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RAUL PLUS S. J.

DIOS EN
NOSOTROS

“¡Cuantas almas lanzarán algún día un grito de


sorpresa al descubrir todo ese INTERIOR qua
llevaban dentro de sí sin conocerlo!”

Mons. D’HULST

BUENOS AIRES
1943

1
ÍNDICE

LIBRO PRIMERO........................................................................................................4
NUESTROS PRIVILEGIOS DIVINOS....................................................................4

CAPÍTULO PRIMERO.......................................................................................................5
La intimidad con Dios...................................................................................................5
CAPÍTULO II.................................................................................................................12
El orden sobrenatural...................................................................................................12
CAPÍTULO III................................................................................................................17
La redención................................................................................................................17

LIBRO SEGUNDO.....................................................................................................25
LA HABITACIÓN DIVINA EN NUESTRA ALMA..............................................25

CAPÍTULO PRIMERO.....................................................................................................27
Templum Dei — Templo de Dios................................................................................27
CAPÍTULO II.................................................................................................................32
“Coelum sumus — Somos un cielo”...........................................................................32
CAPÍTULO III................................................................................................................37
“Alter Christus. — Otro Cristo”..................................................................................37
CAPÍTULO IV...............................................................................................................44
Realicemos nuestros privilegios sobrenaturales..........................................................44

LIBRO TERCERO......................................................................................................52
EL PECADO MORTAL Y LA RUPTURA DE DIOS EN NOSOTROS..............52

CAPÍTULO PRIMERO.....................................................................................................54
La ruptura con Dios Padre...........................................................................................54
CAPÍTULO II.................................................................................................................58
La ruptura con Dios Hijo.............................................................................................58
CAPÍTULO III................................................................................................................62
La ruptura con el Espíritu Santo..................................................................................62

LIBRO CUARTO........................................................................................................67
LA GRACIA Y NUESTRAS RELACIONES POSIBLES CON DIOS EN
NOSOTROS...............................................................................................................67

CAPÍTULO PRIMERO.....................................................................................................70
Con el Padre................................................................................................................70

2
CAPÍTULO II.................................................................................................................78
Con el Verbo................................................................................................................78
CAPÍTULO III................................................................................................................91
Con el Espíritu Santo...................................................................................................91
CAPÍTULO IV.............................................................................................................102
Con toda la Trinidad..................................................................................................102

LIBRO QUINTO.......................................................................................................107
PRÁCTICA DE LA INTIMIDAD CON DIOS.....................................................107

CAPÍTULO PRIMERO...................................................................................................109
Desear nuestro Tesoro...............................................................................................109
CAPÍTULO II...............................................................................................................117
Proteger nuestro Tesoro.............................................................................................117
CAPÍTULO III..............................................................................................................125
Conquistar nuestro Tesoro.........................................................................................125
CONCLUSIÓN..............................................................................................................136

3
LIBRO PRIMERO

Nuestros Privilegios divinos

4
Capítulo primero

LA INTIMIDAD CON DIOS

El sentido de la piedad, su razón de ser y su coronamiento es la


intimidad con Dios.
Pocas son, sin embargo, las almas que relativamente la poseen;
muchas, en cambio, las que la consideran imposible. La causa de este mal,
que hace tan superficial y raquítica la piedad de nuestros tiempos, está
sobre todo en que nos hemos acostumbrado a mirar a Dios como a un
ausente. ¿Cómo llegar a la intimidad con una persona a quien nunca
miramos de cerca? La intimidad supone presencia.
Pero, ¿es posible, sin dejarnos sugestionar por la ilusión y la fantasía,
tratar con Dios como con una persona íntimamente presente a nosotros?
Entre las diferentes maneras como Dios puede estar presente en el
mundo, hay una que es la fuente por excelencia de esta intimidad, y que
deseamos explicar y poner de relieve en estas páginas: la presencia do
Dios en nosotros por el estado de gracia.
***
Dios, enseña el Catecismo, está presente en todas partes; esta
presencia, esta omnipresencia, impresiona profundamente a algunas almas,
pero a muy pocas. Para la mayoría, estar en todas partes equivale a no estar
en ninguna, y no acaban de comprender cómo una presencia impersonal,
difícil de concebir, la misma para el justo y para el pecador, pueda
excitarlas a la intimidad.

5
Dios, además, está presente con una presencia especial en el cielo;
¡pero el cielo está tan alto! Para crear en esas condiciones una intimidad
que no se resienta de esa distancia enorme y persistente, es necesario un
gran poder de abstracción que apenas se concibe en un Santo Tomás de
Aquino, a quien sus contemporáneos nos describen caminando siempre
con los ojos fijos en el cielo, absorto en la contemplación divina; en un
San Ignacio de Loyola, que Laynez compara a Moisés, porque parecía que
hablaba con Dios cara a cara, (1) y de quien el P. Nouet nos refiere que
escogía para hacer su oración los lugares más elevados de la casa para
encontrarse así más cerca del cielo.
Dios está presente en la Eucaristía, y esta presencia, aunque todavía
muy misteriosa, es mucho más palpable. Vemos en ella algo, sentimos
algo, —garantía de presencia para nuestras pobres naturalezas sensibles—;
y aunque eso que vemos y gustamos no es sino una simple apariencia, y la
realidad se escapa a nuestra percepción; eso poco sostiene nuestra fe, que
bajo los accidentes, adora la divina realidad. Sin embargo, la presencia
eucarística por la comunión dura poco, y no es posible hacer de la vida una
perpetua visita al Santísimo Sacramento.
Además de estas tres maneras como Dios puede estar presente, hay
otra más fecunda desde el punto de vista que nos ocupa.
—¿Dónde está Dios? —preguntaban a un niño.
—En mi corazón.
—¿Quién lo ha puesto ahí?
—La gracia.
—¿Quién lo puede expulsar?
—El pecado.
Estas respuestas de un niño, que revelan tan profunda inteligencia de
la verdadera vida cristiana, compendian la doctrina que nos parece
generadora de la intimidad en grado máximo.
De todas nuestras aptitudes, la más singular, por su virtud negativa,
es la de saber pasar al lado de maravillas sin damos cuenta de ellas. La
hermosura moral de la abnegación de la religiosa, el esplendor de la Igle-
sia, la grandeza del sacerdote, ¿quién se da cuenta de estas maravillas?
1
Conocida es su invocación favorita: “¡Oh beata Trinitas! ¡Oh Trinidad
beatísima!” y su oración: “¡Oh Verbo de Dios amantísimo!” que citaremos más
adelante.
6
Pero lo más triste es que nosotros, cristianos, seamos tan doctos en el
arte de no sospechar siquiera las espléndidas realidades que llevamos en
nuestro interior.
Preguntamos a. un bautizado lo que es el estado de gracia, y nos
contestará: —El estado de gracia consiste en no tener pecado mortal en la
conciencia. Insistimos: —Pero, ¿eso es todo? —Sí, ¿no es bastante? —
Entiendo que en esa explicación poseer la gracia es no tener algo... ¿no
será también tener?... —¿Tener qué?
—¡Atención! Tener a Dios presente y viviente en nosotros.
Tal es ni más ni menos el dogma de la Iglesia, la definición del
catecismo.
***
Como lo veremos adelante, esta presencia, esta habitación de Dios en
nosotros por la gracia,
Jesucristo la afirma,
San Pedro la explica,
San Pablo la hace el tema obligado de sus epístolas,
los Doctores la recuerdan insistentemente,
y los Santos la viven intensamente.
Entonces, ¿por qué para la mayor parte de los cristianos, y aún para
muchas almas religiosas, este dogma fundamental es prácticamente letra
muerta, esta doctrina, por otra parte, tan consoladora, está tan relegada y es
tan poco vivida?
***
Se pueden dar varias razones de este hecho extraño. Una, que
queremos señalar desde luego, es que relativamente se habla poco de ella.
En un retiro a sus sacerdotes, algunos meses antes de la guerra, el
Cardenal Mercier hablaba de esta manera:
“La gran Realidad es Dios viviendo en nosotros... Muchas almas
bautizadas ignoran este misterio íntimo y viven en esa ignorancia toda su
vida, extrañas a él... Los sacerdotes, es decir, los que han recibido la
misión de predicarlo al mundo, lo relegan también al olvido, y cuando se
les recuerda, se sorprenden... Determinémonos pues a creer que nuestro

7
buen Dios no nos abandona un momento, mientras que por el pecado
mortal no lo expulsamos de nuestro interior. Hagamos actos de fe
voluntarios, explícitos, frecuentes, acerca de la presencia real y
permanente de Dios en lo íntimo de nuestro ser. No busquemos a Dios por
fuera, sino en nuestro interior, ahí donde vive sólo para nosotros, a donde
nos llama y nos espera, ahí donde lo hacemos sufrir con nuestras
disipaciones, veleidades y olvidos”.
Ya el sabio comentador Cornelio a Lapide se quejaba de semejante
omisión:
“Pocos hombres aprecian el don de la gracia en todo su valor. Es
necesario que cada cristiano la admire en su interior respetuosamente; que
los predicadores y los maestros de la religión la expliquen, que inculquen
profundamente su conocimiento en el pueblo. Así sabrán los fieles que son
templos vivos del Espíritu Santo y que llevan al mismo Dios dentro de su
alma; que deben, por tanto, caminar divinamente en su presencia y vivir
una vida digna de tal huésped que los acompaña a todas partes
envolviéndolos siempre en su mirada”.
Mgr. de Segur formula la misma queja:
“Todos los cristianos saben, por lo menos de una manera teórica y
general, que Dios está en su corazón, que son templos de Jesucristo, que el
Espíritu Santo habita en ellos. ¿Cómo explicar entonces que casi nadie
concede a este dogma fundamental la importancia que merece, que casi
nadie piense en Él, ni lo crea prácticamente, ni lo viva? Aun entre los
sacerdotes, entre los buenos sacerdotes, qué pocos hay, lo afirmo sin
temor, que den directamente a las almas este delicado e incomparable
alimento; el único, sin embargo, verdaderamente necesario, el único capaz
de saciar su hambre y de calmar su sed, DIOS, vida del alma, tesoro del
corazón, compañero de nuestro destierro, manantial íntimo de energía, de
santificación y de piedad”.
***
Si hemos de creer al “Mensaje del Corazón de Jesús al corazón del
sacerdote”, Nuestro Señor desea que se propague “la devoción al estado de
gracia”. Tal es la substancia de este “Mensaje” encontrado entre los
papeles de un religioso Marista, muerto en Roma, y a quien un alma santa
se lo había sin duda comunicado:

8
Ciertamente, la devoción a mi Corazón sagrado se ha extendido
bastante, y me consuela y me da muchas almas, a mí, el Salvador de
las almas. Sin embargo, ¡qué lejos están de comprender los tesoros
infinitos de mi Corazón! ¡Ah! ¡si adivinaran el deseo vehemente que
tengo de unirme íntimamente a cada uno de ellos!... ¡Muy raros son
los que llegan a esta unión en el grado en que mi Corazón se las ha
preparado sobre la tierra!... Y ¿qué es necesario hacer para conse-
guirlo?
Recoger, reunir todos sus afectos y concentrarlos en mí, que
estoy ahí en lo más íntimo de su alma. ¡Ah! ¡clama muy alto y diles
cuánto los amo! ¡ruégales que escuchen el llamamiento apremiante
de mi Corazón, mi tierna invitación a descender al fondo de su alma,
a unirse ahí al que no los abandona jamás, a identificarse conmigo,
en cierta manera... y entonces ¡qué bendiciones y cúmulo de
venturas les prometo!
Esta unión misteriosa y divina será el principio de una vida muy
de otra manera santa y fecunda que la que han llevado hasta aquí...
Muchos sacerdotes conocen perfectamente la teoría de la unión
del alma Conmigo; varios la desean, pero ¡qué pocos la practican!
¡qué pocos aun entre los sacerdotes piadosos y llenos de celo, se dan
cuenta de que estoy ahí, en el fondo de su alma, ardiendo en el deseo
de hacerla una Conmigo!
—¿Y cuál es la causa? —Que viven como en la superficie de su
alma. ¡Ah! si quisieran sustraerse a las cosas externas, a las
impresiones humanas, para descender en silencio a lo íntimo de su
alma, muy al fondo, donde yo habito... ¡qué pronto me encontrarían,
y qué vida de unión, de luz, de amor sería la suya! ...

***
Mgr. De Ségur no vacilaba en reprocharse a sí mismo que los fieles
vivan tan poco esta doctrina admirable, que es, sin embargo, como San
Pablo lo explica a los Colosenses: “el gran misterio oculto a las genera-
ciones pasadas, manifestado por el Evangelio a los Santos de Dios que Él
se digna iniciar en los tesoros divinos” (2).

2
Col., I, 26.
9
Con aquel carácter humorístico que le era tan propio, el santo Prelado
decía: “Nosotros, Ministros de Dios, no tenemos bastante espíritu de fe,
tenemos la fe in partibus, como los Obispos que no tienen Diócesis. ¡Ay!
¡yo soy de esa clase de prelados!”
No se puede negar, sin embargo, que entre las realidades de la fe, la
que más indispensablemente debe penetrar todo el que quiera ser apóstol,
bajo cualquier título que sea, es esta realidad sublime que llevamos dentro
de nosotros.
Si no la hemos explorado ampliamente por una meditación detenida y
un estudio prolongado, ¿cómo admirarse de que los fieles pasen la vida en
la ignorancia inverosímil del más rico tesoro, ya que que los distribuidores
de la doctrina no lo han juzgado digna de una inculcarla con fervor?
¿Se podrá decir que los sacerdotes, habiendo estudiado el tratado de
Gratia no ignoran el misterio de la habitación de Dios en nuestro ser, pero
que es imposible predicar esta doctrina y darla a las almas como alimento
habitual y común?
Entonces sería preciso resignarnos a que la parte fundamental del
dogma, sobre la que reposa la verdadera vida cristiana, fuera ignorada de
la mayoría de los fieles; lo cual no es de ningún modo admisible (3).
Además, ¿a quiénes predicaba San Pablo “el gran misterio”, la
presencia de Dios en nosotros por la gracia?
A los curtidores de Efeso y a los cargadores de Corinto, gente no
menos sumergidas en la materia que muchos de nuevos cristianos, y cuyas
costumbres e ideas paganas debían hacerlos mucho más refractarios a la
idea de “Dios en nosotros”, que a nosotros católicos de raza, hijos y nietos
de bautizados.
***
Muchas almas generosas se agotan en esfuerzos estériles y no llegan
a bastante altura en la vida espiritual, porque en lugar de buscar la razón de
su intimidad con Dios donde realmente se encuentra, es decir, en el dogma

3
Si hay un asunto que deba interesarnos es seguramente éste: nada más personal,
nada que tenga para nosotros mayor importancia y lo supere en valor... muy lejos de
ser árido o repulsivo, su meditación nos sumerge en verdaderos abismos de gratitud,
de admiración y de amor. —P. Froget, O. P.: De l’habitation du Saint Esprit dans les
âmes justes (Lethielleux, 1898).
10
más hermoso y fundamental de la religión, pretenden encontrarlo en el
sentimentalismo o en prácticas accesorias y rituales (4).
San Bernardo, para hacer comprender a estas almas su extravío,
comenta lo que aconteció a María Magdalena en el Sepulcro, la mañana de
la Resurrección.
Buscamos a Dios donde no está, o más bien no lo buscamos ahí
donde se encuentra, principalmente; de aquí provienen todas las
confusiones y retardos, y que muchas almas se agiten y se esfuercen sin
conseguir su objeto.
“Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas? Posees al que buscas y no
lo adviertes; lo tienes en tu interior al que buscas fuera de ti. Fuera del se-
pulcro estás llorando, y tu alma es mi sepulcro donde no muerto sino lleno
de vida descanso para siempre… tu alma es mi jardín; con razón me
creíste jardinero…; pero me manifestaré a ti por de fuera para convertirte a
tu interior y así encuentres dentro lo que buscas fuera... ¡No estoy lejos de
ti! —¿qué cosa más próxima al hombre que su propio corazón?— y ahí me
encuentra todo el que me busca” (5).

4
Otra dificultad: el peligro para las almas de confundir la habitación divina con
ciertas doctrinas heterodoxas, nacidas del modernismo, que tienden nada menos que a
suprimir a Dios o a deificar al hombre. Tratamos esa cuestión en la Bevue pratique
d’apologétique, 1º y 16 de junio de 1914: Notre temps et l’intelligence de l’état de
grâce.
5
In passionem et resurrectionem Domini, sermo XV.
11
Capítulo II

EL ORDEN SOBRENATURAL

Dios no ha creado al hombre únicamente con un cuerpo y un alma.


La definición del hombre: animal racional, corresponde a la realidad
filosófica, no a la realidad histórica.
El hombre tal como Dios lo ha hecho, tal como Dios quiere que sea,
es más que un hombre, es un hombre y algo más... y ese “algo más” es lo
que queremos explicar.
***
Desde el momento en que Dios quiere crear un ser, se impone el
deber de integrarlo con todos los elementos y condiciones que lo
constituye en su naturaleza propia.
Dios, por ejemplo, quiere crear un árbol; entonces le da todo lo que
hace que un árbol sea árbol, nada más ni menos. Que Dios, habiendo
hecho un árbol, quiera agregarle algo suplementario (la facultad, por
ejemplo, de cambiar de lugar), este algo suplementario no podrá
considerarse como debido a su naturaleza, sino como sobreañadido a la
naturaleza, sobrenatural.
Desde el momento en que Dios quiere crear un animal, le debe todo
lo que lo constituye animal. ¿Le debe algo más? No; si acaso se lo
concede, será por puro favor. Si a un caballo o a un perro, por ejemplo, le
da la facultad de razonar, esta facultad sobreañadida supera a la naturaleza

12
del caballo y del perro, y por consiguiente, en un sentido muy verdadero es
sobrenatural (6).
Hasta aquí, puras suposiciones; veamos el orden de las realidades.
Dios quiere crear al hombre; le debe por tanto dar, o mejor dicho se
impone a sí mismo el deber de darle todo lo que lo constituya en su
naturaleza de hombre. Nada más, pues, que un cuerpo y un alma; eso es
todo.
La revelación nos enseña que al crear Dios al hombre, como si no
estuviera satisfecho de los dones maravillosos que lo constituyen en su
naturaleza, quiso agregar algo más bajo el influjo, por decirlo así, de un
nuevo impulso de su inmenso amor.
Un cuerpo y un alma, está bien: en esta creación el hombre está
totalmente constituido; pero Dios no se encuentra en ella plenamente. Ha
realizado su plan, pero no ha agotado su amor; no ha dado bastante según
la generosidad de su Corazón, y quiere dar mucho más. El hombre no será
solamente hombre; será cuerpo y alma, sí; pero será algo más, mucho más.
Y Dios decide darle en participación su propia vida, su vida divina.
***
El hombre seguirá siendo hombre; pero desde la tierra, será llamado a
vivir la vida de Dios, para poder en el cielo, más tarde, vivirla plenamente,
definitivamente; siempre, es verdad, de una manera limitada; pero sin
velos; y el misterio consistirá, no tanto en el hecho de que el hombre pueda
producir un acto divino, como en esto otro: que el hombre llamado a pro-
ducir un acto esencialmente divino (ver a Dios como Dios se ve a sí
mismo) continúe, sin embargo, siendo hombre a pesar de todo.
Por lo demás, poco importan las dificultades: es decir, le importan al
teólogo, pero no al que quiere únicamente fundar y apoyar su piedad sobre
el dogma. Y esas mismas dificultades, por otra parte, no hacen más que
declarar mejor con qué inmenso amor nos ha amado Dios.
***

6
Indiquemos la terminología habitualmente recibida: praeternatnral, lo que supera
a una naturaleza dada; sobrenatural, lo que es específicamente divino, lo que supera a
toda naturaleza creada.
13
Pero veamos de qué manera tan singular va el hombre a agradecer
este favor.
Dios vinculó la concesión de sus magníficos privilegios (y de otros
más, de orden temporal), a la perfecta obediencia a sus mandatos.
Dios no desmentía su bondad infinita subordinando el don de la vida
divina a un acto de obediencia del primer hombre; al contrario, nos daba
así la ocasión de merecer, en cierta manera, lo que de su parte era puro
favor.
Adán desobedeció, y lo perdimos todo.
Nuestra sensibilidad hace que lamentemos, principalmente, la pérdida
de los bienes sensibles. A partir de ese día el dolor nos acosa, la muerte nos
persigue.
Sin embargo, lo principal, lo único verdaderamente esencial, es que
fuimos despojados de todos nuestros tesoros divinos, y como Dios de tal
manera los unió a nosotros que hizo de su posesión o no posesión una
condición de vida o muerte, perderlos es el infierno sin remisión.
Dios, en efecto, no creó al hombre por un primer esfuerzo,
expresémoslo así, y después por un segundo esfuerzo lo sobrenatural que
hay en el hombre; no, sino que de una sola vez creó al hombre
sobrenatural. O el hombre, conservando siempre los tesoros de la vida
divina, llegaba a contemplar a Dios cara a cara; o bien; expulsando a Dios
de sí mismo, se vería expulsado por Dios para siempre: tal era la ley.
Ahora bien, el hombre, conscientemente y neciamente, prefirió
perder la vida divina por el pecado original.,
***
Dios sin duda, en castigo, va a dejar al hombre abandonado a sí
mismo.
El pecado original, —y en este punto todo pecado mortal se le parece
—, tiene este resultado: el hombre acepta no ser más que hombre, según la
enérgica expresión de San Agustín: Per peccatum, homo fit tantrun homo.
El hombre, plenamente consciente, rehúsa para satisfacer su capricho de
apetencias temporales los dones divinos, su sobrenaturaleza; arranca a su
ser la parte más hermosa, pierde el tesoro que lo hacía no solamente “cosa”
de Dios, sino “amigo” de Dios, hijo suyo; viéndose privado al mismo
tiempo de todos los favores y riquezas que este tesoro trae consigo en esta
14
vida y en la otra. Llamamos al hombre en tal estado: hombre caído. ¡Qué
caída, y que degradación, en efecto!
¿Y va Dios a abandonar al hombre en esta miseria de no ser más que
hombre? Puesto que Adán perdió voluntariamente los dones divinos, ¿va el
Señor a decretar la pérdida eterna de ellos, sin dejar ni a él ni a sus
descendientes posibilidad alguna de rescate?
¡No conocemos a Dios! No sabemos la inmensa, la infinita
misericordia que lo inclina hacia el hombre pecador que, a partir de Adán y
a través de todos los siglos, se manifiesta tan poco interesado, tan misera-
ble, tan indigno —aun entre los pueblos escogidos, en el antiguo y nuevo
Testamento— de las atenciones divinas.
Habituados como estamos a la Redención, vemos a Jesucristo, si no
como un personaje enteramente insignificante del cual no hay que tener
cuenta, sí, a lo más, como un personaje perfectamente normal, sin nada de
extraordinario, venido, a lo menos por su capricho, y cuya visita casi
merecemos, nosotros, que nos consideramos hombres irreprochables...
Lo sobrenatural nos parece muy natural, y no nos damos cuenta de lo
que hay de espléndidamente noble en la Redención, lo que ofrece de
prodigiosamente anormal un personaje como Cristo. No vemos, porque no
reflexionamos en ello ni un segundo, que la obra de nuestro rescate,
realizada por Dios mismo, merecía por parte nuestra una admiración sin
desmayo y una acción de gracia sin límite.
Lo habíamos perdido todo, Dios nos devuelve todo; y nos quedamos
fríos... ¡qué asombrosa indiferencia!
***
Hay en esto sin duda una excusa como una dificultad. Lo que hemos
visto siempre y de la misma manera, no concebimos que pueda ser de otro
modo, ¿Quién de nosotros en su infancia llegó a pensar que el paisaje
donde se desarrollaron los primeros años de su vida pudo haber sido
totalmente distinto?
El panorama sobrenatural en medio del cual hemos nacido nos parece
también obligado, y que sus elementos, dispuestos previamente, han
venido a combinarse sin dificultad, gracias a no sé qué fuerza pre-
establecida y enteramente mecánica.

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¡Pero pudo muy bien suceder que no tuviéramos un Salvador! La
Redención no es un elemento forzoso en la economía de nuestra vida. Muy
bien pudo suceder que después del pecado original nadie hubiera venido a
socorrernos, y que sin Jesucristo, una vez perdidos, lo hubiéramos sido
para siempre.
Lucifer pecó, y no hubo Redención para Lucifer; los ángeles malos se
rebelaron, y Dios los condenó para siempre. ¿Y por qué a nosotros nos ha
salvado?
Lucifer y los demonios no cometieron, como nosotros, muchos
pecados, sino uno sólo; Dios los condena y a nosotros nos salva. Eran ellos
espíritus puros; somos nosotros naturalezas inferiores, espíritus en la
materia. Dios nos salva, y a ellos los condena, ¿y quién piensa en esto?
A nosotros, las últimas criaturas salidas de sus manos, Dios nos hace
gracia; para ellos, los primogénitos, más grandes y hermosos que los
hombres y cuya falta parece ser menos grave, las circunstancias en todo
caso menos puerilmente desoladoras; para ellos no hay perdón.
¡Vaya, «¡Dios nos ha amado...!
En el principio, nos concede dones maravillosos, no debidos en
manera alguna, sino sobreañadidos. Y lo perdemos todo.
Y Dios —que deja en su error a seres por naturaleza más
privilegiados que nosotros— no piensa sino en la manera de devolvernos
todo.
¡Qué son entonces esos dones maravillosos? ¡Qué tesoro magnífico
deben ser a los ojos de Dios para que se decida facilitamos la posibilidad
de recobrarlos, no deteniéndose para lograrlo en un procedimiento como el
que va a escoger!

16
Capítulo III

La redención

Lo sobrenatural, como acabamos de ver, es la vida divina en nosotros


mismos, la participación por nuestra naturaleza finita de la naturaleza
infinita.
Más adelante precisaremos esta noción; pero ya tenemos lo suficiente
para apreciar como conviene la grandeza con que Dios nos ha favorecido.
Aun sin saber en detalle en qué consiste mi vida divina, cuánta luz
arroja esta verdad: Dios no nos ha perdonado y Jesucristo no ha venido a
encarnarse sino solamente para restituimos lo sobrenatural que habíamos
perdido.
Este inmenso programa: la Encarnación, el pesebre, los treinta años
de vida oculta, los tres años de vida pública, el Calvario, todo esto con uno
solo fin: volvemos a hacer hombres divinos. ¡Si lo meditáramos
hondamente!
***
Acabamos de ver que por el pecado de Adán quedamos reducidos a
hombres y nada más, tantum homo; pero Dios no puede pasar por esta
deformación de su obra, la quiere intacta. Lo hemos expulsado de nuestro
interior, y quiere volver él.
“...Y el Verbo se hizo carne”.
San Ignacio en sus ejercicios nos invita, en el momento de la
contemplación de la Encarnación del Verbo, a penetrar en los consejos
divinos, y ver a la Trinidad Santa deliberando sobre la suerte del hombre y
la manera de salvarlo.
17
Taine, pensando en Dios y en su incomparable Majestad, comparó el
hombre a una hormiga, y el Altísimo a un personaje impasible que con su
manto barriera desdeñosamente al ser miserable que se arrastraba a sus
pies, sin cuidarse en manera alguna de él. ¡Qué ignorancia de lo que es
Dios!
Inclinada hacia nosotros la Trinidad Beatísima se preocupa por
nuestra miseria y busca la manera de redimirnos. ¿Dios es demasiado
grande para descender así? Dios es bueno, infinitamente bueno, y
experimenta por el hombre una singular ternura, una ternura tal que el
Salmista exclamaba extasiado: “¿Qué es pues el hombre para que Dios
piense en él de esta manera?” (7).
Somos, es verdad, profundamente insignificantes; ¡pero Dios es tan
maravillosamente misericordioso!
Lo que no quiso hacer por los ángeles lo va a hacer por nosotros.
¿Y cómo se presenta el problema? —El crimen lo ha cometido un
hombre; conviene pues que lo repare un hombre. Por otra parte, la ofensa
hecha a Dios tiene un valor infinito; sólo Dios puede ofrecer una satis-
facción de valor infinito...
Entonces la segunda Persona, el Verbo, pronuncia en las alturas
insondables del cielo la palabra de salvación.
Él se encargará de todo; el Hijo de Dios se hará hijo del hombre,
tomará nuestra naturaleza, se hará uno de los nuestros; como nosotros
tendrá una madre; y su vida, como la nuestra, gustará la amargura del
sufrimiento... La reparación será de un hombre, puesto que el Verbo se ha
hecho carne; la reparación será de un Dios, puesto que haciéndose carne
no dejará de ser Verbo.
Y la Encarnación fue decretada. El Salvador se hará nuestro hermano
por naturaleza para que nosotros seamos sus hermanos por gracia;
compartirá nuestra vida para que nosotros participemos de la suya.
Tal fue el proyecto; veamos su realización.
***
El ángel Gabriel visita a María y le dice: “Dios quiere una madre;
¿quieres ser la madre del Hijo de Dios?” María acepta y Jesús viene al
mundo, “Verbo abreviado”, como dicen los santos Padres, Verbum
7
Ps. VIII, 5.
18
Abbreviatum, fórmula reducida, resumen a nuestro alcance de la Palabra
eterna.
Si Dios se hubiera concretado a ofrecemos una fórmula de salvación,
una consigna que observar para salvamos, no lo hubiéramos comprendido.
En el antiguo Testamento, los Hebreos tenían las Tablas de la Ley;
poca cosa para atraer a los hombres, como la historia de Israel con sus
perpetuos olvidos y continuas rebeliones lo demuestra. i
La fórmala dejará de ser una pura fórmula, la consigna una simple
consigna; la Palabra tomará cuerpo y en lugar de seguir una ley escrita,
seguiremos una ley viviente.
El Hijo de Dios, hecho uno de los nuestros, será nuestro Jefe, el
Primogénito, el Hermano mayor, honra de toda la familia, y a quien
bastará seguir de cerca para realizar todo un programa de perfección.
Él nos señalará el camino por donde debamos pasar-. “Ego sum via”.
Siempre se le verá a la cabeza de la columna, y de todas partes y por lejos
que estemos podrán distinguirse los dos leños en cruz que constituyen su
estandarte, porque en medio de ellos flamea un Corazón de fuego...
¡Ego sum lux! Venid, hijitos míos, —filioli—, duro es el camino,
pero aquí estoy Yo; sólo os pido que pongáis vuestros pies en las huellas
de los míos. Creed en mi palabra: “¡Ego sum veritas!” El que reciba el
bautismo y crea será salvo; el que rehúse escuchar mi voz está perdido...
¿Por qué tú, hijo mío, sentado al borde del camino, has arrojado por tierra
tu cruz, —tu parte de dolor—, y ya no avanzas? El que quiera venir en pos
de Mí, que vuelva a tomar su cruz; solamente así podrá seguirme...
¡Pobre hijo mío! las fuerzas te faltan, pero aquí las tienes: por el
Bautismo, la vida del Padre ha descendido a tu alma; esta vida debes
nutrirla y desarrollarla, y aquí tienes los medios: mis Sacramentos. Si
acaso desfalleces y caes, levántate; Yo caí tres veces en el camino, para
darte, por el ejemplo de mi valor en levantarme de mis caídas físicas, el
valor para levantarte de tus caídas morales.
Y no sólo te he dado ejemplos, sino que he puesto a tu alcance los
medios necesarios. ¿No tienes la Confesión? La Confesión, el más divino
de mis Sacramentos, inventado para que la culpa no corrompiera para
siempre tu corazón. Así como mi Padre hubiera podido rehusar todo
perdón después del pecado de Adán; de la misma manera, Yo hubiera
podido después de tu pecado no concederte remisión alguna. Considera mi
bondad, no para abusar de ella sino para confiar: cuantas veces tengáis la
19
desgracia de caer, otras tantas encontraréis un sacerdote que en mi Nombre
os perdone
Y, además, cuando te torturen las angustias de la duda, ve a escuchar
los consejos de mi representante sobre la tierra que te devolverá la paz.
Tienes un ejemplo, una regla, abundantes auxilios, ¿qué puede
faltarte! Dime, ¿qué más podía hacer por ti que no lo haya hecho? Y todo
esto únicamente, óyelo bien, únicamente para que vivas la vida del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo, para que vivas la vida divina. No con otro
objeto llevé a cabo esa empresa colosal, esa carrera de gigante —sicut
gigas—, sino para hacerte participante de mi vida, como Verbo, que es la
vida del Padre y del Espíritu Santo. ¿Y todavía la estimarás en poca cosa
esta vida divina, esta vida sobrenatural que te ofrezco?
O no reflexionas en ello, o no te das cuenta.
Y yo... mira lo que resolví hacer y lo que hice.
Y en adelante, ¡comprende!
…. ….. …….
—¡Señor Jesús! creo, pero aumenta mi fe. Que mi vida toda se
inspire en esas grandes verdades. Me has admitido a participar de tu
misma vida divina; en adelante, no olvidaré ese privilegio inaudito, y
cuánto te ha costado...
—Pero todavía no lo has comprendido todo. Acabas de dar una
ojeada a mi vida y a mis beneficios, y has comprendido que las pobrezas
de Belén las sufrí por ti, y por ti viví oculto en Nazaret, y afronté por ti las
fatigas de la vida apostólica, y por ti establecí mi Iglesia con sus
sacramentos. Pero, ¿has observado de cerca cómo toda mi vida se halla
envuelta en la sombra siniestra y radiosa de los leños mal desbastados que
en forma de cruz dominan el Calvario?
Pude vivir feliz sobre la tierra y no lo quise. “Bienaventurados los
pobres”, escribí en el Evangelio. Si hubiera vivido en la abundancia, me
hubieras objetado que hablaba de lo que no entendía. Pobre fui en Belén,
pobre en la cruz, pobre entre Belén y la Cruz.
Pude vivir en los honores, pero quise poder asegurar sin que me
hicieran reproche alguno: “Bienaventurados los perseguidos”. Desde mi
nacimiento Herodes trata de matarme; durante mi vida apostólica preten-
den, en varias ocasiones, apoderarse de mí y encarcelarme; toman piedras
para apedrearme, y corresponden a mi bondad con insultos. Y en cuanto a
20
la Pasión nada falta: Anás, Caifás, otro Herodes, Pilatos, los Judíos, el
abandono, el odio, la traición
Pude, pero ¿para qué continuar?
Escogí el dolor, me abracé de la cruz, derramé toda mi sangre.
¿Y para qué?
Para que comprendieras mejor cuánto estimo la vida sublime para la
cual formé tu alma. Me aniquilé, me reduje a cero —exinanivit—, para
que Dios viviera en ti; me reduje al minimum, para que tú te elevaras al
máximum.
¡Ay! ¡qué fracaso el mío y qué desengaño! Todo esto lo hice por los
hombres, y ¿cuántos son los que de veras se preocupan? ¿qué caso hacen
de la vida divina que llevan, o deberían llevar, en sí mismos? —El pecado
por todas partes, en las calles y en las casas, en los salones y en las
boardillas, ¡y hasta en los templos y en los claustros! ¡Los pecados de los
buenos, sobre todo! Esos fueron los que más amarga hicieron mi agonía en
Gethsemaní... ¡y no pude resistir y caí por tierra bañado en mi sangre!
¡Eran tan numerosos, eran tan pesados, revelaban tanta ingratitud!... ¡Y
bajo su peso me sentí abrumado, aniquilado!
Mi sangre, toda mi sangre, ¡inútil! ¡Inútil no sólo porque subsiste la
multitud de los infieles de nacimiento, los paganos sino, sobre todo, por
esa otra multitud de los infieles conscientes, de los cristianos que des-
preocupadamente viven en pecado mortal!
Ese pobre Judas, lo sabes, es el tipo de las almas que no se dejan
conquistar. Ensayé todos los medios para volverlo al buen camino: la
bondad, la compasión, la amenaza ¡me eché a sus pies para lavarlos, y no
quiso comprender nada, y endureció su corazón, y me vi precisado a
abandonarlo a su perdición eterna.
¡Y toda mi sangre, sin embargo, cuenta por algo! Así lo creí, por lo
menos... Pero la conducta del hombre me ha desconcertado. ¿Qué es pues
el corazón del hombre?
¡Y mi madre, mi pobre madre que yo asocié a tu redención, esto es, a
mi martirio!
No es solamente tu madre porque guarda para ti en su corazón
sentimientos maternales, sino porque en realidad de verdad y queriéndolo
yo así le debes la vida de la gracia.

