alienación del hombre en la sociedad occidental. Se-
paración y aislamiento de la naturaleza y de los propios se-
mejantes, pero también necesidad insustituible de comunica-
ción y de integración; estos son los dos polos entre los cuales

77
se crea la típica tensión que caracteriza al hombre de hoy.
Advierte que entra en sus posibilidades el intento de trascen-
derse mediante la búsqueda de valores auténticos y durade-
ros. La trascendencia se constituye así como el destino de
esta huida de sí mismo y de la naturaleza. Y la religión res-
ponde a esta tensión.
En este punto, el discurso crítico de Fromm se integra a
las investigaciones de Freud y Jung acerca de la religión. Pa-
rece aceptar el punto de partida de Freud, o sea, la voluntad
de restituir al hombre occidental la conciencia de las propias
posibilidades y de los propios destinos, desmitificando las fal-
sas convicciones y tomando conciencia de los límites de la
propia naturaleza. El estudio crítico sobre la religión no es
otra cosa que un momento esencial de esta liberación (Cfr.
Fromm, 1959).

La tarea desmitificadora de Freud parece lograda sobre


todo en El porvenir de una ilusión, donde se señala a la reli-
gión como uno de los obstáculos más importantes para la li-
beración del hombre. La religión, en efecto, además de ser
una ilusión, constituye un peligro en cuanto que bloquea el
pensamiento crítico, replegando al hombre a imaginaciones
determinadas por el retorno a los estados infantiles, a deseos
inexpresados, provenientes de la confrontación con la imagen
paterna. Además, la religión fundaría la moral en una base
demasiado débil; en el temor a un padre del que se tiene ne-
cesidad psicológica, y no en el culto a la verdad y a la libertad.
El sentimiento de pobreza interior en el que se apoya la reli-
gión no es más que un estado de regresión infantil, indigno
del hombre adulto. Sólo liberándose de la necesidad del pa-
dre es como verdaderamente se puede proseguir el proyecto
de la propia liberación interna, que es entrega a los valores
del amor, de la razón y de la libertad.

Por otra parte, la aportación de Jung destaca, según


Fromm, el origen puramente psicológico del sentimiento reli-
gioso, en cuanto da al inconsciente un carácter religioso.
Fromm acepta, de ambas interpretaciones, el principio gene-
ral de que la religión no es otra cosa que un vehículo particu-
larmente indicador de problemáticas psicológicas profundas,

78
y que el psicoanálisis está capacitado para leer, más allá del
aspecto típicamente religioso, otra urdimbre de experiencias
humanas. Si Freud quiere desmitificar la religión es porque
sólo le interesa la realidad que lleva oculta el tema religioso.
Sobre esta pausa desarrollará su estudio. Fromm piensa
que la religión es una conducta simbólica portadora de un
mensaje universal, que tiene sus raíces en la misma estructu­
ra del hombre. Sólo se trata de descubrir esta estructura con
apropiada hermenéutica.

5. RELIGIÓN AUTORITARIA Y RELIGIÓN H U M A N Í S T I C A

El pensamiento de Fromm sobre la estructura de su estu­


dio religioso se articula sucesivamente en los siguientes pun­
tos:
1. Una definición de la religión, así concebida: «Todo sis­
tema de pensamiento y de acción compartido con un grupo
que da al individuo un cuadro de referencia y un objeto de
devoción» (p. 21).
"~ En estos términos, la religión es un hecho universal, en
cuanto radica profundamente en la naturaleza del hombre el
deseo de referencia a un cuadro de valores que es factor de
integración, y la necesidad de dedicarse totalmente a estos
valores.
Si todo hombre es religioso, no se necesita más que decir
la religión que profesa. Pero antes hay que advertir que la
profunda necesidad de dedicarse con devoción al desarrollo
de los valores que caracterizan a la naturaleza humana, con
frecuencia viene frustrada por falsos fines y falsos esfuerzos.
El hombre frecuentemente se dedica a pseudovalores; son in­
numerables las idolatrías, ya primitivas, ya del hombre des­
arrollado.
Incluso las religiones históricas y universales han contri­
buido con frecuencia a este caer en la idolatría, olvidando la
raíz profunda de la religiosidad humana, esto es, la necesidad
de integración mediante el interés por lograr valores como el
amor, la libertad, la razón.

79
Todo hombre tiene, pues, una religión; para Fromm se tra-
ta sólo de ver cuál «es» «su» religión.

2. Es clásica la distinción que hace Fromm entre religión


autoritaria y religión humanística. Esta terminología refleja
los intereses cultivados por Fromm en contacto con la escuela
de Frankfort que, desde los años treinta, ha desarrollado el
análisis de la personalidad autoritaria. Esta distinción supera,
al decir de Fromm, las distinciones entre religiones teísticas
y religiones no teísticas, incluso pasa a través de ellas. Acti-
tudes autoritarias se encuentran en lo interno de religiones
históricamente definidas como teísticas y en otras definidas
como no teísticas.
La religión autoritaria es la que parte del presupuesto de
que el hombre está controlado por un poder superior, fuera
de él, hacia el cual la devoción llega a ser un hecho compul-
sivo, necesario, obligatorio. Esencial a esta religión es la su-
misión del hombre, la obediencia, el concepto negativo de la
naturaleza humana. En este caso la devoción nace de un con-
cepto bajo y pesimista de sí mismo y es tenida como un mé-
todo de superación de la propia bajeza y de reintegración en
Dios. Por el contrario, la religión humanística se centra en el
hombre, según una apasionada descripción que el propio
Fromm nos da en su Psychoanalysis and Religión (p. 37).
«El hombre debe desarrollar el poder de la razón con el
fin de comprenderse a sí mismo, las relaciones con sus se-
mejantes y su posición en el universo. Debe reconocer la ver-
dad referente a sus posibilidades y a sus limitaciones. Debe
desarrollar su poder de amar a sí mismo y a los demás, y
experimentar la solidaridad de todos los seres vivientes. Debe
poseer principios y normas que lo conduzcan a este fin. La
experiencia religiosa en este tipo de religión es experiencia de
unidad con el Todo, basada en la relación de cada uno con
el mundo, radicada en la razón y en el amor. La finalidad del
hombre en la religión humanística es la de alcanzar la máxi-
ma riqueza, no la máxima pobreza; la virtud es la autorreali-
zación, no la obediencia. La fe es certeza de la convicción fun-
dada en la experiencia del pensamiento y del sentimiento, no
asentimiento a proposiciones basado en la palabra que otro

80
formula. El sentimiento que prevalece es el de la alegría,
mientras que en la religión autoritaria es el dolor y la culpa».
Dios representa sólo un símbolo que expresa los valores
del hombre mismo y no «símbolo de una fuerza y dominación
que tiene poder sobre el hombre» (p. 37).
3. Fromm se dedica a explicarlo con ejemplos de las reli­
giones humanísticas y autoritarias. Ejemplo típico de las pri­
meras parece ser el budismo y también el zen, que se deriva
de él. Pero la religión humanitaria se encuentra también en
el Antiguo Testamento, en la predicación de Isaías, de Jesús,
de Sócrates, en el misticismo hebreo y cristiano, en la religión
propuesta por los iluministas. Incluso el cristianismo primi­
tivo representa un ejemplo de religión humanitaria, a pesar
de que después se incluyeron elementos autoritarios a causa
de los contactos con el imperio romano.
En realidad, para Fromm, elementos autoritarios y huma­
nísticos se hallan igualmente presentes en la tradición judeo-
cristiana y se alternan dialécticamente también en la historia
del cristianismo creciente. El misticismo es siempre una for­
ma de reacción a los extremos de autoritarismo creados en la
iglesia.
4. El punto más interesante de la interpretación frommia-
na está en el conato de descubrir, al margen de las anotacio­
nes descriptivas, las profundas conexiones, de carácter psico­
lógico, entre religión y carácter, o sea, entre tipos de actitud
religiosa y estructura de la personalidad. Dado por desconta­
do que el proceso fundamental es el de la proyección, por la
cual el hombre atribuye a la imagen símbolo de Dios los pro­
pios deseos profundos (y en esto Fromm vuelve a proponer la
interpretación freudiana de Tótem y Tabú y de El Porvenir de
una Ilusión), se prosigue en dos direcciones: descubrir las
raíces sociales de las dos actitudes y descubrir las raíces psi­
cológicas.
En cuanto a la primera dirección, Fromm se limita a afir­
mar que las religiones autoritarias se ponen en evidencia en
las estructuras políticas caracterizadas precisamente por el
autoritarismo y por la carencia de una real actividad de las

6
81
minorías. En tales circunstancias es también posible que la
religión autoritaria se configure en un tipo «secular» que no
es menos rígido que el «sacro», con proyección de deseos en
el hombre «fuerte», con obediencia rígida, con exigencia de
«orden», con tentativas, a veces coronadas por el éxito, de re-
currir a la alianza entre la religión institucional y el poder
político-social.

Una religión autoritaria, en una situación en la que el hom-


bre renuncia al ejercicio de su libertad, es lo más alienante
que pueda existir.
Por el contrario, la religión humanística surge donde tie-
ne vigencia un orden social que asegura a todos la posibilidad
de utilizar su libertad, de conservar el respeto del hombre en
cuanto hombre y en el que el mismo hombre no es instru-
mento de otros hombres. En cuanto al análisis de las profun-
das conexiones de la religión autoritaria, Fromm opina que
responde esencialmente a las exigencias de estructuras psico-
lógicas «masoquistas». Por otra parte, como ya había consig-
nado en Man for himself (1947), el masoquismo va siempre
acompañado por la necesidad de dominar a los demás, por un
impulso de agresividad. La religión autoritaria no es otra cosa
que este impulso masoquista-agresivo proyectado en una ima-
gen símbolo que a veces se encuentra en la línea de las reli-
giones históricas y otras se configura, como ya se ha dicho,
en una religión secular (el fascismo, el nacismo, el stalinismo).

En la religión humanística, por el contrario, el hombre


proyecta la necesidad de considerar el amor, la libertad, la
razón, como valores absolutos; a esta esperanza confía su
esfuerzo de autorrealización. Sabe también que, más allá de
esta proyección, no existe realmente, ontológicamente, ningún
«Dios». «Dios no es más que un símbolo de la necesidad del
hombre».

Estos dos distintos tipos parecen demostrar, según Fromm,


la coexistencia de dos tendencias fundamentales en él hombre;
por una parte, el instinto gregario, que lleva al consentimien-
to y a la obediencia y en último análisis a postular una reli-
gión de autoridad; por otra parte, el instinto de la razón. La

82
religión autoritaria es, pues, una máscara, con carácter racio­
nal, de instintos inconfesables y subyacentes. El razonamien­
to «consciente» de la religión oculta otro más profundo, «in­
consciente». La racionalización de los instintos mediante una
filosofía religiosa no es más que un compromiso entre el ins­
tinto y la urgencia de autorrealización de necesidades supe­
riores. La religión demuestra, aun cuando es autoritaria, que
el hombre quiere trascenderse a sí mismo para dar un signi­
ficado auténtico a su experiencia terrestre. Como dice Fromm,
«la ambigüedad de pensamiento, la dicotomía entre razón y
entendimiento racional, es la expresión de una dicotomía de
base en el hombre, la necesidad coexistente para la dependen­
cia y libertad» (59).
Después de haber afirmado que tal dicotomía se soluciona
con una elección a la libertad y al amor, como un deber cons­
ciente a realizar, incluso con las consabidas limitaciones del
hombre, Fromm concluye con la afirmación general de que la
religión no es importante; lo importante es la realidad psico­
lógica y social que está debajo de lo religioso. Las verdaderas
motivaciones del comportamiento religioso están a nivel in­
consciente y revelan las profundas estructuras del carácter y
las elecciones que se han venido haciendo como respuesta a
los estímulos provenientes del ambiente. La religión se elige
en relación a un proyecto de vida. Por esto el psicoanálisis
reviste una importancia capital como instrumento hermenéu-
tico de interpretación de la conducta religiosa en sus dimen­
siones profundas.

5. También es muy significativa la respuesta que da


Fromm a la pregunta acerca del poder desmitificador del psi­
coanálisis en los diversos aspectos de la religión.
Para Fromm es obvio que el psicoanálisis no puede renun­
ciar a la religión en su núcleo esencial, esto es en la dimen­
sión experimental, que necesariamente es una dimensión hu­
manista. El psicoanálisis refuerza la religión, descubriendo las
diversas formas de idolatría que se van imponiendo en el
mundo occidental (el éxito, el consumo, el poder). Llama al
hombre a su «verdadera» religión, esto es, al culto de la reli­
gión de la libertad, del amor.

83
El psicoanálisis constituye además una amenaza a los as­
pectos mágicos de la religión, o sea, a aquellas afirmaciones
pseudo-científicas que había elaborado la religión primitiva
como respuesta a la necesidad de entender y dominar el
mundo.
En cuanto al aspecto ritual, la respuesta de Fromm está
más difuminada de lo que podía esperarse. Rechaza ante todo
la identificación entre ritual religioso y ritual neurótico; el
primero es de naturaleza racional, y el segundo es sólo com­
pulsivo. El primero expresa una experiencia de valores que
están en la base de la religión, a través de un lenguaje simbó­
lico. El psicoanálisis ni lo niega ni lo rebaja; ayuda a com­
prender la diferencia entre los dos tipos de ritual, manifiesta
las raíces psicológicas del ritual religioso, pone en guardia
contra los rituales-sucedáneos de la sociedad occidental, de­
muestra que ningún ritual religioso es auténticamente tal, si
no está vitalmente ligado a la experiencia de los valores. En
cuanto al aspecto semántico, Fromm confirma el gran valor
de los descubrimientos freudianos. Freud ha demostrado, en
efecto, el estrecho vínculo existente entre el lenguaje onírico,
el religioso y el mítico. Estos lenguajes tienen una función
clara respecto al contenido de la experiencia psíquica: remi­
ten a otro mundo que por ser inconsciente, difícilmente puede
ser manifestado por el lenguaje «normal».
Aunque critica el hecho de que Freud sólo acentuó la par­
te sexual, Fromm acepta la afirmación sustancial, que remite
al núcleo de valores, en cuyo entorno se verifican las eleccio­
nes del hombre. Una vez más se trata de ver «qué» religión,
humanística o autoritaria, está detrás del lenguaje de super­
ficie, «qué» aspecto inconsciente se oculta en el aspecto reli­
gioso consciente.

6. V A L O R A C I Ó N CRITICA DEL PENSAMIENTO D E F R O M M

Algunas observaciones sobre la obra de Fromm deberían


poner en evidencia los valores positivos y negativos de esta
interpretación psicológica de la religiosidad.

84
1. Es evidente que Fromm sigue esencialmente la línea de
Freud acentuando las perspectivas humanísticas de una desmi-
tificación radical de la religión, al servicio de una comproba-
ción más profunda de los valores que son simples vehículos
de aspectos religiosos.
Es floja la premisa que funda el proceso de formación de
las ideologías religiosas únicamente en el mecanismo de la
proyección; se pueden aplicar a Fromm las mismas críticas
hechas a Freud.
Más explícita y válida parece la elaboración de la tipología
«religión humanística» —«religión autoritaria» y el intento de
explicitar la constelación de actitudes que se relacionan con
los dos tipos.
Esta extensión de la problemática freudiana es de gran va-
lor intuitivo, más aún por ir acompañada de un notable aná-
lisis de las correlaciones socio-políticas del fenómeno; parece
que no ha perdido importancia en nuestros tiempos. Formas
autoritarias de religión, con frecuencia se encuentran asocia-
das a proyectos socio-políticos de tipo autoritario y radicados
ambos en estructuras de personalidad masoquístico-agresivas.
En esto, el criterio de Fromm para distinguir las diversas for-
mas religiosas constituye efectivamente una interesante suge-
rencia para individualizar las desviaciones anti-humanas de
ciertas religiones. De todos modos queda por discutir si el cri-
terio de la anti-humanidad, como base del juicio psicológico
sobre la forma religiosa, resiste a la misma crítica psicoló-
gica.
Fromm rechaza la afirmación jungiana según la cual es
psicológicamente verdad todo lo que existe en la psique. Adop-
ta, por el contrario, un criterio tal vez más pragmático; es
psicológicamente verdadero lo que lleva al desarrollo de las
potencialidades típicas de la naturaleza humana: el amor, la
libertad, la razón. Queda por justificar si esta última elección
tiene fundamento de carácter filosófico.

2. Es apreciable en Fromm, con relación a la ligera sim-


plificación de Freud, el profundizar en la significación del
ritual religioso. Lo que cuenta en este argumento no es tanto

85
la afirmación de la necesaria universalidad de las conductas
rituales y de su conexión con los profundos valores del hom­
bre, cuanto la exclusión de lo patológico en el mismo ritual.
A diferencia de Freud y de Reik, Fromm afirma que el ritual
cuando es racional, esto es, expresión consciente de los valo­
res de que se hace experiencia vital, no puede ser catalogado
como neurosis. Por el contrario, en el ritual es donde emerge
el lenguaje simbólico, vehículo importante para conocer las
conexiones inconscientes que dominan la experiencia reli­
giosa.
Este último punto está poco desarrollado en la teoría from-
miana; rechazada la afirmación jungiana del inconsciente co­
lectivo por estar viciada de premisas autoritarias, y aceptada
la propuesta freudiana del inconsciente como fuerza propul­
sora de todo el psiquismo, Fromm parece que no puede deci­
dirse por una clara superación del carácter instintivo del in«
consciente mismo. La psicología del ego que apenas se inicia
en Freud, encuentra en Fromm un claro defensor, pero un
flojo investigador. De esta forma, las exigencias de la razón,
del amor y de la libertad, están más bien postuladas que de­
mostradas psicológicamente. Con todo, la obra de Fromm está
claramente inspirada en un humanismo convencido y a veces
convincente.
3. En la obra de Fromm queda también confirmado el
carácter dialéctico y ambivalente de toda experiencia religio­
sa. Las manifestaciones religiosas pueden ser canalizaciones
de diversas estructuras psicológicas y «encubrir» así motiva­
ciones contrapuestas. La dialéctica de la experiencia religiosa
está siempre dominada por el cuadro de estructuras psicoló­
gicas y de la elección político-social del individuo. Nunca
cuenta una intención típica de la conducta religiosa. El objeto
de la experiencia religiosa no es determinante psicológicamen­
te en la madurez de un sentimiento religioso adulto. Para
Fromm lo que cuenta es lo que se produce humanamente; el
hombre religioso no debería nunca superar la conciencia de
ser él mismo el productor y el factor que proyecta los símbo­
los religiosos. Dios no puede ejercer ijnguna influencia en el
experimentador, precisamente porque éste excluye la alteri-
dad y radical trascendencia de Dios. Dios es un producto del

86
psiquismo en sus más altos niveles, es una necesidad del des­
arrollo adulto (en contra de las premisas freudianas), es un
símbolo de los deseos más nobles. Pero todo se agota con la
toma de conciencia de estos procesos de madurez del indivi­
duo (nos parece que, en esto, Fromm está más cerca de Jung
que de Freud).
Con dificultad podrá ser recibido todo esto por los que su­
ponen que es ontológicamente real la presencia a la que se di­
rige el deseo del hombre y consideran el crecimiento del deseo
hasta niveles superiores como paralelo a la revelación que
progresivamente Dios hace de sí al hombre. Pero parece bas­
tante aceptable en el plano epistemológico, si se acepta el ca­
rácter no valorativo de la psicología científica.
Se consideran muy útiles estas sugerencias de Fromm para
caracterizar a una religión humanista que está muy extendida
entre personas de nuestro tiempo y que, en un examen más
cuidadoso, podría considerarse también como un «sustituto
equivalente» de la auténtica religiosidad (ver el primer capí­
tulo).
Una religión sin auténtica relación con un ser «radical­
mente otro» puede compararse más propiamente a las expe­
riencias que Allport considera funcionalmente importantes a
los efectos de la integración del psiquismo, pero que no pue­
den considerarse, rigurosamente, experiencias religiosas.
El problema de la definición de lo que es religioso aparece
aquí en toda su extensión; una opción definitiva sobre el sig­
nificado de la auténtica conducta religiosa, sólo puede hacer­
se al final de nuestro análisis genético, cuando intentemos
trazar los criterios de la «religiosidad madura».
La exposición de la aportación frommiana constituye sin
más un paso no despreciable en la búsqueda de las dimensio­
nes generales de la religiosidad humana; muchos elementos
parecen dignos de consideración científica y pragmática.

87
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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88
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32. W H I T E , V., God and the Unconscious, London, 1952.

89
SEGUNDA PARTE

EL DESARROLLO
DE LA
RELIGIOSIDAD HUMANA
CAPITULO PRIMERO

CUESTIONES PRELIMINARES
DE UNA PSICOLOGÍA GENÉTICA
DE LA RELIGIOSIDAD

1. A nivel epistemológico

2. A nivel metodológico

3. A nivel interpretativo

4. El problema de l o s estadios

El psicólogo que se apresta al estudio de la génesis de la re­


ligiosidad humana, debe antes enfrentarse con algunos proble­
mas de notable importancia:

1. A NIVEL EPISTEMOLÓGICO

Como ya hemos consignado en otra parte de este volu­


men, la aportación de la investigación psicológica para la
comprensión del fenómeno religioso es parcial y relativa. En
el estudio de las «causas» del fenómeno religioso, la psico­
logía constata la complejidad del problema y se da cuenta de
la necesidad de una búsqueda interdisciplinar; al mismo tiem­
po debe abstenerse de extender indebidamente las conclu­
siones de sus observaciones. Estudiando la «génesis» de la re­
ligiosidad en las conductas infantiles, el psicólogo no hace
más que constatar las causas psíquicas condicionantes en las
que tienen lugar algunas respuestas religiosas, en determina­
das circunstancias. Pero a estos condicionamientos no puede

93
atribuirles un poder causal absoluto, como si el análisis psi-
cológico hubiese por sí solo de descubrir el núcleo esencial
del hecho religioso. Sólo mediante la contemporánea observa-
ción multilateral de las conductas religiosas (y no sólo en el
momento en que nacen) es como puede reconstruirse una ima-
gen acertada de la «religión».
Todo lo que sigue a continuación tiene como fin proporcio-
nar modelos interpretativos, a nivel psicológico, de la géne-
sis de un fenómeno que parece superar en mucho las dimen-
siones empíricas.

2. A NIVEL M E T O D O L Ó G I C O

Las investigaciones de que disponemos sobre la religiosi-


dad no son muchas y en su mayor parte son fruto de la ob-
servación de pedagogos de buena voluntad, y a veces, hasta
intrépidos, pero no investigadores especializados y provectos.
Además, es fácil constatar que las técnicas utilizadas en las in-
vestigaciones de que disponemos difícilmente superan el ni-
vel de un cuestionario o una entrevista. Por esto, las respues-
tas obtenidas con tales medios están expuestas al peligro de
llenarse de significados que miran más a los factores prove-
nientes de los estímulos del ambiente que no al significado
atribuido por los sujetos a la propia experiencia religiosa.
Esto se hace más realidad cuando se trata de niños, para los
cuales las fórmulas verbales pueden alejarse demasiado de lo
que se vive, precisamente a causa de la mayor dificultad en
manejar los conceptos abstractos. Esta dificultad podría ob-
viarse tal vez en parte con el uso de técnicas proyectivas o
semiproyectivas, de los coloquios semidirigidos (como la
semi-clinical-interview de Piaget, utilizada por Elkind, 1964) o
por otros métodos capaces de ir más allá de la experiencia
verbalizada (como lo ha intentado hacer el psicoanálisis tam-
bién con los niños).
Interpretar quiere decir establecer un campo, trazar las
líneas de fuerza, las convergencias y conexiones. Esto el adul-
to lo realiza partiendo de las propias estructuras cognosciti-
vas basadas en esquemas del pensar científico que, por ser

94
tales, son propias del adulto. La psicología de los últimos de-
cenios nos ha enseñado, en cambio, que las estructuras de
percepción del niño son originales y específicas; esto significa
que la religiosidad «del niño» no puede ser valorada con cri-
terios deducidos únicamente del confrontamiento con la reli-
giosidad adulta.
Habrá que intentar descubrir en la conducta del niño el
significado peculiar que asume la religiosidad con referencia
a los procesos de crecimiento.
Esto aparece tanto más claro, cuanto más se acepta el ca-
rácter simbólico de la conducta religiosa; ésta «expresa» una
situación humana típica y también «expresa» un modo origi-
nal de dar un «significado» a aquella experiencia, apelando a
realidades que, en la intención de quien la experimenta, la
trascienden. Se trata de ver «cómo» se vive todo esto por el
niño, qué significado tienen para él «conceptos» y «acciones»
religiosas, qué contenido simbólico típico tienen las «palabras
religiosas» que pronuncia.
Más complejo y radical es todavía este otro interrogante:
¿es posible hablar de «religiosidad auténtica» en el niño?

La respuesta a esta pregunta está evidentemente ligada a


lo que se entienda por «religiosidad».

3. A NIVEL INTERPRETATIVO

El psicólogo, a nivel interpretativo, es donde encuentra


mayores dificultades. No existe, en efecto, casi ninguna cues-
tión de psicología religiosa genética sobre la cual se haya lle-
gado a una unidad de orientación explicativa. En la explica-
ción de cada una de las conductas religiosas aparecen las raí-
ces ideológicas que han dado origen a los diversos conceptos
«generales» de la religiosidad humana. Es difícil lograr una
Orientación en esta pluralidad de direcciones y, por el contra-
rio, es más útil presentar todas las opiniones para favorecer
la reflexión con vistas a lograr teorías más amplias.

95
Caso típico de esta dificultad puede ser la interpretación
global de la religiosidad infantil, de la que damos un breve
resumen de opiniones, reservándonos el manifestar cuáles
sean, a nuestro criterio, las intuiciones más válidas.
Según Gemelli (1956, 340-341) una auténtica religiosidad
postula una actividad intelectual y volitiva que no se encuen-
tra en el niño hasta los 7-8 años. Sería, pues, impropio hablar
de religiosidad infantil.
También Allport, propenso a una interpretación ambiental,
afirma que el niño no tiene aún desarrollo suficiente en cuan-
to a la inteligencia y conciencia de sí mismo y «por esta ra-
zón las primeras reacciones, aparentemente religiosas, del
niño no tienen nada de religioso, sino que son de carácter
completamente social» (1950, 28). El niño imita los ritos, pero
sin comprender su significado. En la línea teórica de Allport
se encuentran muchos psicólogos, especialmente americanos,
que hablan de comportamiento religioso como de una conduc-
ta originada únicamente de cosas aprendidas y de condiciona-
mientos de tipo afectivo (véase Clarfl, 1958, 87-89, y Strunk O.
jr., 1962, 36).

Otros estudios, sin embargo, sostienen la presencia en el


niño de una verdadera religiosidad, específicamente diversa
de la religiosidad adulta.

Harms, al final de una vasta investigación sobre las for-


mas expresivas de la religiosidad infantil, sostiene haber indi-
vidualizado en el período de 3-6 años, que él llama «período
de fábula», una auténtica experiencia religiosa, profunda y
original, aunque vivida con los registros específicos infantiles
de la afectividad y de la fantasía (1944, 116).

Aragó-Mitjans a su vez afirma que el niño, aunque no dis-


pone en sus primeros años de inteligencia, voluntad y afecti-
vidad estructuradas, posee, sin embargo, los primeros elemen-
tos; de manera que puede hablarse de verdadera, aunque in-
cipiente, religiosidad, que al principio es fruto de un condi-
cionamiento social, pero que progresivamente se va interiori-
zando (1970, 35-36).

96
Más clara y válida nos parece la opinión de Vergote (1967,
176-178). Apoyándose en las investigaciones de la psicología
clínica, mantiene como condición indispensable para el des-
pertar de la actitud religiosa «una cierta experiencia de feli-
cidad y de integración», que origina el deseo de inserción en
la totalidad del ser. Este sentimiento parece encontrarse en el
niño desde sus primeros años, tal vez no a nivel consciente
y explícito; pero sí a nivel afectivo-irreflexivo.
En otras palabras, el niño es capaz de ser religioso en la
medida en que está capacitado para sacar de las experiencias
existenciales un estímulo para proyectarse hacia realidades
que transcienden las mismas experiencias. Esta capacidad es,
en definitiva, el lenguaje simbólico, del que parece dotado el
niño, a partir de cierta edad.
Piaget nos habla, a su vez, del simbolismo primario como
característica del primer año de vida y Freud descubre en el
niño la capacidad de percibir la influencia del simbolismo pa-
terno ya hacia el final del tercer año de vida. Según esto, pue-
de colegirse en el niño la presencia del poder imaginativo y
afectivo que le permite la percepción del significado del mun-
do en un acercamiento al otro, que es el descubrimiento del
Otro, transvaloración de las necesidades inmediatas, en pe-
renne tensión entre satisfacción y superacción de las mismas,
bajo el impulso del eros, principio de felicidad y de unión
que el niño proyecta en la necesidad de «crecer».

Compete a la psicología probar en el niño la presencia de


estas reacciones que trascienden sus motivaciones psicológi-
cas y de la capacidad simbólica que lo proyecta más allá de
la propia experiencia. Se trata, además, de definir exactamente
el lenguaje a través del cual se manifiesta esta necesidad de
trascendencia: verosímilmente no a nivel de conceptos. Así,
Elkind (1971) observa que los mayores elementos de la reli-
gión institucional (concepto de Dios, Escrituras, Culto, Teolo-
gía) si bien se presentan, en parte, como instrumentos de
adaptación de la personalidad frente a los problemas emer-
gentes en el curso del desarrollo psicológico del niño (bús-
queda de la conservación, representación, relación, compren-
sión), no se reduce, sin embargo, a las necesidades que satis-

7 97
facen, sino que siempre conservan una proyección que va
más lejos, en una esfera de valores que transciende su propia
función. El niño manifiesta esta proyección mediante una
conducta proporcionada a su desarrollo psíquico, a nivel afec-
tivo, emotivo, inconsciente.
Podría continuar la discusión tanto sobre la cuestión adop-
tada como ejemplo, como sobre otras cuestiones preliminares
de gran importancia. El problema de la interpretación global
de la religiosidad infantil es típico en cuanto hace ver con-
cretamente cómo en el estudio genético que estamos por ini-
ciar, las conclusiones de carácter interpretativo son problemá-
ticas y controvertibles; en el estado actual de la investigación
parece posible sólo un intento de discusión crítica sobre los
resultados parciales ya obtenidos y no un tratado completo y
definitivo. Por lo demás, creemos que esta «verdad» parcial,
alcanzada con las adquisiciones logradas, es ya un paso im-
portante hacia conocimientos más positivos.

4. EL P R O B L E M A D E L O S E S T A D I O S

La psicología del desarrollo humano nos hace ver las difi-


cultades y las limitaciones inherentes a la individualización de
los estadios particulares, o etapas, en el arco entero de la evo-
lución. Sin embargo, debemos destacar la importancia opera-
tiva, sea a nivel de investigación científica, como a nivel de
deducciones pedagógicas, de tal periodicidad, según ponen en
evidencia algunos estudios colectivos de gran importancia,
como el dirigido por Osterieth (1956). Las dificultades y pro-
blemas típicos de la psicología genética se presentan también
en el campo de la psicología de la religiosidad. En efecto, en
este sector de la ciencia psicológica, la carencia de investiga-
ciones científicas ha llevado a algún autor a considerar impo-
sible, en la situación actual, una descripción genético-cronoló-
gica de la personalidad religiosa. Así piensa, por ejemplo, Ver-
gote (1967, 279).
Aun considerando motivada esta afirmación, creemos, no
obstante, que puede ser útil al menos presentar un panorama

98
de los intentos de periodicidad realizados hasta el presente,
para estimular .a profundizar en la investigación.
Es clásica la división realizada por Harms (1944) al final
de una encuesta realizada sobre un vasto conjunto de mucha-
chos, niños y adolescentes, invitados a representar a Dios en
un dibujo. Harms distingue tres períodos:

1. Estadio de «fábula» (3-6 años)

El lenguaje formal que expresa toda experiencia de Dios


es el de la fábula. Es escaso el concepto religioso: muy viva,
por el contrario, la actividad fantástica y emotiva.
La experiencia religiosa se manifiesta en formas propias
del psiquismo infantil. El autor concluye: «Hemos probado
no sólo que el niño, incluso en esta tierna edad, tiene una
profunda y original experiencia religiosa, sino que esta expe-
riencia está mucho más profundamente radicada en su natu-
raleza que cualquier otra, y por ello es más importante».

2. Estadio realista (de los 7 años hasta el comienzo de la adoles-


cencia)

El niño va adaptándose progresivamente a la religión ins-


titucional y a las enseñanzas que se le imparte. La represen-
tación de Dios se elabora principalmente a través de símbolos
tomados de la religión y de los cultos de la misma.

3. Estadio de la religión individualizada (la adolescencia)

En esta fase, el autor anota diferentes tipos de religiosi-


dad, debidos a los distintos ritmos de madurez de cada per-
sonalidad.
Existe un grupo de «convencionales», para los cuales el he-
cho religioso está despersonalizado y refleja simplemente las
formas de la institución religiosa a que pertenece.
Otro grupo, por el contrario, formado por sujetos dotados
de gran sensibilidad emotiva y de original capacidad de expre-
sión, tienden a la búsqueda de un Dios capaz de responder a
las exigencias de la propia personalidad; tal búsqueda se des-

99
envuelve fuera del cuadro dogmático de las religiones institu-
cionales.
En un tercer grupo, Harms reúne a los sujetos que tienen
representaciones religiosas y prácticas culturales muy distin-
tas de los esquemas tradicionales de la religiosidad occidental
y más bien cercanas a los modelos egipcios, persas y budistas.
Harms destaca el carácter individualizado de la religión
del adolescente, cuya línea de desarrollo va desde el conven-
cionalismo de una religión impuesta por el ambiente, hasta
la decisión religiosa personal, realizada en la plenitud de la
adolescencia. Hay que hacer notar los límites de esta encues-
ta. Ante todo, no satisface el método empleado: hacer «dibu-
jar a Dios» (porque de esto se trata en la práctica) significa
sugerir representaciones antropomórficas e infantiles. Además,
los sujetos, cuando descubren lo inadecuado de estas imáge-
nes, se refugian en representaciones simbólicas convenciona-
les o se abandonan a idealizaciones fantásticas.
Por ello parece aventurado el deducir conclusiones sobre
la religiosidad de los sujetos únicamente por una prueba de
carácter gráfico.
Parece más fundada psicológicamente la clasificación he-
cha por Gruehn (1956) que distingue seis períodos o estadios
en el desarrollo religioso.
1) Desde el nacimiento hasta un año y medio, natural-
mente, no se puede hablar de religiosidad. Pero en esta edad
se ponen las bases de la sucesiva estructuración de las acti-
tudes religiosas, sobre todo a través de las relaciones con los
padres.
2) Hasta los tres años.—Se nota un principio de interés
religioso; el niño se identifica con las actitudes religiosas de
la madre.
3) Tres-cuatro años. Se desarrolla una piedad «pre-mági-
ca» acompañada de una oración que se identifica como una
actividad que divierte («oración alegre») y es imitativa.
4) Cuatro-siete años. Se manifiesta una piedad mágica y
animista, semejante a la de los «primitivos».

100
5) De los ocho a los trece o catorce años. Se instaura una
religiosidad autoritaria, esto es, fundada en los modelos adul-
tos que la imponen, y moralizante.
6) La adolescencia. Ahora es cuando sobreviene la toma
de posición personal frente a la religión, bajo el impulso de
la necesidad de autonomía y de afirmación de la propia per-
sonalidad.
Más rigurosamente ligada a los datos de la psicología ex-
perimental es la división en fases realizada por Godin (1961,
1963, 1967) siguiendo algunas directrices del desarrollo que
constituyen los parámetros de sus estudios sobre la religiosi-
dad en perspectiva genética (1964).
1) La primera infancia (hasta los 6 años) parece carac-
terizada principalmente por él antropomorfismo. Godin dis-
tingue un antropomorfismo imaginativo y otro afectivo; am-
bos están estrictamente ligados a las experiencias de los pa-
dres, que así adquieren una importancia estructural en la ac-
titud religiosa.
2) En la segunda infancia (6-12 años) se nota una dismi-
nución progresiva del antropomorfismo. Esta edad se carac-
teriza sobre todo por una fuerte tendencia, decreciente con
la edad, hacia el animismo, entendido como disposición es-
pontánea del muchacho a atribuir intenciones a las realidades
que le circundan. El animismo tiene aspectos punitivos (atri-
buir intenciones de malevolencia) y protectores (atribuir sen-
timientos de benevolencia).
3) Durante la pre-adolescencia (12-14 años) se acentúa la
tendencia hacia el ritualismo mágico que se venía manifes-
tando a lo largo del curso de la niñez, como consecuencia del
animismo.
El ritualismo mágico es la pretensión de hacerse dueño de
fuerzas misteriosas mediante acciones sagradas, llevadas a
cabo fiel y repetidamente.
Esta tendencia se manifiesta particularmente en la forma
de entender los ritos sacramentales.
4) Durante la adolescencia, parece que prevalece el «mo-
ralismo», entendido como acentuación de las preocupaciones

101
morales en el campo religioso, hasta identificar, a veces, mo-
ralidad y religión. Tal moralismo se funda psicológicamente
en la necesidad de auto-realización que todavía se inspira en
modelos ideales y que se contrapone polémicamente al realis-
mo de los adultos. El adolescente quiere construir un «yo
ideal» netamente superior a las realizaciones que ve a su alre-
dedor.
5) El último período de la adolescencia se caracteriza por
la tendencia al proselitismo dominador, que responde a la ne-
cesidad del adolescente de ser aceptado en un grupo, de ma-
durar el sentido de pertenencia y de realizar sus propios va-
lores.
La tipología de Godin parece confirmar muchos hechos
realizados experimentalmente en investigaciones fragmenta-
rias, y las unifica en un conjunto coherente. Sin embargo, pa-
rece excesiva la precisión con que se atribuyen a los diversos
estadios características que están presentes, si bien en dis-
tinta medida, en todo el arco del desarrollo.
Otro interesante conato de periodicidad del desarrollo re-
ligioso es el de Aragó-Mitjans (1970). Procediendo por bre-
ves períodos de dos-tres años, analiza (tal vez con excesivos
detalles, con menoscabo de una visión sintética eficaz) el des-
arrollo general y paralelamente el desarrollo religioso de la
personalidad. La tipología de Aragó-Mitjans es rica en suge-
rencias pedagógicas; aquí no se puede consignar sintética-
mente sin menoscabar la claridad y plenitud que tiene el
volumen original.
Como conclusión del rápido cuadro de tipologías crono-
lógicas referentes al desarrollo religioso emerge claramente
la exigencia de basar el análisis genético específico (religio-
so) en un conocimiento global de las etapas del desarrollo
humano. Según nuestras posibilidades, será éste el criterio
que seguiremos en el estudio correspondiente; pero con fre-
cuencia tendremos que remitir a conocimientos generales
que se suponen ya adquiridos, tanto en el campo de la psi-
cología general, como en el de la psicología genética. Utiliza-
remos los esquemas evolutivos de algunos grandes psicólo-
gos, como Piaget, Erikson, Jersild, Ausubel, e indicaremos,
para una ulterior profundización, bibliografías especializadas.

102
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Además de Allport (1950), Clark (1928), Struck (1962), Vergote (1967),


ya citados, serán útiles.
1. ARAGÓ-MITJANS, J. M., Psicología religiosa del niño, Barcelona, Her-
der, 1965.
2. AUSUBEL, D. P., Ego Development and Personality Desordes, N . Y.,
Gruñe and Stratton, 1952.
3. AUSEBEL, D. P., Theory and Problems of Child Development, N . Y.,
Gruñe and Stratton, 1958.
4. AUSEBEL, D. P., Theory and Problems of Adolescent Development,
N. Y., Gruñe and Stratton, 1954.
5. ELKIND, D., L'appartenance religieuse dans la pensée de l'enfant,
Lumen Vitae, 19 (1964), 443-456.
6. ELKIND, D., Piaget's Semiclinical Interview and the Study of Spon-
taneous Religión, Journ. for the Scientif. Study of Relig., 3 (1964),
4047.
7. ELKIND, D., The Origins of Religión in the Child, Rev. of Relig. Re-
search, 12 (1971), 35-42.
8. ERIKSON, E. H., Chilhood and Society, N. Y., Norton, 1950.
9. ERIKSON, E. H., Identity, Youth and Crisis, N . Y., Norton and Co.,
1968.
10. FLAVELL, J., The Developmental Psychology of J. Piaget, N . Y., Van
Nostrand, 1963.
s
11. GEMELLI, A., La psicología dell'etá evolutiva, Milano, Giuffré, 1956.
12. GODIN, A., La mete della catechsi nelle varié tappe dello sviluppo,
in Le mete della catechesi, Atti del V Convegno Amici di Catechesi,
Torino, LDC, 1961.
13. GODIN, A., Le Dieu des Parents et le Dieu des Enfants, Paris-Tour-
nai, Casterman, 1963.
14. GODIN, A., Desarrollo psicológico y tentación de ateísmo, en El ateís-
mo contemporáneo, vol. I, Guadarrama, Madrid, 1971.
15. GODIN, A., Psychologie religieuse positive; le probléme des para-
métres, Archiv für Religionspsychologie, 8 (1964), 52-69.
16. G R U E H N , W., Die Frómmigkeit der Gegenwart, Konstanz, F. Bahn,
1960 (1.' ed. 1956).
17. H A R M S , E., The Development of Religious Experience in Children,
Amere. Jorn. of Sociol., 50 (1944), 112-122.
18. JERSILD, A. T., Child Psychology, Englewood Clifs, Prentice-Hall,
6
1968.
19. JERSILD, A. T., The Psychology of Adolescence, N . Y., Mac Millan,
1957.
20. LUTTE, G., Lo sviluppo della personalita, Zürich, PAS Verlag, 1963.
21. OSTERRIETH, P. A. (ed.), Le probléme des stades en psychologie de
l'enfant, París, PUF, 1956.
22. PETTER, G., Lo sviluppo mentóle nelle ricerche di J. Piaget, Firenze,
Universitaria, 1960.

103
CAPITULO SEGUNDO

FACTORES
DE LA RELIGIOSIDAD INFANTIL

1. ¿Religiosidad Innata o disponibilidad religiosa?

2. Factores del desarrollo

a) La religiosidad con relación al ambiente.


b) La religiosidad con relación al desarrollo de la inteli-
gencia.
c) La religiosidad con relación al desarrollo afectivo.

En este capítulo se tratará de describir los factores de la


religiosidad en la primera infancia (hasta los seis años), des-
pués de haber esclarecido el alcance de un interrogante so-
bre el origen de esta religiosidad.

1. ¿RELIGIOSIDAD INNATA O DISPONIBILIDAD RELIGIOSA?

a) Algunos autores hablan de Religiosidad espontánea en


el niño; pero sus interpretaciones oscilan entre una teoría
innatista y otra derivacionista.
Pertenecerían a la primera, globalmente, las conclusiones
logradas a nivel de observación pedagógica por la escuela
montessoriana. Ya la misma Montessori escribía en 1922:
«Los pequeños, por su inocencia, pueden sentir también, de
forma más pura e intensa que los adultos, si bien menos dis-

105
tintamente, la necesidad de Dios y su presencia. Su alma pa-
rece más abierta a la intuición divina que la de los adul-
tos» (1922-13).
En esta misma línea se colocan también las distintas auto-
ras, especialmente francesas (Fargues, Dingeon, Lubienska de
Lenval), que han aplicado el método Montessori a la educa-
ción y enseñanza religiosa. En Italia, igual posición mantie-
nen S. Cavalletti y G. Gobbi (1961, 37 y ss.).
Pero esta interpretación no tiene convincentes comproba-
ciones científicas.
Encabezan la segunda interpretación otros autores, más
cualificados desde el punto de vista de la observación cientí-
fica, los cuales prefieren hablar de religión como de una
respuesta a las necesidades propias del niño.
Algunos, a este propósito, se remiten a la conocida teoría
de las «cuatro necesidades» de Thomas, que destacan la de-
pendencia del niño del ambiente circundante, especialmente
de los padres. Se trataría de necesidades «espirituales», en
cuanto, a diferencia de los instintos, pueden satisfacerse con
diversos objetos: la necesidad de seguridad, de respuesta afec-
tivo-social, de reconocimiento, de nuevas experiencias. El sen-
timiento de dependencia de Dios no sería más que una ex-
tensión de esta experiencia de dependencia infantil (véase
Clark, 1958- 85-87).
También Gemelli, que, como hemos vistos, afirma que
no se da una religiosidad verdadera y propia en el niño, des-
taca la presencia de una necesidad instintiva de dependencia
desde los primeros años, que predispone al sentimiento re-
ligioso.
Otros autores destacan, en cambio, la presencia de una
innata disposición a buscar enlaces causales.
Clavier (1926, 55) supone la presencia de algunas tenden-
cias hereditarias, que él mismo precisa como «principios ra-
cionales», que ponen el alma del niño en relación con el ab-
soluto. Se trataría de ciertas disposiciones de la inteligencia
y del sentimiento, como la curiosidad para la explicación cau-

106
sal de las cosas, la imaginación, ciertos sentimientos nobles
y espontáneos frente a las maravillas del hombre y de la na-
turaleza.
También, según Gallo (1959), la génesis de la religiosidad
en el niño se atribuye sobre todo a una necesidad noética:
el buscar las causas y las relaciones de las cosas; por esto
mismo no se da sentimiento religioso sino al empezar la ac-
tividad realmente inteligente, hacia los seis años. El autor llega
a esta conclusión después de las investigaciones por él rea-
lizadas en sordomudos y, por tanto, menos influidos por el
ambiente.

Gallo critica como irracionales todas las teorías del in-


natismo que apelan a necesidades o sentimientos y no a la
actividad intelectual.

En realidad, su crítica es más filosófica que psicológica;


por lo demás, las teorías derivacionistas están sujetas a las
mismas críticas que se hacen a las intepretaciones innatistas.

En ambos casos faltan análisis convincentes sobre los pro-


cesos que explican el paso de las predisposiciones personales
a la respuesta realigiosa. Siempre queda por solucionar el
interrogante sobre los motivos que hacen que emerja una
conducta típica, como la religiosa, de necesidades no espe-
cíficas.

b ) Por esto otros autores remontan la religiosidad in-


fantil a una disponibilidad religiosa genérica, que requiere
una serie de intervenciones educativas más o menos inten-
cionadas para llevarla a plena realización. En este caso se
habla de la necesidad de estímulos (sobre todo de naturale-
za simbólica) capaces de despertar el sentimiento religioso
y estructurar la disponibilidad o aptitud.

La afirmación de Barbey (1925, 424), según la cual el ni-


ño, por su estructura psíquica dinámica está abierto a lo
trascendente, la aceptan muchos psicólogos, que después, en
un análisis más profundo, disienten algo en la descripción
de los estímulos estructuradores.

107
Para Aragó-Mijans tienen particular importancia las imá-
genes de los padres, el ambiente, el temperamento individual,
mientras carecen de importancia otros estímulos de natura-
leza simbólica.

También algunas de las ya citadas educadoras montesso-


rianas, junto a la afirmación de la espontaneidad religiosa del
niño, colocan la necesidad de intervenciones metódicas, aun-
que no estén estructuradas, sobre la extrema plasticidad de
los muy pequeños, con el fin de despertar la atención sobre
la problemática religiosa. Así Fargues, que no admite una es-
pecífica e «innata necesidad de Dios», sin embargo mantiene
como educable el «sentido de Dios», que es una actitud ge-
nérica y difusa en todo el psiquismo del niño.

Pero tal vez el psicoanálisis ha sido el que ha proporcio-


nado una aportación esencial para la comprensión de la re-
ligiosidad en su momento genético infantil. Por encima de
las distintas incongruencias de las hipótesis freudianas, que-
da la conclusión, para nosotros fundada, del origen psíquico
no específico de la respuesta religiosa.

El niño se plantea problemas de carácter existencial pro-


porcionados al momento de su desarrollo; las respuestas re-
ligiosas son, evidentemente, en su inicio, correlativas a estos
problemas. Son mecanismos de superación y de adaptación
de algunos puntos esenciales de la experiencia infantil y pre-
cisamente por esto contienen una intención trascendente que
se especifica, a nivel simbólico, como una tendencia a superar
incesantemente, una visión meramente egocéntrica del yo, ha-
cia el descubrimiento, la aceptación y la relación con el otro.
Para que esta intención, aún llena de instintos y de ambivalen-
cias afectivas, pueda madurar llegando a una actitud religiosa
purificada, deberá someterse a ulteriores procesos de con-
cientización.

Pero en este momento inicial, las conductas religiosas es-


tán de tal modo condicionadas por la problemática psicoló-
gica (no específicamente religiosa), que no se distinguen to-
talmente de ella.

108
Como veremos más adelante, los símbolos de los padres,
que parecen constituir los estímulos esenciales para desper-
tar un interés religioso, permanecen durante mucho tiempo
sin distinguirlos, en la experiencia del niño, de los símbolos
religiosos.
Como bien hace notar Vergote (1967) y Elkind (1971, 35-
42), a los que también hacen eco otros autores, los elementos
religiosos que se encuentran entremezclados con experiencias
psicológicas generales, trascienden los problemas mismos que
los han originado. La imagen del Padre, que emerge de la
compleja situación de las relaciones parentales, es más rica
y llena de significado que las imágenes recuerdo de los pa-
pres reales; el progresivo enriquecimiento de significados (in-
cluso a través de lo adquirido por el estudio) es fruto de una
sucesiva fase de desarrollo.
Resulta así probable un comienzo extremadamente ambi-
valente de la experiencia religiosa del niño que al mismo tiem-
po está condicionada por la dirección que toman los proble-
mas de adaptación y significado de la primera infancia y por
los factores de estudio manipulados por el exterior, más que
por la existencia de específicas necesidades «religiosas» des-
pertadas por «estímulos religiosos».

2. FACTORES DEL DESARROLLO

Creemos poder sistemar los factores del desarrollo de la


religiosidad infantil en tres grupos principales: factores am-
bientales, intelectuales y afectivos.
En realidad, la relación entre ambiente y factores «inter-
nos» es tan estrecha que no es posible distinguir los momen-
tos en que el uno o los otros prevalecen; la personalidad es,
en efecto, el resultado de una ininterrumpida y profunda acti-
vidad recíproca de estos factores.
La distinción está inspirada por las necesidades didácti-
cas más que por una verdadera motivación científica, pero
refleja cierta diferenciación entre las teorías interpretativas,
que acentúan con preferencia esta o aquella serie de factores.

109
a) La religiosidad con relación al ambiente

La importancia del ambiente tal vez se ha destacado de-


masiado en el pasado, favoreciendo quizá una interpretación
de carácter determinista de la religiosidad infantil. Más ade-
lante, con la difusión del concepto psicoanalista, la importan-
cia del ambiente ha sido considerada menos determinante
Más realista parece la opinión que coloca a los factores
de condicionamiento ambiental junto a los factores de per-
sonalidad, tanto más cuanto, en la realidad, es muy estrecha
la acción mutua entre las dos series de factores.
La importancia del ambiente es valorada de diversas ma-
neras por los estudiosos:
1. Algunos consideran indispensable un ambiente fami-
liar psicológicamente sano y equilibrado. Sin experiencia pre-
coz de felicidad y ambiente agradable, no se da el deseo re-
ligioso. «Si el eros no ha podido desarrollarse, el hombre se
ve desprovisto de ese poder imaginativo y afectivo que con-
sigue la percepción simbólica del mundo», afirma Vergote
(1967, 176-177); y la percepción simbólica parece esencial en la
actitud religiosa.
Esta experiencia de felicidad se vive primero en la fami-
lia. El niño tiene una necesidad «natural» de seguridad, de
apoyo, de acogida; y esto lo encuentra en el ámbito familiar.
La familia como fuente de bienestar (y al mismo tiempo, de
modelo y valores) encuentra su espontánea prolongación en un
mundo religioso.
Godín destaca de forma más detallada la importancia de
la modalidad de relaciones entre los padres y entre los padres
y los hijos. La religiosidad estaría condicionada de modo pre-
ciso por el clima más o menos «normal» que se crea en el
micro ambiente familiar, en cuanto que estos niveles y tonos
de relaciones afectivas se transfieren simbólicamente a las
relaciones con la imagen de Dios.
La «normalización» psicológica del niño asume una fina-
lidad que la trasciende; la frustración de las necesidades prin-
cipales se transforman en un obstáculo serio para la inicia-
ción religiosa.

