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Seguid…la Santidad,

sin la cual nadie verá al Señor


Hebreos 12:14

Thomas Brooks (1608 - 1680)

Traducido y adaptado para estudios bíblicos dominicales


por:
Julio C. Benítez B.
Iglesia Bautista Reformada “La Gracia de Dios”
2

Impresión para la Asociación Latinoamericana de Iglesias


Bautistas Reformadas A-LIBRE

Publicado y distribuido por:


Iglesia Bautista Reformada la Gracia de Dios
Medellín, Colombia

ISBN:

Impreso en Medellín

Iglesia Bautista Reformada La Gracia de Dios


www.caractercristiano.org

Asociación Latinoamericana de Iglesias Bautistas


Reformadas
A-LIBRE
Medellín, Colombia
3

TABLA DE CONTENIDO

Prólogo 4
I. Introducción: Un llamado a ser diligentes en la
santidad, primera parte 5
II. Un llamado a ser diligentes en la santidad,
Segunda parte, 22
III. Un llamado a ser diligentes en la santidad, Tercera
parte, Razones para examinar nuestra santidad 48
IV. Un llamado a ser diligentes en la santidad, Cuarta
parte, Evidencias de la verdadera santidad 64
V. Un llamado a ser diligentes en la santidad, Quinta
parte, La verdadera santidad odia todas las clases
de pecado 82
VI. Buscad la santidad, Otras señales o evidencias de
la santidad real 102
VII. Buscad la santidad, Otras señales o marcas de la
santidad real 119
VIII. La santidad real ama y medita en la Palabra de
santidad 136
IX. Razones para que las personas no santificadas
busquen la santidad 153
4

Prólogo

Nadie puede ver sin ojos y sin luz. Y al leer el versículo en


Hebreos 12:14 “Seguid…la Santidad, sin la cual nadie
verá al Señor”, que habla de “seguir” y de “ver”, es
inevitable recordar el precioso versículo del Salmo 119:
105 “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi
camino”, y entender que la santidad, según está descrita en
Su Palabra, es el camino para acercarnos a Dios y verlo.

Si consideramos que la santidad es para el hombre la única


forma de felicidad, y que ella misma es una obra
sobrenatural del Espíritu Santo, quien nos infunde santos
principios que desarrollamos con el uso y en el ejercicio
de los medios de gracia; que además es imputada, legal,
interna y externa, evidente, real, que no es imaginaria ni es
vanidad, entonces, debemos exponernos a este escrito del
predicador y autor puritano inglés, Thomas Brooks.

Este libro nos permite entrar a Las Escrituras y, de manera


clara, concisa y documentada, entender qué relación
tienen “palabra”, “santidad” y “camino”, como lección
urgente y necesaria para esta generación depravada actual.
5

I. Un llamado a ser diligentes en la santidad,


Primera parte
Hebreos 12:14

Introducción

El decaimiento espiritual que se deriva de las aflicciones y


adversidades que debemos afrontar en este peregrinaje
hacia la Santa Sión, debe ser combatido con total
diligencia, pues si persistimos en una actitud fría hacia las
cosas espirituales y nos dejamos hundir en la depresión,
entonces, muy probablemente, nos adentraremos en los
lúgubres senderos que conducen a la apostasía, es decir,
iniciaremos el camino del abandono paulatino de la
preciosa fe cristiana.
El autor de la carta a los Hebreos no desea este horrendo
final para sus lectores sino que, por el contrario, les
exhorta a levantar las manos caídas y las rodillas
paralizadas. Que prosigamos nuestro peregrinaje espiritual
con valor en medio de cualquier aflicción o decaimiento.
Por lo tanto, él da a sus lectores instrucciones prácticas de
cómo levantar las manos caídas y las rodillas paralizadas.
Dos acciones constantes nos mantendrán activos en
nuestro peregrinar: Buscar con diligencia la paz y la
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santidad, es decir, la clave para no dejarnos vencer por la


depresión espiritual que producen las aflicciones de esta
vida, es mantenernos ocupados en dos cosas
fundamentales en la vida cristiana: Las buenas relaciones
horizontales, con mis hermanos y el prójimo en general, y
las buenas relaciones verticales, es decir, la comunión con
Dios.
Ya hemos visto que no se trata sólo de mantenernos
pasivamente en paz con las personas, sino de trabajar
arduamente para estar en paz con todos; no ser gestores
de odio o rencillas, pues el verdadero hijo de Dios se
caracteriza por ser un portador de paz, un mensajero de
paz y un hijo de paz.
En nuestro presente estudio analizaremos la segunda parte
del versículo 14, en Hebreos 12: “Seguid…la santidad, sin
la cual nadie verá al Señor”.
Podemos decir de la santidad lo mismo que dijimos de la
paz: El autor nos está mandado a perseguirla, a buscarla
con la misma diligencia de aquel que persigue a una presa
con el fin de cazarla. La santidad no es algo sencillo de
tener; por lo tanto, requiere que estemos ocupados todo el
tiempo en conseguirla, y cuando la hemos alcanzado,
entonces la vamos a seguir, hasta el fin de nuestros días.
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Aprenderemos que la santidad real es la única forma de


felicidad. Todos los hombres deben ser santos en la tierra
o nunca tendrán la visión beatífica, es decir, sin santidad
en la tierra nunca llegaremos a ver la gloria de Dios en el
cielo.1
Nuestro texto tiene dos partes fundamentales: Primero, el
mandato de seguir la santidad y, segundo, un argumento
para cumplir con nuestro deber.
El mandato de seguir la santidad.
“Seguid… la santidad, sin la cual nadie verá al Señor”.
Vamos a iniciar definiendo qué es la santidad. En las
Sagradas Escrituras se nos habla de la santidad desde
distintos aspectos y es necesario conocerlos pero, toda vez
que los dones de Dios son imitados y falsificados,
entonces nos será necesario mirar algunas formas de
santidad que son meras imitaciones, para luego enfocarnos
en la verdadera santidad, la cual es necesaria para poder
tener la dicha bienaventurada de ver a Dios.

1
En este estudio seguiré con bastante fidelidad al puritano Thomas
Brooks en su escrito: The Crown and glory of Christianity, or,
Holiness, the only way to happiness. Recuperado de
http://www.gracegems.org/Brooks/crown_and_glory_of_christianity
2.htm Ago-23-12
8

En primer lugar, definiendo lo que es la santidad, con el


fin de determinar a cuál santidad se refiere nuestro autor, y
que es necesaria para poder ver a Dios, la Biblia nos habla
de una santidad imaginaria, producto de nuestras vanas
imaginaciones y de meras opiniones de hombres: “Hay
generación limpia en su propia opinión, si bien no se ha
limpiado de su propia inmundicia” (Prov. 30:12).
Estas personas eran muy malas, pero tenían una gran
opinión de su falsa bondad. Eran muy sucios, y se miraban
como si tuvieran una gran pureza. Sus manos eran
asquerosas, sus corazones estaban invadidos de horrorosas
tinieblas, y todo en ellos no era más que maldad y vileza,
pero ellos eran puros ante sus propios ojos. Ellos estaban
sucios por dentro y por fuera, sucios en el cuerpo y
asquerosos en su alma. La inmundicia se había extendido
sobre ellos y, sin embargo, trataron de cubrir su
inmundicia con una santidad de mera opinión. Los peores
hombres presumen de sí mismos santidad y honorabilidad.
Nunca ha habido una generación de hombres que se
revolcaran en el más putrefacto lodo del pecado, y que a la
misma vez haya mantenido una elevada opinión de su
propia moralidad, bondad y santidad. Esta generación no
tiene su alma y conciencia lavadas por la sangre de Cristo,
ni ha sido santificada por el Espíritu Santo y, sin embargo,
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se vanagloriaban de su pureza y santidad como si hubieran


sido purificados por Cristo.
Hay muchos que se creen lo mejor de lo mejor en el
cristianismo, que son como oro puro ante sus propios ojos,
pero no son más que vil escoria. Ellos se creen más santos
que los demás, pero no son más que humo lacrimógeno
delante de los ojos de Dios, “Extendí mis manos todo el
día hacia un pueblo rebelde, que anda por el camino que
no es bueno, en pos de sus pensamientos; un pueblo que
de continuo me provoca en mi propio rostro, sacrificando
en huertos y quemando incienso sobre ladrillos; que se
sientan entre sepulcros y pasan la noche en lugares
secretos;… que dicen: Quédate donde estás, no te
acerques a mí, porque yo soy más santo que tú. Estos son
humo en mi nariz, fuego que arde todo el día” (Is. 65:2-5).
Ellos eran muy licenciosos, muy ingratos, muy rebeldes,
muy supersticiosos, muy idólatras más, sin embargo, se
contaban entre los piadosos. Eran peores que otros y, con
todo, se creían mejores que los demás. Ellos estaban muy
mal, pero se consideraban muy buenos. Eran más impuros,
más profanos y más contaminados que otros y, así que, se
consideraban más puros y más santos que los demás.
La generación de los “puros ante sus ojos” ha existido
desde hace mucho tiempo y seguirá existiendo hasta el fin
10

de la era presente. Ellos se visten de una santidad


imaginaria, pero no es más que una santidad fraudulenta
porque practican la peor iniquidad.
Esta raza de “santos en su imaginación” hoy día persiste
dentro del pueblo que se llama cristiano, pero no es algo
nuevo; dentro del antiguo pueblo del Señor también se
encontró esta clase de santidad basada en las opiniones
humanas: “Efraín dijo: Ciertamente he enriquecido, he
hallado riquezas para mí; nadie hallará iniquidad en mí,
ni pecado en todos mis trabajos” (Os. 12:8). Israel había
acumulado iniquidad tras iniquidad sobre su cabeza, sin
embargo, no podía soportar el ser acusado de maldad. A
pesar de que era notoriamente culpable de los más altos
crímenes, no obstante, pensaba que estaba libre de pecado
y limpio de todo mal. Ellos pretendían ser inocentes
cuando en realidad eran culpables de gran maldad.
Esta clase de falsa santidad lleva a sus practicantes a
pensar vanamente que el putrefacto lodo que los cubre es
como un dulce y refrescante ungüento, que los pútridos y
hediondos bichos que tienen pegados a su piel en realidad
son piedras preciosas. A ellos les pasa lo mismo que a la
iglesia de Laodicea: “Porque tú dices: Yo soy rico, y me
he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no
sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre,
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ciego y desnudo” (Ap. 3:17). Ellos pensaban que no tenían


necesidad de nada más, cuando en realidad no tenían nada
de cristiano en ellos.
El pecado del hombre es lo que le lleva a pensar que él es
lo que no es, y se esfuerza por parecer ante el resto lo que
en realidad no es. Usted dice que está lleno de bienes y no
necesita nada, pero no, esos no son más que vanos e
ilusorios sueños porque usted es un ignorante de su propio
estado de miseria. Usted dice que es rico pero Dios sabe
que es pobre y miserable. Usted dice que ve, pero es
ciego, está desprovisto de vida espiritual; no puede ver sus
propias necesidades, ni cómo Cristo las puede satisfacer;
no puedes ver su propio vacío, ni cómo la plenitud de
Cristo lo puede llenar; no puede ver su propia maldad, ni
la santidad de Cristo; no puede ver su propia pobreza, ni
las riquezas de Cristo; no puede ver su propia
insuficiencia, y mucho menos la toda-suficiencia de
Cristo; no puede ver su propia vanidad, ni la gloria de
Cristo. Muchas personas tienen mucho conocimiento de
muchas cosas pero poco se conocen a sí mismos, pocos
conocen el peligro en que están, o su infelicidad o su
miseria.
Según lo que hemos visto, hay una santidad imaginaria
que no es verdadera santidad. Una santidad imaginaria
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sólo traerá al hombre felicidad imaginaria.


Lastimosamente muchas personas, que se hacen llamar
cristianas, viven en este ilusorio sueño; pero esta clase de
santidad no es de la que habla nuestro autor sagrado
porque a través de estas ilusiones no podremos ver a Dios.
Los cristianos que son bastardos y no hijos, meros
creyentes profesantes, “santos bastardos”, nunca
heredarán con los herederos de la gloria, sino que serán
expulsados de la presencia del Señor, de la gloria de su
poder hacia la más miserable oscuridad, porque se
sintieron satisfechos y complacidos en sus espíritus con
una santidad bastarda, engreída y falsa.
En segundo lugar, existe una santidad que es externa o
visible ante los demás. Los vicios escandalosos son
dejados a un lado y se cumplen con los deberes religiosos
o cristianos: Asistir a los cultos, tener el devocional
familiar, ofrendar económicamente, evangelizar, entre
otros. Son personas con una conducta prácticamente
irreprochable: No se ofenden con nadie, son buscadores de
la paz, no mienten, no roban, son justos en sus negocios,
prácticamente no hay tacha o falta alguna en ellos. Casi
pudiera comparárseles con algunos personajes bíblicos,
los cuales tuvieron un testimonio impecable ante la
iglesia, la sociedad y sus propias familias. Por ejemplo,
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Zacarías y Elizabeth, los cuales “…eran justos delante de


Dios, y andaban irreprensibles en todos los
mandamientos y ordenanzas del Señor” (Lc. 1:6); o se les
puede comparar con los apóstoles, los cuales podían decir:
“Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa,
justa e irreprensiblemente nos comportamos con vosotros
los creyentes” (1 Tes. 2:10).
Los verdaderos creyentes, los que han sido justificados
por Dios y tienen la esperanza bienaventurada de poder
verlo, evidencian la santidad interna hacia el mundo
exterior, y Pablo dice de ellos: “Para que seáis
irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en
medio de una generación maligna y perversa, en medio de
la cual resplandecéis como luminares en el mundo” (Fil.
2:15). Sin esta santidad visible y externa no hay verdadera
felicidad, no hay esperanza de la dicha bienaventurada de
poder ver a Dios. Los que afirman tener un corazón
regenerado y santificado, mientras en lo externo son
peores que el diablo, se engañan a sí mismos, y para ellos
no es la felicidad prometida de poder ver a Dios. La
condición de regeneración y santificación interna,
indefectiblemente, se hará notoria a través de una vida de
santidad y pureza con Dios y con los hombres.
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Sin embargo, no toda muestra externa de santidad


realmente es fruto de un corazón regenerado, de lo cual
Pablo afirma: “Y también el que lucha como atleta, no es
coronado si no lucha legítimamente” (2 Tim. 2:5).
Algunos parecen estar en la lucha y tienen todas las
evidencias externas de vida cristiana, pero realmente no lo
son en su interior, no son legítimamente creyentes.
Un hombre puede ser visiblemente santo a los demás y
realmente no ser santo. Un hombre puede tener un vestido
exterior de santidad, más ella está ausente de su espíritu y
de su ser interior. Hay muchos que hacen un espectáculo
glorioso de santidad delante de los hombres, más son
abominables ante los ojos de Dios. Algunos son como el
preciado oro ante los ojos de los hombres, pero ante Dios
no son más que insignificante y despreciable polvo:
“Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos
delante de los hombres; más Dios conoce vuestros
corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime,
delante de Dios es abominación.” (Luc. 16:15).
Judas, Simón el mago, Demas, los escribas y los fariseos,
todos ellos manifestaban una santidad externa que causaba
gran admiración ante los hombres y la iglesia, pero en sus
corazones no había regeneración: “!Ay de vosotros
escribas y fariseos, hipócritas! Porque limpiáis lo de
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fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de
robo y de injusticia. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos,
hipócritas! Porque sois semejantes a sepulcros
blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran
hermosos, mas por dentro están llenos de huesos de
muertos y de toda inmundicia. Así también vosotros por
fuera, a la verdad, os mostráis justos a los hombres, pero
por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad.” (Mt.
23: 25, 27 y 28).
En lo exterior eran religiosos, pero interiormente eran
malos; tenían apariencia de santidad, pero por dentro
estaban llenos de impurezas; eran justos en lo externo,
pero inmundos e impíos por dentro. Esta clase de
pecadores puede ser clasificada como una de las peores
que existen, ya que tratan de cubrir sus vicios e
inmundicias interiores con disfraces de santidad exterior.
Estos se envuelven con el manto de la santidad, pero no
aman la santidad.
Recordemos esta gran verdad: Aunque sin santidad visible
nadie verá al Señor, no obstante, algunas personas tienen
una santidad visible, más nunca lo verán. La santidad
visible que verá al Señor es aquella que procede de una
santidad interna y de corazón. La santidad visible, sin
regeneración en el corazón, sólo conducirá al infierno.
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Ahora, no nos confundamos en este tema, llegando a


conclusiones falaces, porque las dos cosas son necesarias:
Una santidad interna produce frutos de justicia visibles a
los demás (santidad externa). No pensemos de la misma
manera como algunos impíos, que se hacen llamar
cristianos, quienes con el fin de justificar su mal hablar, su
vestir vulgar y sus acciones impías, usan para su propia
perdición las palabras de la Escritura: “Porque Jehová no
mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que
está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón” (1
Sam. 16:7), y en aras de no ser un fariseo, entonces vamos
a descuidar nuestra santidad externa; porque si nuestra
santidad interna y externa no es mayor que la de los
fariseos y escribas, tampoco veremos a Dios: “Porque os
digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los
escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”
(Mt. 5:20).
En tercer lugar, existe algo que podríamos llamar la
Santidad legal. Esta consiste en una conformidad exacta,
perfecta y completa, en el corazón y en la vida, a toda la
voluntad revelada de Dios. Esta fue la santidad que tuvo
Adán en su estado de inocencia, él era perfecto porque ella
se derivaba directamente de Dios. Adán conocía
17

perfectamente la voluntad de Dios, y en él obró un


principio divino que lo llevó a conformarse a ella.
La santidad era algo natural para Adán, así como para
nosotros lo es el pecado. Y si él se hubiese mantenido
firme en esa gloriosa condición de perfección, entonces
nosotros hubiésemos sido naturalmente santos desde el
vientre de nuestra madre, así como ahora somos
naturalmente pecadores y rebeldes.
La santidad en Adán fue tan natural y tan agradable, así
como el pecado es tan natural y agradable a nosotros en
nuestra condición caída. Pero esta santidad se perdió
desde el día en el cual Adán, por insinuación de Satanás,
cedió a la tentación. Desde ese momento todos nacemos
sin santidad, como dice el salmista: “He aquí, en maldad
he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Sal.
51:5).
Ahora, si el autor de la carta a los Hebreos estuviera
hablando de esta clase de santidad, entonces no habría
para nosotros ninguna esperanza de poder ver a Dios con
inconmensurable dicha, pues caímos de ese estado de
gloria y felicidad, de justicia y santidad. Dejamos nuestro
lugar de dicha perfecta para convertirnos en miserable
polvo, en una ráfaga de viento que pronto se va, en un
18

sueño pasajero, una sombra, una nube de humo, un


despreciable gusano, un alma envilecida.
Cuando el hombre pecó se convirtió en completa vanidad:
“En verdad, cada hombre en su mejor estado es completa
vanidad” (Sal. 39:5). El ser humano, luego de la caída,
llegó a envilecerse de tal manera que, cuando él ha
alcanzado las alturas morales y de tranquilidad, y logra
tener todas aquellas cosas que se consideran vitales para la
felicidad -Buen status económico y social, una linda
familia, hermosos y obedientes hijos, comodidades, buena
salud, entre otros-, en sí mismo no es más que vanidad,
sólo vanidad, totalmente vanidad.
El hombre, antes de su caída, estaba revestido de honor y
era la mejor de las criaturas, pero luego de caer en el
pecado se convirtió en la peor. El pecado lo puso por
debajo de las bestias que perecen: “El buey conoce a su
dueño, y el asno el pesebre de su señor; Israel no
entiende, mi pueblo no tiene conocimiento. ¡Oh gente
pecadora, pueblo cargado de maldad, generación de
malignos, hijos depravados! Dejaron a Jehová,
provocaron a ira al santo de Israel, se volvieron atrás”
(Is. 1:3); “Ve a la hormiga, oh perezoso, mira sus
caminos, y sé sabio” (Prov. 6:6). Es terriblemente
humillante para el humanismo contemporáneo que una
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hormiga pueda ser nuestra maestra en el cumplimiento del


deber ante Dios, mientras nosotros no somos más que
viles criaturas, inteligentes para el mal pero depravadas y
corrompidas de mente y corazón para cumplir con nuestro
deber “Aún la cigüeña en el cielo conoce su tiempo, y la
tórtola y la grulla y la golondrina guardan el tiempo de su
venida; pero mi pueblo no conoce el juicio de Jehová
¿Cómo decís: Nosotros somos sabios…?” (Jer. 8:7), ¡Qué
vergonzoso para nuestros ilustres moralistas! La cigüeña y
la grulla son más sabias que nosotros.
El que una vez fue la imagen de Dios, la gloria del
paraíso, el gobernante del mundo, ahora se ha convertido
en una carga para el cielo y para sí mismo, y en un esclavo
de los demás.
Todo esto nos muestra que nosotros estamos por fuera de
esa santidad legal. De manera que si el autor hablara de
esta clase de santidad, entonces ningún hijo de Adán
tendría esperanza de ver a Dios.
En cuarto lugar, hay una santidad imputada. Es decir, la
santidad de Cristo es impartida, atribuida y otorgada al
creyente, por la mera gracia de Dios, a través de la fe, sin
necesidad de obra alguna.
Ahora, la santidad de Cristo que es imputada al creyente
no es su santidad esencial, como la de Dios, pues esa sólo
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le pertenece a Él y no puede ser compartida con la


criatura.
La santidad de Cristo es su santidad mediadora que le es
impartida al creyente, es decir que se refiere a lo que él
hizo para nosotros como mediador. Su santidad mediadora
es su pureza personal diaria con la cual vivió en este
mundo bajo el gobierno de la Santa Ley del Señor, su
perfección de vida. Esta santidad incluye su obediencia
activa a la Voluntad del Padre, su sometimiento de
corazón a los preceptos divinos, y el perfecto
cumplimiento de los mandamientos de la Ley. Su santidad
mediadora también incluye su obediencia pasiva, es decir
sus sufrimientos, a través de los cuales soportó y cumplió
con el castigo y las maldiciones que la Ley del Señor
demandaba sobre el pecado.
Esta santidad mediadora, de obediencia activa a los
mandatos de la Ley del Señor y de sometimiento
voluntario a los castigos por el pecado, es imputada al
creyente, y en virtud de esta imputación ahora somos
totalmente justos y perfectos ante los santos ojos del Señor
“Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha
sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación
y redención” (1 Cor. 1:30). A través de esta santidad
mediadora que nos es imputada es que somos “…sin
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mancha ni arruga” (Ef. 5:25-27), “…completos en él”


(Col. 2:10), “…sin mancha delante del trono de Dios”
(Ap. 14:5). Sin esta santidad mediadora nunca podríamos
tener la felicidad de ver a Dios. Dios es un Dios de pureza
y santidad tan infinitas, que ninguna santidad que esté por
debajo de aquella que nos es imputada por Cristo, nos
permitirá estar de pie delante de su Trono (Hab. 1:13).
Nunca podremos reclamar el cielo por nuestra santidad
inherente, pues ella es imperfecta. Pero si podremos
reclamar el cielo por la santidad que nos ha sido imputada
a través de la santidad mediadora de Cristo. Esta santidad
de Cristo, que nos es imputada mediante la fe, nos da el
derecho a heredar la felicidad eterna de poder ver a Dios.
¿Has creído en Cristo de corazón? ¿Ya no confías en tu
propia santidad imaginaria o externa? Entonces ahora
tienes la santidad de Cristo y para ti es la promesa de la
esperanza beatífica, y un día tu corazón será
perfeccionado en felicidad porque podrás ver a Dios.
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II. Un llamado a ser diligentes en la santidad


(Segunda parte)
Hebreos 12:14
En la sesión pasada iniciamos el análisis del mandato de
Hebreos 12:14 “Seguid…la santidad, sin la cual nadie
verá al Señor”.
Ya hemos dicho que este mandato incluye la idea de
perseguir la santidad, buscarla con ahínco y seguirla sin
cesar cuando se la ha hallado.
También estuvimos estudiando a qué santidad se refiere el
autor, porque no se trata de la santidad imaginaria, ni de la
santidad meramente externa; pero tampoco se trata de la
santidad legal que tenía Adán antes de la caída.
Finalizamos estudiando la santidad que nos es imputada a
través de Cristo, la cual se convierte en la base de nuestra
santidad práctica, aquella santidad que nos es ordenado
buscar, seguir y cultivar.
La santidad imputada, la regeneración y la justificación, es
una obra de gracia en la cual nosotros somos pasivos y no
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nos es necesario trabajar, pues esto es obra exclusiva del


Señor en nosotros. Pero la santidad imputada, que debe ser
buscada es una obra sobrenatural del Espíritu en nosotros,
usando los medios de gracia que nos ha dado, en cuya
búsqueda se requiere la responsabilidad humana que ha
sido activada por la gracia del Señor.
La palabra griega para santidad en nuestro texto de estudio
es hagiasmon, que significa consagración. Sin esta
consagración es imposible ver a Dios, dice nuestro autor.
Esta santidad, que debe ser buscada y perseguida, ha sido
llamada la santidad inherente, interna y cualitativa. Esta
santidad inherente radica en dos cosas esenciales:
Primero, en la infusión de santos principios, cualidades
sobrenaturales o gracias en el alma, como dice Pablo en
Gálatas 5:22-23 “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo,
paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre,
templanza.” Estos hábitos de la gracia no son más que el
carácter que identifica a la nueva naturaleza que ha sido
implantada en nosotros por el Espíritu Santo: “Y vestíos
del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y
santidad de la verdad” (Ef. 4:24). La santidad es
inherente, no a la vieja naturaleza, sino al nuevo hombre
que ha sido generado de una manera sobrenatural en
nosotros por Dios mismo. Todo aquel que ha nacido de
24

nuevo tiene en su ser la semilla de la santidad, y un


cambio total empieza a producirse desde el momento en el
cual el Espíritu Santo le regenera.
Buscar la santidad no consiste en un camino moralista en
el cual vamos a hacer nuestro mejor esfuerzo para cultivar
una ética elevada, no; la santidad en el creyente es el
producto natural de esa infusión que hizo en nosotros el
Espíritu de Dios, en el cual la nueva naturaleza siempre
tiende a lo que agrada a Dios, porque ella vive para Dios y
quiere glorificarle siempre.
Hay una semilla de santidad que ha sido implantada en
nosotros y que produce hábitos de gracia, sin los cuales
nunca tendremos la esperanza de experimentar el gozo
enorme de ver a Dios “Todo aquel que es nacido de Dios,
no practica el pecado, porque la simiente de Dios
permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de
Dios” (1 Juan 3:9); “Y el que nos confirma con vosotros
en Cristo, y el que nos ungió, es Dios, el cual también nos
ha sellado, y nos ha dado las arras del Espíritu en
nuestros corazones” (2 Cor. 1:21-22). “Usted puede saber
mucho sobre Dios, es posible que escuche mucho de Dios,
puede hablar mucho de Dios, puede presumir de sus
grandes esperanzas en Dios y, sin embargo, si no tiene
estos hábitos de santidad nunca llegará al puerto bendito
25

de la felicidad en Dios, sin estas semillas de santidad


nunca segará una cosecha de bendición.”2
En segundo lugar, esta santidad inherente y cualitativa se
desarrolla en el uso y en el ejercicio de las gracias que
nos han sido dadas de manera sobrenatural, a través del
caminar en santidad. No se trata sólo de poseer una nueva
naturaleza que es santa y amante de la santidad, sino que
esta nueva naturaleza, que está en nosotros, nos debe
conducir a producir frutos de santidad en nuestra vida
diaria, en todo lo que somos, pensamos, sentimos o
hacemos. “En verdad comprendo que Dios no hace
acepción de personas, sino que en toda nación se agrada
del que le teme y hace justicia” (Hechos 10:35); “Pero si
andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión
unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos
limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7); “Porque la gracia de
Dios se ha manifestado para salvación a todos los
hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y
a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa
y piadosamente” (Tito 2:12).

