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C rónicas

DELA
B andolera
Los bandidos colom bianos m ás famosos
del siglo XX
"Sa^grenegra- . Ch:spa¿ ". “T arzár”. "Desquite”. "Eiraín Goozáaez’.
C ostuSo ". " J a T G .raido . "Los Tiznados” .

Pedro Cía ver Tellez


PEDRO CLAVER TELLEZ

CRONICAS DE LA VIDA
BANDOLERA
(Historia de los bandidos colombianos
más famosos del siglo XX)

PLANETA
Colección
DOCUMENTO

Consejo Editorial: Germán Arciniegas - Presidente


Germán Vargas Cantillo, Germán Santamaría
Germán Castro Caycedo, Camilo Calderón Sch.

Dirección de Colección: Mireya Fonseca Leal.

© Pedro Claver TéUez, 1987


© Planeta Colombiana Editorial S.A., 1987
Calle 22 No. 6-27 Piso 3o., - Bogotá, Colombia

Primera edición: Octubre de 1987


Digitalizado por: Micheletto Sapiens Historicus
Diseño de Portada: PLANETA

Preparación litográfica: Servigraphic Ltda.

ISBN 958-614-245-6

Impreso en Colombia
Printed. in Colombia
Para Angélika y m is hijos
Aimary, Kira y Marvan
"Todavía en nuestros días todo el mundo seguramente teme
encontrarse con unos bandidos;pero en cuanto son víctimas
de castigos, todo el mundo les compadece. Y es porque el
pueblo, tan fino, tan burlón, que ríe con todos los escritos
publicados sin la censura de sus señores, hace su lectura
habitual de los pequeños poemas que cuentan con pasión la
vida de los bandidos más famosos. Lo que hay de heroico en
esas historias maravilla la fib ra artística que vive siempre
en las clases bajas, y, por otra parte, están tan cansados de
las alabanzas oficiales dadas a ciertas personas, que todo lo
que no es oficial en este aspecto va derecho a su corazón".

L A ABA D ESA D E C A ST R O (Tomado del libro


- "Crónicas italianas” de Stendhal).
Contenido

Introducción ................................................................................. 11

P or los tiem pos de Virgilio Salinas ....................................... 13

Cinco mil y m ás azotes ..............................................-.............. 25

El jinete de la noche ................................................................... 67

Los bandidos tam bién saben a m a r ..................................... 85

El m ito de “ sietecolores” ........................................................ 101


L a b atalla de las avispas ...................................................... 103
El herm ano Ju a n ito ......................................
L a últim a tarde ......................................................................... 131

U n a tram p a p ara “ C hispas” .............................................. 139

“ D esquite” no hay sino uno ...................................................... 147

U n narcotraficante condecorado
con la C ruz de Boyacá ................... ........................................... 197

Itinerario de la “ M uerte tiznada” ............................................ 209

L a guerra de las esm eraldas .................................................... 231


Introducción

A diferencia de otros libros Sobre el fenóm eno de la violencia


colombiana, éste, escrito durante quince años por el periodista
PEDRO CLA VER TELLEZ, se alim eniacónlas vivencias directas, los
recuerdos personales y sobre todo, con las emociones que en 1950
saltaron en pedazos cuando con su fam ilia tuvo que abandonar el
pueblo natal y buscar refugio en otros lugares de un país destrozado
después del asesinato de Jorge Eliécér Gaitán.
También a diferencia de otras obras de un género periodístico-
literario que ha conocido un escandaloso “boom " en los últimos
años, ésta, logra con un lenguaje simple y accesible, ausente de
retórica y form alism os, darle huesos y carne y nervios y sangre y
sentimientos y logros y frustraciones a personajes que durante todos
estos años fu e r o n s ó lo fantasm as citados en libros, periódicos,
revistas y documentales, fantasm as que aquí son capaces de m atar y
dejarse morir por el cuerpo tibio de una mujer, fantasm as que rozan
él heroísmo cuando solitariamente se enfrentan a un enemigo más
numeroso y mejor armado, fantasm as que no conocen las dife­
rencias partidistas pero obedecen órdenes dé Directorios lejanos,
fantasm as que rezan antes de disparar y hundirlos cuchillos, fantas­
m as p a ra quienes p o r encima de todo, aun de la misma madre, valen
m ás el afecto y las palmadas de los amigos.
12 Pedro Claver Téllez

Los fantasmas rescatados por la paciencia, la memoria, los senti­


mientos y la destreza del autor: José del Carmen Tejeiro, capaz de
los mayores desplantes y dueño de un profundo sentido del humor,
exigiendo recibos por los azotes que propinaba; Antonio Jesús
Ariza, invencible en el agua, en la tierra y en el aire; Clemente
Roncando, organizador de varios grupos de autodefensa y quien
murió a comienzos de 1963 en una cruz, cabeza abajo, provocando
una romería que no ha cesado desde entonces; Jaír Giraldo, fanático
de Rojas Pinilla, loco por la mesera de un bar, Lilia Berna!, por quien
habría de ser masacrado por la tropa; Efraín González, quien a
pesar de la fam a de asesino que cargaba, era capaz de adjudicarse
sólo un muerto, hábil para escapar al más cerrado de los asedios
militares. González, fetichista e idólatra con los objetos religiosos
obligaba a sus víctimas a un extraño ritual de besos a sus escapula­
rios, es tal vez el personaje más pintoresco y atractivo de este libro,
capaz de vestir un hábito de monje y encarar las patrullas que lo
perseguían.
Y en esta galería de fantasmas que siguen pesando sobre la
historia reciente de los colombianos, aparece también Teófilo Ro­
jas, Chispas, carteándose con reinas de belleza, muriendo por se­
guirle el rastro a una muchacha, con los bolsillos llenos de estampi-
tas y fotos del Che; “Desquite ”, José Angel Aranguren, autor de
terribles masacres; “Sangrenegra ” y su concepto de la lealtad entre
los bandoleros. También aparece el más importante cazabandidos
en los anales de la vida bandolera delpaís, Evelio Buitrago Solazar,
ganador de la Cruz de Boyacá y autor de un siniestro, libro de
memorias.

también con los protagonistas de la llamada ”guerra sucia” y la


masacre esmeraldífera), en medio de estos recuerdos dolorosos y
sangrienteos, el libro de PEDRO CLAVER TELLEZ seguramente
reabrirá cicatrices. Para el lector común y corriente, quien todos los
días abre los periódicos con tensa preocupación, pasar junto a estos
nombres, estos asesinatos, estos momentos angustiosos, es una
form a tangible de entender algunas de las. raíces del estado de
violencia actual que sacude a Colombia. Téllez no convierte a los
bandoleros en héroes, ni magnifica sus fechorías y con su relato,
nutrido de recuerdos y experiencias personales, ayuda a comprender
el alcance de lo que está ocurriendo.
E n 1975, después de veinticinco años, de ausencia, retorné a
Jesús M aría, mi pueblo natal, sólo p a ra ver al poeta Virgilio
Salinas. Yo era m uy niño cuando p artió de allí mi fam ilia, en
1950, con destino a Puente N acional y luego a B ogotá para
engrosar la larga lista de los exiliados p o r la Violencia que se
desató en esos años tenebrosos, a raíz del asesinato de Jorge
Eliécer G aitán. La verdad es que no quería husm ear p o r el pueblo
que ta n ingratos recuerdos me traía a la m em oria, de m odo que
apenas me bajé dé la flota q u em e llevó desde Puente N acional, me
dirigí con prem ura a la casa del poeta, un viejo am igo de mi padre.
No fue difícil e n c o n trar J a casa. E staba en las afueras, en el
extrem o de un a vieja callejuela que desem boca en; el cam ino real.
M e acerqué con tem or a que me gruñera un perro negro, lanudo
que, com o un cancerbero, g u ardaba la puerta: Lo espanté con
una piedra y golpeé con fuerza, pero el perro m e hostigó largo
rato antes de que una m ujer abriera. La m ujer tendría unos
cuarenta años, vestía u n a larga saya cam pesina, un delantal sucio
y un som brero carm elito. Pregunté por Virgilio Salinas.
— Mi p ap á está tullido, no se puede mover. ; ■
— ¿Le quiere d a r ésta carta? D ígale que la lea de inm ediato. Es
urgente su respuesta. :.
16 Pedro Claver Téllez

La m ujer recibió la carta de mala gana, me dio la espalda y, sin


decir nada, cerró la puerta de nuevo. El perro volvió a hosti­
garm e, pero al cabo de unos m inutos de ladridos inútiles, se
fam iliarizó conmigo. La puerta se abrió de nuevo.
— Siga —dijo la m ujer.
M ientras cam inaba a lo largo del zaguán oí, al fondo, u n a voz
gangosa, seguida de un acceso de tos. En el patio de la am plia
casona solariega, la m ujer me pidió la m aleta y la colocó en un
extrem o del corredor.
Virgilio Salinas estaba en el centro del patio, bajo un durazno,
sentado en una silla de ruedas. Tenía las piernas cubiertas con una
ru an a y el som brero gris encim a de ésta. Se m esaba los escasos
cabellos entrecanos. T endría unos ochenta años. E ra flaco, cani­
jo , de ojos claros, lagañosos y la piel llena de pecas, de m anchas
rojizas. M e alargó las dos m anos y una sonrisa. Carraspeó.
— ¿Con que usted es hijo de G onzalito? ¿Cóm o está el viejo?
— A chacoso y enferm o. A caba de cum plir ochenta y cinco
años. Pero aún se m antiene en pie.
—Yo, com o usted ve, estoy tullido de la cintura para abajo,
pero gracias a D ios aún puedo leer, com er bien. D uerm o poco
pero no m e falla la m em oria, bendito sea D ios.
Virgilio Salinas me m iró a los ojos con vehem encia.
— ¿De m anera que desea saber sobre bandidos? Éso dice
G onzalito en la carta.
— Sí, quiero escribir un libro, un panoram a de la vida ban d o ­
lera, visto desde m uchos ángulos.
Virgilio Salinas bajó la m irada y, segundos después, a ú n m ás
vehem ente la fijó en m í con malicia.
— Me recuerda usted a un periodista, u n escritor, José A nto­
nio O sorio Lizarazo. Vino hace unos treinta y cinco años en busca
de noticias sobre A ntonio Jesús A riza y José del C arm en Tejeiro.
¿Ha leído sus libros?
— Sí, mi padre guarda u n viejo libro de él, precisam ente el que
narra las vidas de José del C arm en Tejeiro y A ntonio Jesús Ariza,
Crónicas de la vida bandolera 17

Conozco otras novelas suyas. N o me gustan. E n cam bio me


apasionan algunas de sus crónicas. E ra un periodista estupendo.
Virgilio sonrió.
—Yo le conté todo lo que sabía sobre Tejeiro, A riza, Serafín
Bernal y Angel M aría Colm enares. Pero sólo escribió sobre Tejei­
ro y Ariza. Es un buen libro, no fue infiel a m is datos y a la verdad.
Pero O sorio Lizarazo no fue im parcial. E ncum bró a Tejeiro y a
Ariza que eran liberales y dejó sin m em oria al pueblo conserva­
dor. N osotros los godos rasos no tenem os ídolos populares. A de­
más, O sorio escribió con pasión. E ra un sectario im penitente. No
escribió sobre los dem ás, de los que tam bién le di inform ación de
prim era m ano. Yo conocí a la m ayor parte de ellos. T odos fueron
mis am igos. ¿Va usted a hacer lo mismo?
—N o. Antes que su color político me interesa conocer el
aspecto hum ano, esos datos que no se encuentran en los archivos
y en los periódicos. A m í, inclusive, me interesa saber de qué color
eran su ru an a y su som brero. ¿Me entiende?
— Sí, tiene razón. Los historiadores han disecado la vida y los
periodistas, p o r lo general, sólo se atienen a los datos oficiales.
¿Ha leído to d o lo que escribieron sobre E fraín G onzález, mi
ahijado?
, —¿Su ahijado?
— Sí, mi ahijado. Yo fui su padrino de confirm ación. ¿No lo
sabía?
— N o. Mi padre no hizo referencia a éso...
—T odo lo que escribieron sobre él en los periódicos fueron
pam plinadas. D a rabia. L a sangre se me alb o ro ta cuando repaso
mis viejos recortes de prensa... Pero, bueno... Bienvenido. Sabien­
do que se tra ta de un hijo de G onzalito, m e:puedo sincerar. Su
p ap á es liberal y yo conservador, pero toda la vida fuim os buenos
am igos, com o herm anos. D e m odo que siéntase en su casa. Ya
tendrem os tiem po de hab lar sobre m uchas cosas que yo sé que le
interesan. Será m uy g rato p a ra mí haberle sido útil en algo y ojalá
figurar, alguna vez, en u n libro de historia, de historia popular.
¡M ija!—gritó— Ponga u n a nueva cam a y tráigale un tinto a don
Pedro. De hoy en adelante será nuestro huésped.
18 Pedro Claver Téllez

Virgilio Salinas se volteó con la felicidad pintada en el rostro.


—Sí, don Pedro, esoi le venía diciendo. Así es la vida por aquí.
Yo le aseguro que entre los dos haremos un buen libro. ¿Verdad
que quiere ser mi socio en esta aventura?

El poeta Virgilio Salinas era la memoria del pueblo. Conocía


íntimamente a la m ayor parte de sus habitantes —sobre todo a los
viejos— y había alm acenado, en cincuenta años de vida trashu­
mante, la historia de Jesús M aría desde su fundación a finales del
siglo XVII. Constituían su pasión y su vicio secreto leery acumu­
lar cuanto libró, folleto o artículo de prensa se hubiese escrito
sobre la región y de tanto leerlos sabía de principio a fin capítulos
sobre los más extraños sucesos o documentados estudios sobre
aspectos que no lograba entender en form a racional. Pero esto
poco le im portaba y en más de una ocasión, frente a políticos y
letrados, ganó apuestas y discusiones que hicieron sonrojar a sus
adversarios y acrecentar su fama de ilustrado.

Hijo de padres extremadamente católicos ,y conservadores,


que poseyeron ricas tierras de aparcería, fue consumiendo su
herencia en un vagabundaje sin pausas por los más apartados
vericuetos de la provincia de Vélez. Aprendió.a leer y escribir en
su lejana juventud, en una época en que las escuelas eran una
rareza, se carecía de papel y tenían que garrapatear en pizarrones
y aprender de memoria la citolegia, una especie de enciclopedia
que contenía todas las materias. Según él mismo lo reconocía,
gracias a estas necesidades de la época, logró desarrollar una
memoria que todos envidiaban y de la que prácticamente se sirvió
para pasar la vida, sin haber tocado un azadón o arreado muías
■por los desolados y tortuosos caminos de la m ontaña. Su salud,
sin embargo, era precaria. Amigo de la bebida y la parranda,
muchas veces se cayó del caballo en que se movilizaba y se
fracturó una pierna que andando el tiempo lo dejaría cojo sin
remedio. Sólo entonces, reducido a cama y durante la convale­
cencia, se le oyó echar pestes por no haber desarrollado y fortale­
cido sus huesos y sus músculos en las faenas del campo y hasta
llegó a decir que el ejercicio de la inteligencia iba en detrimento de
la salud y no se avenía con gentes nacidas y criadas en el campo.
Crónicas de la vida bandolera 19

“ La inteligencia es un privilegio de la ciudad” , dicen que dijo


entonces.
H asta los veinte años llevó una vida que le deparó pocos
conocim ientos prácticos. E ntregado a ensoñaciones y divagacio­
nes, que le reportaron fam a de loco y huraño, el joven Virgilio
pasaba noches enteras, en ventas y posadas, oyendo a los arrieros
y a los viejos contar historias y anécdotas que iban desde triviales
acontecim ientos de la vida diaria hasta hechos verídicos dé la
G uerra de los Mil Días y episodios de la hecatom be económ ica de
los años veinte, distorsionados al antojo de los narradores de
turno. D e aquellos, años databa, posiblem ente, la afición p o r la
historia de su pequeño universo provinciano, afición que cultivó
ininterrum pidam ente to d a la vida. Entre las m uchas cosas que.
entonces oyó, perm anecía indeleble aquella que describía nubes
de langostas invadiendo los cam pos y las sementeras,, arrasán d o ­
lo todo, y las peonadas de hom bres y m ujeres —incluidos sus
parientes y conocidos— que ejercieron el poco creíble oficio de
cavar huecos y enterrar la plaga po r cuenta del Estado. Pero m ás
lo im presionaban los aspectos heroicos y hum anos de la guerra,
. especialm ente aquéllos en que el valor y el coraje habían contri­
buido a la victoria de su p artid o en la contienda. P o r esos días,
supo que cerca de Jesús M aría, en el sitio denom inado Boca de
M onte, había tenido lugar u n a de las m uchas batallas en que el
general Vargas Santos se enfrentó a Próspero Pinzón. Y atraído
p o r esos relatos, viajó varias veces al sitio del com bate, donde,
según m uchos testim onios aún se encontraban cráneos y osam en­
tas de la bestial carnicería, a m edio rem over la tierra.
Pero el hecho que incluso llegó a arrancarle más de una
lágrim a, fue contado p o r un veterano de la guerra sobre la
catástrofe de Palonegro. El anciano conservaba, adem ás de sus
recuerdos un ajado y sem idestrüido recorte de prensa en que el
d o cto r C arlos P utm an, m édico jefe de las fuerzas del G obierno
refería que en la m añana del 27 de m ayo de 1900, el cam po de
Palonégro, com o u n a visión del D ante, ofrecía todos los horrores:
“A pocos metros de un rancherío humeante nos detuvimos. Una
mujer de esas que con heroísmo incomparable acompañan al sol­
dado, entran a l combate, defienden su hombre, le buscan refugio si
cae herido, le consuelan y besan en las horas próximas a su muerte,
yacía tendida entre un charco de sangre. A su lado, aún viva', una
20 Pedro Claver Téllez

criatura de pocos días sobre el cuerpo fr ío de la madre, cercada por


los cuervos ávidos de esa carne frágil, con gesto torpe buscaba él
seno exhausto. Eso fu e Palonegro". Virgilio, aprendió de me­
m oria el p á rrafo y, cada vez que era necesario, lo repetía ju n to con
otros no m enos dantescos episodios de la guerra. Pero, p o r sobre
to d o , se encargó de difundir entre sus copartidarios conservado­
res, la im agen del vencedor general Próspero P inzón ap o d ad o “el
cruzado cristiano de 1900", quien ju n to c o n sus com pañeros del
E stado M ayor, creía que la revolución liberal q u e com andaban
V argas Santos y U ribe U ribe, a semejanza de la francesa, era
enem iga del culto católico.
D esde niño fue extrem adam ente católico y rezandero com o
casi todas las gentes de la región. Y su afición p o r las cosas
sagradas, que lo llevó prim ero a servir de acólito y m ás tarde de
sacristán, le hizo concebir Jas m ás extravagantes, sectarias y a
veces originales teorías sobre el m undo, el dem onio y la carne
— cóm o solía decir— , parodiando los que la Iglesia consideraba
m áxim os enemigos del hom bre. A bom inaba la m o d a fem enina
que iba im poniéndose y estaba de acuerdo con la pastoral dé
m onseñor Angel M aría Builes, suscrita en febrero de 1927, que
censuraba el hecho de que la m ujer había “resuelto aparecer a la
fa z del mundo, pásmese el cielo, vestida de hombre y montada a
horcajadas con escándalo del pueblo cristiano y complacencia del
infierno". Pero ante to d o y, era en lo que m ás pasión ponía,
abom inaba del liberalism o com o doctrina política p o r conside­
rarla esencialm ente anticatólica y p o r la interm inable lista de
sacrilegios que había propiciado desde que fue introducida en
C olom bia p o r el general Francisco de Paula Santander, un
m asón, intrigante y conspirador del siglo pasado que inm erecida­
m ente ocupaba una página en nuestra historia con el rem oquete
de “el hombre dé las leyes". Y durante m uchos años, p o r el m es de
diciem bre encabezó ju n to con el cura el pintoresco desfile de
prom eseros que a pie o a caballo y sobreponiéndose a to d as las
dificultades, se encam inaba a C hiquinquirá, la C iudad M ilagro­
sa, p a ra rendir u n hom enaje a su patro n a.
U n día , siendo aún m uy joven, determ inó dedicarse al servicio
civil y fue n om brado secretario de la alcaldía, cargo que ejerció
casi a perpetuidad h asta los terribles años de laV iolencia que se
inició en abril del a ñ o cu aren ta y ocho. Frecuentó las fiestas
Crónicas de la vida bandolera 21

camestoléndicas de los pueblos vecinos, las partidas de caza, los


holgorios privados y colectivos y husmeó en todos los archivos en
una insaciable búsqueda de información.
Lo llamaban cariñosamente poeta, porque gracias a su prodi­
giosa memoria y a las frecuentes lecturas, se había hecho a un
variado repertorio que a fuerza de repetir por muchos años y en
muchos sitios, de acuerdo con la celebración, le granjearon, a
falta de otro calificativo, ese que inmerecidamente lo relacionaba
con la poesía. Con el tiempo llegó a intercalar y ensamblar con los
ajenos, versos de su propia factura, cuando era necesario acomo­
dar el poema a una circunstancia muy particular, que de otra
manera hubiese sonado a falsa. Proclamó desde el principio a
Julio Flórez como el gran poeta de Colombia y América Latina y,
cada vez que viajaba a Chiquinquirá, visitaba la casa donde Flórez
había nacido y se descubría reverente ante la estatua de la plaza prin­
cipal. A su inspiración se deben las letras de coplas y guabinas que
alcanzaron alguna distinción cantadas por los hermanos Ariza y
otros juglares de la provincia. La música y la poesía, aunque nunca
se atrevió a cantar, y se limitaba al simple acompañamiento, lo
convirtieron en figura central de todos los festejos e incluso de los
velorios, donde también era solicitado para que desempolvára la
interminable retahila de oraciones que eran de usanza en aquel
entonces.
Durante mucho tiempo, mucho antes de que los noticieros
radiales desplazaran por completo la engorrosa lectura de los
periódicos, Virgilio Salinas ejerció el inusitado oficio de lector.
Con un ejemplar bajo el brazo, casi siempre atrasado, recorría
las ca¿as y las fincas de los grandes hacendados que, por tedio o
¡ignorancia, nunca tomaban un diario o un libro, pero a quienes la
curiosidad de saber lo que pasaba por el mundo, los obligaba a
utilizarlo. Tarea que no sólo le reportaba gajes y prebendas sino
que saciaba también su ilimitado deseo de comunicación. En
ocasiones, no se tomaba el trabajo de repetir la lectura sino que la
contaba y comentaba según su modo de ver y entender. Y, en no
pocas ocasiones, cuando consideraba que la noticia debía salirse
del reducido círculo de los grandes hacendados, se detenía en los
corrillos o a manera de pregonero reunía a la gente en la plaza y,
en pocos minutos, les sintetizaba la historia diaria de Colombia y
del mundo. En una época en que la ignorancia era el signo común
22 Pedro Claver Téllez

y en la que m uy pocos sabían siquiera estam par su firm a, firmó a


ruego, hizo m em oriales y escribió cartas de am or por petición de
hom bres y m ujeres que no se atrevían de palabra a comunicar sus
sentim ientos. Poseía, al fin y al cabo, una gran sensibilidad por las
cosas bellas, pero po r sobre todo, rendía un extremado,culto al
coraje y a la virilidad.
Ya viejo, le dio p o r recopilar las historias de bandidos y
guerrilleros, cuyas hazañas bien pudieron alim entar perdidas y tal
vez irrecuperables epopeyas. La exaltación del valor personal; el
m enosprecio p o r la vida, el heroísm o magnífico que tuvo expre­
siones ejem plares en las guerras cuya clámide vistió de turbulen­
cia to d a la extensión del siglo pasado, nutridos por el ejercicio de:
las batallas en la cruenta contienda de los Mil Días, se m ostraron
com o egregios episodios en la provincia de Vélez, donde rom ánti­
cos bandidos ejercieron una dom inación implacable, eludieron
las persecuciones de la ley y rindieron su vida en una lucha que fue
triunfal hasta p ara los cadáveres perforados por las balas innume­
rables, que fueron necesarias para poner fin a sus proezas estu­
pendas. ■ ' .
T odos com enzaron la trayectoria de sus vidas al margen de la
ley p o r un hecho insignificante o po r una infracción de policía.
Pero com o los rencores hallábanse vivos, e intacto el anhelo de
represalia contra los atropellos de la revolución, los vencedores
aplicaban sobre los vencidos todo el peso de su poderío 'para
inculparlos bajo la influencia de la flam ígera pasión política.
Sentíanse aquellos perseguidos, víctimas de crueles injusti­
cias, y salían a la defensa de sus vidas con el instrum ento de su
propio coraje, porque estaban persuadidos de que les sería nega­
do el apoyo de la justicia. Para subsistir dedicábanse a la cuatrería
y esto acentuaba sus diferencias con la ley, confiaba su supervi­
vencia a la energía de sus acciones y m agnificaba, hasta la leyen­
da, el valor personal.
El poeta Salinas hasta donde le había sido posible, tenía ante
sí, decorándolos a su antojo, las figuras de los más renom brados
bandoleros de com ienzos del siglo: José del Carm en Tejeiro,
arrogante y poderoso com o un dios olímpico; A ntonio Jesús
Ariza, terrible y sanguinario bajo el impulso de una voluntad
indom able; el sargento Serafín Díaz, cuya diabólica presencia
Crónicas de la vida bandolera 23

hacía tem blar; y avanzando en nuestro tiem po, el trem endo Angel
M aría C olm enares, cuya audacia estuvo a punto de co b ra r una
victoria suprem a sobre la m uerte.
La Provincia de Vélez se vio sujeta al arbitrio de estos hom ­
bres y los cam inos se obstruyeron con los residuos de las patrullas
oficiales em peñadas en u n a persecución grotesca e infecunda. El
pueblo los am aba, los tem ía o los auxiliaba; les ofrecía el am paro
y el refugio de sus cabañas y les ayudaba a eludir la persecución
que sólo se aplacó cuando la m uerte descendió sobre sus jefes
hasta entonces invulnerables, que ejercieron su heroísm o fuera de
la ley y, luego, elevaron su recuerdo sobre el pedestal de sus
hazañas. :
E sta circunstancia, unida a los efectos que lo ligaban a la
fam ilia, explican, tal vez, su apasionada adm iración p o r Efraín
G onzález, a quien conoció siendo un niño y quien según asegura­
ba, era en estos tiem pos carentes de heroísm o, el único que
sintetizaba las m ás auténticas virtudes de su raza y perpetuaba, en
el tiem po y el espacio, la ciega religión del coraje.
CINCO MIL Y MAS AZOTES
(Las rom ánticas vidas de José del Carmen Tejeiro
y Antonio Jesús A riza)
"Concluida la Guerra de los M il Días — dijo el poeta Virgilio
Salinas— , en la Provincia de Vélez se desató un bandolerismo tan
espantoso que esto parecía la Cueva de A líB a b á o un reducto de la
Italia renacentista. Pero muchos de ellos no son dignos de mención.
Eran meros asesinos o cuatreros y yo para ellos no tengo memoria.
No valen la pena. Yo voy a hablarle de hombres como José del
Carmen Tejeiro y Antonio Jesús Ariza, quienes a lo largo de su
azarosa existencia fueron capaces de suscribir actos de valor, hom­
bres que, como dice Borges, obedecían a la ciega religión del coraje.
Para m í eso es lo principal, sean del color que sean. Ya le dije que soy
conservador y como tal he sido godo raso y hasta chulavita, en el
peor de los casos. Es una fatalidad. A l cabo de los años lo he
comprendido. Pero el hecho de ser conservador no me impide ver
claro donde se encuentra el valor y ni reconocerlo en su fo rm a
prístina. Con este preámbulo, sobre el cual quiero que usted haga
hincapié más de una vez, vamos a entrar en materia, siguiendo a
O sorio Lizarazo, pues desde que ocurrieron los episodios han trans­
currido m ás de cincuenta años y la memoria, por fiel, tiende a
olvidar los detalles. Cuando sea del caso, haré las correcciones
necesarias. Ya le he dicho que Osorio Lizarazo, cegado por la pasión
liberal, le dio un giro sectario a estas biografías. Manos, pues, a la
obra”.
28 Pedro Claver Téllez

Según el poeta Salinas, el m ayor Ignacio Cuevas fue uno de los


jefes conservadores, “tal vez el más sectario y sanguinario" de la
contienda que comandó en esta parte del país el general Aristides
Castañeda. Poco después de la guerra, se estableció en cercanías
de Güepsa, en las márgenes del río Suárez, donde explotaba u n a
próspera hacienda que le tocó en repartim iento. {“¿Sabía usted
que los vencedores ejercieron sobre los vencidos un bárbaro despojo
y el premio a la victoria fu e en tierra? Eso no está en los libros,
¿verdad?"). Y por esta causa, el m ayor vivía con el alm a en vilo.
Según rumores que todos los días llegaban hasta su casa, había
gentes, más concretam ente, revolucionarios liberales interesados
en cobrarle los castigos que éste había infligido, con extrem a
crueldad, a los prisioneros y po r la gran cantidad de tropelías que
cometió a lo largo y a lo ancho de la Provincia de Vélez.

Los rum ores no eran infundados. A m ediados de enero de


1903, una partida de hábiles cuatreros penetró en sus dom inios,
incendió su casa, arrasó las sementeras y se llevó buena parte de
sus más preciados y valiosos semovientes, sobre todo ganado y
caballos, que el m ayor poseía en abundancia. L a noticia cayó
como un baldado dé agua fría entre los conservadores “que lo
teníamos por nuestro jefe indiscutible" y fue recibida con alborozo
en el lado liberal. “Esos condenados hicieron fiesta, echaron vola­
dores y llenaron las chicherías para celebrar la hazaña", dijo el
poeta, no sin resentimiento. “Pero el gobierno que era conservador
—agregó— no abandonó a su suerte al mayor Cuevas que había sido
uno de los más eficaces agentes en la contención del movimiento
revolucionario de Santander". Y desde la capital de la R epública se
enviaron patrullas e investigadores especiales para esclarecer los
hechos y hacer justicia. ■

Buena parte de los sospechosos fueron aprehendidos, m enos


José del Carm en Tejeiro {"hijo de don M anuel Tejeiro y misiá
Manuela Cadena, que, a m í me consta, eran personas honradas y
pasaban por ser de las mejores fam iliares de Vélez") y a quien el
m ayor Cuevas inculpaba de haber figurado entre los asaltantes.
“E l día del asalto estuvo merodeando por la finca — afirm aba el
m ayor Cuevas— . Lo vi ocultándose detrás de los árboles, q la orilla
del río, m ientras miraba hacia la casa. Era el espía de los incendiq-
rios". Pero esto no era verdad, según el poeta Virgilio Salinas.
Crónicas de la vida bandolera 29

“José del Carmen, a quien yo conocí desde niño, era por ese entonces
un adolescente, tendría diecisiete años, pero ya había adquirido
reputación de pendenciero, bebía aguardiente, jugaba a los dados y
criaba gallos de pelea. Poseía caballo y revólver, nada extaño por
aquí, y dicen, a mí no me consta, que ya conocía la dicha masculina
de tumbar mujeres en el pasto. Y eso„ según después se esclareció,
era lo que andaba haciendo ese día. El mismo me contó que esa tarde
tenía cita con Ana Francisca, una indiecita que trabajaba en lafinca
del mayor Cuevas y esa fue la causa de que andara rondando por
allí”.
Pero no hubo poder humano capaz de disuadir al mayor y una
patrulla de captura, presionada por éste, se presentó en la casa de
don Manuel Tejeiro para detener a José del Carmen. “ Dése preso
—le dijo el capitán Luis Bernal, quien comandaba la patrulla—,.,
tenemos todas las evidencias de que usted es un asaltante” . José
del Carmen, que en ese momento le daba de comer a unos gallos,
reviró. “ Soy inocente, capitán —dijo—. Es verdad que ese día yó
estuve por allí, pero detrás’de una mujer, no de las propiedades
ajenas” . De hada valieron las explicaciones y como el capitán
Bernal insistiera en detenerlo, José del Carmen rogó: “Un mo­
mento, me despido de mi madre” . Y mientras don Manuel, su
padre, insistía en que era una equivocación y una arbitrariedad la
que estaban cometiendo, José del Carmen escapó por el solar de
la casa. "Se formó una turbamulta de mil demonios —dice el
poeta—. Había ese día no menos de cien liberales que protestaban y
otros tantos conservadores, amigos del mayor, que pedían a voz en
cuello a la policía que hicieran algo, lo persiguieran, lo detuvieran,
cualquier cosa. Pero la policía estaba como alelada, los civiles se
fueron a las manos, hubo choques violentos, disparos, una confusión
espantosa, casi una asonada. De manera que la patrulla, desespera­
da, disparó a la multitud y no menos de diez personas cayeron
mortalmente heridas”. Pero José del Carmen Tejeiro huyó, se
lanzó a campo traviesa sobre las colinas y los valles de Vélez, que
después sería el teatro de sus hazañas, y se convirtió de un
momento a otro, para las autoridades y los conservadores, en un
prófugo, un bandido, un hombre fuera de la ley.
En los días siguientes, patrullas armadas al mando del capi­
tán Bernal inspeccionaron todos los sitios de Vélez. Pero las
pesquisas resultaron infructuosas. Antes, por el contrario, susci-
30 Pedro Claver Téllez

taro n la anim adversión de centenares de liberales que se creían


ofendidos, m altratados y despojados de algunos de sus bienes p o r
las tropas oficiales.,.. "Esto fu e verdad— dice el poeta Salinas— .
Muchos de los policías y soldados, más que una simple captura, se
creyeron con derecho, al despojo, como en los días de la guerra y, a
m i modo de ver, se les fu e la mano. En eso tenían mucha razón los
liberales’’. Entonces, tam bién p o r iniciativa del mayor. Cuevas,, se
solicitó a los alcaldes y jefes de policía de los m unicipios vecinos
(G üepsa, Bolívar, G uavatá, Cite, inclusive de San José de Pare, al
otro lado del río Suárez) que se controlaran todos los cam inos y se
les entregó a cada uno de ellos las señas particulares del prófugo.
Pero com o, pasado algún tiem po, estas medidas; tam poco
dieran resultados, el m ayor Cuevas indignado se dirigió a j o s
poderes centrales en un telegram a que a la letra decía: " Seguridad
ciudadanos exige inmediata captura bandolero hállase prófugo,
impune, estos contornos, Indispensable: envío refuerzos’’. Ofen­
dido, no sólo p o r el telegram a que lo dejaba m al p a ra d o ante sus
superiores, sino porque el m ayor Cuevas lo consideraba un inepto
^públicam ente, el capitán Bem al, en un rapto de cólera, apresó a
don M anuel Tejeiro y a su esposa doña M anuela C adena. "Este
hecho¡-suscito de nuevo las protestas liberales, mucho m ás cuando se
supo que el capitán no solamente los había encerrado en uña celda
sino que los había tratado mal. L as cosas se pusieron color de
h o m ig a y en todos nosotros quedó la impresión de que esto iba para
largo y nos encontrábamos de nuevo al bordé de la guerra”.:
Llegaron cincuenta refuerzos que se pusieron a órdenes del
capitán B em al. Pero ni aú n así, se logró la c ap tu ra de Tejeiro.
Este se h abía evaporado, envuelto én la leyenda que ya com enza­
ba a surgir en to m o suyo. '

Tres meses después de la fuga de Tejeiro y en m om entos en


que su persecución se en contraba estancada, u n jinete se detuvo
frente a la alcaldía de Vélez, ciudad que continuaba, no obstante,
m ilitarizada com o en los días de la guerra. “ Traigo u n a carta p ara
el capitán Bernal — dijo el extraño sin bajarse de la m ontura— . Es
urgente” . U n policía que se encontraba allí eñ ésé m óm entov la
recibió siq_percatarse de quien se tra tab a y se la entregó segundos
Crónicas de la vida bandolera 31

después al capitán que estaba en el interior del edificio. El capitán


la recibió de m ala gana y Se dem oró en leerla, no p o rq u e 'n o
quisiera sino porque era sem ianalfabeta y sólo al cabo de un
tiem po, cuando la pudo descifrar, se dio cuenta que era u n a carta
de Tejeiro. D io órdenes de detener al m ensajero, quien, suponía,
era el bandido, pero cuando la policía fue, p o r él, este yá había
escapado. La carta decía: " Capitán Luis Berna!. Vélez. Usted ha
sometido a injustos martirios a mis padres. Ha cometido toda clase
de atropellos contra su respetabilidad. M e persigue injustamente,
porque yo no soy responsable del asalto a la hacienda del mayor
Cuevas. Pues bien: me lo pagará todo a su hora. José del Carmen
Tejeiro”.
P o r lo m enos cien policías, o tra vez al m ando del capitán
Bernal, salieron de inm ediato tras las huellas de Tejeiro. Ü n poco
más adelante, en las afueras del pueblo, se dividieron. U nos
tom aron la ruta de G üepsa y otros, los que com andaba el propio
capitán, se encam inaron hacia G uavatá. Al atardecer, fatigados
po r la inútil búsqueda, la tro p a que dirigía el capitán se detuvo
para descansar, antes de em prender el regreso a Vélez. N o habían
transcurrido cinco m inutos cuando el capitán que se había ap ar­
tid o un poco bajo la arboleda, oyó que alguien decía a su oído:
“ N o se m ueva porque disp aro ” . E ra José del C arm en Tejeiro
quien lo encañonaba con un revólver. “ Siga adelante” le ordenó
Tejeiro al capitán. Este, sum iso y con las m anos arriba, obedeció
la orden. C am inaron, apartándose de la tro p a, más de un kilóm e­
tro. Súbitam ente, el capitán cayó de rodillas e im ploró: “N o me
m ate” . T ejeiro, sonriente, le dijo: “ ¿D ónde está su valor capitán?
¿Es usted el mism o valiente que ultrajó a mis padres?” . “Perdón
— im ploró el capitán— . Yo.no he hecho sino cum plir órdenes. Yo
no soy su enemigo, créam e” . Sin responder, Tejeiro le desgarró la
blusa militar.' “ Lo voy a azotar con este m anatí —dijo— . Es el
rem edió qué apíico a los cobardes” . Y descargó la fusta sobré lá
espalda del capitán, com o un energúm eno..C uando hubo term i­
nado le dijo: “ A hora firme aquí y, por lo p ro n to , quedarem os en
paz. C uando lo vuelva a ver lo m ataré” . El flagelador sacó de su
cartera papel y lápiz y le pidió a su víctim a que firm ara. El papel
decía:

‘‘Recibí de José M anuel Tejeiro cincuenta azotes en pago de mi


persecución contra él". Y la firm a: capitán Luis Bernal.
32 Pedro Claver Téllez

La noticia de la vapulación del capitán B em al que Tejeiro


hizo circular en copias y en form a oral, engrandeció la figura del
bandido y pu so en ridículo la im agen del m ilitar que debió
desaparecer de la población víctim a del escarnio público. M as la
brutal venganza exasperó la iracundia oficial y se redoblaron los
esfuerzos p a ra su captura. F ue nom brado un alcalde m ilitar, se
intensificó la vigilancia en los cam inos y, p o r supuesto, aum entó
la represión contra los cam pesinos liberales quienes, al decir de
los m ilitares, daban protección al bandido. N o estaban errados.
•Estos, en el fondo, pensaban que Tejeiro se había convertido en
un sím bolo de rebelión co n tra el sistem a y com o las injusticias
cundían p o r doquier, le daban am paro en sus casas y repartían
con él y la gente que lo siguió a la m ontaña los productos que
cultivaban y los víveres que traían del pueblo.
N o era que Tejeiro se m antuviera oculto del todo. M uchas
personas lo vieron en los cam inos y en las casas de sus amigos
presenciando riñas de gallos, tom ando aguardiente y com partien­
do la vida hum ilde de las gentes de los contornos. Su osadía llegó
hásta el p u n to de presentarse en la casa de sus padres, en Vélez,
a plena luz del día. Y m uchas veces allí, escuchando las súplicas-de
su padre p a ra que se m antuviera limpio de una nueva inculpación
judicial, llegaron a concebir la idea de que se asilara en alguna
parte, en Venezuela p o r ejemplo. Pero José del C arm en se iba y
con él to d a esperanza de concretar esta idea. Idea que, p o r o tra
parte, sus am igos no com partían ya que Tejeiro se había converti­
do en el látigo que m ancillaba las espaldas d e los verdugos, era la
voz de los que no podían gritar y el sím bolo de la angustia
colectiva.
. Pero a la par que crecía su prestigio, tam bién iba en aum ento
su desprestigio. T odos los robos, los asaltos, los atracos que se
com etían en la Provincia le eran achacados a él o a A ntonio Jesús
Ariza.

¿Quién era Ariza? Un adolescente, dos o tres años m enor qué


Tejeiro. N atu ral de Puente N acional, tenía apenas doce años
cuando su herm ano m ayor lo m andó a un p u n to llam ado G uaca­
m ayo, en jurisdicción de ese m unicipio, p ara reclam ar u n a esco-
Crónicas de la vida bandolera 33

peta que aquel le había prestado a Aquileo Ardila, un rico hacen­


dado de esos contornos que en ese momento se hallaba
acompañado por una partida de trabajadores a su servicio. Pero
Ardila se negó a devolver el arma usando, además, términ.os
soeces contra Antonio Jesús y su familia. Dicen que el muchacho,
indignado, le replicó cón insolencia y Ardila, que andaba a caba­
llo, le propinó un latigazo. Fue el comienzo del fin. Ariza contra­
atacó de palabra y de hecho y, entonces, los hombres de Ardila se
abalanzaron contra él, machete en mano. Antonio Jesús trató,
primeramente, de resistir y luego se echó a correr por un platanal:
Y no paró porque los hombres de Ardila, azuzados por éste para
que lo agarraran y lo flagelaran, se precipitaron en su seguimien­
to. Le dieron alcance, pero mientras lo maltrataban con crueldad
inaudita (uno de ellos le golpeó la cabeza con un machete), el
muchacho se defendía a mordiscos y puntapiés. Viendo Ardila
que sus hombres estaban a punto de ser burlados por Ariza, echó
pie a tierra y se abalanzó sobre él. Mas Ariza, en un arranque de
nuevo valor, le arrebató el arma que Ardila llevaba celosamente
en una funda sobre su glúteo derecho. Cayó al suelo, impelido por
la fuerza de Ardila, y súbitamente, con el dedo en el gatillo,
disparó. Ardila rodó también por el suelo mortalmente herido.
La trifulca no paró ahí. Mientras dos o tres trabajadores atendían
a su patrón agonizante, los otros intensificaron su ímpetu para
dominar al atrevido impúber que era ya un homicida. Pero Ariza
disparó de nuevo el revólver y otro más rodó por el suelo. La
gritería y los disparos llamaron la atención de las gentes de los
alrededores y de un momento a otro Ariza tenía frente a sí, por
lo menos, treinta hombres. Con la agilidad de un felino, Ariza los
eludía tras el tronco de un plátano, apuntando su arma en todas
direcciones.. La sangre le chorreaba por la cara y el cuello, pero no
se rendía. Le quedaban tres o cuatro balas en el revólver. Enton­
ces, viendo que la situación era insostenible a la larga, se echó a
correr de nuevo y no paró sino muchos minutos después en la
plaza de su pueblo natal. Ariza fue detenido y luego entregado a
sus padres, pues en esa época la ley no preveía qué se podía hacer
con un niño en situación semejante. Durante un tiempo trabajó al
lado de su padre; Ignacio Ariza, apodado “El Chamizo”, rodea­
do de un aureola de valiente contra el cual era inútil toda tentati­
va de vencerlo. Eso lo hizo arrogante e invulnerable. Pero tam ­
bién despiadado. Antes de llegar a la mayoría de edad, en un
34 Pedro Claver Téllez

nuevo lance, A ntonio Jesús tuvo que m ostrar una vez más el
cruento coraje de los doce años y éste episodio lo convirtió en un
hom bre fuera de la ley, en un prófugo semejante, salvadas las
distancias, a José del Carm en Tejeiro.
‘‘Conviene, desde ya, hacer una advertencia sobre estos dos
jóvenes bandidos— dijo en su m om ento el poeta Salinas— .Tejeiro
robó pero no era ladrón. Ariza mató pero no era un asesino. El
primero se vio compelido a robar para sobrevivir puesto que rio.
podía trabajar. Ariza mató pero en legítima defensa. Es fa m a que en
todos los altercados de su vida, fu e el último en sacar el revólver.
Volveremos sobre él porque hay un momento en que la vida de estos
dos hombres se entrecruza y se ahonda”.

O tros m uchos hom bres llevaban una vida semejante. El ban­


dolerism o llegó á su tope m áxim o. Se m ultiplicaron los asaltos y
los robos de valiosos semovientes en las haciendas de los conser­
vadores y, en estas condiciones, surgió la necesidad de precipitar
la cap tu ra de los delincuentes. El gobierno no podía quedar
burlado ni desam parar a sus copartidarios. Si bien era cierto que
varios de los jefes m ilitares de la m ayor graduación, todos ellos
excom batientes de la guerra, habían fracasado en la lucha, era
necesario p o n er fin al despojo, así fuera a sangre y fuego y
exponiendo la vida a cada paso. L os militares que se adiestraban
p a ra el caso tenían órdenes de batirse com o en la revolución: urdir
estrategias, com binar planes de cam paña y constituir un Estado
M ayor y su jerarq u ía, adiestrarse para la guerrilla. H a sta que al
fin, al cabo de largas consultas, de solicitudes de auxilios y de
im portantes conferencias, el M inisterio de la G u erra com isionó al
general Flavio Pinzón p ara com andar la caza interm inable. P or lo
m enos doscientos hom bres an d ab an bajo sus órdenes p o r veredas
y senderos, bajó la selva y a lo largó de las corrientes fluviales; Los
hacendados cuyas propiedades habían sido saqueadas, contri­
buían con hom bres, con auxilios, con delaciones a la gran aventu­
ra. Pero Tejeiro y A riza tenían sus leales entre los labriegos, a
quienes protegían pródigam ente. H ab íán reclutado sus com pin­
ches entre gentes de valor indóm ito que los seguían com o rebaño
fiel. ' ■ •• '
Crónicas de la vida bandolera 35

El general Pinzón patrulló como ninguno la región. No dejó


nada sin escudriñar: las colinas, los valles, las hondo­
nadas, los bosques, los sembrados, los ranchos y los trapiches. Ni
rastros de Tejeiro. Ni rastros de Ariza. Una tarde dispersó a sus
hombres, guiado, por las señas de un hacendado que le
había comunicado el sitio donde podría encontrar a Tejeiro, pero
como pasaran muchas horas y sus hombres no regresaban se
tendió a descansar. Al rato, dominado por el sueño, se echó un
periódico sobre la cara para evitar las picaduras de los insectos
que rem olinaban a su alrededor, y se quedó dormido. Los arreos
militares descansaban a su lado, pero el revólver pendía aún de la
cintura, en sitio propicio para la ligereza de la mano habituada al
disparo rápido y preciso. Al cabo de tiempo, despertó sobresalta­
do por las picaduras de los bichos y el ruido de sus hombres que ya
comenzaban a regresar después de una búsqueda, al parecer,
infructuosa. Entonces, recordó el periódico con que se había
tapado la cara pero no lo encontró por parte alguna. Se dijo que la
cosa no tenía importancia. Se lo habría llevado el viento. Des­
preocupado, salió al paso de sus hombres.
Los informes de estos eran desalentadores. “Requisamos to­
dos los ranchos, las piedras, las cuevas, los árboles. Pero no
encontramos al reo, mi general —dijo un suboficial—. Escasa­
mente tom am os prisioneros a dos indios, al parecer, amigos suyos
que dicen haberlo visto hoy mismo. Pero nada más, mi general” .
El oficial, encolerizado, pidió, que trajeran a su presencia a los dos
cautivos. Eran, realmente, unos pobres desharrapados. “¿Dónde
está Tejeiro, bandidos?” , preguntó el general. “ No sabemos,
señor. El pasa por aquí de vez en cuando, pero no nos atrevemos a
decirle nada por tem or a que nos mate, señor. Somos campesinos
honrados” . “¿Es verdad que hoy lo vieron?” . Uno de ellos, con la
voz agrietada, respondió: “ Sí, mi general. Hoy lo vimos cruzar
por el camino real. Pero nos escondimos por temor a que nos
hiciera daño” . “ ¿Y qué camino tomó ese bellaco?” , preguntó de
nuevo el general. “ No sabemos, señor —dijo su compañero— ,
simplemente lo vimos cruzar por el camino real” . El general,
indignado, ordenó que azotaran a los campesinos. Y ya se iba a
ejecutar la orden cuando apareció, por el sendero, corriendo un
hombre. Venía jadeando, con el fusil en bandolera y la cara llena
de terror. “ ¡Mi general —exclamó—! ¡Allí está Tejeiro!” . El
general miró en esa dirección. “ ¿Dónde imbécil?” . “ Allí” —seña-
36 Pedro Claver Téllez

ló el soldado aún jadeante— . Me había quedado algunos pasos


atrás de mis com pañeros, cuando me dijeron: “ A lto” . Y era él, mi
general. M e ap u n tó con un revólver. Entonces me dijo: “ Ni una
p alab ra porque lo m ato ” . Y tuve que obedecer. El general no salía
de su estupor. “ Después me dio este periódico* mi general”
—agregó el soldado— Me dijo: “ Entregúeselo personalm ente al
general Pinzón de parte de José del C arm en T ejeiro” . Y luego:
“ A hora váyase” . Yo tenía m ucho m iedo, mi general, lo confieso.
Y me vine co rriendo” . El general, acom etido p or la iracundia,
recibió el periódico y ordenó: “ Diez latigazos a ése m iserable por
cobarde” . El alto oficial observó el periódico y vio que era el
mism o con que se había cubierto la cabeza. Entonces vio algo
escrito de puño y letra en un borde y leyó:

“Este es el periódico con que tenía tapada la cara cuando se


quedó dormido, como lo ve. Pero yo no soy un asesino. Le
tengo, sin embargo, su cuenta abierta. Algún día me la pagará.
Suelte a los hombres que tiene presos, porque ellos no saben
nada ni tienen que ver conmigo. S i se los lleva, general, y o los
libertaré. Y su cuenta conmigo crecerá notablemente”. José
del Carmen Tejeiro.

H um illado, vencido por la audacia del prófugo, el general


Pinzón em prendió el regreso a Vélez. Pero antes de hacerlo pasó
revista a sus hom bres y se dio cuenta que faltaban diez. “ ¿Qué se
hicieron?” — preguntó a un suboficial. “ N o sabem os, mi general.
Son los que se fueron a inspeccionar las orillas del río. Puede que
traigan al b a n d id o ” . La tro p a se puso en m ovim iento, pero no
habían an dado m ucho cuando alguien gritó atrás: “ A hí viene la
patrulla, mi general” . El general Pinzón se dio vuelta y vio un
espectáculo insólito. Los diez hom bres venían desnudos. “ ¿Qué
pasó?” , —preguntó el general. U no de ellos, acosado p o r la
vergüenza, relató el suceso. Buscaban a Tejeiro en la orilla del río,
tal com o se les había ordenado, pero el calor ap retab a y decidie­
ron bañarse. Al cabo de un rato , cuando salieron, no encontraron
la ropa ni los fusiles. Sólo una esquela que decía:

“Los he podido matar, pero quiero una vez m ás demostrar que


no soy un asesino. M e lle v o la ropa y los fusiles porque me
hacen falía^ Gracias. José del Carmen Tejeiro”.
Crónicas de la vida bandolera 37

Se ruborizaron las mejillas del general. No por la desnudezde


sus hombres sino por el miedo, la vergüenza de sí mismo. Y para
hacer menos visible la vergüenza, ordenó a la tropa que le presta­
ra ropa a los desnudos. Sólo así emprendieron el regreso a Vélez.
Pero antes de entrar en la población ordenó, como se lo había
pedido Tejeiro, libertar a los prisioneros. Tuvo la impresión,
entonces, de que una cola le salía por entre las piernas.

"Ahora, dígame usted —anotó el poeta Salinas— . ¿No es esto


prueba del más refinado valor e hidalguía?".

Estos hechos no demoraron en conocerse y el general Flavio


Pinzón fue relevado de su cargo. La cuatreña aumentó hasta lími­
tes insoportables. Sólo eran inmunes los bienes y las personas que
fueran amigas de los dos bandidos o aquellos que les hubieran
prestado algún servicio. De modo que su captura o su muerte se
convirtieron en cuestiones de orden público. La gobernación de
Santander, con el apoyo del poder central, estableció un premio
de dos mil pesos para quien presentara sus cabezas, estuviesen
estas sobre los hombros o separadas de sus cuerpos o para quienes
entregaran a los bandidos atados de pies y manos a la justicia de
Vélez o de los pueblos vecinos de Santander y Boyacá, por cuyos
territorios merodeaban con ostentosa osadía. Y debido a esto se
estableció, como en los días de la guerra, un pasaporte militar
para transitar por un vasto territorio de estos dos departamentos.
De Ariza volvió a tenerse conocimiento en un lugar denomi­
nado Puerto Cuba, en inmediaciones de Chiquinquirá. Tenía en
aquel lugar su residencia Paulino González, alcalde de La Flori­
da, y en ella una hija muy bella llamada Silvia. Antonio Jesús
viajaba con frecuencia de Puente Nacional a Chiquinquirá, a
causa de los negocios de su familia en los primeros tiempos, y
después por los. propios, y en una de esas ocasiones tuvo la
oportunidad de conocer a la hija de Paulino. Su fogoso corazón
de adolescente ardió de pasión por ella como en las novelas
románticas. Entonces, según dicen, hizo más frecuentes sus via­
jes, celebró negocios con González y buscó la manera de entrar en
38 Pedro Claver Téllez

relaciones con Silvia quien le correspondió desde el prim er m o­


m ento. Pero el destino le tenía reservada una terrible sorpresa.
D io la casualidad de que un día que Paulino G onzález viajaba
entre La F lorida, donde atendía los asuntos propios de su cargo,
y Puerto C uba donde estaba su residencia, se topó con A ntonio
Jesús Ariza y ju n to s siguieron po r un buen trecho. N o se sabe qué
conversaban, pero iban anim ados, despreocupados, a la vista de
los innum erables transeúntes que se m ovilizaban en uno u otro
sentido. Lo cierto es que m ucha gente los vio en com pañía, según
después atestiguaron. Iban a buen paso porque Paulino G onzález
tenía horas después una cita urgente en C hiquinquirá y quería
llegar tem prano a su casa para cam biarse de ropa y ver a su
familia. ( “ Después se supo que Paulino González, lo mismo que la
mayoría de las autoridades de aquellos contornos, tenía numerosos
enemigos a causa del m al trato que daba a la gente; especialmente a
los liberales, y que un grupo de antiguas víctimas del alcalde sé había
propuesto aprovechar la coyuntura de aquel viaje por tan tortuosos
caminos para cobrarse una venganza. Por esa razón, un grupo
bastante numeroso de jinetes venían siguiéndolo desde hacia varios
minutos. Y estaban, sin duda, a punto de ejecutar su venganza
cuando el alcalde se encontró con Ariza, quien también iba a Chi­
quinquirá, lo cual obligó a los asesinos a retardar la ejecución de sus
propósitos”).
La suerte quiso que am bos llegaran a la casa de Paulino donde
desm ontaron p a ra que la bestia de A riza descansara un poco y
p a ra to m ar un refrigerio que este le ofreció. Al poco rato , G onzá­
lez que deseaba llegar tem prano a C hiquinquirá, siguió su cam ino
sin esperar a su eventual com pañero de cam ino que prefirió
quedarse unos m inutos m ás: charlando con Silvia. N o habían
transcurrido dos m inutos cuando los dos jóvenes oyeron una
descarga. C on u n negro presentim iento en la cabeza corrió Ariza
hacia donde se oyeron los disparos, revólver en m ano, y cuando
llegó vio a Paulino G onzález tirad o en el piso cubierto p o r su
p ropia sangre. C om o este era un cam inó bastante transitado no
dem oró en hacerse un corrillo alrededor del m uerto. Al ver á
A riza con el revólver en la m ano supusieron que era eí au to r del
delito. Le intim aron prisión y lo ultrajaron de m anera brusca. De
n a d a valieron las protestas de este porque no faltó quién los
hubiera visto p o r la ru ta m inutos antes y porque no faltó quién se
Crónicas de la vida bandolera 39

acordara de la m uerte de A quileo Ardila. Lo cierto es que p o r lo


m enos diez hom bres se abalanzaron sobre A riza sin dar tiem po
p ara que aclarara la situación, ni interviniera la propia Silvia, hija
del alcalde asesinado, y con cuchillos, m achetes y garrotes tra ta ­
ron de capturarlo para entregarlo a la justicia. Ariza con el revólver
en la m ano les gritaba que era inocente y que entregarse era caer
en m anos de una justicia inclemente, que no tenía com pasión con
los liberales. Pero los hom bres estrecharon el cerco p a ra im pedir
que escapara. U no de ellos tom ó una bestia y corrió a C hiquin-
quirá p ara avisar a la policía. Y com o la situación se to m a b a
cada vez m ás aprem iante p a ra A riza este resolvió hacer un tiro al
aire y bajó enseguida el arm a apuntando decidido. Los hom bres,
frente a la decisión de Ariza, se retiraron un poco y este pudo
refugiarse de nuevo en la casa de Paulino G onzález donde reina­
ba la confusión y el llanto.
A pertrechado en la casa, los hom bres que intentaban detener­
lo am enguaron sus ánim os. Pero Ariza no intentó huir. Revólver
en m ano se m ovía en el interior de la vivienda esperando la
ocasión de convencerlos de su error. Pero al cabo de algunos
m inutos, escuchó un tropel en el cam ino frente a la casa. E ran p o r
lo m enos cuarenta policías que venían p o r el asesino de P aulino
G onzález.

—¿D ónde está Ariza? —preguntó el hom bre que com andaba
la patrulla, un m ayor tam bién de apellido Ariza.
— ¡Aquí estoy!
— ¡Entréguese!
— N o me entrego porque soy inocente y la justicia conserva­
dora no tendrá com pasión de mí.
— ¡Entréguese! — repitió el m ayor.
—N o me tendrán vivo! El que de un paso dentro de la casa es
hom bre m uerto.
Y así fue. El m ayor ordenó tom arse la casa y de inm ediato tres
policías cayeron m uertos. Enfurecido, el m ayor ordenó que se
lanzaran todos a la casa de Ariza. Este volvió a disparar y otros
dos hom bres cayeron a l piso m uertos. A riza se replegó hacia el
40 Pedro Claver T é lle z.

solar de la casa y p o r allí se lanzó al río Suárez que hacía un


am plio rem anso en aquel lugar. La policía sé precipitó en su
seguim iento, p ero A riza que era buen nadador, a ta jó la violenta
persecución disparando desde el agua. A lguno que o tro tiro le
fallaba, pero al cabo de varias horas de intensa persecución, que
se prolongó d u ran te unos cinco kilóm etros, p o r lo m enos doce
cadáveres quedaron tendidos sobre la arena de aquellos playones
y otros tantos heridos dieron testim onio de su energía, de su
destreza y de la cuantía de su coraje. A riza salió del río a la orilla
opuesta, anduvo durante largo tiem po hasta M oniquirá, donde
consiguió una m ontura y en ella regresó a Puente N acional. “ Y
desde entonces se dijo que Ariza era invencible en el agua, en la
tierra y en el aire” , anotó el poeta Virgilio Salinas.

L a ruidosa hazaña de A riza, cuyos detalles fueron am plia­


m ente conocidos, despertó la adm iración de todo el m undo, pero
le trajo funestas consecuencias. E n adelante, no sólo se le atribuyó
el asesinato del alcalde Paulino G onzález, que dio m argen a la
carnicería en las m árgenes del río Suárez, sino que com enzaron a
acum ularse sobre él todos los delitos cuyo a u to r no podía ser
hallado p o r la ineficacia invéstigadora del poder judicial. De
m odo que se echó al m onte de nuevo, transitando p o r senderó^
ocultos, eludiendo la acción de la justicia y com batiendo cuando
era necesario con la policía que andaba en una busca im placable
acosándolo com o a u n a fiera salvaje. Fue precisam ente esta
circunstancia la que le perm itió encontrarse en alguna ocasión
con José del Carm en Téjéiro y este encuentro fue im portante para
los dos porque de allí salió u n a idea que poco después pondrían en
práctica.
Lo cierto es que de p ronto dejó de hablarse de Ariza y de
Tejeiro en esos contornos. Y circularon los más diversos rum ores
sobre su desaparición. Se decía, p o r ejemplo, que A riza había sido
cazado, que Tejeiro h ab ía perecido en riña con algunos de sus
com pañeros de aventuras o que m alam ente heridos o inválidos se
encontraban ocultos en un lugar de la m ontaña de donde nuncá
volverían a salir. Pero en realidad, los dos se habían expatriado
Crónicas de la vida bandolera 41

temporalmente con el objeto de eludir la persecución y emprender


un negocio nuevo que podría darles jugoso dividendos: el contra­
bando de armas de Venezuela, para lo cual, antes de iniciarlo,
reunieron todos los semovientes robados y los colocaron estraté­
gicamente a lo largo de los pueblos por donde debían pasar
camino del exilio. Era un negocio nuevo y peligroso que consistía
en el transporte de armas a lo largo de caminos vigilados celosa­
mente por esbirros de Juan Vicente Gómez, el anciano dictador
de Venezuela, quien había ordenado una estricta vigilancia en las
fronteras con Colombia.
Con su ausencia retom ó la paz y la tranquilidad a Vélez y a los
alrededores. Pero esta no duró mucho. Al cabo de dos meses
Tejeiro rompió el negocio y se vino de Venezuela dejando a Ariza
a la buena de Dios. Fue entonces cuando surgió en el ánim o de
Ariza una obsesionante intención de venganza contra Tejeiro que
andando el tiempo los dos habrían de saldar. No sólo porque lo
había dejado abandonado en un país extraño, comprometido con
deudas comunes, sino porque su súbita desaparición había des­
pertado el recelo de los contrabandistas de ese país que, creyéndo­
se víctimas de una traición, alertaron subrepticiamente a las
autoridades que desataron una funesta persecución contra Ariza
que echaba por el suelo todos sus planes.
N o obstante, cinco meses más tarde Ariza emprendió el viaje
de regreso. Traía consigo cien revólveres, cincuenta carabinas,
veinte pistolas y un variado surtido de puñales, machetes y abun­
dante pertrecho para hacer frente a un ejército. Para eludir la
aduana Ariza buscó un lugar desguarnecido de la'frontera no
obstante lo cual fue sorprendido por una patrulla de veinte hom­
bres que, como es natural, iban tras el valioso botín que constituía
no solamente üri fraude a las rentas, sino una violación de los
tratados internacionales. Inicialmente Ariza trató de sobornar­
los, pero como esto no fuera posible, decidió enfrentarlos. Se
lanzó impetuosamente contra los funcionarios y les presentó
combate, guarecido tras unas rocas en donde se habían refugiado
también los cuatro hombres que había contratado para guiar los
animales de carga que portaban el valioso equipaje. El tiroteo
duró varias horas, pero Ariza salió indemne. Al final del combate,
los cuerpos de los aduaneros yacían en el suelo. El núm ero de
víctimas ascendía ¿ veinte y de los bandidos sólo pereció uno. Con
42 Pedro Claver Téllez

el cam ino libre p o r delante, A riza enriqueció su b o tín con las


arm as de los m uertos y penetró en tierra colom biana donde no
volvió a tener contratiem pos. D ías después, de nuevo en Puente
N acional, supo que aunque su ausencia había d u rad o casi un
año, el gobierno no había abandonado la persecución y Tejeiro,
su enemigo, a n d ab a p o r los lados de G uavatá flagelando m ilitares
y acrecentando su fam a de hom bre invulnerable.

L a fam a de este com bate llegó a oídos de J u a n Vicente G ó ­


mez, en cuyo interior palpitaba un corazón de bandolero, y
suscitó en él u n a reacción desconcertante aún p a ra sus m ás ínti­
mos allegados. En vez de poner la debida queja al gobierno
colom biano p ara que se persiguiera a A riza p o r h ab er asesinado a
varios de sus com patriotas y violado un tra tad o internacional,
puso éri cam ino un em isario que llegó a Puente N acional trayén-
dole uri m ensaje y un regalo. C onsistía este en u n a carabina del
más alto precio y de la m ás fina m arca con pavesés e incrustacio­
nes de oro que tenía grabada una leyenda: “De Juan Vicente
Gómez a Antonio Jesús Ariza, en prueba de aprecio y admira­
ción”. "En la carta, escrita de su puño y letra, el d ictador de
m ostraba su entusiasm o p o r la hazaña cum plida en la fro n tera y
se refería a o tro s episodios de que había: tenido conocim iento
durante la perm anencia de A riza en tierras de su im perio. A riza
correspondió al obsequio enviándole uno de sus m ejores gallos de
pelea, invicto cam peón en varias riñas. G óm ez acusó recibo del
gallo y en adelante siguieron cruzándose una am istosa correspon­
dencia p o r m edio de la cual el dictador le proponía convertirlo en
su guardaespaldas a cambio de una estupenda rem uneración. Pero
A riza no aceptó el ofrecim iento aduciendo q u e le placía su exis­
tencia errante y libre, su lucha, el goce de sus victorias sobre la
policía que, sabedora de su regreso, continuaba persiguiéndolo de
m anera inclemente. Entonces, un episodio vino a trastro car su
felicidad. U n día que Ariza andaba p o r el m onte, la policía cayó
sobre su casa y se llevó la carabina que G óm ez le había regalado.
Form uló entonces A riza las prom esas más firmes de verter cuanta,
sangre fuera ncesaria para recuperar la carabina. Y era que el
oficial que se la había sustraído era el que más em pecinadam ente
había luchado hasta ahora contra él y contra Tejeiro. Se llam aba
Ju an N. Sánchez, un veterano general de la G uerra de los Mil:
Días, que había prom etido al gobierno entregarros a estosrnüér-
Crónicas de la vida bandolera 43

tos o vivos. Entonces, empezó para Tejeiro y Ariza, la más


denodada lucha a m uerte contra el ejército y la policía. Y la
Provincia de Vélez se convirtió en un verdadero cam po de batalla.

