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Aventuras en el arte de estar solo.

A propósito de un libro de Olivia Laing ∗

Yobany Serna Castro


Departamento de Filosofía
Universidad de Caldas

- ¿Tan solo está usted? –Le pregunté.


Kafka afirmó con un movimiento de
cabeza.
- ¿Como Kaspar Hauser?
Kafka rió y dijo:
-Es mucho peor. Estoy solo… como
Franz Kafka.

Gustav Janouch

Al igual que con la alegría y la compañía, hay que aprender también a


vivir la tristeza, a estar solos y en profundo silencio. Creo que esto es algo
que debería acompañar a una vida, en el sentido de que puede ayudar a
definirla o, quizá, a delinear los rasgos esenciales de una personalidad. No
pretendo exagerar si afirmo que, aparte de lo que hemos dicho de nosotros
en el sentido de ser seres sociales, que viven en compañía de otros, un
aspecto importante de nuestras vidas es el que tiene que ver, igualmente,
con el hecho de que somos también solitarios; es decir, se trata de reconocer
la soledad como un rasgo distintivo de nuestra existencia.



Conferencia pronunciada en el Banco de la República, de la ciudad de Manizales, el día 22 de mayo
de 2019, en el marco del ciclo de conferencias titulado “Filosofía en la ciudad”, a cargo de los
profesores del Departamento de Filosofía de la Universidad de Caldas, con el apoyo de la biblioteca
del Banco de la República, sede Manizales.

i
Es cierto que somos muchos más de los que en un principio fuimos y
que nuestras ciudades no son las típicas aldeas que seguramente fueron
antes. Sin embargo, la multitud, la aglomeración, o la presencia de alguien
más en nuestras vidas, no anula o refuta el hecho de que la soledad es un
rasgo característico nuestro. No se trata de negar que vivimos con otros,
pero lo cierto es que, aun estando en compañía, la soledad tiene que ver con
una manera especial de ser en el mundo. El nacimiento, la enfermedad y la
experiencia de la muerte son, entre otros, modos distintos de ilustrar esta
idea. No sé si a veces nos gusta exagerar diciendo que somos, en esencia,
seres comunitarios o intersubjetivos, como si con ello quisiéramos, al mismo
tiempo, desconocer u ocultar el hecho de que la soledad es también algo
nuestro, de que ella nos define, igualmente, como seres humanos.

Según el artista español Jorge de los Santos, normalmente


entendemos la soledad como “una distancia en relación al otro. Como una
distancia espacial, una distancia geométrica.” (2018). Como si dentro de una
habitación no hubiera nadie más, excepto yo. Sin embargo, apunta él, no
está bien que la soledad sea entendida meramente de esta manera. En su
opinión, la soledad tiene que ver con una distancia o un aislamiento
existencial; con un dejar de tener que ver con el otro que hace posible, no
obstante, aquello que genera lo que puede compartirse en común.

La soledad, en este sentido, no tiene por qué ser necesariamente una


especie de negación; ella, por el contrario, puede ser también una manera de
afirmar la posibilidad de ver las cosas como no pueden verse desde los
ángulos indiferenciados, propios de las multitudes en las que nos
encontramos. La soledad tiene que ver, en estos términos, con un aprender a
distanciarse del mundo y de uno mismo, con la intención de poder llegar a
verlo y vernos con un poco más de claridad.

Sin embargo, para advertir esto es importante, asimismo, llamar la


atención sobre otros aspectos relacionados con nuestra manera de entender

ii
la soledad, en el sentido de que vivirla o, incluso, querer evitarla, se debe a
nuestro modo de comprenderla, practicarla, o padecerla; a la manera como
nos afecta y a lo que ha llegado a representar para nosotros. Esta manera de
hablar de la soledad, por supuesto, tampoco ignora que, a veces, ella se nos
presenta como algo indeseado, como algo cuya posibilidad y latencia nos
perturba y nos inquieta significativamente. La soledad también tiene que
ver con la exclusión y el rechazo; y, extrañamente, con el deseo de
aceptación e integración. Puede que una de las razones por las cuales no nos
acostumbramos a los finales, se debe, justamente, al temor a estar solos.

