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<Trilogía Segunda Guerra Mundial - 2>

El autor vivió la batalla de Moscú en la capital roja, y por su directo


conocimiento de los dos bandos en lucha, ruso y alemán, sus páginas tienen un
impresionante valor de testimonio objetivo. Plievier retrata con excepcional
relieve el avance de la gran máquina combativa alemana hasta llegar a 50 km de la
capital rusa. Luego nos presenta la breve historia desgarrada de la capital
soviética ante la inminente ruina. El pánico de la gran ciudad alcanza, gracias a
la pluma del escritor, proporciones épicas. La novela se cierra con la
contraofensiva roja que llevará a los alemanes hasta la batalla de Stalingrado, en
la que el ejército del III Reich sucumbirá víctima de las armas rusas, el hambre y
el frío.

Theodor Plievier

Moscú

Trilogía Segunda Guerra Mundial - 2

ePub r1.0

Titivillus 04.03.18

Título original: Moskau

Theodor Plievier, 1952

Traducción: Tristán La Rosa

Diseño de cubierta: Erwin Bechtold

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

PRIMERA PARTE
La palma de victoria corresponderá al primero que, ante las avanzadas de su unidad,
vea las almenas de Moscú.

De una Orden del Día del XII Cuerpo de Ejército alemán.

En primer lugar tenemos dos regimientos procedentes del Norte de Alemania, mandados
por Eck von Romschach y por Kunrat von Bomelbürg. Más de nueve mil lansquenetes.

En segundo lugar tenemos ocho mil caballos alemanes.

En tercer lugar tenemos siete mil hombres de a pie, de los Países Bajos.

Además tenemos dos unidades de italianos y españoles.

Además tenemos dos unidades de zapadores con picos y palas. Y también tenemos
treinta y cinco armas pesadas, con toda clase de munición y pertrechos.

Además hemos conquistado e incendiado la ciudad de San Pablo, y hemos dado muerte a
tres mil hombres de a pie y a caballo.

Además hemos tomado e incendiado la ciudad de Muntroi y algunos pequeños fuertes de


su alrededor.

Además estamos ante la ciudad cuyo nombre es Terbona, que con la ayuda de Dios
también pensamos conquistar.

Dado en el campamento de Terbona, el día 18 de junio del año MDXXXVII.

VIEJO DOCUMENTO

«Ahora, para esto y para lo de más allá, tenemos, tenemos…» «Ahora tenemos
lanzacohetes y caballos y conservas, y también algunas unidades de italianos y de
españoles, y también zapadores, con picos y palas, la mayoría de los cuales son
judíos evacuados, por lo que, en mi opinión, esa gente no es muy apta para trabajar
la tierra. Hemos conquistado más de una ciudad con los pueblos y tierras de su
alrededor, y hemos saqueado de lo lindo, aunque ahora al hecho de saquear se le da
otro nombre… Hemos requisado materias primas, productos industriales, artículos
semimanufacturados… Y ahora —y también aquí sirve el ejemplo— hemos llegado ante
una gran ciudad, cuyo nombre no es precisamente Terbona, o mejor dicho, en vez de
estar ante una ciudad, hemos llegado ante un gran pueblo, al que, con la ayuda de
Dios, pensamos conquistar y dejar arruinado.»

—Pero ¿qué significa esta broma y qué me importa a mí todo eso?

El teniente general Von Bomelbürg dejó el facsímil del viejo documento sobre la
mesa, junto a la Orden del Día y a unos «Documentos Secretos para el Mando», que
aquella mañana había recibido, y luego, sobre los papeles, dejó la lupa, que
acababa de utilizar, y los lentes. Se volvió hacia la puerta y llamó a su ayudante.

El ayudante entró en el acto.

Ocurría esto en la habitación de una granja polaca. La mesa del general ocupaba
casi toda la estancia. Unas sillas estaban cubiertas con papeles y actas.

—Siéntese usted, amigo.

El mayor Butz cogió los papeles que había sobre una de las sillas, y los trasladó
de sitio. Luego se sentó al lado del general, manteniendo su cara junto a la oreja
izquierda de su jefe.

—¿Qué significa esto? —preguntó el general señalando el facsímil que había estado
leyendo.

—Es algo que el coronel Schadow encontró en un archivo de Lodz; es un documento del
año 1537, que se refiere a una de las campañas de Carlos V. El coronel Schadow cree
que puede interesarle a usted, mi general.

—¡Ah!, debe ser a causa de este Kunrat Bomelbürg de quien se habla. Parece que ha
habido bastantes de esos Bomelbürg. Yo no sé nada de todo eso. Yo sé de mi padre y
de mi abuelo, y ellos, a su vez, sabían de los suyos. Esto es todo. De todas
maneras dele usted las gracias de mi parte al coronel Schadow. Y, hablando de otra
cosa, mañana por la mañana el fiero Odin se pondrá en marcha. ¿No hay ninguna duda
sobre el particular?

—No, mi general. Los ayudantes que mañana participarán en el ataque desean hablar
con usted, mi general.

—¿Dónde están?

—Aquí mismo, en la sala de trabajo.

Esta conversación entre el general y su ayudante tuvo lugar de la siguiente manera:


lo más extraordinario, esto es, el hallazgo del facsímil por el coronel Schadow, lo
dijo el ayudante al oído del general, y el deseo manifestado por los ayudantes, que
no tenía nada de particular, lo adivinó el general a través de los movimientos de
la boca de su ayudante, cuyo rostro, que generalmente veía él como una pálida
mancha estaba profundamente inclinado, a dos dedos del suyo.

El general se levantó y, seguido de su ayudante, entró en la sala de trabajo del


jefe de la Plana Mayor, donde este daba las últimas instrucciones a los ayudantes
del Regimiento.

—Señores —dijo el general, dirigiéndose a los ayudantes—: mañana por la mañana


saldrá el tren. Ya saben ustedes lo que esto significa. ¡Ah!, ¿está usted aquí,
Langhoff? —exclamó al ver que a su lado tenía al jefe de la batería montada—.
Espero que el fuego de las baterías funcionará correctamente. Sobre todo, quiero
que el pueblo situado en el cruce de las carreteras sea eficazmente bombardeado, de
manera que la infantería pueda atacar inmediatamente. El éxito depende en gran
parte de la sorpresa con que se inicie la acción. Lo digo esto para todo el mundo.
Bueno, señores, ya sé que ustedes conseguirán lo que nos proponemos. Todo estuvo
siempre perfectamente bien. Todo está ahora perfectamente bien. ¿Tienen ustedes la
Orden del Día del Führer?

—Sí, mi general —contestaron, a coro, los ayudantes.


—Considero muy importante el que mañana, antes del ataque, se lea a la tropa la
Orden del Führer. Y con esto, señores, hasta la vista.

—Hasta la vista, mi general.

Los ayudantes dieron un taconazo y permanecieron en posición de firmes hasta que el


general abandonó la estancia.

—El primer teniente Sinder tiene algo que decirles a ustedes.

El oficial encargado de los asuntos relacionados con los prisioneros de guerra,


primer teniente Dr. Sinder, que acababa de pronunciar aquellas palabras, tenía en
la mano, junto a la Orden del Día, el llamado «Decreto para los Comisarios».

—Debo anunciarles un breve e importante comunicado, señores. Por favor, tomen


ustedes nota. El Führer ha ordenado que los comisarios políticos sean tratados como
no combatientes. Así, pues, deberán ser fusilados en el sitio y hora en que fueran
hallados, sin comparecer previamente ante ningún tribunal militar.

—Sin comparecer ante ningún tribunal militar… —comentó el ayudante de Regimiento,


primer teniente de artillería Holmers—. Esto significa que los comisarios deben
quedar sobre el campo como si hubieran caído en combate…

—¿Pretende completar la Orden del Führer, señor Holmers?

—No; solo deseo aclararla. Únicamente trato de formarme una opinión sobre el
particular, primer teniente Sinder. También a Langhoff le preocupaba aquella orden,
y la objeción de Holmers confirmó sus temores. Posiblemente pensara Holmers que
aquella orden atentaba contra las normas del derecho internacional y que, a la
larga, traería nuevas complicaciones con los demás países.

—Basta con que entienda que no queremos ser molestados —añadió Sinder.

Los ayudantes ordenaron los papeles, se pusieron los abrigos y se prepararon para
regresar a sus puestos de combate. Holmers y Langhoff tenían que ir por el mismo
camino.

—Sí…, póngame usted con Deisendorf —dijo Bomelbürg a un joven primer teniente que
estaba junto al comandante Butz, su ayudante, en la estancia.

El primer teniente Hasse puso la comunicación con el coronel Deisendorf, jefe de la


artillería del regimiento, y alargó el auricular a Bomelbürg.

—Bueno, Deisendorf, todo está en regla… Bien, bien, perfectamente. Bueno, solo
quería recordarle que la batería Langhoff únicamente le servirá a usted para el
momento de romper el fuego y que enseguida debe usted dejármela en libertad. Debe
usted saber que la batería le ha sido prestada solo para esto. Por lo demás: ¡Pecho
y piernas, Deisendorf!

Bomelbürg removió los papeles que había sobre la mesa y, señalando un mapa verde
que apareció bajo unos documentos, dijo a su ayudante:

—Querido, no quiero eso sobre mi mesa. Es un mapa referente a los productos


agrícolas y minerales y a todo lo demás que debemos requisar a esas gentes. Haga
usted que el mapa sea cuidadosamente guardado, pues nadie tiene que meter la nariz
en él. Esto es todo, por hoy.

El primer teniente Hasse y el comandante Butz se despidieron. Así que salieron de


la estancia, Bomelbürg se arrellanó en la silla. Todo estaba preparado. La
División, con sus tres regimientos de infantería, su regimiento de artillería, sus
tropas de ingenieros y enlaces, estaba a punto de marcha. En total, 17.000 hombres.
Solo había que apretar un botón y la máquina se pondría en movimiento. Todas las
órdenes se habían cursado. El día X era el veintidós de junio, y la hora X, las
tres horas y cinco minutos.

Era una noche calurosa. Unas nubes deshilachadas flotaban sobre la tierra empapada,
los pantanos, los campos y las pequeñas barracas del pueblo. Por la larga carretera
caminaban Holmers y Langhoff.

—El mundo de la guerra está entre los dos frentes —filosofaba Langhoff—, y lo que
en ese mundo ocurre está en función del paralelogramo de las fuerzas que sobre él
operan. Con lo cual no trato de preguntar si la culpa de esta guerra hay que
buscarla en el Este o entre nosotros; únicamente digo que un frente germano-
francés, o germano-ruso, o germano-inglés será distinto en cada ocasión y en cada
circunstancia, porque nadie puede obrar con independencia de su adversario, y al
final, debido a que las medidas que adopta cada ejército no solo afectan al
enemigo, sino que repercuten en la propia retaguardia, nadie sabe exactamente lo
que ocurre, ni por qué suceden ciertas cosas, ni quién las ha provocado. ¿No es
así, Holmers?

—Se refiere a la orden de fusilar a los comisarios… No crea que a nuestro Bomelbürg
le agrade esta orden. Bomelbürg todavía cree en una guerra al estilo caballeresco.

—¡Una guerra al estilo caballeresco! Esta guerra de ahora no será algo fácil.
Piense usted que en un ejército hay gentes que solo cuentan con su muerte y que
están dispuestas a luchar hasta el final. Le digo a usted que esto es una porquería
y, además, una tremenda tontería. Esto es lo que, en resumidas cuentas, puede
decirse de la guerra y de todas las guerras…, y nadie quiere creerlo hasta que está
aquí. En todo caso, esta vez ha ocurrido así. Ayer todavía se sostenían mil
opiniones apasionadas y contradictorias…

—Así han ocurrido las cosas entre nosotros. ¡Lo que se ha llegado a escribir! Que
si los rusos tenían que reforzar sus suministros… Todo lo que se ha dicho acerca de
nosotros no es más que un bluf. «Ahora que, con el Pacto, tenemos arrendada la
producción de Ucrania, una guerra con Rusia sería una tremenda locura.» Así
escribían y así parecían creerlo. Pero, en resumidas cuentas, en Francia ya nos
ejercitaron para esta campaña, y hace tres días, cuando fuimos retirados del Oeste
y traídos aquí, a estas posiciones, la cosa estaba clara.

Holmers y Langhoff se habían acercado al pueblo. Un oficial tocado con un largo


capote les salió al encuentro. Era el coronel Zecke, comandante en jefe del 101
Regimiento de infantería.

—¡Ah!, son ustedes. Buenas noches, Holmers. Buenas noches, Langhoff. Veo que vienen
ustedes de allí. Seguramente habrá habido órdenes…

—Sí, coronel, traemos un buen fárrago.

—¿Ya está durmiendo el viejo? No; seguramente, solo se habrá tendido un poco…
Bueno; no deseaba saber nada de particular… Ya ven: parece que esto va a comenzar
de un momento a otro. Hasta ahora vivíamos con esa gente en la mejor armonía,
incluso habíamos firmado un Pacto de amistad, y ahora, de repente, la guerra…

—Sí, no hay ninguna duda, la cosa va a comenzar enseguida, coronel.

—Desde luego… Solamente quería decirles que Rusia es un país gigantesco. Yo estuve
allí y tuve ocasión de ver a sus «prusianos».
Zecke había estado en Rusia, invitado con otros jefes del ejército alemán.
Acompañado de Shukow, uno de los mariscales con mando, visitó la Academia de
guerra. El día antes, durante una partida de bridge, Zecke había hecho la misma
observación. Mirando por encima de sus cartas, el coronel Schadow, jefe del 101
Regimiento de infantería, dijo:

—Creo que de aquí a cuatro semanas estaremos en Smolensko, donde nos servirán un
estupendo caviar con vodka.

Y entonces fue cuando Zecke, que quería bajar los humos a Schadow, dijo que él
había visto a los «prusianos» de Rusia. Y todo el mundo se burló de él. «Los
soviets no tienen ninguna tradición militar», le contestó alguien. «El general en
jefe del Estado Mayor aseguró que, cuando su estancia en Moscú, los rusos habían
desfilado tan mal que el Estado Mayor alemán sabía que no estaban en condiciones de
emprender una acción de envergadura ni de mantenerse a la defensiva», añadió otro.

—Consulten ustedes sus mapas —dijo Zecke a los dos jóvenes artilleros— y piensen en
la gente que, desde Gengis-Khan a nuestros días, se ha matado en esas latitudes.
Esto es lo que quería decirles. Buenas noches, señores.

Zecke se alejó despacio, envuelto en su gran abrigo, caminando junto a las paredes
de las casas, como un espíritu funesto. Langhoff y Holmers se quedaron
desconcertados.

—Es como para quitarle a uno el habla. Según este, hemos perdido la guerra antes de
haberla comenzado. Pero Zecke, que proviene del Estado Mayor y que solo lleva dos
semanas entre nosotros, no debiera asombrarse de ciertas cosas.

—No es que lo esté; lo que ocurre es que todo esto lo han estado planeando durante
mucho tiempo, y ahora, cuando la teoría tiene que aplicarse a la realidad, están un
poco nerviosos.

—Sí; ninguno quiere ahora haber tomado parte en ello.

—Además, tiemblan de excitación… Cuando se mira a Bomelbürg se ve que hace la misma


cara que antes de la campaña de Francia.

Holmers y Langhoff se detuvieron y, durante un momento, se quedaron escuchando el


concierto de las ranas. El valle estaba como sumergido en una blanca niebla, y
aquella cinta, ancha, lechosa y serpenteante, hacía de frontera entre dos Estados.

—Sí; como antes de la campaña de Francia; como un caballo de carreras antes de


tomar la salida. Cuando se mira a Bomelbürg, uno espera que de un momento a otro le
vaya a salir espuma por la boca.

—Mi padre opina lo mismo y está tan inquieto como Zecke. Voy a llegarme hasta mi
puesto —dijo Holmers, y dando media vuelta se alejó.

Langhoff continuó en dirección contraria a la de su amigo. Al poco rato se detuvo


ante una posición en la que había tres hombres: un sargento mayor, un suboficial y
un cabo.

—¡Haríais mejor en acostaros! —les gritó Langhoff.

—Sí, mi teniente, enseguida vamos.

Langhoff continuó adelante y llegó a su posición. Entre telegrafistas,


observadores, enlaces y telefonistas tenía allí a ocho hombres bajo sus órdenes.
Algunos de ellos todavía estaban despiertos.

—Acostaos, muchachos; creo que pasará mucho tiempo hasta que de nuevo podáis dormir
con tranquilidad. Mañana por la mañana, es decir, de aquí a una hora empieza el
jaleo.

Langhoff se tumbó en su camastro y se quedó medio dormido. El zumbido de un


mosquito le hizo abrir los ojos. Reinaba un profundo silencio. Su reloj señalaba
las dos y diez minutos. ¡Todavía quedaban cincuenta y cinco minutos!

En el bosque, bajo las ramas, continuaba siendo de noche; pero sobre las copas de
los árboles comenzaba a clarear. Los tres de infantería permanecían en el mismo
sitio. Al otro lado del río veían un ancho paisaje abierto. Sobre los campos de
avena y de centeno flotaba una densa niebla. Las casuchas de los campesinos, cuyos
perfiles y colores se perdían entre la niebla, parecía que acabaran de ser
colocadas allí por la mano del Creador. Más lejos, las puntas de unos árboles que
emergían sobre la niebla semejaban una isla de ramas. Y más lejos todavía, donde
algo parecido a unas rocas rasgaba el horizonte, estaba la ciudad de Brest. Un
gallo cantó en el pueblo.

—Sí; el jaleo va a comenzar de nuevo. Ya decía yo que todo eso de las marchas era
mentira.

—Sí, Moscú.

—El asunto de Polonia lo liquidamos en diecisiete días. Esto de Rusia durará algo
más, naturalmente: seis semanas o, quizás, ocho. Es una suerte que estemos otra vez
juntos.

—Sí, es una suerte, porque ya nos conocemos.

—En 1933 vencimos en Berlín; ahora vencemos en el exterior. ¿No te parece, Augusto?

—Dejemos el pasado y aguardemos el mañana.

El sargento Riederheim había recordado intencionadamente el pasado vivido en común.


Quería estirar la lengua del suboficial Gnotke, a quien durante un tiempo había
perdido de vista, y saber lo que ahora opinaba de la situación.

—Es verdad, Augusto; a veces lo pasamos difícilmente; pero uno siempre piensa con
agrado en el pasado.

—Ahora están sacando las vacas de los corrales —dijo el suboficial Gnotke.

Riederheim se contentó con hacer un movimiento de cabeza. Estos tres hombres no


solamente eran compañeros de batallón, sino que, años atrás, habían sido vecinos
del mismo pueblo. Los ruidos del despertar de un pueblo les eran, pues, familiares.
Porque entre una aldea de Pomerania y un villorrio ruso no hay, en verdad, mucha
diferencia. Así, pues, con los ojos cerrados hubieran podido decir lo que durante
aquel cuarto de hora estaba sucediendo, al otro lado del río, en tierra rusa.

—¿Sabes que los chicos de Driborg están todavía en casa? Pertenecen a las S.S. de
la retaguardia, y están allí, ahora que todos los hombres han partido para el
frente; ¿te imaginas?

