Sei sulla pagina 1di 4

C A RTA S O B R E L A I G L E S I A

B R U N O F O RT E
Arzobispo metropolitano
d e C h i e t i -Va s to ( I t a l i a )

Me dices: ¡Háblame de la Iglesia que amas! Sí, amo a la Iglesia: la amo como un hijo
ama la madre que le ha dado la vida. La encuentro bella y digna de amor, también
cuando alguna arruga cubre su rostro o cuando no logro entender en profundidad sus
opciones y sus tiempos. Por eso te hablaré de ella según me dicta el amor. Si pienso
en el don que la Iglesia me ha hecho engendrándome a la vida divina con el bautismo,
o en la ayuda que me ha dado haciéndome crecer en la fe en la escuela de la Palabra
de Dios; si pienso cómo me ha nutrido y me nutre con el pan de la vida que es el
cuerpo mismo de Jesús o recuerdo todas las veces que ha perdonado mis pecados con
el sacramento de la reconciliación; si medito sobre la gracia de mi vocación y misión
entre los hombres, reconocida y sostenida por la Iglesia, como acontece con la
vocación de todos los consagrados y de los esposos cristianos, siento que la gratitud
me llena el corazón; y el impulso de amarla y de hacerla cada vez más creíble y bella
me aparece superior a toda razón contraria.
Es mi convicción profunda, madurada en la experiencia de los años y alimentada por
la llama viva de la fe y del amor, que la Iglesia no nace de una convergencia de
intereses humanos o desde el arranque de algún corazón generoso; sino que es un
don de lo alto, fruto de la iniciativa divina: ¡decir que la Iglesia es el pueblo de Dios no
es para mí una expresión cualquiera, una definición abstracta, sino la confesión
humilde de que es ella la que me ha hecho encontrarme con el Dios vivo, Señor,
origen y meta de Su pueblo! Pensada desde siempre en el designio del Padre, la
Iglesia ha sido preparada por una alianza con el pueblo elegido de Israel, para que,
cumplidos los tiempos, ella fuese entregada a todos los hombres como la casa y la
escuela de la comunión con Dios gracias a la misión del Hijo venido en la carne y a la
efusión del Espíritu Santo.
Sí: creo en la Iglesia, “credo Ecclesiam”, como decían desde el principio los cristianos,
creo que ella es obra de Dios y no del hombre, inaccesible en su corazón vital a una
mirada puramente humana. Creo que la Iglesia es “misterio”, tienda de Dios entre los
hombres, fragmento de carne y de tiempo en el que el Espíritu del Eterno ha puesto su
morada. Y por eso sé que la Iglesia no se inventa ni se produce, sino que se recibe: es
don que tiene que ser incesantemente recibido con la invocación y con la acción de
gracias, en un estilo de vida contemplativo y eucarístico. A la mirada de mi fe,
engendrada en el corazón de la Iglesia Madre por la acción de la Trinidad divina, la
Iglesia me aparece como “icono de la Trinidad”, imagen viviente de la comunión del
Dios que es amor, pueblo engendrado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo.
Es justamente por esto que sé que la variedad de los dones y de los servicios
suscitados en cada uno de nosotros, los bautizados por la acción del Espíritu Santo, y
tanto más acogidos y vividos cuanto más los vivimos en la fe, el amor y la oración, no
solo no compromete, sino que expresa la profunda unidad que viene de Dios para
todos los bautizados. Y reconozco como signos y servidores de esta unidad a los
pastores, al Papa, a los Obispos en comunión con Él, a los sacerdotes que en cada
comunidad son enviados por el Obispo. En el amor al Papa y al Obispo, signo de Cristo
Pastor, en la docilidad a su guía, todos los que han recibido los diversos dones entran
en diálogo entre ellos y crecen en la comunión. Es la comunión de un pueblo de
creyentes adultos y responsables en la fe y en el amor, capaces de pronunciar con la
vida tres grandes “no” y tres grandes “sí”.
El primer “no” es a batirse en retirada, a replegarse y desentenderse 1. Nadie tiene
derecho a ello, porque los dones recibidos por cada uno tienen que ser vividos en el

