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1) Estaba lleno y controlado por el Espíritu, “aun desde el vientre de su madre” (Lc. 1:15b).
2) Fue obediente a la Palabra de Dios. Desde la infancia siguió la voluntad de Dios, de la que
nunca dudó.
3) Mostraba autocontrol, y no bebía “vino ni sidra” (Lc. 1:15a). En su comida, vestido y estilo
de vida fue moderado y austero.
4) Era humilde. Su propósito era anunciar al Rey, no actuar de modo real ni tomarse para sí
ninguna de las prerrogativas de rey. Al hablar de Jesús, Juan declaró: “Viene tras mí el que
es más poderoso que yo, a quien no soy digno de desatar encorvado la correa de su
calzado” (Mr. 1:7), y en una ocasión posterior: “Es necesario que él crezca, pero que yo
mengüe” (Jn. 3:30).
5) Predicó la Palabra de Dios con valentía y fidelidad, haciéndola retumbar a través del desierto
mientras estuvo libre para predicar a todo aquel que quería escucharlo.
6) Por último, fue fiel en ganar personas para Cristo, y en hacer “que muchos de los hijos de
Israel se conviertan al Señor Dios de ellos” (Lc. 1:16). Juan está ante nosotros como un
modelo para todos los que buscan la verdadera grandeza.
LA CONGREGACIÓN
Al ver él que muchos de los fariseos y de los saduceos venían a su bautismo, (3:7a)
Entre la gran cantidad de personas que acudían a ver a Juan en el desierto (v. 5) estaban muchos
de los fariseos y de los saduceos, a quienes el Bautista distinguió para hacerles una especial
advertencia y reproche.
Para la época del Nuevo Testamento tres grupos, o sectas, habían desarrollado algo que era
muy distinto del resto del judaísmo.
Además de los dos grupos mencionados aquí (y con frecuencia en los evangelios y en Hechos),
estaban los esenios.
La mayoría de esenios eran solteros, pero a menudo adoptaban niños de otras familias judías.
En su mayor parte estos judíos reservados y ascetas vivían en comunidades aisladas, exclusivas
y austeras como el ahora famoso Cumrán, en la orilla noroccidental del Mar Muerto.
Los esenios pasaban gran parte de su tiempo copiando las Escrituras, y gracias a ellos tenemos
la valiosa y útil ayuda de los Manuscritos del Mar Muerto, descubiertos de manera accidental
en 1947 por un muchacho pastor de origen árabe.
Pero los esenios tenían poco contacto con la sociedad de su propia época, no influían en ella,
y no se los menciona en ninguna parte del Nuevo Testamento.
LOS FARISEOS
Por otra parte, los fariseos representaban un gran contraste con los esenios.
Los fariseos se hallaban por lo general en las grandes ciudades tales como Jerusalén.
Conformaban una asociación muy centrada en la corriente principal de la vida judía, y buscaban
ser observados y admirados.
Jesús los desenmascaró como individuos que “hacen todas sus obras para ser vistos por los
hombres… y aman los primeros asientos en las cenas, y las primeras sillas en las sinagogas,
y las salutaciones en las plazas, y que los hombres los llamen: Rabí, Rabí” (Mt. 23:5-7; cp.
6:2, 5).
No disponemos de ninguna documentación específica sobre cómo o cuándo comenzó
exactamente la secta de los fariseos, pero es probable que haya venido de un grupo antiguo
llamado los jasidim, cuyo nombre significa “piadosos” o “santos”.
Los jasidim se formaron en el siglo ii a.C., durante el período intertestamentario.
Por muchos años Palestina había estado bajo el dominio helenístico (griego) de los reyes
seléucidas sirios.
Judíos patriotas, bajo el liderazgo de Judas Macabeo, se rebelaron cuando Antíoco Epífanes
trató de imponer su cultura y su religión pagana sobre los judíos.
Ese tirano despreciable incluso profanó el templo sacrificando un cerdo sobre el altar y
obligando a que la carne sacrificada bajara por las gargantas de los sacerdotes, una doble
abominación para los judíos porque la ley de Moisés les prohibía comer carne de cerdo (Lv.
11:4-8; Dt. 14:7-8).
Los jasidim fueron algunos de los más fuertes partidarios de la revuelta, hasta que sus dirigentes
comenzaron a volverse mundanos y a politizarse.
Muchos eruditos creen que los fariseos, y quizás también los esenios, descendían de los jasidim.
La palabra fariseo significa “los separados”, y los miembros de la secta trataban con esmero
de vivir a la altura de ese nombre.
Se separaban no solo de los gentiles sino de los recaudadores de impuestos y de otros a quienes
consideraban “pecadores” innegables (Lc. 7:39).
Incluso miraban con desprecio a la gente judía común, a la que un grupo de fariseos en Jerusalén
una vez se refirió como “maldita” (Jn. 7:49).: “Lo que ocurre es que todos estos que no
conocen la ley son unos malditos”
Después de salir del mercado o de cualquier reunión pública, tan pronto como les era posible
realizaban lavados ceremoniales para purificarse de toda contaminación posible al haber tocado
a alguna persona inmunda.
Eran aislacionistas legalistas que no tenían consideración o respeto por aquellos que no
pertenecían a su secta.
Creían firmemente en la soberanía de Dios y en el destino divino, y que solo ellos eran el
verdadero Israel.