—Sí, me los imagino perfectamente bien —contestó Riederheim, que era hijo de un
administrador de fincas rústicas y conocía a los Driborg mucho mejor que Gnotke y
Feierfeil.
—Van detrás de Pauline —dijo Gnotke.

—Pauline sabrá mantenerlos a raya. Vamos a escribirle una carta. Saldrá, cuando ya
estemos al otro lado del río, con el primer correo.

Riederheim ya tenía un papel de escribir en la mano.

Querida Pauline: De aquí a una hora habrá comenzado la ofensiva. Faltan sesenta
minutos para que empiece la verdadera guerra. Estamos aquí, en la margen de un río,
Emil y, ¡figúrate!, Augusto. No he parado hasta ser destinado a la misma compañía.
Sí; en esta hora se oye el rumor de la historia. Somos veinte en nuestro grupo.
¿Continuaremos siendo veinte mañana? De pronto me doy cuenta que ya no soy Hans
Riederheim, sino una semilla de la historia; una semilla a punto de ser lanzada.
Cordialmente te saluda y Heil Hitler.

Hans Riederheim

«Te saluda Augusto», escribió, al final, Gnotke.

«Tu hermano Emil», añadió Feierfeil.

Abajo, junto a la ribera, en los embarcaderos, comenzó a notarse cierta animación.


Grupos de ingenieros fueron colocando botes de goma cerca del agua. Atrás, en el
bosque, se desmontaron las tiendas de campaña. Los soldados cargaron con las
mantas, los cacharros, los picos y las palas.

—Ha llegado el momento —dijo Gnotke, y se puso en pie.

—En tu grupo hay un individuo llamado Heydebreck —dijo Riederheim—. Heydebreck, así
se llamaba… ¿Te acuerdas del manco, cuando la sublevación de las camisas pardas?…

—Vale más que no hables de ello. Sí; es el mismo nombre. Su padre creo que era el
tío…

Un recuerdo espantoso… una noche tempestuosa, en la que se vertió mucha sangre…,


sangre alemana, la mitad de la cual pertenecía al Partido y la otra a los
comunistas… Una nube ocultó la luna y unas ovejas se pusieron a balar… Porque todo
sucedió en un establo…

—Cosas así ocurrieron en Berlín y en Múnich. El Gruppenführer de Pomerania fue


fusilado en Múnich.

—¿De manera que es el sobrino?

—Exactamente no lo sé; no me lo preguntes. No quiero saber nada de todo esto —


contestó Gnotke, volviéndose del otro lado.

Riederheim le echó una mirada de soslayo.

—Quien ha visto verter la sangre de los nuestros, puede derramar tranquilamente la


de los demás. Estamos endurecidos. Sin esa noche, ¿de dónde habríamos sacado las
fuerzas para sobrellevar todo lo que ha ocurrido y todo lo que todavía tiene que
suceder?
Feierfeil y Riederheim pertenecían a la misma compañía. El cabo Feierfeil era
enlace, y el primer sargento Riederheim, jefe de grupo. Como los demás, los dos
hombres se fueron a sus puestos. Todos estaban listos para ocupar sus sitios.
Antes, sin embargo, se reunió la compañía, y el capitán Boblink leyó la Orden del
Führer.

UNA ESCUADRILLA ANTES DEL DESPEGUE

Wilna, Dünaburg, Riga, Bialystok, Minsk, Gomel, Bobruisk, Kiew, Odesa, Sebastopol y
otras grandes y pequeñas ciudades del este de Rusia, fueron los primeros objetivos
de los stukas concentrados en los campos de aviación de Prusia oriental y de
Polonia. Bialystok y Minsk eran los objetivos señalados a las escuadrillas del
campo de Radom. La escuadrilla del capitán Scheuben tenía que bombardear los
edificios enclavados en el centro de la ciudad de Bialystok. La dotación de los
once aparatos —que eran bimotores «Ju 88», con cuatro hombres a bordo— estaba bajo
las órdenes del capitán.

Scheuben había leído la orden de ataque, aclarando luego sobre un mapa las
cuestiones referentes a la acción.

—Repetiré: El objetivo de nuestro grupo son los aparatos enemigos que hay en el
campo de Bialystok, así como los centros vitales de la ciudad. Tenemos el honor de
ser la primera escuadrilla que entra en acción. El comandante del grupo irá en la
segunda. Ya han visto ustedes las fotografías y los planos de Bialystok. Fíjense
antes en el parque que hay detrás del campo y que se adentra hasta el corazón de la
ciudad. Recuerden que en este parque están los edificios del Cuartel General de un
ejército ruso. Hace meses que tenemos las fotografías aéreas de todo ello. Ya ven
ustedes que, a pesar de la paz, algunos de los nuestros han estado trabajando de
firme. Ahora nos toca a nosotros.

Scheuben hizo una pequeña pausa y luego añadió:

—Una cosa más: La Orden del Día del Führer.

Afuera, en el campo, sonó el ruido de unos motores. A veces, el estrépito era tan
grande que, durante veinte o treinta segundos, Scheuben se veía obligado a
interrumpir la lectura. Una débil luz iluminaba los rostros de los asistentes.
Todos eran muchachos de veinte a veinticuatro años, excepto el alférez Von Ense,
que todavía no había cumplido los diecinueve años. Scheuben le había permitido
tomar parte en aquel vuelo, que iba a ser su primera acción de guerra, a pesar de
que, en realidad, todavía no era tiempo para ello, ya que hasta la fecha solo había
realizado un vuelo en calidad de observador. Pero Von Ense ardía en deseos de
participar en aquella acción y poder luego escribir a todo el mundo que había
realizado su primer vuelo de guerra. El ruido de los motores cesó. Scheuben pudo
terminar de leer los párrafos de la Orden del Día, y todo quedó en silencio.
Scheuben se sentó encima la mesa y, hablando en otro tono, dijo a sus hombres:

—Muchachos: Vuelve a empezar ahora una guerra nueva y alegre. Por fin se acabó
aquel desagradable pataleo nocturno sobre Inglaterra, hasta Newcastle. Ahora
podremos volver a ser algo —y al decir esto echó una rápida mirada a Von Ense—; de
manera que hasta los más bisoños están ansiosos de lanzarse a la retaguardia
enemiga… —hizo una pausa y continuó—: Quería decirles que vamos a enfrentarnos con
los rusos. Quienes participamos en la guerra de España, ya los tuvimos frente a
nuestros «K 88». En cuanto a los Ratas, ya han visto ustedes las fotografías, solo
puedo decirles que vayan con cuidado. El Rata tiene aproximadamente la misma
velocidad que nuestro «Ju 88», pero se remonta muy bien. En España los rusos solían
atacar de abajo arriba y siempre de frente. Así, pues, los ametralladores y los
observadores de proa deberán tener un cuidado especial.

El jefe de los mecánicos apareció en la puerta y dijo:

—Todos los aparatos están listos, mi capitán —y Mahnke pronunció la palabra todos
de una manera especial, recalcándola con orgullo, pues raras veces ocurría que
todos los aparatos fueran utilizados para una sola acción.

—Gracias, Mahnke.

—A lo dicho, señores. Yo despegaré a las dos y media. A esta hora la escuadrilla


estará formada detrás de mí. ¡Vista y suerte!

YO NO CONTINÚO

El teniente coronel Vilshofen estaba sentado junto al conductor. Aunque cerrara los
ojos, Vilshofen continuaba viendo la iluminada cinta de la carretera, sobre la que
se proyectaba la luz de los faros, y a Vilshofen le parecía que en tanto duraba
aquel larguísimo viaje, la interminable línea gris se iba adentrando en él. A las
dos de la tarde había salido de Berlín. Y ahora pronto serían otra vez las dos, las
dos de la noche. Durante todo aquel tiempo no solamente hubo la franja gris y
luminosa de la carretera, sino que además hubo otra cosa, tan inacabable como
aquella, que se fue sucediendo como una película aburrida y pesada. Se trataba de
los visitantes extranjeros que había que acompañar en el coche, y algunas veces de
los compatriotas, directores de industria y expertos en economía convertidos en
jefes de los nuevos departamentos creados por la guerra, que debían presentarse a
diferentes mandos del ejército. Pero la mayoría de las veces se trataba de gente
rústica que, una y otra vez, de una manera monótona, sencilla y burda, repetía sus
mismos problemas y aumentaba el enojo de Vilshofen.

El último huésped había sido un señor finlandés, y el huésped del día anterior, un
eslovaco.

«No, ya no puedo continuar.»

«Nosotros tenemos, nosotros tenemos, nosotros tenemos… En primer lugar, para esto y
para lo demás, tenemos… el grupo de ejércitos del Norte, y para lo otro, el grupo
de ejércitos del Centro, y para lo de más allá, el grupo de ejércitos del Sur.
Estos ejércitos se han desplegado desde el mar Báltico hasta el mar Negro. El
primer objetivo es el Dniéper; Moscú caerá al segundo empujón, y luego, enseguida,
los Urales. El ataque apuntará hacia Crimea y el Cáucaso, y luego hacia el mar
Caspio y hacia Asia.» Eso era el primer despliegue.

«Imagínense ustedes, señores, qué inmensa cantidad de tierra y qué colosales


necesidades surgirán tras la embestida. Pero nosotros lo hemos pensado todo, y,
además, tenemos la Organización…» Bailaban inmensas columnas de números. Todo tenía
que ser transportado en camiones. «Piensen ustedes que no hay ferrocarriles y que
las líneas deben ser tendidas, y que los caminos son intransitables o inexistentes,
y que las carreteras deben ser trazadas. Pero nosotros tenemos… el poder de la
Organización alemana. ¡El mundo ha de ver maravillas!»

«Primero: el despliegue de las fuerzas.»

«Segundo: refuerzos y avituallamiento.»

«Tercero: medios de comunicación.»

«También hemos cuidado de la administración de los territorios ocupados y para ello


tenemos un vasto plan de operaciones.»

«Además: en nuestra retaguardia tenemos comisariados del Reich, al frente de los


cuales hay jefes del ejército. Tenemos el Comisariado del Este, el Comisariado de
Ucrania (los señores jefes ya han sido nombrados), el Comisariado del Cáucaso (el
jefe está a punto de incorporarse en Múnich), el Comisariado de Moscú (el jefe está
a punto de incorporarse en Coblenza), el Comisariado de los Urales (el jefe está a
punto de incorporarse en Frankfurt).»

«Además: tenemos el mayor jefe militar de todos los tiempos, el más genial
organizador de la historia: nuestro Führer. Tenemos todo —la capacidad de obrar y
la facultad organizadora— para poner a nuestro servicio las fuerzas de producción
de inmensos territorios.»

«Minerales.»

«Aceites.»

«Tesoros del suelo.»

«En suma, explotar la tierra de acuerdo a una escala mayor, a una escala única. Se
sacará lo que pueda ser sacado. Pero ¿qué aportamos nosotros? ¿Qué aportamos
nosotros…? Esto no entra en la discusión. Los grandes señores se rompen la cabeza
pensando en ello. Bien, señores, ¿puedo pedirles que vayamos a la próxima oficina
de comunicación? (Teléfono, telégrafo, radio.) Tengo que inspeccionar allí en
compañía del jefe de los servicios de comunicación, general Fellgiebel.»

«Acto seguido: Inspección en el Supremo Cuartel Maestro General del general de


división Von Paulus.»

«Acto seguido: Inspección en el Cuartel Maestre General.»

«Acto seguido: Té en casa del general en jefe del ejército…»

«Esto ocurría en Zossen y aquí en la Prusia Oriental, sucedía lo mismo. Y ayer fue
un finlandés, anteayer un eslovaco, y mañana sería el señor Antonescu, de Bucarest,
y pasado mañana el ministro plenipotenciario del Japón en Berlín. En todo caso:
poesía y realidad y laureles anticipados. En resumidas cuentas: propaganda. Todo
esto será muy bonito e incluso muy moderno y oportuno, pero yo no continúo el
juego.»

«—No; yo no continúo.»

Esta vez el teniente coronel no solo lo pensó, sino que lo dijo en voz alta, de
manera que el capitán, que tenía el mismo cargo que Vilshofen, y el joven
ordenanza, por un momento, se le quedaron mirando. Pero como Vilshofen no dijo nada
más, el capitán no hizo ningún comentario. El capitán creyó seguramente que el
largo viaje había puesto nervioso al teniente coronel. Vilshofen consultó su reloj:
eran las dos de la madrugada. El camión en que viajaban corría en medio de una
larga columna de vehículos. El viaje de doce horas desde Berlín hasta aquel
triángulo de Prusia oriental, formado por Rastenburg-Lotzen-Angerburg, tocaba a su
fin. Habían abandonado la carretera principal y ahora marchaban por una carretera
especial, recién construida por la Organización Todt, que conducía al Cuartel
General de Hitler. A derecha e izquierda del camino se veía un bosque alto y
tupido. En cada desnivel del terreno aparecía un puente, construido con madera
recién cortada, que brillaba a la luz de los faros. Un corzo fue sorprendido por
las luces del camión y, después de estar unos segundos como petrificado se alejó
velozmente, y cuando el conductor apagó los faros, de un salto, el corzo se
escabulló bajo el tupido techo del bosque. Entre los árboles se volvió a escurrir
una leve claridad y sobre el bosque se anunció la primera luz del día. Una valla
apareció en la carretera. Los centinelas de un batallón de vigilancia comprobaron
los pases. Un poco más lejos surgió una bifurcación, y a derecha e izquierda de la
misma sendos postes indicadores. En uno se leía «Federico», y en otro, «Manantial».
Aquel era el nombre del campamento de la sección de operaciones; este, el nombre
del Cuartel Maestro General, hacia el que se dirigió el coche en el que iban el
teniente coronel Vilshofen, el capitán Wendlin y el teniente Vogel. El campamento
estaba en medio del bosque. Bajo los árboles había barracas y fortines de hormigón
disimulados con arbustos. Unos ordenanzas abrieron las portezuelas del coche, se
hicieron cargo de los equipajes y condujeron a los recién llegados a sus
departamentos.

El teniente Vogel echó una mirada de inspección a su nuevo alojamiento. Se detuvo


ante la mesa, sobre la cual, colocado bajo la luz de la lámpara, había un mapa del
triángulo Rastenburg-Lotzen-Angerburg. Vogel lo calificó con una sola palabra:

—Grandioso.

Carreteras asfaltadas, un atrincheramiento completo, vías, campos de aviación,


colonias enteras disimuladas bajo el tupido techo de las ramas… Sí, y ante la
ventana, árboles centenarios. El camino del bosque estaba rastrillado y cuidado,
como si perteneciera a un parque. La habitación era encantadora, pequeña como un
camarote, y los muebles eran de buena madera barnizada. Había un armario empotrado,
y bajo la litera, una gran arca. Por lo demás, se disfrutaba de las comodidades de
la luz eléctrica y del agua corriente.

Para hacer esto se había empleado un ejército de hombres condenados a muerte y de


gente adscrita al servicio de trabajo obligatorio, que construyeron la obra
ocultamente, como duendes. Y en pocos meses, está uno por decir en una noche, como
la seta en el bosque, esta maravilla surgió de la tierra de la Prusia oriental. Y
todo llevaba la impronta del gran genio prolijo. En una palabra: el Führer es un
mago.

—¿Es esta mi habitación? —preguntó el capitán Wendlin a su ordenanza—. Es un poco


pequeña y huele a recién pintada.

—Ayer fue pintada, mi capitán; pero esto es cedro y la pintura se secará enseguida.

—Bueno, Müller, ya pueden deshacer las maletas. Cuelga los pantalones de la percha.

—Se está preparando un banquete, mi capitán, y los ordenanzas tenemos que ayudar a
poner la mesa. Quizá podría dejar esto para después de la comida.

—Sí; tienes razón; aquí no hay sitio para dos personas. Lárgate, pues.

—Aquí hay toallas y jabón, mi capitán —dijo el ordenanza Müller, y salió de la


habitación.
El capitán Wendlin se enjabonó las manos y echó otra mirada a su alrededor. Sí;
aquella caseta de verano era un poco pequeña. Pero ya se arreglaría en ella.
Incluso, como estancia veraniega, podía resultar muy agradable; pues, al fin y al
cabo, aquello se había ideado como cuartel de verano, es decir, para la guerra de
verano, para el blitz del verano.

El teniente coronel Vilshofen se acababa de lavar las manos y la cara, que tenía
sucias de polvo, y se estaba instalando en su habitación. Colgó la ropa en el
armario y dejó unos papeles sobre la mesa.

«Así, pues, mañana vendrá el señor Antonescu de Bucarest, luego vendrá el señor
Franco de Madrid, y más tarde probablemente venga, de la Arabia feliz, el jefe de
todos los árabes. Y nosotros tenemos, tenemos, tenemos… Y yo no tengo nada; no
tengo nada para esto, para aquello ni para lo de más allá. Yo no tengo ningún
talento de pregonero, ni sabía, cuando salí del departamento de agregados
diplomáticos, que aquí iba a encontrarme con este cuartucho y que en él iba a
convertirme en un conferenciante de al tres por cuatro. De todos modos, aquí está
el cuerpo de tanques y, en definitiva, no se habrá perdido el tiempo que empleé en
manejar estas armas.»

Ahora es oficial, y lleva unas charreteras plateadas, con una estrella dorada sobre
el fondo carmesí. En 1941 se convirtió, para servir a «una Alemania mayor», en
oficial de Estado Mayor. Tiene una figura pequeña; pero, por muy alejado que esté
de ello, sobre sus espaldas nota el peso de una tradición de tranquilos burgueses y
de historia ciudadana. Y también pesa sobre él la marca de fábrica de una gran
empresa de Ulm, que gracias al esfuerzo de unos Vilshofen que le antecedieron, se
convirtió en un símbolo de prosperidad industrial y de honradez y rectitud
comercial. Ahora no se trataba de lo mismo. No era necesario hacer propaganda de
los artículos de un fabricante, ni de convencer a nadie de sus excelencias; pues la
excelente calidad de los productos había abierto todas las puertas, ganándose,
además, fama universal. El Vilshofen de 1941 era, en el fondo, muy parecido a sus
antepasados. «Las cosas buenas se recomiendan por sí solas.» De todos modos, aquí
se había convertido en propagandista de una cosa que todavía no existía. El haber
todavía tenía que ser mostrado. Y cuando eso ocurra, ya veremos.

—¡Quiero un puesto de mando en el frente!

—No —dijo el jefe.

—No —respondió el jefe del Estado Mayor—. De momento, no; más tarde, de aquí a un
tiempo, ya hablaremos de ello. Desde aquella conversación había pasado mucho
tiempo.

—¡La comida está servida, mi teniente coronel!… ¡La comida está servida, mi
capitán!… ¡La comida está servida, mi teniente!

El teniente coronel Vilshofen, el capitán Wendlin y el teniente Vogel se dirigieron


a través del bosque, bajo los viejos y altos árboles, por un camino alfombrado de
hojas amarillas, al casino, donde habían de comer en compañía de los otros jefes
del puesto de mando.

Antes que los ordenanzas hubieran servido el segundo plato, se oyó un tremendo
zumbido: eran los bombarderos, destructores y stukas, que se elevaban sobre el
casino y los árboles del bosque.