21
En la Anunciación, cuando Gabriel se presentó delante de María, he aquí la
extraña proposición que le hizo y el singular comercio al cual le pidió que
se asociara: “Dios ha decidido devolver al hombre la vida divina; para que
tú seas su madre. Si aceptas, el mundo tendrá Salvador; y con un Salvador,
se redimirá de su caída. Sin tu consentimiento no se hará nada. Si dices:
“sí”, todo será hecho. Pero no debo ocultarte las condiciones de ese
contrato: tu Hijo morirá en la cruz, y no lo nutrirás sino para el sacrificio.
Sin calvario no hay redención. Para salvar a tus hijos, los hombres —tus
hijos puesto que te deberán la vida sobrenatural pendiente del Fiat de tus
labios—, será preciso entregar a la muerte en la cruz a tu Primogénito.
¿Aceptas? La muerte de uno para salvar a todo* los demás”.
Y María aceptó.
Así quedó constituida mi madre, y también tuya, y desde entonces su
verdadero título, el que prefiere a todos, porque resume toda su misión y
concreta todo su sacrificio, es éste: Mater Dolorosa.
Toda su vida —así lo quise por tu bien— tuvo ante sus ojos la visión
angustiadora de la cruz, dominando mi vida como la suya; a cada
momento se esbozaba ante su vista el espectáculo trágico de su Pri-
mogénito clavado allá, en el madero de ignominia, por tu bien.
Sin esta doble crucifixión, la mía de treinta y tres años y la de mi
madre de toda su vida, no hubieras sido redimido.
En cada minuto de su existencia, María ratificó su “Fiat” de la
Anunciación, y al pie de la Cruz no hizo sino repetir conmigo su oración
jaculatoria de todos los días, ese amén sublime por el cual se asoció
plenamente, desde el principio, a mi voluntad reden, tora...
***
Así se resume, con la intervención de Jesús, la de María en nuestro
renacimiento global a la vida de la gracia (8). La humanidad le debe todo; y
8
No pretendemos que la Santísima Virgen haya tenido desde el principio la
inteligencia de toda la pasión de su Hijo, en detalle. Es por lo menos muy verosímil,
según el parecer de varios Padres de la Iglesia, que el ángel le descubrió el conjunto.
De otra manera, ¿cómo explicar el acento resignado del “Fiat”? Ante una proposición
que sólo ofrece honores, no se acostumbra decir, “sea”, sino, “tanto mejor”. Ni basta
la humildad de María para explicar aquella respuesta. Por otra parte, la Santísima
Virgen había leído los Profetas, el veríais et non homo, el virum dolorum de Isaías;
Babia que el Mesías debía ser un Mesías sangriento. Aceptar ser madre de un Mesías
22
el hecho de habernos rescatado a tanta costa es lo que hace tan poderosa a
la Santísima Virgen cuando se trata de defendernos en los combates contra
el demonio que nos hostiga diariamente.
Porque, ¡ay! no basta que el hombre haya sido salvado una vez. ¡De
cuántas maneras estamos expuestos a caer cada día? María, respecto de
cada uno de nosotros, no olvida su misión de otro tiempo. Entregó a la
muerte a su Primogénito para salvarnos, y esta acción heroica no ha
perdido su eficacia; en ella se encuentra la razón profunda del poder de
intercesión de María.
En el libro segundo de los Reyes se lee de una madre que teniendo
dos hijos vio un día acusado al más joven de haber dado muerte al mayor.
Presentado ante el juez y probado su crimen, fue condenado a muerte el
asesino. Entonces la madre, que estaba presente al juicio, se arrojó a los
pies del juez exclamando: “¡Pero señor! ya perdí un hijo, ¿y me vais a
matar también al que me queda?”
Y así podemos contemplar a María —Onmipotentia supplex, la
omnipotencia suplicante—, en el momento en que la muerte va a caer
sobre uno de sus hijos en pecado mortal, perdiendo así para siempre la
herencia de los hijos de Dios; se arroja a los pies del Padre celestial y le
dice: “¡Señor! ¡entregué a la muerte a mi Primogénito, y en nombre de
todos sus dolores, en nombre de todos los míos, haced gracia a este
pecador que también es mi hijo!... No lo castiguéis para siempre; enviadle
una gracia de conversión ¡Tened compasión de mil”
***
¿Comenzamos ahora a comprender todo el valor de nuestra vida
sobrenatural?
Cuando no conocemos el precio de una cosa procuramos obtener el
dictamen de un perito.

sangriento, no implica la aceptación de ser un día una madre crucificada, y, por


consiguiente, para quien conoce el corazón de una madre, ser toda la vida una madre
crucificada? María, no cabe duda, tuvo esta intuición desde la primera palabra del
ángel. En cuanto a los detalles, ¿no es de creer que Nuestro Señor los haya
descubierto poco a poco, durante las largas veladas de Nazareth o en el curso de los
treinta años de contacto incesante, a la que debía ser corredentora del género
humano?
23
Mi vida divina —que yo estimo prácticamente por cero—, ¿cómo la
ha estimado María? ¿cómo la ha estimado Jesús? Y son en verdad dos
peritas infalibles en la materia.
O se engañan ellos, o me engaño yo.
Y yo soy el engañado: Importa pues que rectifique cuanto antes mi
juicio, y para conseguirlo, que me esfuerce en descubrir lo que es en sí la
vida sobrenatural, la presencia de Dios en el alma por la gracia.

24
LIBRO SEGUNDO

La habitación divina en nuestra alma

25
Así, las grandes líneas del plan de Dios son las siguientes:
En su origen el hombre, además de su naturaleza, recibe
copiosamente dones maravillosos, de los cuales el principal es la
participación de la Vida misma de la Santísima Trinidad.
El hombre por el pecado original pierde esos tesoros sobrenaturales.
Pero no pierde todo sin posibilidad de rescate. Dios decide devolver
al hombre esa participación inefable de su vida; sólo algunos dones
accesorios y de orden temporal, quedando definitivamente perdidos.
Para realizar esta restitución, Dios se propone descender
personalmente a la tierra. El Verbo, segunda persona de la Santísima
Trinidad, se encarda después de haber propuesto a María el honor —y el
martirio— de ser su Madre.
Gracias a esta redención, a este rescate, henos aquí de nuevo hombres
divinos. Dios resuelve venir a la tierra para hacer morada en nuestras
almas. No el establo de Belén, sino nuestro corazón, es lo que elige.
Quiere volver a habitar en ese dominio para que volvamos a ser lo que en
nuestro origen fuimos: Porta-Dios.
Expliquemos esta expresión y demostremos que es literalmente
exacta; lo cual será fácil si hacemos comprender que’ por la gracia
santificante Dios hace de nuestra alma:
1º un verdadero Templo;
2º un Cielo;
3º otro Cristo.

26
Capítulo primero

TEMPLUM DEI — TEMPLO DE DIOS

Que debemos considerarnos como santuarios, verdaderas iglesias,


casas de Dios, nada se afirma ni se repite con más frecuencia en las
Epístolas: Quo domus sumus. — Vos estis templum. Dei. Cuya casa (de
Cristo) somos nosotros. — Vosotros sois el templo de Dios.
San Pablo en apoyo de esta doctrina tenía la enseñanza explícita de
Nuestro Señor: “Si alguno me ama, había dicho el Maestro —esto es, si es
fiel a mis mandamientos, si no peca, si vive en estado de gracia— mi
Padre y Yo lo amaremos, vendremos a él, y haremos en él nuestra
mansión, nuestra habitación nuestra morada”.
Vendremos a él. —¿Quiénes?— Nosotros: Padre, Verbo y Espíritu,
que no son más que uno; vendremos no con esa venida necesaria y común
en virtud de la inmensidad divina; sino con una visita especial, del todo
gratuita, totalmente amorosa que lo relacionará conmigo, no como la obra
a su autor o como la criatura a su Creador, sino como el amigo a su amigo.
Vendremos a él. ¡Qué gracia es ya la de venir, siquiera sea de paso y
para despedirse luego! Pero haremos mucho más: vendremos para
quedarnos, vendremos para morar, pata permanecer, para llevar a cabo, de
una manera más constante, total y perfecta, la obra de la divinización del
alma.
Vendremos y nos quedaremos en tu alma. Por nuestra parte esta toma
de posesión será irrevocable, una mansión sin fin. Sólo tú por el pecado
podrás pronunciar la sentencia de expulsión: sólo entonces partiremos...
¡bien será menester! Pero mientras no llegue esa hora, nuestra presencia,

27
nuestra vida en ti será un hecho, una realidad constante. De ello tienes mi
palabra.
Conocida es la expresión de San Pedro tan difícil de traducir, pero tan
hermosa, tan transparente, en la que manifiesta a los primeros cristianos
que si permanecen en estado de gracia participarán de la naturaleza divina:
divinae consortes naturae.
Procuraremos representarnos en concreto esta presencia de Dios en
nuestra alma.
***
Con frecuencia hemos meditado en el pesebre. Supongamos que el
pesebre de pronto cobra vida. La cuna del Salvador lleva a Jesús, Dios-
Hombre. Nosotros por la gracia —cunas vivientes—, llevamos no la
humanidad de nuestro Señor, sino su Divinidad.
Según el simbolismo de las tres Misas de Navidad, si la primera nos
recuerda el nacimiento eterno del Verbo en el seno del Padre, y la segunda
el nacimiento temporal de Cristo en Belén, la tercera representa este
nacimiento espiritual, de Dios en cada una de nuestras almas por la gracia
santificante.
***
Con frecuencia hemos meditado sobre la Eucaristía. Supongamos que
el copón de improviso se hace viviente... El copón encierra a Jesús, Dios-
Hombre. Por la gracia —copones vivientes—, llevamos no la humanidad
del Salvador, sino lo que en Él hay de más grande y esencial, su Divinidad.
En 1914 unas religiosas belgas, huyendo de la invasión germana, y
temiendo por sus personas y su convento, se refugiaron en Holanda
llevando con ellas el sagrado Copón, que antes de partir la superiora había
retirado del Sagrario. ¡Qué alegría más íntima por esta gracia de llevar
consigo a Dios! ¿Pensaba acaso la buena religiosa que todos los días, por
la gracia santificante, no del mismo modo ciertamente, pero de manera no
menos real lo llevaba en su alma?
Entre todas las citaciones del tiempo de la guerra, una de las
conmovedoras es sin duda la de un vasco de Ureña llamado Iruretagoyena:
“Excelente soldado... el 16 de junio de 1916; durante el incendio de X... no
permitió al párroco ir a buscar al Santísimo Sacramento en medio de las
llamas, fue el mismo a pesar de los residuos inflamados que caían por
28
todas partes, y pasando por una ventana lo entregó al sacerdote”. Si vivía
como cristiano, —y como vasco debemos suponerlo—, ¡cuál no sería su
noble ufanía por haber llevado consigo, durante algunos minutos, al Dios
vivo y verdadero!
¡Y para nosotros cuál no debe ser nuestro santo orgullo, si nos
convencemos de que constantemente —si estamos en estado de gracia—
llevamos en nosotros a. Dios! Lo llevamos a donde quiera que vamos, no
solamente soldado, o como el Papa Alejandro que traía siempre pendiente
de su cuello, según se dice, al Santísimo Sacramento encerrado en un dije
de oro; sino dentro de nosotros mismos; ahí reside, no corporalmente —
éste es el privilegio de la presencia eucarística después de cada una de
nuestras comuniones, por todo el tiempo que permanecen en nosotros las
sagradas especies— sino espiritualmente, por la gracia santificante,
mientras lo queramos y le seamos fieles.
***
Somos sagrarios. Los santos vivían este pensamiento.
Cada año recitamos en el breviario las hermosas lecciones de la fiesta
de Santa Lucía. El prefecto le pregunta: “¿El Espíritu Santo está en ti?”
—”Sí; los que viven castos y piadosos son templos del Espíritu Santo” (9).
Conocida es la respuesta de San Ignacio de Antioquía al emperador
Trajano que lo insultaba porque era cristiano y lo trataba de miserable:
— “Que nadie trate de miserable a Ignacio Porta-Cristo”.
—“¿Cómo puedes tú llamarte Porta-Cristo, Cristóforo?”
— “Porque es la verdad. Yo llevo a Dios en mí”.
Cuando así lo juzga conveniente, el mismo Nuestro Señor se encarga
de manifestar a las almas privilegiadas la maravilla de su presencia en
nosotros.
Un día llamó a Santa Angela: “Mi hija muy amada, mi templo, mis
delicias...”
A Santa Gertrudis —la santa por excelencia de la habitación divina,
cuya oración en su fiesta empieza así: Oh Dios que os habéis preparado en
el corazón de Gertrudis una deliciosa morada...—. Nuestro Señor le dirigió

9
Estne in te Spiritus Sanctus?— Caste et pie vivantes templum sunt Spiritus Sancti
(13 dec.),
29
muchas veces estas palabras: “Te he escogido para habitar en ti y para
encontrar en ti mis delicias”
El conocimiento que el Maestro divino quería dar a estas santas era
no como el nuestro, un conocimiento experimental, sentido, y del dominio
de la mística, del cual hacemos completa abstracción en el estudio pre-
sente. Hecha esta advertencia, las palabras que Él les dirigía valen también
para nosotros. Porque es verdad que Dios puede llamamos su templo.
Porque es verdad que Él puede decir a cada uno de nosotros: Te he
escogido para habitar en ti. En realidad, por sus enseñanzas así no habla, y
no hay nada más exacto.
Los cristianos ilustrados y de fe viva no lo ignoran.
Conocido es el gesto de Leónidas, padre de Orígenes, abrazando a su
hijo en la cuna, y besándolo, y contestando a los que se admiraban “Adoro
a Dios presente en el corazón de este pequeñuelo bautizado”.
El mismo Orígenes, más tarde, escribía hablando de la gracia
santificante, y de la vida divina que inyecta en nosotros: “Mi alma es una
habitación. —¿Habitación de quién? —De Dios, del Cristo, del Espíritu
Santo” (10).
“Contemplad este pequeñito ser:
¡Qué grande es, por contener a Dios!”
Víctor Hugo, ¿creía expresar en estos dos versos la más fundamental
y la más emocionante de nuestras verdaderas dogmáticas?
He aquí un rasgo semejante al de Leónidas y acaso más bello aún.
Una madre, admirable cristiana, después de haber vivido por mucho
tiempo sin hijos, tiene por fin la dicha de dar a luz una hija. Se la presentan
para abrazarla: “No, dice, hasta que haya recibido el bautismo”. Pocas
madres tienen una fe semejante.
No es menos cristiana la actitud del Brotel, el bardo bretón, quien
citado como testigo ante un tribunal y no viendo el Crucifijo, rehúsa
levantar la mano, pero la coloca fuertemente sobre su pecho diciendo: “A
lo menos, Dios está aquí”.
En la ciudadela de Lille donde estaba arrestado por haber rehusado
obrar contra su conciencia, en la época de los inventarios, uno, de nuestros
oficiales se consolaba de no poder visitar a Nuestro Señor en el Sagrario
10
In Ierem., hom. VII.—Scio animan meam inhabitatam. Habitatam est quando
plena et Deo, quando habet Christum et Spiritus Sanctum.
30
con el pensamiento de que a lo menos nadie podía impedir que visitara a
Dios presente por la gracia en su alma: “Para hacer una buena adoración,
escribía, entro en mí mismo, o mejor, adoro a Dios presente en uní. ¿No
somos acaso sus sagrarios?”
Cuán admirable y profundo es este pensamiento para el que quiere
comprenderlo: “Para mí, escribía antes de la guerra el doctor Périé,
presidente de la Juventud Católica de Aveyron, la vida cristiana se encierra
por completo en la fidelidad a esta máxima: vivir a cada instante de mi
vida con Jesús. Sentirlo a Él a Dios, al amigo, al confidente, al Maestro,
siempre presente al lado nuestro y en lo íntimo de nosotros”.
¡Qué fuerza cuando esta verdad se ha comprendido! Poder a cada
instante decirse.: no estoy solo; Soy dos: Él y Yo.
Tomemos pues, como dirigido a nosotros, el consejo de Mgr. d’Hulst:
“Que a nuestra alma sea un sagrario ante el cual nos prosternemos a
menudo, a causa del Huésped divino que lo habita”.

31
Capítulo II

“COELUM SUMUS — SOMOS UN CIELO”


(San Agustín).

Sor Isabel de la Trinidad, carmelita de Dijon, muerta recientemente


después de pocos años de vida religiosa, y cuya vida espiritual se inspiró,
puede decirse que exclusivamente, en el dogma de la Habitación divina,
nos ha dejado un modelo de lo que puede ser la intimidad en nuestro
interior.
Que no se nos objete su vocación de carmelita. El P. Foch dice muy
justamente en una carta citada al principio de los Recuerdos de Sor Isabel:
“El carácter particularmente atractivo de esta alma que me la hace apreciar,
sobre todo, es que su perfección religiosa no es en último resultado, sino el
florecimiento de la gracia, el desarrollo progresivo, normal, lógico de las
virtudes teologales, tales como el bautismo nos las infunde a todos”.
¿Qué quiere decir esto? —Que el substractum divino sobre el cual
Sor Isabel edificó su santidad, lo poseemos también nosotros. El huésped
divino presente en ella también lo está en nosotros. El estado de gracia no
tiene dos formas —una para los santos y otra para las almas ordinarias—
sino una sola para todas.
Sin duda que la dignidad de la morada que le hacemos a Dios en
nosotros puede ser diferente, según la capacidad de nuestras virtudes.
Cuestión de grados solamente, de una medida más o menos amplia y nada
más.
Sin duda, también, que Dios puede conceder gracias de elección que
faciliten esta existencia en nuestro interior —y éste fue, el caso de Sor
Isabel—; ¡pero ya con sólo el espíritu de fe podríamos ir muy lejos con el

32
conocimiento concreto de Dios en nosotros! Y esto está al alcance de
todos; es cuestión sólo de voluntad y de ejercicio.
He aquí por qué la vida de nuestra carmelita —con la corrección
indicada—, puede servir de modelo para todos, y convertirla en guía con
frecuencia. San Pablo para la teoría; Sor Isabel de la Trinidad para la
práctica —con las acomodaciones necesarias, como es natural, a la vida de
cada uno—: tal es la substancia del presente estudio.
Ella misma dice que halló el gran secreto el día en que se dio cuenta
de que las palabras de Cristo y las de San Pablo sobre Dios en nosotros
debían tomarse no como una metáfora, sino al pie de la letra; dice, por otra
parte, que Dios en nosotros no es simplemente una fórmula, sino
verdaderamente una realidad, una sublime realidad. Desde entonces hizo
ella de esta realidad el centro de su vida.
Dios en nosotros, esto es, en nosotros el Padre, el Hijo, el Espíritu
Santo: “LOS TRES”, según su característica expresión. Que no se le hable
de un Dios lejano, ausente. Su Dios, está muy cerca; sus Tres están ahí
dentro, en su alma. Y su existencia toda se resumirá en estas cuantas
palabras: “La intimidad, en el interior, con los Huéspedes de mi alma”.
Desde entonces una de sus más queridas ideas —idea orientadora
para cada uno de nosotros—, fue que poseyendo a Dios, nuestra alma es
un cielo.
Hemos dicho antes que éramos tabernáculos, templos; podemos
ahora agregar con rigurosa exactitud que somos un cielo, un paraíso.
“Vivir es comunicarnos con Dios, de la mañana a la noche, y de la
noche a la mañana. Le llevamos en nosotros y nuestra vida es un cielo
anticipado” (Pág. 90).
“Hacer que nuestra casa de Dios esté totalmente invadida por LOS
TRES... me parece que éste es el secreto de la santidad; ¡y es esto tan
sencillo! ¡Pensar que tenemos nuestro cielo en nosotros! (Pág. 109).
Escribiendo a su hermana, le cita las palabras del Apóstol: “No sois
ya huéspedes o peregrinos, sino que sois de la ciudad de los santos y de la
casa de Dios”. Y añade: Este cielo está en el centro de nuestra alma… ¿No
es cierto que esta verdad es muy sencilla y muy consoladora? Entre tus
solicitudes materiales y a pesar de todo puedes retirarte a esta soledad...
Cuando estés distraída por tus numerosos deberes, si quieres, puedes
rehacerte a cada hora, entrar en el centro de tu alma, allá donde mora el
divino Huésped; podrás meditar entonces estas hermosas palabras:
33
“Vuestros miembros son la arquitectura del templo del Espíritu Santo que
habita en vosotros” (I. Cor., III, 16); o en estas obras que son del Maestro:
“Permaneced en Mí y yo en vosotros”.
“Dicen que Santa Catalina de Sena vivía siempre en su celda, aun en
medio del mundo, porque vivía siempre con el pensamiento fijo en esta
habitación interior”.
En sus Ejercicios se ve que este pensamiento la domina. Escribe:
“...mi alma es un cielo donde vivo esperando la Jerusalén celestial” (Pág.
273). Y todo lo resume en esta ecuación luminosa: “He hallado mi cielo en
la tierra, ya que el cielo es Dios, y Dios está «n mi alma”.
.***
Gracias especiales daban a Sor Isabel una gran penetración de los
misterios divinos. Esta facilidad para “entrar en el interior”, para vivir
“sólo con Él solo”, no es propia en ese grado, sino de las almas adornadas
con carismas de elección, o en todo caso, defendidas de las múltiples
distracciones de la vida del mundo.
Pero no es todo lo que defendemos; no pretendemos que para todos
sea igual la facilidad; mas sí afirmamos que en todos —en todos los que
están en estado de gracia—, Dios habita y que depende de nosotros,
evidentemente con la gracia y mediante los auxilios exteriores de nuestra
vida de piedad, descender a nuestro interior cuando queramos orar —en
nuestro interior, puesto que Dios allí se halla, y que ninguna otra parte está
más cerca—.
Nuestro Señor, un día de la Ascensión, se dignó Él mismo explicar
esta verdad a Santa Margarita María: “He escogido tu alma para que me
sea un cielo de descanso sobre la tierra, y tu corazón un trono de deleites
para mi divino amor”. Presencia sentida por la santa; presencia
simplemente conocida por la fe, cuando se trata de nosotros; pero
presencia idéntica en su fondo, que difiere solamente en lo accidental: el
modo de percibirla.
Los Padres en muchos lugares, explican esta doctrina. “Coelum es et
in coelum ibis, dice Orígenes: Eres cielo, hecho para el cielo”. — Y San
Agustín: “Llevando al Dios del cielo nosotros somos un cielo. Portando
Deum coeli, coelum sumus”. La imitación a su vez nos dice también: “Ubi
Tu, ibi coelum”. Lo que el P. Faber traduce: “Dios produce el cielo

34
dondequiera que Él se encuentra”, y así se comprende que Santa Teresa se
extasiara a la vista de un alma en estado de gracia.
“El cielo, escribía, no es la única morada de Nuestro Señor; tiene
también otra en el alma, a la que puede llamarse otro cielo”.
Santa Teresa aborda, sobre todo en sus Fundaciones y en otras partes,
la cuestión de la presencia de Dios en nosotros desde el punto de vista
místico, como lo hacen en general los demás autores; no obstante, no deja
en ocasiones de considerar sus fundamentos teológicos y dogmáticos.
Reproduciendo la frase de Orígenes: Tu coelum es, ella llama a nuestra
alma “un pequeño cielo... donde habita aquél que ha creado el cielo y la
tierra”. — “¿Hay nada más digno de admiración, dice, que ver a Aquél que
llenaría con su grandeza mil mundos, encerrarse en tan pequeña habitación
como es nuestra alma?”
San Bernardo escribía ya en su tiempo, hablando del alma: “No sólo
debemos llamarla celeste a causa de su origen; es preciso llamarla el
mismo cielo” (11).
Evidentemente este cielo —y es ésta una de sus diferencias con el de
la eternidad—, podemos perderlo —llevamos acá abajo nuestros tesoros in
vasis fictilibus—; el otro no puede perderse. Este cielo es en nosotros
invisible: Dios está presente, pero se oculta a la percepción de los sentidos
y hay de por medio toda la zona que separa la fe de la visión. En sus ejerci-
cios de primera comunión, María de la Bouillerie, que murió religiosa del
Sagrado Corazón, quedó muy impresionada con esta frase: “Nuestro
cuerpo es un velo que nos impide ver a Dios”. Entre la gracia y la gloria no
hay más que esta distancia —muy grande y muy pequeña—, el velo. En la
muerte el velo de nuestra carne caerá como una cortina que se descorre, y
entonces... ¡veremos!
Amisible, invisible, insensible... Por la gracia poseemos ya la
herencia, pero es preciso esperar la gloria para gozar de ella (12).
11
“Regnum Dei intra vos est”. No es de admirar que Dios habite voluntariamente
el cielo de nuestra alma; para log cielos visibles se contentó con decir que sean; para
el cielo de nuestra alma ha combatido, ha derramado toda su Sangre. Así después de
este gran trabajo, gozando de su victoria, dijo: Haré ahí el lugar de mi descanso, ahí
habitaré” (Ser. XXCII, in cantica, núm. 9).
12
“El cielo en el fondo es Jesús”, escribía al P. Perdrau. Mgr. Gay. Es pues muy
verdadera esta definición que el Doctor Angélico da de la gracia: inchoatio vitae
aeternae. Podemos, debemos exclamar, alabando desde luego a Dios y después
felicitándonos los unos a los otros: “Portio mea Dominus” (Corresp. T. n, pág. 247).
35
¡Qué perspectiva, sin embargo, si en ello pensáramos! Yo soy cielo.
¿Y no se impone la conclusión de esforzarme en poner más “cielo” en mí,
en ser cada vez más “cielo”? Sembrar eternidad en el tiempo, ¿tenemos
acaso otra razón de ser en la tierra? ¿Quién, por tanto, después de haber
reflexionado, querrá poner en otra parte el objeto y fin de su vida?

Mgr. Gay se inspiraba mucho para su piedad personal la Dirección en el dogma de


la Habitación divina. Véase, por ejemplo: Correspondence, t. I. pp. 247, 267, 284,
291, 316; t. H. pp. 8, 24, 39, etc.—Instructions pour les personnes du monde, t. H. pp.
61 a 108. — Retraite á l’usage des personnes consacrées á Dieu.
36
Capítulo III

“ALTER CHRISTUS. — OTRO CRISTO”

Ser sagrario, ser cielo, he aquí la maravillosa realidad de un alma en


estado de gracia.
Podemos dar un paso más. El cristiano en el cual vive Dios es,
literalmente, otro Cristo —alter Christus.
Desde luego por la aceptación de su doctrina y la profesión exterior y
visible de su Evangelio. En realidad, nuestra fe no ha de ser únicamente
para nosotros solos, debe irradiar, debe ser como el signo, como la
vestidura por la cual se nos distinga: “Induimini Christum — Revestíos
de Jesucristo”. ¡Ay! cuántos bautizados se detienen aquí y no son sino
cristianos de apariencia y nada más.
Alter Christus — otro cristo el cristiano debe serlo en segundo lugar,
porque debe vivir, o por lo menos hacer todo lo posible por vivir,
saturándose de los pensamientos de Cristo, por oposición a los pensamien-
tos y sentimientos del mundo: “Hoc sentite in vobis quod et in Christo
Iesu”.
Pero, otro Cristo el bautizado puede y debe serlo por algo más
íntimo: por una identificación con Él que debe llegar a ser lo más perfecta
que sea posible. ¿Qué quería decir San Pablo al pronunciar su “Vivo ego,
iam non ego, vivit vero in me Christus — Vivo, pero no yo, sino Cristo es
quien vive en mí”? Muchos autores aplican estas palabras a la presencia de
Jesús en nosotros por la santa Comunión. En el pensamiento de San Pablo,
se trata de la presencia espiritual de Nuestro Señor en nosotros, como
Verbo, por la gracia santificante. Y porque tomadas al pie de la letra estas
palabras parecen expresar una realidad demasiado sublime, muchos

37
retroceden, y no atreviéndose a tanto, tratan de suavizarlas, disminuirlas,
amortiguarlas.
Los verdaderos comentaristas no tienen estos temores: La palabra se
ha de tomar al pie de la letra: “¿Por qué hablar de imitación, escribe el P.
Prat, si el Apóstol se refiere a la identidad mística?” Debemos asemejarnos
a Cristo no solamente porque ha tomado una humanidad semejante a la
nuestra, sino porque ha dado a nuestra humanidad (individual) una vida
semejante, idéntica a la suya, la misma vida de Dios.
Pues bien, como cristiano, debo revestir su librea, más aún, hacer
míos sus sentimientos: pero, sobre todo, hacer de mí otro “Él”. Cristo vive
la vida del Padre: Ego et Pater unum sumus. Nosotros debemos vivir la
vida del Hijo: Ut sint unum. Tal es la fórmula divina que expresa nuestra
vida sobrenatural.
Las correcciones que indicaremos no la cambiarán en lo substancial.
Él no vive otra vida que la misma de Dios: nosotros no debemos vivir otra
vida que la suya. Ya que la suya es la de Dios, la nuestra también, por la
gracia, es la misma de Dios.
***
Nuestro Señor para explicar la realidad de que hablamos empleaba
esta comparación: “Mirad la vid. En los sarmientos y en la cepa la savia
que circula es la misma, los sarmientos viven de la vida de la cepa. La
cepa, el tronco, soy Yo; los sarmientos, vosotros. En Mí está la vida divina
total: en vosotros, mientras estéis adheridos a Mí, está la vida divina por
participación” (13).
San Pablo elige otro ejemplo: “Tomad un cuerpo y sus miembros. En
el cuerpo y en los miembros circula la misma sangre, una vida idéntica.
Los miembros no tienen vida si no es por el cuerpo; separados del cuerpo
nada son; se corrompen y mueren. Mientras permanecen unidos al cuerpo,
éste les comunica la vida y el movimiento. Lo mismo pasa en Cristo y los
cristianos: Cristo es el cuerpo, y nosotros los cristianos somos sus
miembros. La vida de Cristo viene a ser nuestra vida; y como esta vida de
Cristo es una vida divina, nuestra vida, por el hecho de nuestra unión en
Cristo, es vida divina. Permaneced pues, para siempre, miembros de
Cristo” (14).
13
Ioa., XV, 1, 6.
14
Eph., I, 23.
38
Podemos imaginar a Dios —Padre, Hijo y Espíritu Santo—, como un
océano sin límites. Por un misterio del infinito poder de Dios, he aquí que
todo este océano viene a encerrarse en una capacidad finita, un receptáculo
inmenso, sí, pero limitado: la Humanidad de Nuestro Señor Jesucristo. En
Cristo está contenida toda la vida del Padre, del Verbo y del Espíritu.
El fin del bautismo es ponernos en comunicación con este
receptáculo divino, que es el Salvador, donde se halla la plenitud de la
Divinidad (15).
Un tubo puesto en comunicación por medio de una llave abierta con
un depósito contiene el mismo líquido que el depósito y hasta la misma
altura; en una sola cosa difieren: en la medida, que depende de la
capacidad y que es diferente en uno y otro. ¿No es éste, en física, el
principio de los vasos comunicantes? Sumergidos en Cristo el día de
nuestro bautismo, hemos recibido de Él la vida divina: la vida divina se
derrama de Cristo en nosotros; la misma vida, a cada instante, circula en Él
y en nosotros mientras permanecemos en estado de gracia. Cometemos
una falta moral, la llave de comunicación entre el depósito divino y
nosotros se cierra. Será preciso el Sacramento de la Penitencia para abrir
nuevamente la comunicación y permitir que la corriente divina vuelva a
nosotros.
Esta comparación, por vulgar que sea, muestra claramente, con
inexactitudes fáciles de corregir, el conjunto de nuestras relaciones con
Dios por medio de Nuestro Señor. Explica en particular cómo para que
Dios viva en nosotros nos basta permanecer unidos a Cristo: lo que nos
repiten sin cesar todas nuestras oraciones litúrgicas: Per Dominum
nostrum Iesum Christum. Somos deificados por Cristo, y nada en el
mundo espiritual nos viene, sino por Cristo.
El ejemplo escogido por Nuestro Señor la vid y los sarmientos,
representa más fielmente lo que viene a ser el hombre cuando la vida
divina no circula por él. Rama muerta, sin savia; combustible para el
infierno. ¿Viene la muerte temporal a coincidir con la privación del influjo
divino? —¡La condenación para siempre! Aut vitis, aut ignis, como dicen
enérgicamente los Padres: o rama viva unida al tronco, o leño muerto: no
hay término medio.

