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El mercado y la distribución de la riqueza

Por Ludwig M. Lachmann

(Publicado el 30 de noviembre de 2011)


Traducido del inglés. El artículo original se encuentra
aquí: http://mises.org/daily/5713.
[On Freedom and Free Enterprise: Essays in Honor of Ludwig von
Mises (1956)]

Hoy en todas partes del mundo libre encontramos a los opositores a la


economía de mercado faltos de argumentos razonables. Últimamente, la
“defensa de la planificación centralizada” ha perdido mucho de su antiguo
lustre. Hemos tenido demasiadas experiencias. Los hechos de los últimos 40
años son demasiado elocuentes.

¿Quién puede dudar ahora de que, como apuntaba el Profesor Mises hace 30
años, toda intervención por parte de una autoridad política conlleva una
posterior intervención para impedir que se produzcan las inevitables
repercusiones económicas del primer paso? ¿Quién negaría que una economía
dirigida requiere un entorno de para operar y quién no conoce hoy los funestos
efectos de la “inflación controlada”? A pesar de que algunos economistas han
inventado ahora la elogiosa expresión “inflación secular” para describir la
inflación permanente que conocemos tan bien, es improbable que engañen a
alguien. No se necesita realmente el reciente ejemplo alemán para
demostrarnos que una economía de mercado creará orden a partir del caos
“controlado administrativamente” incluso en las circunstancias más
desfavorables. Una forma de organización económica basada en la
cooperación voluntaria y el intercambio universal de conocimiento es
necesariamente superior a cualquier estructura jerárquica, incluso si en esta
última existiera un examen racional para calificar a quienes den las órdenes.
Quienes sean capaces de aprender de la razón y la experiencia ya lo sabían y
también quienes no sea improbable que lo aprendan ahora.

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Ante esta situación, los opositores a la economía de mercado han cambiado de
campo: ahora se oponen a ella sobre bases “sociales” en lugar de económicas.
La acusan de ser injusta en lugar de ineficiente. Ahora piensan en los “efectos
distorsionadores” de la propiedad de riqueza y sostienen que “el plebiscito del
mercado se ve influido por el voto plural”. Muestran cómo la distribución de
la riqueza afecta a la producción y la distribución de la renta, ya que los
propietarios de aquélla no solo reciben una “porción injusta” de la renta social,
sino que también incluyen en la composición del producto social: los lujos son
demasiados y lo necesario poco. Además, como estos propietarios realizan la
mayoría del ahorro, también determinan la tasa de acumulación de capital y
por tanto de progreso económico.

Algunos de estos opositores no negarían categóricamente que tenga sentido


que la distribución de la riqueza sea el resultado acumulado del juego de las
fuerzas económicas, pero sostendrían que esta acumulación opera de tal
manera que hace al presente esclavo del pasado, a lo antiguo un factor
arbitrario en lo actual. La distribución de rentas de hoy está afectada por la
distribución de la riqueza de hoy y aunque la riqueza de hoy se acumuló en
parte ayer, se acumuló por procesos que reflejan la influencia de la
distribución de la riqueza anteayer. Lo principal de este argumento de los
opositores a la economía de mercado se basa en la institución de la herencia, a
la que, incluso en una sociedad progresista, se nos dice, una mayoría de los
propietarios deben su riqueza.

Este argumento parece ser ampliamente aceptado hoy en día, incluso por
muchos que están realmente a favor de la libertad económica. Esa gente ha
llegado a creer que una “redistribución de la riqueza”, por ejemplo, con fuertes
impuestos, sería socialmente deseable, sin resultados económicos
desfavorables. Por el contrario, como esas medidas ayudarían a liberar el
presente de la “mano muerta” del pasado, también ayudarían a ajustar las
rentas actuales a las necesidades actuales. La distribución de la riqueza es un
dato del mercado y cambiando los datos podemos cambiar los resultados sin
interferir con el mecanismo del mercado. Se esto se deduce que solo tendría el
proceso de mercado resultados “socialmente tolerables” cuando viniese
acompañado de una política diseñada para redistribuir continuamente la
riqueza existente.