—¿Cuánto tardarán en alcanzar la frontera? —preguntó el teniente Vogel a un capitán


del Alto Mando de la Luftwaffe.

—Tienen que recorrer unos ochenta kilómetros; así, pues, a las tres y cuatro
minutos habrán sobrevolado la línea de fuego.

Un oficial de tanques se volvió hacia Vilshofen:

—Si puede usted hablar con el jefe, Vilshofen, es posible que obtenga lo que desea.
Es probable que le den a usted el mando de una unidad; pero debe espabilarse, pues
no es un asunto que pueda dejarse dormir.

CONCHITA…

Se habían colocado los cascos y ajustado los paracaídas. El paquete del paracaídas,
que a cada paso se balanceaba, les golpeaba sobre los jarretes. Salieron al campo y
se hundieron en un inmenso y silencioso vacío. A sus espaldas, a pocos pasos de
ellos, la tienda de campaña y los talleres se sumergieron en una densa niebla
blanca. Un podenco corría junto a los hombres… El perro iba olfateando al primer
alférez Von Ense, que por primera vez hacía aquel camino, y luego, al cabo de unos
momentos, se volvió hacia atrás y se acercó a Scheuben.

—Ya voy, ya voy, Bruja. Imagínate, se trata de Conchita. Quizás uno no hubiera
tenido que casarse con una mujer que se llama Conchita…

Scheuben se metió en el bolsillo una carta que aquella mañana había recibido, se
caló el casco, se ajustó el paracaídas y marchó tras sus compañeros.

Los aviones estaban preparados, con su cargamento de bombas, que desde fuera no se
veía. Los sustentadores aparecían recién pintados, lo mismo que las rayas amarillas
de la carlinga.

—¡Qué aspecto más admirable tienen; su presencia es casi agradable!

El primer mecánico fijó sus ojos en el capitán de su escuadrilla y le dirigió una


mirada de reproche. El jefe, por su parte, que tenía sus preocupaciones propias,
hizo un movimiento de hombros. «Yo no puedo hacer nada», quería decir aquel
movimiento. El caso era que el primer mecánico quería participar en los vuelos
desde el principio de la campaña de Francia, y ahora que comenzaba otra guerra, se
encontraba, igual que tiempo atrás, en el mismo sitio, sobre el campo.

—Tenga usted paciencia, quizá pronto pueda arreglarse su asunto —dijo Scheuben,
volviéndose hacia su aparato. El telegrafista ya estaba instalado en su sitio,
manipulando los aparatos. El observador y el ametrallador de proa aguardaban al
piloto, que en este caso era el propio capitán de la escuadrilla. Antes de subir al
avión, Scheuben se quitó el guante y acarició la cabeza de Bruja. «Conchita está
encinta, pero no lo digas a nadie…» El perro frotó su hocico contra la palma de la
mano de Scheuben, se restregó luego contra la manga de su dueño y finalmente se
quedó inmóvil. Cuando la dotación hubo subido al aparato, Mette, el mecánico, cerró
la portezuela. Scheuben se arrellanó cómodamente en su asiento. A su derecha y a su
izquierda comenzaron a zumbar los motores de los otros aviones. Movió una palanca y
bajó los alerones; por unos escapes salieron unos blancos y ruidosos chorrillos de
gas. «Conchita… se está portando muy mal. ¿Es que no piensa en mí, ni en mi
carrera?» ¡Esta estúpida pandilla de oficiales! ¿Qué manera de expresarse era
aquella? Esta expresión la había aprendido, seguramente, en Hamburgo. ¡Cómo la
cortejaban los demás oficiales, que reventaban de orgullo dentro de sus uniformes!
Incluso el mayor, que se paseaba cogido del brazo de su mujer, la miraba con
insistencia. ¡Aquel viejo gallo! Pero, de todos modos, ¡qué manera era aquella de
calificar a sus camaradas y a sus superiores! Conchita decía que en Hamburgo, en
casa de su padre, era todo muy distinto, pues, allí, además de uniformes, había
«personas».

Los motores ya no se pararon más. El ruido de las distintas hélices se fundió en un


solo y único zumbido, que era la manifestación de aquella gran fuerza amenazadora y
reprimida. Los mecánicos, vestidos con sus oscuros «monos», se apartaron de los
aparatos. Allí estaba el oficial con la banderola para los despegues. Eran las dos
y tres minutos. Scheuben dio gas y el avión comenzó a deslizarse sobre la pista. A
derecha e izquierda estaban los aparatos de su escuadrilla: su «trailla».

«Conchita ha llamado la atención, y precisamente en este momento, cuando él iba a


ser destinado a la Academia Militar de Aviación. ¡Mira que escribir tales cartas
ahora que todo pasaba por la censura!»

El oficial de la pista levantó la banderola. El camino estaba libre. El avión


corrió mil, mil doscientos metros contra el viento. Scheuben dio todo el gas y el
avión, acompañado de los dos cazas de protección, despegó. La tierra comenzó a
correr como una gran cinta, y un momento después quedó bajo el fuselaje. Otra
«cadena» —un bombardero y sus dos cazas de protección— le seguía. Y así, «cadena»
tras «cadena». Y así, la segunda y la tercera escuadrilla, y todo el grupo. Giró
hacia la izquierda y sobrevoló el campo, que tenía una milla de largo.

«¡Ah!, sí; Conchita. Al padre, que estaba en Hamburgo, tendría que decirle cuatro
cosas.»

Toda la escuadra estaba ahora en el aire, volando siempre hacia la izquierda,


formando círculos, para alcanzar mayor altura. Una ensordecedora espiral de
aluminio, acero y aceite. Y sobre el campo de aviación de Deblin, sobre los campos
de aviación de Labiau, Seerappen, Heiligenbeil Gumbinnen, y sobre los de Varsovia,
Lublin y Ploeschti, a trescientos kilómetros por hora, marchaban las escuadras
hacia el Este, esparcidas en haces, ensordecedoras, camino de un desprevenido país.

LOS CIGARRILLOS DEL GENERAL

El bosque ya no se veía de color azulado y había dejado de ser una masa informe.
Ahora se distinguían los árboles y las ramas, y en el tupido techo de hojas se oían
miles y miles de gorjeos. En un claro del bosque, con sus hojas de color verde
pálido y sus colgantes ramas, un abedul parecía haber nacido de la niebla y del
rocío.

Bajo el abedul había tres hombres.

—Sí; esto es algo bueno: «Aristón Lux»; cada uno de ellos cuesta doce céntimos. ¿De
dónde los has sacado, Lemke?

—Del general.

—¿Fuma Bomelbürg esta clase de cigarrillos?


—No; desde que le hirieron en la calabaza, no puede fumar.

—Ya comprendo: los tiene que regalar. No está mal.

—Espero que todo esto vaya rápido y que pronto podamos volver a nuestra sección.
Espero que no nos dejarán abandonados aquí.

—El general ya se preocupará de que no sea así. Hace una hora ha telefoneado por
tercera vez. El coronel se acababa de acostar; cuando fue llamado de la División
creo que habló con el ayudante del general. Mis noticias son que no nos separamos
de los nuestros y que el general ha dicho que aquí solo estamos de prestado.

Los cuatro cañones del 10 con 5 en el bosque, los espléndidos caballos de Hannover,
de Prusia oriental y de Holstein, que pacían bajo los árboles; la tienda de
campaña, situada al borde del bosque, con los telefonistas, enlaces y
telegrafistas, de Langhoff, el jefe de la batería, y aquí, bajo el abedul Kohlhaas
y Klein, los jefes de tren, el primer sargento Lemke y hasta la enmarañada barba de
este (Lemke opinaba que un verdadero primer sargento montado debía llevar una
auténtica barba de guerra), todo esto existía y estaba allí, como el ensortijado
humo azul de los cigarrillos «Aristón Lux», gracias a un capricho de Bomelbürg.

—¡Acaba de empezar otra guerra!

—De todos modos, ahora sabemos por qué hemos estado en Francia con la batería
montada.

—¡Después de lo que hemos llegado a hacer con la artillería de montaña para


prepararnos para la invasión de Inglaterra, y ahora estamos aquí, otra vez con los
cañones del 10 con 5 y los jamelgos!

—No digas jamelgos; di caballos.

Cada cual monta y cuida de su caballo. Precisamente los caballos habían sido la
gran preocupación del jefe de la División. Por orden suya, y con gran irritación
del regimiento, todos los establos fueron limpiados y acondicionados para los
caballos de la nueva batería montada. El jefe quería que la batería estuviera
decentemente montada, para lo cual se le asignaron algunos caballos de Hannover,
cuatro para el tiro de una pieza, cuatro para cada uno de los vehículos del cuerpo
de tren, otros dos para los conductores, dieciséis para las municiones, más los
destinados a las cocinas de campaña y carruajes de abastecimiento, cada uno de los
cuales iba tirado por cuatro animales. Y todavía tenían que llegar más caballos de
tiro, que el jefe quería que fueran zainos, o bayos, o alazanes, para que hicieran
juego con los demás. La batería no solamente fue dotada de caballos de refresco,
sino que recibió monturas, botas de montar, arreos, mantas y armas y hasta nuevos
soldados.

Bomelbürg lo había querido así y así tenía que ser. Todo tuvo que ser organizado en
un santiamén. Lo grotesco fue la revista que tuvo lugar a los pocos días de haber
formado la batería. Un domingo, en Francia, cuando estaban en el castillo de La
Guerche, el teniente coronel Langhoff, jefe de la batería, fue llamado al teléfono.
Así que Langhoff cogió el auricular reconoció la voz del general. «¿Cómo le va, mi
querido amigo? ¿Qué tal la batería montada? Ya: cada día ejercicio. Muy bien. ¿Han
hecho ustedes prácticas en el monte?… Magnífico. Bueno; pues le daré un vistazo a
la batería.»

Langhoff echó una rápida mirada al mapa y, sin pérdida de tiempo, eligió la mejor
carretera.

«—Creo que el mejor sitio es la cota 125.»


«—La cota 125: magnífico. Pues mañana a las once de la mañana estaré allí.»

La calma del domingo se echó a perder en el castillo. Toda la Plana Mayor del
regimiento se puso en acción. Enseguida se vio que hasta dos semanas antes aquellos
hombres no habían montado en su vida. Así, pues, se echó mano de algunos soldados
de otras baterías, así como telefonistas, chóferes y de todo aquel que supiera
sentarse sobre un caballo. Toda aquella gente fue subida a las sillas y paseada
ante el jefe, para la mayor tranquilidad de este.

«—Querido, lo ha hecho usted estupendamente bien. Es sorprendente cómo a los quince


días se tienen estos hombres a caballo. Desde luego, es natural que la cosa no
marche tan bien como en la batería montada que yo mandaba en Potsdam. ¿Sabe usted
que todavía se llama “batería Bomelbürg”? Bueno; como le decía: estupendo.»

Así fue la revista de La Guerche.

Lemke, Kohlhaas y Klein, que ahora, bajo un abedul ruso, estaban recordando tiempos
pasados, tenían alguna noticia referente a lo sucedido aquel domingo en el castillo
de La Guerche y de los apuros que en tal ocasión pasó Langhoff, el jefe de la
batería, y Holmers, el ayudante del regimiento. Lo que sí sabían con exactitud era
que, poco antes de llegar ante el general, en un cruce de carreteras, la mitad de
los soldados tuvieron que echar pie a tierra y dejar sus sitios a quienes tenían
una idea más aproximada que ellos acerca del arte de montar.

—Sí; ¡la cabalgata de La Guerche!

—Pero, además, no era necesaria. Ya sabéis que se dice que el jefe no ve más allá
de sus narices.

—Es cierto. Desde que recibió el tiro en la cabeza, no ve más que sombras. Para
consultar el mapa necesita ponerse lentes y, además, mirar a través de una lupa.

—Yo creo que no vio ni un caballo, ni un jinete, y mucho menos pudo darse cuenta de
qué manera montaban los soldados.

—Eso lo nota. Tiene una gran intuición para estas cosas.

—Sí; es verdad; sí la tiene.

—Ya comienza a clarear.

—Pronto será de día.

FALTAN TRES MINUTOS…

Langhoff, el jefe de la batería, miraba por el anteojo de tijera, a través del cual
veía la calle del pueblo. Una mujer apareció, con toda claridad, en el lente. La
mujer sacó agua de un pozo, llenó dos cubos, los suspendió a los extremos de una
madera que cargó sobre los hombros y se marchó. Langhoff arrojó al suelo un
cigarrillo marca «Aristón Lux», recién encendido.
Kuszmian, el enlace, también fumaba cigarrillos de aquella marca; el sargento
Lemke, por su parte, no había recibido sus cigarrillos de manos del general, sino
del jefe de la batería. Kuszmian, a su vez, arrojó el suyo, no sin antes haberlo
apagado cuidadosamente.

Langhoff consultó su reloj.

Todavía faltaban tres minutos para el ataque.

—¿Por qué apagas con tanto cuidado el cigarrillo? —le preguntó Langhoff.

—Podría arder el bosque, mi coronel.

—Sí; a mí me parece que los bosques pueden arder de un momento a otro.

Langhoff volvió a mirar su reloj y luego preguntó:

—¿Está todo a punto?

Kuszmian, que estaba junto al teléfono, contestó afirmativamente.

—Primera pieza: preparada.

—Segunda pieza: preparada.

Unos aviones que sobrevolaban el bosque en dirección Este, atronaron el cielo. El


ruido duró algo más de un minuto y se fue luego perdiendo en el horizonte.

—¡Batería preparada! —comunicó el sargento Lemke.

El puesto de mando dio la orden:

—Batería… ¡Fuego!

Los cañones dieron una sacudida hacia atrás. Fogonazos. Estruendo. Cuatro bocas de
hierro hicieron un ruido ensordecedor. Un eco se hundió a lo lejos.

—Batería… ¡Fuego!

Otro culatazo de los cañones. Más fogonazos. Un segundo eco. El tercer eco ya no se
oyó indistintamente. En el bosquecillo de al lado una batería del 10 acababa de
entrar en acción. Y más lejos había otras baterías de obuses, morteros y cañones de
largo alcance. Desde la retaguardia llegaba el estrépito de los cañones montados
sobre vías.

A largos intervalos —con un ruido que parecía que la tierra se iba a venir abajo—,
en Brest, disparaba «Carlos», un cañón de 60 cm. Mil bocas abiertas arrojaban
hierro y fuego hacia los objetivos señalados. En pocos segundos, desde el mar
Báltico hasta el mar Negro, surgió un frente de combate y, con él, una gigantesca
muralla de fuego. El ruido de los cañonazos y el eco de los estampidos se
precipitaba hacia el infinito.

El tren acababa de partir, y en él, de buen grado o a la fuerza, se encontraba todo


un pueblo.
SHURAWEKA

El ruido de las granadas de la batería de Langhoff, que disparaba sobre los árboles
y sobre los hombres ocultos en el bosque, retumbó en la cabeza de Riederheim como
un ensordecedor graznido de ánsares. Entre la segunda y tercera salva dijo a su
ordenanza:

—Esto le hace pensar a uno en la canción Los ánsares graznan en la noche.

«Primero, no se trata de ánsares; segundo, ya es de día, y tercero ¿dónde se habrá


metido August?», pensó Feierfeil, el ordenanza.

Feierfeil hacía de enlace visual entre un grupo de tiradores que estaban tumbados
al borde del bosque, y a quienes mandaba el suboficial August Gnotke. Ahora, detrás
de aquel tronco donde Gnotke había estado sentado no había nadie.

«Este Riederheim continúa tan chiflado como cuando, de pequeño, correteaba por
Klein-Stepenitz. Y todo eso le viene por haber leído demasiado.»

La imagen de los ánsares con sus graznidos no correspondía exactamente a lo que en


realidad sucedía. Los estampidos y el eco de los mismos se confundían en un todo
ensordecedor. Todo parecía arder en el fondo del bosque. Cerca del río disparaban
cañones de pequeño calibre; lanzallamas, que arrojaban el fuego, más allá del río,
en el poblado, y antitanques del 3,7, que disparaban contra la casamata de la
frontera. Algunos impactos caían junto a la corriente, y la tierra, brutalmente
removida, saltaba por los aires y volvía a caer como una negra cascada. Era una
espantosa y salvaje molienda.

—De todas maneras, la cosa ya está en marcha, Emil.

—Sí, cierto, ahora empieza —respondió Feierfeil, mientras descubría a Gnotke, que
se acababa de tumbar junto al cabo Heidebreck.

«¿Qué tendrá este que hacer con Heidebreck? —pensó Feierfeil—. Es un buen muchacho;
siempre se muestra muy agradable. El casco no le sienta muy bien; pero hay que
reconocer que siempre pone todo de su parte. Será preciso ayudarle para que se
desenvuelva con más facilidad.»

Gnotke y Heidebreck estaban tumbados al borde del bosque. Toda la compañía aparecía
desplegada en línea de combate. Ante ellos, a veinte metros de distancia, corría el
río. Al otro lado de la orilla crecían unos zarzales, y más allá se distinguían
unos campos de centeno y avena. Las casuchas de Shuraweka parecían temblar a la luz
del alba. El campanario de una iglesia se elevaba sobre los tejados de paja de las
demás casas.

—Una vaca se acaba de separar de la manada —dijo Heidebreck—. Con su garrote, un


pastor la obliga a salir del campo de avena. Una mujer va a buscar agua y no sabe
que…

—Bueno, bueno —dijo Gnotke—; ya está bien. Ya sé que cuando las balas llegan de la
otra parte, se encuentra uno mucho mejor. Pero ¿para qué sirve pensar demasiado?

En aquel momento, entre las casuchas del pueblo se levantaron gigantescas setas de
humo. Una fuente de tierra surgió por los aires y volvió a caer. Entre una columna
de humo, cuya anchura crecía por momentos, relampagueaba el fuego de los
lanzallamas.
La atmósfera se llenó de una espesa humareda y una multitud de gavillas encendidas
volaron por el aire. El fuego de todas las armas sobre el pueblo duró unos diez
minutos, y luego, poco a poco, se alejó en busca de otros objetivos.

Al borde del bosque corría un parapeto tras el que estaba la tropa, con Riederheim
y el jefe de la compañía. Ya no había que dar más instrucciones, pues todas las
órdenes habían sido cursadas. Cuando el fuego comenzó a alejarse hacia otros
objetivos, llegó el momento de entrar en acción la compañía. Los ingenieros botaron
las embarcaciones de goma. Las tropas de asalto se acomodaron en ellos. Dos
ingenieros, uno en proa y otro en popa, comenzaron a remar en cada bote, con unas
paletas.

«Agua transparente… ¿De qué sirve pensar? Pero, de todos modos, uno continúa
pensando. Esta agua, ora oscura, ora transparente, es la línea del destino. Atrás,
en la otra ribera, se queda la vida. Ana María podría estar allí, agitando un
pañuelo, como estaba en la estación de Berlín. Y en la orilla de enfrente están los
revueltos y mutilados maderos y una sombra gigantesca, que se ha anticipado a las
sombras de muchos días venideros y que se ha quedado allí, planeando, amenazadora,
sobre las tierras. “Dios te proteja”, le dijo Ana María al partir él de la
estación. Todos necesitamos de esta clase de deseos.»

