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La influencia del género en la

construcción de la subjetividad femenina


Autor: Garrido Sola, Irene

Palabras clave

Subjetividad femenina, Genero, Feminidad primaria, Feminidad secundaria.

Aperturas psicoanalíticas: revista internacional de psicoanálisis Número 050 2015 .


https://aperturas.org/articulo.php?articulo=0000906&a=La-influencia-del-genero-en-la-
construccion-de-la-subjetividad-femenina

Índice
1. Introducción
2. La construcción de la subjetividad femenina
3. El fantasma de género parental
4. El significado sexual: feminidad primaria y secundaria
4.1. Feminidad primaria
4.2. El significado sexual
Revisión de dos conceptos: complejo de castración y envidia de pene
5. El cuerpo
5.1. Sexualización de la feminidad
5.2. Vergüenza y culpa
6. Comentario final
7. Bibliografía

Introducción

A lo largo de esta monografía voy a tratar de explicar cómo las mujeres vamos
construyendo nuestra identidad femenina desde las etapas preedípicas a
través de la intersubjetividad y cómo las atribuciones de género afectan
directamente a este proceso. Para ello me he basado en las obra escrita por
Emilce Dio Bleichmar “La sexualidad Femenina. De la niña a la mujer” (1997),
y me he apoyado en otras obras escritas por autoras y autores
contemporáneos (como Jessica Benjamin, Jean Laplanche, Judith Buttler, Nora
Levinton y otros) junto con autoras que han desarrollado el pensamiento
feminista en los últimos tiempos (como Alda Facio, Kate Miller y otras).

Hasta hace pocos años, las diferencias entre hombres y mujeres eran
atribuidas a un componente biológico como era el sexo y, por tanto,
consideradas como algo inmutable. Pero fue Money en 1956 quien introdujo el
concepto de identidad de género, concepto que puso el foco de atención sobre
la importancia de la construcción social de esas diferencias sexuales. Y,
gracias a este concepto, las mujeres encontraron la forma de luchar contra la
desigualdad promovida entre los géneros. La pregunta es ¿por qué una simple
diferencia se ha convertido (o la hemos convertido) en una desigualdad? Alda
Facio explica a lo largo de su texto Feminismo, Género y Patriarcado que es

Porque la diferencia mutua entre hombres y mujeres se concibió como la diferencia de


las mujeres con respecto a los hombres cuando los primeros tomaron el poder y se
erigieron en el modelo de lo humano (2000, p.1).

Esta desigualdad patente desde hace siglos en nuestra sociedad ha pasado a


formar parte de nuestro sistema de creencias, dando lugar a lo que estudiosas
feministas como Alda Facio, Kate Miller o Celia Amorós han denominado
patriarcado, tomando la definición del mismo hecha por Kate Millet en su obra
Política Sexual (citado por Posada Kubissa, 2005) como “el poder de los
varones sobre todas las mujeres, como una política de dominación presente en
los actos más aparentemente privados y personales”.

A lo largo de este texto me centraré en cómo este sistema patriarcal ha


afectado directamente a la forma en que las mujeres construimos nuestra
subjetividad femenina, debido a que este es el tema que me ocupa. Sin
embargo, creo necesario recalcar la necesidad de tener en cuenta que las
ideologías patriarcales no sólo restringen y limitan a las mujeres, sino también
a los hombres a pesar de su estatus de privilegio, ya que delimitan las
características, comportamientos y roles “propios de cada sexo”, por lo tanto
los hombres también van a ser obligados a prescindir de los roles “propiamente
femeninos” y diferenciarse de ellos lo máximo posible (Facio y Fríes, 2000, p.
3). Así, no estará bien visto que un hombre muestre sus emociones, o parezca
débil y poco agresivo, considerándose estas características propias de la
mujer.

El concepto de género fue introducido en el psicoanálisis por Stoller en 1968,


quien subrayó la necesidad de dar importancia al papel de los otros en la
constitución de la identidad de género (Dio Bleichmar, 2010). Y es desde esta
postura desde la que podemos entender cómo las construcciones culturales en
cuanto al género van a influir en cómo el niño y la niña construyen su
subjetividad. Asumiendo que no es la sociedad la que hace la asignación al
niño, sino que es el pequeño grupo que rodea al niño o a la niña (familia y el
grupo de pares) quienes inscriben en él o ella lo social (Dio Bleichmar, 2012,
p.9).

Como dice Laplanche, la asignación de género al niño y a la niña por los


adultos va a preceder a la simbolización que éstos hagan. Esta asignación “es
un conjunto complejo de actos que se extiende al lenguaje expresivo y a la
conducta del entorno familiar” (Dio Bleichmar, 2012, p.6).

Así a través de las próximas líneas explicaré, desde el paradigma de la


intersubjetividad, cómo se va formando la identidad femenina a lo largo del
desarrollo de la niña. Trataré de poner de relieve la gran importancia de la
identificación primaria, entendida como algo generado en el adulto hacia el
niño, pues supondrá el primer paso en la construcción de la subjetividad
femenina en la niña.
Siguiendo el curso del desarrollo de la niña, veremos cómo la comprensión del
significado sexual va a redefinir su ideal de género y cómo esta construcción
del significado sexual va a estar directamente influida por la implantación de
significados enigmáticos o inconscientes por el adulto.