15
Esto, de dos maneras: en primer lugar, en virtud de la Unión Hipostática,
privilegio que sólo a Él corresponde; en segundo lugar, por poseer el máximum de
gracia santificante, privilegio que compartimos con Él, gracias a sus méritos.
39
“El cristiano —escribe San Agustín— nada debe temer tanto como
ser separado del Cuerpo de Cristo. Separado, en efecto, ya no es miembro:
no siendo miembro, ya no es vivificado por su Espíritu; y todo lo que no
tiene el Espíritu de Jesucristo, dice el Apóstol, no está con Él” (16).
Una sola cosa importa, y es que conservemos el contacto, que
permanezcamos —según las expresiones de San Pablo—, “injertados en
Cristo”, “radicados en Cristo”. De esta suerte la vida que circula en Él en-
tra en nosotros, y la vida de Cristo es la misma vida de Dios (17).
***
Pero si la vida de Dios es la misma substancialmente en Cristo y en
nosotros, se diferencia, sin embargo, en su medida y en sus condiciones de
existencia.
Él la posee total; nosotros, participada.
Él la posee por naturaleza; nosotros, por adopción.
Él la posee por el hecho de su Encarnación; nosotros, por el
bautismo.
Él la posee eternamente; y nosotros, ¡ay! podemos perderla.
Por otra parte, es menos conveniente insistir en las diferencias entre
la vida divina en Nuestro Señor y en nosotros, que en sus semejanzas. El
peligro no consiste en creernos “Cristo” en demasía, sino por el contrario,
en no creernos “Cristo” hasta el grado en que realmente lo somos.
A quien tuviera la tentación de envanecerse, o tomara de un modo
exagerado la presencia de Dios en él, se le podría responder lo que San
Bernardo decía a uno de sus monjes: “El asno que llevó a Nuestro Señor
no dejó por eso de ser un asno”.
Criaturas, seres finitos, nuestra participación de la vida divina no nos
transforma en Dios: nos deja criaturas. El dogma cristiano, bien
comprendido, nada tiene que ver con el panteísmo.
16
Tract., 27 in Ioan.
17
Para no producir confusión, es mejor evitar las expresiones: “Nuestro Señor en
nosotros, Jesús en nosotros”. Algunos autores (Mgr. de Ségur en particular, en sus
sugestivas obritas), las emplean. Jesús, nuestro Señor, en la terminología ordinaria,
significan el Hombre-Dios. Por la gracia santificante, el Hijo está en nosotros por el
mismo título que el Padre y el Espíritu Santo, esto es, como Verbo. Con su Hu-
manidad santa, Nuestro Señor no habita en nosotros sino por la santa Comunión,
durante el tiempo que subsisten en nosotros las especies sacramental»».
40
Por lo demás, las almas acostumbradas a meditar en la Morada
divina, saben cuánto cuesta, en la prosa de la vida, componer “el
prodigioso poema de un pobre hombre ensayando su configuración con el
Cristo”. Lejos de hincharse llenas de orgullo, se confunden con su
pequeñez. La contemplación de las gracias recibidas les hace conocer
mejor su miseria, escribe Santa Teresa.
Tiemblan temiendo ser cómo un buque que hiciera zozobrar el gran
peso de su carga. Además, el miedo de perder al Huésped divino, debilita
su confianza en sí mismos: la impresión que hace en ellos este
pensamiento es tan viva que los excita a andar con extrema vigilancia y a
sacar fuerzas de su misma debilidad, para no perder por su culpa una sola
ocasión de hacerse más agradables a Dios. Cuanto más colmadas de gracia
se ven, tanto más temen ofenderlo y desconfían más de sí mismos.
Lo que perjudica a la mayor parte de los Cristianos no es
precisamente el exagerar la presencia de Dios en nosotros.
“Muchos cristianos —comprueba con tristeza el P. Ramière— con
todo y que creen en las promesas divinas, no se resuelven a aceptarlas en
toda su magnificencia”.
“Temen sin duda atribuir demasiada bondad a Aquél que, sin
embargo, llaman el buen Dios. Se persuaden a sí mismos que ha exagerado
sus promesas, cuando les dicen que son llamados a participar de la
naturaleza divina, a ser los hermanos adoptivos de Jesucristo, los
miembros de su cuerpo, los hijos del Padre celestial, a vivir desde luego la
vida de Dios, para gozar eternamente de su felicidad; la mayor parte de los
cristianos no ven en esto sino figuras y piadosas hipérboles” (18).
En el paraíso, la serpiente afirmaba: “Eritis sicut dii —seréis como
dioses”, y mentía. Por la gracia santificante, llegamos a ser con toda
verdad los hijos de Dios, “filii Dei, hombres divinos, otros Cristos”.
“Soy hijo de un hombre y de una mujer, según me han dicho —
escribía alguien—, y me sorprende, pues yo creía ser algo más”. ¡Cuántos
hay a quienes esto no admira, y que nunca sospechan ser algo más!
***
El dogma de la Habitación de Dios en nosotros, siendo el dogma
central, lo coloca todo en su lugar adecuado, y se ve lo que debe

18
Divinisation du chrétien, p. 4.
41
responderse a la duda siguiente. Aplicándonos a considerar a Dios en nues-
tra alma ¿no hay peligro de perder de vista a Jesús, el personaje histórico,
el Galileo de otro tiempo, nacido en Belén, hace cerca de dos mil años?
Santa Teresa, cuyas enseñanzas son ley en materia de ascetismo, habiendo
dejado algún tiempo la meditación de los misterios de la santa Humanidad
del Salvador ¿no declara haberlo lamentado toda su vida?
Nada está menos fundado en el dogma de la Habitación divina, que el
peligro de no dejar a Jesucristo el lugar que merece, el sitio de honor.
La devoción a Dios presente en nosotros no excluye, en algún modo,
la devoción a la santa Humanidad de Nuestro Señor. Antes, al contrario, la
incluye, la supone, le da el verdadero significado y nos proporciona la
razón última de cada paso de Cristo. El Verbo no se hizo carne sino para
entrar y vivir con su Padre y el Espíritu en nuestras almas y permitirnos
vivir con Él la vida divina:
“Societas vestra cuan Christo in Deo”.
Jesucristo, como Verbo, es con el mismo título que el Padre y el
Espíritu Santo causa suficiente de nuestra salvación. Con el mismo título
también que el Padre y el Espíritu Santo, como Verbo, vive en nuestra
alma justificada.
Como Hombre-Dios es la causa instrumental de nuestra redención,
esto es, el instrumento de sacrificio que nos ha rescatado y que nos da
también por su Doctrina, su Iglesia, sus Sacramentos, los medios de ser
fieles. Como Hombre-Dios es además la causa meritoria de nuestra
salvación, es decir, que debemos la vida a sus sufrimientos, a su
inmolación. Como Hombre-Dios, en fin, es la causa ejemplar de nuestra
redención, a saber, que Él es el modelo divino que nos basta mirar, imitar y
seguir para conservar la gracia en la tierra y conseguir después la gloria.
Ciertos autores o comentaristas hablando de Cristo lo aíslan
demasiado. Es preciso hacer entrar plenamente al Salvador, personaje
histórico, en toda nuestra historia sobrenatural, y no olvidar que este Jesús
lejano no ha venido al mundo sino para hacerse un Dios-próximo; para
introducir en nuestras almas a la Trinidad santísima, que por la fe debemos
tratar de descubrir y conservar, ya que se encuentran ahí, en el fondo de
nuestras almas.
Sin duda que a algunos cristianos la contemplación del Cristo-lejano
—apartado en el tiempo y en el espacio—, del Cristo “histórico” y
“geográfico”, basta para facilitarles la intimidad. Imaginan que las cosas
42
acontecen actualmente y a su vista. Pero esto no es más que una
suposición, porque si es verdad que para Jesús de Galilea nosotros de hoy
le estábamos presentes entonces, para nosotros de hoy el Jesús de entonces
no está verdaderamente presente.
Por el contrario, y en toda realidad de verdad, Dios —Padre, Hijo y
Espíritu Santo—, por el estado de gracia, está presente, actualmente, muy
cerca de nosotros, en nosotros mismos. ¡Cuánto más fácil desde este punto
de vista la intimidad! (19). Para hablar a Dios, para vivir en Él, no necesito
de mi imaginación, no tengo necesidad de esfuerzo alguno para transpor-
tarme allá lejos. Vive en mí, en el interior, “intus”. No tengo excusa si con
esto no llego a ser íntimo…

19
Para las almas, entiéndese bien, a las cuales la meditación asidua de los misterios
de Cristo’—éste es el camino necesario: ego via—, ha hecho comprender la
necesidad y el sentido de la vida de Dios en nosotros.
43
Capítulo IV

REALICEMOS NUESTROS PRIVILEGIOS


SOBRENATURALES

En las notas íntimas del universitario católico Ollé-Laprune, se


encuentran estas reflexiones: “Soy cristiano por beneficio de Dios; pero
¿sé lo que es ser cristiano?... No me basta ser cristiano por costumbre, por
sentimiento, quiero serlo a plena luz, reflexivamente, por elección. Quiero
pensar bien lo que soy, verlo a fondo... recordar los principios, meditarlos,
profundizarlos”.
Pocas, muy pocas almas, toman en serio la vida cristiana, no
conformándose con una fe de sentimiento o rutinaria, sino tratando de
darse cuenta de los tesoros sobrenaturales con que nos enriquece nuestro
bautismo.
Aun los buenos cristianos se manifiestan poco cristianos, por no
“realizar” sus privilegios divinos.
Dios habita en nosotros por la gracia; pero, prácticamente, es como si
no habitara. “Realizar” quiere decir ver que lo que poseemos en nosotros,
ahí se encuentra. No se trata de adquirirlo, sino de descubrirlo; de hacer
que lo que es, sea para nosotros.
¡Cómo la posesión de un tesoro cuya existencia ignoramos podría ser
un estímulo para la vida cristiana?
Podrá objetarse que ninguna necesidad hay de penetrar la naturaleza
del estado de gracia con tal de vivir en ella. No tengo conciencia del
pecado y esto me basta; de esta manera, e independiente de volver sobre
mí para explicarme el hecho y medir sus consecuencias y su extensión, mi
vida es meritoria, mis acciones buenas y mi alma se une a Dios.
44
No hay necesidad de más para llevar la vida que lleva todo el mundo,
ciertamente; pero ¿podrá llamarse cristiana la vida de un gran número de
cristianos? Algunas prácticas cuyo sentido profundo se ignora con
frecuencia, exterioridades y apariencias, y nada más; vitalidad, ninguna;
porque no se tiene la penetración de la verdadera vida.
¡Si scires donun Dei! ¡Si comprendiéramos un poco más, un poco
mejor, el don divino! ¡Si lo sospecháramos siquiera!
***
Por desgracia, un gran obstáculo se opone a esta comprensión del don
divino. Todas estas realidades sobrenaturales forman parte del mundo
invisible y corren gran riesgo por lo mismo, de pasar inadvertidas.
Un primer paso se impone, por lo tanto; convencerse de la realidad de
las realidades que están en nosotros. Ahí están: pero es necesario
descubrirlas y hacerlas nuestras.
Es inútil repetir la objeción: “No siento nada, luego no hay nada”.
Muchos fenómenos, aun de un orden enteramente material, se verifican en
nosotros sin que nos demos cuenta de ello: la digestión, por ejemplo, la
asimilación, circulación, etc. ¿y habrá quien se admire de que en el
dominio del alma y cuando se trata de fenómenos de orden espiritual,
sobrenatural, nada se perciba ni se sienta? Es necesario persuadirnos bien
de que todo un mundo existe, aunque no lo veamos, y que este mundo es
de un orden mucho más elevado que el que se ofrece a nuestros ojos.
Dios, invisible desde toda la eternidad, no se ha hecho visible,
palpable, sino treinta y tres años, y por esto ¿vamos a afirmar que sólo ha
vivido esos treinta y tres años? No teníamos la experiencia sensible de su
presencia, y sin embargo “vive eternamente”.
Las almas de nuestros difuntos, cuando dejan este mundo, no cesan
de existir, por más que se retiren tras de la escena visible de las cosas
terrenas y cesen de obrar en nuestros sentidos. Cuando un hombre pierde
el uso de la palabra, esto no significa que no pueda ya pensar, sino que no
puede ya comunicar su pensamiento por la palabra.
Vivimos pues en el mundo de los espíritus, no solamente en el mundo
de los cuerpos que vemos y palpamos; y de estos dos mundos, el que tiene
más realidad no es el segundo, sino el primero. Y porque sólo éste cuenta,
a decir verdad, San Pablo nos invita a que nada más que a él consideremos.
Que no vivamos sobre la tierra, sino en el cielo: Nostra conversatio in
45
coelis est. —Que nuestra vida esté oculta en Dios: “Vita abscondita in
Deo”, Y también: “Invisibilia tanquam videns! — Contemplando lo
invisible con fervor como si se viera. Mundo invisible, en efecto, no
significa que existe lejos o que existiera posteriormente, sino muy cerca y
actualmente: es preciso pues considerarlo a cada instante como una
actualidad permanente, so pena de no vivir sino a medias, dejando a un
lado la más bella parte del mundo real, del mundo total.
Newman (20) insiste a menudo sobre estas ideas y lo reduce todo a
estas dos proporciones: Muchas cosas existen, y sabemos que existen, sin
que por esto las consideremos como realmente existentes. Muchas palabras
oímos expresando una verdad conocida por nosotros como tal, y tenida sin
embargo por nosotros prácticamente como nula.
Veamos algunos ejemplos:
Sea esta sencilla palabra: una hora. Para el que no la ha “realizado”
significa simplemente un total matemático de sesenta minutos. Para el que
“realiza” quiere decir, por ejemplo (ya que hay diferentes maneras, según
la dirección habitual de los pensamientos, según los temperamentos,
circunstancias, etc....); “La hora que pasa... es el desfile de sesenta breves
minutos... Un minuto representa alrededor de cien muertos y cien recién
nacidos más. Un centenar de vagidos y un centenar de estertores... Una
hora: ¡seis mil cadáveres y seis mil cunas!”... Ya se ve la diferencia.
Sea esta otra palabra: la Cruz. No “realizada”, significa dos
travesaños perpendiculares, o el signo algebraico más. Pero “realizada”
podrá dar lugar a estos pensamientos: “Una Cruz, una verdadera Cruz de
madera, sobre un monte, sirvió en una ocasión... —¡y qué ocasión aquélla!
—: en lugar de todas las cruces en que no hay suspendidos sino Cristos
muertos, hubo un día una Cruz en que se suspendió a un Jesús sangriento,
muerto por mí...”
Y así muchas palabras por ser de uso corriente ya no nos conmueven;
pero un día, repentinamente, por casualidad o gracias a nuestros esfuerzos,
se transforman en luminosas, resplandecientes, henchidas de sentido, ricas
en una realidad hasta entonces ignorada.

20
En particular, en más de una página de su Grammaire de l’Assentiment (sobre la
cual no vamos aquí a emitir juicio alguno), y en una conferencia en Oxford, titulada:
Le monde Invisible: véase la traducción del H. Bremond, en su Newman: la Vie
chrétienne (Beauchesne).
46
Observa San Ignacio que no debe pasarse rápidamente sobre una
verdad que queremos asimilarla, sino detenernos, rumiarla y saborearla:
gustare res interne. No puede expresarse mejor la naturaleza de la realiza-
ción de que hablamos. “Necesitamos muy largo tiempo —escribe Newman
— para sentir y comprender las cosas como son; sólo gradualmente
conseguimos hacerlo”. Si esta observación tiene lugar cuando se trata de
realidades materiales, ¡con cuánta mayor razón en el dominio de lo
espiritual!
Una idea —sobre todo de una realidad suprasensible— para penetrar
en nosotros, debe asemejarse a esos restos que se ven flotar en la superficie
del Océano. Por mucho tiempo, por largo tiempo, no hacen más que
balancearse sobre la cresta de las olas; pero después, poco a poco, del seno
del mismo océano, vienen sales, corales, algas, conchas que se van
adhiriendo a la madera... Poco a poco se hundirá y se irá al fondo.
He aquí el gustare interne. En la superficie de nuestro espíritu flotan
muchas ideas, pero sin penetrar. Es preciso para que desciendan y lleguen
a sustantivarse con nosotros mismos, que se revistan de todo un agregado
nacido de nuestro propio interior, agregado compuesto de nuestros
recuerdos y pensamientos más queridos, de los sentimientos más delicados
o de los más impresionantes, de todas esas partecillas de nuestra vida que
las hacen para siempre familiares.
***
Evidentemente, algunas almas están mejor dotadas que otras para este
trabajo de “realización”. Todas pueden llegar al mínimum necesario y
suficiente, ejercitándose en el espíritu de fe.
No pretendemos aquí hablar sino de la piedad que es posible a todos.
Dios, en efecto, ha premiado a ciertas almas con favores particulares.
Santa Margarita María experimentaba casi habitualmente la presencia
sentida de Nuestro Señor.
Al B. Suso le dijo un día su ángel: “Fija los ojos en tu pecho y lo
verás”. Y volviéndose su cuerpo transparente, vio por decirlo así a Dios en
él.
“Tú eres lo que no es, y Yo soy El que es” —declaraba Nuestro Señor
a Santa Catalina de Sena—; contémplame en el fondo de tu corazón:
sabrás que soy tu Creador, y serás feliz”. Estos casos en que se trata de
gracias especiales y de almas privilegiadas quedan fuera del actual estudio
47
que se limita a la presencia de Dios en toda alma en gracia, precisamente
por el hecho, y sólo por el hecho, de que está en gracia. ¿Quién puede
impedir a un cristiano cualquiera que se dedique a descubrir, por la fe, a
Dios que vive en él? (21).
Voy a la Iglesia. Allí habita Nuestro Señor en el sagrario. Me
arrodillo: Jesús está cerca de mí ciertamente... Y gusto esta verdad. ¿Por
qué no obrar del mismo modo respecto a la presencia de Dios en nosotros
por la gracia?
Mgr. Hugh Benson describe de esta manera la actitud de uno de sus
héroes: “Comenzó, como lo hacía siempre, por un acto deliberado de
renunciamiento del mundo sensible” —digamos, por un acto de fe en la
realidad del mundo invisible. “Se esforzó por descender hasta el fondo de
sí mismo; y muy pronto los acordes del órgano, el ruido de los pasos, la
dureza del reclinatorio, todo desapareció para él, y tuvo la impresión de no
ser otra cosa que un corazón que latía y una mente que albergaba un sin fin
de imágenes”. —Esto es más o menos difícil pero no absolutamente
necesario. “Hizo después un nuevo descenso: su mente y su corazón,
dominados por la sublime presencia que se aclaraba cada vez más, se
sometieron a la voluntad de su dueño... Permaneció así largo tiempo... Se
encontraba ahora en ese lugar secreto del cual un obstinado esfuerzo le
había enseñado el camino, en esa región singular en que las realidades
aparecen donde la Iglesia y sus misterios se ven en su interior” (22).
Dios vive en mí, lo creo; tal es el acto de fe. El espíritu de fe va más
lejos. La adhesión pura y simple a una fórmula cuya realidad puede no
aparecer y que para muchos no aparece sino débil y sin valor dinámico, el
espíritu de fe la transforma en una adhesión generosa a una fórmula cuya
realidad aparece ahora en su total complejidad y con toda su vida.
¿Es acaso pedir demasiado, exigir a todo bautizado que quiere vivir
de su fe, que se pregunte de tiempo en tiempo, como Ollé-Laprune: “Soy
cristiano...? pero ¿sé lo que es ser cristiano? ¿pienso en ello?”
Qué apoyo interior encontraríamos en esta convicción; “Dios no me
abandona; Dios está conmigo, y en mí, y me ama; estoy unido a su Cristo,
21
Algunos autores emplean la expresión: tener conciencia do Dios en nosotros, que
puede dar lugar a confusión, no siendo rigurosamente exacta. Tener conciencia
supone, en efecto, un conocimiento inmediato —y del mismo sujeto. Ahora bien, se
trata aquí de un conocimiento meditado —por el raciocinio y la fe—, y de la
presencia en el sujeto de otro distinto del sujeto.
22
Le Maître de la terre, pág. 54.
48
corazón con corazón; su Espíritu sopla sobre mí como la suave brisa del
profeta. No tengo más que escuchar y obedecer; reconocer y gustar; tener
confianza y esperar en Él; mi vida no es como algo extraño que sea preciso
abandonar para ir en seguimiento del Maestro: Él mismo la ha adoptado y
hecho suya tomándome por suyo; voy en compañía de Él, no repudiando
sino el mal, no descartando sino lo menos bueno; y la presencia del Amigo
celestial, en lugar de distraerme de las tareas cotidianas, me dedica a ellas
con tenacidad, con alegría, porque mi obra es su obra” (23). Y, de hecho, la
suprema grandeza del hombre ¿no es acaso Dios, Dios que vive en él, o si
no vive, que quiere en él vivir; o viviendo en él quiere vivir una vida cada
vez más plena?
Algunas veces nos sorprendemos, nos espantamos tal vez, de que
todo en nuestra sociedad contemporánea esté “laicizado”; gobierno,
servicios públicos, administración, y lo demás. Hasta tal punto que si nos
preguntamos: ¿Qué cambios habría en nuestra sociedad moderna sino
existiera lo sobrenatural, si la Redención y la Cruz no fueran sino un
sueño, y Jesucristo un simple mito sin realidad ni consistencia? Y no
sabríamos qué responder o, mejor dicho, nos veríamos precisados a
responder: ninguno, absolutamente ninguno... ¡oh tan insignificantes!
La responsabilidad de este estado de cosas recae sobre muchos; pero
una buena parte nos corresponde a nosotros, los cristianos, los buenos
cristianos, que poseyendo tesoros magníficos, hemos olvidado utilizarlos y
explotarlos.
Ozanam, en 1834, se hacía el siguiente reproche: “He comprendido
que hasta aquí, aunque no he dejado nunca mis prácticas religiosas, no he
tenido bastante presente en mi corazón el pensamiento del mundo
invisible, del mundo real”. La humildad hacia hablar así a Ozanam. Y
nosotros ¿qué diremos?
Tiempo es ya de “realizar” nuestros privilegios divinos. “No estás
sola, alma mía, vive en ti el que te deifica; has sido naturalizada en la
región de lo divino”. Tal es el lenguaje de un convertido. Los convertidos,
a veces, ven mejor que nosotros, y donde nosotros no nos admiramos, ellos
se extasían. “¡Magnificencia de alma más sencilla en el cuerpo más
miserable, vestido con la mayor pobreza —continúa Loewengard—, mag-
nificencia de esta alma tocada por la gracia: transformada está en un

23
Sertillanges: “La vie en présence de Dieu”. — Revue des Jeunes, 10 Mai 1918,
p. 550.—Ver también id, ibid., 10 Mai 1919: La vie de silence.
49
palacio inmortal donde habita el Rey de reyes, el Señor de los señores,
Dios en tres personas”.
“¿Es posible, es creíble que el alma en estado de gracia posea
substancialmente a la Trinidad, la conozca ( 24) presente en su espíritu y en
su carne, y pueda amarla como una esposa ama a su esposo?...
“¡Oh! si el hombre es infinitamente bajo por su carne extraída del
lodo terrestre... es infinitamente grande, infinitamente fuerte, infinitamente
noble en cuanto que por la gracia participa de la vida de Dios”.
¿Por qué el hombre se empeña en rebajarse a sí mismo? ¿por qué se
esfuerza, siendo tan grande, en vivir tan pequeño? ¡Qué grosero desprecio
del más elemental “realismo”, qué formidable pecado de omisión: en las
sociedades, organizándose con la voluntad formal de no contar con lo
sobrenatural para nada; en nosotros mismos, viviendo prácticamente en el
desprecio casi completo de lo que es el hombre tal como Dios lo ha
creado, eso es, no solamente con un cuerpo y un alma, sino, según la
hermosa definición de Tertuliano, que bien entendida es muy verdadera,
con “un cuerpo, un alma —y el Espíritu Santo!”
¡Qué orgullo, y a la vez, qué degradación, no ver en el hombre sino al
hombre! “Naturalizados divinos” no tenemos derecho de vivir
“desnaturalizados”, ‘laicizados”, ni tampoco tenemos derecho de asistir,
impasibles o inactivos, a la laicización de la sociedad. Dios debe ser algo
substancial en nuestra vida, como debe serlo en la vida de las sociedades y
de las naciones.
Se trata más y más de expulsar a Dios, de hacer de Él caso omiso, de
que los hombres crean que no son sino “humanos”. Imponer a los pueblos
o a los individuos el olvido o la privación de lo sobrenatural, equivale a
imponerles una “condenación” anticipada, Los condenados no son sino
seres que han perdido su naturaleza divina, criaturas para siempre
“desnaturalizadas”. El infierno no es otra cosa que el país de la
“laicización” general, la región en donde Dios voluntariamente no existe,
habiéndolo querido así el ángel caído y el hombre réprobo.
Hijos de Dios, no vivamos como miserables hijos del hombre.
Vivamos a lo divino, y trabajemos para conseguir que se viva, en torno
nuestro, la vida divina. “Realicemos” nuestros privilegios sobrenaturales, y
ayudemos a las almas a comprender que son llamadas a vivir de “Dios en
ellas”.
24
El dice: la siente, y nos permitimos corregir la expresión.
50
Los profanos —ha notado muy acertadamente alguien— se sentirán
más fuertemente atraídos a creer, si en lugar de dejar en la sombra los
puntos característicos de Cristianismo, se mostraran en todo su esplendor y
sugestión verdadera.
Hablando de nuestros dones sobrenaturales, escribía el P. Gratry: “Si
todas estas cosas son verdaderas, ¿cómo los hombres no se preocupan más
de ellas? Los hombres, ya lo sabemos, tienen la costumbre de pasar a
través de maravillas sin captarlas. La presencia de Dios en los corazones
¿no es acaso la más grande de las maravillas? ¿Quién lo duda? ¿Y quién de
ello se preocupa? No les digáis nada, dice Fenelón, porque no ven nada y
en nada piensan (25). Y, sin embargo: “La vida con el Huésped divino del
corazón es el estado normal en que debieran permanecer todos los bau-
tizados. Pero ¡ay! ¡qué no es así! ¡Uno por mil tal vez quizás uno por diez
mil corresponde al don de Dios!” (26).
¿No hay en esto algo verdaderamente desolador y que a toda costa
debe cesar? Y en lo que a nosotros se refiere, ¿qué esperamos para vivir en
“el estado normal” de un bautizado, y conseguir de muchos que co-
rrespondan al “don de Dios”?

25
La Philosophie du Credo, p. 880.
26
Mgr. de Ségur: Le Chrétien vivant en Jésus, p. 289.
51
LIBRO TERCERO

El Pecado mortal y la ruptura de Dios en nosotros

52
Una de las maneras de realizar nuestros privilegios sobrenaturales es
considerar el estado a que nos vemos reducidos desde que por el pecado
mortal renunciamos a ellos y los desechamos como inútiles.
Después de haber estudiado la Habitación de Dios en nosotros
considerada en sí misma —aspecto positivo—, la estudiaremos en su
aspecto negativo o sea en los dones de que se ve privado quien no la posee.
Por la gracia santificante Dios vive en nosotros —Dios: Padre, Hijo y
Espíritu Santo—. Veamos pues los resultados del pecado mortal en
nuestras relaciones:
Con el Padre,
Con el Hijo, y
Con el Espíritu Santo.
Daremos así un paso más en nuestro estudio.

53
Capítulo primero

LA RUPTURA CON DIOS PADRE

Un hombre muy rico encuentra en la calle a un niño, el hijo de un


pobre; lo recoge y adopta; lo educa y alimenta; lo rodea de mil cuidados.
El niño tiene su puesto en la mesa, participa de las alegrías del hogar y de
todas las relaciones de la familia; tiene, en fin, todos los privilegios que su
situación de hijo de familia le proporciona. Más tarde, si es fiel, su padre
adoptivo le hará participante de la herencia, con una sola condición, que no
deserte del hogar ni traicione a la persona o los intereses del bondadoso
padre que lo ha educado y ennoblecido.
Cuando aquel niño crece, sugestionado, abandona a su padre
adoptivo, desprecia los bienes de familia y la herencia prometida. Su
ingratitud es mayor: atenta contra la vida de su padre para suplantar su
lugar y llegar a ser el amo; pero fracasa su tentativa. Resultado final: el
padre logra conservar todos sus títulos, todo su poder y toda su fortuna; y
el hijo ingrato se ve expulsado para siempre... “¡Vete... no te conozco!
***
Este ejemplo describe con exactitud lo que la Teología llama “la
Adopción divina” y el modo cómo e hombre ha correspondido a esta
adopción de incomparable amor. En la creación Dios eleva al hombre al
grado sobrenatural, añadiendo maravillosa y gratuitamente, a los dones de
la naturaleza, dones sobrenaturales, y le promete, ya desde ahora la
posibilidad de utilizar el usufructo de los favores divinos; pero el hombre,
engañado por el demonio —“eritis sicut dii”—, ambicionando destronar a
Dios, prefiriendo su capricho a la obediencia, se ve expulsado por su culpa

54
del paraíso terrenal y privado de todos los dones divinos que había
recibido.
Monseñor de Ségur, en sus Simples Histoires, cuenta el hecho
siguiente:
Un padre, en una feria, perdió a su hija pequeñita. Largo tiempo la
buscó en vano. Cuatro años después, en Londres, donde se dedicó a
buscarla de nuevo, vio sobre el tablado en que se exhibían unos luchadores
a una niña. No hay duda... ¡es su hija! y el amoroso padre salta al tablado...
“¡Hija mía!... “Pero la joven, olvidando sus primeros años, respondió:
“¿Tú, mi padre?... ¡no te conozco!... Mi verdadero padre es éste”. Y
señalaba a un charlatán de traza repulsiva, que ya se disponía a intervenir,
para no dejar que su presa se le escapara.
¡Cuántas veces también el hombre, atraído por una curiosidad de
mala ley, seducido por placeres que degradan, engañado por el demonio,
ladrón de almas, se escapa de la amorosa mano del padre de familia! El
miserable, presa del demonio, se ve arrastrado lejos, muy lejos... y
obcecado, se esfuerza en frustrar las pesquisas amorosas de Dios. Y no
porque Dios ignore dónde se encuentra la oveja descarriada, sino porque
cuando llama a la puerta del corazón, por la voz de los remordimientos o
por la palabra del sacerdote, el demonio redobla sus argucias, reaviva sus
espejismos, cautiva la atención y entorpece la voluntad.

¡Si a lo menos abandonáramos a Dios por algo que valiera la pena!


¡Pero no! Se presenta una bagatela, y nuestra irreflexión nos arrastra, y nos
entregamos por nada: por una mirada, por una lectura, por una palabra, por
un deseo. “Y qué —dice San Agustín al pecador—, tú bastas a Dios y Dios
no te bastará a ti— Sufficis Deo, et Deus nos sufficit tibi? Persigues por de
fuera la nada... busca mejor al soberano bien que está en ti mismo”.
En ti: he aquí lo que singularmente agrava nuestras faltas.
Ofender de lejos es sin duda una hipocresía, pero en rigor explicable;
mas ofender a una persona en su presencia, a una persona con que estamos
tan íntimamente unidos que está en nosotros y con ella formamos una sola
cosa, ¡repugnante bajeza de la cual debiera preservarnos, a lo menos, el
sentimiento de honor más elemental, ingratitud incalificable de la que no
es capaz el más débil amor!
Aquella niña robada apenas si era responsable, pues casi no había
conocido a su verdadero padre. ¡Pero nosotros! ¡Alegaremos la excusa de
55
que Dios era para nosotros un desconocido? ¿Diremos quizá que no era
suficientemente bueno?
Desde el momento en que un alma huye de sus brazos, Dios se pone
en camino sin tardanza; en su lejano éxodo, sigue el alma que huye de su
ternura; multiplica sus invitaciones, multiplica sus llamamientos; sabe muy
bien en qué miserables brazos nos hemos arrojado, a qué mezquino objeto
hemos entregado nuestros afectos, y está ahí rondando en torno nuestro,
esperando la ocasión propicia. Está ahí con las manos abiertas y los brazos
extendidos, llamando... Nos solicita de mil maneras, por de dentro y por de
fuera: “¡Hijo mío, soy Yo, tu buen Padre! Yo te lo suplico, ¡vuelve! ¡Si
supieras cuánto anhelo tenerte de nuevo por hijo!”
¡Qué magnífica continuación a la historia del Hijo Pródigo en los
esfuerzos que hace aquel padre para encontrar a su hijo! Pero no reproduce
sino de lejos la solicitud del Padre divino en persecución de nuestras almas
ingratas.
Nada es tan a propósito para darnos idea de la ternura del Padre de las
Misericordias, como su conducta con el pueblo elegido en el Antiguo
Testamento. Perpetuamente ese miserable pueblo se sustrae a los cuidados
con que el Altísimo lo previene. Dios intenta reducirlo al deber con
advertencias, con solicitaciones apremiantes, con amenazas. A veces, Israel
comprende —¡qué pocas!— con más frecuencia se aferra en su pecado, o
después de haberse arrepentido vuelve a caer en él, y endureciéndose, ya
no escucha ni a Dios ni a los profetas. Suprema tristeza para Jehovah, tris-
teza que llega a provocarle náuseas al ver lo poco que por Él, su Dios, se
digna hacer el pueblo escogido. Entonces, colmada la medida exclamaba:
“Basta Israel, hasta aquí te he llamado mi pueblo, ya no serás mi pueblo en
adelante”. Volvemos la página creyendo que vamos a asistir a la explosión
de la cólera de Jehovah. Y lo que encontramos es que se arrepiente... Israel
hace que vuelva de sus errores, y ya Dios no tiene fuerzas para cumplir su
programa; es preciso que perdone a su hijo. Y esto, en la historia del
pueblo escogido, sucede no una vez, sino diez veces, cien veces, siempre...
Nuestro Señor multiplica las comparaciones para describir la
angustiosa solicitud del Padre de familia para encontrar al hijo que había
perdido por el pecado. Cuando una sirvienta ha perdido una moneda,
¡cómo se dedica a buscarla por todas partes! Enciende luz, observa bajo
todos los muebles, escudriña todos los rincones. ¡Y el pastor cuando una
de sus ovejas se ha extraviado! Luego se pone en camino, revuelve todos

56
los matorrales, interroga, sigue las pistas en la montaña, desciende a los
precipicios, se fatiga sin descanso... hasta que la encuentra por fin al abrigo
de una roca escarpada, medio muerta de hambre y de miedo. ¡Con qué
júbilo la llama por su nombre, la recoge, la carga sobre sus hombros y la
vuelve al redil!
Es una satisfacción tal, que para describirla Nuestro Señor emplea
palabras de una fuerza, iba a decir de una exageración, singular: “Hay más
alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y
nueve justos que perseveran”. He aquí lo que hace Dios para devolvernos
la vida divina.
En unas misiones, después del sermón en que se explicó la parábola
del Buen Pastor, un obrero se presentó al predicador pidiéndole que lo
oyera en confesión: “Esta historia del pastor que va a buscar a su oveja me
ha impresionado vivamente. Y me he dicho a mí mismo: esa, oveja, eres
tú”. Sí, es cada uno de nosotros, cuando tenemos la desgracia de
abandonar al Pastor divino.