2
Brooks, Thomas. The Crown and Glory of Christianity. Recuperado
de
http://www.gracegems.org/Brooks/crown_and_glory_of_christianity
2.htm Septiembre 6 de 2012.
26

No podremos cultivar hábitos santos sino hacemos actos


santos. Los hábitos santos se reflejan en una vida
decorosa. Los hábitos santos se evidencian en obras santas
que los demás pueden ver. Los hábitos espirituales se
desarrollan de la misma manera que sucede con nuestros
hábitos naturales –entre más los ejercitamos a través de la
práctica diaria, más se incrementan y fortalecen-. Aquel
que tiene una nueva naturaleza espiritual santa,
desarrollará una vida santa. Es imposible que esto no se
dé. Si la semilla de la santidad ha sido sembrada en
nosotros por el Espíritu Santo, entonces se producirán en
nosotros los frutos de una vida práctica santa.
Ahora, luego de haber entendido a qué se refiere el autor
con la santidad, procederemos a analizar la segunda
declaración de nuestro versículo: “…sin la cual nadie verá
al Señor”. Vamos a probar, bíblicamente, a través de
varios argumentos, que sin esta santidad práctica ninguna
persona tendrá la esperanza de ver a Dios. “El creyente
puede fallar en <seguir la paz con todos los hombres>,
aunque él sufrirá pérdida y atraerá sobre sí la vara del
castigo de su Padre, sin embargo, esto no supone la
pérdida del cielo. Pero sucede lo contrario con la santidad:
a menos que se nos haga partícipes de la naturaleza divina,
a menos que haya devoción personal a Dios, a menos que
27

haya una sincera aspiración a ser conformados a Su


voluntad, entonces, nunca se alcanzará el cielo. Solo hay
un camino que lleva al país de la bienaventuranza eterna,
y esa es la autopista de la santidad, y al menos que (por
gracia) andemos en esa senda, nuestro curso
inevitablemente terminará en las cavernas de la
3
condenación eterna.”
La advertencia de nuestro autor debe hacer que todos
temblemos delante de la Palabra de Dios, porque lo que él
está diciendo es que, debido a la santidad inefable de Dios,
delante de él no podrá estar ninguno que no ame, busque,
persiga y practique la santidad. Así haya sido miembro de
una iglesia bíblica, diácono, pastor o predicador de las
preciosas doctrinas de la gracia; así conozca de la A a la Z
la doctrina de la seguridad de la salvación o la
perseverancia de los santos; si la vida no está marcada por
ese principio de santidad que Dios implanta en los suyos,
entonces, nunca veremos a Dios y moraremos en la eterna
oscuridad.

3
Pink, Arthur. An Exposition of Hebrews. Recuperado de:
http://www.pbministries.org/books/pink/Hebrews/hebrews_094.ht
m En: Septiembre 12 de 2012
28

Los antinomianos, algunos dispensacionalistas extremos y


otros grupos cristianos de tendencia amplitudista niegan la
necesidad de la santificación en el creyente, de la
consagración o la obediencia a los santos mandatos del
Señor. Ellos creen que la santidad imputada nos libra de la
necesidad de trabajar en nuestra santificación práctica.
Ellos dicen que, puesto que ahora no hay condenación
para los creyentes, entonces ya no pecan, es decir, ningún
acto o pensamiento malvado que cometan les llegará a ser
contado como pecado.
Pero esto no es lo que enseñan las Sagradas Escrituras:
“Pues, no nos ha llamado Dios a inmundicia sino a
santificación (consagración).” (1 Tes. 4:7).
“Pero gracias a Dios, que aunque eras esclavos del
pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de
doctrina a la cual fuisteis entregados; y libertados del
pecado, vinisteis a ser siervos de justicia. Hablo como
humano, por vuestra humana debilidad; que así como
para iniquidad presentasteis vuestros miembros para
servir a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para
santificación presentad vuestros miembros para servir a
la justicia” (Ro. 6:17-19).
La palabra hagiasmos, siempre que la encontramos en el
Nuevo Testamento, hace referencia a la purificación ética
29

e “…incluye la idea de separación, es decir, <la


separación del espíritu de toda impureza y corrupción, y
una renunciación de los pecados hacia los que nos llevan
los deseos de la carne y de la mente>.”4
Las Escrituras nos enseñan que el hombre es justificado
delante de Dios sólo por la fe, sin necesidad de obras, pero
esta fe que justifica no está sola. La justificación es
seguida, inmediatamente, por la santificación, porque Dios
envía su Santo Espíritu a todos los que son justificados, y
este Espíritu es el de la santificación.
La verdadera santidad no consiste en la mera rectitud
moral, pues, “…un hombre puede vanagloriarse de grande
adelanto moral, y sin embargo ser un bien conocido
extranjero en cuanto a la santificación. La Biblia no exige
pura y simplemente un mejoramiento moral, pero sí un
mejoramiento moral en relación con Dios, por causa de
Dios y con el propósito de servir a Dios.”5 Muchos
predicadores en la actualidad presentan sus sermones
desde una perspectiva ética humanista, pero este error sólo
será corregido cuando se vuelva a presentar la verdadera
doctrina de la santificación. El Dr. Berkhof presenta una

4
Berkhof, Luis. Teología Sistemática. Página 633
5
Berkhof, Luis. Teología Sistemática. Página 637
30

definición de la santificación muy interesante: “La


santificación puede definirse como aquella operación
bondadosa y continua del Espíritu Santo, mediante la cual
Él, al pecador justificado lo liberta de la corrupción del
pecado, renueva toda su naturaleza a la imagen de Dios y
lo capacita para hacer buenas obras.”
No podremos buscar la santidad de manera correcta hasta
que hayamos entendido lo que la Biblia nos enseña sobre
la santidad, pues muchos creyentes creen que se trata de
un mero esfuerzo moral y de la voluntad humana; y,
aunque requiere esfuerzo de parte del creyente, es
necesario entender que la santidad es una obra divina. La
santificación “…consiste fundamental y principalmente en
una operación divina en el alma, por medio de la cual,
aquella disposición santa nacida en la regeneración queda
fortalecida y se aumenta su santa actividad. Se trata de una
obra que en esencia es de Dios, aunque hasta donde Él
emplea medios, el hombre puede cooperar y se espera que
coopere mediante el uso adecuado de estos medios.”6
Que la santidad es una obra sobrenatural queda claro en
muchos pasajes de la Biblia:

6
Berkhof, Luis. Teología Sistemática. Página 638
31

“Y el mismo Dios de paz o santifique por completo; y todo


vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado
irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo.
Fiel es el que os llama, el cual también lo hará” (1 Tes.
5:23-24).
“Y el Dios de paz que resucitó de los muertos a nuestro
Señor Jesucristo, el gran pastor de las ovejas, por la
sangre del pacto eterno, os haga aptos en toda obra
buena para que hagáis su voluntad, haciendo él en
vosotros lo que es agradable delante de él por Jesucristo;
al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén”
(Heb. 13:20-21).
La santificación consiste en dos partes fundamentales: La
mortificación del viejo hombre y la vivificación del nuevo
hombre. El viejo hombre hace referencia a nuestra
naturaleza de pecado, la cual debe ser debilitada, no
alimentada, y golpeada hasta que pierda por completa su
fuerza. Es deber del creyente, por la gracia del Espíritu
Santo, considerarse muerto a la naturaleza de pecado, la
cual ha sido crucificada: “Sabiendo esto, que nuestro viejo
hombre fue crucificado juntamente con él, para que el
cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos
más al pecado” (Ro. 6:6). “Pero los que son de Cristo han
32

crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gál.


5:24).
Pero, además de este aspecto negativo en la santificación,
se requiere de uno positivo, es decir, vivificar el nuevo
hombre que fue creado en Cristo Jesús para buenas obras
(santidad). Esta vivificación “…consiste en aquel acto de
Dios por medio del cual se fortalece la disposición santa
del alma, se aumenta la actividad santa, y de este modo se
engendra y promueve un nuevo curso de vida. La vieja
estructura de pecado va destruyéndose por grados, y una
nueva estructura es originada en Dios
Ahora, analicemos a la luz de las Sagradas Escrituras
algunas de las razones por las cuales:

Sin santidad nadie verá al Señor

1. El primer argumento, la Biblia nos enseña de una


manera clara y simple que Dios ha cerrado y trancado la
puerta del cielo para todos los que viven en impiedad
“¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de
Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los adúlteros, ni los
afeminados, ni los que se echan con varones, ni los
ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los
maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de
33

Dios. Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya


habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el
nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro
Dios” (1 Cor. 6:9-11).
El cielo es una herencia inmaculada e impoluta, y ninguno
de los que vive como impío podrá ser partícipe de la
misma. El cielo rechazó los ángeles cuando cayeron de su
justicia y santidad. Pero ahora algunas personas creen que
los estándares de santidad del cielo han cambiado, y que
Dios aceptará en su seno a personas que se deleitan en la
maldad. ¿Podrá ese mismo cielo, que excomulgó a los
ángeles que pecaron, albergar a injustos que se creen
dignos del amor de Dios? Seguro que no. Estos pecadores,
que con sus maldades hacen llorar y gemir a la tierra,
¿Podrán ser recibidos arriba para también hacer llorar y
gemir al cielo? De seguro que no.
En Gálatas 5:19-21 la Palabra de Dios también es clara en
afirmar que los que andan practicando la maldad no
entrarán al reino de los cielos, y no tienen la
bienaventurada esperanza de poder ver a Dios: “Y
manifiestas son las obras de la carne, que son: Adulterio,
fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías,
enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones,
herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías y
34

cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os


amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que
practican tales cosas no heredarán el reino de Dios.”
Antes de que los impíos vayan al infierno Dios les dice,
una y otra vez, que ellos no heredarán el Reino de Dios.

2. Un segundo argumento bíblico que demuestra que sin


santidad nadie tendrá la dicha bienaventurada de ver a
Dios es el siguiente: Sin santidad los hombres son
extraños ante Dios, y por lo tanto, no pueden ser admitidos
en la convivencia con Él. Dios no ama el vivir con
extraños. Ahora, todas las personas profanas e impías
están en esta condición: “En aquel tiempo estabais sin
Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los
pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el
mundo” (Ef. 2:12). En este pasaje hay cinco “sin” que
identifican a los impíos:
a. Estaban sin Dios, el autor de la esperanza
b. Estaban sin Cristo, el fundamento de la esperanza
c. Estaban fuera de la iglesia, el lugar de la esperanza
d. Estaban sin los pactos de la promesa, es decir, estaban
sin las preciosas promesas que Dios en su pacto había
hecho, las cuales son el suelo y la razón de la esperanza.
35

e. Y, por último, estaban sin la gracia de la esperanza; no


tenían ninguna esperanza de la comunión con Cristo, sin la
esperanza de la comunión con los santos y sin esperanza
de la reconciliación con Dios.
Ellos son unos completos desconocidos ante Dios y no se
preocupan por sus almas.
El Dios del Antiguo Testamento no aceptaba extraños en
su santuario, y por lo tanto, ¿Será que Dios, ahora,
aceptará extraños en el reino de los cielos? De seguro que
no “Y dirás a los rebeldes, a la casa de Israel. Así ha
dicho Jehová el Señor: Basta ya de todas vuestras
abominaciones, oh casa de Israel; de traer extranjeros,
incircuncisos de corazón e incircuncisos de carne, para
estar en mi santuario y para contaminar mi casa, de
ofrecer mi pan, la grosura y la sangre, y de invalidar mi
pacto con todas vuestras abominaciones. Así ha dicho
Jehová el Señor: Ningún hijo de extranjero, incircunciso
de corazón e incircunciso de carne, entrará en mi
santuario…” (Ez. 44:6, 7 y 9).
Ningún extraño o extranjero tiene derecho a entrar al
santuario de Dios, tampoco el que no tenga santidad
interna, ni santidad en sus corazones, ni santidad práctica
en sus vidas y, por lo tanto, Dios nunca le permitirá la
entrada al Reino de los cielos: “No todo el que me dice:
36

Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que


hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.
Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿No
profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera
demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?
Entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí,
hacedores de maldad” (Mt. 7:21-23). “Y entró el rey para
ver a los convidados, y vio allí a un hombre que no estaba
vestido de boda. Y le dijo: Amigo, ¿Cómo entraste aquí,
sin estar vestido de boda? Más él enmudeció. Entonces el
rey dijo a los que servían: Atadle de pies y manos, y
echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el
crujir de dientes” (Mt. 22:11-13).
Insisto, si Dios cerró las puertas del Tabernáculo a todos
los extraños a Él, al pacto y a la iglesia, también cerró la
puerta a todos los que son extraños a Cristo y a su Palabra.
A los palacios no entran los extraños, sino los príncipes,
los hijos, los amigos, los conocidos, los favoritos, y de la
misma manera es en el palacio de los cielos. No vamos a
admitir que extraños convivan con nosotros, y Dios no
admitirá en su cielo a personas que nunca tuvieron
familiaridad con él.
37

3. Un tercer argumento bíblico para demostrar que sin


santidad nadie podrá tener la dicha de habitar eternamente
en la gloriosa y gozosa presencia de Dios es este: Las
personas profanas están en comunión y familiaridad con
Satanás y, por lo tanto, Dios no tendrá ninguna comunión
o familiaridad con ellos “No os unáis en yugo desigual
con los incrédulos; porque ¿Qué compañerismo tiene la
justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las
tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué
parte el creyente con el incrédulo? ¿Y qué acuerdo hay
entre el templo de Dios y los ídolos?” (1 Cor. 6:14-16).
Si no puede haber comunión íntima entre un incrédulo y
un creyente, entre la justicia y la injusticia, o entre la luz y
las tinieblas, de la misma manera Dios no tiene comunión
con Satanás ni con aquellos que le pertenecen. Todos los
que hacen maldad y se complacen en ella son hijos del
diablo, en consecuencia, Dios no los podrá recibir en su
Reino celestial “Vosotros sois de vuestro padre el diablo,
y los deseos de vuestro padre queréis hacer” (Jn. 8:44);
“…en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la
corriente de este mundo, conforme al príncipe de la
potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos
de desobediencia” (Ef. 2:2).
38

Los pecadores tienen una relación de profunda amistad y


compañerismo con Satanás, así ellos no lo miren de esa
manera. Ahora, ¿No será una blasfemia afirmar que un
Dios santo tendrá comunión con aquellos que son amigos
del diablo? Si Dios expulsó a Satanás del cielo, ¿Acaso
dará cabida a los súbditos de Satanás en su reino celestial?
Si el cielo era demasiado santo para Satanás y los
demonios, ¿Descansarán en el seno divino los que tienen a
Satanás como compañero?

4. Un cuarto argumento bíblico que demuestra la


imposibilidad de que algún ser humano vea a Dios sin
santidad es este: La gente profana es contraria a Dios. Su
naturaleza, sus principios, sus prácticas, sus objetivos, sus
mentes, sus voluntades, sus afectos, sus intenciones, sus
juicios y sus resoluciones son contrarios al nombre, la
naturaleza, la gloria y la verdad de Dios.
Nadie que lleve una vida marcada por la oposición a Dios
en sus actos, pensamientos e intenciones, tendrá la
esperanza de gozar de Su presencia, pues Dios mismo está
en oposición a él “Si anduviereis conmigo en oposición, y
no me quisiereis oír, yo añadiré sobre vosotros siete veces
más plagas según vuestros pecados” (Lev. 26:21).
39

Así como es imposible unir al este con el oeste, o al norte


con el sur, o a las tinieblas con la luz, o al cielo con el
infierno, también es imposible que un Dios santo abrace a
un pecador impío. Las personas impías son contrarias a
Dios en todo lo que hacen y piensan, así ellos se
consideren buenas personas o creyentes.
En Isaías 22:12-13 hay una terrible acusación que Dios
hace contra los impíos: “Por tanto, el Señor Jehová de los
ejércitos, llamó en este día a llanto y a endechas, a
raparse el cabello y a vestir cilicio; y he aquí gozo y
alegría, matando vacas y degollando ovejas, comiendo
carne y bebiendo vino, diciendo: Comamos y bebamos,
porque mañana moriremos”. El Señor los está llamando al
arrepentimiento, a que lloren y se lamenten por sus
pecados para así encontrar el favor divino, pero ellos
hacen lo contrario. El impío prosigue en su vida licenciosa
y se entrega a la alegría y al goce de este mundo, porque
sabe que mañana morirá; pero no se acuerda que luego de
la muerte viene la eternidad, y ésta será horrible para él si
no la puede disfrutar en la presencia de Dios. El impío
siempre hace lo contrario a Dios, está en oposición a él.
Algunas corrientes doctrinales de nuestro tiempo han
inventado la idea de que existen dos clases de creyentes:
Los espirituales y los carnales. Según esta interpretación,
40

ambos son salvos y redimidos, pero creo que esta no es la


enseñanza de las Sagradas Escrituras. La persona que es
carnal anda según la carne o la naturaleza pecaminosa;
pero si andamos en la carne no agradamos a Dios y Dios
tampoco está agradado con nosotros, porque estaríamos en
oposición a Él, en enemistad contra Él “Porque el
ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del
espíritu es vida y paz. Por cuanto los designios de la
carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a
la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según
la carne no pueden agradar a Dios” (Ro. 8:6-8); “!Oh
almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad del mundo, es
enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser
amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Stg.
4:4).
El impío no podrá ver a Dios porque en él no hay
santidad, porque él es contrario a Dios. Un Dios santo no
puede tener comunión con un corazón impío porque son
como el agua y el fuego, como el lobo y el cordero. No
puede haber amistad donde hay antipatía espiritual.

5. En quinto lugar, sin santidad nadie puede tener


comunión espiritual con Dios. Una persona puede orar,
pero no puede tener comunión con Dios en la oración sin
41

la santidad. Puede participar de la Cena del Señor, pero no


puede tener comunión con Dios en este sacramento sin la
santidad. Puede entrar en la comunión con los santos, pero
no puede tener comunión con Dios en la reunión de los
santos sin santidad. Puede leer y meditar en las Escrituras,
pero no puede tener comunión con Dios en la lectura y
meditación de la Palabra sin santidad “Porque Jehová tu
Dios anda en medio de tu campamento, para librarte, y
para entregar a tus enemigos delante de ti; por tanto, tu
campamento ha de ser santo, para que él no vea en ti cosa
inmunda, y se vuelva de en pos de ti” (Deut. 23:14).
Un Dios santo solo puede estar en compañía de aquellos
que andan en santidad. La santidad es el vínculo que une a
Dios con las almas. Dios se unirá solamente con aquellos
que se han unido a él en la santidad; pero si él ve
inmundicia y maldad, seguramente se alejará. El Espíritu
Santo trata de mentirosos a aquellos que dicen estar en
comunión con Dios mientras mantienen estrechas y
familiares relaciones con el pecado “Si decimos que
tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas,
mentimos, y no practicamos la verdad” (1 Jn. 1:6).
Muchas personas pueden parecer creyentes sinceros y
amantes del Señor; pueden ser fieles a la iglesia, y asistir
puntualmente a todos los cultos; pueden participar de los
42

sacramentos y estar en las reuniones de oración, pero si


ellos no andan en santidad, Dios no tiene ninguna
comunión con ellos.
Escuchemos la acusación que Dios hace contra el pueblo
de Israel y traigamos sabiduría al corazón “No fiéis en
palabra de mentira, diciendo: Templo de Jehová, templo
de Jehová, templo de Jehová es este. Pero si mejorareis
cumplidamente vuestros caminos y vuestras obras; si con
verdad hiciereis justicia entre el hombre y su prójimo, y
no oprimiereis al extranjero, al huérfano y a la viuda, ni
en este lugar derramareis la sangre inocente, ni
anduviereis en pos de dioses ajenos para mal vuestro, os
haré morar en este lugar, en la tierra que di a vuestros
padres para siempre. He aquí, vosotros confiáis en
palabras de mentira, que no aprovechan. Hurtando,
matando, adulterando, jurando en falso, e incensando a
Baal, y andando tras dioses extraños que no conocisteis,
¿Vendréis y os pondréis delante de mí en esta casa sobre
la cual es invocado mi nombre? (Jer. 7:4-10).
Así como muchos hombres se levantan temprano y se
acuestan tarde, y trabajan todo el día para hacerse ricos
pero no consiguen nada, y siguen siendo cada vez más
pobres; de la misma manera muchas personas tratan de
cumplir con todo lo que consideran debe hacer un buen
43

cristiano, pero al final no crecen en el Señor porque


simplemente no andan en santidad, Dios no está en
comunión con ellos. Sin la santidad Dios no nos puede
abrazar en esta tierra, y mucho menos nos tendrá en su
seno en el cielo.
Deseo concluir este estudio, a modo de aplicaciones,
dando algunas razones del por qué sin la santidad real o
práctica no tendremos nunca la verdadera felicidad que
consiste, esencialmente, en poder ver a Dios.
Primero, Dios ha dicho que sin santidad nadie lo verá, y
tengamos por cierto que lo que Dios dice es verdad y
tendrá cabal cumplimiento. Dios no miente y no dejará
que ninguna de sus palabras caiga al piso. Nosotros somos
cambiantes, pero en Dios no se da esta clase da cambios.
Lo que él dijo será.
Segundo, la santidad es ese principio que nos lleva a
desear a Dios, a estar en comunión con él; que nos
capacita para estar con Dios en el cielo y para que Dios
esté en nuestros corazones. Si el corazón es limpio, Dios
es para ese hombre y ese hombre es para Dios.
Tercero, el cielo es un lugar santo, donde habita el Santo,
donde está el templo santo y es el reinado de la santidad;
por lo tanto, nadie que no sea santo podrá estar en ese
lugar, ni siquiera se sentirá a gusto allí. Nuestra vida en la
44

tierra es una preparación para la vida eterna en la


presencia de Dios, por lo tanto, es necesario ejercitarnos
en amar, buscar y vivir en santidad.
Las personas que no buscan la santidad no tienen un
corazón dispuesto para ir al cielo. Puede que de vez en
cuando hablen del cielo, o en ocasiones levantes sus ojos y
manos hacia arriba, o que de vez en cuando expresen sus
vagos deseos de ir allá; pero es fácil verificar en sus vidas
que realmente no tienen un corazón preparado para vivir
en los santos cielos.
Haré algunas preguntas que nos ayudarán a saber si
realmente nuestro corazón está preparado para la felicidad
eterna de ver a Dios en los cielos:
¿Con qué frecuencia usted piensa en la vida y la muerte,
en Dios, en el cielo y en el infierno? ¿Ha escogido la vida
antes que la muerte? ¿El cielo antes que el infierno?
¿Quiere ir al cielo pero no extiende sus manos para
aferrarse a los medios de gracia que Dios le da para
llevarlo a su presencia?
¿Endurece su corazón contra Cristo, que es el único
camino al cielo?
¿Desea disfrutar del cielo pero nunca piensa en él y vive
en este mundo como si no existiera el cielo?
45

¿Quiere disfrutar de la felicidad eterna pero ha hecho un


pacto con la muerte y con el infierno a través de su vida de
pecado?
¿Quiere gozar del paraíso celestial donde estarán para
siempre los santos, pero en esta tierra detesta la compañía
de personas piadosas, y no se deleita con los que
realmente van camino al cielo?
¿Quiere ir al cielo de la felicidad eterna pero nunca habla
del cielo, ni ora por el reino celestial, ni trabaja ni mira
para el cielo, ni lo anhela, ni lucha y tampoco espera ir
allí?
Las personas impías no tienen un corazón dispuesto para
la vida en el cielo; no quieren estar en el infierno, pero
tampoco en el cielo. Además, si a una persona que se
deleita en la maldad se le permitiera la entrada al cielo, de
seguro que no encontrará en él ninguna felicidad, pues el
cielo será un infierno para los impuros de corazón.
Los impuros pueden desear el cielo porque es un lugar
libre de aflicciones, problemas, enfermedades y de otras
cosas negativas que tenemos en esta tierra; pero realmente
ellos no podrán gozar ni un minuto del cielo, porque allí
todo es santo: Los que lo habitan son santos, lo que se
hace es santo, sus goces son santos. Un corazón impuro no
podrá desear un cielo así.
46

Deseo terminar esta sesión con algunas cortas


aplicaciones:
Mucha gente vive engañada en este mundo y creen que, de
alguna manera, Dios tendrá misericordia de ellas y les
concederá el cielo, aunque nunca pensaron en el cielo ni
se interesaron en las cosas de Dios. Otros creen que Dios
los aceptará en su gloria porque cumplieron con ciertos
ritos y deberes religiosos, aunque en su corazón nunca
hubo un pensamiento sincero respecto a Dios y su Palabra.
Algunas otras creen que en la eternidad vivirán con Dios y
con Cristo, aunque en sus corazones jamás amaron al Hijo
y mucho menos al Padre. Pero estos no son más que vanos
pensamientos e ilusorias esperanzas. Jesús fue muy claro
cuando dijo: “Bienaventurados los de limpio corazón,
porque ellos verán a Dios” (Mt. 5:8).
Si ha evaluado su vida y llegó a la conclusión de que usted
no tiene ninguna esperanza de ver a Dios, entonces lo
invito para que venga en arrepentimiento ante Cristo,
suplique su misericordia, y le ruegue te dé el don de la
salvación. Él no rechaza a los que vienen a él en
humillación y arrepentimiento. Él Espíritu de Dios lo
regenerará e imputará en usted la santidad de Cristo,
pondrá en su corazón la semilla de la santidad y verá
cómo, desde ese mismo instante, empezará a crecer en
47

usted un vivo y sincero deseo por las cosas santas, y


pronto estará dando frutos de real santidad; el gozo del
Señor avivará su alma porque usted podrá contarse, y con
total seguridad, entre aquellos millares de millares que
tendrán la felicidad eterna de ver a Dios.
48

III. Un llamado a ser diligentes en la santidad


(Tercera parte)
Razones para examinar nuestra santidad
Hebreos 12:14
Ya hemos aprendido que la santidad real es la única forma
de felicidad. Debemos ser personas santas en la tierra, o de
lo contrario nunca tendremos la bendición infinita de ver a
Dios en su santo cielo. Indudablemente será de gran
consuelo para nuestra alma examinar si en nosotros
realmente se encuentra esta verdadera santidad, sin la cual
no hay felicidad.
Debido a nuestra gran aversión a examinarnos a nosotros
mismos presentaré algunas consideraciones bíblicas con el
fin de provocar vuestros corazones a emprender esta vital
tarea de examinar si tenemos o no la santidad real; éste es
un asunto de vida o muerte.