Los fariseos se consideraban súper espirituales, pero su “espiritualidad” era totalmente
externa, y consistía en seguir la observación meticulosa de una variedad de rituales, la mayoría
de los cuales ellos y otros varios dirigentes religiosos habían ideado durante varios siglos
anteriores como suplementos a la ley de Moisés.
Estos rituales eran conocidos colectivamente como “la tradición de los ancianos”, a propósito
de la cual Jesús hizo a los fariseos una de sus más fuertes reprimendas, acusándolos de que
estaban “enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres” (Mt. 15:2-9).
Para la época de Cristo, los fariseos habían perdido la mayor parte del nacionalismo que antes
hubieran tenido.
Otra secta, LOS ZELOTES, se había convertido en la agrupación cuya preocupación principal
era la independencia judía.
La única lealtad de los fariseos era a ellos mismos, a sus tradiciones y a su propio prestigio e
influencia.
Por su estricta adherencia a tales tradiciones esperaban cosechar grandes recompensas en el
cielo.
Sin embargo, eran la personificación de la frivolidad y la hipocresía religiosa, según Jesús
indicaba a menudo (Mt. 15:7; 22:18; 23:13, 23, 25).
Los fariseos “por fuera, a la verdad [se mostraban] justos a los hombres, pero por dentro
[estaban] llenos de hipocresía e iniquidad” (Mt. 23:28).
LOS SADUCEOS
Los saduceos estaban al otro extremo del espectro religioso judío, pues eran ultra-liberales.
Esta secta surgió también durante el período intertestamentario, pero de entre la aristocracia
sacerdotal.
Eran complacientes, tanto en lo religioso como en lo político.
Los saduceos afirmaban aceptar la ley de Moisés como la autoridad religiosa suprema y única,
y despreciaban las tradiciones legalistas de sus antagonistas, los fariseos.
En tiempos del Nuevo Testamento aún estaban estrechamente asociados con la clase sacerdotal
(véase Hch. 5:17), hasta el punto que los términos sumo sacerdote y saduceos a menudo se
usaban casi como sinónimos (tal como se usaban los términos escriba y fariseo).
Sin embargo, les importaba poco la religión, especialmente la doctrina, y negaban la
existencia de los ángeles, la resurrección, y la mayoría de asuntos sobrenaturales (Hch. 23:6-
8).
En consecuencia, vivían solo para el presente, obteniendo todo lo que podían de quienes
pudieran, gentiles y compañeros judíos por igual.
Creían en la extrema autonomía humana y en la ilimitada libertad de la voluntad. Se
consideraban dueños de sus propios destinos.
Los saduceos eran mucho menos numerosos que los fariseos, y muy ricos.
Por tanto, fue el negocio de los saduceos el que Jesús perjudicó cuando expulsó del templo a los
cambistas y vendedores de sacrificios (Mt. 21:12-13).
Debido a su gran riqueza, a la extorsión en el templo y a la afiliación con los romanos, los
saduceos eran mucho menos populares entre sus compatriotas judíos que los fariseos, quienes
eran muy religiosos y poseían alguna medida de lealtad nacional.
Religiosa, política y socialmente, los fariseos y los saduceos no tenían casi nada en común.
Los fariseos eran ritualistas; los saduceos eran racionalistas.
Los fariseos eran estrictos separatistas; los saduceos se mostraban colaboradores.
Los fariseos eran ciudadanos comunes (la mayoría de ellos tenía un oficio), mientras que los
saduceos eran aristócratas.
Se encontraban casi en constante oposición entre sí.
Durante la época del Nuevo Testamento la única base común que mostraron fue la oposición a
Cristo y a sus seguidores (Mt. 22:15-16, 23, 34-35; Hch. 4:1; 23:6).
Ambos grupos tenían en común otro fundamento religioso y espiritual. Los fariseos esperaban
su recompensa en el cielo, mientras que los saduceos esperaban su recompensa en esta vida,
pero la confianza de ambos grupos estaba en las obras personales y en el esfuerzo propio.
Ambos resaltaban lo superficial y no esencial, y no les preocupaba la verdadera vida espiritual
interior ni el bienestar de su prójimo.
Esa fue “la levadura de los fariseos y de los saduceos”, el comportamiento exterior hipócrita,
egoísta y muerto acerca del cual Jesús advirtió a sus discípulos (Mt. 16:6).
En casi toda su historia la Iglesia ha tenido sus propios estilos de fariseos y saduceos, de
ritualistas y racionalistas.
Unos buscan salvación y bendición a través de ceremonias prescritas y prácticas legalistas; los
otros encuentran significado y propósito religioso en creencias y normas privadas y
existenciales.
Unos son conservadores y otros liberales, pero la esperanza y la confianza de ambos grupos
están puestas en sí mismos, en lo que pueden llevar a cabo o lograr por sus propias acciones y
voluntades.
Es evidente por la respuesta que Juan les diera, que Mateo consideró exactamente igual el
problema básico y la necesidad que tenían.
Los miembros de este grupo venían a su bautismo; la preposición griega epi (a) se usa en una
construcción que claramente indica propósito.
Al tener en cuenta la vestimenta poco ortodoxa de Juan, además de su estilo y de sus
exhortaciones proféticas y llenas de autoridad, es difícil imaginar por qué los orgullosos
fariseos y escribas pedirían ser bautizados por Juan, pues creían ser moralmente superiores.
Algunos de ellos solo tenían curiosidad.
Sin embargo, parece más probable que sospecharan que Juan pudiera ser de verdad un profeta,
como muchos otros creían (Mt. 14:5), y que quisieran comprobarlo tanto como pudieran.
