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Venezuela estaì en crisis. Las bases y los supuestos sobre los cuales hemos
levantado la situación aparente del país han revelado su inadecuación y su
incapacidad para continuar sosteniendo un proyecto nacional en gran parte
irracional y falso. La terrible sacudida de la devaluación ocurrida en febrero de
1983 puso al descubierto la desproporción creciente e insostenible entre nuestros
niveles de gastos y nuestra efectiva capacidad de producir riqueza. En la última
decena de años, en la abundancia fantasmagórica de los petrodólares, se formoì
una mentalidad casi mágica de la riqueza y un estilo de vida y de gobierno que era
absolutamente insostenible desde todo punto de vista y que tenía que desembocar
en un trágico encontronazo con la realidad, para el cual no estábamos preparados
en ninguna forma y del que, todavía, no tenemos una noción válida de la magnitud
y de los riesgos que representa, ni mucho menos de los importantes sacrificios y
rectificaciones que exige e impone a todos los venezolanos.
No sólo se gastoì locamente sin plan ni concierto, sin parecer darse cuenta de que
establecer físicamente una planta industrial no es lo mismo que dotarla de
posibilidades económicas, provocando un desarrollo falso de meras apariencias, y
de simulaciones que, lejos de producir riqueza, lo que hacía era destruir
improductiva y parasitariamente la que el petróleo originaba, sino que, además, se
incurrió en la imperdonable imprudencia de contraer inmensas deudas públicas y
privadas, dentro del país y en los mercados financieros internacionales, que
hicieron mucho más endeble y falsa nuestra posición económica. Ya el paraìsito
no se conformaba con devorar estérilmente la sangre del petróleo, sino que
comenzó a buscar sangre prestada, creando un insoportable pasivo que el país no
podía pagar oportunamente con sus recursos previsibles.
Las pocas voces que se alzaron aquella loca carrera al desastre no tuvieron casi
eco. Era demasiado grande la tentación del enriquecimiento fácil, de la vida
regalada y del consumismo estéril.
Hoy sabemos con la elocuencia pavorosa de los hechos que semejante derroche
de hombres y recursos no podían sostenerse por mucho tiempo y que era
fundamentalmente incompatible con toda posibilidad seria de crecimiento estable y
sano para Venezuela. La dura realidad de los hechos nos ha obligado a enfrentar
con carácter de grave emergencia nacional la situación que nuestra ligereza y
nuestra imprevisión crearon.
Puede ser, y yo lo espero, que esta crisis, que no supimos prever y evitar, nos
enseñe las verdades que parecemos olvidar por tanto tiempo y, entre otras,
aquella, tan vieja como Adam Smith, de que la riqueza de una nación es
simplemente el producto de su trabajo.