La soledad es también como el silencio. Así como este no tiene que ver
meramente con una especie de mutismo, con un no decir nada; así la soledad
no tiene que ver con un mero alejamiento. Es por ello que podemos hallarnos
en silencio en medio de los ambientes más abrumadoramente ruidosos, así
como encontrarnos solos en medio de una amorfa multitud. El silencio no es,
entonces, únicamente la ausencia de palabras o sonidos; y la soledad la
mera ausencia de personas o cosas a nuestro alrededor. Ambos, soledad y
silencio, tienen que ver, de una manera especial, con disposiciones humanas,
en el sentido de que, incluso, obedecen a actos deliberativos, y no
simplemente a circunstancias ajenas al devenir de una vida. La soledad, al
igual que el silencio, pueden ser elecciones nuestras.

Pese a esto, podemos hacernos algunas preguntas. Por ejemplo,


podemos preguntarnos: “¿Qué significa estar solo? ¿Cómo vivimos cuando no
tenemos una relación íntima con otro ser humano? ¿Cómo conectamos con
otras personas, sobre todo si hablar no nos resulta fácil?.” (Laing. 2017. p.
10). A estas y otras preguntas, intenta Olivia Laing darles una respuesta en
su inquietante libro La ciudad solitaria. Aventuras en el arte de estar solo.
Un libro en el que la autora realiza una especial “cartografía” sobre ese
territorio que llamamos soledad, el cual, como alude ella, es posible entender
como una ciudad cuyos habitantes, curiosamente, somos nosotros mismos.

iii
De acuerdo con Laing,

La soledad es un sentimiento difícil de reconocer, difícil de


clasificar. Al igual que la depresión, un estado con el que a
menudo se cruza, puede estar tan arraigado en la naturaleza de
una persona como la risa fácil o el color del pelo. También puede
ser pasajero, solaparse o alejarse en reacción a factores externos,
como la soledad que deja a su paso una pérdida, una ruptura o
un cambio en nuestro círculo social. (Ibíd. pp. 9-10).

Aunque la soledad es un sentimiento difícil de reconocer, en el sentido


de saberlo definir con precisión o claridad, su experiencia parece, si no ser
ocasional, por lo menos sí frecuente entre nosotros. Esto, por supuesto, nos
ha llevado a adoptar formas y prácticas de vida mediante las cuales, como
una especie de antídoto, queremos afrontar o incluso evadir las extrañas
sensaciones y condiciones vitales en que nos sume la experiencia de la
soledad. Resulta claro que la soledad también suele afectarnos e
incomodarnos de maneras profundas; pero esto no implica de manera
necesaria que tengamos que verla como un fenómeno ajeno o extraño a
nosotros mismos y que, por ser así, solo tenga como resultado efectos
adversos que dañan o distorsionan la imagen de nosotros mismos, de la
sociabilidad, la tranquilidad y la personalidad. Para ponerlo de manera
sencilla: la soledad no es adversa a la naturaleza humana.

En su breve texto De la enfermedad, Virginia Woolf nos dice que:

No conocemos nuestra propia alma, y mucho menos las


almas de los demás. Los seres humanos no vamos todo el trecho
del camino cogidos de la mano. Hay una selva virgen en cada
uno; un campo nevado en el que se desconocen incluso las
huellas de los pájaros. Aquí vamos solos y lo preferimos. Sería
insoportable que nos compadecieran siempre, estar siempre
acompañados, que nos comprendieran siempre. (2014. pp. 35-36).

iv
Aunque Virginia está refiriéndose especialmente a la experiencia de
la enfermedad, hay algo en sus palabras que se conecta con lo que estoy
diciendo. Ella afirma que no vamos, durante todo el camino, cogidos de la
mano; y es cierto. Pero igualmente lo es que a través de ese distanciamiento,
que puede producir la enfermedad, o alguna otra cosa, llegamos a un estado
que nos brinda la posibilidad para contemplar las cosas, no solo conocerlas,
de modos diferentes a como normalmente puede suceder. Permítanme
decirlo de esta manera: mientras que la salud nos distancia a veces del
mundo, la enfermedad puede acercarnos a él. Así con la soledad. Aunque en
su caso sea de una manera diferente. Ese acercarnos a nosotros y al mundo
se logra (esto puede parecer extraño) a través de una especie de
distanciamiento o extrañamiento que hará posible, sin embargo, ese regreso
hacia lo que puede, como lo refería Santos, compartirse en común.