E ra el general Ju a n Nemesio Sánchez un m ilitar de los más


respetados no sólo p o r su rango sino p o r sus ejecutorias. En el
transcurso de la guerra se había distinguido com o un hábil estra­
tega y a él se debía buena parte de la victoria de las huestes
conservadoras en Santander. H acía varios años estaba retirado,
com partiendo con su fam ilia las excelencias de u n a finca en
cercanías de B ucaram anga, cuando el presidente de la R epública
en persona le pidió que se pusiera al frente de la cruzada definitiva
contra Tejeiro y Ariza, de lo contrario el gobierno se vería obliga­
do a reconocer su d errota frente a los bandidos. N o obstante la
rigidez con que procedía, el general Sánchez tenía fam a de hom ­
bre ecuánim e y sincero, razón p o r la cual du ran te la guerra llegó a
tener m uy buenos amigos entre los liberales. D e esa época d a ta b a ,
precisam ente, su am istad con don M anuel Tejeiro, padre del
bandido que ah o ra se veía obligado a com batir. D e m odo que con
el pretexto de solicitar algunos informes de parte de don M anuel,
él general Sánchez llegó hasta su casa. Evocaron, en el encuentro
que don M anuel supo hacer efusivo, los días de la rem ota intim i­
dad. Pero al cabo de u n a conversación no p o r am istosa m enos
dolorosa, el general declaró la crudeza de sus determ inaciones y la
severidad de la com isión que se le había confiado. Pero don
M anuel, interponiendo su vieja am istad con el general, le pidió
una últim a o portunidad p a ra su hijo: “ Si el m uchacho pudiera
irse lejos, p o r ejem plo a Venezuela, donde no lo persiguieran,
donde volviera a em pezar una vida, seguro que al cabo del tiem po
se convertiría en u n hom bre de bien. ¿No le parece general?” .
“ Sería im posible, M anuel — dijo el general— Yo no puedo hacer­
me cóm plice” . “N o es com plicidad, general — insistió d o n M a­
nuel— E ntre los dos concebiríam os un plan que no lo perjudica­
ra a usted. Yo lo he m editado desde cuando supe que usted
vendría a dirigir la cap tu ra o la m uerte de mi hijo” . En la m ente
del general Sánchez em pezó a form arse un propósito m aligno.
“ ¿Y cuál sería ese plan?” , preguntó. “ Convencer al m uchacho de
que se refugie en Venezuela, prim ero que todo. Después fijarnos
44 Pedro Claver T éllez

u n itinerario de m anera que sus hom bres no se den cuenta qiie se


está propiciando u n a fuga. P a ra el efecto usted situaría a 'su s
hom bres en lugares distintos a los señalados en la ru ta. ¿Qué le
parece?” . El general no se com prom etió a nada, pero le m anifestó
que lo pensaría. D ías m ás tard e el proyecto pareció cristalizarse
en la cabeza del general. El plan fue aceptado y fijados los lugares
que quedarían desguarnecidos p a ra que José del C arm en pudiera
escapar. M ientras éste escapaba se fingiría buscarlo p o r otras
partes. D e esta suerte el joven bandido p o d ría em prender el exilio
que sería su regeneración. D o n M anuel se lo hizo saber a su hijo y
este se escurrió h asta la casa de sus padres p a ra discutirlo. La
discusión entre p ad re e hijo sería larga de n arra r. Se sabe que José
del C arm en le puso de presente varias veces que se tra ta b a de una
traición, pero p a ra no alargar la to rtu ra sicológica de su padre,
José del C arm en aceptó y se lo hizo saber a sus amigos en los m ás
rem otos confines de la m ontaña.

Llegó el día de la p a rtid a y un grupo de am igos acom pañó a


José del C arm en en la iniciación de su éxodo. D u ra n te to d a la
m añana y el día anterior, sus m ás íntim os cam aradas tra ta ro n de
disuadirlo, pero fue im posible. Tejeiro había dado la p alab ra de
h o n o r a su padre. D e m odo que em prendieron la m archa y
adelante de C ite, Tejeiro quiso seguir solo. Se detuvo el cortejo.
El lugar se p restab a p a ra la despedida com o u n a decoración
teatral. E charon pie a tierra, se tendieron sobre el p rad o , a la
som bra de los árboles, so n aro n las cuerdas tem pladas de los
tiples, circuló el aguardiente y em pezaron a ta ra re a r coplas que
hablab an del destierro, el valor, la añoranza de la p á tria chica.
H o ra y m edia después, José del C arm en m ontó a caballo p ara
continuar su cam ino, se acom odó en la silla, tom ó en la m ano el
som brero, que batió sobre todas las cabezas entristecidas, y
cantó:

‘‘Adiós porque ya me, voy


pero no m e voy m uy lejos
porque tengo que volver
a ver m is rastrojos viejos...".
Crónicas de la vida bandolera 45

JEn esas estaba cuando veinte disparos partieron de los árboles


circundantes, subrayando la última vibración de su cantar. Solda­
dos y policías, luciendo uniformes azules y rojos, se lanzaron a
la carrera sobre la banda sorprendida, con las bayonetas caladas.
Cundió el desconcierto. José del Carmen no tuvo tiempo de
organizar la defensa, sólo alcanzó a gritar:
—¡Traición! —¡Huyan los que puedan!
Clavó las espuelas en los ijares de su muía, pero al emprender
la fuga, la bestia cayó herida por un balazo aprisionando con su
cuerpo una pierna del jinete. La tropa se lanzó sobre él, disparan­
do a quemarropa sobre el corajudo montón de hombres acorrala­
dos, que trataban de escudar a su jefe. Pero todo fue inútil.
Tejeiro los vio caer heridos o muertos y comprendió que sólo
podía preservar la vida de algunos de ellos si se entregaba. Enton­
ces gritó, mientras procuraba, en vano, ponerse en pie:
—¡Me entrego yo, José del Carmen Tejeiro! ¡No disparen a mi
gente!
Al escuchar la voz de su jefe, la cuadrilla alzó las manos en
señal de rendición. Tejeiro fue entonces atado de pies y manos,
después de haber sido abofeteado, pateado y azotado con un
látigo.
—¡Ya está bien, general! —dijo— Pero algún día le demostra­
ré cuán profunda es mi admiración por su lealtad. ,
Luego, cojeando, echó a andar conducido del cabestro como
una bestia domada por los soldados enloquecidos con el triunfo.
Y horas más tarde, el general Sánchez entró a Vélez conduciendo
a Tejeiro aherrojado a su cabalgadura. Pero, contra lo que
suponía el general, el pueblo no aplaudió, ni prorrumpió en
exclamaciones de júbilo. Si se arremolinó a su paso fue solo para
demostrar su simpatía al bandido que había sabido hacer mella a
. la violencia oficial con su propia violencia personal y que repre­
sentaba, prácticamente, la protesta del partido liberal humillado
desde la guerra. José del Carmen fue encerrado en un calabozo,
asegurado por mía gran reja de hierro, al cual sólo tenía acceso el
cárcelerp José Dolores Arce. Días después se abrió el expediente
criminal pero éste se llevaba á cabo con una lentitud exasperante
para el general Sánchez que no veía la hora de entregarlo a la
46 Pedro Claver Téllez

justicia de San G il, donde había una cárcel m ucho m ás segura que
la de Vélez. Pero los dam nificados p o r las tropelías del bandido se
abstenían de h ablar, se fingían enferm os o se m archaban de la
ciudad, po r tem or a que cuando este saliera libre se cob rara una
venganza. Y, en esas condiciones, el expediente no m archaba
com o era de esperarse, razón por la cual todo el m undo se dio
cuenta que las inculpaciones de robo y de asesinato que se le
atribuían eran pura invención de la gente y quedaba claro que se
tratab a de un perseguido político más que de un crim inal.

O tro tan to ocurría con A riza, quien después de su aventura en


Venezuela y la terca prom esa de recuperar su carabina, se había
retirado al cam po p a ra llevar una vida tranquila de a gricultor; en
cercanías de Puente N acional. Se había exiliado voluntariam ente
en la finca de’su padre, pensando en que la captura de su ahora
enemigo José del C arm en Tejeiro abriría un com pás de espera en
su persecución. Pero A ntonio Jesús se equivocaba. Su nom bre no
se había b o rrad o ni un solo m inuto de la cabeza de sus persegui­
dores. U n día recibió una citación del alcalde de Puente Nacional
para que concurriera a su despacho, pero en la citación no sé
m encionaba el m otivo. ¿Se tratab a de una tram pa p a ra capturarlo
lo mismo que a Tejeiro? ¿Pretendían cobrarle en S antander la
m atanza de Boyacá? N o, no era posible, se dijo. H abía transcurri­
do ya m ucho tiem po de esto y había quedado claro que fue en
legítima defensa. Pero accedió a la citación p a ra que no se le
tachará de cobarde. Pero esta vez no iría solo. C am inó del pueblo
buscó a su gente y con diez de ellos, entre quienes estaba su
herm ano M iguel, entró a Puente N acional. El alcalde se com pla­
ció en tenerlo frente a su escritorio durante un tiem po indefinido,
m ientras le preguntaba trivialidades, sin aclarar el m otivo concre­
to de su citación. D e m odo que, al cabo de u n a larga espera, se
encam inó a la puerta, pero los guardias dispersos alrededor del
edificio le im pidieron el paso en form a violenta. Volvió a inquirir
el m otivo de la citación y dijo que estaba dispuesto a responder
sobre lo que fuera, pero el alcalde se obstinó de nuevo en tenerlo
consigo guardando silencio. Al cabo de algunos m inutos, creyén­
dose burlado en su am or propio, se abrió paso a em pellones y
salió a la plaza^ Entonces, desde su despacho, el alcalde ordenó
Crónicas de la vida bandolera Al

que abrieran fuego sobre él. Así ocurrió. U n agente disparó sobre
Ariza que se refugio detrás de un árbol y desde allí ordenó a sus
hom bres que entraran en acción. M iguel, su herm ano, saltó a su
lado y le entregó un revólver. Y m ientras se cruzaban los prim eros
disparos, A ntonio Jesús com prendió que se le pretendía aplicar la
ley fuga y ju n to con Miguel ganó un lugar adecuado p ara la
defensa. Se replegaron, protegidos por los árboles, hacia la calle
de "L a Cantarrana" que era (y es) algo así com o un hito en la
historia de la población. ("P or allí entraron los Comuneros al
mando de Berbeo, por allí los ejércitos que libraron singulares
combates en la Guerra de los M il Días. ‘La Cantarrana’, callé de
auténticas leyendas, de amor y de sangre, calle digna de un romance
heroico"). Desde allí se defendían los herm anos Ariza. Pero, de
pronto, Miguel fue alcanzado p o r el fuego. Entonces, A ntonio
Jesús se lo echó al hom bro y andando hacia atrás, sin dejar de
disparar, continuó la retirada, protegido p o r el resto de sus
amigos que se habían replegado hacia la m itad de la cuadra. El
com bate enardeció a los civiles. A los conservadores p o r solidari­
dad con el alcalde y la policía y a los liberales, que tra ta ro n de
m antenerse neutrales p o r algunos m inutos, por la vileza del p ro ­
cedim iento y entre todos se trabó el más intenso com bate de que
se tenía noticia en esa población. Pero A ntonio Jesús, aprove­
chando el furor con que luchaban sus amigos, ganó la quebrada
de Las Flores, en el extrem ó de la calle y en el punto en que esta se
fundía con el cam ino real, sin ab an d o n ar p a ra n ad a a herm ano
Miguel que perdía m ucha sangre. “ Me m uero, h e rm a n o —le dijo
M iguel— ..D éjam e y escapa. Ya no tengo salvación” . A ntonio
Jesús descargó, p o r unos instantes, el cuerpo de su herm ano
detrás de un barranco p ara protegerlo, cargó de nuevo su arm a y
se disponía a hacer frente hasta el final, cuando sintió el tropel de
caballos y voces alentadoras.
— ¡Téngase, A ntonio Jesús! Aquí estamos!
E ra la cuadrilla. Lleno de júbilo, A ntonio Jesús, al frente de
sus hom bres, inició un violento contraataque que llevó a sus
enemigos hasta las puertas mismas de la alcaldía, donde se refu­
giaron, pero dejando el descam pado lleno de cadáveres. El alcal­
de escapó, mas no quiso perseguirlo porque la vida de su herm ano
estaba de p o r medió. Y, después de hacerle algunas curaciones, y
viendo que m om entáneam ente no se encontraba en peligró de
48 Pedro Claver Téllez

m uerte, cargó con él cam ino de Vélez en busca de m édicos capa­


ces de salvarlo. Lo aco m pañaba la cuadrilla, dueña de su orgullo,
m ientras el po d e r de la au to rid ad y de la ley yacía, sin vida, en la
plaza y a lo largo de “La Cantarrana".

Pero en Vélez lo esperaba la gran sorpresa de su vida. A riza


llegó confiado, en busca de un m édico p a ra su herm ano, creyendo
que lo hacía prim ero que la noticia del trem endo com bate en
Puente N acional. Pero no ocurría así. La noticia había circulado
sobre la base firm e de un delito p ro b ad o y con ella la orden de
detenerlo. E or eso, m inutos después de haber hablado con el
m édico y cuando se disponía a p artir, se vio rodeado p o r un tropel
que salía de las casas y las tiendas vecinas. N o tuvo tiem po de
sacar su revólver, que lo hacía invencible, cuando se echaron
sobre él y aunque se defendió a puños y m ordiscos, com o una
bestia salvaje, fue conducido a la cárcel donde, irónicam ente,
estaba preso su enemigo José del C arm en Tejeiro.
E m pezó, com o en el caso de Tejeiro, a instruirse el proceso.
Pero tam bién, com o en el caso de Tejeiro, éste m archaba m uy
despacio y sin m ayores pruebas en su contra. N inguno de los
hechos que se le im putaban podía ser com probado. D e m odo que
aprovechando esta circunstancia, A riza que en épocas electorales
había sido un valioso p un tal, p ro n to a cum plir las órdenes que se
le im partieran, solicitó el auxilio de sus antiguos benefactores
políticos p a ra que, m ediante u n a altísim a fianza, se le concediera
la libertad condicional. C o n tó p a ra el efecto con el apoyo de u n
habilidoso abogado que echó p o r tierra to d o s los cargos del
proceso, alegando en to d o s los casos legítim a defensa. A riza salió
de la cárcel, m ediante la fianza de don E duardo A riza, acaudala­
do ciudadano que aunque llevaba su m ism o apellido no era
pariente del b an dido, con la condición dé presentarse regular­
m ente o cuando se lo citara. L a decisión judicial causó estupor
entre los conservadores y alegría entre los liberales que creían,
con este antecedente, lograr lo m ism o p a ra Tejeiro quien, inexpli­
cablem ente y aunque no se le h a b ía podido p ro b ar nad a, seguía en
prisión. Prisión de la que tam bién iba a sacudirse T ejeiro p ero p o r
m edios m enos expeditivos. "H ay en estos episodios una tremenda
Crónicas de la vida bandolera 49

ironía —anotó el poeta Salinas—. Salió de la cárcel Ariza, un


hombre que hasta ese momento debía, por lómenos, treinta muertos
a la justicia de los hombres, no importaba que fuera en legítima
defensa y quedaba adentro Tejeiro que hasta ese momento no había
siquiera pellizcado a nadie. La verdad es que todo el mundo quedó
estupefacto. Yo estaba en Vélez por esos días y seguí paso a paso
todos los incidentes de los dos procesos y aunque han transcurrido
más de cincuenta años, todavía me hago cruces. Pero la vida me
habría de deparar la dicha de presenciar lo que poco después ocu­
rrió. Porque Tejeiro, tal vez poseído por un profundo sentimiento de
injusticia, se fugó de la cárcel y propició la fuga de por lo menos
veinte presidiarios, en su mayoría liberales”.

Libres los dos bandidos volvió a reinar la intranquilidad y la


angustia, sobre todo para el general Sánchez quien tenía una
cuenta pendiente con Tejeiro. Y, la verdad, es que no fue tarde
cuando se satisfizo en parte. Mes y medio después de la espectacu­
lar fuga, el general, que iba de regreso a Vélez, tras una infecunda
exploración en busca del bandido, se topó de manos a boca con
Tejeiro y sus hombres. La banda rodeó la tropa en escasos
segundos y les intimó rendición. “ No se entreguen, cobardes
—gritó el general Sánchez— ¡Disparen!” . “No se desespere en
balde, mi general —le dijo Tejeiro— ¡Sea sensato! ” . Las manos del
general temblaban en el aire. “Su cuenta es muy larga conmigo,
¿verdad general? Podría dispararle y acabar de una vez por todas.
Pero usted es casado, mi general, y tiene hijos... No, no podría
hacerlo. Yo no he matado a nadie, mi general. Pero, como de
todas maneras tiene una cuenta pendiente conmigo, bájese los
pantalones, mi general. Serán cerca de cien azotes”.El militar no
obedeció de inmediato. Entonces Tejeiro se le acercó y le puso la
pistola en el corazón. “No me haga disparar, mi general. Sería
lamentable...” . “ No lo haré nunca —gritó de pronto el oficial—
No me someteré a semejante humillación” . Tejeiro hizo una señal
a sus hombres y dos de ellos se abalanzaron sobre el general, lo
ataron a un árbol, le desgarraron la casaca y le bajaron los
pantalones. Tejeiro descabalgó lentamente, con una maliciosa
sonrisa en los labios y susurró a los oídos del militar en tono
burlón: “Tiene usted unos glúteos sonrosados, de niño, mi gene-
50 Pedro Claver Téllez

ral. N o sabe cuánto lam ento estropeárselos” . Y em pezó a azotar­


lo con el m anatí que no dem oró en dilacerarle las carnes. E ra tan
intensa la ira de Tejeiro que, sin im pórtale la sangre que chispeaba
por el aire y le m ojaba las m anos y la ropa, lo azotó ciento veinte
veces. El general se desm ayó. Entonces, con sus propias m anos, lo
levantó y lo tiró com o un fard o encim a de su cabalgadura. M ás
tranquilo, m iró a los soldados y a los policías y les dijo: “ ¡Quíten­
se los pantalones! ¡Pronto!” T odos obedecieron sum isos, en tanto
que los hom bres de la cuadrilla ib an levantando la ro p a de éstos
entre burlas y risas. “ Sigan p a ra Vélez —ordenó Tejeiro— Y
llévense “ eso” a su casa” . “ Eso” era el general. Y la grotesca
colum na se puso en m archa. Tejeiro y sus hom bres los vieron
desfilar en m edio de la risa. “ Ojalá tenga el placer de repetirle la
dosis, mi general” , dijo y, al lom o de sus m onturas, los bandidos
se perdieron en la espesura.
“Santo remedio —exclamó el poeta Virgilio Salinas— . Con
esta muenda, según cálculos, Tejeiro tenía constancia de por lo
menos tres m il azotes a los militares y de ello hizo ostentación por
pueblos y veredas. De modo que las fuerzas del orden terminaron por
hacerse los de la vista gorda y, en adelante, los dos bandidos
reinaron a su antojo en aquellos parajes. Lo que sigue son, pues,
episodios aislados de sus vidas hasta que les sobrevino la muerte.
M uertes absurdas, por otra parte, como veremos m ás adelante”.

U na m uestra concreta de la preem inencia que habían logrado


estos dos bandidos puede medirse p o r lo que ocurrió durante las
fiestas anuales de G üepsa en diciembre de 1918. Ese día, Tejeiro, a
caballo en una briosa m ontura, se apareció en el parque central de
la población, debidam ente engalanado para holgorio, en com­
pañía de algunos de sus hom bres y en m edio de vivas y de gritos
desm ontó frente al estanco, donde repartió aguardiente a todo el
m undo. Dicen que el alcalde, E dm undo Téllez, sabedor de la
noticia, perm aneció indeciso durante un buen rato pensando que
su deber lo obligaba a presentarse ante el bandido e intim arle
rendición. Pero tam bién contaban el m iedo y las am biciones. En
ese entonces, las recom pensas p o r su captura, m uerto o vivo,
habían sido aum entadas y constituían una pequeña fortuna: Pero
Crónicas de la vida bandolera 51

com prendió tam bién que cualquier movimiento en falso, cualquier


tentativa le costaría la vida o p o r lo m enos .una flagelación
parecida a la que había recibido el general Sánchez. D e m odo que,
abrum ado p o r la osadía del bandido, y abriéndose paso p o r entre
la m uchedum bre y las cabalgaduras que se agolpaban frente al
estanco, abrazó cordialm ente a José del C arm en y le dijo:
— Puede estar en el pueblo sin tem or. Yo me hago responsable
de las consecuencias. A quí todos som os sus amigos.
La m ultitud llegó al delirio.
— ¡Que sigan las fiestas! — gritó el bandido— ¡Y ay del que no
esté alegre! ¡Las fiestas son p a ra divertirnos y vam os a hacerlo
sanam ente!
D icen que durante to d a la tarde, Tejeiro se paseó po r la plaza
de la población ebria de regocijo; jugó en las mesas de los vivido­
res que se sintieron honrados; apostó gruesas sum as a los gallos;
anduvo p o r entre los más bellos semovientes que se exponían en la
plaza de ferias y enfrentó a un toro bravo, acto del que salió airoso
en hom bros de sus seguidores, en tan to los hom bres que lo
acom pañaban entonaban estribillos com o este:

“Cuando haya fiestas en Güespa


yo no dejo de venir
Dicen que me han de matar
Yo nací para morir...’’
“Nosotros los de Tejeiro
por nada nos afanamos
parrandiamos toda la noche
por la mañana nos vamos...”

“Pero dio la casualidad— an o ta el poeta Salinas— de que por la


noche se robaron la plata del estanco y la culpa, como era de
esperarse, recayó sobre José del Carmen Tejeiro y su gente. El
alcalde, Edmundo Téllez, y su secretario, R odolfoRuiz, pusieron el
grito en el cielo y pensaron que el bandido les había pagado con
ingratitud la hospitalidad franca y abierta que le habían ofrecido.
52 Pedro Claver Téllez

De modo qué ellos, en persona, se pusieron a la cabeza de un grupo


de gente, entre quienes-se contaba, por supuesto, el estanquero, y
salieron en persecución de Tejeiro y su banda”.
Al cabo de los días, supieron que Tejeiro an d ab a p o r los lados
de Santa A na y hacia allí se dirigieron. Sabían que era im posible
com batir con él, pero tenían la certidum bre de lograr su p alab ra
de h o n o r y u n a posible pista sobre el culpable. Y, en efecto, se
to p aro n con Tejeiro que en ese m om ento iba cam ino de su casa en
Pozo H o n d o y llevaba en la grupa de su caballo a u n a m ujer. Se
llam aba A rm inda Tovar y, según todas las trazas, h ab ía decidido
vivir con el bandido. El estanquero, que m archaba a la cabeza del
grupo, detuvo su cabalgadura ju n to a la de Tejeiro.
—¿Y eso p a ra dónde van? —preguntó Tejeiro cuando los
reconoció.
—Buscam os al hom bre que se robó el estanco la noche de las
fiestas.
—¿No pensarán que fui yo, verdad? — preguntó Tejeiro con
energía.

— D e ninguna m anera — cortó el estanquero— Sin em bargo,


la coincidencia de que usted haya estado en las fiestas ha hecho
pensar a m uchos que...
— ¡Que soy el ladrón! ¿No es así?
El estanquero no respondió de inm ediato.
— Ustedes sospechan de mí, ¿verdad?
El silencio fue m ás elocuente que las respuestas, que las pala­
bras. Tejeiro, visiblem ente disgustado acarició suavem ente el
m anatí y la culata de su revólver.
— Sigan su cam ino —les dijo en tono agresivo— Ustedes
saben que José del C arm en Tejeiro se cobra todas las agresiones a
su persona. Es m ejor que no me toreen. Yo no he robado el
estanco.
Y al finalizar estas palabras apresuró el paso de su m ontura.
El alcalde, el secretario, el estanquero y los dem ás hom bres, se
detuvieron u n rato en el cam ino. Los criterios se dividieron.
Crónicas de la vida bandolera 53

Algunos de ellos creyeron a Tejeiro y otros no. Uno de estos


últimos sugirió entonces pedir ayuda al alcalde de Santa Ana y
con una partida más grande de hombres tratar de capturar a
Tejeiro. Así se hizo. El grupo entró en Santa Ana. y se puso en
contacto con el alcalde Salvador Zambrano. Pero todos los áni­
mos se fueron al piso cuando se encontraron de nuevo frente a
frente con Tejeiro. Este negó una vez más que él o sus hombres
estuvieran mezclados en el robo y con Arminda en la grupa de su
caballo prosiguió la marcha. Vencidos, cabizbajos, sin una sola
pista del ladrón, regresaron a sus lugares de origen.

No demoró Tejeiro en aparecer de nuevo en Güepsa, pero esta


vez con una compañía insólita. Traía a dos hombres del pueblo y
a una mujer enlazados por el cuello como si se tratasen de bestias
salvajes. Su presencia en el pueblo causó estupor y en pocos
minutos la plaza parecía un desierto. Se temía lo peor: una
represalia, un enfrentamiento con el alcalde y su gente. Y, efecti­
vamente, hacia la alcaldía se dirigió. Desmontó a la puerta y le
dijo a un agente que estaba de guardia.
—Necesito hablar con el alcalde.
• El agente, atemorizado, entró en el edificio. El alcalde no
demoró en salir.
—A la orden —dijo cabizbajo el alcalde.
—Le traigo a los ladrones del estanco —dijo Tejeiro— Ahí
tienen el dinero todavía. Lo he hecho así para que sepan, de una
vez por todas, que José del Carmen Tejeiro no podía correspon­
der con ingratitud a la hospitalidad que le han brindado en este
pueblo querido de Güepsa. Ahí los dejo, pues, a sus órdenes.
—¿Es cierto eso? ¡preguntó el alcalde a los cautivos!
Estos respondieron afirmativamente con las cabezas.
—¡Á la cárcel! —ordenó el alcalde— Y a usted muchas gra­
cias. Lástima que todavía pese sobre usted la orden de detención.
—Ya lo sé —anotó Tejeiro— . Pero no importa. Algún día
habré de pasearme entre ustedes sin mayores apremios. ¡Hasta
luego! •
54 Pedro Clavel* Téllez

Y dando u n a vuelta sobre su cabalgadura, se pferdió calle


abajo p o r la salida hacia Vélez.
Pero esa m ism a noche, hacia las doce, m ientras el pueblo
dorm ía plácidam ente, los ladrones del estanco rab iab an contra
Tejeiro a quien consideraban un traidor. Sí, efectivam ente, h a­
bían ro to la p u erta del estanco, aprovechando la fatiga de la
noche de fiesta, y se habían apoderado de todo el dinero y unas
botellas de aguardiente. Pero dio la casualidad de que én días
posteriores se habían encontrado p o r el cam ino a Tejeiro y cuán­
do supieron de quien se tra tab a , creyendo congraciarse con él, le
contaron cóm o habían robado el estanco. E ntonces, Tejeiro,
-hallando un m otivo p a ra dem ostrar su inocencia, sin pen saren la
suerte de los ladrones que ta n abiertam ente se le habían confiado,
los echó p o r delante cam ino de la cárcel, bajo terribles am enazas.
P or eso, a esa hora de la noche sin poder conciliar el sueño,
sentían que su rabia crecía contra el hom bre que los traicionó y
planeaban escapar p ara vengarse. Y en esas estaban cuando
oyeron un ruido extraño. El ruido se prolongó p o r algunas m inu­
tos y era cada vez m ás cercano a la celda donde se encontraban.
E ra u n a celda de paredes de adobe p o r los cuatro costados. De
pronto sintieron que la pared que daba a la calle com enzaba a
fraccionarse y aparecía ante sus ojos un enorm e boquete p o r el
que cabía una persona. Alguien se deslizó dentro y les puso en sus
m anos una botella de aguardiente. “ T ra n q u ilo s:— les dijo— Soy
Tejeiro y vengo por ustedes” . Y uno a uno los fue echando afuera
por el boquete. Los ladrones, sin salir de su estupor,T e'oyeron
decir: ; ..

, — Pueden irse. Llévense esos caballos. Los he traído para


ustedes. Que les vaya bien.
— Pero, señor Tejeiro, entonces ¿por qué nos traicionó?

—P or u n a sencilla razón — les dijo— porque me estaban


atribuyendo el robo y yo no soy ladrón de estancos, m ucho menos
en un pueblo donde hay gentes que me quieren y yo respeto.
Luego brin d aro n con aguardiente y los ladrones escaparon
entre risas. N o se oyéron las pisadas de los caballos porque
Tejeiro, inteligentem ente, les había envuelto las patas con trapos.
Al otro día, las autoridades encontraron una no ta que decía:.
Crónicas de la vida bandolera 55

“Señor Edmundo Téllez, alcalde de Güepsa: Traje a los que se


robaron el estanco, para que no se me creyera un ingrato,
después de la buena acogida que me han dado aquí. Pero como
yo_ no estoy al servicio de la policía, ni .del gobierno, sino
contra ellos, los he vuelto a libertar, y les he ayudado para que
se escapen. Están bajo m i salvaguardia. Su amigo, José del
Carmen Tejeiro”.

“ Poco después — a n o ta el poeta Virgilio Salinas— , yo me


erícontraba en El Cristal, cerca de B arbosa, donde uno podía
encontrar los m ejores gallos de pelea de la Provincia de Vélez.
D ebo confesar, valga la verdad, que p o r entonces yo era un
ju g ad o r em pedernido. T endría, diga usted, unos treinta y cinco
años y los bolsillos bien apertrechados de billetes porque aú n no
había dilapidado la fo rtu n a que me dejaron mis padres y m e la
pasaba de venta en venta, de gallera en gallera. Y p o r eso m e tocó
ver, con estos ojos que se han de com er la tierra, cosas com o la que
le voy a contar.

“ Pásm ese usted. P o r fin los dos hom bres se encontraron. La


gallera estaba a rebotar p o r m uchas razones: ese día se peleaban
allí los m ejores gallos del año y corría la bola de que el m ejor
encuentro lo iban a protagonizar el giro de Tejeiro y el “colorad"
de A riza. Pásmese usted. Súbitam ente, los dos hom bres irrum ­
pieron en el lugar. B ajaron en zam arros de sus m onturas y así
en tra ro n en la gallera. Inicialm ente se pensó echar vivas a aque­
llos hom bres, pero la b a rra los vio e n trar y guardó silencio.
A penas se cuchicheaba algo en los oídos del vecino. Tejeiro y
A riza ocuparon posiciones distintas, pero se tenían frente a fren­
te. E staban en los lados opuestos del ruedo. El silencio era ya
sospechoso. D e p ro n to , Tejeiro se pone de pie y A riza brinca, al
. otro lado:

•—N o me gusta el silencio. Estam os en un ruedo, en una


gallera y aquí, pase lo que pase, va a tener que im perar el holgorio,
la alegría. No me gusta este silencio de tum ba.

A riza carraspeó al o tro lado.


56 Pedro Claver Téllez

— U sted ya se la huele, com pañero, ha dicho la verdad. Esto


tiene un olor a tum ba. P o r u n a sencilla razón, com pañero, porque
aquí uno de los dos sobra esta tarde.
Tejeiro levantó la m ano.
— Perdone la interpelación, com pañero. L a gallera es u n lugar
público, pero tam bién privado. E sto tiene un dueño y vam os a
respetarlo. U n a vez que se term ine la pelea entre el colorao y el
giro, los dos podem os ha b la r al respecto. ¿Entiende, com pañero?
A riza se q u itó el som brero.
—M e parece bien, com pañero. T odo tiene su h o ra en el
m undo.
Y cada cual se ocupó de lo suyo, con el consentim iento
general. L a gente com prendió, com prendim os — dice el poeta
Salinas— , rápidam ente. T ras la pelea de los gallos venía la de los
dos hom bres, hasta a h o ra irreconciliables. L a tensión e ra general.
U no no sabía qué pensar, claram ente, sobre lo que allí estaba
ocurriendo. U no participaba del m om ento, del instante, pero
instintivam ente sabíam os que aquello iba a term in ar con una
a n d an ad a de plom o y que la gallera sería el escenario de u n duelo
m ucho m ás grandioso y significativo. Ponga atención.
—Pago las apuestas y doy g a b e la — gritó de p ro n to Ariza.
Entonces T ejeiro, que estaba acurrucado p a ra seguir m ejor las
m aniobras de su pupilo, el giro, alzó lentam ente el rostro para
m irar a su contrario. ■'
—¿Diez a treinta? E stá bien, com pañero. Pongo trescientos
pesos a mi gallo.
— Eso es barato , com pañero —dijo Ariza— . Voy la m uía rucia
que esta afuera co n tra la suya, con m ontura y todo.
-^P ag o , com pañero —repuso Tejeiro— , pago.
Los gallos saltaro n al ruedo y se trenzaron en u n a lucha
frontal, con el revuelo de sus alas y sus patas filudas. A riza dijo,
abruptam ente.
— Q uería decirle u n a cosa, com pañero/ A dem ás de lo que
hem os apostado, deseo hacerle saber que le encim o algo que le
tengo reservado hace aleún tiem nó.
Crónicas de la vida bandolera 57

Subió la tensión en el ruedo y cesó por un instante el alboroto,


el ritmo habitual de las apuestas. Todos estábamos a la espera del
desastre definitivo. Todos comprendimos que en la gallera empe­
zaba otro duelo, esta vez entre hombres, y los dos parejos en el
coraje.
—También lo acepto —contestó Tejeiro— ¿De qué calibre?
Los dos hombres acrecentaron la ira.
—Usted escogerá, compañero —le dijo Ariza— Tengo treinta
y ocho y también cuarenta y cinco. ¡Ah!, olvidaba, también voy a
la pelea sus zamarros de cuero de león. Porque ha de saber,
compañero, que a mí no me gusta despojar cadáveres, sino tomar
de los vivos lo que necesito.
Tejeiro soltó una carcajada.
—¿Es que piensa volver a montar a caballo con dos o tres
píldoras en el cuerpo?

—Haré todo lo posible —le respondió Ariza—, si no es usted


el que sale de aquí agujereado.
Entre tanto, los gallos se debatían en el ruedo. Hubo un
momento en que el colorao de Ariza estuvo a punto de dar cuenta
de su rival. Las exclamaciones llegaron a su tope. Ariza emocio­
nado, gritó:
—Yo pago a todo. No quiero gabela. Y voy quinientos pesos
más.
Como si Tejeiro conociera las reacciones de su animal, como
si entre los dos hubieran hecho un pacto, gritó de inmediato.
—Pagó. Es la última apuesta que usted puede hacer en el reino
de los vivos y a los moribundos hay que darles gusto.
Los gallos sangrantes, agotados, daban sus últimos aletazos.
Todo el mundo tenía la mirada fija en los dos rivales, de los cuales
dependía, a mi modo de ver, la suerte de los que presenciábamos
el espectáculo. Pero súbitamente ocurrió lo inesperado. Los dos
gallos quedaron qüietos, exhaustos, en el piso. Ambos muertos.
Se oyó, entonces, una exclamación, pero no de júbilo sino de
estupor.
58 Pedro Clavel■Téllez

¡Carajo! — gritó uno de la b arra— Esto quedó en tablas. Es


como si no hubieran peleado. Es un buen augurio. Creo que al
final vamos a poder respirar de nuevo.
La gente com enzó a recoger su dinero.
— A hora falta la de verdad — anotó A riza, y el vocerío volvió
a aplacarse— . Refresqúese, com pañero, porque ah o ra viene lo
bueno y será lo últim o que se tome.
Tejeiro lo m iró con sorna y anotó.
— Eso le digo' yo, com pañero. Refrésquese bien el gaznate
p ara que tenga alientos de hablar con San Pedro, si es que lo llega
a'ver.
Los dos hom bres pidieron una tan d a de chicha. La tensión
crecía segundo a segundo. Pero Tejeiro llevó su insolencia y su
m enosprecio hasta dar la espalda a su rival para pedir un tabaco a
uno de sus amigos. Se lo llevó a los labios y con él en la boca
cam inó alrededor del ruedo, rum bo a la posición de Ariza. P or el
cam ino encontró un tiple colgado de una viga del techo, lo tom ó,
sacó del bolsillo una escarpia y empezó a cantar:

“Ahora sí cantó gallito


como vos sabés cantar
que ha venido gallo nuevo
a cantar en tu lugar”.

C uando term inó la copla, aún con el tabaco en la boca, se fue


acercando a A riza que lo esperaba plantado en la pista del ruedo,
con los brazos cruzados, y un tabaco encendido en un extrem o de
la boca. Lo m asticaba. El ro stro de A riza estaba envuelto en una
gruesa capa de hum o.
— Le quiero pedir un favor, com pañero — dijo Tejeiro— . Me
quiero fum ar con usted este tabaco, pero nó tengo candela. ¿Me lo
quiere prender, com pañero?
A riza bajó los brazos, desconcertado, y lo pensó dos veces. N o
lo había prem editado. Colocó las m anos a la altura de los muslos,
listo p ara accionar su revólver. Pero Tejeiro se le acercó aún más.
Ariza echó pie atrás, desconcertado. ¿Qué se traía entre manos?
Crónicas de la vida bandolera 59

— ¿Me quiere d ar candela, com pañero? Démele gusto al tab a­


co, se lo ruego. Q uiero cruzar dos palabras con usted.
A riza alejó to d a du d a de una celada y dijo:
— Con m ucho gusto, com pañero. ¡Arrímese, si no le da miedo!
Tejeiro cam inó, decidido, al encuentro. A riza sacó el revólver
que tenía cintado al lado derecho y colocó el tabaco que fum aba
en el cañón.
— Encienda aquí, si es tan verraco.
Sereno, Tejeiro se inclinó con el tabaco en la boca y buscó el
cañón del revólver de su rival. C hupó con fuerza y después
escupió u n a b ocanada de hum o espeso y gris que se disolvió en el
aire.
— G racias, com pañero — dijo Tejeiro, m irándolo a la cara.
N osotros veíam os llegar la h o ra decisiva. Estábam os tensos,
espectantes. Entonces ocurrió, nuevam ente, algo insólito. Tejeiro
le dio la espalda a A riza y empezó a Caminar de regreso a su sitio.
Ariza tem blaba con el revólver en la m ano. N uestros ojos iban de
uno a otro.
— ¡M aldita s e a !— exclam ó A riza— . N o le puede disparar. Es
m ucho m acho ese hom bre. ¡M ucho macho!
A riza tiró el revólver a un lado y salió afuera, abriéndose paso
entre am igos y enemigos. C abalgó en su m uía que esta b a am a rra -
da a la en trad a de la gallera y se perdió en la distancia. Tejeiro
tam bién fue h asta la puerta p a ra verlo p a rtir y cuando ya A riza
estaba lejos dijo p a ra que lo oyéram os y no lo olvidáram os.
— N o fue fácil com pañeros. Creí, p o r un m om ento, que A riza
me iba a disparar p o r la espalda. Pero es dé temple, de ley, ese
hom bre. N o valía la pena m atarnos, ¿verdad?
L a gente, todos nosotros, exclam ám os que no. Y lo que siguió
fue tina fiesta y en ella no se dejó de hab lar todo el tiem po del
valor de estos dos hom bres y entre todos nació la confraternidad.
U n im pase de largos años, se había solucionado en m edio día” .
60 Pedro Claver Téllez

M uchos o tro s episodios, algunos de ellos m em orables,


habrían de suscribir Tejeiro y A riza. C on el p aso de los años
lograron, inclusive, que dism inuyeran la vigilancia y la persecu­
ción y du ran te ese tiem po fueron felices al lado de los suyos.
Tejeiro en Pozo H o ndo, donde había form ado u n h o g a r con
A rm inda T ovar, y A riza en Puente N acional, en la hacienda de
sus padres, donde vivía con Silvia G onzález. Pero estos hom bres
habían sido escogidos p o r el destino p ara llevar u n a vida azarosa
hasta el final y hasta la m uerte se vieron perseguidos p o r la
justicia. “ Yo estoy seguro de que el proceso que aceleró sus muertes
fue la circunstancia de que, hacia el fin a l de sus años, Tejeiro y Ariza
se convirtieron en líderes políticos y esto no lo podía tolerar el
gobierno que estaba dispuesto a prolongar su hegemonía p o r muchos
años. Especialmente Ariza, pues Tejeiro, como veremos, fu e víctima
de una tragedia pasional”, a n o ta el poeta Virgilio Salinas.
Efectivam ente. A riza lideró en Puente N acional la cam paña
de 1924. Innúm eros p artidarios surgieron de to d as partes y la
agitación política sustituyó a las actividades cotidianas. A riza
brindó su denuedo p a ra escoltar a los jefes liberales y a los
oradores que recorrían aquellas regiones en giras de propaganda,
celebró reuniones en su casa y distribuyó, con tiem po oportuno,
las papeletas de los candidatos liberales.
Entonces las autoridades de Puente N ació nal y Vélez recorda­
ron que co n tra él había num érósas acusaciones, las cuales se
habían a b an d o n ad o porque n a d a podía hacerse frente a sil au d a­
cia. Pero escarbaron viejos expedientes, rem ovieron sum arios
inconclusos, apelaron a viejos falsos testim onios y, de esta suerte,
volvieron a vestirle su indum entaria crim inal, de la cual estuvo
tem poralm ente despojado. Y apoyadas en ello, las autoridades,
designadas con especiales instrucciones, recrudecieron, de súbito,
la persecución. Y un día, recién nacido su hijo, fue-hecho prisione­
ro delante de su m ujer y conducido a la cárcel de Puente Nacional.
D os meses después, A riza fue conducido a Vélez p a ra ser
juzgado. Lo condenaron y le dieron el pueblo p o r cárcel, gracias a
las influencias políticas de que gozaba. E stando allí supo que su
hijo, de apenas tres meses, había enferm ado gravem ente. A riza
solicitó un perm iso p ara verlo pero com o éste le fuera denegado
escapó de la población con la com plicidad de sus am igos. N ueva­
m ente perseguido, A riza fue sorprendido en el patio de su casa
Crónicas de la vida bandolera 61

por una partida combinada de soldados y policías. No tuvo


tiempo de hacerles frente y fue alcanzado por las balas oficiales.
Herido, intentó correr hasta la puerta de la casa, pero una nueva
descarga lo abatió. Un soldado se adelantó hacia el cuerpo agoni­
zante y le clavó la bayoneta en el pecho. Silvia González, con su
hijo en brazos, corrió hasta el cuerpo exánime de su hombre y
lanzó un grito de dolor qué se confundió con el grito de victoria de
los militares;
La noticia de su muerte produjo revuelo en la comarca. Más
de mil personas desfilaron frente a su cadáver y a los dos días fue
enterrado en el cementerio de su pueblo natal. Políticos liberales
llevaron la palabra en su sepelio y una corona adornada con un
clavel rojo y una cinta del mismo color permaneció por varios
días colgada de los brazos de la cruz que señalaba el sitio de su
tumba.

Hacia el final de su vida Tejeiro conoció la traición y como


consecuencia de esta por fin mató a un hombre. El hombre se
llamaba Teodosio Quiroga y había sido durante muchos años
integrante de su banda. Compañero de Tejeiro en sus más peregri­
nas empresas, camarada de recio valor y ánimo alegre, Quiroga
disfrutaba de la confianza y el cariño de su jefe. Pero Teodosio
estaba intrigado por las sumas prometidas y pensaba que con
mucha facilidad podía adquirir algunos bienes de fortuna con el
solo esfuerzo de expedir a los militares una información de relativa
exactitud. Y cierta mañana, cauteloso, se llegó hasta Vélez y
concretó una entrevista con el alcalde.Este, ansioso dé la victoria,
le prometió no sólo la recompensa sino que le dio la oportunidad
de que se fuera lejos donde nunca más Tejeiro tuviera noticia de
su nombre. Y una noche, no mucho tiempo después, Quiroga
guió a la patrulla que le dio captura.
La caravana entró triunfante en Vélez, al amanecer. Era la
segunda vez que la policía se apoderaba del bandolero. Y José del
Carmen ingresó, primero a la cárcel de Vélez, y luego al penal de
San Gil donde se tramitaba el tremendo sumario que debía
contener la enumeración de todos los delitos previstos en el
Código Penal. Durante ocho meses, lo jueces de San Gil se
62 Pedro Claver Téllez

dedicaron a acum ular pruebas que certificaran sin lugar a dudas


la peligrosidad de Tejeiro. Pero la em presa resultó u n a vez más
exasperante. A la postre no hubo ninguna prueba evidente, nin­
gún delito com probado, a no ser la renuencia a com parecer ante
justicia y los azotes de que había hecho víctimas a los m ilitares y
policías que lo buscaron p ara detenerlo o-m atarlo. Y el juez no
pudo hacer cosa distinta a decretar la libertad del sindicado “ p o r
falta de p ruebas” . Y tal actitud hubo de ser confirm ada p o r el
T ribunal, a donde subió el negocio en segunda instancia.
Protegido p o r la sentencia judicial, José del Carm en regresó a
Vélez. Los cam inos le eran libres p o r prim era vez desde la adoles­
cencia y podía a n d a r a plena luz, sin buscar entre los m atorrales el
oculto enemigo que p odría acecharlo. Y prevalido de esa libertad
se dio a buscar a Teodosio Q uiroga para cobrarse la deuda. U n
día supo dónde se encontraba y hasta allí llegó, en el preciso
instante en que Teodosio Q uiroga, sabedor que Tejeiro lo busca­
ba, intentó escapar.
—¿Y eso p a ra dónde va con tan to afán? —le preguntó salien­
do de la espesura.
— ¡H ola, querído amigo! —exclamó Q uiroga tratan d o de
congraciarlo— ¡Tanto tiem po sin verlo!
-----Eso le digo yo — respondió Tejeiro— . N unca es tardé. Y
com o no hay plazo que no se venza... i
—¿Va p a ra Vélez? — interrogó Q uiroga con la voz tem bloro­
sa. ■ -
—N o, precisam ente. Para decir la verdad, lo esperaba.
Teodosio tem ía la flagelación, una flagelación que segura­
m ente lo tendría durante m uchos meses en la cam a, cubierto de
heridas, acaso de pústulas im presionantes. Pero Tejeiro deshizo
ese tem or y lo sustituyó po r o tro. Sacó de la chapuza su revólver y
se puso a ju g a r con él.
— ¿Acaso... a mí? ¿Pero p o r qué?
Tejeiro soltó una carcajada. '
—U sted sabe p o r qué, no Se haga el m ajadero. Usted me
delató, usted me entregó y p a ra castigar eso no hay látigo qué
valga.
Crónicas de la vida bandolera 63

Q uiroga desm ontó del caballo y se arrodilló en tierra.


— Perdón, com pañero, perdón.
— Me duele m atar un hom bre, palabra. ¿Pero cóm o dejar vivo
un traidor? .
Y disparó. Tejeiro, en lugar de dirigirse a Vélez, se perdió
entre la maleza. Em pezaba otra vez su vivir inseguro de prófugo
perpetuo.

El gobierno dispuso que un nuevo oficial, el capitán Luis


V argas, se pusiera al frente de la búsqueda. Pero tras m uchos
fracasos, se convenció de que nunca lograría el éxito de reducirlo,
de m odo que buscó la am istad del bandolero. Entonces le envió
una am able c a rta a Pozo H ondo que decía:
“Señor Tejeiro: Durante varios meses, sin odio ni rencor, he
dirigido las operaciones de captura contra usted, por orden de
m is superiores. N o he tenido fortuna, porque su audacia y su
valor son superiores a toda previsión. H e decidido abandonar
la lucha infructuosa, presentando m i renuncia del cargo. Pero
no puedo ausentarme sin haber estrechado su mano y sin haber
tenido el gusto de conocerlo. S i le parece, déme una cita para
que podamos departir”.
La respuesta no tardó. Al d ía siguiente un hom bre llegó hasta
la plaza de Vélez y le entregó en su m ano la siguiente misiva:
“Señor capitán Vargas: Siempre ha procedido usted con ga­
llardía y con gentileza contra este enemigo suyo. M e será
honroso recibirlo en m i casa esta tarde, si le parece bien".
Y el encuentro tuvo lugar horas después. Los dos hom bres se
abrazaron sin receló ni inquietud. Tejeiro reconoció que el capi­
tán Vargas se había lim itado a cum plir con su deber, sin que
tra tara de llevar a cabo las sanguinarias tentativas de los otros
jefes m ilitares que habían recorrido hasta la últim a arru g a to p o ­
gráfica de aquella región sin resultado alguno. Am bos eran jóve­
nes aún, tenían tal vez un espíritu sim ilar, que se había orientado
en distintas direcciones, de acuerdo con las circunstancias que les
trazó la vida.
64 Pedro Claver Téllez

— N unca pensé — dijo el capitán Vargas— que el tem ible José


del C arm en Tejeiro füera un hidalgo a la m anera antigua. Y estoy
feliz de haberlo com probado.
— Es una lástim a— le respondió Tejeiro— que la vida nos
haya colocado en los dos extrem os. U sted a u to rid ad y yo bándi-
do...
—N o im porta — le dijo el m ilitar— , hay veces en que todo se
me hace relativo. H ay hom bres que, com o usted, resultán convic­
tos de un delito que no com etieron. Se les calum nia y se les
persigue, inclusive se les encarcela, pero no se les p ru eb a nada.
¿No le parece suficiente castigo todos los años de fuga, de sufri­
m ientos, de persecución? Es verdad, usted ha m atado a un hom ­
bre, a Teodosio Q uiroga, un hom bre de su cuadrilla, de su banda.
U n hom bre, com o usted, fuera de la ley. E ra un traidor. U n traidor
a su código, a su ley. Se ha hecho usted justicia p o r sus propias m a­
nos. ¿Con qué vara, acaso, se podía m edir esta traición? ¿C on la de
la ley com ún y corriente? N o, señor Tejeiro. Q uiroga tenía que ser
ajusticiado según su p ropia ley. Eso fue lo que me hizo pensar
seriam ente en a b a n d o n ar la persecución contra usted y retirarm e
del cargo. N o podía yo hacer justicia con usted p o r la m uerte de
un hom bre que tam poco pertenecía a la justicia m ía. H a hecho
usted lo debido y no es a mí a quien tiene que rendirm e cuentas. El
tribunal que ha de juzgarlo a usted no pertenece a este m undo.
Puede usted qued arse‘tranquilo y saber que esta m anó que le
tiendo es la de un exm ilitar, la de un am igo que lam enta m ucho el
hecho de que usted se hubiera visto enredado en u n delito que no
com etió y hubiera com etido otros delitos que no me corresponde
juzgar. A diós am igo, y que sus últim os años sean de paz y
tranquilidad. “ Todas las personas con las que yo he tratado este
tema — anotó el poeta Virgilio Salinas— , coinciden en sostener en
que después de este insólito episodio, Tejeiro tenía derecho a una vida
holgada, de tranquilidad, de paz. Pero el hombre estaba signado por
una suerte atroz y los episodios que concurrieron para hacer de su
muerte un acto no menos atroz, son absurdos y por absurdos dignos
de figurar en cualquier antología de lo insólito. No he conocido, en
m i ya larga vida, otro destino semejante.
Crónicas de la vida bandolera 65

En los últimos tiempos el mejor amigo de Tejeiro fue Belisario


Calderón. Era un hombre de su “cuerda", casado, con hijos, que
vivía con su mujer en un predio vecino al de Tejeiro en Pozo
Hondo. Los dos lo, compartían todo: las riñas de gallos, los
pequeños hurtos, los negocios sucios y los negocios honestos. Y
las malas lenguas, que no faltan, decían que inclusive compartían
la mujer. La mujer de Calderón. Y estos chismes, aumentados
por la imaginación popular, que conocían las aventuras amorosas
a que era adicto Tejeiro, convirtieron en un infierno la amistad de
estos dos hombres. Pero Calderón no tuvo el animo, la fuerza, el
coraje necesarios para enrostrarle su comportamiento. No pudo
tampoco, como Teodosio Quiroga, delatarlo a lájüsticia que aún
lo perseguía por asesinato, al parecer, su único delito comproba­
do. Y esta situación obligó a Belisario Calderón a concebir un
plan para asesinarlo en que aparentemente no se viera mezclado
su nombre.
Efectivamente. Una tarde regresaba Tejeiro de una de sus
acostumbradas correrías y para llegar a su casa era necesario
abrir una puerta de golpe y como esta se aseguraba con una
cadena no podía maniobrarse desde la cabalgadura, sino que era
preciso desmontar y hacerlo a pie. Aprovechando esta circuns­
tancia, Calderón colocó una escopeta en el soporte de la puerta.
El cañón apuntaba a la cadena que la cerraba, pero el blanco
convergía algunos centímetros atrás. Aseguró el arma con alam­
bres y con clavos que había ido colocando oportunamente y luego
ató un cordel al gatillo. El otro extremo del cordel lo conectó con
la puerta de golpe, de suerte que al abrirse esta tiraba del hilo y el
arma se disparaba.
No demoró en aparecer Tejeiro. Venía ligeramente ebrio,
venía cantando. Descabalgó. Se aproximó hasta la puerta. Se pu­
so, sin dejar de cantar, a soltar la cadena que la cerraba. Cayeron
los eslabones y quedaron colgados de la escarpia que los sostenía.
Se abrió la puerta y el artefacto de Calderón funcionó con exacti­
tud. El disparo rompió el silencio y penetró por el costado dere­
cho, un poco más abajo del sobaco. Los proyectiles se dispersaron
en el interior de su cuerpo y salieron por el costado izquierdo
hacia la espalda. Pero Tejeiro no murió en el acto. Gravemente
herido fue recogido por algunos amigos que lo condujeron de
inmediato a Vélez. Según el médico los balines no habían causado
66 Pedro Claver Téllez

desgarraduras incurables. Pero C alderón hab ía puesto en la vieja


escopeta de fisto fragm entos de basura, de fique, de cagajón y
esto le provocó u n a infección y p o r supuesto u n a septicem ia
general. N o pudo n a d a contra esto la incipiente m edicina de
entonces y José del C arm en Tejeiro m urió rodeado p o r el d o lo r de
su m ujer y algunos amigos qué lo am aban de verdad. D icen que
sus últim as p alabras fueron:
—D octor, haga lo que esté a su alcance y perm ítam e pararm e
p o r unas horas. Quiero ir a Pozo H ondo, a la casa de Belisario
C alderón, cobrarm e una cuenta y volver. N ad a m ás, doctor, Es
todo lo que pido...
Pero la m edicina nada pudo y José del C arm en Tejeiro no
logró cobrarse la últim a y definitiva venganza. Es fam a que
Belisario C alderón lo sobrevivió algunos años. D icen que lo
aniquiló el rem ordim iento.
EL JINETE DE LA NOCHE
(U n encuentro con C lem en te R o n c a n d o )
Él bus me dejó en un sitio denominado Bocademonte. Eran
las cinco de la tarde y el cielo estaba encapotado, pero aún se
divisaba la cresta de la Cuchilla hasta donde yo debía ascender.
Al otro lado, bajando, a media hora de camino estaba San
Antonio de Leones, el minúsculo caserío meta de mi viaje. No
encontré por ninguna parte al muchacho que quedó en traerme la
cabalgadura en que debía hacer la dura travesía Alguien me dijo
que éste había esperado un día, pero como no aparecí a la hora y
fecha de la cita, había regresado a San Antonio. Eso era lo
convenido.
Sí, yo había llegado con dos días de retraso, por una razón
explicable. Mis padres se habían opuesto tenazmente a mi viaje
llenándome la cabeza de cuantas cosas malas podían ocurrirme y
esbozando un panorama lo más sombrío posible de lo que iba a
ver y de los peligros que afrontaría. Pero fue mi madre, con su
llanto y sus súplicas; quien estúvola punto de hacerme desistir. Y
tenía toda la razón. Era diciembre d e 1961 y en aquella región de
Santander se vivía una tensa situación. Merodeaban en los con­
tornos bandas armadas, como la de Efraín González, y eran
frecuentes los asaltos a buses y camiones, las emboscadas a
tropas del ejército y la policía. En la prensa y en la radio no se
70 Pedro Claver Téllez

h ablaba de o tra cosa. Pero haciendo caso om iso a sus adverten­


cias, me lancé a la aventura. E staba escrito que iría y lo que allí
viera y oyera se convertiría, andando el tiem po, en uno de los
principales m otivos de m i reflexión sobre la vida, la m uerte y el
destino. T am bién sobre lo que estaba pasando en el país.

. M e eché el m o rral al hom bro y empecé a cam inar. A pie,


según me dijeron, gastaría cuando m ás una h o ra hasta la cim a de
la Cuchilla y m edia h o ra m ás h asta el pueblo. D e m odo que
esperaba llegar a eso de las seis y m edia, con las prim eras som bras
de la noche. Pero eso no fue posible porque entonces yo ignoraba
que todo cam ino trae sorpresas e inconvenientes. L o prim ero que
topé al com enzar la subida fue una p atrulla de soldados en traje
de cam paña y con las m etralletas en bandolera. V iéndom e atavia­
do con tan extraña indum entaria (botas, cachucha y cazadora
habana), m e tendieron las m etralletas y me rodearon en segundos
com o si fuera u n peligroso guerrillero o un asaltante de caminos.
— ¡Quieto! — ordenó el sargento que los com andaba— ¡Le­
vante las m anos! -
Yo obedecí, tem blando de m iedo, porque recordé de inm edia­
to las advertencias de mi padre: “ Tenga cuidado, hijo. Los cam i­
nos te pueden d a r más de un susto. No olvide, p o r ejem plo, que
los bandoleros suelen aparecerse disfrazados de m ilitares, en
cualquier recodo del cam ino” . El sargento avanzó hasta mí sin
quitarm e la vista de encima: .
—¿Quién es usted?
Le di mi nom bre y agregué:
—Voy cam ino de San A ntonio de Leones p a ra visitar a mi
fam ilia. . ■
Él sargento me m iró con sorna, com o diciendo: “Otro cuento
m ás de tantos que se inventan estos bandidos”.
— ¿San A ntonio de Leones? ¿De qué fam ilia me habla usted?
E ntre tan to , dos soldados me requisaban de pies a cabeza y
otro m ás indagaba en el fondo de mi m orral.
Crónicas de la vida bandolera 71

—Tengo una tía y p o r lo m enos veinte prim os en esta región.


La fam ilia Téllez, los F ajard o , los Meló.
El sargento me m iró c o n alacridad.
; •;—¡Identifiqúese! — ordenó.
Ya rríás tran q u ilo , introduje la m ano en el bolsillo de atrás y
saqué mi billetera. Le m ostré la cédula recién estrenada y mi
carnet de estudiante.
—Tengo m ucha fam ilia p o r aquí. A dem ás de los que le he
m encionado soy pariente de los Acero G onzález, de los G onzález
Téllez.
N o debía haber m encionado esta últim a com binación de
apellidos. Pero ya era tarde. El sargento avanzó un paso y me
espetó en la cara:
—¿No será, p o r casualidad, fam iliar del bandido E fraín G o n ­
zález Téllez?
— Sí — le dije, ingenuam ente, cuando recordé }o que nos
contaba mi padre— . T odos los Téllez som os astillas de un m ism o
palo. ¿Los conoce, sargento?
—N o — me contestó serio— pero sé que son parientes de ese
tem ible crim inal.
Sólo entonces caí en cuenta que había com etido u n a torpeza.
Pero tuve fuerzas p a ra decir:
—N o se puede generalizar, sargento. Que Efraín G onzález
Téllez sea un bandido no significa que todos los G onzález Téllez
lo sean. _
El sargento hizo u n a m ueca de disgusto.
—Tiene razón. N o todos son bandidos, pero la m ayor p arte
de ellos lo protegen p o r debajo de cuerda. La sangre tira p a ra su
lado.
El sargento me hizo indignar.
—Y o de eso no sé, sargento. V engo de vacaciones de vez en
cuando, tra to con m uchos, pero no sé cóm o actúa la gente en el
72 Pedro Claver Téllez

fondo. Sólo vengo p a ra verlos y gozar con ellos. Son gente


honrada y honesta, sargento. ,
U n m ilagro se operó en el rostro del m ilitar. Yo intuí que
había com prendido todo el significado de mis palabras y se
p reparaba p a ra disim ular con otras preguntas, p a ra diluir la
inicial im agen de arrogancia. El sargento se to m ó patern alista.'
—¿N unca le advirtieron que podía correr peligró, qué esta
región está en guerra?
Volví a recordar a mi padre.
— Sí, sargento. Pero me vine porque pudo m ás el entusiasm o
que la razón. A m o a esta tierra. P o r eso estoy aquí. P o r n ad a más.
¡Créame!
— D e todas m aneras es una insensatez. Éstos cam inos están
infestados de bandoleros. ¿Desconoce acaso los riesgos del se­
cuestro? f -.
Sonreí.
—-Somos gente'pobre. T o d o el m undo lo sabe. D e vérdad,
sargento, N o soy secuestrable.
— No im porta —dijo— ¡Vamos al cuartel! D orm irá allá está
noche y m añana tem prano... •• °
— N o, sargento — lo interrum pí— . D ebo llegar hoy mism o a
San A ntonio dé Leones. M e esperan. Tal vez encuentre a uno de
mis prim os p o r el cam ino ah o ra m ism o. Le agradezco, sargento.
El sargento me clavó la m irada.
— Está b ie n —dijo— . Es decisión suya. Soldado advertido no
muere en guerra.
La patru lla se movilizó y yo tám bién, pero en sentido contra­
rio. Yo iba p o r el cam ino que ellos desandaban.

A m edia cuesta empezó a tro n ar. Sentí un estrem ecim iento.


A preté el paso. Ya sobre la Cuchilla cayeron los prim eros gotero­
nes y el viento aullaba en las ram as de los árboles. H acía frío y
Crónicas de la vida bandolera 73

comencé a trotar para calentarme, pero resbalé y estuve a punto


de caer. Avancé a paso largo, haciendo caso omiso de los gotero­
nes, los truenos, la oscuridad y el frío. No demoró en ser noche
cerrada. Súbitamente, vi una fugaz ráfaga de luz a unos doscien­
tos metros, ¿Una linterna? Segundos después, otra, y así] por
espacio de varios minutos, por lo menos cinco ráfagas más. Ño se
oía cosa distinta que los ruidos propios de la noche en un paraje
semejante. Cuando pasé frente al sitio donde había percibido la
luz, un caballo resopló, de pronto. Yo con él. Pero lo mío fue un
estremecimiento de espanto, porque al instante éscuché'una car­
cajada burlona y comprendí que me cegaban con el foco de una
linterna. La luz me dibujó los contornos de un rancho abandona­
do, semidestruido.
—¡Siga! —ordenó una voz tronante!— ¡Venga, escampe un
rato! . : . -.bff'
Yo quedé como petrificado. El rancho era oscuro, pero se veía
relumbrar el ascua de un cigarrillo en el fondo. Aprecié la silueta
de un caballo blanco, amarrado a una desvencijada columna y
recobré la imagen de un fantasma de cuento infantil y el estreme­
cimiento se generalizó. Yo temblaba como una llama a punto de
extinguirse. ^
—¡No tenga miedo! —digo la voz—. Soy hombre de paz. Siga
para adentro. No se moje.
Caminé entumecido hasta el umbral de la puerta. El hombre,
sea quien fuere, vivo o fantasma, estaba tendido en el piso, sobre
un costal, con la cabeza apoyada en la silla de montar y las piernas
cruzadas. Cuando me vio ya más cerca, se quitó de los labios el
cigarrillo y mientras echaba a volar la bocanada de humo, me
alumbró de nuevo la cara con la linterna. Soltó una carcajada
inexpresiva.
—Yo conozco su cara. No me es desconocida. Es usted de
apellido Téllez, ¿verdad? ■; ^ .
Le dije que sí y le di mi nombre. Entonces guardó silencio por
unos segundos. Se atusaba, de vez en cuando, los poblados
bigotes que le escurrían por las comisuras. Tendría unos cuarenta
y cinco años.
—¿No es usted hijo del patrón Gonzalo Téllez?
74 Pedro Claver Téllez

— ¡Sí! ....... „
El extraño me m iró con júbilo en el rostro.
— ¡Ah, el p a tró n Gonzalo! — exclamó— .Y o trabajé con él por
m uchos años y cargué en mis brazos a sus hijos. Es usted el m ayor ,
¿verdad?
— Sí, tengo dieciocho años.
— ¡Cóm o pasa el tiempo! U sted era un niño de meses cuando
lo tuve en mis brazos. E ra la época buena, cuando m andaba el
partido liberal y esta tierra bendita producía com ida hasta p ara
regalar. P or entonces nadie presentía lo que nos esperaba con el
correr de los años. M e alegra verlo, señor Téllez.
Recuperé mi tranquilidad. A hora, con más calm a, pude apfe-
ciar m ejor el sitio donde nos encontrábam os. Entonces com pren­
dí que se tra tab a del rancho cam inero que poseía en A rrayanes mi
tía y que allí había pasado algunas horas en mis anteriores excur-
siones. Me volvió el alm a al cuerpo. ; -
— ¿Con quién tengo el h o n o r de tratar?
Él hom bre no p aró bolas a mi insinuación y anotó:
— ¡Siga m ás,p ara adentro! Venga conversam os.un rato . Va
p a ra San A ntonio, ¿verdad? .... •.
Le dije que sí y me acom odé al lado suyo, aú n de pie.
—N o se im paciente. C uando escampe lo llevaré en ancas
h asta las goteras del pueblo. T ranquilo. M ejor cuéntem e ¿qué es
de la vida d e í p a tró n Gonzalo?
— E stá m uy viejo. Vive en Bogotá con m i m adre y mis herm a­
nos. , . . . . ;V
El h om bre suspiró:
— H ace, p o r lo m enos, diez años que no lo veo. N i a su señora
m adre, tam poco. ¿Todos bien de salud?
— ¡S í!— le dije secam ente. ; .n - . «
— ¡G racias á Dios! — prosiguió— . Los que pudieron ab ando­
n ar a tiem po esta tierra p a ra irse a Bogotá, están hoy en día bien.
Pero uno p o r aquí...
Crónicas de la vida bandolera 75

— Sí — atajé— , me dicen que p o r aquí la situación es difícil.


