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Sinopsis
—¿Te vas?
Remo, que se había quedado inmóvil escuchando
la canción lejana, se giró hacia quien le hablaba.
Al principio no logró reconocerla, pues no
esperaba ver a Sala sin sus pantalones y su jubón.
Tardó en responderle mientras la miraba como si
la misma Lania se le hubiese aparecido. Vestía de
blanco, una prenda generosa con las virtudes de su
silueta que se deslizaba en el interior.
—Sí. Me voy —respondió Remo secamente,
volviendo su mirada al caballo.
—¿No te quedarás ni para la fiesta?
Sala tenía la sonrisa en la cara, pero sus ojos no
podían ocultar una amargura extraña. De pronto
Remo se marchaba y ella pensaba que eso no
estaba bien. Su intuición femenina le había
advertido después de toda la jornada, cuando las
tensiones se relajaron, que aquello podía
suceder..., pero Remo había preparado ya un
caballo. Era demasiado inminente. Su sonrisa era
decorosa, como impulsada por la lógica alegría de
haber triunfado frente a la adversidad, pero
contenida por otra emoción. Remo ajustó la última
correa y se colocó justo enfrente de ella.
—¿No pensabas ni decir adiós? —preguntó Sala
mostrando un poco de indignación. Pensaba en ella
misma, pero también en los demás, Trento, Lorkun,
los gemelos, incluso Maniel..., lo que habían hecho
juntos había sido portentoso. Toda una gesta.
Estaba segura de que de ellos tampoco se había
despedido. Irse sin más... le parecía bastante
desconsiderado después de haber estado codo con
codo en la batalla.
—Me voy... No sé qué decir. No me gustan las
despedidas. Cuento contigo para hacérselo
entender a todo el mundo.
Sala apartó su mirada hacia el suelo. Luchaba al
parecer por evitar la mirada de Remo y, al mismo
tiempo, parecía necesitar volver a mirarlo, y
andaba girando la cabeza de un lado a otro. Los
ojos le brillaban en la luz escasa de la noche,
traída en su mayoría por las estrellas y los retazos
luminosos cambiantes que provenían de la hoguera
lejana.
—¿Volverás? Quiero decir... Supongo que
después de lo de Moga, creo que Trento va a
intentar que te levanten el exilio para que puedas
visitar Venteria. Ya no serás un proscrito en la
capital. Sebla tiene sus sospechas, pero Trento
afirma que no será un problema. ¿Por qué no te
quedas al menos esta noche?
Estaba nerviosa. No sabía qué decir, pero sabía
que el silencio acarrearía la marcha irrevocable
del guerrero. Sala detestaba esa idea, pero no
encontraba valor para tratar de impedírselo
frontalmente.
—Supongo que algún día os visitaré...
—No lo dices muy convencido, Remo, yo... —
tenía el corazón galopando en el pecho y un nudo
en la garganta—. ¿Adónde vas?
—No lo sé exactamente..., me apetece viajar.
Ella asintió como si entendiese lo que Remo
pretendía decir más allá de ese «me apetece
viajar». Un diálogo sin palabras que, para ella,
tenía un significado claro: Remo seguiría tras la
pista de Lania. Aunque hacía años que no tenía
pistas.
Una lágrima resbaló por la mejilla de la mujer.
Lo supo Remo, porque en uno de sus movimientos
un hilo húmedo brilló en la cara resbaladiza de la
joven.
—Ha sido un honor, Sala... —comenzó a decir
él. Entonces la joven dio un paso adelante y lo
abrazó. Remo, totalmente inmóvil, se dejó abrazar.
—No me trates como a un camarada, como a
cualquiera de tus amigos, Remo... Mejor calla,
como siempre. El corazón de una mujer es frágil.
Remo hizo caso a Sala y permaneció en silencio.
Fue cuando correspondió al abrazo de la mujer,
cuando percibió que ella se derrumbaba llorando
con más vehemencia, gimiendo a veces con
sutileza, como tratando de evitarlo, pero sufriendo
la tiritera imposible de esquivar en la tristeza que
posee al cuerpo. La dejó llorar aferrándola con
fuerza.
Sala pensó horrorizada que no deseaba llorar, no
deseaba más que alegría esa noche, y se sintió
demasiado expuesta. Apretó los dientes y cortó el
llanto. Lo que menos deseaba, aceptando que
Remo se marchaba, era que él se llevase ese
recuerdo compungido de ella.
—Tranquila..., seguro que volveremos a vernos
—dijo Remo.
Después, con delicadeza, deshizo el abrazo y
montó en el caballo. El animal se volteó con
lentitud, y jinete y corcel iniciaron un paso
exquisito y armonioso. Sala lo contempló perderse
en la oscuridad hacia un repecho y, más allá,
internarse en la negrura del bosque.
Un buen rato los ojos de la mujer, sumidos en
lágrimas, persiguieron movimientos en la
oscuridad, sin saber exactamente cuándo dejaron
de contemplar al hombre a caballo.
Preludio
El tesoro de la Isla de Lorna