Por último, realizaré algunas puntualizaciones sobre la importancia que tiene el


cuerpo de la mujer como elemento sostenedor de su narcisismo y las
implicaciones que tiene el hecho de que este cuerpo femenino esté
directamente atravesado por el significado sexual, de manera que se
hipersexualiza la representación de la identidad femenina.

La construcción de la subjetividad femenina

Nora Levinton, en su libro El Superyó femenino. La moral en las mujeres afirma


que la condición estructurante para el género femenino es la motivación de
apego combinada con el módulo motivacional del narcisismo (2000, p.133).

Las niñas y los niños, desde que nacen, identifican como figura de apego al
progenitor que sea el dispensador principal de cuidados, quien satisfaga sus
necesidades y regule sus ansiedades. Esto se produce independientemente de
si es el padre o la madre quien personifica ese papel; si bien es cierto que en
nuestra cultura tradicionalmente ha sido la madre, en los últimos tiempos cada
vez más padres se hacen cargo de los cuidados y la regulación emocional de
sus hijos. Sea quien sea la figura principal de apego, la niña o el niño querrán
ser su preferido y a quien ésta se dedique de forma exclusiva.

En esta etapa preedípica coexisten, como explica Emilce Dio Bleichmar en La


sexualidad femenina, la catexis de objeto y la identificación. Esta identificación,
denominada primaria por Freud, se produce antes de que el niño o la niña
acepten la diferencia de sexos y se refiere al proceso por el cual el niño y la
niña se identifican con su igual, a quien quieren imitar.

Si bien Freud lo concibe como un proceso unidireccional del niño hacia la


madre o el padre, a partir de la inclusión del paradigma de la intersubjetividad
este proceso se complejiza. Se amplía la visión y ya no es sólo la niña la que
se identifica con la madre, sino que son la madre y el padre quienes a su vez la
identifican como niña. A esto se le añade el aporte de Money (1988) citado por
Dio Bleichmar en su trabajo Otra vuelta más sobre las teorías implícitas del
psicoanalista sobre el género en el que especifica cómo al mismo tiempo que la
hija y la madre se reconocen como iguales, el padre y la niña se identifican
como diferentes.

Y es aquí donde entra en juego la importancia del concepto de género ya que


en este momento se construye un ideal del género que se tomará como el
modelo sobre el que se construirá el yo.

Como hemos apuntado, la niña se identifica con la madre y se reconoce en ella


como similar, como mujer, así como reconocerá como iguales a las hermanas,
abuelas y otras niñas. Poco a poco irá incorporando las normas sobre qué le es
propio como mujer, qué se espera de ella y qué formas lingüísticas se emplean
para denominarnos y reconocernos. Y en un proceso simultáneo se
diferenciará del otro, del hombre, en el que incluirá al padre, a los hermanos,
abuelos y otros nenes (Dio Bleichmar, 1997, p. 67).

A lo largo de la historia las ideologías patriarcales han dicotomizado al ser


humano en mujeres y hombres, considerándolos como complementarios. De
forma que cada una de estas identidades excluye a la otra. Si al hombre se le
otorgan atributos como la racionalidad, la objetividad, la actividad, etc., a la
mujer se le otorgan las opuestas, la sensibilidad, la subjetividad, la pasividad,
etc. A esto se le suma que los atributos masculinos se han implantado como el
modelo de humanidad, de lo deseado. Equiparando el concepto de hombre
como varón, con el concepto de hombre como ser humano. Mientras que la
mujer ha quedado relegada a ser el un ser inferior, al considerarse sus
características como menos valiosas que las del hombre.

Por lo tanto, aunque este proceso de identificación sea igual para niñas como
para niños, el contexto en el que nos hemos encontrado las mujeres ha hecho
que para las mujeres encontrar una valoración narcisista en nuestra identidad
femenina sea mucho más complicado que para los hombres.

El fantasma de género parental

Todas las personas tenemos una representación mental sobre la masculinidad


y la feminidad. Esta representación la hemos ido construyendo en la
intersubjetividad a lo largo de un proceso que se inició en la interacción con
nuestros padres y que se ha ido modelando a lo largo de nuestra vida en la
interacción con otras personas y realidades. Estas representaciones se
componen de significados conscientes y preconscientes, pero también de
contenidos inconscientes. Estos contenidos, denominados fantasmas
inconscientes, se transmitirán de generación en generación a través del
discurso o de la acción (Dio Bleichmar, 1997, p.72).

Por tanto, desde el momento en el que sabemos que vamos a ser padres y
descubrimos el sexo del bebé que esperamos, vamos a empezar a proyectar
sobre el nuevo niño o niña todas estas representaciones conscientes y
preconscientes que nos hemos formado sobre el género así como nuestro
fantasma de género.