Esta opinión, como hemos dicho, hoy la sostienen muchos, incluso algunos
economistas que entienden la superioridad de la economía de mercado frente a
la dirigida y las frustraciones del intervencionismo, pero no les gusta lo que

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consideran las consecuencias sociales de la economía de de mercado. Están
dispuestos a aceptar la economía de mercado solo cuando su funcionamiento
venga acompañado por esa política de redistribución.

Este trabajo está dedicado a criticar la base de esta opinión.

En primer lugar, el argumento descansa en su lógica en la confusión verbal del


significado ambiguo de la palabra “dato”. En uso común, así como en la
mayoría de las ciencias, por ejemplo, en la estadística, la palabra “dato”
significa algo que en un momento concreto se nos “da” como observadores de
la escena. En este sentido, es, por supuesto, una obviedad que el modo de
distribución de la riqueza es un dato en cualquier momento concreto en el
tiempo, sencillamente en el sentido trivial de que resulta existir así y no de
otro modo. Pero en las teorías del equilibrio que, para bien o para mal, han
llegado a significar tanto para el pensamiento económico actual y han
moldeado en tan gran medida su contenido, la palabra “dato” ha adquirido un
segundo y muy distinto significado: aquí un dato significa una condición
necesaria de equilibrio, una variable independiente y “los datos” significan
colectivamente la suma total de condiciones necesarias y suficientes a partir
de las cuales, una vez que las conocemos todas, podemos sin más deducir el
precio y la cantidad de equilibrio. En este segundo sentido, la distribución de
la riqueza sería, junto con los demás datos, un determinante, aunque no el
único, de los precios y cantidades de los distintos servicios y productos
comprados y vendidos.

Sin embargo, nuestra tarea principal en este trabajo será demostrar que la
distribución de la riqueza no es un “dato” en este segundo sentido. Lejos de
ser una “variable independiente” del proceso del mercado, está, por el
contrario, sujeta a una modificación continua por parte de las fuerzas del
mercado. No hace falta decir que esto no supone negar que en cualquier
momento esté entre las fuerzas que abren camino al proceso de mercado en el
futuro inmediato, pero sí supone negar que el modo de distribución como tal
pueda tener alguna influencia permanente. Aunque la riqueza se distribuye
siempre de alguna forma concreta, el modo de esta distribución se siempre
cambiante.

Solo si el modo de distribución permaneciera igual un periodo tras otro,


mientras que las piezas individuales de riqueza se transmitieran por herencia,
podría decirse que ese modo constante es una fuerza económica permanente.

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En la realidad no es así. La distribución de riqueza se moldea por las fuerzas
del mercado como un objeto, no un agente, y sea cual pueda ser su modo hoy,
pronto se convertirá en un pasado irrelevante.

Por tanto, la distribución de riqueza no tiene lugar entre los datos de


equilibrio. Sin embargo, lo que es de gran interés económico y social no es el
modo de distribución de la riqueza en un momento concreto, sino su modo de
cambio con el tiempo. Ese cambio, como veremos, encuentra su verdadero
lugar entre los acontecimientos que ocurren en ese problemático “camino” que
puede llevar al equilibrio, pero que realmente lo hace en realidad. Es un
fenómeno típicamente “dinámico”. Es un hecho curioso que en un momento
en que se oye tanto acerca de la necesidad de seguir y proporcionar estudios
dinámicos resulta generar tan poco interés.

La propiedad es un concepto legal que se refiere a objetos materiales


concretos. La riqueza es un concepto económico que se refiere a recursos
escasos. Todos los recursos disponibles son (o reflejan o encarnan) objetos
materiales, pero no todos los objetos materiales son recursos: La casas en
ruinas y los motones de chatarra son ejemplos evidentes, como cualquier
objeto que su propietario esté dispuesto a reglara si pudiera encontrar a
alguien que se lo llevara. Además, lo que hoy es un recurso puede dejar de
serlo mañana, mientras que lo que un objeto hoy sin valor puede convertirse
mañana en valioso. El estatus de recurso de los objetos materiales es por tanto
siempre problemático y depende en cierta medida de las previsiones. Un
objeto constituye riqueza solo si es una fuente de una corriente de renta. El
valor del objeto para el propietario, real o potencial, refleja en cada momento
su capacidad esperada de generar rentas. Esto a su vez dependerá de los usos a
los que pueda dedicarse el objeto. La mera propiedad de objetos, por tanto, no
confiere necesariamente riqueza: es su uso fructífero lo que la confiere. No es
la propiedad, sino el uso de recursos, la fuente de rentas y riqueza. Una fábrica
de helados en Nueva York puede significar riqueza para su dueño; la misma
fábrica en Groenlandia difícilmente sería un recurso.