— Difícil no, patrón. ¡Horrible! Aquí estam os vivos sólo para
defender la vida. Para nada más. Pero así ha sido desde 1948
cuando m ataron al doctor G aitán. Ya va p ara catorce años y
seguimos dándonos plom o godos y cachiporros. ¡Quién sabe
cuándo acabará esta guerra! Usted qué dice, patrón: ¿habrá
posibilidades de paz a corto plazo?
No supe qué responder pero aventuré una hipótesis.
:—D icen que el presidente Valencia está em peñado en acabar
con el bandolerism o qué es una peste en nuestro país. P ara nadie
es un m isterio que es el problem a más grave que afrontam os.
El hom bre guardó silencio.
---Para el gobierno todos los liberales somos unos bandidos;
Nos persiguen discrfm inadam ente. ¿Dónde se ha visto que persi­
gan con igual despliegue a Efraín González, por ejemplo? No
crea que las autoridades son imparciales. ¡Eso ya se acabó! A
Efraín G onzález lo protegen en las alcaldías, en los juzgados, en
las casas cúrales y hasta en los conventos. ¿Sabía usted eso? En
cam bio, a nosotros los liberales no nos dejan en paz ni siquiera en
los cam pos, éri nuestra p ro p ia tierra. ¡Aquí la justicia es p a ra los
de ruana! Esto está peor que nunca. ¡Créame!
:: — D ebe tener usted razón. Yo, la verdad, no estoy m uy entera­
do de la situación. E staba hundido en los libros, ¿me entiende?, y
tantos árboles no dejaban ver el bosque.
— No im porta — dijo— . H ablem os de o tra cosa. ¿Piensa el
p atró n G onzalo regresar a la finca?
— Si prosigue la violencia, no, que yo sepa. Su vida aquí corre
peligro. . '
El hom bre volvió a callar. o
— Es triste —agregó después de un ra to — Es m uy triste ver
estas tierras prácticam ente solas. P o r aquí hay p o r lo ' menos
veinte fincas ab andonadas y en algunas, de ellas los ranchos se
han caído. Es lam entable lo que pasa en el país. Estam os envene­
nados hasta el alm a. Pero hay que resistir hasta el próxim o gobier-
76 Pedro Claver Téllez

no liberal. M ientras m anden los godos siempre h a b rá persecución


política y b a la a diestra y siniestra, ¿verdad, patrón?
El hom bre me brindó un cigarrillo y me invitó a to m a r un
trago de su botella de aguardiente chirrincho.
—Es lo único que puedo ofrecerle. Soy un hom bre sin casa,
que va p o r ahí, que duerm e donde lo topa la noche.
—¿Cóm o es que se llam a usted?
— Ya lo sab rá a su hora, patrón. N o se im paciente. T al vez
m añana m ism o, si es que no se lo cuentan esta m ism a noche. Pero
vam os a ensillar. Ya dism inuyó la lluvia. V ám onos.
El hom bre se levantó de un salto y ya de pie echó m ano a la
silla que le h ab ía servido de cabecera. C on ella al h o m b ro fue h asta
el caballo y com enzó a aperarlo. Al cabo de unos m inutos, se
trepó a la silla y m e alargó su m ano p a ra que yo sa lta ra en ancas
de la bestia. Y bajo una llovizna m enuda cabalgam os en la
oscu rid ad .;
—E n veinte m inutos estarem os a la vista del pueblo — dijo y
aguijoneó al caballo.
, ¡Héme ahí!, pensé, en la grupa de un caballero desconocido,
en la oscuridad, bajo u n a pertinaz llovizna y en el clim ax de una
caótica situación de orden público. Yo no sabía qué pensar de
todo lo que m e h ab ía ocurrido en ta n corto tiem po. P ero estaba
seguro que esta aventura era infinitam ente superior a cualquiera
de las vividas en m edio de la ab u rrid a vida cotidiana de Bogotá.
R ecordé vagam ente a mis padres y, p o r un m om ento, m e im aginé
protagonista de un exótico episodio del oeste .norteam ericano.
— Perdone, p a tró n — dijo el hom bre— , he venido pensando
que usted, de to d o s m odos, com etió ú n a im prudencia al venirse
solo a esta h o ra y bajo la lluvia. E sta es la h o ra en que em piezan a
salir los bandidos y los chusm eros. ¿No pensó en. eso?
, —— Reconozco que se tra ta de u n a m etida de p a ta , p ero ya no hay
n ad a que hacer. ¿No le parece? V
• —Eso es verdad, patrón. A hora lo que hay que hacer es
ponerle bu en a cara al m al tiem po. Pero, dígam e,-en confianza
¿tiene miedo?
Crónicas de la vida bandolera 77

—Ya me pasó. Antes de encontrarme con usted sentí algunos


estremecimientos de espanto. Pero ahora, sabiendo que voy con
usted, me ha vuelto el almá al cuerpo. No hay como la compañía
de alguien en quien se pueda confiar, ¿verdad?
—Eso es verdad, patrón. Se lo digo yo que soy un hom bre
solo, que tiene que ponerle el cuerpo a la intemperie, de día o de
noche, con lluvia o con sol. Y para colmo, sin hablar con nadie
durante semanas y, a veces, varios meses.
—¿No entiendo por qué? ¿No tiene usted familia?
—Sí, tengo una mujer y una hija. Viven abajo, bien abajó, en la
tierra caliente. Hace rato no las veo, por cierto. Pero no puedo
asomarme p o r allí. El ejército y la policía me tienen ojeriza. Dicen
que soy un criminal espantoso y no descansan en la persecución.
Yo soy, injustamente, un prófugo hace catorce años.
Sentí un estremecimiento momentáneo. No sabía qué contes­
tarle. Estaba con la mente en blanco. Pero mi ocasional compañe­
ro adivinó mi situación.
—No se angustie, patrón. Mientras vaya conmigo no le pasará
nada a su persona. Primero me joden a mí. Ahora, cójase duro de
la pretina que vamos a saltar un callejón.
u; El caballo trastabilló al otro lado y estuvimos a punto de
rodar por el piso, pero el hombre lo sofrenó a tiempo y la bestia
recobró el paso.
' —Me va a perdonar, eso sí, si lo dejo üh poquito lejos del
pueblo. No puedo llegar hasta allí. Ya le he dicho que me tienen
ojeriza los militares y algunos civiles. Usted comprenderá, pa­
trón.
—No se preocupe—le dije— De todas maneras le estoy muy
agradecido. Usted ha hecho menos ingrata esta jornada. G ra­
cias...
Nos detuvimos al pie del cerro de la Cruz. Recordé que hace
algunos años los curas misioneros pusieron esa cruz allí y desde
entonces este cerro se llama de la Cruz. Echamos una m irada al
pueblo que se veía ahí abajo, en medio de la sombra. Sólo se veía
una luz encendida en la casa de mi tía.
78 Pedro Claver Téllez

—Bueno, p a tró n — dijo de p ro n to — Me encanta haberle


servido y bu en a noche. O jalá nos volvam os a ver. -
Le tendí la m ano y lo miré de frente.
—¿Cóm o se llam a usted? ¿A quién debo quedarle agradecido?
— ¡Caray! — exclam ó— . Puede decirle a todo el m undo que
estuvo charlando con Clemente R o n can d o y que él lo trajo sano y
salvo, sin hacerle un rasguño. Quizá así me quiten la deshonra de
encima! Buena noche, patrón. , ¡
Clem ente R o n c a n d o espoleó la bestia y se perdió en la oscuri­
dad. C on el m orral al hom bro enderecé mis pasos hacia San
A ntonio de Leones. C uando iba a e n tra r a la casa de m i tía un
perro ladró arriba, bien arriba, po r los lados del cam ino real. Mi
tía se hacía cruces cuando empecé a narrarle los porm enores de mi
viaje. Y cuando le revelé el nom bre de la persona que me había
llevado en ancas de su caballo, exclamó: •
— ¡Ave M aría Purísima! Estuviste al bordé de la m uerte o del
secuestro. Ese es el m ás terrible crim inal de esta tierra. Es el
mismo dem onio. ; ; c

A p a rtir de ese m om ento, du ran te mes y m edio, tiem po que


d u raro n las vacaciones, no hice o tra cosa que h a b la r dé mi
encuentro con Clem ente R oncancio y averiguar, p o r debajo de
cuerda, sobre su vida. Al principio fue difícil. D escubrí que todos*
inclusive mis fam iliares m ás cercanos, se abstenían de hacer
cualquier com entario, no porque no conocieran a fondo los pasos
de R oncancio, sino porque una sutil malicia les im pedía develar
una vida dem asiado cercana a sus afectos y con la que, dé alguna
m anera, se encontraban com prom etidos. U na tarde, en el m olino,
m ientras arreab a el caballo que m olía la caña de azúcar, m i prim o
D adey Sánchez dejó caer u n concepto que me hizo pensar, larga­
mente.

—:Si no fuéra p o r Clem ente, hubieran quem ado el pueblo de


nuevo. Ya van tres incendios en m enos de diez años. "

Sí, efectivam ente. A San A ntonio de Leones lo habían quem a­


do en 1948, poco después del asesinato de Jorge Eliécer G aitán.
Crónicas de la vida bandolera 79

Una turba de albanenses (así se denominan los habitantes de


Albania, pueblo conservador a una hora de camino) al m ando de
Segundo M arín le prendieron fuego a diez casas y a la iglesia,
dejando el incipiente caserío reducido a cenizas. Entrelos dam ni­
ficados estábamos nosotros, sobre todo mi abuelo, quien perdió
la casa, los aperos y las herrramientas de labranza. Un año
después, se fue.a vivir allí con toda su familia, Pedro Antonio
Sánchez, esposo de mi tía M aría Fajardo. Por un tiempo largo
fueron los únicos habitantes del casco urbano. Recuerdo muy
bien que un día me asomé a San Antonio cuando era una ruina de
adobes y m adera cham uscada por las llamas. La iglesia seguía en
pie, pero el interior estaba lleno-de pasto y en él pacían las vacas y
los caballos y en el altar m ayor ponían huevos las gallinas. San
Antonio tam bién se m antenía en pie, pero sin su cabeza, y con un
m uñón del niño Jesús en brazos. Lo volvieron a quemar en 1953,
cuando subió al poder. Gustavo Rojas Pinilla en medio de acata­
miento general. Esa vez, los conservadores no hicieron mayores
daños en la casa de Pedro Antonio Sánchez, pero incendiaron de
nuevo la iglesia y el rancho en que habían improvisado una
escuela. También lo incendiaron al caer la dictadura, en 1957, y
cuando había de nuevo p o r lo menos cinco ranchos en pie. Era
una maldición, decían. Según esta conseja popular, un cura mal­
dijo al pueblo en 1936, cuando los überales hicieron fe pública de
masones y ateos y el cura había predicho que de San Antonio de
Leones no quedaría piedra sobre piedra. “ Ya llegará el día en que
de ti no quedarán sino los cimientos, pueblo ateo e ingrato” ,
habría dicho el cura. Y el presagio se había cumplido pero,
tercam ente, se continuaban levantando viviendas sobre los anti­
guos cimientos.
—Le repito que Clemente jugó un papel im portante para que
no lo volvieran a quem ar —me dijo Dadey— . Con él rondando
p o r aquí cerca estamos más tranquilos. De todas maneras es un
hom bre de temer. . ...................
Se abrió el telón sobre R oncando. Supe que había nacido allí
cerca, en la vereda de E l Zárcito, probablemente a finales de los
años veinte y que contaba en ese entonces p o r lo menos treinta y
cinco años. H abía sido un campesino común y corriente hasta
mediados del siglo, cuando, tras el asesinato de Gaitán, se lanzó al
m onte para defender su vida y la de los suyos. Unos dicen que
80 Pedro Claver Téllez

prestó el .servicio m ilitar otros que no. De lo que sí están seguros


es de que perteneció a la guerrillla liberal de esos años nefastos.
N o era propiam ente un grupo guerrillero, sino de autodefensa,
com o tan to s otros que se fo rm aro n a lo largo y a lo ancho del país
en esa década tenebrosa. En ese grupo se alistaron, inclusive,
algunos m iem bros de m i fam ilia. H acia finales de 1953, tras el
golpe m ilitar de Rojas Pinilla, el grupo fue am nistiado y sus
integrantes favorecidos con dinero, herram ientas y préstam os de
la C aja A graria. T odos, m enos R oncancio, quien: p o r entonces
había m atado un hom bre a m ansalva. O ptó p o r la fuga. Se
refugió de casa en casa p o r toda la vereda y sobrevivía gracias a
las m igajas que le p ro p orcionaban sus copartidarios y fam iliares.
Ñ o tenía paz. Pero se llegó el día en que ya ni eso p u d o hacer y
tuvo que alim entarse de lo que ro b ab a en las huertas p o r la noche,
con la com placencia de sus propietarios. “ Clem ente no confía en
que la justicia lo absolverá de su crimen. Dice qúe la vida es m uy
corta p a ra pasarla en la cárcel y que m ientras viva se defenderá en
su ley, pero libre de to d a atad u ra. P ara él m ás vale un hom bre y
libre aunque perseguido que diez m etidos en la cárcel. Es un
hom bre fuera de la ley, pero es nuestro am igo y sabem os qué es un
hom bre bueno, honesto. N o es un m alvado de nacim iento. Sim­
plem ente un hom bre al que se le enredó la pita y a h o ra no puede
desenredarla. Pero no es un crim inal despiadado. U na situación
com o la suya, puede vivirla cualquiera. A rrieros som os y en el
cam ino andam os. ¿Entiende, prim o?” . ■
E ntendí. Clem ente fue el que no entendió en su m om ento
oportuno. Lo desbordó la situación, ingenuam ente le hizo el
juego al sistem a. Se creyó un perseguido y así fue estim ado p o r la
justicia. D u ran te el gobierno de Rojas Pinilla estuvo a punto de
enderezar su vida, pero había algo en él que le im pedía sentar
cabeza. C aída la dictadura, bajo el F rente N acional, com etió el
grave erro r de alinearse con el M ovim iento R evolucionario Libe­
ral, M R L, y se colocó a la cabeza de un grupo de desesperados que
pretendía recuperar las parcelas perdidas en los anteriores años
de violencia. El embelecó em errelista no duró m ucho, pero exa­
cerbó las pasiones inconfesables de los cam pesinos sin tierras.
R oncancio m ilitó en la cuadrilla em efrelista de C arlos Bernal, el
hom bre que en la Provincia de Vélez enarboló la ban d era roja y
liberó u n a b atalla justa, pero m al orientada. B ernal no era una
Crónicas de la vida bandolera 81

santa paloma. Dentro de su código cabía, también, el asesinato, el


pillaje y el robo. La brutalidad esgrimida durante su reinado,
entre 1958 y 1960, se traduce en una espantosa cifra de muertos.
Roncancio estuvo muy cerca de Bernal. Llegó, inclusive, a ser su
segundón, su lugarteniente. Dicen que por entonces le contabili­
zaban a Roncancio una docena de muertos y con esa carga
espantosa al hombro siguió trasegando los caminos y las m onta­
ñas, completamente marginado del común de los hombres, con­
vertido en un paria en medio de la naturaleza.
Fue tan espantosa la situación para el conservatismo de la
Provincia de Vélez, que éstos pusieron el grito en el cielo. Pero su
cielo no era exactamente la justicia. Su cielo era Efraín González,
quien por entonces se hallaba en el Quindío pero ya gozaba de
una fama atroz. Militaba en la banda de Jair Giraldo, el capo de
los pájaros del Quindío y uno de los más audaces y tenebrosos del
país. Hasta ese momento le endilgaban a González catorce asesi­
natos, incluido el del periodista Celedonio Martínez Acevedo en
Armenia. Muerto Giraldo a finales de 1959, González alzó las
banderas de la extinguida banda, en que militaban “ Melco” y
“Polancho” . Ese prestigio desbordó las fronteras del Quindío y
llegó a oídos de los santandereanos, sus paisanos, quienes lo
reclamaron con urgencia. González era el único hombre nacido
en esa tierra capaz de enfrentara Carlos Bernal, en un momento
decisivo de la lucha. Eso ocurrió a comienzos de 1960, año si se
quiere el más nefasto en los anales de la provincia de Vélez.
González y Bernal libraron una enconada guerra a cual más
cruenta. Pero fue González el vencedor. Ex militar, dotado de una
gran capacidad táctica, ducho en el arte de la guerra, González se
tomó la calle de “La Cantarrana” ,en Puente Nacional, duranteel
novenario de Eustorgio Ariza, asesinado por éste el día anterior.
Bajó de la Cuchilla como un ángel exterminador, arrasando con
personas, ranchos y enseres, al frente de una banda cruel e insa­
ciable. Dejó viva a una mujer y a un niño de diez años. Esta, con el
niño a rástras, apareció súbitamente en el novenario y contó lo
sucedido. Pero lo que no dijo fue que Efraín González venía tras
ella y en menos de lo que canta un gallo cayó sobre el grupo de
ingenuos campesinos que estaban parados oyéndola. El saldo fue
brutal: nueve muertos, entre ellos algunos niños, y veinte heridos.
El suceso fue comentado en el país como uno de los golpes más
82 Pedro Claver Téllez

certeros dados p o r el bandolerism o en los últim os años. D urante


m ucho tiem po se habló de esta tragedia, de la increíble audacia y
sangre fría del b andido, quien planeó la m asacre con un a lucidez
im presionante. B em al no fue capaz de sofrenar la ira im placable
de Efraín G onzález, en ese entonces patrocinado p o r u n a enigm á­
tica m ujer, M atilde C astañeda, a quien ap odaban “ La Cenicien­
ta ” . E ra esta u n a terrateniente conservadora de arm as tom ar, hija
del fallecido general A ristides C astañeda, uno de los vencedores
en la G u e rra d e los M il D ías. T ras la m uerte de B em al, a m edia­
dos del año, se disolvió la banda y Roncancio, sin piso p ara
continuar en pié de lucha, retornó a San A ntonio de Leones,
cargado de experiencias y con el prestigio m ás negro del m undo.
Le atribuían m ás de cincuenta asesinatos y ah o ra era m ás busca­
do que nunca. Ofrecían veinte mil pesos p o r su cabeza, m uerto o
vivo.
L a vereda no lo rechazó inicialm ente. C ontinuó, com o antes,
recibiéndolo a horas im previstas y dándole de com er subrepti­
ciam ente. Pero el ejército supo, m ediante el soplo, que la vereda
am paraba al tem ible crim inal y m ontó un retén en sus cercanías.
Fue una época de penurias y desastres. N o sólo p ara R oncancio,
com o prófugo, sino p ara el corregim iento y las veredas. Estrecha­
mente vigilados po r el ejército, los cam pesinos le dieron la espal­
da. No del to do, pero se prom etieron, inclusive, a p a re n ta r que
todas las relaciones con él se habían roto y que constituía/un
estorbo. Eso de boca p ara afuera, porque interiorm ente le guar­
daban afecto, com pasión y era el objetivo de m uchas de sus'
oraciones. Se ap artó, p o r com pleto, de la vida en sociedad y
andaba por,el m onte, las cañadas,y los abism os, com o alm a en
pena. Se.sobrepuso al silencio, a la soledad. Se acostum bró. Sólo
salía de noche a los cam inos. Transeúntes, previsivos lo vieron
pasar m uchas veces, al lom o de su m ontura, hablando consigo
mismo o con su caballo y ensartando m aldiciones, u n a tras otra,
com o una letanía. H acia el am anecer, provisto de sal, panela,
cigarrillos y aguardiente, se ocultaba en la m ontaña; Dicen que,
por un tiem po, vivió en una cueva. Pero aseguran tam bién que
tenía noches com pensatorias en los brazos de rozagantes cam pe­
sinas de los alrededores y es fam a que dejó uno o dos hijos. “ Son
su viva persona: los m ism os ojos de gato en acecho^ la piel blanca
y el cabello rubio, bigotes oscuros y dientes parejos” . Esa era el
Implementos de guerra característicos de los bandidos de los años sesentas. Junto a las armas, el
infaltable sombrero, prenda de uso común entre ellos. Faltan, desde luego, las estampas religiosas y los
santos de su devoción..
84 Pedro Claver Téllez

Clemente R o n c a n d o que yo había conocido en persona y de


quien oiría h a b la r en adelante.

En 1962, cuando quise repetir la experiencia y a h o n d ar aún


más en la vida de Roncancio, ocurrieron sucesos que, lam enta­
blem ente, no puedo atestiguar, pero que me fueron relatados
posteriorm ente. Roncancio fue detenido p o r la tro p a y conducido
am arrad o a A lbania, donde quedó a órdenes del juez y el cura.
Volvió la tranquilidad a las veredas y a los soldados de los
alrededores y el recuerdo de R oncancio se fue diluyendo en la
m em oria. Se cam inaba desprevenido p o r los cam pos y los cam i­
nos, sin ángel de la guarda, p orque inclusive E fraín G onzález,
descontento en su tierra, se fue al occidente de Boyacá, en la zona
m inera, donde se convirtió en cabecilla de las bandas de m alhe­
chores que am paraban a los capos de las esm eraldas. Se respiró
tranquilidad p o r un tiem po. G onzález y Roncancio eran vagas
som bras del pasado.
A com ienzos del año 63, durante la Sem ana Santa, Roncancio
' fue sacado de la cárcel y conducido hasta la iglesia donde lo
expusieron com o escarm iento ante los feligreses. Al cabo del
oficio religioso, a alguien se le ocurrió hacer con Roncancio una
parodia de la Pasión y m uerte de Jesús. El hom bre, ya m altrecho a
bofetadas, patadas y escupitajos, fue llevado a em pellones a la
plaza y colocado bajo una pesada cruz. C on ella al hom bro le dio
una vuelta a la plaza, en m edio de las blasfem ias y los insultos
físicos y m orales. Ya con la tarde, fue conducido a un cerro de los
alrededores donde lo crucificaron patas arriba, com o a San Pe­
dro. Su agonía no duró m ucho. Clemente R oncancio estaba
prácticam ente desnutrido, esquelético y achacoso. Al otro día fue
sepultado en u n lugar desconocido p ara la m ayoría. Pero con el
tiem po, algunos dolientes, descubrieron una cruz en m edio de la
m ontaña, creyeron que era la de R oncancio y a: ella le hacen
peregrinación todos los años, p o r Sem ana Santa. Yo rio quería
dejar pasar desapercibido este episodio, porque Roncarició fue el
bandido más solo y m ás triste del m undo.
LOS BANDIDOS TAMBIEN
SABEN AMAR
(La vida bohemia de Jair Giraldo)
Ja ir G iraldo, uno de los pocos bandidos sin alias conocido (no
porque le faltaran, sino porque no los toleraba), salió del cuartel
en 1957, tras la aparatosa caída del teniente general G ustávo
Rojas Pinilla. V eneraba al general “ y los terribles hechos que lo
tum baron — según escribió en una carta— , me produjeron u n a
honda p en a” . Pidió la baja, y se la concedieron, con el propósito
de establecerse en M ontenegro, Q uindío, donde había nacido en
1928.
Allí, m uy cerca de sus padres que aú n vivían, se convirtió en
ayudante de peluquería en el único establecim iento del pueblo.
En la peluquería se aficionó a los juegos de azar. T odos los días, al
salir del trabajo, se reunía con los am igos p ara jugar un chico al
billar, u n a m ano a las cartas, al cacho, a los dados. Poco después,
en uno de los bares del pueblo, conoció a una copera, Lilia B em al,
y de ella se enam oró. “ Las mujeres y el azar, que son u n a m ism a
cosa, eran mi pasión. Y p o r culpa d é la traga com encé a beber y ya
no salía del b a r, incluso descuidé el juego y el tra b a jo en la
peluquería” , confiesa en la m ism a carta enviada a la s autoridades
para explicar los m otivos que lo obligaron a convertirse en un
bandolero.
Lilia era u n a m ujer de arm as tom ar, entre las m ujeres de su
especie, en u n a época en que escaseában las hem bras de carácter.
No era que Lilia le correspondiera con igual pasión, según escribe
J a ir en o tra de sus m uchas cartas. “ Me hacía fieros con u n tal
88 Pedro Claver Téllez

Julián Z apata, m ayordom o de P atio Bonito, un hom bre de dine­


ro y de m ando, orgulloso y agresivo que había m ontado su
residencia en el b a r y traía a Lilia de un ala” . Y el destino quiso
que los dos se encontraran una noche, frente a frente, p ara
protagonizar un escandaloso duelo pasional. A firm an que G iral-
do disparó a quem arropa y, con el m uerto al hom bro, huyó a la
m ontaña. G iraldo rechazó siempre este infundio. “ N os dim os
bala y le gané la p a rtid a ” , dijo a las autoridades. “ El hom bre ganó
lim piam ente — afirm ó Lilia Bernal— Yo siento m ucho que haya
m atado a Julián Z apata, pero ju ro que Ja ir actuó en legítim a
defensa” , atestiguó la m ujer durante la investigación que final­
mente lo sindicó de fuga y asesinato prem editados.

G iraldo se refugió en lo m ás oculto de las m ontañas de


M ontenegro, Q uim baya y Pijao. H izo cuatro o cinco amigos
ocasionales que le dieron trab ajo , com ida y posada, pero a la
larga se convirtió en un estorbo. N o sólo p o r su condición de
prófugo sino porque el juego y la bebida le trajeron graves conse­
cuencias. L o s cam pesinos solían eludirlo o francam ente le daban
la espalda. “ E n vista de la situación —escribió G irald o — , me
arriesgué y les propuse que funcionáram os en cuadrilla porqué
ésa era la única alternativa. Pusim os m anos a la obra y en un dos
p o r tres conseguim os un fusil y varias escopetas. T iram os p a ra el
m ónte, como, quien dice, aunque hacía m ucho rato que estába­
mos allí” .

E n contrar aliados fue problem a grave y dispendioso. íniciaí-


m ente contó con cinco hom bres y en su com pañía em pezó a salir
p o r los alrededores en busca de adeptos p ara sü causa. N o exigía
que todo él m undo m ilitara en sus filas sino que le brin d ara su
protección y apoyo. “ Sólo necesitam os unos pocos pesos, a cam­
bio de la seguridad de sus vidas y pertenencias” , escribió a los
hacendados quindianos. Y éstos com enzaron a corresponderle de
m anera rigurosa, puntual. E xaltado p o r estas m uestras de con­
fianza, G iraldo se creyó capacitado p ara cualquier cosa y se lanzó
al asalto de u n a finca de la que se llevaron varios bultós de café,
dinero y arm as. El m ayordom o y algunos peones fueron sorpren­
didos y heridos de gravedad. Nadie m urió, pero G iraldo y sus
hom bres fueron sindicados .del asalto y; puestos en la picota
pública. “ Fue lo prim ero que escribieron de mí en el ‘D iario del
‘ocio lo que esté a n u es­
MA.N1KAT.e s , S, .'.(Via Telexl tro A lcance p ara bregar n r e ­
Hav a tas once y mertin de ¡a c a p ’m a r a ta n peligroso a n ti­
nm ñnnn, so luco de la cárcel social.
de Arm enia, el m ás peligroso P or su parte, varios ciu d a­
ham pón y : bandolero. del de­ danos que fueron In terro g a­
p artam en to do Caldas. Jn lr dos expresaron que J a i r G í-
Giraltio. por cuya cap tu ra, h a • raldo debió h a b e r sido e n v ia ­
. bia dudo la gobernación la su- do por el gobierno desde lineo
mtt de cinco mil pesos, tiem po a 1a isla prisión de G o r-
■Inform aciones procedentes gona. .
de Arm enla, indican que el ci­
tad o forajido se fugó en la m ás ZOZOBRA
ex trañ a form a, llevándose un Ahora la fuga de J a i r 'G í -
fusil. Eslpreciso tener en cuen­ raldo créa zozobra e in q u ie - -
ta que la de A rm enia, cárcel tu d en el Q uindio y ei n o r ia '
hech a por rehabilitar: está dei Vahe, b
considerada como la m ás se­ ARTAS, C orresponsal,
gura del país, rnzón por la'.cual CUATRO DETENTOOS
se presum e que hay com pli­ ARMENIA, 5. Según In fo r­
cidad de los guardianes, uno mó e sta ta rd e el alcalde, doc­
de los. cuales dice que estaba to r E rnesto M cjia .TaramiHo,
dorm ido cuntido se produjo la se en cu en tran c u a tro g u a rd ia ­
fuga. , • nes de la cárcel de A rm enia
.Jair G lraido ' está sindicado detenidos e Incom unicados, co­
de h ab er dado m uerte a más m o C p, , _resu n to s responsables do
1_ _ A i_» a __ - *_______________
de n ta re n la personas, tan to

Los recortes de prensa de la época, que dan cuenta de actos protagonizados por J a i r G ir a ld a
90 Pedro Claver Téllez

Quindío’ ”, contó a sus am igos y de ello se ufanaba m ostrando el


recorte de prensa.
Sucesivos golpes lo hicieron fam oso y la banda fue creciendo
con los días, m ediante la incorporación de varios hom bres atraí­
dos p o r la sed de aventuras parecidas. Llegó Garlos M arín Vela,
alias "La Seca”, quien an d an d o el tiem po habría de convertirse
en el secuaz de E fraín G onzález en el asesinato del radioperiodista
Celedonio M artínez Acevedo; llegó Salvador G onzález, alias ‘‘El
largo”, y ju n to con él un cincuentón bajito, delgado y patiabierto,
Laureano A riza, a quien ap o d ab an “Paterrana” . Este se convir­
tió en el bru jo de la cuadrilla y en poco tiem po cogió fam a de
cu rar dolencias físicas y espirituales con pócim as, bebedizos y
oraciones. D icen que tenía la facultad de adivinar el pensam ien­
to , prever el fu tu ro , pleno de desgracias. E ra un agorero.

Seis meses después, ya consolidados, com pareció ante G iral­


do un joven de veinticinco años. E ra rubio, de ojos claros y huía
de la justicia po r varias razones. Se llam aba C arlos E fraín G onzá­
lez Téllez y tenía p o r orgullo haber eludido la persecución del
ejército sin causar bajas ni ro b ar a nadie. G iraldo lo acogió con
afecto, com o a un desprotegido. Era reservado, silencioso, pensa­
tivo. Veía y aprendía rápido. D em ostró grandes dotes de estrate­
gia, era buen tira d o r y p u n donoroso en el com bate y en la
em boscada. G iraldo le b rindó íntim a am istad. Pero sólo u n mes
después le confesó que había sido suboficial, en el grado de cabo
prim ero, y tenía p o r orgullo haber sido seleccionado, mas no
enviado a C orea con el fam oso B atallón C olom bia. G onzález
poseía varios ascensos y condecoraciones. Un encontronazo con
un teniente fue su desgracia. El teniente resultó m al herido en un
lance y G onzález desertó llevándose el fusil, el uniform e y otras
prendas m ilitares. Intentó eludir la persecución em pleándose
com o m ayordom o en haciendas cafeteras, pero h asta allí lo persi­
guieron con saña. Su padre, M artín G onzález, fue sindicado de
com plicidad, hostigado varias veces y obligado a m atar a un
hom bre. Se les hizo la vida im posible. M artín se fue a S antander y
Efraín buscó la com pañía de G iraldo de quien había oído hablar
hasta el delirio. Fue un encuentro a la m edida. Ya con to d a la
Crónicas de la vida bandolera 91

confianza, G onzález le confió a G iraldo que durante su vida en el


cuartel había sido enferm ero. Y eso, de hecho, lo colocó en el
segundo lugar de la cuadrilla y en el hom bre consentido de
G iraldo. La pareja G iraldo-G onzálezse convirtió en un em blem a
de batalla y su fam a atrajo a varios hom bres a la deriva com o
ellos. N o d em oraron en aparecer ‘‘M elco" y “Polancho”, quienes
fueron la sim iente de Ib., cuadrilla de pájaros más espantosa que
haya registrado región alguna.
Inseparables, G iraldo y G onzález com enzaron a Salir más allá
de sus dom inios, ya fuera p a ra cum plir una cita a Lilia Bernal
(que se había m antenido-fiel a G iraldo), tom arse unos tragos y
echar un chico al billar.. Frecuentaban el “Bar Candilejas”, en
A rm enia, donde Lilia trab ajab a de copera y " sus rodaditas”
duraban hasta una sem ana. G iraldo descuidaba la b an d a, la
. m enospreciaba, no la evaluaba con justicia y en m ás de una
ocasión la cuadrilla se le envalentonó. Los hom bres le reclam a­
ron, con razón, los riesgos a que se exponía, los días m uertos a la
espera de una orden que nunca llegaba. Le sacaron los cueros al
sol. Uno de los m ás airados era ‘‘Paterrona”, quien no se cansaba
de predecir a G iraldo que esa m ujer sería su perdición.

“Páterrana” an d ab a en lo cierto. Pero G iraldo continuaba


em pecinado en cortejarla. Y G onzález lo secundaba. H ab ían
perdido la sensatez. Lilia los esperaba en fechas y sitios acordados
de antem ano, p ara eludir a los detectives que ya " tenían chequia-
do” el “Bar Candilejas”. Les d ab a cita en u n a habitación que Lilia
com partía con Alicia Velásquez, su com pañera en el tra b a jo
n octurno del “Bar Candilejas”, v las dos m uy dadas a este tip o d e
aventuras. Fue allí, en esa habitación, donde G onzález entró en
am ores con Alicia y G iraldo m ataba el aburrim iento de la m o n ta ­
ña en los brazos de Lilia Bernal. D e allí salieron, tam bién un día,
del brazo, A licia Velásquez y Efraín G onzález. Los dos se fueron
a com partir los rigores de la m ontaña y el inesperado cam bio de
dom icilios. E fraín y Alicia serían durante m ucho tiem po la pareja
de bandoleros m ás célebre de la historia colom biana.
Sin la com pañía de G onzález, quien tom ó el m ando de la
cuadrilla p o r voluntad de su jefe y con el beneplácito de todos,
G iraldo dio en ausentarse solo p a ra cum plir citas a Lilia en los
sitios m ás inesperados, cada vez con m ás riesgos. En los últim os
92 Pedro Ciaver Téllez

meses, habían cam biado de táctica. N o era él el que iba en busca


de ella, sino ella tras él. Pero Lilia, aunque Se m antenía firm e y
cum plía al pie de la letra las instrucciones de su hom bre, estaba
tam bién en la m ira de las autoridades que le seguían los pasos de
cerca. U n día estuvieron a p unto de caer. Se habían encontrado en
una pensión de Sevilla y, en el m om ento en que ella salía, un
detective le salió al paso en la puerta. J a irtu v o tiem po de escapar.
Vio a través de los visillos de la v entana cuando la m ujer era
a b o rd ad a p o r un extraño y escapó p o r el solar, con el alm a en vilo,
sin saber qué había sido de ella.

G iraldo regresó a la m o ntaña con el ánim o p o r el suelo. U na


tarde le confío a E fraín que lo envidiaba p o r haber conseguido
una miijer com o Alicia: “ U na m ujer así, com o la suya, es la que
necesito. Yo nácí p ara tener al lado una m ujer, sin ellas yo rio
funciono, y Lilia, aunque la am o, me cuesta un ojo de la cara.
C ada vez que salgo con ella, acabo con mis ahorros, y pongo en
peligro mi vida. T odos ustedes tienen razón, yo arriesgo la Vida
p o r una pendejada. Pero ¿cóm o olvidar a Lilia, herm ano? ¿Cómo
convencerla de que se venga conm igo a la m ontaña?” . G onzález
se quedó m irándolo a lo s ojOs:“ ¿Sabe una cosa, herm ano? Usted
se está achicopalando p o r una pendejada. M ujeres com o Lilia hay
pocas, lo reconozco. Pero vida tam bién no hay sino u n a y usted la
está desperdiciándo. U sted tiene un com prom iso con la ban d a, ¿sí
o rio? Bueno, entonces pongám osle todo el entusiasm o a la lucha
y dejemos, p o r un tiem po, las mujeres a un lado. Ellas vendrán
solas. H aga el sacrificio, herm ano. Escríbale una carta a Lilia y
puntó. M ientras tan to , por; aquí no habrá de faltarle mujeres para
echar una caria al aire, ¿verdad, herm ano?” . Dicen que G iraldo
no le chistó palabra. D io un paso y se abrazó a él con fuerza.
“ Tienes razón — le dijo, llorando— , las mujeres pueden esperar” .
G iraldo cum plió su palabra p o r un buen tiem po. “ Se ajuició, por
fin, —com entaba “ P aterran a” — y ah o ra le veo mejores augures a
esta com pañía” . Y no dem oró G iraldo en certificar su prom esa.
Se reanudaron golpes decisivos. Se consolidó, p o r u n a parte, la
“cofradía de m ayordom os", com prom iso po r m edió del cual se
entablaba la m ás siniestra com ponenda entre bandidos y m ayor­
dom os de las fincas cafeteras con el exclusivo fin de ro b a r a sus
propietarios. Se estableció, p o r prim era vez, el pago de tributos,
un anticipo del boleteo, y la incipiente industria del secuestro
Crónicas de la vida bandolera 93

cobró forma en sus manos. La fama de Giraldo llegó a su tope


máximo, hasta el punto de convertirse en un ejemplo para todos
los antisociales del país. Llegó tan alto en su audacia que, desde
entonces, fue tenido, en concepto de todos, como el más osado
“dirigente de la oposición” , no sólo en el Quindío, sino en toda la
nación. Ustedes leerán a continuación cuál fue la osadía mayor de
Giraldo.

La chifladura mayor de Giraldo fue hacer una parodia del


Frente Nacional. Se puso a analizar fríamente la situación del
país. Encontró que era más confusa que nunca y que los hombres
alzados en armas, ya fueran guerrilleros o simples asaltantes de
caminos, andaban despistados. Planeó largamente una reunión
nacional con el mayor número de cuadrillas pero antes les envió
una carta donde sintetizaba su pensamiento político: " Ustedes sé
habrán podido dar cuenta que la oligarquía se unió por lo alto y
nosotros somos los únicos pendejos que nos seguimos dando bala por
el partido liberal o el conservador. A partir de este momento el país,
mediante el Frente Nacional, se propone adormecer las conciencias
y cogernos corticosy liquidarnos. Acuérdense de mí, Jair Giraldo".
Y era que entonces, hacia 1958, Alberto Lleras Camargo y Lau­
reano Gómez, antes enemigos irreconciliables, se habían unido y
firmado un pacto de 16 años, por medio del cual se alternában en
la presidencia y los ministerios, amén de otros gajes burocráticos-
Todos los bandidos y los pájaros entendieron la jugada y se
indignaron. Por eso unos echaron mano del Movimiento Revolu­
cionario Liberal, MRL, o se declararon en franca batalla contra el
ejército y la policía. Contra el Estado. Y en la propuesta estuvie­
ron de acuerdo su guardaespalda, Efraín González Téllez; un
enemigo irreconciliable de éste, Teófilo Rojas, alias "Chispas”',
William Angel Aranguren, alias "Desquite”', Jacinto CruzUsma,
alias"Sangrenegra”. Todos los hombres que de una u otra mane­
ra se encontraban enfrentados a la justicia por diversas causas: Y
que antes habían sido enemigos acérrimos, pongamos por ejem­
plo, el caso dt "Chispas" y Efraín González. Más de una Vez
habían prometido dirimir querellas en el campo del honor. Pero
eso es harina de otro costal.
94 i
Pedro Clavel Téllez

Fue una. cumbre de grandes proporciones. Al aire libre, en


m edio de las m ontañas de Salento, los hom bres se dieron, po r
prim era vez, la m ano ,llena, calurosa, franca. Sí, llegaron a la
conclusión de que “ los gobiernos lo único que pretendían era
sacar tajad a del erario público y sentarse a m anteles, m ientras
ellos se d a b a n plom o en el m onte com o unos idiotas. N o, com pa­
ñeros, debem os tener claro que, de ahora en adelante, nuestro
enemigo no es el pobre cam pesino que sufre com o nosotros, sino
el E stado, representado p o r sus Fuerzas A rm adas. Ellos son
nuestros verdaderos enemigos. No más sangre conservadora o
liberal. N uestros enemigos son los detectives, los soldados y los
policías que sirven al sistem a. N adie más. H acia ellos debem os
enderezar los fusiles y las m etralletas” . Adem ás de los cabecillas
antes m encionadas (y que luego fueron célebres p o r sus “ haza­
ñas” ) estuvieron presentes p o r lo menos cien hom bres ya curtidos
en la vida bandolera y este hecho, sin precedentes en el país,
em pezó a ser com batido en la prensa y en la radio. N unca, al
hab lar de G iraldo, separaban su nom bre del de E fraín González.

En A rm enia, el dirigente cívico y radioperiodista Celedonio


M artínez Acevedo fue el prim ero en poner el dedo en la llaga. En
sucesivas em isiones de su noticiero, que se transm itía p o r la Voz
del Café, denunció valerosam ente el siniestro pacto de las bandas
y al gestor de este, Ja ir G iraldo, U na y o tra vez, M artínez Aceve­
do insistía en su tem a, porque había acum ulado una valiosa
docum entación y más tarde lo.reprodujeron otros m edios escritos
y radiales que lo dieron a conocer a nivel nacional. Y así firm ó su
sentencia de m uerte.
G iraldo definió la situación: quitárselo de en m edio. Y un día
ctió a sus hom bres a una reunión en la m ontañas de Q uim baya y
echaron la decisión al azar. Com o buen jugador, o c o m o ju g ad o r
em pedernido, G iraldo solía echar a la suerte las m áxim as decisio­
nes de su vida. Hizo u n a "porra" y se la ganó Efraín G onzález, su
com pañero del alm a. N o dejó de preocuparlo la situación, pero la
verdad es que G onzález aceptó gustoso el golpe de suerte. “ De
todas m aneras, — dijo G onzález— , Celedonio me la tiene velada.
Se puede decir que hoy es un día de suerte para mí, qué carajo, voy
Crónicas de la vida bandolera 95

a enfrentarm e a la situación” . G onzález eligió un com pinche para


ejecutar el m andato de la banda. Se llam aba Carlos M arín Vela, y
tenía p o r alias " La Seca”. Y con él se fue a Arm enia para cum plir
el pacto fatal.
Se instalaron en una pensión, eludiendo a los detectives,
policías y soldados que pululaban por doquier. La prim era etapa
del plan consistía en el reconocim iento del terreno donde se
movía M artínez Acevedo. N o fue difícil encontrarlo y m ucho
m enos seguirlo. Celedonio era un líder p opular y se daba con todo
el m undo. M uy pronto supieron donde vivía, donde era la oficina
y a qué hora se dirigía a la em isora para producir su program a.
T odo fue m eticulosam ente preparado. P o r fin, un día, a b o rd o de
un taxi que co n trataro n p o r horas, lo siguieron desde la em isora
hasta la casa de su suegra a donde había quedado de alm orzar y
recoger a su m ujer, y a su pequeña hija. Ya con la tarde, M artínez
Acevedo, su esposa y su hija, subieron al autom óvil y se dirigieron
a la Plaza de Bolívar donde com partían un apartam ento. Celedo­
nio descendió del autom óvil con la niña en brazos y se dirigió a la
puerta p a ra ab rir la chapa. La m ujer, cerró la puerta y fue atrás
p ara sacar unos enseres del baúl. En esas e'staban cuando se
detuvo un taxi m uy cerca de ellos y cuando M artínez Acevedo,
con la niña en brazos, se disponía a a b rir la puerta de su residencia
fue abaleado sin m isericordia. L a niña recibió un tiro en la pierna
derecha y la m ujer resúltó ilesa; Los bandidos, abordo del taxi,
huyeron sin ser perseguidos y regresaron con presteza a la m o n ta­
ña. G onzález había m anchado sus m anos de sangre. La m uerte de
M artínez A cevedo fue el acabóse de la banda. En adelante debie­
ron so p o rta r la m ás enconada persecución de centenares de solda­
dos y policías desplazados p o r todo el Q uindío en busca de los
asesinos.

Poco después, tras un exitoso operativo J a ir G iraldo cayó en


p o d e r del ejército . El ban d id o an d ab a m erodeando p o r los alrede­
dores del “Bar Candilejas-y, horas más tarde, cuando se disponía a
e n trar en el apartam en to de Lilia Bernal, fue detenido p o r un
sargento vestido de civil. Se cum plieron los vaticinios de “Pate-
rrana”, quien ese día aseguró: “ Esto no es siquiera una cu arta
96 Pedro Claver Téllez

parte de lo que puede sucederle todavía” : G iraldo fue som etido a


un interrogatorio prolongado y poco a poco se fueron conocien­
do las intim idades de la m uerte de M artínez Acevedo, el paradero
de m uchos m iem bros de la banda y los recovecos que estos
frecuentaban. En consecuencia, Carlos M arín Vela, alias “La
Seca”, el m ás cercano com pañero de G onzález en la ejecución del
periodista, fue m uerto en com bate con el ejército cuando preten­
dieron echarle m ano.
G onzález volvió a ser el capo de la cuadrilla en lo más arduo
dé la persecución. Se refugió, po r un tiem po, en Salento con
“Paterrana” y “El largo”, sus hom bres de confianza, y allí esperó
pacientem ente que el tiem po definiera la situación. Pero no hizo
buen tiem po. Alicia parió a su prim er hijo, C arlos A lberto, en
m edio de la fuga y el acose incesante de las autoridades. Y con él
en brazos a n d ab a en los confines de la m ontaña. El m al tiem po
am ainó meses después. Entonces ocurrieron cosas inesperadas.
G iraldo fue trasladado de A rm enia a Q uim baya donde se lo
sindicaba de la m uerte del alcalde y otros delitos. Y de allí escapó
en circunstancias no m uy claras y com prom etedoras p a ra varios
políticos locales. El episodio dio m ucho que hablar. Se dijo,
entonces, que G iraldo había logrado fugarse gracias a la com pli­
cidad de los carceleros que fueron com prados p o r el directorio
conservador de esa población, donde G iraldo contaba con bue­
nos amigos. Pero lo cierto fue que huyó.
G iraldo huyó a las m ontañas de Pijao p ara reunirse con/su
gente. Escarm entado reconoció ante todos que un jefe com o él no
podía exponerse de esa m anera. Les ratificó su decisión de seguir
adelanté con la línea política que se habían trazado inicialm énte y
el firme propósito de no claudicar ni poner en peligro la integri­
dad de la cuadrilla. H ubo apretones de m anos, ustedes se podrán
im aginar. El reencuentro fue celebrado con grandes borracheras
y com ilonas. Su antigua aureola de jefe im batible se acrecentó
aún más y nueva gente se incorporó a la cuadrilla. C ada rato lo
ponían contra la pared. “Paterrana”, p o r ejem plo, le dijo pacien­
tem ente un día: “ Si usted sigue en las mism as, no sólo encontrará
la cárcel sino la m uerte. M il veces le he dicho que esa m ujer será sú
perdición” .
P or entonces, G onzález estaba alicaído, no se encontraba
consigo m ism o, se sentía fatigado, con ganas de ver a “ los viejos”
Crónicas de la vida bandolera 97

en Pijao y se dio las mañas de zafársele, por un tiempo, a Gira Ido.


Con Alicia y su hijo, visitó, a hurtadillas, la casa de su padre, en
Pijao, y allí se encontró con Virgilio Salinas, viejo amigo de la
familia y padrino de una de sus hermanas. El viejo Salinas había
llegado hacía una semana, procedente de Jesús María, especial­
mente de “Cachoenao”, en Santander, con la importante misión
de contactarlo y enterarlo de la situación que por allí se estaba
viviendo. Efraín supo, por boca de Salinas, que su fama de
hombre macho se había extendido hasta su tierra natal y que en
Jesús María, Puente Nacional, en fm,: en la totalidad de los
municipios que integran la Provincia de Vélez, habían pensado en
él para enfrentarlo a Carlos Bernal, un liberal emerrelista que
anda alebrestando a todo el mundo con la promesa de un pedazo
de tierra y la misión de acabar con los godos. Y, aconsejados por
“Patenana” que veía nubes negras sobre la vida de Giraldo y el
porvenir de la cuadrilla, González determinó regresar a su tierna,
en compañía de su padre. “Es lo mejor —le aconsejó "Patena-
na”—.Yo sé por qué se lo digo. Giraldo volverá a las andadas. Ese
hombre se derrite por unas faldas, es un perro faldero y así no
vamos a ninguna parte” .

“Patenana” estaba en lo cierto. A comienzos de abril, Gi­


raldo, echando por tierra la promesa y descorazonado a sus
hombres, volvió a las andadas con Lilia Bernal. Y la policía supo
que la pareja se había dado cita en Cartago. La policía departa­
mental designó al capitán Lorenzo Aldana y a un grupo de civiles
para integrar un comité cívico-militar en busca de Giraldo. Pis-
tearon a la mujer, calcándole los pasos. Hasta que se presentó la
ocasión. Muy de mañana, Lilia salió de Armenia abordo de un
bus que debía conducirla a la estación de ‘‘La Victoria”, uña encru­
cijada de carreteras.
Lilia se apeó en “La Victoria”, lo estrictamente necesario: al­
morzó, compró frutas en los toldos camineros y una camisa para
hombre. Compró otras chucherías. La policía no le despintó
pisada. La vio, por un momento, durante el almuerzo, completa­
mente desolada y triste, sin lavantar la vista del plato. Era una
mujer alta, maciza, de senos abultados y caderas redondas. Era
98 Pedro Claver Téllez

trigueña, de ojos grandes y m irada dulce, tierna. Lilia Bernal era,


tam bién, la triste im agen de una m ujer en derrota. H o ra y m edia
después, le puso la m ano a una flota con destino a C artago y
ocupó un puesto interm edio en el bus. La policía la escoltó m etro
a m etro. Pero ella no estaba: en este m undo, estaba lejos, transpor­
ta d a p o r u n a pasión intensa. A m aba a G iraldo, intensam ente. No
se había ido con él a la m ontaña, pero libraba con él su b atalla en
la zona u rb an a , am ándose a los ojos de todo el m undo, en los
sitios m ás inesperados. Ya los tenían chequeados. D u ran te la
detención anterior, Lilia Bernal dio m uchas pu n tad as sobre la
pista de G iraldo. Sin pretenderlo había soltado la lengua, tan
hábil fue el interrogatorio. Y p o r culpa de esto, G iraldo era cada
vez m ás visible, m ás n o torio a los ojos del ejército y la policía.
Sí, la m ujer estaba com pletam ente enajenada. Sabiendo, p o r
to d a clase de experiencias anteriores, que no convenía exponerse
a los ojos de las autoridades, se exhibía oronda d an d o to d as las
puntadas que podía conducirlos a una pista segura. N o tuvo, po r
ejem plo, la precaución de llegar a un determ inado sitio, ocultarse
unas horas, y luego salir, subrepticiam ente. N o, se bajó de la flota
y se dirigió presurosa a la casa de la cita. E ra u n a casa ubicada en
las afueras de C artago, en u n a hum ilde barriad a. U na puerta se
abrió y p o r ella penetró la mujer.’L á policía no sabe qué pasó allí
dentro, pero allí pasó algo que es bueno ponerlo a la vista de los
lectores que se recrean con los detalles m ínim os de u n a historia
patética.
Lilia se detuvo ante la puerta de u n a alcoba, golpeó tres veces
y se lanzó en brazos de su am ante. G iraldo estaba tendido boca-
rrib a en la cam a y allí la recibió to d a entera. Ju g u etearo n un rato.
D espués ella se puso de pie, le entregó las frutas y le puso la
cam isa. Ella m ism a lo desvistió y le acom odó la cam isa nueva.
E ra u n a cam isa blanca; de m anga co rta y cuello pequeño, que le
dibujaba perfectam ente el tronco y el talante de sus músculos.
G iraldo, envanecido, se m iró al espejo. D esde allí se volteó y la
m iró fijam ente; “ Te a m o —le dijo— , p o r ti he ro to todos los
códigos de la cuadrilla, te am ó y quiero que vengas conm igo a la
m ontaña. Te lo digo po ru n d écim a vez. Ven conm igo, m ujer” . Lilia
lo escuchó atentam ente, pero m eneó la cabeza y dijo algo que
merece recordarse: “ N o soy capaz de soportar el silencio, tal vez la
soledad sí, pero el silencio no. El silencio es venenoso, insidioso,
Crónicas de la vida bandolera 99

hacer volar la fantasía. A prem ia, angustia. Prefiero am arte a


distancia y saber que estás vivo y que yo puedo ir en pos tuyo,
siempre que sea necesario. Yo tam bién te am o y pongo en peligro
el pellejo p o r ven irte,a buscar. Pero te ju ro que no podré vivir
contigo en la m ontaña. Reconozco que soy u n a cobarde. Lo sé” .
Pero la discusión, la reafirm ación de estos principios, no fue
im pedim ento para am arse y se tiraron a la cam a plácidam ente.
C on las prim eras som bras, el comité cívico-m ilitar, advertido
po r un p ar de detectives, rodeó la casa y le pidió a G iraldo que
se rindiera. Pasaron dos o tres m inutos, m áximo. Le repitie­
ron que se entregara, pero una descarga fue la respuesta de este.
La tro p a abrió fuego sin m ás m iram ientos.
A dentro, G iraldo ab razab a a Lilia con la camisa blanca a
medio abotonar, el revólver en la m ano y sin saco. Tenía un
som brero arrugado en la cabeza. E staba delgado y su palidez era
más n o to ria al contraste con un bigote finam ente cortado, com o
pintado a lápiz. Un bigote de galán en acecho. La tom ó p o r los
brazos y le dijo:
— ¡Cuídate, mi am or. M uy p ronto estarem os juntos, si no es
aquí, entonces en la eternidad. ¡Encomiéndem e a Dios!
G iraldo salió a l corredor interior y corrió hacia el fondo de la
estrecha pensión. A brió una puerta y salió a un patio pequeño.
Trepó p o r la p ared y p o r esta, en equilibrio, llegó hasta un
extrem o de la casa. Al o tro lado había un solar igual. Pero no se
tiró a él. Se volteó y trepó p o r la pared hasta el techo de la
habitación. Desde allí vio un grupo de curiosos en la calzada.
Estaban a la expectativa. U no de ellos gritó:
— ¡Véalo! -e x c la m ó -— está en el tejado.
Varios soldados se ap u n talaro n en el andén y m ontaron sus
arm as co n tra Giraldo., Este se m ovía, con dificultad, en el techo.
Su presencia era m ás n o to ria p o r la camisa blanca que p o r el resto
de la indum entaria.
— ¡Atájenlo! ¡Va a escapar! — volvieron a gritar en la calle.
G iraldo se escurrió, ap u ntalado en la cim a del tejado, p o r
un leve distancia de centím etros y las balas resbalaban en el techo
sin hacerle daño. Pero no p o d ía seguir ahí, indefinidam ente, y
100 Pedro Claver Téllez

tenía que m overse. C uando lo intentó, u n a bala le arañó el brazo


derecho. G iraldo se m ovía con lentitud p ro cu ran d o no echar
abajo el techo que era su flanco m ás invulnerable. Pero lo que
nunca previo G iraldo es que u n par de civiles y u n policía ganaron
el techo de la vivienda del frente y hubo u n m om ento en-que los
tuvo frente a frente a unos cincuenta m etros. Se tiró de bruces
sobre las tejas y se arrastró . D el o tro lado disp araro n sin com pa­
sión. G iraldo fue, de nuevo, a tra p ad o p o r u n a b a la que le penetró
en el h o m bro derecho. Y a no p o d ía accionar la p istola con esa
m ano. H izo unos pocos tiros esporádicos que sonaban débilm en­
te en fnedio del plom eo con que era acosado. L a p atru lla de la
casa vecina disparaba sin cesar. G iraldo no respondía. Se escurrió
hacia abajo, en la p arte inferior del techo, y rodó aparatosam ente
al p atio interior. El cuerpo de G iraldo aún con vida tra tó de
levantarse, pero fue rem atado p o r un certero balazo del capitán
Aldaria que ya se encontraba en el interior de la viviendas Lilia
Bernal, aún en la alcoba, se tiró de rodillas y le im ploró a los
santos de su devoción que no lo fueran a m atar o a herir grave­
mente. Pero cuando escuchó la algarabía de la tro p a cantando
victoria supo que su hom bre h ab ía sido detenido o m uerto. Lilia
Bernal salió de la alcoba y corrió h asta el cuerpo desfallecido de
G iraldo, rodeado p o r varias personas. Se lanzó sobre él, sin
dilación. Le abofeteó cariñosam ente las mejillas, lo besó y se echó
a llorar sobre su tórax, quieto p a ra siempre.
—Te am aré eternam ente, — dijo Lilia Bernal, delante de todos
y con voz firm e. •
Luego levantó los brazos y se entregó a las autoridades.
—¿■“ Yo se lo advertí varias veces —com entó ‘Paterrana’ días
después— , yo le predije que esa m ujer sería su perdición. ¿Ahora sí
me creen, com pañeros?” .
D ías después, “ P a terran a ” y “ El L argo” , se ju n ta ro n a Efraín
G onzález y se fueron con él a Santander, dónde protagonizarían
aparatosos incidentes. Pero eso es harina de otro costal.
EL MITO DE
SIETECOLORES
(T r e s ep iso d io s en la vida
d e E fr a ín G o n zá le z)
La batalla de las avispas

En la batalla de las Avispas lucharon González, “Paterrona” y


"el Largo” contra doscientos soldados del Ejército. L o s pri­
meros protegían a la fam ilia del bandolero. De esta murieron
cuatro personas. D el Ejército nueve unidades. Los tres bandi­
dos quedaron sanos y salvos. Esta es la increíble historia de un
hombre que nació para ser “el ángel exterminador".

; E ra m em orable la “Batalla de las A vispas”. A trincherado en ej


viejo caserío de “El Recreo”, E fraín G onzález resistió un asedio
m ilitar de catorce horas, desde el alba hasta las som bras de un
inolvidable dom ingo de abril. Fue tan enconado e l ataque y
ard o ro sa la defensa que no. b astaron al Ejército sucesivas arrem e­
tidas ,de m orteros, granadas y m etralletas p a ra reducirlo y éste
logró escapar, en m edio de la tropa, p ara entrar en la leyenda.
H ubo catorce m uertos en am bos bandos. G onzález perdió cuatro
m iem bros de su fam ilia y el Ejército nueve unidades, sin co n tar al
cabo Sim ón C arrero que m urió destrozado p o r una g ran ad a que
estalló en sus m anos cuando el caserón se vino abajo y la tro p a
can tab a victoria. La b atalla era recordada-no solam ente p o r eso
104 Pedro Claver Téllez

sino porque el Ejército utilizó doscientos soldados y G onzález


sólo contaba con dos efectivos: “ P aterrana” y “ el L argo” , sus
hom bres de confianza. Los dem ás fueron considerados u n estor­
bo. E staban allí su padre, M artín G o n zález: su pad rin o d e b autizo.
A dolfoT lerreñóT uña herm ana de éste, la vieja E ustaq u iarquien
sobrevivicTpara contarlo; su am ante, Alicia Velásquez, y su pe-
q u e ñ d h ijo d e u ñ a ñ ó ,C a rlo s A lberto -,
Él caserón h a b ía sido construido hacia 1910 p o r orden del
b árbaro general A ristides C astañeda, vencedor en la G u erra de
los M il D ías. C astañeda m ilitó en las filas del conservatism o, al
m ando del general Próspero Pinzón, azote de U ribe U ribe, a
quien ap o d ab an “el Cruzado de 1900”y , com o a to d o m ilitar de
alto rango, le tocaron en rep arto m edia docena de haciendas en
tres m unicipios de la Provincia de Vélez. “E l Recreo”, ubicada en
la vereda de Cachovenao del m unicipio de Jesús M aría, era la
principal de ellas y su hacienda preferida. C oncluida la guerra, el
general C astañeda anduvo de un lado p a ra o tro y, hacia 1915,
resolvió establecerse allí con su últim a esposa, M atilde Pinzón,
treinta años m enor que su m arido. Engendraron u n a hija, M atil­
de, tal vez el último, acto valeroso del general que súbitam ente
entró en achaques.
“ Ya no soy hom bre” , com entaba a sus más íntim os amigos.
Dicen que p o r está causa, M atilde, que era joven y ardorosa, lo
abandonó p a ra siem pre llevándose consigo a la pequeña. Y allí
m urió, en 1920, com pletam ente solo y "E l Recreo” pasó a ser
parte de uná notable herencia sin destinatario conocido y seguro.
C uentan que antes de m orir, el general C astañeda hizo llam ar
a su íntim o am igo H eliodoro Téllez y le dejó en prenda, a cam bio
de un solem ne funeral, la hacienda con todos sus haberes con la
condición sagrada de que esta fuera entregada a la persona que al
cabo de los años preg u n tara p o r él y p ro b ara su parentesco. Dicen
que le dijo a H eliodoro: “ M ira, viejo, m uero solo pero ya verás
cóm o sobre mi carroñ a vendrán a com erlas aves de rap iñ a que me
acom pañaron a lo largo de la vida” . H eliodoro aceptó, como
quien acepta u n encargo, sin m edir las consecuencias y p o r m u­
chos años se le conocería com o único dueño de “E l Recreo", p o r
voluntad del caprichoso general. H eliodoro perm aneció fiel a su
prom esa. Entonces valía la p alab ra em peñada. D isfrutó p o r m ás
de diez años la hacienda y en 1930 m urió esperando inútilm ente
En compañía de su amante, Alicia Velásquez, quien fue dada de baja en la
“Batalla de las Avispas” .
106 Pedro Claver Téllez

que alguien to cara su puerta p a ra redim irlo de su carga. En


consecuencia heredó su única hija, A na Rosa, quien hab ría de ser
la prim era esposa de M artín G onzález y m adre de C arlos Efraín,
nom bre con que se lo bautizó en la iglesia de Jesús M aría el 20 de
octubre de 1933. C arlos E fraín y sus herm anas A n a Rosa, A na
Elvia y B arselina no conocieron al abuelo H eliodoro, ya que
nacieron uno tras o tro a la m uerte del viejo. Pero h ab rían de
conocer la aflicción. A na Rosa, su m adre, m urió de un vóm ito
rojo cuando C arlos Efraín, el m ayor, apenas c o n tab a seis años.
Entonces M artín, acosado po r las deudas y perseguido por razo­
nes políticas, se fue al Q uindío. D ejó sus hijas al cuidado de los
fam iliares y se llevó consigo a Efraín.
“El Recreo" era, hacia 1960, apenas la som bra de lo que había
sido en otros tiem pos. U n caserón sem idestruido, salvado varias
veces del derrum be definitivo. E stab a ubicado en u n a explanada,
a dos h oras de cam ino de Jesús M aría, rodeado de cafetales y
platanales. El cam ino real p asab a a doscientos m etros y había
cam initos adyacentes que facilitaban su acceso. P o r el oriénte
d ab a sobre u n a cañada, u n desfiladero, producto de la erosión
que estuvo a p u n to de sepultarlo p a ra siem pre. U na h o n d o n ad a
ah o ra recubierta de arbustos y yerbazales p o r donde se escurría
una quebrada de aguas cristalinas y m ansas. U n caserón am plio,
rodeado de barandales que da b a n al patio y éste lim itaba con los
sem brados de hortalizas y el prim er surco del cafetal. T enía las
paredes sólidas y gruesas de adobe doble que resistieron los
em bates de los años, salvo el techo que, en m ás d e u n a ocasión,
am enazó ruina. U n tejado caedizo de b arro cocido y un halo
m isterioso de abandono y desolación.
Así lo encontró M artín González a comienzos del año, cuando,
p o r arreglo directo con su propietaria, M atilde C astañeda, “La
Cenicienta", hija legítim a del general Aristides C astañeda, o b tu ­
vo el perm iso p a ra ocuparlo. M artín te n ía p o r entonces sesenta y
tres años y hacía exactam ente veinte que se había ido al Q uindío
en busca de m ejores horizontes. Allí, en Pijao, contrajo de nuevo
m atrim onio con R osa M aría G uerra, u n a boyacense fuerte y
dinám ica que le dio ocho hij o s, uno tras de o tro . Pero nunca pudo
encontrar la paz que deseaba. Envuelto en líos judiciales p o r d ar
cobijo a un desertor, prim ero, y a un bandido, después, el viejo
fue com plicando su existencia, hasta que se vio obligado a aban-
Crónicas de la vida bandolera 107

donar a su m ujer y a sus hijos, a los que había dejado una casa y
una finca cafetera, pro d u cto de sus trabajo de veinte años. Dicen
que m ató a un hom bre, pero nunca se lo pudieron com probar y
los fam iliares del m uerto, poseídos p o r la venganza, lo buscaban
para m atarlo. P o r eso y porque E fraín había decidido regresar a la
tierra que lo vio nacer, se vino adelante p a ra asegurar un sitio y
después de m ucho an d ar de un lado para otro, retornó a “El
Recreo”, hacienda que, al parecer, estaba destinada a m antener­
los atados p a ra siem pre con lazos indisolubles.
El prim ero en visitarlo fue su com padre, el poeta Virgilio
Salinas, padrino de una de sus hijas, A na Elvia, quien aún ejercía el
cargo de secretario de la A lcaldía en Jesús M aría y había cobrado
fam a de letrado y sabelotodo. El poeta Virgilio Salinas era la
m em oria del pueblo. C onocía, íntim am ente, a la m ayor p a rte de
sus habitantes —sobre to d o a los viejos-^, y había m em orizado
en sesenta años de vida trashum ante, la historia de Jesús M aría,
desde su fundación a finales del siglo X V II. C onstituían su pasión
y su vicio secreto leer y acum ular cuanto libro, folleto o artícu lo d e
prensa se hubiera escrito sobre la Provincia de V élezy, de tanto
repasarlos, sabía de principio a fin capítulos enteros sobre íos m ás
extraños sucesos o docum entados estudios sobre aspectos que no
lograba entender en form a racional. Pero esto poco le im p o rtab a
y, en más de una ocasión, frente a políticos y letrados, ganó
discusiones y .apuestas que hicieron sonrojar a sus adversarios y
acrecentar su fam a de ilustrado. Sus afirm aciones de tipo ideoló­
gico eran endebles, confusas y arbitrarias porque echando m ano
de su prodigiosa m em oria las reforzaba con una referencia, u n a
cita o u n a m áxim a que, en vez de arro jar luz sobre el m otivo de
discusión, term inaba p o r crear u n a aureola de im precisión, de
duda, de escepticism o. Su conversación era am pulosa, grandilo­
cuente. T enía un diccionario de palabras de su creación o arbitrio,
u n a especie de código cifrado. A lgunas de ellas eran realm ente
castizas, pero pronunciadas a su m odo o ligeram ente deform adas
m ediante la adición o supresión de letras necesarias p a ra su cabal
com prensión. N adie m ejor que él p a ra entablar las relaciones y
efectuar los com prom isos que llevaron a Efraín G onzález a con­
vertirse en el jefe de la resistencia contra el bandido liberal Carlos
Bernal y en el em blem a de su raza y su partido en la Provincia de
Vélez.
108 Pedro Claver Téllez

E fraín y su gente llegaron a comienzos de abril, poco después


de la m uerte de J a ir G iraldo, en C artago, y cuando, perseguido y
con la banda diezm ada, resolvió aceptar la oferta y venirse a su
tierra p a ra liderar la resistencia contra Bem al. N o se sabe cómo
eludieron la vigilancia a lo largo de cuatro departam entos ni
cóm o lograron tra e r el arsenal, em pacado en cajas y costales. Lo
cierto es que m uchos vecinos de “Cachovenao” que ya estaban
"hablados" y com partían sus propósitos, ayudaron a tran sp o rtar
el arm am ento que poco a poco fueron acum ulando en el zarzo del
vetusto caserón de “El Recreo”. U na vez instalados, Efraín ordenó
a sus hom bres, “Paterrana” y "E l Largo”, ab rir huecos en las
cuatro paredes del caserón, com o si ya hubieran previsto que allí
iba a tener lugar la batalla que habría de traer consigo la desgracia y
la m uerte de su fam ilia y que sería el punto de p a rtid a de u n a
inacabable leyenda de sangre com o si hubiera nacido p a ra ser un
ángel exterm inador. El sábado 18 de abril, vísperas de la batalla,
se habían congregado alrededor de un asado en hom enaje a su
p adrino A dolfo H errefio y a su herm ana E ustaquia que les caye­
ron de sorpresa. E ra un p a r de viejos sanos y vigorosos que
pasaban de los setenta años y vinieron desde A lbania, a m uchas
horas de cam ino, p a ra saludar a M artín G onzález y conocer a
Efraín. N o lo veían desde 1940, cuando tenía siete años, y M artín,
recientem ente viudo, se lo llevó al Q uindío. Supieron que había
llegado a "E l Recreo", días antes, y no ag u antaron la tentación de
verlo, no obstante la aureola de picaro y asesino que le atribuían.
“ Es su vivo retrato , com padre” , dijo A dolfo. “ Tiene la misma
pinta que yo le conocí a usted cuando éram os jóvenes y andába­
m os én parran d as de un lado p a ra otro. H a sacado sus arrestos
porque usted, com padre, era un trom padachín, u n ju g a d o r y un
enam orado de siete suelas. ¿No es cierto, com padre?” .