Si fuera un verdadero profeta, quizás ellos podían conseguir su aprobación, exhibir una
actuación fingida de espiritualidad arrepentida, y aprovechar o incluso sacar ventaja del
movimiento, tal como los oportunistas religiosos de hoy siguen haciendo.
Cualesquiera que fueran las razones que tuvieran, estas eran equivocadas y malvadas.
Ellos no andaban buscando la verdad de Dios ni de que Dios obrara en sus propias vidas. Tal
como Juan sabía muy bien, no estaban arrepentidos, no habían confesado sus pecados ni habían
cambiado en absoluto.
Los fariseos y los saduceos no buscaban genuinamente la verdadera justicia que libra del juicio.
Seguían siendo los mismos hipócritas engreídos y petulantes que habían sido cuando salieron
en busca de Juan.
LA CONFRONTACIÓN
les decía: ¡Generación de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de la ira venidera? (3:7b)
La percepción que Juan tenía de la falta de sinceridad y arrepentimiento de los fariseos y
saduceos es evidente en estas fuertes palabras.
Ellos tenían la intención de llevar su hipocresía incluso hasta el punto de someterse al bautismo
de Juan, cualesquiera que fueran las motivaciones que los impulsaran.
Gennēma (generación) también podría traducirse “crías”, con el significado de descendientes
o hijos.
Jesús usó el mismo epíteto (generación de víboras) en varias ocasiones para describir a los
fariseos (Mt. 12:34; 23:33).
Las víboras (echidna) eran pequeñas serpientes del desierto muy venenosas, que Juan el
Bautista habría conocido muy bien.
Resultaban aún más peligrosas por el hecho de que cuando estaban quietas parecían una
rama seca que a menudo la gente agarraba sin darse cuenta.
Eso es exactamente lo que Pablo hizo en la isla de Malta cuando fue a recoger madera para una
hoguera después del naufragio.
Según indica la respuesta de los nativos que les ofrecían amistad a Pablo y los demás, con
frecuencia la mordedura de una víbora era fatal, aunque milagrosamente Pablo “ningún daño
padeció” (Hch. 28:3-5).
Llamar generación de víboras a los fariseos y saduceos señaló el peligro de su hipocresía
religiosa, así como el hecho de que su obra malvada se las había transmitido la serpiente original
(Gn. 3:1-13) a través de sus antepasados espirituales, de quienes eran generación o
descendencia.
Al igual que las víboras del desierto, ellos a menudo parecían inofensivos, pero su apariencia
de piedad (cp. 2 Ti. 3:5) era venenosa y mortal.
En la serie de desgracias que Jesús predijo a los escribas y fariseos, les declaró: “Cerráis el
reino de los cielos delante de los hombres; pues ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los
que están entrando” (Mt. 23:13).
Los fariseos y saduceos eran responsables de mantener a muchos judíos fuera del reino y, por
tanto, fuera de la salvación y la vida espiritual.
En Mateo 23:33 Jesús llama a los escribas y fariseos tanto “serpientes” como “generación de
víboras”, sugiriendo aún más directamente que el verdadero padre espiritual de ellos era
Satanás, como específicamente los acusa en Juan 8:44 (cp. Ap. 12:9; 20:2).
Estos hipócritas religiosos eran hijos de Satanás que hacían la obra engañosa del diablo.
La pregunta ¿Quién os enseñó a huir? continúa la figura de la víbora. Un incendio forestal o
una quema que un agricultor hace a los tallos después de la cosecha hacían huir a las víboras y
a otras criaturas delante de las llamas, con el fin de escapar.
La implicación es que los fariseos y saduceos estaban esperando que el bautismo de Juan fuera
una clase de seguro contra el fuego espiritual, que les brindaría protección de las llamas de la
ira venidera.
El arrepentimiento verdadero y la conversión auténtica sí protegen de la ira y el juicio de
Dios,
pero las profesiones o confesiones superficiales y las acciones poco sinceras de fe solo tienden
a endurecer al individuo contra la fe verdadera, dando una falsa sensación de seguridad.
Juan no sería parte de tal hipocresía y falsedad.
Fue el engaño de su maestro verdadero, Satanás, y no el genuino temor al juicio de Dios, lo que
los llevó (a fariseos y saduceos) a oír a Juan y a buscar su bautismo como una formalidad teatral.
La acusación de Juan debió ofender profundamente a esos dirigentes religiosos falsos, que
creían estar muy por encima del hombre común en su relación con Dios y con su reino.
Juan, y Jesús después de él, los caracterizaron como:
- engañadores en vez de líderes,
- perpetuadores de tinieblas espirituales en vez de luz espiritual,
- e hijos del diablo en vez de hijos de Dios.
LA CONDENA
Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento, y no penséis decir dentro de vosotros mismos:
A Abraham tenemos por padre; porque yo os digo que Dios puede levantar hijos a Abraham
aun de estas piedras. Y ya también el hacha está puesta a la raíz de los árboles; por tanto,
todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado en el fuego. (3:8-
10)
Las señales de un corazón realmente arrepentido son los frutos dignos de arrepentimiento, o
como Pablo los describió al rey Agripa: “obras dignas de arrepentimiento” (Hch. 26:20).
En su relato paralelo, Lucas menciona varios ejemplos de los frutos a los que Juan se refería.
A la multitud en general Juan declaró: “El que tiene dos túnicas, dé al que no tiene; y el que
tiene qué comer, haga lo mismo” (Lc. 3:11).