En un mundo de cambios imprevistos, el mantenimiento de la riqueza es


siempre problemático y a largo plazo puede decirse que es imposible. Para ser
capaces de mantener una cantidad concreta de riqueza que pueda transferirse
por herencia de una generación a la siguiente, una familia tendría que poseer
recursos tales como para generar una corriente de renta neta permanente, es
decir, una corriente de beneficios de valor superior al coste del factor servicios
complementarios a los recursos propios. Parece que esto sólo sería posible o

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bien en un mundo inmóvil (un mundo en que hoy es como ayer y mañana será
como hoy y en el que, por tanto, día tras día, año tras año, la misma renta vaya
a los mismos propietarios o a sus herederos) o bien si todos los propietarios de
recursos pueden prever perfectamente. Como ambos casos están alejados de la
realidad, podemos ignorarlos tranquilamente. Entonces, ¿qué ocurre realmente
con la riqueza en un mundo de cambios imprevistos?

Toda la riqueza consiste en activos de capital que, de una forma u otra,


encarnan o al menos reflejan en último término los recursos materiales de
producción, las fuentes de producción valiosa. Toda producción se realiza por
trabajo humano con la ayuda de combinaciones de dichos recursos. Para este
fin, los recursos han de utilizarse en ciertas combinaciones: la
complementariedad es la esencia del uso de recursos. Los modos de esta
complementariedad no están en modo alguno “dados” a los empresarios, que
crean, inician y desarrollan planes de producción. En realidad no
existe una función de producción. Por el contrario, la tarea del empresario
consiste precisamente en encontrar, en un mundo en perpetuo cambio, qué
combinación de recursos generará, en las condiciones actuales, un beneficio
máximo respecto del valor de los insumos y en adivinar qué lo hará en las
probables condiciones de mañana, cuando habrán cambiado los valores de
producción, el coste de insumos complementarios y la tecnología.

Si todos los recursos de capital fueran infinitamente versátiles el problema


empresarial no consistiría en más que seguir los cambios en las condiciones
externas transformando las combinaciones de recursos en una sucesión de
usos que se hacen rentables por medio de estos cambios. En realidad, los
recursos tienen, por lo general, un rango limitado de versatilidad, cada uno
tiene un número concreto de usos.[1] De ahí la necesidad de ajustarse al
cambio que a menudo conlleva la necesidad de un cambio en la composición
del grupo de recursos, para “reagrupar capital”. Pero cada cambio en la forma
de complementariedad afectará al valor de los recursos componentes al dar
lugar a ganancias y pérdidas de capital. Los empresarios ofrecerán más dinero
por los servicios de esos recursos para los que han encontrado usos más
rentables y menos para los que se han convertido en usos menos rentables. En
el caso límite en que no pueda encontrarse ningún uso (presente o
potencialmente futuro) para un recurso que hasta ahora ha formado parte de
una combinación rentable, este recurso perderá completamente su carácter de
recurso. Pero incluso en casos menos drásticos las ganancias y pérdidas de
capital obtenidas de activos duraderos son una consecuencia inevitable de un
mundo de cambios imprevistos.

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Así que el proceso de mercado se considera como un proceso nivelador. En
una economía de mercado se está produciendo todo el tiempo un proceso de
redistribución de riqueza ante el cual esos procesos en apariencia similares
que los políticos modernos tienen la costumbre de instituir, palidecen por su
insignificancia comparativa, aunque solo sea porque el mercado da riqueza a
quienes pueden mantenerla, mientras que los políticos se la dan a sus electores
que, por lo general, no pueden hacerlo.

Este proceso de redistribución de riqueza no se produce por una concatenación


de riesgos. Los que participan en él, no participan en un juego de azar, sino en
un juego de habilidades. Este proceso, como todos los procesos dinámicos
reales, refleja la transmisión de conocimientos de una mente a otra. Solo es
posible porque alguna gente tiene conocimientos que otros aún no han
adquirido, porque el conocimiento del cambio y sus implicaciones se difunde
gradual y desigualmente por toda la sociedad.