110
«Muchas desviaciones de actitudes religiosas han tenido
su origen en la necesidad del niño que no ha sido satisfe-
cha (o que ha sido exacerbada) a nivel de las relaciones pater-
nas» (1963, 23-24).
Una comprobación negativa de esta afirmación se puede
encontrar en el análisis de Mac Avoy (1953, 2542-2545) que
achaca determinadas desviaciones de la actitud religiosa de
los adultos a trastornos en las primeras etapas del desarrollo
humano. Así, los trastornos en la fase «oral» pueden dar lu-
gar a una actitud religiosa egocéntrica y narcisista, en la que
a Dios se le coloca al servicio del yo, en una continua bús-
queda de. gratificaciones sensibles; los trastornos de la fase
«anal» pueden engendrar un culto al deber hecho de escrúpu-
los, de meticulosidad ritual y de rigidez moral; los trastor-
nos que agravan y prolongan el conflicto edípico están con fre-
cuencia en el origen de una religiosidad en la que domina un
sentimiento de culpabilidad y una angustia por la salvación.

2. Otros autores se refieren más específicamente a la ne-


cesidad de una caracterización religiosa del ambiente fami-
liar: sin ella es imposible un auténtico despertar religioso.
Se ha repetido varias veces que los gestos religiosos rea-
lizados por el niño se derivan de la participación en la «cul-
tura» familiar. Gruehn habla de una piedad «pre-mágica» en
el período de tres-cuatro años, que él considera verdadera
oración, proporcionada al desarrollo mental y afectivo del ni-
ño. Parece que la oración de este período va unida a la ac-
tividad de juego y de imitación: «oración que ríe». El niño
sigue e imita la postura de los padres, adoptando las formas
externas de su piedad y repitiendo con placer las oraciones
que le enseñan.
Según otros no se trata únicamente de «ejemplo» de los
padres para ser imitado, ni sólo de enseñanza formalmente
religiosa; sino de una íntima participación e identificación
afectiva, que algunos autores llaman «empática», para dife-
renciarla del aprendizaje puramente mecánico.
Para confirmar cuanto se ha dicho puede aportarse tam-
bién la experiencia de muchos educadores, como Boyer (1952),

111
Lewis (1962, 152), Ranwez (1957, 1964, 1967), Fargues (1931,
1950, 1959), etc., que ofrecen testimonios explícitos y detalles
a propósito de la necesidad de un ambiente familiar de carác-
ter religioso para estimular el sentido religioso en los niños.
Hay que precisar que estas consideraciones tienen un va-
lor relativo, en cuanto que los intereses religiosos de cada una
de las familias son sumamente mudables. Si en el pasado, el
influjo de la familia en la educación religiosa de los hijos en
la primera infancia, era casi general, tenemos hoy claros in-
dicios de una progresiva secularización de este sector de la
experiencia familiar. En un reciente estudio nuestro (Milane-
si-Calonghi, 1973) hemos puesto en evidencia cuan profundos
son incluso a nivel motivacional, los cambios habidos en los
últimos años dentro de familias de clase media elevada. Aná-
logas indagaciones podrán tal vez, en el futuro, justificar la
generalización de esta indicación también en otras catego-
rías de población. Por ahora parece cierto que están en pa-
tente crisis los motivos que, en otro tiempo, consideraban
necesaria la educación religiosa de los pequeños incluso en
familias no religiosas. Disminuyen las prácticas religiosas en
el seno familiar; se siente menos la necesidad de colaborar
con las comunidades cristianas en el anuncio del mensaje re-
ligioso a los niños; cada vez se va dejando más a los otros el
deber de la iniciación religiosa.

Estas consideraciones confirman la decisiva importancia


de los factores ambientales y al mismo tiempo, su extrema ca-
ducidad.
De todas formas, es indudable que una familia, incluso mí-
nimamente religiosa, influye en el despertar religioso de los
niños a través de los mensajes culturales que ella transmite
en el proceso de socialización.

3. Las educadoras de inspiración montessoriana, ya cita-


das anteriormente, atribuyen una preponderante importancia
al ambiente entendido como situación educativa, que favore-
ce la madurez sensitiva y espiritual del niño y así lo prepara
para adquirir las disposiciones psíquicas necesarias para lle-
gar a la experiencia religiosa. Estas educadoras no se refieren

112
sólo al ambiente familiar, sino también a las experiencias ex-
trafamiliares, como la «casa de los niños», o a las diversas
«escuelas maternales» en las que los niños pasan buena par-
te de su tiempo.
Es innegable la importancia de estos ambientes, sobre todo
si se piensa en la cantidad de estímulos religiosos que se im-
parten, especialmente cuando las escuelas maternales están
en manos de religiosas.
La tradición montessoriana es, en este punto, más bien
polémica respecto a los métodos habituales de carácter reli-
gioso realizados en los asilos de infancia. Se denuncia sobre
todo la falta de una adecuada continuidad entre la educación
sensorial motriz y la religiosa, como también la despropor-
ción entre los estímulos religiosos y el cuadro dé conjunto
de la intervención educativa.

Se considera necesario el uso de un material educativo de


tipo estimulante, con la concreta finalidad de poner en movi-
miento la capacidad «creadora» del niño, su curiosidad sen-
sorial, su función simbólica. La «normalización» del niño a
través de «la actividad» manual y la correlativa atención psí-
quica, sería la esencial premisa del desarrollo de la religiosi-
dad, pues crearía las condiciones afectivas que hemos visto
prolongarse desde la familia hacia Dios.
En esta segura confianza en el aprendizaje sensorial-mo-
triz como factor del despertar religioso, se coloca la educa-
ción al silencio, que ocupa un lugar céntrico en la pedagogía
religiosa montessoriana. Es indudable que la intuición de la
relevancia del ambiente educativo extrafamiliar tiene una
importancia cada vez más destacada, a medida que aumentan
los niveles de frecuencia a la escuela maternal, como es de
desear, especialmente en las grandes ciudades. Por otra par-
te, al constatar el creciente proceso de secularización de la
cultura occidental puede hacer presumir que cada vez serán
menos frecuentes los estímulos religiosos en estas escuelas
maternales; se irán creando así, desde la primera infancia, si-
tuaciones conflictivas entre la socialización familiar (con fre-
cuencia religiosa) y la de la escuela maternal (con frecuencia

8
113
laica). Análogas dificultades se originan también, en sentido
inverso, en los casos en que la familia se preocupa poco de
transmitir modelos religiosos, mientras que lo realiza la es-
cuela maternal. De todas formas hay que pensar que, en caso
de desacuerdo en el proceso de socialización, prevalecen los
modelos propuestos por la familia, que tiene un poder mucho
mayor, por la fuerza de las relaciones emotivas y afectivas

b) La religiosidad con relación al desarrollo de la inteligencia

Al comenzar el tercer año de vida se inicia un período muy


importante en el desarrolló del niño. Su mayor seguridad en
utilizar la propia actividad motriz y la del lenguaje determi-
na una toma de posición nueva frente al mundo externo, mu-
cho más rica y reflexiva. El lenguaje verbal, con que el niño
«toma posesión» del ambiente que le rodea, permite también
la formación de un lenguaje interno, hecho de símbolos y de
esquemas representativos. Según Piaget, se nota entre los dos
y los cuatro años, un creciente desarrollo de la función sim-
bólica, que es la base de la inteligencia intuitiva y preopera-
toria. El niño, aunque no está en grado de elaborar concep-
tos, es capaz de expresar una referencia a acciones realizadas
o a impresiones recibidas, mediante representaciones que lla-
mamos «preconcepto».
Cuando después el niño sea capaz de razonar sobre con-
figuraciones de conjunto, de centrar su atención sucesiva-
mente sobre aspectos diversos de una única realidad, tendre-
mos el verdadero y propio pensamiento intuitivo.
Dos características del pensamiento preoperatorio parece
que tienen una gran influencia en el desarrollo de la religiosi-
dad: el egocentrismo y la pre-causalidad.
El egocentrismo define el funcionamiento del pensamien-
to en este período como incapacidad para ponerse un punto
de vista diverso al propio, incapacidad de descentralización
respecto a las propias representaciones. Las representaciones
mentales son para el niño la reproducción inmediata de la
realidad; el niño no tiene conciencia de la propia actividad
representativa en cuanto tal.

114
La pre-causalidad, por el contrario, puede definirse como
la incapacidad de establecer uniones causales adecuadas en-
tre sí y el mundo exterior, o entre las cosas del mundo exte-
rior. El niño se representa la realidad a través de la función
egocéntrica y proyecta sobre el mundo exterior la propia ex-
periencia subjetiva; los esquemas que utiliza para interpretar
la realidad se deducen con frecuencia de la experiencia base
de su psiquismo, que es la relación con los padres. De estas
dos características fundamentales derivan algunos rasgos tí-
picos en las conductas infantiles que aparecen también en la
actividad religiosa.

El pensamiento del niño se presenta como:


— Animista: atribuye vida y conciencia a las cosas en la
medida en que las ve moverse.
— Artificial: imagina toda realidad como «fabricada» por
alguien, en sentido inmediato y material.
— Finalista: cada cosa tiene su finalidad, a menudo como
motivaciones psicológicas, o morales, únicamente referibles
a la experiencia egocéntrica del niño.
— Mágico: partiendo de impresiones de semejanza o de
otros sentimientos personales, el niño «tiende a construir re-
laciones capaces de transformarse en relaciones de causali-
dad» (Piaget).

Laurendeau y Pinard (1962) opinan que la característica


•esencial del pensamiento pre-causal es el fenomenismo. Lo
definen como «tendencia a establecer un enlace de causalidad
entre fenómenos contiguos en el espacio y el tiempo que po-
seen una relación de vecindad y parentesco a los ojos de los
sujetos» (ib. p. 8). Esta tendencia puede especificarse en tres
/orientaciones de base: el fenomenismo puro que tiene lugar
^cuando las cosas mismas imponen el enlace, el fenomenismo
"Me participación que se basa en sentimientos personales (o
; proyecciones) que prescinden de la contigüidad de los ob-
jetos y el fenomenismo mágico que atribuye al sujeto mismo
la capacidad de establecer relaciones entre las cosas.

115
Aunque se reconozca en la distinción de Laurendeau y Pi-
nard cierta utilidad didáctica, no creemos oportuno aceptarla
como base de lo que tratamos, pues no hace más que repe-
tir, con peligro de confusión, la terminología piagetiana (ar-
tificialismo, magismo, animismo).
En efecto, las indicaciones de Piaget, a pesar de las críticas
que pueden hacerse a su método de trabajo y a la interpreta-
ción de los resultados, permanecen válidas globalmente, al
menos como modelo interpretativo capaz de unificar cierto
número de datos, en espera de mayores investigaciones.
No queda, pues, más que analizar con gran atención los
dos rasgos esenciales del pensamiento preoperatorio: el ego-
centrismo y la pre-causalidad.

1. El egocentrismo

El egocentrismo, en el que podemos reconocer matices


imaginarios y afectivos, se funda en la indistinción entre mun-
do real y mundo del yo. Tal indistinción, que va disminuyen-
do de los tres a los seis años, está siempre presente, y poten-
ciada por una fuerte carga fantástica, se presta a deformacio-
nes del concepto de Dios, tales que pueden reducirlo a una
prolongación y a una proyección del psiquismo del niño.
El mundo religioso es considerado como una hermosa fá-
bula (Harme, 1954) y todo lo «divino», no de otro modo que
lo fabuloso, ejerce un gran hechizo sobre el niño, atraído por
un mundo que se halla en los límites entre la fantasía y la
realidad.
El niño manifiesta interés por lo divino, escucha con gus-
to cuando se le habla del niño Jesús, del cielo; a veces parece
comprender los atributos de Dios, como el que lo ha hecho to-
do, que todo lo ve y que a todos nos ama.
Siguiendo la línea de Piaget, tal vez podamos colocar me-
jor estas formas entre las típicas de la inteligencia preope-
ratoria, como un conjunto de símbolos, más o menos ligados
a la experiencia subjetiva, yuxtapuestos sin lógica, sincrética-
mente, siempre claramente organizados en torno al egocen-
trismo imaginativo y afectivo.

116
Mailhiot (1964) ha hecho una interesante encuesta experi-
mental (una de las poquísimas) sobre el concepto de Dios en-
¡ tre los niños de tres-cinco años en ambiente cristiano. Se pe-
; día a los niños realizar dos dibujos: uno de Dios y otro de
1
Jesús. A continuación, se les proporcionaba un equivalente re-
íligioso con proyección de imágenes referentes a Jesús Niño,
i, adolescente, adulto. Se invitaba al muchacho a relatar una
nistoria de cada imagen.
i
|« He aquí las principales conclusiones:
< — Independientemente del grado de información religiosa
I ¡recibida por los niños, parece que a Dios se le percibe más
|lácilmente cuando se le presenta con los rasgos de un niño.
b; La sola expresión verbal «Dios» no evoca casi nada. El 34
p>or 100 de los niños han rehusado responder al estímulo; y
í*l 92 por 100 de los que han dibujado una figura, han reali-
|¿ado la de Jesús niño.
— Cuando a Jesús se les presenta como adolescente o adul-
ete, la identificación se hace problemática y la figura que lo
representa no sólo carece de evocación religiosa, sino que
t despierta poquísimo interés, incluso a nivel profano.
\ — Para los pequeños, el Niño Divino es un ser como ellos,
l hasta el punto de que el 70 por 100 de las niñas lo conciben
j¡ eomo una niña.
i — En el 46 por 100 de los casos los niños colocan junto
lal dibujo en que intentan representar a Jesús niño, una o dos
í figuras más, que dicen es la madre o los padres de Jesús.
I
| — El Niño Jesús es un niño modelo, admirado, servido,
[alabado por los padres, dotado de mágicos poderes que le
(permiten vencer a sus enemigos.
f . Mailhiot observa que «el Niño Jesús parece diferenciarse
^ae ellos en esto; es el Niño perfecto, porque los adultos se le
. Someten en todo y siempre».
£ Del conjunto de la encuesta se deduce bastante claramente
que las representaciones religiosas de la primera infancia es-

117
tan impregnadas de actitudes narcisistas, de proyección del
propio deseo de omnipotencia, que está íntimamente ligado
a la psicología infantil.
Es previsible que esta actitud, con frecuencia forzada por
métodos de educación religiosa que «fijan» y que no «liberan»,
conserve su fuerza en sucesivos momentos del desarrollo,
cuando después se requiera que el individuo se oriente en
sentido no egocéntrico. Es también probable que una religio-
sidad egocéntrica pueda actuar como remora en el desarrollo
del niño, proporcionándole motivos de satisfacción de carác-
ter narcisista.

El antropomorfismo de la religiosidad infantil está en es-


trecha dependencia del egomorfismo. Podemos llamarlo an-
tropormorfismo primario, ingenuo, para distinguirlo del más
desarrollado de la niñez.
Con Godin, podría también distinguirse un antropomorfis-
mo imaginativo, tendente a fabricarse una imagen de Dios con
formas y rasgos humanos, y un antropomorfismo afectivo,
que es el conjunto de las actitudes conscientes, o a veces, in-
conscientes, estructuradas en el contexto familiar de la pri-
mera infancia y que se proyectan en una relación afectiva con
Dios. Puede decirse que globalmente el antropomorfismo afec-
tivo precede al imaginativo.
Según la conocida teoría de Bovet (1956) el niño, en la
primera infancia, «paternaliza» a Dios. La primera intuición
global de un modo sagrado (fundado en la primaria relación
afectiva con la madre) se ensancha, y se hace más precisa
después en base a los sentimientos vividos en relación con el
padre. Dios es, desde el principio, concebido en forma antro-
pomórfica sobre la línea de las relaciones con los padres: so-
bre El se proyectan las relaciones afectivas que ya han te-
nido lugar con los padres.
Es, sin embargo, hacia los cinco-seis años cuando según
Bovet tiene lugar la «crisis religiosa» que induce al niño, que
ya ha descubierto las limitaciones de los padres, a transferir
a otro ser, idealizándole, las perfecciones que ya no encuen-
tra en los padres. El niño empieza a separar la figura del pa-

118
dre de la de Dios, aunque vislumbre a Dios todavía por mu-
cho tiempo en la línea de las imágenes que tiene de su padre
y de su madre y de las relaciones establecidas con ellos.
Por esto, la sucesiva fase de la niñez se caracterizará más
claramente por una forma imaginativa de antropomorfismo,
fácilmente comprobable por expresarse en un lenguaje verbal.
Mientras tanto, la disociación entre la figura paterna y la
de Dios, permite la formación de una imagen más universal
de Dios.
A los seis años, el niño comprende y acepta sin dificultad
el concepto de Dios, que ha creado todas las cosas, los anima-
les, todo lo que existe. Mantiene relaciones afectivas con el
«buen» Dios, visto especialmente bajo las apariencias del Niño
Jesús. Cree, a su modo, en la eficacia de la oración (Gessell,
1950, b).
La disociación entre la figura paterna y la de Dios, per-
mite, pues, una primera evolución del antropomorfismo ima-
ginativo. Se pasa de un antropomorfismo material ingenuo
(Dios tiene barba, vive en el cielo, hace brillar las estrellas,
etcétera) a una forma más moderada, en la que a Dios se le
atribuyen rasgos humanos, pero en una forma amplia y refor-
zada según una tendencia que Clark sugiere que se llame
«superantropomórfica»: Dios lo ve todo, incluso a través del
techo; tiene una barba tan larga que no existe otra igual. Pa-
rece pues, que el niño empieza a tener conciencia de la «di-
versidad» de aquel Dios que aún describe con rasgos huma-
nos; esta evolución es paralela a la superación progresiva del
egocentrismo.

2. La precausalidad

Es también típico de la primera infancia el deseo de pre-


guntar sobre las cosas; es la «edad del porqué».
Según Gesell (1950), el niño mediante estas preguntas lle-
ga a la noción de Dios como «quien ha hecho todas las cosas».

119
También Gallo ha destacado en sus estudios e investiga-
ciones con sordomudos, que el niño en esta edad elabora la
noción de Dios bajo el impulso de buscar la última causa, se-
gún una noción intelectual de causalidad (1959). Los porqués
del niño son para Gallo, indicios ciertos de la curiosidad inte-
lectiva de esta edad (p. 48 ss.).

Igual que Gesell y Gallo, también Bovet (1956) sostiene que


el niño, a partir de los cinco o seis años, se enfrenta espontá-
neamente al problema de la explicación de los fenómenos na-
turales y del origen de las cosas.

Pero Piaget nos ha demostrado cómo los porqués del niño


de esta edad no se encaminan a una búsqueda de las causas
(a veces ni siquiera esperan una respuesta del interlocutor)
y mucho menos de la causa última, sino que sólo pretenden
una explicación psicomoral, egocéntrica de las cosas. Bajo el
esquema proveniente de la experiencia de su actividad como
pauta de sus intenciones, el niño atribuye al mundo exterior
intenciones y finalidades. En su egocentrismo, normalmente
aplica la finalidad de las cosas a la relación que tienen con él
(el río se desliza para transportar mi barquita). En conclu-
sión, el niño tiende a concebir el mundo como rodando a su
alrededor o al menos alrededor del hombre.

Con todos los atenuantes que las sucesivas polémicas pue-


den aportar a esta interpretación de la curiosidad infantil,
parece que puede afirmarse que las capacidades lógicas no
están tan desarrolladas en el niño de cinco-seis años como para
poderle permitir ir hacia Dios a través de un proceso induc-
tivo, de las criaturas al Creador.

c) La religiosidad c o n relación al desarrollo afectivo

Las teorías que estudian el desarrollo intelectual del niño


no ofrecen más que algunos puntos para la comprensión de
su religiosidad; sobre todo dejan al descubierto el vasto cam-
po de interpretación del origen de la conducta religiosa in-
fantil.

120
A muchos estudiosos les parece encontrar la respuesta a
esta segunda serie de interrogantes en la afectividad del niño
claramente condicionada por la relación de los padres.
Nuestro análisis se orienta en esta dirección.
1. Según algunos autores, la relación con los padres llega
a ser importante y decisiva cuando su presencia se concreta
en una serie de intervenciones educativas específicas de ca-
rácter religioso que proporcionan una serie de nociones, sen-
timientos, actitudes o automatismos; tal aprendizaje está fa-
cilitado y acondicionado por los lazos afectivos y emotivos
que ligan al niño a los padres. Allport habla explícitamente de
«social learning» (1950-, 31) en lo que concuerdan también
Strunk B. (1962, 32) y Clark (1958, 88 ss.).
2. Menos «ambientalista» es la posición de los que ven
en los padres una presencia ejemplar que inspira al hijo un
sentimiento religioso a través de un testimonio de religiosi-
dad vivida. En este sentido se refieren principalmente a la fi-
gura de la madre, no sólo en cuanto que las primeras ense-
ñanzas religiosas las imparte generalmente la madre, sino
también porque es ella la que «reza con el niño y éste tiende
a identificarse con los sentimientos de ella». Por esto, como
ya se ha observado, Gruehn (c. c. 384) caracteriza uno de los
primeros períodos del desarrollo de la religiosidad infantil
(tres-cuatro años) como materno-filial con preponderancia de
los procesos limitativos en un cuadro de actividades lúdicas
y simbólicas (pre-mágicas).
También Aragó-Mitjans (1970, 59) admite el condiciona-
miento por parte de los padres mediante la ejemplaridad, la
eficacia educativa, la acomodación afectiva y emotiva.
Godin (1963, 99) prefiere hablar de «asimilación emotiva»,
mejor qtie de simple imitación de gestos religiosos que él con-
sidera como excesiva simplificación del comportamiento.
3. Un grupo cada vez más numeroso de autores atribu-
ye, sin embargo, a los padres un papel de carácter simbólico:
la religiosidad del niño sería originada por los significados
que él va descubriendo y atribuyendo a la presencia de los
padres en su vida afectiva.

121
En esta perspectiva, la relación padres-hijos se considera
como una prefiguración de la relación hombre-Dios y, para-
lelamente, el tipo de afectividad creado entre padres e hijos
se considera que influye directamente en la relación afectiva
entre niño e imagen de Dios.

Algunos estudiosos aceptan esta perspectiva, reservándose


sin embargo el derecho o no adherirse a las premisas psico-
analíticas de las que claramente se deriva (Lewis, 1962, 94 ss.;
a
Clark, 1959, 5; 87 y ss.; Strunk, 1962, 36; Gallo, 1959, 2. ed.,
78-90; Ramwez, 1967, 7-8 y 12). Otros por el contrario se orien-
tan decididamente hacia una revisión crítica de las intuicio-
nes freudianas y jungianas sobre la religiosidad infantil. So-
bre las teorías de estos autores (Goden, 1963; Oraison, 1961,
1956; Bovet, 1956; Fhilp, 1956; Vergote, 1967; Pohier, 1971, y
otros citados en el texto), intentaremos presentar un análisis
de conjunto acerca del origen y significado de la religiosidad
infantil. En este análisis damos por descontado el conocimien-
to, al menos elemental, de los autores de que se ha hablado
en los capítulos precedentes (cap. 3.° y 4.°).

122
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Además de los autores citados, Aragó-Mitjans, Bovet, Clark, Elkind,


Gemelli, Godin, Gruehn, Harms, Philp y Strunk, véanse:
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Vitae, 7 ( 1 9 5 2 ) , 4 1 4 4 2 4 .
2. BOYER, A., Éducation progressive du chrétien, París, L'École, 1952-
59, 3 voll.
3. CAVALLETTI, S.; GOBBI, G., Educazione religiosa, liturgia e método
Montessori, Roma, Paoline, 1961.
4. CLAVIER, H., L'idée de Dieu chez l'enfant, París, Fischbacher, "1926
(1/ ed. 1913).
5. DINDEON, J. M., A la découverte de Dieu, París, Le Grain de Sénevé,
1956.
6. FARGUES, M., L'éveil du sentiment religieux, París, Mariage et Fa-
mille, 1931.
7. FARGUES, M., La foi des petits enfants, París, Bloud et Gay, 1950.
8. FARGUES, M., Nos enfants devant le Seigneur, París, Mame, 1959.
9. GALLO, S., Genesi del sentimento religioso nell'infanzia, Roma, Pao­
line, '1959 ( 1 . ' ed. 1950).
10. GESELL, A.; ILG., F. L., Infant and Child in the Culture of To-day,
N. Y., Harper and Bros., 1943.
12. GESELL, A., e coll. ( b ) , The First Five Years of Life, London, Butler
and Tanner.
13. LAURENDEAU, M.; PINARD, A., La pensée caúsale; étude génétique et
experiméntale, París, PUF, 1962.
14. L E W I S , E., Children and Their Religión, London, Sheed and Ward,
1962.
15. LUBIENSKA DE LEVAL, H., L'éducation du sens religieux, París, Spes,
1946.
16. LUBIENSKA BE LENVAL, H., L'éducation de Vhontme conscient, París,
Spes, Í 9 4 8 .
17. LUBIENSKA DE LENVAL, H., Le silence á l'ombre de la parole, París,
Casterman, '1955.
18. LUBIENSKA DE LENVAL, H., Tréve de Dieu, París, Casterman, 1959.
19. LUBIENSKA DE LENVAL, H., L'univers biblique oü nous vivons, París,
Casterman, 1958.
20. M A C AVOY, J., Crisis affectives et vie spirituelle, en Dictionnaire de
Spiritualité, Ascétique et Mystique, Doctrine et Histoire, I I , 2 , 2537-
2556, París, Beauchésne, 1953.
21. M A I L H I O T , B., L'univers religieux de l'enfant d'áge pré-scolari, Re-
vue Dominicaine, 64 ( 1 9 5 8 ) , 131-143.

123
22. M A I L H I O T , B., E Dio si fece fanciullo. Reazioni di fanciuíli e di
gruppi di fanciuíli nell'eíá scolastica, en Godin A . (ed.), Piccoli e
grandi davanti a Dio, Roma, Paoline, 1964.
23. MILANESI, G.; CALONGHI, A . G., Famiglia: sacrale o secolare?. To-
rino, SEI, 1973.
24. MONTESSORI, Ai., / bambini viventi nella Chiesa. Note di educazione
religiosa, Napoli, Morano, 1922.
25. ORAISON, M., Amour ou contrainte? París, Spes, 1961.
26. RANWEZ, P., Le discernement de l'expérience religieuse chez l'en­
fant, Lumen Vitae, 19 (1964), 221-243.
27. RANWEZ, P., e coll., Ensemble vers le Seigneur, Bruxelles, Lumen
Vitae, 1957.
28. RANWEZ, P., L'aube de ta vie chrétienne, Bruxelles, Lumen Vitae,
1967.
29. T H O M A S , W . I., The unadjusted Girl, Boston, Little Brown and Co.,
1924.

BIBLIOGRAFÍA COMPLEMENTARIA

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Arch. di Psicol. Neurología e Psichia, 1961, 1, 7-28.
2. MAILLOUX, N.; ANCONA, L., Uno studio clínico degli atteggiamenti
religiosi e un nuovo punto di vista nella psicopatologia, Contributi
del Laboratorio di Psicología, serie X X I , 102-111.
3. PIAGET, J., La representación du monde chez l'enfant, París, PUF,
1926.
4. PIAGET, J., La Psychologie de l'intelligence, París, Colín, 1947.
5. PIATET, J., Six études de psychologie, Genéve, Gauthier, 1964.
6. PIAGET, J.; INHELDER, B., La psychologie de l'enfant, París, PUF,
1966.
7. P O H I E R , J, M . , Psychologie et Théólogie, París, Cerf, 1967.

124
CAPITULO TERCERO

EL SIGNIFICADO
DE LA RELIGIOSIDAD INFANTIL

1. Relaciones entre Imagen materna y religiosidad infantil


a) La relación hijo-madre.
b) El símbolo materno en el psicoanálisis.

2. Imagen paterna y religiosidad infantil


a) Investigaciones positivas sobre el contenido de la ima-
gen de Dios.
b) Freud y la religión del Padre.

Conclusiones

Siguiendo el análisis del capítulo precedente, en éste se


intentará explicar las relaciones afectivas que ligan aljaiño
con las teiáj^ej5Ljde_Jk^
substancSIm^te su desarxQlkxjceligioso.
Sobre la pauta de la brillante contribución de A. Vergo-
te (1967), daremos amplio relieve a las teorías psicoanalíticas.

1. R E L A C I O N E S ENTRE I M A G E N M A T E R N A Y R E L I G I O S I D A D
INFANTIL

Nuestra investigación no se restringe al simple análisis de


la correlación entre el contenido de la imagen materna y el
contenido de la concepción de Dios en los niños: éste es sólo
un aspecto, aunque muy importante, de la cuestión. No po-

125
dremos ciertamente pasarlo por alto, tanto más cuanto dis-
ponemos de algunos descubrimientos interesantes sobre este
argumento específico.

Ni queremos destacar simplemente la importancia deter-


minante de la madre en la génesis de la religiosidad infantil
como factor de aprendizaje religioso, que representa un ele-
mento determinante en la situación de muchas familias cris-
tianas, si es verdad que la religiosidad infantil es también
un hecho de condicionamiento y aprendizaje.

Queremos analizar la importancia psicológica de la madre


respecto al hijo en sus manifestaciones más evidentes y, so-
bre todo, en sus implicaciones simbólicas (en este sentido ha-
blamos de «imagen materna»), que son las destinadas a per-
manecer después del período infantil, por ejercer un influjo
determinante en el psiquismo del hombre adulto.

a) La relación hijo-madre

La relación hijo-madre que tiene lugar_en los primeros


años de la vida, marca para siempre el psiquismo del niño.
Incluso en la vida del adulto la evocación de la relación ma-
dre-hijo proporciona elementos positivos, unidos al conoci-
miento de la esencial necesidad de la experiencia materna
para consolidar algunas actitudes fundamentales en la vida
individual y de relación. Efectivamente, la simbiosis que tie-

las cqndiHonp^ d? smpftrvivfincia, a s n m s poro a porp _si£:


1 r>
^ *^^jg_^íinh6.1ir q^fr-vñ mili nllñ dr In aTpmHT.ia rr^sma.
La imagen deJa_.rmdre._exQca_..iina impresión de gozo, de se-
gun^
figurarse como experiencia de la más completa integración
físico-psíquica. ~" "

Por lo demás, el aspecto simbólico de la imagen materna


se confirma ampliamente por la abundancia de llamadas al
simbolismo materno-femenino en todas las manifestaciones
de la cultura occidental.

126
El significado de la madre como ternura, como fuente del
eros y de la vida, como punto logrado de equilibrio y de sa­
tisfacción beatífica, está figurado en innumerables símbolos
que la presentan como naturaleza, centro y ámbito primordial
que ha dado origen a la vida de todos los seres, como mar,
casa y hogar, caverna oscura y profunda. Son todos símbolos
que rodean a la función materna de un halo de misterio ine­
fable.

Por lo demás, la unión con el símbolo materno se toma en


algunas formas de religión vitalístico-participativas como em­
blema y como instrumento para celebrar la unión del hombre
con Dios (con frecuencia entendido este último como «natu­
raleza»).
De estas primeras consideraciones ya parece emerger cla­
ra una componente religiosa en la imagen materna, cuando se
la toma a nivel de signo simbólico. Es capaz de representar
ya el punto natural de llegada y de satisfacción del eros o de­
seo humano que tiende al encuentro de la absoluta felicidad,
ya el misterio insondable que rodea la fuente del ser y de la
vida. En la relación madre-hijo aparece con inmediata intui­
ción el flujo libre y vivificante del eros que tiende al logro
de una total y absoluta satisfacción existencial.

La problemática de la relación materna traslada así el pro­


blema hacia un vasto orden de consideraciones; el que en
concreto considera él eje materno de la religiosidad como un
punto particular (en la historia genética del individuo) de una
mayor experiencia en la búsqueda de Dios, fundada precisa­
mente en el eros o deseo religioso.

Si nos detenemos en estas manifestaciones amplias del


eros religioso es porque creemos que sirve para esclarecer el
significado religioso del eros materno; confiamos así recon­
quistar mejor el símbolo materno con relación a la religiosi­
dad, después de haber estudiado algunas componentes en la
larga tradición que considera la investigación religiosa centra
da en el deseo de Dios. Después de este largo rodeo, será cuan­
do nuestras reflexiones sobre la imagen religiosa de la madre
adquieran también significado más fundado culturalmente.

127
El símbolo materno remite, en efecto, a la problemática
del eros místico, del deseo de Dios como motivación funda-
mental de la religiosidad. Analizaremos, siguiendo a A. Ver-
gote, algunas manifestaciones características en el ámbito de
la cultura occidental.
La componente mística parece que es esencial a este deseo
de Dios en la medida en que ella se presenta como intuición
inmediata de su presencia amorosa, que elimina los límites de
separación y las apariencias engañosas de las cosas.
La íntima unión del hombre con Dios, que es la base de la
aspiración mística, está figurada por la íntima unión entre
madre e hijo; pero, ¿qué distinciones hay que hacer entre los
dos procesos, que se nos presentan paralelos? ¿Hasta qué
punto el deseo místico es distinto del materno? ¿Hasta qué
punto el deseo de Dios no se reduce a puro deseo humano o
por lo menos a su proyección o prolongación? Surge evidente
de estos interrogantes la profunda ambigüedad de una reli-
giosidad fundada en el eros religioso; como fuerza unitiva y
deseo de satisfacción, incluye en cada momento el peligro de
un repliegue sobre el hombre, de un retorno a la necesidad
del hombre, de un reflujo sobre sí mismo. Pero esta regresión
constituiría el fin de la autenticidad religiosa, si es cierto que
la experiencia religiosa recibe su autenticidad de la intencio-
nalidad que proyecta al hombre hacia Dios, de que surja una
actitud de reconocimiento y de aceptación de la palabra y del
mensaje, más que de la persistencia de una necesidad a la que
sirve de respuesta la religión.

El deseo de Dios se salva del peligro de repliegue narci-


sista sobre el hombre cuando, como en el caso de la larga
tradición monacal medieval cristiana, llega a equilibrar el de-
seo de Dios con un proporcionado sentido de la medida y de
la realidad humana en concreto. No es casual el que la reli-
giosidad medieval esté surcada en cada época de cambio por
la existencia de un interés profético total, para que el deseo
estuviera dirigido por el interés religioso y por la activa bús-
queda de Dios. Si el Dios escondido se revela en la fidelidad
al deseo religioso, su revelación se realiza continuamente con
el interés hacia el hombre y hacia el mundo.

128
El filón del deseo de Dios como vector de la experiencia
religiosa debe identificarse también en nuestra época, si se
quiere encontrar cierta consonancia entre el motivo de la re-
ligiosidad materna y la componente mística. ¿Existe aún hoy
una disposición religiosa en el sentido de la mística, que pue-
da hacer sensible el hombre contemporáneo a los atractivos de
una religiosidad proveniente de la experiencia de la relación
materna?
Hoy, en efecto, él deseo de Dios, en el sentido místico de
la palabra, parece una actitud más bien rara. De algunas en-
cuestas hechas por Vergote (1967, 163), parece estar presente
en algunos períodos de la adolescencia, cuando son más vivas
las exigencias contrapuestas de la soledad y de la integración,
que empujan hacia una religiosidad de presencia y de totali-
dad, caracterizada por una acentuada componente individua-
lista e íntima. Pero ya hacia el final de la adolescencia, la reli-
giosidad pierde el carácter «místico», hasta el punto de hacer
inútil el buscar tal deseo de Dios entre los adultos contempo-
ráneos.
La sociedad industrial, caracterizada por el desarrollo de
las ciencias y de la técnica, ha exaltado como nunca la volun-
tad prometeica del hombre, su autonomía personal, y al mis-
mo tiempo ha vaciado y envilecido el sentido del eros median-
te un organizado control de las manifestaciones sentimentales
y afectivas, que obedecen más a las exigencias de la vida so-
cial que a la espontaneidad de su génesis.
Ni tampoco pueden considerarse frecuentes las manifesta-
ciones del eros religioso, aunque se entienda en el sentido me-
nos exigente que algunas psicologías contemporáneas tienen
de él.
No parece adecuada, por ejemplo, la descripción que hace
Spranger, cuando identifica la religiosidad con la búsqueda
del valor supremo para el ser espiritual del hombre. El deseo
de relación con la totalidad de valores, no indica de por sí
una relación con el «radicalmente otro». Tal deseo se realiza
también en la experiencia de valores puramente terrenos, en
una mística vitalista para la realización de un humanismo más
que para una relación religiosa. Falta la presencia de otro en es-

6
129
ta experiencia de valores; tanto que en algunos casos se hacen
experiencias de tipo panteísta, en las que la dimensión religio-
sa queda envilecida, a causa de la fusión de los dos polos de
la relación religiosa.
El deseo de infinito no es, pues, en sí, religioso hasta que
no supera el escollo del cerrarse el hombre en su deseo y de
la no distinción entre deseo y objeto del deseo.
El peligro que se advierte en estas definiciones de deseo
religioso es una vez más la amenaza a la originalidad e iden-
tidad del sujeto, que corre el riesgo de perderse, anularse,
quedar absorbido; la reacción a esta toma de conciencia pue-
de llegar hasta el abandono de la religión fundada en el deseo
de Dios y alcanzar formas diversas de ateísmo.
Tampoco aportan mayor luz los más modernos estudios de
Maslow sobre las experiencias de vértice. Estas conductas su-
periores no nacen, ciertamente, de situaciones de vacío, y
no denotan sólo la búsqueda de algo que falta, sino que se
instalan en motivaciones que son extensivas y exploratorias.
Son conductas que no presuponen, ni siquiera indirecta-
mente, una recompensa o gratificación (de sabor más o menos
utilitario), sino que pretenden una satisfacción de la persona-
lidad en la modalidad del ser.
Maslow distingue entre experiencias de vértice en las que
el mundo se percibe como absoluto en su totalidad y en las
que el sujeto se siente integrado con él en una relación alta-
mente satisfactoria: son las experiencias filosóficas, religio-
sas, místicas; y experiencias estético-amorosas, en las que cada
objeto se percibe como absoluto y en las que la relación del
sujeto está más personalizada. Pero en ambos casos no es di-
fícil notar el peligro de confusión, de la pérdida del sujeto en
el objeto. No hay verdadera religiosidad en la experiencia de
vértice, sino sólo una experiencia pre-religiosa.
El análisis de la religiosidad fundada en el deseo de Dios
nos ha movido a poner en evidencia las deficiencias de la ima-
gen materna: se corre el peligro de dañar el desarrollo del
propio deseo, haciendo de la búsqueda un fin en sí mismo,
convirtiendo el deseo en una tentación de narcisismo difícil de
superar.

130
Es necesario profundizar en las implicaciones del símbolo
materno que se presenta con evidentes consonancias con los
símbolos religiosos; es necesario descubrir cuáles son las am­
bigüedades que se ocultan en la experiencia madre-hijo con
; relación a la estructuración de la religiosidad.

b) El símbolo materno en el psicoanálisis

*• A estas y a otras preguntas decisivas para una valoración


'del eros como motivación de la religiosidad responde ante
todo una interpretación analítica de la relación madre-hijo,
i, Como sucede con frecuencia, el psicoanálisis se presenta como
desmitificador, esto es, como factor de esclarecimiento, tam­
bién en el caso de la imagen simbólica de la madre.
El psicoanálisis tiene una posición muy articulada frente
; á la interpretación del misticismo y del eros religioso. Al me­
nos podemos distinguir la interpretación freudiana de la jun-
giana.
i'.;; Freud, en el volumen Die Zukunft einer Illusion, trata de
dar una explicación del misticismo o religiosidad inspirada en
el deseo de Dios: radicaría en las experiencias enlazadas al
principio del placer y, por ello, en conexión con la satisfac­
ción de la libido. Esto contrasta naturalmente con la religiosi­
dad en sus formas históricas, que se presenta unida a las difi-
cultades provenientes del surgir del principio de la realidad.
Normalmente el misticismo permanece a nivel inconsciente,
confinado como recuerdo de las experiencias narcisistas, que
podrían ser de nuevo evocadas, pero que normalmente no
emergen, como conciencia, a nivel religioso.
Se trataría, pues, de una forma netamente regresiva carac­
terizada por signos macroscópicos de infantilismo.
Para Freud el misticismo no tiene mucho relieve en la pro­
blemática religiosa, porque va unido a la figura materna, ha­
cia la que el psicólogo vienes nunca dedicó verdadera atención
científica. El admite sinceramente que no comprende la fun­
ción de la imagen materna, convencido como está de la pre­
ponderante importancia de la imagen paterna.

131
Por el contrario, en el psicoanálisis jungiano la imagen o
símbolo materno ocupa un puesto central; tanto que la obra
jungiana, en su conjunto, puede llamarse con todo fundamen-
to un psicoanálisis del símbolo materno.
La intuición de Jung consiste sobre todo en haber identifi-
cado, en el proceso de humanización del individuo, los facto-
res pre-conflictivos, que preceden a los momentos de tensión
propios de la experiencia del adulto.
En el desarrollo del individuo, él destaca el papel positivo
de las experiencias primordiales que unen al hijo con su ma-
dre, tanto que las anomalías y neurosis del crecimiento pare-
cen depender de la falta de una adecuada imagen materna.
La imagen de la madre tiene un doble significado en el des-
arrollo humano y religioso del individuo: por una parte cons-
tituyen el elemento de fondo y la fuente de la vida psíquica,
en cuanto que representa el elemento que unifica las tensiones
opuestas en el equilibrio biológico-psicológico, ya prefigurado
en la simbiosis de los primeros años.
Por otra parte, también está presente en la vida del adulto;
se encuentra como arquetipo del inconsciente colectivo, de
donde la experiencia simbólica lo saca a la superficie de la
conciencia.
Cada vez que una persona adulta experimenta un símbolo
materno o femenino, se vuelve a evocar él deseo de integra-
ción unitiva y beatífica.
Al mismo tiempo, mediante un análisis profundo de los
símbolos religiosos, Jung descubre sorprendentes analogías
entre el símbolo materno y los símbolos de Dios; ambos fun-
cionan como factores de unificación, como creadores del equi-
librio, en cuanto satisfacen el deseo de unión y felicidad. Toda
religión, en cuanto intento de satisfacer el deseo de unión o
de integridad original que cada uno ha experimentado en el
seno materno o en su relación con la madre, está marcada
profundamente por esta característica femenina. En conclu-
sión, la religiosidad se puede reducir a una experiencia simbó-
lica en la que prevalece el recuerdo estructural de la figura
materna; por otra parte, el arquetipo materno y el divino se

132
encuentran insinuados en el arquetipo del Selbst, que es como
la prefiguración del equilibrio y de la madurez psíquica, tanto
que puede llegarse a la equivalencia de los tres arquetipos:
Dios, madre, Selbst. La integración psíquica se confunde con
la religiosa hasta el punto de considerarse intercambiables:
la experiencia materna se identifica con la religiosa y la reli-
giosa con la psíquica.
Todo el mundo ve lo que implica esta interpretación; sur-
ge sobre todo el peligro de reducción psicológica de la reli-
gión; en efecto, no es posible distinguir en la psicología jun-
giana lo que pertenece al yo y lo que pertenece a Dios; no
existe auténtica presencia de Dios como persona, latente en
la necesidad y símbolo humano. Una vez más la religiosidad
fundada en el deseo de Dios se transforma en un deseo am-
biguo de perfección, de satisfacción, de felicidad, comprome-
tiendo tanto la inalterabilidad absoluta de Dios como la origi-
nalidad individual del hombre. También aquí, como en el pen-
samiento de Maslow, la experiencia mística tropieza con la
ambigüedad de su raíz psicológica, siempre capaz de aprisio-
nar al hombre en la lógica del deseo, que por su naturaleza
tiende a volver sobre sí mismo.
De la especulación jungiana puede, pues, deducirse la enor-
me importancia de una experiencia de felicidad madurada en
la relación maternal para la instauración de una religiosidad
válida. Esa experiencia es esencial a la religiosidad; pero al
mismo tiempo asume toda su validez, si se refiere a un nuevo
elemento que la puede sacar de la dinámica egocéntrica re-
presentada por el narcisismo afectivo.
La importancia de la relación materna queda demostrada
por la permanencia de elementos específicos maternos incluso
en la religiosidad madura y adulta.
De todos modos, no queremos, como ha hecho Freud, lle-
var la necesaria integración del símbolo materno hasta la exa-
gerada y unilateral importancia del padre en el proceso de
instauración de la religiosidad; no vemos en el símbolo ma-
terno, como le sucede a Freud, el peligro de un retorno de la
libido, retorno que él ve de forma puritana como un conato de
afirmación ilusoria del deseo libidinal en el niño.

133
Será más bien necesario afirmar de nuevo que la religiosi-
dad (infantil o no) se construye sobre la tensión de polos
opuestos, en momentos dialécticos complementarios, sin los
que le faltaría una dimensión fundamental.
La importancia de la experiencia materna se confirma tam-
bién por la psicología no analítica. Tenemos en Rümke un
ejemplo muy útil de las actividades que preceden a una expe-
riencia religiosa auténtica. Se trata casi siempre de condicio-
nes afectivas primarias unidas a las experiencias maternas.
Así la exigencia religiosa o pre-religiosa de sentirse inserto en
la totalidad de ser, que se experimenta sobre todo en la época
de la pubertad, queda satisfecha sólo en aquellos individuos
que han tenido una experiencia de felicidad proveniente de su
relación con los padres.
No puede lograrse la percepción simbólica de Dios en el
universo sino cuando nos sentimos insertos en él universo.
Pero esto no sucede sino cuando se tiene una experiencia de
inserción y de satisfacción en el ámbito de las relaciones hu-
manas que encaminan a la relación con el universo. Es evi-
dente que esto se cumple en el niño con la presencia de la
madre.

La historia diaria nos convence de que faltando una expe-


riencia inicial de felicidad, el mensaje religioso no puede ser
acogido, porque no responde a ninguna esperanza natural y
vital. En el niño, lo sagrado, entendido como presencia amo-
rosa de Dios, aparece durante el crecimiento vital y afectivo.
La conclusión del análisis que hemos hecho del símbolo
materno debería sugerir la necesidad de tal experiencia y sus
límites.
Ante todo, sobresale el hecho de que la presencia de una
relación con la madre es aún más importante como factor es-
tructurante del fondo de la afectividad y de la personalidad,
que como factor de aprendizaje directo o de intromisión ejem-
plar. La madre, si influye, lo hace ante todo como símbolo
que forma en la personalidad características de fondo que
predisponen a lo sagrado y no como fuente de nociones o de
condicionamientos religiosos.

134
Además estamos totalmente de acuerdo con una afirmación
de Vergote: «Símbolo arcaico de un infinito vivido, el senti­
miento oceánico, en gran parte inconsciente, aparece como
fuente de religión mediante la apertura a la felicidad y al
amor con los que marca la afectividad; sólo desemboca en la
religión a través de una serie de transmutaciones muy profun­
das operadas en él por el símbolo paterno» (o. c , 178).
<"• Sin estas transmfutaciones, la carga de la libido del eros
materno se transforma en naturalismo religioso, fuerza des­
tructora de la religiosidad, aunque sea deseo de unión y de
profunda armonía.
No queda otra cosa por hacer que estudiar la incidencia
del símbolo paterno en el materno y captar en clave dialéctica
las diferencias y complementariedades entre ambos.

2. I M A G E N P A T E R N A Y R E L I G I O S I D A D INFANTIL

La imagen del padre, como símbolo de Dios, está presente


en la historia de las religiones tan frecuentemente como la
materna. Puede decirse que la imagen de Dios, tomado como
padre, corresponde a una intuición primitiva de la realidad
divina, que precede en muchos aspectos al descubrimiento de
la afinidad entre imagen materna y Dios. Los pueblos primi­
tivos tienen una intuición ingenua, pero muy participada de
la paternidad de Dios, si bien esta imagen del padre divino se
transforma en el curso de sucesivas experiencias existencia-
Íes. El símbolo del padre no es inmutable, sino que lleva con­
sigo una continua restructuración, que parece tener lugar en
la línea de un continuo interrogante sobre la realidad que se
oculta tras la imagen espontánea. Se trata, pues, y al mismo
tiempo, de una imagen o de un símbolo connatural al hombre
y de una difícil conquista, encaminada a purificar las sucesi­
vas intrusiones que se han interpuesto a la primitiva intuición
de Dios como padre.
Siguiendo a Vergote, analizaremos las relaciones entre ima­
gen paterna e imagen de Dios, en dos líneas fundamentales del
desarrollo: seguiremos ante todo algunas investigaciones po-

135
sitivas que estudian el contenido de la imagen de Dios en los
niños, y después, expondremos la interpretación que el freu-
dismo da de la «religión del padre».
Los dos puntos del análisis se diferencian netamente por-
que utilizan diversos medios de investigación y hablan lengua-
jes totalmente distintos; por esto será necesario ponerse en
guardia contra la peligrosa tentación de confrontar los resul-
tados de una serie de consideraciones (las positivas) con las
otras (las analíticas) como si se quisiese encontrar confirma-
ción o condena de las teorías de Freud sobre el argumento.
Como máximo, se tendrán indicaciones útiles para construir
una crítica, pero no pruebas definitivas de la verdad psicoló-
gica de uno o de otro modo de ver.

a) Investigaciones positivas sobre el contenido de la Imagen de D i o s

Analizando el contenido de la imagen de Dios, para encon-


trar las eventuales referencias a las imágenes de los padres,
es necesario tener en cuenta la distinción fundamental entre
imagen-recuerdo e imagen simbólica.
Mientras la primera se refiere a la personalidad real del
padre y casi es su misma imagen, la segunda expresa la imagen
ideal, en la que confluyen deseos, proyecciones, influjos cultu-
rales. También esta segunda imagen del padre está radicada
sólidamente en las experiencias de relación, pero las trasciende
netamente remitiendo a un esquema mental más influyente y
profundo.
En efecto, la imagen-símbolo tiene el poder de volver a
evocar otras imágenes no contenidas claramente en la del re-
cuerdo, tiene el poder de suscitar una experiencia más com-
pleta, y no especular, que la vivida en el pasado. Además,
como símbolo va cargada de resonancias afectivas y emotivas.
En el análisis de las imágenes de Dios estudiaremos el in-
flujo de la imagen-recuerdo tal como la estudian, por ejemplo,
Nelson y Jones, Strunk y Godin. Pero ante todo advertiremos
que se presentan a nuestra atención dos problemas: debere-
mos preguntarnos en qué medida la imagen de Dios contiene
elementos humanos. Y a continuación deberemos preguntar-

136
nos cómo puede tener lugar el paso de la experiencia de la
relación con los padres a la de la relación con Dios.
Las dos preguntas son complementarias entre sí.
Nelson y Jones habían encontrado en su investigación de
1957 una neta correlación entre imagen-recuerdo materna e
imagen de Dios. Además, habían constatado una más acentua-
da correlación entre la imagen materna y la imagen de Dios
en los sujetos que manifestaban una marcada preferencia por
la madre. Por el contrario, en los sujetos en que parecía no-
tarse cierta indiferencia en el preferir uno u otro progenitor,
la correlación entre imagen paterna e imagen de Dios era muy
inferior a la registrada entre imagen materna e imagen de
Dios.

Dos años después, Strunk (1959) aplicaba la misma prueba


a un grupo más homogéneo en edad y madurez religiosa. En-
contraba que los sujetos proyectaban sobre Dios tanto la
imagen-recuerdo materna como la paterna; las correlaciones
entre Dios y el padre por un lado, y entre Dios y la madre por
otro, alcanzaban el mismo nivel de significación estadística.

Para explicar este resultado Strunk sugería la hipótesis de


que esto podía atribuirse al hecho de que la madurez espiri-
tual y religiosa favorecía la desvinculación de las componentes
afectivas derivadas de las primeras experiencias familiares.
Además, Strunk notaba más estrecha conexión entre imagen
del padre e imagen de Dios en los sujetos de sexo femenino y
al contrario en los masculinos. Los problemas dejados abier-
tos en la investigación e hipótesis sugeridas por Strunk esti-
mularon a Godin y Hallez a profundizar en la misma búsque-
da sobre grupos más vastos y seleccionados. Del examen de
los resultados obtenidos, esos autores deducen algunas ten-
dencias psicológicas:

a) La evocación divina con frecuencia se perfila práctica-


mente igual en las dos líneas parentales.
b) El condicionamiento de las imágenes parentales es
tanto más fuerte cuanto mayor es la preferencia por uno de
los dos padres.