A los recaudadores de impuestos exhortó: “No exijáis más de lo que os está ordenado” (v.
13), y a algunos soldados advirtió: “No hagáis extorsión a nadie, ni calumniéis; y contentaos
con vuestro salario” (v. 14).
Según advierte Santiago: “la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Stg. 2:17).
Juan declara en su primera epístola: “El que hace justicia es justo, como él es justo” (1 Jn.
3:7); y que “si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso.
Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no
ha visto?” (4:20).
Nuestras acciones hacia nuestros semejantes son indicadores de nuestra verdadera actitud
hacia Dios.
Axios (dignos) posee la idea raíz de tener igual peso o valor y, por tanto, de ser apropiado.
El verdadero arrepentimiento no solo debe tener, sino que tendrá, las buenas obras
correspondientes, demostradas tanto en actitudes como en acciones.
La correcta relación con Dios produce correctas relaciones con nuestros semejantes, al menos
en lo que se refiere a nuestra parte (cp. Ro. 12:18).
Aquellos que afirman conocer a Cristo, que aseguran haber nacido de nuevo, deben demostrar
una nueva manera de vivir que corresponda al nuevo nacimiento.
Los fariseos y saduceos sabían mucho acerca del arrepentimiento. Que Dios remite total y
libremente los pecados del penitente es una doctrina básica del judaísmo.
Los antiguos rabinos manifestaban: “Grande es el arrepentimiento, porque trae sanidad al
mundo. Grande es el arrepentimiento, porque alcanza el trono de Dios”, y “Un hombre puede
lanzar una flecha por unos cuantos metros, pero el arrepentimiento alcanza el trono de Dios”.
Algunos rabinos sostenían que la ley fue creada dos mil años antes del mundo, pero que el
arrepentimiento fue creado incluso antes que la ley.
El significado claro del arrepentimiento en el judaísmo siempre ha sido un cambio en la actitud
del hombre hacia Dios que da como resultado una transformación moral y religiosa de la
conducta del individuo.
El gran erudito judío medieval Maimónides opinó así del concepto judío del arrepentimiento:
“¿Qué es el arrepentimiento? Arrepentimiento es que el pecador abandone su pecado, lo
saque de sus pensamientos, y resuelva totalmente en su mente que nunca volverá a
cometerlo”.
Tal comprensión del arrepentimiento es básicamente coherente con la enseñanza del Antiguo
Testamento.
El arrepentimiento siempre implica una vida cambiada, renunciar al pecado y hacer lo recto.
El Señor declaró a través de Ezequiel: “Cuando el justo se apartare de su justicia, e hiciere
iniquidad, morirá por ello. Y cuando el impío se apartare de su impiedad, e hiciere según
el derecho y la justicia, vivirá por ello” (Ez. 33:18-19).
Oseas imploró: “Vuelve, oh Israel, a Jehová tu Dios; porque por tu pecado has caído. Llevad
con vosotros palabras de súplica, y volved a Jehová, y decidle: Quita toda iniquidad, y acepta el
bien, y te ofreceremos la ofrenda de nuestros labios” (Os. 14:1-2).
Después de la renuente pero poderosa advertencia que Jonás hiciera a los ninivitas: “vio Dios
lo que hicieron, que se convirtieron de su mal camino; y se arrepintió del mal que había dicho
que les haría, y no lo hizo” (Jon. 3:10).
Nínive produjo frutos dignos de arrepentimiento.
La idea de que el arrepentimiento se evidencia por la renuncia al pecado y por mostrar una vida
recta no se originó con Juan el Bautista, sino que durante mucho tiempo había sido parte integral
del judaísmo ortodoxo.
Rabinos fieles habían enseñado que uno de los pasajes más importantes de las Escrituras era:
“Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos; dejad
de hacer lo malo; aprended a hacer el bien; buscad el juicio, restituid al agraviado, haced
justicia al huérfano, amparad a la viuda” (Is. 1:16-17).
El teólogo Erich Sauer, en El triunfo del Crucificado (Grand Rapids: Portavoz), habla del
arrepentimiento como “una acción triple. En el entendimiento significa reconocimiento del
pecado; en los sentimientos significa dolor y pena, y en la voluntad significa cambio de
manera de pensar”.
El verdadero arrepentimiento implica en primer lugar comprensión y entendimiento profundo,
conciencia intelectual de la necesidad de limpieza, y cambio moral y espiritual. Segundo, tiene
que ver con nuestras emociones.
Llegamos a sentir la necesidad que nuestra mente conoce.
Tercero, participan las acciones adecuadas que resultan de lo que nuestra mente conoce y
nuestros corazones sienten.
Reconocer el pecado personal es el primer paso importante. Pero en sí es inútil, incluso
peligroso, porque tiende a hacer que el individuo crea que lo único que se necesita es reconocer.
Un faraón endurecido admitió su pecado (Éx. 9:27), un indeciso Balaam admitió el suyo (Nm.
22:34), un codicioso Acán también reconoció su pecado (Jos. 7:20), y un Saúl poco sincero
confesó el suyo (1 S. 15:24).
El joven rico que le preguntó a Jesús cómo tener vida eterna se alejó triste pero no arrepentido
(Lc. 18:23).
Incluso Judas, desesperado por haber traicionado a Jesús, comentó a los principales sacerdotes
y ancianos: “Yo he pecado entregando sangre inocente” (Mt. 27:4).
