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Rector
Ing. Julio M. Villar
Vicerrector
Lic. Ernesto Villanueva
COLEGIO LOYOLA
ARCA SEMINARII
Gianfranco Poggi
c .i
U n iv e r s id a d
ALBERTO
hurtado
b íb u o t s c a
Título original:
The Development of the modem State. A Sociological Introducción
ISBN: 987-9173-09-0
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
Para Tom Bums,
que merece más
Agradecimientos
Estoy agradecido a mis colegas Tom Bums, Tony Giddens, David Ho-
lloway, Michael Mann, Pierangelo Schiera y Harrison White por sus
comentarios y críticas de versiones previas de secciones de este libro.
Debo un agradecimiento especial al profesor Janos Bak del Departa
mento de Historia de la Universidad de British Columbia por inten
tar salvarme de los peores errores en los capítulos 2 y 3; si en mi
ignorancia frustré en algunos aspectos ese intento, le pido disculpas.
En el frente doméstico, estoy una vez más muy en deuda con mi es
posa Pat y nuestra hija Maria por la invalorable ayuda que prestaron a
mi trabajo en este libro.
índice
P refacio................................................................................................ 13
III. El Stándestaat................................................................................ 67
El surgimiento de las ciudades. Stand, Stande y Stándestaat.
El dualismo como principio estructural. Los grupos compo
nentes. El legado político del Stándestaat
13
distinguían, tan explícitamente, los sociólogos habían definido en
gran medida su misión como la de la exploración de los aspectos más
humildes, espontáneos, terrenales - a menudo ocultos y desagrada-
bles- de la vida social. Su interés radicaba en las fuerzas y procesos
latentes en oposición a los manifiestos, los dispositivos informales en
oposición a los formales, las instituciones “naturales” en contraste
con las “planificadas”, la parte oculta en contraste con la parte ofi
cial y conspicua de la sociedad. Dichos intereses necesariamente
apartaban su atención de un complejo institucional tan visible y ofi
cial como el estado. Por último, en la mayoría de los países occiden
tales la sociología tenía que luchar por su aceptación como disciplina
académica contra disciplinas tan establecidas y respetadas como la fi
losofía política, el derecho constitucional y las ciencias políticas.
Cuando se trataba de definir dominios, el estado, que ocupaba un lu
gar tan central en estas otras materias, estaba “fuera de los límites”
de la sociología.
Dado este contexto, la sociología no puede extraer de su propia
tradición todos los elementos que necesita para abordar el problema
del estado. De los más grandes sociólogos, sólo Max Weber hizo de los
fenómenos políticos, y señaladamente del estado, un tema central de
su obra. Sin embargo, no vivió lo suficiente para escribir su “sociolo
gía del estado”; sus escritos sobre la materia son mayormente artículos
o borradores; y la mayoría de los sociólogos, por más que sea erróneo,
consideran la tipología de la dominación legítima como su principal
contribución al estudio sociológico de la política.2
Otro gran sociólogo con fuertes e importantes puntos de vista so
bre el estado fue por supuesto Karl Marx; y debemos gran parte de la
actual bibliografía sobre la materia (tanto en sociología como en
2 Véanse A. Giddens, Folíacs and Sociology in tke Thought o f Max Weber (Londres,
1972) [Política y sociología en Max Weber, Madrid, Alianza], y D. Bentham, Max We
ber and the Theory ofModem Polines (Londres, 1974).
14
otras ciencias sociales) a estudiosos que buscan primordialmente en
él su inspiración.3 Aunque en varios puntos apela a las intuiciones
marxistas, hay que señalar enfáticamente que este libro no se imagi
na como una contribución a esa literatura. Por un lado, los textos de
Marx (y Engels) que abordan directamente fenómenos políticos, y el
estado en particular, no son tantos y con frecuencia se ocupan de
cuestiones específicas y muy contingentes; prefiero dejar el cotejo y
el comentario de dichos textos a los marxistólogos expertos.4 Por
otra parte, el esfuerzo actual por hacer que la “crítica [marxista] de la
economía política” se aplique a las políticas de los estados occidenta
les contemporáneos, por más valioso que sea, es de ayuda limitada
para los sociólogos que buscan ante todo una manera de entender la
naturaleza y los orígenes del estado.
En gran medida, Marx y Engels dieron por sentados tales proble
mas; y lo mismo hicieron y hacen la mayoría de sus seguidores. Su
interés no son los rasgos institucionales del estado o los procesos po
líticos per se, sino la manera en que el poder estatal afecta, si lo hace,
la lucha de clases, la acumulación y expansión del capital y las lu
chas por el mercado mundial. Tales cuestiones bien pueden tener
más peso que las que nos interesan en este libro. Pero estas últimas
me parecen significativas no sólo en vista de la tarea de construir
una sociología del estado, sino también de la de elaborar una crítica
radical, que “baje del pedestal” los usos que se dan hoy al estado.
Después de todo, supongo, el primer deber de un iconoclasta es co
nocer sus iconos.
3 Para una revisión de algunas obras actuales sobre el escado inspiradas en Marx,
véase J. Esser, Einführung in áie materialistische Staatstheorie (Francfort, 1975). Ofrecí
una descripción muy sucinta de los puntos de vista del propio Marx sobre el estado
en Imflges o f Society: Essays on the Sociological Theories o f Tocqueville, Marx, and Durk-
heim (Stanford, Calif., 1972), pp. 139-143.
4 Véase, por ejemplo, K. Marx y F. Engels, Staatstheorie: Materiakn zur Rekonstruk-
tion der marxistischen Staatstheorie (Francfort, 1974).
15
La tendencia de los marxistas a discutir las estructuras políticas só-
lo desde la perspectiva (por más iluminadora que sea en sí misma) de
la “crítica de la economía política”, ha tenido algunas desafortunadas
consecuencias pragmáticas para los movimientos políticos que recu
rren a Marx como su principal inspiración. Pero aun si dejamos éstas
a un lado, los sociólogos que pretendan remediar la tradicional falta
de interés de su disciplina por el estado no deberían procurar ayuda
exclusiva o primordialmente en la tradición marxista. ¿Dónde, enton
ces, deben buscarla?
Hay varias alternativas, de las cuales este libro explora sólo una.
Decidí discutir las fases principales del desarrollo del estado mo
derno hasta el siglo XIX, después de lo cual consideré sumariamen
te algunos cambios posteriores en su relación con la sociedad. Mi
enfoque se concentra exclusivamente en la evolución de los dispo
sitivos institucionales internos del estado, no en sus políticas, la
manera en que éstas afectan otras estructuras sociales o cómo con
tribuyeron a la emergencia de sociedades nacionales separadas. Hi
ce uso fundamentalmente de dos cuerpos de literatura: la historia
de las instituciones políticas occidentales y, en menor medida, él
derecho constitucional.
Además, me basé casi exclusivamente en obras continentales, y en
particular en publicaciones en alemán. Me incliné por los escritores
alemanes (y austríacos y suizos) por varias razones. Una es que escri
ben con más frecuencia en términos generales y desde una perspecti
va comparativa, en vez de ocuparse únicamente de esta o aquella
variante individual de un desarrollo institucional dado. Otra razón,
relacionada con la primera, es que las obras alemanas hacen contribu
ciones más frecuentes y explícitas al tipo de argumentación concep
tual que me interesa llevar adelante. Una tercera razón es que en las
obras alemanas la historia de las instituciones políticas y sus análisis
jurídicos se consideran más a menudo como interrelacionados.
Una limitación de mi enfoque es que no toma en cuenta los
planteamientos de la teoría política y la ideología que acompaña-
ron la formación del estado moderno.5 No tiene lugar para Marsilio
de Padua, Locke o Hegel, o para la interacción entre su pensamien
to y la política de su época. En sí misma, esa interacción es del ma
yor interés, y lamento no poder darle cabida en la concepción de
este libro.6
Por último, la organización de mi argumentación como una se
cuencia de construcciones tipológicas la sitúa en discrepancia con
un tratamiento propiamente histórico. De la continuidad y diversi
dad de los procesos históricos se extraen unos pocos modelos alta
m ente abstractos, cada uno de los cuales se trata como una
aproximación más precisa al estado constitucional del siglo XIX, que
considero la encarnación más madura de “el estado moderno”. Esco~
gí este enfoque, con sus responsabilidades obvias, como un compro
miso entre un análisis histórico plenamente desarrollado, en el que
un tumulto de variantes individuales y condiciones transicionales
oscurecerían la distintividad y unidad de inspiración de cada mode
lo sucesivo, y el tipo de tratamiento abiertamente generalizado (que
se analizará brevemente ai final del primer capítulo) que vería los
últimos mil años de la historia política occidental como el desen
volvimiento inevitable delun modelo evolutivo universal1. Natural
mente, los tipos ideales que empleo no deberían juzgarse como
instrumentos explicativos por derecho propio. Antes bien, concep-
tualizah'los cambiantes patrones de adaptación entre los intereses
contrastantes de grupos que en sí mismos cambian y se erigen en los
17
protagonistas últimos del proceso histórico. De tal modo, los_estados
modelo que describo se introducen para hacer más inteligible el
proceso; no lo explican por sí mismos.
Mis elecciones de tema, enfoque y fuentes podrían contraponerse
fácilmente con alternativas a las que he renunciado. No tengo dudas
de que los sociólogos interesados en el estado podrían aprovechar, en
particular, el examen de las contribuciones de otras disciplinas, como
la antropología, las ciencias económicas (incluida la crítica marxista
de la economía política) y las ciencias políticas. Pero por mi parte no
hice ningún esfuerzo por recurrir a ellas. La antropología me parece
aburrida. No entiendo las ciencias económicas. En cuanto a las cien
cias políticas, creo que durante los últimos treinta años, poco más o
menos, han hecho esfuerzos increíbles a fin de olvidar el estado; y en
tre los científicos políticos para los cuales esto no es cierto, una mayo
ría está probablem ente com prometida con el(lo s) enfoque(s)
márxista(s) que decidí no adoptar.
Al contrario de estas alternativas, considero afín la historia de
las instituciones políticas, y, en rigor de verdad, por momentos
completamente fascinante, en especial los mejores escritos alema
nes en la materia. En cuanto al derecho constitucional, que puede
ser tan aburrido como la antropología y casi tan difícil como las
ciencias económicas, aprendí a evitar a los escritores menos gratifi
cantes y a concentrarme en aquellos que en sí mismos están socio
lógica o históricamente moldeados, y cuyo interés por el análisis
jurídico no les impide sino que los ayuda a captar las estructuras
políticas más amplias.
Cualquiera pueda ser en definitiva el valor de esta combinación de
énfasis y aversiones, por.lo menos debería llenar graves lagunas en los
intereses e información de muchos sociólogos, y en el mejor de los ca
sos proporcionar un marco manuable para una descripción coherente
de los procesos seculares mediante los cuales, desde comienzos del si
glo IX, la autoridad sobre vastos territorios occidentales llegó a ejer
cerse dentro de y mediante el complejo institucional que llamamos
18
estado modemcfiXa gran cuestión para los sociólogos es desde luego
obtener una comprensión más clara del funcionamiento del estado en
las sociedades contemporáneas. Este pequeño ejercicio está concebido
sólo como un prolegómeno a esa amplia y difícil tarea.
21
origina en una discusión del problema planteada en los años cincuen
ta por el científico político estadounidense David Easton. La otra fue
formulada en la década de 1920 por el temible teórico legal e ideólo
go político derechista alemán Cari Schmitt.1
22
cadamente a ciertas personas o posiciones. (“Un cartel en la puerta te
indica dónde estás parado.”) Otro es el intercambio: una transacción
por la cual una parte entrega un objeto valorado a otra a cambio de al
gún otro objeto valorado. (“Elija, el que pone el dinero es usted.”) El
tercero es el un mecanismo por el cual los objetos valorados se
distribuyen por el arbitrio de alguien. (“El que manda aquí soy yo.”)
Easton interpreta que todo el reino de la política está relacionado
con esta última modalidad; la distribución por el mando. En su opi
nión, dentro de un contexto de interacción dado hay “política” en la
medida en que se producen al menos algunas asignaciones de valor
por vías distintas de las de la costumbre y el intercambio. Típicamen-
0 te, las distribuciones consuetudinarias reflejan un consenso-entre to-
v y- dos los participantes, no la sumisión a la voluntad de alguien.
También es característico que las partes que realizan un intercambio
* sean iguales; más que someterse una a otra, acuerdan entre sí. Las dis-
& tribuciones políticas, en contraste, implicarLne.cesariamente la sumi-
sió^deuna.parte_a_la_voluntad-de.Qtra.
No obstante, como los objetos en cuestión tienen valor y son esca
sos, las asignaciones políticas no pueden basarse exclusivamente en la
voluntad de alguien. Las distribuciones efectivas sólo pueden produ-
C cirse cuando los mandatos son vinculantes: esto es, cuando mi sumi
sión a uno de ellos no depende de mi buena voluntad o indiferencia
espontánea sino que es exigible pese a mi oposición. El dador de la or-
^ / den debe estar en condiciones de respaldar su autoridad con sancio-
^ ) nes, típicam ente castigos por el incum plim iento más que
/ recompensas por el cumplimiento.
^ La política, entonces, se ocupa de la distribución y el manejo de un
recurso (la aptitud de emitir órdenes exigibles y sancionadas) que a su
vez puede usarse para hacer más distribuciones de otros objetos valo
rados. En caso de que la política se entienda así, se deduce que se tra
ta de una actividad mundana y poco fascinante, que lleva a cabo sus
asignaciones de a poco y por doquier. Sin embargo, intuitivamente
sentimos que, al contrario, se trata de un orden significativo y vital de
la actividad social, que involucra a grandes actores y tiene lugar en el
centro mismo de la sociedad. Easton emprende la tarea de conciliar
estos puntos de vista estableciendo que no cualquier distribución ba~
sada en una orden puede considerarse política, sino únicamente las
que se producen dentro de contextos sociales relativamente amplios y
perdurables con auditorios definidos en términos generales. Las órde
nes de un padre, las resoluciones del presidente de un club e incluso
las decisiones del directorio de una corporación no son verdadera
mente políticas. La pertenencia a agrupamientos locales es muy a me
nudo voluntaria; y, voluntaria o no, con frecuencia un miembro
desafecto puede renunciar a ella sin experimentar serias pérdidas. Pe
ro dichos agrupamientos forman a su vez parte de uno mucho más
amplio, a cuya pertenencia no puede renunciarse ni es posible pres
cindir de ella con facilidad.
Llamemos “sociedad” a este agrupamiento general, que por lo co
mún está limitado territorialmente. Easton, entonces, aplicaría el tér
mino “político” sólo a las distribuciones basadas en órdenes cuyos
efectos son directa o indirectamente válidos para la sociedad en su
conjunto. Así entendida, la empresa política implica relaciones parti
cularmente visibles, multifacéticas y exigentes de superioridad-infe
rioridad, y en general utiliza como sanción última la singularmente
apremiante de la coerción física. En cualquier caso, en la perspectiva
de Easton la política tiene lugar esencialmente dentro de contextos de
interacción limitados, que desde luego pueden considerarse como
existentes lado a lado con otros contextos semejantes.. Por otra partep\
como hemos visto, la política se ocupa de un problema funcional
(asignar valores entre unidades interactuantes) que en principio pue-
de abordarse de por lo menos otras dos maneras institucionales: m e j
diante la costumbre y el intercambio.
Dadas estas alternativas teóricas, ¿hay razones para pensar que
algunas asignaciones de valor deben estar basadas en órdenes? O bien,
para reformular la pregunta, ¿es la política un rasgo necesario e inte
grante de la vida social? La respuesta es, sin duda, que sí, excepto tal
24
vez en los contextos interaccionales más simples. Es manifiestamente
evidente que ni la costumbre ni el intercambio, y tampoco ambos
juntos, pueden realizar todas las distribuciones que hay que hacer. Es
inevitable que haya contingencias que no puedan enfrentarse excepto
mediante asignaciones basadas en el mando.
¿Por qué? Porque un cuerpo generalizado y rígido de costumbres,
que distribuya minuciosamente valores, no puede, por su naturaleza
misma, permitir la movilización de recursos, la superación de rutinas,
la exploración de nuevas líneas de acción, que de vez en cuando se
toman necesarias si una sociedad ha de persistir, preservar su caudal
de valores y vigilar y mantener sus límites con la naturaleza y otras so
ciedades. Una sociedad completamente controlada por la costumbre
sólo puede perdurar frente a nuevas contingencias si sus costumbres
autorizan a algunos miembros a movilizar a otros en respuesta a ellas,
a idear nuevas rutinas, a escoger entre pautas de acción alternativas y
a hacer que sus decisiones sean aceptadas. Pero esto, por supuesto, es
aceptar la necesidad del mando.3 En cuanto al intercambio, Durk-
heim mostró hace mucho que aun el sistema más sofisticado y flexible
presupone la existencia de normas exigibles y supervisables.4 En sus
términos, los contratos reales dependen de la existencia de la institU'
ción del contrato, que en sí misma no puede ser contractual sino que
debe ser establecida e impuesta obligatoriamente. Volvemos aquí a la
necesidad del mando.
El argumento de que algunas distribuciones deben producirse me
diante el mando (en términos de Easton, la necesidad de la política)
d$ja abierta la cuestión de la mezcla entre los tres modos de distribu
ción, una mezcla que evidentemente variará en diferentes circunstan
cias. Lo que importa aquí es simplemente que, más allá de cierto nivel
. 3 Véase M. S. Olmstead, The Smalí Group (Nueva York, 1959), pp. 62 y siguientes
[El pequeño grupo, Buenos Aires, Paidós, 1981].
4 É. Durkheim, De la división du travail soáal (9a edición, París, 1967), Libro [, cap.
7 [La división del trabajo social, Madrid, Akal, 1982].
de complejidad, duración y tamaño, los contextos interaccionales de
ben tener un mecanismo de asignación de por lo menos algunos valo
res sobre la base del mando. Y de ello se deduce que la sociedad debe
tomar algunas disposiciones permanentes para recurrir, aunque sea in
termitentemente, a ese mecanismo.
5 Una edición reciente de este texto es C. Schmitt, Der Begriff des politischen (Ber
lín, 1963) [E/ concepto de h político, Madrid, Alianza, 1991]. Un breve pasaje de esta
obra está traducido en S. N. Eisenstadt (comp.), Poiiticüi Sociology (Nueva York,
1971), PP. 459-460.
26
“lucrativo/no lucrativo” o el de las decisiones jurídicas por “legal/ile
gal”. Todavía no se había encontrado ningún par semejante de tér
minos para la política, acusaba Sch m itt, porque los prejuicios
liberales y humanitarios de sus colegas les impedían ver la verdadera
naturaleza del problema.
Aquí debemos detenemos un instante para comparar la imagen bá
sica de Schmitt sobre la vida social con la de Easton. Éste, como he
mos visto, consideraba una serie de contextos de in teracción
limitados, cada uno de ellos con ciertos conjuntos vigentes de procesos
de distribución relativamente ordenados, de los cuales algunos, si bien
funcionalmente equivalentes a los demás, se caracterizaban mejor co
mo políticos. Para Schmitt, en contraste, la vida social es intrínseca
mente desordenada y amenazante. Las interacciones relativamente
ordenadas sólo pueden mantenerse dentro de contextos o sociedades
separadas, cada una de las cuales debe primero y principalmente man
tener a raya la amenaza de desorden y .desastre permanentemente
planteada por otras sociedades exteriores que son enemigas de sus inte
reses y propensas a expandirse a sus expensas. Las experiencias legales,
religiosas, económicas, científicas y otras son potencialidades perma
nentes de la existencia humana; pero sólo pueden realizarse con la
condición de que la actividad política preserve los frágiles límites (frá
giles por ser históricamente producidos) que separan a una sociedad de
la otra. Aunque actividades ocasionales involucran a participantes de
más de una sociedad, en términos generales la vida social ordenada se
desarrolla dentro de sociedades individuales, ninguna de las cuales es
cpextensa con la humanidad. Consecuentemente, la política se consa
gra al establecimiento y mantenimiento de los límites entre colectivi
dades, y en particular a la protección de la identidad cultural de cada
una de éstas contra las amenazas exteriores.
De manera correspondiente, Schmitt considera que su reino polí
tico se define por la distinción “amigo/enemigo”. La función políti
ca qu in taesen cia! de una co lectiv id ad es d ecidir qué otras
colectividades son sus amigas y cuáles sus enemigas. En la confron
27
tación entre Nosotros y el Otro,6 definimos como amigas a las co-
lectividades cuya propia definición de todas las demás, incluida la
nuestra, como amigas o enemigas, parece compatible en las circuns-
tancias dadas con nuestra preservación como sociedad autónoma e
integral; definimos como enemigas a aquellas cuya existencia o acti
vidad política amenazan nuestra integridad o autonomía. Estas son
preocupaciones capitales; puesto que sólo si las preservamos pode
mos llevar a cabo otras actividades que sean apropiadas al espíritu
de nuestra colectividad.
Pero si esto es así, algunos enfoques ampliamente aceptados de la
empresa política (y de la “teoría del estado”) son insostenibles, en
especial la equiparación de la actividad política y el derecho como
la pregonan los defensores del R echtsstaatJ En la perspectiva de
Schmitt, las decisiones políticas propiamente dichas no mantienen
ningún tipo de relación con las normas legales o la distinción “legal/
ilegal”. Puesto que el derecho sólo puede ocuparse de las decisiones
que están o pueden ser normadas; y las determinaciones de amigos y
enemigos -resultantes como lo son de la confrontación entre colec
tividades independientes y autosuficientes que actúan al margen de
todo sistema incluyente de gobierno- son demasiado vitales, dema
siado impredecibles, demasiado abiertas para ser sometidas a nor
mas.
Cada decisión propiamente política, entonces, es de manera inhe
rente una decisión sobre una emergencia, una situación inestable y
preñada de consecuencias en la que una necesidad y una convenien
cia rápidamente aprehendidas dictan la acción. Lo que cuenta es la
efectividad, no la legalidad. Si algo puede decirse de la política, es
28
que es anterior al derecho y no a la inversa, y la teoría legal debe re
conocer la prioridad intrínseca de la emergencia sobre la rutina de la
existencia social.8
Tampoco debemos permitir que la manipulación conceptual o la
discusión ideológica confundan las decisiones políticas con otros ám
bitos de decisión. Un enemigo puede o no ser también una colectivi
dad con la que no podemos entablar transacciones económicas
fructíferas, o una que sea moralmente mala: no importa. La determi
nación de amigos y enemigos es distintiva y dominante. Para enfren-
tarla adecuadamente, quien toma las decisiones políticas debe apartar
de su mente todas las consideraciones secundarias (jurídicas, morales,
económicas, etcétera), por más significativas que puedan ser dentro
de sus respectivos ámbitos no políticos. La decisión política última es
existencial, no normativa: una respuesta a una condición impuesta a
Nosotros por el Otro.
Si el Otro nos define como enemigos y actúa como tal frente a No
sotros -no importa por qué lo haga-, lo único que podemos hacer es
contestarle de la misma manera. Y nuestra respuesta debe entrañar
forzosamente, si no la realidad, sí al menos la posibilidad de un con
flicto armado:
8 Una interesante discusión en inglés sobre las ideas de Schmitt -G . Schwab, The
Challenge o f the Excepáon (Berlín, 1970)- se concentra en la relación entre emergen
cia y rutina en la actividad política.
29
nada con su posibilidad real, en el reconocimiento de la situación que
crea para la colectividad.9
30
mita ningún pluralismo político interno, ninguna multiplicación o
dispersión de los centros de decisión política. Dentro de cada colecti
vidad, sólo un centro puede tener derecho a tomar esas decisiones, y
ese derecho debe ser celosamente guardado. A decir verdad, quien
tiene que tomar en última instancia las decisiones propiamente polí
ticas es un solo individuo, dado que sólo una única mente puede so
pesar efectivamente las contingencias vitales que implica zanjar la
cuestión capital de quiénes son los amigos de la colectividad y quié
nes sus enemigos. Las consideraciones normativas, por más caras que
sean a la mentalidad liberal, son intrínsecamente irrelevantes para la
desesperada empresa en cuestión:
31
Contraposición de los dos puntos de vista
32
salvaguardia de los derechos y la creación e imposición de las leyes
aparecen como la esencia misma de la empresa política. Schmitt, en
contraste, reafirma una concepción característicamente continental,
enunciada por primera vez y de la manera más aguda por Maquiavelo
en el siglo XVI como código operativo de los estados soberanos emer
gentes de Europa occidental y central. Aquí, el hecho primordial de
la experiencia política es la amenaza constante, potencial o real, que
cada país plantea a los límites de su vecino y la resultante lucha per
manente en busca de un equilibrio aceptable para todos los países en
vueltos. En estas condiciones, el pensamiento y la praxis política
necesariamente se vuelven hacia afuera, y conceden la más alta prio
ridad a la diplomacia y la guerra.
Sean cuales fueren las imperfecciones de las perspectivas de Easton
y Schmitt, dudo de que haya en este nivel conceptual alguna otra
concepción de la política moderna que merezca igual consideración.
En particular, el punto de vista marxista, centrado en el uso de una
coerción organizada y de alcance social generalizado para asegurar (o
poner fin a) el predominio de una clase propietaria de los medios de
producción, probablemente pueda verse como una variante de la
perspectiva de Easton. Aunque la marxista, con su énfasis en la coer
ción y el conflicto de clases, tiene una dureza de carácter que falta en
la de Easton, ambas comparten una referencia primordial a los proce
sos distributivos que se producen dentro de una colectividad, entendi
dos en primera instancia como una división del trabajo.
■¿
Qonciliación de fos dos puntos de vista
34
distribuciones de valores. Como hemos visto, éstos deben ser genera-
dos antes de poder distribuirlos; y es muy posible que la generación
sea más importante que la distribución. Por otra parte, algunos de los
valores así creados -por ejemplo una plaza pública, el derecho al vo-
to - no pueden asignarse a individuos, sino que sólo pueden poseerse y
disfrutarse colectivamente.
Si hay algo de brutal y demoníaco en el concepto de lo político de
Schmitt, hay algo de mezquino y filisteo en el de Easton. La política es
sin duda algo más que un proceso de reparto de objetos valorados lle
vado a cabo ante miradas ávidas por las manos codiciosas de una muí-
üitud de “colaboradores antagónicos”. Catlin se acerca más cuando
define la política como “interesada en las relaciones de los hombres,
asociación y competencia, sumisión y control, en la medida en que
^ocuran, no la producción y consumo de algún artículo, sino encon-
#ár su lugar en la convivencia con sus semejantes”.12 No obstante, es
‘ífícil ver de qué manera, como no sea a través de los procesos desta
j o s por Easton -la creación y sanción de decisiones colectivamente
Aculantes, el modelado explícito de la interacción, la conquista y el
^ntenimiento del orden interno-, pueden las colectividades alcanzar
nina vez la identidad distintiva que Schmitt considera su esencia.
¿Tal vez en cierto sentido éste tenga razón al señalar que las colecti-
dades sólo pueden definir su identidad negando a otros lo que juz-
"Gomo suyo. ¿Pero cómo puede una colectividad discriminar entre
Jigo y enemigo si no es por referencia a una concepción que nos
tfvierte en Nosotros? ¿Y cómo puede generarse tal concepción, eo
lio sea ordenando de alguna manera distintiva su vida interna?
>si esto es así, ¿por qué negar el término “político” a los procesos
ianté los cuales esa concepción se produce y se mantiene contra
enaza de desorden interno?
G. E. C. Catlin, Science and Mechod of Polines (Nueva York, 1927), p. 262 [La
l&la jjolftica, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1962].
35
En suma, si despojamos a la concepción introspectiva de Easton de
su énfasis excesivo en la distribución y la extendemos hasta abarcar
valores centrales para la colectividad que sus miembros sólo pueden
poseer en conjunto y no individualmente, obtenemos una perspectiva
que apunta con tanta seguridad como la de Schmitt a un aspecto pri
mordial, distintivo y esencial de la política. En sustancia, las dos con
cepciones son complementarias. Por más que uno pueda desechar la
de Schmitt como demoníaca o fascista,13 la historia la confirmó repe
tidamente. Una vez que se reconocen el peligro y el desorden último
de la vida social, sus implicaciones siguen siendo completamente
amorales y -hoy más que nunca- absolutamente aterradoras. Pese a
todos los adelantos de los dos últimos siglos, tenemos hoy tantas razo
nes como Adam Smith para esperar, y tan pocas para creer, que “los
habitantes de todas las diferentes regiones del mundo puedan llegar a
esa igualdad de coraje y fuerza que, al inspirar un temor mutuo, será la
única que pueda imponer a la injusticia de las naciones independien
tes alguna clase de respeto por sus derechos recíprocos”.14
36
largo del tiempo de los rasgos estructurales distintivos de un sistema
de gobierno, el estado moderno.
Como corresponde a la naturaleza misma del estado moderno que
haya muchos estados, y como éstos exhibieron históricamente una
enorme variedad de dispositivos institucionales, está claro que se ha
bla del estado moderno como un sistema de gobierno sólo en un ele
vado nivel de abstracción. En ese nivel, a algunos sociólogos les
parece apropiado considerar su formación como un ejemplo de “dife
renciación institucional”, el proceso mediante el cual los grandes pro
blemas funcionales de una sociedad dan origen en el transcurso del
tiempo a varios conjuntos de dispositivos institucionales cada vez más
elaborados y distintivos. En esta perspectiva, la formación del estado
moderno es paralela a y complementa varios procesos similares de di
ferenciación institucional que afectan, digamos, la economía, la fami
lia y la religión.
& Este enfoque tiene ilustres defensores, tanto entre los grandes so
ciólogos del pasado, que lo utilizaron para obtener un dominio con-
Éptual de la naturaleza de la sociedad moderna, como entre sus
jfgonos contemporáneos.15 También tiene vínculos atractivos con
ittós disciplinas que abordan el cambio evolutivo. Y se lo puede apli-
Itren varios niveles. De tal modo, uno podría decir que el fenómeno
llave en el desarrollo del estado moderno fue la institucionalización,
íMritro de las sociedades occidentales “modemizadoras”, de la distin-
f** Entre los sociólogos clásicos, los partidarios más influyentes y explícitos de este
íue teórico son tal vez Spencer y Durkheim. (Por alguna razón, la contribución
Jimmel se señala con menos frecuencia.) Notables entre las exposiciones contera-
lineas son T. Parsons, Societies y The System ofM odem Societies (Englewood Cliffs,
y 1971) [La sociedad. Perspectivas evolutivas y comparativas, México, Trillas,
El sistema de las sociedades modernas, México, Trillas, 1974]; N. Smelser, Essays
1 Explanation (Englewood Cliffs, NJ, 1968), Parte II; y N. Luhmann, “Sys-
ieoretische Argumentationen”, en J. Habermas y N. Luhmann, Theorie der Ge-
ftoder Sozialtechnologie (Francfort, 1971), en especial pp. 361 y siguientes.
37
ción entre el ámbito privado/social y el ámbito público/político, y que
el mismo proceso se llevó luego más adelante dentro de cada dominio.
En el ámbito público, por ejemplo, la “división de poderes” asignó di
ferentes funciones de gobierno a diferentes órganos constitucionales;
en el ámbito privado, el sistema ocupacional se diferenció aún más
de, digamos, la esfera de la familia. Y así sucesivamente.
Así, un partidario de este enfoque tiene la considerable ventaja de
aplicar un modelo único más o menos elaborado del .proceso de dife
renciación, con las especificaciones y los ajustes oportunos, a una am
plia gama de sucesos, mostrando cómo opera en cada caso la misma
“lógica”. Y en efecto en varios puntos de este libro lo consideré fructí
fero. Pero en términos generales no lo adopté, por tres razones.
Primero, por su afinidad (a menudo explícitamente declarada) con
el evolucionismo biológico, el enfoque parece pretender el estatus de
una teoría científica propiamente dicha, en especial la aptitud de ex
plicar los fenómenos que analiza. Sin embargo, y completamente al
margen de la cuestión de si los sociólogos pueden aspirar legítima
mente a una meta semejante, nadie señaló todavía mecanismos de
evolución social con al menos una parte de la capacidad explicativa
de los elaborados por Darwin o Mendel para la evolución natural.16
Segundo, cualesquiera sean sus fortalezas o debilidades, la teoría
postula un proceso acumulativo e irreversible de diferenciación. De
tal modo, no puede arrojar luz, explicativa o de otra clase, sobre los
fenómenos recientes que tienden a desplazar la distinción entre esta
do y sociedad, y que sugieren con ello no un proceso de diferencia
ción sino de desdiferenciación.
Por último, cualquier intento de traducir la historia institucional
del estado moderno puramente en términos de una teoría general del
38
cambio social puede, a lo sumo, rastrear la difusión del estado como
entidad existente desde su núcleo europeo hasta áreas remotas. Pero
eso no es suficiente para nuestros objetivos en este libro. Una teoría
general de ese tipo no puede incluir los orígenes del estado. No puede
identificar dentro de una sociedad dada las fuerzas e intereses distinti
vos (“materiales e ideales”, en los términos de Weber) de cuya interac
ción surgió ese nuevo sistema de gobierno. Tampoco puede comenzar
a hacer justicia a componentes de tanto peso en el desarrollo del esta
do moderno como la concepción griega del proceso político, con su
dualidad característica de discusión pública en un extremo y ley im-
^ponible en el otro;17 el individualismo y universalismo religiosos del
istianismo;18 y el punto de vista germánico de que la usurpación de
derechos puede resistirse legítimamente aun contra las personas de
go superior al nuestro.19
No puedo afirmar que el tratamiento tipológico intentado en los ca-
ruíos siguientes da a tales factores toda la relevancia que merecen,
lo espero que con el empleo de un esquema en que tienen su sitio,
Üeda llevar al lector más allá de la noción relativamente superficial
-la “diferenciación institucional” y hacer que alcance una compren-
¿n más profunda de la complejidad de los sucesos históricos que par-
hiparon en la creación del estado moderno.
39
Bapitulo n
■*<v
01 sistema feudal de gobierno
fe
p -
tPor ejemplo, los notables y valiosos libros de P. Anderson, Passages from Anciquity
tolism y Lineages o f the Absolutist State (Londres, 1975) [Transiciones de la Anu
al feudalismo, Madrid, Siglo XXI, 1980; El estado absolutista, Madrid, Siglo xxi,
:4]i aunque emplean (entre otras) algunas fuentes secundarias utilizadas en esta
j no admiten que el Standestaat haya sido tan distintivo como yo creo que fue. Y
poco todas las obras alemanas siguen la tipología que utilizo; véase, por ejemplo,
v/itteis, The State in the Middle Ages: A Comparative Constitutional History o f Feudal
-r- (Amsterdam, 1975). Por otro lado, para una importante exposición de la signi-
ón del Standestaat por parte de un historiador británico, véase A. R. Myers, “The
iaments of Europe and the Age of the Escates”, History, 61 (1975), pp. 11-26.
■i.
nos (para gobernar, en este caso) a unos pocos artificios conceptuales
pronunciadamente contrapuestos. No obstante, una práctica de esta
naturaleza es inevitable en una obra de sociología que aspira a hacer
exposiciones comparativas o alguna clase de síntesis evolutiva, y sigo
algunos precedentes notables al tratar aproximadamente mil años de
historia de las instituciones políticas occidentales a través de una se
cuencia de sólo tres construcciones, que se aproximan cada vez más al
“estado moderno maduro” del siglo XIX.2
Mi punto de partida es la creación del imperio carolingio, al que
tomo como contexto del ascenso del sistema feudal de gobierno. El
paso al sistema del Standestaat lo sitúo, en la mayoría de las regiones
en consideración, entre fines del siglo XII y principios del XIV; el del
Standestaat al sistema absolutista, entre los siglos XVI y XVII. A princi
pios del siglo XVlll, el absolutismo ya estaba en decadencia en algunos
países importantes bajo la presión de acontecimientos -muchos de los
cuales de una naturaleza no específicamente política- que designaré
como “el ascenso de la sociedad civil”. (La expresión ancien regime, en
todo caso en el sentido restringido que tiene en Tocqueville,3 puede
considerarse otra denominación de esta última transición.)
El centro geográfico del análisis es la Europa occidental continen
tal, en especial las regiones que hoy constituyen Alemania y Francia.
2 El precedente más importante es, desde luego, M. Weber, Econonvy and Society ■
(Totowa, N j, 1968), vol. 3, pp. 1075-1111 [Economía y sociedad. Esbozo de soáologfa
comprensiva, México, Fondo de Cultura Económica, 1944]; empero, entre sus con- ,
temporáneos véase también F. Oppenheimer, System der Soziologie, vol. 2 (Der Staat)
(2a edición, Stuttgart, 1964), sec. 5. Entre los tratamientos contemporáneos, véanse .
R. Bendix, Nation-Bu¡U¡ng and Citizenship (Nueva York, 1964), cap. 2 [Estado nació'
rwi y ciudadanía, Buenos Aires, Amorrortu, 1974]; y, más recientemente, R. M. Un-
ger, Law in Modem Society (Nueva York, 1976), cap. 3. Véase también mi Images q f ,
Society..., op. cit., sec. 1. j
3 Para el significado más amplio, véase P. Goubert, L ‘Ancien Régime (París, 1969), ;
vol. 1 [El Antiguo Régimen, Madrid, Siglo X X I, 1979].
42
(.OYOLA
U n iv e r s id a d
« g g ’i a s a ALBERTO
HURTADO
BIBLIOTECA'.
