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Cartón Piedra

El cuerpo del monstruo: lo ominoso y lo sexual en ‘La


entundada’
Solange RodríguezPappe. Escritora - 04 de julio de 2016 - 00:00 El término ominoso
es abordado por Freud en el ensayo Das unheimliche (1919) y por Adalberto Ortiz en
el cuento ‘La entundada’ (1971), un relato en el que se fabula la idea de la Tunda, un
monstruo mítico que se roba a los niños del campo para encantarlos y
desaparecerlos.

Esta criatura emplea figuras atractivas para los infantes —sus padres o sus
amigos, por ejemplo— como un pretexto para aproximarse, pero como se trata
de un engaño, esta metamorfosis resulta ominosa, abominable, torcida desde la
raíz de su propia representación, tal como apunta Freud.
Este concepto sirve como un punto de partida interesante para analizar el relato
de Ortiz, en el que el monstruo ominoso aparece como una criatura fantástica
cuya interpretación simbólica se puede comprender —al imitar la realidad desde
una familiaridad falsa— desde tres posibles líneas: la construcción física
imposible como un desacato a las leyes de la naturaleza; la encarnación de los
más íntimos temores familiares como el rapto de los hijos y su posible abuso, y
el cuerpo femenino que resulta reprobable y extraño a partir del embarazo.
Una brevísima y antigua reflexión sobre monstruos y sexualidad femenina en la
que no hay hombres sirena
A partir de la frase de Claude Kappler acerca de que todos los monstruos son
una representación del Thánatos y del Eros1 —es decir que sugieren tanto la
posibilidad de la fatalidad como la del erotismo—, es posible explorar de forma
general algunos ángulos de monstruos femeninos que rozan el lado ominoso,
pero también permiten una lectura sobre la curiosidad sexual que despiertan los
cuerpos femeninos no tradicionales en un mundo sesgado por la mirada
masculina.
Gran parte de los monstruos de la antigüedad clásica son monstruos femeninos
a los que los héroes civilizadores debían enfrentarse y vencer intentando no caer
en la trampa de su belleza o su veneno sexual. Claro que también los había
masculinos, como el cíclope, los centauros, el minotauro —que fue un castigo a
la lujuria de Pasifae—; pero los monstruos femeninos tenían una tácita
connotación sexual de atracción y de fatalidad para los hombres. Todos
recordamos a las sirenas cuyos encantadores coros los llamaban a lanzarse al
mar para perderse entre sus garras y dientes; a la esfinge, quien Pilar Pedraza
retrata como dueña de un rostro encantador, de pechos suaves y de un abrazo
mortal; o a la misma Cirse, que era bruja pero también dueña de una conducta
monstruosa al no desear liberar a Odiseo para que vaya rumbo a Ítaca donde lo
esperaba la fiel Penélope.
Aunque es una reflexión fuera del tema, creo que las hembras, de haber sido
capaces de deambular a su voluntad por la tierra, seguro habrían ideado
hombres sirena para advertirse las unas a las otras de los peligros del mar y así
las mujeres monstruo no parecerían ser un temor ideado principalmente por la
mente masculina ni hubieran sido las únicas criaturas supuestas como
perniciosas por su belleza y su fatalidad.
Todos estos monstruos sensuales fueron creados por aventureros, guerreros,
marineros, exploradores, caminantes de largo aliento; es decir, por hombres, y
resultan ser ominosos por ser mujeres aparentemente inofensivas cuando su
intención era otra.
Pero no todas las mujeres fantásticas ideadas y temidas fueron hermosas.
Algunas resultaron despreciables al lucir masculinas, con características que los
hombres podían identificar como de su propio sexo, por ejemplo, la barba. Lillian
von Walde Moheno explica cómo actúa esa ominosidad en la mirada de los
monstruos medievales donde el temor de los hombres se centra en la intriga que
despierta el otro sexo y cuando sus rasgos se transexualizan. La ilustración
perfecta es la de las mujeres barbudas, quienes se suponía se encontraban en
África y que representaban en su cuerpo la virilidad y la fuerza física. Tal como
explica la autora, este monstruo, a los ojos de sus cronistas, tiene poder para
«secar a los árboles y matar a los niños de ojo»2. Luego, esta misma figura se
representará en la bruja medieval que estaría asociada con otras formas de
destrucción y de amenaza social donde la lujuria femenina, sin nexo alguno con
la maternidad, llevará a estas mujeres a la cópula con Satanás y a otros
descontroles como una herramienta para obtener conocimiento y poder,
atributos que solo podían ser masculinos.