En primer lugar, sí es posible saber si tenemos o no la


santidad real. A la luz del Espíritu, de la Palabra y de
nuestras conciencias, podemos ver si la santidad, que es la
imagen de Dios, está grabada en nuestra alma. Aunque no
podemos subir al cielo para buscar en los registros de la
gloria, con el fin de verificar si nuestro nombre está
escrito en el libro de la vida, no obstante, sí es posible
49

bajar a las recámaras de nuestra alma, o ingresar a las más


recónditas salas de nuestro corazón para leer las
impresiones de la santidad en nosotros. Es cierto que este
trabajo será duro debido a que nuestro corazón es
engañoso y cambiante; sin embargo, es posible que una
persona haga una búsqueda imparcial en su propia alma,
de forma diligente, minuciosa y particular, hasta estar
segura si tiene esa santidad real que le asegura la felicidad
eterna, trayendo a su corazón tranquilidad y regocijo.
Ahora, si la evaluación no arroja buenos resultados, si
muchos pecados aún están arraigados en el corazón, si las
obras de la carne tienen un peso muy grande en su vida y
todavía halle deleite constante en algunas clases de
pecado, entonces es momento de suplicar a Dios su gracia
y misericordia.
El fin de las autoevaluaciones o autoexámenes es corregir
lo deficiente en nosotros, de manera que al final, cuando
se dé la gran prueba, no seamos descalificados. Si bien la
puerta que conduce a la salvación es estrecha y angosto el
camino, no obstante, esto que parece difícil para nosotros
es posible para la gracia de Dios “Entonces Jesús,
mirando alrededor dijo a sus discípulos: ¡Cuán
difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen
riquezas! Ellos se asombraban aún más, diciendo entre sí:
50

¿Quién, pues, podrá ser salvo? Entonces Jesús,


mirándolos dijo: para los hombres es imposible, más para
Dios; no; porque todas las cosas son posibles para Dios”
(Mr. 10:23, 26-27).
Es posible para nosotros saber si esta semilla de la gracia
y la santidad se ha formado o no en nuestro interior, de
manera que la busquemos y preguntemos por ella; si la
buscamos, de seguro que la encontraremos, porque eso fue
lo que prometió Cristo “Pedid, y se os dará; buscad, y
hallaréis; llamad, y se os abrirá (Mt. 7:7).

En segundo lugar, consideremos esto: Debiera ser un


aspecto de gran preocupación para nosotros el saber si
tenemos esta santidad real o no. Nuestras almas dependen
de ella, la eternidad depende de ella, nuestro todo depende
de ella. Un error en este aspecto puede conducir a un
hombre a su eterna miseria. Es bueno que conozcamos el
estado de nuestros cuerpos, o de nuestras familias, o de
nuestros bienes; pero es de mucho más valor, y de
infinitas consecuencias, conocer el estado de nuestra
propia alma.
Ningún hombre vive tan miserablemente, y ninguno
muere tan tristemente, como aquel que no conoce a su
propia alma. ¡Cuántos hay que conocen mejor a los demás
51

que a sí mismos! Que son capaces de dar buena cuenta de


sus propiedades, más nada saben de sus propias almas.
Muchos en esta vida son como el hombre rico y avaro que
conocía las minucias de sus riquezas, pero no sabía nada
de la necesidad de su propia alma “También les refirió una
parábola, diciendo: La heredad de un hombre rico había
producido mucho. Y él pensaba dentro de sí, diciendo:
¿Qué haré, porque no tengo donde guardar mis frutos? Y
dijo: Esto haré: Derribaré mis graneros, y los edificaré
mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes; y
diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados
para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. Pero
Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y
lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace
para sí tesoro, y no es rico para con Dios” (Lc. 12:16-21).
Cuántas personas hay en este mundo que quieren saber
qué les depara el futuro: Si tendrán o no riquezas, si van a
vivir muchos o pocos días, si encontrarán o no al príncipe
azul, si sus empresas prosperarán o no; pero nunca tienen
curiosidad por saber cuál será el estado eterno o la
condición actual de su alma, si tienen o no la verdadera
santidad, sin la cual no tendrán la verdadera y perdurable
felicidad.
52

De entre todas las personas que adquieren gran


conocimiento, el más grande es aquel que conoce el estado
de su propia alma. Un error externo me puede hacer daño,
pero un error acerca de mi condición espiritual me puede
destruir. Mis errores externos tendrán consecuencias
temporales, pero una equivocación respecto a mi alma,
tendrá desastrosas consecuencias eternas.
Todos los seres humanos nos encontramos en una de estas
dos condiciones espirituales, y es necesario examinarnos
para saber en cuál estamos: O somos personas naturales o
somos espirituales; estamos en oscuridad o estamos en
luz; estamos en vida o estamos en muerte; estamos bajo el
amor de Dios o estamos bajo su ira; somos ovejas o somos
cabras; somos hijos de Dios o somos esclavos de Satanás;
vamos por el camino ancho de la destrucción, o vamos por
la senda angosta de la salvación. Por lo tanto, lo más
importante para el ser humano es saber en cuál de las
condiciones se encuentra. Examinemos nuestros caminos,
nuestras obras y nuestras intenciones, con el fin de saber
qué es lo que hay en nuestro corazón: El natural pecado o
la gracia de Dios.

En tercer lugar, consideremos que la disposición atenta y


comprometida de hacerse esta prueba o examen es una
53

evidencia esperanzadora de verdadera integridad y


santidad. Las almas no santificadas odian la luz, prefieren
ir a la oscuridad del infierno que ser pesadas en la balanza
del santuario. “Y esta es la condenación: Que la luz vino
al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la
luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que
hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que
sus obras no sean reprendidas. Más el que practica la
verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus
obras son hechas en Dios” (Jn. 3:19-21).
Así como el oro puro no tiene temor al horno de fuego que
lo probará, de la misma manera el corazón puro, el alma
santificada, se atreve a exponerse ante el juicio de Dios
“Si anduve con mentira, y si mi pie se apresuró a engaño,
péseme Dios en balanzas de justicia, y conocerá mi
integridad” (Job 31:5-6); “Escudríñame, oh Jehová, y
pruébame; examina mis íntimos pensamientos y mi
corazón” (Sal. 26:2). Pero así como un alumno perezoso,
que no estudió bien la lección, tiene temor a la prueba y
preferiría huir de ella; de la misma manera el corazón no
santificado evade la prueba o el juicio, porque sabe que
todo en él es malo. Así como no queremos vernos mucho
en el espejo cuando las arrugas han invadido nuestro
rostro, el no santificado evade verse en el espejo del
54

Evangelio con el fin de que sus deformidades, impiedades


y maldades no sean descubiertas.
Es una evidencia esperanzadora de santidad e integridad
cuando una persona somete a prueba la veracidad o
falsedad de la misma. Escuchemos lo que nos dice Pablo:
“Porque el que se cree ser algo, no siendo nada, a sí
mismo se engaña. Así que, cada uno someta a prueba su
propia obra, y entonces tendrá motivo de gloriarse sólo
respecto de sí mismo, y no en otro” (Gál. 6:3-4).

En cuarto lugar, consideremos que hay muchos que se


engañan respecto a su vida espiritual. Es muy fácil
engañarse así mismo “Hay generación limpia en su propia
opinión, si bien no se ha limpiado de su inmundicia”
(Prov. 30:12). Algunos creen que están en una posición
espiritual de mucha firmeza, pero luego se manifiesta que
su fortaleza espiritual era nula “Así que, el que piensa
estar firme, mire que no caiga” (1 Cor. 10:12). Ellos caen
de su vana confianza espiritual y su vida se convierte en
un completo infierno.
Hay algunos que creen ser algo cuando en realidad no son
nada: “Porque el que se cree ser algo, no siendo nada, a sí
mismo se engaña” (Gál. 6:3). Hay muchos que tienen
apariencia de piedad, pero no tienen poder espiritual.
55

Pablo advierte que en estos tiempos habrá mucha gente


“…que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la
eficacia de ella, a éstos evita”, estas personas serán muy
estudiosas de la Biblia, y escucharán cuanto sermón
puedan, pero no crecerán en santidad real, pues,
“…siempre están aprendiendo, y nunca pueden llegar al
conocimiento de la verdad” ¿Por qué? Porque “…éstos
resisten a la verdad; hombres corruptos de entendimiento,
réprobos en cuanto a la fe” (2 Tim. 3:5, 7-8).
Hay muchos que tienen un gran nombre de estar vivos,
pero en realidad están muertos. Hay iglesias completas
que se jactan de su espiritualidad, cuando en realidad
Cristo las mira como muertas: “Yo conozco tus obras, que
tienes nombre de que vives, y estás muerto” (Ap. 3:1).
Hay muchos que están muy seguros de su integridad, y sin
embargo están llenos de horrible hipocresía. Muchos
portan la lámpara de la profesión cristiana pero no tienen
el aceite de la gracia en sus corazones. Hay muchos que
se visten con un ropaje de gracia, piedad y santidad
práctica, los cuales se atreven a juzgar y cuestionar a los
demás basados en su compromiso práctico con la santidad,
pero la verdad es que la mayoría de los hombres no los
superan en maldad (Is. 9: 17 y 8-11; Ap. 3:16-18; Is. 65:2-
5; Mt. 25).
56

Hay muchos ahora en el infierno quienes tuvieron una


gran confianza de que iban al cielo. Hay muchos que
pueden gritar con confianza: La muerte ya no me tocará,
yo no iré al infierno, libre soy de condenación; sin
embargo la ira de Dios está a punto de caer sobre ellos y el
infierno está abriendo sus fauces para devorarlos.
El corazón del hombre está lleno de amor propio, auto-
adulación e hipocresía, y por lo tanto, más de un creyente
en lo exterior, también cree que lo es en el interior.
Algunos creen ser los mejores cristianos del mundo, y
dicen disfrutar de la más grande felicidad espiritual, y
esperan que el cielo muy pronto los reciba como los más
justos sobre la tierra, pero en realidad escucharán la voz
airada de Cristo que les dirá: “No os conozco” (Mt. 25:12).
En nuestro caminar nos vamos a encontrar con muchas
personas que presuntuosamente hablan de su santidad, de
su salvación y la seguridad de ir al cielo, cuando en
realidad no tienen el poder de una vida santa. Cuando
veamos a esta clase de personas, debemos auto-
examinarnos y preguntarnos si nosotros también estamos
en la misma condición. Es mejor pasar por el doloroso
examen, que vivir engañados en una vana confianza.
Muchos países llevan el no honroso primer lugar en
falsificaciones de monedas, pero no hay moneda que más
57

se falsifique en el mundo cristiano que la que lleva la


estampa de la santidad. Así como hoy día usted puede
conseguir abalorios o baratijas que brillan como si fueran
oro, también muchas personas aparentan una santidad que
parece brillar como la real, pero no es más que pura
fantasía, por lo tanto, podemos ser fácilmente confundidos
si no hacemos un examen cuidadoso de nuestra santidad.
¿Usted puede abstenerse de pecados graves o
escandalosos? Lo mismo hace el formalista ¿Ayuna y ora?
Eso también lo hacen los fariseos ¿Puede llorar y derramar
lágrimas? Esaú también lo puede hacer ¿Está arrepentido
por las consecuencias que trajeron sus pecados? Judas
también lo hace. Como Cornelio, ¿puede dar abundante
limosna? Los fariseos también lo hacen ¿Cual Zaqueo,
usted puede creer? Simón el mago también creyó ¿Cual
David, confiesa su pecado? No olvide que Saúl también lo
hizo ¿Como David, se deleita al acercarse a la casa de
Dios? Los hipócritas que acusa Isaías también lo podían
hacer. Tal como Ezequías, ¿usted se humilla ante Dios?
Recuerde que Acab lo hizo también ¿Recibe la Palabra de
Dios con gozo? El oyente del terreno entre piedras
también lo hizo (Mt. 25:1-4; Esd. 8; Est. 4; Dan. 9; Mt.
6:16; Lc. 18:11; Mt. 27; Heb. 12; Mt. 6; Hch. 10:1-4; Lc.
19:11; Hch. 21:8).
58

Así como no todo lo que brilla es oro, no siempre es


santidad lo que los hombres cuentan por santidad.
Debemos evaluar muy bien nuestra santidad porque no
sólo los dones pueden ser falsificados, sino también el
fruto del Espíritu.
Lo falso puede ser fácilmente confundido con lo
verdadero: La fe real con la falsa, el amor verdadero con
el falso amor, el verdadero arrepentimiento con el falso
arrepentimiento, la obediencia verdadera con la falsa
obediencia, el verdadero conocimiento con el falso
conocimiento; de la misma manera, la falsificación de la
verdadera santidad no es fácil de distinguirla de la real.
Muchos han sido engañados al comprar diamantes, pues si
no lo miran de cerca y cuidadosamente bajo una potente
luz, recibirán una piedra falsa. La santificación falsa es tan
parecida a la verdadera que, sin los rayos divinos que nos
guíen, seremos fácilmente engañados por nosotros
mismos.

En quinto lugar, debemos considerar que si luego de


examinarnos a la luz de la Palabra, la oración y con la guía
del Espíritu Santo, encontramos que nuestra santidad es
real, entonces se allanará el camino a la felicidad. Nuestra
felicidad eterna depende de la santidad real, pero nuestra
59

tranquilidad actual depende de nuestro conocimiento de la


santidad real. La santidad genuina es garantía de un cielo
en la eternidad, pero también es garantía de un cielo en
esta tierra.
El que tiene la verdadera santidad y lo sabe, tiene dos
cielos. Un cielo de alegría, consuelo, paz y satisfacción en
esta vida, además de un cielo de felicidad y
bienaventuranza en la eternidad. Pero el que tiene la
santidad real y no lo sabe, sin duda será salvo, aunque así
como por fuego; él tendrá la infinita felicidad de ver a
Dios en la eternidad, pero caminará con dudas y no podrá
disfrutar al máximo la gracia de Dios en esta tierra.
Cuando una persona es heredera de una gran herencia, y lo
sabe; cuando una persona es hija de un hombre poderoso,
y lo sabe; cuando una persona está fuera de todo riesgo y
peligro, y lo sabe; cuando el perdón de una persona está
firmemente sellado, y lo sabe; entonces su alegría y
confianza se elevan hasta el cielo. Cuando un hombre es
santo, y lo sabe, la primavera de la alegría y el consuelo
divino nacen en su alma, como el aumento de las aguas en
el santuario que vio Ezequiel el profeta (Ez. 47:2-5). Las
aguas de la felicidad pasarán de ser un hilo que corre
imperceptible a un río que lo cubre todo.
60

Estar seguros de nuestra real santidad traerá un manantial


de gozo y consuelo. Hará que las pesadas aflicciones se
conviertan en aflicciones ligeras “Por tanto, no
desmayamos; antes aunque este nuestro hombre exterior
se va desgastando, el interior no obstante se renueva de
día en día. Porque esta leve tribulación momentánea
produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno
peso de gloria” (2 Cor. 4:16-18).
Saber si usted tiene la verdadera santidad le hará
perseverante y ferviente, constante y abundante en la obra
del Señor; fortalecerá su fe, levantará su esperanza,
inflamará su amor, aumentará su paciencia, y aclarará su
celo. Todo lo hará con dulce misericordia, cada deber será
dulce, todo mandamiento será dulce, y cada providencia
será dulce. Se quitarán todos sus miedos y preocupaciones
pecaminosas. La felicidad permanecerá bajo cualquier
pesada carga, y esto hará que la muerte sea más deseable
que la vida “Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir
es ganancia. Porque de ambas cosas estoy puesto en
estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo
cual es muchísimo mejor” (Fil. 1:21, 23).
Saber que tienes santidad real le hará más fuerte para
resistir la tentación, más victorioso sobre la oposición y
más silencioso frente a las situaciones difíciles. Las
61

noches de invierno se convertirán en días de diáfano


verano, la cruz en corona y cada desierto en un paraíso.
Pero, ¿Qué pasa si luego del examen descubres que tu
santidad es falsa? Habrás ganado mucho, no hay razón
para caer en el sin fin desespero, pues es una gran
misericordia el que hallas llegado a ese conocimiento,
porque tú mismo sabrás que estás perdido. Es una
misericordia el que puedas ver tu propia miseria, recuerda
que a Canaán se llega a través del desierto, y el camino al
cielo es por las puertas del infierno. Tras el conocimiento
de su propia maldad, su tristeza germinará, se detestará, se
condenará y estará enfermo por su pecado; pero esto hará
que usted rompa su relación con Satanás y se una a Cristo.
Ahora usted deberá decir de todo corazón: “Varones
hermanos, ¿Qué haremos?” (Hch. 2:37).
En esta condición usted podrá clamar con sinceridad
“Qué debo hacer para que mi naturaleza pecaminosa sea
cambiada, mi duro corazón sea ablandado, mi mente ciega
sea iluminada, mi conciencia contaminada sea limpiada,
mi pobre alma desnuda sea adornada con la gracia de la
santidad”. Entonces su clamor, su grito, su oración será:
“!Oh! nadie, sino Cristo. Nadie, sino Cristo que me
perdone; nadie, sino Cristo que me justifique; nadie, sino
62

Cristo que me salve; nadie, sino Cristo que reine sobre


mí”.
Ahora el lenguaje de su alma será: “Aunque yo pensaba
que era un sabio, ahora me veo como un tonto e ignorante,
más Cristo será sabiduría para mí (1 Cor. 1:30-31); ahora
me veo a mí mismo con el color rojo de la culpa y el
oscuro de la muerte, pero Cristo será justicia para mí;
ahora me veo a mi mismo como impuro, pero Cristo será
santificación para mí; ahora me veo a mí mismo en una
condición deplorable, pero Cristo será mi redención; ahora
me veo pobre y miserable, pero Cristo será mi riqueza;
ahora me siento hambriento, pero Cristo me dará el pan de
vida; ahora me siento perdido, pero Cristo me buscará;
ahora temo que estoy muriendo, pero Cristo me dará la
vida eterna “Más por él, estáis vosotros en Cristo Jesús, el
cual nos ha sido por Dios sabiduría, justificación,
santificación y redención” (1 Cor. 1:30). “Por tanto, yo te
aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para
que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no
se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos
con colirio, para que veas” (Ap. 3:18).
Ahora el lenguaje de su alma será como el de los leprosos
que dijeron “¿Para qué nos estamos aquí hasta que
muramos?” (2 R. 7:3). Si nos quedamos en esta falsa
63

santidad, moriremos. Si nos quedamos en nuestros


pecados, moriremos. Si nos quedamos en nuestros meros
deberes, moriremos. Si nos quedamos en esta forma de
piedad, moriremos. Si nos quedamos en nuestro nombre
de estar vivos, moriremos. Por lo tanto, vamos a
levantarnos y nos aventuraremos a llevar nuestras vidas a
Cristo; él nos dará las fuerzas para que busquemos y
sigamos a la santidad, sin la cual nadie verá al Señor.