Esto hará que muchas veces nuestras hijas reciban mensajes contradictorios
por nuestra parte, sobre todo en este momento en el que se entremezclan las
construcciones conscientes sobre lo que nosotras y nosotros consideramos
que es una mujer, el fantasma transmitido por nuestros propios padres, y los
mensajes que portan las instituciones de lo simbólico en las que estamos
inmersos

Así por ejemplo podemos querer que nuestra hija se convierta en una mujer
fuerte, independiente, decidida; que no tenga por qué considerar el matrimonio
y la maternidad como el fin último de su vida, su máxima expresión de
feminidad; que sea libre de hacer y de pensar lo que quiera… Pero al mismo
tiempo nos asusta si de pequeña tiene comportamientos considerados
tradicionalmente masculinos: nos asusta que sea más agresiva que las otras
niñas, nos parece raro que no quiera llevar vestidos, que prefiera jugar con
otros niños o que le guste más un camión que una muñequita; y, sobre todo,
nos asusta que la niña se relacione de manera natural con el sexo. Y todo esto
se lo vamos a transmitir desde el lenguaje y desde nuestro comportamiento.

El significado sexual: feminidad primaria y secundaria

La madre es el modelo de la identificación primaria y secundaria para la niña,


por lo que ésta construye el significado de feminidad a partir de la identificación
con la madre.

Feminidad primaria

Como hemos explicado en el punto anterior, en el momento en el que se


conoce el sexo del bebé, se pone en marcha todo el conjunto de estereotipos y
fantasmas de género en los padres.

Estos fantasmas se proyectarán en la recién nacida quien, al identificarse con


su madre como igual, comenzará a imitar aquellos atributos que la diferencian
del padre, del otro: su forma de vestir, de comportarse, de hablar….

Por lo tanto podemos considerar que serán los padres, y concretamente la


madre, atravesados por el sistema sexo-género, quienes implantarán la
feminidad en la niña a través de los procesos de semejanza y
complementariedad. Nora Levinton en su libro El Superyó Femenino propone
que este contenido sobre el género implantado en la niña por los padres,
actuará en la niña como una creencia matriz pasional. Concepto establecido
por Hugo Bleichmar y que se refiere a:

Los códigos y reglas de significación mediante los que el sujeto interpreta los
acontecimientos internos y externos que le van acaeciendo a lo largo de la vida. Estos
códigos los genera el discurso del otro significativo y, posteriormente las experiencias
azarosas en la vida del sujeto o el puro juego de las diferentes reglas de lo inconsciente
en el procesamiento de representaciones, en cuanto al significado y la operatoria, van a
ir particularizando en cada caso el modo de inscripción de esos códigos (Méndez Ruiz,
J.A, Ingelmo Fernandez, J., 2011).

Aplicado a lo que nos concierne, estas creencias matrices sobre el género irán
configurando los contenidos del psiquismo de la niña. Los padres son los que
implantarán en la niña, mediante su discurso, cómo tiene que comportarse y
qué tiene que hacer para ser una niña y, por oposición al otro género,
establecerán la complementariedad de lo que no le es propio por su género
sino que pertenece al género contrario (Levinton, 2000, p. 111). Estas
creencias matrices condicionarán por tanto los contenidos del superyó que se
está construyendo en este momento en la niña.

Toda esta articulación entre el Ideal del yo, que en este momento se
personifica en la madre, y el género nacerá tanto del discurso de los padres
como de las acciones de los mismos. Por ejemplo serán también los padres
quienes ofrecerán a la niña los juegos a los que deberá jugar, que son distintos
que los del niño. Con estos ensayará el papel que se le da como mujer en el
mundo: jugará con las muñecas a quedarse embarazada, tener hijos,
cuidarles…jugará a las cocinitas o a otros juegos de cuidado como a ser
enfermera.

A esta construcción de la feminidad primaria también contribuyen las


sensaciones placenteras que la niña experimenta en su cuerpo durante la
higienización por parte del padre o de la madre. En este primer momento
todavía no hay construcción del significado sexual, la niña se excita en sus
genitales femeninos lo que la inicia en la sexualidad fuera de todo significado,
placentera, y por tanto narcisizante en el sentido en que de tu propio cuerpo
nacen sensaciones positivas generadas por la estimulación que la madre (o el
padre) realizan en la higienización. (Dio Bleichmar, 1997, pp. 322-323).

El significado sexual

En este segundo momento de construcción de la sexualidad humana, la niña y


el niño descubren el significado sexual, es decir, la diferencia de sexos.

Los niños y las niñas integran en sus identidades la diferencia genital, pasando
a concebirse como seres sexuados. ¿Qué implicaciones tendrá para el niño y
la niña esta incorporación de la representación de su órgano genital a su
identidad? Como bien explica Dio Bleichmar, la teoría psicoanalítica clásica se
ha quedado insuficiente al proponer como teoría sexual infantil principal la
teoría del sexo único y la universalidad del complejo de castración (1997, p.
325).

Lo que me parece importante destacar de esta propuesta es que los hombres


empiezan a considerar desde niños que un objeto parcial, como es su pene, es
un elemento esencial de su identidad masculina. O mejor dicho,

“[…] Cómo la masculinidad, el género, ha hecho de la posesión y el goce del órgano el


soporte central de la identidad masculina, lo que fundamenta que el niño normativizará
su masculinidad a través de la misoginia, rechazando la feminidad de las niñas,
separándose de la madre y repudiando toda forma de debilidad viril”. (Dio Bleichmar,
1997, p.326).