137
c) Se pone en evidencia cierta «oscilación afectiva», por
la cual los sujetos masculinos conectan con preferencia la
imagen de Dios a la imagen de la madre, mientras que los fe­
meninos lo hacen con la del padre.

d) A medida que aumenta la edad, la unión entre imagen


divina e imagen de los padres tiende a disminuir. No es po­
sible esclarecer si este hecho es debido a una progresiva ma­
durez espiritual o a un aprendizaje de conocimientos teológi­
cos (como parece suceder sobre todo entre religiosos y con­
templativos) o a una indiferenciación creciente de las dos
imágenes, unida a la idealización del primitivo ambiente fami­
liar, o a otros motivos.
Otra investigación experimental, aunque no del todo co­
rrecta metodológicamente es la de Siegman (1961), que que­
riendo someter a prueba las hipótesis freudianas deduce de
los resultados obtenidos que una eventual proyección (si es
que existe) de la imagen del padre va disminuyendo a medida
que el concepto de Dios pierde su ambigüedad y la actitud
religiosa va madurando.
Aparte las críticas metodológicas que pueden hacerse a es­
tas investigaciones, lo cierto es que los resultados obtenidos
parecen atenuar las conclusiones propuestas por Freud en su
Zukunft einer Illusion: que la religión es sólo una regresión
ilusoria a un estadio infantil en que se imagina al padre (no a
la madre) como factor de compensación y satisfacción por la
frustración del deseo de satisfacción de la libido. Estas inves­
tigaciones, por el contrario, destacan la importancia de la pre­
sencia de elementos maternales junto a los del padre.
Confirman también la importancia de la temática edipica;
negando que la imagen-recuerdo agote la riqueza de la imagen
paterna, remiten a un estudio más profundo de la imagen-
símbolo (Vergote, 1967 y 1969).
La técnica utilizada por Vergote permite cierta profunda
proyección de actitudes; la imagen-recuerdo queda superada
mediante la presentación de estímulos que recuerdan los ras­
gos asignados por la tradición cultural a la imagen del padre
y de la madre ideales.

138
Los sujetos encuestados han puesto en evidencia estas ten-
dencias fundamentales:
— la idea de Dios se forma mediante las dos imágenes, en-
tendidas como imágenes diferenciadas y complementarias;
— el contenido simbólico de las imágenes de los padres
es el que tiene el poder de evocar la imagen de Dios;
— la imagen de Dios se presenta como una síntesis de atri-
butos antagónicos presentes en las imágenes de los padres;
— el símbolo paterno parece más idóneo que el materno
para evocar la imagen de Dios;
— el símbolo paterno no es exclusivo; evoca a Dios en
cuanto se refiere complementariamente al de la madre;
— no hay diferenciación entre las proyecciones de los' su-
jetos de sexo masculino y las del sexo femenino.
Aparte las muchas incertidumbres sobre la validez univer-
sal de las conclusiones, ¿sucederá lo mismo en ambientes so-
ciales donde prevalece el matriarcado o donde existen claras
tendencias a nivelar los papeles sexuales y parentales en la
familia? La prueba de Vergote tiene el gran mérito de remitir
a un análisis más profundo del símbolo materno y, sobre todo,
del paterno que parece prevalecer en la evocación de Dios.
De este análisis debe surgir el significado de la unión que pa-
rece existir entre símbolos humanos y presencia de la imagen
divina en el alma del creyente.

b) Freud y la religión del padre

En el plan general del pensamiento freudiano la imagen


del padre ejerce una función estructural que constituye la
clave del proceso de humanización del individuo.
La incidencia de la imagen simbólica del padre se hace
más viva en el período decisivo de la experiencia edípica. Es
este el período en que las relaciones afectivas del niño resul-
tan más complejas, diferenciándose notablemente y recibiendo
su definitiva orientación.

139
El padre introduce en la dual relación madre-hijo una nue-
va dimensión. Saca al hijo de la ambigua hipoteca del amor
materno y lo introduce en el mundo de la realidad. Principio
de la realidad se llama precisamente el principio que preside
esta maduración de la afectividad. Mientras anteriormente el
principio organizador de la libido infantil era exclusivamente
el principio del placer y la satisfacción se obtenía mediante
una vida de simbiosis psíquica con la madre, ahora la presen-
cia del padre imprime un ritmo más preciso al desarrollo. En
cuanto antagónica y figura complementaria de la madre, el
padre impone una ley a la expansión de la afectividad del niño
y representa un llamamiento y una censura a la tendencia nar-
cisista de la libido infantil. Al mismo tiempo constituye para
el hijo un modelo que hay que interiorizar; en efecto, el niño
intuye inconscientemente que nunca podrá reintegrarse ade-
cuadamente en el cuadro de la familia, si no madura hasta lle-
gar a tener la «estatura psicológica» del padre: en otras pala-
bras, la figura del padre constituye el principio del super-ego,
entendido como límite y como modelo.
El padre asume un papel decisivamente positivo en el des-
arrollo del niño, apareciendo como la síntesis entre ley y mo-
delo; es decir, asume una significativa forma de comportarse
a los ojos del hijo, conducta que se interpreta como factor de
promoción de las inmensas posibilidades del hijo. El padre
constituye, en efecto, la promesa, en cuanto pronuncia una
palabra que el hijo reconoce. En otros términos, la humaniza-
ción del hijo tiene lugar cuando el padre, destacando la acep-
tación del hijo a la ley y al modelo, lo integra en la propia
relación afectiva.
El estudio de Freud sobre la religión se coloca en esta pers-
pectiva.
Según Freud, una profunda sensación de culpabilidad es
coesencial al complejo de Edipo; desde que el niño intuye la
presencia del padre junto a la de la madre, surgen en él sen-
timientos de ambivalencia (odio-amor) que nunca quedan eli-
minados. En el fondo el niño concibe al padre como a un rival
y experimenta sentimientos espontáneos de aversión y de ten-
dencias de carácter agresivo y destructor hacia el padre. En
consecuencia, se hace consciente de la imposibilidad de colo-

140
car adecuadamente la carga instintiva sobre objetos propios,
de la imposibilidad de «ser todo» y de «tener todo» y de que
precisamente el padre constituye el límite a tal expansión.
La religión, según Freud, se funda en este sentimiento de
culpabilidad y, a su vez, lo estructura cada vez más. A nivel
individual la religión no es más que un conjunto de prácticas
y de creencias provenientes directamente de la situación con-
flictiva en que se encuentra el niño en el complejo de Edipo.
Este niño proyecta en el Padre celestial tanto las caracterís-
ticas de límite, renuncia, prohibición, que ya ha intuido en el
padre terreno, como el deseo de omnipotencia que se frustra
en la relación con el padre terreno. La religión del niño pare-
ce así apoyarse en una irresoluta situación conflictiva y es
síntoma de un bloqueo del desarrollo.
En este punto es donde la interpretación freudiana es don-
de carece de consecuencia lógica. No se ve, en efecto, por qué
el Padre celestial debe concebirse como límite y remora (al
máximo como modelo de omnipotencia frustrada) y no tam-
bién como promesa de desarrollo, como quien pronuncia la
palabra de vida que el hijo acepta y le estimula haciéndole
superar la fase de dificultad ligada a la ruptura de la relación
materna.
No se ve por qué no acepta Freud en todo su alcance la
carga simbólica de toda la imagen paterna, tanto más que un
análisis desapasionado de las formas más elevadas de la reli-
giosidad histórica demuestra plenamente la presencia de ele-
mentos que superan la mera concepción jurídica de la religión
misma. Sobre todo en la tradición judeo-cristiana existe la
presencia continua de una componente de promoción del hom-
bre en su relación con Dios; el judeo-cristianismo se mueve
precisamente sobre la base de una «promesa» que se cumple
en el «Hijo» que el Padre envía, reconoce, acepta. Difícilmente
puede negarse que el hecho religioso cristiano realice a nivel
psicológico las características integrales de la imagen simbó-
lica del padre, en su relación con el hijo.
Para aceptar, pues, la explicación que Freud da de la reli-
gión es necesario llevar su intuición hasta el fondo; superar
su resistencia a aplicar por entero la virtud estructural del

141
símbolo paterno y, como consecuencia superar la unilaterali-
dád de la situación conflictiva como elemento característico
de la relación.
Esto no excluye que para muchos cristianos la religiosidad
se cimente según las modalidades analizadas por la especula-
ción freudiana; esto es, como desarrollo en una sola dirección
de una imagen del padre, como fruto de una situación de con-
flicto no superada, como consecuencia de un planteamiento
negativo derivado del encogimiento del super-ego.
Aunque se reconoce a esta religiosidad una noble función,
en cuanto constituye un conato de corrección y de contención
de la libido (y por ello un paso adelante hacia la humaniza-
ción) se le achaca su carácter represivo que deberá superarse
con una visión más amplia del desarrollo. Será precisamente
el psicoanálisis, según Freud, el que abra el camino al hom-
bre para descubrir la ilusión de la religión y el verdadero des-
tino de la libido.
Muchos han sido los continuadores de la línea freudiana;
es clásica, por ejemplo, la divulgación a alto nivel hecha por
Bovet (1956, 26 ss.), el cual tiene también en cuenta, por otra
parte, otras aportaciones recientes de la psicología científica.
Para Bovet la religiosidad profundiza sus raíces en él amor-
adoración que el niño tiene hacia sus padres, en un principio
tenidos como símbolos de omnipotencia (3-4 años). Pero al
sobrevenir nuevas experiencias, el niño descubre los límites
de la figura paterna y experimenta una fuerte frustración, que
no puede superarse si no es proyectando la necesidad de se-
guridad hacia una figura sublimada de Padre. Esta imagen
sustituye a la del padre terreno, asumiendo las características
de omnipotencia, de bondad y de omnisciencia.
De este modo se obtiene la «paternalización» de la imagen
de Dios, que aún depende de las características animistas del
pensamiento infantil. Según Bovet, el niño tiene una espontá-
nea tendencia a mitificar, que sólo será superada más tarde
por el desarrollo del pensamiento causal. En estas últimas
precisiones, evidentemente, Bovet se aleja de la perspectiva
freudiana, aceptando algunas categorías claramente piagetia-
nas.

142
Otros (v. g. Philp, 1956, 22-31), creen haber confirmado por
vía experimental el origen conflictivo de la religión infantil,
refiriéndola al sentimiento de culpabilidad que se instaura con
relación a la interiorización de las normas de conducta. La
transgresión de la norma misma sería la que lleva al niño a
la necesidad de expiación y al deseo de re-integración a la rela-
ción con el padre; esta recuperación de la plenitud afectiva
se facilitará enormemente por la creación fantástica de un
Padre sublimado, que comprende, perdona, acoge.
Pero también en estas investigaciones es patente la parcia-
lidad de la lectura freudiana del hecho religioso en la primera
infancia; este intento constituye, sin embargo, la aportación
más estimulante para la comprensión del fenómeno.
No se puede negar, por ejemplo, que en la visión cristiana se
notan sorprendentes correspondencias con el modelo interpre-
tativo proporcionado por Freud (aunque con las correcciones
surgidas). El padre es, efectivamente, el depósito de la ley y el
más alto modelo a imitar; al mismo tiempo, pronuncia la pa-
labra de promesa y de salvación, que se hace persona viviente
y símbolo de promoción humana.
También las investigaciones en este campo han destacado
una cierta correlación entre símbolo paterno e imagen de
Dios.
Pero esto no es del todo suficiente para afirmar la deriva-
ción de la religiosidad del complejo de Edipo. El «cómo» de
esta conexión no está aún al alcance del análisis psicológico,
ni la explicación de Freud parece del todo convincente.
Se debe destacar, ante todo, que la imagen simbólica del pa-
dre y no la simple imagen-recuerdo es la que tiene poder es-
tructural. Además, la visión freudiana ha de completarse con
la interpretación jungiana. El símbolo del padre lleva consigo
una referencia explícita al de la madre y surge con relación al
materno: se configura como elemento dialéctico respecto a él.
Parece, pues, natural que incluso en la fase de solución del
conflicto y en la fase positiva del comienzo de la religiosidad,
la figura del padre represente algo sólo si está en relación di-
námica con la madre y como portador de valores integrables
y complementarios con los de la madre.

143
Este punto de la crítica de Freud está particularmente des-
arrollado en la obra de M. Oraison (1961, 141-160), para el cual
las dos experiencias de los padres representan la condición
esencial para la formación del elemento «racional» de la reli-
giosidad (imagen del padre) y el elemento «afectivo» (imagen
de la madre). Además, Oraison, admitiendo, como Bovet, cier-
ta derivación psicológica de la imagen de Dios de las frustra-
ciones referidas al descubrimiento de la no-omnipotencia del
padre terreno, advierte que la ambigüedad de esta primera
aproximación religiosa puede superarse sólo si se acentúan
las exigencias de absoluta trascendencia de la imagen divina
que el niño ya intuye. El, en efecto, vive la relación con el pa-
dre como algo absoluto y traslada esta dimensión a la expe-
riencia religiosa; las intervenciones educativas «liberadoras»
son las que permiten separarse de una imagen excesivamente
paternalista de Dios y reconquistar el sentido auténtico.
Por lo demás, se llega también a estas conclusiones a tra-
vés de la lectura atenta de las investigaciones positivas que
han demostrado la estrecha unión entre símbolos parentales
e imágenes de Dios.
Finalmente queda el problema del vínculo psicológico en-
tre imagen y realidad.
A. Vergote parece rechazar por inconsistencia un concepto
simplista del proceso de proyección («no abarca ningún pro-
ceso psicológico real») y se orienta hacia una interpretación di-
versa que utiliza el concepto tranfert simbólico: «el hombre
puede mirar la realidad de Dios a través de la figura humana,
ya que la historia humana y la religiosa se desenvuelven efec-
tivamente según las mismas leyes». Más aún, pone en eviden-
cia los sorprendentes paralelismos entre historia de la huma-
nización del hombre e historia de la presencia de Dios en la
humanidad. Dios realiza en el hombre lo que el padre realiza
en el hijo. De aquí el valor de la evocación del símbolo pa-
terno. Parece que la conclusión es la de una simple posibilidad
de evocación, creación de un esquema mental radicado en la
experiencia que puede facilitar, en presencia de oportunos
símbolos o estímulos religiosos, el surgir de la religiosidad y,
en particular, de una religiosidad basada en las relaciones pa-
rentales.

144
También Godin (1963, 103-104), aun admitiendo que el des-
pertar de la religiosidad infantil pueda a veces tener lugar en
la línea de una proyección compensadora (como quiere Bovet),
opina que ordinariamente se refiere a un proceso de partici-
pación por «transferencia» en la actitud religiosa de los pa-
dres. El niño llega a ser religioso en la medida en que deduce
de las características de los padres (autoridad paterna y bon-
dad materna) la existencia de una fuente trascendente de
aquellos signos, a la cual los mismos padres hacen referencia.
La deducción siempre está en el plano de significados simbó-
licos, que se presentan ambivalentes y, por lo mismo, necesi-
tados de ulterior madurez.

En definitiva parece difícil afirmar que haya continuidad,


entendida de forma determinista, entre imagen paterna e ima-
gen divina.
Puede concluirse con Vergote: «La psicología no está en
grado de deducir a Dios de la simple imagen del padre huma-
no. La psicología se limita a manifestar la afinidad de estruc-
tura entre las relaciones hijo-padre y hombre-Dios. Esta co-
rrespondencia no es, por otra parte, fortuita; al humanizarse
en sus relaciones familiares, el hombre se hace capaz de lograr
la verdadera dimensión religiosa» (o. c , 208).

A nuestro juicio, la cuestión queda aún abierta, ya porque


no es del todo convincente la liquidación del concepto de pro-
yección realizado por Vergote (existe una amplia literatura a
este propósito, en clave freudiana y en otras perspectivas), ya
porque surgen aún grandes interrogantes respecto a la rela-
ción entre imagen humana e imagen divina.

No está, en efecto, resuelto el problema de la autonomía


absoluta y de la transcendencia de Dios. Se pone aún un inte-
rrogante sobre la derivación humana de Dios. ¿Se trata de
una nueva forma de entender la mitificación de una relación
humana? Y si se niega que haya relaciones entre esta imagen
humana y la divina del Padre, ¿no se correrá el riesgo, en esta
escisión radical, de destruir todo eslabón con la experiencia
humana, en la que parece razonable radicar la experiencia reli-
giosa?

10 145
Tal vez toda representación humana de Dios en cierto modo
es un ídolo. El Dios trascendente es sólo una «utopía» para
el hombre inmerso en la experiencia terrena; es término de
comparación que muestra los límites de nuestros ídolos; es
una meta jamás lograda, a pesar de las progresivas purifica­
ciones; es el polo dialéctico que da la medida limitada de
nuestros conceptos y estimula la actividad simbólica para su­
perar las certezas ya logradas.
La madurez religiosa comprende ciertamente esta toma de
conciencia de la dialéctica y de la relatividad de nuestras re­
presentaciones de Dios.
La ciencia psicológica puede constatar esta tendencia a la
trascendencia y descubrir que ella corresponde a las dinámi­
cas del símbolo paterno; pero no puede ir más allá.
Todo esto lleva a la conclusión de que si la religiosidad ra­
dica necesariamente en una experiencia parental, no puede,
sin embargo, reducirse a ella; exige, más bien, una posibilidad
de desatarse e independizarse de la experiencia inicial.
La verdadera religiosidad se manifiesta como tensión entre
dos polos irreductibles, que no se deducen el uno del otro: se
trata del polo de la experiencia humana, que en este caso está
representada por la relación parental, y del polo de la presen­
cia divina. Toda experiencia humana puede evocar lo divino,
pero no por esto lo hace presente de forma mágica. Con mayor
precisión, toda experiencia humana puede hacer sentir al hom­
bre el reconocimiento de la presencia divina, puede anular, al
menos en parte, el silencio de Dios y su ausencia. Pero es pre­
cisamente en este silencio y en esta ausencia cuando el reco­
nocimiento de Dios adquiere valor espiritual; los motivos hu­
manos de su búsqueda se colocan en su justa dimensión de
evocadores, ocasiones, estímulos. El silencio y la ausencia
crean una separación que demuestra la absoluta alteridad y
total independencia del polo divino, de forma que es difícil
pensar que derive lo divino de lo humano.

Todo esto, evidentemente, está lleno de consecuencias tam­


bién para la religiosidad infantil, sobre todo respecto a su
futuro desarrollo, que se entiende como gradual maduración

146
de la experiencia simbólica paterno-materna evocadora de la
inicial presencia de Dios.

CONCLUSIONES

Resumiendo brevemente los elementos de nuestro análisis,


podemos fijar algunos puntos en que las conclusiones parecen
más aceptables.
1. Nos parece una adquisición la importancia de las figu-
ras de los padres respecto al despertar y a la estructuración
de la religiosidad infantil. En la interpretación que hemos dado
en la línea del psicoanálisis, las figuras de los padres se en-
tienden no sólo como condicionamientos de la religiosidad a
través de la ejemplaridad y la enseñanza de las nociones y de
las actitudes religiosas, sino como factores de «normalización»
psíquica de la personalidad de los niños y como factores de
experiencia simbólica pre-religiosa.

En otras palabras:
a) Los padres preparan al niño a la experiencia religiosa
cuando la relación entre ellos y los hijos es tal que facilite la
evolución del niño sin obstinaciones ni faltas de adaptación no-
tables. Esta función normalizadora de la presencia de los pa-
dres se estudia más ampliamente en muchas investigaciones
de la psicología infantil.
b) Los padres preparan al niño a la experiencia religiosa
desarrollando una función simbólica pre-religiosa; desempeñan
un papel de predisposición, estructurando en la psique del
niño algunas actitudes fundamentales que se hallan después
en la experiencia religiosa.
Aunque no aceptamos la simple transposición del conteni-
do de la imagen-recuerdo al contenido de la idea de Dios, ni
la identificación entre imagen simbólica del padre o de la ma-
dre con la imagen de Dios, pensamos que la relación padre-
hijo se vive a nivel simbólico hasta el punto de convertirse en
condición del despertar de la religiosidad. En normales con-
diciones de relaciones, el niño está en condiciones ideales para

147
recibir el influjo de los estímulos religiosos y de reaccionar
de forma adecuada. Su disposición hacia una conducta religio-
sa auténtica se funda principalmente en esta experiencia pa-
rental, aunque son necesarios otros factores ambientales y
educativos, para llevar a un óptimo nivel esta disposición de
base.
Con otras palabras: el niño está disponible a una experien-
cia religiosa cuando la relación con los padres es de tal modo
«liberadora» que le permita una experiencia simbólica; esto
es, cuando en la presencia materna él intuye una actitud de
amor, no posesivo y estático y en la presencia paterna ve la ley,
el ideal, la promesa de desarrollo de su personalidad.

2. Además de la relación con los padres y con los educa-


dores, parece tener gran importancia el ambiente. Los condi-
cionamientos a que los niños están sometidos, provienen unas
veces de los modelos de conducta difundidos en la sociedad,
filtrados por la «cultura» familiar, otras, de las mismas inter-
venciones educativas, orientadas a estimular el interés reli-
gioso.
Es importante hacer notar que en nuestro ambiente cultu-
ral, estos estímulos están bastante difundidos, sobre todo en
las clases populares y rurales, a pesar de los cada vez más
difundidos síntomas de secularización de la sociedad.
Es también conveniente recordar que la educación religio-
sa obtiene, de hecho, un resultado muy diverso, según que se
apoye en una dinámica psicológica «abierta» o «cerrada», esto
es, según que el proceso de interpretación de los símbolos pa-
rentales se encamine o no a la solución positiva del desarrollo
de la personalidad del niño. El papel de los factores de apren-
dizaje es, de todas formas, a nuestro juicio, secundario respec-
to a los de la estructuración de las actitudes pre-religiosas de
base; opinamos que ningún símbolo religioso lleva la esperan-
za de lograr el éxito, si no existen las premisas «estructurales»
para su desarrollo. No tenemos mucha confianza en una en-
señanza intensiva, cuando no la acompaña y precede la pro-
porcional «normalización» educativa del niño, mediante una
serie de intervenciones «liberadoras».

148
En caso contrario, la educación religiosa puede transfor-
marse en un factor de bloqueo (los psicoanalistas ven con fre-
cuencia, y justamente, un instrumento de «castración» psíqui-
ca), y hasta puede ser utilizado deliberadamente como medio
de manipulación en la personalidad infantil. No es raro en-
contrar en la edad infantil, elementos de una religiosidad fun-
dada en el temor, en el sentimiento de culpabilidad, en el ri-
tualismo exterior; tales características no proceden de la pro-
blemática edípica, como opinan los psicoanalistas, sino más
bien de conscientes intervenciones educativas que prostituyen
la religión convirtiéndola en instrumento de presión moral so-
bre los niños, como sustituto y sucedáneo de una relación afec-
tiva auténtica.
Está claro que el niño no está capacitado para soslayar
estas limitaciones de la personalidad, impuestas por la fuerza
del chantaje psicológico; pero es obvio prever que en cuanto
pueda abandonará estas «prácticas» o «creencias» religiosas,
que para él constituyen el símbolo de la agresividad parental.
Estas presiones, evidentemente, explican, por ejemplo, la irre-
ligiosidad de muchos jóvenes, educados en familias o ambien-
tes «religiosos».

3. El tercer punto se refiere al carácter necesariamente


ambivalente, más bien ambiguo, de la religiosidad infantil.
Además de estar ligada íntimamente a la problemática de
las relaciones parentales casi hasta confundirse enteramente
con ella, la religiosidad de los niños está también penetrada, a
niveles profundos, por las características de su psiquismo, uni-
do al egocentrismo y a la pre-causalidad.
Con esta tonalidad son vividos tanto los procesos simbó-
licos unidos a las imágenes parentales como los estímulos re-
ligiosos provenientes del ambiente circundante. Como anterior-
mente hemos anotado, esto hace extremadamente difícil una
valoración global de la religiosidad infantil. Es verdad, como
advierten muchos observadores y educadores, que el compor-
tamiento religioso de los muy pequeños se caracteriza muchas
veces por la espontaneidad, alegría, creación, poesía. Pero tam-
bién es verdad que hay en ello mucha imitación, proyección

149
de deseos y necesidades frustradas, antropomorfismos, magia,
animismo.
Persiste problemática la respuesta al interrogante inicial:
¿es capaz el niño de una verdadera conducta religiosa, aunque
sea con todas las condiciones sugeridas por el conocimiento
de su psiquismo? La solución al interrogante no puede venir
más que de un conocimiento fenomenológico (esto es, del in-
terior «subjetivo» del interesado) que hasta el presente no
parece haber sido aún aplicado a los muy pequeños; y hay que
preguntarse hasta qué punto sea metodológicamente posible.
Por nuestra parte opinamos que el niño es capaz, antes de
los seis años, aunque ocasional e intuitivamente, de captar en
el estímulo religioso («Dios», «Jesús», «la oración»...) una di-
mensión que de algún modo trasciende las experiencias por
las que el estímulo ha sido provocado. Evidentemente que esto
no es suficiente para probar la existencia de la «religiosidad»,
actitud que madura lentamente durante toda la vida y que
empieza a aparecer de forma estructurada hacia el final de la
edad evolutiva. Esto demuestra lo dinámico y a veces contra-
dictorio que es el crecimiento religioso. En capítulos sucesi-
vos trataremos de esbozar el largo camino que aún deben re-
correr los primeros elementos religiosos en la historia del in-
dividuo.

150
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Además de las obras ya citadas de Vergote (1967), Jung, Freud,


Oraison ( 1 9 6 1 ) , Bovet ( 1 9 5 6 ) y Philp ( 1 9 5 6 ) , véanse:

1. GODIN, A., Le Dieu des parents et le Dieu des enfants, Paris-Tournai,


Casterman, 1963.
2. GODIN, A.; HALLEZ, M., Images parentales et paternité divine, Lu­
men Vitae, 19 ( 1 9 6 4 ) , 243-277.

3. NELSON, N . O . ; JONES, E . M., Les concepts religieux dans leur rela-


tion aux images parentales, Lumen Vitae, 16 (1961), 283-289.
4. SIEGMAN, A. W., La notion de Dieu et l'image du pére, Lumen Vitae
16 ( 1 9 6 1 ) , 289-292.

5. STRUNK, O., jr., Perceived Relationship Between Parenteral and


Deity Concepts, Psychol. Newsletter, 10 (1959), 222-226.
6. VERGOTE, A.; T A M A Y , O. A.; PASQUALI, L.; B O N A M I , M.; PATTIJN, M. R.;
CUSTERS, A., The Parenteral Images and the Concept of God, Journ.
for the scient. Study of Relig., 8 (1969), 79-87.
7. VERGOTE, A.; B O N A M I , M.; CUSTERS, A.; PATTIJN, M . R., Le symbole
paternel et sa signification religieuse, Arch. für Religionspsycholo-
gie, 9 ( 1 9 6 7 ) , 118-140.

151
CAPITULO CUARTO

EL MUNDO RELIGIOSO DEL NIÑO

1. La escuela como factor de desarrollo de la religiosidad


2. El ambiente familiar
3. El descubrimiento de la institución religiosa
4. La iniciación sacramental
5. La oración

Hacia los 6-7 años suele localizarse otro peldaño del des-
arrollo de la vida psíquica, que parece tiene consecuencias
incluso en el desarrollo de la religiosidad. Como observa Pia-
get, «en cada uno de los aspectos tan complejos de la vida psí-
quica, inteligencia o vida afectiva, relaciones sociales o acti-
vidad individual, aparecen nuevas formas de organización, que
complementan las construcciones esbozadas en el transcurso
del precedente período y les aseguran un equilibrio más esta-
ble, aunque inauguran una ininterrumpida serie de nuevas
construcciones» (Piaget, 1964).
Se había pensado en el pasado que el período comprendido
entre la superación de la problemática edípica y la aparición
de las dificultades de la pubertad, se caracterizaban por un
desarrollo equilibrado, sin excesivos momentos conflictivos.
El psicoanálisis había llamado «estadio latente» a este perío-
do del desarrollo, dando a entender que los problemas de la
primera infancia no resueltos quedaban «acantonadaos» para
resurgir en la adolescencia.
En realidad, la vida del niño en ese período es abundante
en hechos nuevos, que enriquecen su experiencia y constituyen
un estímulo para la dinámica psíquica del individuo.

153
1. LA E S C U E L A C O M O FACTOR DEL D E S A R R O L L O D E LA
RELIGIOSIDAD

La entrada del niño en la escuela produce, entre posibles


problemas de inserción, un impulso de madurez decisivo. Esta
experiencia es ciertamente la más importante de este período,
tanto que muchos estudiosos llaman a este período la «edad
escolar».
La escuela influye en el comportamiento del niño de diver-
sos modos.
En el aspecto cognoscitivo: el niño se inserta en un cuadro
de enseñanza formal y sistemático, que favorece el desarrollo
de la inteligencia con nuevas modalidades.
En el aspecto afectivo: el niño sale de un ambiente en que
era centro de atención afectiva personalizada por parte del
grupo con el que vivía y se encuentra en un ambiente regido
por una disciplina a menudo impersonal, en un clima de rela-
ciones no fundadas en la afectividad espontánea. Empieza a
tener también relaciones estables con adultos fuera del ámbi-
to familiar, a veces con resultados conflictivos.
En el aspecto social: sobreviene la separación de la rela-
ción «protectora» con los familiares y la progresiva inserción
en grupos de coetáneos donde el niño experimenta nuevas re-
laciones sociales en plan de igualdad.
En estos grupos de coetáneos se estimula la necesidad de
realización y de afirmación mediante la emulación: es impor-
tante en este período la necesidad de aceptación por parte de
los coetáneos y de los adultos, que están en el grupo escolar.
Por estos motivos, la escuela se coloca ahora junto a la fa-
milia, como factor externo principal de desarrollo, tanto más
importante cuanto que está unido con la madurez de la inte-
ligencia, que parece representar el hecho nuevo de este pe-
ríodo.
La progresiva adquisición de la capacidad de distinguir en-
tre su punto de vista y el de los demás, de disociarlos, para
coordinarlos, pone al niño, ante la posibilidad de iniciar la

154
conquista de una lógica, al principio ligada aún a lo concreto,
pero que progresivamente va acercándose a la lógica abstracta
del pensamiento formal.
Esta separación del egocentrismo cognoscitivo permite
también una más clara percepción de las relaciones de causa
a efecto. El niño, de momento, llega sólo a fijarlos en casos
particulares, o en una serie de casos semejantes; sin embargo,
la inteligencia se separa progresivamente de la precausalidad
típica de la primera infancia.
La escuela utiliza estas nuevas posibilidades de la inteligen-
cia también en el campo religioso, ofreciendo por primera vez
una enseñanza formal, aunque no siempre sistemática y efi-
caz. En otras palabras, la experiencia religiosa del niño se va
caracterizando cada vez más por los contenidos de carácter
cognoscitivo. A ello contribuye, en nuestro ambiente cultural,
la paralela instrucción religiosa que se imparte generalmente
con ocasión de la admisión a los sacramentos de iniciación
cristiana.
Existen algunas investigaciones que confirman el carácter
importantísimo ejercido por la enseñanza en la formación de
conceptos religiosos durante esta primera etapa de la escola-
ridad.
En un estudio de 1952, Me Dowell toma como punto de
partida la hipótesis del condicionamiento ejercido conjunta-
mente por la escuela (enseñanza formal) y por las institucio-
nes familiares y religiosas (enseñanza ocasional) y trata de me-
dir el contenido del concepto de Dios que los niños se forman
incluso fuera del influjo educativo verdadero y propio.
Para ello el test de Me Dowell se divide en tres partes.
La primera parte contiene preguntas sobre el exacto signi-
ficado del vocabulario «técnico» estudiado y aprendido de me-
moria en la escuela. Se pregunta, por ejemplo: lo que signifi-
ca «divino», «infinito», etc. Las preguntas se hacen con la téc-
nica de la elección múltiple. En la segunda parte, con pregun-
tas de tipo «sí-no», se trata de investigar a fondo la compren-
sión de estos términos técnicos (Vg. «El Hijo ¿es divino como
el Padre? ¿Todos los buenos serán como Dios cuando lleguen
al Paraíso?»).

155
La tercera parte del test se propone investigar el concepto
de Dios en el niño, utilizando un grupo de términos descripti-
vos, familiares al lenguaje del muchacho, entre los cuales él
debe elegir los que pueden atribuirse a Dios.
El test se aplicó a más de 2.000 escolares, todos católicos,
mayores de 9 años.
Los resultados parecen demostrar claramente la influencia
de la instrucción en el aprendizaje de nociones religiosas. Las
mejores puntaciones se obtienen, en efecto, en los grupos com-
prendidos entre los 9 y 14 años de edad, mientras que después
de los 14 años, no aparecen diferencias significativas; a veces
son idénticas las puntuaciones obtenidas en estas dos edades.
Analizando los resultados se nota que el incremento desde
los 9 hasta los 14 años se debe particularmente a la progresiva
exclusión del antropomorfismo, pero también al creciente in-
flujo de la educación formal sobre el desarrollo religioso.
Hay que tomar los resultados de Me Dowell con mucha
prudencia, puesto que se refieren casi exclusivamente a los
«conocimientos» del niño y no a sus actitudes religiosas pro-
fundas. Sin embargo, constituyen una clara confirmación del
importante papel de la escuela como factor de formación reli-
giosa en la niñez: el motivo de esta importancia se identifica
tal vez con la total disponibilidad al aprendizaje que caracte-
riza al sujeto en esta época de la vida y en la falta casi abso-
luta de actitudes críticas, al menos en los primeros años de
escuela elemental.

2. EL A M B I E N T E F A M I L I A R

Como en el precedente período, el influjo familiar es toda-


vía muy fuerte; en este período, en efecto, además del condi-
cionamiento afectivo, del que hemos hablado antes, se nota
una importancia creciente de la familia como factor activo de
explícito aprendizaje de modelos religiosos.
Sin olvidar que el proceso de secularización actual dismi-
nuye, respecto a otros tiempos, el compromiso religioso de la
familia, no pueden dejarse de lado las investigaciones que

156
han demostrado que padres practicantes o incrédulos tienen
cierto interés en reavivar la religiosidad, frente a su deber
educativo (Cfr. las investigaciones de Sarah, Reuse y Telford,
citados por Carrier, 1960, 136; además del tratado de Milanesi
y Calonghi, 1973).
Hay que tener presente que con frecuencia este renovado
interés religioso-educativo obedece a presiones ambientales
que dan gran importancia tradicional a la iniciación sacramen-
tal incluso como «fiesta» profana, que no puede negarse al
niño. Además, es un hecho bastante difundido la utilización de
la educación religiosa con fines de manipulación; muchos pa-
dres poco sensibles a la problemática religiosa piensan que
«les es necesaria un poco de religión a los niños», aunque no
sea más que para obtener resultados satisfactorios en el pla-
no de la disciplina y de la conducta moral. Pocas son las fami-
lias que asumen el deber de transmitir el contenido religioso,
reforzando el aprendizaje con un ejemplo de vida coherente y
con un compromiso más general de testimonio humano.
De todas formas, cuando una familia tiene cierta experien-
cia religiosa, el niño queda influido profundamente y por mu-
cho tiempo, como parecen demostrar algunas investigaciones
empíricas.
Según Murphy (1956, cit. por Carrier, 1964, 124), la estruc-
tura familiar es virtualmente religiosa y la religión está neta-
mente marcada por la psicología familiar. Así se explica el
papel principal de la religiosidad familiar en la estructuración
de las actitudes religiosas.
Allport y algunos de sus colaboradores, aplicando un cues-
tionario a jóvenes americanos inmediatamente después de la
guerra (1948), entre otras cosas, han podido medir la correla-
ción existente entre la educación recibida en familia y los in-
tereses religiosos de los hijos.
A los 500 estudiantes consultados se les ha pedido su jui-
cio sobre el grado de educación que ellos creían haber reci-
bido de sus padres, y manifestar sus propias necesidades reli-
giosas. Resulta que «las necesidades religiosas» están en ra-
zón directa con la educación religiosa recibida. La necesidad

157
religiosa «muy fuerte» existe en el 82 por 100 de los jóvenes
que han tenido una educación religiosa bien marcada, y sólo en
un 32 por 100 de los que no han tenido educación religiosa.
Sin embargo, el mismo Allport hace notar que, aunque la
educación familiar es el factor más importante para suscitar
una experiencia religiosa, existen otros factores influyentes,
como lo demuestra el hecho de que un tercio de los que de­
claran no haber recibido ninguna educación religiosa, han des­
arrollado una inclinación hacia los valores religiosos (cfr. All­
port, 1950, 3646).

Iisager obtiene análogos resultados (1949) y como conclu­


sión de una encuesta llevada a cabo con un grupo de estu­
diantes daneses, además de destacar la notable precocidad
del despertar religioso respecto a otros intereses, como por
ejemplo el político, pudo clasificar los factores que condicio­
nan el desarrollo. En el interés político se catalogan en orden
de importancia: la reflexión, la discusión, la lectura, el influjo
de parientes y amigos. Los factores del despertar religioso
son: educación familiar en primer lugar, y después la refle­
xión personal, la escuela, etc. La investigación de Iisager, aun­
que con la limitación debida a los pocos consultados, es sig­
nificativa porque ya está sobre una línea aclaratoria.

Más recientemente (1970) Hastings y Hoge, volviendo a


aplicar el método de Allport, han notado que aun en el am­
biente cultural en el que la secularización de los intereses de
los jóvenes sea evidente, el influjo precoz de los padres se
considera, y con mucho, el principal factor de la estructura­
ción de las conductas religiosas.

Una nueva prueba sociológica de la importancia del am­


biente familiar se puede encontrar en un sondeo de I . F. O P.
(Institut Francais d'Opinion Publique, 1958). Los jóvenes que
se declaraban «practicantes», en un porcentaje del 64 por 100
tenían a los dos padres practicantes; los no practicantes pro­
venían principalmente de familias donde ambos padres (46
por 100) o al menos el padre no era practicante, y los jóvenes
que se declaraban ateos eran en un 67 por 100 hijos de padres
sin ninguna práctica religiosa.

158 f
En conclusión, estos estudios constatan (más con carácter
sociológico que psicológico) la incidencia del ambiente fami-
liar respecto de la religiosidad del niño, pero añaden poco so-
bre la dinámica propia de este influjo. Además, las investiga-
ciones citadas (las pocas que conocemos) se fundan casi úni-
camente en opiniones de sujetos interesados y no son fruto de
una observación sistemática. Es de todas formas interesante
notar cómo del conjunto resulta que las dos figuras de los pa-
dres son igualmente importantes incluso como factor de apren-
dizaje; en particular, parece que sin el ejemplo de la práctica
religiosa del padre, la conducta religiosa de la madre posee
escasa capacidad de condicionamiento.

3. EL D E S C U B R I M I E N T O D E L A I N S T I T U C I Ó N RELIGIOSA

En el cuadro de las nuevas experiencias que caracterizan


él desarrollo religioso del niño en esta edad, entra en juego
un tercer factor: el descubrimiento de la institución religiosa.
Aunque originada como una extensión de la experiencia reli-
giosa familiar, la sobrepasa, en la línea de un proceso más
amplio de socialización, que inserta al niño en grupos cada vez
más numerosos y específicos.
Mientras en la infancia existía la identificación casi total
entre grupo social, grupo familiar y grupo religioso en una
cohesión afectiva que los englobaba a todos, en la niñez apa-
rece una primera diferenciación de los sentimientos de afilia-
ción. El grupo religioso emerge como una realidad social bas-
tante bien definida, a la que se refieren los valores religiosos,
como actuación de experiencias específicas.
Para el niño la familia era también la «iglesia»; ahora, sin
embargo, comienza a intuir que existe una comunidad más
amplia, de la que también es parte la familia, y que es depo-
sitaría de valores, tradiciones, creencias religiosas.
Se da una transposición del anclaje institucional de la afi-
liación religiosa, de la familia a la Iglesia (transfert institucio-
nal). El niño lo experimenta sobre todo con ocasión de la ini-
ciación sacramental (primera comunión, confirmación, confe-
sión).

159
Este proceso de objetividad está condicionado, como ya se
ha dicho, por el proceso de socialización que, como ha mos-
trado Piaget, sólo hacia los 7-8 años se orienta hacia el socio-
centrismo, invirtiendo el equilibrio dinámico propio de la in-
fancia, caractedizada, por el contrario, por una indif erenciación
de lo individual y de lo interindividual (fase egocéntrica). La
madurez hacia el sociocentrismo que empieza hacia los 7-8
años, se ve muy facilitada por la experiencia que el niño logra
en los grupos escolares y de amigos, y sigue un desarrollo con-
tinuo y progresivo. Entre los factores que condicionan el cre-
cer del sentimiento de afiliación se encuentra la práctica reli-
giosa, que en este período generalmente es aún muy elevada.
Diversos autores han tratado de explicar el influjo de las prác-
ticas culturales sobre el origen del sentimiento de afiliación.
Según Bossard (1949-1954), la participación en los ritos reli-
giosos desarrolla en el niño el sentido de la comunión de valo-
res, consolida los vínculos de solidaridad con el grupo, esta-
blece una relación de continuidad solidaria con el pasado.

Harms ya lo había visto cuando caracterizaba como «rea-


lista» el segundo estadio de la religiosidad: el descubrimiento
y la inserción en una institución parece favorecer un tipo de
religiosidad muy concreto, que pone al niño en contacto con
personas, ritos, símbolos, expresiones verbales y no verbales,
de las que puede tener experiencia directa. La religiosidad del
niño va progresivamente configurándose como una «conduc-
ta» religiosa. Una pregunta de fondo lleva consigo esta expe-
riencia: ¿Es capaz el niño de percibir, en su conducta religio-
sa, un significado que no sea meramente social?
Es evidente que desde esta edad la experiencia religiosa
puede cristalizar en una conducta notable culturalmente, por
ser aceptada y gratificada por el ambiente, pero privada de
verdadera y personal motivación.
El niño podría interpretar las prácticas religiosas, las creen-
cias y la afiliación, sólo como un medio de acceso al mundo
de los adultos, en el que puede ser aceptado y reconocido,
pero no como un medio expresivo para acceder al contacto
con el trascendente. Tal vez haya de ver en este proceso un
factor de refuerzo de la religiosidad ritualista y extrínseca que

160
ahonda sus raíces en la primera infancia; es decir, de la reli-
giosidad defensiva y rutinaria que procede de una estructura
del superego de la personalidad.
También en este momento del desarrollo, la conquista de
una nueva estructura (la afiliación e identificación con un gru-
po) va acompañada por dificultades y conflictos que sólo pue-
den superarse con intervenciones educativas motivadoras y li-
beradoras.
Unido al descubrimiento de la institución religiosa va el
descubrimiento de las «personas» religiosas, o sea, sacerdotes,
religiosos y religiosas. Tienen éstos una notable importancia
en el desarrollo religioso de los niños. Ante todo, el niño per-
cibe la «continuidad» entre estas imágenes y las imágenes de
los padres, en cuanto que él sabe que los padres han delegado
en estas personas la función de transmitir el contenido reli-
gioso. Pero esta nueva presencia especializada no está despro-
vista de ambigüedad.

Normalmente el sacerdote no tiene con el niño una rela-


ción individual, personalizada, sino que se encuentra con un
grupo de muchachos y, además, se relaciona con ellos como
pastor, en el ejercicio de los actos de culto.
Esto contribuye a crear en el niño una imagen misteriosa
y excepcional; el sacerdote es el hombre de lo sagrado, de la
oración, que está en estrecho contacto, y para el niño, no muy
claro con lo «divino». Se ve al sacerdote a través de las fun-
ciones sagradas. Es el hombre que celebra la misa, bautiza a
los niños (este rito impresiona mucho a los niños), confiesa,
reza.
La mentalidad mágica penetra no sólo en la interpretación
de los ritos realizados por el sacerdote, sino en su persona
misma. En casos particulares no es raro encontrar cierta con-
fusión entre imagen del sacerdote e imagen de Dios; esto su-
cede sobre todo con los más pequeños, y tiene mayor cons-
tancia en los insuficientes mentales.
No es aventurado el reconocer en esta ambigüedad la raíz
de la mentalidad gregaria que caracteriza la relación de mu-

11 161
chos adultos con las personas de la Iglesia. Es la típica mani-
festación de la religiosidad sacral y resulta tanto más inade-
cuada cuanto más se afirman los estímulos de secularización.
Por lo demás, también en el niño tiene lugar necesariamen-
te un reajuste en la valoración de la figura del sacerdote, que
puede modificar notablemente su actitud religiosa.

La vista de los defectos y debilidades del sacerdote, e in-


cluso el solo hecho de que es un hombre como los demás,
provoca muchas veces profundas desilusiones y crisis en el
niño, parecidas a las crisis de las relaciones padres e hijos
(estudiada por Bovet), que llega no sólo a modificar la rela-
ción con el sacerdote, sino hasta una reestructuración del pro-
pio mundo religioso.

En este sentido, la crisis puede también asumir la función


de orientar mejor los estímulos de la religiosidad hacia un re-
conocimiento de trascendencia de Dios y de la función media-
dora del sacerdote; pero también puede ser el origen de una
separación cada vez más profunda entre el individuo y el
sacerdote.

Otro problema es el de las relaciones sacerdote-padre, que


el niño vive con frecuencia a nivel inconsciente. Ya el término
«padre» aplicado al sacerdote (que se aplica también a Dios)
lleva consigo una ambigüedad que determina fenómenos de
«difusión» de rol: las características de las diversas imágenes
se atribuyen indistintamente a todas estas personas que tie-
nen una relación recíproca. La figura del sacerdote se reviste
de autoridad divina de la que es partícipe y símbolo. Su papel,
así concebido, puede interferir naturalmente con la imagen
del padre real y perturbar los procesos que estructuran la
personalidad infantil, fundados en una relación equilibrada
con las imágenes parentales.

La imagen del padre natural puede quedar rebajada, sobre


todo cuando no está de acuerdo con la del sacerdote (por
ejemplo, cuando el padre no es creyente); pero puede también
ocurrir lo contrario, cuando la imagen del sacerdote resulta
desdibujada y débil respecto a la del padre natural.

162
En esta compleja relación, el ideal estaría en que hubiese
una continuidad simbólica entre las imágenes del padre terre-
no, del sacerdote y del Padre Celestial, que salvase las atribu-
ciones específicas de los tres términos de la relación, sin con-
cesiones ni ambigüedades. Pero el niño podrá llegar a tal ni-
vel sólo después de adquirir el pensamiento analógico que le
permita hacer distinciones y abstracciones (Cfr. Bissonnier,
1966, 85-97).

Análogas consideraciones pueden hacerse sobre la relación


entre imagen materna, imágenes de personas religiosas, de
sexo femenino, y Dios; en esta relación aparecen a veces inter-
ferencias con la imagen de la Iglesia como comunidad de cre-
yentes (recargada de símbolos maternales con frecuencia muy.
ambiguos, precisamente por estar ligados a la polivalencia de
la imagen materna).

Respecto a la incidencia de la variable «sexo» en la perfec-


ción de la imagen del sacerdote por parte de los niños es par-
ticularmente interesante la investigación de A. Dumoulin
(1971). La autora ha estudiado la evolución del concepto del
sacerdote en la niñez, interrogando a sus alumnos de 6-12
años sobre las actividades «marginales» del sacerdote, esto
es, las que realiza cuando no está en las funciones del culto.
La importancia de tal encuesta se pone en evidencia por
una premisa de la autora: el concepto que se tiene del sacer-
dote, al mismo tiempo modelo, tipo del hombre religioso, y
mediador entre Dios y el hombre, es índice de la actitud reli-
giosa y del concepto de Dios.

Si hasta los 7-8 años los niños tienen un «concepto frag-


mentario» de lo que hace el sacerdote, y catalogan indiferente-
mente actividades profanas y sagradas, desde los 9 años se
observa «una percepción privilegiada y parcial» en el que toda
actividad del sacerdote se ve en plan religioso. Pero se nota
en este período una diferencia según los sexos: mientras la
niña subraya la función «mística» de la religiosidad, por la
que el sacerdote es sobre todo el hombre que en todo momen-
to realiza la íntima unión con Dios, los niños acentúan el pa-
pel litúrgico del sacerdote, que aparece en toda su vida como

163
el hombre de las funciones rituales, aun en las ocupaciones
de su tiempo libre, dedicado esencialmente a la preparación
de las funciones, de la predicación, etc.
En una tercera etapa (11-12 años) caracterizada por una
«percepción sintética globalizante», las niñas sitúan al sacer-
dote «místico» en un contexto parroquial imaginándolo dedi-
cado en su tiempo libre a obras inspiradas por el amor de
Dios, como en ayudar a los desgraciados y necesitados. Los
niños añaden a las ocupaciones rituales la dimensión pasto-
ral del servicio a los demás.
En resumen, mientras para los niños el sacerdote es el
hombre de las funciones rituales y sagradas, que junto con la
dimensión pastoral radican en Dios, para las niñas, en cam-
bio, el sacerdote es desde la infancia el hombre de lo «sagra-
do», cuya vida está enteramente caracterizada por su relación
personal con Dios. El desarrollo de la percepción del sacer-
dote, en ambos sexos, consiste en pasar de un concepto indi-
vidual de la dimensión religiosa a otro de relación con Dios
vivido como presencia para los demás.

4. LA INICIACIÓN SACRAMENTAL

La iniciación sacramental representa, en el contexto católi-


co, un hecho de grande importancia en la vida religiosa del
niño. Hemos ya notado, al hablar del descubrimiento de la
institución religiosa, cuan decisivo es, aun para los padres, el
nuevo vínculo que se crea entre ellos, los niños y la comuni-
dad religiosa respecto a la integración en la práctica cultual.
En ese contexto es muy útil analizar qué problemas de or-
den psicológico se les plantean a los niños en la experiencia de
cada sacramento.
Respecto a la confesión, antes se presenta la cuestión so-
bre el grado de madurez psicológica requerida en los niños
para que pueda acercarse con provecho a ese sacramento.
La respuesta tradicional («cuando el niño haya alcanzado
la edad de la razón»), aunque sabia y prudente pedagógicamen-
te, es demasiado genérica.

164
Es preciso examinar cuáles son, a nivel teológico, las exi-
gencias o requisitos necesarios para una confesión prove-
chosa.
Sin pretender enumerarlos todos, presentamos los siguien-
tes: capacidad de percibir el mal moral como conducta nega-
tiva en relación con la persona de Dios; capacidad de con-
ciencia de la responsabilidad personal; capacidad para conce-
bir, al menos implícita e intuitivamente, un proyecto de vida
«mejor».

La investigación sobre los requisitos psicológicos para una


buena confesión-sacramento nos remiten al estudio del des-
arrollo moral del niño, no sólo para determinar con cierta
aproximación cuándo el niño está en grado de «cometer pe-
cado», sino sobre todo para aclarar cuáles son las componen-
tes de su sensibilidad moral. Es importante, por ejemplo, de-
terminar si ya se ha llegado a la autonomía, en cuanto a las
motivaciones de la conducta moral, de las referencias exclusi-
vas a los padres en la edad precedente. Podría suceder que
para el niño de 6-7 años fuera todavía malo todo y sólo lo
que no está de acuerdo con las prescripciones de los padres.
En tal caso, la estructura de la conciencia moral sería aún
heterónoma, es decir, incapaz de captar, según un nivel de es-
tructura psíquica propia del niño, una justificación objetiva
del bien y del mal moral y menos todavía su valoración res-
pecto a la persona de Dios. Puede presumirse que, teniendo
en cuenta los ritmos de desarrollo de la inteligencia y de la
personalidad, generalmente el niño, antes de los nueve años,
no está capacitado para juzgar las infracciones de su compor-
tamiento como «pecado», es decir, como ruptura de un orden
moral objetivo relacionado con la persona de Dios y que, por
tanto, exige un gesto de reconciliación que termine en la mis-
ma persona de Dios.

Las excepciones, antes o después de los nueve años, son


siempre posibles a causa de los diferentes ritmos de desarrollo
de los sujetos y la valoración de cada caso debe hacerse con
la colaboración de todos los responsables de la iniciación sa-
cramental, padres y educadores, que conocen más a fondo al
niño.

165
Además de determinar el umbral mínimo de desarrollo
para poder acceder con fruto al sacremento, hay que advertir
que son muy contraproducentes para la madurez ulterior de
la religiosidad del niño aquellas intervenciones educativas (en-
señanza, preparación de gestos) o las prácticas cultuales (fre-
cuencia, modos de acusarse, significado de la «penitencia»)
que influyen en las tendencias antropomórficas, mágicas y
animistas del niño y que transforman el sacramento en un
rito meramente rutinario, bloqueando el desarrollo religioso
y moral verdaderos.

También otros aspectos merecerían atenta consideración;


pero el estudio resultaría demasiado genérico por falta de in-
vestigaciones adecuadas. Con todo señalamos estos problemas:
acentuación del sentido de culpabilidad por desconocimiento
de la psique infantil, relaciones falsas con el confesor por in-
terferencias de carácter psicológico con la imagen del padre,
conversión de la experiencia sacramental en instrumento de
pseudo-terapia preventiva o reconstructiva. Cada uno de estos
temas es demasiado complejo para ser tratado aquí. En la bi-
bliografía se encontrarán útiles indicaciones para su estudio.

Respecto a la comunión se presentan problemas de lengua-


je y de comprensión simbólica.
Si se piensa en la dificultad del niño para madurar la ca-
pacidad de comprensión de los múltiples significados relacio-
nados con las experiencias que vive, se colige la precariedad
de muchas afirmaciones referentes a la madurez para la re-
cepción del sacramento de la eucaristía.

