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Autobiografía y prosopopeya

Ya somos el olvido que seremos


J. L. Borges

Una lectura desatenta y poco vocacional de los textos de De Man sería suficiente para
advertir la importancia de lo autobiográfico en la maduración de su obra. Cierto es que
la sospecha ya se cernía de manera implacable en sus primeros escritos. En pocas
palabras, y según él, la dificultad estribaba en hallarle –a la autobiografía– un casillero
estable en la clásica taxonomía genérica: «parece siempre excesiva, caprichosa, de
reputación cuestionable (…) cada paso parece una excepción a la norma»1. Por si fuera
poco, añadía el belga, aunque elevada por la tradición de los bajos géneros contiguos (el
reportaje, la crónica, la memoria…), resultaba a todas luces refractaria a cualquier
suerte de inclusión entre géneros canónicos tales como la tragedia, la épica o la lírica. Y,
dicho esto, lo que interesaba a De Man por encima del resto, por encima incluso de la
evidente problematización genérica, era plantear al hilo de lo anterior otras cuestiones,
por lo común reprimidas, mas no por ello menores. Efectivamente, según él, estaba en
juego nada menos «el dominio del escritor sobre su propio texto»2 y, con él, una
intervención susceptible de poner al descubierto «la estructura tropológica [del
lenguaje] que subyace a todas las cogniciones, incluido el conocimiento del yo»3. De
Man, no obstante, comenzará su travesía desde un ángulo distinto.
(La autobiografía habría de terminar revelando la otra máscara, aquella oculta
tras el sudario de la escritura. ¿La muerte? Pero, ¿no es la autobiografía el género por
excelencia de la vida? La cosa merece y exige detenimiento, cautela. ¿Y si la escritura
carece de esa plenitud que todos más o menos le otorgamos y se origina, antes bien, en
un extemporáneo y anestético vacío más allá de la intención y la realidad? ¿Y si la
literatura no es ese dispositivo desencadenante de vivencias, como todos de alguna u
otra forma presumimos? ¿No mencionaba De Man en la entrevista a su último texto su
carácter “inhumano”? ¿Qué hay entonces de su terapéutica, nuestro consuelo?)

La autobiografía para funcionar, para elevarse al status de género, ha de presuponer al


menos dos requisitos: i) una identidad referencial transmisible (por medio de la
escritura) y actualizable (en la lectura) y ii) una garantía de lo anterior, que residiría en
la “legibilidad incontestada” del nombre propio. Estas premisas, a la cabeza del

1
De Man, La Retórica del Romanticismo, ed. y trad. de J. Jiménez Heffernan, Akal, Madrid, 2007, p.
148.
2
Ibid. p. 370.
3
Ibid. p. 149.
prejuicio autobiográfico, contribuían precisamente a forjar su dependencia «de sucesos
reales y potencialmente verificables de una manera menos ambivalente que la ficción»4.
Con esto presente, De Man inicia el desmontaje ayudándose de una pregunta en
apariencia inocente («¿estamos tan seguros de que la autobiografía depende de la
referencia?»5) para, acto seguido, secundarla con una cascada de interrogantes: ¿Acaso
no podría suceder igualmente y con semejante justicia que el proyecto autobiográfico
«pudiese en sí producir y determinar la vida en función de los recursos y los medios del
escritor» y, por ende, estar «gobernada por exigencias técnicas de autorretrato»6?
¿«Determina el referente a la figura o al revés»7?
Es precisamente en este punto donde entran en colisión los dos aspectos ya
mencionados y que, según De Man, permanecían embotados en el tratamiento
tradicional de la autobiografía, a saber, tanto el supuesto dominio inmediato de un autor
sobre su texto, como la mediación tropológica que todo lector encaraba en su
interpretación. En el concreto caso de la autobiografía, esta correlación se presumía
diáfana al dar por descontado un intercambio equivalente y sin resquicios en el
«alineamiento entre los dos sujetos involucrados en el proceso de la lectura»8. No de
otro modo, en efecto, podría encontrar acomodo una pregunta como la que sigue: «¿No
es acaso la ilusión de la referencia una correlación de la estructura de la figura, o sea, no
ya clara y simplemente un referente sino algo más próximo a una ficción que entonces,
a su vez, adquiere cierto grado de productividad referencial?»9. Por lo tanto, señalaba
De Man, el momento especular propio de toda comprensión habría de adolecer de la
susodicha transparencia reflexiva, pues lejos de ser «primariamente una situación o un
suceso que pueda ser localizado en una historia (…) es la manifestación, en el plano del
referente, de una estructura lingüística»10. O en otras palabras, aunque toda comprensión
especular pretenda transparencia, lo que revelaba era, por el contrario, la opacidad
propia de la espesura tropológica, un dichoso «residuo de indeterminación»11. Se
entiende ahora sí, en toda su complejidad y trascendencia, el interés por la
autobiografía12.
Así pues, la(s) lectura(s) no son sino precisamente la comprobación de este
fracaso y, en último término, de la imposibilidad misma de “leer”13. No cabe pues, al