57
Capítulo II

LA RUPTURA CON DIOS HIJO

Con relación al Padre, el pecado mortal es una grandísima ingratitud;


con relación a Nuestro Señor el pecado mortal es una traición, un perjurio.
Ya se trate de una nación en sus relaciones con otra nación, del
Estado con la Iglesia o del hombre con Dios, no cumplir sus compromisos
y faltar libremente a un tratado, es hacerse reo de la misma felonía.
¡Cuánto más solemnes y sagrados son los compromisos que hemos
contraído con Nuestro Señor!
El día de nuestra primera Comunión expresamos nuestra voluntad de
renunciar a Satanás. ¿Y por cuánto tiempo nos comprometimos? ¿Por un
día, por una semana, por un año, hasta los veinte años o hasta tomar
estado? —No, dijimos: “Me adhiero a Jesucristo para siempre”; para
siempre, lo que quiere decir por toda la vida, hasta la eternidad.
Y días vinieron en que fuimos fieles; pero llegó la hora de la primera
tentación grave, y como lo supongo, sucumbimos... mortalmente.
Habíamos firmado con Dios un contrato bilateral; y ese contrato
¿quién lo ha violado? Habíamos prometido, no ha mucho tiempo:
“Renuncio a Satanás y me adhiero para siempre Jesucristo. Y decimos
ahora:
“Renuncio a Jesucristo y me adhiero a Satanás. No quiero tener nada
que ver con Jesús, reniego de Él. Prefiero a Satanás, y de ahora en adelante
él será mi dueño”.
***

58
Sin duda que, a menos de una malicia inconcebible, no afirmamos
explícitamente que nos adherimos a Satanás, pero prácticamente así lo
hacemos. En el momento del pecado, del pecado mortal, entre Jesucristo y
su enemigo, optamos resueltamente por su enemigo.
¡Qué angustia cuando en el tribunal de Dios tengamos que responder
del crimen de alta traición! Cuando llegue la hora de la movilización
general de las conciencias no ya en el rincón de una trinchera y sólo para
algunos valientes, sino por todas partes, sin exceptuar un solo viviente, ni
un solo cadáver; cuando para todos los que han conocido la cobardía en la
vida cristiana resuelve la temible palabra: “Muertos, venid a juicio”, ¡qué
conmoción! ¡todas las flaquezas consentidas y no reparadas van a tener su
castigo! “Tú mismo te has degradado, oh cristiano; que tu voluntad se
cumpla. Fiat voluntas tua, homo, in aeternum. ¡Me expulsaste para siempre
de ti, y ratifico tu decisión: para siempre...! Y ahora, ¡vete, no te conozco!
¡Tú mismo has borrado la imagen divina!, y en ti sólo quedás tú, cuando
debiéramos quedar tú y Yo: Sé lo que eres y guárdate lo que tienes, es
decir, a ti solo. Yo parto, o mejor dicho, permaneceré para siempre alejado
de ti, puesto que tú así lo has querido”.
En tiempo de los primeros cristianos, para que en el espíritu de los
nuevos bautizados se grabara profundamente el recuerdo de los
compromisos contraídos, se usaba la ceremonia de revestir al neófito con
una vestidura blanca, vestidura que debía llevar durante los ocho días que
seguían a su admisión en el seno de la Iglesia. De este rito primitivo, la
liturgia actual sólo ha conservado la imposición de la estola blanca sobre la
cabeza del niño. Cuando el sacerdote cumple con este rito pronuncia esta
amonestación severa —recomendación afectuosa, al mismo tiempo—:
“Accipe vestem candidam quam inimaculatam perferas ante tribunal D. N.
J. Christi. —Recibe la vestidura de la inocencia, y ten presente sobre
todo que debes presentarla sin mancha —inmaculatam—ante el tribunal
de Dios”. El día de la primera Comunión, lo blanco de las vestiduras tiene
la misma significación. ¿A dónde está la pureza tan solemnemente prome-
tida? Entonces la vestidura no tenía mancha; ¿la hemos conservado
inmaculada?
En la época en que la persecución de los Vándalos devastaba la
Iglesia, un apóstata llamado Elpidóforo perseguía con toda su saña a un
diácono que había permanecido fiel. Cansado éste de la conducta de El-
pidóforo, se procuró la vestidura blanca con que había sido revestido el día
de su admisión en la Iglesia, y fue a encontrar al apóstata. Al apercibirlo
59
desenvolvió la vestidura agitándola como una bandera: “Mira, mira:
¿reconoces esta túnica? Ahora la has profanado; mañana, en la hora del
juicio, será tu acusador. ¡Tenlo bien presente!”
***
Si la persona que traiciona con tanto descaro fuera tan solo cualquiera
a quien le hubiéramos empeñado nuestra palabra, sería menos malo. Pero
no, al que traicionamos lo debemos todo, y para hacernos lo que somos,
cuántos sufrimientos debió imponerse. Ya vimos el precio de nuestra
redención y el cúmulo de tormentos que representa.
Pues todos esos dolores de Cristo, toda la sangre de la Cruz, todos los
horrores de la Pasión, ¡todo se hace inútil por el pecado! Más todavía, todo
eso, en un sentido muy real, ¡renovado y reproducido por el pecado! Los
verdaderos verdugos de Cristo no fueron aquellos soldados romanos del
cuerpo de guardia de la ciudadela Antonia que con los brazos desnudos
despedazaron las espaldas del Salvador, ni los que escupieron su rostro y
lo revistieron con un guiñapo de púrpura, ni los que en el Calvario
hundieron los clavos en manos y pies, y clavaron a golpes en la cabeza
ensangrentada las espinas de la corona; los verdaderos verdugos de Cristo
somos nosotros.
En una parroquia, el gran Crucifico de la misión amenazaba
desprenderse; el párroco hizo llamar a un obrero para que clavara de nuevo
y más sólidamente los clavos que fijaban a la Cruz la Imagen sagrada del
Salvador. El obrero aplica su escalera y sube; de pronto, llegado a la altura
del Crucificado, siente que se despierta su fe aletargada hacía mucho
tiempo. El arrepentimiento lo invade, sus ojos se llenan de lágrimas y el
brazo que manejaba el martillo se paraliza: “Señor Cura —exclama,
volviéndose hacia el sacerdote que había quedado al pie de la escalera—,
no puedo... no, verdaderamente no pudo...”
Si en el momento de la tentación, el pensamiento de los sufrimientos
de Cristo se nos representara tan vivamente, sin duda que nuestras caídas
no serían tan fáciles.
***
Una antiquísima vida de Santo Domingo refiere el hecho siguiente:
una mujer de costumbres más que dudosas, se encontraba sola, una tarde,
contra su costumbre de excesiva hospitalidad... De pronto llaman a la
60
puerta. Abre, y se encuentra con un hombre de muy hermoso aspecto, pero
que parece presa de una tristeza profunda. Le ofrece de cenar, y el recién
llegado acepta. Pero he aquí que, en todos los lienzos, en el lugar donde
aquel hombre se ha sentado, aparecen manchas de sangre. La mujer se ve
obligada a cambiar la servilleta, pero al poco tiempo el lienzo estaba de
nuevo cubierto de sangre.
La mujer se da entonces cuenta. Aquel hombre no es un hombre
ordinario, sino el Crucificado del Gólgota, y toda esa sangre derramada, el
precio de su pecado.
¿Historia verdadera o simbolismo? ¡Qué importa! En todo caso,
verdad rigurosa. El pecado mortal es con relación a nuestro Señor un
perjurio y una crueldad.

61
Capítulo III

LA RUPTURA CON EL ESPÍRITU SANTO

El sacramento que nos hace hijos de Dios y nos convierte en


Habitación divina es el sacramento del Bautismo. Realizaríamos mucho
mejor la presencia de la Santísima Trinidad en nosotros por la gracia, si
meditáramos con frecuencia en cada una de las ceremonias del sacramento
que nos une a Cristo.
Cuando se lleva un niño a bautizar no puede entrar desde luego,
debiendo permanecer en el vestíbulo, puesto que está todavía fuera de la
Iglesia. Hace entonces el ministro las preguntas capitales cuyas respuestas
manifiestan, por la mediación de los padrinos, la voluntad formal del
futuro hijo de Dios.
El interesante interrogatorio se desenvuelve: “¿Quieres ser
bautizado? — Quiero”, etc. Entonces el Sacerdote, exorciza al niño, —y
ninguna palabra quizá, con las de la Consagración y de la Absolución,
revelan tanto el poder incomparable del Sacerdote. ¡Con qué fuerza de
afirmación, con qué certidumbre de ser obedecido va a hablar ese hombre!
— Dirigiéndose al demonio, le dice: “¡Vete, espíritu inmundo! ¡sal de este
niño y da lugar al Espíritu Santo! Exi ab eo, inmundo spiritus, et da locum
Spiritui Sancto!” Conmovedor paralelismo. Por el hecho del pecado
original, alguien ocupa el alma de este pequeñuelo; su nombre es Satanás,
el demonio. Pero el término no es bastante despreciativo, y es preciso que
ahí, públicamente, se le dé la apelación que caracteriza por excelencia su
manera de obrar y especificar sus procedimientos, y la Liturgia no
retrocede: “Vete espíritu inmundo, inmunde spiritus, —literalmente,
espíritu sucio—. ¡Vete! y deja el lugar, —¿a quién?— ¡al Espíritu Santo!

62
Y al instante mismo, por la virtud de esa palabra divina, bella como
todas las palabras creadoras, Satanás huye y el Espíritu Santo penetra para
permanecer, en cuanto de Él depende, para siempre: “Veniemus, et
mansionem apud eum faciemus”.
A San Luis le placía firmarse Luis de Poissy, por el lugar donde
recibió el sacramento que lo hizo cristiano y le infundió la vida de Dios.
¿Quién tiene razón, los santos pensando en su bautismo con tanto amor, o
nosotros tan despreocupados de él?
El demonio juzga mejor que nosotros. No huyó sin volver la cabeza;
partió, porque era preciso: la orden se imponía ineludible e imperiosa; pero
desde el momento en que le sea posible, volverá. El Espíritu Santo reina
ahora como soberano en ese niño. Satanás no se dará punto de reposo hasta
que con la connivencia del que ahora abandona, logre reintegrar el
domicilio que considera como su feudo y su dominio. Imposibilitado para
atacar a Dios en su propio Ser, se desquita atacándolo en sus posesiones
humanas, y toda su ambición consiste en expulsar al Espíritu Santo del
corazón del hombre, destronándolo para poseer a su vez nuestras almas y
volver a establecerse en ellas como soberano.
¡Cuál es el blanco de la lucha entre Satanás y Dios! —Nuestros
privilegios sobrenaturales, la vida de Dios en nosotros. Nada menos, pero
tampoco nada más.
Y consideramos todo lo que el demonio está dispuesto dar en cambio
de esa riqueza divina que llevamos en nosotros: esperando inducir a
pecado al hijo del hombre en persona, lo transporta, a la cumbre de una
alta montaña, y allí mostrándole con un amplio gesto el universo entero:
“Todo esto será tu yo, le dice, si cayendo de rodillas me adoras”. Y esas
seductoras proposiciones no las hace únicamente para conquistar un alma
extraordinaria, el alma de Cristo; para poseer un alma, cualquiera que sea,
o mejor, para arrebatarle los tesoros que posee, el demonio está dispuesto a
sacrificar en cambio todos los bienes materiales. Y se comprende, porque
hay en el fondo tal desproporción, que sabe bien que no perderá nada en el
cambio (27).
27
Advirtamos por otra parte que el demonio puede prometer cuanto quiera, estando
ya decidido a no cumplir su promesa. ¿No vemos cómo en cada tentación nos
deslumbra con las magníficas perspectivas del paraíso terrestre? “Consiento en caer y
verás de qué placeres te haré gozar”. ¡Y cometida la falta nos damos cuenta que ese
universo, haec omnia, es paraíso de placer es poca cosa, menos que nada! ¿El objeto
de la tentación antes del pecado y el mismo después del son verdaderamente
63
Supongámosle un instante vencedor. Si cadens... Una falta equivale
siempre a una caída. El alma cae, y cae gravemente. En el exterior nada
aparece: de dos personas que se cruzan en la calle, una en estado de gracia,
otra en pecado mortal, ¿quién ve la diferencia? —Nadie. Sin embargo,
¡qué oposición! En ese interior obscuro, pero tan real; en ese santuario
íntimo que constituye el fondo del ser se ha producido una extraña
revolución: después de la efervescencia de las pasiones, los instintos
perversos han triunfado del espíritu de fe, y anulando a la voluntad han
pronunciado un decreto de expulsión. En tanto que en el Bautismo el
sacerdote ha dicho: Sal, espíritu sucio, y deja lugar al Espíritu Santo; el
pecador, invirtiendo la palabra que lo ha hecho cristiano, dice: “¡Vete,
Espíritu Santo, vete; no te quiero más en mí! ¡vete, te expulso, sal fuera,
sal de mi alma!», y deja el lugar... —¿a quién, gran Dios?...— ¡y deja el
lugar al espíritu sucio!... ¡en adelante quiero que tú habites en mí, espíritu
inmundo!” Sí, he ahí la extraña sustitución que viene a realizarse ahí
donde reinaba Dios.
Las posesiones aparentes del demonio son raras en nuestra época y en
nuestros países civilizados; sólo los misioneros en países lejanos señalan
casos aislados. Las demostraciones exteriores de la presencia del demonio
en nosotros no las permite Dios de ordinario por muchas razones; pero si
bien se reflexiona, esto significa poco, ya que en todo el rigor de la palabra
el que comete un pecado mortal es un poseso. No digamos poseído del
demonio, puesto que la expresión se ha consagrado en un sentido muy
especial; pero, puesto que es absolutamente cierto, y de ello nunca nos
convenceremos bastante, digamos poseído por el demonio (28).
idénticos?
28
Notemos, sin embargo, la diferencia: Satanás entra en el pecador no por su
substancia, lo cual no corresponde sino a Dios, sino por su operación, es decir, por
sugestiones malas. Tal es la doctrina de Santo Tomás comentando el “Introivit in eum
Satanas” del Evangelio (Contra gentes, Lib. IV, Cap. 18). — El Padre Froget escribe:
“Es privilegio exclusivo e inalienable de Dios poder penetrar por su substancia hasta
lo más íntimo del ser. En cuanto al demonio puede, es verdad, penetrar en el cuerpo y
mover sus miembros a pesar de la resistencia de la voluntad, obrar sobro los sentidos
y sobre la imaginación e indirectamente sobre la voluntad, como se ve en los
energúmenos; pero no le es posible invadir el fondo de nuestro ser, ni penetrar, a lo
menos directamente, en el santuario de la inteligencia y de la voluntad; por tanto, si
entra en el corazón de alguno, no es por su substancia, sino por los efectos de su
malicia, por los pensamientos malos que inspira y los actos criminales que sugiere y
en cuya realización logra tanto con frecuencia”. (De l’habitation du Saint Esprit dans
les âmes justes, página 59).
64
En la época de las penosas escenas de los Inventarios, el atentado de
ciertos individuos sin conciencia que expulsaron a Dios de varios de
nuestros Templos rompiendo las puertas a hachazos y arrojando a los fieles
allí reunidos, mereció ser llamado una profanación.
Durante la guerra, las acciones de los enemigos bombardeando o
incendiando las catedrales, volando con dinamita los campanarios de las
aldeas, obligando a Dios a buscar asilo en cualquiera otra parte, consti-
tuyeron nuevas profanaciones.
¡Profanación, y cuánto más trágica, es el gesto del hombre que
expulsa a Dios, no de un templo muerto, no de una iglesia de piedra, sino
de un templo viviente, de su alma!
El Espíritu Santo no es menos santo que el Cuerpo sagrado de
Nuestro Señor; de las dos presencias reales, la de la tercera Persona en
nosotros no es menos real que la presencia de la segunda Persona en el Sa-
grario.
La facilidad con que dejamos saquear, con que saqueamos nosotros
mismos el sagrario bendito de nuestra alma, ¿no viene del incomprensible
y desastroso olvido de la verdad que S. Pablo, por encima de todo
recordaba a los primeros cristianos para exhortarlos a ser castos, puros y
santos, para hacerles el pecado odioso y por decirlo así imposible: “Dios
vive en nosotros, somos las Iglesias de Dios?” (29)
Veamos ahora, no ya cómo la inteligencia de la habitación divina,
preservándonos del pecado, nos permite fundamentalmente la intimidad;
sino cómo el pensamiento de Dios en nosotros desarrolla en alto grado esa
misma intimidad.
29
Esa idea del alma humana considerada como Templo era tan familiar a los
primeros cristianos, que en la Epístola atribuida a S. Bernabé vemos al autor
consolarse así de la destrucción del Templo de Jerusalén: “El Templo ha sido
destruido y ya no existe. Veamos si existe otro ejemplo de Dios. Antes de abrazar la
fe, nuestro corazón era semejante en verdad a los templos elevados por la mano de
los hombres, moradas de corrupción y debilidad. Entregado al culto de los ídolos era
morada de los demonios y todo en él era enemigo de Dios. Mas he aquí que el Señor
va a construirse un templo digno de su magnificencia. Por la remisión de los pecados
nos hemos convertido en hombres nuevos, en una creación absolutamente nueva. De
suerte que Dios habita verdaderamente en nosotros, en el templo de nuestro corazón...
Tal es el templo espiritual que se ha fabricado el Señor” (Cap. 18).
65
Y lo vamos a mostrar, insistiendo sobre aspectos especiales que
puede tomar nuestra familiaridad con los Huéspedes divinos de nuestra
alma, según que se considere de preferencia tal o cual aspecto de la pre-
sencia divina, tal o cual persona de preferencia a las demás de la Trinidad
Santa que vive en nosotros por la gracia.

66
LIBRO CUARTO

La gracia y nuestras relaciones posibles con Dios en


nosotros.

67
Por lo poco que hemos recordado hasta aquí, ya se comprende que
podemos, que debemos tener con el Señor que habita en nosotros por la
gracia una familiaridad ansiosa de ocasiones de trato y conversación. La
Imitación se atreve a decir familiaridad excesiva, familiaritas stupenda
nimis.
Hemos hecho omisión, como se ha visto, de toda consideración o
estudio de los casos de unión mística. Hablamos de las relaciones normales
—o que debieran ser normales—, de cada alma cristiana con el Huésped
adorable que vive en ella. Y para que no haya confusión alguna,
precisemos lo que significa la palabra mística.
Significa, limitándonos a la materia que nos ocupa:
Que nuestras facultades, milagrosamente afinadas, se han hecho
capaces de percibir de una manera excepcional la habitación divina. En ese
sentido, será normal la presencia de Dios en nosotros si es conocida por la
simple fe; será mística, si es conocida con un conocimiento directo, que
puede ser más o menos vivo, más o menos durable, más o menos elevado.
O bien qué Dios, ya presente en nosotros por la gracia, se revela
presente de otra manera, por ejemplo, con su Humanidad.
Será místico, por consiguiente, todo fenómeno que tenga por efecto
intensificar de excepcional manera la presencia normal; o de modificarla,
agregando excepcionalmente otra manera de presencia.
Hacemos abstracción de esos dos casos (30), no sin notar, sin
embargo, que si teóricamente se fija con precisión la línea que divide la
piedad natural de los estados extraordinarios, prácticamente, la vida mís-
tica, por lo menos en sus principios, no es sino la floración de la vida de la
gracia, común a todas las almas sin pecado mortal. En otros términos, las
almas llegan a la vida mística no precisamente poseyendo diversamente de

30
Para esclarecer el asunto y permitirnos comparaciones, hemos citado a veces
ejemplos en que la presencia divina es una presencia de predilección extra normal;
poro en esos casos siempre hemos señalado lo que en ellos hay de extraordinario y
especial.
68
lo que poseemos por la gracia, sino poseyéndolo mejor, poseyendo de una
manera más eminente al Huésped divino.
La vida de Dios en nosotros, base de la piedad normal, es también la
base de la piedad mística: “Supongamos a un cristiano en estado de gracia,
nota el P. de Grandmaison, que lograra, por medios naturales, formarse una
especie de intuición intelectual de su alma; gozaría entonces de una visión
materialmente semejante a lo que pudiéramos llamar la aurora del estado
místico; pero sin gozar por eso de la dulzura y beneficios sobrenaturales de
éste” (31).
Sentadas estas consideraciones generales, veamos lo que pueden ser
las relaciones normales de todo cristiano:
Con el Padre,
Con el Hijo,
Con el Espíritu Santo.

31
Recherches de Sciences religieuses, T. I, p. 204 en nota.
69
Capítulo primero

CON EL PADRE

“Comprende bien que no eres el hombre tal como Dios lo quiere; el


hombre verdadero, tal como Dios lo concibe, como tú mismo lo concibes
cuando en las horas de lucidez el ideal viene a reinar sobre tu alma. ¡Qué
has hecho de la vida hasta aquí? ¿Dónde están tus títulos de adopción
divina? ¿Eres el hijo de Dios en obras y pensamientos? —No. —Pues bien,
llora tu vida profanada, hueca y estéril, y en tu primera lágrima encontrarás
a Dios”.
Así habla el P. Gratry al hombre que vive en pecado. Pero las almas
habitual o constantemente en estado de gracia, ¿se dan cuenta de los bienes
que les proporciona esa adopción divina por el Padre que está en los cielos,
adopción que les comunica precisamente la vida misma del Padre, en la
medida, sin duda, en que la criatura puede participar de esta vida eminente,
pero en la medida a sí mismo en que la criatura por su virtud le da entrada
a Dios?
***
La adopción humana es de orden jurídico, legal; hace participante del
nombre, del blasón, de la herencia; pero no puede infundir la misma savia.
Mas la adopción divina nos hace vivir la misma vida que Dios... el
testimonio de S. Pedro es formal: “Ut per haec efficiamini divinae
consortes naturae — participantes de la naturaleza divina” (32).

32
II Petr., I, 4; y la liturgia del ofertorio no dice otra cosa: “Divinitatis consortes,
participantes de la Divinidad”.
70
“Que la vida superior prometida y comunicada a nuestras almas por
Jesucristo, escribe el autor de Vers les Cimes ( 33), sea una participación de
la vida misma de Dios, no podemos dudarlo. Su origen está claramente
indicado: viene del seno del Padre, lo mismo que el Verbo; el Hijo la ha
preparado, elaborado, además de habérnosla merecido por “su sacrificio; el
Espíritu Santo la distribuye según su beneplácito y la pone en actividad en
las almas mediante infusiones misteriosas. Y así, todos los que la han
recibido se constituyen hijos de Dios, nacidos, desde este punto de vista
superior, no de la sangre, sino de Dios. Participamos realmente de la
naturaleza divina; una semilla divina se deposita en nosotros; llevamos a
Dios en nuestro cuerpo; el Espíritu de Dios nos anima y nos conduce; lo
divino nos transforma, como el fuego transforma al hierro y llenos de
divinidad somos los templos de Dios viviente”.
No puede resumirse mejor la historia de nuestra existencia
sobrenatural, así como la naturaleza de las relaciones que podemos tener
—que debiéramos tener—, con la Trinidad divina y con Dios Padre en par-
ticular.
Una palabra lo dice todo: la gracia nos constituye, no
simbólicamente, sino realmente, filios Dei, hijos de Dios.
Un sentimiento se impone, por tanto, si es que hemos comprendido
un poco del dogma de la gracia santificante, y es el amor filial al Padre
que está en los cielos.
***
¡Qué diferencia entre un soberano que se contentara con las
relaciones de Creador respecto de su ‘cosa” y el Padre amante que
tenemos; entre un Dios lejano que aprovecha su alejamiento para hacemos
sentir toda la distancia que nos separa de Él, y el Dios tan próximo como
es el nuestro que así suprime las distancias para vivir en nosotros mismos!
El hombre era vasallo, esclavo; y he aquí que entra a formar parte de la
familia, pudiendo llamar a Dios con toda verdad no solamente el Padre,
sino su Padre; y hermano de Jesús, puede con Él amarlo: nuestro Padre. El
cristiano es de la misma sangre que Jesús, y Jesús de la misma sangre que
su Padre. Jesús es el Hijo, pero el cristiano puede también llamarse
verdaderamente hijo: hijo de adopción, sin duda; porque en tanto que Jesús
33
Exhortación á jeune homme chrétien, por el P. Chabot, Beauchesne, 1909; p.
242.
71
vive en la substancia divina por naturaleza, él sólo vive por gracia: pero
hijo por el título más auténtico y escogido entre mil, porque “Dios no ha
libremente engendrado por su Verbo de verdad” (34).
Por eso, porque somos hijos, Dios, nos envía el Espíritu de su Hijo
para despertar en nuestros corazones esté grito: “¡Padre, Padre!” (35). Y
porque somos hijos, por natural consecuencia tenemos derecho a la
herencia divina.
El Primogénito no quiere acapararla toda; antes bien, vino a la tierra
para ofrecemos su posesión y hacemos participes de la felicidad eterna.
Después de su vida en el tiempo, ¿no ha vuelto a su Padre para prepararnos
una morada? Volverá un día por nosotros, porque donde Él está debemos
estar nosotros también. Ya no será entonces la unión obscura en el cielo
pequeñito de nuestra alma, en ese divino interior donde Él se complace en
habitar; será la intimidad sin velos, en la luz plena, en la alegría diáfana del
cielo: “Intra in gaudium Domini tui” (36).
¿Qué es la muerte? —se preguntaba un alma santa—. Un salto a los
brazos de nuestro Padre. Nuestra existencia en la tierra es provisional, y
por ello sufren los que tienen bastante atención para observarlo:
“Expectatio creaturae revelationem filiorum Dei expectat... quia et ipsa
creatura liberatur a servitute corruptionis in libertatem gloriae filiorum
Dei. Scimus enim quod omnis creatura ingemiscit et parturit usque adhuc”
(37). “Lo que seremos no aparece todavía” (38). Un día lo que es provisional
pasará, y en la posesión de la herencia, se desarrollará la gloriosa libertad
de los hijos de Dios; llegará la hora en la cual lo que de nosotros debe
morir será absorbido por la vida: “Ut absorbeatur quod mortale est a vita”.
Dios de este modo lo ha preparado todo para nuestra glorificación, y de
ella nos ha dado segura prenda en el Espíritu, principio de nuestra vida su-
perior: “Qui autem efficit nos in hoc ipsum, Deos qui dedit nobis pignus
spiritus” (39).

34
Iac., I, 18.
35
Rom., VIII, 15.
36
Math., XXV, 21.
37
Rom., VIII, 19-22. “Las criaturas esperan con viva ansiedad la manifestación de
los hijos de Dios.... con la esperanza de ser libertadas de la servidumbre y de la
corrupción, para participar de la libertad y de la gloria de los hijos de Dios. Gimen
entretanto en las angustias del alumbramiento.
38
Ioan., III, 2,
39
II Cor., V, 4-5.
72
Entonces será la “consumación plena en la unidad”. Cristo no vino al
mundo con otro fin: infundir en nuestro ser desde aquí abajo la Vida del
Padre, su propia Vida, para que eternamente unidos en una radiante
unidad, esta vida permanezca y se dilate en nosotros. Tal era su petición al
Padre: “Padre mío, como Tú estás en Mí y Yo en Ti, que así ellos sean uno
en nosotros. Yo en Ti, y Tú en Mí para que sean consumados en la unidad”
(40).
¿Hay en verdad otra Historia, qué merezca en el mismo grado nuestro
interés, que la historia de la Vida de Dios en las almas, vida oculta en la
tierra, vida radiante en el cielo? ¿Hay otra Geografía que la de esos
millares de arroyos de gracia circulando sin ruido en el mundo, que
emanan de hontanares profundos y a menudo invisibles, y se encaminan, a
pesar de los obstáculos de toda clase, rocas o sedimentos que se acumulan
o inmundicias que las enturbian, hacia el océano que no tiene fin? ¿Hay
otro drama mayor que éste: el de un alma donde Dios quiere vivir y hacer
su morada, y que arroja a Dios a la calle? ¿o el de un alma donde Dios ya
no está y que amorosamente va en su busca para que vuelva y entre de
nuevo? ¿o el de Dios buscando por largo tiempo a un alma, espiando el
momento del arrepentimiento o el postigo de amor por donde pueda al fin
volver a aquella alma extraviada? ¡Qué pocos cristianos, ¡ay! piensan en
estas verdades, qué pocos tienen esa devoción filial al Padre de familia que
nos permite, que nos ordena la adopción divina, y que sería tan fácil poseer
si tuviéramos la comprensión de la oración que nuestro Señor nos enseñó,
¡el Pater noster!
He dicho, y a propósito, la oración. Cuando Nuestro Señor enseñó a
sus apóstoles la fórmula del Pater noster, no dice: He aquí una oración
entre otras, que podéis decir, he aquí un ejemplo, un modelo de oración.
Nuestro Señor dice: Cuando oréis, así debéis hacerlo: “así es como debéis
orar” (41); así, no de otro modo. No hay pues varias muestras, varios tipos
de oración cristiana. La oración cristiana es la oración del Cristo, el Pater
noster, compuesto por Él para uso de los cristianos. —“Así es como debéis
orar”—. El tono es característico e imperativo. El Pater noster es, por
consiguiente, no sólo la primera en las oraciones, sino la oración por
antonomasia.
Esto no significa: oración cuya fórmula sea inalterable, oración que
prohíba todo arranque espontáneo, toda elevación personal y viviente de
40
Ioan., XVII, 21-23.
41
Math., VI, 9.
73
las almas individuales de tan variada originalidad; significa, oración de la
cual todas las otras, para ser cristianas no deben ser sino su reproducción,
su comentario, o mejor, su desarrollo; oración que no sufrirá ninguna
substancial modificación, ningún agregado capital, y que por tanto, todas
las otras deben calcar, sobre la cual todas las demás deben modelarse, que.
debe saturarlas y reflejarse en ellas sin sufrir alteración.
Cuando oréis, debéis hacerlo así: “Padre nuestro...”
El Pater noster, armadura protectora de todas nuestras oraciones
particulares, esencia de nuestra piedad personal y de nuestra vida interior,
como de la piedad litúrgica y de la vida de la Iglesia, debe ser el tema
sugeridor y vivificante de cada uno de nuestros actos religiosos.
***
“Padre nuestro...”. Muchos no ven en estas palabras encantadoras
sino un exordio de insinuación para captarnos la benevolencia de aquel
“que reina en los cielos”; estas palabras dicen mucho más; expresan la
verdad radical, la verdad central en cuyo torno toda vida religiosa debe
gravitar, de la cual toda vida cristiana no debe ser sino una irradiación. En
otro tiempo fuimos hijos de la ira, filii irae; el Pater noster nos recuerda
que después de Cristo hemos vuelto a ser “hijos de Dios”. La costumbre
de oír esta expresión hace que ya no nos impresione. Somos “hijos de
Dios” y no encontramos que sea esto algo extraordinario, casi lo
consideramos debido. ¡Poder llamar a Dios mi Padre cuando soy nada,
poder llamar a Dios mi Padre cuando soy pecador!... ¡Valía la pena
reflexionarlo! ¡Pero siempre la misma incomprensión!
Nosotros no nos extrañamos donde San Pablo se maravillaba: Puedo
clamar a Dios Abba, Pater. —Yo, a Dios decirle “Padre”, llamarlo
“Padre”, ¡oh! jamás por mí mismo; pero poseo en mí al Espíritu Santo, al
Espíritu del Padre, y Él es el que reconoce en Dios la Paternidad que
aclamo.
La inteligencia de que el Padre es un ser paternal, o más bien,
maternal, ¡cuánta fortaleza daría a nuestra pobre vida! Nuestro Señor se
esforzaba en hacérnoslo comprender: ¡Cuánto ama una madre!; pero el
Padre que está en los cielos os ama mil veces más. Mirad cómo se visten
los lirios del campo; muy atrás se queda el esplendor de Salomón. Pues
reconoced en la belleza de su vestidura el don del Padre celestial.
Considerad las aves del cielo; ¿el que las ha creado las deja sin alimento y
74
sin abrigo? Reconoced en este socorro el don del Padre que está en los
cielos. Y Dios tan generoso para los lirios y para las aves, ¿cuánto más no
lo será para vosotros?
“Padre Nuestro”: dos palabras que proclaman el más amoroso de los
títulos de Dios, el que se coloca a la cabeza de todos los demás, a la
manera de un prefijo explicativo, de un recuerdo evocador, de un co-
rrectivo precioso.
Justo, sí, pero Padre. Terrible, sí, cuando es necesario, ¡ay! pero aun
entonces y siempre. ¡PADRE!
¡Y qué angustia ver tantos cristianos, tantos buenos cristianos, tener
tan poco espíritu filial que a cada paso les falta la confianza!
Sobreviene una prueba, y de ella se culpa a Dios, y poco falta para
que se le trate de cruel. ¿Dios, cruel?... ¡No hemos comprendido entonces
las dos primeras palabras del Pater noster!
Cometemos una falta, después de otras muchas, y luego nos
desalentamos. Habíamos prometido tan sinceramente, y sin embargo,
¡caemos! Dios ya no me perdonará... ¿Dios, rencoroso? ¿Un padre de la
tierra puede ser rencoroso? No, ciertamente. ¡Pues bien! ¡podrá serlo el
que hizo el corazón de todos los padres de la tierra? ¡Oh maravilla de
incomprensión! ¡Si hemos pecado, no agreguemos una falta mil veces más
grave a las demás, la que consistiría en dudar de nuestro Padre, la que
mostraría más que todo que no somos verdaderos hijos! ¿Tuvo el Pródigo,
un segundo siquiera, la idea de que su padre lo rechazaría? ¡No, no! ¡Me
levantaré e iré a mi Padre! Surgam... ad Patrem!
El verdadero espíritu filial comprende principalmente el deseo de la
gloria, de la grandeza de Aquél cuyos hijos somos, y esto de tres maneras.
No tenemos más que considerar las diferentes peticiones que siguen a las
palabras Padre nuestro.
¡Que tu nombre sea santificado! ¡Cuánto contristan todas esas
blasfemias —las blasfemias de los individuos y las blasfemias de los
gobiernos— y cómo se desea compensarlas con otros tantos actos de
reparación y de amor!
¡Que venga a nos tu Reino! — Cuando se ha conocido a Dios de
otra manera que por la abstracción, ¡cómo se desea que su Paternidad se
llegue a todo individuo, y a toda familia, y a toda nación!

75
¡Hágase tu voluntad! — ¡Cómo dilata y consuela la inteligencia del
Padre nuestro! Hay tantos acontecimientos que nos desconciertan; ¿qué
hace entonces Dios? — Su Voluntad. — ¡Pero es la voluntad de un
verdugo! —No, de un Padre. — ¡Pero no se echa de ver! — Si lo
considerara con más atención, vería más claro y comprendería que en
medio de los acontecimientos que se desarrollan, obra de justicia o de
misericordia, una cosa es cierta, que el Padre me pide que sea santo’ “Haec
est voluntas Dei santificatio vestra”: que Él ve lo que yo no veo, y que
nuestro Señor mismo me ha dado un día el modelo ideal de la verdadera
devoción al Padre, cuando entre los olivos de la agonía murmuraron sus
labios el fiat voluntas tua. ¡Oh Padre, quiero lo que quieras, porque lo
quieres, como lo quieres, y tanto cuanto lo quieres!
***
Documento de los derechos de Dios, el Pater noster es también el
documento de los derechos cristianos.
Somos hijos, y de ahí se deduce todo. Podemos hablar al Padre como
hijos, y por tanto exigir —Él nos ha dado la posibilidad de hacerlo— todo
aquello a que los hijos tienen derecho.
Hasta aquí en el Pater noster el hombre expresaba deseos, repetía
imperativos divinos. Decía el Padre: “Que mi nombre sea santificado”; y
el hijo, como verdadero hijo, repetía: “Sí, oh Padre, que tu nombre sea
santificado”; etc.
Ahora el hombre pronuncia imperativos por su cuenta. Ya a hacer
valer sus derechos de hijo del Padre.
Es hijo; tiene derecho a que su Padre lo alimente: “Padre, danos
nuestro pan”.
Es hijo; tiene derecho a que su Padre sea con él indulgente: “Padre,
perdónanos nuestras ofensas”.
Es hijo; tiene derecho a que su Padre lo proteja: «Padre, líbranos del
mal”, Eso es orar, vivir en la intimidad, no sólo en lo íntimo de su alma,
sino en el seno de la familia divina que realmente habita en nosotros; y
vivir ahí con ese gozo, ese abandono, esa certeza de ser comprendidos,
escuchados, mejor aún, prevenidos en nuestros deseos, protegidos
envueltos en ternura.

76
Y que no se nos tache de sentimentalistas; esto es pura fe, pura
consecuencia del Dogma.
***
En Villepinte, un año, entre los niños enfermos se fundó una
asociación consagrada a la Sma. Virgen y llamada “de la gratitud”. Una de
las niñas había adoptado esta fórmula: “Madre mía, yo sé que eres muy
buena, que me amas y que eres poderosa. Esto me basta”.
¿Quién nos impide hablar a Dios de igual suerte? “Padre, sé que eres
muy bueno, que me amas y que eres omnipotente. Esto me basta”.
En esto consiste el verdadero espíritu filial. ¿Y es éste el espíritu que
siempre nos anima? ¿Y qué esperamos para saturarnos de él?

77
Capítulo II

CON EL VERBO

El Verbo bajó a la tierra para darnos la vida, la vida con


sobreabundancia —su propia Vida, la Vida de Dios perdida por Adán.
No vino a otra cosa sino a eso. ¡Magnificencia de esta Vida divina en
nosotros! Esplendor de nuestra alma divinizada,
“En el principio era el Verbo, segunda Persona de la adorable
Trinidad, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios” ( 42). En el Verbo
estaba la Vida, esa Vida que Dios quiso comunicar al hombre desde su
origen y por un prodigio de amor quiere restituírsela, a pesar del pecado.
Y el Verbo se hace carne: La Vida lejana se aproxima; de esencia
demasiado alta para ser recibida por nosotros, va a encerrar su plenitud en
una humanidad semejante a la nuestra, formando con ella la persona del
Cristo. La Vida del Verbo se hace la Vida del Hombre-Dios; y de ese
Hombre-Dios, la Vida se derramará a todos los hombres, a todos los
llamados a “asemejarse a Él” (43), el Hijo del Padre. Y henos ahí por la
gracia hechos los hermanos de Jesucristo “el Primogénito entre muchos
hermanos” (44).
Esa idea de que somos los hermanos de Jesús, el Primogénito,
impresiona mucho a ciertas almas. Los que han meditado el triduo del P
Longhaye, escrito por entero sobre ese tema, se han podido dar cuenta de
la riqueza que encierra esa consideración por poco que se la penetre.