43
paisaje material e institucional de Europa occidental: (1) el colapso
del Imperio Romano de Occidente, a la vez como sistema centralizado
de gobierno y sistema administrativo centrado en las municipalidades;
(2) el traslado masivo de poblaciones en las Vólkenvanderungen; y (3)
el alejamiento con respecto al Mediterráneo de las principales líneas
de comunicación y comercio entre las poblaciones de Europa occi
dental y entre ellas y las demás.
De estos acontecimientos se derivaron algunos rasgos del contexto
histórico cuya significación para el establecimiento y la administración
de un sistema de gobierno es bastante evidente: la difundida desorga
nización, falta de reparación e inseguridad de las líneas de transporte
y comunicación; la descomercialización generalizada de los procesos
económicos, ahora casi exclusivamente limitados a emprendímientos
rurales aislados que funcionaban con niveles muy bajos de productivi
dad y no estaban en condiciones de contar con el respaldo y la de
manda de los centros urbanos, que, por su parte, se encontraban en su
mayoría en un estado de abandono y eran económicamente débiles;
un nivel extremadamente bajo de alfabetismo, en el que la lectura y
la escritura eran prácticamente un monopolio del clero y estaban res
tringidas al latín, que fuera de la Iglesia estaba dejando de ser una íín-
gua franca; y una población que a lo sumo alcanzaba niveles muy ]
pobres de nutrición, salud, confort y seguridad, con el resultado de
que la expectativa de vida era pasmosamente baja y la densidad de
mográfica estaba en muchas áreas por debajo de los niveles viables.
Si se considera todo esto, no es irrazonable aplicar la denomina- '
ción de “Edad Oscura”, aunque tenga una tonalidad prejuiciosa, a este
contexto histórico. No obstante, dentro de él, en la última parte del
siglo VIII, la dinastía carolingia emprendió la ambiciosa (y durante al
gunas décadas exitosa) tarea de reconstruir un marco de autoridad ge- ;
neral y translocal. Procuraba con ello recuperar el por entonces
difusamente percibido legado romano de orden y unidad, y conferir a
la existencia social de la cristiandad occidental un nivel de coheren
cia y seguridad contra las invasiones, el bandidaje, la opresión abierta
44
.^miseria más elevado que el que podía ofrecer por sí solo el sistema
j&iástico de conducción.
célebre suceso que marca la culminación de este intento -la coro-
¿ión de Carlomagno, rey de los francos desde el 768, como emperador,
| | ?ad a por el papa en la Navidad del 800'6 revela visiblemente dos
agrandes componentes: la referencia a la Roma imperial y la estre-
^ jsociación con el cristianismo y la Iglesia. A éstos corresponden
¡Jaspectos significativos del sistema de gobierno que los carolingios
iutaban instaurar. Primero, el intento de estructurar vertícalmente
atondad mediante el establecimiento de dos cargos distintivamente
flieosj me refiero a la designación de los comités (condes) y missi do-
^.(enviados del gobernante); estos últimos tenían la responsabili
c e poner en marcha y controlar en determinados momentos, de
sedo con directivas centrales, la tarea gubernativa llevada a cabo
Imente por los primeros. Segundo, el basamento en obispados y
lías (cuyos límites corresponden a menudo a los de las municipali-
¡,y las grandes haciendas romanas, respectivamente) como prin-
les elementos horizontales de la estructura administrativa,
ifero un tercer componente del plan carolingio original no tuvo
jévidencia tan notoria como el romano y el eclesiástico en la cere-
|tia de la Navidad del año 800. Sin embargo, este elemento, de
sn bárbaro y en particular germánico, iba a tener un impacto pro-
lo, y a largo plazo destructivo, sobre el nuevo sistema de gobierno,
¡trataba de la relación de Gefolgschaft, “séquito”, un lazo personal
¡Lealtad y afecto mutuos entre un jefe guerrero y su comitiva selec-
grada de íntimos asociados, sus confiables compañeros en el honor,
^ventura y el mando.^ Ya difundidas en el 800, estas relaciones típi-
45
camente estrechas y muy personales entre casi pares iban a convertir
se en un componente institucional indispensable del imperio carolin-
gio, sobrevivirían a su desaparición y afectarían profundamente los
dispositivos occidentales de gobierno durante varios siglos.
¿Por qué fue así? Reconsideremos el contexto histórico antes esbo
zado, en particular la inseguridad e irregularidad de las comunicacio
nes; la imposibilidad, en condiciones que se acercaban a la noción de
una economía “natural” (en contraposición a la “dineraria”), de cons
tituir mediante impuestos un tesoro con el cual financiar un aparato
gubernativo verdaderamente manejado desde el centro; y la necesidad,
frente a las invasiones y el bandidismo, de orientar la empresa de go
bierno primordialmente a las actividades militares. Es evidente que en
tales condiciones era imposible mantener un sistema político unitario
basado exclusivamente en condes y missi dominici, y en el cual estos úl
timos fueran tratados como poseedores de facultades de autoridad pú
blica, otorgadas y controladas desde el centro, sustentadas por fondos
públicos y sujetas a la rotación territorial, la revocación, la responsabi
lidad y la destitución. Esos cargos (y hasta cierto punto también los
eclesiásticos) tenían que ser limitados y complementados por nociones
e instrumentos derivados esencialmente de la Gefolgschaft, de la idea
de la comitiva escogida de guerreros agrupados en tomo del jefe.
46
feberes de sumisión (si no un franco sometimiento) y, cuando fuera
¡cesario, de ayuda personal.
¡Beneficium (más adelante fevum, luego feudum; de allí “feudo”). Era
concesión de derechos, principalmente a la tierra pero que in-
$a su población (esclavos, siervos o libres) y los accesorios agríco-
«¿con ceb id a para proveer a las necesidades materiales de un
íividuo o una comunidad que se hacían cargo de alguna responsabi-
¿d eclesiástica o gubernamental,
ímmwnitos. Aquí, la casa y los bienes de un individuo o una colecté
jad (en este caso, generalmente eclesiástica) quedaban exentos de
Apoderes fiscales, militares y judiciales normalmente ejercidos por
seedor de un cargo público sobre un territorio que los incluía.
ln el sistema feudal de gobierno, estos tres dispositivos se integra-
Í con la Gefolgschaft, modificándola y siendo modificados por ella,
fésultado fue una profunda (y durante mucho tiempo irreversible)
teación del eje vertical del plan carolingio original: la relación
el emperador, en un extremo, y los condes y missi en el otro,
ios cómo ocurrió.
|Sómo resultado de la influencia de la Gefolgschaft, la commendatio
eüdal perdió parte de su asimetría, por así decirlo; su gradiente se
'menos empinada. Tanto en su contenido típico como en las for-
>rituales de su ejecución, gradualmente se la llegó a percibir como
iglo conveniente para dos partes que eran en principio casi pa-
^(como en la Gefolgschaft). Esto no significa decir que la nueva
vnendado feudal supuso la igualdad total entre las partes, o que hi-
‘sus obligaciones respectivas totalmente simétricas o equivalentes
jtros aspectos. No obstante, había suficiente igualdad para indicar
la parte que se “encomendaba” (el vasallo) y la que recibía la
itio (el señor) pertenecían en principio ál mismo mundo so-
jyrSxclusivo. Lo característico era que ambos guerrearan de la mis-
^manera, que requería una gran habilidad y era económica y
miente exigente: el choque entre guerreros montados y con pesa-
íaduras. La relación entre las partes en la commendatio compro
47
metía al señor a proteger al vasallo, a éste a prestar su ayuda y su con-
sejo a aquél, y a ambos a demostrarse afecto y respeto mutuos. Cori
ello se reconocían uno a otro como compañeros, del mismo modo qu¿
se esperaba lo hicieran entre sí y con el jefe al que seguían en conjun
to los miembros de la Gefolgschaft. Así entendida, la commendatio feu
dal es algo más que una relación a la vez contractual (esto es, que;
descansa en la elección libre y recíproca de los socios y genera obliga,
ciones mutuas) y jerárquica (vale decir, que reconoce cierto grado de
desigualdad entre las partes); también está, en su forma típica, colorea
da por un contenido emocional (lealtad, afecto, confianza, camarade
ría) que no se encuentra a menudo ni en las relaciones contractuales
ni en las jerárquicas. De tal modo, se trata de una relación intensa
mente personal, que comprende a dos socios que se eligen, se ayudan y
se respetan uno al otro como individuos.
El beneficium (feudo) resultó afectado por la noción de Gefolgschaft
al ser incorporado a los instrumentos de la commendatio feudal. El se
ñor otorgaba un feudo al vasallo con la condición de que éste, con su¿
explotación económica, pudiera prestar los servicios que debía al se-;
ñor: equiparse con armas y cabalgaduras; entrenar, equipar, remunerar
y conducir un escudero y el pequeño equipo de subalternos necesarios
para apoyar a un guerrero montado en el campo; unirse a la hueste del;
señor o a su consejo cuando se lo solicitaran; mantener un hogar digno,
de quien era un casi par del señor, y a menudo su huésped o anfitrión;;
y así sucesivamente. De tal modo que la tierra otorgada era implícita-/
mente, y con frecuencia explícitamente, un corolario de la lógica de la.
commendatio: en rigor de verdad, llegó a constituir una expresión mu-*
cho más significativa del favor del señor que la simple promesa de pro-:
tección y amistad hacia el vasallo. De hecho, el otorgamiento del
feudo tenía precisamente la intención de permitir que el vasallo se.
ocupara de su propia protección y de la de sus dependientes, y si era
necesario ayudara al señor.
En cuanto a la immunitas, en el origen su significación era principal- ,
mente negativa: un hogar y una propiedad “inmunes” constituían sim-
48
énte una excepción dentro del alcance territorial de los poderes
'mente ejercidos por el otorgante, un enclave en que su manda-
¡¿ ra válido. El feudalismo asoció una significación positiva al mis-
ómeno. En la medida en que quedó vinculada a ía commendatio
Sqrgamiento de tierras, la inmunidad implicó que al vasallo no
,le permitiera sino que se esperara de él que ejerciera sobre su
luna serie de prerrogativas de la autoridad: la recaudación de
buciones (en especie, en trabajo, posiblemente en numerario),
aración y ejecución de la ley, la defensa y la vigilancia de la Re
conducción de dependientes armados en la batalla, etcétera. Se
ía que el vasallo iba a hacer todo esto en su propio nombre,
¡ >sus prerrogativas como un medio de explotar económicamente
- que mantenía en concesión.y a sus dependientes residentes. El
‘ de que así lo hiciera era interpretado como un aspecto vital de
|Cio al señor; era un medio de descentralizar, de extender a la
ÍSi las propias actividades de gobierno del señor,
eremos entonces que el feudo llegó a incorporarse a la com-
f~; la obligación del señor de dejar al vasallo en paz (“inmune”)
~esión y gobierno se convirtió en la contrapartida más signifi-
'dé la obligación del vasallo de ayudar y aconsejar a su señor, y
er. y ser mediador de sus poderes en el plano local. Al mismo
•el feudo constituía la fuente del autobastecimiento económi-
Vasallo y el marco espacial del ejercicio de sus derechos (y de-
ele mando.
Éste modo, por un lado la relación construida en tomo del feudo
-en una compleja elaboración de la Gefolgschaft original a dos
uos que pertenecían, por nacimiento o vocación probada, al
‘trato social elevado de conductores y guerreros (y que también
. tistas, dado que sus preocupaciones militares y posición social
i compatibles con el hecho de que tuvieran una participación
do activa en el manejo de sus posesiones). Por el otro lado, la
^voluntariamente entablada por los dos casi pares tuvo impor-
efectos sobre un vasto número de personas más humildes (cam
49
pesinos, villanos, dependientes domésticos, siervos, y a veces esclavos),
que simplemente tenían que someterse a esos efectos. Desde luego, es
tas personas constituían la gran mayoría de la población, excepto en las
pocas regiones donde el campesinado estaba instalado principalmente
en allodia, es decir, tierras no sujetas a cargas feudales. Para el grueso de
la población, entonces, la “asimetría” en las relaciones de autoridad que
los desarrollos feudales habían “achatado” entre los participantes de la
commendatio, se incrementó agudamente. Tales personas se vieron pn>
fundamente afectadas por la relación feudal sin ser parte de ella; las par
tes mismas las consideraban en esencia como los objetos del gobierno, y
ocasional e incidentalmente como sus beneficiarios, pero nunca como
los sujetos de una relación política. También el aspecto económico de
la relación feudal estaba fundamentalmente orientado al provecho del
vasallo como rentista y consumidor.
Así, pues, la relación señor-vasallo -la célula, por así decirlo, del sis
tema feudal de gobierno- debe verse como en el borde mismo de una
empinada gradiente que separa a ambas partes de los grupos sociales
más bajos. Lo empinado de la gradiente se derivaba de las pronuncia
das desigualdades en la relación entre el vasallo y sus dependientes e
inferiores sociales, una relación denotada por el término seigneurie.8
Los derechos del vasallo inherentes a la seigneurie, de conducir, con
trolar, explotar y a menudo oprimir a sus dependientes, presuponían
(y reforzaban) una desigualdad entre las partes que estuvo ausente du
rante mucho tiempo en la commendatio. Las relaciones señoriales no
estaban completamente despojadas de reciprocidades, algunas de las
cuales tenían el mismo contenido y matices emocionales que las feu
dales (en particular el intercambio de protección por lealtad). Pero
eran de una naturaleza diferente de las relaciones señor-vasallo; des-
50
pues de todo, a menudo vinculaban a un guerrero con siervos de un
grupo étnico y lingüístico diferente.
Los abusos a los que con frecuencia conducían las relaciones seño
riales fueron amargamente señalados por Estienne de Fougéres, él
mismo miembro del estado caballeresco:
Tendencias en el sistema
10 Véase G. Fourqum, Lordship and Feudalism in the Middle Ages (Londres, 1976),
partes 1 y 2 [Señorío y feudalismo en ía Edad Media, Madrid, Edaf].
52
mayoría de los territorios abarcados por mi argumentación. En la ma
yor parte de los lugares también dejó su huella en el sistema de cargos
eclesiásticos; en muchos, proclamó contundentemente su exclusivi
dad en la máxima nulle terre sans seigneur, significativa no sólo con
respecto al fenómeno de la autoridad como tal, sino también al marco
superpuesto de relaciones de propiedad y modo de producción.
La pertinencia de este acontecimiento para mi planteo es que
transformó una red de relaciones interpersonales en la principal es
tructura portante del gobierno. Para usar la expresión un poco ana
crónica de Theodor Mayer, equivalía a construir “el estado como una
asociación de personas”.11* Pero el “estado” así constituido tenía una
tendencia inherente a trasladar hacia abajo el asiento del poder efec
tivo, el punto de apoyo del gobierno, a los eslabones más bajos de la
cadena de relaciones señor-vasallo. En esta medida, el “estado feu
dal”, al hacer cada vez más difícil el gobierno unificado sobre grandes
zonas, se socavaba a sí mismo.
La excelente monografía de Georges Duby sobre Macón -un área en
lo que hoy es el centro-oeste de Francia- proporciona un ejemplo de
este fenómeno de largo plazo.12 En esa zona, donde el rey de Francia era
una figura vagamente percibida y políticamente ineficaz, el principal
cambio en el sistema de gobierno durante los siglos XI y XII fue el debili
tamiento de la posición del conde y el traspaso de su poder a señores
* Las referencias de notas seguidas por un asterisco indican notas que contienen
material de importancia además de las citas.
11 Véase T. Mayer, “I fondamenti dello stato moderno tedesco nell’alto medioevo”,
en E. Rotelli y P. Schiera (comps.), Lo stato moderno. 1: Dal medioevo all’etá moderna
(Bolonia, 1971), pp. 21-50. Aludo a un anacronismo porque me parece que Mayer
(con otros respetados eruditos, por ejemplo H. Mitteis) adhiere al lado equivocado en
la prolongada disputa sobre si se debe aplicar el término “estado” al sistema de gobier
no feudal. Para una sucinta reseña de este debate, véase la Introducción a H. H. Hof-
mann (comp.), Die Entstehung des modemen souveranen Staates (Colonia, 1967).
12 G. Duby, La Société aux xic et xue siécles dans la región maconnaise (París, 1953).
53
más pequeños, en particular los que habían erigido o entrado en pose
sión de castillos (los castellani, o castellanos). Hacia fines del siglo XI, el
plaid (tribunal) del conde se había convertido en un órgano pseudojudi-
cial y patrimonial de significación exclusivamente privada. Los caste
llanos habían dejado de asistir a él, puesto que ya habían incorporado a
sus patrimonios los poderes sobre la población rural originalmente dele
gados a ellos por el conde. De tal modo que éste ya no podía ejercer la
con d u cció n directa de los hombres libres de su territorio.
Cada castillo de la región se había convertido en “un centro de au
toridad independiente del castillo principal [del conde]; el asiento de
un tribunal que zanjaba las disputas al margen del tribunal del conde;
el.lugar de reunión de una clientela de vasallos que competía con el
que se centraba en el conde”. Cada castellano poderoso explotaba en
su propio provecho prerrogativas de gobierno sobre los campesinos de
la comarca, desde levas y exacciones militares hasta ía jurisdicción
penal y civil. Como resultado:
* Ib id ., pp. 170-171.
54
fragmentación de cada gran sistema de gobierno en muchos sistemas
más pequeños y cada vez más autónomos que diferían ampliamente
en la manera en que llevaban a cabo la empresa de gobernar y que a
menudo estaban en guerra unos con otros. Veamos qué es lo que hay
detrás de esta tendencia.
En primer lugar, desde el comienzo fue normal que cada señor tu
viera más de un vasallo. Como en principio cada relación feudal se
entablaba intuitw personae, es decir, tomando en consideración la indi
vidualidad de los participantes, las obligaciones mutuas de señor y va
sallo podían diferir considerablemente de una a otra relación. Como
resultado, la relación de los señores con el objeto último de la autori
dad, el populacho, era dirimida de modo diferente por cada vasallo.
Así como variaban aspectos de la relación básica como el tamaño del
feudo, los términos exactos en que se otorgaba, los derechos de go
bierno sobre él que mantenía el señor o eran conferidos al vasallo,
también lo hacían las modalidades y el contenido del ejercicio de la
autoridad. De tal modo que sus rutinas diarias tal vez difirieran consi
derablemente, aun entre feudos adyacentes sacados de la tenencia de
tierras del mismo señor. Las diferencias en los términos según los cua
les un señor enfeudaba a sus varios vasallos podían aumentar aún más
de acuerdo con los diversos términos en que aquél, en su carácter de
vasallo, poseía la tierra recibida de un señor de superior jerarquía.
Segundo, un hombre podía convertirse en vasallo de más de un se-
ñor, lo que incrementaba todavía más la diversidad de modos en que
se poseían, explotaban y gobernaban los feudos. Por otra parte, en ca
so de que los varios señores de un vasallo disputaran entre ellos y soli
citaran la ayuda y el apoyo de éste, el vasallo podía usar esta confusa
situación como pretexto para suspender sus obligaciones con respecto
a todos ellos y afirmar su independencia. Puede tenerse una vislumbre
de la complejidad que tales dispositivos podían generar en el patrón
de relaciones feudales en la declaración emitida por Roberto, conde
de Gloucester, ante una investigación efectuada en 1133 en nombre
de Enrique I de Inglaterra, con respecto a “los feudos en propiedad de
55
barones, caballeros y wwassores de la Iglesia de la Santísima Virgen de
Bayeux” en Normandía:
56
los eslabones que los separaran en la cadena de las subenfeudaciones.
Pero en el continente, pese a la existencia de la oscura y discutida no
ción de suzeranía [suzerainty], por la cual, desde el siglo XI en adelante,
ciertos señores sostenían que podían hacer demandas a los vasallos de
sus vasallos, la fragmentación de la autoridad continuó.
Estos tres factores que debilitaban el control efectivo de los pode
res feudales más elevados sobre los más pequeños se vieron reforzados
por tres desarrollos vitales en el vínculo señor-vasallo. Primero, la du
ración de ese vínculo dejó de ser contingente de ciertas prestaciones
por parte del vasallo. Las circunstancias en que éste tenía que entre
gar el feudo a su señor se redujeron a la franca traición y la inobser
vancia flagrante de los deberes, y aun entonces el vasallo podía
resistirse con éxito a la toma por la fuerza. Segundo, donde tenía vi
gencia la máxima nulle ierre sans seigneur, ésta a menudo imponía al
señor una “compulsión a ceder” un feudo devuelto a él por cualquier
razón; en otras palabras, tenía que otorgarlo a otro vasallo y no podía
conservarlo como pertenencia propia.16 Por último (y lo más impor
tante), el feudo llegó a considerarse parte del patrimonio del linaje
del vasallo, y por lo tanto susceptible de división, herencia y a veces
enajenación.
Dos de estas tendencias (la restricción de la “condicionalidad” del
título feudal y la posibilidad de heredarlo) fueron expresamente san
cionadas por el emperador Conrado II en 1037, mientras ponía sitio a
Milán, con referencia a sus propios vasallos italianos:
57
que ningún vasallo que posea un feudo -y a provenga de obispos, aba
des, abadesas, marqueses, condes o cualquier otra persona- de nues
tras propiedades públicas o de las de las iglesias y que haya sido
injustamente despojado de uno, debe perder su feudo sin una falta
cierta y demostrada, sobre la base de los estatutos de nuestros ances
tros y el juicio de los pares.
Decretamos también que cuando muere un vasallo, grande o pe
queño, su feudo debe destinarse a su h ijo .17
58
intrínsecos de prerrogativas semipolíticas y antes públicas, conferidas
a su poseedor simplemente en virtud del hecho de que los poseyera, y
a lo sumo con una referencia ritual a un señor otorgante y a los térmi
nos e intenciones originales de la cesión.18
El desarrollo de una autonomía cada vez mayor por parte de los te
nedores de feudos generó una cantidad creciente de rivalidades juris
diccionales y disputas de límites, que fueron difíciles de zanjar con la
apelación a los derechos cada vez más nominales de señores y suzera-
nos superiores. En estas condiciones, las partes enfrentadas a lo que
veían como violaciones de sus derechos consideraron legítimo em
prender por sí mismas su reparación forzada, en formas que variaron
desde duelos judiciales ajustadamente regulados (entre los causantes o
sus campeones) hasta salvajes y prolongadas “guerras privadas”.19 Esto
se deducía de la naturaleza misma de la relación feudal, que original
mente reunía a dos guerreros profesionales, cada uno de ellos obligado
por un código de honor a defender sus derechos -y combatir por ellos,
si fuera necesario- aun contra el otro. Además, como se esperaba que
cada señor o vasallo aportara sus propios medios de mantener el or
den entre sus dependientes y defenderlos contra los foráneos, era na
tural comprobar que de vez en cuando esos medios se volvían contra
otros señores o vasallos. De hecho, como lo he señalado, se esperaba
que se empleara la coerción (o, más a menudo, que se amenazara con
emplearla) para obtener excedentes de los propios siervos y campesi
nos; su utilización contra los de otra persona no era más que una am
pliación (frecuente) de esa noción.
Estas son las raíces institucionales de lo que a menudo se menciona
como la “anarquía feudal”. Ésta surgió del hecho de que el sistema de
59
gobierno se basaba, tanto para el mantenimiento del orden como para
la puesta en vigor de los derechos y la reparación de los males, en una
coerción autoactivada ejercida por una pequeña clase privilegiada de
guerreros y rentistas en su propio interés. Los extremos de opresión y
violencia generados por semejante enfoque de la ley y el orden pueden
inferirse del texto de un juramento que los obispos de Beauvais y Sois-
sons, que actuaban en nombre de los fieles de sus respectivas diócesis,
solicitaron prestaran los feudatarios de la zona de Reims en 1023:
61
Por todo esto, como sistema de gobierno el feudalismo no repre
senta enteramente el “año cero” en la historia del estado moderno.23
Constituyó un primer intento por imponer un marco gubernamental
firme y viable a regiones que habían sufrido muchas devastaciones e
inseguridad; y aunque no pudo oponerse a su propia entropía interna,
nunca negó del todo el designio original ni eliminó por completo la
distintividad y superioridad de los viejos títulos, cargos y prerrogativas
imperiales, reales y principescos, por más remotos que hayan sido en
términos del gobierno cotidiano.
Además, el feudalismo enraizó en la tierra (para explotar, pero al
mismo tiempo gobernar y proteger a su población) una clase guerre
ra que a menudo había venido de lejos y tenía fuertes tendencias
nómades. Esta clase recibió del feudalismo poderes que iban más
allá de los de una naturaleza puramente militar, y en el ejercicio de
ios cuales estos guerreros aprendieron, lenta pero progresivamente, a
considerar criterios de equidad, a respetar las tradiciones locales, a
proteger a los débiles y a ejercer la responsabilidad. La nobleza euro
pea que surgió lentamente de la feudal ización de la clase guerrera
original se convirtió en el estado primordial del futuro Standestaat,
un estado de hombres entrenados en la conducción y la iniciación
de acciones colectivas, destinado por su posición altamente privile
giada a promover actividades y normas de realización estética y exis
tencia civilizada con las cuales la cultura europea en general tiene
una gran deuda.24
23 Sobre este punto, véase J. R. Strayer, On the Medieval Origíns o f the Modem Sta
te (Princeton, N J, 1970).
24 Véanse O. Brunner, Adeífges Landleben und europüischer Geist (Salzburgo, 1949),
caps. 1 y 2; N. Elias, Über den Prozess der Ziviüsation (2a edición, Berna, 1969), vol. 1
[El proceso de ¡a civilización, México, Fondo de Cultura Económica, 1989]. No hice re
ferencias en el texto a la institución de la caballería, que tiene una importancia con
siderable en este contexto. Véanse, por ejemplo, las secciones sobre “The Growth of
the Noble Class” y “The Aristocratic Mind” en Cheyette, op. cit.
62
Por otra parte, aun previa e independientemente del redescubrí-
miento del derecho romano y la sofisticada elaboración del derecho
canónico, el feudalismo estableció la noción de qüe la discusión (aun
que se realizara irracional y violentamente) sobre los derechos y la
justicia (por más particularistamente que se entendieran) constituía
la manera normal de fijar los límites del gobierno y de enfrentar y co
rregir el desgobierno: además, obligó a que el recurso a la fuerza arma
da se justificara en esos términos.25
Si bien como miembros de una minoría restringida, exclusiva y ex
plotadora, los individuos adquirieron títulos que podían sostener le
galmente con su propia fuerza unos contra otros y aun contra sus
superiores,26 En una carta de 1022 a Roberto de Francia, por ejemplo,
Eudes, conde de Blois, explica que ha decidido no asistir a una sesión
tribunalicia convocada para ser juzgado por el rey, porque se ha ente
rado de la decisión de éste de no aceptar ninguna sentencia que pue
da hacer a Eudes, digno de obtener sus beneficios en el futuro. (En el
extracto que sigue, el término “honor” significa probablemente tanto
una carga de origen público con posesiones concurrentes como el ho
nor en el sentido en que nosotros lo entendemos.)
63
Por todo esto, como sistema de gobierno el feudalismo no repre
senta enteramente el “año cero” en la historia del estado moderno.23
Constituyó un primer intento por imponer un marco gubernamental
firme y viable a regiones que habían sufrido muchas devastaciones e
inseguridad; y aunque no pudo oponerse a su propia entropía interna,
nunca negó del todo el designio original ni eliminó por completo la
distintividad y superioridad de los viejos títulos, cargos y prerrogativas
imperiales, reales y principescos, por más remotos que hayan sido en
términos del gobierno cotidiano.
Además, el feudalismo enraizó en la tierra (para explotar, pero al
mismo tiempo gobernar y proteger a su población) una clase guerre
ra que a menudo había venido de lejos y tenía fuertes tendencias
nómades. Esta clase recibió del feudalismo poderes que iban más
allá de los de una naturaleza puramente militar, y en el ejercicio de
los cuales estos guerreros aprendieron, lenta pero progresivamente, a
considerar criterios de equidad, a respetar las tradiciones locales, a
proteger a los débiles y a ejercer la responsabilidad. La nobleza euro
pea que surgió lentamente de la feudalización de la clase guerrera
original se convirtió en el estado primordial del futuro Standestaat,
un estado de hombres entrenados en la conducción y la iniciación
de acciones colectivas, destinado por su posición altamente privile
giada a promover actividades y normas de realización estética y exis
tencia civilizada con las cuales la cultura europea en general tiene
una gran deuda.24
23 Sobre este punto, véase J. R. Strayer, On the Medieval Origins o f the Modem Sta
te (Princeton, N J, 1970).
24 Véanse O. Brunner, Adeliges Landleben und europaischer Geist (Salzburgo, 1949),
caps. 1 y 2; N. Elias, Über den Prozess der Zivilisation (2a edición, Berna, 1969), vol. 1
[El proceso de la civilización, México, Fondo de Cultura Económica, 1989]. No hice re
ferencias en el texto a la institución de la caballería, que tiene una importancia con
siderable en este contexto. Véanse, por ejemplo, las secciones sobre “The Growth of
the Noble Class” y “The Aristocratic Mind” en Cheyette, op. cit.
62
Por otra parte, aun previa e independientemente del redescubrí-
miento del derecho romano y la sofisticada elaboración del derecho
canónico, el feudalismo estableció la noción de que la discusión (aun
que se realizara irracional y violentamente) sobre los derechos y la
justicia (por más particularistamente que se entendieran) constituía
la manera normal de fijar los límites del gobierno y de enfrentar y co
rregir el desgobierno: además, obligó a que el recurso a la fuerza arma
da se justificara en esos términos.25
Si bien como miembros de una minoría restringida, exclusiva y ex
plotadora, los individuos adquirieron títulos que podían sostener le
galmente con su propia fuerza unos contra otros y aun contra sus
superiores.2ÓEn una carta de 1022 a Roberto de Francia, por ejemplo,
Eudes, conde de Blois, explica que ha decidido no asistir a una sesión
tribunalicia convocada para ser juzgado por el rey, porque se ha ente
rado de la decisión de éste de no aceptar ninguna sentencia que pue
da hacer a Eudes, digno de obtener sus beneficios en el futuro. (En el
extracto que sigue, el término “honor” significa probablemente tanto
una carga de origen público con posesiones concurrentes como el ho
nor en el sentido en que nosotros lo entendemos.)
63
fruté de vuestro favor. Pero una vez que me lo retirasteis y procuras
teis privarme del honor que me habíais concedido, si hice algo que es
timasteis ofensivo mientras me defendía a m í mismo y mi honor, me
vi empujado a ello por el mal recaído sobre mí y bajo el apremio de la
necesidad. Por cierto, ¿cómo podía dejar de defender mi honor? Pon
go a Dios y mi propia alma por testigos de que antes preferiría morir
con honor que vivir privado de él. Pero si vos no insistís en despojar
me de mi honor, nada deseo más en el mundo que tener y merecer
vuestro favor.27
64
dales. No obstante, es interesante señalar que estos gobernantes, al
justificar sus campañas contra la “anarquía feudal” y la “insubordina
ción de los barones”, emplearon con frecuencia el lenguaje feudal de
los derechos, y en particular la noción de suzeranía (que con ello que
dó confusamente asociada con la noción emergente de soberanía).28
Duby, una vez más, documenta con claridad este fenómeno de la se
gunda mitad del siglo XII, cuando el rey de Francia volvió a surgir por
detrás del horizonte del verdadero gobierno en Macón. En un princi
pio, las guerras que libraba para refrenar la independencia de este o
aquel señor local eran “guerras privadas”; las alianzas que constituía
para dividir y reinar eran acuerdos feudales entre casi pares; el recono
cimiento y apoyo que reclamaba de los diversos potentes eran los debi
dos al suzerano.29 En general, los gobernantes territoriales utilizaron el
lenguaje feudal (aunque lo modificaron) al procurar establecer dentro
de la clase feudataria una jerarquía relativamente coherente, coexten
sa con sus territorios. En particular, elaboraron y enriquecieron lo que
originalmente era un vocabulario feudal para idear una generalizada-
mente entendida “ley del más fuerte” de títulos nobiliarios, cada uno
de los cuales pasó lentamente a asociarse con paquetes específicos de
privilegios, prerrogativas, derechos de honor y precedencia, y respon
sabilidades concurrentes.
El uso de dispositivos feudales en el contexto de lo que retrospecti
vamente parece haber sido un intento histórico distintivamente
“transfeudal”30 -la construcción de estados modernos por y en tomo
de los gobernantes territoriales- no debe considerarse como indicati
vo de una duplicidad intencional de parte de esos gobernantes. Mu
65
chas de sus dinastías habían sostenido durante generaciones una defi
nición cabalmente feudal de sus propias prerrogativas; y así como los
vasallos habían llegado a considerar sus feudos como parte de su patri
monio, del mismo modo las dinastías principescas habían aprendido a
imaginar los territorios que gobernaban como parte de ios suyos.
Una obsesión por el engrandecimiento territorial a través de matri
monios, herencias, particiones, trueques, reversiones de feudos y ad
quisiciones de tierras iba a seguir siendo característica de esas dinastías
durante muchos siglos.31 Pero esto no impidió que expusieran con la
misma insistencia sus reclamos a un monopolio de los derechos clara
mente “reales”: la justicia superior, la acuñación de moneda, el nom
bramiento de obispos y abades, la concesión de cartas a las ciudades o
la regulación de las cada vez más importantes actividades económicas
de estas últimas. Pero dentro del marco de mi argumentación, este úl
timo fenómeno apunta más allá del feudalismo, hacia el siguiente tér
mino en nuestra tipología de sistemas de gobierno.
66
Capítulo III
El Standestaat
Para ver por qué fue así, consideremos algunos aspectos políticos del
ascenso de las ciudades a comienzos del segundo milenio d.C. En el
67
Occidente medieval, las ciudades se desarrollaron no sólo como ámbi'
tos ecológicamente distintivos, como densos asentamientos de perso-
ñas que se consagraban a actividades productivas y comerciales
específicamente urbanas, sino también como entidades políticamente
autónomas.2 A menudo obtuvieron su autonomía contra la oposición
expresa y la resistencia visible del gobernante territorial y sus rapre-
sentantes (con frecuencia obispos en Italia y Alemania) o del ele
mento feudal, o de ambos.
Así, el ascenso de las ciudades señaló la entrada de una nueva fuer
za política en un sistema de gobierno dominado hasta entonces, en
cualquier nivel que se considerara, por las dos partes de la relación se
ñor-vasallo. Como mínimo, una fuerza tal tenía que ser tomada en
cuenta en el inestable equilibrio entre el gobernante territorial y sus
feudatarios, aunque sólo fuera como un posible aliado que cada uno
podría emplear contra el otro. Pero había más que eso, porque lo ca
racterístico fue que las ciudades se afirmaron - o se reafirmaron, des
pués de siglos de decadencia y abandono- de una manera que era
novedosa, si bien no carecía totalmente de precedentes, en el sentido
de que implicaba la creación o reactivación política de centros de ac
ción solidaria por individuos que por sí solos carecían de poder. De tal mo
do, las ciudades reclam aron derechos que eran de naturaleza
corporativa, es decir, que se asociaban a los individuos sólo en virtud
de su pertenencia a una colectividad constituida capaz de operar co
mo una entidad unitaria. Había en este aspecto un elemento de con
tinuidad con la inspiración institucional básica del sistema feudal, en
la medida en que las prerrogativas de gobierno se reclamaban y apro
piaban como una cuestión de “inmunidad”, como “franquicias” (a
menudo formalmente reconocidas en cartas emitidas por el gobernan
68
te territorial y formuladas en lenguaje feudal). Pero como estas fran-
quicias se poseían colectivamente, sancionaban o contribuían a la
formación de comunidades relativamente amplias.
Jan Dhondt distinguió tres patrones en la relación entre la franqui
cia como un conjunto reconocido (aunque a menudo previamente
usurpado) de facultades de gobierno y las comunidades que unían a
sus poseedores.
69
haya sido su “sesgo” por la presunción de que las partes eran casi pa
res. Por último, una vez que se había sellado su vínculo mediante el
homenaje ritual, y otorgado el feudo, ambas partes de la relación feu
dal esperaban cumplir, y en una medida aun mayor cumplieron, sus
respectivas obligaciones separadamente; cada una se mantenía firme
en su poder, el cual podía ser convocada a ejercer ocasionalmente en
nombre de la otra.
En contraste, las ciudades adquirieron poder y autonomía política
como formas asociadas, mantenidas constantemente en vigencia por
la coalición voluntaria de las inclinaciones -y reunión de los recur
sos- de iguales que individualmente carecían de poder.4 Una vez más,
una institución bárbara inspiró con frecuencia el acuerdo original y
reguló su ejecución: no se trata esta vez de la Gefolgschaft, “séquito”,
como en el caso del feudalismo, sino de la Genossenschaft, “compañe
rismo”, “confraternidad”. En las zonas de lenguas romances, la natura
leza del acuerdo y de sus productos colectivos se indica mejor con el
término communís y sus derivados. Estos señalan una conciencia com
partida de ciertos intereses que sobrepasan las facultades de acción de
cualquier individuo y que requieren por ello la asociación voluntaria
de recursos materiales y morales. Uno de esos intereses era la paz, en
nombre de la cual un arzobispo de Arles, en el siglo XII, reconoció
mediante una carta el derecho de los hombres de la ciudad a adminis
trarla por sí mismos a través de doce “cónsules”:
4 Sobre la significación de este fenómeno (no sólo con referencia al ascenso de las
ciudades), véase R. Fossier, Histoire sociüíe de Voccident médiéval (París, 1970), pp. 186
y siguientes.