Así, estos dos tipos de monstruosidad femenina, resultaban opuestos a las
normas sociales y eran vistos como aberraciones para ser documentadas o
destruidas. En el caso de las brujas, lo execrable en ellas consistía en no elegir
a los hombres para reproducirse, si no al demonio con quien rara vez
procreaban. Pero es en Orden y Caos3, un texto de José Miguel G. Cortés, en
el que se explica cómo Freud asocia la sexualidad femenina a un temor
inconsciente del varón frente a un cuerpo que le resulta insondable y misterioso,
ya que no solo su vagina puede resultar un agujero agresivo donde puede perder
el pene o perderse él mismo completamente, sino que también la preñez podría
entenderse como un estado en el que lo que se gesta es un ser invasivo que se
alimenta del cuerpo de la madre y cuya figura también se distorsiona y se
metamorfosea a medida que el embrión crece.
Así, la maternidad puede ser vista como un estado incomprensible para los
hombres donde las mujeres dejan de ser su objeto de deseo y se transforman
en cuerpos que se concentran en anidar otras formas de vida. En otras palabras,
la mujer conocida se vuelve otra mujer sin dejar de parecerse a la que era;
aquello, considero, es una de las formas de lo ominoso. El recorrido anterior le
da contexto al análisis que se realiza en este ensayo, centrado en el cuento ‘La
entundada’, de Adalberto Ortiz. Esta historia relata la desaparición de la joven
Numancia, ausencia que se atribuye al rapto hecho por el mítico monstruo de la
selva y del campo ecuatorianos llamado Tunda, quien se supone se lleva a los
niños para torturarlos y asesinarlos. El punto de giro de este relato acontece
cuando la joven Numancia vuelve a casa con una barriga que jamás se menciona
como un embarazo, pero que para los lectores resultará algo obvio.
Es, pues, según el hilo fantástico de la historia, un hijo de la Tunda, por lo que
Numancia es ahora, una entundada, una criatura que no puede volver ser
acogida dentro del sistema de la normalidad familiar y debe retornar al follaje y
al territorio profundo de los monstruos porque no tiene lugar dentro del sistema
de la realidad. Numancia encarna en su cuerpo varias formas de monstruosidad
relacionadas con los temores masculinos sexuales hacia las mujeres, la primera
de ellas por haber tenido contacto con el monstruo Tunda, lo que la vuelve
impura a los ojos de su familia y porque su cuerpo, aún de niña, se encuentra
cumpliendo ya labores de una mujer adulta embarazada; resulta más
monstruoso aún si hablamos de una madre soltera adolescente, y aún más
terrible si nos arriesgamos a suponer una violación o un incesto, asuntos que el
texto podría llegar a insinuar ya que todo sucede dentro de una comunidad
hermética y endogámica. Son estas posibles lecturas las que se exploran a
continuación. Numancia, de ser raptada por un monstruo, se convierte también
en un monstruo de características ominosas por parecerse a la que era, sin ser
exactamente esa misma persona.
La Tunda y lo aberrado Tal como quedó establecido en las primeras líneas de
este ensayo, Das unheimlich es el concepto freudiano empleado para definir lo
ominoso, que en el texto de Eycharistia Adamopoulou4 ilustra las circunstancias
en las que lo desconocido asume corporeidad; es decir, se trata de la
representación física del miedo cuando este se metamorfosea en algo tangible.
Así, esa encarnación que inicialmente no tenía rostro, puede recibir la categoría
de monstruo justo «en el momento en el que obtiene un rostro imaginario»
(Adamopoulou, 2012: 49). En ese caso, lo ominoso puede causarnos una
angustia real porque se parecería a algo reconocible, dice Adamopoulou, citando
a Piere Docoing.
