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Gustav Janouch
∗
Conferencia pronunciada en el Banco de la República, de la ciudad de Manizales, el día 22 de mayo
de 2019, en el marco del ciclo de conferencias titulado “Filosofía en la ciudad”, a cargo de los
profesores del Departamento de Filosofía de la Universidad de Caldas, con el apoyo de la biblioteca
del Banco de la República, sede Manizales.
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Es cierto que somos muchos más de los que en un principio fuimos y
que nuestras ciudades no son las típicas aldeas que seguramente fueron
antes. Sin embargo, la multitud, la aglomeración, o la presencia de alguien
más en nuestras vidas, no anula o refuta el hecho de que la soledad es un
rasgo característico nuestro. No se trata de negar que vivimos con otros,
pero lo cierto es que, aun estando en compañía, la soledad tiene que ver con
una manera especial de ser en el mundo. El nacimiento, la enfermedad y la
experiencia de la muerte son, entre otros, modos distintos de ilustrar esta
idea. No sé si a veces nos gusta exagerar diciendo que somos, en esencia,
seres comunitarios o intersubjetivos, como si con ello quisiéramos, al mismo
tiempo, desconocer u ocultar el hecho de que la soledad es también algo
nuestro, de que ella nos define, igualmente, como seres humanos.
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la soledad, en el sentido de que vivirla o, incluso, querer evitarla, se debe a
nuestro modo de comprenderla, practicarla, o padecerla; a la manera como
nos afecta y a lo que ha llegado a representar para nosotros. Esta manera de
hablar de la soledad, por supuesto, tampoco ignora que, a veces, ella se nos
presenta como algo indeseado, como algo cuya posibilidad y latencia nos
perturba y nos inquieta significativamente. La soledad también tiene que
ver con la exclusión y el rechazo; y, extrañamente, con el deseo de
aceptación e integración. Puede que una de las razones por las cuales no nos
acostumbramos a los finales, se debe, justamente, al temor a estar solos.
La soledad es también como el silencio. Así como este no tiene que ver
meramente con una especie de mutismo, con un no decir nada; así la soledad
no tiene que ver con un mero alejamiento. Es por ello que podemos hallarnos
en silencio en medio de los ambientes más abrumadoramente ruidosos, así
como encontrarnos solos en medio de una amorfa multitud. El silencio no es,
entonces, únicamente la ausencia de palabras o sonidos; y la soledad la
mera ausencia de personas o cosas a nuestro alrededor. Ambos, soledad y
silencio, tienen que ver, de una manera especial, con disposiciones humanas,
en el sentido de que, incluso, obedecen a actos deliberativos, y no
simplemente a circunstancias ajenas al devenir de una vida. La soledad, al
igual que el silencio, pueden ser elecciones nuestras.
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De acuerdo con Laing,
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Aunque Virginia está refiriéndose especialmente a la experiencia de
la enfermedad, hay algo en sus palabras que se conecta con lo que estoy
diciendo. Ella afirma que no vamos, durante todo el camino, cogidos de la
mano; y es cierto. Pero igualmente lo es que a través de ese distanciamiento,
que puede producir la enfermedad, o alguna otra cosa, llegamos a un estado
que nos brinda la posibilidad para contemplar las cosas, no solo conocerlas,
de modos diferentes a como normalmente puede suceder. Permítanme
decirlo de esta manera: mientras que la salud nos distancia a veces del
mundo, la enfermedad puede acercarnos a él. Así con la soledad. Aunque en
su caso sea de una manera diferente. Ese acercarnos a nosotros y al mundo
se logra (esto puede parecer extraño) a través de una especie de
distanciamiento o extrañamiento que hará posible, sin embargo, ese regreso
hacia lo que puede, como lo refería Santos, compartirse en común.
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a poco estos sentimientos se irradian al exterior, de manera que
la persona solitaria se aísla progresivamente, se distancia
progresivamente. Duele como duelen los sentimientos y tiene
además consecuencias físicas invisibles en los comportamientos
cerrados del cuerpo. Lo que quiero decir es que la soledad
avanza, fría como el hielo y traslúcida como el cristal, y encierra
en un abismo a quien la padece. (Op. Cit. p. 17).
La soledad, entonces, como algo que hay que curar. La soledad como
el resultado de unas prácticas fundadas en el juego de la marginación, la
normalización y la homogenización. Pareciera como si, para Laing, la gente
(por lo menos de la que ella habla) no quisiera estar sola, aunque haya
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llegado a estar así. Por este motivo, la soledad, lejos de ser algo placentero,
se convierte en algo crónico desprovisto de cualidades positivas. Es por ello
que anhelar la soledad equivaldría a anhelar una enfermedad. Y esto parece
no tener sentido.
Una idea recurrente en el libro de Laing es la que tiene que ver con el
hecho de que la soledad, la de ella y la de los artistas de que habla, antes
que haber sido deseada, parece haberse impuesto; parece haberse
materializado como una forma de aislamiento y de rechazo, un rechazo que
tuvo como origen cierta marginalidad, cierta diferencia en las costumbres o
en los modos de ser que, ajenos a lo homogéneo, normalizado o
institucionalizado, terminó convirtiendo la vida de estas personas en algo
doloroso. La soledad, entonces, como algo ajeno al deseo.
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Woolf de 1929 en la que se dice lo siguiente: “Ojalá pudiera captar la
sensación: la sensación de cómo canta el mundo real cuando la soledad y el
silencio nos apartan del mundo habitable.” (Citado por Laing. Ibíd. p. 10).
Esto lleva a Laing a sostener que la soledad (ella no se refiere al silencio),
parece tener una especial posibilidad de “llevarnos a una experiencia de la
realidad inalcanzable por otros medios.” (Ibídem.). Esto hace que la soledad,
en opinión de Laing, no esté privada o despojada completamente de
significado, lo cual me permite sostener que, pese a la negatividad con que
solemos verla, la soledad es igualmente fuente de posibilidades.