Todos esos hombres reconocieron su pecado, pero ninguno de ellos se arrepintió.
Experimentaron lo que Pablo llamó “la tristeza del mundo” que “produce muerte” en vez de “la
tristeza que es según Dios” que “produce arrepentimiento” (2 Co. 7:10-11).
El arrepentimiento verdadero incluirá un sentimiento profundo de maldad y de haber pecado
contra Dios.
David empieza su gran salmo penitencial clamando: “Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu
misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones” (Sal. 51:1).
No solo vio claramente su pecado, sino que sintió profundamente su necesidad de librarse de él.
En otro salmo declaró: “Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día”
(Sal. 32:3).
El dolor del verdadero arrepentimiento es como el de David; se trata de dolor por agraviar a un
Dios santo, no solo de remordimiento por las consecuencias personales de nuestro pecado.
Tristeza por ser descubiertos, o por sufrir privaciones o disciplina a causa de nuestro pecado no
es dolor piadoso, y no tiene que ver con arrepentimiento. Ese tipo de dolor no es más que
remordimiento por uno mismo y no por Dios.
Simplemente es algo que se suma al pecado original. Incluso reconocer el pecado y sentir el
agravio en contra de Dios no completa el arrepentimiento.
Si este es verdadero, dará como resultado una vida transformada que produce frutos dignos de
arrepentimiento. Tras confesar y expresar gran remordimiento por su pecado contra Dios,
David determinó que con la ayuda de Él abandonaría su pecado y se volvería a la justicia. “Crea
en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí… Entonces enseñaré
a los transgresores tus caminos, y los pecadores se convertirán a ti” (Sal. 51:10, 13).
Los frutos se ven siempre en la Biblia como comportamiento manifestado (cp. Mt. 7:20).
El gran puritano Thomas Goodwin hizo un llamado al arrepentimiento con estas impresionantes
palabras: Cae de rodillas delante de él y, como Simei, con un corazón quebrantado y ablandado
reconoce tu traición y rebeldía contra aquel que nunca te hizo daño; y reconoce, con una soga
apropiadamente dispuesta en tu cuello por tu propia mano, así como hicieron los siervos de Ben-
hadad; es decir, confiesa que si él te colgara, podrá hacerlo… Dile que él puede mostrar su
justicia sobre ti, si lo desea; y presenta tu pecho desnudo, tu alma detestable como un objeto y
una marca para Él, si le complace, para que dispare sus flechas y clave allí su espada.
Desea solamente que recuerde que él clavó primero su espada en las entrañas de su Hijo, Zac.
13:7, cuando hizo de su alma una ofrenda por el pecado (The Works of Thomas Goodwin
[Edinburgh: James Nichol, 1863], 7:231).
Otro puritano, William Perkins, escribió: “La tristeza piadosa causa dolor por el pecado, porque
es pecado. Hace que cualquier individuo en que este tipo de tristeza se encuentre tenga esta
disposición y mente, de modo que, si no hubiera ninguna conciencia acusadora, ningún mal
aterrador, ningún Juez que procese y condene, ningún infierno atormentador, aun así, él se
humillaría y se pondría de rodillas por sus pecados, porque ha ofendido a un Dios amoroso,
misericordioso y extremadamente sufrido”.
Por supuesto, en última instancia un arrepentimiento como este parece un regalo de Dios.
Al hablar ante el sanedrín, el concilio supremo judío, Pedro y otro de los apóstoles expresaron:
“A éste [Jesús] Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel
arrepentimiento y perdón de pecados” (Hch. 5:31).
Algún tiempo más adelante, después que él mismo fuera finalmente persuadido por Dios de que
los gentiles eran elegibles para el reino (10:1-35), Pedro logró convencer a los escépticos
cristianos judíos en Jerusalén, quienes luego “glorificaron a Dios, diciendo: ¡De manera que
también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida!” (11:18).
Pablo pidió a Timoteo que fuera un siervo amable y comprometido con el Señor en predicar la
verdad a los perdidos, con la esperanza de que “Dios les conceda que se arrepientan para
conocer la verdad, y escapen del lazo del diablo, en que están cautivos a voluntad de él” (2
Ti. 2:25-26).
Fue evidente que no era arrepentimiento dado por Dios lo que los fariseos y saduceos profesaron
delante de Juan.
Entre todo el pueblo, ellos debieron haber sabido el significado del verdadero arrepentimiento,
pero no lo sabían.
Eran hipócritas y farsantes, como Juan lo sabía muy bien. Él no había visto absolutamente
ninguna evidencia de arrepentimiento verdadero, y exigió ver tal evidencia antes de bautizarlos.
Al igual que sucede en todos los bautismos desde Juan, ellos debían mostrar pruebas externas
de transformación interna.
Las palabras de Juan a esos dirigentes religiosos fueron a la vez un reproche y una invitación:
Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento. Con esto les estaba diciendo: “Ustedes no
han demostrado ninguna evidencia de eso, pero ahora tienen la oportunidad de
arrepentirse de verdad si quieren hacerlo. Muéstrenme que se han vuelto de su malvada
hipocresía a la piedad verdadera, y con mucho gusto los bautizaré”.
Los rabinos enseñaban que las puertas del arrepentimiento nunca se cierran, que el
arrepentimiento es como el mar, porque una persona puede bañarse allí en cualquier momento.