Los botes acababan de llegar a la orilla. Bernt —Tessen von Heidebreck— se arrojó
sobre la arena. Se agarró luego a una rama que crecía inclinada sobre la orilla y
se incorporó. No sonó ningún disparo. Registraron entre los matorrales, avanzaron y
no encontraron rastro de enemigo alguno.

—¡En pie! ¡Adelante! ¡Adelante!

Marcharon a través de un campo de centeno. La sección de Gnotke tenía como primer


objetivo la casamata de la frontera y como segundo la iglesia del pueblo. A la
izquierda de Gnotke avanzaba la segunda sección, que también caminaba entre el
centeno y al frente de la cual marchaba un primer sargento. A unos cien metros
detrás de ellos iba la tercera sección, mandada por un teniente.

Cerca de la casamata estaba el cadáver del centinela ruso. El soldado Klotz se giró
un momento y contempló un rostro mongólico, que la muerte había teñido de un color
ceniciento. Todo sucedía conforme al plan previsto. Las avanzadas alcanzaron las
afueras del pueblo y los soldados se echaron cuerpo a tierra. Gnotke desenfundó su
pistola de hacer señales. El sargento de la segunda sección hizo lo mismo. Dos
cohetes se elevaron al cielo. Era la señal convenida con el jefe de la compañía.

Boblink, el jefe de compañía, Riederheim, un corneta y un suboficial de sanidad


montaron en el bote de goma. Al llegar a la otra orilla, Riederheim ordenó a
Feierfeil, su enlace:

—Emil, lárgate enseguida allí: ¡cambio de posición, y que los jefes de las
secciones vengan hacia acá!

Con la bicicleta en la mano, Feierfeil se hizo repetir la orden y marchó luego


hacia el mando de las secciones. Cuando, ya cumplida su misión, volvió atrás,
Riederheim ya había desaparecido entre la espesa humareda que rodeaba al pueblo.
Feierfeil se dirigió, pues, hacia Shuraweka, y no sin antes echar una mirada al
aplastado centeno del campo.

«Ánsares —murmuró—; al ver este centeno pisoteado uno no piensa en ánsares, sino en
jabalíes. ¡Pero así es la guerra!»

Entró en el pueblo.
En el pueblo no quedaba nada en pie. Casi tropezó con un armario ropero, que
todavía estaba ardiendo. Una chimenea de piedra. Toda una hilera de chimeneas
desnudas. Mujeres que sacaban enseres de entre los humeantes escombros —un
collerón, un abrigo de piel de oveja, una colchoneta— y los ponían a salvo en los
huertos. ¿Dónde están los rusos? ¿Por qué no se oye ni un disparo? Se decía que en
el pueblo había un batallón. Y nada. Ninguna resistencia. Aquí solo había un pueblo
en ruinas, un pueblo en el que pocos minutos antes se llevaban las vacas a pastar.
Una mujer no paraba de llorar. Tenía los puños apretados contra un cadáver. Es
posible que aquella vieja decapitada que yacía a sus pies fuera su abuela. Pero
¿qué importaba todo aquello? Emil era un viejo luchador. Emil pertenecía al partido
desde el año 30, y el 33, en Berlín, época en que ya estaba el I Batallón de Asalto
de Camisas Pardas, había tomado parte en el asalto de alguna casa y había roto más
de un mueble. Y luego, si se iba a recordar la primera campaña del Este, en la
marcha sobre Polonia también había ocurrido alguna cosa. Pero aquí, la atmósfera de
este domingo de verano olía a carne quemada, y uno no sabía si aquella carne era de
vaca o de mujer. Y uno no se acaba de acostumbrar a estas cosas, o tiene que
acostumbrarse cada vez de nuevo.

Sopló un ligero vientecillo y la espesa humareda se levantó hacia el cielo, como si


fuera un negro telón. Un cerdo atravesó gruñendo la escena. Un abuelo descalzo
apareció con unos enseres caseros en los brazos. Un coche se aproximó despacio.
Feierfeil observó los rostros, blancos como quesos, de los jefes que iban en él.
Reconoció al jefe del batallón vecino, coronel Zecke.

—Kohl, ¿qué es esto? Continúe usted un poco más hacia adelante.

El coche, cuyas ruedas se hundían en el fango, continuó avanzando muy despacio.

«También estos tienen motivos para vomitar. Sí; lo mejor será salir de aquí, no ver
nada más, alejarse del pueblo. Sí; fuera, en el campo, se respira mejor.»

Feierfeil encontró a los hombres de su compañía detrás de las ruinas de la iglesia.


El capitán Boblink tenía un mapa desplegado ante sí y sobre él trazaba unas líneas.
Pero aquello no parecía necesario, porque todo se desarrollaba conforme al plan
previsto.

VISITA DEL MARISCAL

Hasse era una excepción entre los jefes y oficiales de la plana mayor. El general
de la división de reserva le había nombrado oficial adjunto de Bomelbürg y como tal
no tenía que desempeñar ninguna función propia de los oficiales de la plana mayor.
Su verdadera misión consistía en colgar como un lampazo del general, a quien, dada
la debilidad de su vista y oído le servía de auricular y de lente.

Durante las últimas semanas hubo mucho trabajo en la plana mayor, e incluso Hasse,
que no estaba adscrito a ninguna sección determinada y por lo tanto no tenía que
hacer ninguna labor fija, tuvo que apechugar de firme, pues el general, que durante
aquel tiempo se ocupó de mil menudencias, no lo dejó a sol ni a sombra, de manera
que, a pesar de su juventud, la noche antes del ataque, Hasse estaba al borde de
sus fuerzas.
«Todavía faltan veinticinco minutos.» Este era el pensamiento con que, pese a sus
propósitos de estar despierto en aquel momento trascendental, cayó dormido, y su
sueño fue tan profundo que ni la artillería de primera línea, ni el estampido de
los cañones montados sobre raíles consiguieron despertarle, de manera que a Hasse
se le pasó la hora en que el general quería haber sido despertado.

Se despertó cuando el sol penetraba a raudales en su habitación. Pero cuando entró


en el despacho del primer oficial de la plana mayor, todavía era demasiado
temprano. En la gran sala de la casa de campo solo se encontraba un oficial y
algunos ordenanzas. El oficial estaba sentado ante una mesa sobre la que había
desplegado el mapa de operaciones. El oficial tenía los auriculares del teléfono
encasquetados e iba anotando los partes de las tropas avanzadas y, de una manera
mecánica, los iba retransmitiendo luego al cuerpo de ejército.

«—El regimiento de infantería número 100 ha alcanzado Shuraweka por el Este. No hay
resistencia enemiga. El regimiento de infantería número 101 ha pasado el río sin
novedad y se encuentra en el bosquecillo triangular, donde se registra pequeña
resistencia enemiga. No se señala la presencia de artillería enemiga.»

Un radiograma de las fuerzas que operaban a la derecha:

«Ofensiva discurre conforme plan, stop. Débil resistencia.»

Hasse se enteró de que el general había estado levantado hasta más de las tres.
Así, pues, podía volver a su habitación y esperar allí hasta que fuera llamado por
Bomelbürg.

Unas horas después, acompañando al general, volvió al despacho del primer oficial
de la plana mayor. La ofensiva presentaba el mismo aspecto de antes. No ocurría
nada de particular y todo se desarrollaba, por lo visto, de acuerdo con los planes
previstos.

El oficial que estaba sentado ante el mapa continuaba anotando en él el movimiento


de las tropas. Otro oficial se paseaba por la sala.

—El grueso del regimiento número 100 avanza sin novedad. El regimiento 101, lo
mismo. La primera sección del regimiento de artillería comunica que va a fijar los
nuevos emplazamientos a la otra orilla del río. Todo discurre conforme al plan
previsto. Shuraweka está libre de fuerzas enemigas —comunicó el oficial a
Bomelbürg.

—Bueno, pues entonces, en mi opinión, habría que proseguir el avance. ¿Qué opina
usted acerca de Shuraweka?

—Yo creo, mi general, que todavía es pronto para proseguir el avance.

—Bueno, pues entonces esperemos —contestó el general.

Pero Bomelbürg no era partidario de esperar. Dio unas vueltas por la habitación, se
detuvo ante el oficial que recibía los partes, miró cómo anotaba la posición de las
fuerzas sobre el mapa y, siempre acompañado de Hasse, salió de la estancia.

Los señores oficiales de la plana mayor que, como de costumbre, no habían


participado en el ataque, oyeron el ruido de un coche que se ponía en marcha y se
alejaba. Pero ninguno de ellos hizo el menor caso y ninguno se acordó en aquel
momento de cierto paseo que Bomelbürg se dio el primer día de la campaña de
Francia.

Cuando aquel paseo sucedió lo siguiente:


La plana mayor del general Bomelbürg estaba instalada, en la frontera germano-
luxemburguesa, en la pequeña ciudad de Wiltingen junto al río Mosela. Desde una
altura se dominaba todo el gran valle en el que se habían concentrado grandes
fuerzas de infantería, que esperaban la orden de ataque. Bomelbürg, que contemplaba
los efectivos bajo su mando, se volvió hacia su ayudante y le dijo:

—Bueno, mi querido Neudeck, quisiera darme una vuelta por el regimiento 101.

—¡Pero si todo puede verse perfectamente desde aquí, mi general! —respondió Neudeck
—. La carretera está batida y el enemigo oirá el ruido del coche.

—Podemos bajar con el motor parado. Es preciso que vuelva a ver a mis hombres antes
de que crucen el puente.

—Yo le ruego, mi general, que se quede usted aquí.

Todos los argumentos fueron en vano. Bomelbürg, dos minutos después, se había
marchado. Neudeck se volvió hacia los demás jefes y oficiales y les dijo:

—Señores: puedo asegurarles que a este ya no le veremos más.

Poco tiempo después llegó un radio indescifrable. «El general ha caído, se


necesitan refuerzos.» Y nada más: ninguna aclaración, ningún dato acerca de la
posición. Nada.

He aquí lo que ocurrió:

Comenzó el ataque. En la casa de los carabineros fueron arrojadas un par de


granadas. Pero los carabineros luxemburgueses, que se habían puesto de acuerdo con
las tropas alemanas, ya no estaban en la casa cuando el ataque. El puente fue
tomado sin dificultad y las avanzadas comenzaron a empujar, al otro lado del río,
en tierra luxemburguesa. Bomelbürg y su ayudante atravesaron el puente en compañía
de las tropas de asalto. Al llegar a la otra orilla, el general se juntó con su
coche a una sección de vanguardia. Al poco rato, sin embargo, dejó atrás la sección
y luego, en un lugar donde la frontera formaba un triángulo, el conductor se
equivocó de carretera. De pronto, el ayudante advirtió que las tropas alemanas
brillaban por su ausencia.

—Mi general, creo que nos hemos equivocado de camino.

—¿Dónde estamos?

—Este pueblo se llama Niederkorn, mi general.

—¡Pues hacia la izquierda!

Se detuvieron ante una barrera del ferrocarril. Bomelbürg se puso de pie en el


coche y gritó:

—¡Eh! ¡Levanten ustedes la barrera!

El guardavías no hizo el menor caso; pero al otro lado de la barrera comenzó un


furioso tiroteo. El general fue herido en la cabeza y, con la cara llena de sangre,
cayó en el interior del coche. El conductor, que también fue herido, gritó: «¡El
general ha muerto!» El conductor y el ayudante de Bomelbürg, en cuya cartera estaba
el mapa de operaciones, huyeron precipitadamente. Se arrastraron a través de un
campo de remolacha y al cabo de un buen rato se juntaron a los soldados de una
sección de asalto. Y entonces fue cuando, sin indicar el sitio en que se hallaban,
cursaron aquel radio indescifrable. Luego, acompañados de los soldados, volvieron
atrás y se precipitaron en la casa del guardavías. Y en ella, tumbado sobre una
cama, junto al guarda, con una herida en la cabeza, encontraron al general.
Bomelbürg tenía la cara llena de barro y sangre; pero no había perdido el
conocimiento. Al entrar ellos en la habitación, murmuró:

—¿Quién está aquí…? No quiero verle. Es usted un cobarde. Ha abandonado usted a su


general en su hora más difícil. ¡Lárguese usted!

Bomelbürg fue metido en una ambulancia y conducido a Trier.

Nadie creyó que el general había de volver. Pero cinco meses después, Bomelbürg se
volvió a incorporar en el pueblecito de La Guerche, al norte de Francia. El general
había conseguido que no le quitaran el mando de su antigua división.

La herida de Bomelbürg estaba curada, pero había dejado un patente rastro. La bala
había penetrado entre los ojos, en el nacimiento de la nariz. Había atravesado la
base del cráneo sin lastimar el cerebro y había salido por la parte derecha de la
cabeza. El general perdió casi completamente los sentidos del oído, vista, olfato y
gusto. Un ojo había quedado completamente ciego y con el otro solo veía sombras.
Casi más que por su aspecto físico y por la consecuente pérdida de los sentidos,
Bomelbürg se sentía afligido por otros motivos que, la misma noche de su
incorporación a la división, dio a conocer a uno de los más jóvenes oficiales.

—Mi buen amigo Langhoff —dijo—, apenas ha reconocido usted a su general.

—Pero si este par de cicatrices no son nada importante, mi general —contestó


Langhoff.

—Bien, amigo mío, se lo agradezco a usted. La cuestión es esta: Bomelbürg creía que
era invulnerable a las balas y he aquí que esa creencia ha sido perforada.

—Pero… mi general —murmuró el joven oficial—. Permítame, mi general, que yo


sostenga una opinión completamente distinta a la suya. Nadie hubiera podido
sobrevivir a una herida semejante. Si esto, mi general, no es una prueba contra su
invulnerabilidad…

—Mi querido amigo… —comenzó a decir Bomelbürg, al tiempo que daba unos golpecitos
en la espalda del coronel Langhoff—. No sabe usted la alegría que me da al decirme
esto. Mi querido y buen amigo, se lo agradezco, se lo agradezco mucho…

Y a partir de aquel momento Bomelbürg volvió a creer que, en efecto, era


invulnerable a las balas.

Este era Bomelbürg y esta era la historia de la herida que sufrió, el primer día de
la ofensiva del Oeste, cuando su paseo por el recodo triangular de la frontera
luxemburguesa, y por esto tenía aquel rostro desfigurado, al que los jefes y
oficiales de su plana mayor ya se habían acostumbrado. En este momento, sin
embargo, cuando los jefes y oficiales oyeron arrancar el coche tras la casa,
ninguno de ellos se acordó de aquel desgraciado primer viaje de la guerra. El
oficial que estaba al teléfono iba recibiendo parte tras parte, y, sin parar,
continuaba señalando en el mapa de operaciones los diferentes movimientos de las
tropas avanzadas. Un oficial encendió un cigarrillo y comenzó a pasearse arriba y
abajo de la habitación. Al cabo de unos momentos cogió un teléfono y se entretuvo
hablando con el coronel Zecke, con el coronel Schadow, con algunos comandantes del
regimiento y con los vecinos que operaban a derecha e izquierda del puesto de
mando.

Dio unas cuantas vueltas más y se paró ante la mesa sobre la que estaba el gran
mapa de operaciones:

—¿Qué dice la batería del batallón?

—Aún no hace diez minutos que la batería del batallón acaba de comunicar: escasa
visibilidad a causa de la niebla.

La cosa, pues, estaba en marcha.

Resistencias aisladas, algunos prisioneros, ninguna baja; es decir, las bajas


previstas…

Llamaron del cuerpo de ejército.

El jefe del Estado Mayor preguntó:

—¿Cómo les va a ustedes? Sí, muy bien, todo sucede según estaba previsto. Bien;
óigame usted, querido, de aquí a veinte minutos les visitará a ustedes el general
en jefe. Se lo digo para que estén ustedes preparados. ¡Adiós!

El general en jefe del cuarto cuerpo de ejército era el mariscal Von Kluge. El
oficial llamó al ayudante:

—Óigame usted, Butz, el general en jefe estará aquí dentro de veinte minutos, avise
usted inmediatamente al general.

La noticia corrió por la casa como un reguero de pólvora. Todos se ajustaron los
cinturones y se arreglaron las guerreras.

El mayor Butz entró en la habitación y dijo:

—El general no se encuentra por ninguna parte.

—Pero… ¡esto es imposible! —exclamó Neudeck, a pesar de saber que aquello era muy
posible; pues en aquel momento se acordó del infortunado paseo que el general dio
el primer día de la ofensiva contra Francia.

—El general no está aquí, y su coche y el chófer tampoco se encuentran por ninguna
parte. Y el primer teniente, claro está, se ha marchado con él.

El mayor Butz salió precipitadamente de la habitación, marchándose a proseguir sus


pesquisas a otra parte. De pronto, se oyó el zumbido de un avión. Una «cigüeña»
describió un círculo sobre la casa y aterrizó, junto a ella, en un prado. El mayor
Butz corrió hacia el aparato para mostrar el camino al general en jefe, que venía
acompañado de un oficial de Estado Mayor. A medio camino le salió Neudeck al
encuentro.

—Bien; mi querido Neudeck —le dijo, inmediatamente, el general en jefe—; ¿cómo les
va a ustedes? Bien; Shuraweka ha sido tomado y no ha habido ninguna resistencia
seria. ¿Dónde está el general?

—El general se ha ido… hacia adelante, mi general en jefe.

—Dice que se ha…

—Sí, mi general en jefe, ha ido a dar una vuelta, pero enseguida volverá a estar
aquí.

—Entonces tendremos que arreglarnos sin el general. Entremos en la casa.


Atravesaron la alambrada, que había sido arrumbada hacia un lado.

—No se interrumpa usted —advirtió el general en jefe al oficial que estaba al


teléfono, y se acercó a la mesa sobre la que había el gran mapa de operaciones.

—¿De manera, que casi no ha habido resistencia, Neudeck?

—Sí, por suerte, apenas han resistido, mi general en jefe.

El general en jefe no debió creer que aquello era una suerte, pues en su frente, lo
mismo que enseguida en la del capitán de Estado Mayor que le acompañaba, apareció
una arruga.

—Poco a poco, a medida que refuercen sus objetivos, iremos encontrando alguna
resistencia.

—¿Qué dicen los observadores de la barrera de globos? —preguntó el capitán.

El oficial telefonista llamó a la artillería del regimiento.

El capitán se entretuvo hablando con un oficial. El general en jefe escuchaba y


apenas decía más que: «bien… no está bien… ya veremos… ¡usted cree!», y cosas por
el estilo.

—El parte de la barrera de globos está aquí, mi general en jefe.

—¿Y qué?

—Fuego de artillería aislado en el sector «Arcadia». Movimiento de tropas


motorizadas que se dirigen de los cuarteles próximos hacia el Oeste.

—¿Qué se observa en el Oeste?

—Hacia el Oeste no se señala ningún movimiento de tropas, mi general en jefe.

—No sé; vuelva usted a llamar otra vez. El telefonista llamó por segunda vez y
pidió la comunicación directa con el globo. El coronel Neudeck cogió el auricular y
habló con el capitán observador que, desde su globo, situado a una altura de 1200
metros, dominaba una gran extensión de terreno. El capitán del globo comunicó:

—Se observa movimiento de columnas motorizadas que llevan dirección Oeste. Ningún
movimiento en la dirección opuesta.

—Es imposible —dijo el general en jefe.

