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El lobo se disfraza de pastor para engañar a los animales del bosque y que le digan cómo llegar al pueblo de Redil, donde viven los cabritos. Sin embargo, una cabrita lo reconoce y le da instrucciones equivocadas, haciendo que el lobo caiga por un puente roto y se ahogue. Los cabritos y los demás animales se alegran de que el lobo haya sido engañado y ya no los amenace.
El lobo se disfraza de pastor para engañar a los animales del bosque y que le digan cómo llegar al pueblo de Redil, donde viven los cabritos. Sin embargo, una cabrita lo reconoce y le da instrucciones equivocadas, haciendo que el lobo caiga por un puente roto y se ahogue. Los cabritos y los demás animales se alegran de que el lobo haya sido engañado y ya no los amenace.
El lobo se disfraza de pastor para engañar a los animales del bosque y que le digan cómo llegar al pueblo de Redil, donde viven los cabritos. Sin embargo, una cabrita lo reconoce y le da instrucciones equivocadas, haciendo que el lobo caiga por un puente roto y se ahogue. Los cabritos y los demás animales se alegran de que el lobo haya sido engañado y ya no los amenace.
En un lejano bosque vivían muchos cabritos contentos y tranquilos,
hasta el día en qué llegó un lobo que se comía a los más chicos. Entonces se fueron a vivir muy lejos, en un pueblecito llamado “Redil”. El lobo preguntó mucho por dónde se ‘llegaba a “Redil”, pero nadie le dijo, porque todos sabían que volvería a comerse a los cabritos. Entonces se vistió de pastor para que no lo conocieran. Se puso pantalones, blusa y sombrero, y comenzó a engañar. Primero se encontró con un sapo. Le preguntó: “*Sabe usted, don Sapo, por dónde se llega a “Redil?’ Y el sapo le dijo: “Por la orilla del cerro, buen pastor”. Caminó varios días, hasta que encontró un conejo y le preguntó por “Redil”. El conejo le contestó: “Para ir a “Redil” tiene que llegar al río y pasar por el puente, elegante pastor”. “Muchas gracias, don Conejo”, le dijo el lobo, y siguió caminando... Pero resulta que el puente estaba por quebrarse y había que pasar el río en bote. Allí habían pues- to un letrero que decía: “El que pase por el puente se cae al agua, porque está quebrado”. Una cabrita que sabía leer estaba esperando el bote para ir a “Redil”. En esto llegó el lobo y le dijo: “Señora Cabrita, ¿quiere leerme este aviso, porque yo no sé leer? La cabrita reconoció al lobo cuando le miró las patas y la cola. Entonces pensó que el lobo quería ir a “Redil” para comerse a sus hijitos. Y para engañarlo leyó el letrero de otra manera, y dijo: “Por este puente se llega más pronto a “Redil”. El lobo corrió por el puente y cantando decía: ¿Comeré diez cabritos? “Mejor veinte”. Y, ¡pum!, se quebró el puente, se cayó al agua y se ahogó. La cabrita llevó la noticia a “Redil” y todos saltaron de alegria. LOS RATONES Un ratón que vivía en la ciudad, yendo de camino, fue convidado por otro ratón, que vivía en el campo, y en su guarida le dio de comer bellotas, habas y cebada, muy amigablemente. El ratón de la ciudad, agradecido, rogó al del campo que fuese con él a la ciudad a divertirse, a lo que condescendió éste; y estando entrambos en la ciudad, entraron en una rica despensa del palacio donde moraba el ratón citadino, la cual estaba llena de toda clase de viandas; y mostrando esto el ratón de la ciudad al otro, le dijo: Amigo, come lo que gustes, pues tengo en abundancia. Mientras estaban ellos comiendo alegremente, vino de improviso el despensero, y abrió la puerta con gran estruendo, por lo que espantados los ratones, huyeron cada uno por su parte. Como el ratón de casa tenía lugares conocidos para esconderse, fácilmente se puso a salvo; pero el otro no sabía cómo escapar. Finalmente, salió el despensero, y cerrada la puerta, los ratones volvieron a salir. Ven acá y comamos, ya ves cuántos manjares tenemos. Sí, muy bueno está esto, respondió el campesino: pero ¿este peligro, es