IV. Un llamado a ser diligentes en la santidad


(Cuarta parte)
Evidencias de la verdadera santidad
64

Hebreos 12:14
Hemos aprendido en nuestro texto de estudio que la única
forma de verdadera y eterna felicidad es buscar la
santidad, pues sin ella será imposible tener la
bienaventuranza beatífica, es decir, no podremos ver a
Dios.
Hemos aprendido que esta santidad práctica se deriva de
nuestra santidad imputada, la cual nos es asignada o
atribuida con base en la vida y obra de Cristo, en el
momento en el cual nacemos de nuevo. Pero todo aquel
que tenga esta santidad imputada indefectiblemente
trabajará para andar en santidad práctica, unos más que
otros, pero todos estaremos trabajando en el asunto.
Si una persona dice ser salva, porque hizo una oración de
fe, se bautizó, es miembro de una iglesia y realiza alguna
función dentro de ella, más no busca, persigue y práctica
la santidad real, el tal debe prestar seria atención al
llamado que hace el autor sagrado, pues si nunca busca
esta clase de santidad, es muy probable que no haya sido
contado entre los salvos, ni tendrá la dicha de ver a Dios
en la eternidad.
Hoy día tenemos mucho cristianismo falso. Las iglesias
evangélicas o cristianas están llenas de personas que no se
preocupan por la santidad, ellos han encontrado una forma
65

de agradar al mundo y vivir en la iglesia. Muchos sólo se


interesan en los asuntos espirituales con el fin de
experimentar algún bienestar físico, emocional o
económico; pero no están interesados para nada en sus
almas o en la vida eterna. Por otro lado, algunos grupos
evangélicos insisten mucho en la santidad, pero ésta no es
más que una manifestación orgullosa del legalismo; entre
ellos y los fariseos del tiempo de Cristo no hay mucha
diferencia.
Es necesario recuperar la doctrina bíblica de la santidad,
pues sin ella no veremos a Dios, y nuestro cristianismo no
será más que una religión temporal, vacía y sin verdadera
esperanza.
No es tan grande el número de los que han de ser
eternamente felices, el número de los que han de alcanzar
la dicha de ver a Dios en la eternidad. Son muy pocos los
que buscan esta santidad sin la cual no hay verdadera
felicidad “Pero tienes unas pocas personas en Sardis que
no han manchado sus vestiduras; y andarán conmigo en
vestiduras blancas, porque son dignas” (Ap. 3:4). Entre
los muchos miembros de la iglesia de Sardis solo unos
pocos eran santos, tanto en lo interior como en lo exterior.
Lo mismo puede estar pasando en nuestras iglesias hoy
día.
66

En toda la historia de la iglesia, a pesar de los muchos que


se identifican como miembros de ella, pocos realmente
son contados entre los santos, y por ende, entre los salvos
“Recorred las calles de Jerusalén, y mirad ahora, e
informaos; buscad en sus plazas a ver si halláis hombre,
si hay alguno que haga justicia, que busque verdad; y yo
la perdonaré” (Jer. 5:1). La respuesta es evidente, era muy
difícil hallar un santo en Israel.
“Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se
pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra,
para que yo no la destruyese; y no lo hallé” (Ez. 22:30).
Muchos creyentes e iglesias aplican este texto,
simplemente, como un llamado a la intercesión por el
pueblo, pero en realidad el que hace vallado, el que puede
interceder efectivamente por el pueblo, es el que vive en
santidad práctica. No obstante, no era fácil en ese tiempo,
así como no lo es hoy, encontrar verdaderos hombres que
vivan en santidad.
La situación espiritual del pueblo de Israel era terrible,
muy parecida a lo que vivimos hoy día en la iglesia
cristiana “Hay conjuración de sus profetas en medio de
ella, como león rugiente que arrebata presa; devoraron
almas, tomaron haciendas y honra, multiplicaron sus
viudas en medio de ella. Sus sacerdotes violaron mi ley, y
67

contaminaron mis santuarios; entre lo santo y lo profano


no hicieron diferencia, ni distinguieron entre inmundo y
limpio; y de mis días de reposo apartaron sus ojos, y yo
he sido profanado en medio de ellos. Sus príncipes en
medio de ella son como lobos que arrebatan presa,
derramando sangre para destruir las almas, para obtener
ganancias injustas. Y sus profetas recubrían con lodo
suelto, profetizándoles vanidad y adivinándoles mentira,
diciendo: Así ha dicho Jehová el Señor; y Jehová no había
hablado. El pueblo de la tierra usaba de opresión y
cometía robo, al afligido y menesteroso hacía violencia, y
al extranjero oprimía sin derecho” (Ez. 22:25-29).
El Señor Jesús también afirmó que pocos son los que en
realidad forman parte de los escogidos para salvación, a
pesar del gran número de personas que hacen una
profesión de fe y caminan por mucho tiempo en las reglas
externas del cristianismo “Porque muchos son llamados y
pocos escogidos” (Mt. 22:14). Pocos realmente responden
a su llamamiento santo y sólo estos pocos caminarán con
Cristo vestidos de blanco. La simiente santa realmente es
muy pequeña y sólo a ella le será dado el reino de los
cielos “No temáis, manada pequeña, porque a vuestro
Padre le ha placido daros el reino” (Lc. 12:32).
68

El camino que conduce a la felicidad es el de la santidad,


y este es un camino angosto porque solo hay un estrecho
espacio para que caminen el Dios santo y un alma santa.
Pocos son los que realmente se interesan, gustan, aman y
preguntan por Cristo. Más del 70% de la población
mundial no es cristiana, siguen religiones como el
islamismo, hinduismo, budismo, taoísmo, confucionismo,
chamanismo y el ateísmo. Sólo un 30% de la población se
identifica como cristiana, pero entre esta cantidad un alto
porcentaje lo componen católicos romanos y ortodoxos
(entregados a la idolatría). Otro porcentaje está compuesto
por distintas sectas: Testigos de Jehová, mormones,
adventistas, pentecostales unitarios (los cuales no creen en
el Cristo bíblico). El diminuto porcentaje que queda de
evangélicos incluye a liberales y racionalistas que
abandonaron la autoridad de las Sagradas Escrituras
(tampoco siguen al Cristo Bíblico). El poco porcentaje
restante también incluye grupos neo-carismáticos que se
interesan, principalmente, por la salud del cuerpo, la
prosperidad material, y poco interés tienen realmente por
Cristo y la santidad. Otros grupos dispensacionalistas
extremos promueven un cristianismo carnal, es decir, ellos
creen que los salvos pueden vivir como mundanos y, aun
así, tendrán la esperanza de ver a Dios; si descontamos
69

todos estos grupos del porcentaje de personas que se


identifican como cristianos bíblicos, quedamos con un
reducto muy pequeño de creyentes que forman parte de
iglesias que pueden ser consideradas bíblicas, pero aún
hay que descontar más, pues muchos de los miembros de
iglesias sanas no verán a Dios, no son realmente
creyentes, pues, son orgullosos, avaros, carnales,
legalistas, indiferentes y tibios. Realmente el grupo de los
salvos es un remanente pequeño en comparación con la
población mundial que se identifica como cristiana.
Ahora, la pregunta que cada uno debe hacerse es: ¿Estoy
yo en el número de los que tendrán la verdadera felicidad
de poder ver a Dios? ¿Cómo podemos conocer si
realmente estamos buscando esta santidad que nos
permitirá ver a Dios?
Miremos algunas marcas o señales que identifican a los
que tienen la santidad práctica:
1. Una persona que tiene la verdadera santidad,
experimenta gran admiración y es impactado por la
santidad de Dios.
Los profanos, los que no tienen la verdadera santidad,
admiran y toman los otros atributos de Dios, pero sólo los
santos aman la santidad de Dios. La cristiandad sensual de
nuestro tiempo alaba el poder y el amor de Dios, pues,
70

esto le es necesario para sentirse bien; pero pocos alaban


en Dios lo que los santos de la Biblia exaltaron.
Sólo un verdadero santo podrá deleitarse en la magnífica y
majestuosa santidad de Dios: “¿Quién como tú, oh Jehová,
entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad,
terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?
(Éx. 15:11). La santidad es la gloria del creador y los
santos sienten gran placer en esta Su gloria: “Tú verdad
cantaré a ti en el arpa, oh Santo de Israel” (Sal. 71:22);
“Regocíjate y canta, oh moradora de Sion; porque grande
es en medio de ti el Santo de Israel” (Is. 12:6). Los
habitantes de Sión han de gritar y salir rugiendo en señal
de alegría porque en medio de ellos está el Santo de Israel.
La santidad de Dios es fuente de alegría para los santos.
Sólo los santos son cautivados por la gloria de la santidad
del Santo Dios. Los ángeles del cielo viven para deleitarse
y proclamar la santidad de Dios “Y el uno al otro daba
voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los
ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria” (Is. 6:3).
Los santos serafines al triplicar la aclamación de la
santidad de Dios, no sólo denotan la eminencia
superlativa, la gloria y la excelencia de la santidad divina,
sino que también revelan cómo, en gran medida, ellos se
ven impresionados y cautivados por la santidad de Dios.
71

Para los ángeles santos, la santidad de Dios es el brillante


diamante en el anillo de Su gloria.
La gente impía se interesa por muchos de los atributos de
Dios, pero nunca por Su santidad. El pecador carnal se
deleita en la paciencia y la longanimidad de Dios. Este
pecador dice: “!Cuán paciente es Dios! Alabo su
paciencia, me agrada su paciencia. Él ha estado esperando
tantos años por mi arrepentimiento. Su paciencia es tal
que, si no fuera por ella, hace tiempos me hubiese
condenado en el infierno, pero aún espera
longánimamente para que yo vaya al cielo”.
El pecador presuntuoso se interesa solo por la misericordia
y la bondad de Dios y él puede decir: “Aunque he pecado
así y así, sin embargo Dios ha sido misericordioso
conmigo, y aunque peco todos los días de esta forma y de
esta otra, sin embargo, Dios sigue siendo propicio a mí, y
aunque mañana peque setenta veces siete, Dios seguirá
siendo propicio a mí. Dios no se complace en la muerte
del pecador, ni en la condenación de las almas ¡Alabemos
la misericordia de Dios!”
El pecador próspero encuentra gran deleite y alaba la
generosidad y la liberalidad de Dios. Él también podrá
decir: “!Qué generoso es Dios! ¡Qué Dios tan liberal es
este! Él llena mis graneros, llena mis maletas, me prospera
72

en el país y en el extranjero, me ha bendecido con un


cuerpo saludable, con muchas propiedades, con una
esposa amable, con un comercio cada vez más creciente,
excelentes empleados y prósperos niños.”
Pero ¿Encontraremos en todo el mundo a un pecador que
sea impactado y se deleite en la santidad de Dios?
Ciertamente no hay nada que haga a Dios tan formidable y
terrible ante la gente impía como la santidad de Dios. El
impío sólo quiere conocer de Dios aquellos atributos que
satisfacen sus deseos egoístas, son como el pueblo
pecador de Israel que se interesaba en escuchar
predicaciones falsas: “Porque este pueblo es rebelde, hijos
mentirosos, hijos que no quisieron oír la ley de Jehová;
que dicen a los videntes. No veáis; y a los profetas: No
nos profeticéis lo recto, decidnos cosas halagüeñas,
profetizad mentiras; dejad el camino, apartaos de la
senda, quitad de nuestra presencia al Santo de Israel” (Is.
30:9-11). Ellos decían, como muchos que se hacen llamar
cristianos dicen hoy: “No nos prediquen tanto del Santo de
Israel. Oh, sí por una vez nos dejaran de molestar con el
mensaje de la santidad de Dios. Predíquennos mejor del
Dios misericordioso, del Dios compasivo y paciente. Pero
ustedes siempre predican del Santo, Santo, Santo Dios.
¡Qué fastidio! No podemos soportar ese mensaje.”
73

Nada infunde tanto terror al pecador como un discurso


sobre la santidad de Dios. Es como la escritura con la
mano de Dios en la pared del palacio de Belsasar (Dan.
5:4-6). Nada hace que le duela más la cabeza a un pecador
que escuchar un sermón sobre la santidad de Dios.
Pero, a las almas santas no hay discurso que más le
convenga y satisfaga, que más placer y ganancia le genere,
que aquel que le revela plena y poderosamente la gloria de
la santidad de Dios.
Esta es una verdad eterna: El que ama verdaderamente la
santidad de Dios y ama a Dios por su santidad, sin duda
es participante de la santidad real que un día tendrá la
dicha de verlo por la eternidad.

2. La verdadera santidad es “difusiva”, es decir, se


difunde, se extiende y se propaga por toda el alma. Se
propaga a la cabeza, el corazón, los labios y la vida;
adentro y afuera.
“Toda gloriosa es la hija del rey en su morada; de
brocado de oro es su vestido” (Sal. 45:13), la hija del rey
es toda gloriosa porque ella, completamente en su interior,
está vestida de santidad. Su mente está adornada con la
santidad, su voluntad está inclinada a la santidad; todos
sus afectos están vestidos de la santidad; su amor es un
74

amor santo, su dolor es un dolor santo, su alegría es una


alegría santa, su miedo es un miedo santo, su celo es un
celo santo.
Y en el exterior su vestido es de “oro labrado”, es decir,
su vida y su conversación, que es lo más visible a los
demás, como la ropa que usa, está muy reluciente y
brillante en gracia y santidad. La verdadera santidad es
extensa, invade a todo el ser humano. No hay un solo
aspecto de la vida cristiana que no sea influenciado por la
santidad “Y el mismo Dios de paz os santifique por
completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea
guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor
Jesucristo” (1 Tes. 5:23).
La verdadera santidad es una levadura divina que fermenta
a todo el hombre. Así como la levadura se difunde a través
de toda la masa de harina, la santidad también se difunde a
través de todo el hombre. Ningún aspecto de la vida podrá
quedarse ajeno a la santidad. Así como la belleza de
Absalón se extendió por todo su cuerpo “… desde la
planta de su pie hasta su coronilla” (2 Sam. 14:25), la
belleza de la santidad se extiende por todos los miembros
del cuerpo y por todas las facultades del alma. Así como el
templo de Salomón era glorioso, tanto por dentro como
75

por fuera, la santidad hace que todo sea glorioso, tanto en


el interior como en el exterior.
Así como el pecado de Adán se extendió a través de todo
el hombre, a través del segundo Adán (Jesús) la santidad
se propaga a todo el hombre. Miremos cómo la santidad
que estaba en Jesús se difundió y extendió por todo su ser.
Toda su persona era sagrada: Su naturaleza era santa, su
corazón era santo, su lenguaje era santo. De la misma
manera la santidad se extiende en nosotros, abarcando la
cabeza, las manos, el corazón, los labios y la vida:
“…sino, como aquel que os llamó es santo, sed también
vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 P.
1:15). La verdadera santidad abarca todo el ser, y no hay
nada, nada que quede sin ser santificado.
“El fruto del Espíritu es en todo bondad, justicia y
verdad” (Ef. 5:9), y el que es verdaderamente bueno, es
todo bueno, tiene la bondad grabada en su comprensión,
en su juicio, en su voluntad, en sus mociones, en su
disposición y en su conversación.
El que no tiene todo influenciado por la bondad, no es
bueno. Hay algunos que tienen nueva la cabeza, pero viejo
el corazón; palabras nuevas, pero voluntades antiguas;
nuevas expresiones, pero viejos afectos; nuevos recuerdos,
pero mentes viejas; nuevas nociones, pero viejas
76

conversaciones; ellos están tan lejos de la verdadera


santidad, así como el diablo y los falsos sistemas
religiosos están lejos de la felicidad.
En cada persona santa han acontecido muchos milagros
divinos: Un hombre muerto ha sido restaurado a la vida,
un hombre ciego recobró la vista, un hombre sordo
recuperó su capacidad auditiva, un mudo recobró el habla,
un cojo ahora puede caminar, un poseído por el demonio
ahora tiene la gracia, un corazón de piedra fue convertido
en corazón de carne, y una vida de maldad fue
transformada a una vida de santidad. Por eso Pablo pudo
decir: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva
criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son
hechas nuevas” (2 Cor. 5:17). Si esto ha pasado con usted,
entonces puede ser contado entre los santos que tendrán la
felicidad eterna de ver a Dios.
3. En tercer lugar, la gente que tiene la verdadera santidad
considera a los santos en alta estima y valor.
El mundo es ciego al verdadero valor espiritual, ellos
tienen en gran estima y aprecio a los que poseen grandes
propiedades, prestigiosas profesiones, o visten con ropa
fina, más no valoran a las personas por la santidad. Dios,
quien valora lo que realmente tiene valía, se complace en
estar en la compañía, no de los grandes de este mundo,
77

sino de los santos, así no posean riquezas “Para los santos


que están en la tierra, y para los íntegros, es toda mi
complacencia” (Sal. 16:3).
Lo que realmente diferencia a un hombre de otro, y lo que
exalta a un hombre por sobre otro, es la santidad. Un
hombre santo es mejor que su vecino rico, y es en gran
manera estimado por Dios, los ángeles y los santos. No
hay un hombre que se compare con el justo: “Mejor es el
pobre que camina en su integridad, que el de perversos
caminos y rico” (Prov. 28:6).
Un hombre de verdadera santidad prefiere al santo Job,
aunque sea en medio de cenizas, antes que al malvado
Acab en su trono; tiene en gran estima al santo Lázaro,
aunque vestido con harapos y cubierto de llagas, que a un
miserable rico que se viste de ropas costosas y anda en sus
maldades; prefiere a los pobres y andrajosos cristianos, en
vez de los nobles paganos, pues, mientras estos ricos serán
arrojados al infierno, los pobres cristianos serán sus
príncipes compañeros en el reino de los cielos.
El hombre natural considera que el más rico es el mejor
hombre del pueblo, pero el santo considera al justo como
el mejor hombre. El mundo admira como mejores
hombres a los que se visten de ropa lujosa o tienen mucha
fama, pero un santo admira a aquel cuyo interior y
78

exterior, cuyo corazón y vida, cuyo cuerpo y alma están


vestidos de santidad y pureza.
Ciertamente un hombre santo considera que no hay mejor
mujer que una mujer santa, mejor niño que un niño santo,
mejor amigo que un amigo santo, mejor ministro que un
ministro santo, mejor empleado que un empleado santo.
Las excelencias internas son mucho más importantes para
un hombre santo, que todas las glorias exteriores. Las
almas puras son las almas más selectas en todo el mundo.
Para el hombre santo todas las excelencias mundanas son
como el cobre, el latón o el plomo; pero la santidad le son
como la plata refinada, el oro de Ofir, la perla de gran
precio. Si usted aprecia a las personas por su santidad,
entonces usted es una persona santa. Ningún hombre
puede apreciar verdaderamente la santidad en las otras
personas si no tiene la santidad en su propio corazón.
4. En cuarto lugar, el que es verdaderamente santo
continuará creciendo en santidad. Un hombre santo, en
este mundo caído, nunca podrá ser lo suficientemente
santo. Él no le pone límites a su santidad. La perfección de
la santidad es la meta que él tiene. Él ora, llora, estudia y
se esfuerza para llegar al más alto grado de santidad. El
santo experimenta lo mismo que sucedió con Pablo “No
que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que
79

prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui


también asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no
pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago:
olvidando ciertamente lo que queda atrás, y
extendiéndome a lo que está adelante, prosigo a la meta,
al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo
Jesús” (Fil. 3:12-14).
El que tiene la verdadera santidad sembrada en su
corazón, nunca estará satisfecho con su nivel de santidad.
Ninguna medida de santidad va a satisfacer a su santa
alma. Siempre sus deseos serán para más santidad, así
como pedía el salmista: “Una cosa he demandado a
Jehová, ésta buscaré; que esté yo en la casa de Jehová
todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura
de Jehová, y para inquirir en su templo” (Sal. 27:4). La
belleza de la santidad impacta e inflama su corazón, de tal
manera que no puede dejar de desear ser más y más santo.
Dice el alma: “Señor, yo deseo ser más santo para que
pueda glorificar más tu nombre, para que pueda cumplir
mejor mi profesión, para que pueda servir más a mi
generación. Señor, deseo ser más santo para pecar menos
contra ti, y para que pueda disfrutar más de ti.”
Un hombre santo tiene fe para mayor santidad, pues él
siempre espera más santidad. En toda situación espera más
80

santidad, y bajo toda providencia espera más santidad.


“Por lo cual, oh amados, estando en espera de estas
cosas, procurad con diligencia ser hallados por él sin
mancha e irreprensibles, en paz” (2 P. 3:14). El santo,
cuando está en prosperidad, espera que Dios lo haga más
celoso, agradecido, alegre, fértil y útil. Y cuando está en la
adversidad, espera que Dios inflame su amor, aumente su
fe, aumente su paciencia, fortalezca su sumisión y aquiete
su corazón en una santa resignación ante la providencia de
Dios.
Los que no son verdaderamente santos no se esfuerzan
para llegar a los más altos estándares de santidad. La
verdadera santidad no tiene restricciones ni limitaciones.
La verdadera santidad hace que un hombre sea santamente
codicioso. El conquistador nunca llega a hacer suficientes
conquistas; el ambicioso jamás tendrá lo suficiente; los
mundanos nunca tienen abundante riqueza, así como un
hombre santo, en este lado de la eternidad, nunca tendrá
suficiente santidad.

5. En quinto lugar, donde hay verdadera santidad hay un


santo odio e indignación contra toda impiedad e
injusticia: “De todo mal camino contuve mis pies”, ¿Por
qué?, “…para guardar tu palabra” (Sal. 119:101). “De
81

tus mandamientos he adquirido inteligencia; por tanto, he


aborrecido todo camino de mentira” (v. 104). El bien de
la Palabra divina produjo en su corazón odio contra el
pecado: “Por eso estimé rectos todos tus mandamientos
sobre todas las cosas, y aborrecí todo camino de mentira”
(v. 128).
Un hombre santo sabe que todo pecado ataca la santidad,
la gloria, la naturaleza, el ser y la ley de Dios; por lo tanto,
su corazón se levanta contra todo lo que sea pecado.
Como los fariseos contra Cristo, el santo levanta su mano
contra el pecado y grita: ¡Crucifíquenle, crucifíquenle!
El que tiene la verdadera santidad mira a todo pecado
como un duelo para el Espíritu, como un irritante del
Espíritu, como un extinguidor del Espíritu. Mira a todo
pecado como una deshonra a Dios, como un enemigo de
Cristo, como una herida al Espíritu, como un reproche al
evangelio y como una polilla que carcome la santidad.
Un pecado predominante es suficiente para destruir el
alma para siempre. En la historia bíblica algunas personas
pretendieron la santidad, pero algún pecado dominaba sus
vidas y esto fue su ruina. Judas servía al Señor como los
demás, pero era codicioso; Simón el Mago se bautizó y
servía en la iglesia, pero amaba la fama y el honor
mundano; Demas, fue consiervo de Pablo y le ayudó
82

mucho en su ministerio, pero amaba más a este mundo.


Muchos pretenden ser santos, pero todavía están
amarrados a un pecado, el cual les puede conducir a la
destrucción eterna. Como dijo el pensador Séneca: “El que
alberga un vicio, tiene a todos los demás vicios con él”.
Así como Sansón perdió su fuerza al tomar una siesta, y
Adán perdió el paraíso por comer un fruto, así muchos
hombres, al favorecer un pecado, pierden a Dios, el cielo y
sus almas para siempre.
El impío, el que no tiene la santidad verdadera, en
ocasiones podrá levantarse contra el pecado, pero lo hará
por las consecuencias tristes o desastrosas que produjo en
él, porque dañó su nombre o su honor y le causó
vergüenza; pero nunca lo odiará porque la santa ley de
Dios haya sido violada, o porque el Dios santo haya sido
rechazado, o porque el amante Salvador haya sido
crucificado de nuevo, o porque el bendito Espíritu haya
sido contristado. El hombre santo odia el pecado porque
éste contamina el alma, pero el impío lo odia porque
destruye el alma. El hombre santo odia el pecado porque
éste es una afrenta a la santidad de Dios, más el impío lo
odia porque provoca la justicia de Dios.
83

V. Un llamado a ser diligentes en la santidad


(Quinta parte)
84

Hebreos 12:14
La verdadera santidad odia todas las clases de pecado

1. El corazón de un hombre santo se levanta contra los


pecados secretos, contra aquellos que no son visibles a las
demás personas. Cuando José fue tentado para tener
relaciones íntimas, secretas y ocultas en la alcoba de la
esposa de Potifar, su corazón se levantó contra el pecado y
clamó con sinceridad: “¿Cómo, pues, haría yo este grande
mal, y pecaría contra Dios? (Gén. 39:9). Los santos no
toleran el pecado oculto y considerarían como gran
maldad el darles cabida en la profundidad de sus
corazones: “Si he mirado al sol cuando resplandecía, o la
luna cuando iba hermosa, y mi corazón me engañó en
secreto, y mi boca besó mi mano; esto también sería
maldad juzgada; porque habría negado al Dios soberano”
(Job 31:26-27).
El apóstol Pablo, luego de su conversión, no cayó en
ningún pecado escandaloso, no obstante él exclamó con
gran angustia: “Pero veo otra ley en mis miembros, que se
rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a
la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de
mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Ro.
7:23-24). Pablo experimentaba gran desesperación por los
85

pecados que estaban en lo profundo de su corazón, los


más íntimos en su mente.
Una persona que tiene la santidad real sabe lo terrible
tanto de aquellos pecados que se cometen abiertamente
como de aquellos que son secretos. El santo ora con
sinceridad para ser librado de ambas formas de pecar:
“¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de
los que me son ocultos” (Sal. 19:12). El santo sabe que
hay que arrepentirse de los pecados secretos, así como de
los visibles, y que Dios conoce nuestros pecados más
ocultos, así como los pecados abiertos. David había
pecado en lo secreto, y trató de ocultar su maldad delante
de los hombres, pero a Dios no se le escapa absolutamente
nada, y por eso le dijo a través del profeta: “Porque tú lo
hiciste en secreto…” (2 Sam. 12:12). El santo sabe que sus
pecados secretos se interponen entre Dios y él, estorbando
la santa comunión y el disfrute de su presencia: “Pusiste
nuestras maldades delante de ti, nuestros yerros a la luz
de tu rostro” (Sal. 90:8).
El santo sabe que los pecados secretos muy pronto se
harán públicos si no procede rápidamente al
arrepentimiento, al odio y la mortificación de su maldad
(ver el caso de David cuando adulteró con Betsabé o el de
Judá cuando adulteró con Tamar). Él sabe que los pecados
86

secretos son perniciosos y muy dañinos, así como lo son


las enfermedades que secretamente se van desarrollando
en nuestro cuerpo. Él sabe que los pecados secretos son un
terrible dolor para el espíritu, de la misma manera que los
pecados visibles: “Bienaventurado el hombre a quien
Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay
engaño. Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi
gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó
sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedales de
verano” (Sal. 32:2-4).