Mientras que el ser sexuado del niño parece que tiene su base en el pene,
descubrimos cómo el ser sexuado de la niña parece ser su cuerpo entero, ya
que en una mujer lo que se valora es su belleza. Como apunta Dio Bleichmar,
ser “la guapa” es el ser sexuado de la niña, constituye un atributo de su
identidad total (1997, p. 327). Las implicaciones que tiene esto en la
construcción de la identidad femenina las desarrollaré en el apartado siguiente.

Revisión de dos conceptos: complejo de castración y envidia de pene

En las teorías psicoanalíticas tradicionales se ha venido considerando que


cuando los niños descubren la diferencia de sexos se crean una teoría del sexo
único, basada en la presencia (o ausencia) de pene. Esto lleva a plantear que
los varoncitos, cuando se dan cuenta de que a su madre le falta el pene,
desarrollan un miedo a que si se identifican con ella lo perderán (y con él su
masculinidad), es decir serán castrados, de ahí la articulación del concepto de
complejo de castración; mientras que las niñas envidiarán al sexo opuesto por
poseerlo, desarrollando la envidia de pene. Pero a la luz de la nueva teoría de
identidad genérica esto se cuestiona, ya que presenta una concepción del
género no motivada por la diferencia genital, aunque la abarca (Jessica
Benjamin, 1997, p. 141). Por tanto deberíamos considerar que la importancia
dada a este órgano genital está mediada por el fantasma de los padres,
quienes serán los que llenen de significado la posesión o no posesión de este
órgano.

Teniendo en cuanta la (aún) imperante cultura patriarcal, sigue siendo


frecuente que ya desde niño se observen las diferentes cualidades asociadas a
la mujer y al hombre. Por lo que, básicamente, el tener pene implica
identificarse con lo masculino y por tanto con los atributos positivos asociados a
este constructo. Y no tenerlo implica identificarse con lo femenino y no llegar a
tener estos atributos en tanto que lo femenino se ha construido como
complementario y supeditado a lo masculino.

Así pues, ¿no será más bien que el género ha hecho que ya en el niño se
implante la idea de la posesión del órgano genital como un elemento esencial
de la identidad masculina, símbolo de poder, de independencia, por lo que
teme que, si se identifica con la mujer, perderá ese poder y tendrá que asumir
la posición de género asociada tradicionalmente a la mujer como un ser débil y
dependiente? Esto supondrá una amenaza narcisista para su identidad
masculina, lo que le llevará a alejarse de todo signo de feminidad.

Y en el caso de la envida de pene en las mujeres (si esta atañe al conflicto de


género y no a la orientación del deseo sexual), ¿no sería más acertado
considerar que lo que se envidia desde niña no es la posesión de un órgano en
concreto sino, más bien, lo que este simboliza? Es decir, los privilegios que se
le otorgan a la masculinidad.

Por lo tanto, no todas las niñas tienen porqué desarrollar la envidia de pene ya
que dependerá de la valoración que de la feminidad hagan el padre y la madre
y, secundariamente, de la cualidad de la relación intersubjetiva con los adultos
y hermanos (Dio Bleichmar, 1997, p. 327).

Para ilustrar este epígrafe voy a mencionar brevemente el caso de Marta, una
pacientita mía de 7 años. Llegó a mi consulta hace un año acompañada de su
madre. Sus padres están separados desde que ella tiene 4 años, y tiene una
hermanita 3 años menos que ella. Los padres de Marta no mantienen buena
relación, ya que se separaron porque el padre no trataba bien a la madre.
Según lo que ella me ha contado, la humillaba y minusvaloraba. Esta situación
hace que la niña no vea a su padre a menudo.

Marta quiere mucho a su madre. En varios dibujos la ha representado como un


hada o una princesa. Sin embargo, es curioso cómo cuando se hace alusión a
ella como una princesa, ella lo rechaza. Si le dejo pinturas para colorear evita
utilizar deliberadamente el color rosa. Un día le pregunté por qué y me contestó
“porque lo odio”. A lo que le pregunté si mamá y Lisa (su hermana) también lo
odiaban. Marta me respondió “no, a ellas les gusta mucho. Sobre todo a Lisa”.
En las sesiones, Marta quiere jugar con los cochecitos o con los playmobils.
Siempre insiste en que salgamos a jugar a fútbol, que es lo que más le gusta
en el mundo. Alguna vez que ha elegido jugar con muñecos siempre insiste en
que yo coja las muñecas chicas, mientras que ella elige jugar con los muñecos
varones. Si en algún momento le he ofrecido cambiarnos los muñecos, ella lo
ha rechazado abiertamente con expresiones como “puaj, quita”.

En cuanto a la relación con su padre, a través de varias sesiones he podido


observar que Marta le adora. Cuando tenemos sesión antes de una próxima
visita a su padre no puede reprimir la emoción y me cuenta atropelladamente
todo lo que va a hacer con su padre, como ver el fútbol, ir en su coche nuevo,
jugar a la videoconsola…Y cuando vuelve de verle me cuenta todo con lujo de
detalles.