70
se jurará por un período de cincuenta años, y cada cinco todos los ex
tranjeros y recién llegados jurarán respetarla.5
5 Citado en J. Le Goff, II basso medioevo (Milán, 1967), p. 80 [La baja Edad Media,
México, Siglo xxi, 1971].
71
Los ciudadanos, por su lado, exigían el derecho de no gobernar a na
die más que a sí mismos, y aun entonces sólo en la medida de lo reque
rido para la elaboración y salvaguardia de un modo de vida que giraba
en tomo de intereses adquisitivos y productivos, no de la práctica de
la conducción y la experiencia de la guerra. No obstante, esta misma
exigencia planteaba un desafío que el sistema feudal de gobierno no
podía enfrentar. A lo largo de los siglos, el elemento feudal (y, de ma
nera subordinada, las comunidades aldeanas) había desarrollado un
vasto y complejo cuerpo de normas jurídicas centradas en la tierra.
Estas normas reglamentaban la tenencia de tierras, los grupos sociales
asentados en ellas y las maneras en que las explotaban. Dirigían la al
dea, la parroquia y el uso de bosques, pasturas y tierras comunes; se
ocupaban de la corvée y la censive, derechos señoriales y derechos de
los aldeanos. Pero a lo sumo ese cuerpo de normas podía abarcar la fe
ria y el mercado local como adjuntos a la economía señorial; sus prin
cipios no podían dar origen a las normas ahora requeridas por la
nueva economía basada en las ciudades, con su pronunciada división
del trabajo, sus nuevas destrezas e instrumentos de producción y su
nueva manera de suscribir y llevar a cabo las transacciones y manejar
los emprendimientos comerciales. Una preocupación primordial ma
nifestada en las primeras cartas de ciudades -y en otros documentos
constitucionales, ya otorgados por el gobernante o autónomamente
elaborados por aquéllas- fue la creación de un espacio jurídico distin
tivo, “inmune” a las normas sustantivas y procesales características
del sistema feudal. Por ejemplo, se prohibió la resolución de disputas
legales mediante los duelos judiciales; se vedó a los tribunales que
funcionaban fuera de la ciudad que reclamaran jurisdicción sobre los
habitantes de ésta; se proclamó la inviolabilidad de las viviendas de la
ciudad; y, sobre todo, se otorgó el estatus de hombres libres a todos los
ciudadanos, condición que a menudo se extendió a quienes residieran
en la ciudad durante un año y un día (Stadtluft macht frei) .6
72
Pero hay que señalar que los intereses económicos distintivos de
los grupos socioeconómicos de las ciudades ponían a éstas en una po
sición compleja y casi contradictoria con respecto al problema del go
bierno. Puesto que aunque las ciudades podían ser jurídica y
políticamente autónomas, lo eran dentro de un contexto guberna
mental más amplio que podía modificarse para darles cabida pero del
que no era posible prescindir; en rigor de verdad, no les interesaba
impugnar y “quebrar’’ ese contexto más amplio hasta el punto de con
vertirse en entidades políticas autosostenidas y soberanas. En otras
palabras, la ruta “clásica” a la formación de ciudades estados no fue la
que recorrieron típicamente las ciudades medievales occidentales.
(Las excepciones más significativas son las ocurridas en Italia.)
La principal razón de la existencia de esta compleja situación fue
que la división del trabajo sobre la que he insistido como característi
ca de la economía interna de la ciudad presuponía y estaba inscripta
dentro de otra más amplia entre la ciudad y el campo, en la cual este
último suministraba a la primera población, alimento y materias pri
mas, y a su vez absorbía los productos de la ciudad. Por otra parte, aun
entre las ciudades mismas se desarrolló una división del trabajo: el
tráfico fluía no sólo entre cada una de ellas y los campos circundan
tes, sino también hacia y desde otras ciudades y regiones.
En estos extensos espacios, sin embargo, eran necesarios marcos de
gobierno más amplios que los que las ciudades mismas podían desarro
llar y operar autónomamente. En respuesta a esta necesidad, ciudades
que eran individualmente poderosas se agruparon principalmente no
tanto para prescindir del marco más general de la autoridad feudal ya
existente como para configurar sus estructuras y políticas a fin de ha
cerlo más manejable para sus intereses. El ejemplo que más viene al
caso es el de la “alianza juramentada” suscripta por las ciudades del
país de Flandes cuando el conde Carlos el Bueno fue asesinado en
1127 sin dejar herederos, y los barones más poderosos por un lado, y
las ciudades más ricas y pujantes por el otro (Brujas, Gante, Ypres, Li-
lle y unas pocas más) actuaron para resolver la cuestión de la sucesión
73
y establecer los términos de acuerdo con los cuales gobernaría el nue
vo conde. Dhondt comenta:
74
mentos, dietas, cuerpos de los distintos estados [órdenes] y otros orga
nismos característicos de fines de la Edad Media- fueron las más sig
nificativas de esas estructuras. Desde luego, no abarcaban sólo a las
ciudades; a decir verdad, en esas instituciones el clero y el elemento
feudal tenían precedencia sobre ellas. Pero gradualmente el mismo
elemento feudal adquirió una identidad corporativa a través y a los
efectos de su participación en estas estructuras; y en la medida en que
así sucedió, las propias relaciones de los feudatarios con los gobernan
tes comenzaron a diferir de la típica relación feudal del vasallo con el
señor, o del señor con el suzerano (como lo veremos más adelante). Y
esta diferencia transmite en gran parte el impacto destructivo que el
ascenso de las ciudades tuvo sobre el sistema feudal de gobierno.
8 Aunque además del Occidente medieval hubo otras civilizaciones donde tam
bién se produjeron fenómenos políticos que puede tener sentido calificar como “feu
dales” (véase, por ejemplo, R. Boutruche, op. cit., vol. 1, libro 2, y la bibliografía), no
parece haber habido ningún sistema paralelo al Standestaat. Véase M. Weber, The
Protestant Ethic and the Spirít ofCapitalism (Londres, 1931), p. 16 [La ética protestante y
el espíritu del capitalismo, Buenos Aires, Hyspamérica, 1988]. Para una discusión de es
ta tesis, véanse R. Myers, “The Parliaments of Europe and the Age of the Estates”,
art. cit., pp. 11 y siguientes; y D. G. Gerhardt, “Regionalismus und Stándeswesen ais
eín Grundthema europáíscher Geschichte”, en su Alte und neue Welt in vergleichender
Geschichtsbe trach tung (Gotinga, 1962), cap. 1.
75
Para comenzar, el término Stand, como su equivalente inglés aproxi
mado, “estáte” [estado u orden, en el sentido en que se habla, por ejem
plo, del Tercer Estado (T.)], tiene un significado sociológico que indica
un tipo específico de unidad de estratificación, como se manifiesta en el
siguiente enunciado de T. H. Marshall: “Un estado puede definirse co
mo un grupo de personas que tienen el mismo estatus, en el sentido en
que usan la palabra los abogados. En este aspecto, un estatus es una po
sición a la cual se asocian un conjunto de derechos y deberes, privile
gios y obligaciones, capacidades e incapacidades legales, que son
públicamente reconocidos y pueden ser definidos e impuestos por la au
toridad pública y en muchos casos por los tribunales”.9 Ahora bien, un
grupo de este tipo posee necesariamente cierta importancia política,
ya que el hecho de que disfrute de algunas ventajas o padezca de algu
nas desventajas ha sido públicamente reconocido. Dentro del contex
to histórico de mi planteamiento, esta significación política se veía
realzada por el hecho de que los estados no tenían tanto derecho a re
clamar de un poder exterior una garantía perentoria y, en caso de ser
necesario, coercitiva de su posición socioeconómica distintiva (mo
nopolio de oficios, pautas exclusivas de consumo, etcétera) como a
autorizarse a sí mismos a dictar e imponer normas concernientes a los
derechos y obligaciones de sufr propios miembros, y prohibir o reparar
la usurpación por extraños de sus ventajas específicas.
Sin embargo, estas implicaciones políticas no eran directamente
significativas para el sistema más general de gobierno, el Standestaat
en desarrollo. Éste no entrañaba la existencia de “estados” en el senti
do arriba mencionado, sino el funcionamiento de “Estados”, Stantíe,
cuerpos constituidos con la finalidad específica de confrontar con el
gobernante y cooperar con él. Se consideraba que estos cuerpos eran
capaces de una alquimia política particular, por la cual las prerrogati
76
vas políticas menores de cada uno de los estados integrantes se fusio
naban y transformaban en derechos más importantes y prerrogativas
más amplias. Al reunirse en cuerpos constituidos, los Stande se pre-
sentaban ante el gobernante territorial como preparados para asociar
se con él en los aspectos del gobierno que se entendían como
característicamente públicos y generales. Esto es lo que convierte al
Standestaat en un sistema distintivo de gobierno, no la mezcla de gru
pos corporativos, cada uno de ellos facultado a ejercer la autoridad,
dentro de su propia esfera, sobre sus propios miembros y ocasional
mente sobre terceros. Después de todo, dichos grupos simplemente
eran paralelos y complementaban a los potentes individuales que ya
ejercían esas facultades bajo la dispensa feudal. En el Standestaat, los
individuos y grupos poderosos se reunían con cierta frecuencia, perso
nalmente o mediante delegados, en asambleas de diversa constitu
ción, en las que trataban con el gobernante o sus agentes, hacían oír
sus protestas, reafirmaban sus derechos, planteaban sus consejos, esta
blecían los términos de su colaboración con aquél y asumían su parte
en la responsabilidad de gobernar.
El Standestaat característico tenía varias de dichas asambleas, que
diferían en sus límites (siempre eran translocales pero a menudo pro
vinciales o regionales más que territoriales), en la frecuencia con que
se reunían, en las formas de sus deliberaciones y en las prerrogativas
específicas que reclamaban.10 Por otra parte, un Standestaat también
podía incluir cuerpos constituidos que, propiamente hablando, no
eran asambleas, pero que poseían una existencia más continua que las
asambleas standisch* y funcionaban de manera diferente de éstas. Di
78
bosques, prados y viñedos; el control sobre los oficios; el manteni
miento de caminos, puentes y [la navegación de los] ríos; la revisión
de los impuestos; el mantenimiento de una moneda uniforme; la vigi
lancia de ferias y mercados; la exportación de sal, hierro, vino y trigo;
y los precios de las comidas en las posadas.
Sobre todas estas cuestiones, “el Pavlement decidía todo, por sí solo,
como soberano”. Constituía “un gobernador colectivo, fuerte en sus
tradiciones, en el favor del príncipe y en su inmortalidad”.11
Los Estados del Condado tenían tres cámaras: del clero, la nobleza
y las ciudades. Los miembros de los dos primeros Estados estaban au
torizados a tomar parte personalmente en las sesiones de sus cámaras;
la tercera se componía principalmente de los alcaldes y altos funcio
narios de las ciudades, jueces incluidos. “Las tres cámaras deliberan
separadamente, toman sus propias resoluciones internas por el voto
mayoritario y se relacionan entre sí mediante delegados. Sus derechos
son los mismos.”12 Las principales prerrogativas de los Estados eran fi
nancieras. Aunque considerables, los ingresos que el gobernante ex
traía de sus propios dominios en el Franco Condado no bastaban para
remunerar a sus representantes y agentes y financiar la exoneración
de sus propias tareas de gobierno. Como el Condado se enorgullecía
de no estar sometido a impuestos regulares, los representantes del go
bernante tenían que solicitar a los Estados que complementaran esos
ingresos mediante la concesión periódica de un “subsidio no obligato
rio” (don gratuit).
Con el paso de los años, los Estados aprendieron a hacer un uso ex
celente de esta prerrogativa. Aunque no se sentían verdaderamente
libres para rechazar la solicitud del gobernante, al aceptarla por lo co
mún se reservaban el derecho de hacer los arreglos necesarios para su
79
cobro: el monto a recaudarse y los medios para reunirlo; la proporción
de la carga entre las tres jurisdicciones del Condado; y el mecanismo
para considerar las objeciones. Para supervisar todas estas cuestiones
nombraban una comisión integrada por nueve de sus miembros, res-
ponsable de toda la operación. Por otra parte, “como decidían el im
puesto y controlaban su exacción, los Estados, poco a poco y como
cosa corriente, llegaron a ejercer una supervisión sobre su gasto”.13 En
cada sesión, presentaban al gobernante sus reclamos, que esperaban
serían tratados como manifestaciones de las necesidades y demandas
del territorio, y por lo tanto como directivas para la acción adminis
trativa del gobernante.
Para contrarrestar las restricciones resultantes a su libertad de ac
ción, éste, a través de su poder de convocar a los Estados, intentaba
hacer que sus sesiones fueran más breves y menos frecuentes, y hacía
que voceros influyentes les dirigieran la palabra en su nombre. Tam
bién el Parlement se oponía a las pretensiones de los Estados cuando
consideraba que usurpaban sus propias prerrogativas.
13 Ibid.
14 Sobre la relación entre las asambleas feudales y standisch, y los casos interme
dios, véase T. N. Bisson, Assembiies and Representación in Languedoc in the Thirteenth
Century (Princeton, Nj, 1964).
80
del hecho de que los Estados también incluían al clero y las ciudades,
había tres diferencias principales. Primero, una reunión de los barones
feudales era en general una cuestión más ad hoc que una sesión de los
Estados; en tanto los primeros actuaban con competencias y procedi
mientos de decisión en su mayor parte vagamente determinados por la
costumbre, los últimos funcionaban por lo común con detalladas reglas
escritas, que disponían cómo debían realizarse las deliberaciones den
tro de cada cámara, cómo había que hacerlas conocer “a través de las
cámaras” y cómo tenían que fusionarse en las decisiones colectivas de
los Estados y comunicarse al gobernante.
Segundo, en una reunión de barones la dilatada red de vínculos
que conectaba a un señor y sus vasallos, en varios grados, estaba, por
así decirlo, “tirada hacia adentro” y concentrada; sin embargo, esto
no alteraba su naturaleza esencial de complejo elaborado de conexio
nes personales entre individuos poderosos. En principio, una asamblea
feudal seguía siendo una reunión de personas que eran individual
mente potentes y que, para emplear una vez más la expresión de Theo-
dor Mayer, constituían en conjunto “el estado como una asociación
de personas”- Los cuerpos constituidos standisch, por su parte, tenían
una referencia territorial más o menos explícita; eran, como se indicó
antes, reuniones de los Estados de un territorio -ya fuera provincia,
pays, condado, principado, país, Land o reino- entendido como una
unidad con límites físicos identificables.15*
Tercero, una reunión feudal típica servía no tanto para en/rentar al
gobernante con sus barones como para concentrar a éstos en tomo de
15 O. Brunner, en uno de los muchos escritos en que desarrolla este punto de vista
~“Die Freiheitsrechte in der altstándischen Gesellschaft”, en Aus Vetfassungs-und
Landsgeschichte: Festschrift Theodor Mayer (Thorbecke, 1954), vol. 1, pp. 290 y si
guientes-, se refiere específicamente al argumento conceptual de Theodor Mayer que
cité en el capítulo anterior. El argumento considera el estado feudal como “una aso
ciación de personas” y ai estado moderno maduro como una asociación “institucio
nal' territorial”. Véase nota 10 al capítulo 2.
81
él, puesto que tendían a verlo más como un señor supremo o suzera-
no, y por lo tanto un primus inter pares, que como el ocupante presen
te de un cargo distintivamente público. La asamblea característica de
los Estados, en cambio, se plantaba frente al gobernante, representaba
ante él al territorio. Implícitamente, esa asamblea de los Estados reco
nocía y afirmaba la peculiaridad de la posición del gobernante frente
al territorio que aquéllos encamaban.
Estos tres aspectos que distinguen los cuerpos standisch con respecto
a las reuniones feudales caracterizan al Standestaat en su conjunto, da
do que aquéllos eran el componente más distintivo del nuevo sistema
de gobierno. En síntesis, entonces, el Standes taat difería del sistema
feudal esencialmente en el hecho de tener un funcionamiento más ins
titucionalizado, tener una referencia territorial explícita y ser dualista, da
do que enfrentaba al gobernante con los Stande y asociaba los dos
elementos en el gobierno como centros de poder diferenciados.
Esta última noción -e l “dualismo” del Standestaat- ha sido muy
destacada en la literatura desde su formulación en el siglo XIX por el
gran jurista alemán Otto von Gierke. La idea sugiere que el gober
nante territorial y los Stande constituyen conjuntamente la organiza
ción política, pero como centros de poder separados y recíprocamente
reconocidos. Ambos la conforman a través de su acuerdo mutuo;16
pero aun durante la vigencia del acuerdo siguen siendo distintos, ya
que cada uno ejerce poderes propios, en lo que difieren de los “órga
nos” del estado moderno maduro y “unitario” (véase el capítulo 5).
Que los Stande abordan problemas de gobierno como socios, como
poseedores autosustentables de derechos y facultades, no como de
pendientes sumisos, es evidente en la lectura del siguiente pasaje, en
el cual el cronista de los Estados Generales franceses de 1357 da a co
8?
nocer el discurso de Robert Le Coq, obispo de Laon y principal voce
ro de los Estados para la “reforma”:
17 Tomado de M. Pacaut, Les Structures politiques de Voccident médiéval, op. cit., pp.
391 y siguientes.
83
cionales mucho más sofisticados y complejos que los característicos del
sistema feudal. En esta medida, el dualismo exponía y era moderado
por otra característica antes mencionada, el alto grado de instituciona-
lización del nuevo sistema. Más adelante volveremos a esto.18
Concentrémonos por el momento en la relación entre el dualismo
del Standestaat (en el sentido de Gierke) y su otra característica arriba
señalada, su territorialidad. Los Estados tenían una facultad de supervi
sión en oposición al gobernante, como he dicho, en cuanto represen
taban al territorio ante él; o bien lo reconocían y complementaban
específicamente en su condición de gobernante territorial, o bien le
recordaban el papel que le correspondía.19 Según Carsten, esta última
función fue particularmente significativa en el ascenso al poder de los
Estados en Alemania. A fines de la Edad Media, los numerosos gober
nantes de las regiones alemanas se embarcaron en políticas dinástico
patrimoniales que condujeron a que sus tierras fueran vendidas, divi
didas, hipotecadas o invadidas, con ruinosos efectos para sus súbditos.
En varios territorios alemanes los Estados se reunieron por primera
vez y comenzaron a actuar a fin de oponerse y moderar dichas políti
cas. Se veían a sí mismos como encamación del “pueblo del territo
rio”, y en este carácter podían fortalecer considerablemente la
pretensión a la autoridad de una dinastía contra otra. Además, podían
usar este poder, y lo usaron, para afirmar la unidad de cada territorio y
tomar parte en su gobierno.20
18 Sobre este y otros aspectos del Standestaat como un paso en el desarrollo del es
tado moderno, véanse dos artículos de P. Schiera, “Socteta per ceti” y “Stato moder
no”, en N. Bobbio y N. Matteucci (comps.), Di^onaWo di política (Turín, 1976), pp.
961 y siguientes y 1006 y siguientes [Diccionario de política, México, Siglo X X I,
1984/1988].
19 Véase P. Schiera, “L’introduzione delle ‘Akzise’ in Prussia e i suoi riflessi nella
dottrina contemporánea”, Annaii della Fondazione italiana per la storia amministrativa, 2
(1965), p. 287.
20 F. L. Carsten, Frinces and Parl/aments in Germán^, op. cit., pp. 425 y siguientes.
84
Pero el hecho de que en una diversidad de circunstancias los Scan
de se presentaran, tanto en Alemania como en otras partes, como en
camación o representación del “pueblo” o el “territorio” o de ambos,
y que en este carácter confrontaran y cooperaran con el gobernante,
no debe ocultar un significado diferente del “dualismo”. El Standes-
taat, como el sistema feudal antes que él y el sistema absolutista des
pués, también era dualista en el sentido más amplio de excluir a la
gran mayoría de la población de cualquier posición de importancia
política. En la medida en que reclamaban y ejercían un derecho ex
clusivo a conducir conjuntamente la empresa del gobierno, tanto el
gobernante territorial como los Estados constituían el mismo polo de
este dualismo más amplio. La fragmentación aparente de la soberanía
entre una serie de sujetos individuales y colectivos de gobierno en el
Standestaat; las a menudo tensas relaciones entre los Estados y el prín
cipe; los diferentes paquetes de derechos y privilegios, incluidos los
del gobierno y autogobierno, que podían reclamar los diferentes gru
pos: todas estas cosas no deben cegamos al hecho de que todo el siste
ma descansaba económica y políticamente sobre la espalda de una
mayoría oprimida y sin voz. Los Estados “representaban” los intereses
del pueblo y el territorio sólo en la medida en que podían identificar
esos intereses como propios, como los de una minoría privilegiada.
Los meliores terrae se veían a sí mismos como si fueran el territorio. No
obstante, cuando se reunían en los Estados no se representaban sino a
sí mismos; proclamaban e insistían en sus propios derechos.
Desde luego, debido a que sus medios de vida se basaban en última
instancia en las fatigas del populacho, los meliores comprobaron a me
nudo que era de su propio interés protestar e intervenir en nombre del
pueblo: protegerlo de las incursiones y pillajes de señores enemistados
entre sí, de las depredaciones de tropas mercenarias acantonadas en el
campo, de los estragos de la “peste, el hambre y la guerra”, de la codi
cia de eclesiásticos inescrupulosos y de la fijación de impuestos extorsi-
vos por los gobernantes. Además, había otros lazos, morales, entre esta
o aquella minoría privilegiada y la parte dél populacho que en cierto
85
modo “incorporaba”. Pero, políticamente hablando, la gran mayoría
de la población no aparecía como constituyente o participante del sis
tema de gobierno, sino meramente como el objeto de éste.
En este aspecto, entonces, el “dualismo” significaba que el populacho
-en su mayor parte aún asentado en la tierra en una diversidad de esta
tus subalternos, y encerrado dentro de relaciones exigentes y abarcativas
de dependencia con respecto a sus “mejores”- dependía de la actividad
política de esos “mejores” para salvaguardar sus intereses. Y éstos podían
proclamarse y defenderse en términos verdaderamente políticos -es de
cir, diferentes de las insurrecciones efímeras, los disturbios urbanos, el
abandono de las aldeas, etcétera- sólo en la medida en que coincidieran
con los de uno u otro de los Stánde privilegiados, que tratarían entonces
de afirmarlos a través del cuerpo constituido correspondiente.
86
Al volver a la noción de Gierke sobre el dualismo del Standestaat,
deberíamos señalar que las dos partes, Stande y gobernante, no estaban
en el mismo plano. Como en la relación feudal, había entre las partes
del “pacto de gobierno” standisch suficiente proximidad para hacer que
éste fuera moralmente obligatorio y mutuamente honroso. Pero tam
bién como en la relación feudal, había entre ellos una asimetría que fa
vorecía al gobernante. Además, en este contexto la superioridad de
éste no era de naturaleza feudal, la de un señor principal o suzerano, si
no distintivamente pública, territorial y real. Desde luego, en la posi
ción del gobernante persistían legados conspicuos del feudalismo.
Típicamente, aún era el seígneur de grandes dominios, sobre los cuales
se basaba en la mayor medida posible para sostener su casa y financiar
sus políticas. Y, como hemos visto en el caso de las tierras alemanas,
algunas dinastías reinantes todavía asociaban una significación exten
samente patrimonial a todos los territorios que gobernaban, y no sólo
a sus dominios señoriales. En líneas generales, sin embargo, el gober
nante actuó cada vez más, y los Stande así lo consideraron, como el
poseedor del título no feudal y público de rey, príncipe o duque. Co
mo tal estaba por encima de los Estados, aunque éstos eran sus asocia
dos en el gobierno. “El príncipe era gobernante antes del pacto, sin el
pacto.”21 Los individuos o cuerpos poderosos aún podían relacionarse
con él en términos feudales; pero los Stande por fuerza se dirigían a él
en términos que lo reconocían como soberano, como la encamación
de una majestad y un derecho más elevados y exigentes. Los Estados
ofrecían corporativamente al gobernante así considerado tanto su res
paldo como su resistencia.
Como este último fenómeno —la resistencia de los Estados- se des
taca con frecuencia en los análisis de su papel,22 debería quedar claro,
en primer lugar, que la resistencia en cuestión era legítima (implica
87
ba, como lo señalé antes, la “insistencia [de los Estados] en sus dere
chos”) y, segundo, que muy a menudo los Estados surgieron debido a
la iniciativa del mismo gobernante en busca de apoyo financiero.
Puesto que cuando los ingresos de sus dominios señoriales resultaban
insuficientes para cumplir sus compromisos y financiar sus empresas
-e n especial las militares-, se dirigía a los elementos feudales y las
ciudades y los urgía para que se constituyeran en asambleas de los Es
tados a fin de que, con su consentimiento, pudiera tener acceso a re
cursos económicos a los que de otra forma no tendría derecho
legítimo. Los Estados, desde luego, negociaban su consentimiento a
cambio del derecho a dirigir las mismas operaciones fiscales concomi
tantes. A veces, como en el caso del Franco Condado, incluso recla
maban el control sobre el gasto del producido resultante. Pero éste era
para el gobernante un precio a pagar necesario y no exorbitante; des
pués de todo, los Stanáe manejaban sus instrumentos administrativos
sin ningún costo para él.
Esta conexión entre las necesidades del gobernante y el ascenso de
los Estados se prueba a veces a contrario con la “extinción” de éstos
tras el advenimiento del gobierno absolutista. En Prusia, en especial,
el paso clave en la marcha del gobernante hacia el absolutismo fue la
creación (con el consentimiento inicial de los Estados) de un nuevo
impuesto, la excisa, tasa urbana a los bienes de consumo; la adminis
tración de este tributo se colocó no en manos de los Estados sino de
un aparato bajo el control personal del gobernante, y los ingresos re
sultantes se destinaron principalmente al establecimiento y manuten
ción de su ejército permanente. Tras haber pasado por alto a los
Estados tanto en la apropiación de un flujo fiscal como en su destino
para un uso militar, el gobernante estuvo cada vez más en condiciones
de prescindir de su apoyo e ignorar su resistencia.23
23 Este caso prusiano se relata de una manera muy instructiva en P. Schiera, “L’in-
troduzione delle ‘Akzise’ in Prussia...”, art. cit.
Tal vez valga la pena explicitar en este momento que en el planteo
previo “el gobernante” no puede considerarse de manera realista ex
clusivamente como la persona física del jefe supremo de una dinastía
reinante. Puesto que en el entorno inmediato del gobernante así en
tendido, compartiendo completamente sus intereses y buscando la
afirmación de éstos, se encontraba no sólo su familia extensa sino tam
bién una amplia casa de conocidos y dependientes que no eran parien
tes suyos pero que a veces se transformaban en sus íntimos aliados,
confiables y muy bien retribuidos. Progresivamente, esta casa pasó a
ser el centro de un nuevo cuerpo aún más grande de personal político
administrativo, cuyos miembros, aunque de posición elevada y gene
rosamente recompensados, mantenían todos una relación de mayor
dependencia y sumisión con respecto al gobernante de lo que nunca
sucedió con el vasallaje feudal.24
Dentro de este cuerpo de personal es posible distinguir tres catego
rías (que a veces se superponen): clérigos, abogados con educación
universitaria y nobles en busca de ascender en la corte. Todos servían
al gobernante como sus designados y delegados personales más que
como poseedores independientes de prerrogativas jurisdiccionales.
Llevaban títulos que a menudo revelaban el humilde origen doméstico
de las funciones que ahora comenzaban a dignificarse y a ser respeta
bles. Eran mantenidos directamente con los fondos del gobernante o
indirectamente con los ingresos asociados a sus títulos u otros disposi
tivos patrimoniales, a menudo formalizados en términos feudales.
Eran los servidores del gobernante en la tarea de gobernar: sus envia
dos en el extranjero, las cabezas de sus unidades administrativas emer
gentes, los miembros de sus consejos más íntimos, sus defensores ante
los Stande, los jueces en sus tribunales y los conductores de sus ejérci
89
tos. Con su ayuda, el gobernante podía llevar a cabo la misión diná
mica característica del naciente estado moderno: la conquista de la
soberanía tanto externamente (frente al emperador, el papa u otros
gobernantes con pretensiones a su territorio) como internamente
(frente a los magnates feudales y, cada vez más, los Staruáe).
Si nos volvemos hacia el elemento feudal, observamos claramente
una división dentro de las múltiples facultades de gobierno que ejer
cía. Por un lado, en el nivel local los feudatarios individuales siguie
ron ejerciendo la mayoría de sus poderes jurisdiccionales tradicionales
sobre la población rural. Pero estos poderes eran valorados cada vez
más por la contribución que hacían al bienestar económico de los li
najes feudales individuales, al mantenimiento de su posición social
elevada; en suma, a los intereses “privados” de estos rentistas nobles.
Por otro lado, en un nivel más alto, translocal, la participación en los
cuerpos standisch se había convertido en el modo principal de activi
dad política para el elemento feudal, así como lo era para otros grupos
privilegiados. Aquí los feudatarios actuaban como una entidad corpo
rativa, confiriendo derechos a individuos (o, mejor, linajes) en su ca
rácter de miembros de tales cuerpos, no como particuliers poderosos
por sí solos. En este sentido, podemos decir que el elemento feudal
había aprendido la lección de las ciudades en el ejercicio corporativo
del poder político. Los feudatarios más ambiciosos, sin embargo, te
nían otro camino hacia el poder (y a menudo hacia la riqueza): po
dían entrar al círculo de consejeros y compañeros íntimos que la
mayoría de los gobernantes construían en tomo de sí mismos, y a cu
yos miembros seleccionaban a menudo entre los magnates feudales.
También en el caso de las ciudades podemos ver una división entre
los niveles local y translocal de actividad política. Si bien en principio
en ninguno de ellos se conferían facultades de gobierno a los individuos
como tales (a menos que incluyamos entre esas facultades las de natura
leza patriarcal ejercidas por los jefes de familia sobre los hogares urba
nos), y aunque incluso localmente los individuos ejercían el gobierno
como poseedores de cargos colectivos, algunos de éstos fueron monopo
90
lizados desde el comienzo por fuertes subgrupos corporativos (oficios o
comercio económicamente dominantes), y otros empezaban a ser ab
sorbidos por los patrimonios de linajes urbanos acaudalados. Similares
tendencias “oligárquicas” y “plutocráticas” pueden detectarse en el ni
vel translocal con referencia a la cuestión de quién debía representar a
las ciudades en las asambleas de los Estados. Dentro de las ciudades in
dividualmente consideradas, estas tendencias se vieron interrumpidas
de vez en cuando por vuelcos hacia gobiernos de amplia base popular.
Es digno de señalarse que las constituciones políticas urbanas pro
porcionaron un ámbito para la experimentación con nuevos dispositi
vos políticos, administrativos y legales que progresivamente penetraron
en el contexto más general del gobierno. En particular, el tamaño cre
ciente de las ciudades y el hecho de que grupos sociales distintivamente
urbanos se entregaran primordialmente a empresas económicas, como
lo mencioné antes, condujeron a la formación de cuerpos representati
vos electos que “gobernaron” con frecuencia mediante la promulgación
de estatutos, una innovación trascendental. Complementarios de estos
cuerpos, y formalmente dependientes de ellos, llegaron a establecerse
roles políticos específicos con competencias diferenciadas y exigencias
para su desempeño; se los concibió como separados de la persona de sus
ocupantes designados o electos, a quienes se encargaba la atención
constante de los asuntos políticos. Además, fue en el nivel de la políti
ca urbana donde se presentaron en gran número personas seculares ins
truidas y abogados de formación universitaria para servir como un
nuevo tipo de personal político administrativo.25*
91
Ya he destacado que en el Standestaat la gran mayoría de la pobla
ción aparecía puramente como objeto del gobierno. No obstante, ha
cia el final del período feudal las poblaciones rurales habían
experimentado en diversos lugares con los medios de generar solidari
dades políticamente efectivas entre iguales sin poder. Las poblaciones
urbanas, como lo hemos visto, dieron más adelante un buen uso, un
uso “agresivo” a sus resultados; pero en el campo sus metas habían si
do mayormente defensivas; la iniciativa y el liderazgo provenían esen
cialmente del clero y las principales consecuencias fueron “ligas”
temporarias concebidas para proteger la paz rural contra su ruptura
por los barones feudales. Aunque estos experimentos rurales fueron
un componente importante en la transición del sistema feudal al sis
tema standisch de gobierno,26 una vez establecido este último la signi
ficación política de tales iniciativas entre la población rural pasó a ser
marginal. En el nivel local existían aún comunidades rurales que re
clamaban derechos distintivos para sus miembros; pero los órganos de
esas comunidades funcionaban en su mayor parte de manera intermi
tente, y se esperaba que limitaran sus actividades a proclamar sus que
jas por violaciones a sus derechos ante el gobernante o los cuerpos
standisch pertinentes, quienes proporcionarían un remedio contra se
ñores prevaricadores o ciudades usurpadoras. La situación de los estra
tos urbanos más bajos, que, incapaces de monopolizar destrezas o
herramientas, no podían encontrar lugar en el sistema interno de es
tados de la ciudad, era en cierto sentido peor, porque ni siquiera po
dían apelar a antiguas costumbres en defensa de sus intereses, como lo
hacía a menudo el populacho rural.
92
El legado político del Standestaat
93
autoridades calificadas; y tomar decisiones, o proclamar objeciones o
reservas a ellas, con fundamentos expresos. En estas muy novedosas
modalidades del proceso político (a menudo brutalmente interrumpi
das por la agresión, la usurpación o la represión francas) podemos ver
prefigurado el temperamento predominantemente discursivo y siste
mático de los procesos políticos internos del estado moderno. Por úl
timo, como gran parte de la controversia sobre los derechos giraba
ahora no en tomo de las relaciones feudales sino de las prerrogativas
“públicas” respectivas del gobernante y los Stande, discurría cada vez
más en el lenguaje del derecho ilustrado, romano y canónico, más que
en el del derecho “bárbaro” consuetudinario y la tradición jurídica
popular. Una vez más, esto contribuyó a “civilizar” el proceso político
en el sentido recién señalado.
Las antedichas indicaciones conciernen a las modalidades, las for
mas del proceso político. Su contenido fue principalmente generado,
por un lado, por la relación gobemante-Stamie, y por el otro por las
relaciones transversales entre el gobernante territorial, el elemento
feudal y los grupos de base urbana. Como lo indiqué repetidamente,
los tres compartían una supremacía irrebatible y políticamente no
problemática sobre la masa de la población; pero sus intereses, las ba
ses culturales y económicas del poder social de cada grupo, diferían lo
suficiente para generar sostenidos conflictos entre ellos. Los alinea
mientos de las partes variaban de acuerdo con las cuestiones. Por
ejemplo, una vez estabilizadas las relaciones de las ciudades con las
economías rurales circundantes, los estados urbanos llegaron a com
partir la resistencia del elemento feudal a las políticas del gobernante
orientadas a difundir uniformemente su control sobre todo el territo
rio; juntos, ciudadanos y feudatarios procuraron defender tradiciones
y autonomías locales o regionales. Al mismo tiempo, las preocupacio
nes de estatus distintivas y la fisonomía cultural de los feudatarios y
las dinastías reinantes como componentes de una clase noble terrate
niente los unieron en una oposición común a ios avances económicos
y de estatus de los grupos urbanos.
94
Pese a una diversidad de alineamientos entrecruzados entre los tres
protagonistas, hubo una tendencia generalizada a que los grupos urba
nos, una vez conquistada una posición legítima dentro del sistema de
gobierno, apoyaran la campaña del gobernante territorial por restrin
gir la importancia política del elemento feudal. Lo hicieron prestán
dole su respaldo financiero y militar y, cada vez más, aportando
hombres a su creciente aparato administrativo. Esta tendencia básica
interactúa de diversos modos (1) con otras tendencias, particular
mente el rechazo de los gobernantes de la subordinación efectiva al
emperador o el papa, y a veces al rey, y (2) con el cambiante equili
brio militar y diplomático entre los gobernantes territoriales.
Bockenfórde proporcionó una útil síntesis de las consecuencias
más significativas para la historia occidental de los múltiples conflic
tos y adaptaciones que resultaron de esta interacción.28 En Francia,
una dinastía territorial reinante centralizó progresivamente el poder y
debilitó políticamente a los Estados, construyendo un aparato de go
bierno cada vez más efectivo alrededor del monarca. En Inglaterra,
una monarquía que había comenzado con una posición muy fuerte en
los siglos XII y XIII se topó con una oposición cada vez más vigorosa de
los Estados. Al fin, después de la caída de los Estuardo, el impulso
centralizador continuó, pero con el Parlamento como su foco. En
Alemania, la centralización fue llevada a cabo en niveles comparati
vamente bajos por gobernantes territoriales que se opusieron con éxi
to a los intentos de fuerzas de mayor nivel de hacer del Imperio
mismo un estado. En la mayoría de las regiones alemanas, el fracaso
de la centralización de alto nivel significó el retraso en todos los nive
les del establecimiento de fuertes estructuras político-administrativas
de gobierno. La principal excepción fue Prusia.
28 E.'W. Bockenfórde, “La pace di Westphalia e U diritto d’alleanza dei ceci de-
IPlmpero”, en E. Rotelli y P. Schiera (comps.), Lo stato moderno, vol. 3 (Bolonia,
1974), p -339.