2. El corazón de una persona santa se levanta en odio


contra los pecados que parecen ser menores. Sabemos
que no hay pecado pequeño, porque no hay infierno
pequeño, condenación pequeña, ley pequeña o un Dios
pequeño para castigar esta clase de pecados. Pero hay
algunos pecados que, puede decirse, son menores en
comparación con aquellos pecados asquerosos, muy
detestables y odiosos.
Hay pecados que parecieran ser como el mosquito, y otros
como el camello. Al menos así los vemos muchas veces:
“!Guías ciegos, que coláis el mosquito, y tragáis el
camello!” (Mt. 23:24). El santo odia con todo su corazón,
tanto al pecado que es como el camello, como al pecado
87

que parece ser un simple mosquito: “La mentira aborrezco


y abomino; tu Ley amo” (Sal. 119:163). El santo aborrece
con horror, odia y detesta la mentira como al mismo
infierno; por lo tanto, es cuidadoso en cada palabra que
pronuncia delante de los hombres; antes de hablar revisa
bien lo que va a decir, con el fin de no mentir en lo más
mínimo. En ocasiones hacemos bromas que implican decir
cosas que no son ciertas totalmente y, aunque en principio
esto causa risa, en el fondo el santo queda con una
impresión de dolor y pecado en su corazón, porque sabe
que la mentira estuvo en sus labios, así haya sido en algo
que parece mínimo.
El corazón del santo se vuelve tan sensible al pecado que
el más mínimo asomo de maldad le causa terror, angustia
y dolor. Cuando David hizo un pequeño corte en el manto
de Saúl, no cometió un pecado que podríamos considerar
escandaloso, pero la semilla de la santidad implantada en
su corazón le hirió grandemente en la conciencia:
“Después de esto se turbó el corazón de David, porque
había cortado la orilla del mando de Saúl” (1 Sam. 24:5).
Así como la paloma experimenta gran terror, y huye con
desesperación del Halcón sólo con encontrarse una pluma
de su adversario, el santo temor ha sido implantado en el
corazón del creyente, y no puede dejar de detestar y
88

aborrecer el más mínimo asomo de pecado en su vida. Su


corazón se levanta contra los más suaves movimientos o
inclinaciones hacia el mal, así ellos aparezcan vestidos de
reluciente plata, pretendiendo ser por una buena causa,
porque el santo sabe que los pecados son contrarios a la
Ley justa, al Dios santo, al bendito Salvador y al Espíritu
consolador “Por lo cual, si la comida le es a mi hermano
ocasión de caer, no comeré carne jamás, para no poner
tropiezo a mi hermano” (1 Cor. 8:13).
El santo odia a los pecados “pequeños”, porque sabe que
le conducirán a pecados “mayores”. Sólo una mirada más
de la cuenta y David cayó en adulterio, trayendo como
consecuencia dolor, aflicción, quebrantamiento y
sequedad en los huesos ¿Por qué? Porque había violado la
santa Ley de Dios en la cual se había deleitado.
Jacob empieza con tres mentiras, diciendo a su Padre: Yo
soy Esaú, tu primogénito y he hecho como me ordenaste;
pero el pecado no se queda satisfecho con esto, y le
conduce a tomar el nombre de Dios en vano, poniéndolo
en medio de su engaño: “Entonces Isaac dijo a su hijo:
¿Cómo es que la hallaste tan pronto, hijo mío? Y él
respondió: Porque Jehová tu Dios hizo que la encontrase
delante de mí” (Gén. 27:20). ¡De qué naturaleza tan
89

invasora es el pecado! De qué manera insensible y


repentina se infiltra en el alma.
El corazón del santo sabe que los pecados “menores” han
expuesto, tanto a pecadores como a santos, a castigos muy
grandes. Un santo recuerda que un hombre fue apedreado
hasta la muerte por recoger leña en el día de reposo (Núm.
15:32-36). Él recuerda cómo Saúl perdió dos reinos a la
vez, su propio reino y el reino de los cielos, por salvar el
mejor ganado de Agag. Él recuerda cómo el siervo inútil,
por no mejorar su talento, fue arrojado a las tinieblas de
afuera. Él recuerda cómo Ananías y Safira murieron
instantáneamente por decir una mentira. Él recuerda cómo
la esposa de Lot, por una mirada de curiosidad, se
convirtió en estatua de sal. Él recuerda cómo Adán fue
expulsado del paraíso por comer una fruta, y cómo los
ángeles del cielo fueron expulsados por no conservar su
posición. Él recuerda cómo Moisés fue excluido de la
tierra santa porque habló precipitadamente sobre la roca.
Él recuerda cómo el joven profeta murió atacado por un
león, simplemente por comer un bocado de pan y beber un
poco de agua, en contra de la orden de Dios, a pesar de
que fue convencido para desobedecer por la profecía de un
profeta viejo, quien dijo haber recibido esto de una
revelación del cielo (1 Reyes 13). Él recuerda cómo
90

Zacarías se volvió mudo por dudar de las noticias traídas a


él por el ángel Gabriel (Lc. 1:19-62).
El recuerdo de todas estas cosas debe producir odio e
indignación contra los pecados más “pequeños”.
Solo una pequeña gota de veneno puede difundirse en un
vaso de agua y matar al más robusto de los hombres. Un
fuego muy pequeño ha convertido en cenizas a grandes
edificios. Un pequeño pinchazo con una espina ha sido
causa de muerte para muchas personas. Una pequeña
mosca puede dañar el perfume del perfumista. De la
misma manera, los pecados que consideramos “pequeños”
pueden exponer al peligro a muchos y también pueden
acarrear grandes castigos y, por lo tanto, no es de extrañar
si el corazón de una persona santa se levanta en contra de
ellos. Los pecados que son aparentemente más pequeños
provocan al Gran Dios y son muy perjudiciales para el
alma, en consecuencia, son odiados por los verdaderos
cristianos.
Un corazón santo sabe que un Dios santo espera que los
pecados “pequeños” sean rechazados y evitados. Él sabe
que la víbora debe ser aplastada cuando aún está en el
huevo. Dios exigió que los más pequeños de Babilonia
fueran estrellados contras las piedras (Sal. 137:9). No sólo
hay que matar a los pecados grandes sino a los pequeños,
91

porque ellos pueden matar el alma. Así como una pequeña


punzada en el corazón puede matar a un hombre, solo un
poco de pecado puede maldecir para siempre el alma de
una persona. Dios ordena a sus hijos: “Absteneos de toda
especie de mal” (1 Tes. 5:22).
El pecado es una cosa tan odiosa que, si no somos
consistentes en matarlo, sólo una pequeña ocasión puede
atraernos hacia él, por lo tanto, el santo lo evita y huye de
él así como se escapa del infierno.
Un corazón santo sabe que cuando el pecado está en el
pensamiento, cuando es sólo una idea, y no se le mata allí,
esa idea se convertirá en una acción, la acción en hábito, y
el hábito conducirá a la condenación del alma y del
cuerpo.
Nada habla mayormente de la santidad en una persona que
el evitar cualquier ocasión para el pecado, sea éste
escandaloso o secreto, sea éste considerado grande o
menor.

3. Un corazón santo sabe que la complacencia del menor


de los pecados es motivo para cuestionar su integridad y
sinceridad espiritual. Él tiene muchos motivos para
sospechar de sí mismo, pues por una bagatela se atreve a
dañar la relación con Dios y a afectar su conciencia. El
92

que está dispuesto a violar la ley de Dios por un bocado de


pan, también está listo para vender su alma por cualquier
precio “Hasta por un bocado de pan prevaricará el
hombre” (Prov. 28:21).
El que pervierte la justicia por unas pocas piezas de plata,
qué no hará por un cofre lleno de oro. El que puede vender
al pobre por un par de zapatos, destruirá a todos los pobres
por el precio correcto: “Así ha dicho Jehová: Por tres
pecados de Israel, y por el cuarto, no revocaré su castigo;
porque vendieron por dinero al justo, y al pobre por un
par de zapatos” (Amós 2:6). El que va a vender a su
Salvador, una vez, por treinta monedas de plata, lo
venderá con frecuencia por una suma mayor (Zac. 11:12).
El que se atreve a mentir para preservar su patrimonio,
cometerá pecados mayores para obtener lo que más ama
en la vida. El recuerdo de todas estas cosas hará que en el
corazón del santo se despierte la indignación y el odio
contra cualquier clase de pecado.

4. Un corazón santo sabe que el costo del perdón de los


pecados fue la preciosa sangre de Cristo. “Sin
derramamiento de sangre no se hace remisión” (Heb.
9:22). Ella se derramó para la remisión de todos nuestros
pecados, tanto los que consideramos grandes como los
93

menores: “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de


todo pecado” (1 Jn. 1:7). Los pecados que consideramos
menores no se limpian con agua bendita, ni con el
“purgatorio”, ni con azotes, ni con ayunos, ni con llanto,
ni con la bendición de un obispo. Sólo la sangre de Cristo
puede limpiarnos de todos nuestros pecados. No hay ni
una sola mancha que esté en el corazón del creyente que
pueda limpiarse sino sólo con la sangre del Cordero.
Se dice que cuando Lutero estaba muriendo, se le apareció
Satanás y le presentó un largo pergamino en el cual
estaban escritos todos sus pecados: Sus palabras, sus
pensamientos y sus actos más perversos. Lutero le
respondió: Todo esto es verdad, Satanás, pero hay una
cosa más que debes decir de todos estos mis pecados, y es
esta: La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todos
nuestros pecados. Entonces desapareció el diablo, que
había sido vencido. Sea verdad o no esta historia, lo cierto
es que ningún pensamiento vano, ni una sola palabra
ociosa, ni una palabra de enojo, ni una palabra sin sentido,
puede ser perdonada sino sólo por la sangre de Jesucristo;
y si esto es así, que nuestros pecados más simples y
cotidianos fueron también causantes de las grandes
aflicciones de Cristo, entonces pensar en ello debe
94

provocar una santa indignación y odio contra la menor


corrupción.
Cuando el emperador Julio César fue asesinado, Antonio
mostró al pueblo su chaqueta ensangrentada, y esto
provocó tal indignación de ellos contra los asesinos que
gritaban: ¡Matad a los asesinos! Y fueron y quemaron sus
casas y a todos los que estaban dentro de ellas. De la
misma forma, cuando un corazón santo mira a sus
pecados, incluso a los que consideramos menores, como
aquellos que causaron la muerte del Príncipe de Gloria
¡Cuánta indignación y odio se levanta en el alma contra
ellos!
Un corazón santo sabe que el menor de los pecados, en
cierta medida, puede alejar el alma de Dios. Así como las
pequeñas nubes pueden interponerse entre el sol y
nosotros, los pecados más pequeños se interponen entre
Dios y nuestras almas. Así como un pequeño detalle o un
pequeño olvido, o una pequeña gesticulación, pueden
enfriar la relación entre dos amigos, entonces pequeños
pecados pueden generar un poco de frialdad y distancia
entre nuestro amado Dios y nosotros (Hch. 15:35-41).
Para Cristo, los pecados más pequeños son vistos como
grandes rebeliones contra el Dios santo; pero el corazón
impío mira a estos pecados como algo insignificante:
95

Junto con Acán va a ser esclavo de un lingote de oro, con


Gieze va a servir a la injusticia por unas monedas de plata
y dos mudas de ropa, con Adán va transgredir la Ley de
Dios por una fruta, y con Esaú va a vender sus privilegios
de la primogenitura y la gloria futura por un plato de
lentejas.
Los corazones de los impíos pueden levantarse contra los
pecados más graves porque no sólo están contra la Ley de
Dios, sino contra la luz y las leyes de la naturaleza y las
leyes de las naciones. Sus almas pueden levantarse contra
los pecados que son condenados por las leyes de los
hombres –como el asesinato o el robo-, más tendrán en
poca cosa los vanos pensamientos, las palabras ociosas,
los juramentos cotidianos, las pequeñas mentiras, el
chisme, las omisiones, las truhanerías o el uso en vano del
nombre de Dios.

5. Un corazón santo no sólo se levanta contra los pecados


que parecen “menores”, sino contra los que son amados,
contra los pecados que traemos arraigados o contra
aquellos que se convirtieron en una costumbre.
Todas las personas desarrollamos ciertos pecados
particulares en nuestra vida: Enojo, gritería, codicia,
egoísmo, entre otros; y cuando venimos a Cristo nos
96

enfocamos en luchar contra los pecados más escandalosos


como la fornicación, las borracheras u otros diferentes;
pero es necesario levantarse contra los pecados que más
hemos amado o consentido “Fui recto para con él, y me
he guardado de mi maldad” (Sal. 18:23), es decir, el
salmista se levantó contra su pecado amado, al cual estaba
más inclinado. Se requiere orar insistentemente al Señor
con el fin de ser librados de nuestros pecados más amados,
ya que ellos no nos dejan tan fácilmente. Se requiere
mucha diligencia en leer una y otra vez lo mandamientos
de Dios que atacan a esos pecados amados, hasta que
podamos verlos como son: Asquerosos, monstruos del
mal, pútridos y ofensivos contra Dios.
La idolatría fue el pecado más amado de Israel, ellos
sufrieron la ira de Dios, una y otra vez, a causa de su amor
por la idolatría. Parecía que nada pudiera quitar ese
pecaminoso amor de sus corazones. Pero el Señor anunció
que vendría un tiempo en el cual Él mismo enviaría su
Espíritu de santidad sobre el pueblo, y odiarían a ese
pecado tan amado y arraigado: “Entonces profanarás la
cubierta de tus esculturas de plata, y la vestidura de tus
imágenes fundidas de oro; las atraparás como trapo
asqueroso; ¡Sal fuera! Les dirás” (Is. 30:22). Amaban
tanto a los ídolos que los vestían con los atuendos más
97

costosos, pomposos y gloriosos, así como nosotros


recubrimos con muchas justificaciones razonables
nuestros pecados amados; pero cuando el Espíritu de
Santidad viniera sobre ellos, podrían mirar lo asqueroso
que era ese pecado, entonces lo odiarían, lo detestarían y
lo aborrecerían con una santa indignación, y ante ellos, ya
no sería más agradable o amado, sino que se mostraría su
completa asquerosidad, y lo verían como un trapo
menstruante. Entonces, impactados de la verdadera
santidad, le dirían al pecado amado: ¡Vete de aquí! ¡Yo
nada tengo que ver contigo! ¡Dios hizo un divorcio entre
tú y yo!
El Señor nos conceda en Su gracia tener ese mismo trato
para con nuestros pecados arraigados.
Pero el corazón impío siempre buscará una manera para
seguir amando sus pecados arraigados. Ellos dirán como
Lot: Déjenme quedar con un poco de esta maldad “¿No es
ella pequeña?” (Gén. 19:20); o como David, cuando habló
de Absalón, pedirán que no les toquen al pecado de su
deleite: “Tratad benignamente, por amor de mí al joven
Absalón” (2 Sam. 18:5).
Los corazones impuros se apegan tanto a sus pecados
amados que ellos se convierten en el objeto del deleite, así
como Dalila lo era a Sansón, o Herodías a Herodes, o la
98

codicia a Judas, o el sentarse en las primeras sillas a los


fariseos.
Un corazón santo odia y desprecia a todos los pecados,
tanto a los pequeños como a los grandes, tanto a los
pecados abiertos como a los secretos, tanto a los pecados
amados como a aquellos que menos le agradan. La
santidad real nunca se mezclará con ningún pecado, ni
incorporará algún tipo de corrupción.

6. Los que tienen la auténtica santidad están sinceramente


afectados y afligidos, apenados y preocupados por su
propia vileza y falta de santidad. Job era un santo varón,
recto, temeroso de Dios y apartado del mal; pero él era
consciente de que todavía necesitaba crecer más en
santidad y eso lo hacía ver, ante sus santos ojos, como un
ser vil: “He aquí yo soy vil; ¿Qué te responderé? (Job
40:4).
De la misma manera Agur, un santo hombre de Dios, se
lamenta de su falta de entendimiento: “Ciertamente más
rudo soy yo que ninguno, ni tengo entendimiento de
hombre. Yo ni aprendí sabiduría, ni conozco la ciencia del
Santo” (Prov. 30:2-3). Aunque todos los seres humanos
somos rudos o brutales, los santos hombres son más
sensibles de su brutalidad y se lamentan de ello. Los
99

hombres impíos son más brutales que las bestias, y sin


embargo ellos no son conscientes de eso y no se lamentan
de ello.
Vemos al santo David llorando y diciendo angustiado
“Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está
siempre delante de mí” (Sal. 51:3); y luego, cuando miró
con envidia la prosperidad de los impíos, reconoció que
aún no era tan sabio “Tan torpe era yo, que no entendía;
era como una bestia delante de ti” (Sal. 73:22). La palabra
hebrea behemoth, que aquí se traduce como “bestia”, por
lo general se refiere a los animales más grandes, de
manera que el salmista confiesa que él era como una gran
bestia.
También vemos al profeta Isaías quejándose de que sería
desecho, cortado en mil pedazos delante de la presencia de
Dios, porque era un hombre de labios inmundos “!Ay de
mí! Que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de
labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios
inmundos han visto mis ojos al Rey, Jehová de los
ejércitos” (Is. 6:5).
Vemos a un santo Daniel confesando con dolor sus
pecados y los del pueblo: “Hemos pecado, hemos
cometido iniquidad, hemos hecho impíamente, y hemos
100

sido rebeldes, y nos hemos apartado de tus mandamientos


y de tus ordenanzas” (Dan. 9:5).
Vemos al apóstol Pedro exclamando: “Apártate de mí,
Señor, porque soy un hombre pecador” (Luc. 5:8).
Vemos al santo Pablo quejándose, no de sus
perseguidores, sino de la rebelión que todavía hay en sus
miembros “Pero veo otra ley en mis miembros, que se
revela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a
la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de
mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Ro.
7:23-24).
Un corazón santo se lamenta por aquellos pecados que no
puede conquistar. Una persona santa vaciará su dolor, por
las manchas que hay en su alma, en las corrientes de la
tristeza que es según Dios (2 Cor. 7:10). Una persona
santa ve a sus pecados como los verdugos de Su Salvador;
ve a sus pecados como los grandes agitadores y
separadores entre Dios y su alma, y por eso siente gran
tristeza. Él ve sus pecados como reproches a Su santo
Dios, y como heridas en su conciencia; todo esto le causa
aflicción.
Cuando un santo peca, mira hacia arriba y allí ve a Dios
con el ceño fruncido; mira hacia abajo, y ve a Satanás
acusándole; mira dentro de sí mismo, y ve su conciencia
101

sangrante y rabiosa; mira afuera de él y encuentra a los


santos hombres de luto por su pecado, y a los impíos
ridiculizándole y burlándose de su caída. Todas estas
cosas causan aflicción al alma santa.
El impío llora y se lamenta por los castigos y las
consecuencias desagradables del pecado, pero el santo
clama a causa del pecado mismo, y ruega ser librado de él.
102

VI. Buscad la santidad


Otras señales o evidencias de la santidad real
Hebreos 12:14

1. La santidad real hace que los deberes sagrados del


alma sean algo natural en el creyente. Los santos deberes
ahora son fáciles de practicar y son agradables al alma.
Es por eso que a la oración se le llama “la oración de fe”,
porque la fe santa hace que la oración sea algo natural en
el verdadero creyente “Y la oración de fe salvará al
enfermo” (Stg. 5:15). Para un hombre santo es tan natural
orar como lo es respirar, o como volar es para un ave.
También la santidad hace que la obediencia sea algo
natural en el creyente, esa es la razón por la que a la
obediencia se le llama “la obediencia de la fe” “…para
que obedezcan a la fe” (Ro. 16:26). Tan pronto como las
semillas de la santidad y de la fe son implantadas en
Pablo, él puede gritar: “Señor, ¿Qué quieres que yo
haga?” (Hch. 9:6).
La verdadera santidad hace que en el creyente sea natural
el querer oír la voz de Dios, por eso se le llama “oír con
fe” (Gál. 3:2, 5). El salmista encontró gran deleite en ir a
103

la casa de Dios “Yo me alegré con los que decían: A la


casa de Jehová iremos” (Sal. 122:1); y los santos
mencionados por Isaías se gozaban en escuchar la Palabra
de Dios “Venid, y subamos al monte de Jehová, a la casa
del Dios de Jacob; y nos enseñará sus caminos, y
caminaremos por sus sendas. Porque de Sión saldrá la
ley, y de Jerusalén la Palabra de Jehová” (Is. 2:3).
La verdadera santidad hace que la paciencia sea algo
natural en el creyente. Es por eso que se le llama “la
paciencia de la esperanza”, “Acordándonos sin cesar
delante del Dios y Padre nuestro de la obra de vuestra fe,
del trabajo de vuestro amor y de vuestra constancia en la
esperanza en nuestro Señor Jesucristo” (1 Tes. 1:3).
La verdadera santidad hace que nuestro santo amor sea
fructífero en la santa labor. Por eso el apóstol Pablo habla
del “trabajo de vuestro amor” (1 Tes. 1:3). El santo amor
es muy laborioso. Nada hace a un cristiano más
industrioso y diligente en el servicio a Dios que el amor
santo. El santo amor no sólo nos hará orar y alabar, sino
que también nos hará esperar y trabajar; y también hará
que nosotros estudiemos más de Cristo, admiremos más a
Cristo y vivamos para Cristo. El santo amor producirá en
nosotros el querer gastarnos para Cristo “Porque ninguno
de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si
104

vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el


Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que
muramos, del Señor somos” (Ro. 14:7-8). “Y yo con el
mayor placer gastaré lo mío, y aún yo mismo me gastaré
del todo por amor de vuestras almas” (2 Cor. 12:15).
La santidad del amor que ha sido derramado en nuestros
corazones hace que el santo servicio sea una cosa
deliciosa y fácil “Me regocijaré en tus estatutos” (Sal.
119:16); “Me regocijaré en tus mandamientos, los cuales
he amado” (v. 47); “Si tu ley no hubiese sido mi delicia,
ya en mi aflicción hubiese perecido” (v. 92). El honor es
muy agradable para el hombre ambicioso, así como el
placer lo es para el hombre voluptuoso, o la adulación
para el hombre orgulloso, la indulgencia al hombre
intemperante, la venganza al hombre envidioso o el
indulto al hombre que había sido condenado; pero no hay
placer más grande y deleitoso para el hombre santo que
cumplir con sus santos y piadosos deberes “Mi corazón ha
dicho de ti: Buscad mi rostro. Tú rostro buscaré, oh
Jehová” (Sal. 27:8).
Pero lo mismo no sucede en el corazón impío. Los
hombres malos son muy reacios a los santos deberes: No
quieren escuchar la Palabra de Dios, son reacios a la
oración, tienen aversión a la lectura de la Palabra, son
105

enemigos del auto-examen a la luz del evangelio, y


desprecian el día del Señor. Será más fácil convencer a un
criminal para que se entregue a la justicia, que conducir a
un corazón impuro hacia el cumplimiento de los sagrados
deberes.
Pero si en algún momento un impío inicia el cumplimiento
de los deberes sagrados, es decir, se entrega a la oración, a
la lectura de la Palabra o a asistir a los cultos en el día del
Señor, motivado por las fuertes sacudidas que produce el
Espíritu Santo en una persona, por los reproches de la
conciencia, por la educación recibida de padres piadosos,
por el ejemplo de amigos santos, porque ha visto los ricos
tesoros de las promesas divinas o porque ha sentido el
desagrado de Dios y su vara ha estado sobre él, porque ha
visto los destellos del infierno o del cielo o se encuentra
en terrible necesidad, entonces el cumplimiento de sus
deberes para Dios será como una pesada carga, y en poco
tiempo los habrá abandonado.
Cuando este impío no vea lo que desea recibir de parte de
Dios, en aquel momento abandonará su efímero y egoísta
cristianismo, le sucederá lo mismo que al pueblo de Israel
“Clama a voz en cuello, no te detengas; alza tu voz como
trompeta, y anuncia a mi pueblo su rebelión, y a la casa
de Jacob su pecado. Que me buscan cada día, y quieren
106

saber mis caminos, como gente que hubiese hecho


justicia, y que no hubiese dejado la ley de su Dios; me
piden justos juicios, y quieren acercarse a Dios. ¿Por qué,
dicen, ayunamos, y no hiciste caso; humillamos nuestras
almas, y no te diste por entendido?” (Is. 58:1-3).
Cuando el impío “decide” servir al Señor, lo hace con
pesadez de corazón, de mala gana, brindando al Señor
todo aquello que no le cueste nada, ofreciendo lo más
insignificante y sacrificándose lo menos que pueda. Ellos
son como el pueblo de Israel: “Habéis además dicho: ¡Oh,
que fastidio es esto! Y me despreciáis, dice Jehová de los
ejércitos; y trajisteis lo hurtado, o cojo, o enfermo, y
presentasteis ofrenda. ¿Aceptaré yo eso de vuestra mano?
Dice Jehová. Maldito el que engaña, el que teniendo
machos en su rebaño, promete, y sacrifica a Jehová lo
dañado. Porque yo soy Gran Rey, dice Jehová de los
ejércitos, y mi nombre es temible entre las naciones”
(Mal. 1:13-14). El impío siente mucho dolor en traer lo
mejor de sus posesiones al Señor, y cuando la conciencia
lo motiva a dar, procura entregar lo de menor valía. Ellos
dan y hacen lo más insignificante para el Señor, pero se
sienten cansados porque creen que hicieron mucho para el
Gran Rey.
107

El corazón santo piensa que lo que hace por Dios es muy


poco, mientras que el impío cree que cada cosa
insignificante hecha para Dios es demasiado grande. El
verdadero creyente, al igual que lo santos ángeles, se
deleita en hacer muchas cosas para el Señor, sin hacer
ruido; pero el impío hace mucho ruido por un
insignificante servicio. Un alma no santificada tiene una
trompeta en su mano derecha para tocarla siempre que da
un centavo con la mano izquierda (Mt. 6:2).