Si tomásemos la postura clásica para tratar de comprender el comportamiento


de Marta, probablemente lo enlazaríamos con la envidia de pene, suceso que
para Freud era la explicación central para el proceso por el cual la niña, al
reconocer la superioridad del pene sobre la vagina, cambia de objeto de amor
(de la madre al padre) debido al rencor que siente hacia la madre por no
haberle dado un pene. Es así como la niña se dirige al padre, en busca de un
falo que la madre no pudo darle, o su sustitutivo: un niño que le otorgará la
completitud de su feminidad.

Pero, a mi parecer, sería más acertado tomar como explicación la perspectiva


de Jessica Benjamin, desde la que podemos comprender este comportamiento
como la necesidad que la niña tuvo desde su etapa preedípica de buscar a otro
distinto de su madre con quien identificarse en su lucha por individuarse. Y
desde entonces ha intentado parecerse a él tratando de lograr el
reconocimiento por parte del padre quien, al parecer, no responde
positivamente a esta necesidad de identificación. En palabras de Benjamin
podríamos decir que lo que la niña busca continuamente es “Un reconocimiento
confirmado del padre (“Sí, tú puedes ser como yo”) que le ayudaría a
consolidad la identificación y realzaría la sensación de ser un sujeto de deseo”
(1997, p. 155).

De esta manera, Marta, cuando descubre algo nuevo que le gusta a su padre,
lo incorpora como su mayor afición e intenta aprender a hacerlo lo mejor
posible. Por ejemplo recuerdo una sesión en la que vino de pasar con él las
navidades, e insistió en enseñarme a jugar al béisbol. Le pregunté dónde había
aprendido a jugar, ya que nunca antes había hablado del béisbol. Y me dijo que
lo había estado viendo con su padre por la televisión todas las navidades.

En su libro “Sujetos iguales, objetos de amor”, Benjamin explica que, en la


etapa preedípica, el niño necesita des-identificarse de la madre, quien ha sido
su cuidadora primaria, para separarse de ella y asumir su masculinidad. Toma
al padre como ideal, como un modelo en el que se verá reflejado y al que se
querrá parecer. Este padre está siendo reconocido por varios teóricos como
crucial para la separación y el desarrollo temprano del sí-mismo para lo que es
de suma importancia que sea capaz de asumir esa identificación. Sin embargo,
no hay una equivalencia en la niña de este proceso.
Tomando la postura de Abelin (1980) nos indica que en el momento en el que
se comienza a consolidar la diferencia genérica en los niños/as, se pone en
marcha también la lucha por diferenciarse y por lograr el reconocimiento de uno
mismo como sujeto de deseo, lo que supone una lucha entre la necesidad de
seguridad y de autonomía en el niño/a. En este momento es cuando las
diferencias genéricas entre padre y madre se empiezan a simbolizar en la
mente del niño/a asociando a la madre las funciones de seguridad, de
dependencia; y al padre las de libertad, separación y deseo.

Lo que tenemos que tener en cuenta es que estas simbolizaciones están


mediadas por todo lo que hemos comentado con anterioridad, la división
tradicional de tareas en función del género, el fantasma de género parental,
etc… En las familias que no reproducen el estereotipo se pueden producir
cambios en los roles asociados a uno u otro, padre o madre. Sin embargo, y
como bien apunta Benjamin,

Es probable que esta estructura genérica invertida no se mezcle con las


representaciones culturalmente dominantes del “exterior” que se encuentran un poco
después, y por lo tanto no generaría esa coherencia aparente de identidad genérica
que sí se produce el modelo tradicional (1997, p. 147).

Por lo tanto, el niño encuentra en el padre esa identificación con otro sujeto
distinto del primer objeto, fuente de lo bueno, en el que encontrará el vehículo
para establecer su identidad masculina y ser confirmado como sujeto de deseo.
Este proceso sólo puede tener éxito cuando es recíproco. Y para los padres
resulta mucho más fácil responder a esta necesidad con sus hijos que con sus
hijas.

Pero, como Benjamin apunta, la niña que en este momento también lucha por
individuarse, busca otro objeto distinto a la madre que le permita el
reconocimiento del propio deseo. En muchas ocasiones ese otro será el padre,
pero, como hemos dicho en el párrafo anterior, los padres responden más
positivamente a la identificación con sus hijos que con sus hijas. Para
Benjamin, la envidia de pene responderá al anhelo frustrado de la niña cuando
su padre resulte inaccesible (1997, p. 150).

Es de esperar que en el momento en el que consigamos superar social y


culturalmente las prescripciones sobre lo que nos compete en tanto mujeres u
hombres ,esta necesidad de identificarse con otro que represente la
subjetividad pueda ser satisfecha tanto por la madre como el padre, al quedar
libres de sus roles socialmente construidos.

Pero mientras no consigamos superar las divisiones tradicionales de los


géneros, las hijas seguirán intentando de utilizar este modo de identificación
con el padre (1997, p. 151).

El cuerpo

Como he ido explicando a lo largo de los apartados anteriores, durante la etapa


pre-edípica la niña ha ido construyendo su identidad femenina en la
intersubjetividad. Es en el momento del conocimiento de la diferencia sexual,
cuando la niña empieza a percibir y dar nombre a sus genitales, y a localizar
las sensaciones que le surgen de los mismos. Este descubrimiento la llevará a
reorganizar las representaciones del esquema corporal de su identidad
femenina. No es, por tanto, cierto que sea la genitalidad lo que otorga la
identidad femenina (Dio Bleichmar, 1997). Este descubrimiento y la
consiguiente valoración que la niña haga de sus genitales dependerá de cómo
los adultos le ayuden a descubrirlos, los valoren o, por el contrario, los
enmascaren.

