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Estos apuntes pecan de anacrónicos. Los escribo desde mi casa a meses de distancia. No
queda rastro del primer sacramento salvo en la memoria de unos pocos afortunados. El azar
y el tedio me llevaron al teatro y ahí estaban, vestidos de negro, arrojando frases pegajosas.
Iba solo, como siempre. La iglesia Pop es nada más para los solitarios.
El camino de la oscuridad pronto se llena de luz. Ahí está el Salvador, sobre una escalera,
mostrando la belleza de su cuerpo tatuado.
Detrás, unos vasos con la bebida sacra. El cuerpo, en nuestra iglesia, debe ser destruido:
consumido. Los iniciados, los vendados, somos invitados a arrojar la Coca Cola a una
canasta. Podemos beber un sorbo. Así te inicias y tú no te has dado cuenta. De momento, el
Salvador inmutable está frente a mí. Nos invitan a sentar.
Bautizado en Coca Cola: el Papa y la Papisa vacían el refresco frío sobre el Salvador. Puedo
verlo temblar, puedo ver como el azúcar se pega a su piel, como se transforma en su sangre
que es la sangre de todos nosotros por los siglos de los siglos.
Que mi pie marque el ritmo de la música solo indica una cosa: Bienvenido seas, Antonio, a
tu iglesia. El Pop esté contigo.
Posdata: Mientras escribía esto, mis recuerdos se desvían por culpa de mis reflexiones. Pienso
que no puedo hablar del sagrado pop en este lenguaje vernáculo. Debería, mejor, organizar
slogans para describir a la perfección: Fuck the Water, taste the feeling.
Antes de analizar el espectáculo que contemplé, quiero desde esta penitencia que es la
escritura, también confesarme para la sagrada iglesia Pop. Enumero aquí mis pecados y
espero se me perdone:
No existe una espacialidad fija para la iglesia Pop. El Pop lo llevamos en el azúcar que fluye
y tapa nuestras venas. Por ello, el recinto de hoy me generó mala espina. No es una
espacialidad propicia para una obra de este potencial simbólico. Ahora también eché de
menos el manejo de aspectos visuales. Quería que se me recordase las santas imágenes de mi
iglesia Pop. Y, claro, el sonido. Este lugar tiene la peor acústica. Aún así, pese a estos
tropiezos espaciales, La confesión sigue alimentando la narrativa mítica, por así llamarla, de
esta propuesta eclesiástica.
Durante este evento performativo, nuestra iglesia enumeró algunos de sus pecados más
horribles: ser vegetariano en un mundo de consumo carnal; no asistir suficiente al
McDonalds; alguien desinstaló Netflix y otro confesó que Game of Thrones es basura.
Afortunadamente, el Pop es misericordioso y su único castigo es que seguimos con vida.
La confesión, a fin de cuentas, fue una misa en gran parte creada por el público. Éste realizó
la sucesión de escenas, el progreso de las secuencias teatrales que desembocan en la segunda
parte de la propuesta visual: la crucifixión de nuestro Salvador.
Siendo honesto, no presté atención a las palabras introductorias de uno de los miembros de
la iglesia, quien pedía comprensión o no sé qué. Me interesaba observar el cuerpo y encontrar
algún resquicio de dolor, alguna catarsis corporal con Coca Cola y gomitas. En nuestro
recinto Pop, sanamos por medio del dolor. Solo el dolor nos llevará a la salvación, es decir,
a la destrucción de nuestro cuerpo. Claro, aquí veo una experiencia sublime, como la entendía
Edmund Burke: es una experiencia con el horror que nos lleva al éxtasis, o sea la belleza
última. Por ello afirmo que la iglesia Pop es horrible.
Y nada más que agregar: ¡Viva Pop, presente Pop, futuro Pop!