1
NT. la expresión italiana es “disimpegno”. Lo he traducido como: retirada, repliegue y desentenderse.
servicio a los demás. A este “no” debe corresponder el “sí” a la corresponsabilidad,
para que cada uno se haga cargo de la propia parte del bien común por realizar, según
el plan de Dios. El segundo “no” es a la división, a la cual ninguno puede sentirse
autorizado, porque los carismas vienen del único Señor y están orientados a la
construcción del único Cuerpo, que es la Iglesia; el “sí” que se sigue de aquí es el sí al
diálogo fraterno, respetuoso de la diversidad y vuelto a la búsqueda constante de la
voluntad del Señor para cada uno y para todos. El tercer “no” es el “no” a la
disminución de la marcha y a la nostalgia del pasado, que ninguno debe consentir,
porque el Espíritu está siempre vivo y operante en la vida y en la historia; a este “no”
debe corresponder el “sí” a la continua reforma, para que cada uno pueda realizar
siempre más fielmente la llamada de Dios, y la Iglesia toda pueda celebrar su gloria. A
través de este triple “no” y este triple “sí”, la Iglesia se presenta como icono vivo de la
Trinidad, comunión de hombres y mujeres, adultos y responsables en su diversidad,
unidos entre sí por el amor.
¡Qué necesidad tenemos de esta comunión! De cara al archipiélago que es a menudo
nuestra sociedad, en la que cada uno parece extraño a los demás y no logra salir de si
mismo en el don del amor, la comunión de la Iglesia representa verdaderamente la
buena noticia contra la soledad: así quisiera que se mostrase a todos la Iglesia, y a
este fin quisiera ofrecer con generosidad mi propia contribución como discípulo y
pastor a fin de suscitar y cultivar con todos relaciones de respeto y de amor recíproco,
que sean una imagen elocuente de la comunión trinitaria, a la vez que enciendan en
quien está alejado el deseo del Dios de los cristianos y de la experiencia de El,
ofrecida en la Iglesia del amor. En esto consiste la misión confiada a la Iglesia: ser luz
de los pueblos por la fuerza de la fe y de la caridad, atraer a los hombres a Dios con
los vínculos del amor, mostrando de manera creíble a todos la belleza del encuentro
con Jesús, capaz de cambiar el corazón y la vida.
Sí: sueño la Iglesia que amo siempre más misionera, no con un espíritu de conquista
que se inspire en la lógica del poder humano, sino en una pasión de amor, en un arrojo
de servicio y de don, que quiere comunicar a todos lo hermoso que es ser discípulo de
Jesús y cuánto puede colmar Su amor el corazón y la vida. Es cierto: la Iglesia es y
permanece un pueblo en camino, peregrino hacia la patria del cielo. Toda presunción
de haber llegado tiene que ser considerada una tentación: sueño la Iglesia empeñada
en su continua purificación y en su renovación, desprendida de toda conquista
humana, solidaria con el pobre y con el oprimido; vigilante, subversiva y crítica hacia
todas las realizaciones miopes de este mundo. Bien entendido, esto no significa falta
de compromiso o crítica banal; la vigilancia que nos es reclamada en cuanto discípulos
de Jesús es costosa y exigente. Se trata de asumir las esperanzas humanas y de
verificarlas confrontándolas con la resurrección de Cristo que, por una parte, sostiene
todo empeño auténtico por la liberación del hombre, y por otra, contesta toda
absolutización de metas terrenas. La patria, que nos hace extranjeros y peregrinos en
este mundo, no es sueño que aliena de la realidad, sino fuerza estimulante y crítica
del empeño por la justicia y por la paz en el hoy del mundo. Sueño que la Iglesia sea
siempre más pueblo de la caridad, testimonio de la alegría y de la esperanza que no
defrauda, libre y generosa en su empeño de servicio a la justicia para todos, en el
diálogo entre todos y de la paz que solo así puede nacer de forma estable entre los
hombres.
Iglesia del amor, que en el Símbolo de la fe profesamos una, santa, católica y
apostólica, y que el Redentor del mundo, después de su resurrección, encomendó
apacentar a Pedro, confiándole a él y a los otros apóstoles la difusión y la guía,
“columna y fundamento de la verdad”, como dice el Apóstol (1 Tim 3,15), la Iglesia