En este proceso tiene éxito quien entienda antes que nadie que cierto recurso
que pueda producirse hoy, cuando es nuevo, o comprarse, cuando es un
recurso existente, a cierto precio A, mañana formará parte de una combinación
productiva como consecuencia de la cual valdrá A’. Esas ganancias y pérdidas
de capital, alimentadas por la posibilidad, o la necesidad, de trasladar recursos
de un uso a otro, superior o inferior al primero, forman la sustancia económica
de lo que significa la riqueza en un mundo cambiante y son el medio principal
del proceso de redistribución.

En este proceso es muy improbable que el mismo hombre continúe acertando


en sus previsiones acerca de posibles nuevos usos de para recursos existentes
o potenciales una y otra vez, salvo que sea realmente alguien superior. Y en
este último caso es improbable que sus herederos consigan un éxito similar,
salvo que también sean superiores. En un mundo de cambios imprevistos, las
pérdidas de capital acaban siendo tan inevitables como las ganancias de
capital. La competencia entre propietarios de capital y la naturaleza de los
recursos duraderos, aunque sean de “especificidad múltiple”, conlleva que las
ganancias vienen acompañadas de pérdidas y que las pérdidas vienen
acompañadas de ganancias.

Estos hechos económicos tienen ciertas consecuencias sociales. Como hoy en


día los críticos de la economía de mercado prefieren justificar su postura sobre
bases “sociales”, puede no ser inapropiado dilucidar ahora las verdaderas

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consecuencias sociales del proceso de mercado. Ya hemos hablado de ello
como un proceso nivelador. Más apropiadamente, podemos describir estos
resultados como un ejemplo de lo que Pareto llamó “la circulación de las
élites”. Es improbable que la riqueza permanezca mucho tiempo en las
mismas manos. Pasa de mano en mano como al conferir el cambio imprevisto
valor ahora a este recurso concreto y ahora a aquél, engendrando ganancias y
pérdidas de capital. Los propietarios de riqueza, podríamos decir con
Schumpeter, son como los clientes de un hotel o los pasajeros de un tren:
Siempre están ahí, pero nunca son por mucho tiempo la misma gente.

Puede objetarse que nuestro argumento se aplica en todo caso solo a un


pequeño segmento de la sociedad que la circulación de las élites no elimina la
injusticia social. Puede que haya esa circulación entre propietarios de riqueza,
pero ¿qué pasa con el resto de la sociedad? ¿Qué posibilidades tienen los que
no tienen riqueza de al menos participar, ya no digamos ganar, en este juego?
Sin embargo, esta objeción ignoraría el rol que desempeñan gestores y
emprendedores en el proceso de mercado, algo a lo que tendremos que volver
enseguida.

Hemos visto que en una economía de mercado, toda la riqueza es de una


naturaleza problemática. Cuanto más duraderos y concretos sean lo activos,
cuanto más restringido sea el rango de usos a los que pueden dirigirse, más
claramente visible se hace el problema. Pero en una sociedad con poco capital
fijo en la que la mayoría de la riqueza acumulada tomara la forma de
existencias de productos, principalmente agrícolas y perecederos, se
desarrollara en periodos de distinta duración, una sociedad en la que apenas
existieran los bienes de consumo duraderos, excepto tal vez las casas y los
muebles, el problema no sería tan claramente visible. Esa sería, a grandes
rasgos, la sociedad en que la vivían los economistas clásicos y de la cual
naturalmente brotaron muchos tratados. En las condiciones de sus tiempos,
por tanto, los economistas clásicos estarían hasta cierto punto justificados en
considerar todo el capital como virtualmente homogéneo y perfectamente
versátil, frente a la tierra, el único recurso específico e irreproducible. Pero en
nuestros tiempos hay poca o ninguna justificación para esa dicotomía. Cuanto
más capital fijo haya y más duradero sea, mayor será la probabilidad de que
dichos recursos de capital tengan que utilizarse, antes de agotarse, en fines
distintos de aquéllos para los que se diseñaron originalmente. Esto significa en
la práctica que en una economía de mercado moderna no puede existir una
fuente de renta permanente. La durabilidad y la versatilidad limitada lo hacen
imposible.

