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Discurso de Frederick Douglass «La hipocresía de la esclavitud estadounidense», 1852

Ceremonia del 4 de julio en Rochester, Nueva York, 1852


«Conciudadanos, con su perdón, permítanme preguntar: ¿por qué me han llamado para hablar aquí
hoy? ¿Qué tenemos que ver, yo o a quienes represento, con su independencia nacional? ¿Acaso nos
incluyen los grandes principios de libertad política y de justicia natural plasmados en la Declaración
de Independencia? ¿Y estoy, por lo tanto, llamado a traer nuestra humilde ofrenda al altar nacional,
a confesar las ventajas y a expresar mi devota gratitud por los beneficios de su independencia?
Quisiera Dios que, tanto por su bien como por el nuestro, se pudiese honradamente dar una
respuesta afirmativa a estas preguntas. Mi tarea sería entonces fácil, y mi carga ligera y agradable.
Porque, ¿quién es tan frío como para no sentir el calor de la simpatía de una nación? ¿Quién es tan
obstinado y cerrado a los reclamos de gratitud como para no reconocer agradecido dichos
incalculables beneficios? ¿Quién es tan imperturbable y egoísta como para no sumar su voz a los
aleluyas del jubileo de una nación, cuando las cadenas de la servidumbre han sido arrancadas de sus
miembros? Ese no soy yo. Si así fuera, hasta los tontos podrían hablar con elocuencia y el «cojo
saltar como una gacela».
Pero no es el caso. Digo esto con la triste conciencia de la disparidad entre nosotros. ¡No estoy
dentro de este glorioso aniversario! Su gran independencia solo revela la inconmensurable distancia
entre nosotros. Los beneficios que hoy celebran no son disfrutados por todos. La rica herencia de
justicia, libertad, prosperidad e independencia que sus padres les dejaron es compartida por ustedes,
no por mí. La luz del sol que les dio vida y les sanó a mí me ha traído azotes y muerte. Este 4 de
julio es suyo, no mío. Puede que ustedes lo celebren, pero yo debo llorar. Arrastrar a un hombre
encadenado al gran templo iluminado de la libertad y pedirle que se una a ustedes en gozosos
himnos sería una burla inhumana y una ironía sacrílega. ¿Acaso ustedes, ciudadanos, pretenden
burlarse de mí, al pedirme que hable hoy? Si así es, su conducta tiene un nombre. Y déjenme que
les advierta que peligroso copiar el ejemplo de una nación (Babilonia) cuyos crímenes, que se
elevan hasta el cielo, se ejecutaron en nombre del Todopoderoso, enterrando a dicha nación en una
ruina irrecuperable.
Conciudadanos, detrás de su tumultuosa alegría nacional escucho el lamento de millones de
personas cuyas cadenas, ayer terribles y pesadas, se vuelven hoy más intolerables ante los gritos de
júbilo. Si los olvido, si hoy no recuerdo a esos sangrantes hijos del dolor, «¡que mi mano derecha
pierda su destreza y que la lengua se me pegue al techo de la boca!».
Olvidarlos, pasar por alto sus injusticias y unir mi voz al coro popular sería la traición más
escandalosa y chocante, y me condenaría al oprobio ante Dios y ante el mundo.
Mi tema es, por lo tanto, conciudadanos, la «esclavitud estadounidense». Me referiré a este día, y a
sus características populares, desde el punto de vista del esclavo. Desde aquí, identificado con el
siervo estadounidense, haciendo mías sus injusticias, no dudo en declarar, con toda mi alma, que el
carácter y la conducta de esta nación nunca fueron tan negros para mí como en este 4 de julio.
Ya se trate de las declaraciones del pasado o de las declaraciones del presente, la conducta de la
nación parece igualmente atroz y repulsiva. Estados Unidos falsea el pasado, falsea el presente, y se
compromete solemnemente a falsear el futuro. En esta ocasión, de pie junto a Dios y al esclavo
oprimido y sangrante, osaré, en nombre de la escandalizada humanidad, en nombre de la libertad
encadenada, en nombre de la Constitución y la Biblia desatendidas y pisoteadas, atreverme a
cuestionar y a denunciar, con todo mi énfasis, todo lo que contribuye a perpetuar la esclavitud, ¡el
gran pecado y vergüenza de América! «No seré ambiguo, no me excusaré.» Emplearé el lenguaje
más severo que pueda encontrar y, sin embargo, no diré una sola palabra que no sea reconocida
como correcta y justa por aquellos que no estén cegados por el prejuicio o que no son esclavistas de
corazón.
Pero imagino que alguien de la audiencia dirá, es exactamente en esta circunstancia que usted y sus
hermanos abolicionistas fracasan en impresionar favorablemente al público. Si argumentaran más y
denunciaran menos, si persuadieran más y reprocharan menos, sería mucho más probable que su
causa triunfara. Pero, si me lo permiten, cuando todo es obvio no hay nada que argumentar. ¿Sobre
qué punto del credo antiesclavista quiere que argumente? ¿Sobre qué parte del tema necesita
aclaración el pueblo de este país? ¿Debo esforzarme en demostrar que el esclavo es persona? Pero
este punto ya está admitido. Nadie lo duda. Los mismos esclavistas lo reconocen cuando promulgan
leyes para su gobierno. Lo reconocen cuando castigan la desobediencia del esclavo. En el estado de
Virginia hay setenta y dos delitos que, si son cometidos por un hombre negro (independientemente
de lo ignorante que sea), merecen la pena de muerte, mientras que solo dos de esos mismos delitos
hacen a un hombre blanco merecedor del mismo castigo.