católica francamente abierta al reconocimiento de todo el patrimonio de gracia y de
santidad que el Espíritu ha hecho y hace presente en las tradiciones cristianas, que no
están en plena comunión con ella. Con ellas dialoga ofreciendo a ellas los dones que
ha recibido, y recibiendo de ellas el testimonio del bien que el Señor obra en ellas, en
vistas del anuncio común del Evangelio de Jesús a todos los hombres. Fiel además al
propio origen divino y a su propia misión, la Iglesia advierte la exigencia del diálogo
con Israel, con quien es consciente de tener una relación privilegiada y exclusiva,
porque la fe del pueblo elegido es -como dice el apóstol Pablo- la “primicia”, la “santa
raíz”, sobre la cual el buen olivo del cristianismo está enraizado (Cf. Rom 11,16-24).
Sin renunciar a la novedad del mensaje evangélico, el pueblo de Dios que es la Iglesia
puede crecer en el conocimiento del misterio de Dios y en la esperanza de la vida
junto con el pueblo de Israel, que permanece envuelto por la gracia de la elección
divina. Sueño una Iglesia viva en el diálogo, en tensión por realizar el proyecto de
Dios, que es proyecto de unidad y de paz para todos.
Para terminar: en una época del mundo caracterizado como “aldea global”,
caracterizado también por un nuevo encuentro entre los creyentes de diversas
religiones, la Iglesia se reconoce llamada con ellos a un común servicio al hombre a
favor de la justicia y de la paz y a testimoniar la presencia de Dios en la historia.
Fundadas en la iniciativa misteriosa de Dios hacia cada hombre y en la inquietud,
deseo y acogida al Misterio santo presentes en todo corazón, las grandes religiones
universales se encuentran unidas en una suerte de espiritualidad de la escucha, que
implica la apertura radical del corazón al Dios que habla, en la disponibilidad para
dejarse conducir en la vida por Él en una obediencia de amor. Ciertamente para los
que creen en Cristo la escucha no es solo la actitud del hombre de cara a Dios, sino
también el modo de estar en Dios, en el Espíritu, unidos al Hijo, delante del Padre. El
cristiano no renunciará jamás a anunciar con las palabras y con la vida, con dulzura y
respeto, que Dios se ha involucrado en la historia de los hombres con la encarnación
del Verbo y la misión del Espíritu: es este, por tanto, un anuncio de amor, que tendrá
que conjugar la proclamación del Evangelio, al que todos tienen derecho, con la
autenticidad del diálogo, para hacer avanzar la entera familia humana hacia la
plenitud del tiempo en el que “Dios será todo en todos” (1 Co 15,28) y el mundo
entero será Su patria.
Esta Iglesia del diálogo y de la misión es la Iglesia del amor por la que Jesús ha orado:
“Como tú, Padre estás en mí y yo en ti, así también que ellos sean uno” (Jn 17,21). Es
la Iglesia de la que me reconozco hijo, que amo y propongo a todos como don de amor
para aprender a amar en el corazón de Dios. Es la Iglesia que veo realizada en la
mujer María, Virgen Madre del Hijo, que acoge el don de Dios y lo dona, dispuesta
siempre a interceder por nosotros. Es la Iglesia que quisiera construir junto también
contigo, con la ayuda de Dios, a quien te invito a dirigirte conmigo en la fuerza del
Espíritu y en la confianza de la intercesión de Jesús, Sumo y eterno Sacerdote:
Dios, Trinidad santa,
de Ti viene la Iglesia,
pueblo peregrino en el tiempo
llamado a celebrar sin fin la alabanza de tu gloria.
En Tí vive la Iglesia,
icono de tu amor,
comunión en el diálogo
y en el servicio de caridad.
Hacia tí tiende la Iglesia,
signo e instrumento de tu obra de reconciliación
y de paz en la historia del mundo.
Concédenos amar este Iglesia como nuestra Madre
y de amarla con toda la pasión del corazón,
Esposa bella de Cristo,
sin mancha ni arruga,
una, santa, católica y apostólica,
partícipe y transparencia de la vida del eterno Amor
en el tiempo de los hombres,
para que sea luz de salvación para todos los pueblos.

Traducción: P. Sergio O. Buenanueva. El original italiano puede encontrarse en la página web de la Arquidiócesis de
Chiete-Vasto: www.webdiocesi.chiesacattolica.it/cci_new/vis_diocesi.jsp?idDiocesi=55

Potrebbero piacerti anche