Durante mucho tiempo, las niñas han tenido un desconocimiento total sobre su
vagina. La explicación es este hecho la podemos encontrar en que hasta hace
pocos años, el conocimiento y el discurso sobre el sexo por parte de las
mujeres no gozaba de investimiento narcisista. (Dio Bleichmar, 1997, p. 339).
Es más, a las mujeres se las ha dividido, hecho que hoy en día en muchos
círculos se sigue haciendo, en dos clases, monjas o putas. Y el criterio
diferencial ha sido su sexualidad, que legitimaba la identidad para aquellas que
mostraban recato, en detrimento de las que gozaban de su sexualidad. Es
decir, hasta hace poco ha sido la cultura patriarcal la que ha definido qué es
válido como mujer y qué no, siendo la hegemonía masculina la que ha
silenciado y marginado el saber sobre la sexualidad femenina. Como expresa
Emilce Dio Bleichmar: “¿Podemos sostener que el pene es más deseable por
su carácter “provocante”, o por su proximidad al cetro que se ha tomado como
símbolo de poder?” (1997, p. 343).

Así el pene no sirve solo para designar una parte corporal del hombre, sino que
se convierte en símbolo del poder masculino. A esta simbolización se la ha
denominado en la teoría psicoanalítica como el falo, que se inició como
configuración del fantasma del órgano que debiera poseer la madre. Pero este
concepto se ha extendido y ha pasado a convertirse en un símbolo universal de
poder, legitimando la autoridad masculina, mientras que la potencia femenina
del vientre y el pecho, símbolos de la fecundidad, se han relegado a un
segundo plano. Desde este segundo significado dado al falo es que vemos que
se produce una asimetría en la valoración del poder femenino y masculino. Y
es desde esta postura desde la que podemos entender la “envidia” de las
mujeres, la necesidad de llegar a compartir ese lugar de poder que desde hace
siglos se nos ha prohibido.

Todas estas atribuciones culturales al falo influirán en el fantasma de género


parental en forma de valoraciones negativas sobre la vagina y positivas sobre
el pene, lo que influirá a su vez directamente en la niña y en el niño y en la
valoración que estos hagan de sus genitales, afectando a la construcción de su
identificación femenina y masculina.

Pero, como hemos podido observar en los apartados precedentes, es la


identificación y percepción de los genitales lo único a partir de lo que la niña
construye su subjetividad femenina. Es más, hay algo que lo precede y que ya
había empezado a construir la identidad femenina de la niña en la
intersubjetividad. Esto es el proceso de construcción del significado sexual, es
decir, la interiorización de cómo afecta la sexualidad a la identidad femenina de
la niña.
Sexualización de la feminidad

En el apartado sobre la construcción del significado sexual en los niños y las


niñas, he expuesto que mientras que el ser sexuado del niño se cimienta en el
(re)conocimiento de su pene como núcleo de su masculinidad, pareciera que
será el cuerpo entero de la niña el que va a constituirse como núcleo de la
identidad femenina y del narcisismo del yo-género (Dio Bleichmar, 1997, p.
361). Esto implica por tanto que el cuerpo y la apariencia física serán unos de
los pilares fundamentales de cualquier mujer (Dio Bleichmar, 2012).

Esta importancia otorgada al cuerpo femenino no supone algo novedoso.


Gracias al legado cultural que hemos mantenido, tanto en obras de arte como
con libros o escritos, podemos observar cómo la belleza ha sido concebida
desde hace siglos como la máxima expresión de la feminidad. Sin embargo,
parece que en la actualidad estamos viviendo un auge de la sexualización en la
tipificación de la feminidad (Dio Bleichmar, 1997, p. 360). La apariencia del
cuerpo es el máximo sostén narcisista para una mujer, cuerpo que va a estar
atravesado por el significado sexual, hipersexualizando la representación de la
identidad femenina.

Como vengo diciendo a lo largo de todo el texto, desde que la niña nace se van
a implantar en ella unos esquemas preexistentes que van a ir estructurando su
feminidad. Estos esquemas, influidos directamente por el sistema sexo-género,
suponen una hipersexualización de su cuerpo desde pequeña,
hipersexualización que se constituye en ella desde fuera, siendo independiente
de su deseo. Así, la niña se convierte en objeto de deseo. Pero sin embargo,
no llega a convertirse en un sujeto de deseo que reconozca y subjetivice su
propio deseo. Como explica Emilce Dio Bleichmar:

Ser femenino que se ofrece a las niñas, crecientemente hipersexualizadas, y que se


instituye como un ideal del cuerpo femenino pero que cursa, por lo general, no
integrado ni a fantasmas sexuales ni a actividades autoeróticas (1997, p. 375).