Cuando uno está solo, el mundo se nos manifiesta de una manera


especial, diferente. Puede que esto se deba a una especie de ruptura o de
quiebre; a una dislocación. Pero también puede deberse a una necesidad de
integración; a una necesidad de reunir o agrupar lo que, precisamente,
puede estar dislocado o fragmentado. No siempre pasa que el solitario desea
distanciarse. Pasa que él busca o anhela un tipo de integración, consigo
mismo o con otros, que puede brindárselo un estado en soledad; es decir, lo
que ella posibilita, lo que ella puede generar en nosotros. En este sentido, la
soledad no tiene por qué asociarse solamente con una incapacidad para la
comunicación, o el acercamiento a otros. Quizá podamos hablar de ella como
una especie de suspensión, de alejamiento, no solo físico, sino también
discursivo y espiritual.

Es una experiencia de vida lo que lleva a Olivia Laing a decir lo


siguiente:

¿Qué se siente al estar solo? Es una sensación parecida al


hambre: como pasar hambre mientras alrededor todo el mundo
se prepara para un banquete. Produce vergüenza y miedo, y poco

v
a poco estos sentimientos se irradian al exterior, de manera que
la persona solitaria se aísla progresivamente, se distancia
progresivamente. Duele como duelen los sentimientos y tiene
además consecuencias físicas invisibles en los comportamientos
cerrados del cuerpo. Lo que quiero decir es que la soledad
avanza, fría como el hielo y traslúcida como el cristal, y encierra
en un abismo a quien la padece. (Op. Cit. p. 17).

¿Contradice esto lo que he dicho? Si nos quedamos con esta cita


aislada, sacada de su territorio, creería que sí.

Pese a que Olivia Laing habla de la soledad en términos de una


“deficiencia de conexión”, antes que de un mero aislamiento físico, y pese a
que, para ella, la soledad tiene que ver con la “imposibilidad de encontrar la
intimidad que deseamos” (Op. Cit. p. 9), creo que el libro mismo es un reflejo
de cómo puede subvertirse un estado de cosas, de manera que pueda
ayudarnos en nuestra comprensión de lo que nos pasa. En el caso de la
autora, ella lo hace a través del acercamiento y conocimiento de artistas
que, en su opinión, fueron esencialmente solitarios, como Edward Hopper,
Valerie Solanas, David Wojnarowicz, Henry Darger, Andy Warhol, Billie
Holiday, entre otros. Es cierto que, para ellos, la soledad tomó una forma
grave y marginal; pero ella misma, quizá, fue la que hizo posible y
potencializó la creación artística en cada uno de ellos.

Es verdad, igualmente, que la soledad a veces se nos presenta como


algo que hay que curar. Y es por ello que, a lo mejor, buscamos alivio en esos
espacios en los que podamos estar conectados y en los que nos sea fácil
ejercer cierto control y domino. Lo extraño es que esa forma de alivio
materializa también otras formas de aislamiento, o de incomunicación.

La soledad, entonces, como algo que hay que curar. La soledad como
el resultado de unas prácticas fundadas en el juego de la marginación, la
normalización y la homogenización. Pareciera como si, para Laing, la gente
(por lo menos de la que ella habla) no quisiera estar sola, aunque haya

vi
llegado a estar así. Por este motivo, la soledad, lejos de ser algo placentero,
se convierte en algo crónico desprovisto de cualidades positivas. Es por ello
que anhelar la soledad equivaldría a anhelar una enfermedad. Y esto parece
no tener sentido.

Hay una diferencia importante entre desear algo y no desearlo. Deseo


aquello que no tengo, que no poseo; y lo deseo porque me gusta o porque lo
creo necesario. En cambio, puedo no desear tanto aquello que no poseo, como
aquello que sí me pertenece. Y no lo deseo porque, entre las muchas razones
que puede uno ofrecer, o no me gusta, o no lo creo necesario, o porque,
simplemente, me produce daño.

La soledad puede ser ambas cosas: tanto objeto de mi deseo, como


aquello de lo que quiero desprenderme. Si la soledad es aquello que quiero
evitar, ¿por qué habría de desearla?. Pero si ella, por el contrario, es objeto
de mi deseo, pasa que la veo como algo que no representa para mí un tipo de
mal. ¿Por qué podría desear uno la soledad? Por lo que ella permite. Sobre
esto ya he hablado un poco.