El requisito tradicional (saber distinguir entre «pan y pan»)


encierra en su sencillez el alcance de las condiciones exigidas
y actualizadas en el niño.
En realidad, está pasando de un pensamiento de tipo intui-
tivo a otro lógico-concreto; empieza la comprensión del mun-
do distinguiéndose a sí mismo del mundo y de las otras per-
sonas; el descubrimiento de lo divino va envuelto todavía en
percepciones mágicas y antropomórficas; no ha superado, a
nivel afectivo, las tendencias egocéntricas.

166
El acceso al sacramento de la comunión, cuando no ha
precedido cuidadosa educación, puede conducir de modo de-
terminante a una estructuración religiosa de enfoques ritua-
listas y mágicos, más aún que en la confesión. El misterio de
la presencia eucarística puede ser vivido en forma milagrista
que anule la densidad del significado sacramental. La frecuen-
cia de la comunión, repetida con la convicción mágica de pro-
vocar efectos buenos (sobre todo en el plano moral: «hago la
comunión lo más posible para ser más bueno»), puede dar pie
a equívocos muy perniciosos, paralizar el desarrollo y presa-
giar el abandono de la práctica religiosa desde el momento en
que se descubra la falsedad del rito mágico.
Es posible también que en la práctica de la comunión el
niño llegue al convencimiento de que puede manipular la di-
vinidad y entonces sus oraciones de petición irán quizá carga-
das de intención animista y mágica y tenderán a desarrollarse
ciertas actividades de tipo fantástico e ilusorio que sólo pro-
ducen evasión y regresiones.
Respecto a la confirmación nos limitamos a indicar que la
evolución de los significados teológicos tiende actualmente a
aplazar la recepción de ese sacramento hacia la edad de la
adolescencia y aun de la juventud. En realidad, hay que con-
venir en que algunas explicaciones tradicionales (soldado de
Cristo, perfecto cristiano, etc.) tienen escasa incidencia en la
psicología del niño. En cambio, la acentuación del símbolo de
la madurez cristiana podrá constituir un elemento positivo,
adaptado a las exigencias de autorrealización y consolidación
propios de las siguientes edades.

5. LA ORACIÓN

La actitud religiosa se manifiesta de modo completo en la


oración, pues en ella se condensan no sólo los contenidos de
las creencias, sino también las modalidades afectivas y emoti-
vas suscitadas por la relación con el trascendente.
Se reflejan, además, en la oración las sucesivas adquisicio-
nes de la personalidad maduradas en el contacto siempre más

167
decisivo con el ambiente que rodea al sujeto. Escuela, familia
e institución eclesial contribuyen en este período a modelar la
actitud religiosa del niño y su propensión a la oración.
Hemos visto que antes de los seis años la oración se pre-
senta de ordinario con los caracteres de imitación de los mo-
delos parentales y acentuación de los componentes de fábula
y mágicos que distinguen aquella edad. En cambio, en el pe-
ríodo que estudiamos ahora la oración aumenta su consisten-
cia tanto por el tiempo que se le dedica, como por los nuevos
motivos que la sostienen y la intencionalidad a menudo ya
consciente que la orienta.

No debe olvidarse que en la oración del niño se hallan pre-


sentes muchos elementos que caracterizan su mundo mental:
queda proyectada en su oración la concepción cambiante que
tiene de Dios, como también, en modo dialécticamente contra-
puesto, los sentimientos de ambivalencia que renacen en este
período frente a lo sagrado.
Además de estas indicaciones, queremos referirnos a algu-
nas investigaciones que ofrecen elementos más analíticos so-
bre la oración del niño.
Un estudio reciente, hecho con el método de la encuesta
semi-estructural (Long, Elkind y Spilka, 1967) demuestra que
a los 5-7 años el niño posee todavía un concepto muy global y
difuso de la oración y no percibe su específico significado:
tiene sólo una comprensión vaga y fragmentaria de los térmi-
nos que usa. Entre los 7-9 años, el concepto de la oración se
hace más diferenciado: el niño conoce el significado de las
palabras, pero su oración sigue aún siendo exterior y desper-
sonalizada. Únicamente a los 9-12 años capta el significado
propiamente religioso de la oración, que irá siempre más uni-
da a sus experiencias personales y animada por el convenci-
miento de una comunicación con la divinidad. De esta forma,
el contenido de la oración, antes netamente egocéntrico y ma-
terialista, empieza a ser altruista y espiritual (reza por la paz
en el mundo, por la conversión de los paganos...).
Se nota, además, una evolución paralela en la participación
afectiva: mientras en la infancia la oración se limita casi «ri-

168
tualmente» a ciertos momentos del día (antes de comer, acos-
tarse, etc.), ahora se va ampliando a situaciones muy diversas,
haciéndolo con espontaneidad e inmediatez. Es decir, el niño
y el preadolescente recurren a la oración en momentos varia-
dos y como respuesta a particulares experiencias significati-
vas en la esfera afectiva (descubrimiento de la belleza de la
creación, conciencia del pecado, curación de una enfermedad,
conocimiento de la muerte...).
Al mismo tiempo, en virtud del calor afectivo que acompa-
ña la relación personal con la divinidad, la oración produce
en el niño un efecto benéfico que le ayuda a resolver sus con-
flictos, calmar tensiones y curar las heridas de las frustracio-
nes (Goldman, 1964).
Parece también evidente una evolución, a lo largo de este
período, respecto al concepto de la eficacia de la oración. El
hecho de ser escuchado por Dios, atribuido al principio a mo-
tivos exclusivamente mágicos (oración bien hecha), poco a
poco es atribuido también a motivos semi-morales. Por ejem-
plo, el no haber sido escuchado puede atribuirlo a egoísmo y
tacañería en la intención que animaba la oración o a su con-
tenido materialista o banal.

Conviene destacar otro hecho nuevo: la dimensión social


frecuente en la oración del niño. Mientras el infante suele re-
zar en familia solamente (o en la «guardería infantil»), el niño
se halla integrado en un grupo más amplio, en el que hay
adultos y donde la oración tiene un significado muy diverso.
Por ello, debe tenerse muy en cuenta el alcance psicológico de
la práctica cultual en la que el niño es introducido hacia los
7-8 años: comienza a participar en una oración institucionali-
zada que lleva consigo cierta dosis de impersonalidad y que
se desarrolla en torno a temas típicos de la experiencia adul-
ta. De este hecho pueden derivarse resultados opuestos. Por
una parte, parece positivo que el niño comience a integrarse
en un modelo cultual propio de los adultos, ya que el antici-
parle las «funciones» de su madurez religiosa parece que debe-
ría comportar una promoción y un estímulo a su desarrollo
religioso. Pero, por otra parte, las dificultades provenientes
de la comprensión y participación pueden aumentar el peligro

169
de ritualismo. La misa y los ritos sagrados pueden convertirse
para el niño en actos puramente sociales y no típicamente re-
ligiosos.

Goldman (1964, 194-199) dice que el niño vive la práctica


religiosa filtrándola con sus propios esquemas de percepción
intuitiva y pre-operatoria. Las funciones comunitarias no pue-
den ser captadas en todo su alcance simbólico-religioso; gus-
tan más bien por los cantos y otros elementos estéticos que
las caracterizan. A veces pueden originar disgusto a causa del
cansancio físico que implican; el estar de pie largo tiempo o
en otra determinada postura, el aburrimiento, cierto sentido
de distanciación respecto al auditorio compuesto casi exclusi-
vamente por adultos pueden engendrar en el niño serias difi-
cultades y ritualismo.

La misa dominical corre el riesgo de convertirse en una ru-


tina y después, al comienzo de la adolescencia, resultará ya
insoportable, por incomprensible, terminando por ser abando-
nada. En cambio, cuando en la iniciación sacramental el rito,
lleno de simbolismos religiosos, es presentado en forma ade-
cuada, se llega a una participación gozosa, emotiva y afectiva,
acompañada de satisfacción interior, que se expresa en la ple-
garia en voz alta, en el canto, en el comportamiento digno y
atento.

Experiencias de prácticas de culto colectivas sólo para ni-


ños han dado resultados interesantes, como lo demuestran
casi todos los intentos de renovación hechos en los últimos
años. El niño reza con gusto en un grupo de su misma edad;
aún más, en este ambiente que le es más proporcionado, con
la animación de estímulos adecuados el niño es capaz de crear
y respetar una atmósfera de silencio «religioso», de hacer una
breve meditación, participar con entusiasmo en plegarias co-
munes, sobre todo si han sido preparadas por el mismo grupo,
y desempeñar papeles activos en la evocación escénica de los
episodios de la vida de Jesús.
Tienen, pues, sólo relativa importancia las observaciones de
Clark (1958) según el cual las oraciones en esta edad son ne-
cesariamente verbalistas y ritualistas, condicionadas por la au-

170
toridad de los padres y la atmósfera afectivo-emotiva que une
al niño con los adultos. En muchos casos la oración del niño
se libera de los esquemas condicionantes y se manifiesta en
formas espontáneas y personalizadas. Sobre este punto, ade-
más de las indicaciones de Aragó-Mitjans, son dignas de notar-
se en especial las experiencias de iniciación a la oración y a
los sacramentos de la escuela montessoriana (Cavalletti y Gob-
bi, 1961).
Cuanto hemos dicho en este capítulo demuestra la gran
importancia que tiene para la religiosidad del niño el conoci-
miento progresivo (y su correspondiente integración) de los
ambientes en que se va formando su personalidad.
Para completar la visión de esta nueva fase del desarrollo
de los niños sólo falta el análisis de los factores de «madura-
ción» que se refieren a la estructura psíquica de los indivi-
duos.

171
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Además de las obras ya citadas de Milanesi y Calonghi (1973), Beir-


naert (1968), Allport (1950), Clark (1958) y Cavalletti-Gobbi (1961), pue­
den consultarse:
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war College Students, Journ. of Psychology, 25 (1948), 3-33.
2. BISSONNIER, H., Un cas particulier: la relation pastorale prétre-en-
fant, in La Relation Pastorale individuelle, Paris, Cerf 1966, 47-59.
3. BOSSARD, J. H. S.; BOLL, E. S., Ritual in Family Living, Amer. Soc.
Rev., 14 (1949), 463469.
4. BOSSARD, J. H. S.; BOLL, E. S., Ritual in Family Living. Philadelphia,
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5. BOSSARD, J. H. S., The Sociology of Child Development, N . Y . Har­
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6. CARRIER, H., Psychosociologie de l'appartenance religieuse, Roma,
Press de l'Univ. Grégorienne, 1960 (trad. ed. Verbo Divino. Estella,
1965)*
7. DUMOULIN, A., Les occupations du prétre pour l'enfant de 6 á 12
ans. Lumen Vitae, 26 (1971), 129-144.
8. GOLDMAN, R., Religious Thinking from Childhood to Adolescence,
London, Routledge and Kegan Paul, 1964.
9. HASTINGS, P. K.; HOGE, D. R., Religious Change among College Stu­
dents over Two Decades, Social For ees, 49 (1970), 1, 16-27.
10. I. F. O. P. 1958. La nouvelle vague croit-elle en Dieu?, Informations
Catholiques Internationales, 1958, 86, 11-20.
11. IISAGER, H., Factors Influencing the Formation and Change of Po-
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12. LONG, D.; ELKIND, D.; SPILKA, B., The Child's Conception of Prayer,
Journ. for the Scientific Study of Religión, 6 (1967), 101-109.
13. MCDOWELL, J. B., The Development of the Idea of God in the Ca-
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18. TELFORD, C. W., A Study of Religious Attitudes, Journ. Soc. Psychol,
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172
BIBLIOGRAFÍA COMPLEMENTARIA

1. DUMOULIN, A . ; JASPARD, J. M . , Perception symbolique et socialisation


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nétique et différentielle, Rev. de Psych. et des Scienc. de l'Éducat.,
2 (1966-1967), 214-223.

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I. The Jewis Child; II. The Catholic Child; III. The Protestant Child,
The Journal of Genetic Psycology, 99 ( 1 9 6 1 ) , 209-225; 101 (1962), 185-
193; 103 ( 1 9 6 3 ) , 291-304. Resumen francés: ELKIND, D., L'appartenace
religieuse dans la pensée de l'enfant. Lumen Vitae, 19 (1964), 443-456.

173
CAPITULO QUINTO

LAS DIMENSIONES PSICOLÓGICAS


DE LA RELIGIOSIDAD DEL NIÑO

1. El antropomorfismo

2. El animismo
a) El animismo punitivo
b) El animismo protector
3. El m a g i s m o

4. La concepción de D i o s en la niñez

Conclusiones

Intentaremos describir en este capítulo algunos dinamis-


mos psíquicos de la personalidad del niño, estudiándolos dia-
crónicamente, para ver mejor su influjo sobre el desarrollo
religioso.
Este método nos obligará también a una esquematización,
para extraer de las investigaciones experimentales únicamente
aquellos elementos que nos interesan. Cuando nos hallemos
ante algún estudio importante, haremos una presentación glo-
bal de sus resultados, también como cauce y estímulo para un
conocimiento de las metodologías y técnicas de investigación
de la psicología religiosa experimental.

1. EL A N T R O P O M O R F I S M O

Ya hemos dicho antes que el antropomorfismo se puede


definir como la tendencia a representarse y a representar a
Dios según los esquemas sacados del comportamiento humano.

175
Se puede distinguir un atropomorfismo imaginativo y un
antropomorfismo afectivo. La distinción es puramente meto-
dológica, ya que, en la experiencia vivida, los aspectos imagi-
nativos y los afectivos no están nunca completamente sepa-
rados.
Con Godin, llamamos «antropomorfismo afectivo» a la
tendencia a proyectar, en la relación afectiva con Dios, el con-
junto de las actitudes conscientes y, con frecuencia, incons-
cientes, estructuradas a través de las relaciones familiares de
la primera infancia.
Cronológicamente anterior, esta forma de antropomorfis-
mo es también la más cargada de consecuencias. Ya hemos
hablado ampliamente de ella, al presentar las investigaciones
experimentales que nos muestran su incidencia hasta en la
misma religiosidad adulta.
Consúltense las páginas precedentes que hemos dedicado
a este problema en el capítulo sobre el origen de la religiosi-
dad y en el de la religiosidad en la infancia.
En este segundo estadio de desarrollo es, en cambio, más
relevante el antropomorfismo imaginativo, que podemos defi-
nir como la tendencia a representar a Dios según una imagen
constituida por formas y rasgos humanos.
Clásica, aunque superada ya en parte, es la investigación
realizada sobre este tema por Claver (1926): en 1913 realizó
su trabajo con 75 niños de 6-10 años; y en 1924 con 107, de 1-
12 años, la mayoría de religión protestante.
Tras haber observado que las primeras manifestaciones
religiosas se dan a los tres años y que son estrictamente antro-
pomórficas, Clavier demostró que la concepción antropomór-
fica material de Dios va disminuyendo a partir de los 7 años
y tiende a desaparecer casi completamente hacia los 12, según
un proceso que va de un «antropomorfismo material» sencillo
(Dios lleva un vestido blanco, tiene barba, vive en un jardín
florido), hasta un «antropomorfismo mitigado» (tiene un ves-
tido hermosísimo, una casa sin techo ni paredes, «no es un
hombre como todos los demás»), y a una espiritualización
más o menos explícita («es un espíritu, no puede ser dibujado,
lo ve todo»).

176
Está claramente demostrado por todos los especialistas de
psicología religiosa genética que el antropomorfismo imagina-
tivo primario va disminuyendo en función de la edad, de la
maduración y de la educación del niño. El camino de la pro-
gresiva espiritualización es activado por las nuevas experien-
cias que el niño vive y por las informaciones, que puede fácil-
mente asimilar gracias también al momento de relativa para-
lización emotiva que caracteriza a este período del desarrollo
del yo.
Generalmente, hacia los 6-8 años, el niño, aún representán-
dose a Dios antropomórficamente, tiene ya conciencia de la
diversidad radical, de la alteridad de Dios respecto del hom-
bre; esto parece cierto, aunque no siempre existe una con-
ciencia refleja y la capacidad de expresarla en el lenguaje.
Intenta, sin embargo, subrayar que las cualidades humanas
están presentes en Dios de modo preeminente: Dios tiene un
vestido brillante, lleno de estrellas, es superior a nosotros,
está presente en todo lugar (Thun, 1959, 41). A través de esta
forma que Clark definiría como «super-antropomorfismo», se
abre progresivamente camino la idea de que Dios «ha hecho
todas las cosas, quiere su bien, es providente, proporciona el
alimento a los animales (ibíd., 32), quiere bien a los hom-
bres» (ibíd., 132).
Barbey (1947) y Thun (1959, 55), ratifican las observacio-
nes de Clavier, afirmando que cuando a los niños de 8-10 años
se les pregunta que nos describan a Dios, muchos rehuyen la
respuesta, indicando la imposibilidad de semejante intento,
aunque después no deje de manifestarse cierto antropomor-
fismo subrepticio en las expresiones de los niños, precisamente
en aquellas manifestaciones donde el control intelectual difí-
cilmente puede realizarse sobre la actividad afectivo-emotiva.
También de los trabajos de Deconchy, que citaremos con
más amplitud después, se deduce que el antropomorfismo ima-
ginativo de tipo físico casi ha desaparecido a los 8-10 años.
« N o parece que el niño llegue a pensar en Dios como en un
Júpiter tonante, musculoso y barbudo, con el rayo en sus pu-
ños» (1967, 114). Aún más, el niño individualiza algunas carac-
terísticas negativas del hombre que en Dios están ausentes.

12 177
Dios «no muere», «no tiene edad». En ello Deconchy cree ver
una especie de «antropomorfismo moral». El niño traslada a
Dios algunos imperativos morales que tienen gran importancia
en su axiología: como «servicial», «piadoso», «reza», «lee la
Biblia» ( ! ! ) . De igual modo, por una especie de proyección
empática que surge de su propia experiencia, Dios es «feliz»,
«alegre», «contento».
Según Deconchy, este antropomorfismo moral representa
un punto de partida para la comprensión de la trascendencia
divina: es una forma de comprensión vital, interiorizada, que
va mucho más allá de los «conocimientos» catequísticos me-
morizados. Se trataría de una forma primaria, tosca, de pen-
samiento analógico.
Todas las distinciones que se pueden hacer sobre la noción
de antropomorfismo (imaginativo, afectivo; primario, secun-
dario; físico, moral) demuestran la gran dificultad que existe
en definir la evolución y la desaparición del antropomorfismo
en el niño. Si algunos autores ven una decidida superación ya
a los 7 años, otros, como McDowell (1925) afirman que la es-
piritualización de Dios comienza entre los 9-14 años, bajo el
impulso de informaciones recibidas a través de la enseñanza,
y que se puede hablar de superación del antropomorfismo so-
lamente en la preadolescencia.
Pero esta constatación nos remite al estudio teórico sobre
la naturaleza y la función del antropomorfismo.
Hemos definido el antropomorfismo como la tendencia a
representarse a Dios de modo humano.
Barbey (1947) afirma que es imposible, aun para el adulto,
hablar de Dios en términos que no deriven de la experiencia
humana. El antropomorfismo sería, pues, un paso obligado de
la religiosidad, en cualquier edad de la vida. Se trataría sólo
de ver cuáles son las formas de antropomorfismo proporcio-
nadas a las diversas etapas del desarrollo.
Por esto, Barbey, en el caso del niño, prefiere hablar de
«personalización», entendida como la actividad fantástica tí-
pica y difusa del niño que tiende a atribuir realidad personal
e intencionalidad a todo lo que le rodea. También Aragó-

178
Mitjans es más bien reacio a hablar del antropomorfismo in-
fantil (1970, 147-153 y passim), sobre todo porque ve en el uso
de esta expresión un período de reduccionismo, que deduciría
del antropomorfismo la imposibilidad por parte del niño de
percibir lo trascendente y, por lo mismo, de realizar, desde
sus primeros años, actos religiosos (tesis muy querida a Aragó-
Mitjans). « N o se debe, por tanto, exagerar el problema del
antropomorfismo y exigir al niño un concepto de Dios propio
del adulto»; luego sintetiza su pensamiento citando a C. Fa-
bro: «Es preciso no confundir en el niño la idea con su ima-
gen: la imagen es un vestido, una ayuda para el concepto, no
su verdadero contenido»; «la idea de Dios en el niño, como
todas sus ideas, tendrá su lado pueril, presentará cierta repre-
sentación ingenua de la divinidad, por ejemplo la ya citada
de un buen anciano de barba blanca. Pero la noción del niño
no termina aquí; aun sin barba, aun cuando se le dice que no
tiene cuerpo, Dios sigue siendo Dios».
Se puede afirmar, en definitiva, que cuando se habla de
antropomorfismo, se hace referencia a la representación, al
vestido del concepto. Según hemos indicado ya varias veces,
al psicólogo le interesa estudiar la religiosidad únicamente
como es vivida subjetivamente en el psiquismo, independien-
temente de la verdad de los conceptos representados por ella.
Si es verdad que todos los conceptos del hombre están ne-
cesariamente condicionados por sus experiencias, también es
presumible que estos esquemas representativos estén especial-
mente unidos a una forma de actividad física, mental o moral,
y es útil y conveniente clasificarlos según una categoría que
los caracterice. Si estos esquemas están muy presentes en la
infancia y en la niñez, deberemos decir que una de las carac-
terísticas formales de la religiosidad en estos períodos es el
antropomorfismo. Sólo nos queda por determinar si y cómo
el antropomorfismo puede coexistir con una experiencia reli-
giosa que presupone un concepto trascendente de Dios, como
precisamente se exige en la tradición cristiana. Por lo dicho,
semejante coexistencia parece verificarse cuando el sujeto está
en situación de distanciarse de la propia órbita egocéntrica
de forma que sea posible entrever la diversidad, la radical al-
teridad que existe entre Dios y las propias representaciones.

179
Probablemente, el concepto de analogía expresa bien esta per-
cepción de alteridad, en el interior de una similaridad. Pero
la psicología de la religión no está todavía en situación de
decir con cierta aproximación cuándo el pensamiento analó-
gico se hace conquista definitiva en la experiencia del niño.

2. EL A N I M I S M O

Entendemos por animismo la tendencia espontánea a atri-


buir al universo inanimado o a los acontecimientos del mundo
exterior intenciones benéficas o, más a menudo, maléficas,
respecto al sujeto.
Esta propensión, estrechamente ligada al egocentrismo, es
una de las características específicas del pensamiento infantil.
Piaget ha tratado de ella ampliamente en «La représentation
du monde chez l'enfant». Este fenómeno ha sido también es-
tudiado en una amplia muestra experimental, en una investi-
gación sobre el pensamiento causal y pre-causal realizada por
Laurendeau y Pinard (1962). Más allá de los estadios infanti-
les parece claro que el animismo es una disposición constan-
te, aunque reprimida, que emerge a veces en el análisis y en
la interpretación del comportamiento de los adultos, cuando
los frenos inhibidores son relajados (por ejemplo, en los sue-
ños, o en situaciones de intoxicación etílica o por psicofár-
macos).
En los niños (6-11 años), el animismo parece presentarse,
como ya hemos indicado someramente, dé dos formas: ani-
mismo punitivo y animismo protector.
No está claro si las dos modalidades se dan de un modo
sucesivo, cronológicamente hablando, o si se superponen, al
menos parcialmente, durante estos años; por lo demás, los
estudios dedicados a esta característica psicológica son toda-
vía bastante escasos para poder construir con seguridad un
cuadro descriptivo bien motivado y documentado. Expondre-
mos por lo mismo los datos más importantes de las últimas
investigaciones, dejando para otro momento la síntesis inter-
pretativa.

180
i
a) El animismo punitivo

Piaget, en colaboración con Rambert, ha realizado un estu-


dio experimental sobre el animismo, empleando un método
semi-proyectivo; el fin de sus indagaciones era el de encontrar
una reacción de «justicia inmanente» ante algunos aconteci-
mientos caracterizados por infracciones de la ley moral (Pia-
get, 1932, 288-301). Propuso individualmente a los 167 niños,
comprendidos entre los 6 y los 12 años, pequeñas narraciones
o cuentecillos; inmediatamente después de la lectura se hacían
preguntas concretas sobre los acontecimientos narrados, pre-
paradas de forma que permitieran entablar una conversación
elástica.
He aquí, a título de ejemplo, la primera de las narracio-
nes:
«Dos niños están robando manzanas en un vergel. De re-
pente llega un guarda y los dos niños se salvan escapando.
Pero uno es cogido. El otro, intenta volver a casa por un ca-
minillo apenas transitado, y para ello debe atravesar un ria-
chuelo por un puente en mal estado. Al intentarlo cae al agua.
¿Qué piensas de esto? Si no hubiese robado las manzanas
y hubiese pasado igualmente por aquel puente en mal estado,
¿hubiera caído igualmente al agua?»
A esta y a otras preguntas derivadas de narraciones análo-
gas, el 20 por 100 de los niños entrevistados dieron respuestas
que los investigadores clasificaron como «inciertas».
El número de respuestas de tipo claramente animista («si
no hubiese robado las manzanas no hubiera caído al agua»)
es inversamente proporcional a la edad de los sujetos: 86 por
100 tiene 6 años; 73 por 100, 7-8 años; 54 por 100, 9-10 años; 35
por 100, 11-12 años.
Además, se ha observado que, en caso de desarrollo men-
tal retrasado, el animismo tiende a conservarse por más tiem-
po: un grupo de niños mentalmente retrasados, de 13-14 años,
daba todavía un 75 por 100 de respuestas «animistas».
La percepción de la «justicia inmanente» parece, pues, uni-
da claramente a la edad de los sujetos y también a su des-
arrollo mental.

181
Con el mismo método y con las mismas narraciones, salvo
pequeñas adaptaciones a los contextos culturales diversos, la
encuesta ha sido repetidamente aplicada por distintos psicó-
logos y sociólogos a muestras de sujetos muy distintos por su
cultura y religión. Daremos algunos resultados, siguiendo de
cerca los trabajos de Godin-Vay Roey (1959).
Caruso en Bélgica ha obtenido resultados muy semejantes
a los de Piaget-Rambert. Aplicó las narraciones de Piaget, jun-
to a otras pruebas encaminadas a verificar la noción infantil
de justicia inmanente. Y llegó a conclusiones mucho menos
concretas que las de Piaget, en cuanto se refiere a la teoría de
los estadios del desarrollo moral. La actitud religiosa parece
que se viene construyendo a través de la aportación de nume-
rosos rasgos muy distintos entre sí, que aparecen en épocas
distintas y con ritmos de desarrollo muy típicos.
En otro ambiente cultural y variando las narraciones lige-
ramente, R. Havighurst y B. L. Neugarten, entrevistaron a 714
niños de 10 tribus de indios norteamericanos y pudieron des-
cubrir un nuevo factor del animismo. Encontraron en esta
muestra un tipo de animismo generalmente elevado y atribu-
yen la causa al factor ambiental (1955, 143-159). Un nuevo ele-
mento ha sido descubierto por G. Jahoda (1958), que realizó
su experiencia en Ghana, interrogando a niños y muchachas
de 6 a 18 años, de la escuela primaria y secundaria. Podemos
distinguir en esta encuesta tres tipos de respuestas que de-
notan animismo: justicia inmanente pura, justicia inmanente
por intervención divina y causalidad mágica. Mientras a la
edad de 6-10 años prevalece la percepción de una justicia in-
manente pura (45 por 100 de los sujetos) y la intervención di-
vina es considerada con menos intensidad (33 por 100), a los
11-18 años esta intervención es proclamada por 47 por 100 de
los casos, mientras la justicia inmanente pura desciende a 8
por 100. El autor clasifica además algunas respuestas como
«naturalísticas» cuando el infortunio es considerado como «un
simple accidente» o como una causalidad «psicológica» que
proviene de la culpa cometida (por ejemplo, el sujeto ha expe-
rimentado nerviosismo, angustia, shock...). Estas respuestas
están del todo ausentes en los niños de 6-8 años y apenas lle-
gan al 10 por 100 en los que tienen 11-18.

182 I
También Loves (1957) en otro trabajo realizado en el ex
Congo Belga, comprueba la presencia de la interpretación
«castigo inmanente» en los sujetos más jóvenes, presencia que
disminuye sensiblemente con la edad; mientras que la inter-
pretación «castigo divino» es ya la más fuerte a los 12 años
(56 por 100) y va en aumento, hasta llegar al 72 por 100 a los
16 años. También en este trabajo la interpretación naturalís-
tica tiene escasísima importancia.
Estos dos últimos estudios, los de Loves y Jahoda, nos
muestran un hecho interesante: la curva de la llamada «justi-
cia inmanente» (es decir, la de la «sanción inmanente inme-
diata») disminuye con la edad, mientras crece la curva de la
interpretación «justicia inmanente por castigo divino». Es im-
portante señalar que la conexión entre animismo natural y
«castigo divino» se realiza también sin la existencia de estímu-
los específicos aptos para suscitar respuestas de carácter reli-
gioso. El niño parece pasar de una justicia «inmanente al ob-
jeto» a una justicia ejercida por una «intención personal».
Como veremos seguidamente, esta evolución es comprensible,
visto el cuadro evolutivo del niño. Por lo demás, todas las in-
vestigaciones demuestran que él animismo punitivo en estado
puro es una característica únicamente de la primera infancia.

b) El animismo protector

Las investigaciones que han seguido de cerca la de Paiget


tenían por objeto el estudio del animismo infantil considerado
bajo el aspecto de intencionalismo punitivo. Quedaba por sa-
ber si el animismo se manifestaba u obedecía a una ley de
desarrollo idéntica a la explicada, aun cuando los aconteci-
mientos presentados en las narraciones semiproyectivas pre-
sentaban una situación de defensa, de protección del niño
contra algo temido. Esta pregunta ha sido la base del intere-
sante trabajo de investigación realizado por Godin-Van Roey
(1959). La encuesta fue hecha a 120 niños estudiantes de cen-
tros católicos, divididos en cuatro grupos de 6, 8, 12 y 14 años.
Inicialmente se pusieron a la consideración de los niños unas
narraciones en las que uno de ellos encontraba ayuda en situa-
ciones difíciles, por intervención de causas fortuitas unida a
una oración. Después se hacían a los niños diversas preguntas

183
con el fin de comprobar el significado atribuido al hecho con-
tado en cada historia. Ofrecemos a continuación una narración
(la número 3), a título de ejemplo.
«Un grupo de niños decide partir de paseo, a pesar de que
el cielo está cubierto de nubes. También Juana desearía ir con
ellos, pero el grupo no quiere por mostrarse muchas veces
arisca y malhumorada. Juana quiere vengarse; cuando queda
sola, va a la iglesia a rezar. Pasado un poco de tiempo, se le-
vanta un violento temporal y el grupo debe volver a casa em-
papado de agua.»
Los resultados muestran que a los 6-8 años el intenciona-
lismo protector divino está presente con menor fuerza que el
animismo punitivo, pero la curva que representa su evolución
se eleva progresivamente, pasando por un máximo (59 por 100)
a los 12 años, para descender después rápidamente hacia los
14 años; esta evolución presenta, pues, un curso bastante di-
ferente de la de las reacciones ante las historias de sanción
inmanente, que decrecían continuamente a medida que avanza-
ba la edad.
La reacción de intencionalismo protector por intervención
divina no está tampoco en correlación con el desarrollo de la
actividad mental, según demuestra su confrontación con los
resultados de un test de inteligencia (Raven's Matrices, 1938)
y según lo confirman las respuestas a las preguntas teóricas.
Así, las respuestas a la pregunta n. 3, que conceptualiza la si-
tuación de la narración referida («¿crees que Dios atiende la
oración de un niño que le pide que ocurra alguna cosa des-
agradable para otros niños?»), siguen una línea que partiendo
a los 8 años de una puntuación casi igual a la obtenida en las
respuestas dadas a la narración semi-proyectiva, desciende,
sin embargo, regular y rápidamente.
La reacción a las situaciones descritas es, pues, de natura-
leza grandemente afectiva y ciega. En las historias, esta re-
acción escapa más fácilmente al control intelectual, mientras
en las preguntas aparece una etapa más controlada de las
creencias religiosas: y éstas parecen estar en relación con la
inteligencia. Sobre todo a los 10-12 años, los niños muestran
más agudizado el contraste entre lo que «sienten» y lo que
«saben».

184
Para terminar esta breve presentación, nos permitimos
concluir con una larga cita de Godin-Van Roey, los cuales lan-
zan una hipótesis general que tiene en cuenta no sólo las in-
vestigaciones realizadas sobre el animismo punitivo, sino tam-
bién las del animismo protector, y podría explicar la discor-
dancia entre las curvas relativas, en una población de niños
catequizados: «todo acontece como si el animismo intencio-
nalista, natural en el niño y cuyo decrecimiento con la edad
ha sido establecido por Piaget, se hallase, hacia los 8-10 años
solamente, unido y reforzado por una cultura religiosa.
Mientras esta cultura religiosa se apoya en la tendencia
afectiva (en vías de extinción), produce también efectos cie-
gos y exagerados, llegando más allá de la mera enseñanza
formal, desde el momento que muchos niños atribuyen a po-
tencias superiores cualquier conexión mágica realizada para
su provecho, aun en materia mala. Pero, como el apoyo afec-
tivo va cediendo poco a poco, llega el momento (precisamente
hacia los 13-14 años) en que se opera un discernimiento, hasta
que se fija el tema teórico de una significación religiosa posi-
ble, efectiva sobre todo en materia buena hacia el prójimo,
que no perjudica ya a la interpretación mediante las causas
naturales».

Queremos añadir solamente una nota. En la prueba de


Godin-Van Reoy aparece siempre como elemento constante de
todas sus narraciones el recurso a la oración. Nos parece que
esto es meter en danza lo divino para que actúe sobre las co-
sas. Tal vez no se trata ya de animismo simplemente, sino de
la tendencia a hacerse dueños de las causas segundas median-
te ritos. Es decir, nos parece advertir la existencia de una
situación en la cual no sólo se atribuyen intenciones a las co-
sas (animismo), sino donde el animismo se prolonga en la
tendencia a hacerse dueños de esas intenciones y de esos dina-
mismos. Se trata, pues, de una actitud «mágica». El «recurso
a Dios» implica también un elemento mágico, por esta doble
serie de motivos:
a) En la oración que hacen los pequeños protagonistas
de las narraciones, notamos que la alusión que se hace de ella
es tal que casi siempre corre pareja con un ritualismo dé ges-

185
tos, como si el fin de la oración fuera siempre el de obtener
garantías o poder sobre las causas segundas.
b) Se subraya además que el animismo y el magismo pue-
den coexistir con una actitud religiosa que es capaz de perci-
bir la trascendencia de Dios. El niño puede concebir también
un mundo animado por fuerzas misteriosas, e intentar hacer-
se dueño de estas fuerzas, a las cuales, sin embargo, Dios es
trascendente, como ha demostrado Deconchy (1967, 111). Y la
experiencia de la persistencia de formas del pensamiento má-
gico en los adultos (cfr. Piaget, 1966, 165-169), podría servir-
nos de confirmación de esta afirmación. Por lo demás, son
numerosos los puntos de contacto y, según algunos autores,
las líneas de continuidad entre magia y religión (Piaget, 1966,
136).
En conclusión, nos parece que no es posible establecer una
línea precisa de demarcación entre pensamiento mágico y pen-
samiento animista, ya que este último tiende espontáneamen-
te a traspasar al campo de aquél.

3. EL M A G I S M O

Una definición global de magismo podría darse inicialmente


en estos términos: «tendencia a adueñarse de fuerzas ocultas
y superiores para propio provecho, mediante el empleo de
signos y de ritos sin ulterior compromiso personal».
Nos parece que esta definición es un poco más amplia que
la de Aubin (1952, 227). Para él, la magia es «el convencimien-
to de poder dominar automáticamente las fuerzas de las que
el hombre quiere hacerse dueño, sin invocar ninguna divini-
dad y sin ningún acto de reverencia o de sumisión».
Por lo demás, también en otros autores, el magismo es de-
finido de ordinario como negación, o en relación con la ciencia
(acentuación del aspecto racional) o en relación con la reli-
gión (acentuación del aspecto religioso). Aún más, muchas ve-
ces, las definiciones se dan por antítesis y contemporáneamen-
te, haciendo hincapié en cuanto distingue la magia de la reli-
gión y de la explicación racional de las cosas.

186
Así, Yinger (1961, 43 ss.), en un estudio de claro plantea-
miento funcionalístico, define religión y magia relacionándo-
las antitéticamente en base a sus fines primarios (la religión
responde a los grandes problemas de la existencia humana:
salvación, muerte, significado de la existencia; mientras la
magia se dirige a los fines inmediatos: salud, buena cosecha,
dominio del tiempo atmosférico).
También antitéticamente, en la línea de una superación
del funcionalismo, Crespi (1965, 33 ss.) define la religión como
reconocimiento de lo divino, personificado en la consideración
de la trascendencia, contraponiéndola a la magia, que tiende
a manipular lo divino, entendido como fuerza impersonal in-
manente a la realidad profana.
Según otra perspectiva, la magia es definida en relación al
«pensamiento científico adulto». Es el camino recorrido por
Piaget; para él, magia es «el uso que el individuo cree poder
hacer en las relaciones de participación con vistas a modifi-
car la realidad» (1966, 136). A su vez, el pensamiento por par-
ticipación es descrito por Piaget, siguiendo a Levi-Bruhl, como
«la relación que el pensamiento primitivo cree percibir entre
dos seres o dos fenómenos considerados ya como parcialmen-
te idénticos, ya como poseedores de una estrecha influencia
entre sí, aun no existiendo entre ellos ni contacto espacial ni
unión causal inteligible» (ibíd.). Esta definición nos pone ne-
cesariamente ante las características propias de la inteligencia
infantil, como por ejemplo el egocentrismo, entendido como
la asimilación de los procesos externos a los esquemas sumi-
nistrados por la experiencia interna.
El pensamiento científico se diferencia por eso del mágico
en cuanto sabe descentrarse del propio punto de vista y per-
cibir las relaciones reales de causa a efecto (ver con más de-
talle Milanesi, 1967, y Piaget, 1966, 127-171).
Teniendo presente la pluralidad de referencias que el con-
cepto comporta, podemos analizar el influjo que el pensa-
miento mágico ejerce en el pensamiento y en la conducta re-
ligiosa.
En la experiencia del niño se verifican momentos de inten-
sa participación en la vida religiosa, en los cuales parece po-

187
sible evidenciar un componente mágico. Sobre este tema se
han realizado algunas investigaciones que merecen especial
atención, aunque la extensión del problema no permite, por
ahora, tener una visión suficientemente clara y detallada.
Para las aplicaciones catequísticas y pastorales, parece in-
teresante, por ejemplo, la investigación realizada por A. Godin
y sor Marthe (1960) sobre la incidencia de la mentalidad má-
gica en la comprensión de los sacramentos de la Eucaristía y
de la Confesión.
Es evidente que los sacramentos pueden ser fácilmente in-
vestidos de una mentalidad mágica por algunas analogías que
se pueden hallar entre ésta (operación automáticamente unida
a algunos ritos, efectos prodigiosos, etc.) y aquéllos (instru-
mentos de intervención divina en lo humano, realizada a tra-
vés de ritos y participación interior).
Godin y sor Marthe intentaron comprobar hasta qué pun-
to los niños interpretaban como ritos mágicos los gestos sa-
cramentales.
Teniendo como punto de referencia los sacramentos de la
Confesión y de la Eucaristía, se proponían a los niños y mu-
chachos (8-14 años) catequizados en ambientes católicos, tres
comparaciones que se referían a la modalidad de acción del
sacramento en cuestión. Los muchachos debían elegir la com-
paración que a ellos les pareciera más adecuada y explicar los
motivos de esta elección. La confesión, por ejemplo, era com-
parada a la limpieza de las manchas sobre un vestido, al gesto
de perdón de un padre, o al del juez que levanta la mano para
decir que ya no se es culpable. El niño debía interpretar des-
pués el sentido de una narración que tenía una problemática
relativa al sacramento. El sistema de evaluación establecía las
puntuaciones de magismo, basadas en las respuestas conside-
radas exactas por el niño.

Los resultados obtenidos demostraban que a los 8 años la


mayor parte de los sujetos ve una causalidad automática en-
tre el signo material y su efecto espiritual. Hacia los 11 años,
se da una rápida disminución de las interpretaciones mágicas
extremas, las cuales no desaparecen totalmente en los años

188
sucesivos; a los 14 años, existen todavía huellas de margismo,
entendido como relación de causalidad entre sacramento reci-
bido y efectos prodigiosos de orden material o como confu-
sión entre signo y significado.
Los autores de la encuesta indican que no hay correlación
estadísticamente significativa entre los resultados del test de
magismo y los de un test de inteligencia (el «Progressive Ma-
trices, 1938») de Raven; y deducen de ello que el magismo de
la niñez ha de unirse a la afectividad egocéntrica de esa edad,
quizás acentuada por la carencia del lenguaje, la instrucción
religiosa y el ambiente cultural.
Pero la aplicación de la prueba a una muestra de pre-
adolescentes (Milanesi, 1967, 79-114) proporcionó la manera
de relacionar los resultados de puntuación mágica con otros
test de inteligencia (Otis, Culture Free de Cattel, Batteria Fat-
toriale de Thurstone) e hizo registrar correlaciones negativas
y estadísticamente significativas entre magismo e inteligencia,
sobre todo en relación con los test de inteligencia verbal (Otis
y Thustone V. y W.).
Esto hace pensar que el test empleado para medir el ma-
gismo sea más bien influenciable por factores culturales y no
logra, por ello, captar el núcleo esencial de la actitud mágica
del niño. En otras palabras, el test es capaz de evidenciar los
rasgos mágicos de la enseñanza religiosa impartida al niño,
pero no es definitivo para demostrar si y cuánto está predis-
puesta la estructura psíquica del sujeto para acoger un estímu-
lo mágico.
La sospecha de que la prueba de Godin-Marthe no sea en
realidad mucho más que una prueba objetiva de conocimiento
catequístico, y no un instrumento para medir el influjo del
magismo, nos viene de su confrontación con la investigación
dirigida por el mismo Godin, sobre el intencionalismo divino
«protector» que hemos presentado ya. Hemos indicado antes
que esa prueba parece más apta para verificar la presencia de
una forma de magismo, y no de animismo (como querían los
mismos autores), y, sobre todo, hemos mostrado la continui-
dad y la afinidad entre animismo y magismo. Queda todavía
por explicar el motivo por el que las dos curvas que visuali-

189
zan la marcha de los resultados de las dos pruebas es tan di-
versa: el incremento de las respuestas «animísticas», a los 11-
12 ños, no encuentra en efecto ninguna semejanza en la curva
del «magismo», que, precisamente a los 11 años comienza a
decrecer rápidamente. Consideramos, por tanto, que la deter-
minación concreta de las modalidades genéticas del magismo
en el pensamiento religioso en la niñez es todavía una cues-
tión abierta, aun aceptando como hipótesis satisfactoria la que
ya hemos presentado citando a Godin-Van Roey; la mentalidad
mágica (igual que la animista) unida a la afectividad ago-
céntrica y radicada en las estructuras infantiles, encontraría
un relanzamiento en la niñez gracias a determinados tipos
de socialización religiosa, que tienen apoyo en los esquemas
utilitarísticos del pensamiento lógico-concreto. Sólo tras la cla-
rificación de las funciones del lenguaje simbólico y tras la re-
lajación del impulso afectivo egocéntrico, lo «divino» emerge-
ría como una realidad trascendente y sin posibilidad de ser
manipulada mediante el rito y la oración.
De lo dicho debería quedar claro que nosotros considera-
mos el antropomorfismo, el animismo y el magismo como di-
mensiones «normales» de la religiosidad infantil; a través de
estos esquemas mentales, de los que el niño es capaz, se ex-
presa su intencionalidad religiosa. El adulto da fácilmente un
juicio negativo sobre estas cuestiones, en cuanto emplea un
criterio de valoración típicamente adulto. Pero para una com-
prensión adecuada de la religiosidad infantil sería preciso
analizar con más atención qué significado asume la estruc-
tura mágica en el cuadro complexivo del psiquismo infantil
(y, conjuntamente, la antropomórfica y la animística).
En esta perspectiva, Deconchy (1966 b ) nos proporciona
algunas indicaciones en un estudio claro y penetrante; en él
nos inspiraremos para las ideas que siguen.
Hemos visto que se suele hablar de magismo del niño en
relación a la capacidad del pensamiento científico de la inte-
ligencia adulta (Piaget, en clave intelectualista) o al pensa-
miento religioso adulto (considerado como tal en un determi-
nado contexto cultural, referible, por lo mismo, necesariamen-
te a una religión institucionalizada; cfr. Godin, 1964 b, 27;
1964 a, 53).

190
En otros términos, el adulto define como «mágico» aquello
que no es coherente con su visión racional y religiosa. Los dos
polos de pensamiento mágico-pensamiento científico son sólo
una transposición de la dualidad pensamento del niño-pensa-
miento del adulto. Afirmar, por lo mismo, que el pensamiento
del niño es mágico, equivaldría únicamente a decir que el niño
no es adulto.
Igualmente la dualidad «mágico-religioso» viene construida
identificando lo mágico con aquello que un determinado gru-
po cultural no acepta como religioso, es decir, haciendo hinca-
pié en un orden instituido de valores al que el psicólogo como
tal no puede hacer referencia, por cuanto cae fuera de su
alcance. El psicólogo no puede calificar como mágicos los
ritos, los comportamientos, las oraciones. Decir que el com-
portamiento del niño es mágico equivale solamente a decir que
no tiene las convicciones y las actitudes religiosas del adulto
de su grupo cultural.
Es preciso, pues, encontrar otro criterio para estudiar la
«mentalidad mágica infantil», que no tenga por referencia ni el
pensamiento científico ni un dato cultural o cultual. Tenemos
que introducirnos —afirma Deconchy— en el centro mismo
de las operaciones del niño, para intentar descubrir en la
perspectiva de su desarrollo la característica específica y cons-
titutiva de su comprensión del mundo: cosa imposible de rea-
lizar con categorías deducidas únicamente del exterior. Como
un intento de salida, Deconchy toma como punto de partida el
análisis del juego del niño, que se nos presenta con tres ca-
racterísticas fundamentales:

a) El juego como actividad de imitación


Mediante el juego el niño se construye un mundo que no
es el real, pero que se le parece y que puede ser manejado por
él. Una muñeca o un osezno, por ejemplo, pueden asumir to-
das las funciones o características que el sujeto quiere atri-
buirles: se convierten, por turno, en el niño pequeño que no
quiere comer la papilla, en la señora de visita a la amiga, en
la señora del comerciante... El niño no puede sustraerse a la
necesidad de captar y manipular la realidad; pero ante un

191
mundo que lo supera demasiado, no puede hacer otra cosa
que construirse uno proporcionado a sus posibilidades que no
es más que imitación de la realidad. El se construye un «falso
real» que puede explorar y dominar; «real», en cuanto imita-
ción de la realidad, pero «falso» en cuanto menos «resistente»
que la realidad. Así el juego «exorciza el mundo». Es una ac-
titud bastante próxima a aquella que los adultos suelen llamar
magia.

b) El juego como actividad de expresión

Igualmente, el juego sirve también para crear un mundo in-


termedio entre el yo y la realidad, donde puede sustraerse a
las presiones de carácter educativo y social que limitan al niño.
El juego crea un mundo donde todo está permitido, donde el
niño expresa su espontaneidad. No que el juego no tenga sus
reglas, leyes, rituales, sino que se trata de normas impuestas
por el sujeto mismo, no por el ambiente. El niño se crea de
este modo su propio mundo, donde puede manifestar la ne-
cesidad de una relación libre y creativa. En este caso, lo que
el adulto llama magismo no es más que un vehículo psicoló-
gico de evidenciar necesidades y tendencias que no hallan ade-
cuado instrumento expresivo a nivel del pensamiento lógico-
formal y del lenguaje que le corresponde.

c) El juego como solución de la angustia

En el juego, el niño se libera también de la angustia de un


mundo real demasiado grande y oprimente para él. Se evade
de la brutalidad de la realidad. Los psicólogos se han pregun-
tado a menudo sobre el porqué de la afición de los niños
(niños y niñas) por los juguetes del tipo del «osezno afelpa-
do» que en nada imita la realidad (como ocurre, por el con-
trario, con la muñeca, por ejemplo) y que parece no tener mo-
tivo para suscitar la proyección de una relación afectiva. Quizá
es precisamente por eso, porque no representan nada de la
realidad por lo que permiten una evasión y suscitan así una
relación emotiva tan intensa.
Aquello que el adulto llama conducta mágica es en reali-
dad, para el niño, un instrumento o mecanismo de reintegra-
ción afectiva.

192
Inspirados en estas consideraciones, podemos exponer al-
gunas conclusiones que podrán ser objeto de ulteriores refle-
xiones y estudios.

1. El magismo y las correlativas actitudes del antropo-


morfismo y del animismo parecen derivar de la actividad lú-
dica, la cual asume en el conjunto del psiquismo infantil un
significado madurante y liberador. Ella, en efecto, canaliza la
comprensión de la realidad, la relación creativa y la integra-
ción afectiva. Mediante la actividad lúdico-mágica el niño se
adapta a un mundo que le es hostil, y al mismo tiempo trata
de superar las contradicciones, asumiendo un lenguaje que es
de naturaleza claramente simbólica. Más que una negación de
la realidad, la actividad mágica expresa la necesidad de un
mundo distinto, gobernado por leyes de libertad y de promo-
ción de la persona. La canalización de la actividad lúdico-
mágica hacia aspectos religiosos parece que se debe atribuir
a precisos estímulos de naturaleza ambiental y se verifica, por
ello, sólo en algunos casos. De modo más general se nota, en
cambio, que el lenguaje simbólico se limita a la esfera o nivel
de las experiencias psíquicas. Es, de todos modos, natural el
paso de esta forma a la otra, dada la semejanza de los len-
guajes usados (se trata siempre de actividad simbólica). Hay
que esperar, pues, que la experiencia religiosa del niño esté
connotada de componentes lúdicos, que tienen, sin embargo,
un significado trascendente. Consideraciones análogas podrían
hacerse sobre aquellos casos en que el adulto utiliza un len-
guaje lúdico para expresar tendencias frustradas o inexpresa-
bles; pero en el adulto, que está capacitado para emplear otros
instrumentos de expresión existencial, el recurso a estas for-
mas es señal indudable de alienación (con raíces sociales),
cuando no esté acompañada de positiva evolución hacia otras
formas de auto-realización. El «homo ludens» adulto expresa
ciertamente valores de libertad y de creatividad, cuando no
esté coaccionado únicamente por la necesidad de compensa-
ción impuesta por las presiones de una sociedad masificante.

En semejante circunstancia, se coloca ya en camino de


una búsqueda religiosa, en cuanto expresa una necesidad de
trascenderse y sustraerse a lo concreto de la vida diaria.

13
193
En definitiva, las actividades lúdicas, aun con su solo com-
ponente mágico, contienen un significado implícitamente reli-
gioso que no se puede infravalorar.
2. En el niño, las actividades mágicas, animísticas, antro-
pomórficas representan casi con seguridad un síntoma de ma-
duración e indican actitudes «pre-religiosas». Y es esencial a
estas actitudes precisamente la «necesidad de comprensión»
que está en la base de la experiencia religiosa; al mismo tiem-
po, en estas actividades se expresa claramente la necesidad de
superarse a sí mismos, madurando hacia nuevas estructuras
psíquicas, que hagan posible un mejor dominio de los signifi-
cados del mundo y del yo. El niño manifiesta, según le es permi-
tido por el conjunto de sus capacidades psíquicas, la tendencia
a una integración cada vez más abierta hacia la realidad total.
Así demuestra ya que atribuye a la realidad que le rodea una
relevancia existencial; el reconocimiento de la radical alteri-
dad de algo que no se identifica con su yo, ya iniciado con el
descubrimiento del alcance simbólico de la imagen paterna,
encuentra en esta sucesiva fase del desarrollo una nueva direc-
ción. El niño reconoce en la realidad el carácter de una radical
alteridad cuando manifiesta la necesidad de dominarla, adue-
ñarse de ella, servirse de ella para fines que miran a su libe-
ración y a su desarrollo humano. Bajo esta concepción el niño
proyecta la convicción de que el propio destino no está ligado
solamente a las fuerzas del organismo (psíquicas y físicas),
sino también a las «presencias» que lo circundan condicionán-
dolo y estimulándolo.