42
Ioan., I, 4.
43
Rom., VIII, 29.
44
Ibidem.
78
Algunos experimentan cierta repugnancia en considerar a Nuestro
Señor bajo este aspecto, pareciéndoles entonces que no existe diferencia
entre ellos y Él. Se representan frecuentemente a Dios como un Jehovah
terrible envuelto en relámpagos y truenos, al cual no es posible
aproximarse sino quitándose las sandalias y con la frente en el polvo. La
Justicia de Dios, la Grandeza de Dios, he ahí en donde se inspira su asce-
tismo, sea por la costumbre de meditar su debilidad y sus caídas, sea por la
tendencia natural de su alma; o bien por la frecuente lectura del Antiguo
Testamento, o por el recuerdo de historias terribles oídas en sermones o
aprendidas en ciertos libros.
***
Otras almas, no menos respetuosas, pero más impresionadas por los
esfuerzos que ha hecho Dios por ocultar su Omnipotencia y acercarse a
nosotros sin descuidar el considerarlo a veces como justiciero, prefieren
verlo principalmente como amigo.
Para ellas, así como no hay intimidad sin presencia, no la hay
tampoco sin cierta igualdad, y puesto que en rigor esa cierta igualdad
existe, hacen de ella la idea central de su vida, como por ejemplo el autor
de la Imitación, a lo menos en sus dos últimos libros. Qué se lea sobre todo
el magnífico capítulo XIII del Libro IV. “Quis mihi det, Domine, ut
inveniam te solum et aperiam tibi totum cor meum... Tu in me, et ego in te
et sic nos in unum pariter manere concede. ¿Quién me dará, Señor, la
ocasión de encontrarte solo para abrirte todo mi corazón...? Tú en mí
y yo en Ti, ¡y así unidos poder permanecer siempre...!”
***
Un aspecto semejante a éste —o, mejor dicho, el mismo, pero
considerado con más amplitud—, es el dogma de la comunión de los
Santos.
El estudio de Jesús, el Hermano mayor, nos inclina a considerar en
torno nuestro a nuestros hermanos, hermanos también suyos. Y si no están
“injertados” en Cristo, si no conocen la Vida, nace entonces el deseo de
anunciarles lo que es necesario hacer para que vivan. “Non de vestra
tantum salute, sed de universo mundo”. La llama del celo prende a la
vista de tantos cadáveres que debieran ser vivientes: “Nonne vivent ossa
ista?” El mundo aparece como aquella llanura de la visión de Ezequiel...
79
¡Cuántos huesos descarnados, cuántas almas donde la Vida de Cristo no
circula! ¿Para qué pues la venida del Hermano mayor y su sacrificio en la
Cruz, si el universo después de tantos siglos ha de estar todavía poblado de
tantos infelices?, y literalmente nos sentimos responsables de la salvación
del mundo.
Nos parece pisar un desierto, un desierto inmenso, que de sus arenas
áridas se levanta una queja lastimosa. “¿Qué significa esa voz? —pregunta
al árabe que lo conduce, el viajero que atraviesa el Sahara. —Es el desierto
que llora y se lamenta, porque hubiera querido ser pradera”.
Y yo no sé qué incontenible impulso nos incita a partir, tan lejos
como sea necesario, para referir a todo el mundo la historia de la
Samaritana, la historia del agua misteriosa que fluye hasta la vida eterna, la
historia del agua viviente y vivificante destinada a calmar toda sed; a partir
llevando esta agua divina para abrevar a las almas, al mayor número de
almas posible, a todas las almas...
Un joven oficial aviador sufrió una terrible caída con su aparato,
peleando contra dos adversarios; veintiséis horas yace por tierra en la línea
de fuego; entre tanto un deseo había germinado en su corazón, el deseo de
darse a Dios. Logra recogerlo la ambulancia un primer viernes de mes con
una fractura en la columna vertebral. Su resolución en adelante es
irrevocable. “Estoy como siempre, escribe, inmóvil sobre mi pobre
espalda: la parálisis tenaz desaparece poco a poco. Me restableceré
completamente, y es necesario, y Dios lo quiere; porque ha puesto en mi
alma una inmensa ambición y sueños de gigante” (45).
O bien lo que acongoja más no es tanto el espectáculo de las almas
lejanas a quienes no se ha predicado el Evangelio, sino el de las almas que
viven a nuestro lado y que, habiendo poseído la Vida del Gran
Primogénito, la han perdido ahora, que han malgastado esa Vida en
compromisos y capitulaciones con el mal, convirtiéndose también en
cadáveres, en medio de un mundo que las cree vivientes.
Ese que pasa... ¿es un vivo?... ¿es un muerto?...
¿Qué podré hacer por él? ¿Habré sido Caín para este Abel? ¿Habré
contribuido en algo a su pérdida, y si puedo responder que no, ha
concluido por eso mi misión? ¿No tendrá necesidad de mí para revivir, y
voy a adoptar la fórmula glacial: “No me han confiado el cuidado de mi
hermano?”.
45
Messager du Coeur de Jésus, nov. 1917.
80
Muy pocos hay que no tengan que responder de un alma por uno de
tantos títulos. ¿Y son muchos los que de esto se preocupan? Todo ese
mundo que me rodea, que me ayuda o me sirve, que vive conmigo, ¿tiene
la vida?
“Una misión temible y divina, Señor Jesús, has confiado a todo
hombre encargado del alma de un niño: por el ejemplo y la palabra, con
discreción, con el respeto profundo debido a una inteligencia y a una vo-
luntad libre, debe trabajar para injertarte en esa alma. Todo educador es un
profeta que anuncia y prepara tu adviento en el alma del niño. Para esos
jóvenes que en estos instantes recuerdo delante de ti ¿he sabido encontrar
las palabras, los gestos, los silencios qué preparan y realizan tu Navidad en
ellos? Señor Jesús, por ellos te ruego, por la realización plenaria de tus
planes acerca de sus almas. Hazlos cristianos de verdad” (46).
Así la solidaridad misteriosa, pero tan real, que une nuestra alma a
Jesucristo, a la Vida, nos lleva derechamente a la consideración de la
solidaridad también misteriosa, pero igualmente real, que une entre sí a
todas las almas cristianas. “Ut sint... unum” (47).
Es preciso que todas esas vidas no hagan sino una. En comunicación
con Cristo, todas ellas están sometidas a la ley de los vasos comunicantes
que citábamos en otro lugar. Si la vida disminuye o cesa en un alma, el
conjunto sufre una privación mayor o menor de la Vida. Si, al contrario, la
Vida aumenta en un alma, y aumenta en la medida en que se le hace lugar,
el conjunto se aprovecha de este aumento. Ut sint unum. Estúdiese el
sermón de San Agustín que la Iglesia lee en el Oficio de la Dedicación de
las Iglesias. Todos los cristianos componen el cuerpo místico de Cristo;
Jesús, la Piedra angular viviente, y nosotros, las demás piedras vivientes
del edificio. Jesús y las almas en gracia forman un solo bloque, un solo
Uno, una sola Catedral, un solo corazón, un solo amor, un solo todo, el
único que vale.
Ha sido dado a las almas vivir unidas entre sí y unidas con Dios. Los
rítmicos latidos de un corazón se comunican a los demás; la fuerza y la
virtud de un corazón pasan a otro; y un alma se santifica, porque otra se
santifica. Cada miembro obra por la fuerza del todo. “Tal movimiento de la
gracia que se salva puede haberlo determinado tal acto de amor ejecutado

46
Bulletin des Professeurs cattholiques de l’Université, Pierre Pacaray: Noel 1912.
47
La unidad es perfecta entre Dios, Jesucristo y nosotros: “somos consumados en
la unidad de la vida” (Ioan, XVII, 23).
81
esta mañana o hace cinco años por un alma muy oculta... que recibe así su
recompensa. Mirad a esa humilde joven que ora en una pobre iglesia
medio arruinada; nada sabe, sino que Dios escucha la oración
necesariamente, puesto que ha prometido conceder todo lo que se le pide
con toda confianza... ¿oís, en la noche, ese rumor inmenso de infantes, de
caballeros, de carros en marcha? Ese ruido es el movimiento de los labios
de esa inocente a quien Dios va ciertamente a complacer”.
¡Qué pensamiento tan a propósito para excitarnos a nuestra
santificación es éste: el menor de mis actos de virtud, infundiendo en mí
un poco más de vida divina, la infunde también en todas las almas en
gracia a las cuales estoy unido en Cristo!
***
Otros utilizan de otra manera la gran idea del cuerpo místico. El
Verbo vino a la tierra y tomó un cuerpo para erigirse en Mediador, y quiere
asociar a su obra redentora a todos los que deseen tomar parte en ella.
Quiere tener necesidad de nosotros; no porque no pueda Él sólo realizar su
obra, sino porque su amor lo impulsa a solicitar nuestros servicios. Es el
Primero, y quiere que nosotros seamos sus “segundos”. Él sólo hubiera
podido salvar a todas las almas; hay almas, sin embargo, que no se
salvarán sino por nosotros. ¡Dignidad singular, tremenda responsabilidad
del cristiano!
De ahí el deseo en muchas almas de ver en ellas reproducido, en
cierta manera, lo que el Verbo realizó en su Humanidad, ofreciéndose,
según la acertada expresión de Sor Isabel de la Trinidad, para ser como
“una humanidad de añadidura”.
Lo que tal ofrecimiento implica de dolores posibles sólo esas almas
escogidas se atreven a imaginarlo. Suplir a Cristo, completar su misión, no
ignoran que esto quiere decir: “Consumar la pasión de Cristo”. Y he aquí,
cómo la comprensión profunda del estado de gracia que en la línea de las
relaciones con nuestro Señor termina, en el primer grado, en el espíritu fra-
ternal, en el segundo grado viene a terminar en el espíritu de víctima.
***
¿De dónde viene esa vocación por el extraño oficio de víctima? —
“Hostia con la Hostia, Hostia por la Hostia, tal me parece que debe ser el

82
resumen de mi vida” (48). — En otro lugar hemos hablado de este asunto
(49).
La contemplación de Cristo en la Cruz, la necesidad de compartir las
heridas del Salvador, el pensamiento de que podemos brindar al Maestro
un abrigo en nuestro propio corazón, y ahí, a fuerza de amor, de
generosidad, de abnegación, hacerle olvidar todo lo que los malvados
hacen de abominable; la inteligencia de esa generosidad inaudita, la de que
nuestro sacrificio puede reparar por todos los que olvidan y por todos los
que ultrajan, y que nuestro propio cuerpo puede ser un instrumento de
dolor, con Jesús, en su lugar y por su cuenta; he ahí motivos más que
suficientes para excitar nuestro fervor y despertar nuestro entusiasmo. Y
así, todo lo que de más fuerte dicen los autores sobre el espíritu de
mortificación, lograremos verlo como lo más natural, lo más obligatorio,
lo más evidente. El “quotidie morior” del Apóstol no es entonces una
simple fórmula, algo que se lee como de paso, dejando a los demás el
cuidado de aplicárselo. San Pablo no tiene necesidad de conjurarnos: “a
despojarnos del hombre viejo conforme al cual hemos vivido en nuestra
primera vida, y a revestirnos del hombre nuevo que ha sido creado según
Dios, en la justicia y en la santidad” ( 50). Antes bien, dispuestos estamos a
decir como él: “Con Cristo estoy clavado en la Cruz, (51), y me glorío en la
Cruz de Cristo” (52).
En una célebre pieza dramática, para desalentar al Aguilucho
(príncipe heredero), el ministro austríaco Metternich le hace ver que no
tiene nada de las cualidades de su padre, nada de lo que se necesita para
gobernar.
“Vous avez le petit chapeau, mais pas la tête!”
“¡No le falta el sombrero, pero sí la cabeza!”
No para desalentar, sino al contrario, para estimular, la conciencia
murmura constantemente una palabra semejante: contempla la figura del.
Maestro dolorido; ¿te le asemejas? Compara su rostro con el tuyo: ¿es tu
rostro el de un crucificado?... La vista del Salvador sangriento nos deja sin
48
Une áme preparatrice; Simone Dannuiel, chez Vitte, 1916.
49
Léase: “Ames Réparatrices”, R. Plus, y sobre todo: “La Idea de Reparación” por
el mismo autor (versión castellana). Item. “Pourquoi l’on part”. Revue de la
Jeunedsse, 10 juillet, 1914.
50
Eph., IV, 22-24.
51
Gál., II, 19.
52
Gál., VI, 14.
83
fuerzas para vivir sin Cruz y a toda costa queremos ser del número “de los
que Dios ha conocido de antemano y predestinado para conformarlos a la
imagen de su Hijo” (53).
Por lo demás, toda alma que vive “en su interior”, está siempre, en
mayor o menor grado, ineludiblemente señalada para el martirio. No
porque le esté reservada una vida de sufrimientos físicos a lo Ludwina,
sino porque en su interior, a cada instante, un pensamiento doloroso la
tortura: la desproporción tan grande entre lo que es y lo que quisiera ser.
Siente que el Huésped divino querría todo, y comprende cuántas rapiñas se
deslizan en su holocausto. Desearía que todo fuera para él, y ve que lo
mejor no acaba de darlo; y si en algunos momentos de mayor generosidad
tiene conciencia de darlo todo, ¡qué poca cosa le parece ese todo! Sabe que
ese todo no vale nada. Se siente incapaz de competir con Dios; es
demasiado rica y demasiado pobre... y comprende que no es cosa de juego
el perder siempre la partida: Jacob luchando con el ángel; el ángel saliendo
siempre vencedor.
Esto en ella misma; ¿y en torno suyo? Cristo tan poco conocido,
servido tan mal; siempre la marea del pecado que sube, sube y amenaza
inundarlo todo; y donde la inundación deja un espacio libre, sólo se en-
cuentra una llanura o islotes de indiferencia. ¡Qué hacer? Mientras el
corazón está henchido de deseos, los medios de realizarlos son irrisorios.
—Es el suplicio en Francisco Javier muriendo frente a las vastas tierras de
China a donde no había de llegar. ¡El suplicio del misionero que después
de cincuenta años de trabajos y desde la residencia donde muere agotado
ve allá arriba, sobre la montaña, elevarse una gigantesca pagoda, donde el
rival de su Cristo, un Buda grasiento y despreciable, reinará con orgullo!
El suplicio de un Serafín; de Asís, recorriendo las soledades del Albernia
desde donde contempla la campiña de Umbría —¡y el universo entero!—
murmurando: “¡Jesús no es amado Jesús no es amado!”
¿Por qué no me es dado inducir a todo el mundo a amar a Jesús, mi
Señor, y arrastrar a todos los hombres a su servicio?, escribía M. Olier.
Bendito sea Dios que suple con tanta dulzura y caridad al celo de sus
pobres servidores que desmayan y mueren de no poderle servir, a Él que es
un tan gran Señor, sino por tan poco tiempo y de una manera tan
imperfecta. Mil y mil millones de hombres henchidos de tu amor y de celo
por servirte, oh Dios mío, darían a mi deseo lo que le falta. Cien mil y

53
Rom., VIII, 29.
84
otros cien mil años durante los cuales pudiera practicar la santa misión de
procurar tu gloria, la de tu Hijo y la de tu santa Madre, sería por lo menos
el comienzo de la realización del deseo que me atormenta. ¡Oh! ¡si yo
tuviera tantos corazones como hay seres malditos y espíritus desgraciados
que blasfeman de ti cómo los empleara en cantar tus alabanzas y en
rendirte los honores que te rehúsan! ¡Cómo multiplicaría mi lengua en
tantas criaturas como has creado sobre la tierra, para glorificarte! ¡Pero,
Dios mío, para suplir mi insuficiencia, que me pierda en mi Jesús, tu
Alabanza eterna, que te rinde homenajes infinitamente infinitos; que me
sumerja y me abisme en el corazón de tus santos; que a semejanza de
David, invite a todas las criaturas para que te alaben; que haga, en cuanto
está en mí, que todo el mundo concurra a glorificarte! Para mi Jesús y para
sus miembros, para él y para mí, todo ha sido creado en el universo; y todo
ha sido ordenado a ser, en Jesús, tu Hijo, y en sus miembros, una víctima
de alabanza a la gloria de tu nombre, durante toda la eternidad, ¡Oh Dios,
mi amor, que empiece a alabarte desde ahora para que no acabe nunca!”
(54).
***
La piedad tiene múltiples formas: en Nuestro Señor, unas prefieren
considerar al Verbo, otras a la Humanidad santa.
Conocemos la oración de San Ignacio: “Oh Verbo de Dios muy
amado, enséñame a ser generoso, a servirte como lo mereces, a dar sin
cálculos, a luchar sin cuidarme de las heridas, a trabajar sin buscar reposo,
a sacrificarme sin esperar más recompensa que la de saber que hago tu
santa Voluntad”.
Sor Isabel de la Trinidad tenía también esta devoción al “Verbo de
Dios muy amado”; pero bajo el aspecto de que tratamos ahora, del Verbo
presente en el alma en gracia. Su hermosa oración no empalidece al lado
de la de San Ignacio:
“Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios, quiero pasar mi vida
escuchándote, quiero hacerme dócil a tus enseñanzas a fin de aprenderlo
todo de ti: y después, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de
todas las impotencias, quiero permanecer siempre estable y fija bajo tu
grande Luz.

54
Olier, Vie, chez Lebel, 1818.
85
¡Oh fuego que consumes!, Espíritu de amor, desciende sobre mí para
realizar en mi alma una como encamación del Verbo; que sea para Él una
humanidad sobreañadida en la que renueve todo su Misterio. Y tú, oh
Padre, inclínate hacia tu pequeñita criatura y no veas en ella sino al Amado
en el cual tienes puestas todas tus complacencias”.
***
De la Humanidad de Nuestro Señor, algunas almas prefieren su
infancia.
Todo el mundo conoce la biografía de esa otra carmelita, S. Teresa
del Niño Jesús, y se equivocaría quien tomara por falta de virilidad la
frescura que de ella se desprende. Ofrecemos, a Nuestro Señor para ser en
sus manos como un juguete en manos de un niño, una pelota que pueda
botarse contra el suelo, arrojarse a un rincón y traspasarse con un alfiler;
tal abandono va más lejos de lo que a primera vista parece.
La misma fundadora del Carmelo tenía un particular amor por el
Niño Jesús después de la célebre aparición de la escalera: “¿Quién eres
tú?” — “Yo soy Jesús de Teresa”. — “Y yo, Señor, soy Teresa de Jesús”.
San Antonio todavía joven, tuvo una visión semejante, nos cuentan
algunos historiadores de su vida. Un día vio delante de sí a un niño
pequeño con el delantal recogido, como deseoso de recibir algo: “¿Qué
quieres?” — “Quiero tu corazón”. — ¿Qué haces?” —“Ya lo ves”. Voy por
la tierra buscando corazones que quieran consentir en amarme”.
En la última visita que le hizo M. Olier al P. de Condren, a punto de
morir, le dio este último consejo: “Tome al niño Jesús por su director”. —
“Palabras, añade M. Olier, que me han sido útiles y provechosas”.
El espíritu de infancia es habitual en las almas interiores a quien la
contemplación de los primeros años de Nuestro Señor no es una
contemplación estéril, sino que viene a engendrar un hábito de fe rápida y
espontánea, que determina una entera sumisión, una entrega total,
elementos necesarios para que Dios viva en nosotros como Él quiere y en
la medida en que lo quiere.
“Toda la mañana me ha hecho ver Nuestro Señor que la necesidad
más importante de mi alma era conseguir el espíritu de la Santa infancia...
siendo un niño que no puede hablar, ni andar, ni valerse, que lo vuelven a
un lado y a otro sin consultarlo ni darle razón. Y me ha dejado penetrar de
esa verdad, escuchando a Jesús Doctor: Ciertamente, nadie puede entrar al
86
reino de Dios, si no nace de nuevo... Es preciso renacer... Dejad que los
pequeños vengan a mí, porque de ellos y de los que a ellos se asemejan es
el reino de los cielos. He contemplado a Jesús-Modelo, al Jesús de la
Encarnación, de la cuna, de la huida a Egipto, de Nazaret. ¡Qué silencio!
¡qué dependencia! ¡qué abandono!” (55).
Los cristianos que han adquirido esa simplicidad de los pequeñuelos,
contemplando a Jesús Niño, saben mejor que nadie a dónde va y lo que
exige este “segundo nacimiento” de Dios en nuestros corazones, por la
gracia, que nos constituye “hijos del Reino”.
***
Más aún que el espíritu de infancia, la inteligencia de “la
inhabilitación” desarrolla, de suyo, el espíritu eucarístico.
A primera vista se creería que la devoción a Dios presente en el alma,
debía perjudicar a la devoción a Dios presente en el Sagrario de nuestros
Templos. Puesto que tengo la presencia real espiritual, la Eucaristía me
parece menos útil, menos deseable, y con más facilidad puedo eludir de
recibir a Dios en mí, puesto que ya lo poseo.
Consideración superficial y por consiguiente engañosa. Cuanto más
vive un alma de Dios en ella, más crece su ambición de llegar a ser un
alma eucarística. Un alma eucarística, no solamente porque com-
prendiendo mejor el tesoro divino que lleva en sí vivirá en la “acción de
gracias” —palabra que traduce literalmente “eucaristía” (56)—; sino
también porque lógicamente será más ávida de la comunión.
Quien ama quiere amar más; quien posee quiere poseer siempre más
y de todos los modos posibles. Sin duda poseer a Dios, en el Hombre-Dios,
es lo principal; y esto principal lo supone la comunión, puesto que exige la
ausencia del pecado mortal y el estado de gracia. Pero agregar a esto la
posesión de la Humanidad del Salvador, qué privilegio insigne, y tanto
más cuanto que con la Humanidad santa, más penetra en nosotros.
Las almas interiores lo saben, y por esto lejos de dedicarse a
comulgar de tarde en tarde, aspiran a recibir con la mayor frecuencia
55
Pauline Reynolds, inglesa convertida que entró de Carmelita y de la cual
hablaremos más adelante.
56
En el postcommunio de la misa de San Luis Gonzaga, pedimos, a imitación del
modelo presentado a nuestra piedad, que vivamos como una eucaristía,
permaneciendo en una constante acción de gracias— “in gratiarum actione manera”.
87
posible a la Hostia divina. Saben que una sola palabra basta para
transubstanciar el pan del altar; pero para transubstanciarnos a nosotros se
necesita más de una hostia; puesto que sólo después de múltiples visitas
del Hijo podremos llegar a la perfección exigida de nosotros, es decir, a ser
perfectos nada menos que como nuestro Padre celestial lo es, sicut Pater
caelestis.
Antes bien, las almas que comprenden mejor la habitación divina son
las que llegarán a comprender la Eucaristía plenamente, es decir, no sólo
como una víctima que se recibe, sino también como una hostia que se da.
Cuando medita el templum Dei quod vos estis (57), se comprende pronto
que a semejanza de todos una ofrenda litúrgica, un santuario íntimo donde
deben ofrecerse en holocausto todos los actos del alma, según la invitación
de San Pablo que nos quiere, con el Cristo inmolado, una hostia santa y
agradable a Dios (58). En este sentido, todo cristiano está revestido, como
hablan San Pedro y el Apocalipsis (59), de un verdadero sacerdocio.
***
Si la idea de Dios en nosotros da todo su sentid al culto eucarístico,
se puede afirmar que sólo él proporciona la explicación profunda de la
verdadera devoción al S. Corazón de Jesús. El P. Ramière en su hermoso
libro: El Corazón de Jesús y la Divinización del cristiano, nos da la
prueba perentoria.
Nuestra deificación es sin contradicción la obra de toda la Trinidad.
La Primera Persona y la Tercera no tienen menos que ver en ella, que la
Segunda, puesto; que esta deiformación consiste en nuestra adopción a los
templos santos, nuestro corazón debe ser el lugar dedicado a la morada de
Jesucristo, que realiza por el Padre la unión de nuestras almas con el
Espíritu Santo.
Pero precisamente por Jesucristo se nos da el Espíritu divino, y sólo
por razón de nuestra incorporación a Jesucristo, Dios Padre nos reconoce y
nos ama como hijos.

57
I Cor., III, 17.
58
Rom., XIII, 1.—Véase “La Idea de Separación.” (Ed. franc. p. 121 y siguientes).
59
Fecisti nos sacerdotes —nos has hecho verdaderos sacerdotes” (Apoc. Y, 10). —
Véase también I Pet., II, 5-9. Describimos el sacerdocio místico de todo cristiano y
las obligaciones que impone en una “Récollection” publicada en “Prêtres Soldats de
France”, 10 août, 1918: L’Esprit sacerdotal.
88
Es pues obra de Jesús nuestra santificación; ¿pero podemos afirmar
también, pregunta el P. Ramière, que es obra del Corazón de Jesús? Y
contesta: lo podemos y lo debemos asegurar.
En efecto, esta justificación ¿nos la ha proporcionado Nuestro Señor
por un acto libre o por un acto necesario? — Por un acto libre. El Verbo
bajó del cielo libremente: “Quia voluit”, y la Humanidad del Salvador
ratificó libremente esta voluntad libre. “Dios nos ha engendrado
libremente”, dice el apóstol Santiago; y el Apóstol Pablo: “Dilexit me, et
tradidit se” —me ha salvado por puro amor, sólo por un impulso generoso
de su Corazón.
“Jesucristo, continúa el P. Ramière, no nos da su Espíritu, no nos
constituye sus miembros, sino por un acto perfectamente libre y
constantemente renovado de su amor. A su Corazón, por tanto, órgano (y
mejor símbolo) de su amor, le somos deudores de nuestra vida divina y de
todas nuestras riquezas sobrenaturales” (60).
Así pues, por un primero y excesivo transporte de su amor: Propter
nimiam caritatem qua dilexit nos, Nuestro Señor nos salvó, derramando
toda su sangre.
Por otro constante transporte de amor, nos obtiene a cada instante,
haciendo valer sus méritos, la gracia de que tenemos continuamente
necesidad; de aquí la palabra de San Pablo: “Él es nuestra justicia (el que
nos hace justos), nuestra santificación y nuestra redención” (61). En el
cielo pasa Nuestro Señor su tiempo o, mejor dicho, su eternidad, en
enviarnos el Espíritu Santo. En otro tiempo, un impulso de su amor —de
su Corazón— nos valió el primero y gran Pentecostés; cada Pentecostés
particular, cada descendimiento del Espíritu Santo en nuestras almas es
también el Resultado de un impulso de su amor, de su Corazón. “Cuando
digo: Jesús, agrega el autor de la Divinización, veo a Dios hecho
accesible. Cuando digo: Corazón de Jesús, veo al Salvador más cerca
todavía, contemplo el puente por el cual quiere unirse a mí, y me
invita a unirme a Él”.
En todos los idiomas, el corazón es el símbolo del amor. El Cristo
tenía pues toda razón para decir a Santa Margarita María, puesto que a Él
le debemos la salvación: “He aquí el Corazón que ha hecho tanto por los
hombres”.
60
Divinisation, p. 565.
61
I Cor., 1 30.
89
Separar la devoción al Sagrado Corazón del dogma de la Inhabitación
divina es correr el peligro de convertirla en una devoción de sentimiento,
de la cual no se comprende el verdadero origen ni los magníficos
resultados. Al contrario, un alma que comprende el estado de gracia y la
vida de Dios en el interior, no podrá menos que sentir una ardiente
devoción al Corazón de Nuestro Señor, a ese Corazón al cual debe los
tesoros tan preciosos que posee.

90
Capítulo III

CON EL ESPÍRITU SANTO

San Pablo interrogaba a los Efesios: “¿Habéis recibido al Espirita


Santo?” (62).
Por parte nuestra, sabemos qué respuesta dar a esta pregunta: basta
con recordar nuestro Bautismo: “Sal de aquí, espíritu inmundo, y deja el
lugar al Espíritu Santo”.
El Espíritu Divino está en nosotros, si no hemos incurrido en. pecado
mortal, o si habiendo tenido la desgracia de cometerlo, la absolución del
sacerdote nos ha devuelto la gracia. Nada mejor probado que esta verdad:
“¿No sabéis que el Espíritu Santo habita en nosotros?” — “Vuestros
miembros son los templos del Espíritu Santo”. — Somos participantes
del Espíritu”. — “Estamos señalados por el Espíritu, y lo llevamos
como prenda de salvación”. Así habla el Apóstol y lo repite hasta la
saciedad. San Juan, a su vez: “Ib hoc cognovimus quoniam in eo
manemus, et ipse ia nobis, quoniam de Spiritu suo dedit nobis. —
Sabemos que permanecemos en Él, y Él en nosotros, por esta señal: nos ha
dado su Espíritu” (63).

62
Las mejores obras que pueden leerse con provecho sobre la materia son las
siguientes: Meschler: Pentecostés. — Manning: La mission du Saint-Esprit dans les
âmes.
A las cuales pueden agregarse: Gaume: Tratado del Espíritu Santo, T. H, cap.
XVIII-XXI. —Edward: The Temporal Mission of the Holy Ghost. — Froget: De
l’Habitation du Saint-Esprit dans les âmes justes. —Araiza: Breves apuntes sobre la
habitación del Espíritu Santo en el alma de los justos (N. del T.).
63
I Ioan., 4, 13.
91
Los Padres a porfía, hacen suya la misma doctrina, y en ella insisten
todos los grandes teólogos. San Buenaventura declara fuera de la fe al que
no la admita. “El hombre no puede ser agradable a Dios sino en cuanto
que recibe al Espíritu Santo, don increado. Todos los que tienen una
idea exacta de la gracia santificante reconocen que en las almas
santificadas, el Espíritu Santo, don increado, habita realmente. Y si
alguno piensa lo contrario debe considerársele hereje”. Santo Tomás no
lo afirma, con menos seguridad (64). Este punto, por otra parte, está puesto
fuera de controversia por el Concilio de Trento. No cabe duda que hay en
la gracia un elemento Creado, las facultades sobrenaturales que nos
permiten realizar actos sobrenaturales; pero que el Espíritu Santo,
ipsissima persona Spiritus Sancti (Cornelio a Lapide), acompañe a este
don creado, nada más vigorosamente afirmado por la Iglesia. No todos los
cristianos en gracia reciben al Espíritu Santo en la misma medida, pero
todos lo reciben con la misma realidad.
“Apenas es necesario hacer notar, observa con mucha razón, el P.
Ramière (65), que es muy diferente esta presencia del Espíritu Divino en el
alma justa de la que resulta, de la inmensidad divina, por la cual las tres
personas de la Santísima, Trinidad están en todas partes, aún en el infierno.
El mismo Hijo de Dios es inmenso y está presente en todas partes, y
no por eso dejamos de adorarlo especialmente en la Santa Eucaristía;
porque sabemos que allí está presente de una manera especial, que ahí está
para entregársenos. De la misma manera, por la gracia, el Espíritu Santo
está en nosotros para unirse con nuestra alma, para santificarnos.
Es una presencia particular ésta, independiente en cierto modo de la
primera. Suárez la explica diciendo que, si por imposible 1a inmensidad
divina no hiciera presente al Espíritu Santo en nosotros, lo haría la gracia.
Podemos imaginar al hombre más pobre al lado de un inmenso tesoro, sin.
que esa proximidad lo haga rico; porque no la proximidad de las riquezas,
sino el poseerlas es lo que nos enriquece. Tal es la diferencia entre el alma
del justo y el alma del pecador: el pecador, el mismo condenado, tienen
muy cerca de ellos, en sí mismo, al Bien infinito y, sin embargo, viven en
la indigencia, porque este tesoro no les pertenece; mientras que el cristiano
en gracia posee en sí al Espíritu Santo, y con Él, la plenitud de las gracias
celestiales, como un tesoro que ya se tiene en propiedad y que puede
acrecentarse sin medida”.
64
Ip., q. XLIII, a 3.
65
Divinisation p. 346.
92
De ahí la expresión de la Santa Iglesia el día de Pentecostés: “Dulcis
hospes animae, dulce huésped del alma”; porque el Espíritu Santo se
deleita en habitar en nuestros corazones.
Pero nosotros, cristianos, ¿nos gozamos en esa posesión del Espíritu
Santo en nuestra alma?
¡Pobre dulce huésped! ¿Te llamará irónicamente la Liturgia con ese
nombre? Habitas nuestra alma, Espíritu divino, ¿pero quién entre nosotros
sospecha y se preocupa de esa habitación? ¿Será que tu presencia en
nosotros constituye un don banal, sin provecho ni valor? No, puesto que
eres el Espíritu SANTO, el Espíritu que vive en el Padre y en el Hijo, o
mejor, el Espíritu del Padre y del Hijo.
¿Qué, en ese vasto campamento que representa el alma, a donde
entran y de donde salen a cada momento multitud de tropas con bagajes y
convoyes, no hay lugar para hospedar al gran Jefe?
—No, puesto que por hipótesis el alma está en gracia; luego el
Espíritu Santo reside en ella. ¿Por qué no tiene entonces guardia de honor,
ni siquiera un ordenanza? ¿Querrá el Espíritu guardar el incógnito? Muy al
contrario, nada desea tanto como ser conocido, saludado por todo el que
pasa, agasajarlo; deseo que muy pocos cristianos, aun los mejores,
procuran satisfacer.
“Si hay algo que debiera causarnos vergüenza y hacernos caer de
rodillas y con la frente en el polvo, escribía Manning, es que durante todo
el día vivimos como si no hubiera Espíritu Santo. Nos parecemos los
efesios que preguntados por el Apóstol si habían recibido al Espíritu Santo,
después de haber abrazado la fe, contestaron: Ni siquiera hemos oído decir
que exista un Espíritu Santo” (66).
¿Será que este asunto no vale la pena de pensar en él, o que existen
otros más importantes que merecen absorber a cada momento toda nuestra
capacidad de atención?
¿No es el Espíritu Santo el amor increado, el término de la Trinidad
Santa, “el término de lo que no tiene términos, el límite de lo que no
tiene límites?” ¿No es el autor de la primera creación, según el hermoso
lenguaje de la Liturgia, Creator Spiritus, y también el autor de la
segunda, puesto que le debemos igualmente la vida divina, devuelta a la
Humanidad en general por el hecho de su descendimiento en María, la

66
A misión de Saint Espirit dans les âmes, p. 18.
93
vida sobrenatural restituida a cada uno de los hombres por su venida en el
día de nuestro Bautismo?
¡No, no se nos había ocurrido pensar en ello! ¡’Valiente excusa la de
no habérsenos ocurrido pensar en lo esencial!
Cuando un personaje importante, un rey por ejemplo, se dirige a una
ciudad, aun cuando sólo fuera para hacer una visita de paso, ¿sería
excusable que la ciudad no pensara en recibirlo? Y aquí se trata de un rey
de la tierra, ¡y nosotros, cristianos, no hacemos caso del rey del cielo!
Huésped de su gran cielo, toma por cielo nuestra alma, ¡y no nos
interesamos por su presencia!
San Pablo, y podemos fiar de él, no consideraba la devoción al
Espíritu Santo como una devoción adventicia, facultativa, y nos ha dejado
acerca de nuestros deberes con el dulcis hospes, una epístola que es muy
provechoso meditar.
***
Desde luego y, antes de nada, la exclusión de todo pecado mortal:
“Spiritum nolite extinguere, ¡no extingáis al Espíritu!” (67). No extingamos
la divina Luz; no la apaguemos en nosotros, no la ahoguemos en los
demás por el escándalo. Expulsar al Espíritu, ponerlo a la puerta,
expulsarlo de sí o de otro, tal es la suprema ofensa (68) que se le puede
hacer.
Se puede injuriar al Espíritu; se puede también contristarlo: “Ipsi vero
afflixerunt Spiritum Sanctum eius (69) — Han afligido al Espíritu Santo”,
decía ya Isaías, y San Pablo daba a los cristianos de los primeros tiempos
un ejemplo de cómo se le contrista: “Omnis sermo malus ex ore vestro non
procedat, et nolite contristare Spiritum Sanctum. Evitad toda palabra
mala y no contristéis al Espíritu Santo” (70). Sin duda, todo pecado
venial que cometamos, contrista al Espíritu Santo, presente a todos
nuestros procedimientos, testigo de todos nuestros actos, palabras,
pensamientos y deseos.
En un grado más elevado existe una nueva consigna todavía. A este
Espíritu que se injuria con el pecado mortal y se aflige con el venial puede
67
I Thess., 5, 19.
68
Spiritui gratiae contumeliam facitis (Heb. 10, 27)
69
IS., 63, 10.
70
Ephes., 7 51.
94
en fin resistírsele no siguiendo sus inspiraciones: “Vos semper Spiritui
Sancto resistitis” (71), está escrito en los Hechos de los Apóstoles.
¡Cuántas veces el huésped de nuestra alma nos incita suavemente a
practicar el bien, y cuántas veces sus esfuerzos son vanos porque aludimos
o rehusamos corresponder! Interiormente el Espíritu nos llama sin cesar,
nos estimula; ¿dónde estamos cuando nos habla? y si acontece que no
estamos fuera y lo escuchamos, ¿de qué modo respondemos a sus invita-
ciones?
***
Este documento puramente negativo está muy lejos de compendiar
todos nuestros deberes con el Espíritu Santo, como el mismo San Pablo los
entiende, como la inteligencia del estado de gracia los reclama. Aquí,
como en todo, el aspecto positivo es el más importante. La presencia del
Espíritu Santo nos invita no solamente a “no hacer”, sino sobre todo “a
hacer”... ¿Y a hacer qué? —A hacer en nosotros el mayor lugar posible al
Huésped divino, a procurar aprovechamos por todos los medios posibles
de su maravillosa presencia, a penetrar cada día más hondamente en su
amistad e intimidad.
El Espíritu está en nosotros, viviente y por tanto, activo pero hay
alguien que puede poner límite a su acción, y ese alguien somos nosotros
mismos. Por su parte, Él desea entregarse, unirse a nosotros en el mayor
espacio posible; pero escatimamos el espacio al Espíritu de Amor. Él es el
“huésped”, pero nosotros somos los señores de la casa, de nosotros
depende que pueda poco o que pueda mucho.
“¡Si conociéramos el don de Dios, decía Mons. Gay, y el precio, la
importancia de la menor luz interior, del menor toque del Espíritu Santo,
de la menor ocasión favorable! ¡Si conociéramos cómo Dios está ahí,
cómo se ofrece, cómo se entrega, y por consiguiente, lo que esto supone
para nosotros y para los demás, las consecuencias que importa para el
tiempo y para la eternidad! ¡Oh! ¡quién nos diera comprender en fin las
cosas sobrenaturales y estimar en su valor esos bienes, de los cuales el
menor, a juicio de Santo Tomás es superior a todos los bienes naturales
reunidos!”
¿Qué seríamos sin su bondad preveniente que antes de que despertara
nuestra razón, nos llevó a las fuentes bautismales, y ahí nos dio la caridad
71
Act., 7, 51.
95
“derramada en nosotros por el Espíritu Santo”, como habla la epístola a
los Romanos (72); —sin su bondad perpetuamente adyuvante que dispone
en nosotros esas constantes ascensiones que toda alma habituada al
examen de conciencia recuerda con tanto gozo: inspiraciones en la
oración, fuerza en tal tentación, aliento en tal circunstancia; —sin su
bondad tan maravillosamente paciente que cada vez que desfallecemos nos
levanta, que cada vez que cedemos a la tentación nos saca del abismo, que
cada vez que recaemos en nuestras flaquezas añade una delicadeza nueva a
las anteriores!
¿Puede imaginarse algo más peregrino que esa aplicación singular del
Espíritu Santo a divinizarnos, aplicación que no tiene igual sino en nuestro
empeño en rehusar su concurso, o en pasar a su lado sin sospechar siquiera
su existencia o comprender su valor? ¡Ah! ¡si respecto de nosotros
tuviéramos el mismo ideal que Dios tiene!
***
Pero el punto más importante no es que el Espíritu Santo nos dé la
fuerza, sus anhelos, su amor. El hecho capital es que además de todo eso se
da El mismo, y vamos a ver qué íntimamente.
No sé qué temor secreto impide ver esa unión del Espíritu Santo y de
nuestra alma tal como es de verdad, —o como pudiera y debiera ser, por lo
menos—; unión tan íntima, dice Cornelio a Lápide en su Comentario de
los Hechos, que no existe más grande: Est enim summa unio inter Deum et
animan sanctam qua nullius creaturae purae potest esse maior. San Pablo
declaraba: “El que vive en gracia forma un solo espíritu con Dios. Qui
adhaeret Deo, unus Spiritus est” (73). Cornelio a Lápide dice también: Así
como un alma cuando toma un cuerpo para unirse a él, le comunica una
vida, una substancia que no tenía; de la misma manera, cuando el Espíritu
Santo toma un alma para unirse a ella le comunica una vida nueva, o
mejor, su propia vida; en todo rigor, la deifica. Sicut anima, dum assumit te
quasi osculatur corpus, ipsum exanime animat et vivificat; sic Spiritus
Sanctus gratia osculatur animam, eam vivificat, immo deificat (74).
Sin duda que la unión del Espíritu Santo con nuestra alma por el
estado de gracia no llega hasta formar, de Él y nosotros, una sola persona.