4
Ibid. p. 148
5
Ibid. p. 148
6
Ibid. p. 148
7
Ibid. p. 148.
8
Ibid. p. 149
9
Ibid. p. 148
10
Ibid. p. 149.
11
De Man, La resistencia a la teoría, Trad. E. Elorriaga y O. Francés, Visor, Madrid, 1990(b), p. 29.
Sobre la autofingida transparencia del arte o la literatura (y sus crisis moderna), es imprescindible la
lectura de J. M. Cuesta Abad en La transparencia informe, Abada, Madrid, 2010.
12
Por una cuestión de economía textual he decidido no demorarme en las contracríticas demanianas a las
observaciones de Genette o Lejeune que aparecen en el texto de “La autobiografía como desfiguración”.
Pero, en cualquier caso, ya sea por gramatización retórica o por pacto contractual, la estrategia de ambos
pasaría por pretenden salvar la cesura ante la disyunción hiperbólica e irreductible presentada por de Man.
13
Es interesante la distinción que hace De Man entre misreading y unreadability, así como la toma de
distancia con H. Bloom: «I don’t so much speak of misreading, because misreading supposes a right
reading (…) I speak of unreadability, which means that the text produces not misreadings, but readings
menos para De Man, atajo o huida imaginable a esta tarea inagotable –sisifiana, llegará
a decir– en forma de bálsamo o remedo, final o progreso.
Formulado desde el aparato conceptual del primer De Man, podría declararse a
este respecto que «la lectura es un acto de entendimiento que nunca puede ser
observado, prescrito o verificado. Un texto literario no es un acontecimiento
fenoménico al que se le pueda otorgar forma alguna de existencia positiva»14. Todo
apuntaba, desde esta perspectiva, a la irrupción de un “momento retórico” que dejaba
tras de sí cualquier vestigio de una «ontología de la presencia inmediata»15. Se
comprende así también que la literatura cobrara un especial protagonismo, al menos en
parangón con el lenguaje corriente, pues aquella «comenzaba del lado extremo de este
conocimiento»16, esto es, se sabía y reconocía como ficción desde un principio. De ahí,
también, la inextricable junción entre lo literario y lo enigmático.
No será en balde, a este respecto, el título de su primer volumen de ensayos:
Ceguera y visión17. Tanto es así que podría plantearse incluso la posibilidad de
identificar en todo lector una suerte de Edipo. Si así lo intentáramos, advertiríamos que
esta particular ceguera no sería ya el esperable correlato o la barruntada secuela fruto de
una determinada contemplación (vision) sino que, siendo esta congénita18, nos
convertiría en titulares –potenciales– de «un cierto grado de visión»19 (insight). Fría
mirada (stony gaze) la conquistada, cuyo entendimiento, «negativo y aparentemente
destructivo»20, destilaría por partida doble translucidez y serenidad. En suma,
fogonazos, recaídas y recuperaciones que, a la postre, darían precisamente cuenta de
«esa ambivalencia de un lenguaje que es y no es representacional simultáneamente»21.
Por seguir con la imagen de Edipo –ya viejo y desterrado– podríamos decir que el
camino de la lectura no sería otro que el que «conduce el mensajero Hermes y la diosa
de los Infiernos»22.