Queda todavía al sicólogo el determinar la medida de es-


tas intuiciones de carácter trascendente en las diversas catego-
rías de niños (de edad, cultura, religión, secularización, nivel
social, etc.); queda todavía por estudiar cómo se realiza la
integración lenta de estas formas afectivo-emotivas de recono-
cimiento de una dimensión trascendente en otros esquemas
más comprensivos, donde al lenguaje simbólico, casi única-
mente inconsciente, se unen expresiones rituales, verbales y
gestos, expresión ya de una lograda madurez aun en el plano
del pensamiento y de la autoconsciencia. A través de estos pa-
sos sucesivos, la intuición de un destino trascendente se va
liberando de la ambigüedad de las edades precedentes y se

194
adapta a los nuevos niveles y a los interrogantes existenciales
de las nuevas experiencias.

4. LA C O N C E P C I Ó N D E D I O S EN LA NIÑEZ

El estudio de la concepción de Dios parece ofrecer una


ocasión privilegiada para verificar la convergencia de todos
los factores de ambiente y de maduración individual dentro
de una conducta religiosa complexiva.
Pero antes de adentrarnos en el análisis, es preciso aclarar
el alcance del término empleado por nosotros.
En la literatura psicológica se encuentra a menudo la ex-
presión «idea de Dios». Pero es preciso aclarar en seguida que,
en la mayoría de los casos, semejante término parece una
traducción no cuidada de la palabra francesa «Idee», o de la
inglesa «Idea». En realidad, el término «idea» es vago y sin
un «status» definido en el lenguaje psicológico. En el lenguaje
ordinario posee cierto matiz racional, como significación de
un conocimiento adquirido mediante procedimiento lógico-
abstractivo. Ahora bien, la toma de conciencia de Dios no es
ciertamente el fruto sólo de un acto lógico. Por eso, preferi-
mos el término «concepción» que nos parece tener una mayor
comprensión de significado. Tampoco el término «concepción»
posee un «status» preciso en el vocabulario psicológico, pero
nos parece que puede abarcar una amplia serie de factores,
además del intelectivo.
Preferimos «concepción» también a «representación», tér-
mino ambiguo que podría ser entendido como representación
consciente intraindividual o interindividual, mientras el psicó-
logo pretende ir al fondo de las realidades y más allá de las
meras representaciones o manifestaciones que aparecen al es-
pectador.
Finalmente, el término «concepción», que preferimos tam-
bién a «concepto», parece abarcar el acto psicológico en su
misma génesis; es, por ello, más apto para significar el conti-
nuo devenir de la relación psicológica sujeto-Dios, mientras el
término «concepto» parece más estático y algo ya elaborado.

195
Para el estudio de la concepción de Dios, disponemos de
pocas investigaciones psicológicas, pero algunas son muy valio-
sas, ya que, aunque no se trate de indagaciones longitudina-
les, tienen en cuenta la dimensión evolutiva. Entre otras, me-
rece especial atención la de Deconchy (1967, y también muy
útiles los estudios preliminares de 1962, 1963, 1964) que so-
bresale por la claridad de las exposiciones teóricas, vigor de
método, esmero y abundancia de documentación.
Deconchy se ha propuesto una investigación rigurosamente
experimental sobre la concepción de Dios en un grupo muy
grande (la aplicación inicial fue realizada con 4.163 niños y
3.899 niñas) de sujetos comprendidos entre los 7 y los 16 años
de edad. La muestra preparada para el análisis es de más de
4.700 sujetos, distribuidos proporcionalmente según criterios
capaces de formar un grupo verdaderamente representativo de
la región de Lille, región homogénea desde el punto de vista
de la práctica religiosa familiar. Todos los sujetos han sido
catequizados en la Iglesia Católica, en escuelas confesionales.
Este último dato permite aislar la incidencia de la catequesis
en la formación de la concepción de Dios y por ello extrapolar
las resultantes fundamentales también en muestras no cató-
licas.
Hemos observado ya que la investigación de Deconchy no
es longitudinal y por tanto, no propiamente «genética». El au-
tor factorializa las respuestas obtenidas en las diferentes eda-
des, comprendidas entre 8 y 16 años, realizando un paso del
plano transversal de los datos al plano longitudinal de las
conclusiones; pasa de las acentuaciones prevalentes en diver-
sos grupos, en función de la variable edad, a las fases de un
solo desarrollo; del criterio politransversal, al mono-longitu-
dinal.
El autor va más allá del nivel epistemológico, cuando con-
sidera como parámetro o variables fundamentales de una
concepción unitaria de fin, a aquellas características halladas
en cada una de las fases de desarrollo.
No obstante estas delicadas manipulaciones epistemológi-
cas, el trabajo de Deconchy conserva toda su validez, en cuan-
to se mantiene en el plano de la hipótesis y sólo pretende pre-
sentarnos una aportación parcial (219-224).

196
Se les pregunta a los sujetos entrevistados que indiquen la
palabra principal dentro de una serie de términos presentados
en el siguiente orden: casa, padre, madre, Dios, pecado, sacer-
dote (método de las asociaciones libres). Después, Deconchy
examina sólo los inducidos (es decir, las palabras evocadas)
sobre la palabra «Dios»; a veces, recurre al examen de los
otros inducidos como instrumento precioso de comparación
para iluminar el significado de algunos inducidos sobre Dios,
que aún aparecen poco claros.

Un meticuloso análisis estadístico y factorial de los indu-


cidos sobre «Dios» permite llegar a una clasificación intere-
sante en 19 temas fundamentales. Analizando después las fre-
cuencias, las co-presencias, las curvas y los factores de des-
arrollo, el autor cree advertir tres acentuaciones diversas, o
mejor, tres «fases» de la estructura genética de la concepción
de Dios, que corresponden también a períodos cronológica-
mente bastante típicos del desarrollo.

1. Fase atributiva (8-10 años), en la cual el niño tiende a


construirse una concepción de Dios partiendo sobre todo de
sus atributos.

2. Fase de personalización (muchachos 11-13; muchachas


11-14) en la cual se comienza a reconocer a Dios como persona,
como «alguien» al que hacen referencia los atributos ya indi-
viduados anteriormente.

3. Fase de interiorización (muchachos 14-16, muchachas


15-16) en la cual la concepción de Dios está caracterizada por
la prevalencia de temas de intensa resonancia afectiva y sub-
jetiva.

Se trata naturalmente de fases contiguas y, por lo mismo,


el límite entre una y otra no es neto; hay temas de personali-
zación que ya actúan en el fase atributiva, así como en la fase
de interiorización no son «desconocidos» los atributos de Dios.
Las denominaciones (atributiva, personalización, interioriza-
ción) son síntesis esquemáticas que caracterizan la acentua-
ción prevalente en un período.

197
El período de la niñez puede ser, pues, caracterizado como
fase atributiva; ésta halla su punto culminante a los 9-10 años.
Dentro de los temas atributivos, se podrían distinguir, en es-
quema, tres parejas de esquemas con mayor influjo operativo:
Atributos Objetivos: «Grandeza-Omnipotencia-Omnisciencia» y
«Espiritualidad»; Atributos Afectivos: «Potencia-Fuerza» y
«Belleza-Santidad-Pureza»; Atributos Subjetivos: «Bondad-
Amor» y «Justicia».
Uno de los términos que aparece con más frecuencia en
este período es el de Dios-Creador. Lo cual no significa que
los niños de esta edad comprendan claramente la idea de
creación; lo demuestra el hecho de que se detienen mucho a
considerar las creaturas (las descripciones de la naturaleza dan
un gran coeficiene de coagulación —es decir, son muy «redun-
dantes»—) en el tema «Creación», mientras aluden más rara-
mente al Creador, y todavía menos, al acto creativo. Es difícil
igualmente advertir una unión causal entre Creador y criatu-
ra: ambos polos son considerados separadamente, al menos
al comienzo de este período.
El concepto de causalidad emerge sólo después de los 8
años, cuando el niño, aunque sólo sea con matices animistas y
mágicos, comienza a concebir a Dios como «el del más allá»,
que «está detrás» de lo creado. Pero todavía no ve con clari-
dad la relación existente entre Dios y las creaturas. Afirma
que uno de los atributos de Dios es el de «haber hecho el
mundo», pero no llega todavía a concebir las relaciones de de-
pendencia y de trascendencia que caracterizan el acto de la
creación. En esta edad se limita a afirmar que existen en Dios
cualidades que denotan de alguna manera su relación super-
eminente con la creatura. En este punto la sensibilidad y las
acentuaciones de los niños son muy diferentes de las de las
niñas.
Los muchachos parecen remontarse de las creaturas hacia
un Dios creador caracterizado por los atributos afectivos de
«Fuerza» y «Belleza» que presentan entre sí relaciones dialéc-
ticas muy estrechas. La unión Dios-mundo, ante la carencia de
una noción precisa de causalidad, es considerada como una
relación «milagrosa»: el mundo es creado milagrosísticamente
por la «Fuerza» de Dios.

198
Las niñas, en cambio, parecen acentuar en Dios los atribu-
tos de la «Grandeza» y «Espiritualidad», que corresponden a
un concepto más objetivo y consciente. La creación es con-
siderada como una especie de actividad artesanal, en la que
Dios emerge ya como «persona». Hay que notar que el tema
de la creación, pese al constante influjo de la catequesis cató-
lica, no es percibido de acuerdo con los abundantes conoci-
mientos proporcionados por el dato revelado; proviene más
bien de las proyecciones antropomórficas y mágico-animísticas
típicas de esta edad (ver Thun, 1959, 20 y ss.). Esto significa
que el tipo de catequesis impartido a los niños de esta edad
tiende a reforzar estas proyecciones, en lugar de superarlas,
Se trata, pues, de una enseñanza que aun haciéndose cada vez
más orgánica, se detiene excesivamente en la definición de
Dios en términos técnicos y casi filosóficos, subrayando los
atributos y no la persona viviente que es el «sujeto» de los
mismos.

El tema de la creación es, sin embargo, sólo una parte de


la concepción de Dios que tienen los niños de esta edad; hacia
los 10 años, esta acentuación temática se atenúa para dejar
el sitio a otros desarrollos, en los que los influjos de los fac-
tores de personalidad son más evidentes. Examinemos breve-
mente algunos aspectos de los mismos.
Podemos observar en seguida que la concepción de Dios se
manifiesta, en esta edad, a través de esquemas antropomórfi-
cos. Parece superado el antropomorfismo físico primario, pero
se deja entrever una especie de antropomorfismo moral, que
se refuerza ante la experiencia de las cualidades humanas per-
cibidas como valores por él niño y proyectadas en Dios. Así,
se asocian a Dios términos como «inteligente», «valiente»,
«servicial», «reza» (donde se dejan ver también las proyeccio-
nes de algunos imperativos moralísticos).
Las proyecciones típicas del antropomorfismo moral deno-
tan, sin embargo, un profundo deseo de maduración religiosa:
al atribuir a Dios las cualidades que son objeto de conquista
moral (punto de llegada del desarrollo hacia el propio yo
ideal), el niño expresa la convicción de que Dios representa
algo trascendente, un punto-límite hacia el cual gravita el des-

199
tino del sujeto mismo. Como nota acertadamente Godin, «el
antropomorfismo moral nos hace vislumbrar un inicio de pen-
samiento por analogía, y un inicio de dialéctica ascendente
donde el aspecto afectivo y axiológico realiza un papel de gran
importancia» (1967, 125 y, en general, 110-125).
Y sin embargo, el progresivo emerger de una concepción
más madura del mundo trascendente está todavía acompaña-
do, en esta edad, de la percepción clara del carácter ambiva-
lente de lo sagrado.
En la infancia, las actitudes inicialmente ambivalentes ha-
cia la imagen del Padre provenían, sobre todo, del «transferí»
de la imagen paterna y se resolvían, con la evolución del com-
plejo de Edipo, en una concepción de Dios nacida de la con-
fianza y del amor.
En la niñez, se van despertando sentimientos a veces con-
tradictorios en las confrontaciones de la imagen divina; lo
«fascinosum» de la descripción fenomenológica de R. Otto se
mezcla entonces con lo «tremendum». La religiosidad se hace
a veces problemática y, hacia el final del período, en especia-
les contextos culturales, el niño puede ya hacerse preguntas
problemáticas sobre la realidad trascendente. Algún sujeto,
bajo el impulso del interés moral que, a los 9 años, es ya
fuerte, se pregunta sobre el fin de lo creado, sobre el Paraíso,
sobre la salvación del hombre, sobre la posibilidad de conocer
a Dios, sobre su misma existencia, sobre la absolutez de sus
atributos. Puede aflorar, hacia los 10-11 años, alguna duda
(Braido-Santi, 1967).
Dios no es ya sólo el providente animador de todas las co-
sas (y mucho menos el tierno Niño Jesús), sino el Omnipo-
tente dueño y señor. Van Bunnen ha podido mostrar el creci-
miento del sentido ambivalente de lo sagrado, en una entre-
vista realizada a niños de 5-12 años. A través de un test semi-
proyectivo, los niños eran llevados a identificarse con Moisés
en la escena bíblica de la teofanía en la zarza ardiendo. Los
datos evidencian claramente que el sentido de la distancia
frente a Dios, el sentido del respeto debido a lo sagrado, el
miedo ante su presencia, sufre un fuerte incremento con la
edad. Las respuestas afirmativas a la pregunta «¿Tendrías

200
miedo si te encontraras en la situación de Moisés?», experi-
mentan un fuerte aumento, del 8 por 100 a los 5-6 años, hasta
el 70 por 100 a los 11. Y , sin embargo, notamos en seguida
que este sentimiento es considerado por los mismos sujetos
como natural y capaz de poder coexistir con la felicidad de en-
contrar a Dios.
La relación con lo trascendente se va desarrollando así en
esta edad por fases y niveles dialécticamente opuestos entre
sí, que hacen difícil el camino hacia la madurez de la actitud
religiosa.
También Goldman (1964) subraya esta ambivalencia de la
concepción de Dios en el niño, y, en algunos aspectos, precisa
y atenúa las conclusiones de Van Bunnen.
Por una parte, Dios es concebido como omnipotente e im-
previsible, con la posibilidad de hechizarnos, hacer milagros
y, sobre todo, castigar lo que él considera malo. El autor pien-
sa que sobre la estructuración de esta concepción puede in-
fluir grandemente el tipo de relación que el niño, en este pe-
ríodo, está viviendo con los adultos, cuando se encuentra ante
personas que hacen cosas para él incomprensibles e impre-
visibles, y que con su autoridad determinan lo que está bien
y hay que premiar, y lo que está mal y hay que castigar.
Por otra parte, y no obstante lo dicho, igual que los adul-
tos, el niño experimenta hacia Dios una fundamental confian-
za; lo siente amigo y lo cree generoso, aun cuando estos senti-
mientos se hallen en estado embrional.
En la experiencia citada de la zarza ardiendo, Goldman ad-
vierte que el niño, al tiempo que se da cuenta de las razones
de Moisés para sentir temor, no experimentaría él mismo este
sentimiento. El se encontraría en una actitud de fundamental
confianza (1964, 116-127).
Pero volviendo a las investigaciones de Deconchy, vemos
que la concepción de Dios es completada por una serie de in-
ducidos que hacen referencia a la figura de Jesucristo. Se ve
con toda evidencia que la mayor parte de éstos se refieren al
Jesús histórico, no al Cristo que salva, a su personalidad divi-
na. Los niños subrayan aspectos descriptivos y anecdóticos,

201
referidos particularmente a los momentos de la Pasión, consi-
derada bajo el aspecto del sufrimiento físico y de la resurrec-
ción como manifestación de poder.
Es interesante observar, para compararlo con lo que ha ad-
vertido Mailhiot en los niños de tres y cinco años, que son
muy pocos los inducidos que hacen referencia a Jesús Niño.
Si la escasa integración entre la figura histórica de Cristo
y su realidad divina es fruto de cierta catequesis anecdótica
y ocasional, no hay que olvidar que, en realidad, resulta difí-
cil al niño de esta edad superar la lógica concreta, es decir,
elevarse a abstracciones y conexiones de tipo formal. El re-
conocer en Cristo una presencia trascendente es ya fruto de
un posterior desarrollo del pensamiento. Términos como «Hijo
de Dios», «Hombre-Dios», «Persona divina», aunque memoriza-
dos y repetidos, no llegan a ser poseídos en toda su densidad;
mejor comprendidos, por su carácter más concreto, parecen
los términos de «Salvador», «Redentor», «Mesías»; es en el
período siguiente («fase de personalización», 11-13 años) cuan-
do estos términos son estudiados con más profundidad y uni-
ficados en el concepto de Dios como Persona. Hemos seguido
hasta aquí la línea interpretativa de Deconchy, integrándolo
con otras aportaciones útiles. Otros estudios han contribuido
por lo demás a hacer conocer con más amplitud la concepción
de Dios en la niñez.
El trabajo de Goldman está entre los mejores (1964).
La investigación actual, aunque impulsada por preocupa-
ciones pedagógicas y catequéticas, se desarrolla con el empleo
riguroso de técnicas psicológicas, aplicadas en el ámbito de
una entrevista semi-clínica individual.
Han sido examinados 200 sujetos ingleses de 6 a 17 años,
distribuidos por edad, clase, cociente intelectual, religión, prác-
tica religiosa familiar, ambiente social. Todos los sujetos ha-
bían recibido normalmente una formación religiosa anglicana-
protestante.
A cada sujeto le eran presentadas tres momentos diferen-
tes (familia que entra en la iglesia, niño/a que reza a los pies
de la cama, niño/a que mira una Biblia estropeada). Sobre
estos momentos nacían la conversación semi-standardizada.

202
En un segundo modelo los niños eran invitados a respon-
der a otras preguntas, después de haber escuchado la graba-
ción de tres narraciones sacadas de episodios bíblicos (Moisés
y la zarza ardiendo, el paso del Mar Rojo, las tentaciones de
Jesús).
La conclusión fundamental de Godlman es que el desarro-
llo del pensamiento religioso parece realizarse según las líneas
propuestas por Piaget para el desarrollo de la inteligencia: de
un pensamiento intuitivo y pre-operacional, a través del pen-
samiento operativo concreto, al pensamiento operativo abs-
tracto.
Se observa, sin embargo, con claridad que la evolución del
pensamiento religioso rebasa sus bases, dado que se puede
observar que para la mayor parte de los sujetos, el pensa-
miento religioso intuitivo se prolonga hasta los 7-8 años y
aun hasta más tarde (estas delimitaciones son muy aproxima-
tivas) y el pensamiento operatorio concreto hasta los 13-14
años. Parece que sólo en torno a esta edad las tres cuartas
partes de los sujetos consiguen ver en las narraciones bíblicas
el significado simbólico religioso y tener concepciones religio-
sas adecuadas a su madurez general.

En cuanto a la concepción de Dios, Goldman ha descubier-


to que en este período ésta se halla unida a las modalidades
egocéntricas y concretas que caracterizan el pensamiento en
esta fase del desarrollo.

Hacia los 6-7 años, el antropomorfismo es todavía tosco y


material: Dios es un hombre, vestido al modo palestino, con
la barba. Si habla, lo hace en sentido real, físico, con voz
fuerte. Vive en el cielo, que es su casa, pero algunas veces, vi-
sita la tierra en forma física. Aunque a veces el niño parece
aceptar el concepto de la omnipresencia divina, se trata en
realidad de un puro verbalismo.

A continuación el niño tiende a abandonar algunas de las


formas de antropomorfismo más toscas, pero Dios es siempre
concebido como un Super-Hombre, dotado de poderes de tipo
mágico.

203
Persisten todavía confusiones entre la presencia de tipo fí-
sico y omnipresencia (pp. 87-101).
Dios interviene en la modificación de la naturaleza por me-
dios físicos, para obtener sus fines. En la narración del paso
del Mar Rojo, por ejemplo, el niño se imagina que Dios pe-
netra en el agua y la divide con sus manos; la zarza ardiendo
de Moisés no quemaba realmente, porque Dios desde el inte-
rior encendía hojas de papel. Esta forma de interpretación pa-
rece tener una correspondencia cierta con los esquemas del
artificialismo mitológico encontrado por Piaget, a nivel de pen-
samiento general, como característica de los niños de 4-7 años.
Sólo en una segunda etapa, que podemos llamar, con la
terminología de Piaget, del artificialismo técnico (7-10 años),
encontramos el intento de unir las explicaciones mitológicas
con otras deducidas del pensamiento lógico-científico. Pero pa-
rece que, en el aspecto religioso, esta etapa se presenta con
notable retraso respecto a los límites cronológicos hallados
por Piaget y que puede prolongarse hasta los 13 años, cuando
se llega a la fase del no-artificialismo y la explicación es bus-
cada en el ámbito del pensamiento lógico-científico (102-115).
La natural tendencia del niño a pensar en términos con-
cretos y egocéntricos parece venir alimentada y reforzada por
el lenguaje bíblico que trasmite los contenidos religiosos.
También la inmadurez emotiva y social puede jugar un pa-
pel muy importante. Así, basado en las propias dificultades de
relación con los adultos de los que tiene experiencia, el niño
es llevado a considerar a Dios como omnipotente y legislador,
imprevisible e indiscutible y sin embargo siempre amoroso
(126-127).
Los niños tienen mucha confusión entre Dios y Jesucristo;
algunas veces, pero sólo a nivel de puro verbalismo, Jesús es
llamado «Hijo de Dios».
La niñez de Jesucristo es vista de modo irreal, rico en de-
talles fantásticos y fabulosos. Jesús era un niño modelo in-
capaz de hacer el mal. Parece que algunas concepciones irrea-
les y fantásticas de la infancia y niñez de Jesús son debidas
a la influencia persistente de los mitos y de las narraciones

204
nacidas en tomo a su nacimiento, transmitidas por la enseñan-
za familiar y catequística.
Jesús adulto es considerado como un hombre sencillo, bue-
no, piadoso; pero no se encuentran elementos que connoten
el origen divino de su misión.
Si El resiste a las tentaciones, lo hace por motivos no apro-
piados, fútiles. Además los niños más grandecitos afirman que
El no podía ceder a la tentación por estar protegido por pode-
res mágicos.

CONCLUSIONES

Refiriéndonos, como conclusión, al camino recorrido por


el niño en esta etapa de su desarrollo en relación con la ante-
rior, podemos anotar algunas adquisiciones típicas. La con-
cepción de Dios se ha venido independizando de las predomi-
nantes conexiones simbólicas con las imágenes parentales. A
medida que el yo se va madurando en relación a experiencias
más vastas que la familiar y en dependencia de las nuevas
estructuras de la personalidad, también la experiencia religio-
sa se hace más específica. La afectividad y la emotividad de
la primera infancia son ahora modificadas por el pensamiento
concreto, aun cuando perduren las características del antropo-
morfismo, del magismo, del animismo. La evolución del pen-
samiento lógico del niño es todavía incierta, condicionada como
está por muchas ambigüedades, pero ya emerge una tensión
interior hacia la elaboración de una relación con Dios fundada
en la trascendencia. Será en la edad siguiente cuando el «haz
de atributos» tomará realidad, en muchos sujetos, como un
«radicalmente otro».
Mientras tanto, la religiosidad ha adquirido una primera
dimensión social, que se irá desarrollando con el tiempo; en el
trato con modelos de comportamiento de grupos religiosos,
participando en ritos colectivos, en signos sacramentales de
iniciación, el niño camina hacia la comprensión del mundo de
lo divino, que así se le presenta más claramente integrable en
el propio proyecto de vida.

205
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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22. PIAGET, J., La représentation du monde chez l'enfant, París, PUF,
1926.
23. T H U N , T . , Die Religión des Rindes, Stuttgart, Klett Verlag, 1959.
24. V A N BUNNEN C H . , Le buisson ardent; ses implications symboliques
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BIBLIOGRAFÍA COMPLEMENTARIA

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2. CRUCHON, G., II pensiero e gli atteggiamenti religiosi tra i 9 e i 12
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5. JAHODA, G., The Psychology of Superstition, London, Penguin Books,
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6. LAWRENCE, P. J., Children's Thinking About Religión: a Study of
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8. M A C LEAN, A. H . , The Idea of God in Protestant Religious Educa­
tion, N . Y . , 1930.
9. SAFIER, G., A Study in Relationship Between the Life and Death
Concepts in Children, Journal of Gen. Psych., 104 (1964), 283-294.

207
CAPITULO SEXTO

LA RELIGIOSIDAD
PRE - ADOLESCENCI AL

1. A s p e c t o s generales del desarrollo adolescencial


a) El desarrollo cognoscitivo
b) El desarrollo motivacional
c) El desarrollo afectivo-emotivo
d) El desarrollo social

2. La religiosidad del pre-adolescente


a) La concepción de Dios en el pre-adolescente
b) El sentimiento de afiliación religiosa
c) El ritualismo de la pre-adolescencia

Conclusión

Teniendo que analizar la religiosidad del adolescente, con-


viene precisar que intentamos definir este estadio de desarro-
llo de la personalidad en términos bastante elásticos. Al tener
que referirnos a los fenómenos pubertarios, haremos antes al-
gunas consideraciones sobre el período que le precede y el que
le sigue inmediatamente, llamándolos respectivamente pre-
adolescencia y adolescencia. En la práctica, este período com-
prende un lapso de tiempo que se inicia hacia los 11-12 años
y termina hacia los 16-17 años.
Esta distinción en dos fases es, en cierto modo, arbitraría,
pero parece corresponder bastante adecuadamente a dos mo-
mentos típicos del desarrollo que el educador debe considerar

14 209
también. Nótese, por lo demás, que al asumir como criterio el
de la pubertad no se pretende afirmar que de este fenómeno
dependen sustancialmente todas las características psicológi-
cas de la adolescencia; en ella la pubertad es un fenómeno re-
levante pero no decisivo, más útil como referencia cronológica
que como categoría interpretativa.
Más tarde expondremos el significado de la pubertad en
el conjunto del desarrollo del adolescente; por el momento,
expondremos en síntesis las características de la maduración
del individuo en este período.

1. A S P E C T O S G E N E R A L E S DEL D E S A R R O L L O ADOLESCENCIAL

a) El desarrollo cognoscitivo

En los trabajos de Piaget se pueden encontrar útiles indi-


caciones sobre el desarrollo intelectual del adolescente, aun-
que pequen tal vez de excesivo intelectualismo y esquematis-
mo, y estén a veces demasiado condicionados por una menta-
lidad positivista.
Piaget (1955) cree haber probado que en el período que
estudiamos, el muchacho pasa del uso de la lógica concreta
al uso progresivo de la lógica formal; en otras palabras, mien-
tras el niño era capaz de operar nexos lógicos a partir de una
experiencia directa y concreta, pero sin llegar a la comprensión
de leyes y relaciones universales, el adolescente se hace capaz
de utilizar cada vez más los procedimientos lógicos abstractos.
Adquiere así la posibilidad de operar mediante análisis y sín-
tesis, inducción y deducción, hipótesis y comprobación, con-
ceptos y símbolos.
Sería, de todos modos, excesivo creer que esta capacidad
aparece de improviso y completa en el preciso instante en que
comienza el undécimo año. Se trata de una maduración pro-
gresiva y lenta, que continuará aun después del período de la
adolescencia. Michaud (1955) subraya además que no se trata
de un desarrollo rectilíneo, automático y neto: « A los 14-15
años, el muchacho está todavía lejos del término de su evolu-

210
ción; la explicación se confundirá por mucho tiempo con la
opinión, el juicio de existencia con el juicio de valor». La ad-
quisición de nuevas capacidades supone nuevas experiencias,
la intervención de factores exteriores y educativos que estimu-
lan una orientación diversa del pensamiento.

También para Jersild (1957) los parámetros que permiten


constatar la independencia progresiva del pensamiento del
niño, son la capacidad creciente de generalización y de abs-
tracción, a la cual se añade la percepción adecuada del con-
cepto de tiempo.
Ya en el umbral de los 11-12 años, el preadolescente comien-
za a captar el significado de «pasado» histórico, y hacia los
15-16 años, el muchacho está capacitado para alcanzar el nivel
adulto medio en la comprensión de la noción de «tiempo»
(Friedmann, 1944).
En cuanto a la pubertad, es preciso anotar que ella, pro-
bablemente, no acelera ni reprime el desarrollo cognoscitivo.
Existen, sin embargo, casos bastante frecuentes en los que la
aparición de los fenómenos pubertarios puede constituir un
«factor de disturbio» del rendimiento intelectual (especial-
mente escolástico) del pre-adolescente, en concomitancia con
las condiciones de salud, el desarrollo emotivo-afectivo, las re-
laciones familiares, etc.
Algunos autores consideran esta edad como una fase
netamente egocéntrica del pensamiento; la conciencia de las
nuevas capacidades cognoscitivas puede, en efecto, favorecer
en el muchacho una actitud subjetivista que se concretaría en
la ilusión de poder condicionar el mundo. Recordamos que,
según Piaget, todo nuevo estadio de la vida mental se presenta
inicialmente caracterizado por una acentuación egocéntrica, y
sólo más tarde encuentra un equilibrio, adecuándose a lo real.
«Existe, pues, un egocentrismo intelectual de la adolescencia
asimilable al egocentrismo del niño, que compara el universo
a la propia actividad corporal y al egocentrismo de la primera
infancia, que compara las cosas al pensamiento naciente (jue-
go simbólico, etc.). Esta última forma de egocentrismo se ma-
nifiesta por la creencia en el poder ilimitado de la reflexión,

211
como si el mundo debiera someterse a los sistemas, y no los
sistemas a la realidad. Es la edad metafísica por excelencia»
(Piaget, 1964, 79-80).
Otros autores, en cambio, junto al egocentrismo fantástico,
ven en el adolescente una creciente capacidad de realismo y de
objetividad. En realidad se trata de dos aspectos complemen-
tarios de un mismo desarrollo; el pensamiento se hace más
objetivo y la actividad fantástica tiende gradualmente hacia
objetos más concretos. Se pasa así de las fantasías sobre el
héroe al problema de la profesión, a la adaptación, al ambien-
te, al amor (véase Hubert, 1949; Jersild, 1957; Fleege, 1945).
Es decir, la subjetividad no queda excluida, sino incluso es
exaltada, pero queda canalizada hacia problemas más perso-
nales y objetivamente importantes.

b) El desarrollo motivacional

Pasado el período de la niñez, que en muchos aspectos se


caracteriza por la relativa estabilidad de las necesidades, de
los intereses y de los valores, se verifican en esta fase procesos
de reorganización y de especificación de las motivaciones. Se
ha intentado identificar y clasificar las principales necesidades
de la pre-adolescencia; se ha hablado de necesidades psico-
fisiológicas (relacionadas sobre todo con el descubrimiento de
la pubertad), de necesidades psico-sociales (entre las cuales la
de independencia, seguridad, experiencia...), de necesidades
psico-existenciáles (con clara orientación hacia una búsqueda
de valores estéticos, religiosos, filosóficos y morales) (Schnei-
ders, A. A., 1958, 133-149).
Las necesidades, sin embargo, al menos en la fase de la
pre-adolescencia, no parecen apartarse mucho del modelo fa-
miliar y ambiental restringido, en que el muchacho ha vivido
su infancia; se nota, de todos modos, la creciente capacidad
de vivirlos con conciencia más profunda. Según Ausubel (1952,
176-180 y 1954, 194-200) la búsqueda de un «status» indepen-
diente, necesario para la maduración de la personalidad se
manifiesta muy pronto, inmediatamente después de la pu-
bertad. La fase de desatelización del núcleo familiar se pre-

212
senta a menudo con modalidades conflictuales, originadas por
la incidencia de varios factores, entre los cuales podemos citar
el comportamiento de los padres, el temperamento y la estruc-
turación de la personalidad del niño derivadas de las etapas
precedentes del desarrollo, el clima de mayor o menor permisi-
vidad del ambiente, etc.
En este período se da también una progresiva especifica-
ción y ampliación de los intereses que están ahora condicio-
nados directamente por las nuevas adquisiciones de la perso-
nalidad (capacidades intelectuales, pubertad fisiológica, mundo
afectivo y emotivo) y por típicos factores ambientales (la in-
serción cada vez más amplia en grupos y actividades extra-
familiares). Los intereses varían muchísimo de un individuo
a otro, tanto por el objeto concreto como por la intensidad.
El sistema de valores, al comienzo de este estadio, perma-
nece todavía, en gran parte, anclado en el de la edad prece-
dente, aunque se haya iniciado el proceso de su interioriza-
ción consciente y motivada; esta dependencia de los valores
tiende, sin embargo, a debilitarse cada vez más y ensancharse
más allá del círculo familiar y escolar, motivado por los abun-
dantes influjos que, de todas partes, en una cultura pluralista,
presionan al sujeto. El sistema de valores comienza también
a organizarse en una estructura relativamente estable, llama-
da «yo ideal». Este proyecto sobre sí mismo, inicialmente con-
dicionado por el influjo de personalidades concretas encontra-
das en familia o escuela, en la lectura o en la crónica, tiende
a hacerse cada vez más personalizada y abstracta. A medida
que se emancipa de los modelos concretos, el adolescente pue-
da actuar un proyecto de sí que corresponda a las propias as-
piraciones ideales (cfr. Lutte, 1971, 183-195).

c) El desarrollo afectivo-emotivo
La adolescencia no es, en la mayoría de los casos, una fase
de desarrollo definible esencialmente en términos de «tempes-
tad emotiva», como se ha dicho frecuentemente en los manua-
les de psicología de la adolescencia. Sin embargo, es indudable
que la emotividad del adolescente se hace más rica y original,
«se extiende, se diferencia, se enriquece con nuevos matices,

213
se hace más interior y gradualmente más consciente» (Lutte,
1962, 342). Sufre el influjo de la maduración fisiológica, del
crecimiento intelectual, de los procesos de adaptación social.
La evolución afectivo-emotiva viene condicionada también por
las fases anteriores del desarrollo de la personalidad. Una dé-
bil satelización en la niñez, por ejemplo, puede originar, por
una parte, una hipertrofia del yo, cuyo nivel de aspiraciones
permanece muy alto, y por otra la carencia de sentido de es-
tima de sí y de seguridad (Ausubel, 1954, 507).
Tales dificultades repercuten en el adolescente que está
afrontando su crisis de identidad; y, sin un mínimo de equi-
librio afectivo y emotivo, no se halla en situación de percibir
la unicidad y la identidad del propio yo, sujeto a transforma-
ciones continuas y enriquecido por necesidades y posibilidades
nuevas. A su vez, la incapacidad de lograr la propia identidad
origina inseguridad y ansiedad (Erikson, 1968).
Una dificultad afectivo-emotiva peculiar de la pre-adoles-
cencia está unida a la asunción e integración del propio rol
psico-sexual, como potenciación de las posibilidades del yo.
Sobre todo, para la muchacha, es de la máxima importancia
la aceptación de la propia feminilidad con la «diferenciación»
que comporta a nivel personal y a nivel de los roles sociales
(Deutsch, 1944-45).
Especialmente, hacia el final del período que estamos estu-
diando no es raro encontrar numerosas ocasiones en las que
surgen descargas emotivas intensas; generalmente semejantes
hechos están unidos a las dificultades de adaptación derivadas
del acceso a un nuevo «status» que exige roles sociales distin-
tos del del niño.
Parecen particularmente relevantes a este respecto las pro-
blemáticas familiares o escolásticas, la necesidad de indepen-
dencia, la adaptación al otro sexo, la elección de estudios con
miras a la profesión, las frustraciones en las realizaciones del
yo ideal, las dificultades del desarrollo puberal.
La intensificación de las tensiones emotivas lleva a veces
a los adolescentes a encerrarse en sí mismos, originando esca-
so interés por los grandes problemas del mundo y del ambien-

214
te del entorno. Externamente, el adolescente puede aparecer
arisco, introvertido y celoso de los propios problemas emoti­
vos y afectivos. Este repliegue sobre sí mismo puede originar
carencias afectivas; el adolescente queda solo, frente a los pro­
blemas que a menudo lo angustian y que ya no puede afrontar
con el apoyo de sus padres, progresivamente «desmitificados»
y marginados por él mismo.
Es difícil decir cuáles son, en concreto, los sentimientos y
las emociones prevalentes en los adolescentes. Algunos psicó­
logos hablan de «mayor capacidad para superar las frustracio­
nes presentes», para valorar las situaciones positivas del pa­
sado y prefigurar las futuras, para «comprender las emociones
de los demás», para «adecuar esperanzas y deseos a la reali­
dad», para «soportar la soledad», para asumir riesgos y res­
ponsabilidades» y para «sentir simpatía y compasión» por los
demás (Jersild, 1957, 338 ss.).

Por lo demás, las emociones y los sentimientos de los ado­


lescentes están sometidos a tales variaciones que no bastan
para describirlas adecuadamente ni siquiera las investigacio­
nes realizadas sobre la cuestión.

d) El desarrollo social

Este sector del desarrollo comporta un creciente impulso


hacia la emancipación de los padres, la inserción en un grupo
más reducido de personas de la misma edad, un conocimiento
más realista de la sociedad y una mayor conciencia de la per­
tenencia a una clase social. Las relaciones entre padres e hijos
presentan ahora una nueva fisionomía, pero no provocan ne­
cesariamente un conflicto. Los padres siguen teniendo gran
importancia e influencia sobre los hijos; por esto, la actitud
fundamental de los adolescentes está caracterizada por cierta
ambivalencia: tendencia a la independencia por una parte, y
búsqueda de protección y de aprobación, por otra.
En todo caso, desde la pre-adolescencia los muchachos pa­
san siempre más tiempo fuera del ambiente familiar y su círcu­
lo de interés por las personas se amplía notablemente.

215
En esta edad adquiere gran importancia para el desarrollo
social el paso a la segunda etapa de la enseñanza general bá-
sica, no sólo porque este salto proporciona la posibilidad de
ampliar el campo de los conocimientos y de las experiencias,
sino sobre todo porque favorece el enriquecimiento de las imá-
genes ideales de adultos y coetáneos. Sufre una modificación
profunda la actitud hacia los padres y se instaura un tipo de
relación más estable con las personas adultas. El contacto con
los otros adultos y con los valores por ellos representados,
mientras por una parte facilita el reconocimiento de los lími-
tes de los padres, impulsando a la desatelización, por otra hace
menos traumatizante este descubrimiento, porque presenta
nuevos modelos, impulsando a la «resatelización» en torno a
otros adultos ideales, o bien a un coetáneo o a un grupo.
Pero también fuera de la misma escuela, él grupo de los
coetáneos tiene un rol siempre mayor: en él el adolescente
busca un «status» social fundado en el reconocimiento de las
propias capacidades y prestaciones y sobre la igualdad, para
superar el «status» de dependencia de una autoridad superior
(Csonka, 1964, 399).
Una forma típica de la progresiva socialización de este pe-
ríodo está representada por la amistad. Las amistades de aho-
ra son más estables que las de la niñez, más intensas, más ín-
timas, menos numerosas pero más exclusivas, al principio re-
ducidas a adolescentes del propio sexo y abiertas más tarde
también al otro sexo.
Se han dado múltiples aplicaciones sobre este fenómeno,
ligado de cuando en cuando ( o contemporáneamente) a influ-
jos de la maduración fisiológica, a la necesidad de abrirse a
un confidente, a la necesidad de reconocimiento, animación,
seguridad y, también, a factores culturales (Dennis, en Carmi-
chel, 1967, 1037).

2. LA RELIGIOSIDAD DEL PRE-ADOLESCENTE

Teniendo presentes los ritmos y las modalidades de des-


arrollo que hemos analizado, es conveniente estudiar en dos
momentos distintos la religiosidad del pre-adolescente y la del

216
adolescente. En la primera fase del estadio adolescencia!, com-
prendemos la edad que va de los 11 años hasta cerca de
los 14.
La pre-adolescencia parece representar, en el conjunto del
desarrollo religioso, una época de feliz fecundidad, realización
de las premisas sembradas en la niñez. Aunque no falten sín-
tomas de la creciente incidencia de los procesos de seculariza-
ción también sobre la religiosidad pre-adolescencial (Milane-
si, 1969), podemos considerar este período sustancialmente po-
sitivo para la mayor parte de los sujetos socializados religiosa-
mente. Al abrigo de particulares problemas de carácter afec-
tivo o emotivo, dotados de un pensamiento concreto ya madu-
ro para llegar al pensamiento lógico-abstracto, bien insertados
en el propio ambiente familiar, estimulados por las nuevas
experiencias escolares, empujados por el ansia de una moral
nueva (hacia la autonomía ética), los pre-adolescentes viven,
en general, una religiosidad caracterizada por intensa práctica
ritual y sacramental, por intereses cognoscitivos notables, con-
notaciones morales sentidas, activismo eurístico y entusiasta.
No faltan de todos modos aspectos críticos a esta religio-
sidad, según veremos en el análisis de algunos rasgos típicos
de la religión del preadolescente.

a) La concepción de D i o s en el pre-adolescente

La característica más inmediata que se evidencia en la con-


cepción de Dios en los adolescentes catequizados es una nota-
ble «ortodoxia» formal. Preguntados sobre^ su concepción de
Dios, los pre-adolescentes dan respuestas muy unidas a la en-
señanza recibida; se recordará que hacia los 13-14 años alcanza
su punto culminante la curva de la enseñanza religiosa de los
sujetos examinados por McDowell (1952).
También Babin (1936) encuentra en sus investigaciones que,
al responder a la pregunta «¿qué es Dios, para vosotros?», los
pre-adolescentes que han recibido una educación religiosa en
la escuela, tienden a identificar el contenido de sus respuestas
con la de las formulaciones catequísticas. Pero el Dios así
concebido es todavía un Dios lejano y abstracto. Es, más que

217
nada, el Dios de los filósofos y de los científicos, accesible a la
razón, origen y explicación del mundo. Dios es el Omnipoten-
te, el Creador, el Señor del Universo, Espíritu eterno y per-
fecto.
También en los estudios de Giannatelli (1967) se ve que
los muchachos responden con bastante exactitud a las pregun-
tas sobre los atributos de Dios y sobre la creación, es decir,
prácticamente a aquellas que miran a conocimientos adquiri-
dos a través de la normal información catequística.
Graebner (1960 y 1964) advierte que la enseñanza del cate-
cismo en la escuela tiende a homogeneizar el pensamiento re-
ligioso de los pre-adolescentes, tanto en lo que respecta a los
contenidos como a la misma riqueza verbal. Observa, además,
que a respuestas objetivamente exactas no corresponde una
exacta comprensión de los significados contenidos en ellas.
Utilizando un método proyectivo combinado con un cuestio-
nario de respuestas semi-standardizadas, ha comprobado —so-
bre una muestra de un millar de muchachos luteranos de 10-14
muy catequizados— lo que, entre los católicos, había observa-
do también McDowell: es decir, fácil propensión a confundir
y superponer atributos de Dios como eternidad, omnipoten-
cia, omnisciencia, omnipresencia.
Babin afirma también que la relación personal con Dios
es sentida por pocos. En general, Dios está «en lo alto», «por
encima», Creador y Señor de sus criaturas, o, a lo más, la
relación con Dios es modelada según la costumbre de la de-
pendencia familiar o escolar. Dios es aquel a quien hay que
obedecer siempre/
La misma formulación de las respuestas a las preguntas
sobre Dios, se presenta en tono escolástico, libresco y estereo-
tipado.
La connotación nocionistica parece más acentuada en las
muchachas, más diligentes y más inclinadas a hacer el papel
de «buena estudiante». En los muchachos hay algo más de
espontaneidad. Además sienten mucho más que las chicas una
estrecha conexión entre la concepción de Dios y la obligación
moral. Dios es «dueño y señor que dirige», «que nos ve», «al

218
cual hay que obedecer». Es típica la acentuación que el mu-
chacho hace de la pureza divina, que la muchacha apenas men-
ciona más que rara vez. Este hecho nos permite entrever des-
de ahora el cruce de motivos morales y de motivos religiosos:
Dios es el ser perfecto sobre el cual el muchacho proyecta sus
ideales de pureza.
Deconchy (1967) caracteriza la pre-adolescencia como una
fase de «Personalización». El pre-adolescente tiende a conce-
bir a Dios como «alguien», como persona, distinta de las fuer-
zas de la naturaleza (superación del animismo y progresiva
afirmación de la trascendencia). La noción de Dios se hace
más existencial, evoluciona del «algo» (fase de atributividad)
al «alguien».
Si las dominantes semánticas de la fase de atributividad
eran las de Grandeza, Fuerza, Bondad, ahora los temas domi-
nantes son: Señor, Padre, Redentor.
El término «personalización» hace referencia al polo obje-
tual de la concepción del pre-adolescente, no a su relación vi-
vida con Dios; esto concuerda con las afirmaciones de Babin
sobre la matriz catequística y escolástica de estos atributos.
A punto de desaparecer el animismo, Dios se afirma como
trascendente al mundo material, aunque no siempre distingui-
do de modo adecuado del mundo espiritual; ello hace que Dios
sea confundido a menudo con otros espíritus (dioses, ángeles,
almas) o personajes histórico-míticos (Abraham, Moisés, Júpi-
ter, Buda).
El animismo puede, no obstante, encontrar a veces un re-
lanzamiento de formas motivado por una instrucción religiosa
marcadamente autoritaria, que presenta con demasiada facili-
dad la «creencia» en una concepción milagrosa y semi-mágica
de la presencia de Dios en el mundo.
Así el pre-adolescente, coaccionado de una parte por su in-
cipiente pensamiento científico que le presenta el mundo na-
tural como algo que responde a las leyes experimentales del
determinismo científico, y de otra, por instancias autoritarias
que avalan y refuerzan sus ideas infantiles sobre la interven-
ción de Dios en el mundo, incapaz de una solución sintética

219
de ambas realidades, resuelve las tensiones estructurándose
dos modos, bien separados, de considerar las relaciones de
Dios con el mundo: uno científico-natural, en el cual Dios está
del todo ausente, y otro sobrenatural, cargado de animismo
(Goldman, 1964).
Paralelamente a la disminución del animismo y del magis-
mo, se realiza también la definitiva desaparición del antropo-
morfismo material. Permanecen algunas formas de antropo-
morfismo moral, según el cual el muchacho tiende a proyectar
sobre Dios algunos valores que le son propuestos, y que tienen
especial importancia en su axiología. Pero realiza cierta selec-
ción de las cualidades morales que deben aplicarse a Dios.
Estas parecen concentrarse todas en torno a la noción de
lealtad. Este rasgo es probablemente uno de los primeros ab-
solutos morales que el pre-adolescente descubre y juzga esen-
cial en una persona madura.

La personalización de Dios parece engendrar, además del


antropomorfismo moral, el retorno de algunas imágenes físi-
cas de Dios. El Dios, sentido como Señor, es descrito como
enorme, gigantesco, victorioso. Definiremos a este antropomor-
fismo como «kyrial», en el sentido de que las imágenes físicas
son empleadas con matices nuevos, dirigidos conscientemente
a dar una imagen adecuada de esta gran Persona, que el mu-
chacho no sabría expresar de otra forma.
Las anotaciones presentadas hasta ahora parecen confir-
mar el carácter prevalentemente nocionístico de los conoci-
mientos religiosos del pre-adolescente; en cuanto a sus acti-
tudes interiores para con Dios, podemos decir con cierta apro-
ximación que están impregnadas de ambivalencia. Por una
parte, parecen continuar los sentimientos típicos de la con-
fianza infantil (cfr. Braido-Sarti, 1967); por otra, no están au-
sentes del pre-adolescente ciertas actitudes de miedo, que al-
gunos autores consideran como un obstáculo serio para la
emancipación religiosa (Mathias, 1943; Patino, 1961). Aun te-
niendo en cuenta que las investigaciones de estos últimos au-
tores están tocadas de metodologías inseguras (Aletti, 1971),
habrá que admitir, con todo, que el temor es un componente
esencial del sentimiento religioso, como ya había observado

220
R. Otto y por tanto no contrasta con una orientación sustan-
cial positiva de la religiosidad, cuando sea oportunamente
equilibrado por otros sentimientos.
También Goldmann observa que la relación del pre-adoles-
cente con Dios está teñida de «sacro temor». En especial, la
idea de que Dios pueda amar a todos los hombres (conocida,
pero no comprendida en la niñez) no parece fácilmente conci-
liable con la justicia de Dios, en la retribución del bien y del
mal. Ahora el problema es percibido de modo claro, pero sólo
hacia el final de este período y en la adolescencia encontrará
una solución satisfactoria, cuando castigo y amor sean consi-
derados lógicos y coherentes con un único designio providen-
cial, eventualmente desconocido para nosotros (Goldman, 1964,
152-153).
El carácter ambivalente de la religiosidad pre-adolescen-
cial es subrayado también por la aparición de las primeras du-
das religiosas (al menos hacia el final de esta fase de transi-
ción) como indican algunos trabajos sobre este tema (Grasso,
1954; Milanesi, 1956; Braido-Sarti, 1967).

b) El sentimiento de afiliación religiosa

Según hemos visto, para el niño el sentimiento de afilia-


ción a la comunidad religiosa se agota casi completamente en
el sentimiento de inclusión en el propio núcleo familiar.
Con la progresiva disminución de esta dependencia psico-
lógica, con el acceso a una formación e información religiosas
más específicas (es decir, en el período de la iniciación sacra-
mental) y con la participación en la vida litúrgica comunitaria
(misa y sacramentos, oración) el sentimiento de afiliación se
objetiviza, es decir, se adapta, se une a un organismo religioso
específico, que posee una base estructural históricamente de-
finida.
Este proceso de objetivación del sentimiento de afiliación
es progresivo y parece alcanzar su punto culminante precisa-
mente en la pre-adolescencia, es decir, cuando las capacidades
cognoscitivas potenciadas permiten captar él sentido del tiem-

221
po y el del espacio y percibir rectamente el concepto de «igle-
sia», de «historia de la salvación» y cuestiones semejantes. La
socialización del muchacho facilita la comprensión del con-
cepto de «comunidad» y pone los fundamentos para el senti-
do de solidaridad; el proceso de emancipación emotivo-afecti-
va hace abrirse al muchacho a participaciones de grupo más
amplias y satisfactorias (Milanesi, 1969).
Elkind confirma cuanto venimos diciendo con algunas in-
vestigaciones. Este autor, usando el método «Semi-Clinical
Interview», propuesto y elogiado por Piaget (cfr. La représen-
tation du monde chez l'enfant), ha estudiado el sentimiento
espontáneo de afiliación religiosa en grupos de niños de cin-
co a doce años, Hebreos (1961), Católicos (1962) y Protestan-
tes (1963). Elkind muestra que, si hasta los seis-siete años la
concepción de la propia identidad religiosa (en el sentido de
pertenencia a un determinado grupo religioso) es muy global
y sin apenas diferenciación, más tarde el muchacho está ca-
pacitado para distinguir diversos grupos religiosos, pero lo
hace por medio de un pensamiento muy «concreto», ligado
a la experiencia de actos externos que caracterizan cada uno
de los grupos. Sólo en un tercer momento (once-doce años) el
muchacho es capaz de un concepto abstracto de aplicación
religiosa, cuando, reflexionando sobre el propio pensamiento
y sobre la propia experiencia, consigue pensar sobre la iden-
tidad religiosa en términos de creencias y de íntimas convic-
ciones.
Elkind observa también que la evolución de estas formas
de concepción de la pertenencia se presenta con las mismas
características en los tres grupos confesionales examinados
por él; lo que probaría que tal evolución no es debida prin-
cipalmente a los influjos de los grupos religiosos en que se
hallan insertos, sino más bien a factores de maduración más
generales que actúan en el interior del sujeto.
La incidencia de las interacciones de grupo no está exclui-
da, sin embargo, por Elkind; esto, porque, según Piaget (al
que Elkind sigue muy de cerca) los contenidos del pensamien-
to dependen de la experiencia de relación con el ambiente,
mientras la forma sigue leyes de desarrollo universal, según
los ritmos de maduración de la inteligencia.