El rabino Eleazar expresó: “La costumbre del mundo es que, cuando un hombre ha insultado a
su prójimo en público, y pasado el tiempo quiere reconciliarse con él, el otro le dice: ‘Tú me
insultaste públicamente, ¿y ahora quieres que nos reconciliemos en privado los dos solos? ¡Vete
a traer a todos los que estaban presentes cuando me insultaste, y me reconciliaré contigo!’. Pero
Dios no es así.
Una persona puede plantarse en el mercado, y blasfemar, mientras el Santo dice: ‘Arrepiéntete
entre nosotros dos, y Yo te recibiré”. (Citado en William Barclay, Comentario al Nuevo
Testamento] [Barcelona: Editorial Clie, 1999], p. 27).
Hace algunos años un hombre conocido en el ministerio público ridiculizó de manera abierta y
repetida a un colega ministerial. Después de muchos meses de crítica, el primer hombre decidió
que estaba equivocado en lo que había hecho y fue a ver al otro ministro para pedirle perdón.
Se notificó que quien había sido criticado contestó: “Me atacaste en público y deberías
disculparte en público. Cuando lo hagas, te perdonaré”.
No hay razón para creer que Juan el Bautista quisiera humillar a los fariseos y saduceos o exigir
algún tipo de demostración pública de la sinceridad que tuvieran.
Sin embargo, Juan insistió en ver evidencia válida de arrepentimiento verdadero y no le pareció
bien que lo quisieran usar para promover los propios egoísmos y propósitos impíos que
motivaban a estos individuos.
Como tal vez sabía lo que estaban pensando, Juan continuó: y no penséis decir dentro de
vosotros mismos: A Abraham tenemos por padre.
Ellos creían que el simple hecho de ser descendientes de Abraham y miembros del linaje
escogido de Dios los hacía espiritualmente seguros.
No era así, Juan continuó: porque yo os digo que Dios puede levantar hijos a Abraham aun
de estas piedras.
Descender de Abraham no era un pasaporte al cielo. Era una gran ventaja conocer y entender la
voluntad de Dios (Ro. 3:1-2; 9:4-5), pero sin fe en Él esa ventaja se convierte en la condena más
severa.
Si Abraham mismo fue justificado solo por su fe personal (Gn. 15:6; Ro. 4:1-3), ¿cómo podrían
sus descendientes esperar que los justificaran de alguna otra manera (Ro. 3:21-22)?
Muchos judíos del tiempo del Nuevo Testamento creían, y muchos judíos ortodoxos de nuestra
época aún creen, que tan solo su condición de judíos les asegura un lugar en el reino de Dios.
Los rabinos enseñaban que “todos los israelitas tienen parte en el mundo venidero”.
Hablaban de los “méritos liberadores de los padres”, quienes traspasaron el mérito espiritual a
sus descendientes.
Algunos incluso enseñaban que Abraham hacía guardia en las puertas de la gehena, o infierno,
para hacer volver a cualquier israelita que tomara ese camino.
Afirmaban que era el mérito de Abraham el que permitía que barcos judíos navegaran con
seguridad en los mares, que se enviaran lluvias sobre sus cosechas, que Moisés recibiera la ley
y entrara al cielo, y que hizo que las oraciones de David fueran escuchadas.
Esa fue la clase de arrogancia que Juan el Bautista reprendió. Ningún descendiente de Abraham,
por puro que fuera genéticamente, podía creerse recto delante de Dios.
Jesús contradijo afirmaciones similares de otro grupo de fariseos, solo que en términos más
fuertes que los de Juan.
Después que llenos de autosuficiencia declararan: “Nuestro padre es Abraham”, Jesús les
expresó: “Si fueseis hijos de Abraham, las obras de Abraham haríais.
Pero ahora procuráis matarme a mí, hombre que os he hablado la verdad, la cual he oído de
Dios; no hizo esto Abraham” (Jn. 8:39-40).
Nuestro Señor siguió diciendo que las acciones de los fariseos probaban que en realidad su padre
era Satanás.
En la historia que Jesús contó del rico y Lázaro se pasa por alto que el hombre rico en el infierno
se dirige a Abraham como “Padre”, y Abraham, hablando desde el cielo, llama “hijo” al hombre
rico.
Pero después Abraham le dice al rico: “Una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de
manera que los que quisieren pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá” (Lc.
16:25-26).
Un hijo de Abraham en el infierno era algo que estaba más allá de la manera de pensar judía.
Por lo general los judíos consideraban a los gentiles como habitantes del infierno,
espiritualmente sin vida y sin esperanza, piedras muertas en lo que se refiere a una correcta
relación con Dios.
Podría ser que Juan sacara provecho de esa ilustración al declarar que Dios puede levantar
hijos a Abraham aun de estas piedras, es decir, verdaderos hijos de Abraham que llegaban al
Señor como hizo Abraham: por fe.
Cuando el centurión romano pidió a Jesús que sanara al siervo expresando solamente la orden,
Jesús contestó: “De cierto os digo, que ni aun en Israel he hallado tanta fe. Y os digo que
vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob
en el reino de los cielos; más los hijos del reino [es decir, israelitas] serán echados a las
tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mt. 8:10-12).
En la predicación de Juan, como en los profetas del Antiguo Testamento, el juicio estaba
estrechamente relacionado con la salvación en la venida del Mesías.
Esos hombres de Dios no vieron diferencia entre la venida de Cristo para salvar, y su venida
para juzgar. Isaías escribió acerca de la “vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus
raíces… que juzgará con justicia a los pobres, y argüirá con equidad por los mansos de la tierra”
(Is. 11:1, 4).