—¡Imposible! —repitió, como un eco, Neudeck.

—Bueno; pues así es y si esos señores de allí abajo no quieren creerlo, que suban
aquí. Yo solo puedo dar parte de lo que veo —oyeron en el batallón que decía el
capitán, desde el globo.

El capitán de Estado Mayor y el general en jefe se quedaron pensativos. Algo


fallaba. O fallaban los observadores de la división y del cuerpo de ejército, o
bien fallaba la supuesta situación de las fuerzas enemigas, cuya localización había
costado semanas enteras de arduo trabajo, tras el cual se había llegado a la
inequívoca conclusión que el ejército comunista había reforzado sus efectivos en
aquella parte de la frontera, por lo que se contaba con un inminente ataque que
permitiera un rápido cerco y una pronta victoria.
El general en jefe y el capitán decidieron volar hacia la división vecina; pues
desde Brest comunicaron que los comunistas ofrecían fuerte resistencia. El coronel
Neudeck y el ayudante de la división acompañaron al general en jefe y al capitán
hasta el aparato y se quedaron en el prado hasta que la «cigüeña», tras elevarse
sobre los árboles del bosque, tomó dirección Norte.

—Sí, Butz, ya puede usted espabilarse y encontrar enseguida al general —dijo el


coronel Neudeck al ayudante.

BRUJA, LA PERRILLA

Bruja, la perrilla, permanecía sobre el campo de aviación, que estaba vacío. Es


decir, el campo no estaba vacío; pues en él había un par de aviones de transporte,
un par de aviones de pasajeros, y, al borde del mismo, unos «Do 215» de
reconocimiento; pero los aviones estaban muy apartados unos de otros y la perrilla,
en medio del gran campo, parecía estar sola. Uá… uá… uá… La perrilla levantaba su
puntiagudo hocico y sus tiesas orejillas hacia el cielo, y el cielo estaba tan
vacío como el campo. Ni siquiera se oía el zumbido de algún avión. Transcurrió un
minuto y todo continuó en silencio. Pero las orejillas del animal comenzaron a
temblar, y Bruja, que siempre estaba muy segura de sí misma, no podía equivocarse.
Volvió a ladrar, esta vez con más fuerza que antes, y se dirigió hacia el extremo
del campo donde estaban las barracas y las tiendas de campaña. Al no encontrar a
nadie, corrió hacia la barraca de alojamiento, donde halló a Mette, que estaba
descabezando un sueño. Bruja estuvo un rato gruñendo y luego comenzó a restregar su
frío hocico contra la mano de Mette.

Cuando Bruja y Mette y unos mecánicos y servidores de tierra salieron al campo ya


se oía el zumbido de los aviones que regresaban a su base. El ruido se hizo cada
vez mayor y acabó por llenar todo el cielo. Y de pronto apareció la escuadra en el
cielo: primero surgieron las proas de unos aviones y luego, enseguida, se vio a
todo el grupo. Los aviones sobrevolaron el campo. Unas escuadrillas torcieron hacia
la derecha, en busca de sus campos. La escuadra de Scheuben pasó, en perfecta
formación, a doscientos metros sobre la pista de aterrizaje. El personal de tierra
aguardaba.

Los aviones de cada escuadrilla se distinguían por una señal de color pintada en la
proa.

—¡Amarillo! (Este era Scheuben).

—¡Blanco!

—¡Rojo!

—¡Contadlos! ¿Están todos aquí?

—Sí, gracias a Dios, sí.

—Un hermoso vuelo de conjunto, ¿no? Solamente, el segundo aparato de la derecha de


la segunda escuadrilla parece que no va muy bien… Debe ser el nuevo…
Apenas hubieron alcanzado el campo, descendió el capitán de la primera escuadrilla,
y tras él descendió otro aparato, y otro. En menos de un minuto los aparatos
estaban volando, a muy poca altura, uno tras otro, virando hacia la izquierda,
sobre la pista. El primer avión tomó tierra (un aterrizaje muy limpio) y se dirigió
hacia la derecha del campo; el siguiente torció hacia la izquierda; el otro, hacia
la derecha. Mientras la primera escuadrilla realizaba las maniobras de aterrizaje,
apareció la segunda, que también sobrevoló el campo en perfecta formación y, antes
de aterrizar, describió un gran círculo. Y lo mismo hizo la tercera escuadrilla.

Los aparatos se acercaban al suelo a una velocidad de 210 kilómetros por hora y al
tomar tierra en el sitio indicado para ello iban a 180 kilómetros por hora. Cuando
Von Ense se disponía a aterrizar, el oficial que desde tierra dirigía la maniobra
hizo una señal con la luz roja, que quería decir: atención. Y enseguida repitió la
misma señal varias veces, lo cual quería decir: prohibido aterrizar. Von Ense tuvo,
pues, que sobrevolar la pista. Pilotaba de una manera lastimosa, como si apenas
hubiera hecho prácticas. Al aparecer por segunda vez sobre la pista se le permitió
aterrizar y su aparato, en el momento de tomar tierra, en vez de deslizarse
suavemente, cayó aplomado. El avión tenía un neumático reventado a causa de un
tiro. Los mecánicos y los ayudantes que acercaban las escalerillas y abrían las
portezuelas querían saber cómo había ido el vuelo. En todas partes se formaron
grupos y los pilotos se veían obligados a satisfacer la curiosidad del personal del
campo.

—¡Fue algo grandioso! ¡Les hemos dado una verdadera, una paliza tremenda!

—Esto de volar de día es algo muy diferente: tienes todo el paisaje bajo el avión,
y ves al compañero cerca de ti, y ves todo el zafarrancho…

—¡Nuestras bombas han caído así!

—¿Antiaéreos? No; hemos visto muy pocos. Los últimos son quiénes han recibido el
chaparrón.

—Te digo que allí había, por lo menos, todo un regimiento ruso. No; ni un disparo.
Estaban sorprendidos y no sabían lo que ocurría.

—No, no estaban camuflados. Desde muchos kilómetros atrás podías ver brillar las
ametralladoras al sol.

—Después atacamos en vuelos rasantes y entonces fue cuando comenzaron a disparar.

Cuando el alférez Von Ense saltó de su aparato fue saludado por el inspector Molle:

—¿Qué tal, Von Ense? ¿Cómo ha ido su primer vuelo de guerra?

—Luego, luego… —contestó Von Ense, y fue a reunirse con los demás pilotos, que se
agrupaban en torno a Scheuben.

El inspector Molle (pantalones cortos y camisa de uniforme, que le tiraba sobre la


redonda barriga) se volvió hacia Mette, que manipulaba en el aparato de Sheuben.
Mette había descubierto un impacto de ametralladora y, con un martillo y unos
alicates, trataba de ajustar una pequeña lámina de hojalata en el sitio del
desperfecto.

Scheuben escuchaba los partes de unos pilotos. El alférez Von Ense, dijo:

«Dora 3 ha vuelto del ataque. El aparato tiene un reventón en el neumático de la


rueda izquierda. Todas las bombas cayeron en sus objetivos. En el ataque rasante,
un tanque quemado y un antiaéreo fuera de combate.»
Mientras, el joven Von Ense, muy sonrojado y en una actitud casi escolar, comunicó
su novedad. Scheuben se sonrió y sus compañeros, a su vez, hicieron algunos guiños.

—Muy bien hecho, Von Ense —dijo Scheuben—; pero si los rusos no hubieran estado tan
sorprendidos, su vuelo rasante habría podido terminar mal. Durante su segunda
pasada sobre los cañones disparó usted demasiado largo, más allá del objetivo, y
luego tardó usted veinte minutos en reunirse a su escuadrilla. Así, pues, la
próxima vez tenga usted más cuidado.

Mientras se dirigían a las barracas, Von Ense fue nuevamente interrogado. Y


entonces pudo hablar con entera libertad, y, con los cabellos revueltos, moviendo
los brazos de una manera dramática, explicó a los mecánicos y al hojalatero y al
inspector Molle las peripecias de su primer vuelo de guerra. Antes, al dar el
parte, casi le había faltado la voz, pero ahora las palabras le fluían alegremente.

—Os digo que el tanque, el conductor y los demás hombres no eran más que llamas. Vi
cómo corrían y se tiraban al suelo para apagar sus propias llamas. Y los servidores
del cañón antiaéreo se dispersaron corriendo antes de que hubiera empezado a
disparar. Estoy seguro que, al verme descender tan bajo, creyeron que iba a
llevarme el cañón por delante…

El inspector Molle llamó aparte al alférez.

—Óigame usted, Ense, me gustaría mucho poder volar, aunque solamente fuera una vez,
con usted. Por favor, mañana, lléveme con usted.

—¡Pero esto es imposible, Molle!

—Ya lo arreglaremos con los ametralladores de popa.

—Pero ¿y el capitán Scheuben?

—No es necesario que lo sepa. Y si luego se entera, ya verá usted cómo, a fin de
cuentas, le hace gracia.

Entretanto, en el campo había comenzado a desplegarse una gran actividad. El


sargento encargado de las bombas acababa de ordenar a sus gentes la nueva carga de
explosivos en los aparatos. Un camión-tanque, aprovisionaba a los aviones. En una
hora y media todo volvió a estar listo. Seguramente, durante el transcurso de aquel
mismo día, se ordenarían otros dos ataques a los mismos objetivos.

Aquel día, sin embargo, Scheuben no habría de continuar.

Después que las dotaciones le hubieron dado sus partes respectivos, Scheuben
continuó paseándose por el campo. Ante él correteaba Bruja, que de vez en cuando le
miraba con mucha atención.

—No, no, Bruja… —dijo Scheuben.

Y Bruja comprendió que, de todas maneras, se trataba de un vuelo; pero no de uno de


aquellos paseos en los que, entre los miles de perfumes que emanaban de la tierra,
se producían aquellos dulces balanceos y vaivenes. Se trataba de algo que
seguramente no admitía la posibilidad de permanecer tranquilamente sentada. La
perrilla se sentó sobre las patas traseras y, sin dejar de mirar a su amo, comenzó
a mover la cola.

—No, Bruja tú te quedas en casa. Tu amo se va a marchar solo. Y se va a marchar muy


lejos. Ahora ya lo sabes.
Bruja no estaba satisfecha, pero se retiró hacia atrás y se tumbó bajo el camastro
de Scheuben, colocando su hocico entre las dos patas delanteras. El animal
permaneció inmóvil, pero sus ojillos siguieron todas las idas y venidas de
Scheuben, que entretanto se vistió, y luego, dando un portazo, se ocultó a las
miradas de Bruja.

VUELO DE RECONOCIMIENTO

El capitán Scheuben se sentía «incómodo», no solamente ante Bruja, su perrilla,


sino ante su escuadra, y en general, ante toda la tropa del campo. A comienzos de
año, había sido inscrito como profesor en una academia de aviación. Y como los
futuros profesores debían reunir las máximas experiencias respecto a todos los
servicios de la aviación —caza, antiaéreos, reconocimiento, etcétera— y dado que
Scheuben era insustituible en el puesto que ocupaba, el jefe del Estado Mayor de la
aviación le había permitido, ya que en el campo había una escuadra de
reconocimiento, tomar parte en algunos vuelos de observación. En aquel momento
Scheuben se dirigía, pues, hacia un extremo del campo, donde se encontraba la
escuadrilla de reconocimiento.

Se presentó al capitán de la escuadrilla.

—Bien, Scheuben, en teoría ya conoce usted perfectamente el funcionamiento de estos


aparatos fotográficos —dijo el capitán de la escuadrilla—. Hoy tiene usted la
oportunidad de practicar su manejo. Objetivo: reconocer las carreteras y líneas de
ferrocarril de Minsk a Smolensko, y a la vuelta aproximarse lo más posible a Moscú.
Haga usted funcionar los aparatos fotográficos. Vuela usted con papá Scheele.

Papá Scheele —que así le llamaban los observadores— era en realidad el primer
teniente Scheele. Scheuben atravesó una extensa explanada en la que había bastantes
coches y entró en el alojamiento de los observadores, que estaba medio enterrado en
el suelo, para reunirse con Scheele. Papá Scheele jugaba una partida de tresillo
con sus compañeros.

—Buenos días, señores.

—Buenos días, señor Scheuben. Creo que tendremos el placer de…

—Sí, señor Scheele.

La gente se trataba allí de una manera sencilla, sin ningún protocolo. Scheele no
interrumpió el juego. Echó una reina y recogió las cartas de los otros jugadores,
colocándolas a su derecha. Scheuben, a quien nadie dijo nada más, tuvo tiempo de
dar un largo vistazo a su alrededor. Aquello tenía cierto parecido al cuarto
interior de la dotación de los remolcadores, en Hamburgo, donde se reunían los
capitanes, en espera de ser llamados para arrastrar a los grandes trasatlánticos al
interior del puerto. Una vez, acompañado de su suegro, que en el remolcador se
encontraba como en su propia casa, había entrado en aquella pequeña sala del puerto
de Hamburgo. Estos hombres en mangas de camisa o tocados con suéteres, con los
codos apoyados sobre la mesa, se parecían mucho a aquellos otros. No era la primera
vez que Scheuben se veía obligado a aguardar; pues cuando la niebla cubría el campo
tenían orden de no salir. Y aquí, con los observadores, ocurría algo parecido.
Cuando en el cielo no había una nube donde ocultarse o sucedía la más mínima cosa
en el indicador del aceite, corriendo a casa. Únicamente volaban en las condiciones
de máxima seguridad: pero, por otra parte, cuando las circunstancias así lo
requerían, eran capaces de regresar a la base sin motor. Así, pues, armado de
paciencia, Scheuben contemplaba aquella cueva de los «violadores de la
neutralidad». Aquel alojamiento tenía un marcado aire internacional. La misma
mesita auxiliar —una de esas mesillas en las que se sirven los desayunos o los
aperitivos— tenía cierto tono internacional. Un hombre entró en la estancia, se
aproximó a la mesilla, cogió unas pastas y bebió un sorbo de café. Había allí
sardinas en escabeche de Marruecos, salami de Hungría, champaña francés y
cigarrillos de Grecia. Podían darse estos gustos, porque en todas partes había
escuadrillas de observadores, y era muy fácil organizar un viaje de compras
destinando para ello un «correo aéreo», de manera que siempre podían traerse patos
de Polonia, mantequilla de Dinamarca, manzanas de Messina y, para la mujer o las
niñas, seda de Lyon. Sí, incluso el parque móvil, que había allí en la puerta, y en
el que figuraban coches de todos los países, ofrecía un aspecto internacional. La
dotación tenía oficialmente seis coches asignados; pero Scheuben acababa de contar
veintidós. Scheele no era allí el único observador que tenía los cabellos grises;
pues uno de sus compañeros, que era natural de Oldenburgo, debía contar unos
cuarenta y cinco años. Como casi todos los demás, este oldenburgués había servido
antes de la guerra en la Lufthansa y, además, desde noviembre de 1940 se dedicaba a
fotografiar Rusia. Durante aquel tiempo, es decir, antes de la guerra, había
perdido tres aparatos de su grupo y nadie se preocupó por ellos, pues, los rusos no
dieron parte de haberlos encontrado y el Gobierno alemán se guardó muy mucho de
preguntar por el paradero de aquellos aviones, cuyos vuelos no dejaban de ser una
provocación. Antes de la guerra, Scheele se había dedicado a fotografiar Polonia e
Inglaterra, y durante la contienda había parachutado a muchos agentes del servicio
de espionaje alemán sobre las Islas Británicas. Era un hombre de rostro colorado y
cabellos grises, que había ocupado un alto puesto en la «Hansa» y que luego dejó
los barcos para enrolarse en la aviación. También estaba allí el señor
Kastendeckel, uno de los mejores pilotos alemanes para vuelos nocturnos, que
incluso había inventado un inmejorable aparato destinado a orientar a los pilotos
en la oscuridad. Cada uno de los hombres que estaban sentados alrededor de la mesa
casi doblaba la edad de los pilotos que mandaba Scheuben. Y el que no tenía el
doble de años, tenía en su haber el doble de horas de vuelo. Cada uno de ellos era,
en este sentido, millonario; un capitán de las rutas del aire, un trampero del
espacio; alguien que mucho antes de la guerra había comenzado su trabajo haciendo
fotografías desde todas las perspectivas aéreas; alguien, en suma, que se sentía
muy honrado del título de «asesino de la neutralidad». ¡Cómo se visten y de qué
manera se comportan estos hombres! Hay que ver, por ejemplo, a este Kastendeckel,
acurrucado sobre un taburete y con los codos apoyados en la mesa. Kastendeckel va
sin afeitar y las puntas del cuello de la camiseta le salen fuera de la americana.
Y el mismo Scheuben se ha permitido decir que aquel hombre, que no deja de ser
capitán, no entiende nada del ejército. Los otros van vestidos de una manera
extravagante: muchos llevan pantalones de paisano, van sin corbata y la mayoría de
ellos calzan zapatillas. Y lo curioso del caso es que esta gente sabe volar mejor
que nadie y esto hace que todo lo demás se les perdone. ¿Cómo podía explicarse uno
que esta gente, que estaba en el cielo de toda Europa como en su propia casa, que
para comprar sus cosas volaba desde el cabo Norte hasta Marruecos, hubiera clavado
aquí, en la pared de su cueva, un refrán que decía: «Si quieres viajar tranquilo y
seguro, viaja sobre el suelo duro»? Scheuben quería adivinar aquellos acertijos;
pero no podía.

La partida de tresillo había terminado. Scheele, que resultó ganador, reunió su


montón de fichas y, acordándose del servicio, preguntó:

—¿Cómo está el tiempo?

—Sin nubes —le contestó uno de los asistentes.


—Sin nubes, muchachos —exclamó—; pues andando.

Se cambió la pipa, que estaba apagada, al otro extremo de la boca, y se encasquetó


una gorra, con lo cual ya se consideraba en condiciones de volar. El paracaídas, el
casco y lo demás, que él consideraba como trastos inútiles, debían estar
almacenados en un rincón del aparato. Scheele cedió el paso a Scheuben, quien subió
primero las escaleras, y él subió seguido del telegrafista y del mecánico.

Los cuatro hombres se acercaron a un «Do 215».

Subieron al aparato y un ayudante cerró la portezuela. Aquel golpe era entre ellos
la única señal de poder arrancar; pues en ninguna parte se veía un oficial de
campo. Scheele (el observador, Scheuben iba sentado a su lado) dio gas y condujo el
avión en marcha y, al cabo de unos instantes, el «Do» se elevaba por los aires. Era
un bimotor, estrecho y largo, dotado de unas alas enormes. Ya estaba a setecientos
metros de altura. Abajo no había nadie excepto el mozo de campo, con su mono lleno
de grasa, tocado con una boina y calzado con unos zapatos de lona.

El aparato ascendía a gran velocidad, mucho más aprisa que el «Ju 88» de Scheuben.
En la cabina (el techo, los lados y los extremos del piso eran de cristal, de
manera que la visibilidad resultaba perfecta) iban Scheele y Scheuben. En el
interior, vigilando el espacio de abajo, estaban el mecánico, y detrás de él, el
telegrafista, que constantemente mantenía la comunicación con el mando de un campo
de aviación polaco. A los cuatro mil metros se colocaron la máscara de oxígeno.
Scheele esperó un rato más y cuando el avión hubo alcanzado los seis mil metros se
puso, a su vez, la máscara.