2. Donde hay verdadera santidad, se ejercitará y


desarrollará la justicia para con los hombres, la rectitud
basada en el honor de Dios, los mandamientos divinos, la
voluntad de Dios y la deuda al evangelio. La santidad real
delante de Dios siempre está acompañada de justicia y
rectitud para con los hombres: “Y vestíos del nuevo
hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la
verdad” (Ef. 4:24); “Porque la gracia de Dios se ha
manifestado para salvación a todos los hombres,
enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los
deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y
piadosamente” (Tito 2:11-12). Estos versículos contienen
la suma del deber cristiano: Debemos vivir sobriamente
con nosotros mismos, en justicia y rectitud hacia el
108

prójimo, y piadosamente delante de Dios; esta es la real y


verdadera piedad, y el todo del hombre.
El santo Abraham imprimió para toda la posteridad su
buena fama y su honor delante de Dios, porque siempre
actuó en justicia y rectitud hacia los hombres “Entonces
Abraham se convino con Efrón, y pesó Abraham a Efrón
el dinero que dijo, en presencia de los hijos de Het,
cuatrocientos ciclos de plata, de buena ley entre
mercaderes” (Gén. 23:16). Abraham pagó el valor
acordado, en la moneda acordada, sin ninguna
falsificación, todo de buena ley. Abraham era justo en sus
negocios y cumplía con todo lo que pactaba, no salía con
evasivas ni cambiaba las reglas de juego. El santo es legal
y justo en todos sus negocios.
El santo Jacob no se aprovechó del dinero que los egipcios
dejaron dentro de los costales llenos de trigo, sino que
ordenó a sus hijos regresar a Egipto y devolver el dinero
“Y tomad en vuestras manos doble cantidad de dinero, y
llevad en vuestra mano el dinero vuelto en las bocas de
vuestros costales; quizá fue equivocación” (Gén. 43:12).
El que tiene la verdadera santidad no se atreve a tomar
ventaja de los errores de otros, sino que actúa con justicia
y devuelve a cada uno lo suyo.
109

El santo Moisés no buscó su provecho personal a costa de


los demás, no le hizo mal a nadie, antes siempre obró
pensando en el bienestar de los otros “… ni aún un asno
he tomado de ellos, ni a ninguno de ellos he hecho mal”
(Núm. 16:15).
El santo Samuel también vivió en justicia y rectitud
delante de los hombres. Nunca engañó a nadie, ni tomó lo
que no le pertenecía “Aquí estoy; atestiguad contra mí
delante de Jehová y delante de su ungido, si he tomado el
buey de alguno, si he tomado el asno de alguno, si he
calumniado a alguien, si he agraviado a alguno, o si de
alguien he tomado cohecho para cegar mis ojos con él; y
os lo restituiré. Entonces dijeron: Nunca nos has
calumniado ni agraviado, ni has tomado algo de mano de
ningún hombre” (1 Sam. 12:3-4). Samuel siempre se
ejercitó en el deber y la justicia. Él no era de los que pedía
prestado y luego no pagaba, porque el justo siempre hace
lo correcto. El santo, así le salga un comprador que le dé
un mejor precio, vende su producto al precio inferior que
había acordado con el primer cliente; el santo no acepta
que se hable mal de su vecino, no calumnia y siempre
hace el bien a los demás. Esta clase de santidad es la que
caracteriza a los que podrán ver a Dios, a los que vivirán
en Su eternal tabernáculo “Jehová, ¿Quién habitará en tu
110

tabernáculo? ¿Quién morará en tu monte santo? El que


anda en integridad y hace justicia, y habla verdad en su
corazón. El que no calumnia con su lengua, ni hace mal a
su prójimo, ni admite reproche alguno contra su vecino.
Aquel a cuyos ojos el vil es menospreciado, pero honra a
los que temen a Jehová. El que aun jurando en daño suyo,
no por eso cambia; quien su dinero no dio a usura, ni
contra el inocente admitió cohecho. El que hace estas
cosas, no resbalará jamás” (Sal. 15).
Daniel también fue un hombre de verdadera santidad. A
pesar de que sus enemigos buscaron ocasión para acusarle
ante el rey, luego de indagar minuciosamente la forma
cómo él manejaba todos los asuntos que le habían sido
encomendados, ninguna falta pudieron encontrar, pues era
un hombre de justicia y rectitud “Entonces los
gobernadores y sátrapas buscaban ocasión para acusar a
Daniel en lo relacionado al reino; mas no podían hallar
ocasión alguna o falta, porque él era fiel, y ningún vicio
ni falta fue hallado en él” (Dan. 6:4).
Zacarías y Elizabet caminaron delante del Señor, no sólo
en los mandamientos de la primera tabla, sino en los de la
segunda, es decir, anduvieron en rectitud y justicia ante
Dios y ante los hombres “Ambos eran justos delante de
111

Dios, y andaban irreprensibles en todos los


mandamientos y ordenanzas del Señor” (Lc. 1:6).
Los apóstoles también son ejemplo de lo que identifica a
una persona que anda en verdadera santidad “Admitidnos:
a nadie hemos agraviado, a nadie hemos corrompido, a
nadie hemos engañado” (2 Cor. 7:2). Por el contrario, los
falsos apóstoles, los que no tienen la santidad verdadera,
se especializaban en defraudar, en engañar con sus falsas
doctrinas, en corromper la moral de las personas, en
explotar y robar a sus incautos seguidores.
Los apóstoles eran santos delante de Dios y también
andaban en justicia y rectitud ante los demás “Vosotros
sois testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e
irreprensiblemente nos comportamos con vosotros los
creyentes” (1. Tes. 2:10).
Pero no sucede lo mismo con aquellas personas que sólo
tienen una santidad aparente. Ellos no se interesan en
actuar justa y rectamente hacia los hombres. A esta clase
pertenecen los escribas y fariseos, que bajo el pretexto de
orar, devoraron las casas de las viudas y que, bajo una
apariencia de piedad, actuaron codiciosamente con
injusticia y crueldad. Su aparente santidad para con Dios
no se reflejaba en el actuar recto delante de los hombres,
por el contrario, eran tan injustos que no tuvieron
112

misericordia de las viudas, seres indefensos y objetos del


cuidado del Señor.
Judas Iscariote también representa a aquellos que tienen
religión sin ética, sin justicia y sin rectitud; él se vestía con
el manto de la santidad, pero su fin era la maldad; él
aparentaba preocupación por los pobres, pero robaba a
Cristo y a los menesterosos (Jn. 12:6); él no tenía en
mente quedarse mucho tiempo con el Señor y por eso
decidió sacar el máximo provecho para sí mismo. Judas
actuó como un santo en su profesión y en su conversación,
de manera que nadie sospechaba de sus malas andanzas.
Bajo el manto de la santidad practicaba la mayor
infidelidad, pues no sólo robaba a los pobres sino a su
Señor. La falsificación de la santidad se hace a menudo
con el fin de cometer las más grandes injusticias. Es mejor
tener la honradez y la moralidad sin religión, que la
religión sin honestidad y moralidad.

3. El que tiene la verdadera santidad trabaja y se esfuerza


para hacer que los demás sean santos. A un santo no le
gusta ir al cielo solo, ni ser feliz o bendecido solo. Una
persona que ha experimentado el poder, la excelencia y la
dulzura de la santidad se esforzará por estudiar la forma de
hacer que los demás sean santos. Así como Sansón probó
113

la dulzura de la miel y la compartió con sus padres, la


santidad es un dulce bocado que cuando el alma la prueba,
desea compartirla con los demás.
Podemos ver esta señal de santidad en la vida de Moisés.
Él no se creía el único santo, ni el único profeta. Cuando
Josué le rogó que impidiera a dos jóvenes continuar
profetizando, Moisés le dice: “¿Tienes tú celos por mí?
Ojalá todo el pueblo de Jehová fuese profeta, y que
Jehová pusiera su espíritu sobre ellos” (Num. 11:29). Un
alma santa nunca querrá tener el monopolio de la santidad.
Los profetas eran hombres de mayor gracia y santidad. Tal
era la santidad en Moisés que él quiso que todos los demás
fueran como él, profetas llenos de la gracia de Dios. Un
corazón eminentemente consagrado está tan lejos de
envidiar o sentir celos por la excelencia de la gracia o por
los magníficos dones de los demás, que él sólo puede
regocijarse cuando descubre el mayor brillo de la gracia o
los dones en otros. El santo se alegra cuando otros son
más santos que él, o cuando otros reciben mejores dones,
o cuando Dios les da mayor gracia a otros y les permite
crecer ministerialmente, en la predicación o en el
conocimiento de la doctrina.
También el apóstol Pablo evidencia esta marca
característica de la verdadera santidad. Él anhelaba que los
114

demás fueran como él, no quería ser el único santo en la


tierra “Y Pablo dijo: ¡Quisiera Dios que por poco o por
mucho, no solamente tú, sino también todos los que hoy
me oyen, fueses hechos tales cual yo soy, excepto estas
cadenas” (Hch. 26:29). La verdadera santidad no es
grosera o tosca. Nada hace al hombre más noble en sus
deseos espirituales para con los demás que tener un
corazón santo. La verdadera santidad es como el aceite,
que se difunde por todas partes; es como la luz que lo
ilumina todo; es como el perfume que llena toda la casa
con su dulce aroma. ¿Es usted un padre santo? Se requiere
que, como el santo Abraham, usted emprenda la obra de
llevar a sus hijos a la santidad “Porque yo sé que mandará
a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el
camino de Jehová, haciendo justicia y juicio…” (Gen.
18:19). Junto con el santo Josué usted hará todo lo posible
porque su esposa e hijos sirvan al Señor “Pero yo y mi
casa serviremos a Jehová” (Jos. 24:15).
La verdadera santidad no se puede ocultar, ella se agitará
tanto que será un estimulante para que los demás sean
santos; así como a un hombre santo no le gusta ser feliz
solo, tampoco ama ser un santo solo. A un padre santo le
gustaría ver la corona de la santidad puesta sobre la cabeza
de todos los miembros de su familia. La santidad es algo
115

muy hermoso, y hace que su poseedor sea hermoso. Para


el ojo de un maestro santo no hay persona tan encantadora
y hermosa como el que tiene la belleza de la santidad
sobre él.
Un empresario santo, gerente o directivo santo, trabajará
para que todos sus empleados sean santos. Un profesor
santo trabajará para que todos sus estudiantes sean santos.
Un empleado santo trabajará para que todos sus
compañeros sean santos. El que tiene la verdadera
santidad sabe que las almas de las personas que Dios ha
permitido estar a su alrededor son los más selectos tesoros
que el Señor ha puesto a su cuidado; el santo sabe que
cada alma es más preciosa que su empresa o trabajo. Él
sabe que un día dará cuenta por estas almas y, por lo tanto,
trabajará diligentemente en el propósito de hacer que la
santidad brille en todos ellos.
Se dice que el rey de Francia, Luis IX, se tomó la molestia
de instruir a su pobre cocinero en el camino al cielo, y le
preguntaron la razón de ello, a lo cual respondió: “Los
más pobres tienen un alma que salvar, tan preciosa como
la mía, y comprada por la misma sangre de Cristo”.
También se dice que Constantino, el emperador romano
convertido al cristianismo, hacía que toda la corte
escuchase la lectura de las Sagradas Escrituras con el fin
116

de que ellos pudiesen ser cortesanos santos y, en


consecuencia, estuvieran preparados para ser parte de la
corte celestial, donde ninguna persona o cosa impura
podrá entrar “No entrará en ella ninguna cosa inmunda, o
que hace abominación y mentira, sino solamente los que
están inscritos en el libro de la vida del Cordero” (Ap.
21:27).
Un gobernante santo trabajará para que sus gobernados
sean santos. Él experimentará dolor al saber que otros
mueren sin ser santos. La gran preocupación y el clamor
de un gobernante santo será esta: -Señor, haz que este
pueblo sea un pueblo santo.-
¿Es usted un ciudadano santo, un pariente santo, un amigo
santo? Entonces usted trabajará para hacer de su patria una
patria santa; de sus amigos, amigos santos; de su familia,
familia santa. Eso fue lo que hizo Cornelio cuando
esperaba la visita del apóstol Pedro que le predicaría el
evangelio: “Al otro día entraron en Cesarea. Y Cornelio
los estaba esperando, habiendo convocado a sus parientes
y amigos más íntimos” (Hch. 10:24). Y el versículo 33
dice: “Así que luego envié por ti; y tú has hecho bien en
venir. Ahora, pues, todos nosotros estamos aquí en la
presencia de Dios, para oír todo lo que Dios te ha
mandado”. Cornelio consigue que sus parientes y amigos
117

más cercanos escuchen la predicación del evangelio


porque deseaba que todos ellos participaran de la gracia y
de la misericordia de Dios que él ya estaba disfrutando. Él
utilizó los mejores esfuerzos para que todos ellos
experimentaran lo mismo.
El que tiene la verdadera santidad es como un gran imán
que ejerce una poderosa atracción sobre los demás. Así
como es un instinto natural en todas las criaturas el
propagar su especie, también hay un instituto espiritual en
el santo para difundir la gracia y la santidad en todos los
corazones de los que le rodean. Miremos como el fuego
quema y convierte en fuego a todo lo que se le acerca, así
el santo hará todo lo posible para que los que se le acercan
sean hechos como él. Miremos cómo un borracho trabaja
para que otros le acompañen en su vicio, o un blasfemo
hará que otros blasfemen junto con él, o un ladrón
trabajará en corromper a otros; asimismo, un santo
trabajará incansablemente para que otros compartan la
santidad que les permitirá ver a Dios.
El que es humilde trabajará para que los demás sean
humildes, el que es sincero laborará para que otros sean
sinceros, el que es fiel trabajará para que otros sean fieles,
el que es fructífero trabajará para que otros sean
118

fructíferos, el que es vigilante trabajará para que los demás


estén vigilantes.
El que tiene la verdadera santidad será diligente, por
medio de oraciones, lágrimas, exhortaciones y su ejemplo,
para que otros sean como él; suplicará al Señor para que la
santidad pueda ser escrita en los corazones de sus
parientes y amigos; aprenderá y enseñará todo lo que
pueda sobre la santidad, porque desea que los demás sean
santos. El santo sabe que no vale la pena vivir en este
mundo si no es para la gloria de Dios y el bienestar
espiritual de los demás.
Y ahora, ¿Qué diremos de las personas que están tan lejos
de ser santas, que están tan lejos de atraer a otros hacia la
santidad; que hacen todo lo que pueden para que los
santos se conviertan en profanos; y de los impíos que
tientan a otros para que sean más perversos? Estos no son
más que agentes e instrumentos del infierno, los cuales
nunca verán a Dios sino que sufrirán los terrores del
averno, junto con aquel que desde tiempos antiguos
promueve la maldad y todo lo que es contrario a la
verdadera santidad.
119

VII. Buscad la santidad


Otras señales o marcas de la santidad real
Hebreos 12:14

Nos encontramos estudiando las marcas o señales de la


santidad real. Ya hemos visto las siguientes características
de la santidad verdadera:
Una persona santa admira y es impactada por la santidad
de Dios.
La verdadera santidad es difusiva, se extiende por toda el
alma, no hay un solo aspecto de la vida cristiana que no
sea influenciada por la santidad.
Una persona santa tiene en alta estima a los santos.
El santo siempre continuará creciendo en santidad y es
consciente de esta necesidad.
El santo odia toda clase de impiedad e injusticia.
El santo se levanta contra los pecados secretos e íntimos,
así como de los que son más visibles.
El santo odia y se levanta contra los pecados que
consideramos escandalosos, pero también contra aquellos
que consideramos menores o pequeños.
120

El santo sabe que complacerse en el menor de los pecados


es razón suficiente para cuestionar su integridad y
sinceridad espiritual.
El santo odia los pecados porque sabe que el costo para su
perdón fue la preciosa sangre del Hijo de Dios.
El santo odia y se levanta contra los pecados amados e
inveterados.
El santo se aflige por su propia vileza y falta de santidad.
La santidad real hace que los deberes sagrados del alma
sean algo natural en el creyente.
Donde hay verdadera santidad se ejercitará y desarrollará
la justicia y la rectitud para con los hombres.
El que tiene la verdadera santidad trabaja y se esfuerza
para hacer que los demás sean santos.
Continuemos estudiando otras características de la
verdadera santidad. Quiera el Señor obrar en nuestros
corazones con su Santo Espíritu, de manera que cada día
seamos personas más santas.

1. La santidad real hace que su poseedor sea santo en el


uso de las cosas terrenales y comunes, así como en el uso
de las cosas espirituales y celestiales (Tito 1:15). El santo
es espiritual en el uso de las cosas mundanas, y es celestial
en el uso de las cosas terrenas. Hay una etiqueta de plata
121

que cubre todas sus actividades, sobre la cual dice:


“Santidad al Señor”.
Todas las cosas de su vida terrena son sagradas, tanto en
su comer y beber, como en la forma de hacer negocios,
trabajar, hablar, vestir o estudiar (1 Cor. 10:31). Para el
santo no hay dos esferas de vida: La sagrada y la secular,
sino que todo está bañado por la santidad “Pero sus
negocios y ganancias serán consagrados a Jehová” (Is.
23:18). Antes de la conversión de Tiro sus negocios
estaban marcados por la maldad, ellos hacían riquezas por
medio de cualquier clase de negocios, buenos o malos, y
usando estrategias marcadas por el pragmatismo; pero
luego de su conversión, no sólo santificaron aquellas cosas
que parecen relacionadas con la religión, sino que
escribieron “santidad” sobre todas sus mercaderías,
negocios, empresas, ventas, producción y ganancias.
El santo no acumula riquezas para incrementar la codicia
de su corazón, sino que las dedica al servicio del Reino de
Dios “No se guardarán ni se atesorarán, porque sus
ganancias serán para los que estuvieren delante de
Jehová, para que coman hasta saciarse, y vistan
espléndidamente” (Is. 23:18). El Sumo Sacerdote actual es
Cristo, el verdadero mediador entre Dios y los hombres, a
él se dedican nuestras riquezas. Antes de su conversión,
122

Tiro también usaba sus bienes para la satisfacción de sus


deseos, para el orgullo, la lascivia y el lujo; pero luego de
su conversión, el uso de sus riquezas es santo, para el
servicio al Señor y para la ayuda a los más pobres y
necesitados. En la persona todas las cosas son santas
cuando el corazón se vuelve santo, incluyendo sus
negocios y goces terrenales.
Si un hombre santo va a la guerra, la santidad reviste todo
lo que él es, hace y usa en la batalla; incluso sus armas
llevarán escrita la santidad del Señor. Una mujer santa
será santa en todo lo que hace, incluso cuando prepara las
comidas, algo tan simple y común. “En aquel día estará
grabado sobre las campanillas de los caballos:
SANTIDAD A JEHOVÁ. Y toda olla en Jerusalén y Judá
será consagrada a Jehová de los ejércitos” (Zac. 14:20-
21).
Cada pedazo de la vida de un santo está bañado por la
fragancia de la santidad, y en todas las áreas de su vida
diaria y común podrá verse algo del poder de la verdadera
religión.
La santidad está escrita en el trato con los demás, en el
trato con la familia y con los amigos; todo lo que está en
su casa tendrá escrita la santidad sobre sí.
123

Un hombre santo hace de la escalera de Jacob todos sus


goces terrenales. Todas las comodidades de su hogar son
como las brillantes estrellas de la mañana que lo guían a la
santidad, que lo conducen al Dios santo. Miremos a un
hombre santo y encontraremos en él lo sagrado. Si lo
miramos en el uso de las cosas comunes encontraremos lo
sagrado. Si lo miramos en sus diversiones, encontraremos
lo sagrado. El marco habitual, y la inclinación de su
corazón, es ser santo en cada cosa terrena sobre la cual
pone su mano. Un espíritu de santidad corre y brilla en
todas las acciones comunes de la vida.
Pero si miramos a una persona que sólo tiene la santidad
aparente encontraremos en ella un espíritu mundano en el
uso de las cosas comunes. Si lo vemos fuera de la iglesia,
encontraremos a un terrenal en el uso de las cosas
terrenas, a un carnal en el uso de las cosas carnales y
comunes. Toda su religión, toda su santidad, se limita a
unos pocos deberes religiosos; si lo sacamos de esa esfera
religiosa encontraremos a un carnal, vano, necio y sucio
hombre.
Pero el que es realmente santo es santo en todo lugar. Si lo
vemos fuera de la iglesia, o en el ámbito de las cosas
mundanas o terrenas, encontraremos a una persona bajo el
temor, la autoridad y la gloria de Dios.
124

Un corazón impío es carnal en el uso de las cosas


espirituales, y es terrenal en el uso de las cosas celestiales.
Mientras que una persona santa es santa en los asuntos
ordinarios, así como es santo en cualquiera de sus deberes
sagrados.

2. La verdadera santidad es conforme a la santidad de


Cristo. La santidad de Cristo es el primer patrón de
santidad para el creyente “Pues como él es, así somos
nosotros en este mundo” (1 Jn. 4:17).
No hay una sola gracia que estuvo en Cristo que no haya
sido formada en el corazón santo: “El que dice que
permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Jn. 2:6).
Es por eso que a la obra de la gracia y a la santificación se
les llama la formación de Cristo en el alma “Hijitos míos,
por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que
Cristo sea formado en vosotros” (Gál. 4:19). Los
corazones sagrados tienen las mismas impresiones y sellos
de la gracia que tuvo Jesucristo “Porque de su plenitud
tomamos todos, y gracia sobre gracia” (Jn. 1:16).
En el verdadero creyente hay una correspondencia de sus
virtudes con las de Cristo: Su amor es como el amor de
Cristo, su humildad es como la humildad de Cristo, su
mente celestial es como la mente celestial de Cristo, su
125

mansedumbre es como la mansedumbre de Cristo, su


paciencia es como la paciencia de Cristo; su fe, su celo y
su temor serán como la fe, el celo y el temor de Cristo.
Obviamente, las virtudes del creyente no serán iguales en
grado y cantidad a las de Cristo, pues él era perfecto, pero
todas estas virtudes o gracias tendrán como meta crecer a
la estatura de la plenitud de Cristo.
Así como en el vientre de su madre, un niño se forma,
miembro por miembro, idéntico a los miembros de sus
padres; o como un espejo refleja la imagen completa, parte
por parte; así los corazones santos reciben de Cristo gracia
sobre gracia, de manera que sean como Él es.
Para ser una persona santa hay que conocer al Cristo
santo, hay que estar enamorado del Cristo santo e imitar
sus virtudes santas “Por tanto, nosotros todos, mirando a
cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor,
somos transformados de gloria en gloria en la misma
imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Cor. 3:18).
Así como la gloria del discípulo es seguir los pasos de su
maestro, la altura de la gloria del cristiano consiste en
pisar las huellas virtuosas de su más querido Señor. Un
gran estímulo para el corazón sagrado es caminar en los
pasos del patrón santo que Cristo le ha fijado.
126

Así como el santo profeta se acostó sobre el hijo muerto


de la sunamita, y puso su boca sobre la boca del niño, sus
ojos sobre los ojos, sus manos sobre las manos; un santo
pone la boca de Cristo en su boca, los ojos de Cristo en
sus ojos, las manos de Cristo en sus manos, el corazón de
Cristo en su corazón; es decir, trabaja para ser semejante a
Cristo, sobre todo en aquellas santas virtudes, que fueron
lo más brillante en el corazón y la vida del Maestro: “Mas
vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación
santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las
virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz
admirable” (1 P. 2:9).
Por lo tanto, están muy lejos de la santidad aquellos que
caminan en dirección contraria a Jesucristo. Él era santo,
pero estos son profanos; él era humilde pero estos son
orgullosos; él era celestial, pero estos son terrenales; él era
espiritual, pero estos son carnales; él era celoso, pero estos
son tibios; él era manso, pero estos son contenciosos; él
era caritativo, pero estos son avaros. ¿Llamaremos a esta
clase de personas “santas”? Seguro que no.