222
Es preciso, además, señalar que este proceso de identifi-
cación objetiva de la realidad eclesial puede ser demorado
por la actitud negativa que predomina en ciertos ambientes
con respecto a la Iglesia; cierta hostilidad más o menos cons-
ciente podría, en efecto, impedir la identificación, precisa-
mente porque la percepción del grupo religioso sería necesa-
riamente desviada de ella y comprometida.
Además, hay que tener presente que la objetivación del
sentimiento de afiliación al grupo religioso se realiza en la
sociedad pluralista en un contexto cada vez más competitivo,
si no propiamente conflictual. El abrirse progresivo del pre-
adolescente a los grupos de diversa orientación, lo coloca en
la necesidad de confrontar las propuestas de valores que los
grupos le presentan. El criterio de la selección preferencial
(de la cual depende la fuerza del sentimiento de afiliación) es
necesariamente el de la funcionalidad psicológica. El preado-
lescente escogerá pertenecer psicológicamente a aquellos gru-
pos que parecen darle una satisfacción más inmediata a su
necesidad de inclusión, reconocimiento y autorrealización. Es
posible que, en determinados contextos, los grupos religiosos
no consigan superar la confrontación con los recreativos, es-
colares, amicales, culturales. Todo esto significa que el sen-
timiento de afiliación conquistado con esfuerzo en el momen-
to culminante de la pre-adolescencia, puede entrar inmediata-
mente en crisis apenas da el paso hacia la adolescencia y el
muchacho se abre hacia formas más amplias de socialización.

c) El ritualismo de la pre-adolescencia

La pre-adolescencia parece, a primera vista, el período más


feliz desde el punto de vista de la práctica religiosa. El mu-
chacho frecuenta con gusto y espontáneamente la iglesia y se
acerca a los sacramentos; reza con frecuencia y con partici-
pación emotiva.
Pero en este comportamiento se puede observar a menudo
una clara dimensión ritualística que parece debe relacionarse
con algunos elementos, no bien integrados, de la religiosidad
infantil. Las investigaciones de Godin nos han mostrado que

223
el animismo y el magismo tienden a prolongarse cronológica-
mente más allá de la niñez, en la pre-adolescencia. Por lo que
respecta en especial al magismo en la concepción de los sa-
cramentos, recordamos que éste, muy influyente hasta los
once años, se encuentra aún en buena medida a los catorce
años. En una reciente aplicación de la experiencia de Godin
sobre una muestra italiana (Milanesi, 1967), observamos que,
aun decreciendo bastante, el magismo no desaparece del todo
en la pre-adolescencia. Las respuestas obtenidas en esta in-
vestigación de los sujetos de catorce-quince están todavía
impregnadas de magismo en una proporción del 22 por 100
para los muchachos, y del 12 por 100 para las muchachas.
La tendencia a unir inmediatamente el efecto espiritual del
sacramento al signo, acentuando la eficacia del rito encuentra
fácil aplicación en dos hechos. Un primer motivo puede ser
•visto en la herencia psíquica de precedentes etapas del des-
arrollo connotadas por cierto «ritualismo natural»; el niño
tiende con frecuencia y naturalmente, aun fuera del mismo
contexto religioso, a estructurarse mediante ritos que des-
pués sigue con meticulosa escrupulosidad: caminar por la ace-
ra, atento a no pisar las uniones de la baldosa; repetir orde-
nadamente retahilas de palabras sin sentido, alinear objetos
siempre en el mismo orden (Piaget, 1926).

Un segundo motivo del ritualismo religioso del pre-ado-


lescente puede tener su origen en la misma concepción cató-
lica del «ex opere operato» de los sacramentos, ya muy difícil
por sí misma de ser comprendida por el muchacho y presen-
tada a veces de forma completamente inadecuada.
Con su bagaje de ritualismo natural, el pre-adolescente es
introducido en la vida eclesial en la cual, dado su carácter a
un tiempo comunitario e institucional, las expresiones ritua-
les colectivas tienen una relevancia excepcional. Es, pues, bas-
tante comprensible que el pre-adolescente acentúe los com-
ponentes ritualísticos, tanto más que todavía no posee ins-
trumentos cognoscitivos adecuados para comprender la fun-
ción simbólica de los ritos.
Tal función se adquiere, en efecto, lentamente, como mues-
tran las investigaciones de Domoulin y Jaspard.

224
A través de una entrevista semi-estructurada, estos autores
han propuesto a una muestra de muchachos/as belgas de
seis-doce años diversas preguntas sobre una treintena de ob-
jetos y gestos simbólicos del culto católico, omitiendo volun-
tariamente aquellos ritos principales, sometidos a una cate-
quización más intensa y por lo mismo no aptos para indicar
las características más espontáneas de la religiosidad.
En la percepción de los significados de la lamparilla co-
locada junto al altar y del rito de la señal de la cruz con agua
bendita al entrar en la iglesia, los niños dan importancia so-
bre todo al aspecto ritual, a la obligación de una realidad ins-
titucional, con matices mágicos. La lamparilla participa casi
de la identidad divina: es pecado apagarla. El agua bendita,
hacia los ocho años, con el inicio de la percepción de defi-
ciencias morales, se convierte en un remedio a las culpas y
colma las deficiencias de la religiosidad (Dumoulin-Jaspard,
1966-67).
También la concepción de la presencia eucarística en la
hostia consagrada es explicada por el niño, sobre todo, con la
acción eficaz del rito consacratorio del sacerdote, hombre que
tiene la misión y el poder de «hacer el milagro». En la pre-
adolescencia se tendrá una concepción más exacta cuando el
sacerdote sea visto como mediador de Jesucristo, que ritualiza
sus gestos (Jaspard, 1971).
El Dios de los muchachos parece, pues, percibido como el
«Dios de la ley», trascendente por su fuerza, poder, perfec-
ción moral, y la actitud religiosa corre el riesgo de quedar
bloqueada por la sobrevaloración del instrumento ritual; el
rito se convierte en un fin, antes que en un medio.
Las muchachas subrayan en cambio la posibilidad del en-
cuentro con Dios. La lamparilla roja es signo y símbolo de la
presencia de Dios; presencia que es más difusamente sentida
«en la Iglesia» y menos localizada. La desaparición del signo
no lleva consigo el sentido de culpabilidad. Igualmente el as-
pecto ritual del gesto del agua bendita apenas es desvirtuado.
La señal de la cruz no es tanto una declaración de afiliación
a la Iglesia cuanto un memorial, que recuerda al sujeto la
presencia de Dios (Dumoulin-Jaspard, 1966-67).

15 225
La presencia de Dios es sentida como difusa, casi inma­
nente al mundo. No es necesario un rito eficaz para actuali­
zar su presencia. La acción consacratoria tiene, más que nin­
gún otro elemento, el significado de una teofanía (Jaspard,
1971).
El Dios de las muchachas parece pues, más fácilmente ca­
racterizable como el «Dios del Amor» que se halla en un en­
cuentro afectuoso y espontáneo. El rito es sólo un instrumen­
to del encuentro, eficaz, sobre todo, a nivel objetivo.
Dumoulin y Jaspard sostienen que las dos distintas acti­
tudes se refieren a algunos factores dinámicos típicos de la
personalidad masculina y femenina, dependientes de la mo­
dalidad con que ha sido vivido el complejo de Edipo.
Para el muchacho, el padre es un modelo, un ideal, la ley.
La relación con Dios-Padre resulta así estructurada al nivel del
obrar. El rito, que respeta la ley dada, se hace instrumento de
identificación con el modelo.
Para la muchacha, al contrario, el padre es el hombre des­
lumbrante que hay que seducir. La relación con Dios-Padre se
coloca al nivel del sentimiento afectivo, de la relación interper­
sonal. El rito recuerda, refuerza y sanciona esta relación.
También en la oración se notan, junto a elementos de po­
sitiva evolución, rasgos que acreditan la supervivencia de ac­
titudes infantiles.
Como observa Goldman, la oración en esta fase aumenta
a menudo de intensidad; es dirigida tanto a Dios como a Je­
sús: las dos personas son consideradas como distintas. Dios
es sentido presente durante la oración, mas no como una
presencia física, sino en forma espiritual que se refleja sobre
el sujeto con un sentimiento de paz, serenidad, alegría inte­
rior. El contenido de la oración se hace más espiritual y al-
truístico; más interiorizada; se reza para conseguir ser más
bueno, para obtener el perdón de los pecados.
La eficacia de la oración está sin embargo unida a elemen­
tos mágicos; la oración es juzgada por sus resultados. Pro­
gresivamente se llega a pensar que, además de la oración,
hay otros fenómenos naturales que influyen en la obtención
del resultado (Goldman, 1964, 177-193)..

226
Una confirmación del carácter ambivalente de la oración
del pre-adolescente se refleja también en las investigaciones
de Thouless y Brown. Estos autores han demostrado que a
los doce-trece años, es todavía muy marcada la convicción de
que la oración debe tener una eficacia material e inmediata.
Se subraya, pues, que de la convicción de la eficacia de la
oración trae su origen la tendencia a repetir mecánicamente
las fórmulas y los gestos, sin preocuparse de su significado;
es precisamente lo que hemos llamado ritualismo.
Tal realidad es más relevante cuando se piensa que viene
a coincidir con la aparición de las profundas transformacio-
nes de la religiosidad adolesdencial. El ritualismo de esta edad
parece explicar el derrumbamiento de la práctica religiosa
(que comienza alrededor de los catorce años), precisamente
porque ritualismo significa carencia de motivaciones profun-
das. Bajo el impulso de la llamada más o menos impropia-
mente «crisis religiosa de la adolescencia», el muchacho de-
jará de frecuentar los ritos cuyo significado no consigue al-
canzar. En este momento se ve la necesidad de informaciones
suplementarias, capaces de volver a integrar el cuadro de las
motivaciones sobre nuevas bases, proporcionadas al desarro-
llo del adolescente.

CONCLUSIÓN

La característica global de la religiosidad del pre-adoles-


cente parece ser, además de la ambivalencia, la tendencia a la
objetivación: la «personalización» de la concepción de Dios
(en el sentido explicado más arriba), el nocionismo, el ritua-
lismo, el fuerte asimiento a la institución eclesial son un sín-
toma indudable de ello.
Si por un lado esta acentuación de la religiosidad favorece
el desarrollo de un amplio interés por la problemática espi-
ritual y moral, por otro expone a grandes riesgos la prosecu-
ción del desarrollo mismo. La realidad a que ha llegado el
pre-adolescente no podrá dejar de confrontarse con las exi-
gencias de la etapa siguiente que están substancialmente mar-
cadas por su subjetivismo; por ello, son ya previsibles las di-
ficultades y conflictos.

227
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Además de los estudios ya citados de Piaget (1955 e 1964), Me Do-


well (1952), Deconchy (1967), Goldman (1964), Braido-Sarti (1967), Mila-
nesi (1967), Elkind (1961, 1962, 1963), pueden verse:

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230
CAPITULO SÉPTIMO

LA RELIGIOSIDAD
ADOLESCENCIAL

1. Las transformaciones del pensamiento religioso

2. Los aspectos emotivos y afectivos de la religiosidad adolescencial

3. Religión y moral en la experiencia del adolescente

4. La dimensión social de la religiosidad adolescencial

5. La concepción de D i o s

6. La duda religiosa en la adolescencia

En concomitancia con las transformaciones puberales,


aparecen en la vida religiosa del adolescente algunos síntomas
indudables de nuevas dificultades; el equilibrio de la edad pre-
cedente deja el lugar a una religiosidad que parece hacerse, al
menos para muchos, cada vez más problemática. Tras el aná-
lisis de algunos hechos más evidentes se ha llegado a definir
esta nueva fase como un período de «crisis» religiosa. En los
umbrales de esta edad (hacia los catorce años) se asiste de
hecho a la progresiva disminución de la práctica religiosa, a
la creciente desconfianza hacia la religión institucionalizada,
a la difusa problematización de las creencias, expresada, so-
bre todo, en la duda que envuelve la «verdad» que proviene
de las instituciones.
No es fácil interpretar este conjunto de síntomas, entre
otras razones porque faltan investigaciones suficientemente
amplias y profundas y metodológicamente correctas; de los
datos empíricos y teóricos que poseemos parece desprender-

231
se en todo caso que el significado de la «crisis» debe ser en­
tendido en términos de revisión crítica de la religiosidad,
abierta a una pluralidad de resultados, que van desde la res­
tructuración profunda al abandono definitivo.

Ya en los comienzos de este siglo, la teoría general del


desarrollo psíquico, expuesta bajo la iniciativa de S. Hall, con­
cebía la adolescencia como un «nuevo nacimiento», un perío­
do de tempestades emotivas originadas por los impulsos vio­
lentos de la pubertad. En este sentido, Starbuck y otros es­
tudiosos de Clark School interpretaban la crisis de esta edad
en términos de «conversión», fenómeno atribuido al trastor­
no provocado por los cambios fisiológicos. Pero pronto esta
línea interpretativa era abandonada; Hollingworth, en el 1928,
avanzaba la hipótesis de que tal vez la crisis dependiese de la
maduración intelectual más que del desequilibrio hormonal,
y E. T. Clark, en el 1929, observaba que la forma más ordi­
naria de conversión religiosa era la de un «despertar» progre­
sivo de una nueva religiosidad. En realidad, el concepto de
conversión aplicado a la adolescencia puede ser útil todavía,
con dos condiciones: que se le considere un «proceso lento y
gradual» y no necesariamente rápido y radical; y que no se
aplique indiscriminadamente a todos los adolescentes (Carrier,
1960). La revisión crítica a que nos referíamos antes, se re­
duce para algunos a una conversión gradual como preludio
de una reconquista fundada en una religiosidad personal, pa­
ra otros se configura como una conversión repentina, y para
otros, finalmente se encamina hacia formas más o menos ra­
dicales de indiferencia, marginalidad, abandono de la religión.

En este sentido se puede decir que la revisión adolescen­


cia de la religiosidad refleja, a nivel psicológico, los mismos
procesos de secularización de los modelos religiosos tradicio­
nales que ocurren a nivel socio-cultural. También en este di­
verso contexto, en efecto, se verifica la caída de la religión sa-
cral (connotada por elementos mágicos, supersticiosos, utili­
taristas, etc.) y se plantean nuevos modos de situar los mo­
delos religiosos dentro del contexto cultural (recuperación de
una religiosidad purificada, privatización, desaparición de los
modelos religiosos, etc.).

232
Permanece abierto el problema de la individuación de los
factores implicados en este proceso de revisión de la religiosi­
dad infantil; como veremos con más detención seguidamente,
la «crisis» religiosa de la adolescencia se halla en estrecha de­
pendencia de la maduración cognoscitiva, de la profundiza-
ción del mundo motivacional, del ensanchamiento de las ex­
periencias emotivas, afectivas, sociales, del proceso de eman­
cipación del núcleo familiar, etc. También el rol del marco
cultural en donde adviene la crisis parece ser ambivalente; si
se supone que tal marco está en fase de secularización, pode­
mos imaginar que pueda funcionar como acelerador de la
crisis, pero al mismo tiempo no podemos excluir que atenúe
algunas de las resonancias psicológicas negativas que la «cri­
sis» provocaba en otros tiempos en el adolescente. En un
ambiente donde la religión es un hecho considerado como
marginal (o a lo más confinado a la esfera de lo privado) los
conflictos y las dificultades que se le atribuyen, vienen mini­
mizados, la crisis desdramatizada y el eventual resultado ne­
gativo (es decir, la indiferencia, el agnosticismo, el ateísmo)
fácilmente absorbido por el sujeto y por el ambiente.
En determinados contextos sociales, la neutralidad reli­
giosa es un factor privilegiante y relevante para una fácil
inserción en el mundo del trabajo, de la política, de los ne­
gocios.
Aun conociendo la extrema complejidad de los factores en
juego, intentaremos indicar algunas líneas constantes de la
evolución religiosa de este período.

1. L A S T R A N S F O R M A C I O N E S DEL PENSAMIENTO RELIGIOSO

En la adolescencia se verifican profundas transformacio­


nes en el pensamiento religioso. El desarrollo cognoscitivo y
el correlativo descubrimiento de las posibilidades de la ra­
zón, la ampliación del campo de sus conocimientos, favore­
cida por las crecientes estadísticas de escolaridad y por la
difusión de los mass-media, el descubrimiento del pluralismo
ideológico y cultural típico de nuestra época, la interiorización
progresiva de la mentalidad racionalista que subyace en el

233
progreso científico y tecnológico, inciden profundamente en
la religiosidad que el adolescente ha heredado de la niñez.
Globalmente los efectos más evidentes parecen ser los si-
guientes:

1. Subjetivación de la religiosidad bajo el impulso del ego-


centrismo cognoscitivo adolescencial; el adolescente tiende a
construirse la propia religión, sobre la base de las motivacio-
nes «personales» adquiridas en el confrontamiento y el recha-
zo de la religiosidad infantil, que está en cambio condiciona-
da por el aprendizaje realizado en la familia, en la iglesia, en
la escuela (Goldman, 1964, 239-241, Loukes, 1961). Este proce-
so es ambivalente: permite, por una parte, fundar «críticamen-
te» la experiencia religiosa dándole mayor base motivacional;
y por otra, acentúa la polémica contra las formas institucio-
nales de la religión, que aparecen sustancialmente al adoles-
cente como formas antagonistas y negadoras de la religión
«personal».

2. Conflicto entre pretensión totalizante del pensamiento


religioso y pretensión totalizante del pensamiento científico,
racionalista y positivista; el adolescente percibe la visión re-
ligiosa en el mundo que proviene de la experiencia infantil,
como incapaz de sostener la confrontación con la «novedad»,
la «funcionalidad» y la «coherencia» de la visión científica
(Goldman, 1964, 239-241 y passím).
3. Relativización del pensamiento religioso basada en el
pluralismo cultural y en el pragmatismo funcional; el adoles-
cente puede comenzar a considerar la religión como una de
las posibles soluciones a los problemas de la vida, no la única.
De aquí el impulso hacia una progresiva marginalización del
pensamiento religioso, cuando otras circunstancias lo favo-
recen.
4. Toma de conciencia de la disfuncionalidad de la reli-
giosidad infantil en relación a las nuevas tareas de madura-
ción y de crecimiento de la personalidad adolescencial. De
aquí la posibilidad de un rechazo y abandono de tal religio-
sidad cuando no sea posible una recuperación sustancial (All-
port, 1950, 52).

234
Es preciso anotar que las transformaciones a las que he­
mos hecho alusión son propiciadas también por problemáticas
emotivas, afectivas, motivacionales; por esto, la tarea que se
impone al adolescente (reestructuración del pensamiento re­
ligioso infantil) no puede resolverse sólo mediante un «su­
plemento» de informaciones capaz de proporcionar motiva­
ciones racionales de la conducta religiosa proporciona­
das al desarrollo cognoscitivo. En la revisión del pensamiento
religioso pesan, a menudo, tanto en sentido positivo como en
el negativo, las opciones a veces irracionales, siempre conno­
tadas emotiva y efectivamente, que el adolescente va realizan­
do (Goldman, 1964, 239-240).
Como hemos subrayado ya repetidas veces, el éxito de esta
revisión es incierto; el proceso aparece cargado de dudas, com­
prometido por la cesación del aprendizaje de nociones reli­
giosas (ver McDowell), condicionado por la supervivencia de
componentes anímicos, antropomórficos, mágicos.
En los sujetos en los que el interés por la problemática re­
ligiosa persiste, favorecido por las circunstancias ambienta­
les (familia, grupo, escuela, comunidad eclesial), la revisión
se resuelve en una progresiva recuperación de la religión co­
mo factor de integración de la personalidad, que es perci­
bido por el adolescente como muy funcional para los proce­
sos de maduración. Dado el carácter sustancialmente subjeti­
vo de esta recuperación, en virtud de la orientación egocén­
trica del pensamiento adolescencial, se puede dar el caso en
el que la religión sea valorada por el adolescente únicamente
en relación a los propios problemas de adaptación física y
ambiental. Tal concepción claramente funcionalista, contiene
un peligro de «fijación» no distinto, en resumen, a los ya com­
probados en otros momentos del desarrollo. En realidad, una
religiosidad relativizada únicamente a los problemas de una
personalidad en desarrollo pierde la capacidad de dar a la
existencia un significado global, que deriva precisamente de
su carácter transfuncional. Una vez más la autenticidad de la
conducta religiosa se identifica con su tensión hacia la tras­
cendencia; ella es verdadera psicológicamente, en la medida
en que reenvía al otro, como a su fuente de significado y de
madurez.

235
Hay que tener en cuenta también que el carácter sustan-
cialmente subjetivo del proceso de revisión de la religiosidad
da origen a una pluralidad de «posturas religiosas» (casi en
dirección hacia una articulación idiomórfica, es decir, muy
personalizada de la religiosidad), que, a veces, puede hacer
parecer inútil e imposible la tentativa de describir las cons-
tantes de esta fase de desarrollo.

2. LOS ASPECTOS EMOTIVOS Y AFECTIVOS D E LA RELIGIOSIDAD


ADOLESCENCIAL

La religiosidad del adolescente posee, a menudo, una fuer-


te connotación emotiva y afectiva. La acentuación subjetiva de
toda la experiencia del adolescente proyecta además sobre su
religiosidad la exigencia de recuperar su significado vital para
el mundo de los afectos, que en este estadio se viene enrique-
ciendo y diferenciando.
La relación entre religiosidad adolescencial y problemas
afectivo emotivos es complejo; analizando más de cerca esta
relación, se observan recíprocos influjos, más o menos acen-
tuados en este o aquel sujeto, según los momentos del des-
arrollo. En esquema, podemos decir que los casos más fre-
cuentes son los siguientes:
1. La religión como canal expresivo de la afectividad.
La riqueza de la afectividad adolescencial puede encontrar en
la religión una ocasión privilegiada para expresarse y madu-
rar. No por casualidad se ha observado que los adolescentes
acompañan su experiencia religiosa con rasgos «participati-
vos», «intuitivos», «sentimentales» de la religiosidad fundada
en el «deseo» de Dios, que vemos en algunos ^primitivos o en
algunos místicos (Vergote, 1967, 163). Por lo demás, la adoles-
cencia registra, tanto en los muchachos como en las mucha-
chas, sentimientos bastante parecidos a los que Maslow ha lla-
mado «peak experiences», o experiencias de vértice, como él
deseo y la nostalgias de lo Absoluto, de lo Puro, de lo Subli-
me o la sensación viva de una sacralidad difusa o él senti-
miento oceánico de la relación con el todo. Estas experiencias,
afines al sentido estético que también en esta edad se desarro-

236
Ha bastante, tienen una estrecha conexión con formas madu­
ras de religiosidad adulta (Kupky, 1924; Allport, 1950, 35).
Ellas explican la posibilidad de supervivencia, en ciertos ca­
sos, especialmente entre los adolescentes, de la religiosidad
fundada simplemente en bases emotivas y afectivas, aun cuan­
do apenas existan motivaciones racionales del compromiso re­
ligioso. La religión, según algunos autores de hoy, es para al­
gunos adolescentes más una elección axiológica y vitalística
que una opción intelectual consciente; el hecho es que ellos
ven en la religión una ocasión única para expresar su rica
afectividad.
Es evidente que esta acentuación unilateral de la experien­
cia religiosa puede constituir un precedente ambivalente en
relación a los futuros desarrollos del comportamiento religio­
so; si la religión no es integrada en las otras fases y niveles
de la conducta, camina necesariamente a un comportamiento
privado de motivaciones adecuadas y expuesto, por ello mis­
mo, a experiencias traumatizantes cuando lleguen las crisis.
Otro contexto psicológico en el cual es posible canalizar
la emotividad hacia formas religiosas es la vulnerabilidad tí­
pica de guien afronta nuevas experiencias vitales; los proble­
mas de la identidad personal, la exigencia de dar un sentido
al propio compromiso y al propio proyecto de vida, la pro-
blematicidad del descubrimiento del sexo, las incógnitas de
la elección vocacional y otras circunstancias de cada día pue­
den cargarse de connotaciones emotivas más bien negativas.
Los estímulos provenientes de estas experiencias emotiva­
mente intensas pueden conducir a una creciente necesidad de
«significado» existencial; en estos casos, la religión no funcio­
na sólo como «respuesta» a la necesidad de estabilización emo­
tiva del individuo; va mucho más lejos de la sola necesidad:
puede aparecer no sólo como solución de cada uno de los
problemas, sino también como solución global de la existen­
cia. En otros casos, sin embargo, la vulnerabilidad estimula
sólo la aceptación pasiva y conformista de la religiosidad tra­
dicional como válvula de escape provisional (Stewart, 1967,
292-297). Semejante religiosidad está así destinada a desapa­
recer con la consecución de una mayor seguridad, en la edad
adulta.

237
2. La religiosidad como factor de estabilización emotiva.
En muchos casos, el adolescente puede recurrir a la experien-
cia religiosa para disminuir algunas tensiones emotivas, di-
fícilmente reducibles de otro modo. Como observa P. G. Gras-
so (1960, 161), la religión influye «presentando una visión to-
tal de la realidad y del sentido de la vida; en ella toman su
justa proporción y se desdramatizan hasta los sucesos dolo-
rosos y perturbadores; reforzando las motivaciones para la
resistencia y la certeza de la victoria, manteniendo la concien-
cia atenta a la presencia divina coadyuvante y perdonadora;
ofreciendo medios poderosos (aun desde el punto de vista
psicológico) para fortalecer, confortar y calmar el ánimo del
joven». También Clark (1958, 117) afirma que algunas prác-
ticas religiosas desempeñan un papel fundamentalmente po-
sitivo en la conservación del equilibrio emotivo de la perso-
nalidad (igual piensan Van Driessche, 1967, Sor Laurence,
1966, y Blanchard, 1955).
El recurso a la religión como factor de estabilización de la
emotividad, aunque sólo se reduzca a la motivación del com-
promiso religioso, puede revelarse a la larga insuficiente e
inadecuado. A medida que el adolescente aprende a manejar
la propia emotividad con medios adecuados, decae el fin prin-
cipal del recurso a la experiencia religiosa. Aun en este caso,
la funcionalización de la experiencia religiosa para fines de
naturaleza psíquica mortifica la peculiaridad de la experien-
cia misma, que es la de trascendencia y la alteridad.
3. La religiosidad como factor de inestabilidad emotiva.
Puede suceder, por el contrario, que el adolescente interprete
la religión como un factor que acentúa el «stress» emotivo,
unido a algunos descubrimientos y experiencias típicas de la
adolescencia. Esto ocurre, sobre todo, en relación al senti-
miento de culpa que surge de la quiebra de algunos proyectos
de autorrealización moral, cuando tales proyectos estén ba-
sados únicamente en motivaciones moralísticas y pseudo-re-
ligiosas. También sucede esto, sobre todo, en relación a la
excesiva culpabilidad, proyectada por una religiosidad desvia-
da respecto a ciertos comportamientos sexuales de la ado-
lescencia. En el primer caso, la religión no hace más que
acentuar el sentido de culpa narcisista (frustración de las pro-

238
pias veleidades moralísticas); en el segundo, ensalza el carác­
ter un tanto ambivalente del tabú (es decir, de una conducta
prohibida por sacralizada y, en cuanto tal, capaz de suscitar
gran culpabilidad). Se observará a este respecto que el tabú
es objeto ambivalente de horror y de fascinación y que su
infracción se caracteriza por cierta compulsividad. De aquí
la relación verificable entre religión, sexo y tabú, cuando la
religión es un comportamiento compulsivo y el sexo haya sido
«tabuizado».

De todos modos, sea en el caso de la culpabilidad narcisis-


ta, o en el de la culpabilidad originada por el tabú, no se da
una verdadera culpabilidad religiosa: falta, en efecto, la con­
ciencia de haber roto la trayectoria que lleva al hombre fuera
de sí mismo, hacia el reconocimiento del otro, en una perspec­
tiva de amor. Tal culpabilidad está fundada sobre la religión
del padre edípico, que es la religión de la ley, del temor y de
la represión (cfr. Vergote, 1967, 129-133; Gilen, 1956; Snoeck,
1948; Gilen, 1965).
Es innegable que la interpretación freudiana de la religión
infantil encuentra aquí una confirmación significativa, al me­
nos referida a aquellos sujetos marcados por una forma de
religiosidad arcaica, no madurada aún a través de la expe­
riencia de las etapas sucesivas.
La conexión entre religión y conducta narcisista o entre
religión y tabú conduce necesariamente al adolescente a in­
terpretar la religión como un obstáculo serio al propio des­
arrollo, en cuanto ella se opone a tendencias que le parecen
coherentes con el propio desarrollo afectivo, emotivo, fisio­
lógico. La conexión antitética de la religión al sexo (y muchas
veces agotando en esta antítesis toda su función) se resuelve
necesariamente en una visión negativa de la religión misma,
que es entendida sólo como freno, represión, blocaje. Este es
el motivo por el que, a veces, el adolescente, no pudiendo ya
soportar la tensión emotiva que proviene de la culpabilidad,
abandona la práctica y rechaza la censura religiosa; y esto vie­
ne muy facilitado por la creciente capacidad de manipular las
propias emociones con medios psicológicos más maduros y
por la consideración realística (ahora también socialmente de-

239
rivada) sobre la «inevitabilidad» de ciertas conductas cul­
pables.

3. RELIGIÓN Y M O R A L E N LA EXPERIENCIA DEL ADOLESCENTE

Hemos aludido ya a las relaciones entre religión y sentido


de culpa en algunas conductas morales emotivamente impor­
tantes del adolescente. En este contexto se quiere analizar de
modo más general la conexión existente entre desarrollo mo­
ral y desarrollo religioso.
La característica esencial del desarrollo en esta edad pare­
ce ser el paso de la heteronomía parental-ambiental a la au­
tonomía racional; en otras palabras, el adolescente se aparta
progresivamente de una conciencia moral fundada en los man­
datos-prohibiciones provenientes de los padres o del mismo
ambiente en que vive inserto, para orientarse hacia una con­
ciencia moral fundada en una motivación racional de los com­
portamientos. Muchas veces semejante autonomía del pensa­
miento moral pasa a través de una fase transitoria de confor­
mismo con el grupo de coetáneos, pero se orienta lentamente
hacia una valoración de la bondad o no bondad de las accio­
nes basada en principios generales y universales (acaso an­
clados en una visión metafísica del hombre). La religión en­
tra en relación con este esfuerzo de autonomía moral de di­
versos modos:

1. La religión c o m o soporte de la autonomía moral

Para algunos adolescentes, la visión religiosa del hombre


y del mundo puede servir de soporte a la autonomía moral.
Las antiguas motivaciones de origen parental («es malo por­
que está prohibido por los padres») o de origen social («es
malo porque está prohibido por el grupo o por la sociedad»)
son sustituidas por la nueva motivación racional y religiosa
(«es malo porque va contra el orden establecido por Dios pa­
ra la realización del hombre»). Es evidente que esta motiva­
ción puede presentarse entremezclada con otras motivaciones
arcaicas (es malo porque está «prohibido» por Dios) que pre-

240
sentan el esquema parental transferido a la imagen dilatada
de la persona divina. Ya hemos dicho, sin embargo, que el
recurso a motivaciones metafísicas y religiosas denota siem­
pre una concepción relativamente madura de la moralidad
adolescencial; en este caso, en efecto, el soporte religioso no
es buscado simplemente por su función psicológica de sostén
del moralismo narcisístico o como compensación en la frus­
tración y en la culpabilidad. El recurso a la motivación reli­
giosa pertenece, en cambio, a la esfera de los «significados»
y como tal se coloca, a nuestro juicio, a nivel de autenticidad
religiosa, como ya hemos indicado varias veces. En estos ca­
sos, por lo demás, la motivación religiosa así entendida tien­
de a eliminar otras valencias menos positivas de la religión
referida al desarrollo moral: queremos referirnos al equívo­
co vínculo que se crea entre religión y culpabilidad en térmi­
nos de tabú y que ya hemos analizado antes.

2. La religión c o m o soporte del moralismo narcisista del adolescente

Diversa es la cuestión cuando el esfuerzo moral del ado­


lescente está marcado por un idealismo moralístico, que pre­
mia la tendencia egocéntrica y narcisista del sujeto. En este
caso la religión está asociada al esfuerzo de realización de los
ideales presuntuosos del adolescente; es decir, las prácticas
religiosas son funcionalizadas como medio de autorreálización
moral, con el resultado de reducir la religión a moralismo y
exponerla a rápida decadencia cuando la tendencia narcisista
tienda a desaparecer (Vergote, 1967, 131-132; Gilen, 1965). En
efecto, se verifica pronto, en la mayoría de los casos, el fra­
caso moral; el ideal se reestructura, surge un realismo mucho
más equilibrado, la religión es separada de la tensión moral
y considerada inútil si no disfuncional, respecto al crecimien­
to y a la identidad psicológica. Las «prácticas» que antes ser­
vían de estímulo y sostén, ya no tienen ningún significado. Se
ha observado, además, que, si en el ideal moral tenía cabida
cualquier meta de tipo religioso (no son tan raros los casos
de pseudo-misticismo adolescencial; cfr. Tejera, 1969), pron­
to es abandonada y considerada como un resto de épocas ar­
caicas del desarrollo. Desde este momento la moralidad se
hace o «laica» o «auténticamente religiosa».

16 241
3. La religión en relación con el sentimiento de culpabilidad

Hemos aludido ya en otro contexto a las relaciones entre


religiosidad y culpabilidad psicológica, subrayando, sobre to­
do, la componente emotiva del proceso.

Aquí queremos analizar el origen de tal relación.


La culpabilidad psicológica (sea la que proviene del nar-
cismo, sea la del tabú) requiere de ordinario, una serie de
comportamientos que tiendan a disminuir el nivel de tensio­
nes proveniente de la frustración. La religión puede propor­
cionar los medios para aliviar semejante tensión: en efecto,
ella posee ritos purificadores, exalta el sentimiento del per­
dón y de la misericordia, libera de las «pasiones», etc. Sucede,
sin embargo, que la conexión entre fracaso y recurso a prác­
ticas religiosas puede hacerse compulsiva y nace así un cíi cu­
lo vicioso: cuanto más aumenta la culpabilidad más aumenta
la religiosidad como comportamiento in-culpante y tanto más
aumenta de nuevo la culpabilidad. Como ya notaba Freud en
Zwangshandlungen und Religionsübungen, el efecto in-culpan­
te de acciones compulsivas es sólo ilusorio; el comportamien­
to compulsivo aumenta en realidad la tensión, resultando así
disfuncional en el plano emotivo.

La raíz de esta falsa relación entre culpabilidad psicológica


y religión consiste, pues, en la utilización funcionalista de la
religión.

Es importante recordar que la relación entre las dos con­


ductas viene también reforzada por la excesiva estigmatiza-
ción, por parte de la religión, de algunas conductas (sobre
todo sexuales) que se cargan así de culpabilidad. Principal­
mente para los varones, quienes viven las cargas sexuales con
una componente típicamente agresiva.

Se puede concluir en definitiva que la relación entre re­


ligión y culpabilidad es muy ambigua por el hecho de que la
religión está llamada a resolver de modo inadecuado un sen­
timiento de culpabilidad que ella misma, en determinadas cir­
cunstancias, ha contribuido a crear.

242
Es evidente que cuando el adolescente toma conciencia de
la ambigüedad de tal unión (es decir, cuando adquiere segu-
ridad y decide superar la culpabilidad) abandona la religión
para evitar las consecuencias del tabú.

4. LA DIMENSIÓN SOCIAL D E LA RELIGIOSIDAD ADOLESCENCIAL

Los procesos de socialización del adolescente vienen sus-


tancialmente incrementados en esta fase del desarrollo e in-
ciden, necesariamente, sobre la religiosidad. La progresiva in-
serción en grupos distintos del familiar y escolar favorece la
interiorización de modelos de comportamiento cada vez más
nivelados a la amplia sociedad que rodea al joven.
De la presencia más o menos importante de modelos reli-
giosos relevantes en la sociedad (y en los grupos frecuenta-
dos) depende, en gran parte, la supervivencia de la misma re-
ligiosidad individual; de hecho, es improbable que pueda so-
brevivir un comportamiento privado que no tenga al menos
implícitamente cierto soporte en una experiencia de grupo.
Pero podemos analizar con más detención algunas de las
modalidades típicas de la religiosidad adolescencial en rela-
ción con el desarrollo social:

1. Caída de la religiosidad del padre

Los impulsos hacia la autonomía se hacen cada vez más


precisos en este período, con frecuencia acompañados de au-
ténticos conflictos con los adultos del núcleo familiar. La
imagen del padre como imagen-recuerdo está claramente en
decaimiento, entre otras razones por hallarse comprometida
por el descubrimiento de sus limitaciones (y su correlativa
desmitización) y por la crisis general del símbolo cultural del
padre, es decir, de la autoridad en la sociedad occidental
(Mitschenlich, 1963). Así disminuye la capacidad estructuran-
te de la imagen en sentido religioso; en cierto sentido, esto
significa el fin del complejo de Edipo.

243
Por esto, podemos decir que el rechazo de la religión es,
ante todo, un rechazo de la imagen paterna, sobre todo, cuan-
do ella encarna el símbolo de una autoridad que bloquea y
niega al adolescente el derecho a la emancipación.
A veces, la negación de la religión del padre no deriva de
la decadencia del símbolo paterno, sino de la percepción de
la retoricidad de las conductas religiosas familiares; en otras
palabras, el adolescente llega a descubrir que los valores re-
ligiosos que tradicionalmente han enseñado sus padres no ha-
llan ninguna correspondencia vital en su existencia diaria;
han sido solamente medios empleados para fines educativos
(o mejor, para la manipulación y la represión de la persona-
lidad infantil). El rechazo de la religiosidad significa, por lo
mismo, apertura hacia nuevas perspectivas de liberación y de
autorrealización, basada en valores distintos de los de la tra-
dición familiar.
Hay que notar, además, que para muchos adolescentes la
disminución de la religiosidad paterna no constituye un ver-
dadero trauma; se trata simplemente de una normal conclu-
sión de una época de la vida que deja su puesto a otras con-
ductas más adecuadas a los problemas actuales del desarro-
llo; la religión del padre es sustituida por otra religión, con
gran esfuerzo adquirida en el conjunto de las transformacio-
nes cognoscitivas, afectivas, emotivas, morales y sociales de
esta fase.
Se observa también, finalmente, que la religión del padre
puede ser sustituida, en muchos adolescentes, por una vuelta
a la religión «materna», caracterizada por tonos intimísticos,
participativos, afectivos; pero semejante vuelta, en esta edad,
es un factor de trastornos del desarrollo, si se piensa que el
adolescente está llamado ahora a enfrentarse con el vasto am-
biente circundante y que, por lo mismo, no puede cerrarse
por mucho tiempo en su individualismo exclusivista.

2. La comprobación de la religión en el grupo

La desatelización del núcleo familiar va acompañada por


una paralela re-satelización en torno a grupos nuevos, gene-
ralmente de muchachos de la misma edad. Esta inserción tie-

244
ne como fin ampliar las experiencias y con ellas el aprendi-
zaje de valores y modelos; al mismo tiempo confiere seguri-
dad y confianza, hace disminuir la culpabilidad y el ansia
de frustración, ofrece un «status» basado en una relación pa-
ritaria. Esta nueva situación de interacción social posee tam-
bién la función de poner a comprobación ya los valores mo-
rales de la precedente fase de socialización, ya los que se van
descubriendo e interiorizando ahora. En cuanto a la religio-
sidad, se presentan dos consecuencias o situaciones. Puede
ocurrir que el adolescente se inserte en un grupo que le ofre-
ce muchas satisfacciones, pero que no da importancia a los
valores religiosos (cosa cada vez más frecuente en una socie-
dad en vía de secularización); en este caso es bastante proba-
ble que el adolescente prefiera permanecer fiel al sentido de
afiliación al grupo, relegando la conducta religiosa a la ca-
tegoría de conducta privada o marginal.

También puede ocurrir que la afiliación religiosa se sobre-


ponga a la racial y familiar, como por ejemplo en la minoría
hebrea (Rosen, 1965).

En una perspectiva más amplia, se puede esperar que la


religión privada, sin una adecuada relevancia en las experien-
cias de grupo, esté destinada a desaparecer lentamente.

En otros casos, en cambio, el adolescente se halla inserto


en grupos que dan mucha importancia a la componente reli-
giosa; se mantendrá fiel en la medida en que el grupo res-
ponda a la gama más amplia de sus comportamientos psico-
lógicos (que hemos analizado antes) y elabore la experiencia
religiosa en el sentido de aquella revisión crítica» que es la
dimensión esencial de la religiosidad adolescencial. A este res-
pecto hay que añadir que precisamente por sus cualidades
gratificantes, el grupo ejerce sobre el joven adolescente una
fuerte presión en sentido conformístico; la orientación gene-
ral de los valores de grupo (religiosos o no religiosos) tienden
por tanto a reflejarse aun acríticamente en la experiencia de
cada uno. Esto pone en evidencia el riesgo de superficialidad
y extrinsecidad en una opción religiosa que sea fruto, sobre
todo, de los condicionamientos colectivos (Siegman, 1962)

245
3. El conflicto entre opuestas pretensiones totalizantes

El descubrimiento del pluralismo cultural es característi­


ca de este período de desarrollo. El adolescente se halla fren­
te a una pluralidad de mensajes, competitivos entre sí, que
asumen con frecuencia una pretensión totalizante. Las distin­
tas instituciones, grupos de poder y de presión, movimientos
o partidos, iglesias y asociaciones, presentan su cuadro de va­
lores, maximizando su alcance como «lugares de referencia»
y «universos de significado» exhaustivos. Esta especie de com­
petencia tiene un primer efecto, el de relativizar las varias
propuestas, poniéndolas, en teoría al menos, en el mismo pla­
no. Así se le quita a esta o aquella propuesta cultural, la pre­
tensión de colocarse en el vértice de la importancia social; y
esto afecta directamente a la religión, que en el pasado goza­
ba en las sociedades occidentales de gran relevancia socio-cul­
tural. Además, se observa que, más allá de la relativización de
las propuestas de valores, gozan de especial privilegio las que
poseen o el soporte ideológico de la «Weltanschauung» preva-
lente o el apoyo de los grupos de poder dominante. Sucede,
en definitiva, que los valores religiosos son con frecuencia
considerados irrelevantes como modelos colectivos de com­
portamiento, y no gozan ya de los soportes sociológicos que
poseían en otros tiempos en la sociedad occidental.

La consecuencia inmediata es que el adolescente comien­


za a percibir la posibilidad de ponerse en absoluta libertad de
opción frente a la propuesta de valores religiosos; desapare­
cida la presión conformante de la familia y, tal vez, de la es­
cuela, venida a menos la facilitación representada por una
cultura orientada religiosamente, el adolescente se halla en si­
tuación de una elección que no está predeterminada por el sen­
tido religioso. Si escoge orientar la propia existencia en senti­
do religioso (y esto ocurrirá definitivamente en las fases suce­
sivas de su desarrollo), no lo hará ciertamente, en la mayoría
de los casos, presionado por el ambiente, que impele más bien
al conformismo en sentido opuesto. Esto explica la prevalente
desafección religiosa de muchos jóvenes, pero muestra también
la mejor «calidad de las opciones» religiosas de los menos.

246
Digamos, de todos modos, que la desafección religiosa,
precisamente por estar madurada en relación con la crecien-
te irrelevancia social de la religión, mira principalmente a la
«religión de iglesia», es decir, a la iglesia en cuanto institu-
ción; no prejuzga, probablemente, una orientación o un inte-
rés religioso, que perdura al menos a nivel de lo privado (ver
Rusconi, 1969; Luckmann, 1969). Esto es tanto más verdade-
ro cuanto más se compara con las tendencias intimistas y
subjetivistas de la religiosidad adolescencial.
Analizados así algunos aspectos sectoriales de la religiosi-
dad adolescencial, presentamos seguidamente, a título ejem-
plificativo, la exposición de dos típicas conductas religio-
sas, en las cuales se reflejan globalmente muchas de las ca-
racterísticas enumeradas.

5. LA C O N C E P C I Ó N D E D I O S

La característica más evidente de la religiosidad adoles-


cencial es la multiplicidad de formas en las que halla su ex-
presión; tenemos una prueba de ello en la gran variabilidad
de las concepciones de Dios, que en esta fase se individualizan
y articulan al máximo (Harms, 1944). Se observa, además, que
mientras los conocimientos que miran a Dios alcanzan en este
período el nivel que perdurará inmutable generalmente toda
la vida, las actitudes religiosas se van especificando poco a
poco en el futuro (McDowell, 1952; Goldman, 1964).
Es ésta una fase de espiritualización de la imagen de Dios
(es decir, de la última purificación de los componentes mági-
cos, animistas, antropomórficos de la edad precedente), pero
es, sobre todo, según Deconchy (1967) una fase de interioriza-
ción. En efecto, en estos años, la concepción de Dios viene
filtrada a través de los registros de la rica subjetividad indi-
vidual (ya a nivel cognoscitivo ya a nivel afectivo). Esta acen-
tuación es señalada por casi todas las investigaciones reali-
zadas, en especial las de Thun (1963), Rochedieu (1962), Ste-
wart (1967), Babin (1963), Smet (1953). Con más precisión,
Deconchy recalca algunas dominantes semánticas privilegia-
das, como los temas del «diálogo con Dios», del «Dios mío»,

247
del «Dios en-relaeión», de la «duda y abandono», del «temor,
obediencia y sumisión». Dios ya no es concebido como un ser
lejano y abstracto, sino que es particularmente «sentido» co-
mo partícipe de las dinámicas vivas del psiquismo individual.
Algunos autores hacen notar justamente que este modo de
concebir la relación con Dios, además de ser sustancialmente
una conducta reactiva, es también muy ambivalente. En efec-
to, mientras por una parte, el adolescente puede buscar en su
encuentro con Dios una satisfacción a su necesidad de inter-
cambio, de encuentro amistoso y proyectivo con un Tú fidelí-
simo, de apoyo en una fuerza capaz de «exorcizar» el mundo
y de facilitar la adaptación a lo real; por otra, puede rehusar
el encuentro con Dios cuando lo percibe como obstáculo a la
afirmación del propio yo (Deconchy, 1967, 205-217).
Desde el momento que la consecución de la identidad per-
sonal es la tarea principal del desarrollo adolescencial, la pre-
sencia de Dios puede ser rechazada o aceptada, según sea per-
cibida como funcional o no para esta búsqueda.
El proceso de la interiorización señalada por Deconchy es
interpretada por Babín en términos de naturalidad, egomor-
fismo, eticidad.
La «naturalidad» define aquella característica del pensa-
miento adolescente por la cual la concepción de Dios es el
resultado natural de un proceso que va del hombre a Dios a
través de las directrices de tendencias espontáneas y no por
la revelación; de aquí surge la dificultad de muchos temas
específicamente «cristianos» y «católicos», presentados por la
institución eclesial.
En cuanto a la figura de Cristo, el carácter de naturalidad
es puesto de relieve por las investigaciones de Claerhout y De-
clercq (1970): éstos afirman que los adolescentes se inclinan
por los aspectos «inmanentes», unidos a su humanidad: Cris-
to es un hombre bueno, fuerte, sereno, amigo de todos. Im-
portan, en cambio, bastante menos la doctrina que enseña, su
naturaleza divina, la revelación, etc. Por eso se habla de Dios
a partir de consideraciones sobre lo creado; Cristo es el or-
denador del mundo, el arquetipo de toda belleza, el incom-
prensible, el inconmensurable; el sentimiento religioso se pre-

248
senta estrechamente unido al desarrollo estético, a las ten­
dencias místicas y contemplativas (Kupky, 1924; Allport,
1955, 55; Nosenga, 1953, 724; Barbey, 1964).
El «egomorfismo», en cambio, tiende a estructurar la con­
cepción de Dios partiendo de las condiciones y de las tenden­
cias psicológicas del sujeto. Esto significa, por una parte, que
el sujeto está comprometido en una relación de tipo personal,
vital con Dios, pero que, por otra, corre el riesgo, a menudo,
de caer en el subjetivismo emocional que reduce a Dios a las
dimensiones de las propias necesidades.
El egomorfismo actúa especialmente a través de un pro­
ceso de idealización, basado en el narcisismo afectivo, que lle­
va al adolescente a poner en Dios las perfecciones que él de­
sea para sí. Dios se convierte, en cierto modo, en la utopía del
yo. El impulso para semejante idealización puede provenir,
sobre todo, de la exigencia de realizarse a sí mismo en una
identidad sólidamente adquirida, y de las reacciones de com­
pensación ante las frustraciones de la vida, en particular ante
la soledad afectiva.
Babin observa, además, una diferencia notable entre las
idealizaciones de los muchachos y las de las muchachas. El
muchacho tiende prevalentemente a idealizar el propio yo en
un Dios visto como Meta, Llamada, Modelo al que tender. La
muchacha en cambio, idealiza su relación con el hombre; y
Dios es sentido como el Confidente y el Amigo ideal (Gruber,
1956 y 1957).
La diversidad de direcciones de esta idealización en los dos
sexos se pueden explicar por las diferentes estructuras de su
personalidad y, en último análisis, por las modalidades diver­
sas según las cuales se ha vivido el complejo de Edipo.
La precedente hipótesis explica también las acentuaciones
con que es concebida en los dos sexos la paternidad de Dios;
la muchacha, más sensible a una relación de persona a per­
sona (estructurada por el complejo de Edipo: conquista de
padre), traslada inconscientemente a Dios su necesidad de en­
contrar seguridad en el Padre y en el hombre ideal. La pa­
ternidad de Dios se prolonga en la confidencia, el diálogo, el

249
amor. Oberwiller, en un estudio sobre una muestra de ado-
lescentes suizas (1964), observa que la idealización del padre
terreno en un Padre sumamente amable, puede suceder tanto
en sentido de una exaltación de las mejores dotes del propio
padre, como en el de reacción a las frustraciones sufridas por
parte de la falta de una figura paternal. El muchacho, en cam-
bio, hecho para ver en el padre un modelo y una ley de cre-
cimiento, más sensible a los problemas de la afirmación del
yo y del éxito social, está más inclinado a subrayar en Dios-
Padre los atributos de Creador, Señor, Custodio de la ley, etc.
(Babin, 1963).
La eticidad, finalmente, expresa la tendencia a sobrepo-
ner las aspiraciones subjetivas de realización moral a las ins-
tancias propiamente religiosas. Por ella, la llamada moral es
sentida como una invitación a la plena realización del yo
según las posibilidades inscritas en la naturaleza, más que
como exigencia de adhesiones a la llamada y a la conversión,
según es presentada por la revelación cristiana.
Según Castiglioni (1940), confirmado por Andreani-Denti-
ci (1952), en los adolescentes los estímulos éticos pueden
apelar a lo divino más fácilmente que los cosmológicos-natu-
ralísticos, a diferencia de cuanto los autores han comprobado
en los pre-adolescentes.
La incidencia de los imperativos éticos sobre la concep-
ción de Dios presenta importantes problemas. El moralismo
típico de la primera fase de la adolescencia, del que ya he-
mos hablado, se presenta muy acentuado en los sujetos que
han recibido úná formación religiosa más intensa; son ellos
precisamente los que experimentan las tensiones provenien-
tes del fracaso moral, la culpabilidad psicológica, el hundi-
miento de la imagen de un Dios legislador-juez, demasiado
unida a los impulsos narcisísticos.
Naturalidad, egomorfismo, eticidad: se nos muestran co-
mo tres aspectos complementarios de una única dimensión
que, con Deconchy, hemos llamado «interiorización».
La ambigüedad de este proceso deriva de ser demasiado
funcional a las exigencias del yo, hasta el riesgo de desviar

250
ta actitud religiosa de su intencionalidad específica. La inte-
riorización está abierta tanto a perspectivas de una religiosi-
dad personal y vital (y en este caso nos hallamos en una eta-
pa de la génesis de la madurez religiosa) como también a su
aniquilación en el subjetivismo emocional, a medio camino
entre alienaciones ilusoriamente satisfactorias y reacciones de
desilusión y rebelión.

6. LA D U D A RELIGIOSA EN LA ADOLESCENCIA

La problemática de la duda en la adolescencia tiene ya su


historia; como hemos dicho en un trabajo anterior (Mila-
nesi, 1965), se han preocupado de la duda religiosa en la ado-
lescencia casi todos los autores más importantes, desde S.
Hall a G. W. Allport, desde E. D. Starbuck a W. H. Clark. Los
temas sobresalientes de esta discusión responden sustancial-
mente a estos puntos: extensión del fenómeno de la duda,
su definición, su significado en el ámbito de la religiosidad
del adolescente.
Vayamos por partes:

1. La extensión del fenómeno de la duda en la adolescencia

Desde los que atribuían a la duda el papel de «síntoma»


privilegiado de la crisis de la adolescencia, hasta los más
avanzados investigadores contemporáneos, se suele afirmar
que la duda es un fenómeno muy extendido entre los adoles-
centes. W. H. Clark (1958, 138) observa que el 63 por 100 de
un grupo de muchachas estudiantes protestantes afirman ha-
ber tenido dudas religiosas. Grasso (1954, 169-170), en una en-
cuesta realizada entre 2.000 estudiantes italianos, observa que
el 7,1 por 100 afirma estar angustiado por el problema reli-
gioso (y el autor piensa que se trata de dudas «graves»), mien-
tras que otra parte alícuota imprecisa se manifiesta con du-
das más ligeras. Parecidos resultados son los expuestos por
P. M. Castellví (1965) y G. Zanoni (1964) sobre dos muestras
de jóvenes obreros y de estudiantes romanos, respectivamen-
te. En una reciente investigación nuestra sobre el «status» de
la enseñanza de la religión en Italia (Milanesi, 1973), hemos

251
averiguado, sobre una muestra de 23.954 adolescentes^ (16-17
años de edad media), que el 46,27 por 100 tienen dudas^ sobre
algunas verdades particulares y el 6,03 por 100 sobre todos
los contenidos de la fe (aparte, naturalmente, de otros, que
se declaran ateos, indiferentes, agnósticos —en total, el 8,63
por 100— o bien, «en fase de búsqueda» —el 8,09 por 100).
En conjunto, se puede decir que la duda «grave» alcanza
a una parte limitada de adolescentes, mientras la duda super-
ficial o «ligera» abarca a una fuerte minoría. Otro problema
importante es el de la delimitación, al menos aproximativa,
de los límites cronológicos del nacimiento del fenómeno.
Braido-Sarti han podido comprobar en su estudio (1967) la
existencia de dudas religiosas aun en la pre-adolescencia. Pa-
rece, pues, poderse afirmar, basados en las investigaciones
que conocemos, que en la mayor parte de los casos, la duda
profunda y seria se manifiesta, sobre todo, hacia el final de
la pre-adolescencia y, probablemente, con cierto adelanto en
las muchachas respecto a los muchachos.
Los problemas de la delimitación y definición de la duda
religiosa y de su función en el psiquismo adolescencial mues-
tran las mayores divergencias observadas analizando los re-
sultados de algunas investigaciones sobre los temas que estu-
diamos.