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Podemos preguntarnos si al presentar nuestro argumento no habremos
confundido al propietario de capital con el emprendedor, adscribiendo al
primero funciones que pertenecerían más bien al último. ¿No es la decisión
acerca del uso de los recursos existentes, así como la que especifica la forma
concreta de los nuevos recursos de capital, es decir, la decisión de invertir, una
tarea típicamente emprendedora? ¿No es el emprendedor el que reagrupa y
redispone las combinaciones de bienes de capital? ¿No estamos reclamando
para los poseedores de capital las funciones económicas del emprendedor?

No nos preocupa demasiado la reclamación de funciones de nadie. Nos


preocupan los efectos de un cambio imprevisto en los valores de los activos y
en la distribución de la riqueza. Los efectos de dicho cambio recaerán en los
propietarios de la riqueza independientemente de de dónde proceda el cambio.
Si la distinción entre capitalista y emprendedor pudiera ser siempre fácil,
podría decirse que la continua redistribución de la riqueza es el resultado de la
acción emprendedora, un proceso en el que el propietario del capital
desempeña un papel meramente pasivo. Pero tal y como se produce realmente
el proceso, el que la riqueza está siendo distribuida por el mercado es algo de
lo que no cabe ninguna duda, ni tampoco de que el proceso lo genera la
transmisión de conocimientos de un centro de acción emprendedora a otro. Si
los propietarios de capital y los emprendedores pueden distinguirse
claramente, es verdad que los propietarios de la riqueza no toman parte activa
en el proceso, sino que tienen que aceptar pasivamente sus resultados.

Aún así, hay muchos casos en que no puede hacerse esa clara distinción. En el
mundo moderno, la riqueza toma habitualmente la forma de títulos. El
propietario de riqueza es habitualmente un accionista. ¿Es el accionista un
emprendedor? El Profesor Knight afirma que sí, pero una serie de autores,
desde Walter Rathenau[2] a Burnham le han negado este estatus. La respuesta,
por supuesto, depende de nuestra definición de emprendedor. Si lo definimos
como quien soporta la incertidumbre, está claro que el accionista es un
emprendedor. Pero en años recientes parece haber una tendencia creciente a
definir al emprendedor como planificador y tomador de decisiones. Si es así,
directores y gestores son emprendedores, pero los accionistas parece que no.

Aún así, debemos tener cuidado con nuestras conclusiones. Una de las tareas
más importantes del emprendedor es especificar la forma concreta de los
recursos de capital, decir qué edificios hay que construir, que existencias hay
que mantener, etc. Si vamos a distinguir claramente entre capitalista y
emprendedor debemos asumir que un emprendedor “puro”, sin riqueza propia,

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toma prestado capital en forma de dinero, es decir, en una forma no específica,
de los propietarios “puros” de capital.[3]

¿Pero realmente toman todas las decisiones los directores y gestores en lo alto
de la escala de la organización? ¿No hay muchas de esas decisiones delegadas
en responsables, supervisores, etc.? ¿Es realmente posible en absoluto indicar
“el emprendedor” en un mundo en el que las funciones directivas están tan
ampliamente extendidas?

Por otro lado, las decisiones de un propietario de capital de comprar nueva


acciones en la empresa A en lugar de en la empresa B es también una decisión
específica. De hecho, es la principal decisión de la que en definitiva dependen
todas las decisiones directivas de la empresa, ya que sin capital no habría nada
a especificar. Parece que tenemos que darnos cuenta de que las decisiones de
especificación de accionistas, directores, gestores, etc., son al final
mutuamente dependientes, no son sino eslabones en una cadena. Todas son
decisiones de especificación distinguidas solo por el grado de concreción, que
aumenta a medida que bajamos por la escala organizativa. Comprar acciones
de la empresa A es una decisión que da al capital una forma meno concreta
que la decisión del director de taller de qué herramientas hay que fabricar,
pero es igualmente una decisión de especificación, y una que ofrece las base
material para la acción del director de taller. En este sentido, podemos decir
que el propietario de capital realiza la decisión de especificación “superior”.