95
A los efectos de nuestro tratamiento tipológico, las consecuencias
francesas y prusianas (tardías) son más significativas que las inglesas,
porque encaman mejor el sistema absolutista de gobierno, el tema de
nuestro próximo capítulo.
96
Capítulo IV
97
un estado para ajustar su ordenamiento político interno y estructurar
la autoridad a fin de hacerla más unitaria, constante, calculable y
efectiva. Si un estado dado pretendía sostener o mejorar su posición
frente a otros, un centro en su interior tendría que monopolizar cada
vez más el gobierno sobre su territorio y ejercerlo con la menor me
diación e intervención posibles de otros centros al margen de su con
trol. Cada estado tendría también que perfeccionar las herramientas
de gobierno para transmitir pronta, uniforme y confiablemente la vo
luntad del centro a todo el territorio, y movilizar de acuerdo con lo
exigido los recursos correspondientes de la sociedad. Así, las nuevas
tensiones, amenazas y desafíos que cada estado soberano generó y
confrontó externamente se incrementaron y favorecieron la tenden
cia del gobernante territorial a reunir todos los poderes de gobierno
-una tendencia ya visible y significativa dentro del Standestaat- hasta
dar origen internamente a un sistema gubernativo cualitativamente
diferente.1 Por otro lado, si bien todavía ponemos de relieve los deter
minantes políticos de este fenómeno, podemos ordenar al revés las re
laciones entre sus aspectos internos y externos: es posible considerar
como primum mobile la tendencia del gobernante hacia un gobierno
más efectivo y exclusivo, y ver la postura mutuamente desafiante y
autocentrada de cada uno los estados con respecto a los demás como
el resultado y no la causa de esa tendencia.2
Cualquiera sea la elección que hagamos entré estas dos interpreta
ciones, también deberíamos señalar que el desarrollo del gobierno abso
lutista se vio favorecido por otros fenómenos políticos internos, que tal
vez lo hicieron inevitable; un ejemplo es la necesidad de refrenar las
confrontaciones belicosas que se produjeron entre facciones polítíco-re-
1 J. Vicens Vives, “La strutmra amrainistrativa statale nei secoli XVI e X V Il” , en E.
Rotelli y P. Schiera, Lo stato moderno, op. cit., vol. 1, pp. 226 y siguientes.
2 Para esta línea de interpretación, véase, por ejemplo, B. de Jouvenel, On Power
(Boston, 1962) [El poder, Madrid, Editora Nacional, 19743-
ligiosas dentro de un único territorio como secuelas de la Reforma. De
hecho, un erudito italiano ha situado el fin del Standestaat francés alre
dedor de 1614-1615 y rastreó su causa hasta el impacto provocado por
el asesinato de Enrique IV por un fanático religioso en 1610.3 Por últi
mo, la comercialización acelerada de la economía, resultado tanto de la
dinámica interna del sistema productivo urbano (que ahora avanzaba
irresistiblemente hacia el establecimiento del modo capitalista de pro
ducción) como de los metales preciosos que afluían a Europa desde ul
tramar, también desempeñó un papel significativo en la transición al
absolutismo. Sin embargo, mi principal interés en este capítulo no es
adentrarme en las complejas cuestiones causales sino describir simple
mente la desaparición del Standestaat y caracterizar el nuevo sistema ab
solutista de gobierno, al que en gran medida se considera como la
primera encamación madura del estado moderno.
99
gran medida por elementos burgueses ennoblecidos- que antes habían
sostenido vigorosamente al poder real contra la nobleza feudal. No
sólo la nobleza vio progresivamente confiscadas sus facultades de go
bierno por el avance del absolutismo.
Pero el choque abierto entre el monarca y los Estados es sólo la
parte más visible y dramática de la historia. Mi intención es argumen
tar que la resistencia de los Estados también resultó debilitada, y en
gran medida, desde adentro, y que las tendencias sociales y económi
cas los privaron de la voluntad y la capacidad de desempeñar un papel
político independiente, ya fuera como opositores al poder real o como
sus socios. Por razones principalmente internas a sus grupos constitu
yentes, los niveles superiores, públicos y verdaderamente políticos de
las prerrogativas jurisdiccionales de los Estados habían dejado de ac
tuar efectivamente antes de que éstas fueran derogadas. Observemos
cómo sucedió esto, comenzando con el elemento urbano.
Como lo señalé antes, los intereses que habían llevado a los grupos
urbanos a buscar la autonomía política y participar en los cuerpos
constituidos standisch no habían sido específicamente políticos, expre
sión de una vocación inherente de gobierno, sino más bien comercia
les y productivos, en procura de una garantía política. La intención
predominante de los esfuerzos políticos originales de las ciudades ha
bía tenido dos aspectos: por un lado, obtener un reconocimiento for
mal de su articulación interna en grupos privilegiados y corporativos;
y por el otro, construir con el gobernante y el elemento feudal, me
diante los Estados, marcos más amplios para la puesta en vigor de la
ley y el mantenimiento del orden conducentes a la seguridad y el pro
greso de sus empresas comerciales.
Ambos objetivos habían sido alcanzados. Pero el gobernante territo
rial había desempeñado un papel cada vez más preponderante en asegu
rar el segundo aspecto a través del uso de un aparato fiscal, militar y
administrativo exclusivamente dependiente de él (aunque a menudo
dotado con personal de extracción burguesa). No obstante, los grupos
urbanos dominantes se sintieron satisfechos con este hecho. A decir
100
verdad, consideraban que lo mejor era contar con ulteriores ampliacio-
nes y elaboraciones de las facultades gubernativas cfcl soberano como
respuesta a las perturbaciones residuales de la “ley y el orden” que aho
ra, debido a que se había negado al elemento feudal el derecho a em
barcarse en disputas y guerras privadas, se originaban en otros desafíos a
la soberanía del gobernante, en la forma de la disidencia religiosa y los
conflictos interestatales. En lo que se refería a dichos grupos, el gober
nante podía asegurar la construcción y el mantenimiento de marcos ca
da vez más grandes, uniformes y abarcadores de todo el territorio para la
regulación y el sostén de las actividades económicas urbanas de una
manera que ningún otro cuerpo -n i siquiera los organismos standisch,
con sus bases preponderantemente regionales- podía emular. También
desde el punto de vista del sistema emergente de derecho internacional
estaba el gobernante en una posición única para proteger y promover el
interés creciente de los grupos más acaudalados de las ciudades en la
expansión de los mercados extranjeros, la explotación de los recursos
de ultramar o la prevención de la competencia foránea.5
De tal modo, más que a ejercer su fuerza política (y militar), las
ciudades estaban dispuestas a renunciar a la mayor parte de los pode
res de los cuerpos constituidos regionales o territoriales.6* Al respecto,
algunos grupos urbanos crecientemente importantes ya no estaban ni
siquiera interesados en mantener la autonomía interna de las ciuda
des. Después de todo, la regulación corporativa de la producción y el
comercio de los oficios no había seguido el ritmo de los cambios en la
tecnología material y social de producción y se interponía en el cami
5 Véase I. Wallerstein, The Modem World System (Nueva York, 1974), cap. 3 [Eí
sistema mundial moderno, Madrid, Siglo Xxi].
6 Aunque en general las ciudades italianas son atípicas, el ejemplo de Lucca, se
gún lo examina M. Berengo, Nobili e mercanti nella Lucca del Cinquecento (Turfn,
1965), es muy instructivo y no especialmente atfpico. Incidentalmence, el “vigor mi
litar” de las ciudades había sido fatalmente debilitado por eí desarrollo de ía artillería,
que hizo obsoletas las formas menos sofisticadas de fortificación urbana.
101
no de los elementos urbanos deseosos de usar su riqueza como capital
y hacer que rindiera beneficios utilizándola para comprar fuerza de
trabajo como una mercancía. Las oportunidades de este tipo distraían
a algunos ciudadanos de las preocupaciones políticas, y oscurecían sus
intereses como miembros de la ciudad o de determinadas corporacio
nes al mismo tiempo que hacían que tuvieran mayor conciencia de
sus intereses puramente individuales como propietarios de capital. Pa-
ra estas personas, tanto la política interna de la ciudad como su parti
cipación activa en el sistema de gobierno más general se convertían
cada vez más en una molestia; de nuevo, al menos en la medida en
que la ley y el orden se preservaran dé otra manera.
El gobernante territorial estaba efectivamente dispuesto a preser
varlos, y a regular y sostener antiguas y nuevas empresas productivas y
comerciales. En su aspecto interno, el fundamento del mercantilismo,
la política económica característica de los regímenes absolutistas,
consistía principalmente en reducir la autonomía de los órganos de
regulación económica de asiento local, ya fuera suprimiéndolos o,
más a menudo, integrándolos a un sistema estatal uniforme que era
más sofisticado técnicamente, estaba menos atado a la tradición y se
supervisaba con mayor eficacia que esos órganos locales.7 Por ejem
plo, aunque la mayoría de los gremios y agrupaciones de oficios siguie
ron en funcionamiento, lo hicieron como órganos de control que
actuaban de acuerdo con elaboradas normas, dictadas ahora por el so
berano. En Francia, edictos de Francisco II y Carlos IX, de 1560 y
1563, respectivamente, eliminaron los tribunales independientes de
los mercaderes y traspasaron su jurisdicción al sistema judicial estatal;
pero los antiguos miembros de los tribunales suprimidos fueron toma
dos como asesores de los del estado. Las ordenanzas promulgadas por
los reyes franceses para regular las relaciones comerciales a menudo
deducían gran parte de su contenido de estatutos y costumbres que
102
mercaderes y comerciantes habían elaborado antes para su propio uso
y aplicado de manera autónoma.8
La vitalidad y autonomía (y credibilidad, como cabría decir hoy) de
las instituciones políticas urbanas disminuyeron aún más a consecuen
cia de ásperas rivalidades internas en tomo de determinados derechos y
privilegios jurisdiccionales. Ahora era posible que un individuo o una
familia obtuviera del gobernante un derecho exclusivo y hereditario a
esta o aquella parte de las prerrogativas colectivas de la ciudad, a esta o
aquella exención fiscal o privilegio honorífico; como lo señalé en el ca
pítulo anterior, esto significaba que los derechos urbanos distintivos es
taban perdiendo su naturaleza corporativa y pasaban a ser absorbidos
por los patrimonios de linajes “patricios” individuales. Pero esto perver
tía su naturaleza; impedía su ejercicio como parte de un sistema político
autónomo y abierto; y sobre todo provocaba disensiones que paraliza
ban el cuerpo político de la ciudad, y a veces incluso los cuerpos consti
tuidos translocales en los que estaban representadas las ciudades.
Expresiones visibles de la pérdida de finalidad y fortaleza políticas
por parte del elemento urbano fueron la competencia por el ennoble
cimiento dentro de la burguesía (en Francia esto condujo al estableci
miento de una noblesse de robe, que se distanció odiosamente del
elemento urbano plebeyo sin ser aceptada nunca como su par por la
noblesse d’épée feudal); el remedo de los modales feudales por los bur
gueses más acaudalados; y el trazado de más y más líneas notorias (y
también esta vez odiosas) de demarcación de estatus entre grupos ad
yacentes dentro de la población de la ciudad. Los contrastes económi
cos de clase desempeñaron un papel cada vez más importante -si bien
tal vez menos evidente—en el mismo proceso.9
103
El elemento feudal y la declinación del Standestaat
10 Véase D. Bitton, The French Nobility in Crisis 1560-1640 (Stanford, Calif., 1969).
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con pesadas armaduras- había llegado a su fin. Pero durante algunos si
glos la nobleza había conservado otro tipo de funciones militares. Co
mo parte de su educación general, el noble recibía entrenamiento para
conducir al combate, en nombre del gobernante, pequeñas tropas de
sus propios dependientes. Por lo común, éstos eran apresuradamente re
clutados para expediciones relativamente cortas, y libraban un tipo de
operaciones bélicas poco sofisticadas y rudimentarias, con armas ele
mentales de su propiedad o suministradas por su conductor noble.
En el nuevo contexto de la política interestatal, sin embargo,
avances trascendentes en la tecnología material y social de la guerra
habían hecho imperativo que los estados que pretendían sobrevivir y
prosperar mantuvieran un ejército permanente y, en los casos perti
nentes, una flota de guerra, ambos financiados, equipados y dotados
de oficiales por iniciativa del gobernante.11 Este nuevo hecho de la
vida política tuvo varias implicaciones importantes: una fue que la as
cendencia y educación aristocráticas ya no calificaban por sí mismas a
un individuo como conductor militar competente y confiable; una se
gunda, que en su nueva forma la guerra ya no fue fácilmente compati
ble con el mantenimiento de un estilo de vida noble; la tercera, que
dejó de estar al alcance de los recursos de un noble medio equipar
personalmente una unidad militar de la clase que ahora se requería; y
la cuarta, que se deduce de la anterior, que el noble que quería seguir
desempeñando tareas militares tenía que hacerlo en nuevos términos,
los del gobernante.12
Si consideramos además que el sistema tribunalicio expandido y
profesionalizado del gobernante había hecho que las facultades judi-
11 Véase M. Howard, War in European History (Oxford, 1976), capítulos 2-4 [La
guerra en la historia europea, México, Fondo de Cultura Económica, 1983].
12 Hubo otras implicaciones significativas de naturaleza fiscal, como ya lo señalé
en un capítulo anterior. Véanse N. Elias, Über den Prozess der Zivilisation, op. cit., vol.
2, pp. 279 y siguientes; y A. Rüstow, Ortsbestimmung der Gegenwart, op. cit., vol. 1,
pp. 239 y siguientes.
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cíales del elemento feudal fueran menos importantes incluso en el
plano local, resulta claro que la nobleza simplemente no podía haber
mantenido su influencia política anterior, ya fuera a través de cuerpos
standisch o por los poderes señoriales. Aun localmente, los derechos
tradicionales de autoridad de los feudatarios perdieron progresiva
mente casi toda su significación económica y de estatus. Con la avari
ciosa puesta en vigor de todos los derechos de que aun disfrutaban, los
grupos terratenientes siguieron librando sus acciones de retaguardia
contra el poder usurpador de los intereses móviles, comerciales y mo
netarios, y trataron de preservar su modo distintivo y ocioso de exis
tencia y sus prerrogativas sociales.
Para el elemento feudal hubo otra manera de asociarse con las em
presas políticas del gobernante: nobles individuales podían unirse a la
corte de éste y procurar entrar en sus consejos más íntimos. Pero te
nían que hacerlo en el terreno del gobernante y también esta vez de
acuerdo con sus términos, no según los antiguos del ejercicio de los
derechos y deberes corporativos tradicionales de ayuda y asesoramien-
to. Era inevitable que cualquier intento renovado que hiciera el ele
mento feudal por desempeñar un papel político serio a través de los
viejos cuerpos standisch se considerara un desafío al poder real y se lo
tratara de manera consecuente.13
13 Clark, op. cit., pp. 86 y siguientes. Para los ejemplos de Prusía y Austria, véase
H. O. Meissner, “Das Regierungs- und Behordensystem María Theresas und der
preussische Staat”, en H. H. Hofmann (comp.), Die Entstehung des modernen souvera-
nen Staates, op. cit., pp. 210 y siguientes.
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gobernar; por otra parte, señalé que la mayoría de estas tendencias ya
estaban en marcha durante el apogeo del Standestaat. Si a ellas, que no
eran obra directa del monarca, les agregamos las propias políticas de és
te, que preveían específicamente alcanzar el mismo fin -en Francia, por
ejemplo, la exclusión deliberada de príncipes de la sangre de la tenen
cia de gobernaciones militares-, podemos ver de qué manera elimina
ron en conjunto el dualismo característico del Standestaat (en el sentido
de Gierke). En el estado absolutista, el proceso político ya no está es
tructurado primordialmente por la tensión y colaboración legítimas y
continuas entre dos centros de autoridad independientes, el gobernante
y los Stande; se desarrolla sólo alrededor y a partir del primero.
En la mayoría de los casos los cuerpos constituidos stándisch no se su
primieron formalmente: los Estados Generales franceses, por ejemplo,
simplemente no fueron convocados entre 1614 y 1789. Muchos cuer
pos siguieron “representando” los paquetes diferenciados de derechos e
inmunidades de sus grupos constituyentes mucho después de que hubie
ran dejado de cumplir un papel político efectivo.14 Pero, lo repito, los
derechos e inmunidades que reclamaban implicaban cada vez menos
poderes públicos de gobierno, excepto algunos insignificantes (en parti
cular exenciones fiscales) que beneficiaban a los individuos que disfru
taban de ellos exclusivamente como componentes de patrimonios,
como puntos en las partidas de menosprecio y envidia mutua que juga
ban unos con otros. Pero el poder que los Stande habían perdido era el
de gobernar: la aptitud de iniciar acciones colectivas, participar en la
determinación de la política pública y supervisar su ejecución, asistir a
las necesidades de la sociedad más general y dar forma a su futuro.
El gobierno estaba ahora exclusivamente en las manos del monarca,
que había hecho suyas todas las prerrogativas públicas efectivas (en
oposición a las formales). Para ejercerlo, en primer lugar tuvo que au
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mentar su propia prominencia, magnificar y proyectar la majestad de
sus poderes con el engrandecimiento de su corte, e intensificar su en
canto. La corte del gobernante absoluto ya no era el sector más elevado
de su casa, un círculo de parientes, colaboradores íntimos y dependien
tes favorecidos. Era un amplio mundo, artificialmente construido y re
gulado y altamente distintivo que se manifestaba ante quienes no
pertenecían a él (y ante los extranjeros) como una encumbrada altipla
nicie, un escenario elevado en el centro del cual estaba el gobernante
en una posición de superioridad irrebatible. Para comenzar, su persona
era constantemente exhibida en el fulgor del mundo “público'’ conden-
sado y realzado que encamaba la corte. Consideremos este fenómeno
en la corte francesa del siglo XVII, que es la que mejor lo ejemplifica. El
rey de Francia era en su integridad, sin reservas, un personaje “público”.
Su madre lo daba a luz en público, y desde ese momento su existencia,
hasta en sus momentos más triviales, se representaba ante los ojos de
asistentes que eran poseedores de cargos dignificados. Comía en público,
se iba a la cama en público, se despertaba, era vestido y acicalado en pú
blico, orinaba y defecaba en público. No se bañaba mucho en público;
pero en ese entonces tampoco lo hacía en privado. No tengo pruebas de
que copulara en público; pero estaba bastante cerca de hacerlo, si se
consideran las circunstancias en que se esperaba que desflorara a su au
gusta desposada. Cuando moría (en público), su cuerpo era urgente y
chapuceramente cortado en público, y sus partes amputadas ceremo
niosamente distribuidas entre los personajes más elevados que lo ha
bían asistido a lo largo de su existencia mortal.15*
15 A esta manera de entender la posición del monarca podría oponerse, desde luego,
el famoso dicho “l’état, c’est moi”, atribuido a Luis XIV y a menudo interpretado como
la afirmación de una identificación estrecha entre el estado y la persona física del go
bernante individual. A juzgar por recientes escritos sobre la cuestión, sin embargo,
parece que puede concluirse lo siguiente’, probablemente, Luis XIV nunca lo dijo; si lo
dijo, no pretendía que se entendiera de ese modo; y si pretendía que se entendiera de
ese modo, entonces no sabía de qué estaba hablando. Véanse F. Hartung, “L’état,
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La corte que lo rodeaba estaba, de tal modo, constituida para mag
nificar y exhibir esa existencia. Era un mundo visible de privilegio.
Sus ámbitos físicos; los modales y atuendos de los cortesanos; su ruti
na altamente simbólica, ritualizada y dispendiosa: todo transmitía una
imagen de esplendor, gracia, lujo y ocio. La “encumbrada altiplani
cie”, como la he llamado, estaba cuidadosamente terraplenada, y se
elevaba hasta la figura del gobernante a través de múltiples gradacio
nes -gradaciones en los títulos de los cortesanos, en su proximidad al
monarca, en la frecuencia y naturalidad de su acceso a él, en sus pre
cedencias ceremoniales y en las señales de estatus codificadas en sus
vestimentas y posturas.16
Adviértase que este contexto artificial, con tantas características
que realzaban el sentido del estatus de los cortesanos, forzosamente
los hacía mutuamente envidiosos, desconfiados y hostiles. Facilitaba
la emergencia de camarillas, intrigas y alineamientos furtivos y cam
biantes de asociados que recelaban unos de otros; prosperaba en el
chisme y el espionaje. Así, las inquietudes de los cortesanos (que a
menudo no tenían otra opción que concurrir a la corte) pasaron a
concentrarse en cuestiones cuyos resultados podían a lo sumo tener
consecuencias para la posición de este o aquel individuo, pero que no
podían cambiar su condición compartida de aislamiento, dependen
cia e impotencia doradas.17
c’est moi”, en su Staatsbildende Krafte der Neuzeit (Berlín, 1961), pp. 93 y siguientes; y
E. Schmitt, Reprasentation und Revolution, op. cit., pp. 67 y siguientes.
16 Véase la sobresaliente reconstrucción sociológica del ámbito cortesano y de su
significación política en N. Elias, Die hófische Gesellschaft (Neuwied, 1969) [La socie
dad cortesana, México, Fondo de Cultura Económica, 1982].
17 Como fuente de primera mano referente a la corte absolutista francesa, sigue
siendo inigualado el duque de Saint-Símon; véase L. Norton (comp. y trad.), The
Historical Memories o f the Duc de Saint-Simon (Londres, 1970-1973), 3 volúmenes [en
español hay selecciones traducidas y anotadas por Consuelo Berges: Memorias, Barce
lona, Bruguera, 1983, y Retratos proustúmos de cortesanas, Barcelona, Tusquets, 1985].
109
Al construir y mantener una corte semejante, el gobernante abso-
luto se aseguraba contra los intentos serios del elemento feudal por
recuperar sus derechos corporativos de gobierno.18 Al mismo tiempo,
en cierto modo lo compensaba por la pérdida con su exaltación por
encima de la sociedad circundante y el ofrecimiento individual a los
cortesanos de la posibilidad de ascenso o la esperanza de asegurarse
una pensión o una sinecura. Además, al rodearse de la nobleza en la
corte, el gobernante reafirmaba el hecho de que aún compartía, como
un primus inter pares, su posición cultural, jerárquica y económica dis
tintiva, aunque no, por supuesto, la política.
El soberano, entonces, gobernaba desde su corte más que a través de
ella. La corte constituía el aspecto expresivo de su gobierno, por decir
lo así, pero esto tenía que complementarse con un aspecto instrumen
tal. De allí que en intersección con la corte (más que enteramente
envuelto por ella) hubiera otro ámbito, que se situaba en una relación
más directa y material con la empresa de gobernar y funcionaba como
el medio del poder personal del gobernante (al menos en el caso de
Luis X iv ). Este ámbito comprendía unos pocos consejos gubernativos,
cada uno con un pequeño número de miembros, pero conectados con
una gran cantidad de agentes y ejecutores por vínculos que, en última
instancia, eran instituidos y activados por la orden personal del go
bernante. Tal como los utilizó Luis XIV, los consejos asistían al monar
ca en la formación de las decisiones de éste, y eran responsables ante él
de su puesta en práctica. Los miembros eran personalmente designados
por el soberano y actuaban como sus servidores, aunque a menudo
eran de origen noble. En esta etapa, los poderes discrecionales que los
servidores del gobernante tenían que ejercer necesariamente a fin de
mantener en funcionamiento la maquinaria administrativa y liberar
110
al monarca de las decisiones cotidianas les eran asignados por la pro
pia orden de éste, y no eran establecidos y controlados por la ley.19
Este sistema de consejos superpuestos culminaba en un pequeño
número de ministros que llevaban diversos títulos, y no en uno solo
que, al “representar” al sistema ante el gobernante, pudiera ser media
dor del control de éste sobre él. En su base, el sistema se ramificaba
hasta incluir una multitud de agentes menores, desde los oficiales del
ejército y la armada permanentes hasta quienes disponían y supervisa
ban las obras públicas y los intendentes encargados de inspeccionar
todas las actividades gubernamentales y administrativas en una locali
dad dada. Los roles de estos agentes, por más diferentes que fueran sus
títulos y competencias, se modelaban sobre el del commissarius. Este
era un cargo de origen militar, cuyas características define Hintze de
la siguiente manera, a fin de destacar su diferencia con respecto a los
cargos stándisch y patrimoniales:
Sin un derecho establecido en su puesto; sin lazos con las fuerzas loca
les de resistencia; sin el obstáculo de concepciones anticuadas del de
recho y de una conducta oficial consagrada por el tiempo; sólo un
instrumento de la voluntad más alta, de la nueva idea del estado;
comprometido sin reservas con el príncipe, comisionado por éste y
dependiente de éste; ya no un officier sino un fonctionnaire, el Com-
missarius representa un nuevo tipo de servidor del estado, de confor
midad con el espíritu de la razón absolutista de estado.20
llí
formación universitaria. Se esforzaban por desempeñar su función de
una manera que “compensara” un nacimiento humilde y/o aumentara
un patrimonio familiar insuficiente. Por lo común, esto los impulsaba
a actuar con gran celo, y con frecuencia a sentir una intensa animosi
dad contra quienes poseían prerrogativas jurisdiccionales tradicionales,
standisch o feudales, ya porque eran miembros de cuerpos de estados, ya
porque ellos o sus ancestros habían comprado los cargos a la corona.
112
trata de esclavos negros. También en Prusia se elaboró un inmenso
cuerpo de normas legales de alcance territorial en nombre del gober
nante, en la forma de estatutos policiales. Habría sido imposible, en
ambos casos, llevar a cabo tales empresas mediante procedimientos
“dualistamente” negociados y standisc/i de creación de normas.
Adviértase, empero, que la promulgación de dicha legislación por
el gobernante afectaba no sólo los intereses y actividades específicas
en cuestión sino el significado mismo de la ley. En el Standestaat, “la
ley” eran en esencia los paquetes característicos de derechos y privile
gios tradicionalmente reclamados por los estados y sus cuerpos consti
tuyentes, así como por el gobernante; existía en la forma de
autorizaciones legales diferenciadas, generalmente de antiguo origen,
y en principio estaba dentro de las facultades corporativas de sus be
neficiarios sostenerlas, en caso necesario por la fuerza. Esa ley podía
ser modificada por los Stande cuando suscribían o renovaban pactos
con el gobernante, o mediante deliberaciones compartidas y ajustes
mutuos entre aquéllos y el soberano, o entre Stande individuales. Pero
en principio no podía modificarse por la voluntad exclusiva de ningu
na de las partes, dado que, ante todo, no se la consideraba como un
producto de la voluntad unilateral. Como lo hemos señalado, los de
rechos y obligaciones de este o aquel individuo o cuerpo eran la cues
tión típica del proceso político del Standestaat. Pero en su integridad,
ese proceso consideraba la ley como un marco, como un conjunto de
elementos dados, aunque se los impugnara en su significación precisa.
Se estimaba que la validez de la ley descansaba en última instancia en
la agencia sobrehumana de la Deidad, que funcionaba mediante la
lenta sedimentación de la costumbre y las nociones negociadas de los
legítimos poseedores de las facultades de gobernar.21
113
En este contexto, la idea de que el gobernante podía, por cualquier
acto de su voluntad soberana, producir una nueva ley y hacerla poner
en vigor por su sistema tribunalicio cada vez más abarcativo y efectivo,
fue completamente revolucionaria. Transformó la ley de un marco del
gobierno en un instrumento para éste. Por otra parte, como dicha ley
estaba concebida para aplicarse uniformemente en todo el territorio,
los Stande provinciales y regionales perdieron la capacidad de adaptar
la a las condiciones locales. Mediante esa nueva ley, el gobernante se
dirigió cada vez más clara y precisamente a toda la población del terri
torio. Disciplinó las relaciones en términos crecientemente generales y
abstractos, aplicables “donde y cuando fuere’*. Al expresar su voluntad
soberana en la forma de la ley, el gobernante concebía a los Estados (a
lo sumo) como una audiencia privilegiada a cuyos integrantes indivi
duales podía eximirse graciosamente de los efectos desagradables (en
especial los fiscales) de las nuevas normas. Pero los Stande ya no esta
ban en condiciones de modificar o interponerse seriamente en su vo
luntad, y de proteger de ésta al conjunto de la sociedad.
Este nuevo enfoque de la ley y sus relaciones con el gobierno parece
aún más significativo a la luz de dos hechos. Primero, paralelamente al
aumento de la legislación promulgada por el gobernante y puesta en
vigor por sus tribunales se produjo el vasto fenómeno de la “recepción
del derecho romano”, por la cual los principios y normas legales del
Corpus juris civilis de Justiniano adquirieron validez en varios territo
rios.22 Aunque no del todo coincidente con el ascenso del absolutismo
ni geográfica ni cronológicamente, este acontecimiento estaba muy en
consonancia con el espíritu del sistema absolutista de gobierno23 (y
114
con el progreso de la comercialización y el individualismo en las esfe-
ras socioeconómica y cultural). Con la “recepción”, llegó a regularse
una enorme y diversa gama de relaciones sociales, de maneras que a
menudo diferían ampliamente de las de la “buena vieja ley”, con fre
cuencia de origen germánico y feudal, que en ocasiones había sido
elaborada y modificada por corporaciones urbanas.24 Segundo, aun
que los gobernantes se colocaron cada vez más en el papel de fuentes
del derecho, ya fuera directa o indirectamente por referencia al dere
cho romano, no se consideraron atados por éste. Uno de los significa
dos originales de la noción misma de “absolutismo” es que el propio
gobernante es legibus solutus: el derecho, al ser un producto de su po
der soberano, no puede obligarlo o poner límites a ese poder.
El gobernante tiene ahora en el derecho un instrumento flexible,
indefinidamente extensible y modificable para articular y sancionar
su voluntad. Como resultado, su poder deja de concebirse como una
colección de distintos derechos y prerrogativas, como había sido bajo
el Standestaat, y pasa a ser en cambio más unitario y abstracto, más po
tencial, por decirlo así. Como tal, comienza a apartarse conceptual
mente de la persona física del gobernante; podríamos expresarlo de
otro modo y decir que subsume al gobernante dentro de sí mismo,
irradiando su propia energía a través de él. Esta es parte de la significa
ción de la corte de Luis XIV, en la que, aunque la figura del rey se
exaltaba hasta proporciones sobrehumanas y difundía una luz de in
tensidad no terrenal ( “le Roi soled"), representaba un proyecto, una
entidad, un poder mucho más grande que el monarca mismo.
116
peño. No poseían derechos de propiedad sobre sus puestos y no po-
dían tener pretensiones a ningún ingreso que pudiera incrementarse
como resultado de su trabajo; se los remuneraba, en cambio, con los
fondos centrales de acuerdo con una escala fija. La ley regulaba los
poderes más elevados de mando, supervisión y disciplina á los que es
taban sujetos los funcionarios. Excepto en el nivel más alto, en que se
tomaban decisiones característicamente “políticas” sobre cuestiones
concernientes a la seguridad interna y externa del estado o los rumbos
más generales de su política, todas las decisiones individuales debían
alcanzarse a través del razonamiento jurídico, con la aplicación de
disposiciones legales generales a circunstancias cuidadosamente com
probadas y documentadas. Por otra parte, todas esas actividades eran
asentadas por escrito y registradas en expedientes.
De tal modo, se pretendía que el estado funcionara como el instru
mento de sus propias leyes promulgadas, lo que hacía que sus activida
des fueran sistematizadas, coordinadas, predecibles, maquinales e
impersonales. Se preservaba, sin embargo, el principio de que la ley
no obliga al poder soberano que la produce. El “derecho público”, en
tonces, era un conjunto de dispositivos internos del sistema, y como
tal regulaba el funcionamiento de los cargos inferiores frente a los su
periores; pero no confería derechos accionables a sujetos individuales
en su carácter privado. Podía mantenerse un sistema semijudicial para
verificar el impacto de las actividades de la administración sobre los
legítimos intereses privados pero, una vez más, en ese caso se trataría
en gran medida de un dispositivo interno que no autorizaría a los in
dividuos privados, en su condición de ajenos al sistema, a obstaculizar
o frustrar las decisiones administrativas.
En esencia, entonces, en el “modelo prusiano” el estado trascendía
a la persona física de su cabeza a través de la despersonalización y ob
jetivación de su poder. El derecho público configuraba el estado como
una entidad artificial y organizativa que funcionaba por conducto de
individuos que, en principio, eran intercambiables y de los que se es
peraba que en sus actividades oficiales emplearan sus aptitudes com
117
probadas con una lealtad obsequiosa hacia el estado y un compromiso
con sus intereses.
Schiera resume de la siguiente manera el proceso de construcción
de la administración que culmina con Federico el Grande:
118
a ser las referidas a cómo aumentar (en términos absolutos más que re
lativos) su poder y cómo usar ese mayor poder interna y externamente.
Entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, ambas cuestiones,
significativamente, encontraron una nueva solución en un tipo nové'
doso de sistema de gobierno, que por un lado continuaba las principa
les tendencias en la constitución y organización del estado, ya
evidentes bajo el absolutismo (aunque de una manera modificada y
selectiva), pero por el otro cambiaba (mucho más considerablemen
te) las relaciones entre éste y la sociedad en su conjunto. Ahora debe
mos señalar brevemente las tendencias y contradicciones inherentes a
esas relaciones bajo el absolutismo.
119
Por otro lado, las instituciones del estado (en primer lugar particu
larmente el sistema tribunalicio, luego el ministerial y administrati
vo) se habían hecho cada vez más públicas: es decir, oficiales, muy
características y relativamente visibles. Los códigos y estatutos del es
tado, desde luego, tenían que promulgarse y publicarse oficialmente,
imprimirse en la lengua vulgar y difundirse con amplitud. En varios
países, la adopción de uniformes tanto para los funcionarios militares
como para los funcionarios civiles del estado significó el mismo énfa
sis en la distintividad y unidad del aparato estatal.
De tal modo, el estado, por así decirlo, se había alejado del conjun
to de la sociedad y ascendido a un nivel propio, en el que se concen
traban el personal y las funciones específicamente políticas. Al mismo
tiempo, tenía capacidad para afectar con su acción a toda la sociedad.
Ésta, desde las cumbres del nivel estatal, parecía estar poblada exclu
sivamente por una multitud de pardculiers, de individuos privados
(aunque a veces privilegiados). El estado se dirigía a ellos en su carác
ter de súbditos, contribuyentes, potenciales reclutas del ejército, etcé
tera; pero no los consideraba calificados para tomar parte activa en su
propia tarea. Contemplaba la sociedad civil exclusivamente como un
objeto idóneo para ser gobernado.
Y en rigor de verdad, uno de los intereses primordiales del gobierno
absolutista fue precisamente la regulación y promoción autoritarias de
las inquietudes privadas de los individuos, principalmente las econó
micas. En el siglo XVII, como hemos visto, este interés llevó al estado a
adoptar, uniformar y modificar según fuera necesario las reglas que en
los siglos anteriores los gremios y otros cuerpos corporativos urbanos
habían impuesto autónoma y localmente a las actividades comerciales
y productivas: reglas que fijaban precios y normas para las mercaderías,
especificaban procesos productivos, regulaban la capacitación de los
aprendices, controlaban la competencia y la innovación. Otros aspec
tos del mercantilismo -y en particular la preocupación por un saldo
comercial positivo y la constitución de reservas en metales precio
sos- sugieren que tal vez no debería considerárselo como exclusiva y
120
ni siquiera principalmente interesado en la promoción del bienestar
económico del país (o de la burguesía). Antes bien, se fomentaba la ac
tividad económica (1) para mantener a la población ocupada, pacífica
y despreocupada de las empresas políticas, y (2) para generar la riqueza
imponible necesaria para solventar tanto los aspectos antieconómicos
del sistema de gobierno (en lo fundamental, su corte a menudo desas
trosamente dispendiosa) como sus cada vez más costosas empresas in
ternacionales.
En el siglo XVIII, este último objetivo de la política absolutista se
tenía aún más persistente e imperiosamente en consideración que en
el siglo XVII. En esa época, sin embargo, las políticas mercantilistas
propiamente dichas habían sido en gran medida abandonadas, en fa
vor de las que constituyeron la política económica del así llamado
“despotismo ilustrado”.28 Estas últimas políticas, empero, marcaron y
a menudo promovieron sin saberlo el inicio de un cambio notable en
la configuración interna y la significación política de la sociedad civil.
A largo plazo, dicho cambio transformaría el sistema de gobierno al
dar realidad a la exigencia de la sociedad civil en pos de un papel ac
tivo y decisivo en el proceso político. Encaremos ahora la cuestión de
identificar los grupos sociales cuyos “intereses ideales y materiales”
distintivos los condujeron a articular esa exigencia.
121
producción, había sido de vez en cuando favorecido y acelerado por las
políticas públicas. Como iba a tener consecuencias políticas decisivas,
es necesario que lo caractericemos brevemente aquí.
Una clase es una unidad colectiva más abstracta, impersonal y dis
tintivamente translocal que un estado. Sus límites visibles no los fijan
un estilo de vida o un modo específico de actividad, sino la posesión
o la exclusión de los recursos del mercado que dan a sus propietarios
derecho a la apropiación de una parte desproporcionada del producto
social, parte que, como consecuencia, puede acumularse y volver a
desplegarse en el mercado. En el caso de los grupos que estamos con
siderando, el recurso en cuestión es el capital, de propiedad privada.