72
5, 5.
73
I Cor., 6.
74
In cant, 1.
96
Hecha esta reserva, se puede decir que en cierto modo es más íntima que la
unión de nuestra alma con nuestro cuerpo, “puesto que, observa el P.
Ramière, este divino espíritu penetra mejor las facultades de nuestra alma
que nuestra alma los miembros de nuestro cuerpo” (75).
“Y esta unión es mucho más indisoluble. La unión de nuestra alma
con nuestro cuerpo es tan frágil que se disuelve continuamente. A cada
momento perdemos algo de nuestra substancia, mientras llega la hora en
que la muerte nos arranque todo nuestro cuerpo con irresistible poder.
Cuando el Espíritu Santo se une a un alma, no hay poder en la tierra, no lo
hay en el infierno, que pueda arrancársela; sólo el alma tiene el triste
privilegio de destruir en ella la vida divina, por el más horrible de los
suicidios”.
Los Santos Padres, más audaces que nosotros, o simplemente más
ajustados a la verdad, afirman que la unión del Espíritu Santo con el alma
en gracia es tan íntima que constituye un verdadero matrimonio. No
solamente es “huésped”, sino “esposo”. Y algunos de ellos llegan hasta
llamar al alma justa: Spirita sancta, femenino del Espíritu Santo ( 76) para
mostrar bien que la unión del divino Paráclito y del alma sin pecado es
unión semejante, y mucho más hermosa, a la unión del hombre y de la
mujer en el sacramento que hace de sus dos cuerpos uno sólo y de sus dos
almas una sola alma; unión semejante, aunque no hipostática, a la unión
del Verbo, con la Humanidad santa; unión semejante, en un dominio
vecino, a la unión de Cristo con su Iglesia, unión que el matrimonio
cristiano tiene por misión simbolizar.
En el tercer libro de la vida de Santa Angela de Foligno, se refiere
que fue un día en peregrinación al sepulcro de San Francisco de Asís. De
pronto escuchó una voz: “Has acudido a mi servidor Francisco; pero te voy
a dar a conocer otro sostén. Soy el Espíritu Santo que he venido a ti, y que
te quiero proporcionar una alegría que todavía no has gustado. Y te
acompaño presente en ti... y te hablaré siempre... y si me amas, no te
abandonaré jamás. ¡Oh esposa mía, te amo, establezco en tu alma mi
morada y descanso en ti; a tu vez, establece en Mí tu mansión y busca en
Mí tu descanso!”
Santa Angela, comparando sus pecados con estos favores divinos,
vacilaba y se creía juguete de una ilusión: “Si fueras verdaderamente el.

75
Divinisation, p, 233,
76
Véase Meachler, Pentecostés.
97
Espíritu Santo, no me dirías esas cosas que no se han hecho para mí. Si
fueras Tú, el gozo que experimentaría sería tan grande que no podría,
aguantarlo sin morir”. —Y me respondieron: “¿No soy dueño de mis
dones? Te doy la alegría que quiero, ni más ni menos”. Y la buena santa
termina diciendo: “No puedo expresar la alegría que experimenté, sobre
todo cuando me dijo: Soy el Espíritu Santo que vivo interiormente en ti”.
Lo que el Espíritu Santo, por favor especial revelaba a la Beata
Angela, la Iglesia, por su dogma, lo enseña a todos los cristianos. El
Espíritu Santo vive interiormente en nuestra alma, y no tiene otro deseo
que encontrar en ella, sentimientos recíprocos a los que Él se digna tener
por nosotros.
Por su parte, su unión con nuestra alma ¡qué ínfima es!
Por la nuestra, ¿de qué naturaleza es nuestra unión con Él? ¿No
tenemos inteligencia o nos falta corazón? O prodigiosamente
inconscientes, o ruinmente refractarios al amor del inmenso Amor: ¿cómo
salir de este dilema?
Algunas almas, sin embargo, más selectas y ansiosas de intimidad,
comprenden que es necesario buscar esta dirección; pero luego vacilan,
porque mejor que las demás conocen su pequeñez, y no atreviéndose
retroceden; cuando el Espíritu Santo se ofrece a una unión semejante, a un
verdadero matrimonio, tienen vergüenza de tenderle la mano y darle el
corazón. Eso no se ha hecho para ellas: les parece excesivamente hermoso.
Su cuerpo, barro pecador, su alma, “ulcus et apostema”, según la enérgica
expresión de San Ignacio en su meditación sobre el pecado, “postema
turpísima”; en todo caso, un sepulcro de los beneficios de Dios. Y bien
que animadas de un deseo ardiente de unirse al Huésped divino,
experimentan por sí mismas tal sentimiento de temor que rehúsan creer
prácticamente en la realidad de las divinas condescendencias.
El noli me tangere de Cristo a Magdalena resuena en sus oídos y
recuerdan el grito de Pedro viendo adelantarse a Jesús para lavarle los pies,
o de Isabel viendo a María que se digna visitarla: “Tu mihi! ¡Tú en mí...
Unde hoc... ut veniat? ¿De dónde a mí esta maravilla?”
La cuestión no está en comprobar que esto es demasiado hermoso,
sino más bien en saber si es una realidad. ¿Realmente y de verdad el
Espíritu Santo habita en el alma y está deseoso de unirse con ella? —Sí: tal
afirmación la encontramos objetivamente exacta. Es un hecho contra el
cual nada puedo. Muy libre soy de tenerlo por extraordinario,
98
incomprensible, inaudito; pero una vez más, si el hecho existe es preciso
que ante él me incline.
Ahora bien, el hecho existe y se impone; y desde ese momento, lo
extraordinario, lo incomprensible lo inaudito sería que no me esforzara en
convencerme de esta verdad, que no me penetrara de esa presencia, vi-
viendo en ella.
“Cualesquiera que sean las gracias que hay en nosotros, escribe M.
Olier (77), somos siempre los mismos vasos de tierra, siempre una
miserable nada, y no más: habemus thesaurum istum in vasis fictilibus.
Las especies de pan y vino, en el Santísimo Sacramento, no tienen de qué
gloriarse por las gracias que encierran y los bienes que la Santa Eucaristía
opera en las almas; porque no son la causa de ellos, sino sólo una ligera y
frágil corteza, aunque estén tan cerca de la Divinidad. Lo mismo sucede
con las almas santas y más llenas del Espíritu divino: son como cortezas
que en muy poco tiempo se gastan y corrompen. Y del mismo modo que el
cuerpo y la sangre de nuestro Señor dejan de estar presentes en las
especies que se corrompen; así también, a la primera corrupción e
impureza, el Espíritu Santo se aleja abandonando esas pobres envolturas
en su estado de corrupción: Juzgad por aquí si un alma por recibir gracias
tan preciosas como los Sacramentos, y por llevar a nuestro Señor en sí
misma, como el pan y el vino; o al Espíritu Santo, como el óleo
consagrado y el bálsamo de la Confirmación, puede tener motivos para
gloriarse y creerse más de lo que es. ¿No debe al contrario estar temerosa
de que Nuestro Señor se retire no encontrándola bastante pura para
permanecer en ella?”
Y ya que acabamos de aludir a la comunión sacramental, la presencia
del Espíritu Santo —y de toda la Trinidad— en nuestras almas, ¿es mucho
más incomprensible, mucho más extraordinaria, mucho más inaudita que
la presencia Eucarística! ¡Qué maravilloso matrimonio —los autores
emplean con frecuencia esta: palabra para hablar de la unión del alma con
Nuestro Señor en la divina comunión— ¡qué maravilloso matrimonio, el
del cristianó en la Mesa santa con Jesucristo descendiendo a su corazón! Y
si la presencia eucarística no nos extraña ni nos detiene ¿por qué dete-
nernos ante la presencia en nuestro ser que resulta del estado de gracia?
Esta, en un sentido, no es menos prodigiosa que aquélla, o más bien,

77
Vie do M. Olier, p. 498-499.
99
presenta la superioridad de no versé embarazada, amén de otros misterios,
por el misterio de un Dios hecho Hombre.
Yendo más lejos, San Bernardo se pone claramente la objeción:
“Jamás me atreveré a entrar en semejante familiaridad... ¿Dios en mí?...
¡no!” Y se contesta: “Lo que nos detiene es el respeto, reverentia; y en la
palabra respeto (vereor), va incluida la idea del temor. Nos olvidamos que
amar es amar y no reverenciar. Temer, sorprenderse, admirarse, todo eso
es reverenciar; pero eso nada tiene que ver con amar. Donde hay amor todo
otro sentimiento desaparece. El que ama, ama; ama y nada más. Son
esposo y esposa. Ahora bien, ¿no es el Espíritu Santo el esposo del alma,
alguien que ama y nada más; mejor todavía, el Amor mismo? Dios exige,
en cuanto Dios, ser temido; como Padre, ser honrado; como. Esposo, sólo
pide amor... Cuando Dios ama, nada desea sino sólo ser amado... Sin duda
hay grados en el amor. La esposa está en el más alto: nada hay más arriba.
Ahora bien, la unión del Espíritu Santo con el alma es una unión de
este orden, del más alto grado: unión no de dos carnes en una, sino de dos
espíritus en uno sólo, según la rotunda expresión de San Pablo: Quid
adhaert Deo, unus spiritus est (78).
Y como el alma rehusara todavía, replegándose en su humildad:
“¡Nunca podré amar cuanto debo! ¿Cómo luchar con un gigante? ¿Cómo
amar tanto cuanto soy amada? ¿Deberé más bien abandonar la partida?” —
78
In Cantic., S. 83. Véase en el texto el pasaje completo.
Nec verendum ne disparitas personarum claudicare in aliquo faciat convenientiam
voluntatum, quia amor reverentiam nescit. Ab amando quippe amor, non ab
honorando denominatur. Honoret sane qui horret, qui stupet, qui metuit, qui miratur;
vacant baee omnia penes amantem. Amor, ubi venerit, exteros in se omnes traducit et
captivat affectus. Propterea, qui amat, amat, et aliud noyit nihil... Sponsus et sponsa
sunt... late sponsus, non modo amans, sed Amor est Exigit
Deus timeri ut Dominus, honorari ut Pater, et ut sponsus, amari. Quid in bis
praestat, quid eminent? Nempe amor— Amo quia amo, amo ut amem. Magna res
amor... Cum amat Deus, non aliud vult quam amari. Magna res amor, sed sunt in eo
gradus. Sponsa in summo stat. Felix eui tantae suavitatis complexum experiri
donatum est! Quod non est alius quam amor sanctus et castus, amor intimus qui non
in carne una sed uno plañe in spiritu duos jungat, dúos facit non dúos, sed unum,
Paulo ita dicen: “Qui adhaeret Deo, unus spiritus est.”
La unión del Esposo con la esposa en los Cantares simboliza de ordinario la unión
mística. Todo lo que dice aquí San Bernardo, si exceptuamos el conocimiento
experimental (experiri) y la dulzura gustada (suavitatis) de esta unión, es aplicable,
fundamental y substancialmente, a la unión de toda alma en gracia con el Espíritu
Santo.
100
“No, responde; sin duda la criatura ama menos. Pero basta que ame sin
reserva: ¿puede faltar algo cuando se da todo?” (79).
San Juan de la Cruz completa la explicación y ¿la razón última y la
más profunda: El alma puede llegar a amar bastante al Amor, porque en
ella el Amor es el que ama (80). Desde ese momento se tiene la proporción,
la equivalencia buscada y que se creía imposible. Si el alma no se viera
vigorizada, centuplicada en su facultad de amar, jamás la ecuación nece-
saria se establecería; pero todo se explica, si el amor con que amamos es el
mismo Amor de Dios. Y así es en efecto, y San Fulgencio lo dice
acertadamente: Para amar a Dios no basta el corazón del hombre; es ne-
cesario tener el Corazón de Dios. ¡Qué! ¿podemos pues amar a Dios con
el Corazón de Dios? —Sí, puesto que “la caridad de Dios se ha
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que hemos
recibido”. Y puesto que no podemos amar a Dios sino por el Espíritu
Santo, ¿no tengo razón para deciros: amemos a Dios con el Corazón de
Dios?” (81).

79
Etsi minus diligit creatura quoniam minor est: tamen si ex tota se diligit, nihil
deest ubi totum est. Id. Ibid.
80
Hemos visto ya la explicación de San Pablo: “El único que en nosotros puede
exclamar: Padre, es el Espíritu del Padre”. Aquí vale el mismo razonamiento.
Desarrollamos un poco esta hermosa y sólida doctrina en algunas páginas de la
revista “L’Apôtre Laïque”; octubre, 1918.
81
San Juan de la Cruz. “La Noche Obscura”. L. II.
101
Capítulo IV

CON TODA LA TRINIDAD

La devoción al Padre, la devoción al Hijo, la devoción al Espíritu


Santo, presentes en nosotros por el estado de gracia, pueden considerarse
bajo múltiples aspectos, según las inspiraciones sobrenaturales y los
diferentes atractivos de las almas. De ahí esa originalísima variedad entre
los justos que hacía exclamar a David: “Mirabilis Deus in sanctis suis!
Dios es admirable en sus santos” (Ps. LXVII, 36).
***
En lugar de detenerse en la presencia de una o de otra de las Personas
divinas en nosotros, o de tal o cual aspecto de una de esas presencias en
particular, algunos prefieren considerar toda la Trinidad en conjunto.
“El Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, tan verdaderamente
hombre como verdaderamente Dios, engendrado por su Padre, en las
regiones de la eternidad, nos ha engendrado en cierta manera en el Cal-
vario. Hecho Cabeza de toda la humanidad por su sacrificio, nos ha hecho
partícipes de la vida divina que recibió de su Padre.
En nuestra vida sobrenatural injerta su propia vida y nos comunica su
ser divino. Habitando realmente en nosotros, es necesariamente
inseparable de su Padre y del Espíritu Santo.
En nosotros el Padre engendra a su Hijo y el Espíritu Santo procede
del Padre y del Hijo. Todos los misterios, todas las operaciones, todo el
amor, toda la felicidad de la Trinidad santa se realiza por tanto y
permanece en nosotros.

102
Tales son las realidades sublimes del estado de gracia...” (82).
El P. Lessius que escribió el precioso libro “De los nombres divinos”
es uno de los que han estudiado con más delectación la Trinidad adorable y
vemos que su piedad personal gustaba servirse de esta práctica, de
considerar a Dios presente siempre en él: “Te ruego, Señor, decía, que
atraigas mi corazón a Ti en el interior de mi alma. Ahí, lejos del tumulto
mundano, lejos de los cuidados importunos que nos agobian, permaneceré
cerca de Ti para gozar de tu presencia, para amarte, para venerarte y
escuchar tu voz. Ahí te diré las tristezas de mi vida en el destierro; ahí
encontraré cerca de Ti los consuelos necesarios. Haz que jamás olvide tu
presencia en mí, ¡oh Tú, luz y deleite de mi alma! Que jamás te olvide, que
siempre y en todas partes la mirada de mi alma vaya a tu encuentro”.
Los “Recuerdos” de la Carmelita de Dijon Sor Isabel de la Trinidad
no son más que una perenne exposición de lo que puede ser, y debiera ser,
en nosotros la devoción a “Los Tres”. Las muchas citas que de ella hemos
hecho bastan para demostrarlo, y nos limitaremos aquí a dar dos extractos
de su oración habitual. Nada más dogmático y al mismo tiempo más lírico,
nada más preciso y elevado:
“¡Oh Dios mío!, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme totalmente
para establecerme en Ti, estática y apacible, como si ya mi alma viviera en
la eternidad. Que nada sea capaz de turbar mi paz ni de hacerme salir de
Ti, oh mi Inmutable, antes cada momento me lleve más allá, en la
profundidad de tu Misterio.
Pacifica mi alma, haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de
tu reposo; que nunca te deje ahí solo, sino que ahí viva totalmente, muy
despierta en mi fe, diligente en mi adoración y completamente entregada a
tu acción creadora”.
Tal es el comienzo, he aquí la conclusión: “¡Oh mis Tres, mi Todo,
mi Felicidad, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo! Me entrego a
Ti como una presa; sepúltate en mí para que yo me sepulte en Ti, mientras
llega la hora de contemplar en tu Luz el abismo de tus grandezas”. 21 de
noviembre de 1904 (83).
***

82
Pauline Reynolds, t. II, ch. HI, 4.
83
Cf. Vandeur: O mon Dieu, Trinité que j’adore! Hermoso y substancial
comentario de esta oración (N. del T.).
103
Sería un error creer que es necesario ser religiosa dotada de gracias
extraordinarias o sabio provisto de prodigiosa ciencia teológica para orar
de esta manera. Todo el que ha comprendido la verdadera naturaleza del
estado de gracia puede tener la devoción a “Los Tres” que viven en
nosotros. No es de ninguna manera una devoción extraordinaria y
reservada sólo a algunos privilegiados. El Dogma y el uso del Dogma es
de suyo para todos.
Pierre Poyet trabaja en la “rue des Postes”; es un estudiante como
tantos otros, pero que presta atención a su fe.
Con ocasión de las oraciones que se acostumbran recitar por la
mañana, entra dentro de sí para encontrar los Huéspedes divinos del alma:
“Pongámonos en la presencia de Dios y adorémosle”. ¿Dónde está Dios
más presente que en su propio corazón, en su corazón de joven en estado
de gracia? Toda la espiritualidad de sus veinte años se expande en torno de
esta grande idea: la habitación de la Trinidad en nuestras almas. A un
compañero de colegio le escribe: “¿Dios está en ti en e1 lugar que debe
ocupar?” En su programa de vida escribe esta resolución: “Tener un alma
atormentada por la magia de la ausencia divina”. Y temía el pecado, sobre
todo, porque expulsaba a Dios de su corazón; y buscaba el estado de
gracia, más que todo, porque atraía y guardaba a Dios a cada momento en
su alma (84).
¿Quién no puede imitar, o por lo menos tratar de imitar, a ese
estudiante, viviendo con un deseo análogo y una fe idéntica?
Sin duda, burdos y materiales como somos, tendremos necesidad de
más de un esfuerzo, como lo diremos pronto. “Lo poco que tenemos de ser,
según la acertada expresión de Pascal, nos oculta la vista de lo infinito”.
Pero desde que hemos visto claro y comprendido de qué bien nos
privamos, descuidando el pensamiento de los tesoros que llevamos en
nuestro interior, ¿no es natural que germine y se desarrolle la ambición de
adquirir a toda costa la evidencia de las cosas que no se ven, de no pasar al
lado de la más grande de las maravillas sin tan siquiera darnos cuenta de
ella, de poseerla en nosotros sin vivirla?
***
A propósito, hemos omitido en este estudio las cuestiones
controvertidas o demasiado especiales, útiles para profundizarlas o
84
Véase “Notice” par l’abbé Rouzie.
104
discutirlas en las Escuelas, pero de poco uso en la práctica de la oración y
para la vida interior.
Queremos mencionar, sin embargo, dos puntos, porque pueden
prevenir una dificultad o responsabilidad a una objeción.
El Espíritu Santo, en el misterio de nuestra santificación, ¿desempeña
un papel aparte que no corresponde en el mismo grado al Padre y al Hijo?
Según ciertos autores que se apoyan en una tradición histórica muy
respetable, representada sobre todo por los Padres griegos, y en particular
por San Cirilo de Alejandría, el Padre y el Hijo están en nosotros por el Es-
píritu Santo. Habría que distinguir entonces como dos grados, no en el
orden cronológico, sino en el orden lógico y de causalidad formal.
El Espíritu Santo, por el bautismo, tomaría posesión de nuestra alma;
primera etapa.
Gracias al privilegio de la circumincesión —por la cual donde está el
Espíritu allí está igualmente el Padre y el Verbo—, por el hecho de la
venida del Espíritu Santo en el alma, el Padre y el Verbo se hacen al
mismo tiempo presentes en ella: segunda etapa.
Tal es la primera cuestión de orden que llamamos histórico; he aquí la
segunda del dominio más bien filosófico.
¿De qué manera exactamente se produce en nosotros la unión de Dios
con nosotros y de nosotros con Dios? Dios está presente, habita, vive en
nosotros: tal es el hecho absolutamente cierto, el dogma. ¿Pero el cómo?
¿Qué explicación se puede dar del cómo?
Quien ha llevado más lejos el estudio, de ese cómo, a nuestro juicio,
es el P. Jovène en su De Vita deiformi. Se lee su obra, se recorren con
avidez sus páginas esperando encontrar una exposición que satisfaga
plenamente. Y llegado al término, se encuentra uno desconcertado:
habitación, presencia, posesión, vida íntima, familiaridad... todo eso
reducido a explicaciones demasiado incompletas, a fórmulas, insuficientes.
No debemos, sin embargo, extrañarnos; el “cómo de mi
“deiformación”, de mi “deificación” se me escapa; no comprendo, o no
comprendo del todo.... ¡Y qué tiene esto de particular si bien se reflexiona?
¿No es al contrarió natural? ¡La maravilla sería qué lo comprendiéramos a
fondo, cuanto tantos “cómo” de la obra de Dios ignoramos! Y con lo que
ya descubro, ¿no hay para sumergirme en la admiración, y si lo quiero,
para santificarme más allá de los más ambiciosos deseos?

105
Por otra parte, ¿no es igual la dificultad en materias análogas?
Tenemos por ejemplo la Eucaristía. ¿Tenemos muchas luces sobre la
manera cómo se realiza la transubstanciación? ¿He progresado más —
desde el punto de vista de la piedad— después del estudio de los diferentes
sistemas: educción, reproducción, simple conversión, y otros? Y, sin
embargo, ¡qué cosa más cierta que el hecho!
¿Pero no hay peligro de excederme, de equivocarme en la idea que
me he formado de mi “deificación”? —No, porque son sus límites
definidos: Sé que debo excluir toda, concepción panteística: Dios
permanece Dios, y yo permanezco yo. Sé que mi unión a Dios no es
hipostática, esto es, de la misma naturaleza que la unión de la Humanidad
del Salvador con el Verbo. Más acá de esos límites, el dogma de la vida de
Dios en nosotros por la gracia conserva todavía, demasiada hermosura.

106
LIBRO QUINTO

Práctica de la Intimidad con Dios.

107
Ya Hemos visto cual es nuestro tesoro. Llegará a verdaderamente
nuestro, si nos esforzamos:
En desearlo,
Conquistarlo,
Protegerlo.

108
Capítulo primero

DESEAR NUESTRO TESORO

Refieren, sus biógrafos que M. Olier oía con frecuencia una voz
interior que le decía con pertinaz dulzura: “¡Vida divina, vida divina!...”
Después de su segunda conversión, que consistió en la absoluta oblación
de sí mismo, “se asemejaba su existencia a una gran festividad”. Ante la
grandeza de las realidades, se desvanecía la tosquedad de las apariencias.
Toda su vida se condensaba en esta oración a nuestro Señor: “Que tu luz
sea la luz purísima que me guíe y me haga ver todas las cosas como ellas
son en sí mismas” (85).
Para adoptar estas dos palabras: Vida divina, como norma habitual de
nuestra existencia ¿será necesario oír una voz como la que escuchaba M.
Olier? —No, basta recordar lo que la fe nos enseña. Una vez más, para
saber “cultivar como es debido nuestro bautismo” (86) basta “tener
discernimiento”.
Cuando el patriarca Jacob, en una visión, contempló aquella
misteriosa escala que de la tierra llegaba al cielo, y a los ángeles que
subían y bajaban, sobrecogido por espanto sobrenatural, despertó
exclamando: “¡Verdaderamente el Señor está en este lugar y yo no lo
85
E. Helio, Le siécle, p. 400. — M. Olier hacía a su vez el siguiente retrato del P.
Condren: “La apariencia y como su corteza eran muy distintas de lo que él era en
realidad, siendo en lo interior completamente otro; era como el interior de Jesucristo
y su vida divina: de tal manera que mejor puede decirse que Jesucristo vivía en el P.
Condren y no el P. Condren en sí mismo. Era como una Hostia de nuestros altares:
exteriormente se ven los accidentes y las apariencias, pero en lo íntimo, es
Jesucristo”.
86
La vie spirituelle et l’oraison, por la Madre Cecilia de Solesmcs, cap. V. (Retaux,
1899).
109
sabía! Este lugar es en realidad la casa de Dios y la puerta del cielo” (87).
Dice el Cardenal Manning (88), que nos sucedería lo mismo si
despertáramos y tuviéramos el profundo sentimiento de que el Espíritu
Santo está con nosotros, que nos envuelve, que vive en nosotros, “que para
oír cada latido de nuestro corazón todo Él se transforma en oídos, que está
atento a cada idea que cruza por nuestra mente, que todo nuestro ser es
para Él un libro abierto”.
La mayoría do los hombres viven, por desgracia, como si no tuvieran
alma... aun la mayor parte de los que tienen pensamientos más o menos
elevados sobre la importancia capital de ella y que creen que pueden
salvarse o condenarse por toda una eternidad, viven como si Dios no
tuviera su morada en ellos: “No se preocupan de la presencia divina, no me
refiero a la presencia de Dios en el universo... hablo ahora de la presencia
de Dios en el alma. Aun los que son cristianos por su fe y por las luces
espirituales, que saben y repiten que tienen un alma para salvar, aun estos
viven sin sentir (89) de un modo habitual que nunca están solos: que Dios
mora en el alma como el alma en el cuerpo. Y, sin embargo, esta es la
verdad”.
“Sin darnos cuenta de ello, somos el Paraíso de Dios; es necesario
pensar y obrar de tal manera, que a su vez, Dios sea nuestro Paraíso ( 90).
Este programa exagerado en apariencia, debiera ser, sin embargo, el de
todo bautizado. “Casi pudiera definirse el cristiano verdadero, escribe
Newman, diciendo que es un hombre absorto por el sentimiento de que
Dios está ahí, en el corazón de su corazón..., un hombre cuya conciencia
de tal manera está iluminada por Dios, que vive bajo la impresión habitual
de que cada una de sus penas, de que todas las fibras de su vida moral,
todas sus rizones determinantes y sus deseos, están patentes ante el
Todopoderoso” (91).
¡Ah! si es preciso atenerse a este modelo, ¡qué pocos “verdaderos
cristianos” podremos encontrar!

87
Gén., XXVIII, 16, 177.
88
La Mission du Sant Esprit dans les âmens, pp. 25 y 28, 29.
89
Manning no quiere decir conocimiento sentido, sino conocimiento “realizado”,
viviente.
90
Sertillanges. “La Vie a présence de Dieu”. E. des Jeunes, 10 mai, 1918, p. 546.
91
H. Bremond, “Sermons choisis de Newmann”, con el título: la vie chrétienne, p.
23.
110
¡Y cuánto lo lamenta Nuestro Señor! ¿No decía Él, hace muy poco
tiempo, a un alma santa: “Estoy en muchos corazones como un tesoro
infructuoso; me poseen, porque están en gracia, pero no me hacen valer;
suple tú tal deficiencia?” (92)
***
¿Cómo llegar a esta inteligencia práctica de la perenne habitación de
Dios en nosotros por la gracia?
En primer lugar, dedicando a este tema preferencia en nuestras
meditaciones (93). Es evidente que si voluntariamente, con un valeroso
esfuerzo, todas las mañanas, o por lo menos con frecuencia, se consigue
fijar la atención en el centro del alma donde se halla este gran tesoro,
pronto, muy pronto, por el sólo hecho del hábito unido al auxilio de la
gracia, la evocación natural, espontánea, sin esfuerzo, de Dios en nosotros
se nos hará familiar.
“Los hombres viven en la superficie de las almas sin penetrar nunca
en su profundo contenido. ¡Si supiéramos recogernos, mirar claramente en
nosotros mismos y comprendemos! (Elisabeth Leseur ( 94). — “Dios habita
en nosotros. ¿Qué acogida damos a tal huésped? Me confundo con sólo
pensar que apenas ha entrado Él en mí, y ya me vuelvo, y lo abandono
para juguetear con bagatelas” (Paulina Reynolds).
Con toda intención citamos a dos personas que han vivido en el
mundo; una toda su vida, otra hasta los cincuenta y siete años ( 95). Es muy
general creer que la doctrina de la Habitación de Dios en nosotros es del
domino exclusivo de los claustros. Lo cierto es que pocas almas en medio
del tumulto de lo que pasa, llegan a imponerse el silencio necesario para
escuchar la sublime resonancia que en el alma produce lo divino.
Dios es el Dios oculto: Deus absconditus. Sólo se manifiesta en el
silencio y en la paz; nunca en el ruido y turbación “non in commotione
92
Benigna Consolata Forrero, de la Visitación de Como, Italia.
93
Son de inmenso valor para orientar la piedad en el sentido de la habitación
divina. Les Elévations et Prières la Très Sainte Trinité vivant en nous par la grace.
Estas breves y substanciosas Elevaciones son obra de un alma completamente
desconocida del mundo, pero muy rica en los secretos de Dios (Librairie Saint Paúl,
rué Cassette).
94
Véase su Journal, p. 298.
95
Después entró en el Carmelo. Dos tomos, con esto título: Paulina Reynolds, par
l’abbé Picot (Beuschesme 1916). Hemos tenido ya ocasión de citar su testimonio.
111
Dominus”. “Lo comprendo, escribe Paulina Reynolds, la primera disposi-
ción que de mi parte he de poner es el silencio, conforme a lo que dice
Taulero: El Padre no tiene más que una Palabra, ésta es su Verbo, su Hijo.
La pronuncia en medio de un eterno silencio, y sólo en el silencio el alma
la recibe y la oye”. Y continúa: “Silencio, pues, oh alma mía, para escuchar
a Dios; silencio para recibir al Verbo; silencio para permitirle que te hable,
para que se haga comprender de ti, para vivir en ti. ¡Silencio y Oración!”
Desgraciadamente, “el recogimiento es una de las cosas que más falta
a nuestra generación”. Todos podemos comprobar esta afirmación de
Elisabeth Leseur.
El P. Gratry preguntaba en una ocasión lo que llegaría a ser el mundo
si se guardase aquel silencio de una media hora de que habla la Escritura,
si todos los hombres, a la vez, durante una media hora se preocuparan de
sus privilegios eternos: ¿Qué llegaría a ser el mundo? Fácilmente se
adivina.
¿Pero dónde hallar esa paz en que el Dios oculto en nuestro interior
se manifiesta? Un soldado, Psichari, nieto de Renán, se convirtió merced a
su prolongada permanencia en el desierto. El ruido distrae y corrompe. “El
desierto es un país bendito. A él fue Nuestro Señor; en él centenares de
religiosos han adquirido la más sublime santidad. Quiero pregonar que aún
existen las Tebaidas y sólo faltan almas que presten atención para oír la
voz de Dios”.
Sí, aún existen Tebaidas. El desierto nunca falta a las almas, a quienes
no espantan “los espacios infinitos”, antes les estimulan el deseo de
explorarlos, sospechando que su descubrimiento a muy ricas tierras
conduce. Dondequiera que se encuentren estas almas generosas y
entusiastas sabrán hallar el rinconcillo de silencio que tanto necesitan.
“Habrá siempre bastante soledad para los que son dignos de ella” (96).
***
El deseo de conocer mejor el “interior” de nuestra alma genera el
amor a la oración y el recogimiento. A su vez, el hábito de la oración y del
recogimiento engendra una avidez siempre creciente por penetrar más y
más en lo hondo de “este interior”. Cada día se descubren más sus riquezas
y aflora a los labios el suspiro de los apóstoles: “¡Qué bien se está aquí!
96
¿No sería muy conveniente, en este lugar, aconsejar la práctica de la meditación
diaria y la costumbre de los “Ejercicios”, sobre todo de los Ejercicios de encierro?
112
¡Quedémonos; instalemos nuestra tienda!” Por otra parte, esta exclamación
es un eco del suspiro del mismo Dios, cuya misericordia, viendo esta
miserable habitación que es el corazón del hombre, ha querido hacer de él
su residencia de elección, una sucursal del Paraíso: “Bonum est nos hic
esse, ha dicho la Trinidad Santísima; ¡qué bien se está aquí!; Mansionem
apud eum faciemus, ¡aquí nos instalaremos!”
Comprendo ahora la santa ambición de algunas almas. Una de ellas
toma como resolución: “Que sea yo sin cesar la pequeñita ocupada
siempre del Gran Olvidado”.
“Cuanto tenemos que decirnos, observa esta alma, —viviendo
siempre unidos, amándonos infinitamente— cuando uno de los dos es
Dios...” Y tenía en su programa: “Explotar especialmente la soledad; es
como un sacramento. Él está siempre en ella” (97).
¡Lástima que no podamos vivir siempre en la soledad! ¡ya no sería
vivir en el destierro, sino en la Patria!... pero cuando menos, podemos
trabajar para “estar en ella” lo más a menudo que nos sea posible.
Para muchos la hora de oración y el tiempo dedicado a las tareas
diarias se hallan lastimosamente separados. ¡Cuántos cristianos, aun
piadosos, cuántas almas, no sólo piadosas sino llenas de fervor, llevan una
vida, cortada en dos partes! Algunos instantes de más o menos duración
por la mañana dedicados a la oración, —ya sea mental o verbal—, y
después, todo el día, sin recuerdo alguno de la meditación o de la oración
de la mañana. Una existencia dividida en dos tomos. Algunos minutos para
pensar en Dios, y todos los demás sin ningún recuerdo de Él... ¡Y sin em-
bargo, muchos minutos tiene un día!