Por eso la distinción entre propietario de capital y emprendedor no es siempre


fácil de hacer. Luego en cierta medida el contraste entre los emprendedores
activos, formando y redisponiendo combinaciones de recursos de capital, y los
pasivos propietarios de activos, que tienen que aceptar el veredicto de la
fuerzas del mercado respecto del éxito de “sus” emprendedores, es muy
exagerado. Los accionistas, después de todo, no están tan indefensos en estos
asuntos. Si no pueden persuadir a sus directivos de que se frenen ante ciertos
pasos, solo pueden hacer una cosa: ¡pueden vender!

¿Pero qué pasa con los tenedores de bonos? Los accionistas pueden conseguir
ganancias y pérdidas de capital: su riqueza se ve visiblemente afectada por las
fuerzas del mercado. Pero los tenedores de bonos parecen estar en una
posición completamente diferente. ¿No son propietarios de riqueza que
pueden proclamar su inmunidad ante las fuerzas del mercado que hemos
descrito y por tanto ante el proceso de redistribución?

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Por supuesto, en primer lugar, la diferencia es meramente un asunto de grado.
No nos son desconocidos casos en que debido al fracaso de planes, ineficacia
en la gestión o circunstancias externas que no eran previsibles, los tenedores
de bonos han tenido que quedarse con una empresa y convertirse así en
accionistas involuntarios. Sin embrago es verdad que la mayoría de los
tenedores de bonos son propietarios de riqueza que están, por decirlo así, a un
paso del escenario que nos hemos aventurado a describir, de la fuente de
cambios que está destinada a afectar a la mayoría de los valores de los activos,
aunque esto no sea cierto para todos. La mayoría de las repercusiones que
derivan de esta fuente habrán sido, por decirlo así, interceptadas por otros
antes de que lleguen a los tenedores de bonos. Cuanto más alta sea la
“marcha” del capital de una compañía, más delgada será la capa protectora del
título, más repercusiones llegarán a los tenedores de bonos y más fuertemente
se verán afectados. Es por tanto bastante erróneo citar el caso del tenedor de
bonos para demostrar que hay propietarios de riqueza exentos de la operativa
de las fuerzas de mercado que hemos descrito. Los propietarios de riqueza
como clase nunca pueden estar exentos, aunque algunos pueden verse
relativamente más afectados que otros.

Además, hay dos casos de fuerzas económicas engendrando ganancias y


pérdidas de capital de las cuales, por su naturaleza, el tenedor de bonos no
puede protegerse, por muy gruesa que sea la coraza protectora del título: el
tipo de interés y la inflación. Un aumento en los tipos de interés a largo plazo
deprimirá los valores cuando los accionistas puedan aún esperar recuperarse
con mayores beneficios, mientras que una caída tendrá el efecto opuesto. La
inflación transfiere riqueza de acreedores a deudores, mientras que la
deflación tiene el efecto opuesto. En ambos casos, por supuesto, tenemos
ejemplos de esa redistribución de riqueza con la que estamos familiarizados.
Podemos decir que con un tipo constante de interés a largo plazo y sin
cambios en el valor del dinero, la susceptibilidad de la riqueza de los
tenedores de bonos ante los cambios imprevistos dependerá de su posición
relativa frente a los accionistas, su “distancia económica” del centro de las
perturbaciones, mientras que los cambios en intereses y en el valor del dinero
modificarán esa posición relativa.

Por supuesto, los tenedores de bonos públicos, están exentos de muchas de las
repercusiones de los cambios imprevistos, pero en modo alguno de todas. Es
verdad que no necesitan la coraza protectora de la acción para defenderles
contra las fuerzas del mercado que modifican precios y costes. Pero los
cambios en intereses y la inflación son la misma amenaza para ellos que para

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los tenedores de bonos. En el mundo de inflación permanente en el que
vivimos hoy, sería ridículo considerar a la riqueza en forma de títulos públicos
como no expuesta a erosión por las fuerzas del cambio. Pero en toda caso, la
existencia de deuda pública no es el resultado de la operación de las fuerzas
del mercado. Es el resultado de la operación de los políticos, dispuestos a
ahorrar a sus electores la tarea de tener que pagar los impuestos que tendrían
que pagar de otra manera.