La unidad de una clase, a diferencia de la de un estado, no es man-
tenida por órganos internos de autoridad que preservan los derechos
tradicionales, particulares y comunes, de la colectividad e imponen la
disciplina a sus integrantes individuales. Una clase presupone y admi
te la competencia por la ventaja entre sus componentes, todos los
cuales son individuos privados y con intereses propios. Sin embargo,
se presume que esa competencia se autoequilibra; con ello, limita y
legitima la ventaja de un integrante dado sobre otros. Además, la
competencia dentro de una clase está limitada por el reconocimiento
de ciertos intereses compartidos por todos los miembros frente a cía-
ses antagónicas en el mercado.
Así, las necesidades políticas de una clase que posee recursos críti-
eos del mercado son diferentes de las de un estado. Una clase semejan-
te no precisa que se le confieran directamente poderes de gobierno,
dado que el ejercicio de éste desde su interior daría ventajas arbitra
rias (y por lo tanto ilegítimas) a algunos competidores sobre otros e
interferiría tanto en la supuesta capacidad del mercado para el autoe-
quilibrio como en el proceso de acumulación. Por otro lado, dicha
clase no puede prescindir por completo del gobierno: le es necesaria
cierta capacidad de acción para ejercerlo, a fin de salvaguardar el fun
cionamiento autónomo del mercado y garantizar la apropiación co
lectiva de la clase de sus recursos característicos (y su reparto para el
122
control privado de los individuos) contra cualquier ataque por parte
de una clase antagónica; también necesita esa capacidad de acción
para ejercer el gobierno desde un centro unitario estructuralmenté al
margen y por encima de todas las clases en una esfera propia, distinti
va, “pública” y soberana.
Ahora bien, el sistema absolutista constituía precisamente esa con
centración distintiva, “pública” y soberana de facultades de gobierno,
y de ahí que fuera un medio político idóneo para la transformación en
clase de una parte de la burguesía. Sin embargo, el énfasis absolutista
sobre la intervención intencional en cuestiones de negocios, sobre los
monopolios, las restricciones a la competencia y la dirección del co
mercio interfería en la autonomía y fluidez del mercado; y éste es el
lugar donde una clase modera sus contrastes internos mediante la
competencia y mantiene su ventaja colectiva con la acumulación y
utilización de los recursos de los que se ha adueñado.29*
Por lo común se sostiene que el interés de la burguesía como clase
en la autonomía del mercado la condujo a plantear un desafío político
radical al absolutismo. Sin embargo, una noción semejante es sin duda
demasiado simplista. Podría argumentarse que, cualesquiera fueran los
efectos negativos de la “interferencia en el mercado” del absolutismo
123
sobre los intereses de la clase en cuestión, es probable que se viesen
ampliamente compensados por políticas internas y externas en favor
de la acumulación y la preservación del control privado sobre la mayor
parte del capital de una nación. Además, las exigencias políticas bur
guesas, corrientemente resumidas en la expresión “laissez-faire, laissez-
passer”, de hecho no se planteaban tanto contra el sistema absolutista
como dirigidas a él, que en su última fase hizo los mayores esfuerzos por
darles cabida. Esas demandas podían ser ampliamente satisfechas al
mismo tiempo que se mantenía a toda la sociedad civil, incluida su cla
se económicamente en ascenso, como un “objeto idóneo para ser go
bernado” (como lo expresamos antes). En una fecha tan tardía como
el fin del siglo XIX, el caso de Alemania muestra que una burguesía po
día extraer la mayoría de los beneficios de la industrialización capita
lista sin reclamar agresivamente sus propios derechos de nacimiento.
Es necesario que evaluemos factores adicionales para explicar por
qué la mayoría de las burguesías nacionales sí plantearon un franco
desafío a sus respectivos anciens régimes. En mi opinión, dichas bur
guesías fueron políticamente radicalizadas y “dinamizadas” pOT algu
nos de sus miembros que no pertenecían a los grupos empresariales
que hasta ahora hemos considerado (aunque a veces se superponían
con ellos). Estos componentes estaban consagrados particularmente a
búsquedas intelectuales, literarias y artísticas, y habían desarrollado
una identidad social distintiva, la de un público, o más bien, al princi
pio, la de una diversidad de “públicos”.30 Habían realizado sus activi
dades de manera creciente en ámbitos y medios característicos (desde
sociedades científicas, salones literarios, logias masónicas31 y cafés
124
hasta editoriales y la prensa diaria y periódica) que eran públicos en el
sentido de ser accesibles a todos los interesados, o al menos a aquellos
que poseían las calificaciones adecuadas y objetivamente comproba
bles, como instrucción, competencia técnica, información pertinente,
elocuencia persuasiva, imaginación creativa y capacidad para el juicio f
crítico. Por otra parte, se permitía que todos los participantes contri
buyeran al proceso abierto y relativamente irrestricto de discusión,
que pretendía producir una “opinión pública” ampliamente sostenida
y críticamente establecida sobre cualquier tema dado.32
En una etapa temprana del desarrollo de tales públicos, sus tópicos
habían sido sobre todo científicos, literarios y filosóficos; sus plantea
mientos se habían limitado a áreas como la evolución del gusto, la
conquista y difusión del conocimiento sobre fenómenos naturales y
los refinamientos de la sensibilidad moral tanto en ios participantes
directos como, a través de ellos, en un público instruido más amplio.
Cuando no se vieron obstaculizados por la censura y la represión, sin
embargo, los temas cambiaron progresivamente hasta transformarse
en cuestiones característicamente políticas: las virtudes y los vicios cí
vicos típicos de “la nación”; los caminos y los medios para promover
su bienestar; la mejora de la legislación; las relaciones entre la iglesia
y el estado; la conducción de los asuntos extranjeros.
De esta manera, ciertos grupos sociales -predominantemente bur
gueses, aunque a veces mezclados con elementos de la nobleza y el
clero bajo- se presentaron gradualmente como una audiencia califica
da para criticar el propio funcionamiento del estado. Procuraban, por
decirlo así, complementar la “esfera pública” construida desde arriba
con un “ámbito público” formado por miembros individuales de la so
ciedad civil que trascendían sus intereses privados, elaboraban una
125
“opinión pública” sobre asuntos de estado y la aplicaban a las activi
dades de los órganos estatales.
Ahora bien, cualquier intento de institucionalizar la crítica y la
controversia, y de asignar a ambas un papel en la conducción de las
acciones del estado, planteaba al sistema absolutista un desafío más di
recto que la exigencia de “clase” de que debía respetar la capacidad de
autorregulación del mercado. Un “público razonante” podía conducir
a la sociedad civil a la ruptura con la posición pasiva y sometida en la
cual procuraba confinarla el poder oficial. El público razonante no sólo
se atrevía a abrir el debate sobre cuestiones que esos poderes siempre
habían ,tratado como arcana imperii sino que amenazaba extenderlo a
círculos sociales cada vez más amplios a fin de aumentar su apoyo.
Más amenazador que esos desafíos en gran medida potenciales, sin
embargo, era el ataque burgués contra la noción de privilegio, de de
rechos adscriptos y particulares asociados a determinados rangos. Esto
golpeaba directamente la política absolutista de compensar a los esta
dos tradicionales por sus pérdidas políticas con el mantenimiento de
sus ventajas de estatus y el apuntalamiento de su posición económica.
El compromiso de grandes sectores de la opinión burguesa con la ilus
tración secular -con su racionalismo agresivo, su antitradicionalismo
y su énfasis en la emancipación- amenazaba la “alianza del trono y el
altar” típica de muchos estados absolutistas. Los formadores de opi
nión que sugerían que los intereses nocionales33* y el bienestar público
debían guiar las políticas exteriores e internas eran un estorbo para
126
monarcas residualmente atados a intereses dinásticos y aún rodeados
por la absurdamente dispendiosa pompa de sus cortes.
Por otro lado, algunos aspectos del desarrollo de la “opinión públi
ca sobre asuntos públicos” eran compatibles con las políticas absolu
tistas y constituían respaldos ideológicos a ellas. La existencia misma
de un ámbito público era en sumo grado la consecuencia de la políti
ca del estado absolutista de pasar por alto a los Stande y encarar direc
tamente a la generalidad de sus súbditos mediante sus leyes, su
sistema fiscal, su administración uniforme y abarcativa, su creciente
apelación al patriotismo. El público burgués tampoco reclamó para sí
'mismo facultades de gobierno independientes, autosostenidas y au-
toimpuestas, como lo habían hecho los Stande. Reconocía las preten
siones de soberanía del gobernante y la distintividad de la empresa de
gobernar. Se apresuraba a apoyar su compromiso declarado con la
grandeza nacional y la promoción del bienestar del pueblo. Conside
raba problemas importantes de la agenda del gobernante -desde la re
forma legislativa hasta la promoción de la industria- y les aplicaba
recursos de sentido, competencia e interés, así como una capacidad
para el juicio informado y crítico que al propio soberano le interesaba
movilizar y aprovechar. Además, entre los miembros del público bur
gués y el personal del aparato del gobernante había una creciente se
mejanza de antecedentes sociales, inquietudes morales e intelectuales,
instrucción y calificaciones académicas.
Tales convergencias de intereses y aspiraciones entre la burguesía
como público y el estado absolutista sugieren que la primera no plan
teó, necesariamente un desafío cabal al segundo. Tampoco lo hizo, sos
tuve antes, la burguesía como clase. Sin embargo, era inevitable que
esta última juzgara atractiva la perspectiva de un sistema de gobierno
de nueva concepción que institucionalizara y colocara en su mismo
centro una nueva noción del “público” como un ámbito abierto a los
miembros individuales de la sociedad civil, sensible a sus puntos de
vista e intereses, y que funcionara mediante la confrontación abierta
de opiniones.
127
En esta nueva concepción, el ámbito público no sólo supervisaría
críticamente las actividades del estado sino que las iniciaría, dirigiría
y controlaría. Su legitimidad para hacerlo provendría de su representa
ción de las opiniones prevalecientes en la sociedad civil, que por la
misma razón se transformaría en el constituyente del sistema de gobier
no más que en su mero objeto. El ámbito público -una vez conforma
do como una asamblea electa situada en el centro mismo del
estado- serviría a ese constituyente y daría impulso al estado en su
nombre mediante la configuración como leyes generales y abstractas
de las orientaciones de opinión prevalecientes sobre cuestiones dadas,
según se reflejaran en la formación de mayorías y minorías entre los
representantes electos.
Como la clase burguesa era la fuerza dominante dentro de la socie
dad civil, la representación reflejaría ese predominio al inclinarse en
favor de las opiniones “ilustradas” y “responsables”. Esto se haría a
través del funcionamiento objetivo de los mecanismos de representa
ción, y en particular a través de las calificaciones imparcialmente exi
gidas de electores y representantes, no con la atribu ción de
prerrogativas políticas a miembros individuales de ninguna clase, lo
que los despojaría de su calidad esencial como individuos privados.
Por ser generales y abstractas, las leyes promulgadas por la asam
blea respetarían y salvaguardarían la autonomía y capacidad de auto-
rregulación del mercado, y al mismo tiempo defenderían las ventajas
mercantiles de la clase propietaria del capital, pero, una vez más, sin
singularizarla como políticamente privilegiada. Otras leyes habilita
rían a los órganos del estado (de nuevo abstracta y generalmente) pa
ra llevar a cabo actos individuales de gobierno.
Esta visión de un nuevo diseño constitucional del estado, que pro
yectaba en gran medida los reclamos y las aspiraciones distintivas de
la burguesía como público, fue lo que en mi opinión “dinamizó” polí
ticamente a la burguesía como clase y generó la creciente tensión en
tre ambos sectores burgueses y el ancien régime del absolutismo tardío.
Los acontecimientos históricos a través de los cuales se resolvió esta
128
tensión -principalmente mediante la realización de la concepción an-
tes mencionada- son demasiado variados y complejos para ser reseña
dos aquí. No obstante, vale la pena citar dos de sus dimensiones:
primero, la importancia de las ideas de nacionalidad y soberanía na
cional; y segundo, la medida en que el proletariado emergente, pese a
su antagonismo inherente con la clase burguesa, se descubrió luchan
do en nombre de la concepción política de la burguesía.
En muchos países occidentales el progreso del nuevo sistema de go
bierno fue marcado por revoluciones políticas; pero esto no debería
conducimos a sobreestimar la “ruptura” entre el sistema absolutista y
el que lo siguió (tema del próximo capítulo). Como lo estableció Toe-
queville en su estudio de la más grande de esas revoluciones, había
numerosos y significativos elementos de continuidad entre los siste
mas políticos prerrevolucionario y posrevolucionario.
Dos eran las razones principales de esa continuidad, una externa y
la otra interna. Por un lado, la importancia de las relaciones de poder
entre estados no sólo persistió sino que se vio realzada por las ideas de
nacionalidad y la “riña” europea por los mercados y recursos de otras
partes del mundo. Por el otro, estaba la creciente complejidad de la
misma sociedad civil, y la intensidad en aumento de sus conflictos de
clase. Por ambos motivos, a la clase burguesa le interesaba mantener e
incluso fortalecer el potencial estatal para la conducción social, la de
fensa de las fronteras nacionales y la moderación o represión del con
flicto, aspectos del gobierno que a lo largo de los siglos se habían
incorporado al aparato del estado. Había que lograr que ese aparato
fuera susceptible de control por el ámbito público institucionalizado, y
no desmantelarlo, debilitarlo o perjudicarlo seriamente en su aptitud
para ejercer la autoridad sobre la sociedad. Por las mismas razones, la
burguesía, al exponer y realizar su programa político, tenía que preve
nirse contra las potenciales implicaciones democrático populistas de
ideas tales como la soberanía popular o la igualdad de ciudadanía.
129
Capítulo V
131
sistema de normas unitario, lógicamente homogéneo y coherente y
sin lagunas.1
Esta última concepción del derecho -ya presente en la “recepción”
del derecho romano, las codificaciones absolutistas y el “derecho públi
co” burocrático- triunfó a fines del siglo XVIII y en el XIX. Sobre la base
de esta noción, las universidades continentales elaboraron un nuevo
cuerpo de pensamiento jurídico que tenía al derecho constitucional y
administrativo como sus principales componentes y al estado como su
referente fundamental. En sus mejores productos, esta forma de pensa
miento jurídico constituye un nuevo y sofisticado tipo de “discurso so
bre el gobierno”, caracterizado por un impulso hacia la sistematización
de su tópico y por una inclinación al análisis conceptual sostenido.
En las manos de algunos de sus partidarios, este enfoque del estudio
del gobierno a menudo alcanza niveles de abstracción sofisticada que
a lo sumo lo hacen irrelevante para nuestros presentes intereses, y en
el peor de los casos decididamente engañoso y mistificador. A mi jui
cio, sin embargo, estos excesos no hacen que el enfoque sea menos
merecedor de una atención selectiva y crítica dentro de un tratamien
to sociológico. Por consiguiente, este capítulo, que esboza los rasgos
institucionales generales del estado constitucional del siglo XIX (algu
nos de los cuales ya eran evidentes en sistemas de gobierno anterio
res), recurrirá liberalmente a formulaciones propuestas por legistas
constitucionalistas y ocasionalmente pondrá de relieve consideracio
nes sociológicamente pertinentes que éstos tienden a ignorar. Más
consideraciones semejantes se introducirán en el capítulo siguiente,
que plantea la cuestión de la relación entre el estado y la sociedad.
En términos generales, la argumentación se expresará en un alto
nivel de abstracción, e ignorará las diferencias considerables en las es
tructuras constitucionales de, digamos, la Gran Bretaña decimonóni
ca y la Alemania de fines de ese siglo, a fin de destacar los rasgos que
132
tenían en común entre sí y con la mayoría de los restantes estados oc
cidentales.
2 Véase el artículo de 1957 de H. Jahrreiss, “Die Souveranitat des Staates. Ein Worc-
mehrere Begriffe-viele Missverstándnisse”, en H. Hofmann (comp.), Die Entstehung des
modemen souveránen Staates, op. cit., pp. 35 y siguientes (en especial pp. 37-41).
133
Dentro del sistema de estados, entonces, cada estado es una unidad
que se origina y autoriza a sí misma y funciona exclusivamente en la
búsqueda de sus propios intereses. Pero la definición de éstos se modifi
ca constantemente en respuesta a cambios en el medio demográfico,
militar, económico y político interno y externo; esto, a su vez, implica
que el equilibrio del sistema es precario y necesita continuos reajustes,
los cuales, como lo indiqué, no pueden ser efectuados por la operación
de normas obligatorias, dado que, estrictamente hablando, entre los es
tados tales normas no existen. Esta configuración de las relaciones en
tre grandes entidades políticas -que, como lo vimos en el capítulo I, es
central para la concepción de la política elaborada por Schmitt- es his
tóricamente exclusiva del Occidente posmedieval. Antes, cada área de
alta cultura había estado dominada por un imperio que en lo esencial se
consideraba solo en el mundo conocido, y que trataba a cada gran enti
dad política dentro de su propia área como una subordinada.3 Como lo
expresó un autor, “en la cumbre de su grandeza, el Imperio Romano
compartía el mundo con otros tres igualmente poderosos, y podría de
cirse que igualmente importantes: el han, el kushana y el parto”.4
En el Occidente posclásico, tanto la Iglesia cristiana como el Sacro
Imperio Romano habían tratado, juntos o separados, de funcionar co
mo el centro de un marco jerárquico e imperial de esa naturaleza. Pero
a causa o a pesar de sus amplias semejanzas y dependencia mutua, lle
garon a un estancamiento que se contó entre los motivos de la emer
gencia de un nuevo patrón, drásticamente diferente, de relaciones
entre estados cada vez más autónomos.5 Este patrón fue consagrado
134
\
135
ción abstracta y esencialmente ficticia de la igualdad de todos los esta
dos en su soberanía tenía una credibilidad considerable. Después de to-
do, como lo demostraron Cavour y Bismarck, aun estados más débiles
y periféricos podían mejorar de manera drástica su fortaleza y posición
mediante astutas y audaces acciones diplomáticas y militares.
El sistema de estados era intrínsecamente dinámico debido a la
persistente tensión entre, por un lado, el carácter absoluto de las no
ciones de soberanía y raison d’état (que articulaban y legitimaban el
esfuerzo de cada estado por su engrandecimiento) y, por el otro, la
presencia continua e ineludible de otros estados que restringían esa
“voluntad de soberanía”. Una y otra vez, cada estado chocaba con li
mites a su soberanía en la forma de estados rivales que se empeñaban
en satisfacer sus propios intereses autodefinidos. De allí que en este
sistema toda adaptación fuera condicional, toda alianza temporaria y
toda pretensión sólo imponible, en última instancia, por la coerción
-llegado el caso, en el campo de batalla- Bajo capas cada vez más
gruesas de justificaciones especulativas y elaboración jurídica, la no
ción de soberanía se redujo en esencia a las meras realidades de hecho,
como lo reconoció el derecho internacional en el “principio de la
efectividad”: vale decir, se consideraba que los límites a la soberanía de
un estado eran los límites a su aptitud de hacer valer una pretensión
particular. Por ejemplo, no tenía sentido que un estado reclamara la
soberanía sobre un territorio que no podía controlar efectivamente ni
impedir que fuera controlado por otros.8
“La fuerza da derechos” es una formulación menos chocantemente
cruda que sorprendentemente sucinta de tal estado de cosas. La ines
tabilidad inherente del sistema de estados se vio agravada por la cre
ciente elaboración, en la Europa decimonónica, de dos criterios a
menudo contradictorios con que se podían plantear pretensiones de
soberanía (ya fuera a los organismos de derecho internacional, a los
136
aliados potenciales o a la “opinión mundial”). Uno era el principio de
“nacionalidad”, mediante el cual un estado afirmaría que poblaciones
sometidas en ese momento a un estado vecino eran de igual “nació-
nalidad” que las del propio demandante, por lo que tenían que unirse
a éstas en un solo sistema de gobierno. El otro era el clamor por las
“fronteras naturales”, límites físicos que proporcionarían al estado una
defensa militar factible y una idea de integridad y plenitud. Ambas
nociones podían proponerse o rechazarse según pareciera convenien
te en circunstancias particulares, y no era infrecuente que un estado
hiciera en un caso demandas sobre la base de la “nacionalidad” mien
tras rechazaba la apelación del estado rival a las “fronteras naturales”,
y en otro (y tal vez contemporáneo) hiciera exactamente lo opuesto:
emplear las “fronteras naturales” como base para una demanda en
contra de argumentos de “nacionalidad”.9
Durante el siglo XIX, cientos de disputas territoriales, incidentes di
plomáticos, choques coloniales y conflictos armados limitados, regio
nales o de otro tipo, dieron testimonio de las tensiones incorporadas a
la estructura del sistema de estados. Fue entonces un logro considera
ble, que necesita alguna explicación, el hecho de que antes de 1914
las naciones occidentales conocieran “cien años de paz”,10 esto es, la
ausencia de una guerra generalizada europea o mundial. Aquí sólo
pueden señalarse unos pocos aspectos de la explicación aludida. Pri
mero, la hostilidad entre los miembros del “concierto de las naciones”
europeas encontró expresión principalmente en otras partes del mun
do, que estaban siendo colonizadas o explotadas de otra manera. Se-,
gundo, las experiencias de las guerras revolucionarias y napoleónicas
de 1792-1815 habían demostrado tanto la naturaleza desastrosamente
sangrienta y costosa de las operaciones bélicas modernas, sostenidas y
137
en gran escala, como la amenazante relación entre la guerra y la revo
lución social. Tercero, eran los intereses de las burguesías nacionales
los que determinaban cada vez más las políticas de los estados en el si
glo XIX, y los orientaban ante todo a la promoción de la industria, el
comercio y la expansión colonial más que a la guerra. Por último, des
de la Paz de Westfalia se habían elaborado sofisticados dispositivos di
plomáticos y semijudiciales para evitar, moderar y resolver los
conflictos interestatales.
No obstante, la enormidad del colapso del sistema de estados en
1914 revela la magnitud, multiplicidad y aspereza de las tensiones que
había generado y permitido acumularse. En particular, la competencia
entre secciones nacionales de la burguesía occidental por los recursos
de zonas no estatales, semiestatales o pseudoestatales del mundo había
dejado de constituir una válvula de escape para el sistema de estados y
pasado a ser, en realidad, la fuente de sus tensiones y desequilibrios
más agudos.11
En síntesis, la soberanía de los estados occidentales, originalmente
conquistada a expensas del imperio y el papado, se estableció gradual
mente hasta el punto de poder decirse no tanto que en el siglo XIX
esos estados vivían dentro de un mundo intrínsecamente abierto, lle
no de riesgos y cargado de tensiones como que ellos mismos lo consti
tuían. Varios instrumentos confirieron cierto ordenamiento a ese
mundo: la conducción de una diplomacia constante, muy profesiona
lizada y en gran medida secreta; el lanzamiento deliberado de “campa
ñas de opinión” por parte de un estado para ejercer presión sobre
otro; la provisión institucionalizada de la mediación y el arbitraje de
terceros; y finalmente, la amenaza o el desencadenamiento de la gue
rra. Cada estado se esforzaba por usar estos u otros instrumentos en
138
defensa de su soberanía, porque ninguno podría sobrevivir mucho a
menos que estuviera preparado para defender cualquier derecho que
afirmara poseer.
139
modernos maduros son intrínsecamente “monistas”, y representan en
esto un retomo a la tradición romana, según la cual el poder del prin
ceps se derivaba de la voluntad del populus.12 La construcción jurídica
continental del estado como una persona es una manera característi
camente sofisticada de expresar este principio.
Observemos otras expresiones más prosaicas del mismo, todas ca
racterísticas, en mayor o menor medida, del estado decimonónico.
Hay unidad territorial del estado, que llega a estar limitado lo más po
sible por una frontera geográfica continua que puede defenderse mili
tarmente. Hay una sola moneda y un sistema fiscal unificado. En
general, hay una sola lengua “nacional”. (A menudo, ésta se superpo
ne artificialmente a una diversidad de lenguas y dialectos locales, que
a veces son duramente suprimidos pero con mayor frecuencia desarrai
gados lentamente mediante un sistema expansivo de educación públi
ca que emplea la lengua nacional.) Por último, hay un sistema legal
unificado que sólo permite que las tradiciones jurídicas alternativas
conserven su validez en áreas periféricas y con objetivos limitados.
Algunos estados occidentales alcanzaron estas metas progresivamen
te durante algunos siglos. En el siglo XIX, todos los estados procuraban
obtenerlas autoconsciente y explícitamente, a menudo en relación con
ideas de nacionalidad. Desde luego, esta tendencia hacia la unidad en
contró resistencias, que a veces tuvieron éxito: las excepciones más sig
nificativas al principio de unidad fueron los estados federales; pero aun
en ellos el principio se encamaba en una constitución federal y un
gobierno federal, encargado (como mínimo) de la conducción de las
relaciones exteriores. En otros casos, la resistencia logró a lo sumo de
sacelerar la marcha hacia la unidad. El reclutamiento local de anti
guas unidades militares, por ejemplo, dio paso a un sistema de
conscripción que destinaba a los reclutas dentro del territorio estatal
de una forma tal que se encontraban estacionados en localidades que
12 G. Jellinek, Aíígememe Stoatsle/ire (3a edición, Berlín, 1928), pp. 319 y siguientes.
140
a menudo no sentían como partes integrantes de su país.13* Los dialec
tos y las lenguas minoritarias retrocedieron ante los crecientes sistemas
de educación pública, que celebraban las virtudes y los logros de mo
narcas y estadistas que con frecuencia no sólo eran desconocidos sino
literalmente extranjeros para los alumnos. Los proceres y notables loca
les que querían preservar su posición en la comunidad como hombres
de juicio e influencia tenían que aprender nuevos y desconcertantes
juegos políticos, explorar nuevos caminos de acceso a diferentes centros
de poder y actuar de acuerdo con normas desconocidas.
Más significativas que las resistencias y adaptaciones al impulso
unificador de los estados decimonónicos son tal vez dos de sus contra
dicciones internas. Primero, pese a sofisticados mecanismos legales de
delegación, designación y responsabilidad utilizados para conectar el
centro de poder del estado unitario con su crecientemente ramificado
aparato administrativo y hacer que sus órganos respondan a instruc
ciones centrales, hay en acción dentro del sistema poderosas contra
tendencias que hacen que algunos de sus sectores sean cada vez más
autónomos. Diferentes ministerios dentro del mismo gobierno cen
tral, por ejemplo, tienen o desarrollan diferentes estilos administrati
vos, clientelas, tradiciones políticas e inclinaciones en la selección y
capacitación de su personal. Así, se crean entre ellos rivalidades y di
ferencias políticas que hacen difícil la coordinación. El ejército, la po
licía, el servicio diplomático y a veces los cuerpos judiciales superiores
sostienen líneas y tradiciones de acción política sustancialmente au
tónomas, con el resultado de que en algunos casos cada uno actúa co
141
mo “un estado dentro del estado”, como el poseedor de jacto de pre
rrogativas políticas autónomas.
Segundo, la naturaleza del capitalismo como un sistema de poder
entre clases también afecta, de maneras menos visibles pero no menos
sustanciales, la noción de unidad del poder estatal. Esta noción, parti
cularmente en la tradición jacobina, implicaba que en el estado mo
derno la5 relaciones “verticales”, centradas en el poder y activadas por
él, sólo podían existir entre el estado mismo y los individuos privados;
se suponía que todas las relaciones entre estos últimos eran “horizonta
les”, contractuales y libres del poder. Pero la posesión de capital es un
medio legal y políticamente protegido para la creación y reproducción de
relaciones de dominación de facto entre individuos pertenecientes a di
ferentes clases. La contradicción es evidente: un estado que pretende
ser la fuente de todas las relaciones de poder actúa de hecho como el
garante de unas que no se originan en sí mismo y que no controla, las
engendradas por la institución del control privado del capital.14
14 H. Heller, Scoatsíe/ire (3a edición, Leiden, 1963), pp. 109 y siguientes [Teoría del
estado, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1992]. Este importante libro fue
publicado por primera vez en 1934 en una edición postuma e incompleta. El autor
había muerto el año anterior, poco después de dejar Alemania. Sobre Heller, véase
W. Schluchter, Entscheídung/ür den socalen Rechtsstaac (Colonia, 1968).
142
COLEGIO L O Y O U
ARCA SEMINARJJ
u n iv e r s id a d
ALBERTO
hurtado
143
B IB L IO T E C A
para definirlo, se deduce que un estado deja de serlo en la medida en
que no dirige de hecho su actividad hacia su objetivo particular. Así,
pues, a menudo se sugiere que la definición de un “estado moderno”
debería referirse no a algún conjunto finito de fines que éste podría
tener, sino únicamente a sus rasgos estructurales (entre los cuales la
mayor parte de las veces se ha considerado como el más distintivo el
monopolio de la violencia legítima).16 De manera alternativa, en oca
siones se señala que, de hecho, el estado posee, por su misma natura
leza, un telos, pero que éste es completamente interno a él y consiste
exclusivamente en la expansión continua de su propio poder.
Sin embargo, lo que buscamos aquí no es definir el estado, sino
simplemente caracterizar los patrones institucionales que gobiernan
su funcionamiento; en este aspecto, parece plausible convenir con
Heller en que su “función” es “la organización y activación autóno
mas del proceso social en el territorio del estado, fundadas en la nece
sidad histórica de alcanzar algún modus vivendi entre los intereses
contrapuestos que actúan en un sector dado del planeta”.17 Adviérta
se que este enunciado deja abierta la cuestión de cuáles, entre los “in
tereses contrapuestos”, son o pueden ser sistemáticamente favorecidos
por el “modus vivendi” que sustenta el estado.
Otra característica de éste, íntimamente conectada con su naturale
za “planeada” y teleológica, es su “especificidad funcionar1: vale decir,
el estado no pretende ni intenta abarcar la totalidad de la existencia
social. Esta se contempla (y se atiende, de acuerdo con el argumento
funcional antes mencionado) desde un punto de vista específico, con
referencia a algunos de sus aspectos distintivos, abstractos y diferen
ciados. El estado presupone y complementa una realidad social múlti
ple (que comprende, por ejemplo, la posición social, las filiaciones
religiosas y los recursos económicos de los individuos) que bajo dispo
144
sitivos previos afectaba y era afectada directa e inmediatamente por
las actividades de gobierno; ahora, sin embargo, un conjunto de fil
tros de importancia, normas de mediación y codificaciones y decodifi
caciones cierra el paso a esos efectos mutuos directos.18
El estado ya no se identifica, como en la poíiteia griega, directamen
te con la sociedad en su conjunto. El compromiso de los ciudadanos
con el bienestar y la seguridad de aquél ya no es impulsado por la leal
tad personal a un jefe. Los puestos que conllevan responsabilidades y
facultades políticas específicas ya no se asignan directamente en razón
de la riqueza, el rango o la posición religiosa. Las actividades cada vez
más vastas y costosas del estado se financian con una reserva distinti
vamente pública de riqueza, reserva que vuelve a abastecerse median
te la recaudación impersonal de impuestos sobre los ingresos y los
gastos de ios ciudadanos, y no con la exacción de donaciones, la ven
ta de cargos o la participación en las utilidades de las empresas milita
res o coloniales del estado, o mediante el recurso a su riqueza
privada.19 El estado, como lo veremos más adelante, establece el mar
co para que sus ciudadanos procuren satisfacer los más diversos intere
ses privados.20 Sus exigencias a los individuos pueden ser gravosas (a
menudo incluido el servicio militar en guerras devastadoras); pero,
una vez más, se dirige a los individuos en su carácter diferenciado y
abstracto de ciudadanos.
Como lo sugiere este último aspecto, hay un tono distintivamente
universalista en la relación del estado con su ciudadanía. Esta misma se
adquiere principalmente en virtud del nacimiento de un individuo den
tro del territorio del estado; en principio, es una condición igual y no
particularista. Las leyes, que como veremos son el lenguaje mediante el
cual el estado se dirige a los ciudadanos, son típicamente directivas gene
145
rales que no tienen en cuenta las condiciones individuales al margen de
las que ellas mismas establecen abstractamente como pertinentes.
Finalmente, el estado está internamente estructurado como una or
ganización formal y compleja. Está compuesto por órganos -esto es,
ámbitos interdependientes y nunca completamente autónomos para
decidir, controlar y ejecutar las políticas- cuyas esferas de competen
cia, recursos y modalidades de funcionamiento son determinadas des
de afuera por otros órganos de rango superior (hasta que se llega a uno
que carga con la autoridad definitiva). Cada órgano, a su vez, está
constituido como un conjunto de cargos diferenciados y complemen
tarios, en su mayor parte jerárquicamente dispuestos. La ocupación de
estos cargos se reglamenta mediante criterios universalistas que a su
vez asignan a quienes los ocupan poderes y responsabilidades no apro-
piables, impersonales y “públicas”. La competencia por el poder políti
co y su ejercicio en una sociedad constituida como un estado moderno
implica típicamente la búsqueda y dotación de “cargos” y el ejercicio
de influencia sobre su funcionamiento. (Adviértase que, por su natura
leza misma, es muy difícil que la “influencia” se distribuya y aplique de
acuerdo con términos universalistas.) Por lo común, los cargos funcio
nan por referencia a criterios de decisión y normas de ejecución públi
camente sancionadas, y no se basan en justificaciones ad hoc.
En suma, el estado se concibe y se pretende que opere como una
máquina cuyas partes encajan con precisión, una máquina impulsada
por energía y dirigida por información que mana de un único centro
al servicio de una pluralidad de tareas coordinadas. Esta imagen ma
quinista es más plausible cuando se aplica al aparato administrativo
del estado que a otras partes del sistema de gobierno. No obstante, la
trillada imagen de los “controles y equilibrios” aplicada a la división
de poderes entre todos los órganos constitucionales de mayor jerar
quía es igualmente mecánica. El estado no es sólo un artificio: es un
artificio complejo y sofisticado, constituido por numerosas partes di
minutas, cada una de las cuales, al funcionar, suministra recursos o
pone restricciones al funcionamiento de otra.
146
Hasta ahora, podríamos sintetizar la argumentación de esta sección
con la sugerencia de que, si se le aplica la dicotomía Gemeinschaft/Ge-
sellschaft de Tónnies, el estado moderno parece estar en gran medida
en su extremo Gesellschaft.21* No obstante, esta obvia (si no muy útil)
caracterización plantea algunas objeciones, ¡cuya importancia podría
resumirse diciendo que en él hay algo gemeínscha/cíidi!
Para comenzar, ¿cuán plausible es la noción de que el estado se “ha'
ce” o se “construye”? ¿Quiénes se encargarían de “hacerlo” o “cons
truirlo”? La respuesta podría ser “una sociedad nacional”, es decir, una
población geográfica, lingüística, étnica y culturalmente distintiva
que busca una garantía política y la expresión de ese carácter distintivo.
No obstante, hay muchos casos en los que no puede mostrarse que esa
entidad haya existido antes y ni siquiera en la época de sus presuntas
actividades de construcción del estado. Por ejemplo, el absolutismo
francés “hizo” la nación francesa al menos en la misma medida que la
nación francesa “hizo” el estado moderno francés.
147
Por otra parte, los procesos históricos concretos conducentes a la
emergencia de un estado han sido característicamente prolongados,
tentativos y tortuosos, y exhibieron amplias discrepancias entre las
promesas y los resultados. Aspectos o fases similares de estos procesos
recibieron de los participantes, en diferentes circunstancias, justifica
ciones e interpretaciones extremadamente diferentes: aquí una apela
ción a los intereses dinásticos, allá a la integridad nacional, más allá a
la necesidad de crear mercados más grandes. Todo esto hace dudosa la
imagen de “construcción del estado”, la noción de que los sucesos his
tóricos involucrados actualizaron un propósito consciente, un desig
nio explícito.
De manera más significativa, tanto los procesos por los cuales surge
el estado como el ser profundo de éste a menudo evocan en los inte
grantes individuales resonancias emocionales, honduras de compromiso
y participación que son más gemeinschaftlich que gesellschaftlich. De vez
en cuando, parecen implicar un rechazo del razonamiento instrumen
tal, utilitario y “maquinista”; una búsqueda de la autotrascendencia; la
entrega a una identidad elevada, espiritual y supraindividual. Aun
Hermann Heller -para ser alemán, un erudito inusualmente pragmáti
co - argumenta que “por su voluntad o de otra manera, el individuo se
encuentra implicado en el estado en niveles vitalmente significativos
de todo su ser. [...] La organización estatal llega hondo a la existencia
personal del hombre, forma su ser”.22 Y Max Weber, cuya obra La polí
tica como vocación transmite bien (a menudo para consternación de sus
lectores de mentalidad liberal) lo fascinosum et tremendum, los aspectos
titánicos y demoníacos de la experiencia política, llega al extremo de
atribuir a las entidades políticas más grandes, incluido desde luego el
estado moderno, una aptitud que sólo comparten con la religión: otor
gar significado a la muerte. La muerte del guerrero en el campo de ba
talla, sugiere Weber, está santificada, es una consumación que vibra
148
con elevados sentimientos.23 ¿Acaso el estado decimonónico no apeló
con demasiada frecuencia y demasiado éxito a tales motivos para en
viar a jóvenes bien dispuestos a morir (y a matar) ?