that are incompatible», R. Moynihan, A Recent Imagining. Interviews, Archon Books, Handem, 1986, p.
148.
14
De Man, Visión y ceguera, ed. y trad. de H. Rodríguez-Vecchini y J. Lezra, Editorial de la Universidad
de Puerto Rico, 1991, p. 121.
15
De Man, op. cit., 1991, p. 130.
16
Ibid., p. 22. La cita prosigue con sintomático apunte: «… es la única forma de lenguaje que se halla
libre del principio falaz de la expresión no mediatizada. Esto lo sabemos todos, pero lo sabemos en la
forma delusoria de una afirmación que desea todo lo opuesto. Aun así, la verdad aflora en el
presentimiento que tenemos de la verdadera naturaleza de la literatura cuando nos referimos a ella como
ficción».
17
¡Ojo!, y no como se tradujo en la versión al español, invirtiendo los términos.
18
Habría que intentar, con tiempo, una lectura de esta ceguera crónica desde la Lettre sur les aveugles de
Diderot (proyectada incluso por el propio De Man poco antes de fallecer). En esta empresa habría que
desenredar una enmarañada madeja donde estarían anudados asuntos de tan profundo calado como la
existencia de un paradigma epistemológico instalado en la visión, el antropomorfismo o la metafísica
misma.
19
De Man, op. cit., 1991, p. 120.
20
Ibid., p. 115-6.
21
Ibid., p. 205. Esta desfiguración crónica (catastrófica, en parte) me hace evocar una imagen
benjaminiana, a saber, aquella del caleidoscopio en manos de un niño, «que destruye mediante cada giro
lo ordenado para crear un orden nuevo», Parque central en Obras, Libro I/ vol. 2, trad. A. Brotons,
Abada, Madrid, 2008, pp. 266. Una observación similar puede verse en El libro de los pasajes, en la
anotación [J 61, a2]
22
Sófocles, Edipo en Colono, trad. A. Alamillo, Gredos, Madrid, 1981, p. 570.
A pesar de lo cual, como no cesará de subrayar asimismo De Man, semejante
proceso no se conduciría en ningún caso en un sentido único, esto es, «de la visión
delusoria a la visión lúcida»23. Efectivamente, conocer la inautenticidad no garantizaría
en modo alguno la habitación de lo auténtico, pues apercibirla –la inautenticidad– no
comportaría superarla: «Mis comentarios se limitan a señalar algunas razones por las
cuales concebir la literatura (o la crítica literaria) como el resultado de una
desmistificación podría llegar a ser el más peligroso de todos los mitos»24.
En este punto podemos ensayar algún tipo de recapitulación. Primero: que la
distinción del par autobiografía/ ficción sea “indecidible”25, esto es, que no seamos
capaces de distinguir entre lo literal y lo literario, demandaría por lo pronto una
suspensión del orden genérico. Segundo: que, habida cuenta lo anterior, «todos los
textos son autobiográficos (...) o ninguno lo es»26. La sospecha no era inocente, pues al
calor de esta desconcertante indecidibilidad podría muy bien estar fraguándose, de
alguna u otra manera, un desplazamiento de la autobiografía y, con ella, los límites –y
de consuno el ser– de la literatura misma27.
Mistificar o soslayar lo recorrido, a saber, que «las dificultades de definición
genérica que afectan al estudio de la autobiografía repiten una inestabilidad inherente
que deshace el modelo tan pronto como ha sido establecido»28, implica, repetimos,
cuestionar la teoría de los géneros literarios. No sólo. También, de modo impostergable,
la concepción de una historia literaria estructurada desde un sistema de lectura histórico
y estético, hermenéutico y poético. La cita lo articula completamente: «Tanto términos
genéricos como “lírica” (o sus diversas subespecies, “oda”, “idilio” o “elegía”) como
términos de periodicidad pseudohistórica como romanticismo o clasicismo son siempre
términos de resistencia y nostalgia»29. No es para nada casual que De Man se hallara
entonces despejando una noción de historia material desligada de los atributos propios
del historicismo convencional y académico30. Y esta empresa, sea todo dicho, ya
acechaba desde los primeros escritos del belga: «Para llegar a ser un buen historiador de
la literatura es necesario recordar que lo que usualmente llamamos historia literaria tiene

