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el solo y la danza

La escena coreográfica contemporánea asiste a


una gran paradoja: por una parte se insiste en
privilegiar lo espectacular del baile grupal y en
otro orden, el solo en la danza se nos presenta
como el sitio para la experimentación y la
reconquista de una singularidad estetizante.
Por ello, no es de extrañar que la danza escénica
en solitario emergiera junto con el revolucionador
siglo XX. Coincidiendo con el debut de la danza
moderna y la oleada de sus grandes “madres
devoradoras”. Entonces, el solo no dejará de
sobrepasarse a sí mismo, en virtud de una actitud
siempre cambiante, progresiva; suerte de
plataforma ideológica y política de quienes se arriesgaban únicos a mostrarse.
Ahora, ¿qué distingue un danzante en solitario del resto de los roles solistas? Acaso, ¿la singularidad del solo
legitima al danzante a partir de esa peculiar forma de exponerse sobre la escena? o, ¿sencillamente, es el solo una
instancia de auto-voyerismo, en tanto el intérprete procura con su presencia ser actor y espectador de sí mismo,
explotador y creador de su propia materia gestual?

Las respuestas o, al menos, los puntos de vista revisores de estos cuestionamientos deberían rondar la coreografía
y la interpretación en solitario. Pues, sin dudas, para seducir la atención del lector-espectador al bailar solamente
solo sobre la escena, hay que contar con armas más que suficientes. No basta una brillante ejecución técnica,
mucho menos una agradable presencia, un buen diseño de vestuario o una linda selección musical, no. El creador
que en solitario se atreva a desafiar los requerimientos y misterios de la escena, debe estar convencido de su trazo
cambiante, de su transfiguración de la técnica, de la amplificación de las historias o relatos, de su apariencia
virtuosa; en fin, de la danza misma.

El discurso coreográfico del solista, hoy por hoy, después de tantas idas y
venidas, debería apostar por abrazar lenguajes “menos formulados”. Gratificante
sería, en proyectos que articulen investigación y escritura de la danza desde la
operatividad de los dispositivos coreográficos, escénicos y narrativos para
movilizar o interrogar el acontecimiento que es el propio cuerpo del danzante y/o
los procesos de subjetivación contemporáneos en el devenir actual de la
sociedad; en su diálogo abierto con otras disciplinas artísticas, campos de
conocimiento o experiencias particulares. O, en menor medida, en propuestas
que desde la apropiación de las técnicas modernas, clásicas o neoclásicas de la
danza, desarrollen indagaciones creativas de libre expresión.

Abel Berenguer (Bailarín cubano)


Mailyn Castillo
Bailarina cubana

Si la danza en solitario en el debut del pasado siglo puede pensarse como una proposición ideológica y una
estrategia de sobrevivencia; hoy, a la altura de los tiempos que corren deberíamos mirarla mejor como una
forma de “sacrificio” y al danzante como una “víctima” de su divinidad originaria. Por lo tanto, se impone
examinar las diferentes acepciones del término “solo” confrontando el danzante en solitario con otros roles
solistas. Es necesario valorar cómo el solo puede “fracturar” eso que, en nuestra civilización, nos ha dado la
experiencia de unidad. Unidad de sí, unidad de la verdad, unidad de la diversidad del mundo. Para Foucault, la
espiritualidad es “la búsqueda, la práctica, la experiencia a través de la cual, el sujeto opera sobre sí mismo las
transformaciones necesarias para tener acceso a la verdad”. Por similitud, esta apropiación implica una
conversión, o sea, una puesta en acción, un baile cambiante. Diríamos mejor: una metamorfosis del cuerpo.

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