3. El que tiene la santidad real no sólo se entristece por sus


propios pecados sino que se aflige por la falta de santidad
de los demás. “Horror se apoderó de mí a causa de los
127

inicuos que dejan tu ley…Ríos de agua descendieron de


mis ojos, porque no guardaban tu ley…Veía a los
prevaricadores, y me disgustaba, porque no guardaban
tus palabras” (Sal. 119:53, 136, 158). Esta frase
hiperbólica “Ríos de agua descendieron de mis ojos”,
expresa el gran dolor que experimentaba el salmista, no
porque sus enemigos le habían hecho daño sino porque
deshonraron a Dios. Fue una gran pena para él ver cómo
otros ofendían al santo Dios.
De la misma forma, el profeta Jeremías (9:1, 2) expresa su
gran dolor y aflicción, diciendo: “!Oh, si mi cabeza se
hiciese aguas, y mis ojos fuentes de lágrimas, para que
llore día y noche los muertos de la hija de mi pueblo! ¡Oh,
quien me diese en el desierto un albergue de caminantes,
para que dejase a mi pueblo, y de ellos me apartase!”.
¿Por qué el santo profeta habla así? ¿Cuál es la causa de
ese lamento tan profundo? ¿Por qué desea tener una fuente
de lágrimas que le permita llorar sin cesar? ¿Por qué
prefiere habitar entre las bestias salvajes, antes que morar
entre su propia gente? El profeta responde: “Porque todos
ellos son adúlteros, congregación de prevaricadores.
Hicieron que su lengua lanzara mentira como un arco, y
no se fortalecieron para la verdad en la tierra; porque de
128

mal en mal procedieron, y me han desconocido, dice


Jehová” (Jer. 9:1-3).
También en Ezequiel 9:4 dice: “Y le dijo Jehová: Pasa por
en medio de la ciudad, por en medio de Jerusalén, y
ponles una señal en la frente a los hombres que gimen y
que claman a causa de todas las abominaciones que se
hacen en medio de ella.” En Jerusalén había corazones
sagrados que suspiraban y lloraban, lloraban y suspiraban
por la maldad que abundaba en su tiempo. Las
abominaciones habían aumentado tanto, que produjeron
un suspiro en los corazones de los santos y muchas
lágrimas en sus ojos.
La maldad de cada generación produce dolor, llanto y
tristeza en las almas santas. Nuestro siglo, caracterizado
por la rebeldía de los jóvenes, la legislación de la muerte
en los estados que aprueban el aborto y la eutanasia, la
legalización de la destrucción de la raza humana al
aprobarse y consentirse el homosexualismo y el
lesbianismo, este estado de cosas conducen a los santos a
experimentar profunda tristeza y a llorar ante Dios.
Mientras la mayoría de las personas están pecando, los
marcados de Dios están de luto. Mientras la mayoría de
las personas levantan su puño para maldecir, blasfemar y
rebelarse, los marcados de Dios están profundamente
129

afligidos, llorando con sinceridad y lamentándose por


todos los pecados de su generación: Los pecados del
gobierno, los pecados del legislativo, los pecados de los
tribunales, los pecados del ejército y las fuerzas armadas,
los pecados de la ciudad, los pecados de los terroristas, los
pecados de la sociedad, los pecados de la iglesia y los
pecados de la familia.
El santo Pablo no pudo dejar de sentir profundo dolor al
ver a muchas personas que sólo se interesaban por su
vientre y por lo terreno “Porque por ahí andan muchos, de
los cuales os dije muchas veces, y aun ahora lo digo
llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo” (Fil.
3:18).
El santo Lot no podía estar feliz en medio de una
generación llena de maldad “Y libró al justo Lot,
abrumado por la nefanda conducta de los malvados
(porque este justo, que moraba entre ellos, afligía cada
día su alma justa, viendo y oyendo los hechos inicuos de
ellos) (2 P. 2:7-8). La palabra griega para abrumado, en el
versículo 7, significa “Ser oprimido bajo la vida sin
sentido de los malvados e impíos sodomitas, como aquel
que está oprimido bajo el peso de un fuerte trabajo, como
los israelitas cuando estaban bajo los crueles capataces
130

egipcios.” ¡Los pecados, la maldad de otros, afectan en


gran medida los corazones de los santos!
Los israelitas suspiraron y gimieron bajo todas sus cargas
y opresiones, de la misma manera como los santos
corazones suspiran y gimen bajo el peso de los pecados de
los hombres malvados. La palabra griega para afligido, en
el verso 8, significa “Ser torturado, atormentado”. La
maldad del impío atormentaba su alma justa, era
insoportable oír hablar de su perversión.
Cuando vemos a la prostituta, que hace todo por llamar la
atención de los hombres voluptuosos, cuando vemos a las
muchachas que se visten como rameras, cuando vemos a
los hijos que deshonran a sus padres, cuando vemos al
conductor que irrespeta las señales de tránsito, cuando
vemos al político corrupto, cuando vemos al empresario
tramposo, cuando vemos al asesino, cuando vemos al
predicador que usa la fe para ganancia personal, cuando
vemos al falso profeta proclamar doctrinas erradas,
cuando vemos a creyentes que viven como mundanos;
todo esto debe causar profundo dolor, tristeza y lamento
delante del santo Dios.
¿Por qué el santo llora y se lamenta por el pecado de los
demás? Por las mismas razones que le conducen a
experimentar tristeza de sus mismos pecados:
131

a. Un santo llora por lo que el pecado es, por su malvada


naturaleza. El pecado es violación de la Santa ley de
Dios, es una deshonra para el Dios santo. El que odia a un
ladrón, por ser ladrón, lo odiará cuando se mete en su
propia casa, como cuando roba en la de otro. De la misma
manera, el que odia el pecado como pecado, lo aborrece
donde quiera que lo vea, en su propia vida o en la de otros.
b. Una persona santa sabe que la mejor manera de
mantenerse puro frente a los pecados de otros es llorar
por las maldades de los demás “No impongas con ligereza
las manos a ninguno, ni participes en pecados ajenos.
Consérvate puro” (1 Tim. 5:22). El que llora por los
pecados de los demás rara vez se contamina con los
mismos pecados. El que no llora sobre los pecados de
otros, es cómplice de pecados ajenos. El que no llora por
los pecados de otros está en peligro de ser atrapado por las
mismas impiedades. ¿Cómo puede una persona santa
mirar los pecados de los demás con los ojos secos?
c. Una persona santa mira a los pecados de los demás
hombres como verdugos, asesinos de Su salvador. Un
santo mira el orgullo del hombre vano como la corona de
espinas sobre la cabeza sangrante de Cristo; mira a los
falsos juramentos, y el uso vano del nombre de Dios,
como los clavos que perforaron las benditas manos y los
132

santos pies del Salvador; mira a los burladores como


esputos sobre el sagrado rostro de Cristo; mira a los
hipócritas como los besos traicioneros que entregaron a
Jesús a la muerte; mira a los borrachos como la hiel y el
vinagre que le dieron a beber al bendito Salvador. Todo
esto hace que el alma del santo sienta una profunda
aflicción y tristeza al ver los pecados de los demás.
d. Una persona santa sabe que el luto y la aflicción por los
pecados de otros hombres, puede ser un instrumento
para alejar la ira de Dios. ¿Con cuánta frecuencia el santo
Moisés derramó sus lágrimas para calmar la ira de un Dios
enojado? Aquellos que se afligen por los pecados de la
nación serán librados de los terribles juicios divinos “Anda
pueblo mío, entra en tus aposentos, cierra tras ti tus
puertas; escóndete un poquito, por un momento, en tanto
que pasa la indignación. Porque he aquí que Jehová sale
de su lugar para castigar al morador de la tierra por su
maldad contra él; y la tierra descubrirá la sangre
derramada, y no encubrirá ya más sus muertos” (Is.
26:20-21). ¿Quiénes son estos librados de la ira de Dios?
Los que tienen la marca de la santidad, los que hacen
lamentación por sus propios pecados y por los pecados de
los demás.
133

Cuando una casa se incendia el padre de familia tiene


cuidado especial por salvar a su esposa e hijos. En tiempos
de calamidad común Dios se ocupará de cuidar a sus
joyas, a los santos que están de luto por el pecado.
En una ocasión, Agustín fue a visitar a un enfermo y
encontró que la habitación estaba llena de dolientes, su
mujer e hijos suspiraban, lloraban y se lamentaban del
estado de salud de su pariente, lo cual llevó a este santo
varón a exclamar suavemente: “Señor, ¿Qué mejores
oraciones puedes escuchar, sino estas?” Así en tiempos de
calamidad común los sagrados corazones pueden mirar
hacia arriba y decir: “Señor, ¿Qué suspiros, qué gemidos,
qué lágrimas podrás escuchar sino los nuestros? ¿Quiénes
son los dolientes de Sión, y quién te salvará en este día de
Su feroz indignación, sino los que han trabajado para
ahogar tanto los pecados propios como los de otros
hombres en las lágrimas del arrepentimiento?
e. Una persona de verdadera santidad mira a los pecados
de los impíos como fuente de desolación, dolor y miseria
sobre la nación y la tierra. El santo sabe que los pecados
de la gente pueden convertir los ríos en desiertos, los
manantiales de aguas en tierra seca, la tierra fértil en un
desierto estéril. Él sabe que los pecados de los impíos
atraen la ira de Dios y pueden provocar a Dios para que
134

haga llover el infierno desde el cielo, así como lo hizo con


Sodoma y Gomorra “Él convierte los ríos en desierto, y
los manantiales de las aguas en sequedales; la tierra
fructífera en estéril, por la maldad de los que la habitan”
(Sal. 107:33-34).
Un santo suspira y llora al ver los pecados de los impíos
porque esas acciones, contrarias a la Santa Ley del Señor,
tienen la capacidad de destruir el bien y causar mucho
daño “…un pecador destruye mucho bien” (Ecl. 9:18).
f. Una persona santa mira a los pecados de los demás
hombres como férreas cadenas que los mantienen en
esclavitud, y esto le hace llorar. Los santos debemos ver a
todos los pecados como implacables carceleros que
cautivan a los hombres, conduciéndoles en tropel al
infierno “Porque en hiel de amargura y en prisión de
maldad veo que estás” (Hch. 8:23). Esto causa tristeza y
dolor en el corazón sagrado.
Los santos lloran por la maldad de los demás, pero los
impíos se complacen, se ríen y deleitan en los pecados de
los otros hombres. Estos son monstruos, aliados de
Satanás, porque aplaudir y sentir placer en el pecado de
los demás es el más alto grado de impiedad.
Los que tienen una santidad aparente intentan atraer a
otros a la santidad, pero siendo que ellos no son santos,
135

sólo se limitan a condenar los pecados de los demás


hombres, mas nunca se lamentan, lloran o suspiran por los
pecados de otros. Ellos podrán insultar a los otros hombres
por sus pecados, pero nunca los llorarán. Ellos podrán
reprochar a los demás pecadores, pero no tienen la
capacidad ni la voluntad de lamentarse, llorar y
entristecerse por los pecados de los otros.
Lamentablemente nuestra generación está invadida de
estas desdichadas personas.
Recordemos que una marca de la verdadera santidad que
debemos cultivar es el lamento y la tristeza por los
pecados de nuestra generación.
136

VIII. La santidad real ama y medita en la Palabra de


santidad
Heb. 12:14
El que es verdaderamente santo ama la Palabra y es
impactado y toma en serio su pureza “Sumamente pura es
tu palabra, y la ama tu siervo” (Sal. 119:140).
Un corazón puro abraza la Palabra de Dios por su pureza
“Las palabras de Jehová son palabras limpias, como
plata refinada en horno de tierra, purificada siete veces”
(Sal. 12:6); “En cuanto a Dios, perfecto es su camino, y
acrisolada la palabra de Jehová” (Sal. 18:30).
También el apóstol Pablo afirma “De manera que la ley a
la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y
bueno” (Ro. 7:12), pero, ¿Qué produjo esta verdad en
Pablo? En “…el hombre interior, me deleito en la ley de
Dios”, ¿Es esto todo? No, el versículo 25 dice: “…yo
mismo con la mente sirvo a la ley de Dios”. Pablo se
deleitaba en la Ley porque ella es santa, y sirve a la ley
porque ella es justa y buena.
137

Una persona santa recibe la Palabra de Dios por su


espiritualidad, por su origen divino y por su pureza “Los
mandamientos de Jehová son rectos, que alegran el
corazón; el precepto de Jehová es puro, que alumbra los
ojos. El temor de Jehová es limpio (es decir, su doctrina
enseña el verdadero temor de Dios), permanece para
siempre; los juicios de Jehová son verdad, todos justos.
Deseables son más que el oro, y más que mucho oro
afinado; y dulces más que miel, y que la que destila del
panal” (Sal. 19:8-10). Estos varios títulos: Estatutos,
testimonios, mandamientos y juicios, se utilizan
indistintamente para referirse a toda la Palabra de Dios.
El corazón del santo se deleita en la Palabra de Dios
porque es pura y limpia, esa es la dulzura de la que habla
el salmista. La santidad de la Palabra, y su mensaje santo,
son como dulce miel para el paladar espiritual del
creyente. No hay beneficio ni placer más grande para el
alma santa que la pureza de la Palabra de Dios.
Las personas impías podrán deleitarse en la predicación de
la Palabra, no por su santidad o su mensaje santo sino por
la elegancia que reviste a algunas predicaciones. Ellos se
satisfacen con la habilidad oratoria de algunos
predicadores, su capacidad de comunicar, la creatividad
para dar un discurso o enseñar una doctrina. Agustín
138

confesó que antes de su conversión él se deleitaba


escuchando la predicación de Ambrosio, pero era más por
la elocuencia de las palabras que por el asunto del cual
hablada.
Pero el corazón del santo se interesa más por las verdades
transformadoras que contiene una predicación, y no se
ocupa mucho de ver si el exponente es elegante en el uso
del idioma. Algunos predicadores se ven tentados a
convertir la exposición de la palabra en una profesión que
procura conseguir la admiración de los demás; otros
convierten sus sermones en pura fantasía que busca
acariciar los oídos de los oyentes. Muchas personas
aplaudirán y alabarán esta clase de sermones llenos de
elegancia, así como huelen y admiran un hermoso ramo de
flores, pero luego lo tiran a la basura. Estos que alaban al
predicador y al sermón, luego rechazan el contenido de la
predicación.
Es común que una persona enferma, y también los que
están sanos, cuando se sienta en una mesa decorada con
gran variedad de platos saludables, pasará por encima de
las ensaladas y vegetales, picando aquí y allá sobre las
cosas fritas, grasosas, dulces y otras comidas que tienen
poca o ninguna sustancia en ellas. Lo mismo sucede con
los corazones impíos cuando Dios ha preparado su mesa
139

con un banquete de manjares suculentos para sus almas, a


través del ministerio de la predicación de la Palabra; qué
fácilmente se pasa por encima o se desechan las verdades
sólidas, firmes y nutritivas que el predicador expone para
ocuparse en la recolección de algunas frases acuñadas, o
algunas expresiones pintorescas, o de algunas
ilustraciones llamativas. Sus corazones están enfermos y
no les interesa buscar lo más alimenticio en el sermón.
Los israelitas no estaban satisfechos con la dieta sana que
Dios les suministraba a través del maná, ellos buscaron la
apetitosa carne de codorniz; pero mientras la comían, la
ira de Dios descendió sobre ellos. Lo mismo sucederá con
aquellos que prefieren escuchar predicaciones que halagan
el corazón y ofrecen rápidas soluciones para que se
disfrute de este mundo; mientras ellos escuchan, la ira de
Dios los alcanzará porque no están interesados en el
nutritivo mensaje de santidad.
Pero el santo saborea y disfruta la Palabra, ella lo afecta y
lo impacta y él la toma en serio porque es una palabra
sagrada, importante, pura, limpia; porque es una palabra
que engendra y nutre la santidad; porque la predicación
santa aumenta la santidad en él.
Ahora nos debemos preguntar: ¿Cómo una persona sabe si
ama o no la Palabra por su santidad?
140

Podemos dar varias señales para que examinemos nuestro


corazón y revisemos si amamos la Palabra y la
predicación, por sus asuntos menos importantes, o por el
contenido santo y confrontador de la misma:
Primero, el santo ama y toma en serio toda la Palabra de
Dios, es decir, así como disfruta las promesas, también
toma en serio los mandamientos y las amenazas que ella
contiene. Toda la ley de Dios es sagrada, cada estatuto es
una ley santa, cada orden es una orden sagrada, cada
promesa es una promesa sagrada, cada exhortación es una
exhortación santa; por lo tanto, el que ama la Palabra de
Dios como una palabra sagrada, amará cada una de sus
partes, porque todas son sagradas. Amará la ley de Dios
así como ama sus benditas promesas, amará sus palabras
de juicio así como ama las palabras de esperanza.
La persona santa no tendrá preferencias por ningún pasaje
de la Biblia, sino que se deleita en toda ella. Cada libro de
la Biblia es santo, cada capítulo es sagrado, cada versículo
es de interés absoluto, cada línea es santa, cada palabra es
sagrada. El que ama un capítulo porque es un santo
capítulo, amará cada versículo como un verso sagrado. El
que ama cada versículo por ser santo, amará cada línea y
cada palabra de ese santo verso.
141

El piadoso lee la santidad en todos los mandamientos


sencillos, así como en cada mandamiento difícil. En los
mandamientos cómodos lee la santidad, así como en los
mandamientos que requieren más trabajo. Por lo tanto, él
ama a todos los mandamientos, los abarca a todos, y se
esfuerza por obedecerlos.
Un corazón santo no se atreve a disputar con ningún
mandato de la Palabra de Dios, ni los mirará como algo
injusto o irrazonable, o incompatible con el contexto
social o digno de una ligera modificación para adaptarlo a
las nuevas y progresistas concepciones de creyentes
liberales y amantes de sí mismos.
Por el contrario, los corazones impíos, aunque pueden por
algún tiempo disfrutar de algunas partes de la Palabra de
Dios, están dispuestos a traicionar y crucificar otras partes
de la misma Palabra, como Judas,.
La Biblia entera no es más que una carta de completo y
perfecto amor que Cristo envió a su amada esposa en la
tierra. Cada letra de esta carta de amor está escrita en oro,
y por lo tanto, un corazón santo ama cada línea de esta
carta. En esta carta de amor podemos leer abundantemente
del amor de Cristo, el gran corazón de Cristo, la bondad
de Cristo, la gracia de Cristo y la gloria de Cristo. Un
corazón santo no puede sino amar, deleitarse y tomar en
142

serio este glorioso mensaje. La Palabra de Dios es como


un campo, y Cristo es el tesoro que está escondido en él.
Debemos buscarlo en cada libro, en cada capítulo, en cada
versículo, en cada frase, en cada oración, en cada palabra.
Toda la Palabra de Dios es un anillo, y Cristo es el
diamante en el anillo, por lo tanto, el corazón santo no
puede sino amar y abrazar cada minúscula parte de la
Biblia.
Lutero solía decir que él no tomaría o cambiaría una sola
hoja de la Biblia por todo el mundo. Y el rabino Chija, en
el talmud de Jerusalén, dice que el mundo entero no se
iguala en valor a una sola palabra de la Ley santa de Dios.
En segundo lugar, una persona que ama y toma en serio
la Palabra, por ser una palabra santa, siempre es
impactado por ella en todo momento y siempre la lleva
con él. Él la ama y se deleita en ella, tanto en la
adversidad como en la prosperidad “Cánticos fueron para
mí tus estatutos” -Sí, pero ¿Dónde?- …en la casa donde
fui extranjero” (Sal. 119:54), en sus peregrinaciones. Los
santos se consideraban a sí mismos como peregrinos y
extranjeros en este mundo (Heb. 11:9-10), y en esa
diáspora su máximo deleite son los estatutos santos de la
Ley del Señor.
143

Cuando estaba en su destierro, perseguido por Saúl,


Absalón y otros, la Palabra de Dios era música para el
salmista, fue su motivo de alegría y regocijo; toda su vida
fue la de un peregrino y extranjero, un día estaba en un
lugar, y el otro día en otro lugar. Pero ningún hombre
podía tomar mayor placer, alegría y satisfacción en las
más raras y difíciles situaciones, haciendo de la Palabra de
Dios su música más selecta, no sólo cuando estaba en el
palacio real sino cuando se encontraba en la casa de su
peregrinación.
El que ama la Palabra, y se deleita en su santidad y pureza,
encontrará placer en ella ya sea en la salud o la
enfermedad, en la fuerza o la debilidad, en el honor o la
vergüenza, en la riqueza o la pobreza, en la vida o la
muerte. La santidad de la palabra es una santidad
duradera, y así de duraderos serán los efectos que ella
produce en el que la ama y la toma en serio por su
santidad y pureza.
Hay algunas personas que les gusta oír la Palabra, y piden
que se les hable de ella, parecen tener un sincero interés
por la Biblia, y en ocasiones se muestran impactados por
ella; pero esto lo hacen mientras la Palabra sea algo que
no implique costo alguno para ellos, mientras sea
agradable, mientras les permita tolerar las cosas mundanas
144

que ellos aman; pero cuando la Palabra se acerca a ellos y


descubre su propio pecado y miseria, cuando les muestra
que están sin Cristo y sin gracia, sin vida, sin ayuda y sin
esperanza; cuando la Palabra les muestra lo lejos que están
del cielo y lo cerca del infierno; entonces sus corazones se
levantan contra la Palabra y contra el predicador y le
gritan: “!Fuera con él, no nos ha dado un buen día,
estamos cansados de tanto predicar y escuchar!” O cuando
ellos caen en desgracia, y se levanta la oposición o son
perseguidos por causa de la Palabra, entonces se cansan de
ella y la abandonan “Y tú, hijo de hombre, los hijos de tu
pueblo se mofan de ti junto a las paredes y a las puertas
de las casas, y habla el uno con el otro, cada uno con su
hermano, diciendo: Venid, ahora, y oíd qué palabra viene
de Jehová. Y vendrán a ti como viene el pueblo, y estarán
delante de ti como pueblo mío, y oirán tus palabras, y no
las pondrán por obra; antes hacen halagos con sus bocas,
y el corazón de ellos anda en pos de su avaricia. Y he aquí
que tú eres a ellos como cantor de amores, hermoso de
voz y que canta bien; y oirán tus palabras, pero no las
pondrán por obra” (Ez. 33:30-32).
En las plazas de la antigua Roma la gente se deleitaba
escuchando a un diestro arpista o a un músico con grandes
talentos, pero cuando sonaba la campana que indicaba la
145

apertura de la plaza de mercado, todos los abandonaban y


nadie los seguía escuchando. Así sucede con el impío, él
escuchará la Palabra hasta cuando suene la campana del
mercado de la lujuria, o el timbre de la ganancia, o la
campana del placer, del aplauso y del honor; o la campana
del error y de la superstición; o la campana de las
teologías que promueven la codicia, el amor propio o la
autosatisfacción; de inmediato se apartarán de la dulce
música de la Palabra pura, para seguir cualquiera de las
campanas del mundanal mercado.
Pero la persona santa, aquella que disfrutará la dicha
eterna de ver a Dios, ama la Palabra por su santidad, es
impactada por su pureza, y ningún timbre o campana la
alejará de ella; la aflicción, oposición o persecución no le
pueden quitar el amor a la Palabra ni el placer que toma en
ella. La causa de su amor es permanente y duradera, por lo
tanto su amor será duradero y permanente.
Esto no quiere decir que el santo, en ciertas ocasiones, no
se verá más impactado por la Palabra que en otros
momentos; porque hay tiempos en los cuales se disfruta de
una manera abundante la comunión con Dios a través de
lo escrito, especialmente cuando en momentos de gran
crisis el Señor nos habla de paz y consuela el alma por
medio de su revelación escrita; o cuando Dios trae
146

seguridad de salvación y gracia a una persona, en una


forma abundante, a través de Su palabra. En estas
ocasiones un santo se ve impactado por la Palabra de Dios
de una forma extraordinaria.
A pesar de que estas ocasiones de extraordinario impacto
de la Palabra no se dan en todo tiempo, no obstante,
siempre encontraremos dos cosas en el cristiano, aún en el
peor momento: Primero, en él se encuentra un santo amor
por la Palabra, y segundo, en él se encuentra un verdadero
amor hacia los demás santos.
En tercer lugar, el que ama la Palabra por ser una
palabra santa, limpia y pura, será más impactado con
las partes de la Palabra que más le incitan hacia la
santidad. “Sino, como aquel que os llamó es santo, sed
también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir;
porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo” (1
P. 1:15-16) ¿No nos impacta esta palabra?
También Jesús dijo: “Sed, pues, vosotros perfectos, como
vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mt.
5:48). Nuestro summun bonun en este mundo consiste en
imitar al modelo celestial. Siempre debemos elegir el
modelo más perfecto para imitarlo. No hay nada más
loable o digno de elogio en un cristiano que esforzarse
más y más para parecerse a Dios en la perfección de su
147

justicia y santidad. Es por eso que Pablo dice: “Mirad,


pues, con diligencia cómo andéis, no como necios sino
como sabios, aprovechando bien el tiempo, porque los
días son malos” (Ef. 5:15-16).
Los cristianos debemos caminar con milimétrica precisión
y exactitud. Así como el carpintero trabaja sobre la
madera siguiendo con fidelidad la línea trazada, un
cristiano debe caminar por la línea trazada en la Palabra de
Dios, debe trabajar para llegar a lo más alto de la vida de
piedad, tiene que ir hasta el límite preciso de cada orden
de la Palabra de Dios.
También Pablo dijo: “Para que seáis irreprensibles y
sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una
generación maligna y perversa, en medio de la cual
resplandecéis como luminares en el mundo” (Fil. 2:15).
Los hijos de Dios deben ser impecables, es decir, no deben
tener un solo punto que sea incompatible con la santidad.
También en Colosenses 2:6 “Por tanto, de la manera que
habéis recibido al Señor Jesucristo, andad en él”, es decir,
hemos creído en Jesucristo como el Salvador, el Señor, el
dador de la Ley, el gobernante, el reinante, el comandante;
ahora nuestro gran deber es caminar y vivir a un ritmo
creciente de santidad como evidencia de que hemos
recibido a Cristo y todo lo que Él es.
148