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elementos fragmentados, con lo que se esperaba, posiblemente, su
recuperación. No creo yo, a este respecto, que las obras de Warhol, Hoper o
Darger sean algo así como una denuncia explícita de sus situaciones,
aunque sí puedan ser una manera de expresar algo sobre el modo como,
desde el distanciamiento o extrañamiento de la soledad, ven el mundo y a sí
mismos.
La posibilidad de que esto haya sido así puede permitirnos pensar que
no todo aquel que se halla solo ha quedado atrapado en lo que la
psicoanalista austriaca Melaine Klein llama actitud paranoide (o posición
esquizoparanoide, como suele también decirse) y que consiste en
“experimentar el mundo como un conjunto de fragmentos irreconciliables y
descubrirse a uno mismo igualmente fragmentado.” (Laing. Ibíd. p. 155). Se
trata de un estado en el que la fragmentación y la dispersión del yo debilita
al individuo, mostrándolo como alguien frágil y no integrado, razón por la
cual este puede verse afectado por una posición depresiva.
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algunos fragmentos faltan porque se han expulsado al mundo.” (Ibíd. p.
156). Sin embargo, ¿cómo reunir esos pedazos que son parte de uno? O,
mejor, ¿cómo reunirse uno a sí mismo? Klein cree que esto es posible, por
ejemplo, a través del arte.
El arte, entonces, como aquello que tiene que ver con darle realidad a
algo; como aquello que, teniendo que ver con un tipo especial de creación, no
posee, sin embargo, un valor meramente artístico o estético, sino que es
susceptible de entenderse, al mismo tiempo, como una apuesta por la vida. Y
es esta apuesta la que hace que la soledad no esté desprovista de sentido. Es
decir, la soledad como aquello que llama la atención sobre las cosas de un
modo como, normalmente, no sucede.
Pero ¿qué pasa con quienes no son capaces de ver las cosas de esta
manera? Olivia Laing dice, a este respecto, algo que me parece inquietante,
y que expresa de la siguiente manera:
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en encontrar o conocer uno a alguien más. Quizá sea mejor “aprender a ser
amigos de nosotros mismos y comprender que muchas de las situaciones que
nos afectan como individuos son en realidad consecuencia de fuerzas
superiores, como el estigma y la exclusión, a las que podemos y debemos
oponer resistencia.” (Ibíd. pp. 247-248).
Cuando pasa que vemos el tiempo como algo cuantificable, sucede que
muchas de nuestras actividades se ven afectadas en su sentido para
nosotros, lo cual hace que nuestra manera de comportarnos y de ser con
otros cambie significativamente. Ver el tiempo como algo cuantificable se
relaciona, del mismo modo, con nuestra manera de cuantificar las relaciones
humanas.
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suponen, frente a esas otras, un tipo de ganancia que, sin embargo, no deja
de ser instrumental. El tiempo como algo que ha sido vaciado de su sentido
ontológico, que es vital y existencial, para pasar a ser el medidor homogéneo
y mecánico de las actividades humanas.
Esto explica por qué, según Rüdiger Safranski, “Bajo esa presión del
tiempo, él mismo se transforma en una especie de objeto, que podemos
dividir, dedicar, acelerar, ahorrar, emplear bien y vender. Es simplemente
un bien “escaso”.” (2013. p. 20). Pero, ¿qué tiene que ver esto con el problema
de que estoy hablando? Creo que tiene mucho que ver. La soledad no solo es
el resultado del estigma o la homogenización; es también el resultado de
nuestra falta de tiempo1.
Pero, ¿qué puede perderse al buscar uno optimizar, ganar, hacer más
eficiente el tiempo? Al otro, y junto a este a mí mismo. Esta es una pérdida
que se funda en el aislamiento, antes que en el temor a las relaciones o
compromisos sociales. Es por ello que la soledad, incluso en un sentido
diferente al sugerido en un inicio, tiene también como causa la
instrumentalización de las relaciones humanas.
1 Agradezco a mi amigo Juan Manuel Castellanos el haberme sugerido la idea de la soledad como un
problema que tiene que ver también con el tiempo o, más concretamente, con su carencia.
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Si la presencia y la compañía de alguien se reducen a un beneficio
medible y rentable, creo que terminaremos empobreciendo el sentido de lo
humano, al punto de llegar a vernos como objetos, en lugar de vernos como
las personas que somos. Esto sucede cuando anteponemos lo útil a todo
cuanto hacemos, de modo que, al dejar de habitar, en el sentido de cuidar y
proteger, terminamos fragmentados, desunidos y desprotegidos. Creo que
esta es una manera de entender la soledad como algo que no deseamos, pero
a la que, desafortunadamente, le estamos dando posibilidad de ser a través
de nuestros modos de comportarnos.
Hablando una vez más sobre el tiempo, nos dice Safranski que “es
libre el que no se somete completamente a un sistema temporal. Se trata de
hacerse disidente de la comercialización actual del tiempo. Del mismo modo
que hay diversas verdades, también hay diversas velocidades. Una vida es
rica si participa de diversas velocidades.” (Ibíd. p. 56). Cuando leo esto,
pienso que la soledad también tiene que ver con la libertad y no meramente
con esas fuerzas superiores de que habla Laing. No obstante, creo que no
siempre es fácil saber cuándo la libertad o esas extrañas fuerzas son las que
nos llevan a darnos cuenta de la soledad. Pero en eso consiste el intento
nuestro por saberlo: en conocernos un poco, y conociéndonos, al mundo en
que habitamos.
Referencias
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