M artín se quedó viendo a su hijo que, poco antes del m edio­


día, pasada la euforia de la llegada de los viejos y tras un recorrido
p o r el caserón, entró en u n trance silencioso. A h o ra se había
ap artad o a un extrem o'del corredor, desde donde contem plaba el
paisaje con u n a m irada lánguida com o si h ubiera sido a rre b a ta ­
do p o r el éxtasis y de vez en cuando echaba u n a ojeada a "Paterra­
na” y "Él Largo", que atizaban la candela p a ra el asado con la
tap a dé u n a olla. “ N o sé, com padre, la verdad es que pocas veces
m e m iré al espejo y no me acuerdo cóm o era yo en ese entonces.
Crónicas de la vida bandolera 109

Pero si usted lo dice, compadre...”. Efraín era, a los veintisiete


años, un hombre de regular estatura, cabello claro, casi rubio,
ojos azules y la piel tostada por el sol. Estaba delgado pero era
musculoso, sólido y nervudo, como consecuencia de su paso por
el cuartel, donde alcanzó el grado de cabo primero, y de la dura
vida que llevó en la montaña al lado de Giraldo, por quien sentía
aún después de muerto, una gran admiración y afecto. Así lo dio a
entender cuando dijo, sin que todavía hubiera entrado en detalles
de su vida: “Difícilmente encontraré un amigo igual” . d
Aunque no aprobaban del todo la vida licenciosa y la aureola
de asesino que tenía Efraín, los Herreño encontraron justificable
que se pusiera freno a Carlos Bernal y a sus intenciones de
liberalizar la Provincia de Vélez y nadie mejor que él para dete­
nerlo. Bernal era, según su decir, un comunista, agazapado en el
Movimiento Revolucionario Liberal, que andaba alebrestando a
todo el mundo con peligrosas consignas y un hombre que había
jurado ‘‘no dejar un godo con vida”. Adolfo recordó: “ Tiene las
trazas de convertirse en una especie de Tejeiro. ¿Se acuerda de
José del Carmen Tejeiro, compadre? Y si es verdad, como dicen,
que está patrocinado por políticos como López y recibe ayuda de
Cuba, la situación se pondrá grave, compadre. Volverá la violen­
cia. No cabe la menor duda. De modo que si hemos de entraren
guerra, está bien que sea mi ahijado quien se ponga al frente déla
defensa” . Por eso no se sorprendieron de ver el arsenal, en el
zarzo, ni repudiaron la presencia de su amante Alicia Velásquez y
los dos hombres que los acompañaban, ‘‘Paterrona” y ‘‘El Lar­
go”. Bastó que los presentaran y hablaran un rato con ellos para
que naciera una estrecha amistad y el holgorio alcanzara momen­
tos de exaltación, donde incluso se escucharon vivas al partido
conservador y abajos a los liberales y a los comunistas, que, según
ellos, eran la misma cosa.
Alicia Velásquez era una caldense de armas tomar, delgada y
enérgica, cabello castaño y lacio que le chorreaba sobre los hom­
bros. Tenía veinte años, vivía con Efraín hacía dos y ya le había
dado un hijo. La conoció en Armenia en circunstancias especiales
y desde un comienzo pensó que era la mujer de sus sueños, tal vez
la única que era capaz de soportar la dura vida que llevaba. Era
amiga de Lilia Bernal, la amante de Giraldo, y una noche que
andaban de farra, las llamaron a su mesa1 Las dos eran coperas en
110 Pedro Claver Téllez

el b a r “ Candilejas” y los cuatro sim patizaban entre sí. M ientras


bebían, E fraín le preguntó:
— ¿Te irías conm igo a la m ontaña?
— H ace tiem po esperaba u n a propuesta así.
— ¿Nó te d a miedo?
— No. E stoy h a rta de los hom bres de la ciudad. M e parecen
unos m aricas. Y o tam bién busco hace rato un hom bre de verdad.
Al o tro día, bien tem prano, Alicia em pacó su ropa y se fue con
él a la m o n tañ a. Tuvieron crisis violentas. Alicia no soportó al
principio los frecuentes cam bios de residencia, pero al fin se
habituó. D espués quedó em barazada y una noche le dijo:
—Y a nunca m ás me separé de ti, pase lo que pase. Q uiero
aprender a d isparar. --------
Y E fraín, p o r naturaleza escéptico, pensó que, p o r fin, D ios le
había concedido lo que ta n to anhelaba: una com pañera de ver-
, dad., E fraín recuerda que G iraldo le dijo p o r el cam ino:
—Te envidio, herm ano. Yo hubiera querido que Lilia hiciera
lo m ism o p ara no exponer tan to el pellejo viniendo a la ciudad.
L aureano A riza, alia.s " Paterrana” , y Salvador G onzález, a
quien ap o d ab an , El Largo” con ju sta razón, eran los únicos
sobrevivientes de la diezm ada cuadrilla de Ja ir G iraldo que, de
com ún acuerdo, resolvieron acom pañar a Efraín en su viaje de
regreso a la tierra natal. Los dos eran inseparables en la buena o
en la m ala, y los dos dem ostraban una reverencia especial p o r su
jefe a quien atendían con am able solicitud y g u ardaban respeto y
obediencia.
"Paterrana” era un hom brecito cascorvo, enclenque, desmi­
rriado y feo, con la cara salpicada de pelos hirsutos, que pasaba de
los cincuenta años, pero tenía los arrestos de un joven de treinta.
Se defendía en todos los terrenos y a pesar de su notorio;defecto
físico era un buen cam inante. No lo a rred rab a nad a ni nadie, y en
más de una ocasión resistió solo prolongados enfrentam ientos
con la tro p a y siem pre salió bien librado. E ra el brujo de la
cuadrilla de G iraldo y tenía fam a de curar dolencias físicas y
espirituales a base de riegos, pócim as y rezos y la no menos
Crónicas de la vida bandolera 111

preciada facultad de entrever el futuro y adivinar el pensam iento.


M isiá E ustaquia H erreño recuerda haberle oído decir esa tarde,
m ientras le leía las líneas de la mano:
— U sted tiene m ucha vida p o r delante a pesar de su avanzada
edad. Los que parecen estar en grave peligro son su herm ano
A dolfo y el viejo M artín. H ay algo en sus ojos que anuncia la
desgracia. Parece que se estuvieran despidiendo de la vida. M ire,
no paran de hablar y recordar cosas pasadas.
E ran terribles los anuncios de “ P aterran a” . El había vaticina­
do la m uerte de G iraldo por culpa de u n a m ujer y los hechos le
habían dado la razón. “ Yo presiento, pero no puedo evitar el
destino. Nadie escapa de la m uerte y todos tenem os nuestro día
señalado” , agregó.
Salvador G onzález, a quien apodaban “El Largo”, era su
opuesto: callado y práctico, parecía obedecer al llam ado del
m om ento. E ra pariente cercano de Efraín y se habían conocido,
sin proponérselo, en la banda de G iraldo. “Cachudo”, de naci­
m iento, se había criado, com o Efraín, en el Q uindío, a donde sus
padres fueron a dar, debido a la persecución política de los años
treintas. E ra alto com o su apodo, delgado y extrem adam ente
serio, h asta el p u n to de que nadie nunca lo vio sonreír. Vivía
agobiado p o r la nostalgia de su m ujer, asesinada en una m atanza
de “Sangrenegra”, p o r quien sentía un odio terrible y a quien
buscó inútilm ente p a ra m atarlo.
H acia el atardecer se sentaron en butacas a lo largo del
corredor, desde donde se podía divisar, en el horizonte, la cim a
del Furatena ap u n tan d o hacia el cielo. El sol era esa tarde u n disco
anaran jad o y las nubes esbozaban paisajes y castillos fabulosos,
com o si hubieran sido pintados p o r un pincel mágico. T odos
bebían chirrincho, salvo m isiá E ustaquia y Alicia que p o r fin,
había sacado a C arlos A lberto del chinchorro donde berreaba y
ah o ra lo m antenía despierto entre sus brazos. El alcohol los había
. sincerado. A dolfo preguntó a Efraín:
— Bueno, ahijado, ¿es verdad que h a m atado tan ta gente
com o dicen en los periódicos y en la radio?
E fraín hizo u n a m ueca, entrelazó las m anos, m iró el horizonte
y respondió enarcando las cejas:
112 Pedro Claver Téllez

—Mi fam a de m atón es puro cuento — dijo— . N o me im porta


que anuncien a los cuatro vientos que soy un asesino. P o r el
contrario, eso me conviene. Pero le ju ro , padrino* que nunca he
robado y sólo he m atado a un hom bre. A Celedonio M artínez
Acevedo, un periodista de A rm enia. Cosas del azar y p o r fideli­
dad con Ja ir G iraldo. Pero no se im aginan ustedes lo que pesa en
la conciencia la m uerte de un hom bre.
Se durm ieron achispados p o r el licor y hacia la m edianoche
los despertó el graznido del guaco. Todos quedaron sentados,
salvo el pequeño que yacía en un chinchorro colgado en un
extrem o de la habitación. Fue un graznido feroz agorero que los
hizo m editar p o r varios m inutos. E ra siniestra la leyenda del
guaco: traía consigo la desgracia y la m uerte. Pero el sueño volvió
a reconciliarlos con las alm ohadas. A las cuatro de la m añana,
"Paterrana” despertó víctim a de una pesadilla tenaz.)Soñó que
los árboles y los platanales y los cafetales que había en los
alrededores del caserío los estrechaban hasta asfixiarlos y vio que
los árboles se convertían en oficiales y los arbustos en soldados y
un batallón com pleto rodeaba la guarida. Y "Paterrana” desper­
tó con un grito que alebrestó a to d o el m undo. Los cinco hom bres
y las dos mujeres se reunieron de inm ediato en el centro de la sala.
Entonces asociaron el sueño al graznido del guaco y la m alicia se
apoderó de todos. Las m iradas se clavaron en "Paterrana” que
perm anecía agachado, com o arrepentido de ser el agorero de
todas las desgracias.
“ Los siento venir y son m uchos. T odo un batalló n ” dicen que
dijo "Paterrana” y p o r la puerta de atrás salió al p atio para
otear el horizonte. C om enzaban a c a n ta r los prim eros gallos y la
luz del día surgía incontenible. “ Tenem os tiem po de h uir” , sugi­
rió “Paterrana” , que regresó con presteza. Efraín ordenó:
—N o vam os a h uir dejando las arm as ni voy a co rrer arras­
trando una m ujer y un niño. Sea quien sea, vam os a hacerle frente.
“Paterrana” andaba en lo cierto. Esa m ism a noche, a eso de
las doce, en el m om ento en que el guaco despertaba a la gente que
dorm ía én “E l Recreo”, Una com isión cívico-m ilitar, com andada
p o r el capitán C alderón, llegó a Cachovenao. La com isión dem o­
ró un buen ra to en casa de A nastasioR om ero, u n anciano agricul­
to r que se vio presionado a decir dónde se encontraba Efraín
Crónicas de la vida bandolera 113

González y de paso traicionar el pacto que habían jurado los


cachudos (así se los denominaba), alrededor de su jefe. Romero
no sólo les dijo que podía estar en la hacienda "El Recreo” sino
que los hizo guiar por uno de sus hombres.
Hacia el amanecer, la comisión se detuvo a trescientos metros
del caserón y el capitán comprendió que se encontraba frente al
gran reto de su vida. Recordó que González había sido también
miütar y era ampliamente conocida su capacidad en la defensa y
el ataque. En su momento había hecho varios cursos de ascenso
en el ramo de la artillería y por muchos años fue instructor de tiro
al blanco. Era fama que antes de escaparse había hecho un curso
de inteligencia que lo capacitó para la búsqueda de malhechores,
subversivos y desertores. Un hueso duro de roer, un hombre
curtido en el campo de batalla, un producto de la legalidad
convertido en fuera de la ley.
El capitán Calderón sintió un leve estremecimiento, previno a
los sargentos de asalto y ordenó avanzar en abanico. Caminó a la
cabeza de la tropa, con un megáfono en la mano derecha e
impartió órdenes con extrema cautela. Entonces dijo a través del
megáfono “ Ríndase González, está rodeado” . Una descarga ce­
rrada fue la respuesta y la tropa se tiró al piso bajo un diluvio de
balas. “Salga con las manos en alto” , repitió, y nuevas descargas
arrasaron las copas de los árboles y las sementeras. “Vamos a
tomar la casa por asalto” , dijo, y ordenó disparar. Fue terrible la
andanada que atronó contra las paredes del caserón.
El sol alumbró en todo su esplendor, la tropa se dividió en
grupos, cruzó en todas direcciones el campo de batalla y en menos
de media hora el caserón estaba rodeado. Durante una tregua
fugaz se oyeron disparos aislados en varios sitios de la vereda.
“Los campesinos están alerta. Nos pueden atacar por detrás” ,
pensó el capitán Calderón. Pero dos horas después los facinerosos
no daban muestras de entregarse. A través de la radio, el capitán
Calderón pidió refuerzos al Batallón Sucre .de Chiquinquirá.
Apretaba el calor y el fuego cruzado levantaba polvo de desastre
en la vereda.
Adentro reinó la confusión. Una bala penetró por el hueco
dónde apuntaba "El Largo", le estropeó el arma y lo cegó por
varios minutos. Viéndolo sangrar y con la cara chamuscada,
114 Pedro Claver Téllez

creyeron que estaba herido de gravedad y descuidaron el frente.


La tro p a, suponiendo que estaba p o r producirse la entrega cesó el
fuego tam bién. D urante la pausa, “Paterrana” auscultó la heri­
d a de su com pinche y dijo: “ N o es nada grave. U n leve rasguño
que ni siquiera le dejará cicatriz” .
C arlos A lberto berreaba debajo de la cam a, en la pieza vecina.
Alicia ab andonó su arm a y term inó por m eterse debajo de la
cam a, cubriendo con el suyo el cuerpo de la criatura. L os dos
gem ían levem ente. “ Es inútil, llevamos cuatro horas de candeleo
y los soldados no dan m uestras de retirarse” , dijo M artín. “ Ni se
retirarán ” , respondió Efraín, encarando a su padre. “ N osotros
nos entregam os” , dijo el viejo. “ No es cobardía. H agám oslo p o r
el chino” , agregó. “ U stedes pueden hacerlo, si así lo desean” ,
dijo Efraín. “ Pero no voy a perm itir que m i m ujer y m i hijo se
p u d ran en la cárcel” . El fuego volvió a reanudarse con más,
ím petu.
El viejo M artín h ab ía perdido del to d o los arrestos y ya ni
siquiera disparaba. Se le n o tab a el pánico pintado en el rostro.
Sólo “Paterrana" y “E l Largo” m antenían la tran q u ilid ad .“ Se
acercan los chulos —dijo ‘P a terran a ’ — . E stán ganando terreno” .
A dolfo y E ustaquia estaban com o petrificados, y Alicia seguía
debajo de la cam a m urm urando una oración. “ E stá bien — dijo
Efraín-—, váyanse ustedes tres. Yo respondo p o r A licia y el chino.
A listen trap o s blancos” . N o cesaron de disparar pero los solda­
dos ganaban terreno. E fraín enarboló u n trapo blanco en el cañón
de la m etralleta y lo blandió en señal de entrega. Los disparos se
fueron extinguiendo lentam ente. “ A diós, hijo. N os verem os, si
D ios quiere, en la o tra vida” , fue la despedida de M artín en ese
m om ento suprem o. A fuera, alguien cantaba victoria en el cam po
enemigo.

El capitán C alderón contem pló con estupor, a través de los


binóculos, la entrega de los viejos. Los vio acercarse tím idam ente
con las m anos a rrib a y tuvo u n vago sentim iento de culpa. ¿H a­
bían m ontado to d o un aparataje, m algastaban m illares de m uni­
ciones, exponiendo todo el batallón, p ara llevarse com o trofeo
tres m iserables viejos, entre ellos, para colm o, u n a m ujer que le
recordaba a su abuela? El capitán Calderón estaba fuera de sí y gritó
al suboficial que estaba m ás cerca p a ra que lo oyera: “ ¿Qué pasa
Crónicas de la vida bandolera 115

aquí? ¿Esos tres viejos nos dan guerra cinco h oras y nos tum ban
cuatro hom bres? ¿Qué clase de cabrones com ando yo a la h o ra de
la verdad? Sargento Tam ayo, tráigam e esos viejos de inm ediato” .
El sargento Tam ayo no dem oró. El capitán una vez que los
tuvo al frente, preguntó el nom bre a uno de ellos: “ M artín G onzá­
lez, servidor” , le respondió. “ ¿Usted tiene un hijo que se llam a
E fraín G onzález?” . Y, el viejo, en tono m anso pero seguro, dijo:
“ Sí, mi capitán. A m ucho h o n o r” . El sargento Tam ayo le hurgó el
estóm ago con el cañón de la m etralleta. “¿D ónde está G onzá­
lez?” , le espetó casi en la cara. “ N o sé —dijo el viejo— . N o pasó la
noche en la casa. Lo esperábam os p a ra m adrugar al pueblo” . El
capitán preguntó a la vieja: “ ¿Quién está adentro?” . “ N adie mi
cap itán ” , respondió la vieja, agachada. El capitán tenía los ojos
colorados. Fue preciso que el sargento Tam ayo le dijera, p a ra
calm arlo: “ Se acercan los refuerzos, mi capitán” . Y este echó
u n vistazo en la dirección que le indicaba el sargento. “ Está bien
— ordenó— . Llévenlos bajo el yarum o y am árrenlos hasta nueva
o rd en ” . Y avanzó en sentido contrario a los refuerzos que asom a­
b a n en la vuelta del C am ino Real. E ra to d o un escuadrón, al
m ando del teniente H ernández, un hom bre alto y fornido, de
m irada im petuosa, que tenía orden de relevar al capitán. M iró
con desprecio a los viejos y después observó el objetivo: el caserón
estaba en silencio, quieto, en la m añana radiante, con las paredes
llenas de agujeros. “ A hí dentro hay alguien —dijo— . G onzález se
está haciendo el pendejo. Pretende engañam os” . El teniente im­
p artió órdenes a su ayuda de cam po y a la suboficialidad. El
subteniente V illarreal asum ió la disposición de los m orteros y se
colocó frente a la operación. T rabajaban con celeridad. M inutos
después, cuando los cañones apuntaban hacia el objetivo, se le
ocurrió al teniente H ernández:
— Echem os a los viejos p o r delante.
El subteniente Villarreal avanzó rum bo al objetivo, detrás de
los viejos, secundado p o r tres suboficiales. A cincuenta m etros del
caserón pidió, a través del m egáfono, que se entregaran. N adie
respondió. Avanzó un poco m ás h asta el patio, en un acto de
tem eridad. A dolfo y M artín continuaban con las m anos en alto.
“ Entregúese, G onzález — gritó el subteniente V illarreal— . D e lo
contrario entrarem os disparando y no responderem os p o r la
116 Pedro Claver Téllez

suerte de los viejos” . E ra cerca del m ediodía y el sol calentaba en


todo su esplendor.
Efraín G onzález saltó de la trinchera y dijo a su gente: “ Los
traen com o carn ad a” . El niño lloraba y Alicia gemía levem ente en
la pieza vecina. “ N o los pierdan de vista” dijo Efraín y cam inó
hasta la alcoba. “ N o te dem ores — dijo ‘P aterrana’— . Se acercan
en m anada. Los tenem os a m enos de doscientos m etros” .
El silencio hacía m ás notorio el llanto del niño y los quejidos
de la m ujer. Alicia estaba herida en un hom bro y la sangre la
ponía histérica. E staba sentada al borde de la cam a con el niño en
el canto. “ N os van a m a t a r — dijo Alicia— . Al niño tam bién” .
Efráin la tom ó p o r el brazo, “ Vam os al zarzo, allí estarán más
seguros” . E m pujó a su m ujer escaleras arriba, la ubicó en un
rincón y bajó p a ra colocarse al lado de “Paterrana”. Espió el
patio a través del orificio. Los viejos seguían ahí, con las m anos
arriba. D etrás de ellos el subteniente Villarreal y tres suboficiales,
esgrim ían el m egáfono. “ Tiene cinco m inutos, G onzález — di­
jo — .V am o s a echar el caserón abajo. A tacarem os con todo y no
responderem os p o r los adultos y el chino que se oye llo rar” .
Efraín intentó volver al zarzo. " Paterrana” lo contuvo:
—No seas .bruto —le dijo—:. No hay que perderlos de vista y
definir la situación ahora mismo. ;
—A ún es tiem po de que se entregue —gritó el subteniente— .
Hágalo p o r el niño.
Efraín seguía con la vista clavada en él patio. N o despintaba
los m ovim ientos de los militares parapetados detrás dé los viejos.
Estos cam inaron un poco más hacia el corredor, con los cañones
de las m etralletas en la espalda. “ Faltan treinta segundos --g ritó
Villarreal— . Entregúese González. No tiene otro rem edio” .
Efraín dijo a sus hom bres, quedamente:
—Voy a disp arar al aire. No se me ocurre otra cosa.
“Paterrana" y El Largo” perm anecían impasibles. Efraín
apretó el gatillo. Entonces ocurrió lo inesperado. Se oyó una
descarga cerrada. Escuchó las detonaciones que no eran de su
arm a y vio que los viejos se escurrían lentam ente, doblando las
rodillas, hasta caer postrados y d ar de bruces co n tra la tierra
apisonada del patio.
Crónicas de ja vida bandolera 117

El subteniente y el cabo se replegaron disparando. Efraín


apuntó entonces. Cayó el cabo, cayó el subteniente. “Vamos a
darles candela —dijo Efraín—, toda la que se coman”, y redobla­
ron el contraataque. Tres soldados más cayeron al piso. Cundió el
desconcierto en la tropa.
—Malditos —dijo Efraín— Mataron a los viejos y ahora
corren como ratas.
Los dos viejos yacían al pie del megáfono, que habían abando­
nado en la fuga. El sol dejó de alumbrar y la tarde, ya encapotada,
se tornó sombría. Amenazaba lluvia. Eran las dos y ya llevaban
nueve horas de encarnizado combate.
El teniente Hernández observó el repliegue de la tropa e
intuyó que regresaban con una mala noticia. Efectivamente: el
subteniente Villarreal, el sargento Tamayo, el cabo Cabrera y dos
soldados habían caído en la intentona. Según el informe del cabo
Simón Carrero, único suboficial que salió ileso, los dos civiles
habían perecido en la refriega.
—La chusma disparó contra ellos —dijo el cabo Carrero—,
Efraín González dispara sobre lo que ve. No respetó siquiera a su
padre. Es una fiera humana. Nosotros lo vimos moverse, como un
felino, con la metralleta en la mano. Ese condenado no tiene
figura humana ni comparación en este mundo. Mató a su propio
padre. ,
El teniente Hernández ordenó una andanada de morteros.
—Hay que destruir el caserón —dijo—. No demora en venirse
la lluvia y eso va a dificultar la operación. Ya se puede decir que
González no se entregará vivo.
Los morteros repicaron con estruendo. El caserón seguía
impasible. De adentro vomitaban fuego de metralla. Ya casi no se
lo percibía, a la escasa luz de la tarde moribunda y opaca. Tres
grandes troneras amenazaban ruina. Los morteros no cesaban.
Un helicóptero planeaba sobre el campo de batalla, buscando un
claro donde posarse. Caían los primeros goterones. Treinta hom­
bres con granadas en las manos avanzaron en la tarde lluviosa.
Otra andanada de morteros y el viejo caserón se iría abajo. La
lluvia se convirtió en borrasca. Las sombras apremiaban cada vez
más. El teniente Hernández se jugaba la última, carta.
118 Pedro Claver Téllez

—Viene otra m anada de chulos—dijo “El Largo”— . Corren


como ratas. El cafetal está lleno.
Efraín se apartó de la trinchera cuando comprendió que algo
anorm al ocurría arriba. Alicia ya no se quejaba y el chino había
dejado de llorar. Subió rápidamente por la escalera.
—Van a invadir la casa —gritó “Paterrana”.
Alicia yacía bocabajo sobre el entarim ado y Carlos Alberto
no se veía por ninguna parte. Estaba ahí quieta, m uda. Ya no
respiraba. Efraín la jaló de las piernas. Aún estaba caliente pero
rígida. La volteó y entonces vio que el niño estaba debajo de ella,
también rígido. Los dos habían muerto, alcanzados por los mor­
teros. Alicia apretujaba el cadáver de su hijo y tenía los ojos
desorbitados. Efraín se arrodilló junto a sus cadáveres, tomó al
niño y empezó a sacudirlo como si quisiera restituirlo a la vida.
Entonces lo abrazó tiernam ente contra su pecho y luego lo colocó
al lado de su madre. Estalló en llanto, meneando la cabeza, como
diciéndose que eso era imposible. Hizo una cruz con los dedos y la
besó. Entonces juró que la muerte de su padre, de su mujer, de su
padrino y de su hijo, no se quedarían impunes y se la iban a pagar
muy Cara. Casi al tiempo sintió que un bicho le atenazaba la
espalda, a la altura del om oplato. Fue un pinchazo terrible que le
hizo llevar la m ano al sitio del escozor. Entonces comprendió que
eran las avispas. Y miró arriba, al techo semidestruido y vio que
había cientos, miles de ellas alrededor del panal deshecho. Estaba
rodeado y lo picaban p o r todas partes.
—Se metieron a la casa — oyó gritar a "Paterrana”.
Efraín ganó la escalera en el momento en que ho menos de
cinco soldados abrían la puerta, protegidos p o r la lluvia de me­
tralla que venía de afuera. Se echó la bendición y se escurrió
escaleras abajo, envuelto en. nubarrón de avispas, disparando
como un rayo en dirección de la puerta. H ubo confusión en la
sala. Todos disparaban contra todos. Cayó un soldado. “ El
Largo” gritó: “ Me dieron en el hom bro, estoy herido” . Cayó otro
soldado. La sala estaba semioscura y olía a pólvora. “ Nos ¿tacan
las avispas” , gritó “Paterrana". Cayó eltercer soldado. “Patena-
ría” estaba en su rincón, “ElLargo" enel suyo. Efraín, sólo Efraín
González estaba en el centro, de pie, ligeramente perfilado por los
Crónicas de la vida bandolera 119

últim os rayos de luz que venían de afuera. “ Se nos va a venir el


techo encim a” — gritó "Paterrana", incorporándose— . Los tres
estaban con vida. E fraín respiró tranquilo. A fuera atro n ab an
los m orteros y las granadas. “ Echenle m ano a los uniform es
— dijo E fraín— . Yo voy a seguir disparando. Están de nuevo en el
p a tio ” .
“Paterrana” y “El Largo" desnudaron a los soldados caídos
en m itad de la sala. Oscureció. En m edio de las som bras se
despojaron de sus ropas y se acom odaron las prendas m ilitares.
La lluvia no cesaba. El caserón se venía abajo. C rujían los tab i­
ques y el cielo raso. “ V am os afuera —gritó E fraín, abotonándose
la cam isa del nuevo uniform e— . Vamos. N o me pierdan de vista.
V am os a confundirnos con la tro p a ” . Y se lanzaron afuera. El
techo se desplom ó. Desde el patio, la tro p a vio com o el caserón se
derrum baba. H ubo un grito de júbilo. Se cantó victoria. El objeti­
vo había sido tom ado. A pretó la lluvia. En la confusión, una
g ran ad a estalló en la m ano del cabo Simón C arrero. L a noche se
vino encim a.
El hermano Juanito

“Una canción de gesta se ha perdido


en sórdidas noticias policiales’
Jorge Luis Borges

En octubre de 1963 Efraín González hizo una ominosa cose­


cha de sangre y sufrió uno de los más grandes reveses de su carrera
delictiva. En tres asaltos segó la vida de veinticinco personas,
perdió cinco de sus hombres y fue traicionado por “El Ganso”
Ariza, uno de sus lugartenientes. Clotilde Mateus, su concubina
abortó y estuvo al borde de la muerte; el inválido e inofensivo
Cristóbal Ruiz, un campesino que difícilmente se sostenía en pie,
lo hirió peligrosamente en la tetilla izquierda,,incapacitándolo^
por varios días. Y, como si fuera poco, huyendo del ejército, .
después del genocidio de La Mesa, tuvo que saltar a caballo un
peligroso abismó a riesgo de su propia vida. El episodio, sin
embargo, los favoreció. El soldado que lo persiguió hasta último
momento narró con admiración el valeroso acto, pero no tuvo
122 Pedro Claver Téll'ez

recato en difundir la especie de que Efraín G onzález le hizo frente


a balazos y que éste había optado p o r la retirada. La m entira lo
dejo bien p arad o ante sus com pañeros y la oficialidad y el suceso
corrió de bo ca en boca, desfigurado p o r la im aginación, de m odo

Í
que en poco tiem po su h azaña se corLVÍrtió__en_Jevenda_v_no
faltaron quienes afirm ar on que tenía pacto con eLdiablo_v_era..un
frenético practicante de la m agia negra. G onzález asum ió los
hechos en form a real, pero no dejó de preocuparlo el haber
desem bocado inesperadam ente en aquel abism o y h asta llegó a
pensar que constituía un sím bolo de su irrem ediable destino.
T raum atizado p o r todos estos acontecim ientos, G onzález de­
cidió a b a n d o n ar la vida que llevaba y hacerse m onje. N o un
monje com ún y corriente, sino un m onje a la fuerza, pues no
reunía las condiciones necesarias p ara ab ra z a rla s órdenes religio­
sas. VPárece insólito pero en el fo ndo era un sacerd o teT rústiado.
Aprerídió a conocer, siendo niño, las cosas santas en la Basílica de
C hiquinquirá, donde, cada año, p o r época de la fiesta de su
p atrona, su m adre lo alzaba para que pudiera to car con sus
m anos las figuras de cera colocadas en el altar. D ondequiera que
veía un sacerdote se p o strab a a sus pies y le pedía la bendición.
Cuentan que tuvo por amigo un cura, cuyo recuerdo siempre vene­
ró, que le enseñó a hablar con los pájaros y demás animales del cam­
po. González ejerció, efectivamente, un inexplicable dominio sobre
los animales toda su vida. Fue, por lo demás, uno de los pocos niños
del vecindario de Jesús M aría que po r Semana Santa vio volar palo­
mas que se convertían en ángeles o sapos con corbatín saltar entre
las hortalizas. Su deseo de en trar en un sem inario se vio frustrado,
no obstante, p o r falta de recursos económ icos y porque, puestos a
escudriñar el pasado y el presente de su fam ilia, encontraron que
varios de sus parientes llevaron u n a vida disipada y practicaban
extraños ritos que atribuyeron a m agia y brujería. Lo cierto es que
G onzález guardó un profundo rencor a su tío E m ilio, a quien
atribuía buena parte de su fracaso y de quien al cabo se vengór
ab andonándolo a su suerte, cuando estuvo a p u n to dé caer en una
celada tendida p o r el ejército en cercanías de C hiquinquirá.
C on el tiem po G onzález llevó h asta el fetichism o y j a idolatría
su afición p o r las cosas sagradas. Poseyó un variado surtido de
libros, escapularios, estam pas y m edallas de los santos de su
devqción que conservó h asta el m om ento de su m uerte.. Pocas
Como recompensa al particular o particulare
que entreguen o faciliten la captura de

T E O F IL O R O JAS
A CHISPAS-
f e ' m n i a c h m ríe Caldas $ 50.0(1;
Tnanúri m>T'l oh nía > 50.000
TOTAL $ 80.000
Y a quienes entreguen o faciliten la. captará de

TEOFILO ROJAS
'(‘sohf-rna.iM.oi tic Oiltírts ! sEO.m)íi
(a. Chispas)

OTA: las informaciones dadas por usted serán


mantenidas bajo la más rigurosa y es­
tricta reserva y no serán dadas a cono­
cer pífr ningún motivo.
Contribuya usted a afianzar la seguri-
, dad social y su propia seguridad de­
nunciando sin ningún temor los anti­
sociales.
En esta forma le prestará usted el me­
jor servicio a la sociedad v podrá ganar:
se la apreciable suma 'cíe
CIENTO VEINTE MIL PESOS. EFKAIN GONZALEZ ,

Chispas y Efrain González, unidos solo en este cartel p o r cuanto en la vida


real eran enemigas. “Chispa?* portaba una foto de González con esta
leyenda: “No descansaré hasta verte muerto’’.
124 Pedro Claver Téllez.

veces faltó a un oficio religioso en dom ingo o fiesta d e s u a rd a r y


cuando, p o r cualquier-m otrvoTnd pudo asistir a u n a iglesia para
cum plir con los ritos propios de la festividad, se som etió a indeci­
bles to rtu ras o cum plió agotadoras penitencias en los confines de
la m ontaña. Am igos y enemigos aseguran que era víctim a de un
extraño sortilegio.^M uchas veces, antes de m atar, exigió u n a
o ración a sus víctim as v en ocasiones les hizo besar la sarta de
escapularios que llevaba a ta d a en el cañón del fusil. N o es raro,
pues, que en esta encrucijada haya elegido la vida del convento.
D urante dos largos meses, entre noviem bre y diciem bre de
1963, G onzález intercam bió cartas con varios sacerdotes de Chi-
quinquirá. Les pidió su consejo respecto de la nueva vida que iba
a em prender y ellos decidieron que el sitio m ás indicado para
pasar inadvertido y poder cum plir a cabalidad con el santo minis­
terio, era el C onvento de “ El D esierto de la C andelaria” , en
inm ediaciones de R áquira, donde p o r tradición se expiaban los
más tenebrosos pecados. Supo p o r boca de los sacerdotes que, en
otros tiem pos, el desierto estuvo poblado de erem itas nim bados
de claridades sobrenaturales. Vivían en rústicas cabañas y, a
im itación de los cenobitas y anacoretas, llevaban u n vida de
oración y recogim iento, llena de privaciones. E ran, según éstos,
los legítim os descendientes de M acario de A lejandría, quien duró
cuarenta días y cuarenta noches de pie, sin com er, sin beber y sin
dorm ir. O de M oisés, llam ado cariñosam ente “ El N egro” , quien
en úna época de su vida, al ser soprendido p o r cuatro bandoleros,
los desarm ó sin hacerles daño, se los hecho al hom bro y los llevó a
la capilla m ás cercana p a ra que a d o raran al Señor. H istorias
sim ilares, así com o las leyendas y consejas que ro deaban la vida
del convento y sus pobladores, term inaron p o r reducirlo, de tal
m anera que p a ra com ienzos del año 63, .G onzález anunció su
traslado a R áq u ira y su voluntad de ingresar al convento en el a
m enor tiem po posible.
C uando llegó allí, lo prim ero que observó fue que el convento
en n a d a se p arecía que le h ab ían descrito. Ya no existían las
rústicas cabañas y los m onjes recogidos en un viejo caserón,
asediado de enredaderas y girasoles; salm odiaban sus rezos en
com unidad, sem braban ellos m ism os sus tierras y engordaban sus
propios anim ales. Las celdas eran frías y sórdidas. El herm ano
J u a nito-.¡asLdecidÍQ-llamarseLsolía_discurrir, leyendo u o ran d o ,
Crónicas de la vida bandolera 125

por los largos y fríos pasillos, la mayor parte del día. La vida era
dura y llena de privaciones. Continuaban las viejas tradiciones de
penitencia y mortificación, pero acostumbrado como estaba a
dormir a la intemperie, a pasar hambre y sed, el cambio no
significó un sacrificio.
Se levantaba al alba, hacía oración, desayunaba parcamente y
después se dedicaba al estudio de textos sagrados y a leer la
historia de la comunidad. En las noches, se reunían alrededor de
una larga y desmantelada mesa para pasar un rato de esparcimien­
to y consumir la mejor comida del día. Se contaban entonces las
más diversas historias, leyendas y consejas. No faltó quien dijera
que por aquellos desolados parajes vagaban desde tiempos inme-r
moríales ángeles de apariencia juvenil, sostenidos en largos caya­
dos y que se escuchaban las voces pacientes y doctas de eremitas
llenos de sabiduría y santidad. Los malignos, por su parte, en
figura de animales, erraban en torno a los solitarios para distraer­
los de sus rezos y meditaciones e inducirlos al pecado. No vacila­
ron éstos en tomar la forma de bellas y rozagantes campesinas que
se acostaban al paso de los eremitas. Aseguraban, también, que
sobre las arenas rutilantes del Gachaneca —río que atraviesa la
región— aparecían copiados en la mañana los pasos de sátiros
afrentosos que en las noches se entregaban a desenfrenos y orgías
con las bacantes lujuriosas del trópico. La Candelaria era, según
los monjes, un campo de batalla donde las fuerzas del bien y del
mal libraban singulares combates. Era el mundo. Y ellos estaban
allí para lavar con sus sacrificios y meditaciones los pecados de la
humanidad.
No tardó Juanito en abandonar el encierro y salir por los
alrededores para conocer y servir a las gentes. Por los intrincados
caminos de Ráquira, Tinjacá, Sutamarchán y Villa de Leyva, lo
vieron pasar muchas veces, ausente y pensativo, tratando de
socorrer oportunamente a los necesitados. Alguien escribió que
"asistió a los enfermos, les llevó medicinas y hasta les aplicó
inyecciones que prescribían los facultativos, con el más edificante
espíritu de sencillez y candor”. Por la noche regresaba, comía
muy poco y después de la oración se refugiaba en su celda, donde
se flagelaba y torturaba hasta el desmayo.
í Mientras tanto- los periódicos y las autoridades especulaban
sobre su paradero. Le atribuían asaltos que no cometió y publica-
126 Pedro Claver Téllez

ban relatos inverosím iles de sus hazañas. H a sta en los m ás a p a rta ­


dos caseríos y veredas oyó com entar con asom bro las b a rb a rid a ­
des que le endilgaban. Pacientem ente, sin decir nad a, sin
dem ostrar la lucha interior que le devoraba las entrañas, oía
hab lar de sí m ism o com o si se tra ta ra de o tra persona. Los
' porm enores de las hazañas de E fraín G o nzález, que la im agina­
ción de las gentes d esvirtuaron hasta_hacer de él un personaje de
'leyenda. no le m erecían n in gún com entario. Pero sin que su
In te rlo c u to r lo n o tara , hábilm ente le hacía cam biar de tem a. N o
obstante, escuchaba silencioso, cabizbajo, dejando entrever una
profunda am argura, cuando se referían a su diezm ada cuadrilla o
Cuando, com o en el caso de “ El G anso” A riza, decían que había
hecho u n a incalculable fo rtu n a en las minas de M uzo y Peñas-
blancas.
Pero su paciencia no tenía límites cuando las gentes lo confun­
dían con “ El G an so ” y le atribuían las horribles m asacres que éste
dejaba a su paso p o r tierras santandereanas. Entonces llegó a
decir barbaridades que las gentes, p ara su fo rtu n a, no lograron
asociar ni a trib u ir a una defensa del peligroso y a veces adm irado
asesino. Ju á n ito recelaba de las gentes porque sabía que en el
fondo eran astutas e intuitivas, dueñas de u n a cultivada m alicia
indígena que era parte de su idiosincrasia. Por eso, cuando súbita­
m ente le preguntaban si era verdad que los sacerdotes protegían
al tem ible antisocial, palidecía, pero candorosam ente les repon-
día que se tra tab a de invenciones de los enemigos de la Iglesia que
no perdían la m enor opo rtu n id ad p ara desacreditarla. Los co­
m entarios e inusitadas preguntas de los feligreses com enzaron,
sin em bargo, a inquietarlo. .
U na tarde, en R áquira, supo ocasionalm ente p o r b o ca de un
p arroquiano que u n detective seguía las huellas de E fraín G onzá­
lez p o r esos contornos. Im perturbable, Ju a n ito com entó que las
autoridades veían la som bra del oscuro forajido p o r todas partes,
pero nunca donde verdaderam ente estaba y que, según su m odo
de ver las cosas, éste nunca buscaría refugio en tierras de hom bres
pacíficos, honrados y trabajadores, com o los de aquella com arca.
Agregó, convincente, que las buenas gentes boyacenses nunca
darían cobijo a sem ejante m onstruo de la naturaleza. Y, com pun­
gido, regresó aquella tarde al convento. Presintió el final de la
tranquila vida que llevaba e intuyó que lo esperaban de nuevo la
Crónicas de la vidá bandolera n i

m o n tañ a y la cuadrilla, com o única garantía de supervivencia. Ya


casi al am anecer, vencido p o r el sueño, decidió encerrarse definiti­
vam ente en su celda y estar a la expectativa. M uchos días estuvo
urdiendo la form a de com unicarse con los suyos, pero desconocía
sus p araderos y su suerte final. U na noche decidió escribirle a
Cleotilde, a quien im aginaba asediada p o r las autoridades de
Puente N acional. L a respuesta no se hizo esperar. La m ujer se
quejaba de las largas noches de desvelo pensando en su vida, de la
cruel y despiadada m uerte de “ C om ino” y de “ Aguila” , quienes se
negaron h asta últim o m om ento a decir dónde se refugiaba. Y se
enteró, con satisfacción, de la propuesta que “ El G anso” le había
hecho de sald ar las viejas querellas y reagruparse p ara sobrevivir,
d a r solidez a la diezm ada cuadrilla y ánim o a los fieles pero
tem erosos seguidores que llevaban un vida de sacrificio y m iseria
en los confines de la m ontaña. En la últim a carta, Clotilde le\
co n tab a que dirigentes políticos del conservatism o lo necesitaban
p a ra co n tro lar los votos de A lbania, Jesús M aría, Saboyá y
C hiquinquirá en las elecciones de m itaca del año 64 y que tenía
tam bién grandes perspectivas de integrarse a la A napo, el nacien­
te m ovim iento político que pretendía restau rar la perdida digni­
dad del general G ustavo Rojas Pinilla. Las propuestas eran h a la­
gad o ras. sobre todo la últim a, para salir d elo aso . Pero en el fondo
no quería volver a servirle al p artido con servador q ue, al h acer
parte_del F rente Jáaeio n al,. .había,.desvirtuado, la_ esencia de su
d o ctrin a y defrau d ad o las esperanzas de m illones de com patriotas
¿Efundirse con.su.encarnizado rival de to d os los tiem pos. Recela­
b a tam bién de la A napo, aunque creía que el general Rojas Pinilla
había sido el m ejor presidente de los colom bianos. El único que
había puesto orden, restau rad o la paz y la concordia entre las
gentes. T enía m ás de u n a cosa que agradecerle al general, p ero la
insidia, la traición y las frustraciones, que eran las m ás frescas
experiencias de su lucha política, habían puesto un velo de escep­
ticism o en su m ente y endurecido su conciencia. M uchos días y
noches pasó Ju a n ito recuperando su pasado y tra tan to de darle
úna nueva dirección a su agitada vida. Silencioso y cabizbajo,
totalm ente enajenado p o r la urdim bre de sus pensam ientos y
a p a rtad o de las cosas de D ios, recorría los largos y angostos
corredores del convento. Sólo de vez en cuando, instado p o r los
m onjes, se integraba a la oración y a la charla en com unidad.
128 Pedro Claver Téllez

E ntre ta n to , la idea de que los padres dom inicos protegían al


desalm ado E fraín G onzález fue cobrando fuerza. N o sólo en la
capital y en las grandes ciudades, sino h asta en los m ás ap artad o s
rincones, donde quiera que llegaba u n periódico o se escuchaba la
radio. Y, concretam ente, en los alrededores de “ El D esierto” , se
tejieron los m ás variados com entarios a raíz de su ausencia. N o
faltó, inclusive, quiena aventurara que n ad a tenía de raro que
bajo las investiduras sagradas del herm ano Ju a n ito o en las más
oscuras celdas del viejo convento, se am p arara al tem ible ban d o ­
lero. P ara co n trarrestar la avalancha de com entarios y desviar la
dirección que estos iban tom ando, los m onjes tuvieron que urdir
la increíble historia de que era víctim a de u n a enferm edad que le
exigía reposo. E inclusive, cuando se dieron cuenta que la excusa
atizaba la suspicacia, le aconsejaron que saliera de nuevo p o r los
cam pos, p ero que se lim itara a cortas y superficiales visitas a las
gentes que estaban acostum bradas a verlo, cediera poco en las
conversaciones y desvirtuara to d o el andam iaje que oscuros ene­
migos de la Iglesia tenían m o n tad o contra sus servidores. Y
Ju a n ito salió de nuevo, disim ulando el tem or que lo em bargaba y
luciendo descom puesto y transparentado p o r la palidez y las
consecuencias de la penosa enferm edad. Pero si bien es cierto que
inteligentem ente fue rehaciendo su im agen, tam bién es verdad
que arreció la búsqueda y la persecución. Los cam pesinos eran
interrogados diariam ente a quem arropa, pues el ejército intuía
que en el fondo lo, protegían. Ju an ito se hizo cada vez menos
visible. V isitaba a las gentes m ás crédulas e ingenuas, pero eludía
los cam inos concurridos, los corrillos y, sobre to d o , a las au to ­
ridades. Sabía, no obstante, que llegaría el día en que esto ya no
fuera posible y debía estar preparado. Y ese día llegó.

Ju an ito an d ab a p o r los alrededores de R áquira y ya tarde fue


interceptado p o r una p artid a de soldados. Les dio la cara abierta­
mente. Bajo el som brero de “ corcho” y u n par de cejas pobladas,
unos ojos redondos y vivos de felino, abarcaron el.ám bito en que
se em plazaron cerca de diez soldados. Su m ano izquierda desean^
saba sobre la cabeza de la silla y tenía la derecha, ligeram ente
desgonzada a la altura del m uslo. Recuperó una perdida imagen
de soldado que le recordaba épocas aciagas. C on voz pausada y
serena, respondió al sargento que los com andaba to d as las pre­
guntas que le form uló. Un soldado joven, cetrino, de m irada
Crónicas de la vida bandolera 129

maliciosa, rectificó su imagen en una fotografía y la mostró al


resto de sus compañeros. Con un movimiento de cabeza, que
Juanito creyó favorable, concluyó el interrogatorio. Juanito es­
poleó su cabalgadura y siguió de largo, pausadamente. ¡Estaba a
salvo! Pero no sospechó que, tercamente, el soldado de la foto
insinuó seguirlo a prudente distancia. Más adelante, desde un
recodo del camino, observó que lo seguían. Súbitamente com­
prendió y en segundos concibió un plan.
Supo que, de persistir la disimulada persecución, no podría
volver al convento. Entendió que debía seguir de largo y huir,
abandonar para siempre toda tentativa de rehabilitarse, volver a
la montaña, organizarse y pelear furiosamente contra sus encar­
nizados rivales. Su vida no tendría descanso. Apuró el paso. Los
soldados también. Cruzó de largo, atropelladamente, frente al ya
casi invisible caserón del convento y se perdió en la noche, sin que
los soldados lograran encontrar su guarida o sus huellas. Y como
era campo abierto, el mito de “Sietecolores” volvió a tomar
fuerza. La imagen de un sacerdote montado en una muía zaina
que, tras una carcajada salvaje, se pierde súbitamente en la noche,
quedó grabada para siempre en la memoria de las gentes.
La última tarde
La tarde se vino encima pero todavía calentaba el sol. E nton­
ces decidí salir a dar una vuelta. ¿Sería la última? No lo sabía. La
- carta era terminante:
" Tiene plazo hasta el domingo para abandonar
el pueblo o no respondo por su vida. Yo soy
quien manda aquí y siempre cumplo lo que
prometo. Atentamente, Éfraín González”,
Alcibiades sonreía detrás del m ostrador de la pesa, donde no
quedaba sino m ortecino y un enjam bre de moscas. M ostraba con
satisfacción su diente de oro y un talegado de billetes y ya se
quitaba el delantal blanco m anchado de sangre.
— ¡Increíble, teniente —dijo—, vendí cuatro novillos y dos
cerdos. Estoy medio m uerto. Mi mujer y yo no dábam os a basto.
La gente tuvo que hacer cola.

— Me alegro —le respondí y lo dejé con la m ano tendida.


Los comerciantes recogían los toldos. En el almacén de la
esquina, don Eleuterio y su m ujer practicaban el trueque colonial.
132 Pedro Claver Téllez

E ra la hora del botín, cuando los cam pesinos, desesperados,


vendían sus esm eraldas a m enos precio o las cam biaban p o r driles
y sedas relucientes y baratos.
Em pezaba el negocio en tiendas y cantinas. M edia docena de
cam iones cargados de m aíz, cacao y café, estaban aparcados en la
calle de Las C huchas, donde choferes y negociantes se bebían la
últim a cerveza y no term inaban de acariciar a las coperas. Olía a
m iaos y a cerveza derram ada. A lrededor del cacho, un grupo de
jugadores arm ab a un alboroto del dem onio. No rep araro n en mí,
ni mi presencia bastó p ara desanim arlos. Este es u n pueblo de
m ierda. A quí la au to rid ad no vale nada.
D on M ilciades se balanceaba sobre la m ontura de “ C atire” ,
m ientras echaba pico a la botella de cerveza y se lim piaba con la
m anga. D espués puso a cabriolear el alazán que taconeaba sobre
el em pedrado com o u n a bailarina española. U n bellaco en u n
bello anim al, pensé, m irándolo de frente. D o n M ilciades levantó
la fusta y desbocó a “ C atire” que pasó zum bando a mi lado.
— ¡H ola teniente! — dijo, tiran d o la rienda del alazán que
estaba de regreso, em bistiendo com o un to ro b rav o — No se
atortole, teniente... “ C atire” es brioso y se encabrita cuando ve un
uniform e. Es antim ilitarista, pero inofensivo.
—Eso veo — le dije— Es un anim al m uy inteligente; M ucho
más inteligente que algunos cristianos.
— P or eso vale lo que pido — dijo riendo con sorna— Y no
rebajo un solo centavo.
“ C atire” se revolvió com o u n a serpiente y corrió calle arriba
hasta la plaza principal. Algo raro ocurría p o r allí; T odo el
m undo estaba congregado frente a la casa cural. Tres agentes
venían a mi encuentro.
—¿Qué pasa? —les pregunté. E staban pálidos y acezantes,
com o si hubieran corrido varios kilóm etros.
— D icen que E fraín G onzález está en el pueblo y viene a
cum plir u na prom esa. Su Willis está estacionado frente a la casa
curial. Es increíble, teniente. H asta el m ism o cura lo protege.
Cam iné, sin responder, hacia la casa cural. Los agentes, sor­
prendidos: v atem orizados, m archaban a m i lado. >
Crónicas de la vida bandolera 133

—No vaya, teniente —dijo Rodríguez—, ese hombre es el


mismo demonio. No exponga su vida.
Me detuve en la mitad de la plaza, donde un grupo de curiosos
hablaba en voz baja. Alguien dijo cuando me vio:
—Efraín sí los para a todos. Con él no hay vainas. Apuesto lo
que quiera que ese sí lo saca del pueblo.
No los determiné para nada. Entonces ordené a los agentes
que aún seguían a mi lado. -
—Ustedes váyanse para el cuartel Yo voy a entrar solo en la
casa cural.
"Los agentes se miraron entre sí, mudos, más pálidos que antes.
Así los dejé y caminé, decidido, hacia el Willis que estaba a pocos
metros.
—Va derechito a la muerte —dijo alguien.
Comprobé las placas del Willis con el número que había
memorizado. Era el mismo. Un Willis azul, descapotable, lleno de
polvo, que le habían obsequiado los mineros de Peñasblancas._
Golpeé a la puerta de la casa cural. El padre Medina, en persona,
a b rió .'
—Vengo a detener a Efraín González—dije en tono enérgico.
El padre Medina parpadeó y frunció el ceño.
—Es mejor que se vaya, teniente. Efraín no está molestando a
nadie. Sólo viene a oír la Santa Misa y a cumplir una promesa.
Quiere confesarse...
—... y comulgar conmigo —lo atajé, al tiempo que sacaba la
carta del bolsillo— Mire la propuesta que viene a cumplir.
El padre Medina le echó mano a la carta. La leyó y me miró
sonriendo. ;
r—No se preocupe, teniente. Es uno de los chistes de González.
No la tome como una amenaza. Cuando el quiere confesarse y
comulgar, escribe barbaridades como esa sólo para amedrentar
para hacerse campo en el pueblo. Pero luego se arrepiente. Hay
que tomarlo con calma, teniente. No darle trascendencia. Efraín
134 Pedro Claver Téllez

me ha prom etido, bajo ju ram en to , que se p o rta rá bien. Y yo estoy


aquí p ara hacer cum plir su palabra.
El pad re M edina intentó cerrar la puerta, com o si ya me
hubiera convencido, pero coloqué m i b o ta a tiem po p a ra im pedir­
lo.
—Vea, p adre, G onzález es un delincuente y yo la a u to rid ad y
es mi deber hacer cum plir las leyes.
— Confíe en m í, teniente. Soy un m inistro de C risto y es mi
deber tam bién pro teg er al descarriado que quiere volver al redil.
E ntienda, teniente.
El m urm ullo de la gente creció a m i alrededor. A lguien protes­
tab a po r m i introm isión.
— P o r eso es que pasa lo que pasa —dijo— D éjenlo tranquilo
y verá que nada m alo ocurre.
—Ese hom bre tiene razón, teniente — dijo el pad re M edina—
G onzález es inofensivo si no lo tropican. Y es u n buen cristiano.
C ualquier bandido no hace esto: arriesgarse sólo p a ra cum plir
una prom esa a la Virgen del R osario. ¿Se d a cuenta?
—E n la carta dice que él m anda aquí y siem pre cum ple lo que
prom ete. ¿Cóm o debo entender su orden de a b a n d o n ar el pueblo
hoy mismo? :
— Y a le dije que son puros aspavientos y hace eso sólo p a rá
sentirse seguro de que nadie lo va a m oletar. ¿Entiende, teniente?
— Y a entiendo — dije— U sted está de su lado.
—Yo, com o C risto N uestro Señor, estoy del lado de los
pecadores arrepentidos. Acuérdese que él tam bién recibía a los
pecadores e invitó a D im as p a ra verse con él en el Paraíso.
— E n el P araíso es que voy a estar yo p o r inocente, padre.
—N o tem a, teniente. Se lo prom eto y pongo al pueblo p o r
testigo.
L a gente apoyó las palabras del padre M edina. H ab laro n al
tiem po, én u n m urm ullo, com o si respondieran la letanía de una
oración. M e acosaba el a m o r p ro p io y la vergüenza de-la-áutóri-
dad pisoteada que estaba en mis m anos. Pero me dije qué este era
Crónicas de la vida bandolera 135

un pueblo de m ierda, incluyendo al cura. U n pueblo que no valía


la pena el sacrificio.
— Perm ítam e entrar, padre — dije— , es p o r cum plir un form u­
lism o. La a u to rid ad no puede quedar desacreditada ante la gente.
¿Con qué derecho voy a aplicar la le y a los que la violan?
— Eso es verdad — reflexionó el padre M edina— , pero si pasa
algo aquí dentro es culpa suya.
El vocerío respaldó sus palabras. Me franqueó la puerta.
Entré.
—H ablen un p a r de m inutos —anotó el padre M edina— Es
m ejor que arreglen p o r las buenas. M uestre el revólver, teniente.
Efraín está desarm ado.
N o quise obedecerle y cam iné en dirección al interior p o r el
largo zaguán. En el patio florecían las bugam bilias y los claveles y
un arom a de chocolate llegó de la cocina donde una m ujer echaba
leña al fogón. E l padre M edina, nervioso, se adelantó en el am plio
corredor de barandales y me guió a la sala que estaba al final del
pasillo. A ntes de en trar advirtió con el índice levantado.
—T ranquilo, teniente, y verá que n aaa m alo ocurre.
V am os, le dije con la cabeza, y el padre M edina abrió la pu erta
de la sala y entró prim ero que yo. E ra un cuarto pequeño, con las
cortinas cerradas, convertido en sala de recibo. Las paredes esta­
b an llenas de cuadros alusivos a pasajes bíblicos e im ágenes de
santos y m ás grande que to d o s el cuadro de la Virgen de C hiquin-
quirá. H a b ía tam bién u n a m esa y varias sillas de alto espaldar en
el centro de la habitación. Y p o r los lados tres o cuatro sillones
am plios y cóm odos. E fraín G onzález estaba sentado sobre u n o de
los sillones, tirad o de espaldas, con el som brero echado sobre los
ojos. E staba en m angas de cam isa, con la falda p o r fuera, y lucía
un p an taló n h abano de dacrón, unas botas tenis carm elitas y la
ru an a d o b lad a en el canto. G onzález se enderezó y se echó el
som brero hacia atrás. M e m iró sonriendo. Tenía los dientes
blancos y los ojos claros: su tem ible m irada de león. E ra grueso y
curtido, frisaba en los tre in ta años. =
—¿Se le ofrece algo, teniente? —preguntó y me m iró con
visible m enosprecio.
136 Pedro Claver Téllez

N o acerté á responder o tra cosa. Dije:


— N ada. Sólo quería tener el gusto de conocerlo en persona.
—¿N ada más?
Entonces sentí que me tragaba la tierra, pero no eché m ano al
revólver.
— N ada más.
El padre M edina dio u n saltito, se recogió la sotana y dijo:
— ¡Esto hay que celebrarlo!
Y se escurrió p o r la puerta que daba a la iglesia. G onzález no
me q u itab a la vista de encim a y me m iraba con sorna.
— M ire, teniente —dijo— Yo tam bién fui m ilitar y m uchas
veces cumplí m isiones com o esta. ¡Créamelo! /
— Pero ah o ra está fuera de la ley.
— Me defiendo com o puedo — dijo— Ustedes me persiguen
p o r todas partes y yo tengo que defenderm e. La cárcel no se hizo
p ara mí. ¿Sabe u n a cosa, teniente? D icen qué m is crímenes,
sum ados, darían m il cuatrocientos años de prisión. ¿Se imagina?
Si me dejo pillar, son capaces de hundirm e p a ra siem pre en la
cárcel. N ad a g rato , ¿verdad?
—Así es — dije p o r joder.
—¿Sabe u n a cosa, teniente? La m ayor parte de los crím enes
iiu eme achacansonharina-deotro-costal-Y o-no-so-V -elúnico,que
echa bala p o r aquí. Por o tra parte,sep a. de u na vez p o r to das, que
yo no ataco, me defiendo. M i única.ambicióa-en:este m om ento es
la amnistía.^Quiero, trab ajar v m overme en paz, pero veo que eso
es im posible. T odos los gobiernos m eja .jia n .prom etido y.todos
me h an engañado, Me hantraicionado-¿Q ué-saea-unoG on-servir
a un p a rtid o ?
N o supe qué responder. E stab a com o petrificado y tenía el
cerebro en ceros. ■
—Yo se que usted está en lo suyo —agregó— Yo, en su lugar,
hubiera hecho lo m ism o, tra taría de cum plir con mi deber. Eso
quiere decir que estam os en bandos opuestos. Es u n a lástim a,
Crónicas de la vida bandolera 137

teniente, porque reconozco que usted es un hombre valiente. No


cabe duda. Usted me ha perseguido día y noche, me ha buscado
por todas partes. Pero en esta guerra hay que estar prevenido. Yo
no me duermo sobre mis laureles y cuando usted va'yo vengo.
¿Entiende? Y nos hemos encontrado en la mitad del camino y no
se ha dado la casualidad de que los dos tropiquemos. ¿Se acuerda
de las cartas que le he mandado?
—Sí —dije— ¿por qué habría de olvidarlas?
—Estamos de acuerdo —anotó— Esas son cosas que no se
olvidan. Haga entonces lo que tenga pensado. Pero no aquí. Aquí
vamos a portarnos bien. Estamos en campo neutral.
—Es verdad —dije—, que sea otro día. Cuando Dios lo tenga
convenido.
—Eso me gusta, teniente. Así se habla. Es usted un buen
cristiano, un buen militar y un buen santandereano.
El padre Medina irrumpió en la sala con una bandeja, una
botella de vino y tres copas. El curita sirvió y nos invitó a seguir.
González levantó la copa y me guiñó un ojo.
—A su salud, teniente.
Era vino de consagrar, añejo y suave, con un delicado sabor de
cosas olvidadas.
—¡Mi Dios todo lo puede! —exclamó el padre Medina.
González se levantó el sombrero en señal de acatamiento
cristiano y abrazó al padre Medina.
—¡Siéntese, teniente! —dijo González— Charlemos un rato.
—No puedo —dije—, debo volver al cuartel.
—Está bien, teniente. No faltaba más. Cada uno a lo suyo.
Y salí.
Afuera la gente seguía arremolinada frente a la casa cural.
Había una gran expectativa.
—¿No le dije? —gruñó alguien—, con Efraín González nadie
puede. No ha nacido el hombre que le ponga la pata.
138 Pedro Claver Téllez

Me sentí com o un perro regañado y un rab o im aginario rae


crecía atrás. Ib a con la cabeza gacha cuando “ C atire” cruzó
zum bando a mi lado. Me detuve en seco y m iré con irá a don
M ilciades, dispuesto a todo. El viejo zorro respondió con una
sonrisa bonachona y atropelló a su alazán. D ebía regresar al
cuartel p a ra arreglar m i m aleta. E ra imposible seguir un día más
en este pueblo. ¡Qué caray! — me dije— . ¡El todo fue que me di el
lujo de m irarlo a la cara y saber que tam bién es m ortal!
UNA TRAMPA PARA
“ CHISPAS”
En septiembre de 1962 Teófilo Rojas, alias " Chispas”, ú no de
los bandoleros más controvertidos (el único que estuvo a punto
de dar el salto hacia la guerrilla de orientación izquierdisíá),
escribió en respuesta a un mensaje de la reina nacional dé belleza,
Olga Lucía Botero, quien lo invitaba a poner fin a sus actividades:
"Nuestra lucha será en lo sucesivo de pobres contra millonarios,
de oprimidos contra opresores; lucha social, en la cual quedan
excluidos todos aquellos infames atropellos que viene realizando Ja
oligarquía con las Fuerzas Armadas a su servicio y que la ‘gran
prensa ’ estimula en sus publicaciones. Que los dineros que se mal­
gastan persiguiéndonos se dediquen a aliviarla tremenda miseria a
que nos han llevado los indignos gobernantes. Muera la oligarquía
de todos los partidos. Viva la revolución social. Nuestra lucha, bella
soberana, es en favor de los explotados”. ;

La respuesta fue puesta en duda. No sólo porque "Chispas”


era semianalfabeta (y difícilmente se podía concebir un texto suyo
en esos términos) sino porque sus acciones no se compadecían
con sus palabras. Y eso hizo pensar que detrás de él había elemen­
tos interesados en manejarlo a su antojo. En todo caso, fue su
perdición y su sentencia de muerte.
142 Pedro Claver Téllez

R echazado p o r la gente de su propio partido, el liberal, que no


veía con buenos ojos su nuevo rum bo ideológico; p erdido el apoyo
de los h acendados que inicialm ente lo habían protegido, presionó
a los cam pesinos en busca de dinero p a ra su causa y la respuesta
fue la delación.
Un día, a finales de ese m ism o año, com pareció ante el B ata­
llón Cisneros un angustiado padre de fam ilia y antiguo sim pati­
zante del bandido. El cam pesino (cuyo nom bre nunca fue dado a
conocer) m ostró al oficial que lo atendió u n a carta en la cual
" Chispas" lo am enazaba de m uerte si no cedía a sus pretensiones.
E staba enam orado de su hija y dispuesto a secuestrarla si no se la
entregaba p o r las buenas. Le d ab a quince días de plazo (que se
cum plirían hacia m ediados de enero de 1963) al cabo de los cuales
iría po r ella " contra viento y marea”, dispuesto a jugarse el todo
p o r el todo. L a carta fue leída m uchas veces y de allí salió un plan.