Refiriéndose otra vez al Mesías, el profeta escribió: “El Espíritu de Jehová el Señor está sobre
mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos… a
proclamar el año de la buena voluntad de Jehová, y el día de venganza del Dios nuestro” (Is.
61:1- 2; cp. Jl. 3).
En su bendición al niño Jesús en el templo, Simeón afirmó acerca de él: “He aquí, éste está
puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel” (Lc. 2:34).
Israel experimentó un anticipo del juicio de Dios en el saqueo a Jerusalén y la destrucción del
templo en el año 70 d.C., solo unos cuarenta años después que Juan el Bautista predicara.
Todo incrédulo enfrenta igualmente un juicio seguro cuando muere, e incluso antes de la muerte
las personas podrían sufrir juicios anticipados de parte de Dios debido al pecado y la rebelión.
Tal como el libro de Proverbios nos recuerda en varias ocasiones (1:32-33; 2:3-22; 3:33-35),
Dios asegura que en última instancia, e incluso en gran medida en esta vida, la buena voluntad
cosechará bondad y el mal cosechará maldad (cp. Ro. 2:5-11).
Al parecer Juan creía que el juicio definitivo de Dios era inminente. Debido a la llegada del
Mesías, ya también el hacha está puesta a la raíz de los árboles; por tanto, todo árbol que
no da buen fruto es cortado y echado en el fuego.
Al final de cada época de cosecha el agricultor pasaba por su viña o huerto en busca de plantas
que no hubieran dado buen fruto.
Estas serían cortadas con el fin de hacer espacio para vides y árboles productivos, y evitar que
tomaran nutrientes de la tierra que eran necesarios para las plantas buenas.
Un árbol sin fruto es inútil y solo sirve para ser cortado y echado en el fuego. Jesús usó una
ilustración similar para describir a los falsos discípulos: “El que en mí no permanece, será
echado fuera como pámpano, y se secará; y los recogen, y los echan en el fuego, y arden”
(Jn. 15:6).
El arrepentimiento sin fruto es inútil e inservible; significa absolutamente nada para Dios.
Fuego es un símbolo bíblico frecuente del tormento del castigo y el juicio divino.
A causa de su maldad excepcional, Sodoma y Gomorra fueron destruidas por “azufre y fuego
de parte de Jehová desde los cielos” (Gn. 19:24).
Un tiempo después Coré, sus hombres y familias fueron tragados por la tierra y “descendieron
vivos al Seol… También salió fuego de delante de Jehová, y consumió a los doscientos
cincuenta hombres que ofrecían el incienso” (Nm. 16:32-33, 35).
En su papel como Juez justo, a menudo se le llama a Dios “fuego consumidor” (Éx. 24:17; Dt.
4:24; 9:3).
En el último capítulo del Antiguo Testamento, Malaquías habla del día futuro que será “ardiente
como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que
vendrá los abrasará” (Mal. 4:1).
La predicación de Juan retomó donde Malaquías quedó, y Jesús mismo habló a menudo del
fuego del infierno (Mt. 5:22, 29; Mr. 9:43, 47; Lc. 3:17).
Juan estaba hablando específicamente a los fariseos y saduceos no arrepentidos, pero su mensaje
de juicio fue para todo ser humano, para todo árbol que no da buen fruto, que no quiere
volverse a Dios en busca de perdón y salvación, y que por tanto no tiene evidencia, es decir
ningún buen fruto de verdadero arrepentimiento.
La salvación no se verifica por una acción pasada sino por fecundidad actual.
EL CONSUELO
Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que viene tras mí, cuyo
calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu Santo
y fuego. Su aventador está en su mano, y limpiará su era; y recogerá su trigo en el granero,
y quemará la paja en fuego que nunca se apagará. (3:11-12)
Con el mensaje de juicio Juan también ofrece una medida de esperanza y consuelo. Aquí habla
específicamente del Mesías, quien había venido con el fin de que nadie tuviera que enfrentar el
juicio de Dios.
Juan primero explica cómo su bautismo difiere del bautismo del Mesías: Yo a la verdad os
bautizo en agua para arrepentimiento.
El bautismo de Juan reflejaba un ritual que los judíos usaban a menudo cuando un gentil
aceptaba al Dios de Israel.
La ceremonia era la señal de que un extranjero se volvía parte del pueblo escogido.
En el ministerio de Juan bautizarse señalaba la profesión externa del arrepentimiento interno,
que preparaba al individuo para la venida del Rey.
Como el apóstol Pablo explicara muchos años después, “Juan bautizó con bautismo de
arrepentimiento, diciendo al pueblo que creyesen en aquel que vendría después de él, esto
es, en Jesús el Cristo” (Hch. 19:4).
El segundo bautismo mencionado aquí es del Mesías, un bautismo por Aquel de quien Juan
afirma que es el que viene tras él y que es más poderoso que él, cuyo calzado Juan no era
digno de llevar.
Una de las tareas más bajas de un esclavo en esa época era quitar las sandalias de su amo y de
todos los invitados, y luego lavarles los pies.
Este fue el símbolo que Jesús mismo usó para enseñar a los discípulos a ser siervos (Jn. 13:5-
15).
La humildad de Juan, una característica de su estatura espiritual, es evidente en esta descripción
de Aquel que anunciaba, y es coherente con su expresión en Juan 3:30 de que “es necesario
que [Jesús] crezca, pero que yo mengüe”.