Los motores rugían y las hélices trinchaban el viento. Al llegar a los ocho mil
metros el avión tomó dirección Oeste, ruta que había de seguir durante algún
tiempo. Horas antes, entre la niebla de la mañana, Scheuben había distinguido
claramente la línea de la frontera; pero ahora la línea fronteriza había
desaparecido bajo las enormes setas de humo, entre columnas de polvo y pueblos en
llamas.

¡Qué país!

Un país sin fin y sin frontera… bosques, lino, patatas, trigo, pueblecillos
incrustados en la tierra, grandes rediles y chozas con techos de paja, y otra vez
bosques sin fin, y un río de curso rápido, y una pequeña ciudad, y más bosques.

¡Qué país!

Bajo las alas del avión se veían las oscuras manchas verdes de los pantanos y otras
manchas, de un verde más claro, de las tupidas frondas, anchas como el mar. Habían
sobrevolado el final de la región pantanosa de Minsk y el Beresina. Minsk se había
quedado a la izquierda y ahora (Scheele era así: cumplía con su deber; pero nada
más) seguían la carretera que iba de Minsk a Smolensko. Scheuben comenzó a
fotografiar la autopista y la línea del ferrocarril, sobre las que estaban volando.

¡Qué país! ¡Qué país!

Bosques, prados, tierras de cultivo; un país oceánico en el que podían perderse,


desde el primero hasta el último hombre, ejércitos enteros; un país, mejor dicho,
en el que ya se habían perdido, entre el barro, la sequía y la nieve, más de un
ejército. En esta inmensa tierra se perdió un ejército, compuesto de cuatro mil
hombres, de Carlos XII, y ni un hombre ni un caballo logró volver; solo el rey,
empuñando un bastón de peregrino, como un mendigo, regresó a la patria. Sobre esta
inmensa tierra se hundió la estrella de Napoleón. Cuatrocientos cincuenta mil
hombres del ejército imperial se quedaron sin enterrar sobre la nieve, y aquellos
que siguieron sus huellas y lograron regresar —la impresionante ruina de la «Grande
Armée»— parecían sangrientos fantasmas.

Pero ahora ya no estamos en 1709.

Tampoco estamos ahora en 1812.

Vivimos en el año del Señor 1941.

22 de junio de 1941, y el motor zumbaba y en unas horas las hélices del «Dornier»
giraban sobre unos mundos que para los viejos mosqueteros significaron marchas sin
fin, tejidas de imprecaciones y gemidos, tras las que iba quedando un surco de
tumbas en las que se confundían los restos de hombres y caballos. Pero ahora
estamos en 1941 y el motor puede conseguir lo que antes estaba prohibido para las
personas, los caballos y las lentas ruedas, que giraban despacio, palmo a palmo. El
inmenso Este se rendirá al motor del avión y del tanque.

El capitán Scheuben tenía veintiocho años. A los diecinueve se hizo soldado, a los
veintiuno ingresó en la Academia de aviación de Kottbus y a los veinticuatro
participó, en calidad de alférez, en la guerra de España. En su casa no habían
podido ayudarle; pues su padre, que era administrador de una empresa constructora,
estaba de por sí bastante apurado para mantener, con el pequeño sueldo que cobraba,
a su mujer y a los tres hijos menores. Sin embargo, España (ocho meses y ciento
trece vuelos de combate) había cambiado la existencia de Hans. Había estado
cobrando 1500 marcos mensuales; es decir, cinco veces más que su padre, y durante
la campaña el dinero se le había ido acumulando en casa. A su regreso adquirió un
cochecito, un aparato de radio y una máquina de escribir, que en realidad no
necesitaba. Luego se casó. Conchita era una mujer que, por lo hermosa, llamaba la
atención, y su padre no se mostró nada cicatero. Pusieron un pisito muy acogedor en
Berlín-Zehlendorf, donde vivía como un artista de cine. Junto a Conchita pasó una
luna de miel que, durante mucho tiempo, pareció no tener que acabarse nunca. Pero
todo aquello terminó cuando sus ahorros de España tocaron a su fin, y muchas veces,
incluso para sus gastos personales, tuvo que recurrir al dinero de Conchita. Para
que todo hubiera podido continuar como antes habría sido precisa otra guerra como
la de España. Pero entonces comenzó la lucha en Polonia, en Bélgica, en Holanda, en
Francia y sobre el cielo de Inglaterra. Y en aquellas campañas no se necesitaban
fuerzas extranjeras, y él, que tampoco hubiera podido formar parte de ellas, dejó
de cobrar los sueldos de antes. Pero entretanto sucedió algo en lo que, por cierto,
Conchita no reparó. Rápidamente pasó de teniente a primer teniente y capitán,
dejando tras sí una escala de ascensos y teniendo por delante un escalafón que
fácilmente podría ser recorrido. El posible mando de la Academia de Aeronáutica de
Guerra le abría una brillante perspectiva. Ya vería Conchita. Únicamente que esos
viajes a Hamburgo debían terminar; pues era preciso que Conchita se mantuviera
apartada de las oscuras relaciones que allí mantenía. ¡Qué se ha creído el padre de
ella! Ahora era un gran comerciante, un importante hombre de negocios. Pero su
primer dinero lo había ganado haciendo pequeños negocios de contrabando en los
barcos, comprando y vendiendo jabón, chubasqueros, suéteres y otras cosas por el
estilo. Así había comenzado su fortuna y ahora no le convenía que el puerto de
Hamburgo estuviera paralizado. Y ante él mismo se había permitido decir que todo
aquello, es decir, los éxitos de la guerra, no eran más que lentejuelas de opereta
y que el telón no tardaría en caer. Pero ya veríamos.

Ahora tiene su camino claramente trazado ante sí. Ya no se trata de España, ni de


ser un tirador de fortuna. España fue algo que se le ofreció, y él jugó, como
tantos otros, su papel. Pero ahora hay que construir la vida sobre unos cimientos
más sólidos. Alemania se está ensanchando y las antiguas fronteras han
desaparecido. Y los caminos del nuevo Reich tienen que ser allanados con bombas de
cincuenta, cien y quinientos kilos, y esas bombas aseguran la justa pretensión de
Alemania por un destino más amplio y un mayor espacio vital.

Scheuben apartó de sí los amargos pensamientos que se hacía acerca de Conchita y de


la familia de esta, los Brooks, que vivían en Hamburgo. Y, por otra parte, no
permitió que las ideas sobre su porvenir turbaran el curso de sus ensueños.

Aquí estaba, de todas maneras, junto a «papá Scheele», que parecía tallado de la
misma madera que los Brooks. Y aquí estaba, viviendo en el año del Señor 1941. Sí;
aquel era el año en que se comenzaba a imperar: a imperar sobre los pueblos y sobre
todo el mundo. Así se ha decidido y a ello conducen todos los planes. Las fuerzas
se han puesto ya en movimiento. Pero esta vez no se trataba de Longwy-Briey, ni del
Kamerun, ni de Togo, ni de alguna isla del Sur perdida por Alemania cuando la
última guerra. Ahora se trata de este inmenso país que está bajo el avión. Se trata
de Rusia, de Asia, del país más ancho de la Tierra. Con este país bajo los pies
(cuando en este país se hable alemán), el Imperio Británico y los Estados Unidos
serán dominados. Con este país como trampolín todo el mundo será sojuzgado.

¡Los dados habían sido echados!

¡Los dados están girando!…

Este era Scheuben, el capitán Scheuben, que ahora estaba sentado junto al piloto
Scheele, que cuidaba de los aparatos fotográficos, que iba impresionando el
inacabable paralelo de la carretera de Minsk-Smolensko y a quien le quedaba tiempo
para observar el infinito oleaje del país que tenía a sus pies y para mecerse él
mismo en sus pensamientos.

Scheele, que como los demás hombres de la dotación llevaba los auriculares puestos,
se volvió hacia Scheuben y dijo:

—El parte meteorológico se ha vuelto a equivocar. Hasta Moscú, sin nubes. ¡De
manera que esto es un cielo sin nubes!

Una masa de blancos estratos se levantaba en el horizonte. Unos minutos después,


las primeras nubes ya estaban bajo el avión. La tierra, los bosques, los campos de
lino y de patatas, los colores y las huellas de los hombres sobre la tierra
desaparecieron. El pájaro de acero zumbaba entre la blanca neblina. Enseguida tomó
más altura. Ahora volaba sobre un blanco mar de cuya superficie surgían cúpulas,
torres y mil caprichosas figuras formadas por las nubes. Sobre el avión había un
cielo limpio y despejado, y nada más. Tan libre como estos cuatro hombres que, a
cuatrocientos kilómetros por hora, cruzaban el espacio infinito, no se habría
podido sentir ni un marino que, metido en la embreada bodega de un barco, surcara
un mar sin horizontes. Nadie se había sentido jamás tan desprendido de las cosas de
la tierra, tan alejado de todo lo quebradizo y perecedero, de lo vigente y válido,
como en este minuto se sentía Scheuben.

El hombre en medio del caos…

El mundo volvía a estar otra vez como al principio de la Creación: yermo y


desierto. Las dos grandes luces del cielo permanecerían intactas como las
estrellas. Pero el ganado, las sabandijas y todos los animales de la Tierra, las
hierbas y los árboles, y el hombre y la mujer (y Conchita, también), estaban
condenados a ir cambiando de aspecto, a envejecer y a morir.

Scheele se volvió otra vez hacia Scheuben y dijo:

—Pero, hombre, pare usted el aparato. No necesitamos fotografías de nubes.

Scheele acababa de leer una marcada expresión de ausencia en el rostro de Scheuben,


el cual, pese a que no había nada que fotografiar, continuaba teniendo la máquina
disparada.

Scheuben hizo que la máquina dejara de funcionar.

—Seguramente está usted pensando en la porquería de allí abajo, capitán —dijo


Scheele, no refiriéndose, como hubiera podido hacerlo, al movedizo mar de nubes,
cuyas crestas eran batidas por las alas del avión. Scheele se refería a la guerra,
y aquellas palabras las pronunció mientras la expresión de ausencia todavía se
reflejaba en el rostro de Scheuben—. Me parece que esta campaña que acabamos de
comenzar le da vueltas a usted en la cabeza, ¿no es así, señor Scheuben?

—¡Porquería…! —exclamó Scheuben; pero, enseguida, volviendo sobre sí mismo,


continuó—: Sí; porquería y sangre, como ocurre en cada nacimiento. Pero siendo
aviadores, esa porquería no la tenemos tan directamente ante los ojos como los
demás y, en realidad, no estamos metidos en ella. Además no pensaba en ello, sino
en lo que estamos creando.

—Ya —murmuró Scheele, y no dijo nada más, como si quisiera ahorrar oxígeno, cosa a
la que, como observador, estaba acostumbrado.

Scheuben miró a su vecino, que tenía un rostro sonrosado, unos cabellos grises y
unas grandes ojeras oscuras, y Scheele le volvió a recordar a Brooks, su suegro.

Scheele comprobó la situación después de consultar el mapa y la hora, y dijo:

—Otra vez estamos sobre Smolensko y nada… Bueno; las nubes ya irán despejando.

Mantuvo la misma dirección, y el aparato continuó navegando a través del inmenso


vacío en dirección a Moscú.

Y Scheuben pensó:

«Porquería, sangre, nacimiento…, eso ya lo sabemos de memoria.»

Scheele pertenecía a una generación que, durante su juventud, en la Universidad, si


no todas las obras de Nietzsche, había devorado el Zarathustra. Scheele había
pasado la mitad de su vida surcando los caminos del mar, y la otra mitad volando de
un lado a otro, y había visto muchas más cosas que su propio país. Durante los diez
años en que Alemania se estuvo preparando para la guerra, Scheele y sus compañeros
no lo habían pasado nada mal. Pero a partir del momento en que se vieron obligados
a vestir el uniforme del Ejército, las cosas cambiaron de aspecto e incluso los
sueldos se redujeron considerablemente. Porque los preparativos para la guerra eran
una cosa, y la guerra otra, y las consecuencias de ella eran algo que todavía
quedaba por ver.

—Es la mayor porquería que jamás nos ha rodeado —dijo Scheele.

Y esta vez no había ninguna duda que Scheele no se refería a la espesa capa de
nubes que flotaba bajo el avión, sino a la guerra.

—Y si a nosotros no nos llegan salpicaduras de excrementos, señor Scheuben…

—Sí; dicen que pisar excrementos trae suerte. Se refiere usted a la suerte, ¿no es
eso, señor Scheele? Naturalmente, necesitamos de la suerte; en el bien entendido,
claro está, que solo la necesitamos en lo que se refiere a la duración de la
guerra.

Scheele hizo un movimiento con la mano, como rechazando las palabras a Scheuben.
—No se trata de la suerte de la guerra, sino simplemente de algo más caprichoso,
señor Scheuben.

—¡Como lo que le ocurrió a Kastendeckel en aquel vuelo de Burdeos a Fritzlar! —


exclamó la voz de uno de los hombres de la dotación, que indisciplinadamente se
metió en la conversación.

Scheuben conocía la historia de aquel vuelo. Kastendeckel había despegado de


Burdeos. A los cuatro mil metros, el telégrafo se estropeó, en el preciso momento
en que el aparato volaba rodeado de aquella clase de niebla acerca de la cual suele
decirse que no permite ver la mano extendida ante los ojos. Kastendeckel, sin
embargo, prosiguió volando en dirección a Fritzlar. «Bueno; ya veremos qué ocurre.»
El tiempo transcurrió; pero la niebla continuó igual que en el primer momento, y,
si ello era posible, más espesa que antes. Era imposible saber dónde se
encontraban. En un momento dado, Kastendeckel dejó de dar gas y el aparato
descendió en picado. Al telegrafista —que era el mismo que ahora se encontraba allí
con ellos— se le pusieron los cabellos de punta, y al observador, que estaba
sentado junto a Kastendeckel, se le quedó clavada la mirada en el altímetro, como
si la aguja de aquel instrumento fuera la vacilante llamita de su propia vida. El
observador vio que la aguja pasó a señalar de los tres mil quinientos metros a los
dos mil, y de estos descendió a los mil, y finalmente llegó hasta los seiscientos.
Miraron hacia abajo y vieron que casi iban a rozar la torre de la iglesia de
Fritzlar. «Si no tuviéramos suerte ya nos habríamos roto mil veces la crisma.»

Scheuben sintió de pronto la realidad de los ocho mil metros de altura y del
inmenso vacío que reinaba sobre el mar de nubes. «Son gente curiosa estos
observadores, y su manera de ser les viene a causa de volar siempre solos, de no
ver nada, de no oír nada, de no tener a un compañero junto a ellos. Los pilotos de
guerra lo tienen mucho mejor. Tienen su “cadena”, su escuadra y, en una palabra,
los camaradas siempre a su lado. Pero aquí, nada, nada… Y si vinieran unos cazas
todo habría terminado.»

Scheele se refirió otra vez a Kastendeckel.

—Hay que saber, además, que Kastendeckel no es más que una piltrafa de aviador; es
un hombre muy prudente que nunca se hubiera alistado como voluntario en semejante
porquería. Con la guerra sucede que uno comienza y que no sabe de qué manera va a
salir de ella.

«Scheele —piensa Scheuben— es un observador; es decir, un hombre con ideas muy


personales.»

Los demás miembros de la dotación, el telegrafista, el mecánico y el ametrallador,


que habían oído la conversación, también tenían sus ideas. Acerca de Scheuben, poco
más o menos, pensaban:

«Sí, sí, un piloto de guerra. Uno que no vivirá demasiado.»

En realidad, el parte meteorológico no había estado tan equivocado como supusieron.


La capa de nubes fue haciéndose más delgada cada vez y la claridad aumentó
considerablemente. Scheele hizo una seña a Scheuben, el cual puso en marcha el
aparato fotográfico.

De vez en cuando, entre las nubes, volvía a verse el paisaje, y no tardó mucho
tiempo en hacerse visible del todo y poder ser captado por la cámara fotográfica.
Diez mil cubos de piedra de un blanco reluciente, en cuyo centro se levantaba un
bosque de pequeñas estalactitas de cemento; un abigarrado conjunto de acero,
hormigón y vidrio (los rusos hablan con orgullo de sus nuevos ciudades a la
americana), rodeado aquí y allá de ruinas de antiguos palacios de la época de los
zares. Esto era Moscú, que había sido conquistada dos veces por los tártaros, y que
había sufrido cinco gigantescos incendios (el último en 1812), y que cada vez había
sido reconstruida de una manera más hermosa y en mayor escala. Ya no era «la ciudad
de las cuatrocientas cincuenta iglesias», ni tampoco era el corazón de Rusia, pues
el corazón de Rusia palpita en el fondo de las minas, en los lejanos pueblos, y en
el pecho de quienes viven lejos de las estaciones del ferrocarril; el corazón de
Rusia también palpita en Dalstroy y Dussolag y Karlac, e incluso entre los
cazadores que viven en los solitarios campamentos de los grandes bosques.

Pero Moscú continúa siendo el despótico cerebro de este océano que se extiende
sobre una sexta parte de la Tierra, y que con sus comisariados de industria y
comisariados de distribución, con el Politburó y la todopoderosa G.P.U., encarna el
poder central y piensa y planea por todo el país, reúne y distribuye las cosechas,
dirige la producción económica y el gigantesco funcionamiento de la industria y
hace llegar sus directrices hasta lo más insignificante y pequeño, de manera que,
desde Kamchatka hasta el más reducido pueblecito de Yakutos, ordena allí dónde debe
ser clavado un alfiler y allí dónde no debe serlo.

Esta era la ciudad sobre la cual, a ocho mil cuatrocientos metros de altura, el
«Do» trazó una amplia curva. Bajo el avión, contra el azul del cielo, algunas nubes
brillaban como unas piezas de ropa limpia puestas a secar. A simple vista
únicamente se distinguía un pequeño relieve sobre el suelo. El sinuoso curso del
río, la forma radiada de los bulevares y una especie de fortificación, que
seguramente debía ser el Kremlin. Ningún relámpago surgía de la tierra y ninguna
nube de humo estallaba ante el avión, que ya viraba hacia el oeste, emprendiendo el
camino de regreso. Eran las diez de la mañana y la paz reinaba en la tierra y en el
cielo. Las gentes que vivían allá abajo todavía no sabían que la guerra había
brincado sobre las fronteras de su país.

El camino de regreso conducía hacia Smolensko. El cielo estaba despejado y el


aparato fotográfico volvía a funcionar. Pasaron sobre Smolensko y luego, al poco
rato, sobre Minsk, Baranowitschi, Slonim y Bialystok. Alcanzaron Wolkojwisk y
Bialystok en el mismo momento en que la escuadra de Scheuben realizaba su tercer
ataque a los aeródromos y a los centros vitales de estas ciudades. Para Scheuben
aquello no era más que un espectáculo curioso de ver. Era como si mirara en un
espejo. Uno de aquellos aparatos que como buitres se lanzaban hacia abajo era el
suyo propio. Aquí estaba Bialystok, y en una ocasión, un día claro, como un
relámpago surgió Rotterdam, y otra vez, bajo un cielo azul, un caluroso día de
verano, fue Guernica, y luego, en noches oscuras, siempre iguales, fueron
Newcastle, Hull y Londres. Aquí se trataba de Wolkojwisk, un nudo de comunicaciones
ferroviarias, y de Bialystok, donde estaba el cuartel general de un ejército.
Explosiones, manantiales de humo y de polvo, casas que se derrumbaban, nubes que
estallaban ante el avión. Y aviones que trepaban rápidamente hacia lo alto y, ¡Dios
mío!, «Tschaikas». «Pero esos viejos cacharros los abatiremos sin necesidad de
demasiada suerte.»