El delator regresó a su casa debidam ente adiestrado sobre lo


que debía hacer. En prim er lugar contestar al ban d id o anuncián­
dole que estaba dispuesto a entregarle la m uchacha con tal de que
n ad a le pasara a él ni a su fam ilia. Y, en segundo lugar, fijando
una fecha p a ra la entrega de esta que sería el 22 de enero en su
propia casa . El anzuelo a " Chispas” no d ab a m uestras de que éste
pudiera recelar y, p o r el contrario, sus térm inos reflejaban una
extrem ada sum isión a sus designios.

El Ejército, a través de un sutil espionaje, descubrió los des­


plazam ientos de "Chispas” p o r los alrededores de A lbania, en
inm ediaciones de C alarcá, hacia m ediados de enero. A ún le que­
daban algunos am igos y se supone que éste se ocultó allí varios
días, sin atreverse a a rrim ar a la finca "E l Porvenir”, donde vivía
su am ada. A l parecer, allí todo transcúrría norm alm ente, pero la
quietud y la soledad de la vereda eran sospechosas. U no puede
suponer que “ Chispas” iiituyó que estaba a p u n to de caer en una
tram pa p o r varias razones.

N o o tra cosa podía esperar, considerando los frecuentes pa-


trullajes del E jército en los alrededores y la cam paña de despresti­
gio de su nom bre que estos iban sem brando entre los cam pesinos.
Según su decir, se le “ rebajó a escalas degradantes y m e achacaron
crímenes que no com etí” . Así lo dejó consignado en u n a carta
El célebre bandolero toiimense, el único que dejó abundantes testimonios
escritos de su vida.
144 Pedro Claver Téllez

en c o n trad a en su bolsillo, ju n to con dos significativas fotografías


de p erso n as que eran los sím bolos de su m áxim o o d io y su m ás
grande entusiasm o de los últim os tiem pos.
T eniendo en cu en ta el previo conocim iento del terren o sobre
el que iba a o p e ra r, se o rg an izaro n cu atro p atrullas del B atallón
C isneros y se dispersaron p o r los cu a tro pun to s cardinales de
A lbania. “ D eb ían com unicarse entre sí p o r m edio de rad io , pito ,
bengalas y d isp aro s cu ando tuvieran ante sí el blanco de la
op eració n ” , a n o ta m uy acertad am en te u n o de sus biógrafos.
El E jército m arch ó a pie p o r entre los cafetales, cerran d o el
cerco sobre los alrededores de la finca “E l Porvenir”, de tal
m an era que este n o se diera cuenta. E stab a n las c u a tro p atrullas
bien arm a d as y adiestrad as p a ra el golpe.

" Chispas” decidió a tra v esa r la zo n a de candela en la m añana


del 22 de enero de 1963 y llegó a la casa de sus fu tu ro s suegros,
acom etido p o r la ira y echando fuego de sus ojos c o lo r m elcocha.
“ Ese ho m b re echaba chispas p o r los ojos, m esm am ente que si
fueran c a rb o n e s” , reveló el d e la to r en entrevista p o ste rio r con las
au toridades. (D icen que de sus rabietas y de la especial coloración
de sus ojos, proviene el alias que T eófilo R ojas llevaba c o n orgullo).
Llegó solo, el pech o atrav esad o p o r u n a doble hilera de cananas,
repletas de m u n ición, to ca d o con un som brero de v aq u ero , tres
granadas y b o tas m ilitares.

Se presentó m uy de m añ a n a y se hizo atender com o si fu era de


la casa. Le regaló a su “ fu tu ra ” u n a cadena y u n anillo de oro y
hacia el m ediodía, cu ando se sen taro n a alm o rzar en com ún, era
un ho m b re distinto: sonreía y h a b la b a sin p a ra r. T en ía grandes
proyectos: h acer la revolución, to p arse frente a frente con E fraín
G onzález, a ver cuál de los dos, si éste, representante de los
gam onales o él, au téntico líder p o p u lar, e ra m ás m acho. U na y
m il veces ju ró que G onzález se la tenía que p ag ar y h ab ló largo de
sus traiciones al p u eb lo y de la dirección que h a b ía dad o a la
lucha, echando p o r tierra el “Pacto de Salento” , d o n d e habían
aco rd ad o que su único enem igo eran las F uerzas A rm adas. E sta­
b a seguro de ser, en un fu tu ro cercano, el revolucionario m ás
célebre de C o lo m b ia y necesitaba a su lado u n a m ujer que lo
estim ulara y lo a c o m p a ñ a ra en la soledad de la m o n tañ a. El
Crónicas de la vida bandolera 145

antiguo “Chispas” (contó después el delator, su “suegro”) era


apenas una referencia del pasado, el primer peldaño hacia la
revolución.
Se tomó unos tragos y hacia la media tarde, después de
despedirse efusivamente de su “suegra” , emprendió el camino y
se internó en el cafetal. Iba adelante, seguido de Angela y más
atrás del padre de esta.
Hacia las cinco y media “Chispas” y sus compañeros fueron
avistados por la tropa. Estaba ya oscuro cuando la patrulla se
distribuyó, proporciorfalmente, a lado y lado del cafetal. Se hin­
caron sobre la tierra aún cálida por el fuerte sol y apuntaron, en
medio del más absoluto silencio, esperando la orden de su coman­
dante.
¿Sospechó “Chispas” que lo espiaban? No se sabrá nunca.
Pero interiormente, a juzgar por la forma como se movía y por las
cosas que iba diciendo, estaba contento. A su lado marchaba,
erguida y orgullosa, su futura mujer. No habían caminado más de
media hora cuando el bandolero súbitamente se detuvo para
decir:
—Bueno, viejo, basta ya. Puedes devolverte. De aquí en ade­
lante la china es mía y usted mi suegro. Puede estar tranquilo.
Nadie va a joderte la vida. Yo mando en media República y las
órdenes de “Chispas” se cumplen o la milicia se acaba.
El viejo obedeció, pero estaba en vilo. Su hija se le acercó para
besarlo en la mejilla y le dijo al oído, quedamente.
—Tranquilo, papá, yo sabré escurrirme en el momento opor­
tuno. ,
—Cien pasos más, le aconsejó el viejo.
Se despidió de “Chispas” y se quedó quieto, petrificado,
mirando hacia la oscuridad.
Teófilo Rojas tomó a la mujer por el brazo y caminaron uno
junto al otro. Pero cincuenta pasos más adelante ella se detuvo.
—Tranquilo —le dijo—, vete adelante, señálame el camino.
No quiero tropezar.
146 Pedro Claver Téllez

“Chispas" la soltó, se distanció unos m etros y cuando notó


que esta se quedaba de nuevo, se volteó para decirle:
—¿Qué te pasa? V am os p ro n to , m ujer, que nos coge la noche.
A mí no me conviene a n d a r en la oscuridad.
—T ranquilo —repitió la m ujer— . No te preocupes. Sigue
adelante que yo voy detrás paso a paso.
" Chispas” reanudó la m archa, inquieto, desdibujado po r las
som bras. Algo se m ovió en la espesura y se detuvo súbitam ente a
unos diez pasos de la m ujer. Entonces, le gritó:
— Vam os p ro n to que se hace tarde.
No alcanzó a decir m ás. Un disparo se escuchó en el cafetal y
sintió un vacío terrible, un agujero en el cuerpo y después otro y
otro más. Le fallaba la respiración, se; le escapaban las fuerzas, la
vida. Desde el piso vio que la m ujer corrió espantada;
— ¡Me m ataro n a traición! — gritó desesperado, tratan d o de
echar m ano de su arm a.
— ¡Quieto!, le gritaron. Después sintió otros disparos. , . L
En los bolsillos de “Chispas” el Ejército encontró una carta
donde relataba paso a paso su últim a andanza. E staba fechada a
com ienzos de enero y no tenía destinatario. Parecían los apuntes
de un diario. T am bién encontraron los retratos de Efraín, su
m áximo enemigo, y del “ Che” G uevara, su últim o afecto. Por
detrás de las fotografías dos breves leyendas. En la de G onzález
decía: “No descansaré hasta verte muerto” y en la del “ Che” :
"Jefe, señálame el camino”. En la billetera, adem ás de unos
billetes encontraron una estam pa de la Virgen del C arm en y u n a
m edalla de San M artín de Porres. En el bolsillo de atrás, protegi­
do con un plástico, un pequeño folleto: “Guerra de guerrillas" del
“Che” G uevara y en páginas interm edias un deslucido recorte de
periódico: la fotografía de Fidel C astro.
“ DESQUITE” NO HAY
SINO UNO
(L a s vidas de “D e sq u ite ”, “S a n g ren eg ra ” y “T a rzá n ”)
Esa mañana, apremiado por la falta de pilas para su tocadisco
portátil, “Desquite” salió al camino real. Tenía intención de
acercarse a la tienda de doña Ermelinda, en Quebrada Honda,
para comprarlas, pero sabía que el Ejército seguía su rastro y se
detuvo bajó un yarumo para guarecerse del sol. Había caminado
varios kilómetros por los atajos, eludiendo los caminos más
concurridos, y el esfuerzo y el intenso sol mañanero convirtieron
la resaca de aguardiente y marihuana, producto de la parranda de
la noche anterior, en un terrible suplicio. Apuraba la sed.
Minutos antes se había despedido de Mauna, su mujer, y de
Gustavo Avila, alias “ Veneno”, uno de sus compinches quien se
detuvo en El Ensenillo para “echar una mano al tejo” . Mauna
quiso acompañarlo, empecinada en que tenía que comprarse una
hebilla para el pelo, pero la disuadió diciéndole que se trataba de
un “peligroso capricho” . “ Quédate aquí —le dijo—, es posible
que en Quebrada Honda, bien sea en la tienda de misiá Ermelinda
o enalguna otra, encuentre una maldita hebilla. Pero no vengas
conmigo. Todo el mundo sabe que tú eres mi mujer y andar
contigo es como decir: mire, ese que va con Mauna es “Desquite”.
No seas terca. Te prometo la hebilla, pero quédate. Hazme caso.
Vete a-la casa de misiá Justina y espérame, yo no me demoro.
150 Pedro Claver Téllez

M ientras "Veneno" juega al tejo, tú me esperas. A ver m ujer,


hazme caso” . M auna obedeció a regañadientes. "Veneno" ofre­
ció a "Desquite” una cerveza que éste aceptó con gusto y, tras de
vaciar la botella, se puso en cam ino.
E ra una calurosa m añana de dom ingo y vestía a la usanza
cam pesina, pero en la pretina, bajo la falda de la cam isa, llevaba
una pistola Asirá de fabricación española. El resto de su arm a­
m ento (las cananas y la m etralleta Madserí), lo m ism o que su
infaltable cachucha m ilitar, habían sido oportunam ente escondi­
dos én el rastrojo. No era el hom bre de siempre. Sin las botas, la
cachucha y el revólver, se parecía, evidentem ente, a un cam pesino
cualquiera. C on una diferencia: estaba bien rasurado. Salvo el
bigote, no habían quedado rastros de la poblada b a rb a que llevó
en los últim os meses del año anterior. Se sentía m uy a gusto con la
barba y había prom etido no quitársela nunca m ás, pero tras el
asalto a la vereda Salado, del corregim iento de M urillo, Líbano,
el 12 de diciem bre anterior, trascendió que el cabecilla del asesi­
nato de los cinco niñitos y los tres adultos llevaba b a rb a poblada,
de m anera que p a ra la nochebuena de ese mism o año resolvió
rasurársela. “ Q uítate el bigote ta m b ié n — le aconsejó H um berto
López; alias "Peligro”, otro de sus com pinches— , sin esa porque­
ría de pelam bre te ves más joven” . Pero, nadie logró convencerlo.
“ Sin bigote nadie me va a creer qué soy el general D esquite, jefe
suprem o de estas tierras” . :
; R ecargado contra el yarum o, bajo cuya som bra resolvió fu­
m arse un pielroja en el que había puesto algunas hebras de
m arihuana, veía p a sar a hom bres, mujeres y niños rum bo al
m ercado de V enadillo. E ran, en su m ayoría, cam pesinos prove­
nientes del páram o , con las recuas cargadas de papa. H ubiera
querido salirles al paso, hab lar con ellos, pero en su interior
pesaba la culpabilidad. En sus ya seis largos años de bandidaje y
crím enes sin cuento, había exterm inado a fam ilias enteras de
V enadillo, M ariquita, H o n d a y Líbano y temía* con razón, que de
pronto lo reconocieran y delataran su presencia a las autoridades
com o tantas veces hab ía ocurrido. Pero estaba el com prom iso de
la serenata, esa m ism a noche, y no tenía pilas para h acer m over la
aguja de su viejo tocadiscos. E ran de sum a urgencia, pues esa
noche, según lo acordado con otros m iem bros de su cuadrilla
{"Peligro", "Veneno" y "Pata de Chivo") tenían una parranda
I i

"D esquite" como la mayoría de los bandidos de la época, era parrandero,


pero monógamo. Amaba entrañablemente a una india Guahíba, Mauna.
152 Pedro Claver Téllez

en la casa de Israel Prieto y el tocadiscos estaba sin pilas. E n to n ­


ces, se repitió que había sido un gravísim o erro r el cam bio de la
radio-grabadora po r un trinquete en mal estado y el colm o haber
encim ado dos mil pesos.
En esas estaba, cuando sintió un bullicio arriba, en el recodo
del cam ino real. E ra un ruido desacostum brado, algo com o el
rum or de voces m ezclado con un fondo musical. Intentó saltar
para esconderse entre la m aleza, pero súbitam ente vio que era un
cam pesino, ya viejo, arreando una m uía. “Desquite" se sintió
atraído por la m úsica que era su pasión, tiró la colilla a un lado y
le salió al encuentro al com probar que el hom bre, sin descuidar el
paso de la m uía, venía pendiente de un transistor a todo volum en.
— H ola, paisano — le dijo— ¿va p ara el pueblo?
El cam pesino, un hom bre bajito de unos cincuenta años,
sofrenó la m uía p o r el cabestro y le respondió que iba a V enadillo
a vender un bulto de b anano y a traer la “ rem esa” p a ra su casa. El
bam buco que estaba sonando en el transistor fue suspendido, de
pronto, para d ar paso a la voz del locutor que anunció u n a noticia
im portante. “Atención —dijo el locutor— , se tienen noticias de
que el peligroso bandolero Jacinto Cruz Usma, alias Sangrenegra,
ha sido herido de muerte o se suicidó. Un alto oficial destacado en el
Tolima dijo a la prensa capitalina que a comienzos de enero, por
delación de un guardaespaldas de Sangrenegra, tuvo noticias de que
éste se encontraba refugiado en un rancho cercano a Arm ero y que
esa noche enviaría a dos hombres con el propósito de adquirir víveres
en esa población. Siguiendo las instrucciones del delator, los dos
compinches del malhechor fueron aprehendidos en cercanías de
Armero con una muía. Dos soldados, expertos tiradores y granade­
ros, vistieron el atuendo de los bandoleros y con la muía se dirigieron
al refugio de “Sangrenegra”, quien estaba protegido p o r varios de
sus hombres. Sin dificultades pasaron los puestos de vigilancia y al
avistar el rancho donde éste se hallaba con dos compinches, empren­
dieron una lluvia de granadas hasta que el rancho fu e destruido. Uno
de los soldados fu e muerto en la acción. A l otro día, una patrulla
encontró, entre las ruinas, los cadáveres de dos hombres del fo ra ji­
do, pero ni rastros de éste. Fundadamente, dedujeron que era impo­
sible que el tenebroso bandolero hubiera salido indemne del bombar-
de ó. Pero más tarde se supo que éste había salido seriamente
Crónicas de la vida bandolera 153

lesionado del ataque, razón por la cual había remido a sus hombres
para instruirlos. Y después de anunciarles que estaba mal herido,
completamente perdido porque buscar ayuda médica en un hospital
era caer en manos del Ejército, sacó un arma y se disparó un tiro en
la sien que le causó la muerte instantánea. Sin embargo, nadie vio el
cadáver del bandido ni se sabe dónde haya sido sepultado”.

Desquite quedó petrificado con lo ocurrido a sü ocasional


amigo Sangrenegra, pero se dijo que podía ser una de las tantas
falsas versiones que estaban circulando sobre ellos en los últimos
meses. De modo que haciendo caso omiso de la trascendencia de
ésta, le arrebató el transistor, con visible desparpajo, como si
fueran amigos de confianza, y después de examinarlo por todas
partes y comprobar que estaba en buen estado, le propuso nego­
cio. Él campesino se negó empecinadamente a venderlo, pero ante
la insistencia de éste comenzaron la negociación. Fijado el precio,
comenzó el regateo.

—Trato hecho —le dijo el campesino, cuando acordaron un


precio—, por esa plata se lo vendo. Pero déjeme llevarlo al pueblo
y al regreso se lo entrego. ¿Vive por aquí cerca? Es que quiero
seguir escuchando las noticias. Cada rato están dando informes
sobre las desventuras de esos condenados asesinos. ¿Sabía usted
que a "Desquite” también le tienen pisadas las huellas?
—¿Así es la cosa? —inquirió “Desquite”. Pero un ramalazo
de nerviosismo la recorrió la espina dorsal— ¿Y qué es lo que
dicen sobre él?
—Que dizque anda por aquí cerca. Alguien lo vio hace poco
en la finca “Costarrica”, en la vereda de Rosalito. Allá arriba,
cerca de Murillo. ¿Conoce usted esas tierras?
—No, amigo, soy poco andariego —dijo “Desquite”— . Pero si
quiere usted llevarlo al pueblo no veo inconveniente —agregó
para distraerlo del asunto —Bien pueda llevarlo —sacó un atado
de billetes del bolsillo— ¿Me puede traer media docena de pilas
grandes y una hebilla para el pelo de mi mujer?
—Con mucho g u sto —respondió el campesino y recibió el
dinero.
—¿A qué horas estará de regreso?
154 Pedro Claver Téllez

— A eso de las tres de la tarde —agregó el cam pesino m irándo­


lo a los ojos de m anera inusual, un poco con tu rb ad o — Vivo bien
adentró, casi en la cuchilla, y no quiero que me coja la noche.
—N o im porta, A esa h o ra lo espero — le dijo “Desquite” ,
echándose el som brero sobre los ojos y rascándose la nunca con la
m ano derecha— ¡Que sea seguro! A las tres nos vemos aquí
mismo.
El cam pesino alebrestó a la m uía con el zurriago y reanudó la
m archa, rum bo a Quebrada Honda que estaba a unos diez m inu­
tos de cam ino y luego a Venadillo, distante dos horas largas. De
nuevo bajo el yarum o, Desquite sacó el paquete de cigarrillos y lo
vio alejarse p o r el cam ino real, satisfecho tanto p o r la negociación
com o p o r hab er encontrado un voluntario que le trajera las pilas
sin tener que m eterse en la boca del lobo. Pero no se quedaba
tranquilo del todo... La noticia sobre “Sangrenegra” (y la suya
propia) eran sintom áticas de que el Ejército estaba dispuesto a
acabar con ellos. Entonces recordó que dos años atrás, en el
Líbano, en un sitio que se denom ina El Taburete, em boscó, en
com pañía de “Sangrenegra” y “Tarzán”, dos convoyes militares
dejando un saldo de catorce soldados y dos civiles m uertos y
herido un suboficial y cu atro reclutas. Fue el com ienzo de una
am istad larga con “Sangrenegra" y " Tarzán” con quienes, aun­
que no se veían con frecuencia, solía actuar en llave. ¿Quién había
soplado a las autoridades que días antes estuvo en la finca “Costa-
tricad ¿Tal com o estaban las cosas era conveniente esperar al
cam pesino del transistor? Desquite retacó un nuevo cigarrillo con
hebras de m arih u an a y se sentó bajo el yarum o.

José W illiam Angel A ranguren, alias “Desquite", vivió vein­


tiocho años p a ra hacer h o n o r a su apodo. N acido en Guadual,
vereda de Rovira, el 16 de julio de 1936, era hijo de cam pesinos
tolim enses liberales dedicados al cultivo de una pequeña parcela.
H acia 1952, cuando apenas tenía dieciséis años y en lo más
enconado de la refriega partidista, vio asesinar a su padre, Samuel
A ntonio Angél, a m anos del alcalde conservador Ovidio H inojo-
sa, quien com andaba en aquellos contornos una tem ible horda
Crónicas de la vida bandolera 155

chulavita. H uyendo de un lado p ara o tro con su m adre, Gilm a


A ranguren, cuyos fam iliares corrieron igual suerte, y sus herm a­
nas m enores, Rosa Elvira y A m paro, esta últim a recién nacida.se
refugiaron en Ibagué donde encontraron una paz pasajera pero
conocieron la estrechez y el ham bre. En 1954, convertido en un
estorbo p ara su m adre que se ganaba la vida lavando ropas
ajenas, José W illiam ingresó al Batallón San M ateo donde apren­
dió a m anejar las arm as y a m ad u rar su resentim iento. En Ibagué
y en A rm enia, durante los días de franquicia, frecuentó los bares y
las cantinas de la zona negra y tal vez fue allí, oyendo bundes,
bam bucos, tangos y rancheras, que se aficionó a la m úsica y
empezó a rasgar una guitarra. Quienes lo conocieron p o r aquella
época aseguran que “ era un m uchacho taciturno, serio, cum pli­
dor de su deber, que nunca m ereció un calabozazo y se esm eraba
com o el que más en las cam pañas de orden público” . Esta circuns­
tancia, unida a la estabilidad que le brindaba la milicia, posibilita­
ron su ingreso a la Policía M ilitar y su traslado inm ediato a
Bogotá donde se especializó en artillería pesada. Pero la agitada
vida del cuartel le im pidió hacerse m úsico. Se sentía frustrado,
según contaba a su m adre en largas cartas de dos pliegos, pues SU
verdadera pasión era la m úsica, y cuando tenía la oportu n id ad de
em borrarcharse se dolía ante sus com pañeros de la falta de tiem­
po p a ra “ afinar la g u itarra” y no se cansaba de repetir que apenas
le dieran la baja, regresaría a su tierra p a ra vengar la m uerte de
su padre.
Y así ocurrió. En 1956, con su libreta m ilitar de prim era clase
entre el bolsillo y la cabeza llena de ilusiones “ com o si con la libreta
uno pudiera rem ediar todos los males de este m undo” , regresó a
Ibagué donde lo esperaban una m adre prem aturam ente envejeci­
da y enferm a, dos herm anas que crecían analfabetas y m al ali­
m entadas y tres prim os A ranguren, huérfanos com o él, recién
venidos de R ovira donde lograron sobreponerse a la m uerte de
sus padres y tra ta b a n a h o ra de abrirse cam ino en-una ciudad
hostil y sin oportunidades de trabajo José W illiam ten ía po r
entonces veinte años y era un m uchacho bajito, trigueño, de
cabello negro, b a rb a espesa, frente ancha, cejas pobladas, orejas
grandes y ojos castaños. O rgulloso de su pasado m ilitar y reacio a
aceptar los pequeños trabajos que se le presentaban, dio en
ausentarse de la casa con la excusa de que se iba en busca de un
156 Pedro Claver Téllez

empleo digno de su categoría y que los redim iera a todos de la


pobreza... Pero al cabo del tiem po retornaba “ m ás pelado que
antes, con las esperanzas por el suelo” y sobrecogido por un
oscuro resentim iento que se traducía — cosa rara el él— en insul­
tos p ara su m adre y sus herm anas. “ E ra de mal genio y no oía los
consejos, razón p o r la cual lo llam ábam os “ O rejón” — reveló su
herm ana R osa Elvira, años después— M uchas veces mi m am á
tuvo que quitárnoslo de encim a, de lo contrario nos hubiera
m atado. R eaccionaba com o una fiera y le brillaban los ojos” .
Se hizo am igo de un grupo de m uchachos, vecinos suyos, que
estaban en iguales circunstancias y en una ocasión se fue con ellos
y sus prim os a Sevilla, Valle, com o recolector de café. Al regreso
le contó a su m adre que la cosecha había sido ab undante y el
trabajo bien pago. C om pró varias m udas de ropa, u n a guitarra y
un revólver. Pero traía nuevos vicios. En varias ocasiones, lo
sorprendieron en com pañía de sus prim os “ tacando los cigarrillos
que se fum aban con hebras de m arihuana y acostándose a desho­
ras, casi al am anecer” . Se dio a la p arranda. D icen que p o r
entonces frecuentaba, siem pre en com pañía de sus prim os, las
cantinas dé R ovira, G uadual, La Cim a, R iom anso y tantos otros
pueblos y caseríos dé los alrededores y nunca p a ra b a de preguntar
po r Ovidio H inojosa, el asesino de su padre y de sus tíos, Y, para
su desgracia, supo dónde vivía. Una noche, ju n to con sus prim os a
quienes ya había aleccionado p ara ejecutar la oscura venganza,
llegó a la casa de los H inojosa.
— Ovidio — le gritó desde el patio— , si sos tan m acho salga
p ara vem os las caras.
Ovidio H inojosa, atraído po r los gritos, salió al patio sin
percatarse de quien se trataba. Y tras él salieron la m ujer y dos
hijos.
— ¿No me reconoce? — le preguntó— Yo soy Jo sé W illiam
Angel A ranguren y usted el asesino de mi padre y de mis tíos.
H inojosa viendo que los cuatro extraños esgrim ían un revól­
ver y sendos m achetes, se arrodilló y pidió perdón, diciendo que
era inocente. : :
—¿Inocente usted? ¿No se acuerda que yo lloraba im plorando
clem encia p a ra mi padre y que de nada valieron las súplicas de m i
m adre?
ESTRELLA ROJA khalil.rojo.col@gmail.com
esquite ” fue un bandido multifacético, experto en armas y amante de la
música.
158 Pedro Claver Téllez

U na escena sim ilar vivieron entonces los H inojosa. José Wi-


lliam , enceguecido p o r la ira, disparó su revólver sobre la cabeza
de Ovidio. Y com o la m ujer y los hijos se interpusieron cuando lo
iban a rem atar, corrieron igual suerte y fueron m acheteados por
los enervados herm anos A ranguren. Después le prendieron fuego
al rancho y huyeron. C uando estaban lejos, en m edio de la noche,
se sentaron en la cim a de la colina p ara ver la pira en la distancia.
— H oy se me enredó la pita —dicen que dijo José W illiam a
sus prim os— Ustedes lárguense para Ibagué y cuiden de m i vieja.
Yo solo soy el culpable de esto, ¿entienden?. N adie m ás que yo.
D e ah o ra en adelante mi destino es el m onte.

E ntonces com enzó p ara José W illiam Angel A ranguren, a


quien a p o d aro n ‘‘Desquite’’, una dura brega de hom bre fuera de
la ley. El horrendo crim en de los H inojosa le fue atribuido de
inm ediato no sólo porque incautam ente lo había pregonado en
todas partes, sino porque sus prim os descargaron sobre él to d a la
responsabilidad d urante las indagatorias a que fueron som etidos.
“ José W illiam nos obligó a acom pañarlo, sin saber que iba a
com eter un asesinato —declaró José A ntonio, dos años m enor— .
Mi herm ano Sam uel y yo obedecim os porque nos engatusó di-
ciéndonos que íbam os p a ra u na parranda, pero cuando llegamos
a la casa de los H inojosa y nos dimos cuenta de sus verdaderas
intenciones, no pudim os hacer nada para evitarlo” .
Para ese entonces, “Desquite" se encontraba de nuevo en
Sevilla", hasta donde los insucesos com etidos en u n a ap artad a
vereda tolim ense, po r horrendos que fueran, no tenían trascen­
dencia. Se vivía una época de barbarie m onótona y hechos como
ese eran el pan cotidiano. D e m odo que, bajo e f m anto de la
im punidad, term inó po r olvidarse del caso y entreverado con los
recolectores de café, donde m enudeaban gentes de toda laya,
em prendió, en form a, el aprendizaje del delito. Se enroló en la
"cuerda" de “La gata" , cuyo centro de acción eran Sevilla,
Caicedonia, C artago y con él, com o subalterno de bajo escalafón,
llegó a perfeccionar las dotes necesarias para ser un hom bre fuera
de la ley. Se le conoció po r entonces con el apodo de “E l orejón”
(el m ism o apodo que le tenían en su hogar) porque coincidía muy
Crónicas de la vida bandolera 159

bien con su más notorio distintivo físico y porque dicen que las
orejas, en esas proporciones, son orejas de sordo, cosa que no
ocurría con José W illiam Angel A ranguren de quien dicen poseía
la facultad de percibir el más mínimo ruido por distante que fuera
y arrancar, com o nadie, los más bellos arpegios a una guitarra.
“La gata" no sólo era el terror de los cafetales sino el rey del
ham pa (era el menos politizado de los bandoleros y, por supuesto,
el más inclinado a la delincuencia com ún) que entonces, debido al
intenso trajín de orden público, no era tan perseguida por la ley.
Esto le perm itía una gran ventaja. Sus especialidades eran el
asalto y el atraco a m ano arm ada. R obaban lo que se les presen­
taba. Y entre sus habilidades figuraban la capacidad de riesgo y
astucia p ara asaltar cam iones de transporte de carga y buses
llenos de pasajeros. Pero fue po r esa época, 1957, que les dio po r
asaltar un extraño vehículo donde se m ovilizaba el pagador de la
C om pañía C olom biana de T abaco, en jurisdicción de El G uam o,
atraco en el que figuraba José W illiam Angel A ranguren, en ese
entonces apodado “E l Orejón”, y siete com pañeros de la misma
cuadrilla. D urante el asalto se presentó u n a grave encrucijada. El
pagador de C oltabaco, viendo la oportunidad, sacó su arm a de
dotación p ara defender la rem esa de dinero y fue herido de varios
disparos. Los disparos atrajeron la atención de m ucha gente y los
ham pones tuvieron que escapar apenas con una parte del botín.
Fueron perseguidos rápidam ente en autom óvil y se les cortó el
cam ino de la fuga. Los ocho ham pones fueron detenidos, sin
oponer resistencia, y conducidos de inm ediato a la cárcel de
Ibagué.
Un mes después, Angel A ranguren, alias “El orejón’’, fue
trasladado a la Penitenciaría C entral de La Picota, en Bogotá,
condenado a pagar dos años y medio de cárcel por asociación
p a ra delinquir, asalto a m ano arm ada y heridas de gravedad al
p agador del C oltabaco. La vida de la cárcel en La Picota no fue
tan d u ra y ab u rridora com o esperaba. En la cárcel conoció el
valor de las ideas y la im portancia de la lectura. C ayó en sus
m anos u n libro im portantísim o p ara un hom bre en su situación,
“ Las guerrillas del L lano” , de E duardo F ranco Isaza, y varios
ejem plares de revistas con discursos de Jorge Eliécer G aitán, cuyo
retrato presidía un espacio en la pared de la celda. Angel A rangu­
ren se politizó p o r la sencilla razón de que las cárceles estaban
160 Pedro Claver Téllez

llenas de presos políticos de izquierda y en La Picota encontró


quien enderezara su ru m b o ideológico hacia esas ideas. E n la
época circuló u n a foto de Angel A ranguren en la que posaba con
el libro de F ran co Isaza en la m ano y al fondo un retrato de Jorge
Eliécer G aitán. P o r eso no lo cogió de sorpresa lo que sucedía en
el país.
H asta la cárcel llegaron rum ores de lo que estaba sucediendo
afuera que, p o r cierto, eran sucesos que tenían conm ocionado al
país: el p aro que se adelantaba a nivel nacional exigiendo la
renuncia de Rojas Pinilla. En La Picota se ru m o rab a, tam bién,
que un a situación de esa envergadura podía ser aprovechada para
efectuar un m otín de presos que sería aprovechado en el m om ento
oportuno. Efectivam ente. En los prim eros días de m áyo, cuando
el régimen dictatorial tam baleaba, los presos de L a Picota se
alzaron. El m otín prosperó y no m enos de veinte delincuentes
salieron a la calle. Entre ellos, José W illiam A ranguren, alias “El
orejón”, alias “Desquite”. Su m adre, G ilm a A ranguren viuda de
Angel, lo visitó dos o tres veces cuando estaba en prisión. “ Des­
pués no supe de él sino lo que decían en la radio y en la prensa” , dijo
siete años después, el día en que fue a reclam ar el cadáver de su
hijo, convertido entonces en uno de los más fam osos bandoleros
del país.

Su paso p o r L a Picota, aunque breve, le dejó u n a profunda


huella. Allí conoció a un paisano suyo, A rgem iro López, un
m uchacho de su edad que había m ilitado en la b a n d a de Teófilo
Rojas, alias “Chispas”, a quien López debía la vida y en cuya
com pañía em prendió el azaroso cam ino de la delincuencia. Ló­
pez, recién condenado, p agaba a la sazón cinco años dé cárcel po r
p o rte ilegal de arm as y padecía u n a agobiante tuberculosis que se
h ab ía recrudecido con el lúgubre encierro de la prisión y el intenso
frío de la Sabana. Se hicieron buenos amigos y con él com partió el
diálogo, el silencio, la soledad y los entretelones de sus oscuros
pasados. L ópez h ab ía perdido a la totalidad de su fam ilia en una
sola noche, m ientras él, único sobreviviente, perm anecía agaza­
pado en un pozo, aterido de frío, con las ropas em papadas y una
bala incrustada en el om oplato. Solo, débil p o r la pérdida de
sangre, sin m ás com pañeros que la pobreza y el ham bre, López
Crónicas de la vida bandolera 161

fue a parar a la banda de " Chispas” quien lo acogió con afecto, le


curó la herida y lo convirtió en estafeta de su incipiente organiza­
ción. Teñía trece años pero ya sus pulmones comenzaban a
flaquear y la tos lo abatía en insoportables noches de invierno. No
obstante, trasegó de un lado para otro, cumpliendo a cabalidad su
nefasto oficio y viendo cómo " Chispas” y su gente sembraban el
terror y la muerte. Hasta que un día de 1956, le encomendaron
llevar una caja con armas camufladas entre un costal y fue inter­
ceptado por la policía en un retén. Detenido, arrojado inicialmen­
te en una asfixiante cárcel de Armenia, donde permaneció ocho
meses, López fue trasladado a Bogotá para ser juzgado por la
justicia castrense que lo condenó a cinco años y lo remitió a La
Picota donde soportaba el encierro y la enfermedad que le inoculó
el destino. "Mipobre hijo hizo suya la desgracia de Argemiro López
—confesó después la madre de “Desquite”— y lo vio morir en
prisión, de un vómito rojo. La última vez que lo visité, José William
me relató la triste vida de ese muchacho y lo vi llorar de amargura
mientras me contaba que el día de su muerte Argemiro estaba
recargado contra una pared del patio, tosiendo y vomitando, sin la
ayuda de nadie y que él se le había acercado en el momento en que
caía arrodillado y echaba un coágulo de sangre por la boca, que lo
ahogó. Recuerdo muy bien que el día de mi visita, José William me
dijo que cuando saliera libre iba a pagar una misa por el alma de ese
muchacho y a buscar a los asesinos de sufamilia para vengarlos. Yo
le aconsejé que si salía libre volviera al buen camino, y él me
contestó que tal como estaba la situación no había buen camino en
Colombia y que su destino era el monte. No logré quitarle esas
ideas de la cabeza. Después sefugó de la cárcel y no lo volví a ver”.

Lo que no le dijo nunca “Desquite" a su madre es que, por


insinuación de su amigo moribundo, fue a parar a la banda de
“Chispas” donde, según Argemiro, había un hombre, el temible
"Kairús”, quien conocía el paradero de los asesinos de su familia.
No le costó trabajo llegar hasta “Chispas”, a la sazón el más
peligroso y sólido bandido que operaba en el centro-occidente del
país. “Chispas” era el dueño y señor del sur del Tolima y una
buena parte del Quindío, donde había llegado, por petición de los
hacendados liberales, para hacer frente a las bandas de “pájaros”
de esa parte del país. En ese entonces, el famoso “Chispas"
162 Pedro Claver Téllez

oponía tenaz resistencia a J a ir G iraldo y a E fraín G onzález, p o r


una parte, y, p o r la otra, a “M elco” y “Polancho” quienes habían
desertado de la b an d a de G iraldo p a ra hacer tienda aparte. Pero
el encuentro de ‘‘Chispas’’ y “Desquite” no fue afortunado.
C uentan que u n a tarde se conocieron, en inm ediaciones de Calar-
cá, y “ ninguno de los dos pudo pasarse” . Algo, tal vez la vanidad
o el orgullo, que en am bos eran ostensibles, produjo ese choque
inicial. Pero “Chispas” urgido de hom bres y en lo m ás ardoroso
de la refriega co n tra “ los p ájaro s” , lo aceptó en la cuadrilla,
relegándolo a los últim os lugares del escalafón, en el que “Kai-
rus” y “Triunfo" ocupaban lugar de preem inencia. E ran sus
segundones.

—Si sos tan verraco, com o dices, te voy a encom endar una
m isión — le propuso “Chispas”—•. U sted y otros dos van a hacer
un trabajito p o r mi cuenta. Necesito dinero.
L a orden fue breve, severa, term inante. Los tres debían tom ar
un vehículo h asta Lá L ínea, esconderse entre el m onte, esperar
que pasara el bus de las once, asaltarlo y ro b ar a los pasajeros el
dinero y las joyas.
—C on una condición —anotó " Chispas"— . N o quiero muertos.

— T rato hecho —le dijo “Desquite"— . ¿Qué hom bres van a ir


conmigo?
— ¡Escójalos usted! ¡Eso ño es cosa mía!
—N o los conozco suficiente. ¿Puede ir “Kairus” conmigo?
“Chispas” lo pensó dos veces. “Kairús” era u no de los pu n ta­
les de su ban d a, u n hom bre de su experiencia, coraje y probado
don de m ando. Tem ía perderlo en una aventura fácil, que siem pre
le había encom endado a los aprendices.
— No — dijo “Chispas”— “K airús” se quedará conm igo. Vete
con “ Veneno” y “Peligro”.
Así se hizo. L os tres, a bordo de un bus, salieron de C alárcá
antes del anochecer y se .bajaron adelante de L a Línea, en un
Crónicas de la vida bandolera 163

recodo de la carretera, en jurisdicción de C ajam arca. El tránsito


de vehículos p o r esa vía era entonces restringido debido, precisa­
m ente, a las frecuentes incursiones de bandas arm adas, especial­
m ente la de ‘‘Chispas’’ que, según las autoridades, “ se había
convertido en el azote de las carreteras” . P o r eso era com ún que
m uchos de los vehículos que se aventuraban p o r allí en horas de la
noche llevaran soldados a bordo o detectives cam uflados entre los
pasajeros. Pero “Desquite” no sabía que esto fuera posible, ni
intuyó (sino hasta m ucho después) que “Chispas” lo enviaba a
realizar un tra b a jo aparentem ente fácil, pero en el que podía caer
por falta de previsión y desconocim iento de lo que en esa región
estaba ocurriendo. H acia las diez y m edia, “Desquite” y sus
hom bres, con los que ya h ab ía intim ado, atravesaron u n tronco
en la carretera y, agazapados en la espesura, esperaron. El bus no
dem oró. G uando este se detuvo, los tres salieron de un m ato rra l,
esgrim iendo sus arm as.
— T odo el m undo quieto — ordenó “Desquite”— . ¡Al pri­
m ero que se m ueva lo quemo!
Y m ientras él ap u n tab a con u n a carabina hacia los pasajeros y
con un revólver a la cabeza del chofer, “Peligro” y “Veneno”
com enzaron el despojo: relojes, aretes, anillos, pisacorbatas, di­
nero fueron a p a ra r al fondo de una bolsa de tela. Y cuando estaba
a punto dé term inar la om inosa faena, alguien intentó llevar la
m ano al bolsillo del saco.
— ¡Quieto! — gritó "Desquite".
El grito alertó a sus com pinches y el hom bre fue sacado a
empellones del bus. E ra un agente del Servicio de Inteligencia
C olom biano, SIC, a quien desarm aron, hicieron arro d illar y
pusieron un cañón en la cabeza. “Desquite”, im pávido, disparó.
Y con la bolsa al hom bro, los tres huyeron hacia la espesura y se
perdieron en la oscuridad.
— ¡M aldita sea! —dijo “Desquite" a sus com pañeros p o r el
cam ino— . No se puede confiar en nadie. “Chispas” nos m andó a
una m uerte segura. P o r eso dispáré al tira, no p o r m atarlo sim ple­
m ente, sino p a ra corresponder a su felonía. Yo asum o la respon­
sabilidad.
Y, al otro día, frente a frente, cuando “Chispas" enfurecido le
insultó p o r desacato y le puso de presente que la m uerte del
164 Pedro Claver Téllez

detective significaba el cam bio de u n a serie de planes, “Desquite”


le respondió:
— A m or con a m o r se paga.
' — H aga to ld a aparte — ordenó “Chispas”— . M is órdenes sé
cum plen o la milicia se acaba.
“Desquite” fue expulsado de la ban d a y tom ó el cam ino de su
tierra. Pero no iba solo: lo acom pañaban “Peligro" y “ Veneno"
quienes, a instancias suyas, aban d o n aro n a su antiguo jefe.

C uando "Chispas" se dio cuenta que “Desquite” le había


sonsacado dos de sus com pinches, m ontó en cólera. Pero ésta no
tuvo límite cuando supo que, adem ás de los hom bres, se había
llevado consigo parte del botín. No dem oró en vengar la afrenta.
Escribió una carta al gobernador del T olim a rechazando el asalto
que se le im putaba p o r haber ocurrido en sus dom inios y se lo
atribuyó-a “Desquite" , de quien sum inistró abundante inform a­
ción: “ ... es de m ediana estatura, cejas pobladas y orejas grandes.
Antes de yo conocerlo, venía de la cárcel de L a Picota, en Bogotá,
donde pagó seis meses por el asalto al pag ad o r de C oltabaco, pero
nunca se le tuvo en cuenta que ya que había m atado a cuatro
personás. D espués del asalto, ocurrido a rrib a de C ajam arca, el
citado tra id o r aban d o n ó esta región con rum bo a Venadillo o
R ovira, según me inform aron. Estoy dispuesto, si ustedes lo
estim an conveniente, en colaborar para d a r con su p aradero. De
lo contrario p o r m i cuenta y riesgo sabré qué hacer con él... Los
dos tenem os varias cositas que arreglar ” . Este incidente tuvo
varias repercusiones. Sirvió a las autoridades p a ra confirm ar que
la b an d a de “Chispas” era la au to ra de los num erosos asaltos a
buses y cam iones que tenían lugar en el trayecto de ascenso hacia
La Línea, bien los que se com etían arriba de C ajam arca, del lado
del Tolim a, o a rrib a de C alarcá, en jurisdicción del Q uindío. Pero
sobre todo p o rque, a p a rtir de entonces, el nom bre de “Desquite”
saltó a las páginas de los periódicos y sus “hazañas” , falsas o
verdaderas, vinieron a engrosar el abultado registro de crímenes
de esos años de infam ia.

“Desquite”, al saber la “ felonía” de “Chispas” concibió la


más espantosa venganza. U na noche en inm ediaciones d e Caice-
Crónicas de la vida bandolera 165

donia, al frente de diez hombres determinó asaltar una finca


cafetera. Era época de cosecha y, como de costumbre, centenares
de recolectores llegaban hasta los cafetales en busca de trabajo.
En “Tres Esquinas” dormían esa noche no menos de treinta
peones colgados en hamacas a lo largo del corredor."Desquite” y
sus hombres, armados hasta los dientes, llegaron hasta allí. Lo
que ocurrió es inenarrable. Quince de ellos fueron decapitados y
cinco más muertos a bala. En el pecho del mayordomo las autori­
dades encontraron una “boleta” que decía: “Esto para que se
acuerden de mí y dejen de joderme la vida. Atentamente, Teófilo
Rojas, alias ‘Chispas’ ” .

“Desquite” y sus hombres, la totalidad de ellos enganchados


en Venadillo y Armero, emprendieron esa misma noche el regreso
a sus dominios. Pero no continuaron operando, temerosos de que
" Chispas” hubiera alertado de nuevo a las autoridades o de que él
en persona se tomara una venganza aún mayor. Acompañado por
"Peligro” y “Veneno” quienes le habían jurado eterna lealtad,
“Desquite” se estableció en la zona rural del corregimiento de
Murillo, jurisdicción del Líbano, escenario bastante propicio
para eludir la acción de la justicia y darse una tregua en su agitada
vida. Ya pesaban sobre su conciencia veintiséis crímenes y una
espectacular fuga que, con razón, le cobrarían cara si le echaban
mano. Se hizo un replanteamiento. No lo seducía la delincuencia
porqué sí. El recuerdo de los meses de prisión, la mayor parte de
ellos dedicados al estudio de “ Las guerrillas del Llano”, libro que
consideraba la columna vertebral de la lucha armada contra la
opresión oficial, volvió a acicatearlo. A esa epopeya ejemplar,
había agregado un buen número de textos de Jorge Eliécer Gai-
tán, la mayor parte dé los cuales hacían hincapié en la toma del
poder por el pueblo y el avance de la nación por cauces eminente­
mente revolucionarios. Pero mientras esto era posible y como
acción inmediata, “Desquite” se planteó la defensa de los campe­
sinos de su partido contra los atropellos oficiales, las incursiones
de los “pájaros” y la falsa paz armada pregonada por el Frente
Nacional. Y Líbano era, a su modo de Ver, el sitio más indicado
del Tolima para la acción guerrillera, por razones geográficas y
políticas.
166 Pedro Claver Téllez

El terreno com prendido p o r el m unicipio de L íbano es que­


b rado en su totalidad. Al norte están C asabianca, H erveo y
Fresno, poblaciones prácticam ente acaballadas sobre el lom o de
la C ordillera C entral. P or el oriente lim ita con A rm ero y Venadi-
11o, en ese entonces poblaciones de m ayoría liberal densam ente
pobladas. Al sur colinda con Santa Isabel, región tam bién que­
brada. E n el occidente se encuentran las estribaciones del Nevado
del Ruiz, lugares bastante m ontañosos y de clima frío. Allí están
M urillo, C oralito, San F ernando y Santa Teresa, corregim ientos
tradicionalm ente liberales, cuya principal vertiente es la form ada
p o r el río Recio que nace en lo m ás encum brado del N evado y va a
desem bocar en el río M agdalena. Se tra ta de una vertiente muy
estratégica, en cuyo recorrido el río va form ando un lecho profun­
do e irregular que hace difícil el paso de las tropas y sus abasteci­
m ientos. N o es u n a región tan p o b lad a com o la zona cálida y
entre Santa Teresa y San Fernando, donde se encuentran las
alturas dom inantes del terreno, hay bosques cerrados, excelente
refugio p ara las cuadrillas después de com etido un asalto o cuan­
do son presionados p o r la acción de las tropas m ilitares.

Pero si geográficam ente era una zona favorable, no lo era


m enos políticam ente. Allí m erodeaban po r entonces cuatro b an ­
das arm adas, algunas de ellas com o la de Jacinto C ruz Usma,
alias "Sangrenegra”, y Noel L om bana O sorio, alias “ T arzán” ,
bastante curtidas ya en om inosas labores de retaliación y vengan­
za. Funcionaba tam bién la de R oberto González, alias "Pedro
Brincos", que era una organización de izquierda, que tenía como
prioridades la politización y entrenam iento m ilitar de los cam pe­
sinos. “ Pedro Brincos" no era un delincuente com ún, era un
especialista en la form ación de cuadrillas, un hom bre que sacaba
provecho de la situación p ara convencer a los cam pesinos de que
la solución para A m érica L atina era la m ism a que h ab ía asum ido
la revolución cubana. "Pedro Brincos" hacía p arte del M ovi­
m iento O brero Estudiantil Cam pesino, M O EC , uno de los prim e­
ros intentos p o r alinear la revolución colom biana en el m arco
internacional con la U nión Soviética. Pero el grupo más notorio,
el que h ab ía provocado hasta entonces el m ayor núm ero de
asaltos y, p o r supuesto, llam ado más la atención de las autoridad
des, era el de "Sangrenegra”. Su historia era excepcional. Nacido
Crónicas de la vida bandolera 167

en Santa Isabel, al su r del Líbano, “Sangrenegra" era de origen


conservador. Siendo apenas un niño de diez años ab an d o n ó el
hogar instigado p o r su herm ano Felipe y se estableció c o n unos
parientes en El C airo, Valle, donde pasó su adolescencia. ‘‘San­
grenegra", com o la m ayoría de los bandidos colom bianos, prestó
el servicio m ilitar. Al regresar a El Cairo, en 1948, dio m uerte a un
hijo del jefe conservador de esa población y, prófugo de la justi­
cia, se reunió con sus padres en su pueblo natal, Santa Isabel,
donde cam bió de bandera partidista. “ Sangrenegra” se volvió
liberal y a ese partid o se aferró hasta el m om ento de su m uerte. Su
ap o d o es el más escabroso y sú trayectoria la m ás infame de todas.
En ese am biente m ontó “Desquite” su centro de operaciones.
Lo encontró com o anillo al dedo. No sólo porque el terreno le
parecía fabuloso, sino porque las semillas ya estaban sem bradas
y el cam po abonado. Los habitantes del Líbano, en su m ayoría
liberales, habían sido som etidos a lo largo de la década del
cincuenta a las más crueles vejaciones. Pero su insurgencia no se
produjo de inm ediato, p o r m uchas razones. P rim ero, porque aún
no era suficientem ente conocido en la región, carecía de arm as y
no contaba con un núm ero adecuado de hom bres p ara e n tra re n
acción. ¿Qué hizo m ientras tanto? ¿Qué lo dem oro en aquellos
contornos? Dicen que “Desquite" se enam oró de una m ujer,
R osalba Velásquez, hija de un m ediano propietario de la región
que a la sazón tenía veinte años y ejercía, por épocas, com o
m aestra de escuela. Los padres de R osalba, poseían u n a pequeña
finca en Santa Teresa, en una región ab rupta, circundada de
piedras enorm es que llam aban Las Rocas y allí, p o r obvias razo­
nes, eran bienvenidos hom bres de su condición. Los Velásquez lo
engancharon com o tra b a ja d o r no tan to porque fuera necesario,
sino porque las circunstancias así lo exigían. Víctimas constantes
del saqueo y el pillaje, los hacendados y finqueros de la región
habían o p tad o p o r hacerse a un buen núm ero de obreros que
garantizaran, en un m om ento dado, la defensa de sus propieda­
des. Y a ese em peño se consagró con ardor. N o sólo porque le
pagaban sino p orque R osalba le correspondía y en poco tiem po,
con la aquiescencia de todos, la convirtió en su am ante. E ra feliz,
pero poco después de instaurado el Frente N acional, cuando todo
parecía re to m a r a la norm alidad y estaba en m archa u n a am nistía
p a ra los hom bres alzados en arm as, dos hechos, a cual m ás
horrendos, echaron po r tierra la paz m om entánea de la región y
168 Pedro Claver Téllez

exacerbaron los ánim os p ara reto rn ar a la pelea. Efectivam ente.


H acia 1959 se produjeron dos sangrientas incursiones de bandas
de "pájaros” encabezadas po r el fam oso " Cabo Yate”, uno de los
más sanguinarios cabecillas conservadores de que se tenga noticia
en el Tolim a. La prim era de estas m asacres tuvo lugar en el “ Alto
del O só” , corregim iento de M urillo, m unicipio de Líbano, en él
mes de octubre, y la segunda en “ El Placer” , jurisdicción de
A nzoátegui y Santa Isabel, que costó la vida a veintiocho perso­
nas.
Las horrendas m asacres del “ C abo Yate” no sólo suscitaron
la inconform idad de los liberales del Líbano y Santa Isabel, sino
que los obligó a un reforzam iento de sus m ecanism os de defensa y
ataque y a eso se dedicaron con ahinco. Com o en los años
anteriores de m ayor aprem io, los libaneses se alistaron p ara la
autodefensa. N o se sabe p o r qué m edios num erosos jefes políti­
cos, com erciantes y propietarios rurales hicieron contacto con
‘‘Pedro Brincos", al que consideraban su m ejor estratega. Lo
cierto es que éste fue recibido en el club local cQn todos los
honores, com o si se tra ta ra de un salvador y allí se aco rd aro n los
planes a seguir. A esa reunión asistió José W illiam Angel Aran'gu-
ren, acom pañando a los Velásquez, parientes de su am ante, y allí
escuchó de labios de “Pedro Brincos” algo que jam ás olvidaría.
Prim ero un porm enorizado recuento de su lucha co n tra los go­
biernos conservadores de M ariano O spina Pérez, L aureano G ó­
mez y R oberto U rd an eta Arbeláez. Luego u n esbozo de las falsas
expectativas creadas po r la dictadura de Rojas Pinilla y, más
recientem ente, sobre las falacias del Frente N acional, sistema
político que, según él, pretendía el adorm ecim iento de la lucha
cam pesina con la prom esa de u n a am nistía, ta n espuria y mal
orquestada com o la de Rojas Pinilla, que dio al traste con las
organizaciones rebeldes de los Llanos Orientales, T olim a y San­
tander, cuyos jefes (G uadalupe Salcedo, D um ar Aljure, etc.)
fueron sucesivam ente asesinados p o r el régimen de tu m o . No
quedaban, al decir de “Pedro Brincos”, sino dos salidas. O bien la
que p roponía el recientem ente creado M ovim iento R evoluciona­
rio Liberal que orientaba A lfonso L ópez M ichelsen o la que libra­
b a el M ovim iento O brero Estudiantil Cam pesino, M O EC , según
su decir, el m ejor estructurado ideológicam ente y el que contaba
con una organización de tipo m ilitar más eficaz. Pero las intencio-
Crónicas de la vida bandolera 169

íes de "Pedro Brincos” iba m ás lejos. Solicitó ahincadam ente la


:reación de un centro de adiestram iento m ilitar y un sistem a de
motas p ara sostener la causa, cuotas que deberían sufragar, según él,
os partidos políticos, los com erciantes y los propietarios rurales.
3ero aunque la propuesta no fue aceptada del todo, ni los asisten-
es acogieron tam poco la bandera del M R L o el M O EC , allí se
¡charon a ro d ar los principios de una lucha que andando el
iem po fructificaría. Quedó tam bién claro que "Pedro Brincos",
i diferencia de sus com pañeros de lucha (“ Sangrenegra” , po r
jem plo) era el hom bre de más clara visión política, el que iba más
illá del ciego sectarism o.
C on estas ideas rondando en la cabeza, "Desquite” regresó a
¡anta T eresa donde com enzó a organizar su cuadrilla con el
onsentim iento de los Velásquez y a la som bra de los postulados
leí M ovim iento Revolu cionario Liberal. E ra, según los Velás-
[uez, la única opción. Él M R L, a diferencia del M O EC , era de
jura estirpe liberal y el o tro un brazo disim ulado del partido
om unista que acechaba en la som bra. Inicialm ente, recorrió las
reredas auscultando el pensam iento de los campesinos entre
[uienes encontró un decidido apoyo. “ Ño nos queda otro cam ino
- d ijo entonces— , m ientras existan los “ p ájaros” y las autorida-
les corrom pidas que nos gobiernan” . Posteriorm ente, se aventuró
n el reclutam iento de prosélitos, tarea realm ente fácil en un
nedio en que la incorporación a la cuadrilla era considerada “ uná
alvación” , desde el punto de vista de la vida social y de la
edención económ ica. El expediente fue fácil. "Desquite”, acom -
jañado p o r su am ante R osalba Velázquez, que era, po r otra
jarte, una rpujer convincente y audaz, ab ordaba a un cam pesino,
e preguntaba dónde trabajaba, cuánto ganaba y al cabo de una
h a ría aleccionadora en que no faltaba la bebida y las vivas
.1 p artido liberal, el cam pesino optaba po r seguirlo en la seguri-
lad de que no iba a convertirse en un simple asesino, sino en un
íom bre que luchaba p o r u n a causa justa. Y el expediente nunca
alió. Lo dem ás era escoger un alias p ara proteger a sus fam ilias
le las represalias del ejército y “ tira r p a ra el m onte” . En poco
nenos de seis meses, "D esquite" contaba con cerca de veinte
lom bres y p o r lo m enos cinco mujeres, a quienes adiestraba todos
os días en las regiones m ás abruptas de las Rocas de Santa
Teresa. Lo único que les faltaba era arm as y en busca de ellas,
170 Pedro Claver Téllez

vinieren de donde vinieren, em prendió u n a audaz y sanguinaria


rap iñ a que lo llevó a los m ás apartados rincones del departam en­
to , lejos, en to d o caso, de Santa Teresa que iba a ser en adelante su
m ás preciado refugio, donde su p alab ra era ley y su presencia
g a ra n tía de tranquilidad.
La rach a de sangre no tuvo límites. “Desquite" bajó, com o
u n a trom ba, desde las frías cum bres de Santa Teresa, bordeando
las m árgenes del río Recio, hasta las cálidas planicies de A m bale-
m a, atravesó el M agdalena y en Pulí, C undinam arca, inició su
descom unal p ro p ó sito asesinando a siete cam pesinos conserva­
dores a quienes arreb ató las arm as, los m achetes y utensilios de
labranza. A lebrestado p o r el éxito de esta prim era incursión,
volvió a cruzar el M agdalena con destino al oriente, hacia V enadi-
11o, y en el corregim iento de Ju n ín asaltó a una im pávida vereda
conservadora que saqueó a su antojo, después de asesinar a dos
cam pesinos y prender candela a cinco ranchos. M uy cerca de allí,
en la vereda L a M o rad a, jurisdicción de V enadillo, en u n im provi­
sado paredón fusiló a seis cam pesinos que, según él, ayudaban a
los “p ájaro s” y les dejó “ com o recuerdo a sus fam iliares” u n a
docena de orejas en u n a bolsa plástica. Poco después, tras un
prolongado descanso en casa de unos copartidarios, donde dio
licencia a su cuadrilla, “Desquite” se tom ó p o r asalto la hacienda
L a A rgentina, en la vereda Gallego del mism o m unicipio, propie­
dad de un acaudalado hom bre de negocios, en un m om ento en
que h ab ía allí p o r lo m enos treinta trabajadores, asesinó a veinte
de ellos que le hicieron frente, les arrebató las arm as y con un
caudaloso b o tín en el que no faltaba dinero en efectivo, joyas,
aperos y utensilios de labranza, principalm ente m achetes, retornó
a Santa Teresa donde fue recibido con los honores de un héroe.
M es y medio duró esta oprobiosa cosecha de sangre en que cobró
cuarenta y cinco m uertos, dos subam etralladorás M adsen, tres
carabinas, cinco revólveres, siete escopetas y quince m achetes en
buen estado.
L a represión, com o era de esperarse, no dem oró. El Batallón
P atriotas acan to n ad o en L íbano supo qüe, adem ás de las bandas
de “Pedro Brincos”, " Sangrenegra" y “Tarzán”, u n a nueva, tal
vez m ás fiera y num erosa, se había integrado en S anta Teresa. El
nom bre d e “Desquite" salió a flote y la prensa recordó que se
tra ta b a del m ism o hom bre que se había evadido de L a Picota, en
Crónicas de la vida bandolera 171

1957, durante los am otinam ientos del mes de m ayo, en circuns­


tancias que fueron m ateria de inútil investigación. M ontó, enton­
ces, una serie de operativos que no tuvieron resultados positivos y
antes, p o r el contrario, incom odaron a los cam pesinos que
aum entaron contra las fuerzas del orden su antigua y ah o ra m ás
acendrada anim adversión. Y com o todas las tentativas fallaran,
pues “Desquite” y sus hom bres se habían ocultado arriba de
M urillo, en lo más inextricable de las estribaciones del N evado del
Ruiz, el ejército concibió la idea de realizar un censo m inucioso de
la población rural y u rb an a del Líbano, advirtiendo que los
m oradores de las casas sin la respectiva etiqueta serían considera­
dos antisociales y p o r ende exterm inados. Pero el expediente
adelantado por el Batallón P atriotas falló irremisiblem ente. La
ineficacia, p o r lo m enos inm ediata, de este tipo de operaciones
reforzó en cierta m edida la imagen de ubicuidad e invulnerabili­
dad de "Desquite” y el resto de facinerosos. Pero una cosa quedó
clara. El ejército supo, con evidencias en la m ano, que "Desquite”
em pezaba a recibir, p o r entonces, las prim eras contribuciones
económ icas de los finqueros y que su nom bre com enzaba a so n ar
entre los cam pesinos com o un abanderado m ilitar del M ovim ien­
to Revolucionario Liberal, precedido del título de capitán, ade­
más de que se autocalificaba com o “ com andante general de las
fuerzas revolucionarias de norte del T olim a” .