97
Este es el programa de todos los santos. Para resumir su vida en una sola palabra,
decía de S. Gregorio el Magno su historiador: “Secum vivebat” —era un hombre
“Interior”. — S. Jerónimo, escribía a Eustoquio: “Semper te cubiculi tuo secreta
custodiant, semper tecum Sponsus laudat intrinsecus. Oras, loqueris ad Sponsum;
legis, ille tibi loquitur”, etc. Cierra tras de ti la puerta de tu celda, y vive en el
“interior”, donde el Esposo mora familiarmente contigo. Inútil notar que vida en “el
interior” no significa una introspección escrupulosa, una pesquisa continua y nociva
de nuestras más menudas miserias, con incesantes y por otra parte inútiles retornos al
pasado. ¡Cuántos de suyo inclinados a buscarse constantemente en sí mismos! Nada
más lejos de la verdadera devoción. Así el recogimiento, tal como hemos tratado de
describirlo y que nos lleva a encontrar a Dios, es vivificante; como el replegarse
frenéticamente sobre sí mismo, y examinar la conciencia sin acabar nunca de hacerlo
es estéril y nocivo a la piedad.
113
“No confinaré a Jesús al limitado tiempo de mis comuniones y
oraciones. Le diré: no permitiré que te vayas” (98). Resolución tomada por
Paulina Reynolds, y que todos debiéramos imitar. Y añadía (99): “Esta
costumbre de orar en las más insignificantes ocasiones nos ayuda a realizar
nuestra aproximación al mundo invisible”. Hablemos con más propiedad.
Sin esta costumbre de orar, aun en las más insignificantes ocasiones, es
imposible el acercamiento al mundo invisible, condición indispensable
para la “vida interior”.
Cuando Marta llamó a Magdalena para decirle que entrara, porque el
Maestro estaba allí, esperando, se trataba de una hora determinada. En
nuestras almas a cada minuto el Maestro está presente. Llama, llama sin
cesar: “Magister adest et vocat; —llama... ¿y respondemos? Porque a
nosotros es a quien llama: Vocat te.
“Era la hora sexta”, nos dice el Evangelio, cuando Jesús, en el pozo
de Jacob, hablaba con la mujer de Samaría. Nuestro Señor está en
nosotros, en la hora sexta, en la primera, en la undécima, a todas horas
Durante todo el día, —durante toda nuestra vida— el Maestro nos espera:
¡siempre es hora de ir a Él! Envidiamos en cierta manera a la Samaritana y
sin razón: ésta es nuestra hora sexta. Jesús está en el pozo de Jacob y
espera: el brocal sobre el cual descansa, esperando, es la puerta de nuestro
corazón. Jesús no puede vivir sin nosotros. Donde Él mora, ahí nos quiere.
Y no a las puertas de nuestro corazón, sino dentro de él quiere habitar: tal
es el santuario que ha elegido.
No podemos permanecer constantemente postrados al pie del altar;
por eso se ha dignado hacer de nuestros corazones sus sagrarios. Del fondo
de estos sagrarios nos invita, y como nada desea tanto como ser deseado,
trata de ver si vivimos necesitándole, o si podemos prescindir de Él.
***
¡Qué pocas almas que busquen, que estén ávidas, que sientan la
necesidad de algo que les falta, que se den cuenta de su indigencia! ¡No
parece sino que nada nos falta o que nos satisface y colma la nada! Es pre-
ciso haber visto pasar al Maestro para preguntar: “¿Dónde habita el
Mesías?” Se requiere que ya le amemos mucho para decir como
Magdalena al pseudojardinero de la mañana de Pascua: “¡Oh, dime, dime
98
T. II, p. 23.
99
T. II, p. 336.
114
dónde está!” Por lo demás, quien le busca con el ansia de Magdalena en el
sepulcro, ya lo posee.
San Francisco Javier no llegaba a comprender cómo existían tantos
mercaderes que buscaran los aromas y especies de Oriente. Y nosotros
mismos, ¿no hallamos excesivo el celo de los que buscan el oro de Alaska?
¿Por qué pues no son más numerosos los que no buscan otro tesoro que la
piedra preciosa y no ponen en juego todos los medios a su alcance para
asegurar su continua posesión?
Psichari decía: “Me enternezco escribiendo en presencia de la
Santísima Trinidad”. Antes de cada uno de nuestros actos, dejemos, como
él, un intervalo para recordar la presencia de Aquél que vive en nosotros.
Decía también un soldado: “A falta de Iglesia entro en mí donde Dios
habita” (100). Citemos, en fin, a uno de nuestros almirantes, muerto
recientemente, quien, para vivir “en el interior”, se ejercitaba en no perder
jamás la idea de la presencia de Dios.
“¡Él está en mí, y no pienso en Él... me lleva en su corazón y me
cuesta llevarle un instante en mi alma!”... decía, no tanto por sí cuanto por
nosotros, el P. de Gonnelieu, en un precioso tratado de la Presencia de
Dios. Cada bautizado, por el contrario, siguiendo el consejo que da con
admirable sencillez de expresión el P. Sertillanges, debiera “hacer de todo
una oración, un acto de culto, una manifestación de amor: hacer de la casa
un oratorio, de la mesa, del lecho, del establecimiento, del escritorio, del
lavadero, de la cocina, del taller, un altar; hacer de la vida, de la mañana a
la noche y viceversa, del sueño, del descanso, del juego de la
conversación, lo mismo que de la oración y del trabajo, un acontecimiento
religioso, un rito eterno en medio del tiempo que pasa... tal es el
pensamiento cristiano. Y a eso tienden todos los que comprenden a fondo
la vida cristiana: nadie es cristiano sino en la medida en que realiza este
ideal”.

100
La práctica de la vida “en el interior” ¡cuánto fortificaría y consolaría a las
almas privilegiadas, privadas por una razón o por otra, de la frecuente recepción de la
Sagrada Eucaristía! Isabel dé la Trinidad escribía a su hermana: “Te ves privada de
recibir a nuestro Señor con la frecuencia que deseas; comprendo tu sacrificio, pero
piensa que su amor no tiene necesidad del sacramento para venir a ti; comunícate con
Él todo el día, ya que Él vive en tu alma”. Hemos visto que esto en nada debe
disminuir nuestro deseo de la Eucaristía.
115
“Hacer de todo una elevación”. Recordemos aquí el ideal de que
hablábamos al principio de este capítulo: “Llevar una vida que semeje
una festividad”.
Una cosa es, en efecto, poseer a Dios por la gracia en el fondo del
m alma, y otra hacer que penetre en todos los poros de nuestro ser la
m gracia de Dios. Una cosa es vivir de un modo habitual en estado de gracia
y otra vivir en estado de gracia de una manera siempre actual.
Siempre actual ¿qué quiere decir? ¿Podemos aspirar a vivir con el
pensamiento constantemente en Dios, presente en nuestra alma? No, sin
una gracia especial, y es preciso no engañarse a fin de evitar escrúpulos o
errores. Sin una gracia extraordinaria y del todo gratuita, no es
psicológicamente imposible pensar en Dios sin cesar: “Siempre” significa
pues una continuidad no absoluta sino moral, es decir, que consista, sobre
todo, en el deseo de olvidar lo menos posible a nuestro divino Huésped,
aplicándonos a ir hacia Él, no por la lucha del espíritu, sino por la
pendiente suave y normal del corazón.
Y que no parezca raquítica esta medida: “es una presencia constante
de Dios, la constante pena, de no tenerlo siempre presente” (101).

101
Baudrand: L’âme intérieure, p. 199.
116
Capítulo II

PROTEGER NUESTRO TESORO

Depositum custodi. Guardad cuidadosamente el depósito. El solo


deseo de vivir en nuestro interior, no basta para establecer la deseada
intimidad entre nosotros y el tesoro que llevamos en el alma. Perla tan
preciosa ha de tener muchos que la envidien; debemos, pues, rodearla de
infinitas precauciones.
En las trincheras, el soldado no se conforma con la simple vigilancia;
para evitar sorpresas, multiplica las defensas accesorias, redes de alambre
erizadas de puntas, fosos, etc.
Nuestra alma, relicario de Dios, debe en todas partes velar por tan
rico tesoro, y pasar, cual otro Tarsicio entre los que jugaban al disco y al
tejo, haciendo caso omiso de los molestos e indiscretos„
Cierto príncipe, tributario del imperio romano, acostumbraba llevar
pendiente de su cuello una esferilla de oro con esta inscripción:
“Acuérdate que perteneces a César”. Mejor aún podríamos nosotros decir:
“Acuérdate que César te pertenece”. Lo cual implica especiales exigencias.
Debemos vivir entre los hombres. Sin duda por la experiencia que de
ello tenía, el autor de la Imitación juzga con bastante severidad esta
permanencia en el exterior. “Siempre que he ido entre los hombres —dice,
apoyándose en la autoridad de Séneca—, he vuelto menos hombre”. Lo
cual podemos nosotros completar diciendo: “Del trato con los hombres he
vuelto menos Dios, menos penetrado de la presencia en mí del divino
Maestro”. Evitemos, pues, los placeres inútiles, las ocupaciones inútiles,
las amistades inútiles, las intimidades inútiles, las reuniones inútiles. En
modo alguno decimos: indispensables o útiles, ni tampoco nocivas (que de

117
suyo deben evitarse); sino inútiles. ¡Y tiene esto tanto alcance! “Vuestra
sociedad, dice Pablo, debe ser en Dios, con Jesucristo: Societas vestra
cum Christo, in Deo”. No dice que pueda darse otra. Así tendremos esta
“conversatio in coelis”, que es la única que puede permitirse en un templo
y junto a un sagrario.
Y si la caridad, los deberes de estado, el celo, nos obligan o instan a
salir del interior, no hablemos entonces, sino para decir algo que valga más
que el silencio. Seamos ágiles para escuchar, tardos para hablar: tal es el
consejo del Apóstol Santiago. El que habla mucho, pocas ocasiones tiene
para escuchar.
San Alfonso Rodríguez decía: “Es preciso hablar poco con loa
hombres y mucho con Dios. Tengamos siempre a Dios presente en el
fondo del corazón, y fabriquémonos allí una especie de retiro... no
haciendo ni diciendo nada sin consultarlo antes con Él”.
Pero, no faltará quien objete consejo de un santo para los santos, de
un religioso para los religiosos. —De ningún modo es un consejo que vale
para todos, y más aún para los que una barrera de silencio protege de las
distracciones del exterior. “Nos formamos una falsa idea de la vida
sobrenatural. Para mí, la vida cristiana depende por completo de la
fidelidad a esta máxima: Vivir en cada instante nuestra vida con Jesús,
dándonos cuenta de que Él, el amigo, el confidente, el Maestro, está
siempre a nuestro lado y en nosotros”. ¿Quién se expresa así? —Un
abogado, presidente de la Asociación de la Juventud Católica. Y un
director de uno de nuestros más afamados patronatos nos da otro consejo:
“No todos pueden vivir la vida del claustro o del sacerdocio; no obstante,
todos deben vivir la vida interior, la vida de la gracia, la vida divina”. Y a
los que una vida excesivamente exterior impide recogerse, les aconseja
leer la Imitación. “La doctrina de la Imitación, en efecto, será siempre la
verdadera doctrina católica del renunciamiento y de la vida íntima con
Dios; de la práctica de esta vida, el católico de nuestros días no está en
modo alguno dispensado, aunque a algunos parezca como pasada de moda,
y a otros imposible de practicar (102).
***

102
El Montier, director de los Filipenses de Rouen. Culture Catholique, 1913, cap.
IV, pág. 61.
118
Cuanto la vida exterior es más intensa, tanto más se impone el
consejo de entrar en el interior. El Católico de acción (103) advierte muy
bien:
“Si quieres saborear las dulzuras del espíritu, retírate aparte, donde
puedas conversar libremente conmigo”.
“Convéncete de que nada has hecho por tu Dios hasta que hayas
aprendido cuán agradable es estar sólo conmigo”.
“No digas: No puedo recogerme; no tengo tiempo—; si esto fuera
verdad, sería una razón muy poderosa para separarte de los demás y
recogerte un poco” (104).
No es este un ideal quimérico. Mr. Maze-Sencier encomiando a un
soldado, el joven Pedro de Morel, víctima de la guerra, lo presenta como
una de esas almas profundas que saben “recogerse, esto es, buscarse,
escudriñarse, encontrarse”.
Ya hemos hablado de otro joven, Pedro Poyet, estudiante de la calle
des Postes, y de sus conocimientos sobre la vida en el interior. “Escuchar
en sí la voz interior de Dios, y conformarse con ella sin demora”, tal era su
programa. Hacía suya la frase de San Pablo: “Gratia Dei urget nos, la
gracia de Dios nos apremia”, dándose cuenta de que el agua de las
fuentes divinas obra sobre el alma del mismo modo que el canal sobre una
esclusa y que depende de nosotros, de nuestro esfuerzo, el dejarnos, por
decirlo así, inundar por ese torrente. Consecuente con esto, ¡cuántas
precauciones tomaba para no perder ninguna ocasión, a fin de que
fácilmente penetrara en su alma la gracia! Por su reglamento se puede ver
cómo se valía de signos convencionales para dirigir a Dios frecuentes
aspiraciones. En efecto, el Maestro interior reside continuamente en el
alma en estado de gracia, pero no revela su presencia más que a aquél que
lo busca y se pone en las condiciones requeridas para atraerlo; presente
está sin cesar, pero siempre invisible. Y así este joven, se esforzaba en
recordar —por medio de signos preparados de antemano, por medio de una
gimnasia de recuerdos—, a Aquél hacia donde su fe y su corazón lo
impulsaban (105).

103
Del P. Gabriel Palau. Trad. Labesson-Jury (Casterman).
104
El P. do Ravignac decía: “Los días en que estoy más agobiado de trabajo, y en que
no sé por dónde empezar, hago primeramente media hora de oración suplementaria”.
105
Notice par l’abbé Rouzic, pp. 23-29.
119
El estruendo de las recientes conflagraciones patentiza a todas luces
la oportunidad, la necesidad de la vida en el INTERIOR: “Para volver a la
vida es preciso, en primer lugar, que Francia se recoja. ¡Hay tantos a
quienes llamo al interior, y que no oyen este llamamiento!” ( 106). Ni los
choques de las espadas, ni el crujir de las máquinas salvan al mundo;
menos aún la vana palabrería: “el descendimiento de Dios a sus criaturas
para la santificación individual, he aquí lo que, multiplicando las
alabanzas, realiza la salvación de los pueblos” (107).
Tal vez nadie mejor que Elisabeth Leseur ha manifestado cómo se
puede conciliar, prácticamente, una vida exterior activa con una vida
interior intensa. No ignora el conflicto: “Tendré siempre mi alma entre-
abierta para las almas que quieran confiarse a la mía; pero no la abriré
totalmente, guardaré siempre lo más íntimo de ella reservado para Dios
sólo” (108). “Acogeré a todos con cariño... No obstante, me proporcionaré
momentos de recogimiento lo más prolongados que pueda, para dar a mi
alma el alimento que la hace más fuerte, más apacible, más llena de vida
sobrenatural”.
El primer. apostolado será el del ejemplo, el apostolado por medio del
recogimiento: “hay en torno mío muchas almas que amo profundamente, y
tengo una gran misión que cumplir cerca de ellas... Es preciso que
adivinen a través de mí al Huésped adorado de mi alma... Es necesario
que en mí todo hable de Él. No quiero ser una parlanchina espiritual”.
—¡Oh, qué admirable resolución!— “Y salvo los casos en que la caridad
me lo imponga como un deber, quiero conservar ese gran silencio del
alma, esa soledad, don de Dios sólo, que es lo que guarda la fuerza y la
energía interior. Que nada se disperse, ni aún el alma, —¡el alma sobre
todo!—, “antes bien que se recoja totalmente en Dios, a fin de que lo
irradie a lo lejos” (109).
***
Así pues, en orden de valores: ante todo Dios para ser conservado en
el interior; y solamente después: Dios para ser comunicado al exterior.
¡Orden invertido con gran frecuencia, por desgracia! ( 110). ¡Cuántos
podrían hacerse el reproche que a sí mismo se dirigía el Cardenal du
106
Journal Spirituel do Lucie Cristine, publicado por el p. Poulain, pág. 85.
107
Mgr. Monestés, en su carta de aprobación de “Souvenirs de Soeur Elisabeth”.
108
P. 174 y sgtes.
109
Pp. 61 y 139.
120
Perron a punto de morir, de haber buscado con más ahínco, durante su
vida, la perfección de su inteligencia por el estudio, que la de su voluntad
por el ejercicio de la vida interior!
He aquí una norma verdaderamente acertada: “No dar jamás de sí,
sino lo que puede ser recibido con provecho por los otros; guardando lo
restante en las más recónditas profundidades del alma, celosamente, como
el avaro guarda su tesoro, pero con la intención de sacrificarlo, de
entregarlo, cuando llegue el momento”.
“En resumen, notaba Elisabeth al fin de unos ejercicios, reservaré
para Dios sólo las profundidades de mi alma y mi vida interior o cristiana,
y daré a los demás: serenidad, amabilidad, bondad, palabras u obras
útiles”. “Y en esta entrega de sí misma a los demás, me separaré de Dios
lo menos posible, que es la mejor manera de dar Dios al prójimo”. “Haré
de Jesús siempre viviente y presente en medio de nosotros, el modelo de
mi vida y el amigo de cada hora, lo mismo de las horas de dolor como las
horas de alegría. Le pediré que se haga amar, a través de mí, por otras
almas; siendo así, según una comparación que mucho me agrada, el
grosero vaso que encierra una luz brillante, y a través del cual esta luz
esclarece y calienta todo lo que la rodea”.
No ha sido otro el lenguaje de los maestros de la vida espiritual.
“Tomad ejemplo, dice el P. Novet ( 111) del Padre Celestial que
continuamente se complace ¿su Verbo, y al que envía al mundo de tal
manera que al mismo tiempo lo retiene en su seno. La consideración de
Dios en ti, y de ti en Dios, consideración que jamás debes perder de vista,
tal es tu Verbo. Si la extiendes algunas veces a otros objetos, debes
volverla a Dios cuanto antes. Si alguna vez se divaga, conviene que nunca
se separe del todo; su progreso no debe ser una salida; o si sale, no debe
por eso dejarte”.
San Francisco de Sales añade al consejo una doble comparación: “Un
hombre que tuviera en un precioso vaso de porcelana un licor de muy
elevado precio para llevarlo a su casa, andaría con cuidado sumo; no mi-
rando a ningún lado, sino ya delante de sí por miedo de tropezar en alguna
cosa o de dar un mal paso, ya al ánfora para ver que no se ladee y derrame.
Debemos hacer otro tanto al salir de nuestros ejercicios espirituales. No

110
Léanse sobre este asunto las páginas insinuantes da Dom. Chautard, en “L’âme
de tout apostolat”: Las obras sin la vida interior.
111
La Grandeur du chrétien dans sea rapports avec la Trinité, p. 236.
121
nos distraigamos al momento; sencillamente miremos delante de nosotros,
y si encontramos a alguien a quien tengamos la obligación de hablar o de
escucharle, no hay remedio, es preciso hacerlo, pero de tal suerte que
miremos también a nuestro corazón, a fin de que el licor de la santa
oración se derrame lo menos posible”. Así habla en la Introducción a la
Vida Devota. Y en libro IV del Amor de Dios (112): “Como el niño que para
ver donde tiene sus piececitos ha apartado la cabeza del regazo de su
madre, y al momento y sin dilación vuelve a él, porque se siente muy
mimado; de la misma manera es preciso que si advertimos que por la
curiosidad nos hemos distraído de los santos ejercicios, al punto volvamos
nuestro corazón a la dulce atención de la presencia de Dios, de la cual nos
habíamos apartado”.
***
A las almas privilegiadas, Dios concede facilidades especiales. Los
biógrafos de Santa Teresa nos informan que, durante sus viajes, no perdía,
por decirlo así, un solo instante, la vista del Huésped interior. Poseía en lo
más íntimo de su alma a las Tres Personas divinas; sentía su presencia de
un modo maravilloso, y continuamente se veía de ellas acompañada. Así
para ella no hubo ni un solo instante sin soledad. Deseaba por lo mismo no
tener que hablar con los otros.
¡Evidentemente los santos no se asemejan a nosotros! (113).
En la vida de algunas almas muy interiores se ve que Dios se
complace, sin duda para recompensar su buena voluntad y su deseo de
vivir únicamente en el INTERIOR, en darles en circunstancias,

112
Cap. X.
113
En la séptima morada del Castillo Interior, describe así las operaciones de la
adorable Trinidad en ella: “Pues cuando su Majestad es servido de hacerle la merced
dicha, primero la mete en su morada... Aquí se comunican todas tres personas, y la
hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio, que dijo el Señor,
que venía Él y el Padre, y el Espíritu Santo, a morar en el alma que le ama, y guarda
sus mandamientos”.
¡Oh válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras, y creerlas, a
entender de esta manera cuán verdaderas son! Y cada día se espanta más esta alma,
porque nunca más le parece se fueron con ella, sino que notoriamente ve (de la
manera que queda dicho), que están en lo interior de su alma; en lo muy interior, en
una cosa muy honda (que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras), siente en sí
esta divina compañía.
122
aparentemente las menos favorables para el recogimiento, una aptitud
especial para recogerse.
Santa Margarita María experimentaba el beneficio de la divina
presencia, de un modo especial, en el refectorio, a pesar de las cotidianas
lecturas. En medio de un baile, Emilia d’Oultremont, que fundó más tarde
el Instituto de María Reparadora, sintió uno de los más enérgicos
llamamientos de Nuestro Señor, y tomó esta resolución irrevocable:
“Dueño mío tú sólo en mi vida!” Teodolinda Dabouebé, que fundó el
Instituto de la Adoración Reparadora, se vio un día obligada a asistir a la
Opera. Conservó la unión más completa con Dios durante la audición.
Son estos privilegios extraordinarios que no es necesario pretender.
La vida divina en el alma justa no los exige necesariamente. Y si, como
sucede con frecuencia, deseamos disiparnos, en vano contaríamos con
Dios para recogernos.
Pero aún en medio del ruido, podemos todos emular a aquella
aldeanita que en su choza, detrás de lo que le servía de ventana, se
arrodillaba en los días de comunión, diciendo: “Señor Jesús, no olvido que
estás en mí” (114).
Con un poco de voluntad, nacerá en nosotros la costumbre de
aprovechar todas las ocasiones, aún las menos a propósito en apariencia,
para entrar en el INTERIOR.
***
¿Es preciso hablar con el prójimo? Tres reglas hay que observar.
Hablar con discreción: eres Un sagrario. Hablar con sinceridad: hablo a un
sagrario, o a alguien a quien Dios ha destinado para serlo. Hablar con ca-
ridad: aquél a quien hablo es un sagrario o pueda llegar a serlo (115).

114
Ciertas oraciones, jaculatorias o divisas pueden ayudamos mucho: Dominus
mecum, el Señor está conmigo. —Per ipsum, cum ipso, in ipso; por Él, con Él, en
Él—. Y ¡cuántas otras!
115
Las almas de fe tienen espontáneamente este respeto, esta deferencia, esta santa
atención para los demás. Los Superiores de San Luis Gonzaga tuvieron que advertirle
que limitara las pruebas de distinción que daba a sus compañeros. M. Olier, cuando
pasaba ante la celda del P. de Condren, su segundo superior después del Cardenal de
Berulle, tenía la costumbre de hacer una genuflexión, contestando a los que sobre ello
le preguntaban: “No es el P. de Condren el que está allí, sino Dios en el P. de
Condren”.
123
Y si la voz que llama a lo exterior es la del apostolado, la de hacer el
bien a las almas, más que nunca sería un desacierto perder a Dios de vista.
Muchas veces en cada misa, el Sacerdote se vuelve y dice, para recordar a
los fieles que Dios está en ellos: Dominin vobiscum. ¿No enseña esto que
durante el día debe con frecuencia volver sobre sí mismo y repetirse:
Dominus tecum? ¿No lo hará cuando menos a cada Avemaría que recite?
“Para alcanzar la vida ideal del alma, escribe sor Isabel, discípula
verdadera de su santa madre, es preciso vivir de lo sobrenatural, tener
conciencia de que Dios está en lo más íntimo de nosotros, ir a todas partes
con Él; entonces nunca seremos banales, aun ejecutando las acciones más
corrientes, porque no viviremos en ellas, las sobrepasaremos. Un. alma
sobrenatural no trata con las causas segundas sino simplemente con Dios”.
Añade: “En la acción, aun cuando en apariencia se desempeña el oficio de
Marta el alma puede permanecer siempre sepultada como María en su
contemplación, aplicada a esta fuente como una sedienta. Así es como yo
comprendo el apostolado” (116).
Por ser más fácil a una Carmelita, el apostolado así entendido no deja
de ser por eso el más adecuado para todos, si queremos que sea fructuoso.
Fuera de la regla podrá un apostolado hacer mucho ruido, pero jamás será
fecundo.
Mgr. Gay lo reducía, todo a una frase, a la vez un compendio y un
llamamiento: “Eres un templo: admite todas las cosas en el atrio, a los
hombres en la nave; pero reserva el presbiterio para Dios”.

116
En cada página se hallan en santa Teresa invitaciones semejantes, por ejemplo,
el capítulo único de la Sagrada Morada del Castillo Interior. Hay que señalar también
los capítulos XXIX y XXX del Camino de Perfección.
124
Capítulo III

CONQUISTAR NUESTRO TESORO

Jamás ha sido la defensiva la táctica suprema de los pueblos —ni de


las almas— que aspiran a reinar.
No basta proteger el interior que llevamos en nosotros y en el cual
habita Dios. Para que este interior nos pertenezca, para que sea
verdaderamente nuestro, es preciso conquistarlo, y con frecuencia a costa
de combates tenaces y perseverantes.
Unánimamente afirman los maestros de la vida espiritual, y en su
defecto nos lo demostraría la más rudimentaria experiencia, que no es
posible encontrar a Dios, si no nos decidimos a aniquilarnos a nosotros
mismos. Es pura ilusión figurarse que el viaje del exterior al interior de sí
mismo pueda hacerse en “sleeping car”, en cómodo y lujoso automóvil...
Abrase la Imitación, el Combate espiritual, los Ejercicios de San Ignacio,
Santa Teresa, San Francisco de Sales, o cualquier otro autor ascético serio,
y aparecen idénticas expresiones: vencerse, ir contra el capricho,
destruir, sacrificar; agere contra, ut homo vincat seipsum: todo eso
implica lucha y combate. Toda obra de piedad que no sea un manual de
combate, jamás será un libro de sólida piedad.
Pero muchos, por no haber penetrado el íntimo por qué, de este
combate contra sí mismos, se descorazonan, tropiezan, dudan. Aparece
desde luego en el frontispicio y con trazos de relieve: “vencerse”. Palabra
que en realidad atemoriza. “Vencerse”... ¿Será pues preciso luchar, y por
lo mismo, arriesgar algo...? y, además: “vencerse”; ¿habrá por lo tanto en
mí algo que quede vencido? ¿quedaré mutilado, deberé tal vez
desprenderme de lo que más amo, como en otros tiempos Méjico de las
florecientes regiones situadas allende el Bravo? Más vale, desde el punto
125
de vista de la presentación de la lucha entrar de una vez y decididamente
en el interior del edificio; allí descubrir todas las riquezas que atesora, y
mostrar al salir —solamente entonces —las destructoras palabras escritas
en la portada. Es sencillamente cuestión de método, como se ve, pero que
tiene su valor. Necesito un diafragma entre el sufrimiento y mi cobardía: el
amor; algo entre el ara del holocausto y mi timidez: Jesús; la seguridad de
un resultado fecundo entre mis esfuerzos y mi aniquilamiento receloso,
premeditado, consentido: la intimidad con mi Dios. Si así es ¡adelante! Si
tengo bien conocidos mis ideales de guerra, lucharé, y ¡lucharé cuanto sea
preciso! Ya he comprendido el fin de la lucha: entrar en posesión de ese
INTERIOR que llevo en mí y donde Dios habita.
Tres etapas señalarán la historia de esta conquista. El primer trabajo
es hallarme a mí mismo, llegar hasta mí. Darme cuenta después de que
estoy solo, que somos dos: el divino Huésped y yo. Conseguido esto, com-
prender que de los dos hay uno de sobra, esforzándome en disminuir mi
lugar para dejárselo todo a É1.
En resumen:
Yo solo;
él y yo;
Él solo.
YO SOLO
A primera vista parece un ejercicio elemental y fácil entrar en sí,
juntarse consigo mismo. El hombre, después de haberse dedicado a sus
negocios, ¿no le agrade acaso entrar en su casa? En su casa, tal vez sí;
dentro de sí, eso es otra cosa; le gusta poco. Cuando Nuestro Señor, en un
camino de Galilea, invita a Zaqueo a que regrese a su casa, ¿qué hacía
Zaqueo y dónde estaba?
Zaqueo se había subido a una higuera silvestre para mirar. Todos nos
asemejamos a Zaqueo; estamos fuera de nuestra casa, y de lo alto de no sé
qué atalaya, miramos las multitudes que pasan, el movimiento, el ruido, y
sólo eso nos atrae. Zaqueo al fin deseaba ver a Cristo, y así se explica su
actitud. Pero cuando nosotros salimos ¿es para encontrar a Jesús o más
bien para complacernos en los gritos, en los ruidos, choques o continuos
movimientos de la calle?