Hay un elemento indispensable en esta construcción del cuerpo femenino


como objeto de deseo y es la mirada masculina. Una mirada que está cargada
de intencionalidad, de búsqueda del goce sexual. Dio Bleichmar explica que
desde niñas se implanta una dinámica intersubjetiva ente la niña y el padre, en
la que “llamar la atención” es la forma de contacto y comunicación interpersonal
(1997, p. 376). Esto tendrá como consecuencia que la niña percibirá su cuerpo
como un objeto de la mirada del otro, y así es como se implantará en ella el
significado provocador de su cuerpo. Una paciente me contó una vez una
experiencia sobre su infancia, que ejemplifica perfectamente esta interacción.
Me explicó que ella de pequeña, solía andar en ropa interior por casa, o como
mucho con una camiseta. Y cómo de repente un día, su madre se le acercó y le
dijo: “Te estás haciendo mayor, y deberías empezar a taparte un poco más
porque en casa están tu padre y tu hermano. Y ya sabes que son hombres…”.
Era un recuerdo que ella no tenía consciente hasta que empezamos a hablar
sobre estos temas acerca de su sexualidad y la sexualidad femenina en
general, y repentinamente le vino este recuerdo a la mente. Me explicó que
desde ese momento había sentido la necesidad de ocultar su cuerpo, ya que
sentía que enseñarlo era algo malo.
En este ejemplo podríamos entender no sólo que la mirada del padre se instala
de manera intrusiva en los ojos de la niña, sino que probablemente han sido los
fantasmas de género de la madre los que han llevado a considerar el cuerpo
desnudo de la niña, hecha mujer, como algo provocador que debería ocultar.

Desde niñas tenemos la sensación de que siempre estamos siendo


observadas, miradas. Por eso sentimos la necesidad de ocultar nuestro cuerpo
y de desviar la mirada, ya que el hecho de “devolver la mirada” será
interpretado por ambos como un consentimiento, a pesar de que en la niña
nunca haya habido una intencionalidad sexual inicial. (1997, p. 377). Y así
asistimos a la gran paradoja en la que vivimos las mujeres. Mientras nuestro
cuerpo es recubierto de un significado sexual sin nuestro consentimiento, a
nosotras nos está prohibido ser partícipes del goce del sexo si queremos llegar
a alcanzar el ideal de mujer propuesto.

Una vez más podemos observar cómo influye la complementariedad de los


géneros en la construcción de lo que es socialmente aceptable para un género
u otro. Así, como el sexo pertenece al ámbito del varón, entonces no lo hace al
de la mujer. Desde pequeñas se nos enseña que no debemos gozar del sexo
ya que eso es territorio del hombre. Mientras que a muchos padres si ven a su
niño masturbarse no le dirán nada o, incluso, les hará gracia, probablemente si
es una nena tenderán a reprimir las actividades autoeróticas, le dirán que “eso
es una guarrada, no lo hacen las niñas”. Esto supone algo más que una
prohibición directa, es una amenaza al eje de la identidad, una amenaza de
pérdida de amor, de estima, de riesgo de poner en peligro las posibilidades de
ser admiradas. (Dio Bleichmar, 1997, p. 375).

De manera que en tanto legitimación del superyó y de las instancias adultas, el


varón no se siente perseguido; su sexualidad infantil cuando es despertada por
algún estímulo erótico es tramitada intrapsíquicamente en secreto, con
autonomía y, por tanto, con menor sentimiento de culpa o persecución. La niña
se autodefine y es definida como provocadora, se siente perseguida por el
descubrimiento adulto de su sexualidad, asustada de la reacción del adulto que
no controla, asustada de la suya propia que controla menos porque le surge sin
haberla convocado. (1997, p. 378).

Vergüenza y culpa

De esta forma, la sexualidad aparece como vergonzante para muchas mujeres


en lugar de como algo placentero.

Dianne Elise en su artículo “Sexo y vergüenza: la inhibición de los deseos


femeninos” describe la vergüenza como

Un sentimiento de inferioridad, inadecuación, incompetencia, indefensión; un


sentimiento de uno mismo como defectuoso, estropeado, dando lugar a un sentimiento
de fracaso falta de mérito y a una experiencia de ser desdeñado, no amado y
abandonado (2008, p. 5).

Desde esta postura entendemos que la vergüenza de la mujer se produce al no


alcanzar la meta del ideal del yo, por lo que conduce a una depresión
narcisística al considerarse a sí misma un ser no deseable. Por ello muchas
mujeres evitan ser conscientes de su sexualidad. Pocas mujeres se han
masturbado de niñas y pocas lo hacen de adultas. Si bien estos patrones van
cambiando con el paso del tiempo, muchas mujeres todavía no son capaces de
reconocer su excitación.

En los últimos años hemos sido testigos de un cambio progresivo de los ideales
de género que, si bien han supuesto un avance, no han logrado desbancar a
los estereotipos tradicionales sobre lo femenino y lo masculino. Por ello las
mujeres de hoy en día, en muchas ocasiones, reciben un doble mensaje: por
un lado se encuentran con el fantasma de la madre, en muchas ocasiones
todavía impregnado de los valores tradicionales sobre lo normativamente
femenino; y por otro lado, se encuentran con unos nuevos valores distintos,
esgrimidos por su grupo de pares, a los que querrán amoldarse para ser
socialmente aceptadas. Esto generará un conflicto interno entre lo que han
aprendido desde pequeñas y lo que el entorno les exige en el momento de la
adolescencia.