Una idea recurrente en el libro de Laing es la que tiene que ver con el
hecho de que la soledad, la de ella y la de los artistas de que habla, antes
que haber sido deseada, parece haberse impuesto; parece haberse
materializado como una forma de aislamiento y de rechazo, un rechazo que
tuvo como origen cierta marginalidad, cierta diferencia en las costumbres o
en los modos de ser que, ajenos a lo homogéneo, normalizado o
institucionalizado, terminó convirtiendo la vida de estas personas en algo
doloroso. La soledad, entonces, como algo ajeno al deseo.

Sin embargo, ella, creo, ayudó a ser posible la búsqueda y el


encuentro de aquello que, para estas personas, representó la posibilidad de
expresarse, de ser de alguna manera en ese mundo que les dio la espalda.
En su libro, Olivia Laing hace alusión a una entrada del diario de Virginia

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Woolf de 1929 en la que se dice lo siguiente: “Ojalá pudiera captar la
sensación: la sensación de cómo canta el mundo real cuando la soledad y el
silencio nos apartan del mundo habitable.” (Citado por Laing. Ibíd. p. 10).
Esto lleva a Laing a sostener que la soledad (ella no se refiere al silencio),
parece tener una especial posibilidad de “llevarnos a una experiencia de la
realidad inalcanzable por otros medios.” (Ibídem.). Esto hace que la soledad,
en opinión de Laing, no esté privada o despojada completamente de
significado, lo cual me permite sostener que, pese a la negatividad con que
solemos verla, la soledad es igualmente fuente de posibilidades.

Entre esas posibilidades está, por ejemplo, la de la creación; en la que


esta se nos presenta como un motor que ayuda en el impulso de nuevas
búsquedas, potenciadas por la imaginación.

Crear tiene que ver con la invención y las invenciones a veces se


fundan en necesidades, que pueden ser las de transformar algo, superarlo,
comprenderlo o, incluso, disfrutarlo. En el caso de Laing y de aquellos a
quienes fue conociendo y entendiendo también como solitarios, la soledad,
aunque parece habérseles impuesto, les permitió, creo, comprender sus
situaciones, su particular manera de ser y estar en el mundo, pero también
de hallar la manera, sino de cambiar su situación, por lo menos de
afrontarla, dando como resultado una especie de liberación “de los silencios
de la vida interior”, como dice Wojnarowicz. Creo que, en cierto sentido, a
algo como esto es a lo que pudo referirse Virginia Woolf con las palabras de
su diario. Y es por ello que, como lo expresa Laing, la soledad no está
desprovista completamente de sentido.

Aunque parece no haber un anhelo explícito de la soledad, en el


sentido de ser esta algo querido o deseado, y pese a que ella, como lo dice
Laing, hace evidente cierta especie de marginalización y rechazo, posibilitó,
no obstante, al apartarlos del mundo habitable, como dijera Woolf, la
creación de mundos paralelos que ayudaran en la integración de esos

viii
elementos fragmentados, con lo que se esperaba, posiblemente, su
recuperación. No creo yo, a este respecto, que las obras de Warhol, Hoper o
Darger sean algo así como una denuncia explícita de sus situaciones,
aunque sí puedan ser una manera de expresar algo sobre el modo como,
desde el distanciamiento o extrañamiento de la soledad, ven el mundo y a sí
mismos.

La posibilidad de que esto haya sido así puede permitirnos pensar que
no todo aquel que se halla solo ha quedado atrapado en lo que la
psicoanalista austriaca Melaine Klein llama actitud paranoide (o posición
esquizoparanoide, como suele también decirse) y que consiste en
“experimentar el mundo como un conjunto de fragmentos irreconciliables y
descubrirse a uno mismo igualmente fragmentado.” (Laing. Ibíd. p. 155). Se
trata de un estado en el que la fragmentación y la dispersión del yo debilita
al individuo, mostrándolo como alguien frágil y no integrado, razón por la
cual este puede verse afectado por una posición depresiva.

