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Conocemos las opiniones de Beatriz Sarlo sobre actualidad política argentina; no

conocemos sus opiniones sobre literatura contemporánea argentina. Esta es la


conclusión que se desprende de la lectura de Ficciones argentinas, volumen que reúne
las colaboraciones de Sarlo en el suplemento cultural del diario Perfil sobre treinta y
tres autores argentinos (predominantemente jóvenes). Los artículos son neutrales, es
decir, descriptivos: cuentan el argumento, establecen series, destacan influencias, pero
se niegan a abrir juicios de valor. Por consiguiente, Sarlo queda del lado de la crítica
posmoderna que fomentan Josefina Ludmer y Elsa Drucaroff, quienes también se
oponen a valorar los textos y también rebajan la crítica a la función del comentario
general y amistoso. Esto se confiesa en el prólogo, que Sarlo usa para atajarse: sus
reseñas “no quieren dar una interpretación definitiva”, “son un viaje exploratorio” sobre
“lo que me interesó o me provocó”. Sarlo dice que es arriesgado escribir sobre libros de
autores jóvenes, lo cual es verdad. Sin embargo, este riesgo decrece a cero si el crítico
no valora ni toma posición. Tal como señala la contratapa, Sarlo no califica nunca, o lo
hace de modo elusivo. La novela de Jorge Consiglio es “extraña”; el libro de Diego
Meret resulta “inquietante”; el de Selva Almada, casi en un éxtasis de pronunciamiento,
“sorprendente”. Para sumar cautela, el método analítico de Sarlo consiste en decir todo
lo que un libro no es, y luego rematar con una metáfora indeterminada: Pequeñas
intenciones, de Consiglio, “inhabilita la pregunta sobre la sombra autobiográfica”, no es
“ni urbana ni subjetiva”, “permanece ajena a otras marcas (…) de la industria cultural”,
y cuando por fin hay que definir por la positiva se nos dice que la novela está hecha “del
fracaso de las pequeñas intenciones”. Este tono tenazmente recatado genera la
impresión de que Sarlo quiere intervenir en el campo literario sin pelearse con nadie y
sin jugársela por nadie. Se preocupa por hablar de autores noveles, no por escribir algo
significativo sobre esos autores. Esto puede desconcertar a los lectores que conozcan a
Sarlo por sus intervenciones en el debate público. ¿Por qué su pluma se permite toda
clase de adjetivos cuando se trata de política argentina y ninguno cuando se trata de
literatura argentina? La razón es simple: Sarlo decidió arriesgar su prestigio en la
política y necesita compensar con una estrategia pacifista en literatura. Da pelea en un
frente de batalla y pacta en el otro –de ese modo, si pierde en política, podrá refugiarse
en su capital literario, amasado en Punto de Vista (el canon de Sarlo quedó en Saer-
Chejfec, con lo que se perdió la línea que va de los Lamborghini a cierta tendencia de la
poesía de los noventa) y rifando bendiciones a media voz para los jóvenes talentos en
ascenso. En este sentido, Ficciones argentinas es un accesorio a sus columnas en La
Nación, y por eso mismo, un libro hueco, táctico en el peor sentido, conservador por
default y por completo prescindible.

A propósito de “El problema del juicio.


Sobre Ficciones argentinas, de Beatriz
Sarlo”, de Damián Selci
Graciela Speranza

Está claro, desde sus filosos artículos de la revista Planta, que Damián Selci quiere
reabrir la discusión sobre el juicio de valor en la crítica literaria. Su comentario sobre el
último libro de Beatriz Sarlo acota el debate, pero es un punto de partida frente al
panorama general de una crítica que se ha vuelto burocrática, suntuaria o
irrelevante y, en el argumento por detrás del caso, refiere a un periplo histórico
más amplio. Tras la impugnación del juicio dogmático del crítico modernista, la crítica
parece haberse rendido progresivamente a un pluralismo autocomplaciente de
inspiración posmoderna, a la aplanadora estética de los estudios culturales o, en el mejor
de los casos, a una simple cautela prescindente que lleva al elogio acrítico o la virtual
desaparición de la crítica negativa bien argumentada, y podría interpretarse hoy (así lo
hace Isabelle Graw) en términos sociológicos: en un nuevo “capitalismo de redes” que
induce a acumular “contactos”, buscarse enemigos puede llevar al aislamiento o
incluso a la “muerte social” del crítico.

No creo que sea el caso de Beatriz Sarlo. No solo porque las simples elecciones de
un crítico de renombre ya valorizan (y así lo admite finalmente Selci cuando señala
que Sarlo rifa “bendiciones a media voz para los jóvenes talentos en ascenso”), no
solo porque, contrariando su voluntad explícita de no convertir la serie de reseñas
en “un canon de la nueva literatura argentina”, la reunión de la serie en libro ya
valoriza el conjunto (¿por qué, si no, nombrar en el prólogo a un par de escritores
que no están en el libro pero podrían haber estado?), sino porque, a pesar de una
aparente disposición a abrirse a “un viaje exploratorio”, Sarlo sigue practicando el
ejercicio valorativo, proselitista y cautelar, típico de la crítica modernista. Si el
método analítico la lleva a “decir todo lo que un libro no es”, es porque quiere señalar lo
que los libros “no deben ser”. Enumerando los riesgos que por fortuna eludieron esos
libros, se desprende claramente un canon con el que valorar el resto.

Tampoco creo que no haya valoración en el momento “positivo” de sus reseñas


críticas, que no hay por qué reducir al signo de los adjetivos. La descripción
precisa y la caracterización de singularidades poéticas son decisivas en la
atribución de valor (“La precisión del lenguaje”, se ha dicho, “es la mejor forma
del juicio”), y en sus mejores lecturas Sarlo dio sobradas muestras de sutileza y
precisión crítica. Pero el “viaje exploratorio” llevará a ver en el paisaje solo lo que ya
se ha visto si se antepone un deber ser estético a la experiencia de la obra renovadora,
que en su novedad exige otros criterios. Es ese, a fin de cuentas, el gran momento de la
crítica: un desafío a las certezas adquiridas, un empeño de la sensibilidad y la razón
lidiando contra la amenaza prepotente del prejuicio. No hay crítica “exploratoria” sin un
momento de duda y parecería que Sarlo no duda nunca. Tampoco Selci parece dudar
demasiado. Bienvenida su discusión sobre el problema del valor en el arte pero,
asimilando los vaivenes de la historia de la crítica en el siglo XX, se agradecería algún
argumento más amplio para saber cómo no volver a caer en la trampa del poder
dogmático del crítico. ¿Con qué criterios abre hoy juicio la crítica? ¿Es posible ir más
allá de un pluralismo banal sin volver al juicio apodíctico? ¿Cómo no sofocar la
efervescencia del presente con la ansiedad de la predeterminación histórica?

Codificada por los deportes competitivos y el sensacionalismo mediático, cuando no por


el militarismo autoritario, a la cultura argentina le encantan las listas y los rankings. Y
aunque las formas de lidiar con la tradición, los pares y la sucesión son muchas, las más
heroicas entre nosotros siguen siendo el parricidio, el fratricidio y el filicidio. Vengan de
la gimnasia política o de tramas freudianas más arcanas, los cidios hacen escuela,
vuelven visible, se aplauden. Tal vez podamos concebir otras formas del juicio sin
retroceder medio siglo ni alimentar nuestras peores lacras.

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