De esta forma, el monstruo se aproxima a nosotros empleando la figura de algo
familiar. José Miguel Cortés, en el libro anteriormente referido, explica de una
manera parecida la corporalidad de lo monstruoso cuando afirma que las
criaturas monstruosas vendrían a ser manifestaciones de todo aquello que está
reprimido por los esquemas de la cultura dominante, ya que la presencia del
monstruo hace que salga a la luz todo aquello que se ha querido negar y ocultar
a nivel social, como por ejemplo la violencia sexual.
En ese caso, el lenguaje popular, a manera de eufemismo, llama a los
protagonistas de estos episodios horrendos con el nombre de monstruos, tal
como en las notas periodísticas de los años ochenta, en las que se retrataban
los crímenes sexuales cometidos contra niños y niñas del Ecuador y del Perú por
parte de criminales como Daniel Camargo Barbosa y Pedro Alonso López, por
cuyas acciones se los mounstrificó, denominándolos el ‘Monstruo del manglar’ y
el ‘Monstruo de los Andes’, respectivamente. Así, estos monstruos que causaban
un daño real y que, a la vez, eran productos mediáticos de la cultura, recibían
esa catalogación porque nombrar sus ‘hazañas’ resultaba nefando.
Ya con saber que eran llamado monstruos, un lector atento podía suponer de
qué se trataban sus delitos: el horror era tácito. Entonces, estos monstruos
fueron llamados así por una intuición inteligente que se extiende entre la
población y repite en voz baja que un monstruo anda suelto y que hay que tener
ciudad con los niños, no vaya a ser que caigan en sus garras y sean lastimados,
en un descuido. La Tunda, el personaje ideado por Adalberto Ortiz, pero que
además es tomado de la imaginería popular, es una criatura que tiene rasgos
aberrantes, lo que la vuelve difícil de describir. Tiene la boca grande, el pelo
greñudo y además sabemos que ninguna de las partes de su cuerpo se conecta
entre sí con sentido.
El narrador, que es un niño de 11 años primo de Numancia, la describe de forma
ambigua sin dar con su verdadera naturaleza: «La Tunda es un fantasma, la
Tunda es un cuco, la Tunda es el pata sola, la Tunda es el ánima en pena de
una viuda filicida, la Tunda es inmunda», (Ortiz, 1971: 23) y luego añade que no
se sabe lo que es, a ciencia cierta. Además, la Tunda, según las leyendas
populares, fue expulsada del paraíso justamente porque su cuerpo no tenía lugar
en el orden divino. Se habla de su famosa «pata de molinillo», una extremidad
de palo que hace que se la pueda reconocer porque realiza un ruido acompasado
al caminar, pero por sobre todas las cosas, como la tunda no posee un cuerpo
de partes lógicas, ella tiene el don de tomar la forma que desee para realizar sus
secuestros y pasar inadvertida. Dice el narrador que la tunda suele llevarse a los
niños selva adentro transformándose previamente en figuras amables y queridas
para ellos para luego alimentarlos con pescaditos y camarones que los ponen
muy enfermos.
En el caso de la joven Numancia, la Tunda toma la figura de su madre ausente
y de esa manera logra que la siga hasta el monte donde la entunda, es decir, la
pone a su servicio. El narrador sabe que es imposible que se trate de la madre
de Numancia y esto es lo que crea en él la sensación omninosa, de la que habla
Freud, en este juego de apariencias donde de pronto, algo que marchaba bien y
era familiar, ya no lo es más. Numancia, en cambio, como es alguien que no
presta atención, según la misma voz narrativa, ha sido confundida. Como dato
adicional, el narrador afirma que Numancia está ya bastante crecidita de cuerpo,
pero no de mente, comparando su ingenuidad con la de un animalito manso
como los pavos.
Otro dato interesante acerca del carácter monstruoso de la Tunda es lo que José
Miguel Cortés expresa cuando se refiere a que los monstruos pueden ser
repulsivos, no solo porque son poseedores de cuerpos impuros y por producir
asco al ser asociados con la suciedad y la decadencia, sino porque existe la
posibilidad de que contaminen a sus víctimas volviéndolas impuras, también.