Entre las maneras en que el Mesías sería más poderoso que Juan estaba su bautismo en el
Espíritu Santo.
El Espíritu Santo fue prometido por Jesús a sus discípulos como “otro Consolador, para que
esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir,
porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará
en vosotros” (Jn. 14:16-17).
En Pentecostés (Hch. 2:1-4) y durante la formación inicial de la Iglesia (Hch. 8:5-17; 10:44-48;
19:1-7), el Espíritu Santo prometido vino realmente sobre los discípulos, bautizándolos y
estableciéndolos en el cuerpo de Cristo.
Aunque sin tan dramáticas señales presentes, por medio de Cristo todo creyente desde ese
tiempo es bautizado en la Iglesia con el Espíritu de Dios. “Porque por un solo Espíritu fuimos
todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres” (1 Co. 12:13).
El mensaje de Juan acerca del Espíritu Santo debió haber sido consolador y emocionante para
los judíos fieles que estaban entre sus oyentes, aquellos que esperaban el día en que Dios
derramaría su “Espíritu sobre toda carne” (Jl. 2:28), en que esparciría “sobre [ellos] agua
limpia”, y les daría “corazón nuevo, y [pondría] espíritu nuevo dentro de [ellos]” (Ez.
36:25- 26).
En ese día al fin serían bautizados en el mismo poder y la misma persona de Dios mismo.
El tercer bautismo mencionado aquí es el de fuego. Muchos intérpretes toman esto como parte
del bautismo del Espíritu Santo, que comenzó en Pentecostés y que en ese caso estuvo
acompañado por “lenguas de fuego” (Hch. 2:3).
Pero el relato de Hechos dice que tales lenguas “se les aparecieron” (esto es, a los expectantes
discípulos) “como de fuego”.
No eran de fuego, pero parecían lengüetazos de fuego. En su última promesa del inminente
bautismo con el Espíritu Santo, Jesús no dijo nada acerca de que fuego verdadero sería parte de
la experiencia (Hch. 1:5).
Y poco tiempo después, cuando Cornelio y su casa fueron bautizados con el Espíritu Santo no
hubo fuego presente (Hch. 10:44; 11:16; cp. 8:17; 19:6).
Otros intérpretes toman al fuego como representación de una limpieza espiritual, según se
describe en la cita acerca de Ezequiel.
Pero nada en el texto del profeta, en el contexto del mensaje de Juan aquí, o en la referencia de
Pentecostés a las lenguas “como de fuego” se relaciona con tal limpieza.
En consecuencia, parece mejor considerar que el fuego representa el juicio venidero de Dios, el
cual como hemos visto con frecuencia en la Biblia se simboliza por fuego.
Tanto en el versículo anterior como en el siguiente (10, 12) Juan usa claramente fuego para
representar juicio y castigo.
Es imposible que la referencia de la mitad al fuego tenga que ver con un tema totalmente
distinto.
Ambos versículos adyacentes contrastan los destinos de los creyentes con los incrédulos: los
que llevan buen fruto y los que no lo llevan (v. 10) y el valioso trigo y la inútil paja (v. 12).
Por tanto, parece lógico y natural tomar también el versículo 11 como un contraste entre los
creyentes (aquellos bautizados en el Espíritu Santo) y los no creyentes (aquellos bautizados
con el fuego del juicio de Dios).
Al igual que en los dos versículos anteriores, Juan vuelve a dar consuelo a los creyentes, pero
advertencia a los incrédulos: Su aventador está en su mano, y limpiará su era; y recogerá su
trigo en el granero, y quemará la paja en fuego que nunca se apagará.
La ilustración cambia a la de un agricultor que acaba de recoger su cosecha de cereal.
En Palestina, al igual que en muchas otras partes del mundo antiguo, los agricultores hacían una
era seleccionando una ligera depresión en el suelo, o de ser necesario, cavando una, por lo
general sobre una colina donde hubiera brisa.
La tierra entonces se humedecía y apisonaba hasta que quedaba muy dura. Alrededor del
perímetro del suelo, que tal vez tenía de diez a quince metros de diámetro, se apilaban piedras
para mantener el cereal en su lugar.
Después que las espigas de trigo se colocaban en el suelo, un buey, o una yunta de bueyes,
arrastraban pesadas piezas de madera en círculos sobre el cereal, separando los granos de trigo
de la paja, u hojarasca.
Luego el agricultor tomaba un aventador y lanzaba un montón de grano al aire.
El viento se llevaba la paja mientras los granos, al ser más pesados, volvían a caer al suelo. Por
último, lo único que quedaba era el trigo bueno y útil.
De manera similar el Mesías separará a todos los que le pertenecen y, al igual que el agricultor,
recogerá su trigo en el granero, donde estará para siempre seguro y protegido.
También de igual manera que el agricultor, Cristo quemará la paja en fuego que nunca se
apagará.
El tan esperado Mesías realizará ambas funciones, aunque no en el tiempo y la secuencia que
Juan y los profetas antes de él pudieron haber creído.
La separación final y el último juicio serán solo en la segunda venida de Cristo, cuando de los
no salvos se dirá que “irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna” (Mt. 25:46).
Tal escena fue presentada dramáticamente por nuestro Señor en la parábola de la cizaña (Mt.
13:36-43) y en la parábola de la red (Mt. 13:47-50).
La presentación que Juan hizo de la persona y el ministerio del Mesías preparó al pueblo para
la llegada de su Rey.