El punto de vista de que el estado es geseííscha/tíích por ser “funcional
mente específico”, el producto de un proceso de diferenciación que en
definitiva concentra todas las actividades estatales en sólo un aspecto o
dimensión de la vida social, tampoco puede concillarse con facilidad
con algunas implicaciones de la noción de soberanía insidiosamente
elaborada por Cari Schmitt. Si se considera que el estado se dedica al
interés social capital y último (preservar la existencia e integridad mis
mas de la colectividad), y si en la búsqueda de ese interés puede inclu
so enviar a sus ciudadanos a una muerte prematura y dolorosa, con
seguridad hay algo condicional, para no decir ficticio, en su “especifi
cidad funcional”. ¿No está el destino total de la colectividad constitui
do como estado, y con ello la totalidad de los intereses de sus miembros,
directamente afectados por las demandas y azares de aquél?
Por otra parte, la relación del estado moderno con su ciudadanía
bien puede parecer universalista, pero, ¿qué pasa con el particularis
mo irreductible que se deriva del hecho de que el mundo está total
mente conformado por estados soberanos, cada uno de los cuales
discrimina pronunciadamente entre sus propios ciudadanos y todos
los otros seres humanos y obliga a los primeros a mantener un lazo fe
rozmente exclusivo y exigente con él? Por último, la concepción del
estado como una máquina no es más que una variante de la perspecti
va anglosajona tradicional que lo considera como un mero “mecanis-
mo.de conveniencia”, es decir, una realidad gesellschaftlich. ¿Qué
ocurre, empero, con la concepción continental del estado como “una
entidad”, como El Estado? Hay poco de gesellschaftlich en ella.
149
No veo razones para extraer de estas objeciones la conclusión de
que después de todo el estado es una Gemeinschaft. Tal vez, todo lo
que hacen es enfatizar las limitaciones inherentes de la dicotomía de
Tónnies, en particular cuando se la aplica a formas sociales más gran
des. Quizás sea posible sacar una conclusión alternativa de algo que
Weber escribió en 1916: “Cuando se dice que el estado es la cosa más
elevada y capital del mundo, se dice algo completamente correcto
una vez que se lo entiende con propiedad. Puesto que el estado es la
organización del poder más alta de la tierra, tiene poder sobre la vida
y la muerte. [...] Cometemos un error, sin embargo, cuando hablamos
sólo, de él y no de la nación”. 24 Este párrafo sugiere que el estado es
indudablemente geselbchaftlich, y que la mejor forma de tomar los as
pectos que parecen refutar esta caracterización es considerarlos referi
dos no al estado como tal sino a una realidad más amplia (ya se quiera
o no seguir a Weber al designarla como “la nación”). En este argu
mento, el estado es una máquina deliberadamente construida y fun
cionalmente específica, pero que apela a y moviliza sentimientos y
emociones más profundos y exigentes en la medida en que atiende a
una realidad más incluyente y menos artificial.
24 Citado por Mommsen en Max Weber und die deutsche PoüriJc.. op. cit., p. 216.
150
en dichas nociones se distinguen tres tipos básicos, que caracterizan
respectivamente la legitimidad tradicional, la carismática y la legal
racional. Sólo la última es apropiada para el estado moderno. En este
tipo, a las directivas individuales se asocia una pretensión a la obe
diencia con motivaciones morales, en virtud del hecho -comprobable
mediante el razonamiento jurídico- dé que aquéllas se emiten dé con
formidad con normas generales válidas. A su vez, la validez de éstas se
basa en que se han elaborado de acuerdo con reglas de procedimiento
incorporadas a la constitución del estado.25
Así, el ideal moral que en última instancia legitima al estado mo
derno es la domesticación del poder a través de la despersonalización
de su ejercicio. Cuando el poder se engendra y regula mediante leyes
generales, la posibilidad de que se ejerza arbitrariamente se minimiza;
consecuentemente minimizado está el elemento de sometimiento
personal en las relaciones de los individuos en general con quienes
ejercen las facultades de gobierno, dado que éstos sólo lo hacen como
ocupantes de puestos determinados y legalmente controlados. En el
fondo, en sus relaciones políticas los individuos no se obedecen unos
a otros sino al derecho.
La relación del estado moderno con el derecho es particularmente
estrecha. Ya no se lo concibe como un montaje de reglas jurídicas
consuetudinarias, desarrolladas desde tiempos inmemoriales, o como
prerrogativas e inmunidades tradicionales sostenidas corporativa
mente; tampoco como la expresión de principios de justicia que se
basan en la voluntad de Dios o los dictados de la “Naturaleza” a los
cuales se espera que el estado simplemente preste la sanción de sus
poderes de promulgación. El derecho moderno es, en cambio, un
cuerpo de leyes en vigor; es derecho positivo, dispuesto, conformado y
validado por el estado mismo en el ejercicio de su soberanía, princi-
151
pálmente a través de decisiones públicas, documentadas y en general
recientes.26
De hecho, de acuerdo con algunas interpretaciones decimonónicas
(y de principios del siglo XX), hay una relación de casi identidad entre
el estado y su derecho. Las áreas libres de éste sólo se permiten en
unas pocas actividades estatales, particularmente en referencia a inte'
reses estrictamente políticos (seguridad externa, el mantenimiento
del orden público) o a consideraciones estrechamente prácticas y no
normativas de necesidad o conveniencia en la administración; pero
estas mismas áreas deben ser especificadas y circunscriptas por la ley.
En cualquier caso, dentro del sistema de gobierno el derecho es el
modo estándar de expresión del estado, su lenguaje mismo, el medio
esencial de su actividad. Se puede visualizar al estado como un con
junto legalmente dispuesto de órganos para la creación, aplicación y
promulgación de leyes.
La teoría y la práctica legal continental consideran que este último
aspecto de la relación del estado con el derecho está encamado en la
primera mitad de la división convencional del derecho estatal entre
derecho público y privado (aunque todo derecho es derecho estatal).
Como lo sugerí en la sección anterior, el estado está constituido y
funciona como una organización formal; dentro de él, los individuos y
sus decisiones representan y actualizan las competencias y facultades
de órganos y cargos. Pero para que así suceda, normas generales deben
establecer y regular dichas competencias y facultades y las operacio'
nes que las expresan. La preocupación constante del estado por la
coordinación y dirección de sus propios actos requiere una vez más la
formulación y promulgación de reglas generales que definan normas
para esos actos, expongan las consideraciones pertinentes, etcétera.
Como resultado de este proceso indispensable de elaboración de re-
glas, prescripción de directivas, establecimiento de criterios y dictado
152
de orientaciones para la acción, se da origen a un vasto cuerpo de dere
cho público: “El derecho es técnicamente (no siempre políticamente)
la forma más acabada de dominación, dado que de manera caracterís
tica y a largo plazo hace posible la más precisa y efectiva orientación
y ordenamiento de la actividad política, y el cálculo y la imputación
más seguros de la conducta que constituye y actualiza el poder del es
tado”.27
La otra mitad de la división, el derecho privado, no da directivas
para el funcionamiento de los órganos estatales sino que, más bien, fi
ja marcos para la actividad autónoma de individuos que procuran sa
tisfacer sus propios intereses privados. En la medida en que los
individuos consideran beneficioso entablar relaciones recíprocas, el
estado, a través de la legislación, proporciona los medios con los cua
les, en caso necesario, aquéllos pueden garantizar el interés en cues
tión con el recurso al aparato judicial y de ejecución de las leyes del
estado. Al tomar esas disposiciones, el estado determina (en general,
y a primera vista con imparcialidad) qué clases de intereses son dig
nos de su apoyo. Establece las condiciones en que puede procurarse la
satisfacción de esos intereses -por ejemplo, el grado de madurez men
tal y conciencia requerido para que el individuo pueda comprometer
sus recursos, las normas de buena fe que deben observarse en las tran
sacciones y las formalidades exigidas para que éstas sean valederas- y
las consecuencias que se derivarán de las transacciones implicadas en
esa búsqueda. Por otra parte, el estado fija los deberes y las prerrogati
vas que se siguen de la propiedad de bienes y otros derechos, o de
condiciones como la de esposo, heredero o tutor.
En la medida en que cumplen las condiciones fijadas en términos
generales por esas leyes, se dice que los individuos tienen derechos,
deberes y obligaciones: pueden producir o deben someterse a determi
nadas modificaciones en sus relaciones mutuas. Las reglas antes indi
153
cadas, y otras que las complementan, expresan evidentemente la au-
toridad del estado frente a sus ciudadanos; pero están concebidas para
apoyar y controlar la búsqueda individual de la propia ventaja al ha
cer precisas y predecibles las relaciones con otros individuos y por lo
tanto transparente, calculable y no coercitiva la interacción de “cola
boradores antagónicos”.
Garantías constitucionales
154
una garantía tanto de sus derechos contra el abuso como de sus inte-
reses legítimos contra la inobservancia de los órganos públicos.
Habermas clasifica del siguiente modo los derechos que las consti
tuciones del siglo XIX y normas similares atribuyen más frecuentemen
te al individuo: derechos correspondientes a la esfera de lo que llama
“el público raciocinante” (libertad de expresión, opinión, reunión,
asociación) y a las prerrogativas políticas de individuos privados (de
rechos electorales, derechos de petición, etcétera); derechos que
constituyen el estatus de un individuo como una persona Ubre (invio
labilidad de su residencia, su correspondencia, etcétera; prohibición
de las transacciones que disponen de la libertad personal); y derechos
referentes a las transacciones de poseedores de propiedad privada en
la esfera de la sociedad civil (igualdad ante la ley, libertad con respec
to al control, protección de la propiedad privada, protección de los
derechos de herencia, etcétera).28
Ahora bien, estos derechos tenían implicaciones más positivas que
la en cierto modo negativa de limitar el poder del estado a la elabora
ción de leyes.29* Esta última significación surgía de la intención de
comprometerlo legalmente con sus propias leyes, algo muy diferente de y
no fácilmente de conformidad con el aspecto antes señalado de que el
155
derecho era el lenguaje mismo del estado, el principal medio de su
funcionamiento. Puesto que esa noción entrañaba que el estado pu
diera “hablar” o producir absolutamente cualquier derecho; y lo peli
groso desde el punto de vista liberal era precisamente esa mutabilidad
intrínseca del derecho.
Pero poner límites legalmente válidos al derecho positivo era lógi
camente imposible. La constitución podía “obligar” a la legislación
normal, y esta última establecer salvaguardas de los derechos (públicos
y privados) de los ciudadanos; pero la constitución misma, por más
elevada que fuera, era un elemento de legislación positiva, y como tal
inherentemente modificable cualesquiera fuesen las restricciones. Para
enfrentar este dilema, los teóricos jurídicos usaron varios artificios, por
ejemplo ideas extraídas de la noción de derecho natural (como la exis
tencia de derechos del hombre anteriores a y por encima de los del ciu
dadano), o interpretaciones de la elaboración constitucional que
recordaban la teoría del contrato social. Pero estos intentos de solu
ción se contraponían al temperamento predominantemente secular e
interesado en el progreso de la época, que en el “positivismo legal” ha
bía celebrado una victoria sobre las teorías del derecho natural y el
contrato social. Además, estas últimas tenían implicaciones igualita
rias que las hacían un arma de uso inconveniente para la burguesía.
En última instancia, hasta un pensador tan vigoroso y lúcido como
Georg Jellinek (estrechamente asociado a Max Weber en Heidelberg
a fines del siglo XIX, y un destacado teórico del derecho público) se li
mitó a declarar su firme convicción -aunque no con argumentos sa
tisfactorios- de que el estado estaba en realidad limitado por y a su
propio derecho y tenía que respetar ciertos derechos del ciudadano.30
En los párrafos siguientes, he subrayado los lugares en que la debilidad
de su razonamiento me parece particularmente evidente.
30 Véase C. Roehrssen, “II diritto pubblico verso la ‘teoría generale’. Georg Jelli
nek”, en G. Tarello (comp.), Materiali per una storia della cultura giuridica, op. cit., vol.
6, pp. 291 y siguientes.
156
El derecho penal no da simplemente instrucciones al juez; el derecho
tributario no da simplemente instrucciones al inspector impositivo.
Entrañan una seguridad dada a los sujetos en el sentido de que esas le
yes se respetarán. Todas las normas crean una expectativa de que, a
menos que exista una ra^ón legal válida para su suspensión, serán cumpli
das [por los funcionarios públicos]. [...] Sin esa seguridad, el individuo
no podría calcular sus propios actos y sus consecuencias. [...] Cuando
crea el derecho, el estado se obliga frente a los sujetos a aplicarlo e
imponerlo.
Las personalidades (ya sean individuos o grupos) que actúan den
tro del estado poseen derechos que les son propios, no a discreción
del estado soberano ni como una concesión de éste, y tampoco como
sus delegados. Poseen sus derechos porque, como personas, se las consi
dera portadoras de derechos, una calidad cuya eliminación está comple
tamente al margen del verdadero poder del estado.31
Como muestra esta última frase, la garantía definitiva del respeto del
estado por los derechos del individuo, como no puede ser ni jurídica (si
debe evitarse el razonamiento circular) ni metafísica (dado que tienen
que descartarse el derecho natural y construcciones similares), debe ser
sociológica; de allí la referencia al “verdadero poder” del estado. No
hay nada de malo en ello, salvo que la de Jellinek es una sociología muy
pobre: de hecho, está íntegramente dentro del “verdadero poder” del
estado tratar a los individuos de otra forma que como portadores de
derechos. Esto era notorio en los sistemas de gobierno anteriores al si
glo XIX, de los cuales Jellinek sabía mucho- No obstante, pasó por alto
esa evidencia, presuntamente porque no consideraba esos sistemas co
mo estados “propiamente dichos”. Parece haber percibido (aunque no
pudo sostenerlo satisfactoriamente) que el estado, en cierto modo por
su naturaleza misma y tal como había llegado a una realización plena a
fines del siglo XVIII y el siglo XIX, era incapaz de hacer ciertas cosas.
157
Volvamos ahora brevemente al problema de la legitimidad, con el
cual comenzamos esta sección. Cuando se refiere a la tipología de la
legitimidad de Weber, Cari Schmitt sostiene que el énfasis del estado
moderno (y Weber) en la legalidad -es decir, en la observancia de nor
mas de procedimiento expresas para la formación y ejecución de las
decisiones estatales- no encama tanto un tipo distintivo de legitimi
dad (como creía el mismo Weber) sino que prescinde de la legitimi
dad propiamente dicha, la suplanta.32 De acuerdo con Schmitt, la
idea misma de legitimidad se refiere a cierta idea de bondad moral, a
cierto ideal sustantivo intrínsecamente válido y dominante que de al
gún modo transmite validez a las directivas individuales a las que se
considera sus reflejos; en tanto que las normas de procedimiento que
supuestamente validan las directivas en la “legitimidad legal racional”
son puramente formales y no poseen ni pueden transmitir ninguna
rectitud intrínseca, y por lo tanto ninguna auténtica legitimidad, a di
rectivas fundadas en última instancia en ellas. (Podría aducirse que el
mismo Weber aceptó esto cuando distinguió entre racionalidad legal
formal y material, y consideró que sólo la primera era característica de
los sistemas legales modernos.)
Hay que admitir que la argumentación de Schmitt tiene cierta
fuerza. No obstante, me parece que dentro de la cultura occidental,
en todo caso, el principio de la despersonalización del poder -que se
gún sugerí está implicado en la noción weberiana de la legitimidad le
gal racional- posee efectivamente una significación moral distintiva,
y por ello es una verdadera, aunque quizás débil, fuerza legitimadora.
Lo mismo ocurre con la noción, encamada en la característica prefe
rencia liberal por las decisiones colectivas surgidas de la confronta
ción pública de opiniones en un debate abierto, de que en la medida
de lo posible el derecho debería ser el producto de la ratio (razón) más
158
que de la voluntas (voluntad). Esto implica una concepción moral dis
tintiva según la cual, en palabras de Hegel, se hace que la validez del
derecho se base “ya no en la fuerza, ni primordialmente en los usos y
costumbres, sino en las intuiciones y los argumentos”.33
En las primeras fases del desarrollo del estado moderno, como hemos
visto, el tema primordial del proceso político interno fue la cinchada
entre centros de poder autónomos (individuales o corporativos, secu
lares o eclesiásticos) con respecto a la extensión y seguridad de sus
respectivas prerrogativas e inmunidades jurisdiccionales.
A raíz de los logros del absolutismo, el estado decimonónico parece
haber zanjado esta cuestión política con la institucionalización del
principio que antes llamamos “unidad” o “soberanía interna”. Ahora,
el problema político principal pasa a ser el contenido y dirección de
los poderes de gobierno monopolizados por el estado, en especial en
lo que se refiere a la distribución del producto nacional y el control
de los medios de su producción. En la sección siguiente dividiré esa
cuestión en una serie de partes integrantes; aquí, sin embargo, quiero
señalar algunos rasgos generales del proceso político interno en el es
tado del siglo XIX.
“Civilidad”. El gobierno siempre implica el control sobre los medios
de coerción. En comparación con otros sistemas de gobierno, el esta
do del siglo XIX construye este aspecto mediante el fortalecimiento de
su monopolio de la coerción legítima y haciéndola técnicamente más
sofisticada y formidable. Sin embargo, también la diferencia y la sepa
ra de otros aspectos del proceso político interno, lo que da como re
sultado que éste se vuelva más “civil”.
159
Dentro del cada vez más vasto y ramificado aparato estatal, sólo
dos sectores del poder ejecutivo -los militares y la policía- siguen
estando directamente encargados de la coerción. Pero las decisiones
clave acerca de su organización y finaneiamiento y sobre el desplie
gue de su poderío se confieren a otros órganos (legislativo, ejecuti
vo). De tal modo, la coerción legítima se convierte en un aspecto
del gobierno menos difuso, penetrante y visible y más controlado y
especializado. (Para el caso, en la vida social en general puede ob
servarse una reducción similar de la preponderancia de la coerción.
El modo capitalista de producción, en particular, no implica su uso
directo.)
Otra manifestación de la “civilidad” es la adopción generalizada,
en todo el sistema de estados con centro en Europa, de formas más
humanas de procesamiento y castigo penal. Por otra parte, en condi
ciones normales, las formas violentas de expresión política se hacen
menos frecuentes. A ejemplo de Inglaterra, muchos estados institu
cionalizan la oposición a la conducción política actual o a las políti
cas vigentes, y hacen que la ocupación de muchos puestos políticos
sea objeto de una competencia regulada y pacífica. Los “derechos pú
blicos” antes analizados hacen posible el disenso organizado, y la eli
minación constitucional de ciertas cuestiones de la arena política -en
particular las religiosas, que en el pasado habían sido muy incendia
rias- reduce el alcance y la intensidad de ese disenso.
Los órganos legislativos, que normalmente actúan como el asiento
visible de la soberanía del estado, funcionan en esencia como “ámbi
tos discursivos” con regías elaboradas y formales para ordenar el deba
te; participan en ellos cada vez más miembros de las clases profesional
y empresaria, en su mayoría hombres de disposiciones pacíficas. Tanto
aquí como aún más en los órganos administrativos, quienes negocian
los asuntos cotidianos del estado son en su mayor parte hombres con
capacitación en el derecho. Así, esos asuntos son encarados en gene
ral de una manera sobria y discursiva; el estado se maneja cada vez
más sobre la base de juicios prácticos y un razonamiento sofisticado y
160
capacitado, y cada vez menos sobre la base de la fuerza, la pompa ce
remonial.y el despliegue bélico.
En contraposición a esta civilidad interna, hay que recordar que las
guerras libradas entre los estados se vuelven más y más masivas y san
grientas; por otra parte, su desencadenamiento despierta y expresa, en
círculos cada vez más amplios de la población, pasiones de una feroci
dad inusual y alarmante. Además, en las dependencias coloniales que
constituyen una parte integrante del sistema productivo de muchos es
tados occidentales, la coerción sistemática y brutal desempeña un papel
abierto y directo, no sólo para mantener sometidas a las poblaciones
nativas sino para explotarlas económicamente. Por último, interna
mente los estados a veces despliegan abierta y duramente su potencial
de coerción, en particular cuando la disidencia política o la resistencia
a la explotación de estratos subalternos parecen amenazar la distribu
ción interna del poder político y económico. En tales circunstancias, a
menudo se viola incluso la distinción entre las fuerzas militares y poli
ciales; se convoca al ejército para romper huelgas, sofocar disturbios y a
veces encargarse de la vigilancia de regiones enteras.34
Multiplicidad de focos. Aunque unitariamente constituido, el estado
decimonónico también se articula en muchos órganos y cargos, con
variadas competencias e intereses. De tal modo, el proceso político se
diferencia consecuentemente; pasa a concentrarse en una serie de ór
ganos, capas de regulaciones, cuestiones, cuerpos organizados de opi
nión y conjuntos de intereses colectivos. Los numerosos nudos y
empalmes de la estructura del sistema ofrecen muchos puntos de en
trada al proceso.
Con la esperanza de ejercer influencia sobre la formulación de los
rumbos de acción, sectores progresivamente más amplios de la pobla
ción comienzan a participar en el proceso político; y su creciente par
ticipación, a su vez, genera muchos alineam ientos, a menudo
161
superpuestos. Por ejemplo, el conjunto de intereses, perspectivas y
personas que compiten por el poder y la influencia en el nivel nacio
nal generalmente difiere de los que lo hacen en los niveles regional o
municipal. Los alineamientos de opinión en tomo de cuestiones de
política exterior con frecuencia atraviesan los centrados en las políti
cas fiscal, de bienestar social o educativa.
Apertura. Hemos visto que en las primeras etapas del desarrollo del
estado era típico que individuos y cuerpos proclamaran sus pretensio
nes tradicionales a tomar parte en el proceso político, y que articularan
sus demandas principalmente mediante la apelación a privilegios con
sagrados por el tiempo. Así, sus luchas, por más persistentes y ásperas
que fueran, se llevaban adelante con el supuesto de que había existido
en el pasado y podía restablecerse en el presente una condición de
equilibrio entre los diversos privilegios y pretensiones.
Ningún supuesto de esa naturaleza se aplica al estado decimonóni
co. Aquí la empresa política se negocia (continua y públicamente)
por referencia no a prerrogativas tradicionales, diferenciadas y autó
nomamente sostenidas de las partes, sino al potencial abierto del po
der unitario del estado, una entidad cabalmente secular capaz en
principio de una elaboración, definición y expansión indefinidas. Co
mo también hemos visto, el derecho positivo, el lenguaje mismo del
estado, es intrínsecamente modificable y puede orientar y autorizar
una variedad indefinida de actos de gobierno.
Consecuentemente, el proceso político comenzó a orientarse hacia
objetivos abstractos y siempre lejanos: fuera la promoción del poder del
estado en el concierto de las naciones, el bienestar del pueblo o la bús
queda individual de la felicidad. En nombre de estos objetivos (según se
definen y ajustan mutuamente a través de la competencia política), es
legítimo hacer cambios en cualquier momento en el equilibrio de los
intereses individuales y colectivos.
Aun si se deja a un lado el carácter dinámico de la sociedad a la
que complementa, un sistema político tal siempre debe generar, por
necesidad, nuevos temas para el interés público y la acción perento
162
ria. Por consiguiente, tiende a exigir para su funcionamiento recursos
siempre nuevos, y nuevas facultades e instrumentos de gobierno a
aplicar a sus fines abiertos.
Controversia. Lo que acabo de llamar apertura no es una peculiari-
dad del estado decimonónico; como lo muestra el Anc/en Régime de
Tocqueville, ya era claramente evidente en la Francia de fines del ab
solutismo, con su urgencia constante por ampliar los límites de la ac
ción estatal, para regular aspectos y áreas siempre más nuevos de la
actividad social. Sin embargo, el “anoten régime” era semidespótico.
No existía un foro constituido para la discusión y el control públicos
de la acción estatal, que recibía todos sus impulsos desde arriba. El es
tado del siglo XIX, por otro lado, se construye de una forma que no só
lo permite sino que exige el debate público, la confrontación de
opiniones. El conflicto, aunque limitado; la controversia, aunque re
gulada: éstos son los rasgos no incidentales sino esenciales para el fun
cionamiento del sistema político.35
L a centralidad de las instituciones representativas. Muchas de las ca
racterísticas ya analizadas -por ejemplo la importancia clave del dere
cho y el papel de la controversia en su form ación- encuentran
expresión en la posición central de las instituciones representativas en
el proceso político del siglo XIX. Naturalmente, lo que llamo “centrali
dad” es una cuestión de grado, y por lo tanto de conflicto. El parla
mento, desde luego, es más central para un sistema parlamentario de
gobierno que para un sistema presidencial o uno donde la confianza
personal de un monarca, y no la composición política de la legislatura,
decide quién encabezará el ejecutivo. No obstante, es necesariamente
en el parlamento (no importa cómo esté organizado) donde se crean
las leyes; por otra parte, representa el ámbito público por excelencia,
no meramente como un foro para la discusión sino como la sede de
vitales procesos de toma de decisiones.
163
El parlamento debe mediar entre la “variedad” de las opiniones in
dividuales (a cada una de las cuales los “derechos públicos” aseguran
alguna expresión) y la necesidad de directivas unívocas y generales
para resolver y reducir su diversidad. Para hacerlo, el parlamento no
puede funcionar simplemente como un reflejo condensado de la dis
tribución de la opinión entre el público; también debe simplificar esa
distribución, concentrarla en determinadas cuestiones y generar ali
neamientos, mayorías y oposiciones. Al mismo tiempo, debe “aco
plar” y “desacoplar” la sociedad y el estado: la primera como el lugar
donde los individuos privados se forman y expresan libremente pun
tos de vista y preferencias, el segundo como una máquina para formu
lar y ejecutar directivas obligatorias.
Con este fin, se considera que cada miembro del parlamento está
provisto de un mandato abierto que no surge de los votantes indivi
duales y ni siquiera de todo su distrito electoral, sino del público polí
ticam ente significativo en general. Se espera que se una a un
alineamiento relativamente estable de colegas de similar opinión, y se
da por sentado que con este objetivo tendrá que restar importancia a
algunas de sus perspectivas personales y atribuirla a otras que el ali
neamiento sostiene en común. Con el mismo fin, la mayoría de los
parlamentos tienen una duración fija o en todo caso relativamente
larga con una composición dada, con el objeto de permitir que los
miembros se distancien de los movimientos demasiado fluidos de la
opinión entre el público en general y que o bien los “encabecen” o
bien “se rezaguen” con respecto a ellos. Este espectro de opiniones y
voluntades políticas representadas por el parlamento es necesaria
mente más estrecho que el existente entre el electorado; lo reducen
aún más los compromisos y alianzas, y sobre todo la tendencia a que
las controversias dentro de él se concentren en la formación de una
mayoría, en el contraste entre los “oficialistas” y los “opositores”.
De todas estas maneras el parlamento adquiere autonomía frente al
público en general, y mantiene o procura obtener la primacía con res
pecto al ejecutivo. El parlamento es central para el sistema porque no
164
transmite simplemente los impulsos políticos que se originan en otras
partes; produce impulsos políticos con el procesamiento de las orienta
ciones del electorado al que representa. También es central en el he
cho de que, al comentar y criticar los actos del gobierno y los
desarrollos sociales en curso, retroalimenta con información al electo
rado y con ello aumenta la conciencia de la gente sobre las cuestiones
públicas, así como las decisiones que éstas dejan abiertas y las cargas y
oportunidades que implican. Por último, es central porque y en la me
dida en que forma y selecciona lideres, individuos capaces de formular
problemas, proyectar soluciones, proclamar y formar la opinión públi
ca y asumir responsabilidades.36
36 Una vez más, esta importancia potencial del parlamento es una preocupación
central del pensamiento político de Max Weber, como lo muestra Mommsen en Max
Weber und die deutsche Poütífc...
165
perfilada y ejemplar, ya que implica problemas de alianzas, aranceles,
armamentos y ritmos y direcciones de la expansión colonial. Estas
son, en rigor de verdad, las cuestiones centrales del sistema de estados
del siglo XIX, y provocan su desastroso colapso en 1914-
La “cuestión social”. En el siglo XIX, esta expresión designaba un
conjunto de problemas surgidos de la comercialización e industrial iza*
ción de las economías nacionales. Concernía a fenómenos tan dispa
res como la presión demográfica; la proletarización de las capas
subalternas; las epidemias urbanas; la criminalidad; la indigencia; los
accidentes industriales; la descristianización masiva; el crecimiento
del, sindicalismo organizado y el socialismo; el analfabetismo; el “vi
cio” en la forma de prostitución, delincuencia juvenil, ilegitimidad,
alcoholismo, etcétera; el desarraigo social y la subversión política; y
las huelgas y la desocupación.
De ningún modo se aceptaba universalmente que todas esas cues
tiones (y ni siquiera una de ellas, según algunas corrientes de opi
nión) fueran políticas, en el sentido de que para su solución debían
aplicarse acciones estatales distintas de las meramente policiales. Pe-
ro, como veremos en el capítulo siguiente, varios de estos problemas
quedaron progresivamente encerrados en el proceso político, en gran
medida por (1) la concesión de derechos políticos a grupos que espera
ban que el estado se ocupara de tales cuestiones, (2) el surgimiento re
sultante de la noción de derechos “sociales” de ciudadanía, y (3) el
hecho de que el estado se atribuyera alguna responsabilidad en el mejo-
ramiento de los fenómenos en cuestión. Pero las decisiones implicadas
en esta prolongada evolución se discutieron áspera y ampliamente.
Dentro de la compleja historia de las relaciones entre el liberalismo,
la democracia y el socialismo en el siglo XIX, muchas cosas giraron en
torno de ellas.
Cuestiones de administración económica. La acción estatal concer
niente a la “cuestión social’* tal vez pueda considerarse como el aspec
to más dramático y visible del papel que desempeñó en la última
parte del siglo XIX en el sostenimiento y promoción del capitalismo y
166
la distribución del producto nacional entre varios intereses preten
dientes. Otro conjunto de temas menos conspicuos, referidos esen
cialmente al mismo problema, podría clasificarse como “cuestiones de
administración económica”.
La razón por la cual estos temas (y la acción estatal concomitante)
fueron menos conspicuos es doble. Primero, a través de la mayor parte
del siglo XIX, en la mayoría de los estados la acción pública sobre estas
materias consistió en gran medida en la construcción y administra
ción de marcos legales, fiscales, monetarios y financieros para el fun
cion am ien to au tón om o y autorregulado de los m ecanism os
distributivos constituidos por los mercados de tierras, trabajo y capi
tal. Segundo, el estado cumplió un papel positivo, pero una vez más
relativamente no obstructivo, en la acumulación y reproducción de
capital y en la moderación de los desequilibrios económicos que el
sistema del mercado no podía controlar adecuadamente. Este segundo
tipo de acción implicó cosas tan diversas como la concesión de tierras
a las empresas ferroviarias; la flotación y el servicio de la deuda nacio
nal; la erección de barreras arancelarias; el otorgamiento de patentes
y prerrogativas corporativas a las compañías; el financiamiento públi
co de grandes emprendimientos industriales; la represión, contención
o regulación de los sindicatos y las negociaciones colectivas; y el res
paldo diplomático, militar y financiero, abierto o encubierto, a las
empresas coloniales.
Podría aducirse que los cuatro tipos de cuestiones que hemos anali
zado en esta sección representan para el estado decimonónico el lega
do de diferentes fases de su desarrollo histórico. En cierto sentido, las
cuestiones constitucionales proyectan en el marco unitario del estado
del siglo XIX las disputas sobre la asignación de poderes independien
tes de gobierno que hemos visto librarse muy activamente bajo los sis
temas de gobierno feudal y standisch. Las cuestiones de política
exterior giran en tomo de las implicaciones que tenía para el estado
decimonónico el sistema de estados consagrado originalmente por la
Paz de Westfalia. Y podemos ver las cuestiones que llamé de adminis
167
tra c ió n e c o n ó m ic a c o m o el legad o del m e rca n tilism o ab so lu tista,
aunque m odificado y disfrazado p or la teo ría y la p rá c tica liberales
prevalecientes e n el siglo XIX.
Sin embargo, los problemas que constituyen la “cuestión social”
son casi totalmente nuevos en su multiplicidad, imposibilidad de
abordaje y significación política. De hecho, en gran medida son co
locados en la agenda del estado por obra del modo capitalista de pro
ducción, cuando ingresa en su fase industrial avanzada; con ello,
reflejan la influencia siempre creciente de ese modo de producción
sobre la totalidad de la vida social durante el siglo XIX. En realidad,
puede considerarse que el predominio del modo capitalista de pro
ducción dicta en gran medida la forma en que se formulan todos los
otros tipos de cuestiones, al mismo tiempo que limita su espectro de
soluciones posibles. Los problemas de administración económica, en
todo caso en los estados donde el capitalismo alcanzó su fase indus
trial relativamente pronto, tenían que confrontarse dentro del marco
establecido por las instituciones de la empresa privada y el mercado,
y por la lógica de la acumulación capitalista; estos elementos ex-
cluían necesariamente el énfasis mercantilista en los metales precio
sos, la empresa estatal y la regulación autoritaria de las actividades
comerciales. La naturaleza privada de los intereses económicos domi
nantes y su aparente relación no coercitiva con los subalternos, fijó
límites a las luchas constitucionales; éstas, como lo he indicado, se
desarrollaron por consiguiente como una competencia por ei acceso
a y la influencia sobre los órganos del poder estatal (unitario), y no
asumieron la forma de pretensiones abiertas a la apropiación de pre
rrogativas políticas. Por último, las tensiones interestatales se mode
ran hasta cierto punto, y se agudizan más allá de él, al concentrarse
en la competencia, entre centros metropolitanos de acumulación de
capital, por los mercados y recursos de zonas no estatales o pseudoes-
tatales del mundo.
Pero si es cierto, como he sugerido, que el modo dominante de
producción configuró en alto grado la agenda misma de la acción es-
168
w
^
169
Capítulo VI
171
propio interés (típicamente a través de acciones judiciales), no es
asunto individual sino del estado. Puesto que, como lo hemos visto,
en el estado moderno los individuos no pueden ejercer como tales po
deres de gobierno unos sobre otros, y deben reconocerse recíproca-
mente como jurídicamente libres e iguales. Sus relaciones mutuas son
incesantemente estructuradas y desestructuradas por los múltiples im
pactos de sus decisiones y expresiones interesadas de preferencias a
través de las operaciones neutrales y automáticas del mercado y los
foros de opinión e inclinaciones.
Para los individuos así concebidos, la activación de sus capacidades
públicas en contraposición a las privadas -e l paso de los intereses del
homo ceconomicus a los del ciudadano- constituye una reorientación
radical del yo, una ardua proeza de autotrascendencia. Para hacerla
posible, como hemos visto, complejos y sofisticados dispositivos polí
ticos “acoplan” y “desacoplan” a la vez la sociedad y el estado. Toc-
queville afirmó haber visto a los estadounidenses realizar esa proeza
con frecuencia y facilidad, en especial mediante la participación en
asociaciones cívicas voluntarias.1 Y podría sostenerse que dentro de la
esfera de la sociedad misma la creciente diferenciación institucional
exigió de la mayoría de los individuos, de manera cotidiana, cambios
de rol de una magnitud casi comparable. La transición del hombre de
negocios codicioso al padre o esposo devoto, por ejemplo, fue casi tan
radical como la del hombre de negocios al miembro de una organiza
ción cívica.
Marx, sin embargo, no estaba muy equivocado en su obcecada sos
pecha de que el deber impuesto a los miembros de la “sociedad civil”
de que periódicamente experimentaran “éxtasis”2 -que sublimaran sus
intereses mundanos y egoístas a fin de actuar como ciudadanos- era a
1 Véase, por ejemplo, Dcmocracy in America (Londres, 1969), vol. 2, p. 698 [La de
mocracia en América, México, Fondo de Cultura Económica, 1957],
2 K. Marx, Earty Writings (Harmondsworth, Ing., 1970), p, 181.
172
ir
173
cieran los intereses de los grupos propietarios.3 Los rasgos distintivos
del derecho moderno como cuerpo de normas expresas, sostiene Ha-
bermas, reflejan las preferencias morales y culturales específicas de la
burguesía: dichas normas autorizan un ámbito libre para la “introspec-
ción” burguesa porque son externas, para su individualidad porque
son generales, para su subjetividad porque son objetivas, y para su ca-
rácter concreto porque son abstractas.4
En suma, en opinión de Habermas, como en otras interpretaciones
críticas de la distinción estado/sociedad inspiradas en Marx, los prin
cipios institucionales del estado son instrumentales para el predomi
nio de clase burgués dentro de la sociedad; las estructuras políticas
son primordialmente sensibles a las exigencias del modo capitalista de
producción, y expresan y ocultan al mismo tiempo la subordinación
funcional del poder político al poder económico.5 Tales argumentos
me parecen correctos pero un poco parciales. Después de todo, la dis
tinción estado/sociedad no se originó en la relación entre el poder polí
tico y el económico. Había encontrado una expresión fundamental
anterior en la lenta pero inexorable separación del estado occidental
3 A. Gouldner, The Corning Crisis o f Western Sodoíogy (Nueva York, 1970), pp.
304-313 [La crisis de la soáofogía occidental, Buenos Aires, Amorrortu, 1973], ofrece
una excelente exposición de este aspecto.
