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HUMAN IS ARTE

Apuntes sobre la creación y la programación

Rodrigo Pardo Fernández

Resulta interesante que, cuando se lee o se comenta la ciencia ficción se suele


hacer en una perspectiva futurista, en un falso considerar que asume una suerte
de carácter profético, o extrapolación de la actualidad en las obras del género.
Esta lectura prejuiciada y errónea es clara, por poner un ejemplo, en la forma en
que se lee, o se actualiza la lectura de las obras de Jules Verne. Se pierde de vis-
ta que la perspectiva de Verne, los avances científicos que desarrolla de manera
hiperbólica, en predecibles estructuras narrativas comunes a las novelas de
aventuras de la época, se basan en las proyecciones de la ciencia y de la tecno-
logía de fines del siglo XIX. Leer las novelas de ciencia ficción, cualesquiera que
éstas sean, como inspirados oráculos (H.G. Wells, Arthur C. Clarke, Cormac
McCarthy) o alegorías transparentes (George Orwell, Philip K. Dick, William
Gibson) es un error frecuente de quienes contemplan la ciencia ficción desde
una distante ignorancia, lo cual desdeña la lectura, comprensiva, de estas nove-
las en tanto literatura.
En un orden de ideas similar, China Miéville sostiene que la fantasía, en
tanto ficción que se asume como tal posibilita la transformación y la liberación
del pensamiento en términos políticos y estéticos; sobre todo si se tiene en cuen-
ta que la lectura de textos ficcionales que pretendidamente recrean mundos o
sociedades utópicos debe partir de la asunción previa de que la ficción es posi-
ble (tiene lugar paradójicamente) en el discurso, lo que posibilita su compren-
sión, su proyección hacia el mundo de las cosas tangibles (realidad) y su
cuestionamiento.
La palabra hace, no sólo nombra, en el sentido del nomoteta, el hombre
que da nombre a las cosas, y la prima impositio, la primera vez que se establece
la relación entre la palabra y el objeto que nombra. En términos recientes, el dis-
curso dota de sentido al mundo, conforma nuestro pensamiento y ordena (en
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términos de significación) la realidad. El logos concede a la ficción un ser, si no


tangible, sí por lo menos aprehensible en términos husserlianos del fenómeno.
La paradoja (en relación al lugar de la utopía como ideal de la ficción) es
sólo etimológica, dado que en un espacio ineludiblemente significativo (lo hu-
mano, lo cultural), poblado de signos (semiosfera, en términos de Lotman), un
no-lugar no existe. Todo lugar es posible, en el proceso cultural e históricamen-
te determinado que solemos llamar discurso; además, la utopía es autónoma en
un sentido ontológico, lo que presupone que una esfera de la realidad es autó-
noma de otras, pero no implica que la utopía no se rija por leyes que se conside-
ra pertenecen a otra esfera distinta. La semiosfera, los signos que conforman el
universo humano, se conforma por redes de relación y no por espacios aislados,
aunque así lo aparenten en una primera lectura.
Esta perspectiva que se aproxima a la realidad parte de la consideración
filosófica de que, desde el momento en que es formulada en el discurso, la fic-
ción se torna inteligible; lo inteligible es la realidad, y en un sentido aristotélico,
la verdadera realidad, aquella que percibimos con el intelecto; y conformada
además, en términos kantianos, también con la imaginación, que complementa
la razón y le da sentido.
En 1968 Philip K. Dick, un escritor norteamericano de ciencia ficción, pu-
blicó la novela corta ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? La presuposición
que señala la posibilidad de que una máquina, del tipo que sea, pueda soñar o
producir arte implica no sólo avances tecnológicos, sino sobre todo una refle-
xión en torno a esta práctica social y cómo entendemos el modo en que se pro-
duce. La reflexión que propongo parte de dos cuestiones: la construcción de las
máquinas (software) y su capacidad para crear arte. La primera idea pareciera un
problema de desarrollo científico, pero tiene que ver con la conciencia de nosotros
mismos, nuestra conformación sociohistórica del yo, y la segunda con el sentido
que hemos desarrollado en torno a la práctica del arte en el seno de las culturas
contemporáneas.
En una conferencia de 2006 Ian Watson abordó la forma en la que la lite-
ratura de ciencia ficción ha desarrollado la idea de las inteligencias artificiales
en escenarios ficcionales inminentes o en proyecciones hacia un futuro lejano.
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En referencia a textos emblemáticos como el cuento de 1967 “I Have No Mouth