23
De Man, op. cit., 1991, p. 19.
24
Ibid., p. 19.
25
De Man, op. cit., 2007, p. 149.
26
Ibid. p. 149.
27
J-M. Schaeffer señala en las primeras páginas de su libro: «ya desde Aristóteles, la cuestión está en
saber qué es un género literario (y de paso, la de saber cuáles son los “verdaderos” géneros literarios y sus
relaciones) ya que se supone idéntica a la cuestión de saber lo que es la literatura (…) al problema de la
definición de la literatura», ¿Qué es un género literario?, trad. J. Bravo Castillo y N. Campos Plaza,
Akal, Madrid, 2006, p. 6.
28
De Man, op. cit., 2007, p. 149.
29
Ibid., p. 354.
30
Si siguiéramos este cabo, habría que ligar la «materialidad de la historia real» con la «materialidad de la
inscripción» (y asumir los corolarios del juego del significante, la materialidad pura del literalismo de la
letra, etc.), o en palabras de Derrida, los efectos maquinales de «una materialidad sin materia», Papel
Máquina. La cinta de máquina de escribir y otras respuestas, trad. C. de Peretti y P. Vidarte, Trotta,
Madrid, 2003, p, 117. Sería menester reparar, con tiempo y espacio, en la aguda distinción que establece
Derrida entre el materialismo filosófico-metafísico y la materialidad demaniana, a saber, la unión
(in)disoluble entre lo maquinal y lo acontecimental. En efecto, hay ciertos hitos que no pasan inadvertidos
a ningún lector: alegorías de la lectura/ diseminación, retórica/ escritura, ambivalencia/ indecidibilidad,
errancia/ porvenir…
muy poco o nada que ver con la literatura, y que lo que llamamos interpretación literaria
(…) es, de hecho, historia literaria»31.
No olvidemos, a propósito del pasaje previo, que “La autobiografía como
desfiguración” comenzaba su decurso preguntándose por la posibilidad extemporánea
de un género autobiográfico más allá del siglo dieciocho, es decir, con anterioridad al
establecimiento del período romántico o prerromántico (como establece la tópica
genérica). Sea como fuere, historicismo y género, según De Man, habrían gestado y
tejido una síntesis perfecta capaz de “predecir” y “reinscribir” la legibilidad de los
textos32. Esta sería la prueba, según él, de cómo un tropo o un género configuran un
sistema histórico de periodización, habilitando la homologación de los significados
oportunos y pertinentes. Con semejantes indicios sobre la mesa, la sospecha se desata,
encuentra vía de desahogo, en forma de pregunta retórica: «¿no es porque corresponde a
una idea recibida de la historia literaria en vez de ser el resultado de un análisis riguroso
distinto?»33.
En este estadio (y apenas van escritas dos páginas), De Man sentencia: «La
autobiografía, entonces, no es ni un género ni un modo, sino una figura de la lectura o
de la comprensión»34. Y desde esta atalaya, aparentemente prematura, vemos alborear
en el horizonte una nueva figura: la prosopopeya, esto es, el tropo de la autobiografía
(pero asimismo, como veremos, el tropo de los tropos). Es momento entonces para
volver sobre la interrogante antes planteada, retomada en similares términos en “Shelley
desfigurado”: «¿Cómo puede un acto posicional, que no se conecta a nada que venga
antes o después, ser inscrito en un secuencia narrativa? ¿Cómo se convierte un acto de
habla en un tropo, en una catacresis que a su vez engendra la secuencia narrativa de una
alegoría?»35. Pues bien, ello sólo puede deberse, afirmará De Man, a que la estructura
figural, tropológica, es proyectada cada vez, en cada lectura, desde la imposición
autoritaria de un sentido sobre el poder sin sentido del lenguaje. No es fruto de la
casualidad, por tanto, que poco después hiciera referencia al momento de desposesión
del lenguaje –dado el carácter lúdico del significante– y a su experimentación “letal”
por parte del sujeto como «un desmembramiento, una decapitación o una castración»36;
tampoco, por cierto, que dicha disyunción se presentase incapaz de síntesis o
sublimación: «el lenguaje postula y el lenguaje significa (pues articula) pero el lenguaje
no puede postular significado»37.
Esta posición imposible es propiamente la figura, es decir, el alineamiento de
articulación lingüística y significado susceptible de posibilitar no ya la esperada