Como explica Nora Levinton, si bien en esta época podemos acceder más
fácilmente a una sexualidad menos traumática, las asimetrías de género en
cuanto a la legitimación de la sexualidad no han desaparecido (2000, p. 174).
Mientras que a los hombres se les legitima la seducción, en muchas ocasiones
a una mujer seductora se la tacha de ser una mujer “fácil”, es decir, en el
imaginario femenino sigue existiendo la división del universal femenino en
prostitutas y mujeres.

En algunos casos esta sexualización en las mujeres actuales no proviene de su


deseo sexual, sino de un deseo de ser capaz de acercarse al ideal de mujer
que la cultura actual propone en forma de mujeres liberadas de sus ataduras
sexuales.

Porque en el momento actual lo que se impone es que sea atractiva, un objeto


de deseo apetecible, que se muestre moderna, sexy, que comience
tempranamente a exhibir sus atributos y se transforme en una mujer ”no
reprimida” y , a posteriori, por supuesto, que no tenga problemas sexuales. Y
todo esto tal y como lo hemos subrayado desde esa posición de objeto, no de
sujeto que reconoce y perfila un deseo propio, subjetivizado. (Levinton, 2000, p.
176).

Por lo tanto, el significado sexual que genera el cuerpo no es algo que se haya
constituido desde la propia subjetividad, sino que es algo que ha sido generado
desde el exterior. Por ello las mujeres acudirán a mecanismos de escisión y
aislamiento para poder desvincularse de ese significado intrusivo que es
permanentemente implantado (Dio Bleichmar, 1997; Levinton, 2000). Esta
desconexión del significado sexual nos permite comprender cómo una mujer
puede tener comportamientos seductores y sin embargo no darse cuenta.

Estos comportamientos seductores se pondrán en marcha desde la infancia,


para tratar de recuperar el control de su propio cuerpo, de forma en el que el
significado sexual se desligará de los comportamientos vinculados a la estética,
belleza y gracia del cuerpo (Dio Bleichmar, 1997, p. 390).

Otras mujeres, en su lucha por encontrar una valorización de su feminidad más


allá de la sexualidad, rechazan los formatos de feminidad vigentes,
oponiéndose a ser “objeto causa del deseo” del hombre. A esto es a lo que Dio
Bleichmar (1985) denomina el feminismo espontáneo, entendiéndolo como un
intento de lograr dominio, autonomía y valorización de su identidad. Debemos
tener cuidado para no confundir este abandono de la feminidad con las mujeres
que desarrollan su feminidad huyendo de los formatos convencionales.

Comentario final

Como he tratado de ilustrar a lo largo de este texto, la comprensión de la


construcción de la identidad se ha ido complejizando a medida que se ha
puesto de manifiesto la influencia que en ella tienen el sexo, la sociedad y el
género.

La identidad de los hombres y de las mujeres está estrechamente relacionada


con el contexto cultural en el que la persona se ha desarrollado, en la medida
en que los padres, a través del fantasma, inscriben en el niño la asignación de
género depositando en él toda una amalgama de asociaciones culturales sobre
lo que implica la identidad femenina y masculina.

En nuestra sociedad patriarcal, estas definiciones del género se han hecho de


manera dicotómica, considerando que hay dos géneros complementarios de
modo en que uno se define como contrario al otro. Como he comentado en la
introducción, al ser el varón tomado como prototipo y la mujer tomada como el
“otro”, las características otorgadas al hombre han sido tradicionalmente mejor
valoradas y, por tanto, nos encontramos ante una división jerarquizada, en la
que la mujer y sus atributos son considerados como inferiores. Esto va a influir
directamente en la problemática de muchas mujeres para lograr alcanzar una
identidad femenina que satisfaga su narcisismo.

Apropiándome de las palabras de Judith Butler1[1] (2006, citado en Garriga,


2008) diré que

“el simbolismo del futuro será aquel en el que la feminidad tenga múltiples
posibilidades, cuando sea liberada de la exigencia de ser una sola cosa o de cumplir
una sola norma, la norma creada para ella a través de medios falocéntricos” (p. 70).

Sin embargo, habremos de tener en cuenta el apunte que hace Dio Bleichmar
(2010) donde explica que a pesar de las restricciones que suponen el tener que
adaptarse a identidades normativizadas, todavía para muchas personas esto
supone una necesidad para lograr un cierto sentimiento de cohesión del Self (p.
20).

1[1] Deshacer el género. Barcelona, Paidós.


Está claro que tendrá que pasar un tiempo para ver cómo nos afectan estos
cambios en la concepción cultural de los géneros y de los sexos, en el modo en
el que estructuramos nuestra identidad. Sin embargo, lo que sí creo cierto es
que tenemos que luchar por superar los atributos femeninos y masculinos que
la sociedad patriarcal ha impuesto, y tratar de redefinir los conceptos de
feminidades y masculinidades de manera que sean menos excluyentes y
rígidos, permitiéndonos soñar con nuevas posibilidades de cómo ser mujer y
ser hombre.

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