and I Must Scream” de Harlan Ellison, el guión cinematográfico de 2001: A Spa-
ce Odyssey que Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick escribieron para la película
que se estrenó en 1968, o la novela de 1966 Destination: Void de Frank Herbert,
Watson señala que las inteligencias artificiales extrapoladas tienen comporta-
mientos demasiado humanos, para utilizar la expresión del escritor Theodore
Sturgeon.
En estricto sentido, no podría ser de otro modo; la configuración de una
inteligencia artificial a partir de la forma de organizar el mundo de los seres
humanos tiene que ser, necesariamente, humana, al menos en los (limitados)
términos en los que entendemos lo que somos y el modo en que pensamos.
¿Por qué? Porque en primera instancia al programar un software deter-
minado partimos de nuestro-estar-en-el-mundo en términos conscientes, lo que
se limita a una muy pequeña parte de lo que somos en tanto sujetos. La mayor
parte de los procesos mentales que nos definen como un yo que es distinto del
mundo del que formamos parte son subjetivos, inaprensibles, incomunicables, y
sin embargo constituyen la mayor parte de nuestra experiencia, y por tanto, de
nuestro ser humanos. De esta manera, nuestra limitada experimentación fenome-
nológica: nuestra ilusión de continuidad espacio-temporal, de conciencia de
nosotros mismos (de algún modo esquizofrénica) y nuestros intentos fallidos de
trascendencia pasarían a formar parte de las peculiaridades, para decirlo de
algún modo, de una inteligencia artificial configurada como un software de ex-
tremada complejidad.
La mayor parte de las reflexiones literarias y fílmicas en torno a este pro-
blema proponen o bien una inteligencia desaprensiva, pretendidamente objeti-
va o científica (como los androides de apoyo en Alien), desquiciada como la
computadora HAL de 2001 (lo cual resulta paradójico si reconocemos este esta-
do como humano) o bien metahumana en términos de sensibilidad o empatía,
como A.I. de Brian Aldiss o la ya referida ¿Sueñan los androides con ovejas eléctri-
cas? de Philip K. Dick. En todos los casos, sin embargo, partimos no sólo de un
creador que extrapola la dimensión humana, sino también del desarrollo de una
idea tan cara al renacimiento: el hombre como centro del mundo, y a partir de la
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modernidad burguesa, como medida de todas las cosas. Parafraseando la sen-


tencia de que nada de lo humano nos es ajeno, nada de lo que concebimos pue-
de dejar de serlo. La literatura realista pretende mimetizar al mundo en la
escritura y el vídeo aspira a grabarlo, pero ambos saben sin lugar a dudas que
conforman discursos parciales y sesgados, ficcionales, de la realidad. Del mismo
modo, el software de los últimos años busca re-crear los fenómenos objetivos
(desde la televisión en tercera dimensión y seis colores, pasando por la alta de-
finición y la impresión estocástica) pero al cabo sólo los simula.
En términos de una de las cuestiones que proponía como vía de reflexión
este encuentro, en el caso de IAMUS lo que se ha desarrollado es un programa
que sólo simula la actividad humana; es interesante como referencia, dado que
se presenta como el primer ordenador que compone sin la intervención huma-
na. Mas se olvida en esta afirmación que se trata de un ordenador (sistema or-
ganizado de información) que funciona a partir de un programa
predeterminado y limitado (desde los parámetros que podemos formular en
términos de los alcances de nuestra red neuronal). La complejidad del proceso
no puede desdeñar la intencionalidad de la programación humana en tanto
IAMUS no puede elegir componer o no, hacerlo de otro modo, cambiar de esti-
lo, plantear una fusión original o escribir una novela en lugar de hacer una sin-
fonía a menos de que se le programe para ello, ejercicio de determinación muy
próximo al adoctrinamiento pero sin posibilidad de excepción. La primera difi-
cultad para concebir a IAMUS como productora de arte, por tanto, radica en su
incapacidad de decidir, de negarse a hacer algo a partir de una reflexión. Aun-
que se concibiera la programación en términos de un imperativo categórico, en
el sentido kantiano, el programa carece de la posibilidad de disentir, de equivo-
carse o no con libertad. Recordemos al personaje César, de la película de 2011
Rise of the Planet of the Apes, quien establece su carácter inteligente a partir, jus-
tamente, de la negación, definida a partir del ejercicio de la voluntad. El extre-
mo de la negación es el suicidio, acto que también se le niega a un programa
informático a menos que su desconexión beneficie al sistema al que pertenece;
por tanto, en sentido figurativo, en la ejecución o no de un programa prima la
colectividad sobre el individuo, y es por ello que en términos históricos el suici-
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dio comienza a considerarse un problema social a partir del siglo XVIII, cuando
el individuo se consolida como centro del entramado cultural y su valor en tér-
minos políticos se torna más relevante para el Estado.
Hasta aquí no se cuestiona el carácter artístico de la música que produce
IAMUS, sino su definición como compositor. El segundo aspecto a tener en cuen-
ta en el proceso de creación (esto es, el complejo devenir de una idea en un objeto
que consideramos con valor estético en términos convencionales) tiene que ver
con la imaginación, que va más allá de la mera repetición, el mero recuerdo foto-
gráfico o nuestra programación genética. David Hume declaraba en 1739 que le
era posible imaginar una nueva Jerusalén de oro y rubíes, pero era incapaz de
idear exactamente una ciudad reproduciendo todas sus calles y casas.
Por el contrario, una computadora puede, con exactitud, reproducir la
ciudad real en toda su complejidad; pero es incapaz de formular una ficción, o
dicho en otros términos, imaginar una ciudad inexistente excepto en el discurso.
Los límites de la experiencia de todo ordenador, sin importar el grado de com-
plejidad de su programación y de los sistemas con que se encuentre equipado
para interactuar con el mundo, son muy similares (aunque mucho más profun-
dos) a los que puede manifestar un ser humano limitado por la falta de uno o
más sentidos. El mismo Hume apunta al daño que puede sufrir un ser humano
en sus facultades sensoriales, y las limitaciones que esto puede representar: “No
podemos formarnos una idea precisa del sabor de un plátano sin haberlo pro-
bado realmente”, afirma.
Pero no sólo por sus limitaciones sensoriales la computadora o cualquier
sistema informático es incapaz de crear arte, sin importar su complejidad o so-
porte físico. La práctica artística es una producción cultural, esto es, se ha cons-
truido en el seno de una sociedad y es desarrollada por sujetos históricamente
determinados que interactúan y habitan una semiosfera, esto es, un espacio de
signos (humanos, se sobrentiende) configurado en términos ideológicos. No
resulta posible la reducción a valores binarios de las variables indeterminadas
que participan en la creación (donde el sujeto transindividual es algo más que él
y su circunstancia) y que inciden en lo que llamamos arte (que implica también
la distribución, la valoración y la recepción de los procesos estéticos).
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La reproducción (por más compleja y/o aleatoria que se proponga) de