4 J. Habermas, Strw/uurwarKÍel der ÓffendichUeit, op. cit., pp. 74-75. Mi deuda con
este libro (y con otros escritos de Habermas) es particularmente considerable en las
primeras secciones de este capítulo. El lector podría advertir, sin embargo, que algu
nos de los planteamientos de Habermas han sido controvertidos; véase, por ejemplo,
W. Jáger, Óffentlichkeit und Parlamentarismus: Eine Kritik an Jürgen Habermas (Stutt-
gart, 1973).
5 “Aunque idealmente la política se coloca por encima del poder del dinero, en
los hechos se ha convertido en su garante.” K. Marx, Frühe Schriften (Stuttgart,
1962), vol. 1, p. 483. Para una exposición general de esta posición, que destaca no
obstante hasta qué punto la naturaleza del modo capitalista de producción prohíbe el
otorgamiento directo de poder público a la clase capitalista como tal, véase U. K.
Preuss, Bildungund Herrschaft (Francfort, 1975), pp. 7-44.
174
con respecto a la(s) Iglesia(s) y el cristianismo por intermedio de la
tortuosa historia que conduce del cuius regio eius religio, a través de la
tolerancia religiosa y la libertad de conciencia, hasta el “estado secu
lar”. En esa historia, parecería que el papel crítico fue desempeñado
por la raison d’état y un desarrollo trascendente y autónomo de la con
ciencia religiosa y moral, y no por los intereses económicos. Las cues
tiones del credo y el culto, no las de la propiedad y los contratos,
habían sido las primeras en pretenderse “privadas” con respecto al es
tado, y era adecuado que éste las ignorara o protegiera imparcialmente.
No obstante, por más trascendental que hubiera sido, la dimensión
religiosa de la distinción estado/sociedad había puesto contra el estado
una fuerza social -e l cristianismo militante de la Reforma protestante y
la Contrarreforma católica- que pese a su vigor superficial era histórica
mente recesiva. Cuando más adelante esa distinción se institucionalizó,
la contrapartida del estado fue, en cambio, una fuerza en ascenso, intrín
secamente dinámica y vigorosamente expansiva, ya se la llamara Dine
ro, Economía, Mercado o Capital. Se puede reconocer que en la
historia de la “separación” entre el estado y la sociedad el aspecto reli
gioso había actuado antes y de manera independiente y significativa, y
aceptar no obstante el punto de vista marxista hasta el punto de admi
tir que el aspecto económico implicó para el estado mismo un desafío
mucho más serio. En tanto la religión, una vez separada de él, iba a en
frentarlo con pretensiones menguantes y cada vez más débiles, la eco
nomía capitalista estaba ampliamente en condiciones de dictar los
términos y determinar la significación de su propia separación.
Pata expresarlo de otra manera, bajo el capitalismo la economía no
opera dentro de la esfera societal simplemente como un “factor” entre
otros y coordinado con éstos; antes bien, subordina imperiosamente o
de lo contrario reduce la importancia independiente de todos los de
más factores, incluyendo la religión, la familia, el sistema de estatus,
la educación, la tecnología, la ciencia y las artes. El modo capitalista
de producción conquista una influencia cada vez más amplia y firme
sobre el proceso social en su conjunto; los “valores de cambio” expul-
175
san progresivamente a los “valores de uso”; todo tipo de intereses hu
manos se procesan a través del mercado y se someten a sus reglas. Pa
ra expresarlo con Marx, la “economía política” no constituye un
aspecto o fase sino “la anatomía” misma de la sociedad civil.6
Para ver qué desafío implicó esto para el estado, basta con señalar
que a menudo se había considerado (por ejemplo, en la tradición hege-
liana) que la misión social de éste involucraba la homogeneización y
hegemonía, por decirlo así, de una sociedad concebida como inheren
temente fragmentaria, atomizada y sin centro. No obstante, al haber de
hecho tanta “homogeneización y hegemonía” a cargo del sistema eco
nómico capitalista, ¿qué le queda por hacer al estado? ¿Le permitirá su
separación institucional con respecto a la sociedad suficiente influencia
para mantener su autonomía, o tal vez incluso para “devolver golpe por
golpe” y conquistar autoridad sobre el proceso económico mismo?
Estas preguntas sugieren dos contendientes que luchan por la supe
rioridad al mismo tiempo que cada uno mantiene una identidad sepa
rada y una base firme en su territorio distintivo. Sin embargo, la
imagen que desarrollo en este capítulo considera principalmente, an
tes bien, la progresiva compenetración de los dos territorios, el des
plazamiento y erosión de la línea que separa al estado de la sociedad.
Volveré a enunciar y sintetizaré conocidos argumentos, de acuerdo
con los cuales la diferenciación institucional entre los procesos socio-
culturales y económicos por un lado y los procesos políticos por el
otro, que fue característica de Occidente en el siglo XIX, ha dejado en
gran medida de actuar en nuestro propio siglo. Sin embargo, el estado
aún funciona en nuestra época dentro y a través de formas políticas y
jurídicas derivadas de la constitución liberal democrática decimonó-
176
nica; lo hace en la medida suficiente para disimular y limitar en parte
los cambios en la sustancia del proceso político, pero al mismo tiempo
modifica y distorsiona las formas mismas.7
En una próxima sección, tomaré como ejemplo de este último as
pecto el desplazamiento inexorable pero formalmente encubierto de
las legislaturas electas con respecto al centro del estado. Pero antes de
discutir esta consecuencia de la compenetración de los ámbitos políti
co y societal, debemos considerar una gama de fenómenos que pue
den verse como causas y/o manifestaciones de ese desarrollo.
177
el mantenimiento y la prosperidad del sistema capitalista fue la restric
ción del sufragio.8 Sin ese derecho electoral, dichos grupos se veían limi
tados al ejercicio de derechos civiles que no tenían una significación
política directa, o a formas anticonstitucionales de disenso político que
podían refrenarse mediante la policía y otros tipos de acciones represivas.
Una vez “filtrados” de este modo del proceso político los intereses in
compatibles, las instituciones públicas, y señaladamente el parlamento,
podían prestar atención a la solución de intereses contrapuestos como
los generados dentro del marco de las instituciones y valores capitalistas
burgueses.9 Por consiguiente, los derechos al voto y a los cargos oficia
les se restringieron a los hombres que poseían propiedades y/o califica
ciones educacionales. La justificación de ello se planteó en los términos
de que la aptitud para deliberar sobre asuntos característicamente públi
cos y políticos (directamente o a través de representantes) de una mane
ra ilustrada y crítica sólo podía atribuirse a individuos que tuvieran
intereses en el sistema del mercado: empresarios, profesionales, rentistas,
a lo sumo los trabajadores autónomos mejor establecidos. Para usar de
nuevo la imagen irónica de Marx, podríamos decir que para experimen
tar “éxtasis”, para saltar, por decirlo así, del propio pellejo privado al en
cumbrado foro donde una ciudadanía informada y de espíritu cívico
debatía cuestiones de importancia general, era necesaria una plataforma
segura en un hogar adecuado, con una familia debidamente constituida
y de manejo patriarcal, un patrimonio respetable, un capital para arries
gar o destrezas sofisticadas a las que darle un uso independiente.10
178
Poco importa si tomamos o no seriamente estos argumentos y sus
múltiples variantes en el pensamiento liberal. Lo importante es que
las mismas personas privadas de derechos políticos los tomaron en se
rio. Fue expresamente a fin de introducir en la arena política intereses
contrapuestos a los de la clase propietaria del capital y no fácilmente
“equilibrables” con ellos que procuraron obtener esos derechos, final
mente los conquistaron y los emplearon (con variados resultados) pa
ra aplicar el poder del estado a su condición y reducir o mejorar su
inferioridad económica.11 Por diversas razones, no pudo impedirse du
rante mucho tiempo que los estratos subalternos obtuvieran sus dere
chos y procuraran darles uso. Las crecientes necesidades fiscales y
militares del estado lo llevaban a comprometer a sectores cada vez
más grandes de las masas en una relación cada vez más directa con él;
y cierto grado de participación legítima en el proceso político del país
pareció una contrapartida adecuada a las cargas impuestas.12 Además,
la posesión por parte de las masas de derechos civiles básicos, que se
gún hemos visto era una necesidad del modo capitalista de produc
ción, dio a quienes estaban privados de derechos políticos un punto
de apoyo en la sociedad más general y un medio de tomar parte en
“actividades públicas” con el fin de obtenerlos.13 De manera similar,
una tecnología industrial cada vez más sofisticada hizo que al menos
una alfabetización básica fuera un requisito de la fuerza de trabajo; pe
ro el establecimiento resultante de sistemas de educación pública
179
constituyó una invasión de la línea estado/sociedad y aumentó la ap
titud de los trabajadores para organizarse y movilizarse. Por último,
donde existía aunque fuera un sistema rudimentario de partidos que
implicara la competencia por los votos, los “opositores” se vieron lle
vados con frecuencia a promover la ampliación del electorado a fin
de ser recompensados en las elecciones por los recientes beneficiarios
de derechos políticos.14
La existencia del “ámbito público” liberal, donde podían debatirse
las cuestiones y formarse asociaciones entre individuos que compar
tían intereses y puntos de vista, fue utilizada no sólo por las clases más
bajas para agitar en favor de los derechos electorales sino por los acto
res económicos privilegiados y no privilegiados a fin de organizar coa
liciones que promovieran sus ventajas económica y de estatus. El
funcionamiento de estas coaliciones -típicamente sindicatos y asocia
ciones patronales- introduce elementos de coerción y “negociación”
en los procesos de distribución del producto social entre el trabajo y el
capital o entre diferentes sectores de cada uno. Esto, a su tumo, tiene
el efecto de modificar o suspender las reglas clásicas de acuerdo con las
cuales se supone que funcionan los mercados (a través de ajustes no
planeados y mecánicos entre millares de decisiones individuales). El
impacto de este desarrollo sobre la línea estado/sociedad puede verse
en el hecho de que las normas sobre asuntos tales como las negociacio
nes colectivas y la pertenencia a los sindicatos, junto con una abun
dante legislación referida al “bienestar social”, forman un cuerpo
(denominado derecho “laboral”, “industrial” o “social”) que está a hor
cajadas de la divisoria entre derecho privado y derecho público.
Por otra parte, esas mismas coaliciones u organizaciones represen
tan y movilizan intereses de tal magnitud que se toman capaces de
embarcar a diversos organismos estatales en un juego distintivo de po-
180
lítica de “presiones” o “intereses” jugado al margen del ámbito público
y sin la mediación del parlamento. De tal modo, se comprueba que in
tereses que a primera vista son puramente privados -dado que las orga
nizaciones en cuestión se forman y manejan en su mayor parte bajo la
autoridad del derecho consuetudinario, sin reconocimiento y control
públicos- activan u obstruyen políticas públicas que los afectan direc
tamente. Lo hacen con tanta efectividad que el estado constata con
frecuencia que va en su propio interés asociar a dichas organizaciones
a sus operaciones,15 nombrando a sus líderes para órganos que delibe
ran sobre políticas administrativas, consultándolos sobre la legislación
y contando con que llegado el caso disciplinen a sus miembros o con
tengan sus demandas a fin de asegurar el éxito de ciertas iniciativas
estatales.16 Además, de esta manera la distribución del producto so
cial a través de actos de gobierno (formalmente aún originada en la
soberanía indivisa del estado) se transforma ostensiblemente en la
cuestión clave del proceso político. Por consiguiente, en éste se da
abiertamente voz a intereses de naturaleza privada, o bien se permite
de modo encubierto que lo afecten, y a veces se les brinda la oportu
nidad de participar por sí mismos en acciones de hecho de gobierno.
15 Véase T. Lowi, The End o f Liberalism (Nueva York, 1969), cap. 4, para algunos
ejemplos estadounidenses de este fenómeno y una crítica de sus consecuencias.
16 C. Offe, Leistungspringp und industrielle Arbeit (Francfort, 1970), p. 13.
181
como otras pueden considerarse derivadas de desanollos del modo capi
talista de producción, en la estructura de las unidades de producción
dominantes, la distribución de la propiedad del capital, etcétera. En
particular, la tendencia a largo plazo hacia niveles más altos de capitali
zación de las empresas industriales produce, más o menos directamente,
varios efectos pertinentes para nuestra argumentación. Una serie de és
tos se dirimen a través de una estructura ocupacional cambiante. En es
pecial, una base industrial más avanzada exige una fuerza de trabajo
cada vez más diferenciada, alfabetizada, calificada y mejor motivada.
Como resultado, la composición de la fuerza de trabajo cambia y su cre
ciente nivel de educación incrementa su conciencia política y la lleva a
hacer cada vez más reclamos en favor de la acción del estado.
Aquí me gustaría concentrarme brevemente en los cambios ocupa-
cionales ocurridos dentro de los estratos de clase media: los tradício-
nalmente asociados con la burguesía en términos de estatus, estilo de
vida, concepción de sí mismos, preferencias culturales y orientación
política. El fenómeno clave es el desarrollo de una gran clase media
de empleados, cuya posición en el sistema de producción (aunque no
en el de consumo) llega a parecerse a la de la clase obrera manual. Es
te desarrollo tiene dos efectos. Primero, hace insostenible la autosufi
ciencia económica como requisito para poder votar, dado que como
resultado de ello grupos cada vez más grandes perderían los derechos
políticos; y ya hemos visto que la tendencia es la inversa: su conce
sión a un número creciente de individuos. Segundo, conduce a la cla
se media de empleados a imitar y superar a la clase obrera manual en
sus presiones sobre el estado para que proteja sus intereses “privados”.
A través de la acción estatal, procura preservar la seguridad económi
ca y posición social que ya no puede basar en la posesión de un patri
monio familiar (véase la “eutanasia del rentista” de Keynes) ni en la
aptitud de mantener su independencia al mismo tiempo que coloca
en el mercado servicios valiosos y sofisticados.
No obstante, aun cuando el estrato de empleados encuentre en el
mercado laboral una demanda suficiente para sus servicios, y aunque
182
sus ingresos les permitan mantener un nivel de vida de clase media,
todavía buscan en el estado, fuera del sistema del mercado, la satisfac
ción de sus aspiraciones de seguridad. Habermas delinea los resultados
a largo plazo de estos desarrollos de la siguiente manera, en un análi
sis de su impacto en la configuración institucional de la familia urba
na moderna:
183
familia de clase media hasta la familia occidental contemporánea en
su conjunto, y tienen un impacto consecuentemente más grande so
bre la línea estado/sociedad.
Efectos cualitativamente similares pero aún más masivos que los antes
mencionados pueden rastrearse en los cambios en las dimensiones y
estructuras de las unidades de producción dominantes cuando la so
ciedad anónima y la corporación se convierten en protagonistas de la
economía industrial en expansión. Para comenzar, la concesión mis
ma de estatus corporativo a los esfuerzos económicos conjuntos de in
dividuos es de dudosa legitimidad para la ideología liberal, y tiene
fuertes antecedentes preliberales, así como antiliberales.18 El hecho
de que en el lenguaje estadounidense a menudo se califique de “públi
cas” a las corporaciones (como en “venta pública de acciones”) y que
se requiera una compleja y de ningún modo automática decisión polí
tico legal para conferirles una condición legal distinta de la de los
propietarios individuales, señala hasta qué punto son embarazosos es
tos sujetos artificiales desde el punto de vista de la distinción entre
derecho público y privado. El mismo aspecto está implícito en las
complejas (aunque en su mayor parte ineficaces) disposiciones por las
cuales diversos organismos gubernamentales o semigubemamentales
-desde tribunales hasta comisiones de seguridad- controlan la legali
dad de algunas operaciones corporativas. Además, en el siglo XX ha
habido en los países occidentales (con la excepción parcial de los Es
tados Unidos) una fuerte tendencia hacia la formación de corporacio
18 Lowi, The End o f Liberalism, op. cit., p. 6. Para una exposición más técnica de la
naturaleza “privilegiante” de dichas operaciones legales, véase F. Galgano, Storia del
diritto commerciale (Bolonia, 1976), capítulos 3 y 6 [Historia del derecho mercantil, Bar
celona, Laia, 1987].
184
nes industriales de propiedad total del estado o al menos controladas
por éste, que puede financiar sus inversiones con fondos públicos. El
parlamento o el gobierno pueden nombrar a sus máximos directivos y
determinar y dirigir sus políticas industriales.19
Muchas grandes unidades económicas, aun cuando su base de capi
tal formalmente “privado” les permita tener a raya cualquier control
público efectivo de sus inversiones y estrategias industriales, funcio
nan de hecho como entidades semipúblicas o cuasipúblicas frente a
sus empleados, y en menor medida frente a sus clientes. Esto es parti
cularmente claro cuando se embarcan (como lo hacen a menudo) en
actividades que en el mejor de los casos están lejanamente relaciona
das con su objetivo industrial central. Esta es la forma en que Bhardt
se expresa sobre este aspecto:
185
i
ganización política”, un sistema constitucional y legal propio, efecti
vamente preservado de la interferencia y control de los órganos esta
tales verdaderamente políticos.21 Las decisiones administrativas y
sem ijudiciales de un sistema tal a veces se negocian entre los directi
vos y los representantes de los empleados. No obstante, su enorme
impacto sobre la existencia de estos últimos (y no meramente los as
pectos ocupacionales de ese impacto, como nos recuerda Bhardt) no
se dirime dentro y a través del ámbito público propiamente dicho, y
toma escasamente en consideración los derechos de los empleados co
mo ciudadanos. Por otra parte, el empleado individual por lo común
ni siquiera tiene mucho control sobre las personas u organizaciones
que supuestamente lo representan ante su empleador. Por último,
donde el tratamiento del personal (remuneraciones, seguridad, condi
ciones laborales, derechos de pensión, beneficios adicionales) es com
parativamente generoso, los costos son asumidos sobre todo por el
público en general, como consumidores o contribuyentes.
Esta última observación apunta a otro muy importante resultado
del predominio de las grandes empresas en las economías industriales
avanzadas. Las operaciones de estas empresas modifican profunda
mente el funcionamiento del mercado, dado que pueden establecer
entre sí, con empresas más pequeñas, con los proveedores y con los
consumidores relaciones incompatibles con el modelo competitivo.
Por ejemplo, es habitual que las grandes corporaciones puedan finan
ciarse con las ganancias y así escapar al control de los mercados exter
nos de capital; o si acuden a éstos en busca de financiamiento,
comprueban que están controlados por unos pocos grandes inversores
corporativos más que por una multitud de pequeños ahorristas e in
versores. Además, las grandes compañías capaces de generar demanda
mediante nuevos productos, publicidad y estrategias de precios invier
186
ten efectivamente la “secuencia clásica” según la cual el consumidor
soberano generaba oportunidades de ganancia para las empresas que
competían por sus preferencias.
Pero el mercado competitivo no sólo era el único mercado ade
cuado; también era el ambiente económico presupuesto por la distin
ción liberal estado/sociedad. Había dos razones para ello. Primero, el
mercado competitivo se autoequilibraba, de tal modo que podía
prescindir de las regulaciones ad hoc y la intervención estatal. Se
gundo, no parecía tolerar la emergencia de relaciones de poder entre
los actores económicos, con lo que aparentemente dejaba al estado
como la única entidad que esgrimía el poder dentro de y para una
sociedad nacional dada. El predominio creciente de grandes empre
sas que maximizan no sólo sus ganancias sino también su control so
bre los mercados, su propio crecimiento y su poder sobre las demás y
sobre la sociedad en su conjunto contradice los supuestos antes
mencionados y agudiza ilimitadamente el desafío que, según sostuve
más atrás, el modo capitalista de producción siempre plantea al po
der del estado.
El control que las grandes empresas ejercen sobre el proceso econó
mico, y por lo tanto sobre todo el ámbito societal les permite influir
sobre el estado mismo, convencerlo, como mínimo, de que no “inter
fiera” en sus actividades, y como máximo de que ponga a su disposi
ción algunas de sus facultades de gobierno. En el siglo XX, la empresa
capitalista ha logrado un éxito masivo (aunque no uniforme) con esta
estrategia, y afectó exhaustivamente las actividades estatales al mag
nificar su alcance, modificar sus formas y orientarlas hacia intereses
que en el siglo XIX no se habrían reconocido como cuestiones verda
deramente públicas. Por ejemplo, con la intención de poner en mar
cha, fortalecer o modernizar unidades que actúan en las ramas
avanzadas de la industria, el estado asigna hoy fondos colosales a las
empresas, extraídos de los ingresos públicos, para que se empleen de
acuerdo con la lógica de la ganancia, una lógica aún intrínsecamente
“privada”, sean cuales fueren los términos según los cuales actúan las
187
ganización política”, un sistema constitucional y legal propio, efecti
vamente preservado de la interferencia y control de los órganos esta
tales verdaderamente políticos.21 Las decisiones administrativas y
semijudiciales de un sistema tal a veces se negocian entre los directi
vos y los representantes de los empleados. No obstante, su enorme
impacto sobre la existencia de estos últimos (y no meramente los as
pectos ocupacionales de ese impacto, como nos recuerda Bhardt) no
se dirime dentro y a través del ámbito público propiamente dicho, y
toma escasamente en consideración los derechos de los empleados co
mo ciudadanos. Por otra parte, el empleado individual por lo común
ni siquiera tiene mucho control sobre las personas u organizaciones
que supuestamente lo representan ante su empleador. Por último,
donde el tratamiento del personal (remuneraciones, seguridad, condi
ciones laborales, derechos de pensión, beneficios adicionales) es com
parativamente generoso, los costos son asumidos sobre todo por el
público en general, como consumidores o contribuyentes.
Esta última observación apunta a otro muy importante resultado
del predominio de las grandes empresas en las economías industriales
avanzadas. Las operaciones de estas empresas modifican profunda
mente el funcionamiento del mercado, dado que pueden establecer
entre sí, con empresas más pequeñas, con los proveedores y con los
consumidores relaciones incompatibles con el modelo competitivo.
Por ejemplo, es habitual que las grandes corporaciones puedan finan
ciarse con las ganancias y así. escapar al control de los mercados exter
nos de capital; o si acuden a éstos en busca de financiamiento,
comprueban que están controlados por unos pocos grandes inversores
corporativos más que por una multitud de pequeños ahorristas e in
versores. Además, las grandes compañías capaces de generar demanda
mediante nuevos productos, publicidad y estrategias de precios invier-
186
ten efectivamente la “secuencia clásica” según la cual el consumidor
soberano generaba oportunidades de ganancia para las empresas que
competían por sus preferencias.
Pero el mercado competitivo no sólo era el único mercado ade
cuado; también era el ambiente económico presupuesto por la distin
ción liberal estado/sociedad. Había dos razones para ello. Primero, el
mercado competitivo se autoequilibraba, de tal modo que podía
prescindir de las regulaciones ad hoc y la intervención estatal. Se
gundo, no parecía tolerar la emergencia de relaciones de poder entre
los actores económicos, con lo que aparentemente dejaba al estado
como la única entidad que esgrimía el poder dentro de y para una
sociedad nacional dada. El predominio creciente de grandes empre
sas que maximizan no sólo sus ganancias sino también su control so
bre los mercados, su propio crecimiento y su poder sobre las demás y
sobre la sociedad en su conjunto contradice los supuestos antes
mencionados y agudiza ilimitadamente el desafío que, según sostuve
más atrás, el modo capitalista de producción siempre plantea al po
der del estado.
El control que las grandes empresas ejercen sobre el proceso econó
mico, y por lo tanto sobre todo el ámbito societal les permite influir
sobre el estado mismo, convencerlo, como mínimo, de que no “inter
fiera” en sus actividades, y como máximo de que ponga a su disposi
ción algunas de sus facultades de gobierno. En el siglo XX, la empresa
capitalista ha logrado un éxito masivo (aunque no uniforme) con esta
estrategia, y afectó exhaustivamente las actividades estatales al mag
nificar su alcance, modificar sus formas y orientarlas hacia intereses
que en el siglo XIX no se habrían reconocido como cuestiones verda
deramente públicas. Por ejemplo, con la intención de poner en mar
cha, fortalecer o modernizar unidades que actúan en las ramas
avanzadas de la industria, el estado asigna hoy fondos colosales a las
empresas, extraídos de los ingresos públicos, para que se empleen de
acuerdo con la lógica de la ganancia, una lógica aún intrínsecamente
“privada”, sean cuales fueren los términos según los cuales actúan las
187
empresas y se asignan los fondos. Por otra parte, el costoso esfuerzo
del estado por extender y modernizar el sistema educativo público,
cualesquiera sean las metas expresas que lo motiven, sirve al fin (no
siempre alcanzado) de proporcionar a la industria el insumo de mano
de obra capacitada y el sofisticado conocimiento científico, tecnoló
gico y gerencial que necesita para funcionar y progresar. En el aspecto
de la producción, el interés del estado en el “crecimiento estable”, el
“pleno empleo”, etcétera, lo obliga a gastos masivos con la intención
de apoyar la demanda de productos industriales, presumiblemente
con efectos colaterales inflacionarios. Recientes interpretaciones ra
dicales consideran incluso la mayoría de los así llamados gastos en
bienestar social del estado occidental contemporáneo -gastos que an
teriormente señalamos se hacían como resultado de la recién adquiri
da vigencia política de los estratos más bajos- como maneras en que
el estado asegura (en gran medida a expensas de esos estratos más ba
jos en su carácter de contribuyentes) los tremendos costos de las ope
raciones de las corporaciones privadas.22
El abogado constitucionalista alemán Bockenforde sostiene que al
embarcarse en tales actividades el estado occidental se ha subordina
do al proceso económico. (Adviértase que, al no ser marxista, no es
pecifica la significación de este fenómeno para las relaciones de clase.)
11 Véase, por ejemplo, J. O’Connor, The Fiscal Crisis o f the State (Nueva York,
1973) [La crisis fiscal del estado, Barcelona, Península].
188
que determina qué aspectos del proceso económico se promoverán y
regularán; antes bien, reacciona ante datos y tendencias que se origi
nan automáticamente en ese mismo proceso. El control global no es
ejercido por el estado, sino más bien por el mismo proceso económico
industrial.23
23 E.-W. Bockenfórde, “Die Bedeutung der Unterscheidung von Staat und Ge-
sellschaft im demokratischen Sozialstaat der Gegemvart”, en Rechts/ragen der Gegen-
wart (Stuttgart, 1972), pp. 11 y siguientes (este párrafo corresponde a la p. 28). La
obra de V. Ronge y G. Schmieg, Restriktionen politischer Planung (Francfort, s.f.), pue
de verse como un respaldo al principal argumento de Bockenfórde desde una perspec
tiva diferente, al mismo tiempo que lo aplica a los usos del “planeamiento” como una
técnica de gestión política administrativa.
nión de Cari Schmitt) del compromiso de cada estado de preservar
y agrandar su propio poder entre los demás. Es evidente que en las
condiciones modernas este compromiso requiere que un estado se dé
una base industrial apropiada- Pero en la era industrial avanzada,
crear y mantener esa base exige recursos financieros, tecnológicos,
empresariales y organizacionales que sólo pueden poseer las corpora-
ciones más grandes o el estado.24 Y como las corporaciones más
grandes son multinacionales, y como tales clientes muy embarazosos
para un estado dado,25* a menudo recae exclusivamente en éste la
tarea de tomar la delantera en el auspicio de la formación de empre
sas productivas convenientemente grandes y poderosas. Es significa
tivo que Alemania y Japón, que dieron inicio a dos de las más
exitosas variantes no liberales de industrialización capitalista, fue
ran también países con fuertes tradiciones político militares e incli
naciones a la agresividad; países de mentalidad muy scKmittiana,
por así decirlo. Y el dingisme francés mostró avances significativos
con De Gaulle -entre los estadistas occidentales de su época, proba
blemente el más sinceramente comprometido con la especificidad y
supremacía de “lo político”- .
Es posible que Bóckenfórde tenga razón al sostener que el estado
(en Occidente, en todo caso) se subordina a la lógica apolítica del
“proceso económico industrial” al verse excesivamente envuelto en
tareas económicas. Pero a veces el estado mismo se pone en ese aprie
to mientras persigue la satisfacción de intereses de naturaleza no eco
nómica. En rigor de verdad, sólo podría evitar el problema si dejara ai
país en un subdesarrollo industrial o abandonara su desarrollo a una o
24 Véase P. Saraceno, “Le radici della crisi economtca”, II Mulino, 25, n° 243
(enero-febrero de 1976), pp. 3 y siguientes.
25 En este capítulo, como en otras partes, evité deliberadamente toda discusión
del problema, considerable pero hoy en cierta forma demasiado de moda, de la rela
ción entre los estados nacionales, por un lado, y las corporaciones multinacionales y
organizaciones supranacionales por el otro.
190
más corporaciones multinacionales; ambas soluciones amenazarían la
existencia política independiente de la nadón.
La búsqueda de legitimidad
191
el estado o bien sancionada en última instancia por él, y que envuel
ve en todos sus aspectos a la vida social.2^ De allí que se tome urgente
para el estado encontrar un medio de renovar su arrendamiento de la
legitimidad, generar una nueva fórmula legitimadora para sí mismo.
Hacia el final de la era liberal (fines del siglo XIX y comienzos del
XX), cuando los contrastes de clase eran relativamente fuertes y ame
nazantes, la mayoría de los estados occidentales apuntalaron su legiti
midad concentrándose en las ganancias imperiales y coloniales y los
conflictos internacionales relacionados- Desde la Segunda Guerra
Mundial, sin embargo, las naciones occidentales dejaron de jugar
unas con otras la política de la fuerza con la misma urgencia y visibili
dad que antes; formaron un bloque bajo la conducción militar y di
plomática de los Estados Unidos y crearon alianzas atlánticas y
europeas y organizaciones supranacionales. En una fase temprana,
desde luego, esta adaptación mutua fue acompañada por las tensiones
de la “Guerra Fría” con el bloque oriental, que en cierta medida re
producían -con el añadido de nuevas tonalidades ideológicas- anti
guos énfasis en el interés nacional. Pero a la larga el estado encontró
una nueva y diferente respuesta al problema de la legitimidad: consi
deró cada vez con más vigor que el crecimiento industrial per se tenía
una significación política intrínseca y dominante y constituía una
norma necesaria y suficiente del desempeño de cada estado, con lo
que justificaba nuevos desplazamientos de la línea estado/sociedad.
Durante las décadas de 1950 y 1960, en especial, un ideal bautiza
do de diversas maneras - “desarrollo industrial”, “crecimiento econó
mico” o “abundancia”- conquistó una autoridad abrumadora sobre la
imaginación pública. Fue unánimemente respaldado (en todo caso en
su retórica) por líderes políticos de todas las convicciones, que por un
lado consideraron que se autojustificaba completamente y por el otro
192
1
193
Presiones internas en favor de la expansión de la autoridad
194
ma, el estado se constituye para ejercer el gobierno sobre la sociedad, ya
sea en nombre de parte de ella o de su totalidad. De allí que tienda a
incrementar su poder con la ampliación del campo de acción de sus
actividades y la extensión de la gama de intereses societales sobre los
cuales se aplica la autoridad.29
En el liberalismo, se esperaba que tres dispositivos constitucionales
superpuestos protegieran la distintividad y autonomía del ámbito so-
cietal frente al estado: primero, la división de poderes, según la cual el
poder del estado se desagregaba en paquetes separados de facultades
de gobierno entrelazadas pero mutuamente limitantes, confiadas a di
ferentes órganos; segundo, el “ámbito público” liberal a través del cual
se suponía que la sociedad misma otorgaba mandato y controlaba el
ejercicio del poder; y tercero, el sometimiento del estado a su propio
derecho. La erosión y el derrumbe de la concepción liberal se origina
ron principalmente en inadecuaciones de los dos últimos dispositivos.
Como lo señalé en el capítulo anterior, en última instancia el estado
no podía ser limitado por su propio derecho precisamente porque era
su propio derecho, derecho positivo, y como tal intrínsecamente modi-
ficable, con restricciones únicamente formales y de procedimiento a la
posibilidad de cambios. Por otra parte, “la” sociedad estaba de hecho
inherentemente fisurada por conflictos; y en éstos siempre habría par
tes cuyo interés inmediato, más que en oponerse, consistía en favore
cer e invocar alguna extensión de la autoridad a nuevos dominios
societales. Una vez que estos dos factores hicieron jurídica y política
mente plausible que el estado en su conjunto violara y empujara hacia
adelante el límite con la sociedad, ésta no pudo ser adecuadamente
protegida por el restante dispositivo constitucional, la división de po
deres. Puesto que, ¿cuál es la utilidad de distinguir cuidadosamente
195
poderes de gobierno entre órganos estatales de manera que puedan
“controlarse y equilibrarse” unos a otros, si esos órganos pueden au-
mentar sus prerrogativas a expensas de la sociedad más que entre sí?
Lejos de ayudar a contener al estado dentro de sus límites, de he
cho la división de poderes lo lleva a aumentar la totalidad de sus pre
rrogativas a través de la competencia engendrada entre todas sus
unidades y subunidades con respecto a sus prerrogativas respectivas.
Puesto que por más que la articulación del sistema de gobierno en ór
ganos, ramas, departamentos, secciones, etcétera, pueda haber sido
concebida como parte de un plan organizativo unitario y armonioso,
los elementos integrantes de éste se convirtieron con bastante rapidez
en asiento de intereses egoístas que luchaban por incrementar su auto
nomía, su posición recíproca y su autoridad sobre los recursos. Y esta lu
cha recompensó la aptitud de una unidad para definir un nuevo interés
societal como el objetivo legítimo de su actividad, y por lo tanto como
la justificación de su existencia y su posición relativa con respecto a
otras unidades. Por otra parte, no puede esperarse que los individuos
elegidos o designados para los cargos estatales actúen exclusivamente
en representación de los intereses constitucionalmente asignados a ca
da puesto; y tampoco, para el caso, que lo hagan exclusivamente en re
presentación de los intereses micropolíticos, constitucionalmente
dudosos pero exigentes, que adquieren en la autonomía y posición de la
unidad de la cual forma parte su cargo. En cambio, todos los individuos
orientan al menos parte de su conducta hacia intereses estrictamente
privados, en particular el de aumentar los ingresos y el estatus a partir
de la ocupación del cargo, y hacer carrera con él.
Ahora bien, estos intereses individuales no ejercen tanto una pre
sión directa sobre la línea estado/sociedad como añaden urgencia a
los intereses que sí lo hacen. Por ejemplo, la pretensión de que una
nueva fase o aspecto de los asuntos sociales debería ser “administrado”
por una unidad del servicio civil puede utilizarse a menudo para argu
mentar en favor de un incremento del personal de esa unidad. A su
tumo, ese incremento puede generar nuevas aperturas a niveles de su
196
pervisión, y con ello favorecer los intereses profesionales de los agen
tes que constituyen la unidad. En esas condiciones, cabe esperar que
la fuerza de los intereses privados ayude a impulsar la realización de la
pretensión.
No hace falta suscribir la demonología popular acerca de los “buró
cratas ávidos de poder” o compartir el “pathos metafísico” relacionado
para admitir que las presiones sobre la línea estado/sociedad se origi
nan efectivamente de esta forma (a menudo, desde luego, asociadas
con presiones desde el lado de la sociedad) y son particularmente in
tensas dentro del aparato administrativo dél estado.3? Consideremos
seriamente los cinco enunciados siguientes.
• El examen del funcionamiento de los órganos estatales a la luz
de la teoría económica indica que tales órganos tienden a maximizar
sus presupuestos antes que la proporción entre unidades de servicio y
unidades de recursos gastados.31 En última instancia, esto significa
que procuran disponer de montos siempre crecientes de recursos so
cietales.
• La magnitud y la complejidad mismas del aparato administrativo
de un estado contemporáneo tienden a aislarlo (o a aislar a partes indi
viduales de él) de las contrapresiones directas de la sociedad, lo que
rompe el ciclo cibernético entre la administración y el medio societal.32
• Las agencias públicas a menudo se extienden a la sociedad y, o
bien incorporan sectores de ésta, o bien los convierten en el objeto de
actos de gobierno; lo hacen a fin de reducir la complejidad y turbu
lencia del medio ambiente societal, estabilizarlo y estabilizar sus rela
197
ciones con él. Para una agencia es más cómodo y “natural” adoptar
una postura de control administrativo sobre un interés societal dado
que tratarlo como una entidad autónoma o una parte interviniente en
una relación de negociación.
• Dentro de las agencias públicas altamente profesionalizadas, el
reclutamiento selectivo, la intensa socialización de los ingresantes, el
fuerte esprit de corps y una filosofía administrativa compartida y valo
rada de larga data y gran prestigio pueden preservar las tradiciones
institucionales con respecto a las influencias exteriores. Pero algunas
de esas tradiciones pueden tener un origen preliberal y una inspira
ción antiliberal; si es así, necesariamente confieren a las políticas de
la agencia una propensión a no respetar la línea estado/sociedad. Si
las tradiciones “despóticas” de algunos sectores veteranos de la buro
cracia francesa sobrevivieron a la misma revolución (como lo sostuvo
Tocqueville), es probable que aún estén activas, no importa cuánto
hayan mutado, en la Quinta República. Y el legado administrativo
prusiano heredado por el Obrigkeitsstaat guillermino -y cuya influencia
sobre el servicio civil alemán Weimar no pudo quebrar pero fue bien
utilizada por Hitler- probablemente todavía está vivo y con buena sa
lud en Bonn (¡y en Berlín oriental!).33 Finalmente, las tendencias bor
bónicas -e n verdad, más favorables al parasitismo y la corrupción
burocrática que a una intrusión agresiva en la autonomía de la socie
dad- aún actúan con vigor dentro de la burocracia italiana.