31
De Man, op. cit., 1991, p. 183.
32
Véase de H. White, El texto histórico como artefacto literario y otros textos, trad. de V. Tozzi y N.
Lavagnino, Paidós, Barcelona, 2003.
33
De Man, La resistencia a la teoría, trad. E. Elorriaga y O. Francés, Visor, Madrid, 1990(b), p. 107.
34
De Man, op. cit., 2007, p. 149.
35
Ibid. p. 196.
36
De Man, Alegorías de la lectura, trad. E. Lynch, Lumen, Barcelona, 1990, p. 335. Sospecho que W.
Benjamin y, en concreto, el Prólogo epistemocrítico del Origen del drama barroco alemán, con la
“muerte de la intención” que allí se presenta, no pasó en balde para De Man. Véase, Benjamin, Obras,
Libro I/ vol. 1, trad. A. Brotons Muñoz, Abada, Madrid, 2006, pp. 222-57. De igual modo, y por
contigüidad, algo similar debió suceder con la lectura de la Teoría estética de Adorno.
37
De Man, op. cit., 2007, p. 196.
consumación y cierre por saturación de la estructura tropológica, cuanto el
acontecimiento de sentido. Si De Man además afirma que «la prosopopeya deshace la
distinción entre referencia y significación de la que dependen todos los sistemas
semióticos»38, se vislumbra una vez más el particular interés por este tropo. No en vano
la definición: «leer es comprender, preguntar, conocer, olvidar, borrar, desfigurar,
repetir…»39. De Man continua: «…– esto es, la prosopopeya que proporciona a los
muertos un rostro y una voz que narra la alegoría de su deceso y que nos permite, a su
vez, apostrofarlos»40. Leer es, pues, apostrofar. Sólo así es posible comprender el hecho
de que a toda figura le secunde una desfiguración: «cabe denominar desfiguración a los
borramientos repetitivos mediante los cuales el lenguaje realiza el borramiento de sus
propias posiciones»41; de no ser así, he aquí el reproche, estaríamos inopinadamente
incurriendo en “reificaciones” ideologicas. De modo que no se trata tan sólo de que no
haya monumentalización sin ruina (de alegoría sin ironía), sino de que la pulsión
arquitectónica de erección, a pesar de la restauración constitutiva y sistemática, es
imborrable. He ahí el impulso autobiagráfico (y ventrílocuo) que conmueve
sistemáticamente lo autobiográfico42.
Y como el asunto versa ya claramente «sobre la concesión y retirada de rostros,
sobre el rostro y su borramiento, sobre la figura, la figuración y la desfiguración»43, De
Man decide demorarse, por medio de los Ensayos sobre epitafios de Wordsworth, en la
ilustración del referido tropo ejemplar de la autobiografía, pero también, no lo
olvidemos, del discurso poético y de la propia lectura. No hay más pretensión en ello
que poner al descubierto la amenaza epistemológica que entraña la prosopopeya, esto
es, aquella que permite, desde su interior, tanto hacer hablar a los muertos como la
necesidad ineludible, para ello, de tener que apostrofarlos. No hay, pues, posibilidad de
resurrección sin la consiguiente reencarnación lectora y, por ende, sin la privación y
desfiguración que conlleva la lectura. En este sentido, toda restauración es ya de suyo
reinstauración residual. Restancia fantasmal de la vida del muerto. La etimología se
muestra clara a este respecto: prosopon poien, conferir una máscara o un rostro. Y como
advierte sutilmente De Man: dar rostro «implica que el rostro original puede faltar o ser
inexistente»44. La reticencia convencional, compartida por Wordsworth, reside en que
que los vivos terminen mudos y helados en su propia muerte, pues en última instancia
se trata de hacer visible lo invisible, de encarar lo siniestro. O dicho de otro modo, que
la muerte se instale en vida, que afrontemos su convivencia.
Bajo el punto de vista del primer De Man, este temor reprimido disimularía la
idolatría del denominado idealismo literario: «una fascinación por una imagen falsa que
remeda los presuntos atributos de autenticidad, cuando, de hecho, no es sino la máscara