De acuerdo con Klein,

la soledad puede tener su origen en la convicción de que


uno no está unido a ninguna persona o a un grupo de personas.
Esta desunión puede tener un significado mucho más profundo.
Por mucho que avance la integración, no consigue poner fin a la
sensación de que ciertos elementos del yo no están disponibles,
porque están fragmentados y es imposible recuperarlos. Algunos
de estos fragmentos (…) se proyectan en otras personas, lo que
contribuye a la sensación de que uno no es completamente dueño
de su yo, de que uno no está unido a uno mismo o, por lo tanto,
no está unido a nadie. Las partes perdidas también se perciben
como solitarias. (Citado por Laing. Ibíd. pp. 155-156).

¿Es la soledad, en este sentido, un tipo de anhelo? Creo que sí. Se


trata de un anhelo de reconocimiento, de aceptación, pero también de
integración. Es un anhelo que “Surge de la comprensión, aunque
profundamente enterrada o evitada, de que el yo se ha roto en pedazos, y

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algunos fragmentos faltan porque se han expulsado al mundo.” (Ibíd. p.
156). Sin embargo, ¿cómo reunir esos pedazos que son parte de uno? O,
mejor, ¿cómo reunirse uno a sí mismo? Klein cree que esto es posible, por
ejemplo, a través del arte.

El arte, entonces, como aquello que tiene que ver con darle realidad a
algo; como aquello que, teniendo que ver con un tipo especial de creación, no
posee, sin embargo, un valor meramente artístico o estético, sino que es
susceptible de entenderse, al mismo tiempo, como una apuesta por la vida. Y
es esta apuesta la que hace que la soledad no esté desprovista de sentido. Es
decir, la soledad como aquello que llama la atención sobre las cosas de un
modo como, normalmente, no sucede.

Pero ¿qué pasa con quienes no son capaces de ver las cosas de esta
manera? Olivia Laing dice, a este respecto, algo que me parece inquietante,
y que expresa de la siguiente manera:

Estamos viviendo un proceso de gentrificación en las


ciudades y también en las emociones, una homogeneización
progresiva que produce un efecto de blanqueamiento e
insensibilización. En el esplendor del capitalismo tardío, se nos
inocula la idea de que todos los sentimientos complicados –la
depresión, la ansiedad, la soledad, la ira– son simple
consecuencia de una alteración química, un problema que hay
que solucionar, en lugar de la respuesta a una injusticia
estructural o, por otro lado, a la textura original de la
encarnación corpórea, al hecho de cumplir condena (…) en un
cuerpo alquilado, con todo el sufrimiento y la frustración que eso
conlleva. (ibíd. p. 247).

En este sentido, y como la autora lo expresa al final de su libro, la


soledad también es susceptible de entenderse como un problema político;
como un problema que tiene su origen en unos modos de entender las
relaciones humanas y no solo la vida individual de las personas. Es por ello
que la soledad, entendida de esta manera, no es algo cuyo remedio consista

x
en encontrar o conocer uno a alguien más. Quizá sea mejor “aprender a ser
amigos de nosotros mismos y comprender que muchas de las situaciones que
nos afectan como individuos son en realidad consecuencia de fuerzas
superiores, como el estigma y la exclusión, a las que podemos y debemos
oponer resistencia.” (Ibíd. pp. 247-248).

Aunque Olivia Laing no considera en su reflexión sobre la soledad el


problema del tiempo, me gustaría, antes de terminar, decir algo sobre cómo
este influye en nuestra manera de comprender la presencia y el significado
del otro en nuestras vidas.

Cuando pasa que vemos el tiempo como algo cuantificable, sucede que
muchas de nuestras actividades se ven afectadas en su sentido para
nosotros, lo cual hace que nuestra manera de comportarnos y de ser con
otros cambie significativamente. Ver el tiempo como algo cuantificable se
relaciona, del mismo modo, con nuestra manera de cuantificar las relaciones
humanas.

Nuestros ritmos y modos de vida nos han llevado a ver negativamente


cosas como, por ejemplo, la de disfrutar, ociosamente, de algo. Los proyectos
a largo plazo también han sido reducidos, como lo sugiere el filósofo español
Manuel Cruz, a un cortoplacismo riguroso. La agitación de la vida moderna
nos ha llevado a creer que el tiempo es algo que no puede perderse. La razón
por la que esto es así se debe a que muchas de nuestras actividades
cotidianas han pasado a verse como generadoras de pérdidas o ganancias;
como cosas medibles y valorizadas en el sentido en que son medibles y
valorizadas las mercancías de consumo.