Así, la Tunda del relato de Ortiz tiene la costumbre de tirarse ventosidades en la
cara de los niños secuestrados para atontarlos y hacerlos perder la memoria, en
una práctica escatológica e invasiva. En algunas variaciones del relato oral, lo
que la Tunda hace es cocinar con sus flatulencias los camarones y los pescados
que los niños deben comer a continuación, práctica que los persuade para que
se queden con ella, y que surte el efecto de una suerte de encantamiento. Pero
como he dicho antes, sabemos que los monstruos tomados de las leyendas
populares retumban en la imaginería con el poder del mito y, desde esas
profundidades, incursionan en la literatura y en otras artes.
Cortés los caracteriza como símbolos de lo irracional, de lo infame, de lo caótico
y de lo tenebroso, pero adicional a esto, afirma que son portadores de señales
que persiguen la intención de hablar de otras cosas que no son las enunciadas
explícitamente. Teniendo en cuenta ese ángulo y analizando a la Tunda como
una metáfora, ella es la encarnación de todas las inexplicables desapariciones
infantiles que acontecen en los pueblos, las villas y las ciudades desde el inicio
de la historia del mundo. Cuerpos sexuados, cuerpos reprobables Cuando
finalmente Numancia retorna a casa luego de algunos meses de su desaparición,
su cuerpo ha experimentado cambios dramáticos. Lo dicho: un gran logro de esa
narración consiste en que su reaparición es descrita desde la ingenuidad de la
mirada infantil de su primo, quien asume que la nueva barriga que posee se debe
al tipo de alimentación al que habría sido sometida por parte la Tunda y no
menciona en ningún momento de la historia que se trata de un embarazo.
El autor, Adalberto Ortiz, al dejar esto como una insinuación abierta, permite que
sea posible para el lector establecer una perspectiva fantástica de lo que
realmente habría sucedido con la joven Numancia, volviendo más rica la
interpretación del relato. Como ‘La entundada’ se trata de un cuento que tiene
elementos del género real maravilloso, se podría suponer que estos hechos no
acontecen dentro del plano objetivo sin que sus protagonistas se asombren
demasiado por lo que ocurre. Convivir con lo inexplicable no parece ser un
asunto que desconcierte mucho a los personajes que se desenvuelven en el
campo ecuatoriano, ya que en ese espacio siempre circulan leyendas de seres
sobrenaturales.
Adicional a esto, Numancia sí acepta que se la llevó la Tunda, pero dice que no
le hizo mucho daño por lo que podríamos suponer que se la habría llevado y
mantenido a su lado con su consentimiento, volviendo incluso más confusa la
lectura de lo que en realidad habría sucedido, ya que no sabemos qué misterio
realmente se encuentra tras la figura de la Tunda. Lo cierto es que luego de la
experiencia de su desaparición, Numancia habría pasado de ser una infante a
una joven que ya ha conocido que su cuerpo es capaz de cambiar, no solo luce
más adulta si no también más sabia, talvez debido su nuevo conocimiento de la
sexualidad. Así, su primo describe con asombro esta transformación extraña que
percibe: «Había crecido y en su rostro resplandecía una nueva y desconocida
belleza para mí» (Ortiz, 1971: 24), y luego añade que considera también que tras
ese cambio había algo de sufrimiento velado.
Otra cosa interesante acerca del cuerpo de Numancia es que si su embarazo es
el resultado de una actividad combinatoria con la Tunda, este sería un monstruo
femenino capaz de preñar (lo que torna su monstruosidad mucho más
desconcertante), pero recordemos que el cuerpo monstruoso es móvil y
arbitrario, por lo tanto, sería absurdo pensar que respetaría las lógicas de los
sexos humanos y tal vez ese acoplamiento sí fue posible. Ampliando lo que dice
José Miguel G. Cortés en Orden y Caos, las representaciones monstruosas
femeninas son aquellas que se escapan a las reglas establecidas por los
hombres y se sublevan a su estructura del mundo donde solo es posible ser
esposa y ser madre sacrificada, anulando para ellas otro tipo de sexualidad que
no sea aquella que ha sido conducida por el varón. Así, la Tunda sería la
representación de una feminidad autónoma y salvaje que no requiere a los
hombres para procrear, al igual que pasaba con las brujas y con las mujeres
barbudas.