38
De Man, op. cit., 1990(b), p. 81.
39
De Man, op. cit., 2007, p. 199.
40
Ibid. p. 199.
41
Ibid. p. 197.
42
J. M. Cuesta Abad, La escritura del instante. Una poética de la temporalidad, Akal, Madrid, 2001, pp.
214 y ss.
43
De Man, op. cit., 2007, p. 154.
44
De Man, op. cit., 1990(b), p. 73. Se puede advertir que de Man utiliza el tropo de un modo
retóricamente restrictivo (aunque no debe olvidarse que para elevarlo a tropo de tropos).
hueca con la que una conciencia derrotada y frustrada trata de encubrir su propia
negatividad»45. En este carnaval luctuoso, no serán baladíes las recurrentes alusiones a
vértigos, vacíos, o regresiones infinitas, y cuyo «conocimiento doloroso»46, habilitarían
una muy cuidada batería de medidas profilácticas: «La mente humana realizará
asombrosas gestas de distorsión para evitar enfrentarse a la “nada de las cosas
humanas”. Para no ver que el fracaso subyace en la naturaleza misma de las cosas»47.
En definitiva, y more retórico, lo que se intenta exorcizar es el hecho de que toda
escritura y firma sean de suyo ya testamentarias, i. e., abiertas a un contexto siempre
insaturable, aun a pesar de los intentos desesperados de cierre y apropiación por medio
de la firma. Se trata, más allá de la celebración o la posible denuncia, de la simple y
sistemática «locura de las palabras»48. He aquí el temor conservador de Wordsworth y
del género autobiográfico.
De Man concluye: «Tan pronto como comprendamos que la función retórica de
la prosopopeya postula voz o rostro mediante el lenguaje, comprenderemos que aquello
de lo que se nos priva no es la vida sino la forma y el sentido de un mundo accesible
únicamente en la manera privativa de la comprensión»49. De ahí que toda auto-biografía
esté de suyo ya contaminada por cierta hetero-biografía, obligada a dar cabida al otro, a
la lectura de cualquier otro y al porvenir, y que por tanto se diluya en un género firmado
junto al lector, a saber, contrafirmado en lo que podría denominarse una hosto-
biografía50.

Derrida señalaba en Memorias para Paul de Man51, probablemente la lectura


más lúcida que se haya llevado a cabo sobre la obra del belga, que sus textos parecían
atravesados por una reflexión sobre el duelo y la memoria52. Lo mismo, por cierto,
podría predicarse del mismo Derrida, quien no cesó de dar vueltas en torno al duelo y la
herencia, la huella y el porvenir. Ambos, en cualquier caso, obsesionados por una
memoria que, sintomáticamente, les ha obligado a una permanente y paralela
meditación sobre la inscripción y el archivo, sobre la Gedächtnis sin Erinnerung y sobre
la hypómnesis sin anámnesis, así como sobre la ocurrencia y el acontecimiento, la
errancia y la diseminación53.

45
De Man, op. cit., 1991, p. 17.
46
El punto conflictivo afloraba en el momento en que la subjetividad destruía su propio funcionamiento.
Será Hegel el autor que le acompañará formativamente en la articulación teórica de esta “interiorización”.
J. Jiménez Heffernan, avezado lector de la obra demaniana, ha reconstruido meticulosa y eruditamente
esta relación, véase “Paul de Man: el camino de la desesperación”, en De Man, op. cit., 2007, p. 15 y ss.
47
De Man, op. cit., 1991, p. 25.
48
De Man, op. cit., 2007, p. 199.
49
Ibid. p. 158.
50
Véase, J. Derrida, Demeure, Galilée, Paris, 1998, pp. 52 y ss.
51
J. Derrida, Memorias para Paul de Man, trad. C. Gardini, Gedisa, Barcelona, 1998.
52
Ibid. p. 34.
53
En suma, cuestión de soportes, de prótesis y suplementos, así como de orígenes, impresiones y testigos.
Y con ellos, los males o limitaciones inherentes: restos, cenizas, espectros, ruinas…
Por nuestra parte, en este deambular, hemos dejado resonar cierta terminología –
conjunciones azarosas aparte– con una clara y marcada afinidad tónica. Curiosa
coalescencia quizá relacionada y motivada por eso que se ha venido en llamar
“deconstrucción”, y que hoy no deberíamos dejar de lado o al menos no del todo.
Evoquemos e invoquemos una breve cadena a modo de recordatorio: autobiografía,
autorretrato, prosopopeya, epitafio... Tropologías de la memoria y del duelo54. La
autobiografía como desfiguración, el autorretrato como desfiguración, el autorretrato
como ruina, el autorretrato y otras ruinas... transferencia y clinamen que nos sitúa de
inmediato ante un texto poco conocido del algerino: Memorias de ciego. El autorretrato
y otras ruinas55. Y aunque impedidos por espacio para un minucioso análisis del texto,
sí nos gustaría traer a colación ciertas observaciones. Abramos pues un último
paréntesis.
Del texto ahora nos interesan las consideraciones relacionadas con el origen y la
retórica del trazo. Pues como advierte Derrida, en la gracia del trazo se da, como en la
escritura, «la deuda o el don más bien que la fidelidad representativa»56. Caprichosa
aneconomía esta vinculada indisociablemente al mal de archivo, es decir, a la
singularidad de una experiencia que queda siempre obliterada en la invisibilidad del
trazo. Efectivamente, como apuntaba Derrida, «un trazo no se ve»57, no pertenece a la
objetividad espectacular. Por ello, al sacrificar el objeto visible en función del ver, se
encentaba en el trazo un hiato irreductible, desproporcionado, entre el modelo y la
imagen. De ahí que la identificación siga siendo siempre conjetural, incierta,
dependiente de una percepción inmediata inconstatable; en suma, cuestión de inferencia
y no tanto de percepción. Pues, ciertamente, el autorretrato se imponía al fin por efecto
jurídico de un título (“Autorretrato de...”) que ejecutaba (act) su efecto (fact) no desde
la obra, sino desde su borde parergonal58. La moraleja era sencilla y contundente: si la
constatación ha de depender siempre de un acto suplementario de nominación, entonces
cualquier obra en principio estaría en condiciones de considerarse un autorretrato. La
raison d’être era, a su vez, irreductible: «un espejo –recordemos la ya mentada
“estructura especular”– se inscribe también necesariamente en la estructura de
autorretratos donde el dibujante está dibujando otra cosa»59. Acabamos de dar con la
prótesis terrorífica prescrita por la obra. Al ver sustituida y reemplazada la mirada del
retratista por la nuestra, de golpe «nosotros somos sus ojos o el doble de sus ojos»60,
puesto que es el espectador mismo quien ciega y nubla el espejo (y la firma) para
producir y poner en obra (contrafirmar) la especularidad esperada. No hay pues
posibilidad de re-apropiación del retrato, del auto- del autorretrato, sin la interpelación