A finales de enero de 1962, “Desquite” recibió una carta de


“Pedro Brincos" en-respuesta a o tra que éste le había enviado.
E staba fechada en B ogotá, suscrita a nom bre del M O EC , movi­
m iento que desde meses atrás propiciaba una reunión nacional
con los representantes de todos los focos dispersos p o r el país y
que, según él, luchaban a brazo p artido sin un plan estratégico y
sin una coordinación centralizadora. La carta decía: “ Estim ado
“ D esquite” : C on esta doy contestación a tu carta de fecha 19 de
los corrientes y al m ism o tiem po te deseo anim ación y m uchos
progresos en tus faenas diarias. M e com place m ucho lo que tú rne
dices ya que cuentas con unos 60 hom bres en el grupo arm ado
con alguna decisión de com bate y con alguna capacidad com o
p a ra no dejarse acorralar fácilm ente. Respecto a la unidad, según
tú me dices, me parece no ver bien claro en usted este asunto.
R elacionado a esto lo que yo te digo es no sólo el resultado de
172 Pedro Claver Téllez

análisis juiciosos, sino que es p ro d u cto de la experiencia. Desde


tiem po atrás yo vengo luchando aisladam ente sin obtener ningún
resultado efectivo. Son m uchas las regiones del país donde estuve
organizando que pueden ser testigos. A hora, no sólo p o r expe­
riencia personal sino p o r la de todos los luchadores de C olom bia,
com o del m undo entero, me he convencido de que será estéril la
lucha hasta ta n to no sea puram ente de carácter nacional en donde
se agrupen bajo una D irección colectiva, todos los m ovim ientos
políticos de izquierda, grupos arm ados y todo cuanto esté luchan­
do y quiera luchar p o r la liberación de nuestro pueblo colom bia­
no. (...) En fo rm a despectiva tú me hablas de jefes, hay unos
m ovim ientos revolucionarios que quieren organizar la revolución
con especiaüdad el M O EC , que está m ás adiestrado y directam en­
te se encuentra o rganizando la lucha arm ada con algunos resulta­
dos sobre el particular... en este m ovim iento puede contar usted
que no hay jefes: hay dirección colectiva, y com o tenem os la
perfecta convicción de que la revolución no la puede hacer sino el
pueblo en su conjunto , p o r tal razón es que recurrim os al contacto
con los hom bres que h asta ah o ra se han destacado p o r su lucha
p a ra con todos estos fo rm ar la dirección colectiva de unidad
revolucionaria. E sta es una condición, u n a necesidad de lá revolu­
ción p ara que pueda llegar a su feliz térm ino... E l deseo del
m ovim iento es que tú participes, o cualquiera del seno de esa, en
unas charlas que pronto se van a realizar en esta ciudad. Te
puedo decir que el m ovim iento te tiene en cuenta y con m ucha
estim a, se ha dado cuenta que tus esfuerzos no son vanos, la lucha
incansable que tú has llevado durante tanto tiem po, pese a las
condiciones de aislam iento, tú has venido luchando frente al
concierto internacional; yo que soy el que conozco, de los de aquí,
un poco m ás de tus actividades, he tratad o de presionar para que
no se deje sola a esa región y p a ra que tú hagas p a rte de un organis­
mo nacional. Yo he insistido en que en los organismos u organismo
nacional que se encargue de la dirección m ilitar, deben estar
hom bres que tengan algunos conocim ientos prácticos sobre el
particular: claro que com o tú dices, los hom bres que integren la
dirección deben estar en la m ontaña, es decir, al lado de los
hom bres de arm as esto ya está decidido. P or esto es que te digo
que me gusta que tú estés en las charlas que se van a realizar
próxim am ente, pues de ahí saldrá lo concreto a escala nacio­
nal...” .
Crónicas de la vida bandolera 173

En su respuesta, un tanto confusa en lo que respecta a la


redacción (desde luego menos clara y visionaria que la de “Pedro
Brincos”), "Desquite” señaló ante todo que él entendía “muy
bien” cuáles eran “ los fines de la lucha” . Pero se m ostró particu­
larm ente desconfiado de los jefes urbanos que hablan de “revolu­
ción” , seguramente por el impacto negativo que en él habían
dejado los gamonales tradicionales del liberalismo oficialista,
bajo cuya dependencia había iniciado su carrera. Dijo que, en
verdad, su lucha hasta ése m omento, había sido “ totalm ente
aislada” y que “ ese aislamiento no se debe a nosotros” y mencio­
naba, de paso, el “ caso de los miembros de un com ando nacional
que debieron llegar a estas m ontañas a traer una voz de aliento,
cosa que eleva la m oral del cuerpo guerrillero” , pero que este no
se realizó y no veía cómo se podía hacer una revolución con
palabras o papeles. Sin embargo, su actitud general hasta ese
m omento, aunque desconfiada, permitía entrever una cierta sim­
patía hacia quienes abogaban p or el replanteamiento de la lucha:
“ pues una comición de esa directiva que llegase asta estas m onta­
ñas con algún mensaje de lucha sería cosa esencial” . Pero manifes­
taba, sin rodeos, que “ a la reunión no podemos asistir” po r
cuanto (según él, "Pedro Brincos” sabía) la situación estaba mal
por allá “ y el personal no se puede abandonar un solo m om ento” .
Le contó luego que había tenido serios problemas con "Sangrene-
gra”, con quien llegó a estar dividido, “pues su gran persona se
puso al servicio de la oligarquía” , pero que, tras una lucha
denodada, logró “ conquistar esa gente que estaba extraviada” .
Le reiteraba la afirm ación de que tenía bajo su m ando 60 hom ­
bres arm ados “y más de mil integrados claro que no en arm as
pero sí listos para algún caso apurado, que muchos de ellos salen y
luego vuelven a sus labores” .
Efectivamente, las discrepancias con “Sangrenegra" (pero no
sólo con éste, sino con “Tarzán”), habían sido profundas... Y, la
verdad, es que no obstante el origen común de estas cuadrillas, o
al menos de sus jefes, su evolución había sido diferente. Y cuando
se presentó el enfrentam iento, las diferencias esenciales quedaron
claras. Ya hemos dicho que “Pedro Brincos" m ostraba tener
muchísimo más clara motivación social en sus acciones.
174 Pedro Claver Téllez

En cambio, “Sangrenegra” y “Tarzán” eran, según el resultado


de sus acciones, típicos vengadores. Según cuentas, hasta ese
momento, el despiadado criminal había dado muerte a cerca de
cien personas, muchas de las cuales le pidieron, arrodilladas, que
no los m atara. Su respuesta, que ilustra perfectamente su ca­
rácter, era siempre: “¿Acaso con mi familia y mis amigos tuvieron
compasión?”. Se sabe, por ejemplo, que por esos días en el asalto a
una finca denominada “ La Alcancía” , situada en Tierradentró,
jurisdicción del Líbano, “Sangrenegra" exterminó a una familia y
se llevó consigo un niño de doce años, Julio César Campo Villa,
quien se salvó milagrosamente por sü intervención. “ Déjenlo
q u ie to —ordenó— No le hagan nada que más adelante puede
sernos útil” . Lo obligaron a irse con ellos. Al cabo de algunas
horas, los forajidos tem plaron las carpas, hicieron de comer y se
acostaron. Pero después de un rato, “Sangrenegra” llegó hasta el
sitio donde tenían a Julio César am arrado y le dijo: “ Te voy a
dejar libres las muñecas. Pero no intente escapar porque mi orden
es que lo fumiguen y si no lo hacen ellos yo mismo te colgaré de un
árbol” . Más de un año duró con ellos. Les sirvió de cocinero, de
m andadero y de campanero. Pero una noche, “Sangrenegra” se
lo llevó consigo. “Tienes que ir aprendiendo a trabajar” , le dijo y
al cabo de mucho cam inar llegaron a un casa y empezaron a
golpear las puertas y las ventanas con violencia. El resultado fue
terrible. Esa noche “Sangrenegra" y su banda eliminaron a una
familia completa de diez personas. Sólo quedó un niño con vida.
“ Entonces el capitán “ Sangrenegra —confesó después Julio
César—, me pasó el revólver y me dijo que lo despachara. Cogí el
arm a con las dos manos, porque pesaba mucho, y como sentí
miedo y lástima por esa criatura, el capitán “ Sangrenegra” se me
quedó mirándome y me dijo más de cinco veces: “ A p r e ta d
gatillo, mocoso cobarde, o te m ato” . Como el vio que yo no le
hacía caso, se puso bravo, sacó una peinilla y me golpeó en la
cabeza.-Sentí mucho dolor y me salió sangre. En medio de la
confusión se me salió un tiro. El niño cayó al suelo, yo no sé si
alcancé a herirlo, pero lo que sí recuerdo es que ‘iSangrenegra" se
le acercó, sacó el machete y le cortó la cabeza. Luego dijo:
“ Vámonos, muchachos, aquí no hay nada más que hacer” . Para
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Facsímil de la cédula de "Sangrenegra


176 Pedro Claver Téllez

su fortuna, días después, lo envió a llevar una carta a un amigo


que tenía en L íbano y con once pesos entre el bolsillo, tom ó un
bus y escapó a Ibagué.
Increíble tratándose de un bandolero, pero hechos com o este
sacaban a “Desquite" de casillas. O peraban en el m ism o territo­
rio y no iba a perm itir que estas cosas prosperaran, pues estaba de
por medio su nom bre que pro cu rab a m antener lim pio. Pero lo
que indudablem ente m ás lo exasperaba era la proclive tendencia
dé los secuaces de " Sangrenegra” y "Tarzán” a com eter abusos
sexuales con las mujeres (sobre todo m aestras rurales) que secues­
traban. “Desquite” era, en cierta form a, un vengador, pero nun­
ca, durante la prim era etapa de su vida bandolera, se le atribuye­
ron ese tipo de bajas pasiones. H ab ía volcado todo su entusiasm o
en una lucha honesta y abierta contra el sistema y era su propósito
m antener u n a im agen de p rotector y benefactor que se m anifesta­
ba, a veces, en su renuencia a reconocer la participación en hechos
que no habían sido enteram ente de su parecer o que habían
escapado a su control. C item os, p o r vía de ejem plo, la m asacre de
“ T o ta rito ” , en límites entre Santa Isabel y Líbano, com etida p o r
" Sangrenegra” en asocio de “Tarzán” en la que tam bién se lo quiso
com prom eter en obtusos com unicados de prensa em anados del
Batallón P atriotas y la Sexta Brigada que los diarios reprodujeron
con despliegue. L a m asacre de “ T o ta rito ” fue, en el concepto
general, uno de los hechos de violencia m ás espantosos de que se
tuviera noticia en la historia del Tolim a. Al h o rro r que la m asacre
despertó se sum ó, un poco m ás tarde, la noticia de que esta había
sido patrocinada p o r un acaudalado hacendado de la parte alta de
Santa Isabel y A nzoátegui quien pagó a “Sangrenegra” la sum a de
cuarenta mil pesos en venganza p o r la m asacre de “ El Placer”
com etida cerca de cuatro años atrás p o r el "Cabo Yate” y su
cuadrilla de “ p á ja ro s” a sueldo. Lo cierto es que ante la avalancha
de sangre y abusos sin objetivos claros que “Sangrenegra” y
“Tarzán” iban dejando a su paso (y que a la luz pública tam bién
com prom etían el nom bre de “Desquite”), este concibió la idea de
entrevistarse con ellos. “ N o es cosa de tiros —les escribió en una
esquela— . sim plem ente quiero poner en claro algunas cosas y
establecer ciertas condiciones que nos convienen a todos. Somos
copartidarios, m ilitam os en las filas del M RL, de m odo que
debem os actu ar coordinadam ente y con disciplina” .
Crónicas de la vida bandolera 177

La reunión tuvo lugar días después y en ella logró “Desquite”


avances muy notorios. No sólo convenció a “Sangrenegra” y a
“Tarzán” de que abandonaran propósitos similares a los de
“ T otarito” sino que dejó claro ante ellos que el verdadero camino
a seguir era la reunificación de las fuerzas con objetivos muy
claros y perfectamente discutidos de antem ano y que las propues­
tas de " Pedro Brincos” , con quien se había estado carteando,
eran dignas de estudio y consideración con las salvedades que él
había consignado en su carta de respuesta. “ A mi modo de ver
—le dijo a “Sangrenegra”— , hay cosas mucho más im portantes
que debemos lograr. Una de ellas —agrego— es hasta qué punto
las propuestas del padre Raúl López nos convienen” . Y era que,
efectivamente, desde tiempo atrás el padre López, cura párroco
de A rm ero, venía actuando como m ediador entre las cuadrillas y
la Sexta Brigada en busca de un cese de hostilidades^ “Vale la
pena reunim os con “Pedro Brincos” —anotó “Desquite”— y
llegar a una conclusión al respecto. ¿No le parece?” . “Sangrene­
gra” aceptó. La segunda reunión, esta vez entre los cuatro jefes, se
llevó a cabo tres semanas después y en ella acordaron, básicamen­
te, que era necesario el retiro del ejército a cambio del cese de
hostilidades. El cura López llevó el mensaje a la Sexta Brigada
pero, obviamente, la Brigada no aceptó. N o porque no quisiera
sino porque cuando se reunieron con vistas a analizar la propues­
ta intervino tam bién la decisión de un conocido dirigente político
del Líbano, quien se interesó para que no continuasen los contac­
tos del sacerdote y “Desquite" porque, según él, este tipo de
negociaciones “perjudicaba su actividad política” en la zona.

La negativa de las autoridades civiles y militares tuvo como


efecto la inm ediata unificación de las cuadrillas. Los cuatro hom­
bres se dieron cita en un lugar de Las Rocas de Santa Teresay allí
convinieron “trabajar en llave” para frenar las tentativas del
Ejército y la Policía que no habían querido aceptar sus propues­
tas. Una noche, avanzaron a campo traviesa sobre el corregimien­
to de G uayabal, municipio de Arm ero, y se tom aron la hacienda
“ El Jard ín ” . El m acabro resultado de esta incursión combinada
les dio pie para una empresa aún peor. En la m añana del 12 de
abril de 1962 en el sitio denom inado “ El Taburete” , en la carrete­
178 Pedro Claver Téllez

ra L íbano-Santa Teresa, una num erosa cuadrilla calculada en


ciento veinte hom bres, al m ando de “Desquite" , pero en la que
tam bién iban " Sangrenegra”, “Tarzán” y “Pedro Brincos” , em ­
boscó un convoy m ilitar y tras u n a lucha desigual y a rtera dieron
m uerte a diecinueve soldados y dos civiles, se apoderaron de las
arm as y el equipo de radio que estos p o rtab an y dejaron notas
desafiantes al B atallón Patriotas y a la Sexta Brigada. El éxito de
la operación, recibida con estupor en los m edios castrenses, tuvo
varios efectos. En prim er lugar, “Desquite” que la había com an­
dado, se convirtió, de la noche a la m anaña, en el indiscutido
estratega de las cuadrillas y “Sangrenegra” y “Tarzán”, quienes lo
habían secundado, aceptaron su papel de segundones. N o ocurrió
lo mismo con “Pedro Brincos”. No lo envaneció. A ntes, p o r el
contrario, en una nueva tentativa p o r cam biar la m entalidad de
sus ocasionales com pinches, propuso una serie de condiciones
que tenían que ver, sobre to d o , con la búsqueda de mejores
relaciones de las cuadrillas con los cam pesinos, a través de prácti­
cas aparentem ente intrascendentes com o el pago de la com ida en
los sitios que solían frecuentar en sus desplazam ientos, la asigna­
ción de sueldos a los m uchachos con el fin de elim inar el m anejo
gam onalesco de las finanzas p o r parte de los jefe sy d e poner freno
al simple despojo bandoleril com o mecanismo p ara asegurar la
subsistencia. M ás la propuesta, que tuvo eco e n 'lo s m andos
medios y é n tr e la soldadesca, no fue bien recibida p o r los jefes,
especialm ente p o r “Sangrenegra”y “Tarzán”. “Desquite” no se
inm utó, pues a la sazón disfrutaba de un gran prestigio, incluso
entre los jefes políticos locales y regionales del M R L , entre quie­
nes era considerado com o “ un hom bre de confianza” . U na m ues­
tra de esa confianza y del respaldo que éstos le b rindaban, se
aprecia claram ente en el hecho de que en agosto de 1962, días
después de posesionado el presidente Valencia, se suscribe un acta
entre “ D esquite” y elem entos influyentes del L íbano p o r m edio
de la cual el bandido se com prom ete a entrar en conversaciones
con el com ando del ejército p ara que se le de am nistía y se le
facilite trab ajar honradam ente, hecho que es más tarde ratificado
en carta al presidente G uillerm o León Valencia, ofreciendo cola­
b o rar con el ejército a cam bio de la am nistía. Pero com o no hay
respuesta inm ediata a sus peticiones, “Desquite”, desesperado,
envía una ca rta al jefe del DA S del Líbano anunciándole que su
cuadrilla está dispuesta a atacar a la de Pedro C hivara, “ pájaro ”
Crónicas de la vida bandolera 179

al que se le atribuía el asesinato de num erosos campesinos libera­


les. Pero esta, más que una propuesta racional, fue considerada
com o una “ presión política” sobre las autoridades para lograr sus
propósitos de am nistía. ¿Por qué no se la concedieron?
“Desquite” y los dem ás em pezaron a d a r palos de ciego.
Com o la presión de los m ilitares aum entaba, necesitaron, com o
es obvio, reforzar sus cuadrillas y esto exigía más dinero y m ás
arm as. La incóm oda situación los obligó, incluso, a enganchar
m ujeres y desde entonces, adem ás de R osalba, su am ante, quien
siem pre estaba en la pelea, cinco mujeres m ás em puñaron las
arm as en la cuadrilla é t “Desquite”. D entro de este proceso, el
intrépido jefe bandolero no tuvo o tra alternativa que aum entar y
diversificar los “im puestos forzosos a los finqueros” . El boleteo
aum entó en form a considerable. No com o antes cuando circula­
ban “boletas” escritas en form a caballeresca pidiéndole al hacen­
dado “ com o hom bre hum ano y liberal... u n a pequeña ayuda que
espero llegue a mi poder lo más p ronto posible” , sino con tácitas
am enazas com o “ de no ser posible prefiero que no me ayude y
dejar las cosas com o están, p o r cuenta m ía” . La m ayor p a rte de
las “ boletas” am enazantes revelaban, p o r o tra parte, el com ienzo
de una sutil divergencia con los adm inistradores de las fincas de
los grandes hacendados. “ T am bién quiero pedirle el favor de
destituir al adm inistrador... ya que él le dijo a usted que yo había
estado en esa hacienda y que había robado unas arm as” . A cusa­
ción que “Desquite” rechazaba de plano aduciendo que no se
valía de “ cosas tan sínicas” . Y p a ra rem atar, advertía: “ así que
p a ra no tener líos sáquelo de allí” , de lo contrario “ m añ an a se
roba un m undo de café y te d irá que fui yo el del ro b o ” .
L a situación era, pues, difícil y esto em pezó a inquietar a los
finqueros. P ara ellos, este tipo de cosas era un signo inequívoco de
la degeneración de su lucha. H abían llegado al colm o. Pero p a ra
los cam pesinos paupérrim os era una m uestra de que "Desquite”
em pezaba á ponerse de su lado firm em ente, p o r encim a de las
fronteras partidistas o, p o r lo m enos, del lado de los cam pesinos
liberales a pesar de los hacendados de su propio partido.
Y cuando la situación em peoró y “Desquite” com enzó a
percibir el desgano de sus contribuyentes ricos, se apresuró a
distribuir u n a ho ja volante en su fortín de Santa T eresa p a ra
evitar que los infundios crecieran com o la yerba. En la hoja
180 Pedro Claver Téllez

volante, p o r obvias razones no escrita p o r “Desquite”, esta afir­


m aba orgullosam ente...
“Las gentes de estas regiones simpatizan conmigo no por
tem or sino porque siempre m e he preocupado por el bien de las
regiones, solucionando muchos problemas dentro del campesi­
nado. Tengo absoluta confianza en los moradores, inclusive
ellos m e han pedido no alejarme de ellos... M i gente está en la
misma situación, ellos también han sido llevados a esto por
impactos tremendamente dolorosos... máximo cuando son jó ­
venes que apenas empiezan la vida. En nombre del pueblo
guerrillero y el mío propio mis agradecimientos”.

Prevalido de ese tácito apoyo popular, al que se sum aban


frecuentes súplicas de acción co n tra los “p ájaros” y conservado­
res rasos, “Desquite” em bistió con más bríos. “Pedro Brincos”
trató de frenarlo. T am bién a “Sangrenegra” que no se le quedaba
á la zaga. Pero los dos term inaron p o r ünirseco n tra las pretensio­
nes de “Pedro Brincos” al que ah o ra consideraban un eslábón del
com unism o en aquella región. D ecían que “Pedro Brincos” era
amigo y seguidor de Fidel C astro y que andaba con p ropaganda y
libros com unistas repartiéndolos entre la gente. Sus prosélitos
vestían al estiló m iliciano cubano, en fin, “Pedro Brincos” no era
una ficha muy bien vista en la región. Pero “Pedro Brincos” no
dio el brazo a torcer. Se valió entonces de una supuesta disidencia
com unista p ara tra ta r de ganarse a “Sangrenegra” en un últim o
desesperado esfuerzo p o r m antener el control, pero sus emisarios
estuvieron a p u n tó dé m orir en sus m anos. El baño de sangre se
extendió p o r todo el departam ento. Entre octubre de 1962 y
diciembre del año 63, se contabilizaron a "Desquite", “Sangrene­
gra" y " Tarzán” treinta y cinco asaltos y po r lo m enos seiscientos
m uertos, entre los cuales cabe precisar lo ocurrido en sólo dos de
ellos p ara ver h asta qué punto fueron m acabras y horripilantes
sus “ hazañas” .
El 18 de diciem bre de 1962, “Desquite”, a la cabeza de p o r lo
m enos cincuenta secuaces, entre los cuales se contaban cinco
m ujeres, atacó el puesto de policía de El H atillo, M ariquita,
dando m uerte a su com andante y tres carabineros más. Las
mujeres no participaron en el asalto. “Desquite” las dejó cuidan-
Jacinto Cruz Usma “ S a n g r e n e g r a ” con su novia María Lola Galvis. Esta
fue una de las últimas fotos tomada a la pareja.
182 Pedro Claver Téttez

do la “ caleta” que habían arm ado muy cerca de allí la noche


anterior y tam bién para que ejercieran vigilancia sobre la entrada *
o salida de vehículos militares. Así se hizo. Pero ocurrió lo
inesperado. “Desquite”, confiado, se aventuró por los alrededo­
res en busca de gente para robarlos, las mujeres n o “ pistearon”
durante todo el tiem po la carretera y un volquete m ilitar penetró
en la zona, enfrentó con suerte algunos de sus hom bres a los que
eliminó en rápida acción. Repuesto del encuentro, el ejército
cayó sobre la “ caleta” llena de mujeres, al frente de las cuales
estaba Rosalba Velásquez, su m ujer, y abrió fuego sobre ellas. La
sorpresa fue grande. Rosalba tom ó su subam etralladora M adsen
y cubrió la retirada de sus com pañeras, con tan m ala suerte que
cuando intentaba escapar p o r una cañada fue sorprendida p o r un
soldado atrincherado detrás de u na piedra, herida levemente y
llevada con ellos como un preciado trofeo. La captura de Rosalba
Velásquez fue un duro golpe p ara “Desquite”. Pero el destino le
reservaba una compensación. Pocos meses después, durante un
paseo a El Incencial, en las estribaciones del Nevado del Ruiz,
“Desquite" conoció a una m ujer excepcional. Se llam aba M auna
Patojo. Era una indígena guahíba, bajita com o él, de piel canela,
ojos vivaces y el cabello azabache, largo, que le chorreaba sobre la
espalda. H acía pocos meses se había establecido en M urillo, en
casa de unos amigos, donde ayudaba en los menesteres dom ésti­
cos. Tenía escasos veinte años, pero ya había soportado u ñ a d u ra
prueba de fuego. N atural de Pitalito, H uila, donde sus padres se
establecieron después de una larga y m onótona m igración desde
los Llanos Orientales, vio asesinar a sus familiares a m anos de una
cuadrilla que rondaba esa población huilense cinco años atrás.
Sola, sin más pertenencias, que una m uda de ropa, M auna espió
la hora de vengarlos. Y así ocurrió. Cinco meses después, tam bién
sin la ayuda de nadie, se enfrentó a los asesinos de sus padres
dejándolos sin vida y huyó al Tolima. Tenía una meta: enrolarse
en una cuadrilla. Un día en H onda, recién bajada del bus, supo
que “Desquite" com andaba una poderosa cuadrilla p or los lados
de M urillo y Santa Teresa y hacia allí se encam inó. Y allí vivía
desde hacía dos años, indecisa de sus propósitos y trabajando de
sol a sol, com o una esclava. H asta que un día, supo que p o r ahí
cerca, en El Incencial, estaba “Desquite” y hacia allí se encaminó
con sus amigas. “Allí conocí a William —reveló m ucho tiempo
después— . Nos com prendim os y desde ese día me hice el propósi-
Crónicas de la vida bandolera 183

to de seguirlo aunque fuera sacrificando m i vida. E n mi hogar, el


que desafortunadam ente dejé, tenía to d o cu an to deseaba, pero en
el corazón no m anda ni uno m ism o” . Y con “Desquite” se fue a
co m p artir los sobresaltos del vivac.

El nuevo año de 1963 cam bió el pan o ram a radicalm ente1. El


ocho de enero, num erosos habitantes del L íbano enviaron u n
telegram a al presidente Valencia, que apenas llevaba seis meses de
posesionado, en él cual notificaban que dab an treinta días de
plazo al B atallón P atriotas p ara que pacificara la región, de lo
contrario encargarían de esa m isión a “Desquite”. Era un telegra­
m a insólito. Pero la insólita exigencia cíe los libaneses no era la
única. Similares pedidos le hacían al gobierno central desde varias
partes del p aís. Según éstas exigencias, se tenía la im presión de que
había un a activa com plicidad entre el ejército y los bandoleros (o
p o r íb m enos de algunos sectores de la institución m ilitar), pues
com o suele ocurrir en largos períodos de guerras internas, miem­
bros del ejército term inan involucrados en el com ercio de arm as
con sus propios adversarios y a veces h asta abrazando la causa de
estos.

1. De aquí en adelánte, y por un largo tramo, la vida de “Desquite” se


complica y se ahonda. Merece una más profunda investigación, tarea que espero
redondear en el futuro. Va, por ahora, este texto primigenio. Debo mucho
a Gonzalo Sánchez y Donny Meertens y su maravilloso libro “Bandoleros,
gamonales y campesinos” . No los cito al pie de la letra sino que entrevero sus
conceptos con los míos y los de otras personas para evitar a los lectores tener que
recurrir a los pies de página. Tácito no cita, sino muy rara vez, la fuente a lo largo
de sus relatos históricos y llegó a la osadía de transcribir, en forma indirecta,
parlamentos enteros o, sencillamente, de inventarlos. Eso sucede sólo cuando se
llega a una profunda compenetración con el tema. Por eso, esto, no deja de ser
historia. Durante mi larga investigación sobre Efraín González, (experiencia de
documentación y de campo), llegué a la conclusión de que todo lo que sabemos
se lo debemos a quienes desde tiempos atrás han venido poniendo su granito de
arena en la.vasta empresa de reconstruir un episodio verdadero del pasado. Yo
agradezco muchísimo a Sánchez y Meertens y públicamente quiero renovarles
mi admiración por su trabajo. Su libro es una visión histórico-antropológica de
la vida bandolera; - ,
184 Pedro Claver Téllez

El presidente V alencia convocó, pues, un consejo de m inistros


y adoptó una serie de m edidas especiales, entre ellas la rem oción
de los jefes m ilitares encargados de la tarea pacificadora y otorgó
plenos poderes al coronel José Jo aq u ín M atallana, com andante
del B atallón C olom bia, m edidas con las cuales se buscaba rom per
la generalizada creencia de la corrupción de las fuerzas m ilitares.
Así se hizo. M atallana, cum pliendo ah o ra instrucciones del go­
bierno, que, entre otras cosas, había decidido cam biar de táctica
frente a la relativa tolerancia que se había m antenido con los jefes
políticos regionales, tuvo que ab o rd a r m últiples aspectos de la
situación: m oralización de los m andos m edios del ejército, an ta­
gonism o de los gam onales y despiadado castigo a la población
rúral que protegía a los bandoleros.
El segundo factor de desestabilización del “ im perio bandole­
ro” fue, en ei T olim a, la audaz decisión del presidente Valencia de
n om brar gobernador al principal gam onal y jefe político del norte
del T olim a (blanco es, gallina lo pone...), logrando inicialmente
con ello la neutralización del soporte sem iinstitucional de los
bandoleros y luego u n a m ilitante cooperación de éste en la reali­
zación de los planes del gobierno central. El cargo le ofrecía,
adem ás, la posibilidad de desem barazarse de una cierta com pe­
tencia política que con respecto a él ejercían a h o ra lo s bandoleros.
Estos habían acum ulado, en efecto, un poder m ilitar y político
que podía poner en peligro la a u to rid ad y capacidad de m aniobra
electoral de los gam onales, posibilidad nada rem ota, dado el
rum bo incierto en objetivos que era fácil advertir en los principa­
les jefes de cuadrillas. U na clara evidencia de ello la dio el propio
"Desquite” en febrero de 1963 cuando, al tom arse elp u e b lo de El
H atillo, un día de m ercado, pronunció un discurso en la plaza
central en el cual se proclam ó jefe civil y m ilitar de la región e
invitó al pueblo a apoyarlo.
Pero el “ im perio bandolero” en el norte del T olim a tocaba a
su fin. A sediados p o r el ejército, desprotegidos políticam ente
(inclusive p o r el M R L, que ya entraba en proceso de ablanda­
m iento) y con crecientes problem as p a ra su abastecim iento (ya los
hacendados tam poco soltaban dinero, ñi siquiera a la fuerza),
“Desquite” y “Sangrenegra” reaccionaron con desesperación.
C am biaron el escenario p a ra sus acciones, cada vez m ás sangui­
narias y orientadas hacia el pillaje, el despojo de hum ildes labrie-
Crónicas de la vida bandolera 185

gos, y algo que tuvo un impacto profundamente negativo en elmundo


rural: la violación de maestras, hijas y esposas de los campesinos
pero, por sobre todo, la decapitación de niños. Estos hechos
tornaron difíciles las relaciones con los campesinos y éstos volca­
ron todo el apoyo que antes le daban a las cuadrillas en favor del
ejército. Surgieron los colaboradores forzosos o voluntarios de la
tropa. Vino la retaliación, prim ero en zonas distantes de su centro
de operaciones y luego allí mismo. No les quedaba otro camino
que huir de allí. Y así ocurrió. En adelante, “ Desquite” y “ Sangre-
negra” (en cuya banda ahora militaba “Tarzán”) m ontaron su
centro de operaciones en regiones aledañas a la Cordillera Cen­
tral, en los límites.con el Viejo Caldas. Y lo que siguió fue el colmo
del horror.

El cinco de agosto de 1963, en el sitio denominado La Italia, el


oriente de Caldas, en límites con el Tolima, sobre la carretera que
conduce dé La Victoria a M arquetalia y M arulanda, "Desquite”
asaltó dos volquetas oficiales, una camioneta y un bus intermuni­
cipal de la empresa Arauca, causando la muerte (por demás
desastrosa) a treinta y nueve personas, entre ellos veinticinco
trabajadores del Ministerio de Obras Públicas. Los restantes
eran aterrorizados pasajeros de la camioneta y el bus. Todos
fueron víctimas de garrotazos en la cabeza y otras partes del
cuerpo y luego decapitados. Fue tan terrible el impacto de este
hecho sobre la atem orizada población campesina de esta región,
de mayoría conservadora, que desde ese día (y ante la ineficiencia
de los militares) se organizaron en “comités de autodefensa” para
evitar la repetición de casos semejantes. Después del asalto, “Des­
quite” y su cuadrilla, en la que se contaban cuatro mujeres,
huyeron con rumbo al cerro Lumbí. El desplazamiento se hizo a
pie. Atemorizados campesinos de los riscos y estribaciones de la
Cordillera Central; los vieron desfilar frente a sus narices y pudie­
ron com probar que al frente de ellos iba; una jauría de perros
pastores alemanes perfectamente adiestrados para detectar los.
movimientos de la tropa. Algunos de ellos, fueron enganchados, a
la brava, como guías. Al cabo de una larga travesía, “Desquite” y
su gente se ocultaron en lo más empinado del cerro, en amplias
cuevas, suficientemente grandes como para albergar un pelotón
186 Pedro Claver Téllez

de soldados o una banda completa, según el decir de las gentes.


"Desquite” distribuyó allí estratégicamente sus hombres. Colocó
en cada uno de los. escondites a varios centinelas, acompañados
de perro, perfectamente adiestrados para detectar a la tropa que,
según él no demoraría en seguirlos, y debidamente equipados con
anteojos de campaña y espejos para dar aviso con sus reflejos en
caso de emergencia.

Doce horas después del asalto (y cuando “Desquite" estaba


bien apertrechado en el cerro Lumbí), un piquete de la inteligen­
cia militar localizó el refugio, mediante la colaboración de los
campesinos. El ejército, al mando del coronel M atallana, inició
una operación de ataque por aire y por tierra. Pero la operación
aérea falló, pues la altura y las nieves perpetuas dificultaron el
empleo de equipos de radio y de persecución en helicóptéros. En
la operación a pie el ejército se vio obligado a utilizar como guías
policías y civiles de las inspecciones vecinas al lugar. Estos, como
los bandidos, se vieron también favorecidos con la existencia de
cuevas semejantes. Pero como estas operaciones se vieran frustra­
das, en los días siguientes el sector fue bombardeado por la
aviación. No sólo para causar supuestos destrozos a la cuadrilla,
sino para facilitar el avance de la infantería. El lunes siete de
agosto se bom bardeó un área de dos kilómetros, pero nunca se
supo si esto fue efectivo, pues el cerro Lumbí, sitio donde se
encontraba la banda, tiene más de cien kilómetros cuadrados de
selva. En días posteriores, y ante,la ineficacia de las operaciones
anteriores, el ejército utilizó un viejo sistema que fue puesto en
práctica durante la guerra de Corea: validos de armas especiales
lanzaron napalm sobre el cerro. Las gentes que lograron presen­
ciar este espectáculo jam ás lo olvidarán. Durante varios días in­
mensas nubes de humo, que se confundíancon la neblina, opaca­
ron el lugar. El ejército cantó victoria e hizo correr la bola de qúe
“el imperio de ‘Desquite’ había sucumbido” . Pero la operación
fue ineficaz. La operación-del cerro Lumbí resultó un fiasco.
“Desquite" y los sobrevivientes de su grupo, entre los cuales se
contaba M auna Patojo, a quien se la vio peleando, hombro a
hombro, con su marido, emprendieron la fuga hacia la Cordillera
Central. Escaparon al cerco y se refugiaron de nuevo en Santa
Crónicas de la vida bandolera 187

Teresa, su más preciado fortín y donde aún contaban con valiosos


auxiliadores. Y hasta allí le llegó, una tarde, la noticia de la
m uerte de “Pedro Brincos”. Supo que éste había sido abatido p o r
unidades del Batallón C olom bia en “ La isla” , jurisdicción de
Lérida, cuando se encontraba en com pañía de un estudiante de la
Universidad Jorge T adeo Lozano. La m uerte de “Pedro Brin­
cos”, así com o la de “Chispas”, ocurrida meses atrás en el Quin-
dío, fue el principio del fin para este tipo de bandoleros.
Sí, Santa Teresa seguía siendo el refugio ideal. Pero la ya débil
actitud de los cam pesinos frente a los bandoleros se resolvió en
favor de los m ilitares. L a razón fue sencilla. “Desquite” y “ San-
grenegra” , con el objeto de neutralizar a forzosos o voluntarios
colaboradores de la tro p a, em prendieron en los prim eros días de
septiem bre de ese año, sangrientas operaciones de retaliación en
la zona que había sido su más constante refugio. En M urillo, en
V illaherm osa, inclusive en la misma región de Santa Teresa,
asesinaron sucesivamente a nueve cam pesinos que consideraban
delatores. Su error fue enorm e. C uando más necesitaban de la
solidaridad y protección cam pesina de su zona, actuaron en
form a que tam bién allí em pezaron a ser vistos com o verdugos. Y
po r estos crím enes, acom pañados en días posteriores de una
audaz “ propaganda negra” que los desfavorecía, el ejército supo
que “Desquite” y "Sangrenegra” no estaban diezm ados, com o
todo el m undo, y ellos m ism os, creían.
El ejército, aprovechando el desprestigio que este tipo de
acciones producía, reinició una ofensiva en m últiples planos.
Sánchez y M eertens lo describen y analizan muy bien. Im pusieron
un severo control de los víveres que iban de la ciudad al cam po,
especialm ente a Santa Teresa; se im plantó el uso de salvoconduc­
tos p ara tran sitar por la región, el toque de queda de las siete de la
noche a las cinco de la m añana; se prohibió el juego de tejo,
deporte m uy p opular en la zona, ya que, según el ejército, los
bandoleros utilizaban la pólvora p ara anunciar la presencia de la
tro p a en determ inado lugar. Y lo que es más im portante: a la
m anera de otros países (el oeste norteam ericano, por ejem plo),
donde surtió efectos notorios, el gobierno ofreció recom pensas
de cien mil pesos (más de dos millones de hoy en día) p o r cada una
de las cabezas de los jefes bandoleros, especialmente p o r "Des­
quite” y "Sangrenegra”, en hojas lanzadas desde helicópteros que
188 Pedro Claver Téllez

sobrevolaban las áreas rurales del m unicipio de Líbano y simultá^


neam ente, a través de cuñas radiales, se abultaban sus fechorías.
El halago de las recom pensas fue com binado con la más desmedi­
da utilización de la violencia oficial, patrocinada p o r m uchos de
los que habían contribuido a crear la situación que ahora se
com batía. La represión llegó a límites desesperantes p ara los
campesinos inocentes de todo esto que ahora se veían colocados
entre dos fuegos. El carnet y el salvoconducto, se convirtieron en
un dolor de cabeza. Los que no los portaban podían fácilm ente
ser tom ados com o bandoleros po r el ejército. Y los que ios
p o rtab an tam bién, porque las bandas utilizaban tam bién trajes
m ilitares en sus desplazam ientos y los cam pesinos no sabían si
estos eran en verdad m ilitares o simples bandoleros. Era el caos.
La confusión más espantosa. Y este proceso aceleró, com o en los
años cincuenta, el éxodo m asivo á las ciudades y a los pueblos. Lo
que sigue es un episodio p o r dem ás aterrador. En enero de 1964, a
últim a hora y en vista de que los grandes cabecillas bandoleros no
caían, el ejército, al m ando del coronel M atallana, arrem etió
contra el pueblo de Santa Teresa. Sacó de sus cam as, donde
dorm ían pacíficam ente gentes de todas las condiciones sociales,
forzó candados de tiendas y cantinas y arreó con el pueblo entero
a esas horas de la noche, p ara venirlos a b o tar en los potreros de la
hacienda “ La T rin a” , donde confundidos hom bres, m ujeres, an ­
cianos y niños lloraban la am argura de la despiadada persecución
oficial. Este relato no es invento de nadie. C onsta en las páginas
del periódico “Estrella Roja" que se editaba en Líbano p o r aque­
lla época. •

No obstante el hostigam iento de la tro p a y el cansancio entre


los cam pesinos p o r el perm anente tem or a las represalias de unos
y de otros, en el cam pam ento de “Desquite" que, tras la tom a de
Santa Teresa p o r M atallana, se había trasladado a N eira, una
zona segura en límites con Venadillo, reinaba el optim ism o.
A unque bien es cierto su cuadrilla se había m erm ado considera­
blem ente, aún contaba con un buen núm ero de m ilitantes. Se
h ab ía m ancom unado con la b a n d a de " Sangrenegra” y el ínfim o
reducto de “Tarzán" y entre los tres tenían cerca de cincuenta
efectivos. Sin em bargo, los tres tuvieron que reconocer que en sus
antiguos bastiones su presencia ya no era deseable y, p o r el
contrario, peligrosa. V ulnerable. A unque para el grueso dé los
Crónicas de la vida bandolera 189

habitantes y para las mismas autoridades, a pesar de las denoda­


das y arbitrarias campañas de represión, seguían siendo ubicuos e
invulnerables. Se habían convertido en un mito.

Pero los mitos también mueren. El gobierno se inventó una


industria eficaz: la industria de la delación. Y la delación corrom­
pe y saca a flote los más oscuros arcanos. En enero de 1964,
“Sangrenegra”, herido en una emboscada que el ejército le había
tendido, huyó del Líbano para burlar el cerco militar, con rumbo
al municipio de El Cairo, su tierra de adolescencia. En el camino y
con su cuadrilla ya diezmada en el norte del Tolima, pasó por los
municipios de Génova, Calarcá y Pijao, en Quindío, con el objeto
de coordinar futuras acciones con los hombres de " Despiste”, un
reducto de la cuadrilla de '‘Chispas”, y finalmente encontró la
muerte en El Cairo. " Torzón”, prácticamente solo, sin armas y
sin gente, se refugió en las estribaciones del Nevado del R uizy
"Desquite”, hasta ese momento el más boyante en todos los
sentidos, se refugió en Neira, donde contaba con buenos amigos.
Los últimos días de su vida están llenos de detalles significati­
vos que merecen toda nuestra atención. Estaba prácticamente
sólo, como había empezado cinco años atrás. No tenía a su lado
más que tres hombres: Gustavo Avila, alias " V e n e n o Humber­
to López, alias “Peligró”', Alfonso Parra, alias “Pata de Chivo”,
y, desde luego, su mujer, Mauná Patojo. Salvo los dos últimos, a
quiénes había conocido accidentalmente el mismo día, “ Veneno”
y “Peligro” habían sido sus compañeros constantes a lo largo de
su aventura bandolera. Pero los cuatro, incluida su mujer, eran
gente de armas tomar. En más de una ocasión, con sólo esta
compañía, habíá sorteado tremendas dificultades y enrostrado
todos los peligros; Además, los unía una pasión: la música, el arte
de los dioses que, según la leyenda, encadena las almas de por
vida. En ellos obró asi la leyenda. Estuvieran donde estuvieran,
así fuera en la intimidad de una casa campesina, en la soledad de
la montaña, frente al fuego del vivac, nunca faltaron las guitarras,
los tiples, las bandolas y las dulzainas. “Peligro” era, además, un
buen cantante. Su fama de músicos cotizados y oídos no era sólo
prebenda dé la cuadrilla. Trascendió más allá de ellos, hasta el
190 Pedro Claver Téllez

punto de que, en alguna ocasión, alguien comentaba con sorna en


Líbano, que “Desquite” no sólo comandaba una cuadrilla, sino
que dirigía una banda de músicos, una orquesta que era la delicia
de todos, donde estuvieran. La música fue su refugio, su elán, su
evasión. Ella les permitió eludir la tristeza, afianzar la alegría,
com partir el apremio con resignación y coraje. Los instrumentos
fueron sus máximos amigos en la victoria, en el aislamiento, en la
soledad, en la derrota. Le cantaron a los vivos y a los muertos.
Festejaron con música los nacimientos, los bautizos, los matri­
monios y los entierros. Allí donde se oyera rasgar un tiple, pulsar
una guitarra, lamentarse una dulzaina, allí estaban “Desquite” y
sus amigos. Los instrumentos fueron, en definitiva, sus mejores
compañeros en todas las instancias de la vida.
En los últimos días no hicieron otra cosa que huir de un lado
para otro y pulsar los instrumentos a los que arrancaban arpegios
tristes que presagiaban su trágico final. Se habían refugiado en
Neira, en la finca de Federico Rodríguez, uno de sus más fieles
protectores, y sus horas transcúrrían en la ociosidad. La finca,
poco visitada por desconocidos, estaba ubicada en una lánguida
planicie circundada de cerros pequeños. Uno de estos cerros, por
demás estratégico, tenía una cueva y ésta era un laberinto. Siem­
pre fue un refugio ideal. En Neira predominaba la certidumbre de
que no los podrían encontrar. Pero hasta allí llegaron las narices
del delator, en la forma de una mujer. Una tarde de febrero, casi
por la misma época que tendieron la emboscada a “Sangrene-
gra", la mujer, que aparentaba ir de vereda en vereda, de casa en
casa comprando huevos, llegó sigilosamente hasta la casa de
Federico Rodríguez. “Desquite” y sus secuaces estaban en el
patio y allí fueron sorprendidos. Cambiaban la cuerda a una
guitarra. La mujer, sin inmutarse, los reconoció. U na hora des­
pués (serían las cuatro de la tarde), un pelotón combinado de
soldados y policías, rodeó el lugar. “Desquite” y su gente, sin
tiempo para echar manos de sus haberes, se lanzó a una pequeña
cañada y por ella ganaron el cerro. La tropa no demoró en
rodearlos. Les pidieron, a través de megáfonos, que se rindieran.
Nada ocurrió. Arremetieron con fuego graneado de ametralla­
doras, granadas y morteros. Nadie respondió. Lanzaron gases y
llamas a la boca de las cuevas. Pero nadie salió. Llegó la noche.
Un grupo de voluntarios se ofreció para penetrar en la cueva. La
Crónicas dé la vida bandolera 191

tropa esperó inútilm ente su regreso. “ C laro que tiene que estar
ayudado p o r el diablo” , afirm ó después un agente de la policía.

¿Qué ocurrió verdaderam ente? Refugiados en la cueva, “Des­


quite” y sus secuaces, en un acto de tem eridad, acordaron seguir
uno de los socavones del laberinto y p o r él se internaron a la
buena de D ios. N o h ab ía transcurrido una h o ra, cuando divisa­
ron una luz que se filtraba a través de u n a hendidura. E n co n tra­
ron u n a salida, pero estaba obstruida p o r piedras enorm es. C o­
m enzaron a cavar silenciosam ente el terreno en que se sostenían
las piedras y estas fueron cediendo. Súbitam ente, se abrió un
boquete y p o r él salieron a la luz m oribunda del atardecer.
T om aron el cam ino de Venadillo. “Desquite” , desesperada­
m ente, en un acto tam bién tem erario, volvía a la boca del lobo. Y
era porque allí, en el corregim iento de Ju n ín , en la vereda “ Rosa-
cruz” , en la finca “ El P erú ” , vivía un hacendado, uno de los m u­
chos que en otro tiem po fueron sus amigos, y a él acudió en ese ins­
tante de su vida de hom bre acorralado. No era, ciertamente, un sitio
aconsejable. No sólo porque estaba en cercanías del L íbano,
ah o ra m inado de tro p a, sino porque “ El Perú” no le ofrecía
m ayor seguridad estratégica. P o r otra p arte, hacía tiem pos no
visitaba a su am igo Filem ón Sánchez y desconocía sus reacciones.
H abían sido buenos am igos en otro tiem po, inclusive “Desquite”
había salvado la vida de unos de sus hijos, pero los tiem pos
habían cam biado con celeridad. G ozó de la am istad y la protec­
ción de p o r lo menos cien finquef os en sus buenos tiem pos. Pero
ahora era distinto. Y m uchos de los que antes fueron sus cam ara­
das y lo recibían com o a un jefe, le habían dado la espalda y se
habían vuelto encarnizados enemigos. Pero hacia allí se dirigió, a
la buena de D ios, contando con que el recuerdo de la salvación del
hijo de Filem ón fuera un elem ento aú n válido. D ía y m edio duró
la travesía, eludiendo cam inos concurridos, sin d ar la cara a
nadie.

La sorpresa fue grande en “ El Perú” . Filem ón Sánchez los


recibió con extrem adas m uestras de consideración y aprecio, pero
192 Pedro Claver Téllez

no había claridad en sus acciones, ni el brillo de sus ojos era


confiable. Filem ón actuaba con reservas y u n a sonrisa fingida.
Pero los alojó, les dio de com er, tendió los m ejores colchones y
puso en sus m anos dinero y m unición. Pocos días después, sobre­
vino un incidente. Estaban en el patio de la casa y Filem ón,
súbitam ente, le preguntó:
—¿Piensa dem orarse p o r aquí?
—N o s é — le respondió “Desquite”— . T odo... depende.
—¿Depende de qué?
— De la situación. Dicen que esta región está plagada de tropa
y ello dificulta nuestra m ovilización. Mi propósito es replegarm e
hacia el N evado. Pero está lejos. Tengo la im presión de que
persiguen a “Sangre” y a “Tarzán”. ¿Qué opinas tú?
— Si nos atenem os a lo que dice la radio y la prensa, eso es
verdad. La m o ntaña debe estar llena de chulos. Pero oí, antes de
que llegaras, que m ucha gente supone, inclusive el ejército y la
policía, que tú andas por Caldas com o en otros tiem pos. ¿No
crees que hay que alim entar esa idea?
— H om bre, sí — le dijo “Desquite” — . Es una buena idea. Hay
que hacer correr esa bola. Pero... ¿estás cansado con nosotros?
—N o, no. N o es cansancio. Tengo miedo. Suponte que nos
hagan una requisa, que nos sorprendan así, como estam os ahora,
¿Qué será de, nosotros y de ustedes? Mi mujer...
—No seas cobarde, Filem ón. Si vienen los chulos, les harem os
frente. No queda o tra alternativa. ¿Qué; decías de tu mujer?
—Me ha suplicado pedirte que te vayas.
—C obarde, eso sos, un cobarde,
M auna, que había salido de lá cocina en ese m om ento, agregó:
—Sí, este es un nido de cobardes. Misiá M aría no hace o tra
cosa que enrostrarnos el haber llegado hasta aquí. Ya no soporto
ese sonsonete.
— Así paga el diablo a quien le sirve — anadió “Desquite”— .
¿Verdad Filem ón?
Crónicas de la vida bandolera 193

Filemón agachó la cabeza.


—Bueno —dijo “Desquite”— . Hagamos un trato. Vamos a
estar aquí veinticuatro horas más. Al cabo de ellas, veré qué
hacemos, qué camino cogemos. ¿Está claro?
—¿Veinticuatro horas? —inquirió Filemón— Eso es mucho
tiempo. Dicen que el ejército...
— ¡Cállate! —gritó “Desquite"— . Dije veinticuatro horas y eso
es lo que vamos a estar aquí. ¿Hay alguien que no esté de acuerdo?
Nadie abrió la boca. “Desquite” caminó hasta el otro extremo
del patio. M auna corrió a su lado.
—Te tengo una noticia —dijo M auna— Israel Prieto te m an­
da decir que mañana en la noche hay parranda en su casa. ¿Lo
sabías?
Israel'Prieto, alias “Trompeta”, había sido uno de sus com­
pinches más efectivos. Pero hacía varios meses se había margina­
do de la banda por enfermedad de su mujer. Tenía cáncer y le
daban pocos días de vida.
—Sí —le respondió “Desquite” sonriendo—. También sé una
cosa.
La mujer lo miró con aprensión.
—¿Qué?
—Que mañana es tu cumpleaños.
Se abrazaron.
—No me acordaba —dijo ella— ¿Entonces ya lo tenías arre­
glado? ¡i..,...,,;..
“Desquite” no respondió. Se limitó a sonreír con malicia. Al
cabo de unos segundos dijo:
—Todo lo tengo preparado. Pero hace falta una cosa esencial.
Israel tiene un tocadiscos, pero está sin pilas. Y sin pilas no habrá
fiesta y sin fiesta no habrá cumpleaños. ¿No te parece?
M auna hizo una pausa.
—Sí —dijo mirándolo a los ojos—, hay que conseguir las
pilas. Dile a “t/otuzna”. cmpj;aua. nnr aJIcic
194 Pedro Claver Téllez

—No, mujer —respondió "Desquite”— . Yo mismo voy a ir


por la mañana. Mi conciencia me dice que no puedo exponer a la
gente. Yo sé cómo me las arreglo. M añana saldré al camino real y
de tener suerte las conseguiré en la tienda de misiá Ermelinda,en
Quebrada Honda. De no ser así...
—Buena idea —anotó M auna— Antes aprovecharás para
traerme una hebilla. Mi pelo está insoportable así suelto. ¿No
te parece?
—Veremos, mujer.
Ya con la noche se fueron a dormir. Al amanecer del otro día,
domingo, "Desquite” se acercó a la cama de Filemón, que aún rió
se había levantado. ^ -
—Gracias por todo, querido amigo —le dijo— Perdone el
incidente de ayer. A partir de este momento podrás estar tranqui­
lo. - - ■"
"Desquite” estrechó la mano de Filemón y luego la de su
mujer. '
—Tiene usted razón —dijo a la mujer— tal como están las
cosas no vale la pena arriesgar la vida por el amigo de ayer.
¡Adiós!
Filemón se enderezó sobre la cabecera de la cama.
—¿Y cuándo será la vuelta? —preguntó Filemón.
—No sé si habrá vuelta —anotó “Desquite”— Hace varios
días la muerte me ronda. Buena suerte, amigos queridos.-Perdonen
ageste hermano descarriado. 3n_
Y salió. M inutos después, con sus escasas pertenencias, "Des­
quite" y su gente tomaron el camino de Quebrada Honda. En El
Ensenillo se separaron. "Peligro” y "Pata de Chivo” se quedaron
eñ el rastrojo con la orden de esperar su regreso ."Veneno”, por el
contrario , tuvo licencia para "echar una mano de tejo en El Ense­
nillo". Era una norma que ios hombres a su servicio se tomaran
un descanso, “ echaran una cana al aire” . Y "■Veneno” había
trabajado mucho en los últimos días. De modo que en su compa­
ñía se acercaron a una tienda caminera para refrescarse la gargan­
ta. Mientras echaban pico a la botella, M auna volvió a insistir
sobre la hehüla. ’ ■ • ■
Crónicas de la vida bandolera 195

—N o olvides m i encargo.
— ¡Qué se me va a olvidar!
"Desquite” salió al cam ino real. Segundos después se topó
con el cam pesino del transistor y allí sostuvo el diálogo que
transcribíam os al comienzo de este relato. ¿Qué pasó con el
cam pesino? Lo que tenía que pasar...
P or el cam ino cayó en cuenta que había hecho trato con el
peligroso bandolero José W illiam Angel A ranguren, alias “Des­
quite” y que p o r éste ofrecían una cuantiosa suma. B astaba sólo
con “ so p lar” dónde se encontraba para hacerse m erecedor a la
recom pensa. El cam pesino, cuyo nom bre nunca se conoció, po r
obvias razones, desechó cualquier o tra preocupación, inclusive
las de tipo sentim ental, y se fue derechito al cuartel de la Policía de
Venadillo. Poco tiem po más tarde, a la cabeza de una patrulla,
sirvió de guía, recontando los pasos, sobre el refugio de “Desqui­
t e Lo encontraron dorm ido, p orque “Desquite”, agotado por el
ham bre y m uchas noches de insom nio y de parranda, se había
tendido bajo el yarum o y se durm ió com o un niño. E staba recos­
tado contra el yarum o, con el som brero echado sobre los ojos.
Serían las tres de la tarde cuando lo despertó el bullicio de la tro p a
que lo tenía rodeado. D espués oyó que le gritaban a través del
megáfono:
— ¡Ríndase! ¡Está rodeado!
“Desquite” se levantó el som brero lentam ente y vio que un
civil, el hom bre del transistor, lo señalaba diciendo:
— ¡Es él, sí, es él!
Entonces se puso de pie y subió las m anos com o se lo exigían a
través del m egáfono. Se quedó viendo, estupefacto, al cam pesino,
m ientras parpadeaba, com o si estuviera recordando una pesadilla
y apenas atinó a decir:
—¿Y el transistor? ¿Y las pilas que le encargué?
U na descarga cerrada fue la respuesta. H oras después, ese
mism o día, cayó la tro p a sobre El Ensenillo y allí sorprendió a
“Veneno” y a M auna. Los dos fueron dados de baja al o poner
resistencia. H oras más tarde, un soldado m ató, cuando escapaba,
al últim o de los com pinches, “Peligro”.
196 Pedro Claver Téllez

Ese m ism o día, el cadáver de “Desquite”■■■fue trasladado en


helicóptero a Ibagué y expuesto a la m irada de todos los habitan­
tes. N unca antes, en esa ciudad, había desfilado tan ta gente frente
al cadáver de un bandolero.
UN NARCOTRAFICANTE
CONDECORADO CON LA
CRUZ DE BOYACA
(H isto ria ín tim a de E velio B u itra g o Solazar, e l m á s
im p o rta n te cazabandidos en lo s anales de la vida bandolera
d e l país).
En 1965, Evelio B uitrago Salazar era el suboficial del Ejército
más fam oso de C olom bia. Em ulo de B at M asterson (prototipo
del policía gringo, cuyo valor exaltaban las historietas dibujadas
po r H oggar), Buitrago Salazar, desafiando todos los riesgos,
había desarticulado num erosas bandas arm adas y cazado el m a­
yor núm ero de bandidos en la historia del país.
N o era un hom bre del otro m undo. T enía treinta años, era
bajito y grueso, de ojos claros y m irad a escrutadora. H ab ía
nacido en Sevilla, Valle. Siendo apenas un niño vio asesinar a su
padre. Ingresó al ejército voluntariam ente apenas cum plidos los
18 años. T om ó la determ inación un a tarde, a la salida del T eatro
Aristi, en C ali, donde había visto una película de guerra que
nunca olvidaría: “ G u ad alcan al” , con el m as d uro actor de la
época: Jack Palance. Era lo único que podían hacer los m ucha­
chos sanos de entonces ante la terrible ola de violencia que
azotaba los cam pos y las ciudades. Ingresar al Ejército y curtirse
en sus filas. N o había trab ajo ni posibilidades de estudio. P or eso
no opuso resistencia cuando cayó en la redada que lo reclam ó
p ara el Ejército.
En el B atallón S an M ateo, con sede en Ibagué, “ p ag ó ” el
servicio m ilitar y allí dem ostró singular destreza en el m anejo de
200 Pedro Claver. Téllez

las arm as y astucia en las tácticas de guerra. Siendo soldado se le


desplazó a distintos sitios del país y participó en enfrentam ientos
arm ados. O btuvo algunas distinciones en el cam po de batalla. Así
pues, todos lo anim aron p ara que siguiera la carrera m ilitar: un
suboficial podía entonces llegar m uy lejos y asegurar el pan, el
techo y el futuro de sus hijos. R ápidam ente ascendió a sargento y
com o tal se le asignaron misiones imposibles, de las que salió bien
librado. Esto lo elevó p o r encim a de sus semejantes. Un día le
encom endaron la m ás peligrosa de todas: infiltrarse en las bandas
arm adas, conocer su organización y funcionam iento y desbara­
tarlas en lo posible.
Solo, sin arm as oficiales a la vista y trajeado de paisano,
B uitrago Salazar com enzó cazando antisociales de tercera cate­
goría y adentrándose en su sicología y su m anera de actuar. H asta
que un día, p o r su cuenta y riesgo, decidió infiltrarse en la
cuadrilla de C onrado Salazar, alias “Zarpazo”, donde fue diez­
m ando uno a u n o a los hom bres m ás peligrosos, hasta llegar al
corazón de la tem ible b an d a y hacerse a la confianza de su jefe.
Allí se le conoció com o “E l Zarco”.
Así, día tras día, sem ana tras sem ana, mes tras año, fue
exterm inando a los más peligrosos bandoleros de la época en el
occidente co lo m b ia n o :' ‘La G ato” ,T ista Rodríguez y 87 más que
cayeron abatidos en la más eficaz cam paña contra los antisociales
que se haya librado en C olom bia. Frente a ella se encontraba un
m ilitar p undonoroso que p o r entonces era un sim ple coronel:
José Jo aq u ín M atallana.
F altab a poco más de un año p ara que Guillerm o León Valen­
cia term inara su período presidencial y un aire de triunfalism o
desaforado se había apoderado del gobierno que era apoyado por
un am plio sector de la opinión pública y los políticos activos. Y
tenía razón. El m andato de Valencia, con todas sus fallas, se
había caracterizado por el exterm inio sucesivo de los principales
cabecillas bandoleros, los prim eros insurgentes de alguna n o to ­
riedad hasta entonces, rebeldes sociales que vieron frustradas sus
vidas y extraviados en el saqueo y el exterm inio sus incipientes
ideales revolucionarios. U no a uno habían ido cayendo "Desqui­
t e ”, “Chispas”, “Sangrenegra”, Jair Giraldo y Efrain González,
quienes libraron batallas, salvo uno de ellos (E fraín G onzález),
Crónicas de la vida bandolera 201

que hoy parecen simples juegos de niños. Eran bandidos ingenuos


y de estrecha m entalidad. Y el gobierno supo dar.cuenta de ellos.
En esas circunstancias y en vista de los excelentes servicios
prestidos por Buitrago, el gobierno del presidente Valencia con­
cibió otra de sus sorpresas. Un día anunció al país que el sargento
primero Evelio Buitrago Salazar era un dechado de virtudes que
merecía la presea más grande que concede la nación: la Cruz de
Boyacá, en él grado dé comendador. Buitrago Salazar saltó á la
primera plana dé los periódicos y sus actos fueron avalados como
una hazaña. Era, p o r otra parte, el prim er suboficial condecorado
con la Cruz de Boyacá y el más joven de todos los que hasta
entonces la habían recibido. Un héroe, un hom bre excepcional en
la historia del país.
Y, en cierta medida, lo era. Se necesita sangre fría para estar
día y noche al acechó y frente a la expectativa, vagando de un sitio
para otro, colinchado en una cuadrilla que cometía atrocidades y
participando en ellas. Evelio Buitrago Salazar vivió en un m undo
de barbarie m onótona (como dice Borges) y anduvo por el Viejo
Caldas haciendo diabluras a nom bre de la ley. Esto le valió no
solamente la Cruz de Boyacá, sino el título de “Pacificador" y la
entrega de estas distinciones en una singular ceremonia, donde
habló el presidente de la República y fue exaltado y puesto en el
altar de los héroes. Tam bién se le concedió el privilegio de ser
agregado de. la embajada de Colombia en Perú, a la sazón en
manos de un militar.
Allí, en Lima, frente al Itam arati, de espaldas al pasado y á la
verdad, Evelio Buitrago Salazar escribió unas memorias infames.
Salvo algunos momentos del protocolo y los compromisos socia­
les, tuvo todo el tiempo para leer, escribir, ir al cine y rem emorar
viejos episodios, su pasado de cazabandidos, sus aventuras de
soldado y su niñez abatida por la violencia. No era un escritor,
pero tenía vivacidad y fuerza, colorido, melodramatismo y trage­
dia. Todos los elementos para confeccionar un burdo best-seller y
una descarnada defensa que se convierte en flagelo de sí mismo.
“ Pero después del ojo afuera no hay Santa Lucía que valga” , solía
decir o era el más notorio de sus refranes. Buitrago Salazar cuenta
de primera mano y sus textos transmiten el dram a interior y
exterior que lo consumía por entonces.
202 Pedro Claver Téllez

Es un libraco de 180 páginas que pasó en limpio un oficial del


Ejército y donde sugiere la verdad, desarm ando la m entira y se
confiesa públicam ente, cínico y siniestro. Se titula "Zarpazo, la
otra cara de la violencia” y tiene como subtítulo: " Memorias de
un suboficial del Ejército colombiano”. Es el retrato de su alma
cruel. C ualquier'incauto puede leer en él las aventuras de un
dechado de virtudes en nom bre de la ley. Pero el libro desenm as­
cara a su alma. Es, p o r otra parte, ju n to con ‘‘Balas de la ley”, de
Alfonso H ilarión, la más espantosa radiografía de la violencia
que vivimos desde comienzos de este últim o m edio siglo. Es pl
vivo retrato de los años sesentas.
El libro circuló escasamente. Meses después, el Ejército cayó
en cuenta de que su publicación había sido un grave error y
ordenó recoger la edición. Sólo quedaron aquellos que fueron
adquiridos a tiem po p o r algunos curiosos biblióm anos, entre los
que se encuentra este cronista. Su prim era lectura sacude y tras­
torna. U no no puede a veces sop o rtar cómo es posible tam año
despropósito y súbitam ente se enam ora del libro y lo devora hasta
el final, tin o sale saturado de violencia, escupe balas y m ando­
bles. Después vienen la reflexión y el alinderam iento. El libro es
puesto en jaque y comienza a intrigar una cosa: ¿existió, realm en­
te, Evelio Buitrago S alazar? ¿No es invención de una mente
malsana?
Evelio Buitrago Salazar regresó de Lim a tan pobre como se
había ido. Pero traía en sus m anos un grueso volum en de páginas
donde había “ rasguñado” sus m em orias, hurgando en ellas por
dolorosas que fueran. ¡Y po r horrendas! -h -

El libro am plió el horizonte de su vida. H izo solicitud para


ingresar como agente secreto y obtuvo la plaza. Realizó en el
Servicio de Inteligencia Colom biano — SIC— una im portante
labor que lo capacitó p ara llegar a las puertas mismas del palacio
presidencial. Buitrago Salazar pasó al servicio privado del presi­
dente Carlos Llerás Restrepo. Es interm inable el repertorio de
anécdotas y la im agen que esboza de él. Claro que no está en el
libro. La relató u n a m añana, la reafirm ó p o r la tarde y la suscribió
p o r la noche cuando nos invitó a su apartam ento en u n m oderno
barrio de A rm enia. .
Crónicas de la vida bandolera 203

El cronista había ido en busca de Evelio B uitrago Salazar


porque le interesaba ah o n d a r en el personaje que había escrito el
libro y quería Conocer otros aspectos de su vida. D esafiaba la
curiosidad periodística de cualquiera y lo interesante que es ver
actuar un personaje al cual uno ha creado a través de las palabras.
Pero no fue fácil llegar hasta él.

R elató m uchas cosas que ju n tas bastarían p a ra llenar un libró.


No sólo de las intim idades de su profesión, sino de los hechos
secretos que rodean al vida de; un gobernante, llámese Carlos
Lleras Restrepo, Misael Pastrana Borrero o Alfonso López M i-
chelsen. B uitrago Salazar tiene tantos recuerdos en su m em oria
que bien puede sorprender a la opinión nacional con un libro que
debe ir bien adelantado. La segunda parte de sus m em orias
incluye, entre otros, secretos com o guardaespaldas de los m anda­
tarios m encionados y el relato porm enorizado de los cursos que
realizó en el exterior, especialm ente el últim o, en los Estados
U nidos, donde encontró, p o r fin, la suprem a recom pensa que le
perm itió iniciar una vida de aventuras que no tendrían fin.

D u ran te el gobierno del presidente M isael Pastrana B orrero,


Evelio Buitrago Salazar viajó a E spaña p ara hacer un curso de
especialización en custodia y defensa de personajes im portantes.
C om partió el sem inario con algunos de sus colegas a nivel inter­
nacional. Concluyó figurando entre los 16 m ejores del m undo,
con evidente ventaja en algunas áreas que no figuraban en la
agenda del curso, com o la rebelión y el bandidaje, de los que
podía d ar testim onio de prim era m ano. Sólo tenía uná desventaja
frente a los dem ás. Era extrem adam ente bajito, 1.60, razón p o r la
Cual lo habían rechazado p a ra viajar a la guerra de Corea, con el
fam oso y suicida Batallón C olom bia.