—Esos «Tschaikas» los abatiremos sin necesidad de demasiada suerte, señor Scheele.

—Todavía no se ha puesto el sol, señor Scheuben.

Scheuben también vio caer las bombas sobre las calles y vio las gentes que huían
hacia el campo, y más lejos vio algunas tropas aisladas, y más lejos todavía unas
columnas motorizadas. Pero la baraúnda de coches, los cadáveres cubiertos de polvo
sobre la carretera, los rostros deformados por el miedo y los ojos desmesuradamente
abiertos a causa del pánico, fueron cosas que Scheuben no pudo ver.

A ocho mil metros de altura el cielo estaba despejado y limpio. El ruido de los
motores del «Do» no llegaba a la Tierra, y ningún ruido de la Tierra podía
ascender, a su vez, hasta donde él estaba.

LA MUERTE DE UN AVIADOR

El parte de la división de Bomelbürg señala «sin novedad». La división había


pisoteado campos de avena y de centeno, se había apoderado de un montón de cenizas
(lo que quedaba de un pueblo), había vuelto a caminar sobre campos enlodados cuyo
piso se aseguró con hojarasca, ramas y troncos, había dejado atrás el fuerte
«Arcadia», había tomado un bloque de cuarteles, había cortado la carretera Brest-
Kobryn y había trazado un arco cerca del sector norte de la ciudad de Brest. Por el
sur, la división había formado una fuerte barrera, y por el noreste sus avanzadas
habían alcanzado el curso del Muchawetz, y aquí, a las espaldas de Brest, junto al
puente del río, a dos mil metros del objetivo final, se encontraba el puesto de
mando del regimiento de Schadow. Aquí fue donde, sin que nadie se fijara en el
banderín del puesto de mando del regimiento, pasó una moto con sidecar, que mil
metros más allá fue detenida por un soldado.

La moto frenó en seco.

—¡Alto! No se puede pasar de aquí —ordenó el primer cabo Feierfeil.

La moto también fue vista desde el puesto de mando del regimiento.

—Fíjese usted; allí, al otro lado del terraplén, hay un par de pantalones colorados
—dijo el jefe del regimiento, coronel Schadow, a un oficial de su plana mayor.

Los dos hombres acababan de ver los pantalones colorados de un general, y enseguida
reconocieron a Bomelbürg, que al otro lado del terraplén estaba entre un grupo de
soldados de infantería. El coronel Schadow, que era un señor enjuto, estirado y
algo nervioso (y que también era de los que creían que el regimiento debía ser
mandado desde los puestos avanzados de la primera compañía), empuñó su bastón y,
seguido de su ayudante, se dirigió hacia el cuartel, junto al cual el capitán
Boblink había instalado el puesto de mando de su compañía. El capitán Boblink ya
había notificado al general que las líneas avanzadas del batallón se encontraban a
cuatrocientos metros a la derecha. En este momento, mientras el coronel Schadow se
dirigía al encuentro del general, el capitán Boblink se había vuelto a separar de
Bomelbürg, y con unos anteojos de campaña ante los ojos observaba cómo dos
secciones de su compañía rechazaban la débil resistencia enemiga y trataban de
apoderarse del puente tendido sobre el río Muchawetz. Era un momento emocionante.
«¿Nos apoderaremos del puente antes de que sea destrozado?» Boblink se dio cuenta
que la compañía que operaba a la derecha de la carretera avanzaba rápidamente.
«Ojalá lleguemos nosotros antes, ojalá sean mis hombres quienes tomen el puente»,
pensaba Boblink. Un par de ametralladoras machacaban la otra orilla del río y
tenían a raya el fuego enemigo.

Junto al general estaba el primer teniente Hasse, que en aquel momento servía a
Bomelbürg de anteojo. Hasse iba contando al general cuanto veía.

—General…

Bomelbürg ladeó la cabeza hacia su ayudante.


—El coronel Schadow —murmuró el primer teniente Hasse al oído del general.

—¡Ah, mi querido Schadow! Ahora vamos a ver cómo estos hombres logran tomar el
puente sin permitir que sea destrozado.

No solamente eran los hombres de la compañía de Boblink quienes se esforzaban en


tomar el puente, sino que allí, en un pequeño espacio lleno de barro, estaba todo
el regimiento de Schadow. El regimiento de Zecke se había encargado de empujar al
enemigo hacia el sur. Y el tercer regimiento de la división permanecía, de momento,
de reserva.

—Mi general, desde su cuartel general han preguntado varias veces si estaba usted
entre nosotros —dijo Schadow a Bomelbürg.

—Sí, sí —murmuró el general—; está bien —añadió de una manera distraída, pues todo
lo que en aquel momento no se refiriera al puente le tenía sin cuidado.

Las ametralladoras tableteaban incesantemente. Las bombas de mano producían un gran


estrépito. La artillería no cesaba de castigar la otra orilla del río. Desde Brest
se oían los estampidos de los morteros y las detonaciones de Carlos, el cañón de
largo alcance. Los soldados de infantería, que hasta entonces habían permanecido
como ocultos fantasmas, se levantaron de la tierra enfangada, corrieron unos
cuantos metros y nuevamente se echaron al suelo. A lo alto, en el cielo, sobre el
río Muchawetz, una «Tschaika» incendiada se precipitó a tierra. Un oscuro paquete
salió del aparato y, enseguida, se abrió el paracaídas, que el viento llevó hacia
este lado del río.

—Mi general —dijo Schadow—, desde el puesto de mando del regimiento podremos verlo
todo perfectamente.

Schadow se vio obligado a hablar al general al oído. Bomelbürg ladeó la cabeza y


dijo:

—No, gracias; el general está perfectamente bien entre sus hombres de la compañía
de asalto.

—Pero es que desde el puesto de mando del regimiento, también podría usted ver los
movimientos del batallón vecino.

—No se moleste usted por mí, querido. Váyase usted tranquilamente a su puesto de
mando —fue todo lo que contestó Bomelbürg a la repetida indicación.

Y a Schadow no le quedó más remedio que volverse a su puesto de mando, acompañado


del ayudante.

Mientras tanto, las listas coloradas de los pantalones de Bomelbürg obraban como
una especie de imán. Así que Schadow se hubo marchado, el jefe de la artillería del
regimiento trató de sacar al general de la línea avanzada y de llevárselo hacia
atrás. El jefe de la artillería no vino en persona, sino que envió a Holmer, su
ayudante.

Tras corta resistencia enemiga, tal como se había supuesto, el puente fue tomado
sin que sufriera ningún desperfecto. Así que los cohetes se elevaron desde la otra
parte del río, Holmer fue al encuentro de Boblink, el capitán de la compañía.

—¡Cohetes blancos! —exclamó Hasse.

Hasse estaba pálido, y no era un milagro que lo estuviera, pues había vivido, unas
horas llenas de agitación. Desde el cuartel general de Bomelbürg hasta el río Bug
había ido en el sidecar, luego había atravesado el río en un bote de goma, más
tarde había pasado entre las humeantes cenizas de Shuraweka, y por último, siempre
al lado de Bomelbürg, junto al fuerte «Arcadia», se vio obligado a tirarse en el
fango, pues el enemigo todavía estaba disparando. Desde las cuatro de la mañana
estaba junto a Bomelbürg, y además él no se creía invulnerable a las balas;
Bomelbürg quizá sí lo fuera, pero él opinaba que su persona no tenía tal virtud.

—¡Cohetes blancos, mi general!

—¿Blancos? Pues entonces todo va bien; esto quiere decir que ya los tenemos —dijo
Bomelbürg; y alargando su brazo hacia alguien que en aquel momento acababa de
pararse frente a él, puso su mano sobre el hombro del recién llegado. Bomelbürg
notó que aquel hombre no era Hasse. Estiró el cuello y se acercó tanto que su nariz
rozó la cara de Holmer.

—¡Holmer, mi querido amigo, ya ve usted lo que hemos vuelto a conseguir! ¡Ya sabía
yo que Schadow lo lograría! Ahora debemos procurar que se dé el parte enseguida.

—Sí, mi general. Aquí mismo, tras estas matas, tenemos la estación de radio.
Inmediatamente vamos a dar el parte.

Holmer llamó al observador artillero y le ordenó:

—Meisel: comunique usted: puente tomado.

—Ya lo hice —contestó Meisel.

—Bueno, y dígame, ¿dónde demonios está el coronel? —preguntó Bomelbürg.

—El coronel está algo atrás. Ahora mismo acaba de comunicar con nosotros.

Holmer sabía hablar al oído del general mejor que Hasse.

—Nuestro puesto avanzado podrá ser instalado donde ahora está el de Schadow —gritó
Holmer al oído de Bomelbürg.

Y cuando apenas había terminado de decir aquellas palabras, Holmer vio a un


prisionero ruso. Era el aviador que acababan de derribar. El aviador tenía un
rostro moreno y unos ojos azules. En la manga lucía una estrella dorada. Era un
comisario.

«No tiene ni idea de hacia dónde lo llevan», pensó Holmer.

Cien pasos atrás ondeaba la bandera del puesto avanzado del regimiento… y ante el
puesto avanzado.

«Una comedia grotesca… ¿Cómo es posible que ocurran cosas así?»

—¿Qué aspecto tiene aquello? ¿Se ha sacado mucho partido del empuje? —preguntó el
general.

—Las cosas no pueden ir muy aprisa, mi general, porque la otra orilla es un


gigantesco lodazal.

—De todos modos hay que volver a hostigar al enemigo.

Bomelbürg se volvió hacia otro recién llegado, a quien le tendió la mano.

—¡Ah, mi buen Butz! Muy bien que haya usted venido. Dígame: ¿por qué no se avanza
al otro lado del puente?

Por fin, Butz había encontrado a su jefe para comunicarle que la anchura del
lodazal que se extendía en la otra orilla había sido mal calculada y que el puente
que se acababa de instalar era demasiado corto.

Ante el puesto de mando del coronel Schadow sonó un disparo. Holmer miró hacia el
sitio donde el disparo acababa de sonar. Y Butz hizo otro tanto. Vieron una pequeña
nubecilla azul que se elevaba por los aires. Holmer buscó la mirada del mayor Butz,
pero este apartó la vista hacia otro lado.

—Voy un momento hacia allí para comunicar con la división —dijo Butz; y echó a
andar para avisar al teniente coronel Neudeck que había cumplido su encargo y que
ya había dado con el general.

Holmer estaba pensando en la conversación sostenida con Langhoff. «Esto es el


principio, y si la cosa continúa así…». Se acordó de lo que Langhoff dijo acerca de
las fuerzas que se enfrentan en las guerras. ¿Cómo decía? «Las fuerzas propias no
solo chocan contra el adversario, sino que también golpean sobre su retaguardia, y
un día u otro este disparo repercutirá, como un bumerang, hacia atrás.» De todos
modos, una cosa era cierta, y es que este hombre que media hora antes había sido
derribado con su avión y que ahora acababa de ser muerto ante el puesto de mando
del regimiento, era un combatiente, y según las leyes del derecho internacional, su
vida debió haber sido respetada.

LA VÍSPERA DEL ATAQUE

Aquella mañana el sol se había levantado tras los pantanos como teñido en sangre, y
ahora ya estaba en el alto cielo. Bajo los pies, el fango era como una pasta
ardiente. Una carretera llena de baches que parecía haber sido hecha por el ir y
venir del ganado y que corría paralela al río Bug, pasaba por Koden, torcía junto
al fuerte «Arcadia», situado cerca de Brest, llegaba luego a un gran cuartel,
atravesaba más tarde un bosquecillo y desembocaba finalmente en las márgenes del
río Muchawetz, pasando junto al terraplén ocupado por las tropas.

La orden había sido cumplida y el objetivo del día estaba a punto de ser alcanzado.
Media compañía se hallaba detenida aquí, mientras la otra mitad limpiaba de
enemigos las márgenes del río, las malezas de los alrededores y un par de cabañas
pertenecientes a un aserradero de la vecindad.

El aire estaba lleno de polvo y de humo. Un denso vaho planeaba perezosamente sobre
la Tierra. Resultaba agradable poder estirar los miembros y estar tumbado sobre el
suelo. Y todavía habría sido más agradable si el descanso se hubiera prolongado
hasta la marcha del sol tras aquel bosquecillo que estaba a sus espaldas, y del
cual habían salido aquella mañana. Phütz y Wende permanecían tumbados uno junto a
otro (aunque no eran hermanos, los dos llevaban el mismo apellido, que a su vez era
el de la mitad de los habitantes de su pueblecillo meclenburgués), y al lado de
ellos estaba Heydebreck, y un poco más allá, Gnotke, Feierfeil y algunos
antitanquistas.

—Muchachos: esta campaña va a ser algo divertido —dijo uno de los antitanquistas,
un berlinés llamado Krause—. En vez de tanques, los rusos tienen una chatarra
inservible; ahora mismo acabo de tumbar siete de esos cacharros.

—No seas embustero, Hermann.

—Bueno; quizá no fueran siete; pues apenas comencé a disparar se dieron a la fuga.

—¡Cierra el pico! —le gritó Gnotke.

Cuando las tropas cercaron el fuerte «Arcadia», Krause había inutilizado un carro
ruso. Después de la acción, Gnotke fue a inspeccionar el artefacto, que resultó ser
un carro ligero blindado, con una ametralladora.

—Yo creo que si los rusos solo tienen artefactos de esta clase, la guerra no será
muy dura.

Gnotke reclinó la cabeza sobre la ardiente hierba y trató de dormir. En aquella


hora el vaho y la niebla habían ascendido muy alto, pero en el suelo no se veía ni
una sombra. Se oían los cañonazos de Brest. Al cabo de unos momentos comenzó a
oírse un ruido de cadenas en la carretera de aquella ciudad. Entre nubes de polvo,
en dirección Este, avanzaba una columna de tanques alemanes.

—¿Alguno de vosotros ha visto a los soldados de la división vecina?

—¡Naturalmente! Ya hemos tomado contacto. Ya ves cómo ahora atacan los tanques, y
enseguida nos desplegaremos en forma de tenaza y los rusos caerán en una gran
bolsa. Gnotke se acordó entonces de su conversación con Riederheim. «Que me dejen
en paz con ese viejo chisme. Todo eso ya pasó y yo no quiero saber nada más acerca
de ello. De todos modos, ¿qué tendrá que ver él con Pauline?»

—Oye, Emil —dijo, volviéndose hacia Feierfeil—: Ahora me acuerdo de la carta que
ayer escribió Hans. ¿Qué tiene que ver él con Pauline?

—¿No lo sabes? Hace ya mucho tiempo que corre detrás de ella.

—¿Y Pauline?

—Eso ya no lo sé con certeza —respondió el hermano.

El cabo Frobel apareció por el terraplén. Era un muchacho espigado, que todavía
estaba muy excitado por los acontecimientos de aquellas últimas horas.

—Hemos atravesado el puente como lobos, ¿eh? ¿No te parece, Phütz? ¿Y a ti, Koltz?

—Sí; los lobos tienen el mismo aspecto que tú.

En el cielo zumbaban unos aviones. Los cañones antiaéreos comenzaron a disparar.


Los aviones deshicieron la formación. Aquello significaba que de un momento a otro
iban a aterrizar. Seguramente volvían de realizar algún ataque.

—¡Vaya guerra! ¡Ahora resulta que estamos disparando contra nuestros propios
aviones!

—¡Cerrad el pico de una vez! —volvió a ordenar Gnotke.

Aquello era la guerra y aunque ocurrieran cosas semejantes, uno no podía


preocuparse de todo. Y aunque los antiaéreos dispararan contra aviones alemanes o
rusos, aquí tocaba descansar y no se sabía cuánto tiempo había de durar la pausa,
ni en qué momento deberían atacar de nuevo.
Las conversaciones se fueron apagando poco a poco y los hombres se quedaron
silenciosos e inmóviles sobre el suelo ardiente. Por la mañana se habían hundido
hasta los codos en el lodazal de la ribera del Bug. Habían atravesado campos de
cultivo, terrenos pantanosos, montones de ruinas y otra vez más campos y más lodo.
Las ropas se les habían secado sobre el cuerpo, y luego, debido al sudor, se les
habían vuelto a empapar. Y ahora estaban rendidos, extenuados. Transcurrió una
hora, y cuando el sol hubo alcanzado el cénit, la tierra comenzó a temblar. Al
principio fue como el trepidar de un tren en la lejanía, y luego, al cabo de poco
rato, se produjo un espantoso ruido que retumbó por todo el cielo y la Tierra.

CONTRATIEMPOS Y RECUERDOS

El primer sitio donde el mayor Butz trató de encontrar al general fue el regimiento
de Zecke. Butz se dirigió hacia el recién conquistado cuartel ruso, que en aquel
momento estaba ardiendo y que antaño había sido una Escuela polaca de oficiales.
Las paredes eran de ladrillo blanco y las tejas, coloradas. Ante los edificios se
veía un jardincillo y un poco más allá, un pequeño pinar. La artillería había
disparado contra el cuartel, en cuyas paredes aparecían grandes boquetes, por los
que salían unas llamas blanquísimas. En uno de los boquetes ondeaba una cortina
rota. Mujeres y niños contemplaban asombrados el espectáculo. Butz pasó ante un
grupo de soldados muertos. Entre el polvo y el fango vio el cadáver de una mujer.
Con las manos en la cabeza, unos prisioneros rusos salieron de una casa. Los
prisioneros miraban perplejos, como si todavía no hubieran comprendido lo que
acababa de suceder. El soldado que conducía a los prisioneros indicó a Butz dónde
se encontraba el puesto de mando del regimiento. Un poco más allá, ondeando sobre
la puerta de una casa, vio la enseña del regimiento de infantería 101. Butz entró
en la casa y fue en busca de Emanuel, el ayudante del regimiento.

—Emanuel, ¿dónde está el coronel?

El primer teniente Emanuel estaba sentado en una silla y tenía la mirada perdida.
Cuando levantó el rostro, a Butz le pareció que Emanuel estaba más asombrado que
los propios prisioneros rusos. Alguien cogió a Butz por el brazo y le condujo hacia
una habitación contigua.

—Tiene un choque nervioso. Lo mismo que le ocurrió en Niederkorn.

Cuando el comienzo de la ofensiva de Francia, al producirse las primeras bajas en


Niederkorn, donde el regimiento aguantó los efectos de un poderoso fuego enemigo,
Emanuel sufrió, en efecto, un choque nervioso. Fue enviado a su casa, donde al poco
se restableció y regresó a su unidad. Zecke llamó al primer teniente Emanuel, que
antaño había sido estudiante de teología y que, por lo demás, era un trabajador
infatigable, y le volvió a nombrar ayudante del regimiento. Y ahora, al comienzo de
la campaña de Rusia, había ocurrido lo mismo que en Francia. Emanuel se había
agotado cuando el asalto de Shuraweka.