2. La definición de la duda religiosa


Durante mucho tiempo las investigaciones sobre la duda
religiosa han oscilado entre una definición «cognoscitiva» y
una definición «tendencial», según se acentuaban los elemen-
tos «intelectuales» (la duda como conflicto a nivel de las
creencias) o los elementos «emotivos y afectivos» (la duda
como racionalización de dificultades morales). Actualmente,
se tiende a considerar la duda religiosa de la adolescencia
como una ruptura de la integración de la conducta religiosa,
que implica niveles cognoscitivos, motivacionales, valorativos,
operacionales. Teniendo presente la complejidad de los ele-
mentos que envuelve, es quizá mucho más realístico hablar
de una tipología de la duda, como hacen muchos autores (All-
port, 1950; Clark, 1958; Gruehn, 1956; Guitard, 1952 y 1954).

252
Allport, en especial, habla de una duda intelectual que deriva
de la dificultad de comprensión de las verdades religiosas y
de su carácter dogmático (ver también Clark, 1958). Hay una
duda-conflicto que nace del sentido de culpa unido a conduc-
tas no compatibles con las creencias. Hay una duda-dificul-
tad unida a la necesidad de abandonar la religiosidad realís-
tico-mágica de la edad precedente, no acompañada de un ade-
cuado suplemento de informaciones y motivaciones. Hay otra
duda en conexión con las violaciones de las expectativas del
sujeto, derivadas de las desilusiones sufridas en la pretensión
de que la religión debe responder a las necesidades inmedia-
tas del yo.
Hay otra duda que es una racionalización de la crisis re-
ligiosa, que emplea, a nivel de motivación, la crítica a las in-
congruencias y contradicciones de la Iglesia-institución. Hay,
finalmente, una duda científica cuyo origen es el conflicto
entre mentalidad racionalista y positivista y las exigencias
de la fe.
Otros tipos de duda se refieren más propiamente a la ex-
periencia del adulto (ver Allport, 1950, 105 y ss.).
Para completar este cuadro descriptivo, hay que conside-
rar los contenidos, los motivos, las ocasiones de la duda, co-
mo sugieren, en especial, las indagaciones de Castellví y Za-
noni (ver Milanesi, 1965). Del conjunto de los datos disponi-
bles (que sólo son, por otra parte, indicativos y no generali-
zables) parece inferirse que la duda se centra sobre todo en
torno a los contenidos de la eclesiología y de la escatología y
más genéricamente en torno a temas específicamente «cris-
tianos» y «católicos». Temas menos afectados por la duda
son los de la existencia histórica de Jesús, la existencia de
Dios, la primacía del amor en la religión cristiana, la crea-
ción, etc.
En cuanto a los motivos de la duda, muchos están unidos
a la polémica anti-institucional; se racionaliza la propia si-
tuación de incertidumbre apelando a las incongruencias, erro-
res, faltas de la Iglesia y, sobre todo, de los hombres de Igle-
sia. Son raros los motivos sacados de dificultades típicamen-
te intelectuales.

253
Las ocasiones o factores del nacimiento, de la duda son
acentuados de distinto modo en las encuestas respectivas. En
la sub-muestra de los obreros tienen una particular incidencia
las relaciones con compañeros ya orientados negativamente
en el hecho religioso, las lecturas, el cine; en la sub-muestra
de los estudiantes, en cambio, tienen particular relieve, entre
otros factores, la presencia negativa de personas irreligiosas
(compañeros, profesores, padres), también las lagunas de la
enseñanza religiosa y el contenido arreligioso o anti-religioso
de algunas disciplinas escolares, como la Historia, la Filoso-
fía, etc. (Milanesi, 1965).

En cuanto a la incidencia de una enseñanza defectuosa de


la religión, se tienen también amplias confirmaciones, aunque
ciertamente indirectas, por una reciente encuesta que ya he-
mos citado antes (Milanesi, 1973),
Del conjunto de las notas expuestas hasta ahora parece
deducirse que la duda religiosa deba considerarse como una
conducta compleja que subraya sustancialmente la fase de
transición de la adolescencia, a causa de las numerosas ambi-
valencias del desarrollo psíquico de esta edad. Los distintos
«saltos cualitativos» que se verifican a nivel de maduración
intelectual, afectiva, motivacional, moral, social, exigen un pe-
ríodo más bien largo de reajuste. La duda indica de modo
evidente la característica de «fluidez» de esta fase, marcada
por el proceso de revisión de la religiosidad infantil y abierta
a las opciones definitivas de la edad siguiente.

3. El significado de la duda e n el desarrollo religioso del adolescente

Ya en 1958 Clark, adelantando la distinción entre duda


positiva y duda negativa, subrayaba el significado polivalen-
te de la duda en relación al desarrollo global de la persona-
lidad religiosa del adolescente.

La duda positiva sería, en efecto, la expresión segura de


una religiosidad ya bien estructurada y creativa, encaminada
a realizar una elección estable de los valores religiosos. Es
la duda de la persona que busca una mayor profundización

254
de la verdad; es, por eso mismo, de naturaleza eurística y
desempeña una función de posterior maduración del indivi-
duo.
La duda negativa es un síntoma evidente de una persona-
lidad religiosamente en crisis; se manifiesta en las personas
que tienen a sus espaldas un pasado religioso lleno de difi-
cultades y problemas sin resolver, preludio ya de soluciones
negativas en el desarrollo religioso futuro (indiferencia, ag-
nosticismo, ateísmo).
De la distinción de Clark se deduce una primera conclu-
sión; y es que no se puede analizar el significado de la duda
religiosa si no se la sitúa en relación con la precedente «his-
toria religiosa» del individuo. La duda se define como com-
ponente positivo o negativo, según que se inserte en una
personalidad normalmente desarrollada desde el punto de vis-
ta religioso o comprometida por una excesiva problemática
sin resolver, arrastrada desde el período del desarrollo infan-
til. Estando la duda unida al proceso de revisión de la reli-
giosidad infantil, es claro que no podrá orientarse en sentido
positivo y constructivo si la revisión se halla comprometida
por relevantes restos de magismo, antropomorfismo, ritualis-
mo, etc.; en estos casos la duda refleja la dificultad de adqui-
rir una religiosidad más madura y más adaptada a las exi-
gencias de la nueva edad. En otras palabras, la duda repre-
senta en tal caso, la señal evidente de que el desarrollo reli-
gioso se detiene en los niveles infantiles.

Hay que tener en cuenta una segunda advertencia: el sig-


nificado de la duda religiosa en la adolescencia se puede pre-
cisar en relación al cuadro total de las actuales condiciones
dentro de las cuales se va desenvolviendo la maduración re-
ligiosa del adolescente. En otras palabras, la evolución posi-
tiva de la duda depende del conjunto de los factores que ani-
man la investigación de una religiosidad adecuada: informa-
ciones proporcionadas al desarrollo intelectual, superación
del moralismo narcisista, y por lo mismo, de la culpabilidad
pseudorreligiosa que a veces la acompaña, recuperación de
motivaciones suficientes en relación con la práctica religiosa
y la afiliación, ejemplaridad del grupo familiar, eficiencia y

255
gratificación religiosa de los grupos dé los compañeros de la
misma edad, recuperación de una imagen positiva de la ins-
titución, superación de los aspectos negativos del proceso de
secularización, etc. Si todo esto no existe en el ambiente con-
creto en el cual el sujeto va realizando su experiencia de re-
visión crítica de la religiosidad, la duda puede representar el
primer paso hacia una progresiva recesión del interés reli-
gioso y el primer momento de desintegración de la actitud
religiosa.

256
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Además de Braido-Sarti (1967), Allport (1950), Carrier (1960), Gold­


man (1964), Vergote (1967), Clark (1958), Grasso (1954 y 1960), McDowell
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259
CAPITULO OCTAVO

PROBLEMAS
DE LA RELIGIOSIDAD JUVENIL

1. EL P L U R A L I S M O R E L I G I O S O E N L A E D A D J U V E N I L
1. El modelo inspirado en l a s investigaciones de S . Burgalassi
2 El modelo propuesto por G . E. Rusconi

2. La Religión c o m o valor central e n el proyecto de s í m i s m o

3. La verificación cultural de los valores religiosos


a) El conflicto entre religiosidad individual y religiosidad ins-
titucional

b) El conflicto con una sociedad progresivamente secularizada

Conclusiones

La religiosidad adolescencial se caracterizaba por su am-


bivalencia problemática y por la tendencia a la interiorización
y al subjetivismo, en coherencia con la modalidad de desarro-
llo de la personalidad en aquel período evolutivo.
El paso a la edad juvenil (a los 18-19 años) marca una
nueva dimensión, que comporta las connotaciones de una in-
cipiente estabilización de la personalidad, y al mismo tiempo,
de una definitiva inserción en la sociedad.
Teniendo en cuenta que en la sociedad económicamente
evolucionada la duración de la juventud tiende a prolongar-
se por la creciente necesidad de preparación —adiestramien-
to con vistas a la actividad profesional (con un correlativo
aumento de la escolaridad, aplazamiento del matrimonio, di-
ficultad en la elección profesional, etc.), se puede decir que
esta fase se extiende, por término medio, hasta los 25 años.

261
Se pueden admitir excepciones en las mujeres y en los obre­
ros, cuya inserción en la sociedad se realiza antes, y én algu­
nos profesionales, que se realiza más tarde.
El psiquismo de esta edad está condicionado por las ex­
periencias de confrontación con el espacio social circundante;
también la religiosidad, cuando el interés respectivo conti­
núa existiendo, se encamina a alcanzar un equilibrio dinámi­
co, madurado a través de una continua comprobación de su
situación en la sociedad. Pero es conveniente también preci­
sar que el interés religioso explícito ya no constituye en esta
edad la característica de todos los jóvenes; ahora las dife­
renciaciones ya preanunciadas en la adolescencia se vienen
acentuando en el sentido de un pluralismo articulado, más o
menos sensible a la problemática religiosa.
. Por esto juzgamos útil, antes de proceder al análisis de
los procesos psicológicos implicados en la maduración de la
religiosidad juvenil, presentar algunos modelos sociológicos
que pretenden describir las posiciones diferenciadas de los
jóvenes respecto a la problemática religiosa (cfr. Milanesi,
1971).

1. EL P L U R A L I S M O R E L I G I O S O E N L A E D A D JUVENIL

Presentamos, a modo de ejemplo, los modelos inspirados


en los estudios de S. Burgalassi (1970), que se enmarcan en
una investigación más amplia sobre la religiosidad, y de G E.
Rusconi (1969-1970), más concretados a la religiosidad de los
jóvenes.
Sin entrar por ahora en el valor metodológico de estos
modelos, podemos considerarlos, sin más, de utilidad para
nuestro estudio, con valor generalizable con algunas observa­
ciones críticas.

1. El modelo inspirado en l a s investigaciones de S . Burgalassi

Burgalassi parte de un concepto de secularización que po­


demos sintetizar brevemente como ruptura del cuadro de va­
lores totalizantes tradicionalmente integrados en la cultura

262
occidental y derivados sustancialmente de la religión-de-igle-
sia (cuando no condicionados por una religiosidad de tipo
«sacral»).
En otros términos, deberíamos hablar de de-sacralización
más que de secularización. Por otra parte, el pluralismo de-
rivado de la ruptura del precedente equilibrio está caracteri-
zado por la co-presencia competitiva de un abanico de «creen-
cias» o «cosmos sacros», que tienen todavía hoy, en diversa
medida, cierta relación con el modelo tradicionalmente cris-
tiano. La secularización se configura como un eclipse de lo
sacral más que como eclipse de lo sagrado, el cual permanece
vivo y operante, si bien a niveles más «ocultos».
Basados en estas premisas y siguiendo la pauta de Burga-
lassi, podemos comenzar con una hipótesis articulada, que
considera en nuestros jóvenes cinco «subculturas» o «creen-
cias» distintas.
a) Una súbcültura minoritaria de ateos, ciertamente más
consistente numéricamente que en las otras clases sociales.
A ésta pertenecerían, sobre todo, sujetos varones, de renta
alta y media, que viven en la ciudad, políticamente orienta-
dos a la izquierda, dotados de formación cultural elevada
(principalmente estudiantes).
Esta subcultura atea estaría caracterizada por un máximo
empeño en la investigación y en la realización de valores
humanos positivos (de por sí no ajenos a una visión cristia-
na de la vida), pero absolutizados, de modo que excluyen un
progreso trascendente y las relativas consecuencias en el pla-
no de las creencias, del culto, de la afiliación.
En otras palabras, el joven ateo se halla comprometido,
sobre todo, en el plano de un humanismo leal y sincero, que
sólo secundariamente (a veces en relación con situaciones
religiosas ambientales alienantes y desviadas) se configura
como exclusión de Dios (ver también Milanesi, 1967).
b) Una súbcültura mayoritaria de indiferentes, que com-
prende probablemente más de la mitad de los jóvenes. Perte-
necerían a este grupo hombres y mujeres, de todas las regio-

263
nes, más de las urbanizadas, de todas las clases sociales y de
todas las tendencias políticas.
Esta subcultura indiferente está caracterizada por mode-
los de vida religiosamente neutros; sobreviven en estos jóve-
nes algunos actos «temporales» de la vida religiosa como la
misa «algunas veces al año», los sacramentos por Pascua (no
todos los años), etc.; se nota la persistencia de algunas creen-
cias cristianas (Dios, Jesucristo como hombre...), pero al mis-
mo tiempo las motivaciones religiosas se hacen cada vez más
marginales respecto al contexto vivo de la experiencia diaria.
El sentido de pertenencia a la comunidad eclesial ha desapa-
recido casi por completo: queda sólo un vago sentimiento de
afiliación (jurídica) a la Iglesia católica.
En este grupo se observa una tendencia a valorar sobre
todo los modelos de vida unidos al individualismo egocéntri-
co, materialista, burgués; el joven indiferente es de ordina-
rio un joven «conformista» respecto a la sociedad. Es una
personalidad dirigida desde-fuera, inclinado a aceptar los be-
neficios de la sociedad tecnológico-industrial, sin darse cuen-
ta del efecto alienante de muchos mitos de la sociedad mis-
ma (cfr. también Feldman, 1969).
Estos jóvenes aceptan algunas instancias negativas de la
secularización (desaparición de la religiosidad sacral, pérdi-
da de la importancia de la institución religiosa, retoricidad
de muchas imágenes religiosas); pero no perciben la necesi-
dad de unir el fenómeno de la secularización con los cambios
actuales de la sociedad y, por ello, de continuar el proceso
de secularización implicando en él sociedad y religión en un
único intento de redescubrimiento y de reinterpretáción. En
realidad, carentes en general de ideas de oposición, conser-
van, junto a parcelas de comportamiento religioso sacral, ins-
tancias de secularización no bien diferenciadas y coherentes.
c) Una subcultura minoritaria de creyentes «oficiales».
Su práctica religiosa es constante con buenos niveles; el sen-
tido de pertenencia a la Iglesia es bastante vivo, por estar
reforzado a menudo por una efectiva pertenencia a grupos
de carácter religioso, apostólico, asistencial, unidos de algún
modo a la jerarquía. La adhesión a la verdad de la fe es bas-

264
tante consciente y claramente condicionada por la mediación
ejercida sobre la doctrina y sobre la disciplina por la institu­
ción eclesial.
Su compromiso político y social es moderado, como lo
son, por lo demás, sus orientaciones religiosas (cfr. también
Bosio, 1972). Pertenecen un poco a todas las clases sociales,
pero, principalmente, a la clase media.
Desde un punto de vista psicológico, se trata probable­
mente de sujetos para los cuales la revisión adolescencial
de la religiosidad no se presenta en términos problemáticos,
o conflictivos, sino más bien como una continuación de las
experiencias de la edad precedente y con el apoyo positivo
de circunstancias ambientales favorables.
d) Una súbcültura minoritaria de creyentes «sacrales».
Se trata de sujetos que pertenecen a una cultura popular
(tanto campesina como obrera) más acentuada entre las mu­
chachas, con renta media o baja.
La práctica religiosa es bastante alta y se caracteriza tam­
bién por un índice alto de devocionismo y folklore religioso.
Las motivaciones religiosas son de carácter predominante­
mente cosmológico (es decir, ligadas a una concepción primi­
tiva de las relaciones entre hombre, Dios y la naturaleza;
esta última representa la gran incógnita que condiciona el
interrogante religioso). La fidelidad a la institución eclesial
es alta, con tendencia a la mitificación sacral de la autoridad
religiosa (cfr. Rouleau, 1971). En cambio, es escaso el sentido
del propio compromiso tanto respecto a los valores humanos
como a los religiosos; predomina la actitud conservadora
más que la creadora. En conjunto se trata de una religiosidad
recibida y condicionada por una tradición sociológica funda­
da en un tipo de sociedad pre-técnica, que, en la actualidad,
tiende a desaparecer.
Respecto a la precedente etapa de desarrollo (la adoles­
cencia), se puede pensar que estos sujetos han pasado por
ella sin apenas plantearse de modo preciso la tarea de la re­
estructuración crítica de la propia religiosidad; de esto se
puede colegir cuan fácilmente son observables en el compor-

265
tamiento de estos sujetos las huellas evidentes de «restos»
de religiosidad de estadios más lejanos del desarrollo. Queda
por precisar el modo de integración de tales modelos religio­
sos en la estructura global de la personalidad de estos suje­
tos.

e) Una subcultura minoritaria crítico-profética. Son es­


tudiantes y obreros, predominantemente varones, de cultura
media superior, de renta media o elevada, orientados políti­
camente a la izquierda, a menudo dotados de temperamento
idealista, solidarios, extrovertidos. Su práctica religiosa es
alta; el sentido de pertenencia a la Iglesia, bastante crítico;
las motivaciones religiosas ocupan un lugar central en el cua­
dro de los valores de su personalidad. La espontaneidad, la
intencionalidad, la corresponsabilidad, la primacía del caris-
ma y del amor universal son algunas de las características
principales de esta subcultura.
Más específicamente, la subcultura profética se distingue
por una fuerte actitud contestataria: la conciencia de las si­
tuaciones alienantes y alienadas de la sociedad civil y reli­
giosa es profunda. Por esto, se sitúan generalmente contra las
ideologías del «establishment», contra la estructura socio-
política de él derivada, contra las legitimaciones (más o me­
nos mi tizadas) de las instituciones del sistema. Entre éstas
colocan también ordinariamente la institución religiosa, en
cuanto es considerada como un subsistema de garantía y de
apoyo de la sociedad vigente y, por eso, directamente com­
prometida en el proceso de alienación actual. La polémica
contra la Iglesia-institución no compromete el profundo sen­
tido de pertenencia que estos jóvenes poseen; sólo que la
Iglesia es entendida en sentido claramente profético-comuni­
tario y no jurídico.
La contestación eclesial se canaliza en diversas direccio­
nes: o indiscrimnadamente contra la estructura en cuanto
tal o contra la rigidez de las actuales estructuras, aunque sin
negar la necesidad histórica de estructuras más flexibles, o
hacia la búsqueda de un pragmatismo socialmente comprome­
tido que serviría para verificar la autenticidad de la fe que
ellos ven comprometida en la realidad de la institución.

266
En la búsqueda de un humanismo más pleno, los jóvenes
de esta súbcültura tienen mucho de común con los jóvenes
de la súbcültura atea; se diferencian de éstos, porque consi­
deran esencial el significado religioso de su propia búsqueda.
En otras palabras, estos jóvenes se insertan en el proceso de
secularización no sólo acelerando la desaparición de una re­
ligiosidad sacral, sino dirigiendo su trabajo hacia una doble
vertiente: por una parte, hacia el redescubrimiento de una
religiosidad auténtica (diálogo abierto con los valores de la
sociedad tecnológica), y, por otra, hacia la denuncia de la
condición alienante y del peligro del horizontalismo.

2. El modelo propuesto por G . E. Rusconi (1969)

Del análisis de G. E. Rusconi surgen algunas premisas im­


portantes:
1) El concepto de secularización es considerado en tér­
minos de «fenómeno global» y no sólo específicamente reli­
gioso. En un principio lo define como el conjunto de las mu­
taciones de la escala de valores, en el universo simbólico, en
los instrumentos expresivo-operativos, contemplados en la
conciencia colectiva, y, por lo mismo, en el comportamiento,
en coincidencia con los cambios estructurales de nacimiento
y desarrollo del capitalismo burgués. Hay que observar que
se trata de una crisis de la imagen religiosa (es decir, del
conjunto de los modelos de comportamiento ideales y nor­
mativos); con otras palabras, la secularización se manifiesta
como «impotencia de la religión contemporánea de alzarse
con sus contenidos y sus vehículos expresivos como modelo
cultural de comportamiento».
2) La secularización, tras las premisas anteriores, viene
a configurarse después como fenómeno de carácter conflic-
tual, disociativo, cargado de tensiones. Y si es verdad que se
trata de «conflictualidad entre la pretensión totalizante de
lo religioso tradicional y de su reducción privatística de he­
cho» o también de «disociación entre comportamiento religio­
so y comportamiento ordinario socialmente significativo», es
evidente que, para las personas más atentas, la experiencia

267
religiosa será vivida como hecho dramático, en cuyo centro
se sitúan los interrogantes sobre la religión-de-iglesia que es
el objeto principal de los conflictos y de las tensiones.
Es como decir que la crisis religiosa de nuestro tiempo se
considera como análisis crítico de la orientación socializante
de la religión de iglesia, orientación que aparece inadecuada
por estar cargada de pretensiones totalizantes que el plura-
lismo de hoy ya no acepta. Por todo esto es puesta en discu-
sión la tradicional tendencia de la religión-de-iglesia a dirigir
la experiencia religiosa. Así se manifiesta en individuos y gru-
pos claras inclinaciones a buscar autónomamente el nuevo
significado de la experiencia religiosa en el seno de la socie-
dad tecnológica (cfr. también Weigert y Thomas, 1970).
3) Otra observación de G. E. Rusconi, referida especial-
mente a nuestro contexto socio-cultural, habla del «modo»
como es percibido este conflicto con la religión-de-iglesia. El
conflicto, en efecto, parece quedar «alejado» para la mayoría
de los creyentes nominales o tradicionales; una actitud pre-
dominante entre ellos es la indiferencia, la negación de la pro-
blemática, la minimización del conflicto. Así, junto a esporá-
dicas actitudes inspiradas en el contexto social progresiva-
mente secularizante, conviven parcelas de religiosidad tradi-
cional y aun sacral. Sólo una minoría no «aleja» el conflicto,
sino que lo vive a fondo, afrontando sus implicaciones, maxi-
mizando la lógica de la secularización con todas sus conse-
cuencias y eligiendo conscientemente entre los términos con-
trapuestos del problema. Tras estas premisas, podemos indi-
car ya algunas ideas sobre la problemática religiosa juvenil:
1) En una primera investigación de 1967, ya se eviden-
ciaba una primera tipología global (coherentes: 44,8 por 100;
incoherentes: 37,9 por 100; ateos: 17,3 por 100) y se podía
constatar que no había señales claras de renovación religiosa
en la muestra analizada. El inmovilismo es debido, según el
autor, a la pertenencia de los sujetos a los estratos burgueses
de la sociedad.
2) En una segunda investigación de 1968 y en los sucesi-
vos análisis de algunos grupos juveniles religiosamente com-
prometidos, emergen sustancialmente dos agrupaciones im-
portantes:

268
a) Los consentidores, que constituyen una fuerte mino-
ría (si no la mayoría de la población juvenil). Se trata de jó-
venes socializados por la transmisión de los valores religio-
sos tradicionales, a los que se mantienen todavía ligados. Ha
tenido entre ellos algún eco la contestación estudiantil, pero
basada en una crítica romántica de la sociedad capitalista y
no en un análisis estructural y cultural atento. Se declaran
favorables a una reestructuración parcial y adaptada de la
sociedad y, con ella, de la religión, pero no favorables a una
hipótesis radical y revolucionaria
Su disensión religiosa es parcial; en definitiva, estos jó-
venes no ven el alcance y la importancia de la secularización
en acto; alejan el conflicto y, a menudo, se observa entre ellos
la vuelta al mundo institucional, frecuentemente por hallarse
necesitados de seguridad y de defensa.
Respecto a la experiencia religiosa, este grupo está com-
puesto de sujetos que se reparten entre el nominalismo tradi-
cional y la indiferencia religiosa de hecho.
Su pertenencia social es casi siempre la de la burguesía o
la de la pequeña burguesía (cfr. Feldman, 1969).
b) El grupo de los disidentes, que acoge a una minoría
de jóvenes que no alejan el conflicto institucional que en-
vuelve la religión contemporánea y «promueven» la seculari-
zación con diversa gradación. Entre ellos hay ateos, incoheren-
tes, católicos, etc.
Parece que estos últimos grupos tienen mayor importan-
cia para los análisis sociológicos, porque poseen el dinamismo
necesario para preparar el cambio social, aunque son cuanti-
tativamente menos numerosos que los del grupo de los «con-
sentidores».
El estudio de G. E. Rusconi se refiere sobre todo al gru-
po de los consentidores:
1. El hecho que da origen a la toma de conciencia del
conflicto es él descubrimiento de la importancia indeclinable
de la «política», que esta pequeña parte de jóvenes ha perci-
bido en su justa implicación social sólo tras los movimientos

269
estudiantiles del 1968. Desde entonces data la toma de con­
ciencia de las contradicciones del sistema político-económico-
social y la decisión de asumir el papel-clave en la dinámica
del cambio social.

Política, en efecto, es sinónimo de gestión participada del


poder social para lograr una progresiva humanización de las
personas, de los grupos, de las instituciones.

Así, este grupo de jóvenes buscan en la política un valor-


cardinal para la re-socialización, como un motivo fundamen­
tal de vida y de compromiso (cfr. también Hastings y Hoge,
1970, quienes presentan tendencias análogas en la cultura ju­
venil americana).

2. Contemporáneamente tiene lugar el descubrimiento de


las contradicciones existentes entre política así entendida y
religión tradicionalmente aprendida en el proceso de socia­
lización infantil y adolescencial. En otras palabras, se viene
a afirmar que el lenguaje religioso es aparentemente «apolí­
tico», más en realidad implica una decisión política conserva­
dora; además, se llega a la convicción que la religión de igle­
sia, que dirige la orientación religiosa «apolítica», está de he­
cho comprometida en sostener con adecuadas legitimaciones
el sistema socio-político burgués y, por ello, es cómplice de
todas las contradicciones y alienaciones de las que el sistema
es responsable.

El compromiso político, entendido como respuesta madu­


ra y responsable en la renovación del sistema, entra así en
conflicto con la orientación religiosa e intenta sustituirla con
el pretexto de ser el único valor totalizante y globalizador.

3. La solución del conflicto es intentada o lograda por


diversos caminos. Algunos piensan que la recuperación de lo
religioso es imposible, y optan por la política, renunciando
implícitamente a todo proyecto trascendente; desembocan así
en un ateísmo que es necesariamente una reacción «post-cris-
tiana» y una consecuencia de una clara elección axiológica de
un humanismo comprometido.

270
Otros sostienen el deber de comprometerse a fondo en la
política para poder recuperar después, en el marco de una
sociedad nueva y no alienada, un nuevo significado religioso
de la vida; en esta postura hay implícito un juicio negativo
sobre la posibilidad de renovación religiosa, sin cambio es­
tructural de las condiciones sociales de base.
Otros acentúan, en cambio, la necesidad de un redescubri­
miento de la autenticidad religiosa como base de diálogo pro­
fundo con la «política»; de aquí la búsqueda, por ejemplo, de
una motivación religiosa del compromiso político (las distin­
tas «teologías» de la revolución) o la experimentación de nue­
vas modalidades «institucionales» de lo religioso (las distin­
tas comunidades de base) en pugna con la comentada rigidez
estéril de la institución religiosa vigente. Existen finalmente
otros que se limitan a contestar desde dentro la religión-de­
iglesia, llegando a rechazar más o menos radicalmente las
instituciones y acentuando la preeminencia de los factores
carismáticos como base de la superación del conflicto (cfr.
Hastings y Hoge, 1970).

4. Parece posible afirmar que en algunas soluciones pro­


puestas están implícitas dudas y contradicciones que a la lar­
ga hacen menos significativa la respuesta misma. Rusconi
alude, sobre todo, a las incertidumbres existentes entre pro­
yecto de politización de la fe y de teologización de la política;
entre política entendida como medio de transformación glo­
bal de la sociedad y como medio de contestación religiosa so­
lamente; entre idealismo político (identificada con cierto co-
munitarismo místico) y acción política verdadera y real.
En otras palabras, a juicio de Rusconi, demasiados grupos
de disensión eluden la importancia de la dimensión institu­
cional del problema religioso. La elección de la experiencia
comunitaria escondería en realidad problemas de adaptación
psicológica a nivel individual (necesidad de aceptación, mie­
do a la soledad, etc.), y serviría muy poco para el redescubri­
miento de lo religioso como categoría o modelo que tenga
una relevancia colectiva. En una sociedad, marcada por una
progresiva tendencia a la socialización, la institución sigue
siendo, en efecto, como un «principio de la realidad» con el

271
que hay que contar. La experiencia comunitaria posee valor
en tanto en cuanto prepara un diálogo posterior que es el
de situar la propuesta religiosa entre los modelos colectiva­
mente significativos (y por ello, correlativamente, el de re-
inventar la función de la institución religiosa en una sociedad
renovada). Sin esta perspectiva, la experiencia comunitaria
está destinada a ahogarse en sí misma, como hecho particu­
lar y cerrado.
Los modelos de Burgalassi y de Rusconi, con los límites
propios de las opciones teoréticas y metodológicas (cfr. Mila­
nesi, 1971, 47 y 54), confirman la diferenciación habida en las
posiciones religiosas de los jóvenes. Aunque nos interesa se­
guir globalmente las dinámicas típicas de cada una de las
posiciones, centraremos, en este capítulo, la atención en los
jóvenes que continúan de modo más o menos explícito cier­
to diálogo religioso.
De las sugerencias ofrecidas por las dos investigaciones
realizadas parece que son dos los procesos que condicionan
mayormente el desarrollo religioso de esta edad: la progre­
siva selección y absolutización de un cuadro de valores como
núcleo del propio proyecto de sí mismo y la comprobación
«cultural» de estos valores a través de las experiencias coti­
dianas en el vasto ambiente social (cfr. De Lorimier, 1971, 67-
71).
Centraremos nuestro análisis sobre estos elementos.

2. L A R E L I G I Ó N C O M O V A L O R C E N T R A L E N EL P R O Y E C T O D E S I
MISMO

La edad de que hablamos se caracteriza por la búsqueda


de una definitiva estabilización de la estructura de la perso­
nalidad, que se realiza principalmente a través de la elabora­
ción de un orgánico proyecto de sí, que tiene la función de
unificar todas las conductas, dándoles un significado. Antes
de analizar cómo los valores religiosos pueden entrar a for­
mar parte de este proyecto de sí, es conveniente considerar
las diversas concepciones psicológicas que intentan captar
los procesos a través de los cuales se madura la estructura
del yo.

272
1. Muchas teorías hablan de los procesos de integración
del yo. Dentro de una perspectiva no analítica es importante
el intento de G. W. Allport (1937, 1955, 1961) del que ya he-
mos hablado en otro contexto. Este autor sostiene que la
integración global de la personalidad está orientada por un
proyecto intencional, no derivado determinísticamente de es-
tímulos ambientales y, ni siquiera, de impulsos de carácter
inconsciente, sino de motivaciones autónomas que son de na-
turaleza sustancialmente cognoscitiva y consciente. El yo es
considerado como un centro unitario propulsivo, un sistema
de funciones que se extienden progresivamente a cada una
de las conductas y que lo integran en una única estructura
funcional.

Añade, además, que esta progresiva integración del yo se


realiza a través de una lenta selección de modelos de conduc-
ta que tiende a jerarquizar cada una de las experiencias del
individuo bajo un núcleo esencial de valores, que alcanzan el
nivel de rasgo cardinal de la personalidad.
El proceso de selección y absolutización de los valores es
continuo; la personalidad se presenta como un sistema capaz
de autoestructurarse para toda la vida.
No muy distinta es la concepción de H. Thomae (1955,
1964, 1968, 1969). El proyecto de sí que caracteriza el paso
hacia la edad adulta se viene realizando en torno a las reser-
vas de energía psíquica sumamente plástica y creativa, que
Thomae llama «yo propulsivo». En efecto, no se puede imagi-
nar una persona madura, ni en el sentido del yo impulsivo
(energía psíquica fijada para la satisfacción de las necesida-
des inmediatas y segméntales de la personalidad), ni en el
sentido del yo prospectivo (que ejerce una función de control
y que asegura la conformidad a las normas). La dirección
fundamental de las energías psíquicas del yo propulsivo es
fruto de la sedimentación de toda la biografía del individuo
y tiende a conservarse con cierta coherencia a lo largo de
todo el arco de la vida. Sucesivas «decisiones» alimentan este
proyecto; éstas no son más que «intuiciones de que una de
las posibles actuaciones del propio futuro está de acuerdo
con el proyecto general de este futuro». También para Tomae

18 273
la personalidad se madura a través de los esfuerzos de ca­
rácter prevalentemente cognoscitivo; en efecto, las decisio­
nes son facilitadas por la información que el sujeto consigue
obtener ante los problemas existenciales que se le presentan.
Ulteriores precisaciones en este sentido han sido presen­
tadas por J. Nuttin (1954, 1964, 1967). Aceptando que la per­
sonalidad madure a través del conflicto entre las diversas
motivaciones emergentes en la historia del individuo, Nuttin
sostiene que el proyecto de sí no es más que un proceso de
selección entre muchos motivos, guiado por la satisfacción
que los motivos alcanzados procuran al sujeto (proceso de
canalización). Es importante observar que Nuttin afirma el
carácter intencional del proyecto de sí; en efecto, todo indi­
viduo tiende con esto a la conservación y ala expansión de la
propia personalidad, bajo el impulso de una búsqueda cons­
ciente de relaciones ambientales. Las necesidades que mani­
fiestan esta búsqueda evolucionan lentamente, desde el nivel
bio-psicológico al psico-social y psico-existencial. Es en este
último nivel donde la realización del proyecto de sí alcanza
la plena madurez, en cuanto el sujeto es puesto en contacto
con la totalidad de los significados que dan un sentido a su
existencia (Ronco, 1972, I, 207 y ss.).

Motivos análogos, aunque basados en muy diversas pre­


misas, se hallan en el psicoanálisis; el mismo Freud, en la
síntesis madura de su teoría de la personalidad, prevé una
posible integración entre los diversos niveles del Es, del Ego
y del Superego. La persona madura parece ser aquella que
consigue integrar los impulsos sexuales en la perspectiva ge­
nital, la cual, a su vez, no rechaza ni las instancias autónomas
(o semi-autónomas) del ego racional, ni las normas (o, en
otra perspectiva, los ideales) de naturaleza superegoica.

En todos estos esquemas, el camino hacia la edad adulta


aparece sellado por la presencia de procesos de selección, ab-
solutización, integración de los valores; en otras palabras, la
madurez viene favorecida por el hecho de que el individuo
asume una perspectiva cada vez más consciente de autor) ea-
lización y organiza todas sus experiencias en torno al núcleo
de valores que le «interesan de modo definitivo».

274
2. Generalmente en la fase de desarrollo juvenil es cuan-
do los valores religiosos pueden ser asumidos de modo más
o menos integral y con perspectivas más o menos duraderas
en la estructura de la personalidad; o bien, pueden ser mar-
ginalizados o sin más, excluidos. Analicemos brevemente es-
tos tres caminos.
a) La situación de integración se alcanza cuando las con-
ductas religiosas tienden a convertirse en el valor permanen-
te, absoluto, supremo en la estructura global de la personali-
dad. Esto es posible sólo cuando la religiosidad es desvincu-
lada de los condicionamientos negativos (de distinta clase,
cognoscitivo, motivacional, emotivo, afectivo, etc.), es decir,
en un «sistema duradero de valoraciones, de sentimientos, de
emociones y de tendencias coherentes hacia la acción»; en
otras palabras, cuando la hipótesis de la presencia del «radi-
calmente otro» no es sólo conocimiento intelectual, sino tam-
bién esquema fundamental de interpretación de las situacio-
nes existenciales, con quien uno se siente emotiva y afectiva-
mente unido, parte integrante del propio proyecto de vida, y,
por lo mismo, núcleo esencial de tal proyecto.
Psicológicamente se observa que esta asunción de los va-
lores religiosos que da sentido a la existencia, en este caso
ideal, es vivido por el sujeto como algo estrechamente unido
de modo natural y obvio al resto de la estructura de la perso-
nalidad: no como algo añadido artificiosamente, separado o
superpuesto. Los valores religiosos se convierten en filtro ha-
bitual a través del cual se valora la experiencia de modo últi-
mo y definitivo, sin por esto quitar nada a la autenticidad y
a la autonomía de cada experiencia. Semejante visión de la
religión es evidentemente posible cuando el sujeto percibe al
menos implícitamente el carácter transfuncional de los com-
portamientos religiosos, es decir, su orientación esencialmen-
te trascendente, su alcance a nivel de «significado último».
b) La situación de marginalidad viene a realizarse en
todos los casos en los que la religiosidad no ha podido ma-
durar en una actitud comprensiva, por causa de la persisten-
cia de problemáticas no resueltas en las edades precedentes,
permaneciendo funcional a necesidades «inferiores» (psico-

275
biológicas o psico-sociales) y constituyendo así un nudo de
«inmadurez» en el conjunto del psiquismo juvenil.
En estos casos, la religión no puede constituir más que
una motivación parcial de las conductas, en relación a secto-
res segméntales de la experiencia; puede ser empleada de
modo ocasional, esporádico, para sostener conductas relativa-
mente marginales, pero nunca para dar un significado global
a la existencia. Otros valores son asumidos entonces para des-
arrollar las funciones de «rasgo cardinal» de la personalidad,
para constituir el núcleo esencial del proyecto de sí.
En una sociedad en la que los valores religiosos tienen
gran relevancia, esta «inmadurez» derivada de la marginali-
dad del valor religioso, puede revertir de modo negativo en
el equilibrio de la personalidad del joven, en cuanto éste se
vería con frecuencia solicitado a desempeñar roles para los
cuales no posee motivaciones adecuadas. Por el contrario, en
una sociedad secularizada, los valores religiosos son conside-
rados a nivel de «intimidad» y por lo mismo, son irrelevantes
en la valoración de la madurez individual.
c) Nos hallamos en la situación de total exclusión cuan-
do los valores religiosos son radicalmente marginados del
proyecto de vida, con la búsqueda alternativa de motivacio-
nes «seculares» para todo el área del comportamiento. Es el
caso de la irreligiosidad o ateísmo integral. Se trata, sin em-
bargo, de una actitud reversible, juicio que, por lo demás, se
debe aplicar a las otras dos posturas estudiadas antes. La in-
tegración de la personalidad es, según muchas teorías, como
una «realidad siempre abierta»; en efecto, siempre son posi-
bles reestructuraciones más o menos rápidas según cambien
las condiciones internas y externas al sujeto, que están uni-
das a la experiencia de los valores. Nuevos problemas de sig-
nificado surgen en todos los momentos de la vida capaces de
un viraje o de un interrogante religioso radical.
3. Se nos puede preguntar cuáles son los dinamis-
mos que orientan la estructuración de la personalidad juvenil
en sentido más o menos religioso. Dado el desarrollo alcan-
zado en el conjunto de la personalidad, creemos que se pue-
de hablar de un proceso de decisión. El término podría hacer

276
pensar en una concepción intelectualista de decisión, como si
ésta dependiese únicamente de una lúcida valoración de las
varias alternativas propuestas al sujeto. En realidad, como
indica Tomae (1964), uno de los más grandes teóricos de la
decisión humana, el proceso decisional implica la necesidad
de volver al tema fundamental de la existencia y esclarecerlo;
engloba, por tanto, una consideración completa (también afec­
tiva y emotiva) del proyecto de sí y tiene en cuenta toda la
historia psíquica del sujeto. La deliberación es, pues, un acto
en el cual los componentes cognoscitivos son esenciales (for­
man parte de aquella activación del potencial de información
y de reacción que hace posible la solución del problema);
pero también hay que tener en cuenta que las consideracio­
nes morales, sociales, afectivas, emotivas se convierten en mo­
tivaciones importantes, desde el momento en que también
ellas han contribuido a formar el proyecto de sí al cual la de­
cisión hace referencia.
Hay, pues, que considerar la decisión «por la religión» en
general, no sólo como un acto aislado, racionalmente elabo­
rado, conscientemente intencional, sino como una progresiva
orientación de toda la personalidad hacia los valores religio­
sos, en los cuales cuenta toda la precedente evolución reli­
giosa del sujeto y las actuales condiciones existenciales que
proporcionan al individuo valores y modelos con los cuales
la religión se confronta. Decidirse por la religión como valor
totalizante de la propia existencia, significa, pues, lenta inte­
gración de las motivaciones religiosas dentro del proyecto de
sí. Queda en pie, lógicamente, el caso de la «conversión» im­
prevista, que no hay que excluir en absoluto, sino conside­
rarla como excepcional, y, por lo mismo, analizable desde un
punto de vista particular (cfr. Carrier, 1960).
4. Otro problema relacionado con cuanto venimos estu­
diando es el que se refiere al significado de los llamados «ab­
solutos de sustitución», es decir, a aquellos «set» de valores,
que tienen la capacidad de integrar suficientemente el psi­
quismo del individuo, aun cuando no estén inspirados por
motivaciones religiosas (cfr. Allport, 1960). Nos preguntamos,
pues, si la exclusión de lo trascendente puede ser del todo
radical.

277
Creemos que se puede observar, ante todo, que cualquier
valor, cuando alcanza ciertos grados de absolutización en el
psiquismo del individuo, reviste las características de lo «sa-
grado»; lo que es núcleo esencial del proyecto de sí es consi-
derado importante por el sujeto y maximizado como fuente
de «significado» para la vida. Esto vale también cuando los
valores de que se habla no son concebidos como trascenden-
tes al hombre mismo; el amor, el dinero, el sexo, el éxito, la
justicia, la libertad, pueden alcanzar una función integrante
en el psiquismo juvenil y constituir la razón última de la
vida, sin ninguna referencia a una dimensión trascendente.
Por otra parte, como ya hemos anotado en otro contexto,
la tendencia a la «sacralización» de ios valores que «intere-
san definitivamente» forma parte de los mecanismos de adap-
tación del hombre a la cambiante realidad que lo rodea. En
esté sentido una dimensión religiosa (o mejor, pre-religiosa)
radical parece innegable en cualquier tentativa de dar senti-
do a la vida.
Hay que observar, por otra parte, que esta tentativa de
absolutización de los valores, no siempre alcanza resultados
apreciables; de hecho, muchas veces se mitizan conductas,
modelos, rasgos culturales que no son más que pseudo-\ alo-
res de la civilización industrial, aceptados acríticamente como
absolutos, pero incapaces de constituir efectivamente un pun-
to de referencia absoluto, precisamente por carecer de hori-
zonte significativo (cfr. De Lorimier, 1971). Creemos que en
tal sentido deben ser interpretadas las reiteradas tentativas
de retorno a religiosidades estoicas, a conductas pseudo-mís-
ticas, a comportamientos evasivos acompañados de efectos
liberantes (como la droga); eso demuestra un subyacente in-
terés religioso, aun en aquellos que apenas les importa la re-
ligión (al menos en el sentido tradicional de los términos),
pero demuestra también qué difícil es realizar serios estudios
sobre la experiencia religiosa como comportamiento totali-
zante. En los jóvenes que escogen estas conductas sustituti-
vas, la dinámica religiosa parece todavía viva; se trata de
comprobar si para ellos estas conductas tienen también un
significado simbólico que las trascienda, es decir, si, en la
elección de la droga, del «zen», del yoga, de la meditación

278
india o de otras actividades religiosas, extrañas a la tradi-
ción institucional de Occidente, se esconde verdaderamente
una búsqueda religiosa; o si, tras la negación de las formas
acostumbradas de religiosidad o de la polémica anti-institu-
cional, el auténtico interés religioso ha venido a menos. Cree-
mos que, a través de un análisis del lenguaje característico
de las experiencias juveniles, se puede comprobar de qué tipo
de conducta se trata.

3. LA VERIFICACIÓN CULTURAL DE LOS VALORES RELIGIOSOS

La tentativa de unir los valores religiosos al proyecto de


sí, debe verificarse necesariamente a nivel de experiencia co-
lectiva; en efecto, la personalidad, según hemos subrayado
varias veces, es fruto de una continua interacción con el am-
biente. Si en otros momentos el ambiente es entendido en
sentido biológico, psicológico o microsociológico, ahora el jo-
ven lo experimenta como «cuadro cultural» global del cual le
llegan muchas proposiciones, valores, «sistemas de significa-
do» (cfr. McCann, 1955). Una religiosidad no puede ser con-
siderada como madura e integrada en la estructuura de la
personalidad, si antes no ha sufrido la confrontación con los
temas culturales del ambiente. En nuestro contexto socioló-
gico parece que esta verificación de la religiosidad «perso-
nal» se encuentra con dos dificultades típicas:
— El conflicto entre religiosidad individual y religiosidad
institucionalizada.
— El conflicto con una sociedad progresivamente secula-
rizada.
Analizamos ambos puntos por separado, haciendo hinca-
pié no tanto en los aspectos sociológicos del problema (para
ello véanse los trabajos de Milanesi, 1970, 163 ss.; 1972, 20-
37), cuanto en las implicaciones de carácter psicológico.

a) El conflicto entre religiosidad individual y religiosidad


institucional

El proceso de institucionalización evidente en toda forma


de experiencia social, alcanza también a la Iglesia, manifes-

279
tándose, sobre todo, en la cristalización, formalización y es­
tabilización de las formas del culto, de las creencias, de la
organización. Los jóvenes perciben subjetivamente esta ten­
dencia a la institucionalización como un obstáculo efectivo a
la interiorización y absolutización de los valores religiosos
como «universo de significado».
Las reacciones a este tipo de obstáculo son bastante com­
plejas.
aa) Frente a la progresiva institucionalización de las for­
mas de culto:
Existe una parte importante de jóvenes que abandonan la
práctica religiosa y la vida sacramental; el motivo radica en
su incapacidad para percibir el significado del culto, en el
que ven sólo una conducta formal y ritualística, que no pue­
de ser radicalmente cambiada por ninguna reforma litúrgica
(cfr. De Lorimier, 1971; Hastings y Hoge. 1970).
Otros, en cambio, contraponen a la cristalización cultual
la necesidad de una experiencia espontánea que está cargada
de ambivalencia: mientras se tiende a adaptar los símbolos
cultuales (misa y sacramentos) a la experiencia vivida en la
realidad de cada día, se corre el riesgo de banalizar los mis­
mos símbolos, privándolos de su esencial intencionalidad
trascendente. El culto se convierte así en vehículo expresivo
de la vasta problemática humana en que estamos inmersos,
pero puede perder su significado sustancial de «signo» que
revoca y representa una salvación trascendente.
Otros persiguen y acentúan el descubrimiento del signifi­
cado esencial del acontecimiento salvífico (es decir, del sacri­
ficio de Cristo, de los signos sacramentales...) relativizando
hasta el máximo las formas cultuales en que se expresa: és­
tas no constituyen un «problema» y pueden ser «inventadas»
libremente en los momentos en que el grupo sienta necesidad
de entrar en contacto con los acontecimientos salvíficos. Esta
actitud implica un juicio negativo sobre la «pretensión sacer­
dotal» de una vida exclusivamente cultual y, apoyada en cier­
ta teología del sacerdocio, exige participación en la elabora­
ción de las expresiones simbólicas que están en conexión con
los eventos salvíficos (cantos, gestos, palabras de los textos,
esquemas de celebraciones...).

280
bb) Frente a la cristalización de la doctrina:
Otra parte de jóvenes acepta sólo un cristianismo amplia­
mente culturalizado hasta convertirse en una ideología com­
prometida con la filosofía de vida de la buena sociedad bur­
guesa. En este sentido se dicen «cristianos» muchos de aque­
llos que efectivamente no dan su adhesión a la fe. Para ellos,
el cristianismo no es portador de un mensaje de salvación so­
brenatural, sino sólo una sublime doctrina ética (cfr. De Lo-
rimier, 1971, 116-127; Carrier, 1961, 97).

Existen otros que acentúan la dimensión socio-política del


mensaje cristiano, plegándolo a las exigencias de una revolu­
ción sensible al proyecto de liberación del hombre, pero des­
conocedora del alcance trascendente y total de la liberación
anunciada en el Evangelio. Para estos jóvenes, el contenido
del «mito» cristiano es secundario respecto al compromiso
político; únicamente lo yuxtaponen como algo paralelo, y, a
lo más, legítimamente. La Iglesia es vista como envuelta en
una interpretación conservadora del mismo.
Otros, por el contrario, afirman la absoluta trascendencia
del mensaje religioso respecto a las ideologías políticas, filo­
sóficas, sociales; rechazan el compromiso cultural (de lo cual
acusan a la Iglesia jerárquica), creen en la función crítica y
demitizante de la verdad cristiana, que debe, por esto, perma­
necer fuera y sobre las vicisitudes ideológicas. Advierten, sin
embargo, que cierta relación con la cultura es imprescindi­
ble, por lo menos en el momento en que se intenta expresar
el mensaje en un lenguaje accesible al hombre de hoy.
Otros buscan afanosamente un punto de encuentro entre
él contenido de la fe y las instancias del humanismo secular
en el que se hallan integrados; se busca el equilibrio o usando
la fe como significado último de lo profano o como motiva­
ción del compromiso en las realidades terrestres. Algunos,
pocos, intentan «deducir» de los contenidos de la fe las líneas
de una acción profana.
Todos, o casi todos, rechazan la gestión autoritaria del
mensaje, la exclusiva atribución a la clase sacerdotal del
derecho-deber de controlar la evolución de la relación entre

281
mito y logos; hay una amplia exigencia de participación en
la re-elaboración «en primera persona» del mensaje cristiano.
Una ambigüedad acompaña a todas estas tentativas: la
«lectura» carismática del contenido de la fe puede derivar a
formas de subjetivismo arbitrario que presentan una vez más
el antiguo problema del criterio de autenticidad y verdad; ¿a
quién dirigirse para tener las garantías de que la lectura co-
rresponda a la verdad del mensaje?

ce) Frente a la institucionalización de la organización


eclesial:
Las ambigüedades nacidas de la excesiva institucionaliza-
ción interna y externa de la Iglesia ponen en crisis el senti-
miento de afiliación de muchos jóvenes; algunos asumen la
ambigüedad como una coartada para justificar la progresiva
separación de la Iglesia misma (cfr. También Bosio, 72; Has-
tings y Hoge, 1970; Carrier, 1961).
En muchos es vivísima la búsqueda de democratización de
la estructura interna de la Iglesia (y a menudo de participa-
ción también a nivel decisional). La denuncia del verticalis-
mo clerical se encuadra en una visión más amplia de rechazo
del autoritarismo en todos los sectores de experiencia colec-
tiva, en cuanto tiende a considerar la institución eclesial como
parte integrante de un sistema social fundado en la repre-
sión.
Está bastante difundida entre los jóvenes la convicción (o
el prejuicio) de que la Iglesia, precisamente por ser institu-
ción, se halla muy comprometida con los detendadores del
poder político, económico y cultural, hasta el punto de ha-
llarse con las manos atadas en el momento de anunciar el
mensaje de salvación. De aquí la búsqueda afanosa de una
Iglesia des-institucionalizada, de fundamento carismático, li-
bre de impedimentos mundanos; búsqueda que no llega a
ver que esta des-institucionalización pueda llevar a la lenta
marginación de la Iglesia de los problemas del mundo, ais-
lándola en un gheto de iniciados Por otra parte, no existen
otras alternativas, en las proposiciones de estos jóvenes; co-
mo en otros muchos sectores de la contestación, la denuncia

282
de un exceso no va seguida de elaboraciones de soluciones
de recambio. Es la actitud típica de una juventud que anti­
cipa y preanuncia un momento «mágico» de «fluidez institu­
cional», donde la nueva conformación social está en «estado
naciente» y donde toda experiencia hay que plasmarla en un
modelo «proteiforme».
Los nuevos modos de presencia de la Iglesia en el mundo
son, a veces, imaginados por muchos jóvenes de manera ar­
ticulada y, a menudo, contradictoria. « N o » a la Iglesia com­
prometida en la lucha de partidos, «sí» al compromiso polí­
tico entendido en sentido pleno; «no» a una «doctrina social»
de la Iglesia, «sí» a una colaboración de la Iglesia con los
esfuerzos de las organizaciones políticas sociales y educati­
vas para la liberación del hombre; «no» a una Iglesia no com­
prometida en el plano social, «sí» a la elección de clase, etc.
Se trata de proposiciones que registran una notable y varia­
ble gama de definiciones de Iglesia-institución y, al mismo
tiempo, oscilan entre una concepción meramente sociológica
de la institución y otra más plena donde no está ausente su
estructura sobrenatural.

b) El conflicto c o n una sociedad progresivamente secularizada

Los efectos de la secularización se hacen sentir a lo largo


de todo el desarrollo del individuo, condicionando los dife­
rentes estadios de la socialización (Weigert y Thomas, 1970,
29-35). En esta fase de crecimiento que estudiamos, los jóve­
nes comienzan a tomar conciencia (en parte, al menos) de
las implicaciones conflictuales que la secularización eviden­
cia ante la pretensión de una religión elevada a modelo to­
talizante, a núcleo sustancial del propio proyecto de vida.
Los aspectos más evidenciados de la secularización son:
la creciente irrelevancia y marginación de la religión de igle­
sia, la desacralización de la cultura, la emergencia de un hu­
manismo profano. Examinemos sus consecuencias en el pla­
no de las reacciones de los jóvenes:
aa) Ante la secularización como marginación de la reli­
gión de la iglesia:

283
Presentan claramente las dificultades de afiliación o perte­
nencia que surgen de la nueva situación de marginación y
des-institucionalización de la Iglesia: la afiliación ya no es
una actitud aprendida por tradición, sino una elección madu­
rada en un clima de menor coacción social. Pero la pertenen­
cia se hace difícil (además de por falta de una pedagogía pas­
toral precisa) por la incapacidad, experimentada en muchos
jóvenes, de captar una imagen coherente de la institución
eclesial sometida a la crisis de la secularización.