El hecho principal que hemos destacado en este trabajo, la redistribución de


riqueza causada por las fuerzas del mercado en un mundo de cambios
inesperados, es un hecho fácilmente observable. ¿Por qué se ignora entonces
constantemente? Podríamos entender por qué los políticos prefieren ignorarla:
después de todo, la inmensa mayoría de sus electores es improbable que se
vean afectados directamente por ella y, como se ven claramente en el caso de
la inflación, apenas serían capaces de comprenderla si se vieran afectados.
¿Pero por qué los economistas prefieren ignorarla? Uno pensaría que el que el
modo de distribuir la riqueza sea el resultado de la operación de las fuerzas
económicas es el tipo de proposición que apela a ellos. Entonces, ¿por qué
tanto economistas continúan considerando a la distribución de la riqueza como
un “dato” en el segundo sentido antes mencionado? Creemos que la razón ha
de buscarse en una preocupación excesiva por los problemas del equilibrio.

Vimos antes que los modos sucesivos de distribución de la riqueza pertenecen


al mundo del desequilibrio. Las ganancias y pérdidas de capital aparecen
principalmente porque los recursos duraderos tienen que usarse en formas para
las que no estaban planificados y porque algunos hombres entienden mejor y
antes que otros lo que implican las necesidades y recursos cambiantes de un
mundo en movimiento. Equilibrio significa consistencia en los planes, pero la
redistribución de riqueza por el mercado es normalmente un resultado de una
acción inconsistente. Para quienes piensan en términos de equilibrio tal vez
sea natural que procesos como los que hemos descrito deban aparecer no muy
“respetables”. Para ellos, las fuerzas económicas “reales” son las que tienden a
establecer y mantener el equilibrio. Las fuerzas que solo operan en el
desequilibrio son así consideradas como realmente poco interesantes y por
tanto se ignoran muy a menudo. Puede haber dos razones para dicho olvido.
No hay duda de que desempeña un papel en ello una creencia de que existe en
realidad una tendencia al equilibrio y de que, en cualquier situación
concebible, las fuerzas que tienden al equilibrio siempre serán superiores a las
fuerzas de la resistencia.

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Pero sospechamos que una razón igualmente fuerte es la incapacidad de los
economistas preocupados por el equilibrio de ocuparse en absoluto de las
fuerzas del desequilibrio. Toda teoría tiene que hacer uso de modelos
coherentes. Si uno solo tiene ese modelo a su disposición, muchos de los
fenómenos que no parezcan encajar en nuestro esquema probablemente
permanecerán ignorados. El olvido del proceso de redistribución no es por
tanto meramente de importancia práctica de largo alcance ya que nos impide
comprender ciertas características del mundo en que vivimos. También tiene
un significado metodológico crucial para el área central del pensamiento
económico.

Por supuesto, no estamos diciendo que el economista moderno, tan versado en


la gramática del equilibrio, tan ignorante de los hechos del mercado, se
incapaz o no esté preparado para ocuparse del cambio económico: eso sería
absurdo. Decimos que solo está bien equipado para ocuparse con tipos de
cambio que resultan ajustarse a un patrón bastante rígido. En la mayoría de la
literatura ahora de moda, el cambio se concibe como una transición de un
equilibrio a otro, es decir, en términos de estáticas comparativas. ¡Hay incluso
economistas que, habiendo entendido de forma completamente incorrecta la
idea de Cassel de una “economía uniformemente progresista” no pueden
concebir el progreso económico de ninguna otra manera![4] Esa suave
transición de un equilibrio (a largo o corto plazo) a otro virtualmente excluye
no solo la explicación del proceso que ahora nos interesa, sino de todos los
verdaderos procesos económicos. Pues dicha suave transición solo tendrá
lugar si la nueva posición de equilibrio ya es conocida de forma general y
prevista antes de que se alcance. Sea así o no, empezará un proceso de prueba
y error (los “tâtonnements” de Walras) que al final puede llevar o no a una
nueva posición de equilibrio. Pero incluso si lo hace, el nuevo equilibrio
finalmente alcanzado no será el que habríamos alcanzado inmediatamente si
todos lo hubieran previsto al principio, ya que será el resultado acumulado de
los acontecimientos que tuvieron lugar en el “camino” que nos llevó a él.
Entre estos acontecimientos, los cambios en la distribución de la riqueza
ocupan un lugar relevante.