ciertas estructuras matemáticas que posibiliten la composición de música de un
género dado, tal y como se formula en el proyecto IAMUS, no es hacer música
en el mismo sentido que la mera presentación tridimensional y colorida de fór-
mulas matemáticas que llamamos fractales no es arte visual.
Incluso aunque el resultado parezca una composición musical estándar o
una obra gráfica cualesquiera, uno de los elementos que participan de la valida-
ción convencional del arte no se encuentra presente: la intencionalidad. En
cualquier caso, y sólo hasta cierto punto, los artistas responsables de las piezas
musicales serían los seres humanos que desarrollaron el hardware y realizaron
el software del proyecto. Y la intencionalidad no sólo es el modo en el que se
ejerce una libertad que, como señalaba Sartre, condiciona nuestro hacer en el
mundo en tanto ejercicio, sino que también conlleva en primera instancia un
ejercicio crítico que un programa informático no lleva a cabo en el proceso crea-
tivo: se trata de la discriminación entre una técnica y otra, la adhesión a una
corriente o moda artística, el uso de técnicas comunes y la propuesta de otras
novedosas, entre otros aspectos que implican criterios no sólo estéticos o técni-
cos sino ideológicos, culturales, lingüísticos, políticos, económicos, etcétera. De
este modo, más acá de las peculiaridades técnicas y los algoritmos programa-
dos, simplificando el proceso de composición, las piezas musicales que compo-
ne IAMUS no son arte, aunque lo parezcan.
Con independencia de la simulación, lo que se echa en falta son las di-
mensiones personales y sociales del acto de razonar a las que remite Eduardo
Punset. Y, además, la incapacidad de la computadora de distinguir, más allá de
ciertos parámetros establecidos, las cualidades de su creación, de los productos
que genera, de modo que pueda diferenciarlos de otros similares, defenderlos,
valorarlos no sólo en términos que se pretenden objetivos (determinados por
sujetos, lo que evidencia la falacia) sino también en términos de emociones. Pa-
ra los seres humanos el reconocimiento de algo extraordinario es una interac-
ción de gran complejidad entre la experiencia sensorial y las emociones, sólo
con posterioridad desarrollada en términos de la razón y el pensamiento.
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Sin una perspectiva emocional, sin parámetros críticos de mayor comple-


jidad, sin interacción social y cultural, sin una perspectiva ideológica consciente o
no, un ordenador es incapaz de crear arte, entendido como una práctica conven-
cional, histórica, transindividual, ideológicamente determinada, racional y emo-
tiva. Con todas sus peculiaridades, el arte es un proceso social que, al menos en
las sociedades occidentales, ha sido equiparado con las ciencias y como ellas
implica una colectividad y una convención, unos parámetros de funcionamien-
to y una interpretación de los sujetos y los objetos que lo componen. Por tanto,
si bien las obras artísticas resultado de una programación podrían ser estudia-
das, en términos formales, como tales, en estricto sentido son el resultado de
procesos tecnológicos como los que denunciaba Walter Benjamin, relacionados
con la revolución informática de las últimas décadas pero no muy distintos de
la producción en serie de un juguete o una pintura; sólo apreciamos simulacros,
como en la novela homónima de Philip K. Dick o en Gente de barro de David
Brin. Al cabo, la producción artística se encuentra sujeta a las leyes del mercado,
a las opiniones de una élite académica encerrada tras muros de papel, y los an-
droides sólo sueñan lo que los seres humanos imaginamos para ellos.

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