En el caso de Numancia, su embarazo-transformación corporal, ha sido creado
por algo desconocido y que, por lo tanto, se sale de las normas de control
masculino. Sea quien sea quien la haya embarazado, la Tunda o un hombre
corriente, ya no es importante; lo que resulta relevante es que debido a este
desacato el cuerpo de Numancia se ha vuelto un cuerpo reprobable, ya que daría
a luz a un bastardo, una condición indeseable para cualquier mujer que esperara
un rol tradicional dentro del patriarcado. Por este motivo su padre, lejos de
alegrarse por su vuelta a casa, al ver su barriga le dice con violencia que se
marche y que a pesar de haber vuelto, es como su madre, de quien solamente
sabemos se fue un día, tal vez en similares circunstancias.
Hay que recordar que las mujeres monstruo también engendran monstruos (¿de
qué otra forma podría denominarse a quien dejar al esposo y al hogar dentro de
la lógica social normativa?), y tal vez sobre Numancia desde siempre había
recaído la sospecha de que terminaría actuando de la misma manera. Así, su
padre no tiene motivos para aceptarla, ya que ella también se ha salido de lo
establecido y por eso es repudiada. Numancia retorna entonces a la nada de la
que salió y se va a algún sitio impreciso, extraviándose en la noche como un ser
fantástico.
Una conclusión donde aún hay más monstruos y cuerpos desatados Volviendo
al concepto de lo ominoso, el cuerpo de Numancia ha sido ubicado dentro de
esta característica a los ojos de su familia, al perder los rasgos que la volvían
familiar mientras tenía la fisonomía de una niña, ya que luego del contacto con
la Tunda se volvió algo muy diferente, una anomalía peligrosa a la que había que
apartar, porque ya no era la misma criatura inofensiva, se trataba de otro ser que
lucía semejante, pero que no era igual. Por lo que este nuevo organismo ya no
podía regresar de la experiencia —¿sexual?, ¿fantástica?— que ya estaba en
su piel. En el peor de los casos, la criatura de Numancia podría tratarse de un
hijo producto del mestizaje entre lo inhumano y lo humano, debido solo a esta
sospecha, Numancia debe ser tratada como una ‘apestada’, enviada como
castigo a un lugar fuera de la frontera del mundo conocido donde ningún ser que
no fuera un monstruo podría acceder.
La Tunda, el monstruo femenino capaz de reproducirse con mujeres, no es el
único con estas cualidades que es recordado por la historia de la imaginación.
Se suma al mismo linaje de los súcubos y los íncubos cuyo cuerpo cambiaba de
forma de acuerdo con el humano con el que elegían acoplarse, llegando a ser
masculino o femenino, dependiendo de su deseo; siendo la encarnación del
desenfreno sexual, pero también del miedo que causa lo ambiguo y lo
indistinguible.
Resultan abominables por estas mismas circunstancias, al aparentar sin ser,
cuando en realidad se tratan de otra cosa, radicando allí su naturaleza ominosa.
Dándole la razón a Eycharistia Adamopoulou, el monstruo muchas veces no es
más que la representación de lo desconocido y a la vez familiar, características
que posee Numancia al tratarse de una criatura cuyo cuerpo resulta
desconcertante una vez que retorna a casa embarazada y debe ser separada
del mundo de la normalidad, al igual que su hijo, un producto desconocido, para
que no perturbe el orden de los hombres. Y cruzando hasta el lado de la realidad,
la Tunda ha sido creada para explicar el abuso infantil, el asesinato y el
abandono del hogar, uniéndose a otras alegorías sexuales de América como los
duendes que preñan; el kurupí de la Pampa que enlaza mujeres con un pene
prensil y luego las viola, a las doncellas vírgenes que saben apaciguar unicornios
con sus núbiles pechos.
La Tunda es una intuición incómoda que obliga a los padres a advertir a sus hijos
adolescentes para que vayan con cuidado mientras retornan al hogar, y es el
predador tras la cría inexperta que espera un mínimo descuido para darle caza.
Su naturaleza ominosa consiste en que reconocemos su presencia tras aquel
adulto querido y amable que hemos abrazado toda la vida, el hombre gracioso
que nos vende pan, el vecino que tiene un perro bonito y que vive junto a nuestra
casa… podría ser cualquiera.

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