Regresó entonces al país p a ra poner en práctica lo aprendido y


capacitar a sus com pañeros. Y no había term inado su período el
presidente Pastrana B orrero cuando fue invitado a un curso
sem ejante en A lem ania. Allí figuró entre los 10 mejores del m un­
do y se hizo fam oso de la noche a la m añana a nivel internacional,
llegando a los, oídos del D epartam ento de E stado de los Estados
U nidos. Eso fue p o r la época en que era guardaespaldas del
presidente A lfonso L ópez M ichelsen.
204 Pedro Claver Téllez

B uitrago Salazar no tuvo, en consecuencia, ningún contra­


tiem po p ara viajar a E stados U nidos, máxime cuando la invita­
ción venía de u n a entidad tan poderosa com o el D epartam ento de
E stado. Participó en cuanto cursillo se dictaba en el sem inario y
tuvo ocasión de hacerse escuchar en algunos m om entos de refle­
xión'. Entonces, Buitrago Salazar em pezaba a n a rra r p o r cual­
quiera de los extrem os su errancia vital. G ustó a sus oyentes y un
día, ya extrem adam ente inquietos con sus vivaces narraciones, los
sorprendió un ejem plar de su libro que llevaba oculto eh la m aleta
de viaje. Se lo rap aro n de las m anos y este pasó al estudio de una
universidad estatal.

Evelio B uitrago.Salazar estuvo a p u n to de creer que estaba


enloquecido cuando vio la sum a que le ofrecían p o r la publica­
ción, en inglés, de sus m em orias: nada m enos que 90 mil dólares.
Sus m em orias n o fueron un suceso literario, pero sí estuvieron
bien pagadas en dólares y fueron utilizadas com o texto antiinsur-
gencia p o r el D epartam ento de E stado en varios países de Lati­
noam érica. Si alguna virtud tienen es la de haber servido para
alim entar un capítulo m ás en la historia universal de la infam ia.
Jorge Luis Borges hubiera aceptado, sin reticencias, esta historia
y su protagonista figuraría al lado de los infames que pueblan su
creación. „
i C on 90 mil dólares en la m ano y un prestigio real, Buitrago
Salazar trató de entrar su dinero legalmente al país. Solicitó
directam énte al presidente López Michelsen que le exim iera de
pagar im puestos p o r concepto de los ingresos de sus derechos de
autor. Pero el gobierno, sin ten e r en cuenta su pasado, se hizo el
de la vista gorda y fue inflexible ante su solicitud. Entonces
empezó p a ra B uitrago Salazar o tra experiencia.
Tras la negativa oficial, B uitrago Salazar insistió ante el go­
bierno, prom etiendo que p o r su cuenta y riesgo construiría un
barrio p a ra los pobres y los desheredados p o r la violencia, en
Sevilla, sil ciudad natal, o en A rm enia, su ciudad adoptiva. La
oferta no tuvo acogida y, frustrado, resolvió jugársela to d a en
un negocio. Se hizo socio en la com pra de un edificio en M iami
y regresó al país p ara retirarse de su cargo com o guardaespaldas
presidencial.
Crónicas de la vida bandolera 205

La vida cam bió entonces p o r com pleto para él. Iba y venía
entre M iam i y A rm enia con mucha regularidad. Se hizo conocido
a lo largo del itinerario y todo parecía indicar que las cosas
m archaban a las mil m aravillas. Y, efectivamente, le iba bien. El
negocio fue estupendo y producía dividendos redondos que iba
invertiendo en A rm enia. A grandó la casa fam iliar y m ontó un
negocio de pinturas, artículos decorativos y electrodom ésticos.
U n día tuvo una nueva sorpresa. Su libro en inglés había sido
leído p o r la Interpolóla cual estaba interesada en co n tratar sus
servicios. N o lo pensó dos veces y se lanzó a la nueva aventura que
le deparaba la vida.
Inicialm ente Buitrago Salazar cum plió entrenam ientos de ri­
gor y una severa instrucción. La Interpol estaba interesada en
colocar un hom bre com o él en el corazón m ism o del entram ado
de la m afia en Am érica Latina. Y el epicentro era Bolivia. Fue
destacado a La Paz y allí debió conocer m uchas cosas que le
abrieron los ojos.
En Bolivia oyó h ablar de R oberto Suárez G óm ez (el fam oso
RSG), poderoso capo de la mafia internacional. Se adentró en el
conocimiento; de su organización y oyó hablar de su am bición de
dinero y poder. Supo que tenía don de m ando y que nunca se
había dejado caer en la tram pa. Que m anejaba su organización al
dedillo y se daba el lujo de com prom eter en su apetito desaforado
de poder a las fuerzas militares. Suárez G óm ez poseía una flotilla
de aviones, helicópteros y avionetas y suficientes misiles para
am edrentar a cualquiera. Se le habían m edido m uchos agentes
secretos y fuerzas del orden, saliendo com pletam ente derrotados.
El día que el cronista lo conoció, en A rm enia, gozaba de un
permiso no rem unerado y se había colocado al frente de los
negocios que crecían con los días. Patrocinaba en ese entonces
varios equipos de fútbol, ciclismo y basquetbol. E ra un hom bre
realm ente popular, salía a la calle; sobreprotegido y se m ovía y
actuaba de una m anera enigmática. C om partim os varias horas de
diálogo en su oficina, en la parte posterior del alm acén de pintu­
ras, donde tenía todo a la m ano y acostum braba pasar largo
tiem po en retiro y m editación. Buitrago Salazar estaba escribien­
do el segundo tom o de sus m em orias y grababa en un inmenso
aparato algunos de los episodios que después trasladaba al papel.
206 Pedro Claver Téllez

Fuim os a su casa. Conocim os a su esposa e hijos: tres niñas y


dos.varones que adelantaban estudios de bachillerato. La m ayor
estaba, casada y vivía allí con su esposo. Buitrago Salazar tenía en
alto precio a su fam ilia y hacía lo imposible por satisfacerla y
complacerla. Vivía en una hum ilde barriada y gozaba de gran
popularidad en la cuadra donde estaba emplazada su casa. Por
esos días, precisam ente, preparaba la tradicional velada de di­
ciembre. El veinte de ese mes bloqueaba Ja cuadra y comida y
bebida corrían por su cuenta. “ Se prendió la 21 ” (por referencia al
núm ero de la calle), era el pregón colectivo. Y todo el m undo
acudía y era agasajado.
Nos invitó a com er en un restaurante de las afueras. Fuim os a
bordo de un cam pero. El se ubicó en la cabecera de la mesa,
contra el rincón, contra el ángulo que hacían las paredes al
cruzarse. Tenía (de inm ediato podía intuirse) un gran sentido de
la ubicuidad. Varios hom bres q u e llegaron en sendos ta rro s qué
nos seguían se sentaron a la mesa, rodeándonos. Yo anotaba,
libreta en m ano. A esa hora ya se había extrovertido p o r completo
y. hablaba sin p a ra r de sus hazañas en la lucha contra la droga.
; Ya bien entrada la noche, alebrestado p o r el alcohol, nos
invitó á.su apartam ento de soltero o de “ viejo verde” , según su
expresión. Allí atendía a sus amigos y celebraba algunos negocios
privados. ■ v.;;-.; "V
' E ra un apartam ento singular en lin complejo de edificios
m ultifamiliares, en las afueras de la ciudad. La puerta que daba a
la calle tenía extremas medidas de seguridad, Cinco llaves con
claves secretas que sólo conocía el reducido grupo de sus amigos y
“ capangas” . ; ~
El apartam ento estaba, adem ás, rodeado eh la p arte exterior,
por una m alla electrificada.
A dentro había relativa com odidad. Lina sala de recibo, am o­
blada, dos habitaciones, cocina y baño. Se notaba a leguas que era
visitado por mujeres con m ucha frecuencia.
“ Aquí sólo vienen mis amigos más íntimos y mi guardia
personal” , m anifestó.
Bebimos unos whiskies y hacia la m edianoche se despidió, no
si antes darm e instrucciones de cóm o abrir y cerrar la p u erta por
Crónicas de la vida bandolera 207

la m añana, H ubo un m om ento en que se volteó, se puso extrem a­


dam ente serio y me enfrentó. Entonces dijo:
— No le debe abrir a nadie ni contestar el teléfono.
B uitrago Salazár tenía allí su lugar secreto. Me dio p o r hus­
m ear y descubrí u n gran surtido de cassettes p ara betam ax de
películas pornográficas y ábudante licor. En u n a alacena había
suficientes “ alkaseltzer” p a ra levantar a un m uerto, lo mism o que
aspirinas, cajas de preservativos y pastas anticonceptivas. En
h o n o r a la verdad, n ad a más.
A las nueve de la m añana del día siguiente me recibió no to ria­
m ente eufórico y extrem adam ente am able. El encuentro en la
oficina term inó cuando anunció que me iba a llevar a su finca, en
un lugáf de R isaralda, m uy cerca de Pereira. Ponderó la finca
hasta el delirio y me engátusó con el cuento de que allí tenía un
m useo de cera, con las m ascarillas de algunos de los bandidos que
había cazado en su vida de soldado, de guardaespaldas y de
agenté de la Interpol. T om am os uno de los vehículos y hacia' allí
nos encam inam os aún tem prano.
N o habíam bs salido'de la ciudad cuando recibió una llam ada
por radioteléfono. Desde la finca le indicaban que un puente que
estaba a ia en trad a se había ido a piqúe y era imposible llegar
hasta e lla .'F re n ó 'en seco y estuvo algunos segundos callado.
Luego me dijo casi al oído:
— Se dañó el viaje. Será en otra ocasión.
N os devolvimos visiblem ente frustrados. Volvimos a su ofici­
na del alm acén y hablam os largam ente del libro que yo escribía
sobre Efraín González.
—Yo lo conocí, fui su com pañero en el Batallón San M ateo.
Tam bién distinguí a “Sangrenegra”, a “Desquite” y a “Chispas”.
Yo no soy una santa palom a. Tengo la cabeza llena de anécdotas y
a veces pienso que sería capaz de escribir mil libros. U no p o r cada
cosa que h a cam biado mi vida.
Incité su curiosidad y su insaciable anhelo de contar. Logré de
él m uchos secretos y m e cursó una invitación. A com pañarlo en
u na correría p o r el A m azonas, en busca de una cadena de narco-
traficantes. N o jia d ré olvidar esta invitación. Luego lo Derdí de
208 Pedro Claver Téllez

vista; A lguna vez lo llam é p o r teléfono, y le prom etí viajar, pero


otras cosas de la vida me a p a rtaro n de esa aventura.

El 10 de m arzo de 1984, la Policía y el G O ES d an un golpe de


m ano sobre Tranquilandia y capturan el cargam ento m ás grande
de la historia del narcotráfico. P o r esos día cincuenta “lavape-
rros”, trabajadores rasos del lucrativo im perio m ontado en el
corazón de la selva, en lo m ás espeso de la m anigua, escapan a lo
largo del Yarí y desem bocan en él río C aquetá, guiados por
expertos conocedores de la región. M archan eñ varias voladoras
Johnson de 40 y 50 caballos de fuerza, consum iendo uná gran
cantidad de com bustible m ientras son abastecidos p o r la m afia
desde el aire.
T reinta días después cae asesinado p o r sicarios de la m afia del
narcotráfico el m inistro de Justicia Rodrigo L ara Bonilla en el
norte de B ogotá. Se declara turbado el orden público y en estado
de sitió el territorio nacional. Se busca a los extraditables y se
m onta la guerra m ás im presionante contra el narcotráfico.
Entonces es capturado en A rm enia, Evelio B uitrago Salazar.
En su poder encuentran evidentes razones para vincularlo con la
mafia. Se lo encarcela, investiga y somete a detallados interroga­
torios por parte de la justicia penal m ilitar. E n los calabozos
recordará ah o ra el día en que fue un héroe y recibió, como
recom pensa, la m ejor presea que Colom bia ofrece a quienes lé
han prestado servicios distinguidos: la Cruz de B oyacá1.

1. Buitrago Salazar fue encarcelado meses después. Desde entonces rio sé qué
será dé su vida,.
ITINERARIO DE LA
MUERTE TIZNADA
(P anoram a de la guerra sucia en el M agdalena M edio)
Santa H elena del O pón es uno de los m unicipios m ás jóvenes
de Santander, entre los que dan la cara al M agdalena M edio. N o
está em plazado en un área adyacente al río, ni depende de éste
cóm o arteria fluvial. P o r el c ontrarió, su superficie está com pren­
dida p o r suelos de lad era aptos p ara una gran variedad de culti­
vos y de pastos y sé com unica m ás fácilm ente con la zona meri­
dional del país. E ra tina región predom inántem ente boscosa,
pero las sucesivas oleadas colonizadoras fueron arrasando los
m ontes y hoy en día son tierras de rendim iento decreciente.
Buena parte de sus habitantes son colonos con títulos de propie­
dad p o r cerca de cincuenta a ñ o s, inicialm ente dedicados a la
agricultura pero que, a través de los años, debido al rendim iento
decreciente de la tierra y a la falta de vías de com unicación
secundarias que facilitaran la venta de sus productos, se convir­
tieron en ganaderos, única actividad m edianam ente productiva.
Esto en casos excepcionales p orque lo que ocurrió allí con la
tenencia de la tierra explica el conflicto social y las crudas etapas
de violencia de los últim os quince a ñ o s. ,

n Sí; Ñ o todos los colonos iniciales pudieron sobrevivir de la


agricultura ni, p o r obvias razones, alcanzar la categoría de gana­
212 Pedro Claver Téllez

deros boyantes. Su papel fue bien distinto: el de simples profesio­


nales de la roturación y civilización de nuevas tierras que tenían
com o objetivo, a corto o largo plazo, la venta de éstas u n a vez
cum plido el proceso y no el de convertirse en pequeños agriculto­
res independientes. Este hecho propició la llegada y el afianza­
m iento de gentes adineradas con m iras en la ganadería y, po r
supuesto, en la adquisición de m ás tierras, ya que el desarrollo de
este renglón requiere cada vez m ayores extensiones. En conse­
cuencia, se produjo una constante dem anda de tierra presionada
p o r e íla tifu n d io ganadero sobre las parcelas agrícolas de peque­
ños y m edianos propietarios. Y estos, p o r las buenas o las malas,
fueron desplazados poco a poco, originando un gravísim o p ro ­
blem a social. Efectivam ente, los antiguos colonos que vendieron
sus tierras o fueron despojados de éstas no lograron, siquiera, ser
incorporados com o trabajadores asalariados y com o tal engrosa­
ron el ejército de desocupados agrícolas.

. Este proceso de descom posición dé la sociedad cam pesina de


la región, su transform ación de econom ía agrícola en econom ía
ganadera, la im posibilidad de reincorporar com o asalariados
agrícolas a los colonos que perdieron (o vendieron) sus tierras,
exacerbó la contradicción entre terratenientes ganaderos, po r un
lado, y cam pesinos pequeños propietarios y sin tierras, p o r otro,
y tuvo su prim era m anifestación de violencia en el abigeato,
delito que se generalizó con los días. ,r; ::-
A este ejército de desocupados hay que agregar la presencia
dé elem entos m arginales, atraídos iniciálm ente p o r las perspecti­
vas de la colonización com o necesaria fuerza de trab ajo de reser­
va y p ara atender una serie de labores secundarias. Pero com o la
ganadería ocupa m enos personas que. la agricultura, este sector
m arginal se convierte en el m áxim o proveedor de las cuadrillas al
servicio de los terratenientes y los gam onales políticos, como
tam bién de las colum nas guerrilleras.

El pan o ram a político m archaba parejo con el problem a so­


cial. Santa H elena del O pón es tierra de liberales aunque hay un
Crónicas de la vida bandolera 213

buen número de conservadores y desde los años sesenta son


víctimas de la arremetida guerrillera de las FARC. Estos han ido
haciendo proselitismo de una manera solapada e inteligente y
han encontrado eco en algunos sectores liberales radicalizados
desde la época del Movimiento Revolucionario Liberal que
orientó Alfonso López Michelsen. Los conservadores, en cam ­
bio, opusieron resistencia desde el principio, escandalizados por
la supuesta tentativa del comunismo por apoderarse de sus parce­
las y sus haberes, para compartirlos entre todos. Era una idea que
no podían concebir, acostumbrados como estaban al trabajo
individual o familiar, sin depender de nadie y por lo tanto inde­
pendientes. Por eso, no una sino muchas veces, falló la estrategia
m ontada por liberales y guerrilleros, en el sentido de que aquev-
llos, los liberales, trataran de catequizar o por lo menos hacerles
comprender sus ideas y la seguridad de que si colaboraban con la
guerrilla, todo marcharía a las mil maravillas. Pero estos se
negaron rotundamente, espantados con la sola idea de que iban a
perder todo de un momento a otro, de llegar a triunfar la revolu­
ción que ellos predicaban. Y, como se negaron, las FARC recu­
rrieron al expediente del terror por medio del boleteo, la extor­
sión y el chantaje. Se puso de moda el pago de un tributo que se
denomina “vacuna ganadera” que liberales y conservadores de­
bían cubrir mensualmente para el sostenimiento de la guerra que
libraban contra el gobierno y sus Fuerzas Armadas. Sobrevino el
secuestro, se generalizó, se convirtió en industria próspera. Y
cuando la situación llegó al clímax, algunos liberales, bien por
simpatía o por miedo, se resignaron a colaborar a cambio de
contrápréstaciones: que no corrieran peligro sus vidas y limpia­
ran la región de abigeos y delincuentes comunes. Pero los conser­
vadores, se cerraron a la oposición y de las palabras pasaron a los
hechos, montando una tenaz resistencia. Y la resistencia de estos
encontró eco éntre los grandes hacendados conservadores (y
algunos liberales), resistencia que veían con simpatía las Fuerzas
Armadas y este hecho dio pie para la creación de numerosos
grupos paramilitarés, como “ los Grillos” y “ Los Caratejos” , que
más tarde se denominarían “ Los tiznados” .
214 Pedro Claver Télléz

En m arzo de 1976.se presentó el que pudiéram os llam ar


prim er hecho significativo. U n liberal y un conservador que Se
encontraban en el interior de una tienda tom ando cerveza, deri­
varon la conversación, que en un principio había sido fría, y
sensata, hacia terrenos más personales. Muy cerca de ellos se
encontraba José M aría “Chepe” Santos, hom bre quisquilloso,
reputado com padre y .segundón de Carolim po M ateus, jefe libe­
ral de la región. "Chepe” Santos era m aestro de escuela en la
Cueva de Pavas, una apartada vereda, pero se lo veía m ucho por
el pueblo donde poseía una casa. Santos y M ateus eran uña y
mugre. M alquistarse con uno de ellos, era m alquistar a los dos.
C uentan que ese día, entre veras y burlas, "Chepe” Santos azuzó
a su copartidario para que instara a su contendor y aquel, sin más
m iram ientos, pasando de las palabras a los hechos, lo tiró al piso
de una cachetada a traición. El conservador se levantó, sumiso y
con la cola entre las piernas abandonó el lugar. El hecho no pasó
de ahí, pero fue la simiente de una larga cadena de retaliaciones
personales que se agravaron con los días.

El segundo caso lo protagonizó Neftalí H errera, natural de


La A guada, A ntioquia, de tiem po atrás radicado en esa región,
donde había hecho una fortuna y una carrera política. E ra un
hom bre que no pasaba de los cuarenta y cinco años, tenía dos
fincas y una casa en el pueblo. En las últim as elecciones, 1974,
Neftalí H errera había sido elegido concejal y era, quizá, el más
destacado jefe del partido conservador en Santa H elena del
Opón. Era un hom bre tranquilo, reposado, servicial que, cuando
se em briagaba y alguien m encionaba a las FA RC, se exaltaba
hasta el delirio, tildándolos de bandidos y delincuentes comunes.
E ra tal la ardentía que ponía en dem ostrar a la guerrilla que
term inó por convertirse en el enemigo más notorio de estos en el
m arco de la población y, por supuesto, en un objetivo que estaba
en la mira de aquellos. Por lo demás, Neftalí H errera no tenía
problem as. Antes, por el contrario, gozaba de la am istad de todo
el m undo, inclusive de los liberales entre quiénes ténía muy
buenos amigos.
Se cuenta que un día cualquiera del mes de junio de 1978, dos
liberales se encontraban discutiendo en una tienda. Estaba por
Crónicas de la vida bandolera 215

producirse, el relevo presidencial (entraba T urbay A yala y: salía


López M ichelsen) y los dos copartidarios se habían trenzado en
una agria discusión acerca del gobierno saliente y el que estaba
por venir. Trivialidades pueblerinas. C uando Neftalí H errera,
que an d ab a p o r allí, se dio cuenta, trató de calm ar los ánim os.
E ra am igo de am bos contendores y p o r eso se atrevió a decir:
“ D ejen esas vainas y m ás bien tom ém onos unas cervezas” . Pero
otro liberal, un hom bre alto y alevoso que no pasaba de los
treinta y cinco años, le gritó que no tenía p o r qué m eterse un
conservador en los problem as de los liberales, máxime cuando se
tra tab a de cosas m uy personales, y de inm ediato lo agredió con
una botella que le descargó en la cabeza. La sangre escurría p o r la
cara de N eftalí H errera quien, presa de la ira, desenfundó el
revólver y ma¿ó de un tiro a su agresor. H errera no huyó como
todos los presentes suponían. Se sentó, pidió una cerveza y
m ientras esperaba a las autoridades, fue consum iendo la bebida.
No duró m ucho en la cárcel. H errera fue sobreseído p o r haber
actuado en legítima defensa. (Pero el hecho, sin em bargo, le trajo
gravísim as consecuencias: dos años después, en 1980, su esposa
caería abatida p o r las balas de guerrilleros y liberales m ancom u­
nados, m ientras se en contraba en la puerta de su p ropia casa).
Pero ese no fue, tam poco, el hecho que prendió la llam a de la
violencia y la im parable cadena de rencillas personales que se
produjeron con los años. H ab ría de producirse otro m ás notorio,
. la m uerte del jefe liberal de Santa H elena del O pón, C arolim po
M ateus, esta vez ya a m anos de u n a ban d a de asesinos m uy bien
conform ada y plenam ente identificada.

Las historias de C arolim po M ateus, José M aría “ Chepe”


Santos y ,Leovigildo G aravito merecen capítulo especial porque
ilustran aún más claram ente la situación. Los dos prim eros eran
com padres porque "C hepe’’ Santos apadrinó un hijo de C aro­
lim po M ateus. Santos, com o ya hemos dicho, era m aestro de
escuela y hom bre entendido en letras y docum entos y com o tal
un valioso aliado de M ateus que escasam ente sabía leer y escribir.
Eran hom bres relativam ente acom odados. Carolim po poseía
cuatro fincas (una de ellas denom inada Las T rochas, a dos horas
largas de cam ino), ganado y una casa en el pueblo, en tan to que
216 Pedro Claver Téllez

“Chepe” Santos sólo poseía una finca en la Cueva de Pavas, una


casa en el pueblo y vivía del sueldo que le procuraba su pernada
de m aestro de tercera categoría. Pero vivía, realm ente, bien; No le
hacía falta nada. H asta el p unto de que sólo en m uy contadas
ocasiones se había valido de dinero de su com padre Carolim po.
' Los dos tenían un amigo com ún; Leovigildo G aravito, quien
vivía en la Lom a de Alvarez, u n a ap artad a vereda donde ya
com enzaba a insinuarse la presencia de la guerrilla. Los tres eran
liberales de racam andaca, com o que habían m ilitado en el M ovi­
m iento R evolucionario Liberal que en los años sesenta lideró
Alfonso López M ichelsen, pero M ateus había regresado hacía
años a las toldas del oficialismo liberal. No po r convicción pro­
funda sino porque esa circunstancia lo había convertido en un
jefe parroquial y com o tal era reconocido p o r sus amigos. Inclusi­
ve po r su com padre “ Chepe" Santos y Leovigildo G aravito que
aún entonces eran considerados liberales más radicales y hasta
sim patizantes de la guerrilla. Sobre todo G aravito quien junto
con su tra b a ja d o r Benjam ín Meza estaban señalados com o auxi­
liadores de las FA R C . Y esta circunstancia hizo gravosa; para
todos la situación. .

Si bien C arolim po M ateus era incansable en el trabajo y se


m ultiplicaba p ara atender las fincas y los com prom isos persona­
les, tuvo que recurrir a la contratación de m ayordom os que se
pusieran a la cabeza de la num erosa peonada. Pero no encontra­
ba uno que se pusiera al frente de Las Trochas p o r qu ed ar esta
finca en una zona totalm ente conservadora y vecina de otra
donde pululaban los guerrilleros. “ Lo que necesitas — le aconse­
ja b a su com padre “ Chepe” Santos— es un conservador de arm as
tom ar que, en un m om ento dado, sea capaz de controlar toda la
situación. Pero ¿dónde encontrar ese hom bre, com padre? Los
godos, com o tú sabes, se han vuelto corrom pidos. N o son gente
de fiar. H ay que tener cuidado, com padré, no vaya a ser el diablo
que usted m eta en la finca un enemigo. Yo sé p o r qué se lo digo” .
Pero contra las prevenciones de “Chepe” Santos (que no eran
infundadas); C arolim po M ateus co n trató a un joven que había
llegado hacía pocos meses a la región, pero cuyos padres y sus
m ás rem otos antepasados vivieron allí p o r m á s 1de un siglo' y
Crónicas de la vida bandolera 217

habían sido sus amigos. Era un exiliado que, después de muchos


años en Bogotá donde pasó su adolescencia, retornó a la tierra
natal con el propósito de sentar cabeza en aquellos lugares. Era
una víctima del exilio forzoso a que se vieron sometidas varias
familias conservadoras de la región por la presión de los liberales
y la guerrilla en los años sesenta. Era conservador e hijo de
conservadores, pero a Carolimpo le gustaba por muchas razones,
sobre todo porque provenía de una familia sana y honrada. '
Se llamaba Alfonso Saavedra, pero la gente se acostum bró a
llamarlo "Pocho" y “Pocho Saavedra” se quedó. Era delgado y
alto, pasaba de los treinta años y tenía una m irada verde de felino
en acecho. No se había educado formalmente por las necesidades
que padeció su familia en el exilio de Bogotá. Prestó el servicio
militar pero lo que aprendió allí no le sirvió posteriormente para
encontrar un empleo cuando salió del cuartel. Vagó de un lado
para otro, inútilmente, en busca de un empleo que nunca se
concretó. Hasta que, ya no pudiendo soportar el hambre y las
necesidades, retornó a su tierra natal. No para trabajar como un
campesino cualquiera, sino para espiar la hora en que pudiera
vengar la expoliación a que habían sido sometidos sus padres.
Fuerte, agresivo y saludable a toda prueba, Carolimpo lo encon­
tró apto para el desempeño de la administración de Las Trochas,
sin pensar por un solo momento en que con la llegada de este
hombre (que lo odiaba, según después se comprobó) daba el
primer paso en una serie de hechos que culminaron con su
asesinato, meses después.

Todo m archaba bien, hasta que un día “Chepe” Santos apa­


reció por la casa de su-compadre Carolimpo Mateus con las ideas
más extrañas en la cabeza. N o eran extrañas del todo. Lo extraño
era la form a como "Chepe" Santos las exponía, tratando de
ganarlo para esa causa. No era la primera vez que lo hacía. Ya lo
había tratado muchas veces, pero Carolimpo era un hueso duro
de roer en m ateria política. M ilitaba, como ya lo indicamos, en el
oficialismo liberal, se había hecho a la amistad de los más impor­
tantes jefes del departam ento y aunque se consideraba un m ártir
del partido liberal, la verdad era que su posición de jefe local le
reportaba algunas ventajas. Ese día acompañaban a Carolimpo
218 Pedro Claver Téllez

algunos m iembros de su familia, la peonada de costum bre y el


adm inistrador de Las Trochas, Alfonso “Pocho” Saavedra,
quien ya se había adaptado del todo y m anejaba la finca y la casa
con tanta, eficacia que se ganó la confianza de C arolim po, un
hom bre que tenía fam a de huraño y cuya tacañería llegaba a
límites extremos. “Chepe” Santos empezó p o r relatarles la visita
que le hicieran los guerrilleros de las FA RC a su finca de la Cueva
de Payas días antes. Carolim po trató de evitar el tem a, pero
“Chepe” Santos puso tal empeño en su charla que term inó por
ganarse la atención de todos los presentes.
S e g ú n “ C hepe” Santos, p o r lo menos quince hom bres, vesti­
dos y equipados como los soldados, llegaron hasta el patio de su
casa p ara dialogar con él. Inicialmente, se hicieron pasar por
soldados. “Chepe” Santos los atendió lo mejor que pudo y
ordenó a su m ujer preparar un desayuno dispendioso..Lo.s visi­
tantes que, finalmente, dijeron pertenecer al doceavo frente de las
Fuerzas Revolucionarias de Colom bia, FA RC, le exigieron su
m áxima atención. Santos no salía de su estupor. M uchas veces
había oído hablar de la guerrilla a su amigo Leovigildo G aravito,
pero nunca hasta ese m om ento los había visto en persona, ni
tenido en el patio de su propia casa. El hom bre que los com anda­
ba, fluido de palabra y habilidoso en el manejo de las ideas,
expuso rápidam ente sus propósitos. Pretendían tom arse el poder
a la fuerza p a ra im plantar una verdadera dem ocracia y destruir
todo rezago de los gobiernos oligárquicos que nos habían prece­
dido. D eseaban p ara el pueblo colom biano una vida más decoro­
sa, un justo reparto de las tierras, en definitiva, la tom a del poder
por el pueblo para su propio usufructo. Pero lo que no reveló
"Chepe” Santos a su com padre es que el jefe guerrillero le había
exigido, prim ero en brom a y después en serio, que allanara el
camino para llegar hasta Carolim po M ateus. “Es uno de los
hom bres más ricos de la región —le manifestó el guerrillero— y
cómo tal debe colaborar con nosotros. Sólo con la plata de los
ricos se podrá hacer la revolución. ¿Verdad que nos va a ayudar,
señor Santos?” .
Y contra lo que pensaba " Chepe” Santos, C arolim po Mateus
se m ostró p o r fin, vivamente interesado en la exposición. “Hay
que escucharlos y dialogar con ellos — dijo C arolim po—%Debe
mos aprender a discutir las ideas pero no a m atam os p o r ellas. Al
Crónicas de la vida bandolera 219

fin y al cabo —agregó— , ellos buscan lo que nosotros los libera­


les deseam os en el fondo del alm a ¿sí o no, com padre?” . Y con
estas palabras, dichas al correr de la charla, “Chepe” Santos
intuyó que su com padre C arolim po daba, p o r fin, el brazo a
torcer. ¿Sim patizaba con ellos o tenía m iedo su com padre? Lo
cierto es que p ara todos fue u n a sorpresa, m enos p a ra “Chepe”
Santos, la visita que días m ás tarde hiciera la guerrilla a casa de
C arolim po M ateus en su finca de Las Trochas. El viejo estaba en
com pañía de “Pocho” Saavedra que recién.le,había entregado el
dihero de la venta de unos sem ovientes y varios bultos de café.
Los recibieron en el patio creyendo que se tratab a de una partid a
de soldados y al cabo de unos m inutos, tras beberse sendas
totum adás de guarapo, tal cual chirrincho y un ligero pasabocas,
el hom bre que los com andaba expuso el propósito de su visita. Lo
que siguió se convirtió, en u n prolongado discurso político que
C arolim po M ateus no se atrevió a discutir. E staba com o petrifi­
cado y se le habían agotado las palabras. ¿Sintió miedo? N o, pero
sí la terrible sensación de que a p a rtir de ese m om ento sería
extorsionado de p o r vida. “ E stá bien — le dijo el guerrillero— ,
está bien que no m iliten en nuestro m ovim iento sin m editarlo y
aceptar sus reglas. Es d uro p a ra ustedes, lo reconozco. Se necesita
estar convencidos y tener claridad política. Pero necesitam os su
colaboración pecuniaria. Se le im pondrá una cuota ju sta , de
acuerdo con las ganancias que usted obtiene y sobra decirle que
deberá guardar el m ás absoluto silencio. En estos negocios,
cualquier desliz, p o r insignificante, se paga' con la m uerte. ¿Ver­
dad que nos va a ayudar?” . C arolim po M ateus, para sorpresa de
“Pocho” Saavedra, no hizo la m enor objeción. Le parecía im po­
sible, considerando lo tacaño que era y la elevada cuota que le
exigían. La despedida fue efusiva. Pero con este acto C arolim po
quedaba involucrado de hecho, la noticia se conocería tarde o
tem prano y, a la larga, le traería funestas consecuencias.

“Pocho” Saavedra no estuvo de acuerdo con su patrón, pero


guardó silencio. C uando C arolim po partió, Saavedra le m anifes­
tó a un peón que su p a tró n “ estaba loco” p o r hab er transado con
la guerrilla. “ Plom o es lo que hay que darles — dijo Saavedra al
peón— , pero los hom bres de pantalones se acabaron en esta
tierra” . E ra u n hom bre de arm as to m ar, conservador p o r ascen­
dencia familiar.Yno_estaha_disDues.to a transigir, v a qué p o r culpa
220 Pedro Claver Téllez

de la guerrilla y con el consentim iento de algunos liberales, sus


padres habían sido despojados de la tierra y obligados a exiliarse
en Bogotá. “Pocho” Saavedra no p o d ría olvidar la vida de
penuria y ham bre que sop o rtaro n en la capital, sin trabajo,
hacinados en u n a pieza y som etidos a los vaivenes de la vida. C on
estas ideas en la cabeza, “Pocho” Saavedra, rum iándolas día y
noche, decidió renunciar a su em pleo y viajó a casa de C arolim po
M ateus p a ra hacérselo saber.
Es confuso e inesperado lo que ocurrió en casa de C arolim po
M ateus cuando “Pocho” Saavedra le dio a conocer su decisión.
Él viejo no adm itió uno solo de los argum entos que “Pocho”
Saavedra le expuso. Se desató en injurias y groserías de grueso
calibre; Saavedra lo escuchó, al principio, con resignación, pero á
m edida que el viejo se excedía en palabrotas, entró en cólera y lo
abofeteó. Este sacó el revólver y lo am enazó, pero “Pocho”
Saavedra ya lo tenía encañonado. N o le quiso d isp arar a m ansal­
va, pero lo volvió a golpear en la cara y le pateó los testículos.
Tras insultar al resto de la fam ilia, “Pocho" Saavedra m ontó en
un caballo alazán que estaba am arrado en la p u e r ta y huyó con
rum bo desconocido.

Aquí la vida de “Pocho” Saavedra entra en la leyenda. Al


lom o de su alazán vagó sin rum bo determ inado, com o em pujado
p o r una fuerza ciega. Instintivam ente llegó a la casa de los
herm anos D íaz M urillo, con quienes había departido en alguna
ocasión. Vivían éstos en cercanías de C ontratación y pertenecían
a u n a num erosa fam ilia conservadora que había sido tam bién
exiliada en los años sesenta. E ran cinco, con edades que fluctua­
ban entre los veinte y los treinta y cinco años y tenían todos una
extraña m arca de fam ilia: eran zarcos, de ojos verdes, con m an­
chas de carate en la cara, razón p o r la cual los llam aban los
caratejos”. Es fam a que los herm anos D íaz M urillo habían vivi­
do p o r un tiem po en B ucaram anga y luego en B ogotá, ciudad esta
últim a donde, tam bién víctim as del desem pleo y el ham bre, se
Vieron obligados a ingresar en u n a b an d a de apartam enteros qué
tuvo relativo éxito a m ediados de los años setentas. Perseguidos,
casi diezm ados, los herm anos D ía z M urillo regresaron á S antan­
der en 1978 y se instalaron en inm ediáciones de C ontratación.
Crónicas de la vida bandolera 221

Esta circunstancia, que prácticamente los herm anaba, hizo que


éstos recibieran con afecto a "Pocho” Saavedra y le dieran
posada y comida. Lo que siguió era de esperarse. En los ratos de
ocio, que eran abundantes, los cinco hermanos Díaz Murillo se
fueron enterando de la situación que se vivía allí por boca de
"Pocho”' Saavedra. Gumercindo, el mayor, y quien llevaba la
vocería, se mostró desde un principio interesado en las ideas
expuestas por Saavedra, respecto de la necesidad de armarse para
m ontar resistencia contra las arremetidas de liberales y guerrille­
ros. “ Es la única manera de poder sobrevivir por aquí —dijo
Saavedra— y, de paso, cobrarnos todas las bellaquerías que han
cometido con gente de nuestro partido desde hace años. Yo sé
que contaremos con el apoyo de mucha gente, inclusive de gente
de dinero. Basta dar el primer paso” . Saavedra hablaba con
seguridad, con conocimiento de causa y gradualmente fue intere­
sando a los otros cuatro hermanos Díaz Murillo: Ernesto, Flami- i?
nio, Expedito y Luis Alfredo. Con el paso de los días se fue
consolidando la idea. "Pocho" Saavedra entró a com partir con
ellos las escasas labores agrícolas con que disimulaban su situa­
ción, como uno más de la casa y lo llamaban “ primo” , en tanto
que iban esparciendo la semilla de sus ideas entre gentes que
atravesaban, como ellos, igual situación. No demoró, pues, en
unírseles los Roa Rodríguez, los Sánchez Amado y los Pineda
Amado. El resto del tiempo lo empleaban en beber, jugar al tejo, a
los dados, a los naipes, a los gallos y en ensayar tiro al blanco en el
patio de su casa, y entre todos se formó una cofradía; primero de
la amistad y luego del delito. Los unía un interés común y unas
ideas que iban tomando cuerpo como la eliminación de José
M aría “ Cáe/je” Santos, Leovigildo Garavito y el viejo cacique
liberal, ahora auxiliador de la guerrilla, Carolimpo Mateus.

Efectivamente. El clima de violencia incubado desde 1976


explotó el catorce de enero de 1979. Ese día, Carolimpo Mateus
se encontraba en Las Trochas tratando de arreglar la situación
que se había originado con la renuncia de su administrador
"Pocho” Saavedra, En la tarde, cuando Mateus se hallaba dis­
puesto a regresar a Santa Helena del Opón, un grupo de hombres
armados y vestidos a la usanza militar, se presentó en el patio de
222 Pedro Claver Téllez

la casa. Ingenuam ente, creyendo que acaso se trataba de militares


o, en:su lugar, de gente de la guerrilla, Carolimpo M ateus les dio
la cara. Los porm enores del. asesinato, por demás espantoso,
parecen .invenciones de un cuento de horror. Lo cierto es que de
este hecho, según consta en el proceso, se sindicó a los herm anos
Díaz M urillo, por una circunstancia muy especial. Un peón que
acom pañaba a Carolim po, y que logró escapar con vida de la
m atanza, contó después que varios de los asesinos de su patrón
tenían manchas en la cara, los ojos verdes y eran zarcos. “ Eran
caratejos —dijo el hom bre—, pero también estaba con ellos un
hombre alto, delgado, de bigotes poblados como los que usaba
Alfonso Saavedra. Dios me perdone si no estoy en lo cierto, pero
la verdad es que con ellos venían también los hijos del difunto
Juan Sánchez, Luis y Fidel Sánchez A m ado” . La declaración del
testigo, según consta en el proceso, fue clave para la investigación
y andando el tiempo se logró la plena identificación de los
criminales' No porque la justicia ordinaria hubiera sido eficaz,
sino porque en el esclarecimiento de los hechos actuó la guerrilla
que dio a conocer la lista com pleta de los asesinos: Gum ercindo,
Ernesto, flam inio, Expedito y Luis Alfredo Díaz M urillo; Epi-
tnenio y Jacinto Roá Rodríguez; Luis y Fidel Sánchez Amado;
Juvenual y Fulgencio Pineda Am ado, primos de los anteriores.
Eran once, a los que andando el tiempo, se agregaron cinco más,
pero a todos les dieron el nom bre genérico de “Caratejos” y con
este mote fueron innumerables los delitos que cometieron en los
tres años siguientes época que se conoció en los anales del crimen
de esa región del M agdalena M edio, como “el imperio de los
Caratejos". .
Lo cierto es que la muerte de Carolim po M ateus definió la
situación más o menos así: los conservadores eran víctimas de
liberales asociados con la guerrilla. Estos, en franca unión, ha­
bían hecho huir a m ucha gente de la región. En represalia, los
liberales eran víctimas del vandalismo conservador de “Los Ca­
ratejos" y otras bandas similares (“Los Grillos”, por ejemplo),
quienes se organizaron para vengar a los suyos y acosar a la
guerrilla. Con algunos ribetes, la situación era parecida a la de la
época de la violencia de los años cincuentas: Pero al cabo de los
meses habría de adquirir otros ribetes aun más nefastos. Y empe­
zó el reinado “la guerra sucia”, si es que acaso hay alguna guérra
limpia. :v -
Crónicas de la vida bandolera 223

D ada la situación, no es difícil com prender por qué cinco


hacendados resolvieron crear y financiar directam ente una ban­
da con objetivos definidos {En 1984, un ju ez de San Gil reveló a
este reportero que el despacho a su cargo, tras una dispendiosa
investigación, conocía los nombres de estos cinco persóhajes, pero
que eran parte de la reserva del sumario. M anifestó que, concluida la
investigación, serían dados a conocer, lo cual hasta la fe c h a (1987)
no ha sido posible. Creemos que esta investigación, como otras
tantas por el estilo, se empantanó y que los nombres de estos
personajes ya nunca se conocerán, máxime cuando se han embrolla­
do aún más las causas que originaron la situación). T rascendió, eso
sí, que los citados finqueros, representantes de num erosas fam i­
lias conservadoras que habían tenido que salir en desbandada de
varias regiones de Santa H elena del O pón, se reunieron en form a
clandestina en un lugar no determ inado de la provincia com unera
(unos dicen que Socorro, otros que San Gil), un día cualquiera del
mes de enero de 1982. T rascendió, tam bién, que a dicha reunión
asistieron los com andantes del Ejército y la Policía acantonados
en la región y que las propuestas de los hacendados contaron con
la aquiescencia de las Fuerzas M ilitares. Se tra tab a , en definitiva,
de la creación de un grupo de sicarios rurales que se encargaran de
una m atanza selectiva en la región que ellos habían abandonado
bajo la presión de liberales y guerrilleros de las FA RC. El terreno
estaba ab o n ad o p a ra d a r ese paso: estim ular a un grupo de
crim inales que ya estaban acostum brados a esa vida. Dicen que
algunos de ellos se m o straron partidarios de utilizar a “Los
grillos”, p ero la balanza se inclinó p o r “ Los cara tejos” que, a su
m odo de ver, contaban cón la jefatu ra de un hom bre ducho en las
disciplinas m ilitares y capacitado com o el que más en el ejercicio
de las arm as: A lfonso “Pocho” Saavédra. N o era, po r o tra parte,
un grupo de bandoleros contratados uñó a uno con el exclusivo
fin de asesinar p o r un sueldo estipulado. N o, no eran simples
m ercenarios, sino que en ellos estaba implícito un com prom iso de
fam ilias que actuaban (y habíari actuado h asta ese m om ento) p o r
voluntad propia y con carácter em inentem ente vengativo. Acla­
rados los objetivos generales, escogido el grupo de crim inalés, los
hacendados decidieron a p o rta r un millón de pesos cada uno con
el exclusivo fin de dotarlos de arm as adecuadas p ara lo que se
proponían. De m odo que darle un carácter a esa organización fue
tarea fácil, c o m a Jam bieru fue .fácil el adiestram iento a eme los
224 Pedro Claver Téllez

som etieron en días posteriores. T odo listo, acordaron poner en


ejecución el prim er objetivo de su siniestra misión: la elim inación
de José M aría “Chepe” Santos y Leovigildo G aravito, quienes se
habían convertido no sólo en auxiliadores de las F A R C sino en
los “ señaladores” de quienes debían ser asesinados p o r parte de
la guerrilla.
Y lo que sobrevino fue una razzia inenarrable. En los siguien­
tes seis meses, adem ás de “ Chepe” Santos', Leovigildo G aravito y
Benjamín M eza, su trabajador, p o r lo m enos doscientas personas
fueron m asacradas en las veredas La Cueva de Pavas, la Lom a de
Alvarez y Las T rochas. N o sólo cayeron hom bres, sino m ujeres,
ancianos y niños cuyos cadáveres, la m ayoría de las veces insepul­
tos, infestaron los caños, las quebradas y los ríos o fueron pasto
de las aves de rapiña. Pero si la lista de m asacrados fue num erosa,
lós exiliados se contaron p o r miles. El área rural de Santa Helena
del O pón quedó prácticam ente desocupada y el éxodo term inó
po r crear un verdadero problem a no sólo en el casco urbano de
esa jJobláaón, sino en los m unicipios vecinos de C ontratación,
G uacam ayo, La Paz y G uadalupe.
Pero “Chepe” Santos y Leovigildo G aravito no eran presas
fáciles de a trap ar. Al parecer, éstos hom bres vivían sobreprotegi­
dos p o r la guerrilla que, po r épocas, los m antenía ocultos, lo que
explica que sus asesinatos no se hayan producido de inm ediato.
La verdad es que les costó trabajo. D e enero, cuando se convirtie­
ron en brazo arm ado de los fínqueros (y, po r supuesto, en ap ara­
to param ilitar), "L os Cara tejos” debieron pasar cu atro angustio­
sos meses sin lograr sus propósitos. M ontaron, entonces, una
celosa vigilancia* día y noche, en cercanías de la Cueva de Pavas
donde Santos poseía su única propiedad rural. Y el soplo se
produjo en m ayo. E ntonces, arm ados hasta los dientes, com o las
hordas.m ercenarias en-la E dad M edia, cayeron sobre la casa de
Santos y a rrasaro n con él y to d a su familia. A seguran que José
M aría, “ Chepe” Santos fue sacado de la cam a en ropas menores,
colgado de un árbol y despedazado a tiros, en presencia de su
fam ilia. D espués, uno a uno; fueron elim inando a la esposa, a los
hijos y a dos m ujeres que les servían. Pero la guerrilla no estaba
lejos cuando se produjo el m últiple asesinato y "L o s Car a tejo s"
debieron huir con prem ura, seguidos de cerca p o r las FA RC.
Acosados, debieron dividirse y esconderse en inm ediaciones de
Crónicas de la vida bandolera 225

Las Trochas donde contaban con escrupulosos protectores. Pero


la guerrilla siguió muy de cerca a los hermanos García, uno de los
clanes que se había incorporado en los últimos meses a la banda,
quienes buscaron amparo en la casa de Juan Amado, pariente de
los Sánchez Amado. El que a hierro mata a hierro muere. El
procedimiento fue similar^'Los hermanos García fueron también
colgados y muertos uno a uno, en presencia de Juan Amado; que
fue el último en morir. El episodio se conoció poco después,
porque la guerrilla, como es costumbre, dejóboletines suscritos á
nombre del X II frente regados en el patio de la casa y en la puerta,
sostenida con un alfiler, una nota que decía: "Esto íes puede pasar
en el futuro a los picaros tiznados y enmascarados que mataron a
esos campesinos en la Cueva de Pavas, cuando eran dirigidos por
Alfonso "Pocho” Saavedra y los hermanos Alfredo, Gumercindo y
Ernesto Díaz Murillo, en compañía de oíros individuos tiznados y
enmascarados que también han asesinado a otras familias. Por éso,
nosotros los del movimiento guerrillero terminamos con la familia
García y Juan Amado. Este último por cómplice. Firmado: las
PARC”.

La muerte de “ Chepe” Santos y su familia sirvió de aviso


tácito a Leóvigildó Gáravito quien, a partir de ese momento,
desapareció del mapa como si se lo hubiera comido la tierra. Pero
"Los Caratejos”, que ya no eran denominados así (fue, al parecer,
la guerrilla la que comenzó a llamarlos "Los tiznados”), no se
quedaron con los brazos cruzados. Casi al tiempo que iniciaban un
arrasámiento colectivo en la Cueva de Pavas en el Plan de Alva-
rez, no sólo en busca de Garavito, sino de la gente que posible­
mente protegía su fuga y colaboraba con la guerrilla, asaltaron
simultáneamente varios pueblos con claros objetivos económi­
cos. Y en todos estos asaltos aparecieron con la cara untada de
tizne, lo qué dio pie para pensar que “Los caratejos” , ya práctica­
mente identificados por las pecas y el carate (características de los
hermanos Díaz Murillo), trataban de disimular estos defectos
físicos con tizne, pero al pintarse no pudieron del todo hacer creer
que eran otros bien distintos y todo el mundo supo que eran "Los
Caratejos”. Se los siguió llamando, pues, "Los Tiznados” y como
tales fueron responsabilizados de los asaltos a las cajas agrarias y
226 Pedro Claver Télléz

algunos bancos de C him a, C ontratación y G uadalupe. D e los dos


prim eros pueblos se llevaron siete m illones de pesos. D e G uadas
lupe, m illón y m edio y en otras acciones vandálicas se h ab la de
otro m illón. Es decir, que en el térm ino de ocho meses de pillaje,
"Los Tiznados”, inicialm ente financiados con cinco millones dé
pesos, d oblaron prácticam ente su b otín con estas tropelías y eso
les dio pie p a ra la serie de arrasam ientos colectivos que arrojaron
cerca de trescientos m uertos en sólo dos veredas: la C ueva de
Pavas y la L om a de A lvarez, que ellos consideraban un verdadero
nido de guerrilleros. N o sólo cayeron hom bres, sino m ujeres,
ancianos y niños cuyos cadáveres, la m ayoría insepultos, infesta­
ron los caños, las quebradas y los ríos o fueron pasto de las aves
de rapiña. Pero si la lista de m asacrados fue num erosa, los
exiliados se co n taro n p o r miles. El área rural de Santa H elena del
O pón; quedó prácticam ente desocupada y el éxodo term inó po r
crear un verdadero problem a social no sólo en el casco u rb an o dé
esa población, sino en los m unicipios vecinos de C ontratación,
G uacam ayo, L a Paz y G uadalupe. N unca, hasta ese m om ento,
en el M agdalena M edio santandereano se había vivido u n a situa­
ción semejante.
Ustedes se preguntarán ahora ¿qué hacían las autoridades
legítim am ente constituidas p ara fren ar este genocidio? Práctica­
m ente n ad a o m uy poco. Los investigadores y los jueces no
sacaban n ad a en claro porque en la región, lógicam ente, im pera­
ba la ley del silencio y el m iedo cundía com o ú n a enferm edad. El
ejército y la policía se m ostraron apáticos en la persecución
co n tra los asaltantes de las cajas agrarias y los bancos d eC h im á,
C ontratación, G uadalupe y Suaita. Su actuación fue precaria y
dio pie p ara que los habitantes se afianzaran en la idea de que
"L os tiznados” era un grupo param ilitar, creado no sólo para
realizar u n a m atanza selectiva en la región, sino p a ra ayudar a
estos a dirim ir su lucha contra el doceavo frente de las PA R C y ,
una larga lista de auxiliadores de la guerrilla, en su m ayoría
liberales. “ H ay pruebas fehacientes de que en los com ienzos de la
banda no solam ente participaron policías (uno de ellos m urió en
el enfrentam iento contra la fam ilia Traslaviña), sino que el ejérci­
to se hizo el de la vista gorda p a ra enfrentarlos y concretam ente
en el asalto a S uaita no quiso intervenir en la persecución d é lo s
fugitivos que llevaban encim a m illón y m edio de pesos robados a
Crónicas d é lá vida bandolera 227

la C aja A graria” , afirm a u n a fuente digna de todo crédito y que


pidió no revelar su nom bre. Y esa creencia se afianzó con los-dias,
a raíz de u n episodio bastante significativo, p o r cierto.

E n abril de 1983, u n a patru lla de la Policía N acional localizó,


dentro de un procedim iento de rutina que cum plía en la zona
rural de C ontratación, dos cadáveres del sexo m asculino con
m últiples heridas producidas p o r arm a de fuego. Inicialm ente, la
Policía los tom ó p o r simples cam pesinos que habían sido vícti­
m as de la ola de violencia. Pero cuando éstos fueron identificados
p o r cam pesinos de la región com o Leovigildo G aravito y Benja­
m ín M eza, la Policía cayó en cuenta que se tra ta b a de dos eficaces
auxiliares de la guerrilla con u n a larga tradición y cam bió su
p u n to de vista. Y en el inform e que entregaron a la prensa dijeron
que se tra ta b a de dos “ bandoleros” (así llam a la Policía a los
guerrilleros o sus auxiliadores) que eran buscados de tiem po
atrás p o r las autoridades judiciales bajo la sindicación de delitos
com unes com o abigeato, h u rto y lesiones personales. Inclusive se
dijo que “ los sujetos vestían prendas de uso privativo de las
Fuerzas A rm adas, con las que se hacían p a sar unas veces com o
m iem bros del Ejército y en otras ocasiones com o m ilitantes dé
agrupaciones subversivas” . Pero la inform ación de la Policía riñe
con la verdad y oculta el dram atism o a que han sido som etidas
centenares de fam ilias cam pesinas de esa región. La verdad es que
alguien m uy cercano a los incidentes reveló poco después que
G aravito y M eza habían sido hallados desnudos y ya casi p u tre ­
factos y que éstos h abían sido víctim as de "L os tiznados” en cuya
lista negra figuraban de tiem po atrás.

En noviem bre de 1983, era tan difícil la situación en Santa


H elena del O pón y a lo largo del M agdalena M edio santanderea-
no que cerca de quinientas m il personas o raron, sim ultáneam en­
te, en sesenta y dos parroquias de las Diócesis de Socorro y San
Gil. Exactam ente el veinte de noviem bre hicieron una jo m a d a de
ayuno, abstinencia y oración, pidiendo que cesaran los disparos,
la violenciá de todos lados y que volviera la paz. Lá idea surgió en
228 Pedro Claver Téllez

la p a rro q u ia de S anta Helena* orientada p o r el padre E duardo


Rodríguez y fue acogida de inm ediato p o r sacerdotes, religiosas y
laicos. Previam ente, se efectuaron reuniones y asam bleas con
m iras a sensibilizar y concientizar a todos los habitantes. “ F ue un
acto de fe, u n a plegaria del pueblo creyente que desea que lo dejen
trabajar; fue un acto de rechazo a la violencia, venga de donde
viniere” , dijo el padre R odríguez,a la prensa.

, Casi sim ultáneam ente se p rodujo un episodio que fue el


principio del fin de “Los tiznados”. U na noche en inm ediaciones
de Suaita. la b a n d a llegó h asta la casa de un p a r de herm anas,
viudas y ancianas, que tenían fam a de adineradas. E n la casa se
encontraba con ellas un hom bre y un niño de diez años. El
hom bre al. darse cuenta de la “ extraña visita” intentó escapar y
fue abatido p o r los crim inales. El niño se escondió sigilosam ente
entre un m atorral y desde allí observó u n a escena m acabra:
prim ero, la m eticulosa búsqueda del dinero que iban a robar
(ciento ochenta mil pesos) y luego el crim en de las ancianas que
fueron enterradas cerca de, un árbol. .El niño; siguió después,
fríam ente, la pista de los crim inales y vio dónde se escondieron.
Serían las siete de la noche, pero instintivam ente corrió hasta
Suaita y dio la voz de alarm a. H oras después guió a una.patrulla
de policías y civiles hasta el refugio de ja banda. La m ayoría logró
escapar, en m edio de un tiroteo im presionante, pero e sa noche
cayeron en m anos de la Policía tres de los cinco herm anos D íaz
M urillo: Flam inio, D anilo y Luis Alfredo. La noticia fue recibida
con júbilo en algunos sectores de la población, pero en otros
produjo escozor y u n a súbita: reacción en la Policía: la patrulla
que participó en la cap tu ra fue rem ovida dos días después, sin
fórm ula de juicio, lo cual hizo pensar a la ciudadanía que algo
turbio había en todo aquello.

Q ue había algo turbio, se com probó poco después. D os meses


m ás tarde, p o r lo m enos veinte tiznados al m ando de “Pocho”
Saavedra en traro n disparando en Suaita, a la que sitiaron p o r los
cuatro costados. En el pueblo había en ese m o m ento diez agentes
Crónicas de la vida bandolera 229

de la Policía, pero ninguno de ellos actuó de inmediato. En


consecuencia, "Pocho” Saavedra tuvo tiempo de llegar hasta el
centro del parque principal donde gritó a los cuatro vientos:
“¿Dónde están los detenidos?” . Después dispersó a sus hombres
con objetivos claros: el Banco Ganadero, la Caja Agraria y la
cárcel. En la cárcel, como es de suponer, estaban los tres herma­
nos Díaz Murillo apresados por el crimen de las ancianas a que
hemos aludido atrás. Entonces, se produjo una reacción inmedia­
ta de la población. Por lo menos veinte civiles tom aron las armas
y atacaron a la banda desde los cuatro costados del parque. La
balacera fue impresionante y la Policía participó en ella muy
tímidamente. No duró mucho. El tiempo suficiente para dar al
traste con las aspiraciones de la banda que perdió tres hombres en
el enfrentamiento. Eran estos Alfonso “Pocho” Saavedra y Gu-
mercindo y Ernesto Díaz Murillo. Otro de ellos fue recogido
gravemente herido: Efraín Roa Rodríguez. El resto huyó por un
costado del pueblo con un saco lleno de billetes robados a la Caja
Agraria. Media hora después llegó el Ejército. Un helicóptero
sobrevoló la zona, bastante despoblada y desmalezada. “ Era
muy fácil verlos desde el aire cuando iban en fuga. Pero ¿sabe qué
pasó? —me pregunta un vecino de Suaita—. Lo que tenía que
pasar: el Ejército con todo su aparataje no los persiguió. ¿Por
qué? Nadie se explica. O mejor dicho, sí. Pero la deducción se la
dejo a usted” .
LA GUERRA DE LAS
ESMERALDAS
(L o s capos de las esm eraldas a l borde del abism o.
‘‘E l C o lm illo ” im pone su ley).
Eran las tres de la tarde cuando llegamos a Pauna, la segunda
parada en nuestra atrevida incursión a la zona esmeraldífera de
Boyacá, donde se libraba hacía dos meses un episodio más de la
interminable “guerra verde” . Se denomina así a esa inextricable
carnicería, generada por la codicia de las valiosas gemas, en la que
han caído abatidos, a lo largo de los años, varios centenares de
hombres y mujeres, sin que ninguna de las políticas adoptadas
para la pacificación de la región arroje resultados positivos.
En los últimos sesenta días, la vindicta había cobrado úna
víctima diaria en promedio. En su mayoría, estos asesinatos eran
atribuidos a José Ruperto Córdoba, alias “El Colmillo”, un
despiadado asesino a sueldo quien, según informaciones recogi­
das por la prensa y la radio, había hincado su diente en la
humanidad de desaprensivos guaqueros y demás aventureros que
asomaban por allí en busca de fortuna. "E l Colmillo” había
alcanzado ya tal prestigio que iba en camino de convertise en un
mito semejante al de H um berto Ariza Ariza, alias “El Ganso”, o
. el de Efrain González* alias “Juanito”, quienes con base al terror
suscitado desde la sombra, lograron imponer su ley en esa tierra
de la impunidad. :
234 Pedro Claver Téllez

H acía más de una hora habíam os partido de Chiquinquirá,


capital de la Provincia de Occidente, en Boyacá, donde comienza
prácticamente (o donde term ina, según se le mire), el viacrucis de
esta guerra de nunca acabar. Poco después del almuerzo, había­
mos caminado desprevenidamente por el parque Julio F ló re z ,<
donde se lleva a cabo todos los miércoles el mercadeo de las
preciosas piedras. Y m ientras cam inábam os, pensaba en lo iróni-i
co que resulta que sea precisamente allí, en el tercero o cuarto
santuario católico del m undo, y el principal de Colom bia, donde
tenga lugar este profano e ilícito mercado que term ina, casi
siempre, en bárbaras orgías de sangre, sexo y licor.
El parque está emplazado en un área aproxim ada de diez mil
m etros cuadrados. Allí se encuentran los dos principales hoteles
(el Alcarraza y el Sarabita), la Iglesia de la Renovación (donde
según la leyenda católica tuvo lugar la renovación del cuadro de
la Virgen del Rosario), algunas dependencias oficiales y banca­
d as y el principal comercio de esa población de unos setenta mil
habitantes. En el centro del parque, adoquinado, con amplios
espacios verdes, tachonados de árboles aún no desarrollados del
todo, se levanta el m onum ento a la memoria del poeta chiquin-
quireño Julio Flórez. A esa hora el parque se encontraba prácti­
camente desocupado, pero en los alrededores había p o r lo menos
veinte vehículos aparcados: automóviles, camiones, taxis y cam­
peros. Estos últimos tenían la inocultable im pronta de sus pro­
pietarios. U no podía adivinar que eran de los guaqueros y comer­
ciantes de esmeraldas porque la m ayoría de ellos estaban llenos
de polvo y eran vigilados de cerca por celosos choferes y mucha­
chos con la indum entaria propia de aquellas tierras.
M inutos después, y mientras contem plábamos el m onum ento
erigido al bardo boyacense y leíamos el poema allí grabado,
observamos, disim uladamente, el ir y venir de por lo menos diez
hombres y algunas mujeres que ofrecían su mercancía al mejor
postor. Cuando uno de ellos, era abordado por un comerciante,
desataba el pañuelo donde llevaba las gemas, las exhibía y empe­
zaba la negociación y el infaltable regateo. Sólo se alcanzaba a
percibir el rum or de las voces, mas no era posible oír lo que
decían. En todo caso, la transacción no dem oraba arriba de cinco
minutos, así fuera aceptada o rechazada por el ocasional compra­
dor. Si ésta tenía lugar, el vendedor traspasaba las gemas en una
Crónicas de la vida bandolera 235

bolsa plástica o de papel, p o r lo general blanca, recibía la sum a


acordada, g u ardaba el pañuelo y cam inaba hasta su vehículo. El
com prador, con su m ercancía en la m ano, hacía otro tanto.
D eseosos de observar un poco más estas escenas, cam inam os
hasta una cafetería ubicada en el extremo-occidental del parque y
ocupam os u n a mesa, frente a un am plio ventanal, a través del
cuál podíam os ver todo sin m ayores obstrucciones. N o h ab láb a­
mos casi, o cuando lo hacíam os era m onosilábicam ente, pero un
hom bre de unos treinta años que estaba sentado en la m esa
vecina, siguió el hilo de nuestra conversación y se sintió tentado a
hablar. .
- —H oy no ha sido el m ejor día dé m ercado, por cierto —
anotó— . A noche m ataron a un com erciante y dos guaqueros y
cuándo eso sucede todo el m undo se llena de miedo. Se esconden
y no dan la cara. Pero cuando esto no ocurre, en ese cuadradito de
terreno se mueven millones de pesos.
H izo una pausa y prosiguió sin que se lo pidiéram os.
— Los tres fueron acribillados en un burdel del barrio de las
“chuchas”, en la salida a Sáboyá. Estaban tom ando trago y, de
un m om ento a otro, los sicarios entraron intem pestivam ente y
abrieron fuego sin m isericordia. Luego, m uy tranquilos, com o si
n ad a hubiera ocurrido, salieron, abordaron un cam pero y esca­
paron. Lo increíble es que una de las “chuchas” que estaba
sentada en las piernas de uno de ellos se salvó.

