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Para un romano cualquiera entre los sesenta millones de habitantes anónimos del

Imperio, la vida era corta, las libertades limitadas y la incertidumbre económica muy
elevada. Ahora bien, no era lo mismo vivir en el campo que las ciudades. Si era urbanita,
podía socializarse y disfrutar de una oferta de ocio abundante, apta para casi todos los
bolsillos, y tenía un sistema de servicios públicos sin parangón en la Antigüedad.

Poca esperanza de vida


Venir al mundo en un hogar romano no auguraba una vida larga y próspera.
Aproximadamente un tercio de los bebés morían antes del año, y la mitad, antes de
cumplir cinco. La esperanza de vida de un hombre rozaba los cuarenta años, la de
una mujer apenas rebasaba la treintena, debido a los riesgos del parto. Tan solo un
7% de la población superaba los sesenta; llegar a octogenario no era imposible,
pero sí excepcional.

Con semejante mortalidad infantil, para obtener suficientes adultos productivos se


necesitaban muchos bebés. En época de Augusto se premiaba a las madres de
familia numerosa: las ciudadanas romanas con más de tres hijos se emancipaban
de la tutela legal de su padre o marido. Si eran libertas o itálicas no romanas, este
privilegio les costaba cuatro hijos, y si vivían en provincias, cinco.

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