• Por último, dos experiencias críticas y novedosas del estado del si
glo XX -la guerra y la dictadura totales- imprimieron en la mentalidad
oficial a lo largo de todo el mundo el recuerdo indeleble y posiblemen
te tentador de cuán rápida, cruel y eficazmente (y con qué buena con
ciencia) puede el estado aumentar su dominio sobre la sociedad.
198
Consecuencias de las presiones del estado y la sociedad
199
parlamentaria,34 cada una de las cuales procuraba aumentar su apoyo
entre una mayoría de miembros relativamente no comprometidos dei
parlamento. De acuerdo con la teoría liberal (y en menor medida con
la práctica), cada miembro debía responder ante la nación en su con
junto, no ante su electorado inmediato. Este último, al ser anónimo y
no constituido, no podía otorgar mandatos y controlar estrechamente
la actividad parlamentaria de los miembros (en todo caso entre elec
ciones); se suponía que confiaba en su juicio, según se formaba y ex
presaba en el debate parlamentario, en vez de esperar que respetaran
un programa preestablecido y limitado. Esto disminuía la responsabi
lidad y dependencia del miembro electo con respecto a intereses so-
cietales específicos, y por consiguiente aumentaba el margen de
acción para la controversia y el compromiso en la(s) cámara(s) legisla
tiva^). De tal modo, el parlamento funcionaba “creativamente” (por
hacerlo abiertamente) y producía decisiones políticas y legislativas que
no estaban preprogramadas. Desde luego, en ambos lados de la diviso
ria gobierno/oposición existían alineamientos amplios y bastante esta
bles entre los miembros del parlamento. Pero en gran medida eran
internos al parlamento mismo y no se concentraban en intereses so
cietales estrechos y contrastantes sino en temas específicamente polí
ticos y filosofías generales de la acción estatal.
Sin embargo, a medida que conglomerados cada vez más amplios
de la población obtuvieron sus derechos políticos, sólo los partidos or
ganizados pudieron movilizar efectivamente este nuevo, vasto e inex
perto electorado. Pero la afiliación y la fidelidad electoral a tales
partidos correspondían al mapa de los clivajes societales más estre
chamente de lo que la teoría liberal estimaba conveniente; y los inte
reses específicos que esos partidos representaban no podían
“equilibrarse” tan fácilmente con los establecidos. Por otra parte, de
200
bido a que estaban organizados, los partidos podían dirigir y controlar
bastante estrechamente la conducta de sus miembros en el parlamen
to. En la(s) cámara(s), los miembros partidarios se constituían en el
“bloque del partido dentro del parlamento”, con una división del tra
bajo y una estructura jerárquica, lo que estabilizaba los alineamientos
mayoritarios y minoritarios en un grado desconocido hasta entonces.
Como los partidos organizados seleccionan a los candidatos que co
locan en sus listas, y ordenan y controlan sus acciones cuando son ele
gidos, a primera vista podría parecer que esto da a sus militantes de base
una considerable influencia política, lo que difundiría la conciencia y la
efectividad políticas dentro de la población (cualquiera sea el costo pa
ra la teoría liberal de la representación). Sin embargo, sean cuales fue
ren las constituciones internas de los partidos mismos, su dinámica
organizativa refrena progresivamente la influencia real de las bases e in
crementa la de la conducción partidaria.35 Esta última, como la mayo
ría de los partidos son asociaciones “privadas”, no es responsable ante el
público general; y su control organizativo sobre el partido la hace cada
vez más independiente incluso de sus afiliados y el electorado.
Es cierto que la mayoría de los líderes partidarios se cuentan tam
bién entre los miembros del parlamento, y en este carácter reciben
una investidura pública. Pero el otorgamiento de una posición públi
ca puede manipularse cada vez más mediante dispositivos partidarios
internos, ya que el electorado de cualquier partido dado es en gran
medida un electorado “cautivo”. Por otra parte, como frecuentemente
surgen conflictos entre la organización partidaria y el bloque dentro
del parlamento, la primera elabora lincamientos ideológicos y plata
formas legislativas relativamente específicas que procura hacer obliga
torios para el segundo.
201
De tal modo, disminuyen el carácter abierto y la creatividad del
proceso parlamentario. El parlamento se reduce cada vez más a un es
cenario visible en que se llevan a la práctica confrontaciones orales y
ritualizadas entre alineamientos preconstituidos, jerárquicamente
controlados e ideológicamente caracterizados. Es muy posible que ca
da bloque parlamentario esté desgarrado por controversias internas y
se embarque en una cinchada con su organización partidaria, pero en
el parlamento presenta en general un frente unido, que apoya cual
quier posición propuesta por la conducción como política del partido
sobre una cuestión dada. En tales condiciones, el parlamento ya no
desempeña un papel crítico y autónomo como mediador entre intereses
societales; en lugar de ello, su composición y funcionamiento registran
simplemente la distribución de preferencias dentro del electorado y
determinan a su tumo qué partido encabezará el ejecutivo. La manera
en que los miembros parlamentarios de un partido votarán en un te
ma dado la decide la coloración ideológica de éste y su conexión con
la importantísima cuestión de si el partido permanecerá en el poder o
en la oposición. En comparación con estos dos factores determinan
tes, los méritos del tema son relativamente insignificantes y no tienen
un verdadero peso en el debate.
Hacia mediados del siglo XX, como hemos visto, el proceso político
en los países occidentales comienza a girar en tomo de la cuestión de
cómo promover el “desarrollo industrial”, la “abundancia”, etcétera, y
éste se considera como el único gran tema (aparte de la guerra, fría o
caliente) que podría sentar las bases para una conciliación de intere
ses societales durante mucho tiempo percibidos como “inequilibra-
bles”. Este desarrollo (además de tener efectos directos sobre la línea
estado/sociedad, como ya se indicó) disminuye la pertinencia de la
herencia ideológica de los partidos, dado que el problema en cuestión
-cómo aumentar el producto nacional- se considera en última ins
tancia más “técnico” que político. El aflojamiento consiguiente de los
amarres ideológicos del partido incrementa aún más la autonomía de
su conducción con respecto a su base organizativa y electoral; pero no
202
hace nada en absoluto por restaurar la importancia del proceso elec
toral y el parlamento.
Las elecciones, libradas entre partidos cada vez más englobadores,
pretenden en esencia producir un mandato plebiscitario para uno de
ellos; una vez garantizada su mayoría parlamentaria, éste puede desarro
llar pragmáticamente sus políticas al mismo tiempo que obedece un nú
mero menguante de compromisos doctrinales.36 De tal modo, las
campañas se convierten en extrema medida en rituales de investidura,
y se caracterizan cada vez más por técnicas de marketing, con el tráfico
de un cúmulo de imágenes y la pseudopersonalización de las cuestiones
mediante la concentración en el “carisma” del candidato. Al elaborar o
justificar sus políticas entre elecciones, tanto el partido (o coalición de
partidos) en el poder como sus opositores apelan cada vez menos a cri
terios ideológicos (con frecuencia despectivamente calificados como
“política partidista”) y cada vez más a los razonamientos de “expertos”
en la gestión macroeconómica y administrativa. Esto es lo apropiado,
dado que el conjunto de la sociedad se concibe cada vez más como una
empresa dedicada a maximizar u optimizar la proporción de su produc
ción con respecto a sus insumos. Por consiguiente, se considera que la
tarea del estado es la de administrar esa empresa a la manera de la gran
corporación contemporánea, con una “tecnoestructura” que construye
y opera múltiples sistemas “sociotécnicos” superpuestos.
Una vez así (erróneamente) concebido el proceso político, el par
lamento tiene poco de importancia distintiva con que contribuir a él.
El vacío dejado por la desvalorización de la ideología (o en todo caso
de ciertas ideologías) no es llenado por una renovación del discurso
abierto sino por la apelación a la “pericia” económica, tecnológica y
gerencial. Y proporcionar esa pericia o controlar su empleo en la con
ducción del gobierno no parece una tarea que el parlamento pueda
36 Véase O. Kirchheimer, Polines, Law and Social Change (Nueva York, 1969), pp.
245-371.
203
hacer adecuadamente. En lugar de ello, el trabajo recae principal
mente en el servicio civil profesional, que se asegura el respaldo de
institutos de investigación, unidades de planeamiento y cuerpos con
sultivos dotados de personal sobre todo por el “orden científico” y vo
ceros de las corporaciones más grandes y otros grupos de interés.
Como resultado, las decisiones administrativas se enuncian cada vez
más en un lenguaje que las ampara efectivamente de la crítica parla
mentaria y el debate público, y que con frecuencia suministra una co
bertura conveniente a los intereses que verdaderamente las dictan.
Los medios parlamentarios clásicos para controlar y auditar las opera
ciones del ejecutivo (desde el voto del presupuesto al pedido de infor
mes) pierden efectividad frente a este fenómeno y otros relacionados
con él. Por ejemplo, surgen muchas nuevas agencias administrativas
al margen del marco de la organización ministerial y ni siquiera en
términos formales resulta fácil hacerlas responsables ante el parla
mento mediante el derecho de éste de interpelar a los ministros. De
manera paradójica, el crecimiento gigantesco de los ingresos y gastos
públicos hace que el control parlamentario sea más necesario que
nunca pero también cada vez más imposible; la magnitud y compleji
dad aturullantes de los presupuestos y otros instrumentos contables
exigen y prohíben a la vez la supervisión del parlamento. Por otra
parte, la sobrecarga legislativa que supera la capacidad de trabajo de
la mayoría de los parlamentos reduce la cantidad de tiempo disponi
ble para actividades de control.
Estos últimos aspectos no deben sugerir que los parlamentos pueden
defender efectivamente su muy amenazada supremacía sobre el ejecuti
vo y la administración mediante sus prerrogativas legislativas. De he
cho, el ejecutivo y la administración controlan en gran medida el
volumen y contenido de la legislación que ellos mismos procesan a tra
vés del parlamento. A los ojos de los ministros y los funcionarios públi
cos de máxima jerarquía, la legislación se ha convertido en demasiado
importante para dejarla en manos de los legisladores. Las leyes se redac
tan casi exclusivamente fuera de los parlamentos; en gran medida, se
204
ocupan de asuntos de significación primordialmente administrativa; y
en su mayor parte sirven para dar validez en ténninos formales a deci
siones tomadas por los funcionarios públicos de acuerdo con su sabidu
ría tecn ocrática (con gran asistencia de los grupos de presión
interesados). La legislación contemporánea, además, ha perdido en
buena parte los rasgos de generalidad y carácter abstracto que hicieron
de la legislación “clásica” el instrumento por excelencia de la suprema
cía parlamentaria. Muchas leyes son en la práctica medidas ad hoc de
naturaleza intrínsecamente administrativa a las que se da la forma de
aquéllas a fin de legalizar los gastos que implican y evitar que los minis
tros y funcionarios públicos tengan que asumir responsabilidad política
o personal por éstos. En vista de las enormes tareas de “gestión societal”
con que cargan los gobiernos contemporáneos, la acción administrativa
no puede programarse intencionadamente a la manera clásica, vale de
cir, por medio de una ley que exponga las condiciones generales en las
cuales debe tomarse una medida administrativa dada. En lugar de ello,
los programas que encargan a una agencia, digamos, el incremento de
la capacidad de producción de acero del país en un x por ciento, o la re
ducción de la contaminación industrial en un río determinado en un y
por ciento en z años, deben dejar las medidas a tomarse para lograr el
objetivo en cuestión a la discreción administrativa, supuestamente in
formada por una apropiada experiencia extralegal.37 Se hace entonces
imposible para el parlamento (o para un organismo judicial o, llegado
el caso, una agencia de superior jerarquía)38 controlar la conducta de
la agencia verificando si corresponde a normas abstractamente expre
sadas, dado que no existen ni pueden existir muchas de esas normas.
205
El impacto acumulativo de todos estos fenómenos -a los cuales po
drían agregarse otros como las actividades de empresas multinaciona
les y organizaciones supranacionales- hace que el parlamento se
aparte del centro efectivo de la vida política de un país, lo que deja el
control a los órganos ejecutivos del estado, y en especial a su aparato
administrativo, ahora exhaustivamente “entrelazado” con esas diver
sas fuerzas no estatales de control No obstante, el parlamento sigue
siendo el principal vínculo institucional entre la ciudadanía y el esta
do. Si deja de actuar como un vínculo efectivo, ¿qué o quién puede di
rigir, controlar y .moderar políticam ente el siempre creciente
envolvimiento mutuo del estado y la sociedad?
Los partidos exigen del electorado un mandato cada vez más ge
nérico y menos vinculante; no obstante, verdaderamente no se los
puede hacer responsables de su ejecución, dado que cualesquiera
sean sus diferencias en otras cuestiones, todos atesoran su monopo
lio compartido de la representación política institucionalizada. La
magnitud y complejidad mismas del aparato administrativo lo aíslan
del control político. Los así llamados medios de comunicación ya no
son canales relativamente abiertos para la expresión política y foros
para el debate público (como lo fueron originalmente los diarios).
Durante los años sesenta y setenta, los tribunales de varios países
occidentales disfrutaron de éxitos ocasionales en la reafirmación de
las muy golpeadas ideas de la legalidad en la conducción de los
asuntos públicos; pero la suya es una acción de retaguardia, limitada
en su alcance por su referencia primordial a las leyes penales. Tam
poco es plausible esperar que las organizaciones económicas y otras
monten una defensa eficaz de la distintividad y autonomía del ámbi
to societal; al contrario, la mayoría de ellas sólo parecen ansiosas
por “colonizar” el ámbito político, con la apropiación abierta o en
cubierta de recursos públicos y la usurpación de facultades de go
bierno a fin de ponerlas al servicio de intereses sociales sectoriales
(en el mejor de los casos) o de las reducidas oligarquías que los ma
nejan (en el peor).
206
Estas consideraciones, deliberadamente exageradas, apuntan a los
que parecen haberse convertido en datos estructurales del proceso po
lítico y sus relaciones con la sociedad en su conjunto en el Occidente
contemporáneo. Sus implicaciones resultan aún más ominosas cuan
do se consideran también algunos hechos coyunturales concernientes
a los países en cuestión en el período que va desde mediados de los
años sesenta hasta mediados de los setenta. La importancia general de
estos hechos consiste en que el aparato institucional del estado, siem
pre al margen de la cuestión de si respeta o no su designio constitu
cional original y por lo tanto su límite con respecto a la sociedad,
tiene serias dificultades con una serie de problemas amenazantes. Es
tos están interconectados, y también vinculados con los fenómenos
analizados en las secciones anteriores. Aquí, sin embargo, haré caso
omiso de las conexiones y me limitaré a enumerar los problemas.
• A lo largo del período mencionado, la disidencia política se ma
nifiesta con frecuencia en formas anticonstitucionales y a veces delic
tivas; sus metas son en ocasiones el rechazo y la subversión totales del
sistema político establecido o la secesión con respecto a éste. Por lo
menos en algunos casos, estos rumbos son el resultado de la clausura
de los medios constitucionales de expresión política para el público
en general, lo que hace que el sistema sea impenetrable e insensible a
las demandas legítimas. Por otra parte, la reacción de las autoridades
establecidas a menudo viola a su vez principios constitucionales, lo
que aumenta la alienación política de ciertos grupos sociales.
• El así llamado “sistema de bienestar social” de varios estados pa
rece tanto incapaz de remediar ninguna forma de deprivación econó
mica y social salvo las más extremas como imposibilitado de reducir
efectivamente la gama de desigualdades socioeconómicas más am
plias; además, sus costos directos y administrativos representan una
carga fiscal cada vez más gravosa para la población y el sistema pro
ductivo.
• Los drásticos y repetidos fracasos de los estadistas y del discerni
miento político, así como los “escándalos” y “asuntos” clamorosos, re
207
velan que en la cumbre misma de algunos estados las cualidades inte
lectuales y morales de la conducción política son desmoralizadora-
mente bajas.
• El aparato estatal de imposición de la ley demuestra ser cada vez
más incapaz de garantizar la seguridad de los ciudadanos en los lugares
públicos y en sus hogares, la salubridad y amenidad de su medio am
biente físico y la prevención y represión de las depredaciones en gran
escala del público (como consumidor y contribuyente a la vez) por las
empresas comerciales.
• En general, el aparato administrativo de la mayoría de los esta
dos, aunque absorbe una cuota creciente del producto nacional, exhi
be una menguante capacidad para la gestión social eficaz.
• Lo más importante, la maquinaria estatal para controlar, apoyar
y guiar la economía nacional demuestra una y otra vez ser inadecuada
para la tarea. A mediados de los años setenta, en la mayoría de los
países occidentales el aparato keynesiano y poskeynesiano de política
económica se encuentra en un estado de confusión frente a una des
concertante combinación de obstinadas tendencias inflacionarias y
recesivas.
Este último fenómeno (sean cuales fueren sus causas) es política
mente significativo, en especial en cuanto afecta la legitimidad del es
tado. Antes señalé que la legitimidad legal racional es inherentemente
débil como fuente de motivaciones morales para la obediencia, que los
acontecimientos analizados en este capítulo la debilitaron aún más,
que en las décadas de 1950 y 1960 todos los estados occidentales pro
curaron contrarrestar el déficit resultante de legitimidad con la afirma
ción de que la autoridad se ejercía principalmente a fin de sostener el
desarrollo industrial, etcétera. Pero en los años sesenta algunas mino
rías de dimensiones considerables comenzaron a cuestionar la signifi
cación moral de lo que parecía ser el avance constante de las
poblaciones occidentales hacia un mejor nivel de vida y la validez mo
ral de la pretensión de obediencia leal que el estado fundaba en ese
progreso. En los años setenta, como hemos visto, ese avance se hizo
208
más laborioso e incierto; la distribución de sus beneficios demostró ser
mucho más desigual de lo que se había creído; y en algunos estados,
por lo menos, parece haberse interrumpido completamente, tal vez pa
ra siempre. De tal modo, la fórmula de la legitimidad en cuestión (co
mo cualquier otra fórmula en una situación comparable) amenaza con
“ir marcha atrás” y aumentar más que llenar el vacío de legitimidad.
Considerado desde el punto de vista del estado, este fenómeno da
acceso a tres posibilidades principales. Primero, el estado puede tratar
de prescindir de una fórmula legitimadora y basarse en la intimida
ción y represión de los sectores desafectos de la ciudadanía y favore
cer al resto a fin de mantener el control sobre la sociedad. Segundo,
puede recurrir a la anterior fórmula legitimadora de la política de la
fuerza, procurando crear un consenso más amplio con el señalamiento
de la amenaza real o imaginaria planteada a un estado o coalición de
estados por otros estados o coaliciones. O, tercero, puede tratar de
“venderle” una nueva fórmula a la sociedad, de preferencia una que
superficialmente sea lo bastante atractiva para generar una amplia
aclamación (con la ayuda de los medios) y lo bastante general para no
comprometer al estado con nada en particular. (A principios de los
años setenta, “La Calidad de Vida” parecía ser un candidato plausible
para cumplir esa función.)
Cualesquiera sean sus respectivas probabilidades de éxito, ninguno
de estos resultados (y ni siquiera posibles combinaciones de ellos) pa
rece atractivo. Todos procuran llevar adelante la tendencia básica del
desarrollo institucional del estado moderno -la reunión de facultades
e instrumentos de gobierno cada vez más amplios y formidables- a pe
sar de la conciencia de que, paradójicamente, esa tendencia lo hace
cada vez más incapaz de ejercer efectivamente la autoridad y estable
cer un control racional sobre el proceso social. Por otra parte, todos
estos resultados abandonan más o menos abiertamente dos ideas polí
ticas que, aunque sostuvieron la tendencia básica del desarrollo del
estado durante los dos últimos siglos, le otorgaron al mismo tiempo
una justificación y un correctivo: la idea liberal del imperio de la ley y
209
la idea democrática de la participación de los gobernados en el proce
so de gobierno. Sólo estas dos ideas conectan la evolución pasada del
estado moderno con la herencia moral de Occidente, y por lo tanto
con una visión ética más amplia de la humanidad como la protagonis
ta colectiva de una aventura moral universal.39
Personalmente, creo que al buscar tanto inspiración moral como
una guía estratégica, la oposición occidental a las perturbadoras ten
dencias actuales de las relaciones estado/sociedad debe recurrir una
vez más a esas (y quizás a algunas otras) ideas liberales y democráti
cas.40 Soy consciente de que por una serie de motivos esto parece un
consejo desesperado. Podría argumentarse que tanto el liberalismo co
mo la democracia han sido probados y demostraron deficiencias, o
que en verdad fueron en el pasado una parte tan sustancial del proble
ma que hoy no podemos considerarlos seriamente una parte de la so
lución. También se pueden señalar los contrastes inherentes y
posiblemente insolubles entre el liberalismo y la democracia, y dudar
de la posibilidad de incorporar institucionalmente a ambos, excepto
al precio de compromisos que debilitarían y desfigurarían a uno y
otra. O bien se puede sugerir, con mayores esperanzas, que el socialis
mo es una alternativa que trasciende tanto al liberalismo como a la
democracia al plantear con vigor los problemas determinados por la
estructura económica de la sociedad.
Sin embargo, en mi opinión el socialismo es menos pertinente que
el liberalismo y la democracia para los dilemas que enfrenta la socie
dad occidental contemporánea como resultado de tendencias en la
estructura y funcionamiento del estado. El liberalismo y la democra
210
cia tienen sobre el socialismo la ventaja de abordar directamente al
gunos problemas clave que surgen de la necesidad de la autoridad, en
vez de rebajarlos a la condición de cuestiones técnicas que deberán
zanjarse sin inconvenientes después de una revolución en el control
de los medios de producción.41 Es posible, tal vez, que el liberalismo y
la democracia (en su versión actual) propongan soluciones erróneas a
esos problemas; pero las soluciones erróneas a los problemas correctos
pueden ser más valiosas, teórica y pragmáticamente, que un intento
descaminado de ignorarlos.
Así, pues, en la medida en que la gama de fuentes de inspiración
disponibles en las sociedades occidentales todavía se limita hoy al li
beralismo, la democracia y el socialismo (con sus diversas variantes)
-y yo por lo menos no puedo ver más allá de esos límites-,42 una re
consideración imaginativa e innovadora de las tradiciones de los dos
primeros parece ser una condición necesaria, aunque desde luego no
suficiente, para una acción positiva.
211
índice analítico y de nombres
213
128; el elemento intelectual y profesional en la, 124-127, 178; en el esta-
do constitucional, 138, 173
Burocracia, 115-119, 132, 196-198, 204
Caballería, 62n
Cabeza del estado, 139, 163
Capacidades privadas de los individuos: en el sistema feudal, 49-50, 52, 57-58;
en el Standestaat, 90; en el sistema absolutista, 117, 119, I21ss, 128; en el
estado constitucional, 142, 153, 168ss; en el estado contemporáneo, 184,
193, 196
Capacidades públicas de los individuos, 107, 116-117, 146, 151
Capitalismo, 128, 175-176, 177, 181-182, 189; en el sistema absolutista, 99-
103, 121-122; en el estado constitucional, 142, 166-167, 173-174; y el
modo capitalista de producción, 160, 168, 171-177 passim, 179, 186-187,
193; en el estado contemporáneo, 181-188. Véase también Corporaciones
Carácter abstracto de las leyes, 114, 128, 131, 145, 205-206
Cargos públicos, 45-46, 51-52, 62, 91,116-117, 146,152,161,196
Carlomagno, 45
Carlos V, emperador, 78
Carlos IX, rey de Francia, 102
Carsten, F. J., 84
Cartas de ciudades, 69, 72
Castellani, 54
Catlin, G. E. C.: citado, 35
Cavour, Camillo Benso di, 136
Censura, 125
Ciencias económicas, 18, 197
. Ciudad estado, 73, 91n
Ciudadanía; en el estado constitucional, 139, 145, 155n, 172, 178; en el es
tado contemporáneo, 154, 155n, 203, 208
Ciudades, 44,67-75 passim, 79, 90-91,97,102. Véase también Grupos urbanos
Civilidad, 94,159-161
Clase, 122-123. Véase también Burguesía; Capitalismo; Clase obrera; Relacio
nes de clase
Clase obrera, 129,'180ss
Clero, 44-45, 60, 75, 79, 89
214
Coerción, 24, 33, 136, 180; en el sistema feudal, 59, 71; papel económico de
la, 71, 160; en el Standestaat, 94; monopolio de la legítima, 144, 159-160,
194; en el estado constitucional, 159-160
Colonialismo, 1 3 5 ,166ss
Comerciali2ación, 99, 104, 114-115, 166
Commendatio, 46-50
Commissaríus, 111
C om peten cia econ óm ica, 120ss, 122, 187
Componentes germánicos en el desarrollo del estado, 39, 45, 64, 115
Componentes romanos en el desarrollo del estado, 44-45, 140. Véase también
Derecho romano
Concejos de gobierno, 111, 116
Concepto de estado, 15, 18-19, 21, 144
"Concierto de las naciones”, 135, 162
Condes, 45ss, 52, 73-74
Conducción: de grupos de interés, 206; de partidos, 165, 201-202
Conflicto armado, 29-30,32-33
Conrado II, emperador, 57
Conscripción, 120, 140, 141n, 145, 149, 179. Véase también Dispositivos mi
litares; Ejército; Guerra
Construcción del estado, 17n, 143, 147-148
Contrarreforma, 175
Contrato, 25,48,142,156,171,173, 175
“Controles y equilibrios”, 146, 196
Controversias, 163, 199-200
Corporaciones, 167, 184, 187ss
Corporaciones multinacionales, 190, 190n
Corpus juris civilis, 114
Corte, 89; en el sistema absolutista, 104,106-111, 116, 121, 127
Costumbre, 22-23, 24,113
Cristianismo, 39, 45, 174-175. Véase también Clero; Iglesia y estado; Organi
zación eclesiástica; Papado
Cuestión social, 129,166,195
Cuestiones constitucionales, 165, 167
Cuestiones políticas, 118-119,146,159,165-169,181, 202-203
Cuius regio eius religio, 175
215
Darwin, Charles, 38
De Gaulle, Charles, 190
Decisión, ámbitos distintivos de, 26, 29-31
Decisiones políticas, 26-31, 117
Democracia, 129, 166, 176-177, 210-211
Derecho, 28-30; en el sistema feudal, 49-50, 72; en el Standestaat, 72, 101,
113; en el sistema absolutista, 113-114; en el estado constitucional, 128,
131-132, 139, 140, 152-153; penal, 160, 206; en el estado contemporáneo,
194-195, 204-205. Véase también Derecho positivo; Derecho privado; De
recho público; Derechos; Derechos constitucionales; Derechos corporati
vos; Legislación; Sistema legal
Derecho administrativo, 132
Derecho canónico, 63, 94
Derecho constitucional, 14, 18, 131
Derecho internacional, 101, 135, 136
Derecho laboral, 180
Derecho natural, 151, 156
Derecho positivo, 151-152,156, 162,174,195
Derecho privado, 145,153,167,180,184
Derecho público, 116-117,132,146,152ss, 180,184
Derecho romano, 63, 94, 114, 132
Derechos, 59, 63, 76-77, 92, 153, 154, 155-156. Véase también Derechos
constitucionales; Derechos corporativos
Derechos civiles, véase Derechos constitucionales
Derechos constitucionales: en,el estado constitucional, 143, 145, 154-156,
164, 166, 173, 176ss, 195; en el estado contemporáneo, 186, 195-196,
199, 207
Derechos corporativos, 68, 103, 139, 151, 162; en el Stándestaat, 77, 85, 90,
106,110,113,159
Derechos reales, 66, 87, 119
Desarrollo industrial, 192, 202, 208
Desigualdad, 207. Véase también Cuestión social; Estratos inferiores
Despersonalización, 61, 61n, 151,
Despotismo ilustrado, 121
Dhondt, Jan: citado, 69, 74
Dictadura, 198
216
Diferenciación institu cional, 17,36-39,141, 149, 159-160, 172, 176
D inastía caro.lingia, 44
D inastía de los Borbones, 198
D inastía de los Estuardo, 95
D iplom acia, 33, 9 0 ,136ss, 141,167,192
Dirigísme, 190
D isidencia p olítica, 161,166, 177-178, 207
Dispositivos adm inistrativos: en el Standestoat, 89-90; en el sistem a absolu
tista, 110-111, 112, 120, 127; en Prusia, 115-119; en el estado constitu
cional, 141, 146; en el estado contemporáneo, 196-198, 204-205. Véase
también Burocracia; Derecho público
Dispositivos militares: en el sistema feudal, 46, 47ss, 52, 59ss; en el Standes-
wat, 71, 100; en el sistema absolutista, 104-105, 111; en el estado consti
tucional, 136, 140-141. Véase también Conscripción; Ejército; Guerra
Distribución: y la naturaleza de la política, 22-26, 27, 34-35, 139; y el estado,
173,181,199
División de poderes, 38, 191, 195-196
División del trabajo, 33, 73, 194
Dualismo: Stande versus gobernante, 80-83, 107, 139; poderes constituidos
versus populacho, 85-86; local/interno versus translocal/extemo, 86, 90,
101-10 2
Duby, Georges, 65; citado, 53-54
Durkheim, Émile, 25, 25n
217
Enrique I, rey de Inglaterra, 55
Enrique IV, rey de Francia, 99
Escandinavia, 43
Esfera pública, 108,123, 125, 154
España, 67, 97
Especificidad funcional del estado, 144,149
Estado decimonónico, 17,42
Estado y sociedad, 16, 38, 149; en el sistema absolutista, 119-120; en el esta
do constitucional, 132, 145, 162-163, 171-177, 187; en el estado contem
poráneo, 175, 209 passim
Estados federales, 140
Estados Generales franceses, 107
Estados [órdenes], véase Stanáe
Estados Unidos, 13, 172, 184,192
Estatus, 76,103,106, 109, 118,126, 196
Estratos inferiores: en el sistema feudal, 49-50, 55, 58, 92; en el $tandestüat>
85-86, 92; en el estado constitucional, 161, 166, 177ss, 189; en el estado
contemporáneo, 188, 191. Véase también Clase obrera
Eudes, conde, 63
Excisa, 88,112
218
Gefolgschaft, 54-48, 70
Gehlen, Amold, 193
Gemeinschaft, 147-150, 147n
G eneralidad de las leyes, 114,128, 131, 145-146,151,152, 171, 191, 205
G enossenschaft, 70
Geseílscha/t, 147-150,147n
Gierke, Otto von, 82, 87, 107, 139,
Gobernante territorial, 65, 68, 95; en el sistema feudal, 51, 61, 64; en el
Standeswat, 77, 86-90, 113; en el sistema absolutista, 98, 107. Véase tam
bién Cabeza del estado; Monarquía
Gobernante, véase Cabeza del estado; Gobernante territorial; Monarquía
Gobierno, véase Concejos de gobierno; Dispositivos administrativos; Órga
nos ejecutivos
Gobierno local, 141, 162, 165
Grecia antigua, 39, 145
Gremios, véase Grupos corporativos
Gross, Leo: citado, 135
Grupos corporativos, 77, 91, lOOss, 115,120
Grupos de interés, 177-181, 204
Grupos urbanos, 72, 74-75, 90-91, 94, lOOss. Véase también Burguesía
Guerra, 45-46, 47-48, 85, lOln, 137-138, 145, 148-149, 161. Véase también
Conscripción; Dispositivos militares; Ejército
Guerra Fría, 192
Guerras mundiales, 138, 166, 192
Guerras privadas, 59, 65, 85, 101
219
Ideologías políticas, 201ss. Véase también Democracia; Liberalismo; Socialismo
Iglesia y estado, 125, 165, 174-175
Igualdad, 129,156,172
Imperialismo, véase Colonialismo; Relaciones económicas exteriores
Imperio carolingio, 42, 45, 46,47, 64
Imperio de la ley, 155-157, 191, 195-196, 209-210
Imperio Romano, 44, 134
Imperios antiguos, 44,133
Impuestos, 46, 49, 54, 85, 88, 107, 112, 114. Véase también Instrumentos fis
cales
Industrialización, 124, 138, 166-167, 183-184, 189ss; avanzada, 182, 183-
184, 185ss
Inflación, 188, 208
Influencia, 146,161,168,185
Inglaterra, 13, 43, 55, 74, 95-96, 132,165
Inmunidad, 47-49, 68, 72, 93
Instrumentos fiscales, 49; en el sistema absolutista, 107, 112, 120, 127; en el
estado constitucional, 140, 157, 162, 167; en el estado contemporáneo,
199, 205. Véase también Impuestos
Instrumentos judiciales: en el sistema feudal, 54, 58-59; en el Standestaat, 72,77-
78, 89; en el sistema absolutista, 105, 114-115, 116-117; en el estado consti
tucional, 140-141,160,165,173-174; en el estado contemporáneo, 205
Integridad de la colectividad, 27, 32,149
Intercambio, 23, 24
Intereses colectivos, véase Grupos de interés
Italia, 43,68, 73,198
Japón,190
Jellinek, Georg: citado, 157
220
Legitim idad, 14,151,158,191-193, 208
Legitimidad legal racion al,150-151,158,191-192, 208-209
Liberalism o, 156,158,166,173, 176-177, 184,191-196, 200, 209-211
Libertad, 72, 155, 172. Véase también Derechos constitucionales
Límites, 137,140
Locke, John, 17
Lucha de poder en tre estados, 26-31 passtm, 97, 129; y el sistem a absolutista,
112, 119; y el
estado con stitu cion al, 129, 133-139 passim, 171; y el estado
contem poráneo, 189-190, 191-192
Luis XIII, 99
L u is XIV, rey de Francia, 108-109n, 110, 112, 116, 118
221
Moneda, 66, 74,140, 173
Moro, Tomás, 32
222
Partidos organizados, 178, 200-201
164, 192,199-201
Partidos p olíticos,
Paz, 70-71, 92,137; de W estfalia, 135,138,167
Península ibérica, 43
Personal administrativo: en el sistema absolutista, 111-112, 116; en el estado
constitucional, 141, 160; en el estado contem poráneo, 196-198. Véase
también Burocracia
Pleno empleo, 188
Poder económico, 174, 177, 184ss
P olicía, 79, 113, 208; e n el estado con stitu cion al, 141, 152, 160, 161, 166,
1 7 3 ,1 7 8
•Política exterior, 126, 161, 165-166, 167. Véase también Lucha de poder en
tre estados
Política, naturaleza de la, 21-22, 22n, 134, 191
Políticas dinásticas, 61, 66, 84, 8 7 , 123n, 127, 148
Presupuesto, 197, 204
Principio de la efectividad, 136
Proceso electoral, 180; en el estado con stitu cion al, 154-155, 164, 180, 199;
en el estado contemporáneo, 199, 200-203, 206. Véase también Sufragio
Proceso feudal, 15, 32ss, 131, 159; en el sistema feudal, 62-63; en el Standes
taat, 86, 94; en el sistema absolutista, 103, 107, 118-119; en el estado
constitucional, 146, 159-165, 176-177; en el estado contemporáneo,
176ss, 202-203
Procesos económicos, 176,187-189,193, 208
Propiedad, 57-58, 128, 142,145, 153, 155, 175. Véase también Capitalismo
Prusia, 43, 84n, 88, 95ss, 113,115-119,198
223
Relaciones económicas exteriores, 101, 112, 121, 123, 129, 138, 165-166.
Véase también Colonialismo
Relaciones internacionales, véase Política exterior; Sistema de estados
Religión, 37,98-99, 101,113, 144, 148, 160, 175. Véase también Cristianismo
Representación, 84-85, 107, 128, 199-200
Represión, 129,141n, 161, 173-174,178, 207
Resistencia legítima al gobernante, 39, 63, 87, 100, 106, 112
Revolución, 129, 138, 198
Richelieu, cardenal: citado, 99
Roberto, conde de Gloucester, 55
Roberto, rey de Francia, 63
Sacro Imperio Romano, 95, 134, 138. Véase también Imperio carolingio
Schiera, Pierangelo: citado, 118
Schmitt, Cari, 26-36 passím, 134, 149, 190; citado, 29-30,31, 158
Secularismo, 126, 156, 175
Seigneurie, 50-51, 72, 87. Véase también Modo feudal de producción
Señores supremos, 51,52, 56-57, 56n, 82
Servicio civil, véase Dispositivos administrativos; Personal administrativo;
Burocracia
Simmel, Georg, 37n, 147n
Sindicatos, 166, 180, 186
Sistema de estados, 97-98, 105, 126, 133-139, 167, 171, 190n. Véase también
Lucha de poder entre estados
Sistema educacional, 141, 162, 175, 179, 188
Sistema legal, 131, 140, 158, 185
Sistema ocupacional, 38, 182-184
Soberanía, 90, 97-98, 101, 123, 133-139 passim, 149; en el Stándestaat, 65,
85; en el sistema absolutista, 119, 127; en el sistema constitucional, 129,
133-139 passim, 151, 159-160
Soberanía popular, 129
Socialismo, 166,178-179, 210-211
Sociedad, 24, 27,107,110,114,120,187,191-192
Sociedad civil: en el sistema absolutista, 42, 119-129 passim; en el estado
constitucional, 155n, 168-169,172-173
Spencer, Herbert, 37n
224
I
Valores, 2 2 -2 6 ,3 4 -3 5
Vasallos, véase Relación señor-vasallo
Venta de cargos, 104, 112, 145
Weber, Max, 1 4 ,3 9 , 138n,148, 156, 158, 165n, 191, 193, 210n; citado, 150
225