54
Véase de M. Ferraris, Luto y autobiografía. De San Agustín a Heidegger, trad. T. Serrano, Taurus,
México, 2001.
55
J. Derrida, Mémoires d´aveugle. L´autoportrait et autres ruines, Réunion des Musées Nationaux, Paris,
1990.
56
Ibid. p. 36
57
J. Derrida, op. cit., 1990, p. 58. Véase, C. Fernández-Jáuregui, “Écfrasis y otras ruinas. Autorretrato en
espejo convexo de John Ashbery”, Revista Despalabro. Ensayos de humanidades, Num. 2, 2008, pp. 94-
123
58
Véase, J. Derrida, La verdad en pintura, Paidós, Buenos Aires, 2001.
59
J. Derrida, op. cit., 1990, p. 66.
60
Ibid. p. 65.
inventiva de una suplantación suplementaria, esto es, sin la hipótesis del otro, del
espectador o tercero. Como sentencia Derrida: «somos la condición de su vista, en
efecto, y de su propia imagen»61.
Este carácter ruinoso, de ruina, así lo denomina Derrida, que configura la
estructura de todas las obras –es importante subrayarlo– no acontece una vez
producidas, sino que, antes bien, antecede a su producción: «La ruina no sobreviene
como un accidente a un momento anteriormente intacto. En el comienzo hay la ruina.
Ruina en lo que aquí tiene lugar en la imagen desde la primera mirada. El autorretrato es
ruina, rostro desfigurado como memoria de sí, que resta o vuelve como un espectro »62.
Y por ello, sin promesa alguna de restauración, «sólo hay fantasmas»63, espectros de lo
invisible que la inscripción del trazo da a ver prometiendo, sin presentarlos jamás. Es
precisamente esta imposibilidad para restaurar y actualizar desde el trazo lo que se
supone que fue un presente-pasado, para provocar un “destelamiento”64, lo que
determina la ruina del rostro, su desfiguración (Derrida escribe: «visage dévisagé»),
pero también, por su parte, es lo que le asegura su porvenir. No hay, así, demolición o
desintegración total. Cierto. Resta siempre la visibilidad de un ojo desde cuya cuenca se
deja ver sin mostrar todo del todo. En efecto, reinstauración siempre incompleta,
melancolía y duelo, memoria de ciego como experiencia de máscara, double bind –en la
que artista y espectador luchan en vano por la propiedad de una ipseidad –o suidad– que
incesantemente se les exapropia. Mal de máscara. ¿Prosopopeya?

61
Ibid. p. 65.
62
Ibid. p. 72.
63
Ibid. p. 69. Me permito remitir a mi “Espectral de necesidad” en Despalabro. Ensayos de humanidades,
Num. 2, 2008, pp. 227-234.
64
Véase: J-L. Nancy, La mirada del retrato, trad. Irene Ago, Amorrortu, Buenos Aires, 2006.

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