aquí muy frecuente? Sí, contestó el otro, esto sucede a cada instante; y por tanto no hay que darle importancia. ¡Ah!, dijo el campesino: pero ¿este peligro, es aquí muy frecuente? Sí, contestó el otro, esto sucede a cada instante; y por tanto no hay que darle importancia. ¡Ah!, dijo el campesino, ¡con que esto es diario! Seguramente que vives aquí en la opulencia; sin embargo, prefiero mi pobreza con tranquilidad, que tu abundancia con tal zozobra. El oro y las ratas Había una vez un mercader que debió emprender un viaje muy largo. Antes de partir, dejó al cuidado de su mejor amigo un cofre lleno de monedas de oro. Pasaron unos pocos meses y el viajero regresó a casa de su amigo a reclamar su cofre. Sin embargo, no se encontraba preparado para la sorpresa que le aguardaba. —¡Te tengo muy malas noticias! —exclamó su amigo—. Guardé tu cofre debajo de mi cama sin saber que tenía ratas en mi habitación. ¿Quieres saber qué pasó exactamente? —Claro que me interesa saber —replicó el mercader. —Las ratas entraron al cofre y se comieron las monedas. Tú sabes, querido amigo, que los roedores son capaces de devorarlo todo. —¡Qué mala suerte la mía! —dijo el mercader con profunda tristeza—. He quedado en la ruina por causa de esa plaga. El mercader sabía muy bien que había sido engañado. Sin demostrar sospecha, invitó a su mal amigo a cenar en su casa al día siguiente. Pero al marcharse, entró al establo y se llevó el mejor caballo que encontró. Al día siguiente, llegó su amigo a cenar y con disgusto dijo: —Me encuentro de muy mal humor, pues el día de ayer desapareció el mejor de mis caballos. Lo busqué por todos lados, pero no pude encontrarlo. —¿Acaso tu caballo es de color marrón? —preguntó el mercader fingiendo preocupación. —¿Cómo lo sabes? —contestó el mal amigo. —Por pura casualidad, anoche, después de salir de tu casa, vi volar una lechuza llevando entre sus patas un caballo marrón. —¡De ninguna manera! —dijo el amigo muy enojado—. Un ave ligera no puede alzar el vuelo sujetando un animal tan fornido como mi caballo. —Claro que es posible —señaló el mercader—. Si en tu casa las ratas comen oro, ¿por qué te sorprende que una lechuza se robe tu caballo? El mal amigo, muy avergonzado confesó su crimen. Y fue así como el oro volvió al dueño y el caballo al establo. Las habichuelas mágicas En una cabaña perdida en el bosque vivían una madre y un hijo cuya situación económica empeoraba conforme pasaban los días. Por ello, la madre mandó a Periquín, su hijo, a la ciudad, con la intención de que consiguiese vender la última vaca que les quedaba.
El niño se dirigió a la ciudad con la
vaca y se encontró a un hombre que llevaba una bolsa con habichuelas. El hombre se las ofreció al niño a cambio de la vaca diciéndole que eran mágicas. Periquín aceptó y volvió a su casa.
Al llevar, su madre tomó un gran disgusto, cogió las habichuelas y las
tiró a la calle.
Al día siguiente, Periquín se asomó por la ventana y vio que las
habichuelas habían crecido durante la noche tan alto que no se veía el final de la planta. Se dispuso a trepar por ella y llegó hasta un país desconocido. En el castillo que encontró vivía un malvado gigante con una gallina que ponía huevos de oro. Esperó a que el gigante se durmiese y le robó la gallina.
Bajó y entregó la gallina a su madre, la cual fue vendiendo los huevos
de oro y consiguió una gran fortuna. Cuando la gallina falleció, Periquín volvió a escalar la planta y vio de nuevo al gigante con un gran saco de monedas de oro. Periquín se dispuso a cogerlas y pudo ver que el gigante se encontraba junto a un arpa que tocaba sola. El gigante quedó dormido y Periquín cogió el arpa.
Pero al agarrarla, el arpa empezó a gritar y despertó al gigante. El
gigante corrió detrás de Periquín y comenzó a descender por la planta. Una vez abajo, Periquín cortó la planta y el gigante cayó pagando así sus travesuras.
Periquín y su madre vivieron felices de por vida con el oro conseguido.