¿Qué es esto sino el reconocimiento de que el esclavo es un ser moral, intelectual y responsable? Se
admite la humanidad del esclavo. Se admitida porque, en los estados del sur, los libros están llenos
de leyes y ordenanzas que, bajo graves multas y castigos, prohíben que se enseñe a un esclavo a leer
y escribir. Cuando puedan mostrarme leyes semejantes aplicadas a los animales del campo,
entonces podremos discutir la humanidad del esclavo. Cuando los perros en sus calles, los pájaros
del aire, el ganado en sus colinas, los peces del mar y los reptiles que se arrastran sean incapaces de
distinguir al esclavo de la bestia, entonces discutiré con usted si el esclavo es persona.
Por el momento basta simplemente afirmar la igual humanidad de la raza negra. ¿No es
sorprendente que, mientras nosotros aramos, plantamos y cosechamos usando todo tipo de
herramientas mecánicas, levantamos casas, construimos puentes y barcos, trabajamos metales de
bronce, hierro, cobre, plata y oro; mientras leemos, escribimos y calculamos, haciendo de
dependientes, mercaderes y secretarios, teniendo entre nosotros abogados, doctores, ministros,
poetas, escritores, editores, oradores y maestros; mientras nos embarcamos en todo tipo de empresas
comunes a otros hombres: buscando oro en California, cazando ballenas en el Pacífico, alimentando
ganado y ovejas en las colinas, viviendo, moviéndonos, actuando, pensando, planeando, viviendo en
familia como maridos, esposas e hijos y, sobre todo, confesándonos y adorando al Dios cristiano, y
anticipando con esperanza la vida y la inmortalidad más allá de la tumba, se nos exija demostrar que
somos personas?
¿Querrían que argumentara que las personas tienen derecho a ser libres? ¿Que la persona es la
legítima propietaria de su propio cuerpo? Ya lo han declarado ustedes. ¿Debo argumentar que la
esclavitud es injusta? ¿Es esa una pregunta para los republicanos? ¿Es algo que debe decidirse
según las leyes de la lógica y la argumentación, como si fuera un asunto plagado de grandes
dificultades, que requiere una dudosa aplicación del principio de justicia, y que resulta difícil de
comprender? ¿Cómo me vería hoy si, en presencia de los estadounidenses, tuviera que dividir y
subdividir mi discurso para demostrar que las personas tienen un derecho natural a la libertad?
Hacerlo sería ponerme en ridículo e insultar su inteligencia. No hay una sola persona bajo la bóveda
celestial que no sepa que la esclavitud es injusta.
¡¿Qué?! ¿Acaso debo argumentar que no está bien transformar a las personas en bestias, robarles su
libertad, hacerlos trabajar sin salarios, mantenerlos ignorantes de sus relaciones con sus semejantes,
golpearles con palos, arrancar su piel con el látigo, poner grilletes en sus miembros, cazarlos con
perros, venderlos en subastas, destruir sus familias, romperles los dientes, quemarles la carne,
privarles de comida para que se sometan y obedezcan a sus amos? ¿Debo argumentar que un
sistema tan manchado y marcado con sangre es injusto? No. No lo haré. Tengo otras formas
mejores de emplear mi tiempo y mi fuerza que en dichos argumentos.
¿Qué queda entonces por argumentar? ¿Que la esclavitud no es divina, que Dios no la instauró, que
nuestros doctores en teología se equivocan?
Hay blasfemia en esta idea. Lo que es inhumano no puede ser divino. ¿Quién puede razonar frente a
semejante declaración? Los que puedan, adelante. Yo no puedo. Ya pasó el momento de dichos
argumentos.
Lo que se necesita en momentos así es una sofocante ironía, no argumentos convincentes. Ay, si
tuviera la capacidad, y pudiera llegar a los oídos de la nación, hoy derramaría un ardiente torrente
de mordaces mofas, de terribles reproches, de paralizante sarcasmo y de severos reproches. Porque
lo que se necesita ahora no es luz, sino fuego. No es la suave lluvia, sino truenos. Necesitamos la
tormenta, el torbellino y el terremoto. Hay que reavivar la sensibilidad de la nación, hay que
despertar la conciencia de la nación, hay que sacudir la corrección de la nación, hay que exponer la
hipocresía de la nación y hay que denunciar sus crímenes contra Dios y contra las personas.
¿Qué es para el esclavo estadounidense su 4 de julio? Yo les respondo: un día que le revela, más
que cualquier otro día del año, la tremenda injusticia y crueldad de las que es víctima constante.
Para él, su celebración es una farsa; su alardeada libertad, una profana licencia; su grandeza
nacional, hinchada vanidad; su regocijo, vacío y sin corazón; sus gritos de libertad e igualdad,
huecas burlas; sus plegarias e himnos, sus sermones y agradecimientos, con toda su ostentación
religiosa y solemnidad, son, para él, mera grandilocuencia, fraude, engaño, impiedad e hipocresía,
un tenue velo para cubrir delitos que avergonzarían a una nación de salvajes. No existe nación sobre
la Tierra en este mismo momento que sea más culpable de prácticas tan escandalosas y sangrientas
como el pueblo de los Estados Unidos.
Busquen donde quieran, recorran todas las monarquías y despotismos del Viejo Mundo, viajen por
Sudamérica, persigan cada abuso y, cuando hayan encontrado el último, comparen lo encontrado
con las prácticas diarias de esta nación y acabarán diciendo conmigo que, en el terreno de la
repulsiva barbarie y la desvergonzada hipocresía, Estados Unidos no tiene rival.

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