El Profesor Lindahl[5] ha demostrado recientemente en qué medida el modelo


analítico de Keynes está viciado por su aparente determinación de encajar una
serie de fuerzas económicas en la cama de Procusto de un análisis del
equilibrio a corto plazo. Keynes, aunque quería describir el modus
operandi de una serie de fuerzas dinámicas, crea su modelo en el molde de un
sistema de ecuaciones simultáneas, aunque las distintas fuerzas estudiadas por

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él pertenecían claramente a periodos de distinta longitud. La lección a
aprender aquí es que una vez que nos permitimos ignorar los hechos
fundamentales acerca del mercado, como el conocimiento diferencial, alguna
gente que entienda el significado de un acontecimiento antes que otros y, en
general, el patrón temporal de acontecimientos, se verá tentado a expresar
efectos “inmediatos” en términos de equilibrio a corto plazo. Y enseguida nos
permitiremos también olvidar que lo que es de interés económico real no son
los equilibrios, aunque existan, lo que es en todo caso dudoso, sino lo que
ocurre entre ellos. “un sustitutivo temporal auxiliar empleado por los
economistas lógicos como idea limitadora”[6] puede producir resultados
bastante desastrosos cuando se emplee mal.

La preocupación por ele equilibrio deriva en último término de una confusión


entre sujeto y objeto, entre la mente del observador y las mentes de los actores
observados. Por supuesto, puede que no haya ciencia sistemática sin un marco
de referencia coherente, pero difícilmente podemos esperar encontrar esa
coherencia si nuestro marco de referencia requiere que nos amoldemos a las
situaciones que observamos. Por el contrario, nuestra tarea es producirla
mediante un trabajo analítico. En las ciencias sociales, hay muchas situaciones
que nos interesan precisamente porque las acciones humanas en ellas son
inconsistentes entre sí y en las que la coherencia, si la hay, la produce en
definitiva la interacción entre mentes. El presente trabajo está dedicado al
estudio de esa situación. Nos hemos esforzado en demostrar que un fenómeno
social de cierta importancia puede entenderse si se presenta en términos de un
proceso que refleje la interacción entre mentes, no otra cosa. Los constructores
de modelos, económetras y otros, naturalmente han evitado estos temas.

Hay que esperar que los economistas en el futuro se muestren menos


inclinados de lo que lo han estado en el pasado a buscar una coherencia ya
buscada, pero espuria y que prestarán un mayor interés a la variedad de formas
en que la mente humana en acción produce coherencia a partir de una
situación incoherente.

Ludwig Lachmann (1906-1990) fue un miembro alemán de la Escuela


Austriaca de economía. Estudió en la London School of Economics en la
década de 1930, enseñó en la Universidad de Wiwatersrand, en Sudáfrica, y
escribió material seminal sobre la teoría austriaca del capital.

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Este ensayo apareció originalmente en On Freedom and Free Enterprise:
Essays in Honor of Ludwig von Mises (1956).

[1]
El argumento que se presenta a continuación debe una buena parte a ideas expresadas
por primera vez por el profesor Mises en Das festangelegte Kapital. Ver Grundprobleme
der Nationaloekonomie, pp. 201-214.

[2]
Vom Aktienwesen, 1917.

[3]
Esta definición, por supuesto, tiene ciertas implicaciones sociales. Quienes la acepten
difícilmente pueden continuar considerando a los emprendedores como una clase, cuyo
acceso es imposible para quienes no tengan riqueza propia. Sea cual sea el grado de
“imperfección del mercado de capitales” que prefiramos suponer, no nos dará este
resultado.

[4]
Para una crítica más efectiva de este tipo de construcción de modelos, ver Joan Robinson
“The Model of an Expanding Economy”, Economic Journal, Marzo de 1952.

[5]
Erik Lindahl, “On Keynes' Economic System”, Economic Record, Mayo y Noviembre de
1954.

[6]
Ludwig von Mises, Human Action, Yale University Press, New Haven, Conn., p. 352.

Published Thu, Dec 1 2011 6:34 PM by euribe

Tomado de: http://mises.org/Community/blogs/euribe/default.aspx

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