De esta manera se entiende por qué, por ejemplo, salir a caminar o a


montar en bicicleta, leer tranquilamente un libro o ver una película, son
actividades que hemos ido reemplazando por estar en una oficina, o frente a
nuestras computadoras, o en reuniones de negocios. Actividades estas que

xi
suponen, frente a esas otras, un tipo de ganancia que, sin embargo, no deja
de ser instrumental. El tiempo como algo que ha sido vaciado de su sentido
ontológico, que es vital y existencial, para pasar a ser el medidor homogéneo
y mecánico de las actividades humanas.

Esto explica por qué, según Rüdiger Safranski, “Bajo esa presión del
tiempo, él mismo se transforma en una especie de objeto, que podemos
dividir, dedicar, acelerar, ahorrar, emplear bien y vender. Es simplemente
un bien “escaso”.” (2013. p. 20). Pero, ¿qué tiene que ver esto con el problema
de que estoy hablando? Creo que tiene mucho que ver. La soledad no solo es
el resultado del estigma o la homogenización; es también el resultado de
nuestra falta de tiempo1.

Comprender el significado que poseen los vínculos humanos, para no


hablar de lo hecho individualmente, implica nuestra capacidad de
comprender asimismo el valor de la presencia y la permanencia. De este
modo, cuando no comprendemos adecuadamente lo que estos vínculos
representan para nosotros, sucede que mi imagen del otro cambia para mí.
Se trata de un cambio que puede llevarme a ver a alguien, o aquello que
puede compartirse en común, como una especie de obstáculo o impedimento
para la realización de otras actividades cuyo valor resulta ser mayor. Así,
sucede que estar con el otro implica algo como una pérdida de tiempo.

Pero, ¿qué puede perderse al buscar uno optimizar, ganar, hacer más
eficiente el tiempo? Al otro, y junto a este a mí mismo. Esta es una pérdida
que se funda en el aislamiento, antes que en el temor a las relaciones o
compromisos sociales. Es por ello que la soledad, incluso en un sentido
diferente al sugerido en un inicio, tiene también como causa la
instrumentalización de las relaciones humanas.


1 Agradezco a mi amigo Juan Manuel Castellanos el haberme sugerido la idea de la soledad como un

problema que tiene que ver también con el tiempo o, más concretamente, con su carencia.

xii
Si la presencia y la compañía de alguien se reducen a un beneficio
medible y rentable, creo que terminaremos empobreciendo el sentido de lo
humano, al punto de llegar a vernos como objetos, en lugar de vernos como
las personas que somos. Esto sucede cuando anteponemos lo útil a todo
cuanto hacemos, de modo que, al dejar de habitar, en el sentido de cuidar y
proteger, terminamos fragmentados, desunidos y desprotegidos. Creo que
esta es una manera de entender la soledad como algo que no deseamos, pero
a la que, desafortunadamente, le estamos dando posibilidad de ser a través
de nuestros modos de comportarnos.

Hablando una vez más sobre el tiempo, nos dice Safranski que “es
libre el que no se somete completamente a un sistema temporal. Se trata de
hacerse disidente de la comercialización actual del tiempo. Del mismo modo
que hay diversas verdades, también hay diversas velocidades. Una vida es
rica si participa de diversas velocidades.” (Ibíd. p. 56). Cuando leo esto,
pienso que la soledad también tiene que ver con la libertad y no meramente
con esas fuerzas superiores de que habla Laing. No obstante, creo que no
siempre es fácil saber cuándo la libertad o esas extrañas fuerzas son las que
nos llevan a darnos cuenta de la soledad. Pero en eso consiste el intento
nuestro por saberlo: en conocernos un poco, y conociéndonos, al mundo en
que habitamos.

Referencias

Cruz, Manuel. (2016). Ser sin tiempo. Barcelona: Herder.


De los Santos, Jorge. (2018). La soledad. En: Para todos la 2.
https://www.youtube.com/watch?v=tmKnfVDXhJI
Laing, Olivia. (2017). La ciudad solitaria. Aventuras en el arte de estar solo.
Madrid: Capitán Swing.
Safranski, Rüdiger. (2013). Sobre el tiempo. Barcelona: Katz Editores.
Woolf, Virginia. (2014). De la enfermedad. Barcelona: qpprint.

xiii

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