126
“¡Zaqueo, desciende de tu sicomoro, baja, baja!” Dios nos hace la
misma invitación. El diligente judío hizo al momento lo que se le pedía:
¡pero cuán trabajoso es para nosotros descender! “Hodie in domo tua
oportet me manere: hoy quiero descansar en tu casa”. Baja, y sin
tardanza entra en tu casa. Hoy mismo, al instante, recibirás mi visita. No te
ausentes. Procura que al venir te encuentre. Mira que la distancia es
cortísima. De lo alto del árbol, al pie de éste, al umbral de tu casa, he ahí el
recorrido. Casi nada: algunos metros. ¡Pero cuánto nos cuesta sin embargo
estos pocos pasos!
Zaqueo, en el camino, encuentra mucha gente; lo quieren detener,
distraer, ocupar, divertir. ¡Nos atrae tanto lo inútil! Para sacrificarlo
¡cuánto valor se necesita! Así lo vemos en la vida de los santos.
Un día se da cuenta San Pambón, oyendo un Versículo de un salmo,
que Dios no está con aquel que continuamente vive en el exterior,
complaciéndose en palabras inútiles. Exclamó: “Ya tengo bastante. Vol-
veré a oír lo demás cuando haya puesto en práctica esta lección”. Al
cabo de cuarenta años de vivir en el desierto, le preguntaron si había
conseguido lo que deseaba. Respondió: “¡Todavía no!” Sin duda, es ésta la
respuesta de un humilde, respuesta de un hombre que. se rige por la justa
regla y no por sus caprichos.
Los que no se dan cuenta de la dificultad que entraña esta vida, lo
verán fácilmente leyendo al azar un capítulo cualquiera de los tres
primeros libros de la Imitación, o el interesante opúsculo del Beato Alberto
el Grande, De la Unión con Dios (117).
Hasta hoy no se conoce más que un solo camino para llegar al
recogimiento: renunciarse. Que en modo alguno se hable de quietismo,
descanso beatífico e inactivo en Dios; a muchas leguas de ello estamos.
Inútil es sin duda insistir, pues ya se deduce fácilmente de lo que
hemos expuesto en páginas anteriores, que las almas recogidas son almas
forzosamente inmoladas. El camino que conduce al interior está sembrado
de ruinas y destrozos: los de todos los ídolos que obstruían el camino y que
ha sido necesario derribar. No se ve sino uno que otro transeúnte, en las
encrucijadas, que se apresuran a salir, y a los que San Agustín hacía
alusión: pasiones y caprichos en desbandada que trataban de aferrarse a
nosotros, y que puestos en fuga desaparecen. Es un camino triunfal, pero
117
Traducido al francés por el P. J. Berthier, O. P. Imprimerie de l’Oeuvre de St.
Paul. Friburg, Suiza, 1908.
127
que ha sido preciso desbastar, Dios sabe a precio de cuántos sacrificios,
para pasar por él a modo de rey.
ÉL Y YO
La mortificación no es menos necesaria en esta segunda etapa. El
alma en gracia que consigue encontrarse a sí misma, al mismo tiempo
encuentra a Dios. La divisa “Yo solo” se cambió en ésta: “Los dos: Él y
yo”. Pero en mí no existe sólo Él y yo; hay también mil cosas; y
¡descubrimos tantos estorbos cuando los miramos de cerca! De aquí
proviene que, en la mayor parte de los hombres, acontece lo que en otros
tiempos ocurrió en Belén, cuando Nuestro Señor buscó una hospedería
para nacer. ¡Son en realidad nada todas las cosas de la tierra; pero nosotros
les damos tanta importancia! Todo lo invaden, y cuando Dios llama a la
puerta de las almas, se repite lo de antaño: “No hay lugar en la posada”
(118). Posada abierta para todos y frecuentada por tantos clientes, nuestra
alma no tiene, sin embargo, lugar para hospedar a Dios; o si por el mero
hecho de estar en gracia Dios vive en nosotros, en general es como si no
viviera, ya que ignoramos su presencia, o no le prestamos la debida
atención.
Y el divino Huésped, desterrado en un rincón obscuro y lleno de
polvo, paria olvidado, espera que nos dignemos ocuparnos de Él —¡vana
118
Conocida es la página vibrante de E. Helio, en Physionomies de saints:
“¡No hay lugar en la posada!”
“La historia del mundo se encierra en estas tres palabras: y esta historia tan
abreviada, tan substancial, esta historia no es leída: porque leer es comprender. Y la
eternidad no será suficientemente larga para abrazar y darnos a comprender la
extensión que encierran estas palabras: No hay lugar en la posada. Lo había para los
demás viajeros. No lo hubo para estos. Lo que se daba a todos se rehusaba a María y
a José; ¡y Jesucristo iba a nacer dentro de pocos momentos! ¡El deseado de las
naciones llamaba a la puerta del mundo, y no había lugar para Él en la posada! El
Panteón romano, esa posada de ídolos, daba albergue a treinta mil demonios,
tomando nombres que se creían divinos. Pero Roma no cedió lugar a Jesucristo en su
Panteón. Se hubiera dicho que Roma adivinaba que Jesucristo no quería ese lugar ni
esta compañía. Cuánto más insignificantes somos, más fácilmente hallamos
acomodo. Todo el que humanamente vale tiene ya más dificultad en colocarse. El que
lleva algo maravilloso y próximo a Dios tiene más dificultad aún. El que lleva el
mismo Dios, no halla lugar. Parece que adivinan que necesita un lugar demasiado
grande; y por más que se empequeñezca, no destruye el instinto de los que le
rechazan. En vano procura ocultar su grandeza que se traduce a pesar de su voluntad;
y las puertas se cierran instintivamente cuando tanta grandeza se acerca...”.
128
esperanza, con frecuencia!— y su oración silenciosa, que un día se
convertirá en tremenda condenación, es ésta: “Hospes eram et non
collegistie me. Esurivi et non dedisti mihi manducare. Sitivi et non dedisti
mihi potum”. Yo estaba en ti: por tu falta de recogimiento, no me has
atendido. Tenía hambre de darme a ti: tenía aquel deseo que no se ha
entibiado desde la tarde del Jueves Santo, de celebrar perpetuamente la
Pascua contigo, y tú no ha» correspondido a mi deseo; no te has
preocupado de mi hambre, no me has invitado a tu mesa. Tenía sed, sed de
este amor que veo cómo derramas en las criaturas, sobre tantas criaturas
miserables, a veces indignas, siempre mil veces menos hermosas que Yo,
el Creador, que Yo, el Amor: y te has reído de esta sed, o ni siquiera te
enteraste que la tuviera. Tenía sed de verte romper con algunas de tus
comodidades, de tus caprichos, de todas esas bagatelas que llenan tu alma,
sembrando el más triste desorden en ella, para poder Yo, el Esencial, reinar
como soberano en tu alma desembarazada de todo. ¡Y tú no has visto nada,
no has comprendido nada; o si has visto y comprendido, nada has querido
hacer! Admito que sea penoso dejar la nada por el Todo. Pero ¿no te he
creado ser racional? ¿No te había dado una “naturaleza divina”?
¿Entonces?...”
Para seguir a Jesús debe todo cristiano llevar su cruz y mortificarse.
¡Cuánto más el alma espiritual que tiende a la perfección de la vida
cristiana!
***
La gracia que recibimos en el bautismo infunde en nosotros la vida
sobrenatural, pero no en su plenitud, sino solamente en germen. Es todo
Dios, pero de una manera limitada, según la capacidad de cada uno, con-
forme a los futuros destinos providenciales.
Este germen se desarrolla bajo la acción del Espíritu Santo con la
cooperación del alma que debe, “por el Espíritu”, hacer extinguir “las
obras de la carne”.
San Pablo hace notar muy acertadamente que en el bautismo
recibimos solamente “las arras” de asta vida divina; lo cual explica cómo
puede ser ilimitada la posesión de Dios para algunas almas justas, y por
consiguiente, cómo puede agrandarse sin cesar la capacidad para contener,
en cierta manera, a Dios, si dejamos que Cristo, “que nos ha libertado
una vez por todas de la esclavitud del pecado por su Sangre Preciosa”,

129
nos vaya libertando progresivamente, gracias a nuestra fidelidad a sus
inspiraciones.
Después de haber salvado a todas las almas, sin el concurso de ellas,
por medio de su Pasión; por el Espíritu Santo santifica a cada una,
conforme a su correspondencia a la gracia.
***
Así se comprenden los vehementes deseos de los santos. “Mientras
Dios me preste la vida, escribe Paulina Reynolds en su retiro de 1902,
puedo crecer en amor, en unión, ¡en capacidad para poseer a Dios eter-
namente! La muerte me detendrá en el estado en que me encuentre.
¡Cuánta gloria para Dios, cuántos méritos he desperdiciado! Tal vez es éste
el último esfuerzo de la misericordia divina...”
El que se entrega a la corriente de la gracia, de ningún modo
permanece estacionario en esta gracia. La corriente lo arrastra. La vida de
“Los Tres” aumenta en él, del mismo modo que puede aumentar la
capacidad de un recipiente y su contenido, permaneciendo aquél, al mismo
tiempo, constantemente lleno.
Decía Nuestro Señor a una santa, piensa que “sólo tú y Yo
existimos”. Para que esto sea cierto en nosotros ¡qué renunciación de todo
es necesario! Para que la divisa de Sor Isabel “Sola con él Sólo” no sea
una mera fórmula sino una realidad, ¡cuánta abnegación se precisa!
DIOS SOLO
“Que no haya pantalla alguna entre Dios y tú, nada entre los dos”;
aconsejaba el santo Cura de Ars. Los que lo han probado pueden muy bien
decir cuánto cuesta suprimir toda separación. San Pablo escribía a
Timoteo, y el precepto es formal: “Si commortui, et convivemus. Para
tener los dos la misma vida, es preciso que los dos muramos” (II. Tim.
II).
El alma puede dar aún un último paso y perderse completamente de
vista, no considerando en todas las cosas sino a DIOS SOLO. Ha
empezado por poseerse plenamente, por “tenerse”, anima mea in manibus
meis semper. Entrando en sí misma, se ha persuadido de que no estaba
sola. Al encontrar a Dios en su interior, nada cuenta, nada vale ya para el
alma, y ella menos que lo demás; ésta es la suprema etapa de la ascensión
espiritual, el último paso en el aniquilamiento de sí mismo.
130
Resumiéndolo todo en una frase lapidaria, alguien decía: “En el
límite del Yo, está Él”.
A simple vista podría parecer que “omitirse” es relativamente fácil.
Los exámenes de conciencia repetidos han puesto el alma de
manifiesto hasta el fondo; y el alma humana no es en verdad algo muy
agradable. Las faltas de delicadeza más triviales, las cobardías más
deshonrosas, y compromisos no cumplidos, oraciones abreviadas, pro-
mesas retractadas, desatenciones inexcusables, todo esto abunda; y no
hablo del pecado, pues se trata, por hipótesis, de un alma en estado de
gracia y generosa hasta las obras de superrogación, y que por lo menos se
esfuerza en serlo. Sentimos entonces como una necesidad de huir de
nosotros mismos, de no ocuparnos ya en la oración de nosotros, de no
cansar los oídos del Maestro divino con la exposición cien veces repetida
de las mismas miserias, de los mismos menudos deslices.
Esto, por lo demás, nada tiene de extraño, de extraordinario; pero en
ciertos días nos abruma y sentimos qué carga tan pesada somos para
nosotros mismos. Y ¿cómo entonces ocuparnos de nosotros mismos
cuando vamos a conversar con Dios? En modo alguno, otra cosa es la que
se desea. Ya tan poco interesantes a nuestros propios ojos, ¿cómo vamos a
pretender que Dios se interese por semejante nada? ¡Si en lugar de hablarle
de mí, le hablara solamente de Él! En lugar de mi pobreza, de sus riquezas:
en lugar de mis miserias, de su misericordia: en lugar de mi cruz, de la
suya: en lugar de mis ambiciones mezquinas, de su gloria: “Gloria in
excelsis Deo... Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo... Gratias agimus
tibi, propter magnam gloriam tuam” y el “cuius regni non erit finis” del
Credo, que Santa Teresa jamás repetía sin intensos transportes de gozo.

***
Por profundo, por legítimo que sea este sentimiento, siempre se
producirá en nosotros, y siempre quedaremos... nosotros: nosotros, el “dios
caído que se acuerda de los cielos”, pero también, el “feroz gorila”, el
gorila sensual que intenta romper su jaula; nosotros, con todos nuestros
defectos, nuestras miserias, nuestros mezquinos hábitos inveterados;
nosotros con este indestructible amor propio que no morirá, como dice San
Francisco de Sales, sino un cuarto de hora después de nuestra muerte.

131
Los autores espirituales, siguiendo a San Pablo, le llaman el hombre
viejo, palabra que parece ser tomada por antífrasis, ¡tanto pasea por el
mundo este singular personaje su perenne juventud! “Somos dos, decía
José de Maistre, yo y... el otro”. Y decía verdad. Solamente que el otro está
de una manera especial unido al “yo”, y su intimidad no es sino la historia
de continuas relaciones con el enemigo. Se atribuye al P. de Ravignan esta
humorística respuesta a quien le preguntaba sus impresiones sobre el
noviciado: “Éramos dos. He echado al otro por la ventana”.
¡Se comprende luego cuántos sacrificios importa este valiente gesto!
Con razón San Agustín exclamaba: Eia, dulcissime Deus, hoc mihi
pactum erit: plane moriar mihi ipsi, ut tu solus in me vivas. ¡Ea, Señor!
estos son mis deseos: quiero morir enteramente a mí mismo, para que
tú sólo vivas en mí”.
M. Olier podía muy bien orar de esta manera: “¡Oh Todo, oh mi
Todo, ya no soy yo mismo, no soy sino Tú! (119). Pero para llegar tan alto,
qué sacrificios se había impuesto, llegando a ofrecerse a Dios como “hos-
tia” (120). “Me complazco, Dios mío, en presentarme delante de Ti en
calidad de hostia, y decirte: ¡Oh Dios de mi corazón, nada ahorres en mí,
corta, rompe, despedaza la víctima!” (121).
Grande era la unión que con Dios tenía el general de Sonís; pero muy
grande fue también el absoluto renunciamiento que de sí Hizo: “Oh Dios
mío, bendito seas cuando me pruebas. Quiero ser despedazado,
consumido, destruido por Ti. Aniquílame más y más... Haz y deshaz en
mí... Destrúyeme y trabájame... Quiero ser reducido a la nada por tu
amor... ¡Que sea crucificado, pero crucificado por Ti!”. Más brevemente,
alguien decía: “yo, igual a cero”. No se trata aquí de sacrificarse sólo en
general, sino en los detalles, hasta en las más nimias aficiones de la
naturaleza. Esto es evidente, y bastará un solo texto para evidenciarlo. Lo
copiamos de San Juan de la Cruz, en el libro primero de La subida del
Monte Carmelo. Titula el capítulo XI: “Pruébase cómo es necesario para
llegar a la divina unión limpiar el alma de todos los apetitos, por pequeños
que sean”.
“La razón es, dice él, porque el estado de esta divina unión consiste
en tener en el alma, según la voluntad, total transformación en la voluntad
119
Vie, en-3, chez Lebel, 1918, Versailles, p. 359.
120
Se había ofrecido como “hostia”, en Montmartre.
121
Vie, p. 367.
132
de Dios: de suerte que en todo y por todo su movimiento sea voluntad
solamente de Dios. Que ésta es la causa por que en este estado llamamos
estar hecha una voluntad de dos, esto es, de la mía y de la de Dios: de
manera que la voluntad de Dios es también voluntad del alma. Pues si el
alma quisiera alguna imperfección, que no quiere Dios, no estaría hecha
voluntad de Dios, pues el alma, tenía voluntad de lo que no la tenía Dios.
Luego claro está que para venir el alma a unirse a Dios por amor y vo-
luntad, ha de carecer primero de todo apetito de voluntades por pequeño
que sea”.
Y La Subida no tiene otro objeto: servir de comentario al siguiente
programa:
“Para gustarlo todo, no quieras tener gusto en nada”.
“Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada”.
“Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada”.
“Cuando reparas en algo, dejas de arrojarte al todo”.
“Porque para venir del todo (de la creatura) al Todo (de Dios) has de
negarte del todo en todo”,
“Y cuando vengas a tener el Todo, has de tenerlo sin nada querer”.
“Porque si quieres tener algo en el Todo, ni tienes puro en Dios tu
tesoro”.
En su Port Royal, relata Sainte-Beuve la historia de una anciana
abadesa muy santa, que habiendo dejado el cargo, no podía decidirse a
dejar la llave de un jardincito, al que tenía derecho a entrar por antiguos
privilegios. ¡Es tan fácil guardar la llave de un jardincito, y cuesta tanto
trabajo deshacerse de ella algunas veces! Nos asemejamos a aquel niño
que tenía un armario repleto de juguetes, e invitado a que repartiera
algunos a los pobrecitos, justamente los que le pedían eran los que más
sentía perder; o a aquel otro a quien su madre enseñaba las oraciones, y
que al decir: “Dios mío, te doy todo cuanto poseo”, se detenía y mur-
muraba entre dientes: “excepto mi conejito” (122).
Los grandes sacrificios los hacemos fácilmente —entendámoslo bien,
con facilidad relativa—. Pero los pequeños nos cuestan muchísimo.
Paulina Reynolds escribía a los veintitrés años, después de unos
ejercicios espirituales de un mes, en el dorso de una estampa: “Si queréis
122
Este expresivo rasgo psicológico, lo cita el P. Raymond, O. P. Le Guide des
Nerveux et des Scrupulex, 1909, pág. 178.
133
ser perfectos, que vuestro corazón no se aficione a nada; dad todo
vuestro amor a Jesucristo”. “¡Y recordaba, escribe, tantas y tantas
cosillas que guardaba como preciosos tesoros! Tenía en mi poder cartas
que me eran queridísimas, conservadas, desde mi tierna infancia. Las
apreciaba tanto, que no las dejaba, por decirlo así, casi nunca. Hice con
ellas un paquete, sin atreverme a mirarlas, y las envié al señor Cura (su
confesor) quien las debía quemar, lo que hubiera sido para mí imposible...
Fue un desgarrarse mi alma de un modo inexplicable... Pasé revista a mi
habitación, nada dejé: cartas, cabellos, flores secas, todo fue arrojado al
fuego... Fue para mí un dolor inmenso. Creo no haber hecho nunca nada
que me haya costado tanto...” Por su vida se ve que Dios ponía cabalmente
este inmenso sacrificio como condición para las gracias especiales que iba
a concederle. Añade: “Desde este momento no he experimentado la menor
afición hacia objeto alguno. Comprendí lo celosísimo que es Aquél que
quería enteramente mi corazón, y que no podía sufrir en mí afición alguna
por una carta o por una flor” (123).
Teresa Duernerin, fundadora de la Sociedad de los Amigos de los
Pobres, tenía un gran crucifijo traído de Roma. “Muy a menudo, refiere la
hermana Noemí, veía manar de la llaga del Corazón, no sangre, sino pie-
dras preciosas que caían en un cáliz sostenido por manos invisibles. En los
años de sus mayores aflicciones, cuando su alma estaba sumergida en un
mar de amargura, esta visión la consolaba grandemente”. A fin de
consumar su propia muerte espiritual, tomó Teresa la resolución de
desprenderse del crucifijo, enviándolo a las Misiones junto con gran
número de objetos que eran para ella recuerdos muy queridos (124).
Algunas veces, los celos divinos del Maestro, exigen un sacrificio
mucho más penoso.
Santa Juana de Chantal, para seguir su vocación, hubo de pasar por
encima del cuerpo de sus hijos que se echaron a través de la puerta para
impedírselo. La condesa d’Hoogvorst, Emilia d’Oultremont, para ser
Reparadora, tuvo también que romper lazos que le eran entrañables.
La primera palabra —y la última— que Dios dijo a Moisés, en busca
de la Tierra Prometida, fue ésta: “Exi, sal... deja, corta, rompe”; y todas las
almas que están en marcha hacia Canaán reciben la misma consigna, y más
apremiante a medida que avanzan. Poco importa que sea un cable o un

123
Vie, p.76, 78.
124
Vie (abrégée), por H. M. Hames, libr. S. Paul, p. 8.
134
hilillo; si algo nos detiene, es imposible la perfecta unión con Dios.
“Porque lo mismo da —dice San Juan de la Cruz en el mismo capítulo—
que esté una ave asida a un hilo delgado, que a uno grueso; porque, aunque
sea delgado, asida se estará a él tanto mientras no le quebrare para volar.
Verdad es que el delgado es más fácil de quebrar; pero por fácil que es, si
no lo quiebra no volará. Y así el alma que está asida a alguna cosa, por más
virtudes que tenga, no llegará a la libertad de la divina unión”.
Es necesario consultar nuestras fuerzas, tener en cuenta nuestros
deberes y estado de vida, y no lanzarnos sin discreción y sin guía hacia una
perfección, bellísima tal vez en sí, pero impracticable para nosotros; esto
está fuera de duda. Sigamos la prudente y enérgica fórmula de Santa
Catalina de Sena, es preciso darse a Dios “con medida y sin medida”.

135
Conclusión

Muchas personas ponen la piedad donde no está: en tales actitudes,


en ciertos gestos. Mons. Caraus. amigo de San Francisco de Sales,
deseando imitar la perfección del Obispo de Ginebra, no encontró nada
más a propósito que imitarlo en cierta manera de llevar la cabeza inclinada.
Muy pronto comprendió Mons. Camus que no estaba ahí la santidad.
Enrique d’Alzon, siendo todavía joven, cayó en el mismo error. La B.
Teresa del Niño Jesús nos refiere cuánto desasosiego experimentaba
oyendo a una religiosa rezar siempre a media voz cerca de ella.
La piedad no está en la actitud, y Dios oye perfectamente la oración
que se le dirige en silencio, sin murmullo de palabras.
Otros hacen consistir la piedad en la abundancia de prácticas: tantos
rosarios, tantos oficios de la Santísima Virgen, tanto tiempo dedicado a la
lectura espiritual. Para ellos es una gran imperfección no suscribirse a tal o
cual revista religiosa, y un asunto de importancia capital si por cualquier
motivo tienen que modificar o suprimir algún ejercicio de piedad que les
señala su horario: es cierto, los ejercicios de piedad son necesarios, pero no
constituyen toda la piedad ni siquiera son lo más importante de ella.
Para otros la piedad es cuestión de sentimiento. ¿Envía Nuestro Señor
algún favor o consolación sensible?; lo toman por un gran tesoro y
fácilmente lo confunden con la virtud.
***
La verdadera piedad consiste en un espíritu: un espíritu que informe
una vida. La verdadera piedad es cuestión de comprensión, sobre todo. En
ese dominio, como en tantos otros, muchas fuerzas se pierden, porque son
mal empleadas. Muchas almas hay generosas, pero se desorientan
136
siguiendo rutas falsas, porque carecen de un principio único, seguro,
amplio, a la vez que comprensivo y preciso, dinámico y dogmático.
***
La piedad, a nuestro modo de ver, debe ser ante todo una piedad
seria, fundada en el dogma, en el dogma del cual todos los demás se
derivan, al cual todos los otros se refieren. Establecida sobre el dogma
capital, se sostiene con la ascética más elemental y, tradicionalista al
mismo tiempo, requiere una gran energía y exige, en último término, la
abnegación más generosa, siendo capaz, por sí misma, de inspirarla.
Una piedad que se apoya en el dogma social, y cuyo desarrollo como
su término normal es el renunciamiento, no puede menos que ser una
piedad seria.
***
Es además una piedad profunda.
¿No nos penetra hasta el fondo, hasta los repliegues más íntimos de
nuestro ser? ¿Y no nos descubre así el secreto del Rey? El que vive con
Dios en su interior y hace de ese misterio el pan de su alma, no será un
hombre superficial, apegado a miserables bagatelas, por poca buena
voluntad que preste. Todo el que se habitúa a partir siempre de este centro
y a hacer que todo converja hacia él, no tendrá que lamentar esa disper-
sión, estigma de las almas vulgares y disipadas. Es la reducción a la
unidad. ¡Cuántas almas van de una práctica de piedad a otra sin
preocuparse de establecer entre sus actos piadosos el menor lazo de unión!
Todo les es indiferente, porque nada hay especialmente indicado; no tienen
una idea madre que coordine las múltiples acciones de su vida espiritual;
están a merced de cualquier libro, de cualquiera corriente de devoción:
falta una idea central en tomo de la cual se mueva toda su existencia.
La doctrina de Dios en nosotros es el nexo por excelencia, ya que el
gran problema de nuestra existencia, el único, es nuestra divinización.
***
Piedad amplia y expansiva, que no se reduce a un punto de vista
estrecho, antes considera siempre el conjunto desde el punto de vista más
hermoso y amplio. ¡Cómo todo se ilumina a la luz de Dios en nosotros!

137
¡Cómo nos hacemos de verdad inteligentes, en el sentido etimológico
y tan noble de esta palabra: intus legere! ¡Cómo nos acostumbramos a leer
en nuestro interior, en nuestra alma, en ese libro tan rico siempre y con
frecuencia tan cerrado! ¡Y cómo, en fin, de todo lo que vemos, sólo
nuestro interior nos interesa en adelante!... En los acontecimientos que se
suceden, aprendemos a buscar la actitud de Dios, su acción, la historia
divina oculta entre los repliegues de la humana; ¡qué pequeña aparece la
creatura comparada con Dios que vive o quiere vivir en ella!
Comprendemos que una sola cosa interesa al mundo, la vida de Dios en las
almas desde el momento en que no se encuentra sobre la tierra algo con
que formar un elegido, la tierra no tiene razón de ser.
La idea de Dios en nosotros es también expansiva, porque obliga al
alma a esforzarse continuamente por crecer, por ensancharse, a fin de
hacer lugar a Dios. “Es preciso que Él crezca y que yo disminuya”, decía
el Precursor. En la Humanidad de Nuestro Señor, la divinización fue
perfecta desde el principio; en nosotros, los alter Christus, la vida divina
es, susceptible de aumento. Somos a los principios “dioses en capullo”,
destinados —según la expresión de los santos Padres— a convertirnos en
“dioses en flor”. Primeramente, sólo poseemos un principio initium
substantiæ eius (Hebr., III, 14); pero debemos progresar hasta llegar al
total desarrollo. Crescit in augmentum Dei (Col., II, 19).
***
Y así, siendo expansiva la piedad de que hablamos, tiene que ser
dinámica. Obrará sobre nosotros como un continuo estimulante: Ecce non
dormitabit neque dormiet qui custodit Israel. ¿Cómo podría dormirse el de-
fensor de Israel?
¿Qué principio podrá ser más fecundo en pureza, por ejemplo, que
éste: Dios habita en mí?
“Cristo, dice San Agustín, está en el centro de nuestro interior y
contempla desde ahí lo que hace nuestra mano, lo que dice nuestra lengua,
lo que piensa nuestra alma, y cuáles son los sentimientos más sutiles de
nuestro corazón. ¡Cómo debemos vivir vigilantes, piadosos y castos
estando siempre bajo la mirada de un Señor tan santo!” (125).
Y añade San Anselmo: “¡Oh cristiano! ¿no te declara el Apóstol que
eres el cuerpo de Cristo?, guarda pues ese cuerpo y esos miembros con
125
De Ascens., Serm. XI.
138
todo el respeto que se le debe. Tus ojos son los ojos de Cristo, ¿te atreverás
a dirigir los ojos de Jesús, que es la Verdad, hacia lo qué es vano y
engañoso? Tus labios son los labios de Jesús; ¿osarás abrirlos, no digo para
la calumnia y la maledicencia, sino aún para decir palabras inútiles, con-
versaciones frívolas? ¡Con qué vigilancia, con qué respeto debemos hacer
uso de nuestros sentidos, de todos los miembros de nuestro cuerpo, si es el
Señor quien los rige y los posee, y si Él presencia todos sus movimientos!”
(126).
¿Qué principio será más fecundo en celo?
Al ver a Jesús rechazado en todas partes, expulsado de las almas, no
podemos más, y como en otro tiempo Elías, nos preguntamos: “Quid hic
agís, Elia?” ¿Elías, qué haces aquí? Otros se aprestan para luchar en
buena lid: Numquid fratres vestri ibunt ad pugnam? Y tú ¿qué vas a hacer?
¿te quedarás en tu sitio? Et vos hic sedebitis? Parecería imposible no correr
para clamar a todo el mundo, como el Precursor a las multitudes del
Jordán: “¡Hay entre vosotros —dentro de vosotros— uno a quien no
conocéis!”
“¿Qué, se preguntaba Pauline Reynolds, basta con que yo te conozca
y te ame? ¡Oh no! Jesús mío, ¡manifiéstate al mundo, a todos! ¡haz que tus
amigos, los que Tú has elegido, te conozcan íntimamente y te den a
conocer! ¡muestra a las almas los encantos de tus misterios divinos! ¡que
todos los cristianos estén santamente ávidos de todo lo que te entrega a sus
almas, a sus inteligencias, a su corazón!
“Y, además, Jesús, Señor y Dios mío, de esos millones y millones de
almas que no te conocen, para las cuales tu Encarnación, tus Misterios, tu
Evangelio, tu Iglesia, son letra muerta... ¡oh, ten compasión, ten lástima,
Jesús, y manifiéstate al mundo!” (127).
***
Piedad alegre. No hay más que una sola verdadera tristeza, no ser
santos. ¡Cuántos cristianos soportarían mejor las amarguras de la vida, si
tuvieran la convicción y el conocimiento práctico y actual, del bien que
llevan o siempre deberían llevar en su interior! ¡Dios en su alma por la
gracia santificante! ¡Ya puede perderse todo!, si Dios queda, ¡qué puede
faltarnos? Podemos vernos abandonados de todos; si Dios no nos aban-
126
Medit., I.
127
T. II, Cap. II, Médit. IV.
139
dona, de muy poco nos pueden privar. Solos con Dios, en una soledad
suficientemente poblada para vivir en ella felices.
Cuando San Pablo aconseja no perder la alegría, ¿qué dice, en forma
indirecta al parecer, pero muy directa en realidad, sino “permaneced
siempre en estado de gracia?”
Isabel Leseur escribe en su Diario: “Hay un gozo que no son capaz de
destruir los más terribles dolores, una luz que brilla a través da las más
espesas tinieblas’, una fuerza que sostiene todos nuestros
desfallecimientos. Solos, caeríamos, como cayó Jesús camino del Calvario.
Sin embargo, caminamos, o al menos nuestras caídas son pasajeras, y muy
pronto nos levantamos enardecidos. Es que “todo lo podemos en Aquél
que nos conforta”. Seres débiles por naturaleza, llevamos en nosotros la
fuerza infinita, y en lo más hondo de nuestra alma brilla la luz que jamás
se extingue, ¿Cómo, a pesar de todo, no estaríamos alegres, con una
alegría sobrenatural, si poseemos a Dios en esta vida y lo poseeremos en la
eternidad?”
***
Piedad libertadora. ¡Qué contrasentido —además de ser una
cobardía— supone el respeto humano! ¡Los buenos avergonzándose de
serlo! ¡Los malvados ufanándose de su perversidad! Obramos bien, ¡qué
ignominia!; obramos mal, ¡qué orgullo! ¡Triunfo insolente del Demonio y
cruel humillación para el hombre, ese tan inconcebible cambio de valores!
¿Quién habita en el alma de ese que pasa y se ríe de mí, porque voy a
comulgar? ¡Y yo, que poseo a Dios, me ruborizo, y me escondo, y tengo
vergüenza! ¡Cadáveres que se burlan de los que viven!, ¡seres vivientes
que se preocupan por la risa de los muertos! “¡Reconoce tu valor,
cristiano!” —decía el Papa S. León—. “Agnosce, o christiane,
dignitatem taum!” ¡y aprende a ser libre! Eres hijo de un rey, eres hijo de
un Dios, ¡y te preocupas de lo que te dice un esclavo! ¡Levanta la cabeza,
avanza con la frente erguida! Si alguno hay que deba sonrojarse y desapa-
recer, no eres ciertamente tú, ¡sábelo bien y nunca le olvides”

140
Vivimos en un mundo invertido (128). Volvamos cada cosa al puesto
que le corresponde. Conservarnos puros orar, poseer a Dios en nuestro
corazón, nada de eso es una bajeza. Traicionar la fe, olvidar el cielo, darse
al pecado, he ahí lo que constituye la vergüenza suprema. Créelo, y
publícalo cuando sea necesario.
Sin embargo, cuidémonos de no despreciar a nadie, lejos de nosotros
el enorgullecemos complaciéndonos en nosotros mismos. Lo que ellos son
sin Dios, nosotros podemos llegar a serlo; lo que somos nosotros, sin Dios,
no lo seríamos por mucho tiempo.
Nada de orgullo, pero sí una noble ufanía. Vives en estado de gracia,
posees a Dios: esto ya es algo, y mucho. “Sería quizá imposible la
vanidad, escribe E. Helio, si el hombre tuviera idea de su grandeza: la voz
de la gloria haría acallar en él la débil voz del amor propio.
Dios quiere hacemos vivir su propia vida, quiere dársenos, Él, el
Infinito, y nos prohíbe —a tal punto somos grandes—, contentarnos con
algo que no sea El. Nos ha hecho saber el precio de nuestra Redención a
fin de que sepamos lo que valemos: nos prepara un gozo y una gloria cuyo
peso debemos hacernos capaces de soportar; ¿y tú, joven cristiano,
hermano de San Juan, en medio de sus más hermosos sueños de ambición,
aspirarás a ser émulo de tal o cual imbécil que hace veinte años habla para
no decir nada hasta ahora?” Y muchas veces, de algo peor tal vez.
***
Tenemos un modelo perfectísimo de esta piedad en la Santísima
Virgen.
Al principio de estas páginas, nuestras ideas se dirigieron
naturalmente hacia María; y ahora, al fin de este trabajo, con la misma
naturalidad hacia Ella de nuevo se dirige nuestro recuerdo.
Se cuenta de M. Ollier, que con frecuencia una voz le repetía:
“Quiero que vivas en continua contemplación” (129). María no tuvo
necesidad de esta voz para habitar en su interior. Desde antes de la
Anunciación ¡qué plenitud de vida divina! Si el gran deber de todo
128
Por una razón, tan misteriosa como significativa, acontece que el que se ha
resuelto a cambiar de vida, es casi siempre mal visto de sus antiguos compañeros, a
cuyos ojos es más despreciable si se convierte, que si se porta mal (J. Joergensen; Ste.
Catherine de Sienne et ses disciples. Revue des Jeunes (5 Nov. 1917),
129
Vie, 1918, Lebel, Versailles, p. 483.
141
cristiano “consciente” —iluminado para reconocer las riquezas que por la
gracia santificante lleva en su alma— es “dejarse invadir por los Tres”;
¿cómo lo ambicionaría María, cuya inteligencia de los divinos misterios
era tan penetrante, y a quien la Iglesia nos muestra desde su nacimiento
“llena de gracia”?
Viene luego la Anunciación: Spiritus Sanctus superveniet in Te, el
Espíritu Santo verificará en tu alma una supervenida. Ya por la gracia, oh
María, habita en tu alma con el Padre y con el Verbo; pero en ti verificará
todavía un prodigioso descendimiento, que elevará al máximum tu vida
divina.
Ya estás llena de gracia, gratia plena. ¿Cómo, pues, será preciso
llamarte en lo sucesivo? Superplena, llena hasta desbordar. Llevas en tu
seno, desde ahora hasta la noche feliz de Navidad, a la Humanidad Santa
de Nuestro Salvador; ¡cómo te magnifica ese tesoro! Pero estrictamente, te
ennoblece menos esa venida humana del Hijo de Dios, que la venida
divina del Espíritu Santo, que ha hecho posible la primera, Y lo que así te
embellece ahora, no es tanto la presencia del Hombre Dios en Ti, por el
misterio de tu incomparable maternidad, cuanto la presencia
supereminente de Dios en tu corazón, permitiendo el milagro que
constituye el Verbo Hijo tuyo.
Y ahora, contemplémosla en Pentecostés. María, durante la vida
humana del Salvador, viviendo siempre a su lado, crecía en gracia, como
su Hijo, al ritmo de sus ejemplos, de sus consejos y de su vida. Pero llegó
para Jesús el momento de dejar a María para ir a sentarse a la diestra de su
Padre, y María, igual que todos nosotros, no contemplará ya a su Hijo, sino
bajo los velos eucarísticos.
Pero Jesús, desde su trono a la derecha del Padre, enviará al Espíritu
Santo sobre sus Apóstoles, y por su medio, sobre el mundo; y esta otra
supervenida es de un género especial, y de ella participa en primer término
María, Reina de los apóstoles, en medio del Cenáculo: “Deja el lugar al
Espíritu Paráclito”, dice el sacerdote al Demonio cada vez que alguno se
bautiza. ¡Qué no producirá ese Divino Paráclito en un corazón no sólo
libre, sino lleno de Dios? Lo que hay más bello en María no es tanto el
papel que desempeña en el plan divino, como su Corazón. Y para todos la
ley es la misma: lo único que vale no es nuestra acción exterior o la misión
que se nos confía, sino el grado más o menos alto que en nuestras almas ha
alcanzado la vida divina que llevamos en nuestro interior. “Dios ve el

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corazón; Deus intuetur cor”; y no ve más que el corazón. Una ojeada le
basta para ver si Él está ahí, y en qué medida; nada de nosotros, ni de
nuestras obras ni en nuestras actitudes, le interesa: “Deus qui in corde
Beatas Mariæ dignum Filio tuo habitaculum prseparasti —como dico la
Liturgia—. ¡Oh Dios que has preparado en el Corazón de María una
habitación digna de tu Hijo!”
¿Nuestra alma es o no la morada del Hijo de Dios?, y si es, ¿en qué
grado y con qué irradiación en nuestra vida? Bien puede el hombre
preocuparse de otros asuntos; fuera de éste, no hay cosa en el mundo que
valga para Dios. Aprendamos a pensar como Él.
Después de Pentecostés, contemplemos a María en casa de San Juan.
Su Divino Hijo la ha dejado, pero la vida divina está en ella y no la dejará:
toda su existencia habrá de pasarla en íntima comunicación, en su interior,
con los huéspedes divinos que lleva en su alma. Ningún episodio en su
vida, fuera de la Santa Misa celebrada por el apóstol todas las mañanas
—“el más grande acontecimiento de la historia humana... la repetición de
la hora decisiva en que nuestra tierra pecadora, con justicia desheredada
fue de nuevo y repentinamente orientada y dirigida hacia la plenitud de la
vida sobrenatural” (130).
“Nada tengo que hacer al exterior”, decía Ruysbrock. María
pensaba de igual manera. Nada que hacer al exterior; toda la actividad
concentrada en el interior: tal es el programa de todo el que aspira a algo
más que a una vida cristiana superficial. En intimidad, está el vocablo
intus, que quiere decir: en el interior...
***
Muy felices nos consideramos si algunas almas, después de haber
leído estas páginas, experimentan la necesidad de no vivir por más tiempo
fuera de sí mismas, sino de entrar en su interior, y de buscar al que ahí se
encuentra por la gracia: Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
“¡Cuántas almas lanzarán algún día una exclamación de sorpresa
descubriendo todo el INTERIOR que llevaban en sí sin sospecharlo!
Desde que encontramos esa palabra de Mgr. d’Hulst ¡nos pareció tan
dolorosa! ¡Permitir que se ignore ese interior!.., ¿cómo resignarnos a ello?

130
G. Goyau, artículo de “La Croix”, para anunciar la obra de V. Vucaille: Lettres
de prétres aux armes (Paria, Payot, 1916).
143
y aunque no falten razones para no hacerlo, ¿por qué abstenernos de
intentar reavivar la fe en su existencia, y recordar su valor?
Por imperfectas que sean estas páginas, el Maestro interior —que
hace oír su voz en el fondo de las almas—, hará, supliendo lo que les falta,
que encuentren resonancia, siquiera sea en un solo corazón.
Un alma, decía San Francisco de Sales, es una diócesis
suficientemente grande. ¿Y qué mejor recompensa podemos desear que
ésta: un cristiano más, resuelto a no considerar como letra muerta la
presencia de Dios en nosotros, a vivir de la verdadera Vida divina,

LA VIDA EN EL INTERIOR?

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