C on ese preám bulo reanudam os la m archa a eso de la u n a y


m edia de la tarde. Conviene advertir que no íbam os a M uzo, sino
a Coscuez porque era en los sectores de Borbur, Santa B árbara y
O tanche donde la guerra estaba en su apogeo. ,
La carretera que conduce a Pauna no es nada fácil p o r cierto.
U na vez se sale de C hiquinquirá se empieza a ro d a r sobre terreno
destapado, siem pre en descenso, dando tum bos y barquinazos,
com o uno im agina que es el cam ino hacia el infierno. A ndados
unos diez kilóm etros, la carretera se bifurca en dos ram ales. El de
la izquierda lleva a M uzo y el de la derecha a Pauna, B orbur,
236 Pedro Claver Téllez

S an ta-B árb ara y O tanche. Ese era nuestro destino, si es que


contábam os con suerte. Es u n a vía m ás transitada de lo que uno
. se im agina. El constante ir y venir de autom otores (especialmente
cam peros) enturbia el aire de tal m anera que u n o m archa todo el
tiem po entre una nube espesa y asfixiante de polvo blancuzco
que lo invade todo.
Pero no es solam ente el polvo el sím bolo de la atm ósfera
pesada que se respira en la región. Las tierras aledañas a la
carretera, p o r lo general aptas p a ra el cultivo y la ganadería, se
encontraban despobladas de anim ales y las escasas sem enteras y
casas de habitación' se veían solas. D ebido a la guerra el éxodo era
im presionante. P o r espacio de m ás de u n a h o ra no encontram os
sino una tienda cam inera, u n a anciana, u n a niña y un m uchachi­
to de som brero de jipijapa que a rreab a una m uía. E n esa tienda
hicim os un alto obligado p ara refrescam os, pero la anciana que la
atendía se m ostró rem isa a hablar. Casi pegada a la tarim a, bajo
el alero de teja de zinc, había u n a cancha de tejo reseca y sin
arreglar, sem brada a trechos con tapas de cerveza sepultadas
entre el polvo. Al fondo del rancho, había un cultivo de m aíz con
las crestas de las m atas com pletam ente resecas, indicio de que no
había llovido en m uchos días.
M ientras estuvim os allí (y a lo largo del trayecto hasta. Pau-
na), vimos asom ar intem pestivam ente en la curva varios cam pe­
ros, a bordo de los cuales iban hom bres oscuros y quisquillosos.
N o sé p o r qué pero estas escenas me recordaron, dé p ro n to , las
súbitas apariciones en la pantalla de pistoleros a caballo en las
películas del Oeste norteam ericano que tanto había visto en mi
juventud. C on la salvedad de que estos m odernos cowboys no
m ontan a caballo sino en m odernos y veloces cam peros y cam io­
netas y el revólver ha sido reem plazado por arm as poderosas
com o el R-15, la M ágnum y la Luger. L á violencia se insinuaba
no sólo en la velocidad que im prim ían a sus vehículos sirio en las
m iradas turbias qué uno alcanzaba a divisar p o r entre los empe­
ñados ventanales. U no tenía la sensación de encontrarse en una
tierra de nadie. ■ -
P o r eso cu ando vimos á P auna en la distancia, desde un
recodo de la carretera, sentim os alivio. N o porque fuéram os a
llegar precisam ente al ciélo, sino porque significaba el térm ino de
u n a travesía en la que habíam os com ido tan to polvo corno nunca
Crónicas de la vida bandolera 237

antes en otra misión periodística. Pauna está situada en una


planicie en declive, abierta y alegre, y desde el sitio donde la,
contemplábamos podíamos ver la torre de la iglesia, los techos de *
las casas y algunas calles paralelas al parque central. Y, al fondo,
recortadas contra el cielo azul plomizo, las crestas de numerosos
cerros escarpados y verdes. La población que, a lo largo de su
historia ha tenido varios nombres (Canipe, Pauna y Canipauna),
fue fundada en 1847 por colonos y aventureros que llegaron a
estas tierras atraídos por la fiebre de las esmeraldas y la abundan­
te producción de quina. H a sido siempre una población violenta
y es fama que allí, todas las semanas, hay, por lo menos, un
muerto a plomo. Allí impera la ley del revólver y la del silencio.
Minutos después, desembocamos en el parque principal, don­
de los campesinos y comerciantes desbarataban los toldos y las
carpas de sus transitorios ventorrillos. Nos detuvimos frente a
una cantina en la que hombres y mujeres parados ál pie dél
m ostrador tom aban cerveza y sostenían mutuas conversaciones.
Pero cuando entramos nosotros, todas las conversaciones se
silenciaron y un frío glacial se.apoderó del ambiente. Nos m ira­
ban de hito en hito. Pedimos tres cervezas y salimos para consu­
mirlas al pie de nuestro vehículo. Una mujer de unos cincuenta y
cinco años, ataviada con pafiolón negrp y sombrero del mismo
color, salió tras de nosotros y se dirigió a donde estábamos.
—¿Van para a b ajo ?—preguntó.
—S í —le respondí— ¿Está muy lejos Borbur?
—No vayan por allá que los matan —la mujer nos miraba a
los ojos y parecía muy segura de lo que decía—. Anoche asesina­
ron a un muchacho que venía en un campero. Un grupo de
maleantes hizo detener el vehículo, bajaron al muchacho a empe­
llones y lo m ataron delante del chofer y otro pasajero que venía
con él. ,
■ —¿A cuántas horas estamos de Borbur? —insistí, haciendo
caso omiso de su advertencia.
La mujer pareció sorprenderse con nuestra frialdad, se quedó
unos segundos en silencio y luego preguntó:
—¿Hasta dónde van, sumercé?
23 8 Pedro Claver Téllez

— A la m ina de Goscuez — respondí— , querem os saber qué es


lo que pasa. T am bién a O tanche. ¿Está m uy lejos Otanché?
L a anciana giró la cabeza, levantó la m ano derecha y dijo:
— O tanche está allá, detrás de esa cordillera. Se gastan unas
dos horas y m edia —volvió a m irarm e á los ojos— . Pero a la m ina
no Ies recom iendo que vayan. Ese es un nido de culebras, allí la
vida no vale nada. Pasen derecho, hagan de cuenta que la m ina no
existe. Y , si de verdad van p a ra O tanché, aprieten el paso porque
se les va a hacer de noche; después de las seis, disparan a los
vehículos que vean p o r la Carretera.
—¿Quiénes son los que disparan?
L a m ujer se sorprendió con n uestra ignorancia.
-r-¿No saben acaso que estam os en guerra o tra vez? Si yo
supiera quiénes soto los que disparan se lo hab ría dicho a la
policía y al ejército. Pero? ¡vaya uno a saber, sum ercé, quiénes son
los que disparan!
- La m ujer se encogió de hom bros y se llevó la botella decérveza
a los labios. D espués agregó:
— No vayan a decir quién les contó, pero sepan qué p o r aquí
to d o el m undo dispara. U no no sabe de dónde viene la bala. Sí,
todo el m undo dispara. T anto la policía com o los bandidos.
¡Virgen Santísima! A esta tierra se la llevó el diablo. U ñó am ane­
ce con vida pero no sabe si al anochecer está m uerto. D igan algo
p o r la prensa p a ra qiie se arregle este relajo.
—¿Y cuál considera usted que es el origen de esta situación?
— Las piedritas, sumerce, las piedritas. O, m ejor dicho, no las
piedritas sino la codicia de la gente. P o r aquí todo el m undo se
daña. Basta con que se sepa que alguien se ha enguacado p a ra que
se despierte la codicia m ás trem enda. ¡Ave M aría Purísima!
Esas piedras están m alditas.
La m ujer nos dio la espalda y entró en la tienda de nuevo.
N osotros la seguimos con las botellas yacías en las m anos. M ien­
tras' pagábanlos, el silencio volvió a reinar en el am biente.
— ¿A cuántas horas estam os de Borbur? —pregunté al tende­
ro.
Crónicas de la vida bandolera 239

El hom bre no levantó la cabeza. Estaba entretenido contando


las tapas de cerveza que tenía am ontonadas encim a del m o stra­
dor.
V,

— C u ando m ucho a u n a h o ra —dijo— . D epende de lo que les


rinda. Q ueda al otro lado del río.
D im os las gracias y abordam os el cam pero de nuevo. El
silencio tam bién se había apoderado de nosotros. ¿En qué pensa­
b an mis com pañeros de oficio y de aventura? José conducía con
prudencia pero con celeridad. F ernando, el fotógrafo, en el pues­
to de atrás, m iraba el paisaje a través de la ventanilla. La carrete­
ra, de igual configuraciónj se to rn a b a ah o ra m ás plana. D urante
un buen trayecto bordeam os pequeñas parcelas cultivadas de
café, caña de azúcar y p látano. La tarde era aú n calurosa, el polvo
había am ainado y uno po d ía percibir el o lor típico de la tierra
caliente. Luego, cuando volvim os a ascender, desaparecieron los
cultivos y aparecieron de nuevo los cerros, los potreros y el m onte
cerrado. Súbitam ente, desde lo más alto de la carretera, divisa­
mos a la derecha los vértices blanquecinos y erectos del cerro
F uratena.
¡El Furatena! ¡Dios m ío, el Furatena! U na m aravilla natural
con u n a historia increíble. Desde la m ás lejana niñez el cerro
estaba .en mis recuerdos. M i padre fue el prim ero en hablarm e del
cerro F uratena. M e contó su historia y m e hizo una descripción,
som era y precisa, casi científica, de sus características geológicas.
M e h a b ló de sus prim itivos habitantes, los aripíes y los m uzos,
relató em ocionado la aventura de la conquista, plena de episo­
dios fabulosos, tam bién om inosos, sobre la llegada de los españo­
les y de la codicia que se despertó entre estos hom bres cuando, en
1556, un devoto co lab o rad o r de la O rden de los Predicadores, el
capitán Ju a n Penagos, encontró en el vientre de una gallina una
estupenda esm eralda de los m ás altos, kilates, dos veces m ás
grande que un grano de m aíz calentano. Me contó la historia d é la
princesa F u ra te n a y del cacique Tizquizoque y revivió, p aso a
paso, su aventura de m inero frustrado y em pleado oficial p o r un
tiem po m uy corto, pero que m arcó su vida!p a ra siempre.
Sí, al frente estaba él F u ra te n a y yo sabía que F ernando, sin
im portarle la escasa luz de la tarde m ortecina, saltaría a tierra
p a ra accionar su cám ara. Así fue. El F u ra te n a es alto y m ajestuo­
240 Pedro ClaverTéllez.

so, está sem ióculto p o r el follaje de im ponentes árboles. D icen los


geólogos que el F u raten a füe, en su origen, un alto estribo de la
•cerranía del noroeste, ro to al través p o r algún terrem oto que dio
paso al río Zarve, a h o ra llam ado M inero, y añaden que las aguas
del río, que en otro tiem po era caudaloso y corría a razó n de una
legua p o r hora, labraron la ro tu ra hasta bajarla a nivel del cauce,
cortando la peña verticalm ente. Son dos cerros pegados en la
cim a y separados en la base p o r las turbulentas aguas del M inero,
el río que quizás h a lavado m ás sangre y arrastrad o m ás riqueza
entre los ríos colom bianos. Quienes han estado al pie de estos
im ponentes cerros, aseguran que se tra ta de un espectáculo im­
presionante frente ál cual se ven reducidas las fuerzas del hom bre.
El F u raten a tiene una configuración m uy extraña. Son dos
cerros fundidos, con la diferencia que uno, el F u ra, es m ás alto
que el otro, llam ado Tena. F uratena, es, pues, u n a palabra
com puesta que en el lenguaje de los m uzos, significa hom bre y
m ujer. Etim ológicam ente se denom inaría el cerro hom bre-m ujer.
E ra el antiguo ado rato rio de los m uzos. Allí veneraban la m em o­
ria de sus antepasados y Celebraban los rituales propios de su
cosm ogonía.. -
El F ura m ide 650 m etros sobre el nivel del río, de los cuales
cien son u n a línea perpendicular, “ determ inándose desde este
límite a la cúspide una ligera inclinación hacia atrás, sin más
vegetación que algunos arbustos. L a parte posterior d ef cerro, a
trechos m ontuosa, baja en ondulaciones rápidas y cortas dejando
al descubierto la altiva cresta del coloso, descarnada y en form a
de un inm enso bonete coronando u n a pirám ide irregular” , dice
M anuel A ncízar en “ Peregrinación de A lpha” , el m ás¡herm oso
reportaje publicado en C olom bia en el siglo pasado; “ El cerro
m enor —agrega A ncízar— m ide apenas 380 m etros del pie a la
cim a, cortado perpendicularm ente sobre el río y form ando a su
espalda un plano inclinado y ondulante, que com ienza a u n tercio
de la altura de la cum bre, dejándola aislada. La ro tu ra que los
separa tiene trescientos m etros de abertu ra en lo alto y treinta en
lo bajo, po r donde se precipita el M inero. C apas rectas y casi a
plom o, de sisto arcilloso y pizarra, constituyen uno y o tro peñón,
que lavados p o r los fuertes aguaceros dejan al descubierto las
puntas y aristas agudas que les dan la extraña apariencia que los
hace tan notables” .
Crónicas de la vida bandolera 241

Según la leyenda, en medio de esas fabulosas soledades^ vivió


la princesa Fura tena, una hermosa indígena de ojos refulgentes
cómo esmeraldas y cabello intensamente negro que le caía hasta
los muslos. Hija del cacique Maripí, uno de los más valientes dé
su raza, estaba destinada a casarse con el cacique Tizquizoque,
quien gobernaba una tierra semejante a esta, al otro lado de la
cordillera, pero el destino quiso que este romance no se consuma­
ra. Aparecieron, súbitamente, los españoles y con ellos la desgra­
cia se abatió sobre esas tierras.
Efectivamente. El primero en aparecer fue el capitán Juan
Lancheros en 1539 y, a partir de ese momento, el país de la
princesa Furatena ha sido el escenario de toda suerte de invasio­
nes y batallas inspiradas en la codicia de las esmeraldas. Lanche­
ros tenía su historia turbia y era afamado por su osadía y ambi­
ción. Hay quienes lo comparan con su compatriota Lope de
Aguirre, justamente apodado la “ira de Dios” . Lancheros militó,
inicialmente, en las filas de Nicolás de Federmán, pero cuando
éste lo licenció, por indisciplina, se puso al servicio de Hernán
Pérez de Quesada, hermano medio de Gonzalo Jiménez de Que-
sada. Hernán Pérez, a sabiendas de quien se trataba, nos hizo el
favor de enviarlo al territorio de los muzos y los aripíes para
domeñarlos. Nadie se explicó este proceder de Pérez, pero hay
quienes afirman que sus propósitos, más que benignos, eran
turbios. Los más íntimos amigos del sucesor de Jiménez de
Quesada, aseguran que lo envió con el ánimo torcido de desha­
cerse de él y no para una acción útil a la empresa de la conquista.
Sí, esta primera aventura de Lancheros en tierras de los
muzos y los aripíes, fue una empresa frustrada en la que estuvo a
punto de dejar el pellejo. Supo que, contra lo que le había
indicado Hernán Pérez, los muzos no eran un simple reducto de
los chibchas extraviados en esas soledades, sino una raza de
origen caribe, Soberbia y valiente, que contaba a cada paso con
fortalezas naturales para resistir la invasión española. Lancheros
tuvo que habérselas con una serie de quiebras y barrancos, no
interrumpidos por llanos y lomas limpias, donde se guarecían los
indígenas para evadir los temidos caballos que en aquella región
resultaron, a la larga, más embarazosos que útiles a los invasores.
La única véntajá a su favor eran los destrozos que causaban en las
huestes indígenas los arcabuces y demás ármas de fuego que
242 Pedro Claver Téllez

esgrim ían, com o locos, los desconcertados conquistadores. Pero


Lancheros se encontró con u n a tribu unida y efectiva en el
com bate, capitaneada p o r el cacique M aripí, padre de la princesa
F u raten a, quien causó serios descalabros en la tropa de Lanche­
ros, a quien al cabo arro jaro n de su territorio bien escarm entado.

En 1552 los acom etió de nuevo P edro de U rsúa con un cuerpo


de veteranos que lograron pen etrar hasta Pauna, con mil riesgos,
fatigas e infam es traiciones. U rsúa asesinó a los principales cau­
dillos indígenas, con lo cual, creyéndose vencedor, fundó la
ciudad de T udela, cerca del río G uazo, a la izquierda del cam inó
que de M uzo lleva a Puripí. M as los valientes indios volvieron a la
carga, atacaron y a rrasaro n la ciudad, y expulsaron de nuevo a
sus insufribles huéspedes. ■
Pero la experiencia enseñó a éstos el m odo de triu n far sobre los
heroicos m uzos y, en 1555, m archó sobre ellos de nuevo el
capitán L ancheros con u n cuerpo de arcabuceros y u n a jau ría
num erosa de perros cebados con carne de indios, los cuales
fueron cruelm ente cazados y despedazados en los bosques. Se
denom inó a ésta la batalla de río Z arve.(hoy M inero) donde,
según los cronistas, eran cien arcabuces contra cuatro m il fleche­
ros y. en la que "... muchos cuerpos fueron llevados por las aguas
rojas y cada disparo de arcabuz hería de muerte a tres, cinco y diez
de estos ‘salvajes’ ”, Venció Lancheros y noticioso- de que en
los cerros de Itoco había copiosas m uestras de esm eraldas finas,
fundó allí cerca u n a ciudad que llam ó Trinidad dé los muzos, que
es hoy el triste y miserable pueblo de' M uzo.
Pero la verdadera fiebre de las esm eraldas (dice el historiador
Javier G uerrero), se desató a p a rtir del año 1556, cuando un
devoto co lab o rad o r de la O rden de los Predicadores, el capitán
Ju an Penagos, encontró en el vientre de una gallina una esm eral­
da. Desde entonces, las invasiones al país de los m uzos serían
cada vez m ás frecuentes y .violentas, porque en esta em presa
dem oníaca no sólo los conquistadores españoles, sino los padres
franciscanos y dom inicos, han sido los generadores y las víctim as
de un em brujo que envuelve de recelo y .de codicia p o r igual al
conquistador, al fraile, al bandolero, al guaquero, al plantero y,
Crónicas de la vida bandolera 243

p o r qué no decirlo, a la policía, al ejército, a la C ontraloría, al


M inisterio de M inas y al Banco de la República.

A consecuencia de la codicia y la am bición, continúa G uerre­


ro, esta tierra ha sido testigo, a través de los años, de num erosos
hechos de sangre com o la asonada de 1901, la m ilitarización de
1951, en la que hubo num erosos m uertos y, en los años sesentas,
la aparición de bandas tan fam osas com o las que com andaron
H um berto A riza Ariza,' alias “El Ganso”, y Efraín G onzález,
alias “Juanito”.

Un poco m ás adelante, avistam os, p o r fin, las turbulentas y


negras aguas del rio M inero. N o se veía ta n caudaloso, cóm o era
de suponer, porque el verano llevaba ya varios días y cuando nos
hallam os en su orilla observam os que las aguas, que antes se
veían com pletam ente negras, se to m a b a n ah o ra cenicientas, p ar­
das, enlodadas, ¿Qué explica este fenóm eno? Sólo al o tro día,
cuando estuvim os en la m ina, pudim os d a m o s cuenta que el
color de las aguas se debe al perm anente desprendim iento de
pizarra que rueda de las paredes de la m ina y que desm enuzada
cae a lo profundo de un patio, donde es lavada y canalizada
m ediante acequias que después desem bocan en q u eb rad asy éstas
en el rio. Ésto significaba, adem ás, que, a pesar de la guerra, los
trabajos de explotación continuaban su m archa.
A travesam os el puente y veinte m inutos después entram os en
San Pablo de Borbur. E ran cerca de las cuatro y media, p ero el
calor era sofocante, B orbur es un pueblo pequeño, trazad o al
estilo de cualquiera de los otros, Pauna, p o r ejem plo, con u n a
calle larga que lo atraviesa dé un lado a otro, u n a iglesia y las
consabidas dependencias oficiales: la alcaldía, el juzgado, el cuar­
tel de la policía. Buscam os inicialm ente la alcaldía porque conve­
nía p o n e r al descubierto nuestras intencioriés con las m áxim as
autoridades y de ser-posible obtener algún tipo de ayuda o
colaboración en la tare a que nos proponíam os. La casa donde
funcionaba la alcaldía era igual a las demás, de dos pisos, ad ap ta­
da p ara el caso y allí.estaban tam bién la personería, la tesorería y
el juzgado. '
244 Pedro Claver Téllez

El alcalde no estaba pero nos atendió el personero, un hom ­


bre rechoncho, b a jito y adusto, de, unos cincuenta años. N os
condujo al fondo, a través de un pasillo, a su oficina, y u n a vez
instalado en su escritorio se puso a n u e stra disposición. El hom ­
bre h ablaba con la m ism a m o n o to n ía del ventilador que estaba
a su espalda y que hacía aletear la s hojas de papel a tra p ad a s, a
m anera de pisapapel, p o r u n a piedra de cuarzo. El personero
aludió, soslayadam ente; al p ro b lem a y dijo que la situáción que
allí estaban padeciendo era el p an cotidiano de esas regiones.
T odo ten ía su origen en la m ina, com o consecuencia del laboreo
de las esm eraldas y debido al rom pim iento de la p a z entre las
partes allegadas al conflicto.
—¿Cuáles son esas partes en conflicto? — le pregunté.
El personero carraspeó, m ovió nerviosam ente varios p ap e­
les, se pasó la m ano p o r la frente y dijo:
— De un lado están los socios de la m ina que, com o usted
sabe, la tienen en arriendo al E stado. P o r o tro , los p lan tero s y
guaqueros que derivan su sustento y sus utilidades de los so b ran ­
tes que deja la m ina. La paz se ha ro to entre ellos. '
—¿Por qué? , V.
— Los socios de E sm eracol (así se llam a la em presa a rre n d a ta ­
ria) han p rohibido que los guaqueros trab ájen en sus dom inios y
éstos no se c o n te n tan con los sobrantes que llevan las acequias
que escurren de la m ina. Y, h asta cierto pun to , los guaqueros
tienen, razón p o rq u e la costum bre de m uchos años es que éstos
tengan acceso a u n a p a rte del beneficio. Los guaqueros son
gentes venidas de to d as partes en busca de fo rtu n a y de la suerte
de ellos dependen miles de personas no sólo aquí sino en los
pueblos vecinos, inclusive en C h iq uinquirá y en B ogotá.
—¿Y de qué lado viene la bala? •'
El personero esbozó una sonrisa.
am bos lados, p o r igual. C aen dos de u n lado y tres del
o tro y viceversa. Los juzgados no d an a b asto p a ra a ten d er los
num erosos casos de sangre y cuando estos se ap restan a una
investigación los testigos callan. A eso se debe la im punidad.
Crónicas de la vida bandolera 245.

No fue mucho más lo que pudimos sacar de esta charla. Ya


caían las primeras sombras de la noche cuándo ,salimos de su
oficina. Afuera, nos topamos a dos policías parados al pie de la
alcaldía y nos dirigimos a ellos. Nos identificamos y tratamos de
complementar la información.
—¿Muy difícil la situación por acá?
Uno de ellos se levantó la cachucha, se rascó la cabeza y
anotó:
—Muy difícil para todos. Nosotros, por ejemplo, vivimos
entre la-espada y la pared. Unos compañeros nuestros que trata­
ron de penetrar en la mina en busca de un sindicado fueron
asaltados y heridos de gravedad. En estos pueblos todos los días
está uno con el alma en vilo. Esto es la caldera del diablo.
—¿Es verdad que corremos peligro si tratamos de subir a esta
hora hasta Otanche?
—No les recomiendo. Yo de ustedes me quedaría esta noche en
el pueblo.
—¿Hay hoteles en Borbur?
—No propiamente hoteles, pero allá, vea, en esa casa de la
esquina, les pueden dar albergue por esta noche. ¿El personen) no
les dijo nada al respecto? .
—No.
—El puede hablar por ustedes para que les den posada. Pero
inténtelo solos. Si no da resultado... el personero puede ayudar­
les.
Cuando nos movilizábamos hacia la casa indicada, a unos
cincuenta metros déla alcaldía, nos interceptó un muchachito de
unos doce años, de ojos grandes y saltones de color carmelito.
—Ustedes son periodistas, ¿verdad?
—¿Qué se le ofrece?
—Los mandan llamar.
—¿Quién?
246 Pedro Claver Téllez

El m uchachito hizo una señal y nos m ostró una casa ubicada


a unos veinte m etros.
—Mi papá.
—¿Quién es su papá?
El m uchachito hizo un gesto de disgusto com o diciendo
“ vayan, no les puedo decir m ás” . N os m iram os entre sí y estuvi­
mos de acuerdo. C am inam os en esa dirección detrás.del m ucha­
chito quien no dem oró en unirse a un grupo de hom bres sentado
a lo largo de u na banca colocada en el andén, frente a una casa de
un piso.
Nos salió al paso un hom bre de unos treinta y cinco años,
bajito, fornido, de grandes bigotes, con la camisa desabrochada y
una inmensa cadena de oro de la cual colgaba un Cristo, v
—Me llam o José T orcuato López Gualteros.
Su apellido n o me era desconocido. Inm ediatam ente com­
prendí que estaba frente a uno de los hom bres claves en esta
sangrienta pugna. No hacía veinte días había sido asesinado en
Bogotá un hom bre con estos apellidos y la víctima era precisa-
m ente de allí, de Borbur.
—¿Qué los trae p o r aquí?
—Querem os conocer la realidad de lo que pasa. ¿A qué se
debe la guerra?
López G ualteros hizo, una m ueca de disgusto.
— P or aquí no hay tal guerra —dijo— , eso es u ninvento de los
periodistas. Lo que está sucediendo, concretam ente, es que so­
mos víctimas de los atropellos de los señores arrendatarios de la
m ina y sus secuaces. Eso es lo que pasa. Pero vengan, siéntense,
por favor. Acom ódense, porque lo que tengo que decirles es
largo, no lo resistirían de pie.

Lo acom pañam os hasta la banca. Los que estaban allí senta­


dos —unos ocho en total, entre ellos u n hom bre viejo y canijo— ,
se pusieron de pie. Fernando alistó la cám ara para im prim ir unas
placas y L ópez G ualteros levantó la m ano derecha a la altu ra de
la cara y dijo:
Crónicas de la vida bandolera 247

— U n m om ento. Fotografías no — esbozó una sonrisa— . Me


pillan en ro p a de trabajo.
— P o r favor —le dije— , debem os llevár un testim onio gráfi­
co. Es la costum bre siem pre que se entrevista a alguien.
—¿Y es que pretenden hacerm e u n a entrevista? ¡Ja, ja! —
López G ualteros m iró a su gente— . D espués lo sacan a uno y
dicen que uno es u n bandido, un asesino, un m onstruo, u n a fiera.
—N o, esa no es nuestra intención. U sted nos dice lo que a su
m odo de ver ocurre y n osotros nos lim itam os a transcribirlo.
— M ire, am igo. P o r aq u í han venido m uchos periodistas y
term inan escribiendo novelas que no se parecen a la realidad.
¿Vio lo que salió en un periódico de la capital?
—B u e n o —expliqué— . N o todos los periodistas som os igua­
les, ni todos los m edios. N osotros trabajam os p ara u n a revista
seria, respetable. V am os a tratarlo com o usted se merece. N o
som os jueces ni n a d a parecido p a ra juzgarlos. Ese no es nuestro
oficio. D ígam e usted lo que piensa, lo que ocurre y nosotros
reproducirem os su testim onio. Voy a g rab a r p a ra que no haya
lugar a equivocaciones.
López G ualteros me m iró severam ente y dijo tam bién en
form a severa, term inante.
—N o quiero fotos ni grabaciones. C on esas cosas ustedes lo
com plican a uno. Yo vivo aquí y soy m ontañero, pero no soy
estúpido.
— Bueno —agregué— , entonces hablem os. ¿Me perm ite ano­
tar algunas cosas?
López G ualteros volvió a sonreír. El C risto que llevaba en el
pecho brillaba a la luz del bom billo que acababan de encender.
N o fue difícil descubrir que el C risto tenía grandes incrustaciones
de esm eraldas.
—Voy a hab lar aquí, en presencia de los amigos. Ellos me
servirán de testigos en caso de que a ustedes les dé p o r inventar
una novela.
E ra una am enaza tácita.
—¿Por qué m ataro n a su herm ano?
248 Pedro Claver Téllez.

López G ualteros se sorprendió con la pregunta, se sobó las


m anos, de dedos gruesos, donde brillaba un anillo de oro con
incrustaciones de esmeraldas.
— ¡Ah! ¿Usted sabe que m ataron a mi hermano?
-^-Sí, claro, deduzco p o r sus apellidos que usted debe ser
fam iliar de L aureano López G ualteros, asesinado en Bogotá
hace algunos días, ¿verdad?
El hom bre se to m ó som brío, se golpeó con el puño lá rodilla y
frunció el ceño. D e un m om ento a otro, sé convirtió en una
persona huraña, nerviosa. H abía envejecido diez años, p o r lo
menos.
— Sí —dijo— , a m i herm ano Laureano lo m ataron el prim ero
de junio en Bogotá. E ra una persona respetable, aquí y en todas
partes. E ra presidente del Concejo y fundador de la Defensa
civil. ' ‘ ' v ::r
—¿Quiénes lo m ataron?
—Si yo supiera quiénes lo m ataron — López G ualteros apretó
los puños y las m andíbulas— , si yo supiera quiénes fueron, ya
estarían pagando su crimen. O me habría hecho justicia p o r mis
propias m anos. Porque aquí la justicia no tiene náda que hacer.
Este es el reino de la im punidad.
—Pero, ¿tiene idea de quiénes lo m ataron?
—Idea, idea — López G ualteros movió la cabeza en señal de
escepticismo— . N o se necesita tener ideas para saber de dónde
viene la bala. Lo cierto es que hasta el m om ento en que m ataro n a
mi herm ano, todos p o r aquí éram os amigos. Quiero decir, todos
los que de alguna m anera tenem os que ver con la explotación de .
las esmeraldas; Estábam os unidos y todos teníam os frentes de
trabajo-en la mina. Pero después del entierro, que tuvo lugar en
Bogotá, las relaciones se rom pieron. Y lo más diciente de todo es
que los que rom pieron las relaciones, lo hicieron p o r su cuenta y
riesgo, sin que m ediara nada más. Eso quiere decir que se delata­
ron, no pudieron soportar, y se delataron ellos mismos.
—¿Cómo así? ¿Qué quiere decir con re delataron!
T orcuato López, se sobó el cuello con la m ano derecha.
Crónicas de ¡a vida bandolera 249

—Mire, más claro no canta, un gallo. Lo normal es que


hubiera seguido todo igual, ¿verdad?, que se nos permitiera
entrar a los sitios indicados para el guaqueo, que las relaciones
hubieran seguido siendo normales. Pero no. Nosotros que llega­
mos del entierro y nos empiezan a mandar razones: que ño
podíamos continuar en los frentes de trabajo, que esto y lo otro.
Es decir, se sentían culpables. ¿No le parece?
No dije nada. López Gualteros continuó.
—Después, la cosa se complicó aún más. No sólo impedían
que nuestros trabajadores ingresaran a los sitios indicados, sino
que ni siquiera nos permitían tomar el tram o de carretera que va a
Santa Bárbara y luego a la mina. M ontaron en Casablanca una
especie de aduana y el cobro legal al paso por allí es la bala, la
muerte.
—¿De quiénes me habla usted? ¿Quiénes son los que impiden
la entrada a la mina?
—Parece usted ingenuo o no está enterado..
—Tiene usted razón —dije—. No estoy enterado. Por eso, me
he tomado el trabajo de venir hasta aquí. Continúe, por favor.
—Mire, señor. Además de la empresa que tiene en arriendó la
mina, se quieren adueñar de la situación los señores Germán
Barrera García y Luis Enrique Murcia Chaparro. Viven en Casa-
blanca, que es paso obligado para la mina. Estos señores tienen
un ejército de unos 200 hombres bien armados, al mando de José
Ruperto Córdoba, alias "El Colmillo". ¿Ha oído hablar de "El
Colmillo”?
Le dije que sí, ese era, entre otros, el motivo de nuestra visita.
Conocer a fondo las actividades de "El Colmillo".
—Lo cierto es que los señores Barrera y Murcia están muy
bien acompañados. Ellos, con el patrocinio de la mina, se convir­
tieron en dueños de la situación. Son los privilegiados. No sólo
porque tienen el apoyo de la mina, de "El Colmillo” y su banda,
sino porque el señor Barrera García es primo del exgobernador
Napoleón Peralta Barrera. Estas alianzas, cómo se dará cuenta,
tienen palancas por lo alto. Por eso, ellos sí tienen acceso a la
mina. Nosotros no. ¿Entendido?
250 Pedro Claver Téllez

, — Quiere decir que B arrera G arcía y M urcia C haparro debe­


rían estar en iguales condiciones con ustedes. Pero ellos, p o r el
favor que prestan a la m ina, com o dueños de la situación, se
arrogaron ese privilegio. M ejor dicho, según usted, ¿la em presa
(Esm eracol) perm ite a los señores B arrera y M urcia la explota­
ción a cam bio de que no los dejen e n tra r a ustedes?
— Exacto con equis, corazón con zeta — dijo López
G ualteros— . Me parece que usted ha entendido muy! rápido la
situación. Esa es la verdad.
—¿Y quiénes están de este lado? M ejor dicho, ¿quiénes son
sus amigos? .;r; .......
— Todos, señor. Todos, porque el noventa p o r ciento de la
gente que vive p o r aquí, dependem os de la m ina. Eso quiere decir
que en este m om ento hay m uchas bocas sin qué com er y m ucha
gente con los brazos cruzados.
—E ntiendo que hace poco elaboraron un docum ento p ara la
presidencia de la República. ¿Las firm as que respaldan ese docu­
m ento son sus amigos?
— Correcto — dijo López G ualteros— . Sí, estam os unidos los
C astellanos, los Salinas, los Suárez, los Espitia, los Rodríguez y
los López. Eso es verdad. Esos que le acabo de m encionar,
incluidos nosotros, som os los dam nificados de la m ina, si así
pudiera decirse.
Q uedó, por mi parte, com pletam ente claro. De un lado esta­
ban B arrera G arcía y M urcia C haparro; del otro, los antes men­
cionados. En el centro, los socios de Esmeracol. Entonces, ya con
esas bases le hice u n a pregunta aún más atrevida.
—Me acaba de decir que B arrera y M urcia son los patrocina­
dores de “E l Colmillo” y sü banda. ¿Usted (o ustedes) cuántos
hom bres tienen?
López G ualteros esbozó una sonrisa, se golpeó con el puño la
rodilla y dijo: ........
—Yo, cinco hijos, todos pequeños. P o r eso es que a uno le da
miedo guerrear: la m ujer joven y los hijos pequeños — volvió a
sonreír— . ¿No h aría usted lo mismo?
Crónicas de la vida bandolera 251

Entonces, determ iné preguntarle:


—¿Es verdad que p o r aquí ya hay gente vinculada al n arco trá­
fico? ;
A López G ualteros sé le ilum ínáron los ojos.
— Claro que sí. Luis Enrique M urcia, a quien apodan “El
Pekinés” está sindicado de asesinato y narcotráfico. Tiene, ade­
más, el apoyo de D aniel C añón, alias “La Gata’’.
— ¿“La Gata”l ...No había oído hab lar de él.'
— Sí, es un bandido terrible, natural d eM arip í. Por aquí todo
el m undo supone que cuando bajen a “E l Colmillo” lo sucederá
“La Gata”.
—¿Y a dónde viven?
López G ualteros rio abiertam ente.
—No me va a creer si le digo que viven en la m ina, que allí los
protegen y les dan posada, aunque su an tro son C asablanca y La
C ulebrera. : L.
—¿La Culebrera? .
—Sí, así com o suena. Se tra ta de un barrio que hay abajo de la
m ina. Los guaqueros se inventaron estos nom bres. Tam bién hay
uno que se llam a “ El C hicó” .
López G ualteros me explicó el origen de estos nom bres. E ra
sencillo. En La C ulebréra vivían los guaqueros pobres y de baja
condición y en El Chicó, ubicado en m ejor sitio, los que tenían
dinero y podían darse el lujo de com prar futilezas a m anos llenas:
licor, droga, arm as, m ujeres. Ya p a ra despedim os le pregunté:
—¿Si quisiéram os podríam os seguir con rum bo a O tanche,
p o r ejemplo?
— Si quieren que los asesinen, claro, pueden seguir. Pero si
desean co n tin u ar con vida, les recom iendo que duérm an aquí.
L ópez G ualteros se apersonó de la situación. Precedidos p o r
u no dé sus hom bres m archam os en su com pañía hacia el sitio que
antes nos había indicado el agente d é la policía. El hom bre habló
p o r nosotros y así fue posible, que nos adm itieran.
252 Pedro Claver Téllez

La dueña era una m ujer adusta, de unos cincuenta años,


vestida a la usanza cam pesina con una larga saya que le llegaba
hasta los tobillos, som brero y delantal. En la casa funcionaba una
m iscelánea, una de esas típicas ,tiendas pueblerinas donde uno
puede encontrar de todo, desde u n a aguja hasta un vestido. Pero,
com o ya había caído la noche, la propietaria se disponía a cerrar.
Esperam os en el andén hasta que esto sucediera y después nos
condujo a lo largo del'patio interior, rodeado de m ateras, hasta
un cuarto del fondo al lado del cual caía un chorro rum oroso de
agua espum eante. E ra un cuarto pequeño, lúgubre, sin más
ventilación que una ventana pequeña y en el que había dos camas
estrechas.
—Si pueden acom odarse ahí, con m ucho gusto les doy posa­
da — dijo la m ujer— , si no es m ejor que vayan a otro lado.
—¿H ay o tro alojam iento? \
La m ujer nos m iró a la cara.
—No.
¡^—¿A qué h o ra saldrán p o r la m añana?
—T em prano, a las cinco.
N os dio la espalda. Bajam os las m aletas del cam pero y las
entram os. En el m ohiento en que esto hacíam os, se nos acercó un
m uchacho de unos quince años y nos preguntó:
—¿H ay que prepararles com ida?
r—si. ; 1 " ' ^ '^ 7
Proseguim os y ya cuando estábam os en el cu arto, volvió a
aparecer la m ujer, u n poco m ás distensibnada y atenta.
— Les he hecho p rep a ra r com ida. N o les aseguro que sea
buena, pero p a ra q u ita r el ham bre sí. ¿Van para la mina?
— Sí, tratarem o s de llegar allí. Es m uy peligroso, según nos
dicen, pero lo intentarem os. , _
— ¿Y a qué van, sí se puede saber?
Crónicas de la vida bandolera 253

—Queremos saber la verdad sobre lo qué pasa: el porqué de


esta guerra absurda.
—Yo he perdido dos hijos —dijo la mujer— y mi marido
quedó inválido. Estaba en el fondo de un socavón cuando estalló
un petardo y quedó ciego, cojo y manco. Ahí está, tirado en una
pieza, completamente inservible. Las esmeraldas están malditas.
Por fortuna, durante el tiempo que trabajó en la mina consegui­
mos para levantar esta casa, poner el almacén que ya conocen y
un ganadito que tenemos pastando por allá arriba en un potrero.
Pero la verdad es que las esmeraldas tienen su maldición.
—¿Y sus hijos cuándo murieron? .
—El mayor cayó en la guerra de 1975; el otro, hará unos cinco
meses. Todo el mundo asegura que lo mató “El Colmillo”, un
indio que pagan los inquilinos de la mina para que saque corrien­
do a todo el mundo, pero no se ha hecho justicia. Los testigos no
quieren hablar.
—¿Dónde murió su hijo? v :\
—Arriba, en el lomo de la cordillera. M añana cuando pasen
por un sitio que llaman la “ Vuelta del Diablo” , podrán ver la cruz
donde cayó mi muchacho. Venía, con otros, en una camioneta,
dicen que con algunas pepas entre el bolsillo y lo abalearon. A él
solo, porque los demás no traían nada.
La mujer se limpió una lágrima con el canto de delantal.
—¿Qué más sabe de “El Colmillo’7 ¿Por qué no nos cuenta
lo que sepa de él?
Hizo una mueca de desprecio.
—¿Qué más puedo decirles? Pues que es un asesino, un tipo
joven, dizque no tiene sino veintidós años, pero ya ha m atado a
más de cien. Cinco por cada año de vida. Unos lo pintan de un
modo, otros de otro. Pero la verdad es que se rrata de un cobarde,
no se deja ver la cara, como los hombres, sino que vive escondido
en la mina. Sus patrocinadores son no sólo la mina, sino los
Barrera y los Murcia. Es el asesino a sueldo de ellos. Basta con
que le señalen a alguien para que él haga el trabajo. Eso es lo que
dicen ¡Vaya uno a saber!
254 Pedro Claver Téllez

—¿Y las autoridades sabiendo que vive en la m ina no hacen


nada para detenerlo?
La m ujer hizo o tra m ueca.
—C on el p erd ó n de ustedes, las autoridades no sirven para
u n a m ... O los com pran, com o sucedió en épocas pasadas, ó les da
miedo, com o ocurre ahora. Los pocos policías que h an llegado
hasta la m ina no encuentran a nadie, salvo a los trabajadores de
la m ina, entre los cuales hay varios asesinos cam uflados. Pero
cuando hacen las requisas, “E l Colmillo” y sus hom bres de
confianza, porque dicen que m aneja unos 200, huyen hacia La
C ulebrera. A bajo, bien abajo de la m ina, entre el m onte. Y,
dígam e, ¿por allí quién se atreve?
—¿Sus hijos trab ajab an p o r su cuenta o pertenecían a algún
grupo?
—M i hijo m ayor, trabajaba solo. Pero el que m ataron hace
poquito tra b a ja b a en la cuerda de los López G ualteros, unas
veces; otras, con los Castellanos y los Espitia. N o tenía u n buen
plante y p ara tra b a ja r p o r cuenta p ropia se necesita un buen

—D e m odo que trab ajab a p a ra los López. ¿Y ellos n o hicie­


ron nada p a ra establecer el crimen? ¿No intentaron vengarlo?
La m ujer se agachó, jugueteó con el canto del delantal y dijo:

— A veriguaron, sí, hicieron averiguaciones sobre el paradero


del bandido; le hicieron algunos intentos, pero a la larga to d o
quedó así. A ese m iserable asesino no lo encuentra nadie. H uele el
peligro y huye com o todo cobarde. M ejor dicho, no da la cara, ¡Y
así cómo! Pero bueno, voy a ver cóm o anda la com ida.

Al otro día, m uy tem prano, em prendim os la m archa sin


desayunar. D e B orbur en adelante el tram o de carretera.es cada
vez más em pinado. Se sube hasta u n a altu ra equiparable a la de
Pauna, desde donde tam bién se puede divisar el F uratena, y luego
se rueda sobre el lom o de u n a cordillera bordeada de profundas
cañadas. A esa h o ra de la m añana el sol no había salido en to d a su
Crónicas de la vida bandolera 255

intensidad, estaba un poco nublado y p o r eso se tenía la im pre­


sión de estar a la altura de las nubes. No obstante, pudim os
apreciar a lado y lado de la carretera innum erables cruces, algu­
nas de ellas casi com pletam ente tapadas p o r los m atorrales. U n
verdadero viacrucis. E ntonces recordam os a la m ujer que nos dio
posada la noche anterior y supusim os que p o r allí, en alguna de
las curvas, en la que llam an del diablo, debió caer su hijo. E ra un
paraje com pletam ente solitario. N o encontram os a lo largo de
este trayecto de unos cinco kilóm etros ni u n a sola persona, ni una
casa a la orilla de la carretera, índice de que en aquellos ventis­
queros nadie se atrevía a construir una vivienda. Sólo después
supim os que ese es el sitio neurálgico, el m ás peligroso de esta y
todas las guerras que se han escenificado aquí. El más adecuado,
po r lo solitario y de fácil acceso a la m ontaña, p a ra h uir después
de com etidos los asaltos.
Nos sobrecogió el pánico. Pero, p o r fortuna, superado este
tram o la carretera se abre en u n valle m uy herm oso, al descubier­
to, tapizado de pastizales y po trero s aptos p a ra la ganadería. Allí
tam bién el cielo se despejó p o r com pleto. U n hom bre, ya viejo,
que iba arreando un h ato , nos dijo que Santa B árbara estaba
próxim o. Es este un caserío pequeño, de gran comercio, y el sitio
donde se bifurca la carretera. H acia la izquierda hay una vía que
lleva a la m ina de Coscuez. A la derecha, la que conduce a
O tanche. E n Santa B árbara hicimos un alto, prim ero, p a ra con­
sum ir algunas galguerías en u n a tienda y, después, p a ra hab lar
con la policía, cuyo retén está en la encrucijada de carreteras. El
pequeño caserío se veía a esa hora de la m añana (serían lás ocho)
lleno de gentes de la m ás variada condición y edad: el cam pesino
nato tirando de sus m uías y caballares, con bultos atados encim a
de las enjalm as y grupos num erosos de gente joven, ataviados
com o si fuera dom ingo. Alguien nos dijo que eran los guaqiiéros
en espera de que se arreglara la situación p ara poder ingresar a la
m ina. Luego n o s acercam os a la inspección de policía.
. —El com andante no está —nos dijo un agénte— , tuvo que
salir de urgencia p a ra C hiquinquirá. Pero... ¿qué se les ofrece?
■— Q uerem os ir a la m ina, pero nos dicen que debem os obtener
perm iso. ¿Es verdad esto?
El agente se quedó un ra to en silencio, m irando hacia la vía
que conduce a Coscuez.
256 Pedro Claver Téllez

—N o les recom iendo qüe se acerquen p o r allí. En C asablancá


les im pedirán el paso. Es m ejor esperar al com andante. Sólo con
su autorización p o d rán pasar.
— ¿Qué pasa en Casablanca? ¿Qué hay allí? .
•—Es paso obligado p a ra la m ina. Tienen orden de no dejar
e n tra r a nadie y ...disparan a quien intente hacerlo. -
—¿Y a qué h o ra estará el com andante de regreso?
— Lo esperam os a eso del m e d io d ía — dijo el agente— . Pero,
para m ayor seguridad, les recom iendo que vengan en la tarde.
Regresam os a la tienda donde m inutos antes nos habían
atendido. Entonces se nos acercó u n hom bre alto, m acizo, tn
m angas de cam isa y con el pecho velludo al aire. Se tocó la punta
del som brero alón y habló:
—¿Buscan noticias sobre la guerra?
—Sí —le respondí.
—¿Ven todos esos m uchachos desocupados?
Echam os u n a m irada alrededor. H abían por lo m enos cien.
—Sí — anoté— ¿Qué pasa con ellos? :
ü — Son guaqueros. A hora no tienen n ad a que hacer. En O tan-
che hay otro tan to . Se la pasan todo el día calle a rrib a y calle
abajo con las m anos en los bolsillos. N o tienen n a d a qüe hacer y
com o pronto se les acab ará la p lata no faltarán los ro b o s y los
atracos. La situación se pone m uy fea cuando no los dejan
trabajar. N osotros tam poco tenem os tranquilidad. P o r aquí na­
die puede hacer nada. N o sólo porque la m ayoría de lá gente vive
de la guaquería sino porque con u n a crisis así todos vivimos con
los nervios en pu n ta. A quí se está creando una bom ba de tiem po,
si es que ya no estalló. D igan p o r la prensa la verdad y n a d a m ás
que la verdad p a ra que esto se arregle. L a gente tiene derecho al
trabajo y a la paz.
—¿Y cuánto hace que están desocupados? ¿C uando com enzó
todo esto? : -
— H ace unos tres meses, pero ha ido em peorando. A la vuelta
de unos ocho o quince días, esto se p o n d rá color de horm iga si no
Crónicas de la vida bandolera 257

se arregla la situación. La gente honrada, la gente de bien se está


yendo de la región. Todos los días, salen camiones con trasteos.
¿Vio ese camión que salió hace una hora?
—No. No habíamos llegado aún.
Después de un silencio, pregunté.
. —¿Y no hay posibilidad de que. esta gente se ocupe en algo, en
la agricultura, por ejemplo?
El hombre esbozó una sonrisa.
—Por aquí nadie trábaja la tierra. Lá agricultura no da ni
para morirse de hambre. Todo el mundo le jala a la minería. Yo
creo que hay unas siete mil familias que dependen, directa o
indirectamente, de la guaquería. Los únicos que trabajan son los
viejos. ¿Los jóvenes? ¡Dios mío! Ya ni siquiera saben coger
un azadón. Bueno, eso es todo. Me voy porque tengo que cuidar
mis animales.
El hombre tomó una bestia de cabestro y empezó a caminar
calle arriba, hacia las afueras. Entonces, se nos acercaron tres
muchachos. Uno de ellos sonreía maliciosamente.
—¿Vienen a fotografiar la mina?
—No propiamente a la mina. Queremos saber qué es lo que
pasa,..;, M:;: i;i':V; J \ ,:Oí;
—Lo que pasa es que no nos dejan trabajar, ¿verdad?
Sus compañeros dijeron que sí con la cabeza.
—¿Dónde trabajaban ustedes?
r—Abajo, en un sitio que se llama El Silencio, a un lado de. la
quebrada que baja de la mina, Pero nos echaron hace cinco
semanas a pünta de bala. Ños tocó coger los chiritos y largarnos.
De no ser así nos hubieran matado. Por poco nos tumba “El
Colmillo”. -n.--...• . ■

—¿ “E l Colmillo’”} —pregunté, como si no lo supiera, cómo si


no hubiera oído hablar de él— ¿Quién es “E l Colmillo”’!
—Es el bandido que han puesto ahí, por cuenta de los Barrera
y los Murcia, con el apoyo de la mina, para que no nos dejen
trabajar en paz. .U;r
258 Pedro Claver Téllez

— ¿Ustedes conocen a “E l Colmillo”! ; i -

Los jóvenes se m iraron entre sí.


—Yo le he visto — dijo uno de ellos— . Es un indio joven,
tendrá unos veintidós años, pero tiene u n a banda m uy num erosa
y bien arm ada. N o se puede com petir con ellos.
—¿D ónde se la pasa? ¿La policía sabe dónde es su paradero?
D espués de u n rato.
—Vive en “ L a C ulebrera” y cuando la policía se acerca p o r
allí huye hacia “ Ó tro m u n d o ” . 1 ' ’
—¿O trom undo? — le pregunté; disim ulandom i ignorancia— .
Qué nom bre m ás raro ese. ¿D ónde queda “ O trom undo” ?. r.
— Bien abajo, en las orillas del M agdalena, en lím ites con
Santander. E stá a unos tres días a pie.
—¿Y qué piensan hacer a h o ra ustedes?
— Esperar. ¿Qué más podem os hacer? ; " - ’• ■- -
—¿Ustedes con quién trabajan? ¿Á qué grupo pertenecen?
—T rabajam os p ara el señor Espitia, que vive aquí —el m u­
chacho giró la vista en dirección al sitio que nos señalaba— .
Som os com o cincuenta los que trabajam os p ara él. El es nuestro
plantero. .. ■ ;
—¿Qué es un plantero? ■ .; ; - -
— El que pone el dinero y el que nos da los elem entos p a ra el
trabajo. Nos da la com ida, la ropa y las herram ientas. N osotros, a
cam bio, negociam os con ellos el producido del trabajo. D espués
hacem os cuentas y nos descuentan lo que hayam os gastado. Eso
es lo que se ha establecido p o r aquí. Pero ahora...
—¿Fódríam os hab lar con el señor Espitia?
— No — repuso uno de ellos— , el señor E spitia está po r
O tanche. Tiene una reunión “con los C astellanos. ¿H an oído
hab lar de don Polo Castellanos? ;:,r, ¡ . :
Le dijim os que no, no conocíam os a nadie. Era la prim era vez
que íbam os po r allí.
Crónicas de la vida bandolera 259

—Si pueden, vayan a O tanche. Allí puede preguntar p o r don


Polo Castellanos. C ualquiera le dirá dónde vive. Sería bueno que
hablara con él porque está a p u n to de m andarle una ca rta al
presidente y sería bueno que Ustedes la conocieran.
: Y, sin pensarlo dos veces, tom am os la vía que conduce a
O tanche, distante m edia hora. ::

>; O tanche está en un altiplano. Se n o ta que es un pueblo joven,


con.ún p arq u e central rodeado de easas de uno y dos pisos, una
iglesia de extraño estilo, blanca, alrededor de la cual se extiende
un inm enso balcón, pintado tam bién de blanco, frente al cual hay
por lo m enos unas trescientas personas. A lrededor del parque
sem brado a trechos con m acetas de flores y árboles enanos, uno
puede contar unos Veinte hom bres jóvenes. Se no ta de inm e­
diato que son guaqueros desocupados, gente arisca y pendencie­
ra, sobre todo cuando han ingerido licor. Pero son las ocho y
m edia de la m añana y todo el m undo está en sano juicio. Busca­
mos un restaurante p a ra desayunar. N os indican el m ejor, al final
de una calle que term ina en u n a prolongada depresión del terre­
no. El m uchacho que nos atiende tendrá quince años. D espués de
ordenar el desayuno, le pregunté:
—¿Conoce usted a don Polo Castellanos?
— Sí, claro — contestó el m esero— .V iv e aquí no m ás, en esta
m ism a cuadra. Pero ah o rita no está en su casa. A nda p o r el
pueblo recogiendo firm as p a ra enviar un m ensaje al presidente
Belisario Betancur. ' ■■ • •••■'
—¿Y eso p o r qué?
— La situación p o r aquí está m uy fea — anotó el joven
m esero— . N o se puede tra b a ja r en la m ina y el pueblo está lleno
de gente desocupada que no d em orará en volver esto un infierno.
E ntre ellos hay m uchos antisociales, gente con tres o cinco m uer­
tos entre pecho y espalda.

El desayuno no dem oró. Lo consum im os rápido, en silencio.


A l pagar la cuenta, ’salim os de nuevo a la calle. En sentido
260 Pedro Claver Téllez

contrario venían unos diez hom bres, la m ayoría de ellos vestidos


de blanco y con cam isas a cuadros, ostentosas, algunos de ellos
con una g rab ad o ra en las m anos. Les salimos al encuentro, a pie.
José subió al cam pero y nos siguió despacio. Al frente de ellos
venía un joven de unos diecisiete años, con la m ayoría de los
botones de su cam isa abierta, de aposta, en el pecho velludo. En
la m uñeca de la m ano izquierda lucía un pom poso reloj de oro.
— Ustedes son periodistas, ¿verdad? —pregunta el guaquero
sacando el pecho, desafiante.
— Sí, claro,: eso se n o ta a leguas — an o ta el joven qüe lo
sigue— . Vienen a levantar p o lv ared a con este enredo. Van a
enredarlo m ás. N o deberíán existir periódicos.
D ebí hacerles u ñ a cara espantosa de hom bre serio y decidido.
. —Venimos a conocer la verdad de esta guerra. Q uerem os d ar
á conocer lo qué opinan las partes en pugna.
—T odos som os h o m b re s ,d e tra b a jo , pero los señores de la
m ina no quieren dejarnos guaquiar — dijo el prim ero.
—¿Son todos de la región?
— Algunos, la m ayoría. Pero.yo soy bogotano y allá trab ajab a
com o m ensajero en u n a droguería,: G an ab a m uy p.oco, escasa­
m ente p ara vivir. En cam bio, aquí, me puedo poner h asta cien mil
pesitos a la sem ana, a veces los doscientos. Y cuando uno está de
suerte y se.enguaca, pues se hace m illonario. ni,!:.
—Buscam os a don Polo Castellanos. ¿Lo conocen?
— C laro, es nuestro plantero. Casi todos trabajam os p ara él o
p a ra los E spida. D ebe estar p o r los lados de la casa cural reco­
giendo firmas. V am os a m andar una carta al presidente Betancur.
O nos arreglan la situación o hay plom o hasta nueva orden. Los
de la mina,-quieren todo p ara ellos; solos*-Son unos avarientos.
. Seguidos p o r la cuadrilla' asom am os al parque. C am inam os
en dirección de la iglesia situada en la parte alta del parque.
A travesam os el cuadrado del parque, en diagonal, en el m om ento
en que bajaba la m ultitud siguiendo a un ataúd. N os detuvim os
p a ra =hablar con un hom bre ya m aduro, ceñudo y b a rb a d o que
Crónicas de la vida bandolera 261

acom pañaba el cortejo fúnebre. C on él iba otro más joven, al


parecer su hijo.
—¿Quién es la víctima?
—No sé cóm o se llam a. Dicen que e su n jo v e n g u a q u e ro y q u e
no tiene parientes conocidos p o r aquí.
—¿Y cóm o fue su m uerte?
— ¡Se suicidó! — dijo el m ás joven, con tina m ueca m aliciosa
en los labios— . Lo pelaron por pendejo. , ‘ .
— N o sé cóm o se llam a -^agregó el b arbado, aún m ás ceñudo,
a quien reconocí com o un guaquero en uso de buen retiro— . P or
aquí la gente no tiene nom bre seguro.
' El ata ú d pasó de largo, seguido po r el largo cortejo. El
hom bre que estaba a mi lado, agregó: -
— Vam os a su entierro, porque no hay n ad a más qué hacer.
La m ina nos tiene cesantes. N o a mí, m ejor dicho a los jóvenes. La
m ina no es para los viejos. Se necesita salud y buena suerte. N o es
un trabajo para cualquiera. Se lo aseguro^'
—¿Son muy frecuentes los entierros?
El hom bre sonrió m alicioso.
— C uando m enos uno diario. Ese es el prom edio hasta el
m om ento. Verem os qué pasa después. A quí hemos tenido récord
de tres y h asta cuatro entierros diarios, sin contar los que’ se
quedan sin sepultar en m edio de los socavones y en los abism os de
las m ontañas. Son, en su m ayoría, asesinados en el casco u rb an o y
en las veredas m ás cercanas. Caicüle, pues, cóm o será m onte
. adentro. j
U no de los jóvenes que nos acom pañaba regresó p ara decir­
nos dónde estaba Polo Castellanos.
— V am os, los espera en la casa cural.
C am inam os en esa dirección. Polo C astellanos y Luis E nri­
que E spida nos esperaban en la puerta de la casa cural. Espitia es
un hom bre alto, u n o ochenta p o r lo m enos, con un enorm e
som brero alón sobre la cabeza, una ostentosa ¡cadena colgada del
cuello, de oro con incrustaciones de esm eraldas, esclava de oro y
262 Pedro Claver Téllez

anillos rem atados en piedras verdes. T endrá unos cuarenta y dos


años. Castellanos es bajito, m ono, peinado hacia atrás, sin som ­
brero, m acizo y cuarentón. Tiene una m irada penetrante de ojos
verdes, la cara redpnda, rem atada en un m entón puntudo.
—T odo nuestro reclam o está consignado en esta carta —dijo
Castellanos— . Ya faltan pocas firm as. M añana m ism o se la
harem os llegar al presidente. ,
—Somos partidarios, y pedim os ahincadam ente — anotó
Espitia— que m ilitaricen la región. Es lo ffiejór. Es la úñicá
m anera d e a m e d re n ta r a "E l Colmillo” y su ban d a de asesinos a
sueldo. N o veo o tra posibilidad de volver a; guaquear. :
—P o r lo m enos treinta mil personas vivirnos de la guaquería
directa o indirectam ente. Y la m ina quiere quitarnos el pan de la
boca — dijo C astellanos— . E stando esto.m ilitarizado, hay requi1
sas perm anentes y en consecuencia se sabrá quiénes som os los
honrados en la región' Eos señores de la m ina quieren asustarnos
con el tal ‘‘Colmillo” , p é ró ese asesino no p o d rá con nosotros.
Fue una entrevista m uy corta. C astellanos y Espitia salieron a
recoger el resto de firm as h asta com pletar dos mil. A ntes del
m ediodía, acom pañados p o r u n cam pero d é Espitia o de Caste­
llanos, regresam os con ellos a Santa B árbara. Allí nos despedi­
m os y volvim os al cuartel de la policía. El com andante del puesto
no había regresado, pero un sargento nos autorizó a seguir,
escoltados p o r una pareja de agentes qué nos acom pañó h asta un
recodo del cam ino. U nos cien m etros adelante de C asablanca, el
refugio de los B arrera y los M urcia a quienes inculpaban de ser
protectores de la m ina. D esde allí podía verse en la distancia el
com plejo to tal de la m ina de Cosciiez.
., Se tra ta de un espectáculo n ad a grato a los ojos. L a im ponen­
te vista de u n a m o n tañ a cercenada, llena de inm ensos agujeros
que desde allí se ven com o los alveolos de un avispero. Ü n
cam pam ento enorm e que supongo es el centro de operaciones de
la m ina, arren d ad a p o r Esm eracol al Estado. Al fondo, supongo,
están los desocupados barrios de guaqueros que, p o r cierto,
tienen nom bres singulares: El Chicó, El Silencio y L a C ulebrera.
Este últim o, el que está m ás al fondo, es un reducto inaccesible
para todos: el refugio de José Ruperto. Córdoba, alias ‘‘E l Colmillo”.
Crónicas de la vida bandolera 263

!,.; L a m ina es caso aparte.


D esde tiem pos im m em oriales fue adm inistrada p o r depen­
dencias oñciales: el M inisterio de M inas, el Banco de la R epública
y la E m presa C olom biana de M inas, Ecom inas. El sistem a no dio
nunca resultados positivos p o r varias razones, entre otras porque
siem pre reinaba allí la codicia y la corrupción. La m ayor parte
de la producción, com o tam bién sucede ah ora, quedó y queda en
m anos de los guaqueros piratas qué tienen su centro de operacio­
nes en los barrios antes señalados. D ebido a eso, el gobierno del
presidente A lfonso L ópez M ichelsen determ inó sacar la m ina a
licitación en 1977, un a vez concluida la guerra que originó m ás de
m il m uertos en seis meses de m utuo candeleo. La licitación fue
ganada p o r la em presa Esm eracol de la cual son socios los
señores V íctor Q uintero y Ju a n Francisco V argas, entre otros.
V argas y Q uintero, de quienes se dice que andaban en m alos
pasos con la ju sticia, eran, p o r obra y gracia de la licitación, socios
legales del Estado. Ironías de este bello país colom biano.
< Pero a pesar de que la m ina qüedó en m anos particulares,
nunca term inó el guaqueo. Estos sedas arreglaban pára tom arse
la m ina en las horas de la noche y excavar entre los socavones y las
pintas que dejaban los técnicos y trabajadores dé la m iña en el día.
“ La em presa considerando que m ás de un millón de personas
vive en C olom bia de las esm eraldas (sólo en Bogotá hay cincuen­
ta mil talladores) perm itió, desde un principio, el acceso de los
guaqueros” , anotó el ingeniero Alfonso Soto. ‘‘Y eso fue un
gravísim o error. El guaqueo aum entó con los días y se volvió esto
im posible, insoportable. Estam os trab ajan d o para ellos” , agre­
gó-
—¿Cuál es la situación de la em presa en éstos m om entos?
— La em presa no ha dado utilidades hasta el m om ento —
asegura Soto— .’ La m ayor parte de la producción se la llevan los
guaqueros y p o r eso la em presa ha tenido m om entos difíciles
p a ra cum plir con el canon de arrendam iento que es de tres
millones de pesos m ensuales. L e aseguro que pasam os meses sin
descubrir u n a veta y cuando esta pinta es saqueada de noche por
264 - Pedro Claver Téllez

los guaqueros. Esto es lo que h a originado la terrible situación a


que estam os abocados.
En la m ina labora un técnico brasileño, Jefferson Barbosa
Figuereido, cuya presencia allí ha sido cuestionada p o r el bando
de los planteros. Estos afirm an que los extranjeros, á espaldas del
gobierno, pretenden apoderarse de la m ina. Pero B arbosa Figue­
reido fue co n tratad o p o r uno de los socios,; Francisco Vargas,
com o su hom bre de confianza p a ra controlar, la explotación.
-Hay recelo y desconfianza, inclusive entre; los socios. A lfonso
Soto es, al parecer, el hom bre de V íctor Q uintero. F ueron en todo
caso m uy cautos en sus declaraciones que atib o rrab an de lengua­
je técnico p a ra confundirnos. ....., . .i ;;
— Yo soy un especialista en m inas, soy nacido (nos m uestra la
cédula y el pasaporte) en tina región del Brasil que se llam a
M inas G erais y esta es la razón p o r la cual me encuentro trab ajan ­
do aquí. No soy inversionista ni una persona que venga a ápbde-
rarse d é nada. Soy un simple técnico. 1 :

. Ya con la tarde nos invitaron a alm orzar. L a charla giró


acerca de otros problem as de la m ina u originados p o r esta. Se
nos hizo tarde. La noche se vino encim a. Pero antes del anochecer
tuvim os un extraño encuentro.
Un grupo de m uchachos, provenientes de La C ulebrera, al
m ando de un hom bre de unos veintidós años, grueso, de pelo
aindiado y cara redonda se acercó hasta nosotros. Fernando
tra tó de accionar la cám ara p ara cap tar la escena, pero el hom bre
que los com andaba reclam ó, con energía, .que rio qúerían fo to ­
grafías p ara la prensa. D os o tres de ellos hicieron el intento de
correr. El hom bre ab rió la boca desdentada y nos m ostró los
colmillos am arillentos. . -• -
. —j-Venimos a buscarlos. Q uerem os desm entir las publicacio­
nes d e prensa y radio que sindican a la gente de La-Culebrera d e
tenet problem as ,con los planteros p o r estar al servicio de la
m ina. Pero se tra ta de u n em pleo, com o cualquier o tro, el de
guaquero, ppr ejem plo. Som os em pleados de la m ina y Ja hace­
m os respetar. E^e-esnuestro delito.
Crónicas de la vida bandolera 265

Otro anotó:
—Trabajamos al mando de los Barrera y los Murcia. Y por
ese hecho los Castellanos, los Espitia y la totalidad de los plante-
ros nos sindican de delitos que no hemos cometido.
—Venimos especialmente a entregarles este documento don­
de están señalados los delitos cometidos por ellos contra nuestros
amigos y seguidores. Tienen una banda de guaqueros asesinos a
sueldo. ¿Entiende?
El hombre me mostró los colmillos y la caverna de su boca en
medio de ia sombra.
—¿Por qué lleva armas? —le pregunté.
El hombre sonrió con bríos. Soltó una carcajada maliciosa.
—Sin armas por aquí se lo comen a uno vivo y uno tiene que
defender la vida. Es lo único que tenemos. Pero bueno, eso es
todo, sólo queríamos entregarles ese papelito. Hasta luego y
buena suerte.
—¿A dónde van?
—Por allá abajo, a guaquiar —y señaló en dirección a La
Culebrera.
Estoy seguro que, por lo menos, durante cinco minutos ha­
bíamos tenido al frente al famoso “Colmillo” y parte de su gente.
Oscureció del todo y caminamos de nuevo hacia el campamento.
Cuando nos íbamos a acostar escuchamos varias explosiones y
disparos aislados por los lados de la mina. Cuando preguntamos
al ingeniero Soto de qué se trataba, dijo:
—Son los guaqueros que vienen a sepultarse entre los socavo­
nes. Esta es la hora en que aprovechan el trabajo que nosotros
explotamos en el día. Parecen micos escalando estos precipicios y
topos que se sepultan entre los socavones. Esto es cosa de nunca
acabar.
—Pero escucho también disparos aislados.
—Claro —dijo el ingeniero—, no hay otra manera de correr­
los. Sólo a plomo se arreglan estas cosas por aquí. Esto, como le
digo, es cosa de nunca acabar.

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