Lo mismo dice Juan: “El que dice que permanece en él,


debe andar como él anduvo” (1 Jn. 2:6). Los cristianos
deben establecer como su modelo a imitar las acciones
morales de Cristo. Esto fue lo que Él mismo dijo: “Porque
ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho,
vosotros también hagáis” (Jn. 13:15).
En la vida de Cristo, un creyente puede ver las líneas de
todas las virtudes que Dios ha trazado para nuestra
santidad; por lo tanto, es necesario que ordenemos nuestra
vida conforme a este patrón. Caminar como Cristo es
andar en humildad, santamente, en justicia, rectitud,
mansedumbre, amor, verdad. Es imposible que un santo
en esta tierra alcance un caminar tan puro, tan santo, tan
irreprochable, tan espiritual y tan divino, como anduvo
Cristo.
No se trata de alcanzar la igualdad con el caminar santo
de Cristo, pero sí de alcanzar el más alto grado de calidad
en nuestro caminar en medio del mundo. Para caminar
como Cristo hay que despreciar al mundo, vivir por
encima del mundo y triunfar sobre el mundo. Para
caminar como Cristo hay que amar a los que nos odian,
orar por los que nos persiguen, bendecir a los que nos
maldicen, hacer el bien a los que nos hacen mal (Mt. 5:44-
47); en esta tierra no alcanzaremos la igualdad con Cristo,
149

pero si debemos tratar de perseguir la calidad de una vida


santa.
Para andar como Cristo caminó en esta tierra es necesario
ser paciente, sumiso, agradecido y silencioso en medio de
los más viles reproches, aflicciones y sufrimientos “Más si
haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente
es aprobado delante de Dios. Pues para esto fuisteis
llamados; porque también Cristo padeció por nosotros,
dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual
no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien
cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando
padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al
que juzga justamente” (1 P. 2:20-23).
Una persona piadosa, que toma con seriedad la santidad de
la Palabra de Dios, sin duda buscará, estudiará, meditará y
tomará con mucha seriedad aquellas partes de la Palabra
que más lo incitan a la santidad.
He tratado de despertar vuestro gusto por la Palabra
dándoles algunas pocas escrituras que nos hacen incitar
más hacia la santidad. Es mi anhelo que sus conciencias
hayan sido inquietadas y ahora inicien la búsqueda
incesante de más pasajes. En verdad, para una persona
santa no hay oraciones, sermones, discursos, conferencias,
libros o pasajes de la Escritura que más le impacten y
150

agraden que aquellos que le animan y provocan a la


santidad.
En cuarto lugar, el que ama la Palabra de Dios por su
santidad y pureza, aprecia altamente a los instrumentos
que Dios usa para hacernos crecer en santidad. Una
persona santa aprecia con alta estima a los que predican el
santo evangelio “Cuando Pedro entró, salió Cornelio a
recibirle, y postrándose a sus pies, adoró. Más Pedro le
levantó, diciendo: Levántate, pues, yo mismo también soy
hombre” (Hch. 10:25-26).
Los predicadores piadosos no persiguen el reconocimiento
o gloria de ningún hombre, pero los santos desarrollan una
alta gratitud para con los que les predican la Palabra de
Dios “Y no me despreciasteis ni desechasteis por la
prueba que tenía en mi cuerpo, antes bien, me recibisteis
como a un ángel de Dios, como a Cristo Jesús” (Gal.
4:14).
Aunque los predicadores piadosos no se imponen ante las
congregaciones ni buscan la adoración de sus oyentes, el
corazón santo amará con gran estima a los que predican la
santa Palabra de Dios “!Cuán hermosos son sobre los
montes los pies del que trae alegres nuevas, del que
anuncia la paz, del que trae nuevas del bien, del que
publica salvación, del que dice a Sión: ¡Tú Dios reina!
151

(Is. 52:7). Si los pies de los que traían buenas nuevas eran
tan deseables, amados y honorables, a pesar de que
estaban sudorosos, polvorientos y sucios por el viaje a
través de los montes, entonces, ¿Cómo serían de
apreciados sus rostros y su mensaje?
También Pablo dijo: “Os rogamos, hermanos, que
reconozcáis a los que trabajan entre vosotros, y os
presiden en el Señor, y os amonestan; y que los tengáis en
mucha estima y amor por causa de su obra” (1 Tes. 5:12-
13). El trabajo de los predicadores es llevar las almas a
Cristo, y mantener a Cristo en las almas. Su trabajo es
llevar a las almas de las tinieblas a la luz, de la potestad de
Satanás a Jesucristo (Hch. 26:16-18).
Indudablemente, entre más una persona es impactada por
la santidad de la Palabra, más honrará a los santos
dispensadores de la Palabra. Ellos saben que su trabajo y
vocación es honorable y, por lo tanto, los honran. Ellos
saben que si no honran a sus piadosos predicadores,
deshonran a Aquel de quien son embajadores; más si los
honran, honran al Salvador “El que a vosotros oye, a mí
me oye; y el que a vosotros desecha, a mí me desecha; y el
que me desecha a mí, desecha al que me envió” (Lc.
10:16).
152

Decía el puritano Thomas Brooks, de quien estoy tomando


mucho sus apuntes y bosquejos: “En cuanto a aquellos que
desprecian, aunque sea levemente, a los santos y fieles
predicadores de la Palabra, creo que ellos están tan lejos
de la verdadera santidad así como el infierno está lejos de
la verdadera felicidad”.
153

IX. Razones para que las personas no santificadas


busquen la santidad
Hebreos 12:14
Quiero dirigirme de una manera especial a los no
santificados. Si la santidad real es la única forma de
felicidad verdadera, y habiendo comprendido que sin
santidad en la tierra los hombres nunca tendrán la
bendición beatífica, es decir, no podrán ver a Dios en el
cielo, entonces, ¿cómo provocar a los impíos para que se
esfuercen y echen mano a la obra de perseguir esta
santidad que les permitirá ver a Dios y disfrutar para
siempre de la verdadera felicidad que radica en Él y solo
en Él?
Lo que vamos a hacer en este estudio es lo siguiente:
Primero, propondré algunas razones con el fin de provocar
vuestros corazones para que busquen la santidad.
Segundo, voy a proponer algunos medios para obtener
esta santidad.
En tercer lugar, responderé a algunas objeciones que
levantan los hombres y trataré de eliminar algunos
154

obstáculos que les impiden perseguir y trabajar en la


santidad real.

Motivos y consideraciones para provocar a todas las


personas no santificadas a buscar la santidad real.
1. En primer lugar, consideremos la necesidad de la
santidad. Es imposible que usted sea eternamente feliz, a
menos que sea santo en la tierra. Sin santidad aquí no hay
felicidad allá. Las Sagradas Escrituras nos hablan de tres
personajes que entraron corporalmente al cielo: Enoc,
quien vivió antes de la ley; Elías, bajo la ley, y Jesús, en el
evangelio. Los tres se caracterizaron por algo en especial,
fueron eminentes en santidad.
Ahora hay muchos miles de santos en el cielo, pero
ningún impío está entre ellos. No hay un solo pecador que
viva entre los santos triunfantes, ni una sola cabra entre las
ovejas del Señor; ni una sola mala hierba entre sus flores
preciosas; ni una espina entre sus amadas rosas; ni una
piedra tosca entre sus brillantes diamantes.
No hay un solo Caín entre todos los Abeles, ni un Ismael
entre todos los Isaacs, ni un Esaú entre todos los Jacobs
que hay en el cielo. No hay ni un solo Saúl entre todos los
profetas del cielo, ni un Judas entre todos los apóstoles, ni
un Demas entre todos los predicadores, ni un Simón el
155

Mago entre todos los maestros que habitan el cielo. El


cielo es sólo para el hombre santo, y el santo hombre sólo
es para el cielo.
El cielo es una prenda de gloria que solo puede tener el
santo. Dios, que es la verdad misma y que no puede
mentir, ha dicho: “Sin santidad, ningún hombre verá al
Señor”.
Subraye la palabra “ningún”. Sin santidad el hombre rico
no verá al Señor. Sin santidad el pobre no verá al Señor.
Sin santidad el príncipe no podrá ver a Dios, y sin santidad
el campesino no verá al Señor. Sin santidad el gobernante
no puede ver a Dios y sin santidad los gobernados
tampoco lo verán. Sin santidad el hombre inteligente no
verá al Señor, y tampoco lo verá el ignorante. Sin santidad
el marido no puede ver a Dios, y tampoco la esposa lo
verá. Sin santidad el padre no puede ver a Dios, y sin
santidad el hijo tampoco lo verá “Porque la boca de
Jehová lo ha dicho” (Is. 1:20).
El camino de la santidad es el camino antiguo “Así dijo
Jehová: Paraos en los caminos, y mirad, y preguntad por
las sendas antiguas, cuál sea el buen camino, y andad por
él, y hallaréis descanso para vuestra alma” (Jer. 6:16). El
camino de la felicidad celestial es la santidad “Y habrá allí
calzada y camino, y será llamado Camino de Santidad; no
156

pasará inmundo por él, sino que él mismo estará con


ellos; el que anduviere por este camino, por torpe que sea
no se extraviará” (Is. 35:8). Algunos hombres dicen: -
Miren, aquí está el verdadero camino-; otros hombres
dicen: -No, ese no es el camino, hay otro-. Pero sin duda,
el camino de la santidad es el camino más seguro y más
noble hacia la verdadera felicidad.
En los templos paganos nadie entraba al templo del honor,
si primero no ingresaba al templo de la virtud. No hay
entrada al templo de la felicidad eterna, a menos que usted
ingrese al templo de la santidad. La santidad debe entrar
en ti antes de que puedas ingresar al santo monte de Dios.
Así como Sansón exclamó: “Dame agua, o me muero”, o
como Raquel dijo: “Dame hijos o me muero”, todas las
almas no santificadas deberían gritar: “Dame la santidad,
o me muero. Dame la santidad o moriré eternamente”
(Salmo 15).
Amigos, no engañen a sus propias almas, la santidad es
absolutamente necesaria, sin ella nunca verán al Señor:
“Cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con
los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar
retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen
al evangelio de nuestro Señor Jesucristo; los cuales
sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la
157

presencia del Señor y de la gloria de su poder, cuando


venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y
ser admirado en todos los que creyeron” (2 Ts. 1:7-10).
No es absolutamente necesario que usted deba ser grande
o rico en este mundo, pero es absolutamente necesario que
usted sea santo. No es absolutamente necesario que usted
deba disfrutar de salud, fuerza, amigos, libertad, esposo o
esposa, pero es absolutamente necesario que usted sea
santo. Un hombre podrá ver a Dios sin prosperidad
mundana, pero él nunca verá al Señor sin santidad. Un
hombre podrá disfrutar del cielo y de la verdadera
felicidad sin honor ni gloria mundana, pero nunca podrá
disfrutar del cielo y de la verdadera felicidad sin santidad.
Sin santidad ahora, no hay cielo después. El apóstol Juan
dice de la santa y dichosa ciudad eterna: “No entrará en
ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y
mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro
de la vida del Cordero” (Ap. 21:27).
Amigos, la santidad es una flor que no crece en el jardín
de la naturaleza humana caída. Los hombres no nacen con
la santidad en su corazón. La santidad es de una
descendencia divina, es una perla preciosa que no se
encuentra en el hombre natural, sino en la naturaleza
renovada.
158

No hay el menor rayo ni la más pequeña chispa de


santidad en el hombre natural, es decir, en el hombre tal y
como viene a este mundo a través de sus padres “Y vio
Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la
tierra, y que todo designio de los pensamientos del
corazón de ellos era de continuo solamente el mal” (Gén.
6:5). “¿Cómo, pues, se justificará el hombre para con
Dios? ¿Y cómo será limpio el que nace de mujer? He aquí
que ni aun la misma luna será resplandeciente, ni las
estrellas son limpias delante de sus ojos; ¿Cuánto menos
el hombre, que es un gusano, y el hijo de hombre, también
gusano?” (Job 25:4-6). Todos los nacidos de mujer nacen
en pecado y maldad, la corrupción está en ellos.
Todo el que nace en este mundo viene con su rostro hacia
el pecado y el infierno, dándole la espalda a Dios y a la
santidad. Tal es la corrupción de nuestra alma que
proponer algún bien divino en ella es como proponer que
el agua y el fuego se unan, o que una chispa encienda la
madera húmeda. Más proponer el mal al alma es como
prenderle fuego a la paja “Como está escrito: No hay
justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien
busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron
inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera
uno” (Ro. 3:10-12).
159

Todos los hombres son pecadores natos “Todos nosotros


somos como suciedad, y todas nuestras justicias como
trapo de inmundicia; y caímos como la hoja, y nuestras
maldades nos llevaron como viento” (Is. 64:6). Siendo
esta la condición humana, sólo un poder infinito podrá
convertirlos en santos. Todos los hombres desean ser
felices, sin embargo, es natural en ellos odiar la santidad.
Así como el alimento es necesario para la vida, la santidad
es indispensable para la preservación y salvación del alma.
Un hombre puede tener la sabiduría de Salomón, la fuerza
de Sansón, la valentía de Josué, el poder de Asuero y la
elocuencia de Apolos; todo esto, sin santidad, no le
permitirá ver a Dios.
En segundo lugar, consideremos esto: Existe la
posibilidad de obtener la santidad real. La santidad es
una mina de oro que se puede conseguir, pero hay que
cavar, sudar y buscarla “Si inclinares tu corazón a la
prudencia; si clamares a la inteligencia, y a la prudencia
dieres tu voz; si como a la plata la buscares, y la
escudriñares como a tesoros, entonces entenderás el
temor de Jehová, y hallarás el conocimiento de Dios.
Porque Jehová da la sabiduría, y de su boca viene el
conocimiento y la inteligencia. Él provee de sana
160

sabiduría a los rectos; es escudo a los que caminan


rectamente” (Prov. 2:2-7).
La santidad es una flor del paraíso que puede ser recogida,
es una corona que se puede poner, es una perla de gran
precio que se puede encontrar. Pero si se quiere obtener
hay que separarse de lo que provoca el mal en el hombre:
El mundo, la carne y el diablo “La noche está avanzada y
se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las
tinieblas, y vistámonos las armas de la luz. Andemos como
de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no
en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino
vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos
de la carne” (Ro. 13:12-14).
Aunque algunos de los atributos de Dios son
incomunicables, sin embargo, la santidad es un atributo
comunicable, y esto debe animarlo poderosamente a
buscar la santidad.
Amigos recuerden esto: Es posible que sus corazones
orgullosos sean humillados, es posible que sus corazones
endurecidos sean ablandados, es posible que sus corazones
impuros sean santificados, es posible que su mente ciega y
en tinieblas sea iluminada, es posible que su voluntad
rebelde sea domesticada, es posible que sus emociones
desordenadas sean reguladas, es posible que sus
161

conciencias adormecidas y contaminadas puedan ser


despertadas y limpiadas, es posible que su naturaleza vil
pueda ser transformada.
Hay varias cosas que testifican que la santidad es
alcanzable, veamos algunas de ellas:

a. Dios prometió dar su Espíritu a los que se lo pidan:


“Pues, si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas
dádivas a vuestros hijos, ¿Cuánto más vuestro Padre
celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? (Lc.
11:13). El Espíritu Santo es el don más valioso del mundo,
más que el cielo mismo, y sin embargo, es dado para que
los hombres sean santos. Dios está dispuesto a dar su
Espíritu a los que preguntan por él. El Espíritu Santo es el
Espíritu de santidad, él es santo en sí mismo, y es al autor
de toda santidad en el hombre “Lo que es nacido de la
carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu
es” (Jn. 3:6; 1 Cor. 6:11; Tito 3:5).
Es el Espíritu Santo el que mueve con fuerza a los
hombres y los persuade hacia la santidad al presentarles su
belleza y gloria. Es el Espíritu Santo el que siembra la
semilla de la santidad en el alma. Es el Espíritu Santo el
que hace que esa semilla pueda crecer hasta la madurez.
162

Nada puede provenir del Espíritu Santo, sino lo santo. El


Espíritu Santo es el principio de toda la santidad que hay
en el mundo, y este maravilloso Espíritu de Dios ha sido
prometido a los que son impíos “Esparciré sobre vosotros
agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras
inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os
daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de
vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra,
y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de
vosotros mi Espíritu; y haré que andéis en mis estatutos, y
guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ez.
36:25-27).
El Espíritu Santo es un don gratuito, un noble y precioso
regalo; un glorioso regalo que Dios otorgará a los
impuros, a los no santificados, para que puedan ser
limpiados y santificados, para que puedan ser aptos para el
servicio al Señor. Es posible que usted pueda ser un santo
“Así que, si alguno se limpia de estas cosas, será
instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y
dispuesto para toda buena obra” (2 Tim. 2:21).

b. Dios ha dado su Santa Palabra con el propósito de


llevar a los hombres a la santidad. Sus mandamientos
son santos, justos y buenos. Sus amenazas son santas,
163

justas y buenas. Todas sus promesas son santas, justas y


buenas “De manera que la ley a la verdad es santa, y el
mandamiento santo, justo y bueno” (Ro. 7:12; Det. 4:6-9;
Lc. 1:70-76). Las Sagradas Escrituras fueron escritas con
el dedo de la santidad, de modo que nos mueven hacia lo
santo, y nos hacen trabajar en pos de lo bueno y justo.
Toda la Palabra de Dios es una carta de amor que busca
provocarnos hacia la santidad y la promueve en nosotros.
Los mandatos sagrados nos deben persuadir dulcemente
hacia la santidad, las santas amenazas deben obligarnos
hacia la santidad y las santas promesas deben atraernos en
amor hacia la santidad, a abrazarla y practicarla.
El gran designio de Dios al enviar desde el cielo este libro
sagrado escrito con letras de oro, es enamorar a los
hombres con el amor y la belleza de la santidad. Insisto, es
posible que usted pueda alcanzar la santidad.

c. Dios ha enviado a sus santos embajadores con el fin


de convertir a los hombres “…de la oscuridad a la luz, y
de la potestad de Satanás a Jesucristo”. El gran negocio y
trabajo de los ministros del evangelio es tratar con usted
acerca de la santidad, que usted sea atraído y siga la
santidad. Los ministros predicarán y orarán por usted para
que sean eliminados todos los obstáculos que impiden el
164

que usted abrace la santidad. Los pastores proponen toda


clase de estímulos para que usted conquiste la santidad.
Cuando el Señor llamó a Saulo para el ministerio le dijo:
“…porque para esto he aparecido a ti, para ponerte por
ministro…de los gentiles, a quienes ahora te envío, para
que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas
a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que
reciban, por la fe que es mí, perdón de pecados y herencia
entre los santificados” (Hch. 26:18). Si esa es la misión
que Dios ha dado a sus ministros, entonces, es posible que
usted pueda ser un santo.

d. Dios ha dejado los santos ejemplos de todos los


patriarcas, profetas y apóstoles con el fin de
provocarlo a usted a la santidad. Sus ejemplos santos
son como estrellas radiantes que quedaron registradas en
las páginas sagradas con el fin de provocarnos a la
santidad. El ejemplo de los santos que ahora están
triunfantes en el cielo nos muestra que la santidad es
alcanzable. En sus santos ejemplos usted puede ver que la
santidad es una joya que se puede adquirir. Por esa
santidad que otros han alcanzado, los pecadores deben ver
que es posible llegar a ser un santo.
165

e. El testimonio de todos estos santos en la Biblia,


evidencia que es posible para un pecador llegar a la
santidad, pues, todos ellos eran pecadores, como los
demás hombres nacidos de mujer. Miremos a Adán, él fue
creado en un estado de inocencia; era perfecto en su
integridad y santidad; fue investido de justicia para que
pudiera vivir como un justo, en sabiduría, amor, rectitud,
pureza y santidad delante de Dios, el cual era para Adán
su gran bien y su todo.
Sin embargo, en la altura de toda su gloria, Adán cayó en
rebelión y apostasía contra Dios. Él violó la ley justa,
afrontó la justicia de Dios y provocó Su ira. El pecado de
Adán fue un pecado voluminoso. Toda clase de pecados
escandalosos estaban incluidos en la maldad de Adán:
rebelión, traición, orgullo, incredulidad, blasfemia,
desprecio a Dios, ingratitud, robo, asesinato, idolatría,
entre otros.
Adán fue una vez la maravilla de todo entendimiento,
perfecto en conocimiento y sabiduría, la imagen de Dios,
el gozo del cielo, la gloria de la creación, el gran señor del
mundo y el amado de Dios. Pero cuando cayó en el
pecado se redujo a lo más bajo, pobre y miserable. Su
estado vino a ser peor que el de las bestias; pero Dios lo
perdonó, lo cambió y lo santificó; Dios estampó en él,
166

nuevamente, la imagen de la santidad cuando hizo con él


un pacto en Cristo (Gén. 3:15).
La Biblia nos dice que Manasés era un gran pecador, sus
pecados habían llegado hasta el cielo, él había practicado
toda clase de maldad y su alma estaba lista para ir al
infierno “De doce años era Manasés cuando comenzó a
reinar, y cincuenta y cinco años reinó en Jerusalén. Pero
hizo lo malo ante los ojos de Jehová, conforme a las
abominaciones de las naciones que Jehová había echado
de delante de los hijos de Israel: porque él reedificó los
lugares altos que Ezequías su padre había derribado, y
levantó altares a los baales, e hizo imágenes de Asera, y
adoró a todo el ejército de los cielos, y les rindió culto.
Edificó también altares en la casa de Jehová, de la cual
había dicho Jehová: en Jerusalén estará mi nombre
perpetuamente. Edificó asimismo altares a todo el ejército
de los cielos en los dos atrios de la casa de Jehová. Y pasó
sus hijos por fuego en el valle de los hijos de Hinom; y
observaba los tiempos, miraba en agüeros, era dado a
adivinaciones, y consultaba a adivinos y encantadores: se
excedió en hacer lo malo ante los ojos de Jehová, hasta
encender su ira”. Pensaríamos que este es el colmo de la
maldad, y que no es posible caer más bajo en el lodo del
pecado, pero no es así, él pecó aún con mayor fuerza.
167

“Además de esto puso una imagen fundida que hizo, en la


casa de Dios, de la cual había dicho Dios a David y a
Salomón su hijo: En esta casa y en Jerusalén, la cual yo
elegí sobre todas las tribus de Israel, pondré mi nombre
para siempre…Manasés, pues, hizo extraviarse a Judá y a
los moradores de Jerusalén, para hacer más mal que las
naciones que Jehová destruyó delante de los hijos de
Israel. Y habló Jehová a Manasés y a su pueblo, mas ellos
no escucharon. Por lo cual Jehová trajo contra ellos los
generales del ejército del rey de los asirios, los cuales
aprisionaron con grillos a Manasés, y atado con cadenas
lo llevaron a Babilonia. Mas luego que fue puesto en
angustias, oró a Jehová su Dios, humillado grandemente
en la presencia del Dios de sus padres. Y habiendo orado
a él, fue atendido; pues, Dios oyó su oración, y lo restauró
a Jerusalén, a su reino. Entonces reconoció Manasés que
Jehová era Dios” (2 Cro. 33:1-9). El resto del capítulo
habla de la santidad de Manasés y como se apartó de todas
sus maldades. El caso de Manasés es evidencia de que no
hay corazón tan malo que la gracia de Dios no pueda
transformar en un santo. Amigo, si tú eres ese pecador,
para ti aún hay esperanza.
168

Pablo también fue un gran pecador. Si él hubiese


ahondado un poco más en su maldad, habría caído en el
pecado imperdonable contra el Espíritu Santo.
En 1 Timoteo 1:3 Pablo da una breve reseña de sus
grandes transgresiones: Él blasfemó contra Dios y contra
Cristo. Blasfemó contra aquel a quien debía temer y
blasfemó contra aquel a quien debía abrazar dulcemente, y
blasfemó contra las verdades que debía creer. Pablo fue un
gran perito en la escuela de la blasfemia. Él era un
perseguidor (Hch. 9 y 26:11). Persiguió a los santos y
pobres siervos de Cristo, hizo todo lo posible para
convertir la vida de los cristianos en un infierno. Era un
lobo rapaz que no tuvo compasión del rebaño de Cristo.
Era una persona muy mala, llena de maldad, que se
complacía haciendo sufrir a los santos. Era un verdadero
enemigo de la santidad. No escatimaba género, sino que
echó en la cárcel a hombres y mujeres. No tuvo
compasión de sus niños, ni de las embarazadas, ni de las
viudas.
Sin embargo, este blasfemo, perseguidor y cruel hombre,
llegó a ser un cristiano santificado, un eminente santo, un
modelo de santidad para todos los cristianos en todas las
épocas.
169

Quiero traerles un último testimonio de gente no


santificada. El apóstol Pablo en 1 Corintios 6:9-10 dice:
“¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de
Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los
adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con
varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos,
ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino
de Dios.” Estos pecadores con sus pecados monstruosos
eran más que suficiente para provocar otro diluvio
universal sobre la tierra. Sus horrendas maldades pudieron
provocar la ira de Dios al punto que el infierno
descendiera sobre ellos, como antes lo había hecho con los
corruptos de Sodoma y Gomorra; o pudieron provocar la
ira de Dios haciendo que la tierra abriera su boca y los
tragara vivos, como antes había hecho con los impíos
Coré, Datán y Abirán. Sin embargo, algunos de ellos
fueron transformados por la gracia de Dios y llegaron a ser
santificados. El verso 11 dice: “Y esto erais algunos; mas
ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya
habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y
por el Espíritu de nuestro Dios.” ¡Oh!, la infinita bondad,
la infinita gracia, la infinita sabiduría y el poder de Dios
que ha perdonado, lavado, santificado y purificado tales
almas culpables, sucias y contaminadas. El peor de los
170

pecadores nunca debe dudar que la gracia de Dios lo


pueda santificar, porque muchos viles y profanos hombres
ya fueron convertidos en santos. No se olvides de Mateo
el injusto cobrador de impuestos, o de Zaqueo que había
robado a muchas personas, o de María Magdalena que era
una sucia pecadora.
Si la exposición de la Palabra le hizo ver a usted como un
sucio pecador, tan malo como los personajes
mencionados, entonces lo invito para que acuda a Cristo,
lo mire sangrante en la cruz del Calvario, le ruegue tenga
misericordia de usted, que le de su Espíritu Santo y,
entonces, podrá ver cómo sus pecados son perdonados, su
naturaleza pecaminosa es cambiada por un nuevo hombre,
santo y amante de la justicia; sólo entonces podrá saber
que tendrá la dicha de ver a Dios.

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