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Harmer señala que “los chilenos fueron el factor determinante de las relaciones
internacionales y del futuro de su país más que espectadores pasivos que
miran (y son afectados por) las acciones de afuera” (p. 22). Refiriéndose a la
intervención militar del 11 de septiembre de 1973, Harmer apunta que “fueron
los militares chilenos, no Washington, quienes en última instancia decidieron
actuar y, a pesar de los preparativos de Cuba para enfrentar un golpe, fueron
también Allende y la izquierda chilena quienes estuvieron incapacitados para
defender el proceso revolucionario que habían iniciado” (p. 288).
El caso de Estados Unidos resulta bastante interesante de examinar. En el
libro se muestra cómo, tras la guerra de Vietnam, la capacidad de intervención
norteamericana en países del Tercer Mundo había quedado bastante constreñida,
debiendo operar sobre la base de acciones encubiertas. Tras una frustrada
intervención en los asuntos chilenos en septiembre de 1970, para impedir
que Allende llegara a La Moneda, se definió un plan de mediano plazo que
incluía aplicar un “síndrome de abstinencia” económica, fortalecer los lazos con
militares chilenos, apoyar a partidos no marxistas y colaborar con los medios
de comunicación. Estados Unidos interpretaba que gran parte del futuro de
América Latina pasaba por impedir que Allende culminara con éxito su gobierno.
Por su parte, Chile planteó una política ambigua respecto de Estados
Unidos. Por un lado, sabía que un acercamiento con este país era crucial para la
continuidad del gobierno de la Unidad Popular, debido a su enorme incidencia
económica y financiera sobre Chile. Esto llevó inicialmente al gobierno de Allende
a luchar para evitar todo tipo de confrontación, con tal de no enemistarse con la
administración Nixon. Sin embargo, el Programa de la UP estaba fundamentado
en un marcado discurso antiimperialista, cuyo emblema era la nacionalización
de las empresas del cobre. Como era imposible realizar una revolución socialista
antiimperialista con la ayuda de Estados Unidos, la estatización del cobre –que
incluía empresas norteamericanas– terminó por ser el factor de quiebre definitivo
entre los dos países.
Ahora bien, aunque la autora explica en detalle la relación económica entre
ambos países y la incapacidad de Chile para sortear con éxito la confrontación con
Estados Unidos, no se concluye cuál fue exactamente el nivel de incidencia que
tuvo el factor externo en el grave colapso económico que el país vivió durante
la UP. Si bien la crisis económica chilena de entonces tiene una explicación
plural, Harmer no incluye en su ecuación el impacto y las consecuencias de las
políticas económicas internas impulsadas por el mismo gobierno y que explican
gran parte de la debacle.
Además, en materia de intervención norteamericana, el libro examina solo
tangencialmente la relación de Estados Unidos con actores no estatales opositores
al gobierno de Allende, como los partidos políticos, los medios de comunicación
y los gremios. Parte del plan estratégico de EE.UU. incluía el financiamiento de
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estos sectores, tema que, al no ser profundizado por Harmer en esta ocasión,
admite futuras investigaciones.
En la otra cara del conflicto ideológico, Tanya Harmer logra realizar un
cuadro completo de la evolución de las relaciones entre Chile y Cuba. Mientras
en un principio la isla mantiene una intervención de bajo perfil en los asuntos
chilenos –reforzada por la idea de que una mayor colaboración podía perjudicar
la campaña presidencial de Allende en 1970–, los lazos se hicieron más estrechos
y problemáticos a medida que pasaron los meses de gobierno. Al igual que
Estados Unidos, Cuba también se jugaba sus intereses y posición en el orden
interamericano mediante su relación con Chile, viendo en esta una posibilidad
para salir del aislamiento en el que se encontraba.
Harmer muestra con rigurosidad cómo la relación con Cuba va evidenciando
las diferencias tácticas existentes en la izquierda marxista respecto de cómo
hacer la revolución, las que se hacen más explícitas durante la larga visita de
Fidel Castro a Chile a fines de 1971. Si bien la historiadora reconoce que “sus
experiencias y métodos [de Castro y Allende] estaban en polos opuestos”, había
una coincidencia en que “ambos compartían una serie de valores en común
y una visión del mundo que los unió en un momento crítico de la historia de
América Latina” (p. 52). En concordancia con lo anterior, Harmer destaca cómo
el objetivo de la sociedad socialista entre Castro y Allende eran compartidos, y
en un viaje a la isla este último había señalado, en Radio Habana Cuba, que en
Chile “hay un pueblo también que por su propio camino, distinto al de Cuba,
pero con la misma meta, empezará a caminar” (p. 102).
Asimismo, la autora destaca que la relación de Allende con la “vía armada”
era problemática. Si bien por un lado rechazó el camino de las armas para
llevar adelante el socialismo, por otro mantuvo relaciones con grupos que
reivindicaban la violencia revolucionaria como un método legítimo en el
ejercicio del poder. Una de las entrevistas realizadas por la autora señala la
colaboración de Allende en las luchas armadas de la izquierda latinoamericana
“tanto con dinero como con apoyo moral” (p. 59), ayudando, por ejemplo, al
Ejército de Liberación Nacional boliviano, donde participaba su hija Beatriz
Allende (p. 60).
La provisión de armas y el entrenamiento militar fue uno de los pilares que
definió la relación entre Chile y Cuba en el periodo. Harmer señala que “más
allá del GAP, los cubanos también entrenaron y armaron por separado a sectores
del MIR, el PS, el PCCh y el MAPU durante el tiempo en el que Allende estuvo
en el cargo” (p. 184). Agrega que hacia septiembre de 1973 el “aparato militar
del Partido Socialista había recibido tres entregas de armas ‘de la isla’, la mitad
de las cuales fueron remitidas al GAP. Estas entregas estuvieron compuestas por
200 fusiles de asalto AK-47, cuatro pistolas semiautomáticas P-30, ocho pistolas
semiautomáticas Uzi, seis misiles antitanque soviéticos RPG-7 (cada uno con
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