La «privatización» halla un amplio eco en un grupo im­


portante de jóvenes, ya predispuestos también por motivos
psicológico-evolutivos a contraponer su propia y personal
búsqueda y experiencia religiosa a la religiosidad oficial con­
trolada por la institución. Pero, por otra parte, la exigencia
«personalística» aparece fuertemente modelada por la nece­
sidad de hacer una experiencia de grupo (Carrier, 1961, 97-98).
En conexión con la decadencia institucional de la religión-
de-iglesia, nace la necesidad de una nueva experiencia religio­
sa de grupo: la comunidad juvenil es tal vez el ejemplo más
evidente de ello. Pero la nueva experiencia está llena de las
mismas ambigüedades que se registran a propósito de la re­
ligión de iglesia oficial: motivaciones bastardas tanto psico­
lógicas como sociológicas, condicionan la vida del grupo. Ne­
cesidad de aceptación y acogida, frustraciones familiares y
escolásticas, soledad y alienación, impulsan a menudo a los
jóvenes a la búsqueda del grupo religioso. No es infrecuente
la cerrazón del grupo sobre sí mismo, que conduce a la huida
de problemas sociales más amplios; además, la polémica anti­
institucional parece impedir la superación de una visión de­
masiado particularista de la experiencia religiosa misma (cfr.
De Lorimier, 1971).

bb) Ante la secularización como desacralización de la


cultura:
Está bastante generalizado el rechazo de la religiosidad
sacral al menos a nivel de toma de posición consciente, mien­
tras que todavía es observable en algunos estratos de pobla­
ción juvenil (muchachas, habitantes de las ciudades, obreros)

284
la supervivencia de hecho de parcelas de religiosidad sacral,
yuxtapuestas a nuevos modelos de secularización.
La de-sacralización no es todavía una realidad plena (es­
pecialmente entre los adolescentes más inmaduros) y el ca­
mino para el descubrimiento de una nueva religiosidad es to­
davía largo.
El rechazo de la religiosidad sacral abre a los jóvenes más
comprometidos una amplia posibilidad de experimentación
de las nuevas formas de religiosidad. Especialmente en el
campo de la vida litúrgica existe un florecimiento interesan­
te de tentativas no superficiales por reconquistar los signi­
ficados esenciales con la innovación del lenguaje y la unión
de vida y liturgia. Estos intentos se desarrollan generalmente
en un clima de semi-clandestinidad y sospecha, que denun­
cian las tensiones que a este respecto subsisten en la comu­
nidad eclesial, pero que derivan también de un «status» de
«marginación» o de «auto-marginación» de estos grupos res­
pecto a la institución religiosa (De Lorimier, 1971).
Nótese especialmente la distancia que existe y se ensan­
cha cada vez más entre gradualismo prudente de las refor­
mas litúrgicas (que reflejan la actitud de la Iglesia jerárquica
respecto a la de-sacralización) y el radicalismo innovador de
los grupos juveniles más avanzados. Esta distancia, semejan­
te a la que separa en dirección opuesta los propósitos de re­
forma litúrgica de las supervivientes experiencias sacra] es,
da la medida de las tensiones existentes en este sector en el
interior de la comunidad eclesial.

ce) La secularización como emergencia de un humanis­


mo profano:
Para muchos, sólo la civilización tecnológico-industrial es
capaz de producir beneficios en el plano del progreso mate­
rial (no en el plano lúdico o hedonístico). A esto se reduce
para ellos el contenido de la vida secularizada. La confronta­
ción con el mensaje cristiano se resuelve en un progresivo
vaciamiento de la religiosidad tradicional para dar lugar a
un disfrute irracional de los nuevos valores-mito de la socie­
dad consumística.

285
Otros, entre los muchos valores del nuevo humanismo, su-
pervaloran los ideales de libertad, de justicia, de fraternidad
(a menudo unificados en el nuevo valor de la política); ponen
en evidencia el latente conflicto con el tipo tradicional de
socialización religiosa de su infancia (deliberadamente apolí-
tica, pero precisamente por ello comprometida a menudo con
las directrices del poder y de la conservación) y no aciertan
a resolver el conflicto, si no escogiendo la política y abando-
nando el interés religioso.
Otros resuelven el conflicto religión-política mediante una
elección de compromiso; se comprometen políticamente para
crear las condiciones de una nueva sociedad en la cual el en-
foque religioso pueda renovarse profundamente, en diálogo
con los valores de un humanismo perenne.
Una pequeña parte de jóvenes tiende al descubrimiento
del significado del cristianismo, para ponerlo en la base del
compromiso político; el mensaje cristiano se hace así moti-
vación y criterio último de valoración de la acción social,
precisamente por contener un proyecto de hombre que está
más allá de las vicisitudes de la historia. La teología de la
política, de la revolución, de las realidades terrestres docu-
mentan esta tentativa de diálogo con los humanismos de la
civilización industrial.

CONCLUSIONES

También la edad juvenil se presenta como una fase no


lineal ni unívoca en la historia religiosa del individuo. Aun-
que cronológicamente este período precede a la fase de ma-
durez, las dificultades, las contradicciones, los problemas
abiertos surgen por doquier. Una vez más, la religiosidad se
presenta como una conducta compleja y dialéctica, que debe
confrontarse con todas las exigencias de crecimiento del in-
dividuo y con las de la sociedad y de la cultura donde vive.
De aquí la perspectiva no estática que debe existir para estu-
diar el concepto mismo de madurez religiosa: debe represen-
tar más un punto ideal de referencia que una meta real a la
cual hubiera que llegar en tiempos cronológicamente defini-
bles.

286
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Además de los estudios citados de Allport (1937, 1955, 1961), véanse:


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22. T H O M A E , H., Vita Humana, Frankfurt, Athenaeum Verlag, 1969
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BIBLIOGRAFÍA COMPLEMENTARIA

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Valúes for an Empirical Psychology of Religión, Rev. of Relig. Res.,
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9. T O C H , H . H.; ANDERSON, R. T.; CLARK, J. W . ; M U L L I N , J. J., Secula-
risation in College; an Explanatory Study, Relig. Educat., 59 (1964),
490-501 y 504.

288
CAPITULO NOVENO

LA MADUREZ RELIGIOSA

1. Dimensiones generales de la religiosidad


1. Respuesta a la «búsqueda de significado»
2. Autotrascendencia
3. Geneticidad
4. La dimensión cultural
5. El carácter totalizante

2. La estructura psicológica de la religiosidad madura


a) El «sentimiento religioso» maduro, según G. W. Allport
b) La actitud religiosa como estructura de la madurez, según
A. Vergote

3. Las características de la religiosidad madura


a) El carácter de globalidad diferenciada
b) El carácter de autonomía motivacional
c) El carácter de dinamicidad
d) El carácter de consecuenciálidad

Al término de nuestras reflexiones sobre los sucesivos


estadios o etapas de la evolución religiosa del individuo, pa­
rece necesario describir la «fase» final del largo camino ha­
cia la madurez religiosa. En realidad, esta fase no está crono­
lógicamente puesta al final de las otras; esta madurez está
lógicamente supeditada al término de un camino que, a me­
nudo, no concluye con la edad adulta (ver cap. I , parte I ,
par. 2).

19 289
Las anotaciones que siguen se refieren, pues, sólo al pun-
to de llegada ideal hacia el cual tiende la evolución religiosa
del hombre, según hemos podido averiguar por los datos que
poseemos.
Expondremos seguidamente un elenco de las dimensiones
o constantes generales de la religiosidad; luego intentaremos
describir la estructura psicológica de la religiosidad madura,
para concluir con algunas características de la misma.

1. DIMENSIONES GENERALES D E LA RELIGIOSIDAD

Reconstruyendo inductivamente cuanto hemos estudiado


hasta ahora, podemos enumerar algunas dimensiones más
evidentes:

1. Respuesta a la «búsqueda de significado»

Un hecho bastante cierto parece ser la importancia de la


conducta religiosa en el conjunto de los esfuerzos que el
hombre hace para dar un significado a la propia existencia.
La necesidad existencial del «search for meaning» (búsqueda
de significado) parece subyacer a todas las experiencias reli-
giosas, aun en los estadios genéticos más arcaicos. La con-
ducta religiosa emerge como una de las soluciones posibles
a los interrogantes que se le presentan al hombre en las di-
versas etapas de la vida.
Es preciso anotar que la conducta religiosa como respues-
ta al «search for meaning» sigue los ritmos evolutivos del
hombre. La búsqueda de significado está presente, de modo
diverso, en el niño que apenas advierte alguna resonancia
psicológica de las propias necesidades fisiológicas, y en el
adulto que se halla frustrado ante la presencia de la muerte,
en el muchacho que ve deshacerse el mito de la omnipotencia
paterna, y en el adolescente que cultiva ideales de autorreali-
zación.
Por esto, no siempre el «search for meaning» se mani-
fiesta en términos racionalmente claros y unívocos: a menu-
do se halla comprometido y envuelto en otras motivaciones

290
no conscientes todavía; la religiosidad es frecuentemente sólo
una respuesta a las incongruencias de un psiquismo retorci­
do y problemático, es proyección de una necesidad biológica,
canalización de un «drive» simplemente instintual, respuesta
mágica y funcional a situaciones sin salida aparentemente sa­
tisfactoria.
En otras palabras, la necesidad de significado está presen­
te aun cuando el sujeto no asume esta búsqueda de orienta­
ción como un quehacer existencial a realizar de modo cons­
ciente.
Análogas diferenciaciones en el «search for meaning» (y,
por ello, en la eventual respuesta religiosa) dependen de las
diversas condiciones sociales y culturales en que se desarro­
lla la experiencia humana: tenemos un ejemplo evidente de
ello en la contraposición entre religiosidad del hombre «pri­
mitivo» y religiosidad del «contemporáneo», que se refieren
a experiencias culturales bastante lejanas entre sí y que dan
significado a la vida de modo bastante distinto. En todos los
posibles contextos hay un hecho cierto: la respuesta al pro­
blema humano es religiosa sólo cuando busca una radical
«alteridad», no necesariamente entendida como persona que
trasciende al problema mismo.
La respuesta religiosa no es, con todo, la única fenómeno-
lógicamente aceptable en los momentos de interrogantes
existenciales. Ella es una de las respuestas posibles que pare­
ce, por una parte, unida a precisos condicionamientos de ca­
rácter psicológico (y en este sentido, las diferentes escuelas
psicoanalíticas han proporcionado datos esenciales), pero
también a condicionamientos ambientales (macrosociales y
microsociales) y culturales. El hombre deviene religioso en
relación a sus experiencias de búsqueda del significado, cuan­
do se verifican contemporáneamente las premisas culturales
que orientan la respuesta en sentido religioso.
Mas para muchos, esta respuesta no es, en sentido estric­
to, respuesta religiosa; la absolutización de los valores iden­
tificados como factores de integración de las experiencias
humanas del sujeto no trasciende la esfera de lo humano
(aunque sea ya una superación de la idolatría y de la bana-

291
lidad de la existencia puramente fatual). En este caso se pue-
de hablar de religiosidad universal del hombre, pero sólo en
sentido muy genérico y analógico. De este modo, se pueden en-
contrar personalidades que tienen un suficiente grado de es-
tructuración y de integración y gozan de una visión de la
vida inspirada en valores humanísticos de gran relieve e im-
portancia, pero sin estar orientados a un reconocimiento del
«radicalmente otro».
Algunos autores como Allport, Clark, Maslow y otros, sos-
tienen que estos «Absolutos de sustitución» (como son llama-
dos los valores entendidos a nivel de vértice de la personali-
dad como factores de totalización, aunque no posean las di-
mensiones del «radicalmente otro») desempeñan un rol inte-
grador limitado, inferior, respecto a la incidencia ejercida sobre
el psiquismo por los valores religiosos auténticos.
Las filosofías de la vida de estas personalidades constitu-
yen, sin embargo, una típica religión «laica» que no es infre-
cuente en los hombres adultos de nuestra época, sobre todo,
entre los más dotados de cultura y de preparación científica,
entre los grupos afectados más de cerca por la secularización
de nuestra cultura. Esta religiosidad laica o científica (seme-
jante a la religión humanística de From) no es un sustituto
intercambiable con la respuesta religiosa auténtica, sino que
es una verdadera respuesta a la alternativa antagónica de la
religiosidad del «radicalmente otro». Sería, por tanto, excesi-
vo creer que esta religiosidad laica pueda originar fácilmente
un ulterior interrogante religioso en sentido tradicional. Tal
tipo de filosofía de la vida está frecuentemente acompañado
de una elección atea consciente y de la negación de la dimen-
sión trascendente y sobrenatural en nombre de un humanis-
mo autosuficiente.

De aquí podemos concluir que religión y ateísmo tienen


la misma raíz en el interrogante existencia! fundamental, pero
son, en realidad, dos respuestas absolutas y divergentes de
modo radical, ambas radicalmente exigentes en la exclusión
de compromisos y de medias respuestas. Aquí se habla de un
ateísmo que no es sólo exclusión polémica de las formas
anti-humanísticas de religión (magismo, animismo, supersti-

292
ción, autoritarismo, ritualismo, etc.), sino más drásticamente,
de todas las formas y de todos los proyectos de «dimensión
vertical».
Si religión y ateísmo son respuestas alternativas que tie­
nen una común raíz en el interrogante existencial, queda por
preguntarse «el porqué» de tales elecciones divergentes. Pen­
samos que la psicología empírica no está aún capacitada para
dar un «porqué» exhaustivo al interrogante existencial; los
muchos «porqué» a los que se ha recurrido (incluidos los más
avanzados del psicoanálisis) no consiguen explicar el motivo
por el que, radicalmente, algunas personas eligen para la vida
un significado religioso y otras no. Las explicaciones que in­
tentan basarse en los condicionamientos psicológicos o socio-
culturales son más del orden de los «cómo» que de los «por­
qué». Pero el «cómo» no explica el «porqué».

Esta reconocida limitación de la investigación debería pre­


servarnos ya del indebido uso apologético de los datos psico­
lógicos sobre la religiosidad humana, ya de fáciles reduccio-
nismos, como hemos insinuado en el capítulo primero.

2. Autotrascendencia

La tendencia a elaborar una respuesta absoluta a los inte­


rrogantes existenciales, que, según hemos visto, pueden ma­
durar en una respuesta religiosa, parece tener su raíz profun­
da en la necesidad de autotrascendencia del hombre. El no se
contenta con experimentar fácticamente las posibilidades ins­
critas en su realidad psicológica y social, sino que quiere con­
tinuamente trascenderse, proyectándose hacia la realización
cada vez más alta de un proyecto de sí, que es, por su natu­
raleza, un quehacer siempre abierto. En este proceso de con­
tinua superación de la dicotomía entre «ser» y «poder ser»
se inserta la respuesta religiosa como símbolo-límite de este
mismo quehacer. El proyecto de una vida religiosamente
orientada contiene, pues, una tensión moral y psicológica que
aviva la experiencia cotidiana del creyente. La persona reli­
giosa se siente así sumergida en una búsqueda sin límite de
metas; en este sentido también la religiosidad pertenece al

293
número de las conductas utópicas, en tensión entre el inte-
rrogante sobre la propia realidad «ser aquí-ahora» y su pro-
yecto de «tener que ser para mañana».
Es en este punto donde muestra toda su importancia el
lenguaje simbólico, que es típico de las conductas religiosas.
Es, por su naturaleza, un lenguaje que se trasciende, proyec-
tado hacia el mundo de los significados que va descubriendo;
se puede decir que la fidelidad a la exigencia de la trascen-
dencia inserta en el lenguaje simbólico lleva necesariamente
a la superación de las mismas imágenes y símbolos religio-
sos. Quedarse en los símbolos es crear ídolos; la compren-
sión progresiva de Dios trasciende a sus imágenes, que el len-
guaje simbólico viene elaborando.

En esta caracterización queda por resolver una cuestión


psicológica bastante central en todo el problema: el interro-
gante sobre la naturaleza del objeto de toda la experiencia
religiosa, que corresponde, en último análisis, al Dios de las
religiones históricas. El creyente asigna a esta realidad que
lo atrae y lo condiciona una consistencia ontológica: en la
fase madura de la evolución religiosa, el creyente se ha ido
convenciendo que Dios no es proyección de los condiciona-
mientos psico-sociológicos que han provocado el interrogante
existencial, sino una realidad que precede a ese interrogante
y lo orienta y lo hace madurar mediante una progresiva re-
velación de sí.

La búsqueda del creyente se encuentra con la búsqueda


de Dios; Dios se revela al hombre a través de los símbolos
significativos de la misma experiencia humana. Dejando apar-
te la cuestión de los modos de la revelación de que habla el
creyente (que es problema teológico, más que psicológico),
queda la afirmación según la cual esta realidad está «ahí»,
hay que descubrirla, amarla, conocerla. Bien distinto es el
lenguaje del psicólogo; su estudio no puede sobrepasar la ba-
rrera de las constataciones simplemente psicológicas. El no
sabe nada de cuanto acontece más allá. El se limita a cons-
tatar que, de los innumerables problemas y experiencias que
el hombre vive, emerge un interrogante existencial, al cual se
tiende a dar una respuesta con un símbolo complejo bien en-

294
raizado en la experiencia misma. Es normal que el psicólogo
atribuya toda la razón de ser del símbolo (Dios) al conjunto
de las experiencias psicológicas.

Lo que el psicólogo afirma ser producto de la incesante


evolución psíquica del sujeto, el creyente lo atribuye a la ac­
ción de Dios que «busca» al hombre.

Quizá se podrá dar una solución a esta contraposición ex­


plicativa, sólo distinguiendo cuidadosamente las dos esferas
de competencia; el psicólogo estudiará el progresivo emerger
de un símbolo unificador y totalizante en determinadas es­
tructuras y procesos psicológicos, mientras el creyente con­
siderará tal símbolo como vehículo de la progresiva manifes­
tación de Dios al hombre. La tentativa de separar los dos as­
pectos del problema puede conducir a la indebida reducción
o psicologística o sobrenaturalística de los términos de la
cuestión, según la cual la religión no es más que proyección
psicológica o producto de la gracia y de la fe. Una postura
realista podría ser aquella que, en un estudio psicológico
como el nuestro, permanezca fiel a las adquisiciones científi­
camente plausibles que tienden a descubrir los condiciona­
mientos psicológicos de las conductas religiosas, dejando
abierta la otra interpretación, sin negarla ni afirmarla. No es
quehacer del psicólogo, a nuestro juicio, demostrar las pro­
videnciales coincidencias entre psicología del hombre y reve­
lación de Dios.

3. Genetlcldad

Una característica innegable de la conducta religiosa, si


la interpretamos como quehacer abierto hacia la adquisición
de un significado existencial, es su geneticidad. Es la dimen­
sión evolutiva de la vida misma que proyecta sobre la reli­
giosidad humana una exigencia de dialecticidad esencial. Pres­
cindiendo de la dialecticidad que emerge de la polarización
herencia-ambiente, o si se quiere más precisamente, de la po­
larización psique-sociedad, es preciso subrayar aquí la nece­
saria evolución psicológica de la conducta religiosa.

295
Hemos dicho ya que hay dos esferas de desarrollo genéti-
co; una, en el plano cronológico y otra, en el plano lógico, que
en realidad se entrecruzan en la vida del hombre. Aquí que-
remos referirnos, en particular, al hecho de que la primera
esfera de desarrollo es bastante analizable en relación a las
adquisiciones de la psicología genética, que va descubriendo
cuáles son los modos del desarrollo del hombre en determi-
nadas condiciones socio-culturales. La psicología religiosa
puede analizar bajo esta perspectiva cuáles son las posibili-
dades de respuesta religiosa inscritas en los «modos de des-
arrollo» del hombre en perspectiva cronológica; y cómo
emergen en relación a la solución de las dificultades mismas
en el plano psicológico. En otras palabras, se pueden seguir
en el plano descriptivo las sucesivas etapas de la manifesta-
ción de la respuesta religiosa, desde el niño al hombre adulto.

En este estudio se afirma sustancialmente la importancia


de las figuras-símbolo, paterna y materna, en la primera fase
de la evolución del individuo (como ha puesto claramente en
evidencia el psicoanálisis) y de las progresivas experiencias
de inserción del sujeto en el ambiente en las sucesivas fases
del desarrollo.

Pero existe otra lógica, la interna a la experiencia reli-


giosa misma, que a menudo no sigue la evolución cronológi-
ca y psicológica del individuo; es una lógica dictada por la
exigencia de maduración del interrogante religioso, y que a
veces queda mortificada por el resultado no positivo de ex-
periencias psicológicas, por regresiones, inmovilismos, etc.
Mientras la línea cronológica sigue las vicisitudes fácticas del
desarrollo psico-religioso, observando también los motivos
del fracaso y midiendo los logros que, por término medio,
consigue el nombre en vía de desarrollo respecto al proyecto
religioso, la línea lógica tiende a reconstruir la evolución de
una religiosidad ideal, fiel a las premisas y exigencias inscri-
tas en la intencionalidad propia de la conducta religiosa. Está
claro que, mientras el primer estudio es esencialmente de
carácter descriptivo, el segundo es también interpretativo y
desemboca necesariamente en una tentativa de definir la «ma-
durez» religiosa, es decir, el punto de llegada ideal de la evo-

296
lución religiosa. Mientras la primera línea pone en evidencia
la logicidad o dialecticidad fáctica del desarrollo religioso, la
segunda pone de manifiesto su dialecticidad esencial.

4. La dimensión cultural

Una dimensión esencial de la religiosidad parece ser tam­


bién la cultura. Las conductas religiosas se estructuran, en
parte, a través de la confrontación crítica con los modelos de
conducta y los correlativos «significados para la vida» que la
sociedad y el micro-ambiente van incesantemente elaborando.
Con estas observaciones vienen limitadas ciertas afirma­
ciones que tienden a demostrar el exclusivo origen psicoló­
gico, entendido en sentido intimístico, de la conducta religio­
sa. La religiosidad humana se construye comenzando desde el
micro-ambiente familiar, portador de determinados valores
(a menudo también religiosos), inseparablemente unidos a las
estructuras psíquicas de cada uno de los componentes de aquel
ambiente. Pero, poco a poco, se va insertando en los diversos
grupos a los que el individuo se halla ligado en fuerza del
proceso de socialización.
El interrogativo religioso se forma en íntima relación con
las varias contradicciones, necesidades, instancias del sistema
socio-cultural en que el hombre se halla inserto. Por eso, la
religiosidad sufre, por este condicionamiento, un impulso ul­
terior hacia una evolución dinámica y dialéctica, en la medi­
da en que son dinámicos y dialécticos los desarrollos del sis­
tema socio-cultural.
Esto equivale también a la afirmación según la cual la
religiosidad se desarrolla según determinados factores de
carácter hereditario e interior. En relación a las afirmaciones
del psicoanálisis ortodoxo freudiano, esto constituye una co­
rrección esencial, que las escuelas psicológicas posteriores
tienen ya en cuenta.
Si se acepta esta perspectiva, entonces es posible captar
el significado de la «revelación»; sin emitir un juicio sobre la
consistencia ontológica de la misma, el psicólogo y el sociólo-

297
go podrán constatar que existen en la cultura numerosos es­
tímulos religiosos, que canalizan y orientan de modo históri­
camente previsible y comprobable las respuestas religiosas
que se van elaborando en la dinámica psicológica de los indi­
viduos. El psicólogo y el sociólogo podrán también constatar
que más allá de los estímulos particularmente significativos
desde el punto de vista religioso, emergen en la sociedad si­
tuaciones particulares, que reciben de algunos individuos res­
puestas religiosas y que, por ello, constituyen «pistas» privi­
legiadas de búsqueda y de reflexión sobre el origen y sobre
la función de la conducta religiosa del individuo en el marco
total de su experiencia.

5. El carácter totalizante

Una última consideración sobre el carácter totalizante de


la conducta religiosa. En su exigencia radical de constituir
un cuadro amplio de significados para la vida, la religiosidad
se presenta como una conducta compleja en la cual vienen
integrados todos los niveles y las fases de la conducta misma.
En realidad, la conducta religiosa refleja la gran variabi­
lidad de los momentos evolutivos y dialécticos del desarrollo
mismo; la tentativa de búsqueda del significado para la vida
viene actualizada, aun cuando no están todavía maduradas to­
das las posibilidades inscritas en el psiquismo humano.
Esta búsqueda es dirigida por los «medios» de que el su- >
jeto puede disponer en el momento. Así se verifica el hecho
de que algunas conductas de orientación religiosa sean pre-
valentemente de carácter emotivo, otras, de carácter afectivo,
otras, en cambio, están más cerca de la búsqueda racional.
Algunas conductas religiosas hablan un lenguaje consciente
de las propias motivaciones y orientaciones; otras, en cam­
bio, son claramente expresadas sólo a nivel inconsciente,
mientras a nivel consciente las conductas no muestran en ab­
soluto intencionalidad religiosa.
Para todo individuo existe, pues, una religiosidad cuando
éste, con los medios que tiene a su disposición (psicológicos
y culturales) expresa una hipótesis explicativa de las propias

298
dificultades existenciales que remiten al «radicalmente otro».
Sólo la inadecuación de la respuesta, es decir, la despropor-
ción entre la hipótesis formulada y las reales posibilidades de
elaboración simbólica y vital del sujeto podrá hacer conside-
rar como inmadura, pobre, espuria, la respuesta dada a
los interrogativos existenciales. Una conducta mágica, por
ejemplo, se podrá considerar proporcionada al estadio de
evolución del niño de cuatro años, pero no al adulto normal-
mente desarrollado, en cuanto mira a la estructura general
del psiquismo.

Aun teniendo en cuenta que la perfecta integración de to-


das las fases de los niveles de la personalidad en la conducta
religiosa es muy rara y problemática, se puede pensar que el
crecimiento de una religiosidad madura viene dada por el avi-
vamiento de la dialéctica entre las varias formas psicológicas
de religiosidad, entre los varios lenguajes paulatinamente ad-
quiridos, entre las varias instancias poco a poco puestas en
evidencia por el psiquismo humano.

A medida que la personalidad del individuo se libera de


las incongruencias de las primeras y más arcaicas edades de
la vida, también la actitud religiosa se hace más clara y la
respuesta religiosa viene progresivamente extendida a todos
los sectores del psiquismo.

En definitiva, la conducta religiosa se caracteriza, desde


un punto de vista psicológico, como «respuesta a la necesi-
dad de significado», que asume como punto de referencia
fundamentalmente la relación con un «radicalmente otro»;
tal conducta, culturalmente condicionada por las experiencias
existenciales del sujeto, se madura a través de una dialéctica
genética, que implica varias fases y niveles de la conducta,
con especial relieve del lenguaje simbólico.

Se trata ahora de ver cómo son unificados en una conduc-


ta global y relativamente estable, estos niveles de comporta-
miento que hemos definido como «dimensiones generales de
la religiosidad»; se deberá, en efecto, suponer que en la per-
sona religiosamente madura éstos se encuentren todos pre-
sentes con un desarrollo ideal.

299
2. LA ESTRUCTURA P S I C O L Ó G I C A D E LA RELIGIOSIDAD MADURA

Hablando de religiosidad madura, Allport (1950, 105) ob-


serva que raramente se encuentran personas adultas que ha-
yan integrado plenamente las conductas religiosas en el mar-
co global de su personalidad; más frecuentemente, la religio-
sidad permanece como un segmento separado de comporta-
miento, caracterizado por rasgos de inmadurez y de infanti-
lismo. La carencia de relieve de los roles religiosos en la vida
colectiva contemporánea parece también reforzar esta situación
de marginación; tratándose de un comportamiento considera-
do por muchos estrictamente privado, su eventual inadecua-
ción respecto al grado general de evolución del psiquismo no
parece comprometer el juicio global sobre el individuo.
Es, no obstante, importante intentar precisar la naturale-
za de la religiosidad humana, al menos para delimitar el sig-
nificado de este «punto de referencia» que es, para nosotros,
la madurez misma.
Analizaremos algunas teorías sobre la estructura psicoló-
gica de la religiosidad madura.

a) El «sentimiento religioso» maduro, s e g ú n G . W . Allport

Sobre la religiosidad madura, Allport (1950, 105-106) pre-


senta algunas características que él considera esenciales para
la misma madurez psíquica: a) un «yo» en expansión, es de-
cir, capaz de sobrepasar los deseos viscerotónicos, los impul-
sos biológicos inmediatos, las necesidades puramente horneo-
estáticas; b ) la capacidad de auto-objetivación, considerada
como capacidad de reflexión y de penetración respecto a la
historia psíquica del sujeto mismo, como actitud para la auto-
percepción realística, hasta el juicio sereno e incluso con al-
gún matiz de humor que caracteriza al hombre superior;
c) la integración de la experiencia, como tensión hacia una
unificante filosofía de vida, que constituye el modelo organi-
zativo y dinámico de toda la personalidad. A estos rasgos,
Allport añade también la capacidad de cordial relación con
los otros, seguridad emotiva, percepción realista de sí; pero
los tres primeros permanecen como los criterios esenciales
para la definición de un psiquismo maduro.

300
Si se quiere expresar con un solo concepto el conjunto
estructurado de los rasgos de la madurez, se debe recurrir al
término de «sentimiento» (Allport, 1950, 109). Al definirlo
como una «organización de sensibilidad y de pensamiento
orientada hacia un objeto definido de valor», Allport precisa
sus contenidos añadiendo que se trata de un «motivo organi-
zado» o, mejor, una «organización motivada» de la personali-
dad, un «sistema de actitudes», una «causa primera de con-
ducta, capaz de preparar la persona para el comportamiento
adaptado cuantas veces se presentan los oportunos estímulos
o asociaciones».
Sobre la base de estas ideas, también es definido el sen-
timiento religioso maduro como «una disposición formada a
través de la experiencia, para responder favorablemente y en
determinadas situaciones habituales a los objetos y princi-
pios conceptuales que el individuo considera de importancia
suprema en su vida personal y en íntima relación con lo que
él juzga permanente o central en la naturaleza de las cosas»
(Allport, 1950, 110-111). De este modo, la madurez es atribui-
da a la presencia de un «control directivo» de la conducta,
realizado por la creencia en algo «permanente y central de la
naturaleza de las cosas», o mejor todavía, por la presencia de
una «dirección integrada de conducta» en el sentido de los
valores religiosos. Es evidente que en esta definición Allport
subraya sobre todo los aspectos cognoscitivos e intenciona-
les de la conducta religiosa, que constituyen la base de las
motivaciones interiorizadas que orientan la vida (ver cap. I I ,
parte I, con más detalle).
Parecidas consideraciones se pueden ver en el pensamien-
to de A. Vergote.

b) La actitud religiosa como estructura de la madurez, s e g ú n


A . Vergote

Hemos dicho ya en otro contexto que A. Vergote considera


esencial para la maduración del sentimiento religioso el paso
de las experiencias inmediatas, esporádicas, intuitivas, a la
actitud. Se trata ahora de ver qué contenido presenta el con-
cepto mismo de actitud.

301
Inspirándose en la literatura psicológica y sociológica,
Vergote lo define como «un modo de ser en relación con al­
guien o algo», como «una disposición favorable o desfavora­
ble que se expresa con palabras o con un comportamiento»
(Vergote, 1967, 213). En estas reducidas palabras está ya con­
tenido el núcleo esencial del concepto: es una conducta total,
que integra una pluralidad de funciones y de procesos (afec­
tivos, cognoscitivos, volitivos), desarrollados en el contacto
con el ambiente en un continuo equilibrio evolutivo, dotados
de diversa estabilidad e integración; está en relación intencio­
nal con un objeto dado, en cuanto expresa un juicio de valor
respecto al objeto, reflejándose en su propia conducta aún a
nivel emocional, afectivo y práctico; es observable, se expre­
sa en comportamientos que pueden ser de algún modo con­
trolados y medidos, aunque no se agota en ellos.
. Aplicando estos conceptos generales a las conductas reli­
giosas, Vergote (1967, 215) afirma que la actitud se distingue
adecuadamente de la opinión, de las creencias y de los com­
portamientos religiosos, en cuanto éstos expresan sólo aspec­
tos superficiales de la experiencia religiosa, disociados de las
estructuras básicas de la personalidad y, por ello, incapaces
de transformar al sujeto y su ambiente. La actitud, en cam­
bio, parece subrayar la existencia de un significado comple-
xivo de la experiencia religiosa, así como lo vive «desde den­
tro» el creyente mismo. Por esto, la religiosidad es madura
cuando se expresa en una actitud religiosa.
Por encima de estas precisaciones definitorias, es impor­
tante observar que también en este contexto adquieren relie­
ve los factores que contribuyen a formar la actitud (son el
complejo de Edipo y los diferentes procesos de aprendizaje
en estrecha interacción entre sí) y la estructura dinámica (que
comprende la integración del pasado, diferenciaciones, con­
flictos y síntesis, y la identificación en modelos).
Sobre este último punto se desarrolla el análisis de A. Ver­
gote, de quien tomaremos seguidamente algunos elementos
interesantes (Vergote, 1967, 216 y ss.).
De cuanto hemos expuesto, basados en las indicaciones
de Allport y Vergote (ver también los trabajos de O. Strunk,

302
1965, y Pruyse, 1968) se desprende que, en último análisis,
una religiosidad madura se reconoce por el grado de diferen­
ciación estructural (es decir, por su riqueza y complejidad) y
por el nivel de integración en la personalidad (es decir, por
el lugar más o menos central que ocupa en el cuadro global
de la personalidad). Nuevas precisaciones surgen del estudio
de las notas descriptivas de una religiosidad madura.

3. LAS CARACTERÍSTICAS D E LA RELIGIOSIDAD MADURA

Teniendo siempre presente que el concepto de madurez


constituye sustancialmente sólo un punto ideal de referencia
para las conductas religiosas y no una definición estática o
punto de llegada identificable con el logro de la edad adulta,
pasamos a exponer algunas características más evidentes de
la religiosidad madura:

a) El carácter de globalidad diferenciada

Una religiosidad madura se distingue, ante todo, por su


complejidad y riqueza; no se trata de un sentimiento fácil­
mente aislable en su simplicidad, sino de un modelo que com­
prende una multiformidad de intereses, orientaciones, esque­
mas (algunos dominantes y otros accesorios) que se extien­
den a todas las experiencias y dificultades existenciales del
individuo. Este «principio organizador» de la conducta es ca­
paz de dar un significado unitario a cada uno de los segmen­
tos del comportamiento, sin mortificar su autonomía; la «fi­
losofía de vida» que resulta de él se presenta con el carácter
de la máxima integración, con la capacidad de proporcionar
dinamismo a todos los elementos que componen la persona­
lidad del sujeto (Allport, 1950, 112 y ss.).
Al mismo tiempo una religiosidad madura se caracteriza
por su diferenciación; es el resultado de una progresiva se­
lección y discriminación operada por una racionalidad críti­
ca y realista sobre las formas transeúntes de la religiosidad
impulsiva, afectiva, intuitiva. Procesos incesantes de reorga­
nización son características de este estado de madurez reli-

303
giosa; posee la capacidad de adaptarse a las nuevas exigencias
de «comprensión» y de «significado» que las sucesivas expe-
riencias imponen al individuo.
El carácter de globalidad se extiende también en el tiem-
po; una religiosidad madura es aquella que integra en la ac-
tual actitud también la pasada historia religiosa y psíquica
del sujeto. Esto quiere decir que los nudos de dificultad tí-
picos de los varios estadios de desarrollo han sido afrontados
y adecuadamente resueltos, y no aislados o marginados; en
este último caso, esas dificultades marginadas podrían cons-
tituir elementos de neurosis que no dejan de perturbar los
dinamismos de la personalidad. La integración del pasado
debería configurarse como acogida y aceptación lo más cons-
ciente posible de las conexiones y de los condicionamientos
que están en el origen de la religión y que acompañan ince-
santemente el desarrollo, para poderla interpretar y superar
en el sentido de la intención que la conducta religiosa misma
expresa (Vergote, 1967, 216; Strunk, 1965, 27-28). Una vez in-
teriorizada en su riqueza y diferenciación, la religiosidad se
define como madura en la medida en que se hace rasgo tota-
lizante de la personalidad, es decir, valor absoluto, cardinal,
centro jerárquico de la estructura interior (Allport, 1950, 125).

b) El carácter de la autonomía motlvacional

Admitida la naturaleza derivada de la actitud religiosa y


asumida toda la compleja herencia del pasado, una religiosi-
dad madura se caracteriza por su «actual» autonomía. Es de-
cir, ya no se halla funcionalmente sujeta a las necesidades,
deseos, instintos que le han dado origen, sino que ella misma
es fuente motivacional del comportamiento. Domina sobre los
otros niveles y fases de la conducta, alcanza en sí misma las
propias justificaciones, se mantiene al margen de los condi-
cionamientos directos de carácter psíquico y social. El sig-
nificado de la conducta religiosa es dado ahora no tanto por
las motivaciones precedentes cuanto por el objeto hacia el
que tiende.
La teoría de la autonomía funcional de Allport (1950, 120-
121), como también algunas anotaciones críticas sacadas de

304
una lectura atenta de Freud, parecen justificar esta connota­
ción sustancial de la religiosidad madura. Esta no puede ya
constituir sólo una «respuesta» a los interrogantes del hom­
bre, sino que es, ante todo, una pregunta o una llamada que
envuelve al hombre consciente, hasta la convicción de que,
de la respuesta que dé, depende el significado de su misma
vida (Vergote, 1967, 219).
El carácter autónomo de su poder motivacional (Allport,
1950, 119) explica así la eficacia de su función integrante y la
sustrae al riesgo de una reducción psicológica unilateral.

c) El carácter de dinamicidad

Una religiosidad madura no viene fijada en estructuras


definitivamente concluidas. Permanece siempre como una «ta­
rea abierta» para el individuo. Originada y desarrollada esen­
cialmente sobre la relación dialéctica entre elementos com­
plementarios de la experiencia humana, la religiosidad ma­
dura se caracteriza por su sustancial tendencia eurística; se
halla siempre a la búsqueda de «mejores y más satisfactorias
respuestas» (Allport, 1950).
Basada en certezas conquistadas, la religiosidad madura
se siente necesariamente tensa hacia verdades más grandes
y exhaustivas; acepta abiertamente el riesgo de la búsqueda.
Como observa Allport, «la fe es un riesgo, pero cada uno, en
un modo o en otro, está obligado a correrlo». Por esto, certeza
y duda no son contradictorias, al menos en la experiencia de
la persona religiosamente madura, porque en este caso la du­
da es signo de positiva voluntad de certeza y de verdad.
Pero la dinamicidad de la religiosidad madura se mani­
fiesta, además de a través de la tensión eurística, también a
través del esfuerzo continuado de confrontación con la mu­
dable historia y con la experiencia humana. Considerada co­
mo esencial su dimensión social y cultural, la religiosidad ma­
dura es capaz de recrear el equilibrio entre experiencia inte­
rior y objetivación institucional, entre exigencias de la per­
sonalidad y exigencias de la comunidad, entre fidelidad a la
inspiración subjetiva y fidelidad a la afiliación (Vergote, 1967,
224-225).

20 305
Ninguna acentuación unilateral puede deshacer, en la per­
sona religiosamente madura, la persistente y esencial dialéc­
tica entre los elementos (psicológico y culturalmente condi­
cionados) que la componen. La maduración se mide, en efec­
to, por la indefinida capacidad de eludir el peligro de la fija­
ción y de la regresión, tanto psicológica como sociológica.
Ningún modelo es definitivo y último; así, por ejemplo, una
religiosidad inspirada en modelos sacrales debe dejar el pues­
to a nuevos modelos secularizados, cuando el contexto gene­
ral de la experiencia individual y colectiva lo exija. La madu­
rez se hace, entonces, sinónimo de flexibilidad.

d) El carácter de consecuencialidad

Una religiosidad madura, por ser globalizante y dinámica,


no puede no estimular conductas coherentes en todos los sec­
tores de la vida. Como observa Frankl (cfr. Strunk, 1965, 111),
la religión madura precisamente porque reconoce la libertad
del hombre, exige elecciones responsables y compromiso exis­
tencial. En esta perspectiva, una religiosidad madura se re­
conoce porque respeta y exalta los más grandes sentimientos
del hombre: el amor, la creatividad, la libertad, el sentido de
la justicia, la humildad. Promueve, además, un alto grado de
moralidad, que tiene su centro en actitudes oblativas y que
forma parte integrante de ese «sistema de significado» que
es precisamente la religión.
Como ya había hecho observar W. James (cfr. Strunk, 1965,
82-83), una religiosidad madura produce en la experiencia del
individuo un sentido lleno de alegría, entusiasmo, libertad in­
terior, amistad universal, que provienen de la convicción pro­
funda de la presencia transformante del «radicalmente otro».
La admiración del universo, la necesidad de relación unifi­
cante con el Todo, la serenidad y paz interior se hacen enton­
ces los sentimientos predominantes.
La consecuencialidad alcanza así la experiencia interior y
el compromiso operativo, confirmando, desde este punto de
vista, el carácter omnicomprensivo y globalizante de la reli­
giosidad madura.

306
Si queremos unificar estos múltiples elementos en una de­
finición complexiva de actitud o sentimiento religioso madu­
ro, podremos, a título de ejemplo, referirnos a la que nos
ofrece O. Strunk (1965, 144-145): «La religión madura es una
Organización dinámica de factores cognoscitivos, afectivos,
volitivos, que poseen ciertas características de profundidad y
de sublimidad, incluso un sistema de creencias altamente cons­
ciente y articulado, purificado a través de procesos críticos
de los deseos infantiles, capaz de dar un significado positivo
a todas las vicisitudes de la vida. Tal sistema de creencias,
aunque orientado hacia la búsqueda, incluirá la convicción de
la existencia de un Poder superior, hacia el cual la persona
puede sentir una sensación de amigable continuidad; convic­
ción fundada en experiencias «recibidas» e inefables. La rela­
ción dinámica entre este sistema de creencias y estos even­
tos experimentales genera sentimientos de admiración y de
temor, un sentido de unidad con el todo, humildad, entusias­
mo, libertad; y con gran incidencia determina el comportamien­
to responsable del individuo en todas las áreas de relaciones
personales e interpersonales, incluidas las esferas de la mo­
ralidad, del amor, del trabajo, etc. . . . »
Una definición como ésta constituye realmente un para­
digma que pocos hombres adultos pueden pretender haber
realizado; hay, en cambio, grados de menor o mayor proxi­
midad a este modelo ideal. Según hemos observado varias
veces, este punto de llegada no es alcanzado por todos por­
que numerosas dificultades individuales y ambientales se in­
terponen en la maduración de una actitud religiosa, sin ser
la última el juego imponderable de la libre decisión de cada
uno que puede aceptar o rechazar (sobre todo, en la fase post-
adolescencial del desarrollo) los estímulos que llevan a una
religiosidad más madura. En definitiva, la madurez religiosa
no coincide siempre con el logro de una edad adulta, pues
sigue ritmos y lógica que no son los del desarrollo cronoló­
gico. Aun cuando se haya podido descubrir alguna modalidad
de esta diversa dinámica de desarrollo, queda siempre un am­
plio margen de interrogantes y de dudas que tal vez superan
con mucho las posibilidades del psicólogo.

307
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Además de las obras ya citadas de Nuttin, Vergote (1967), Zunini,


Allport (1950), Frankl, Clark, pueden consultarse para este capítulo:
1. BERGUER, G., Traite de Psychologie religieuse, Lausanne, Payot,
1946.
2. BUBER, M., Gottesfinsternis, Zürich, Manesse, 1953.
3. CASSIRER, E . , Philosophie des symbolischen Formen, Berlín, B. Cas-
sirer, 1923-1929.
4. GIRGENSOHN, K . , Der seelische Aufbau des religiosen Erlebnis,
Gütersloh, Bertelsmann, 1930.
5. GRENSTED, L. W., The psyschology of Religión, Oxford, Oxford Univ.
Press, 1952.
6. GUARDINI, R., Die sinne und die religiose Erkenntnis, Würzburg,
Werkbund V . , 1950.
7. GUARDINI, R., Die Bekehrung des Aurelius Augustinus, München,
Kosel, 1950.
8. JOHNSON, P. E . , Psychology of Religión, Nashville, Abingdon Press,
1959.
9. PRUYSER, P. W., A Dynamic Psychology of Religión, New York, Har-
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10. RÜMKE, H. C , The Psychology of Unbelief, London.
11. STRUNK, O. Jr., Mature Religión, New York, Abingdon Press, 1965.
12. V A N DER LEEUW, G., Phanomenologie der Religión, Tübingen, Mohr,
1956.
13. WUNDERLE, G., Der religiose Akt ais seelisches Problem, Würzburg,
Werkbund V . , 1948.

308
Í N D I C E
Páginas

Presentación 5

PRIMERA PARTE

INTERPRETACIÓN PSICOLÓGICA
DEL FENÓMENO RELIGIOSO

Capítulo primero.—La Religión como problema religioso 9


1. Método de la psicología de la religión 10
2. Objeto de la psicología de la religión 14
3. Estructura de la conducta religiosa 17
Referencias bibliográficas ... 26

Capítulo segundo.—La Psicología de la Religión desde W. James


hasta G. W. Allport 27
1. El pensamiento religioso de W . James 27
2. Valoración crítica del pensamiento de W . James 31
3. Una fase de transición 33
4. El pensamiento religioso de G. W. Allport 35
5. Algunas notas críticas 40
Referencias bibliográficas ... 46

Capítulo tercero.—La Religión en el pensamiento de Freud 47


1. La religión como neurosis compulsiva 48
2. La religión como resultado del complejo edípico 49
3. La religión como ilusión 55
4. Valoración crítica 57
Referencias bibliográficas 66

311
Páginas

Capítulo cuarto.—El pensamiento religioso de C. G. Jung y E.


Fromm 67
1. La religión en el pensamiento de C. G. Jung 67
2. Anotaciones críticas 72
3. Aspectos estimulantes del pensamiento de Jung 74
4. La aportación de E. Fromm 77
5. Religión autoritaria y religión humanística 79
6. Valoración crítica del pensamiento de Fromm 84
Referencias bibliográficas 88

SEGUNDA PARTE

EL DESARROLLO DE LA RELIGIOSIDAD HUMANA

Capítulo primero.—Cuestiones preliminares de una psicología


genética de la religiosidad 93
1. A nivel epistemológico 93
2. A nivel metodológico 94
3. A nivel interpretativo 95
4. El problema de los estadios 98
Referencias bibliográficas 103

Capítulo segundo.—Factores de la religiosidad infantil 105


1. ¿Religiosidad innata o disponibilidad religiosa? 105
2. Factores del desarrollo 109
a) La religiosidad con relación al ambiente 110
b) La religiosidad con relación al desarrollo de la in-
teligencia 114
c) La religiosidad con relación al desarrollo afectivo. 120
Referencias bibliográficas 123

312
Páginas

Capítulo tercero.—El significado de la religiosidad infantil 125


1. Relaciones entre imagen materna y religiosidad infantil. 125

a) La relación hijo-madre 126


b) El símbolo materno en el psicoanálisis 131
2. Imagen paterna y religiosidad infantil 135
a) Investigaciones positivas sobre el contenido de la
imagen de Dios 136
b) Freud y la religión del Padre 139

Conclusiones 147
Referencias bibliográficas 151

Capítulo cuarto.—El mundo religioso del niño 153


1. La escuela como factor de desarrollo de la religiosidad. 154
2. El ambiente familiar 156
3. El descubrimiento de la institución religiosa 159
4. La iniciación sacramental 164
5. La oración 167
Referencias bibliográficas 172

Capítulo quinto.—Las dimensiones psicológicas de la religiosidad


del niño 175
1. El antropomorfismo 175
2. El animismo 180
a) El animismo punitivo 181
b) El animismo protector 183
3. El magismo 186
4. La concepción de Dios en la niñez 195
Conclusiones 205
Referencias bibliográficas 206

313
Páginas

Capítulo sexto.—La religiosidad pre-adolescencial 209


1. Aspectos generales del desarrollo adolescencial 210

a) El desarrollo cognoscitivo 210


b) El desarrollo motivacional 212
c) El desarrollo afectivo-emotivo 213
d) El desarrollo social 215
2. La religiosidad del pre-adolescente 216
a) La concepción de Dios en el pre-adolescente 217
b) El sentimiento de afiliación religiosa 221
c) El ritualismo de la pre-adolescencia 223

Conclusión 227
Referencias bibliográficas 228

Capítulo séptimo.—La religiosidad adolescencial 231


1. Las transformaciones del pensamiento religioso 233
2. Los aspectos emotivos y afectivos de la religiosidad
adolescencial 236
3. Religión y moral en la experiencia del adolescente ... 240
4. La dimensión social de la religiosidad adolescencial ... 243
5. La concepción de Dios 247
6. La duda religiosa en la adolescencia 251
Referencias bibliográficas 257

Capítulo octavo.—Problemas de la religiosidad juvenil 261


1. El pluralismo religioso en la edad juvenil 262
1. El modelo inspirado en las investigaciones de S.
Burgalassi 262
2. El modelo propuesto por G. E. Rusconi 267

314
Páginas

2. La religión como valor central en el proyecto de sí


mismo 272
3. La verificación cultural de los valores religiosos 279
a) El conflicto entre religiosidad individual y religiosi­
dad institucional 279
b) El conflicto con una sociedad progresivamente secu­
larizada 283

Conclusiones 286
Referencias bibliográficas 287

Capítulo noveno.—La madurez religiosa 289


1. Dimensiones generales de la religiosidad 290

1. Respuesta a la «búsqueda de significado» 290


2. Autotrascendencia 293
3. Geneticidad 295
4. La dimensión cultural 297
5. El carácter totalizante 298
2. La estructura psicológica de la religiosidad madura ... 300
a) El «sentimiento religioso» maduro, según G. W .
Allport ... 300
b) La actitud religiosa como estructura de la madurez,
según A. Vergote 301
3. Las características de la religiosidad madura 303
a) El carácter de globalidad diferenciada 303
b) El carácter de autonomía motivacional 304
c) El carácter de dinamicidad 305
d) El carácter de consecuencialidad 306
Referencias bibliográficas 308

315
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C E N T R A L CATEQUÍSTICA S A L E S I A N A - MADRID

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