Butz encontró el Mando del regimiento instalado detrás de las casas. Bajo unos
árboles se habían instalado mesas y sillas, y allí estaban los señores oficiales.
Sobre las mesas había unas botellas de cerveza, así como pan y salchichas. En aquel
momento un suboficial se acercaba a la mesa con una bandeja en la mano.

—Muchachos: la verdad es que esto no es tan malo como parecía; yo, por lo menos, me
lo había imaginado mucho peor.

—La cerveza no es tan buena como la nuestra; tiene un sabor un poquitín más amargo;
pero no es del todo mala.

—Pruebe usted: los chocolatines son exquisitos, y las galletas estupendas.

Nadie había visto allí a Bomelbürg, y Butz se marchó enseguida. Encontró al general
en el regimiento 100, en la compañía del capitán Boblink, desde donde habló con el
teniente coronel Neudeck, pues el general quería inspeccionar el regimiento Zecke,
hacia el cual le acompañó el propio coronel.

Estando todavía junto al Muchawetz, Bomelbürg dijo a Holmer, que quería que el
general visitara el puesto de mando:

—Vaya usted allí; antes de llegarme al regimiento de Zecke, pasaré a verle a usted.

Y al cabo de un rato, Bomelbürg pasó como una exhalación ante el puesto de mando
del regimiento de artillería.

Esta vez la inspección se hacía en dos sidecares. En el primero iba el general y


detrás del conductor, el oficial Hasse, y en el segundo iba, además del conductor,
el mayor Butz, ayudante de la división. Las motos pasaron ante los cuarteles, junto
a los cuales todavía había grupos de sorprendidas mujeres y prisioneros rusos que
atravesaban la carretera con las manos levantadas. Aquí y allá se veían algunas
bicicletas abandonadas. Las motos pasaron ante un grupo de coches del regimiento,
se adentraron en el pequeño pinar y pasaron bajo los árboles, casi junto a las
mesas. Los señores se levantaron.

Hasse ayudó al general a descender del sidecar.

—Buenos días —dijo el general.

—Buenos días, mi general —respondió un coro de voces.

—Buenos días, Zecke (Bomelbürg no veía a Zecke, pero sabía que estaba allí). ¿Qué
hay de nuevo?

—El primer ayudante ha llamado varias veces interesándose por usted, mi general —
contestó Zecke.

El coronel Zecke, que a pesar de llevar poco tiempo en la división fue saludado con
un gesto muy amistoso por Bomelbürg, alardeaba de haberse conquistado la completa
confianza del general.

—Bueno, Hasse, póngase usted con el primer ayudante. El general se volvió de nuevo
hacia Zecke y le preguntó:

—¿Qué novedades hay?

—Todos los objetivos han sido alcanzados. ¿Me permite usted, mi general, que le
explique la operación sobre el mapa?

Bomelbürg se acercó a la mesa y se inclinó ligeramente sobre ella, como una persona
que para entender de lo que le iban a explicar no tuviera necesidad, como él tenía,
de meter la nariz en el mapa.

—El primer batallón ha tomado contacto con el regimiento. El segundo batallón está
detenido hacia el Sur, cerca de los cuarteles, y el tercer batallón ha avanzado en
dirección suroeste, hasta el río Bug —dijo Zecke.

—Sí, sí —murmuró Bomelbürg.

Todo se había desarrollado de acuerdo con el plan previsto; pero no era aquello lo
que Bomelbürg esperaba del informe de Zecke. En aquel momento, Bomelbürg se
acordaba de lo que Hasse le había dicho aquella misma mañana. Extendió el dedo
índice y, señalando a la buena de Dios, apuntó hacia la parte trasera de la casa,
donde unos cien rusos estaban tumbados en el suelo, tomando el sol.

—¿Qué significa eso? Bueno, Zecke, esta especie de concentración de prisioneros


hecha aquí, ante los ojos de los comandantes del regimiento, no me parece lo más
acertado.

—Los prisioneros serán inmediatamente conducidos a la retaguardia; se trata de un


puesto provisional, mi general.

—Muy bien; ¿qué más ocurre?

Butz ya había estado allí, de manera que el general debía estar enterado del caso
Emanuel, y Zecke prefirió no decir nada de todo ello.

—Sí; ha ocurrido una cosa grave, mi general —dijo—. El tercer batallón acaba de
comunicar que ha sostenido un violento tiroteo contra unos tanques alemanes…

—¿Contra qué?

—Sí, mi general; es algo deplorable, pero lo cierto es que dos antitanques han sido
puestos fuera de combate.

—¡Eso es una vergüenza, Zecke! ¿Cómo ha podido ocurrir eso?

La cosa había sucedido así: al ver que tres tanques aparecían por el Sur, los
antitanques del tercer batallón abrieron fuego contra ellos y los tanques
repelieron la agresión destruyendo dos cañones.

—El hecho de que unos tanques aparecieran por el Sur, no estaba previsto, mi
general.

—¡Qué quiere decir esto de que no estaba previsto! ¡Supongo que la gente todavía
sabe distinguir un tanque alemán de un tanque ruso! ¡Le digo a usted que todo eso
es algo inconcebible!

—Mi general —dijo Hasse, al presentarse.

—¿Qué ocurre, Hasse?

—El teniente coronel Neudeck, al aparato, mi general.

—Deme usted —dijo Bomelbürg, y cogió el auricular que le alargó Hasse—. Óigame
usted, Neudeck, acabamos de ver cómo los hombres del regimiento Schadow han tomado
el puente. Schadow ha realizado la operación de una manera excelente…

Zecke, que continuaba junto al general, tuvo que oír una larga serie de elogios que
Bomelbürg hizo de Schadow. Luego el primer ayudante informó a Bomelbürg sobre la
situación en general.

—Bien, bien… ya le dije yo que… Sí, sí, hágalo usted, querido.


De pronto, el rostro del general pareció apagarse tras los grandes lentes con que
se protegía del polvo y del viento, y Bomelbürg hundió la cabeza sobre el pecho
como si de repente se encontrara ante sus jueces.

El primer ayudante informó que el contraataque no había tenido ninguna importancia


y que no era digno de tenerse en cuenta.

Las bajas habían sido muy pocas. Por otra parte esas pocas bajas se habían
producido a causa de la manera antirreglamentaria de hacer la guerra que tenían los
rusos; pues muchas veces disparaban desde unas posiciones que, en parte, ya habían
sido conquistadas. Por ejemplo, una vez cercado, el fuerte «Arcadia» quedó sumido
en un profundo silencio, en una total inactividad, y sin embargo, al cabo de unas
horas de haber sido rebasado, cada vez que ante él pasaba un coche o una moto
volvía a ponerse en actividad.

—Yo mismo he tenido que echarme a tierra —murmuró el general.

Y en Brest —y esta noticia se la habían comunicado a Neudeck desde la división


vecina— todavía ocurrían cosas más extravagantes, de manera que la situación de la
ciudadela de Brest preocupaba seriamente al comandante del sector.

—Parece ser —dijo Neudeck— que en esta guerra las bajas no se van a producir en la
línea de fuego, sino en la retaguardia.

Neudeck se refirió enseguida a un inquietante síntoma que se manifestaba en los


partes de muchas unidades.

—Ocurre que en ningún sitio se producen contraataques y que la resistencia es


prácticamente nula. Sin embargo, tanto en el fuerte «Arcadia», como en el Bug, como
en el Muchawetz, como en ciertos bosquecillos, de vez en cuando se inician
violentos tiroteos. Pero lo más grave es cuando los tiroteos tienen lugar en la
carretera o en los pueblos, pues entonces, al grito de ¡partisanos!, las gentes se
ponen a disparar sin orden ni concierto. Así ha ocurrido en la carretera de Koden,
cuando algunos de nuestros tanques aparecieron por el Sur.

—Sí, ya conozco la historia; Zecke me ha puesto al corriente… ¿Qué? ¿Qué dice


usted…? Naturalmente, eso de que los muchachos se maten unos a otros, debe
terminarse en el acto. Cuando hagamos avanzar el 102 regimiento de infantería, el
terreno quedará limpio. Y aunque algunos rusos se oculten y desaparezcan, cesará
ese nerviosismo y el fantasma de los partisanos no volverá a parecer. Y, dígame
usted, Neudeck, ¿qué tal va el paso del río…? Ya, ya; de manera que la orilla está
encenagada, la corriente es profunda y los coches no pueden pasar. Pero, dígame
usted, ¿cómo es que los ingenieros no han dado parte de todo ello? ¿Qué hacemos
ahora con nuestras tropas de asalto?

—Ya he hablado con el jefe de las fuerzas. Los hombres cruzarán el río por el
puente de Terspol y luego, una vez en la otra orilla, se dirigirán hacia el Sur,
camino de Brest. Debemos encontrar una brecha para volver a salir a nuestra
carretera.

—Bien. ¿Algo más?

—Sí, mi general. Acaban de telefonear del cuerpo de ejército. La 18 división


acorazada no puede continuar avanzando a causa del terreno pantanoso. Los tanques
se dirigirán, desde Koden, hacia el Norte, pasarán por el puente del Muchawetz, que
ya hemos tomado, y continuarán luego por la carretera de Brest-Kobrin.

—Muy bien; así pues, nuestro éxito está asegurado. Pero, dígame usted, ¿qué haremos
nosotros mientras tanto? Porque, en la carretera, la división acorazada tiene
prioridad sobre la infantería.

—Debemos procurar encontrar un hueco para nuestra gente, mi general. Ya he avisado


al oficial encargado de las tropas de reconocimiento y vigilancia, para que cuiden
del puente.

—Muy bien. Procure usted que el puente sea atendido lo más pronto posible. ¿Qué
otras novedades hay?

—Creo que a primeras horas de la tarde podrán pasar las fuerzas avanzadas sobre el
río y luego establecer contacto con ustedes en los cuarteles comunistas recién
conquistados.

—Muy bien. Nos prepararemos enseguida. Diré a Butz y a Hasse que se dispongan para
ello. Así, pues, hasta la vista, mi querido Neudeck.

Al terminar la conversación telefónica fue cuando el general se dio cuenta de lo


mal que iban las cosas.

«Los soldados se matan entre sí, pensó; esperemos que pronto pierdan esta
costumbre. El tendido del puente no puede ir más despacio. La 18 división acorazada
marcha bien; es decir, está a punto de quedarse embarrancada, y esto es realmente
enojoso.»

Zecke continuaba a su lado.

—¿Qué opina usted, Zecke?

—¿Puedo decirle otra cosa, mi general? —se aventuró Zecke.

El general y el coronel se fueron a un lado.

—¿Qué hay de nuevo?

El coronel Zecke volvió a referirse al asunto del primer teniente Emanuel.

—Ya, Emanuel… ¿Dice usted que el ayudante del regimiento ha caído enfermo a causa
del exceso de trabajo?

Eso ya era demasiado, el retraso en el tendido del puente, la detención de las


tropas de infantería a causa de la vuelta que habían de hacer los tanques, todo se
acumulaba en aquel momento, y el coronel, en vez de suavizar las cosas, parecía
complacerse observando el apuro del general.

—Ya se lo advertí a usted —dijo Bomelbürg a Zecke—. Pero usted se empeñó en no


dejar un minuto de reposo a Emanuel. Y ahora ve usted el resultado. Y yo tengo que
ser quien solucione el problema. Pues no pienso cuidarme de ello. Ya es la tercera
porquería que ocurre en el regimiento.

—Mi general…

—Tal como le digo: la tercera porquería. Primero, la concentración de prisioneros


junto al puesto de mando del regimiento. Segundo, los disparos contra los tanques y
los impactos de estos contra nuestros propios cañones. Tercero, el ayudante del
regimiento, futuro huésped de un manicomio. Debe darse cuenta, Zecke, que para
calificar semejantes sucesos me faltan palabras.

El general se volvió a poner los lentes y, acercándose a Zecke, que continuaba a su


lado, le echó una larga mirada, como para observar el efecto que sus palabras
habían producido al teniente coronel.

Por su parte, Zecke sabía que Bomelbürg necesitaba desahogarse y, durante la


reprimenda, permaneció impasible, sin mover un músculo de su rostro.

—Bien —dijo Bomelbürg y, como a ciegas, dio unos pasos hacia delante y volvió a
retroceder hasta situarse junto a Hasse.

El coronel Zecke se refirió entonces al alojamiento de los mandos de la división y


ofreció al general un sitio donde instalarse.

—Con su permiso, mi general, me permito indicarle que junto al casino hay un par de
habitaciones bien soleadas.

—No, gracias. Todo eso es muy estrecho para mí y no me gusta el ambiente. Butz ya
se ha encargado de encontrar algo para mí.

Efectivamente, al final de los cuarteles, en la carretera que conducía al puente


del Muchawetz, Butz había encontrado una cabaña rodeada de pinos y maleza. Y a ella
se dirigió Bomelbürg.

Poco tiempo después, el general estaba sentado en la cabaña, junto a la ventana. El


tiempo pasaba y Bomelbürg no se movía de aquel sitio. Pensaba en sus problemas y,
de vez en cuando, descabezaba un sueño. Su rostro permanecía casi oculto tras los
grandes lentes de cristales ahumados. Hacía calor, la atmósfera estaba llena de
polvo y, ante la ventana, entre árboles, zumbaba un enjambre de mosquitos. Pero los
mosquitos no molestaban al general, que no los notaba siquiera hasta que, en la
nariz o en la mejilla, su mano descubría una ampolla. El primer teniente Hasse, sin
embargo, se sentía profundamente molesto entre aquella nube de mosquitos. Desde
luego, el alojamiento ofrecido por Zecke, cuya limpia fachada se distinguía entre
los pinos, era incomparablemente mejor. Pero en aquellas circunstancias, dada la
conveniencia de alojar a Bomelbürg lejos de donde Zecke tenía su puesto de mando,
Hasse no pudo encontrar nada más.

—¿Hasse…? —dijo el general.

—Los tanques, mi general —respondió Hasse.

La 18 división acorazada avanzaba casi en su totalidad por la carretera, dispuesta


a atravesar el puente. Por lo visto, solo unas cuantas unidades, que más tarde
tendrían que encontrarse con el grueso de la división de la carretera de Kobrin,
habían dado la vuelta por Brest. Bomelbürg quiso ver de cerca los tanques y,
seguido de Hasse, salió de la barraca. Cuando llegaron a la carretera, los primeros
tanques, que marchaban tras el perro mascota de la división, estaban ya en las
cercanías del puente.

—Las unidades de choque —dijo Hasse.

Tanques pesados, ruidos de cadenas, olor a aceite, polvo.

—Una compañía de protección, mi general. El comandante de la unidad, en su puesto


de mando.

Cadenas, polvo, hedor. Un ensordecedor infierno que se arrastraba hacia delante.


Hasse hubiera podido ahorrarse cada una de sus palabras, pues entre aquel estrépito
ninguna voz de mando era capaz de hacerse oír, Bomelbürg estuvo mucho rato en la
carretera y luego volvió a la cabaña, se apoyó en el alféizar de la ventana y se
quedó mirando la gran nube de polvo que flotaba sobre la carretera. La riada de
tanques atravesó el puente. Los soldados de infantería que estaban tendidos junto
al camino quedaron envueltos en el polvo. La columna se detuvo y los hombres de la
sección de Gnotke pudieron contemplar de cerca los tanques. Solamente el conductor
iba dentro de cada uno de ellos; el comandante, con los auriculares puestos, estaba
sentado afuera, junto a la torreta, entre los demás hombres de la dotación.

—¡Mira, chico, todos los tipos van sobre los tanques!

—Sí, es que dentro, con el olor a gasolina y el calor, no hay quien resista.

Cacharros de cocina, depósito de agua, panes y toda clase de provisiones


bailoteaban sobre los costados de los tanques. En la parte trasera de los mismos,
colgaban cubas, y no había tanque que no arrastrara tablones, vigas y largos
enrejados de madera destinados a facilitar el paso de las máquinas en los terrenos
pantanosos, y también había tanques que arrastraban un remolque.

—Como los gitanos —advirtió Frobel.

—¿Pues qué te creías?

Uno de aquellos rostros cubiertos de polvo se volvió hacia Frobel. Los ojos y los
dientes eran las únicas manchas blancas de aquel rostro lleno de porquería. La
suciedad que se había acumulado en las cejas aparecía pegada con saliva junto a la
boca y marcaba un profundo surco en la parte baja de la nariz.

—Yo creía que todo eso lo llevabais bajo la torreta de una manera limpia y
ordenada.

—¿Creías acaso que esta era nuestra primera campaña?

Frobel se había quitado su impedimenta y sus compañeros habían hecho otro tanto.

—Estos muchachos no presentan un aspecto demasiado brillante —comentó uno—, aunque,


la verdad, hay que reconocer que han atravesado toda Polonia.

—Nosotros, los de infantería, quizá lo pasemos mejor.

—Cada uno lleva su carga.

—Sí, pero esos no la llevan a cuestas, sino que la cuelgan de los tanques.

—Bueno, lo importante es que pronto nos hagan sitio y que no tardemos en poder
pisar la carretera de Moscú.

Al cabo de un rato, la columna de tanques se volvió a poner en movimiento, luego se


paró otra vez y finalmente arrancó de nuevo avanzando, luego a unos quince
kilómetros por hora.

La división, que constaba de cinco mil tanques, tenía que recorrer, seguida de toda
su impedimenta, ciento ochenta kilómetros de carretera. De momento, una tercera
parte de la división había atravesado el río Muchawetz. Hacía horas que duraba el
desfile y todavía no se veía el final de la caravana.

Unos kilómetros más adelante, un hombre estaba sentado junto a la ventana de una
choza. El hombre no se había movido de allí, o quizá se había sentado de nuevo.

—¡Hasse!

—Sí, mi general.
—¡Están cantando!

Efectivamente, los hombres que viajaban encaramados sobre los tanques, estaban
cantando.

—¿Qué cantan?

—Ahora tiemblan los huesos, mi general.

—¿Qué más?

El general quería saber toda la canción, y Hasse se la repitió.

Tiemblan los podridos huesos

del mundo, a causa de la guerra.

hemos roto las cadenas,

y para nosotros ha sido una gran victoria

Marchemos hacia delante

aunque todo se venga abajo.

pues hoy nos pertenece Alemania

y mañana seremos los dueños del mundo.

Bomelbürg no oía a Hasse y tampoco oía lo que los tanquistas estaban cantando; pero
permanecían como si entendiera lo que unos y otros decían. Finalmente, murmuró:

—Estos muchachos cantan muy bien.

Los tanques se pararon. Bomelbürg volvió a salir de la cabaña. Se acercó a un


tanque y se dirigió a un teniente que asomaba por la torreta. El teniente no
entendió lo que el general deseaba.

—Teniente Vohwinkel —se presentó.

—¿De dónde es usted? —preguntó Bomelbürg.

—De Himmelreich, mi general.

—Estupendo. ¿Dónde está eso?

—Es un pequeño pueblo de la Selva Negra, mi general.

—¿Ha hecho usted otras campañas?

—Sí, mi general: la de Polonia y la de Francia.

—¿Siempre con la misma dotación?

—No, mi general, solamente con el telegrafista, el cabo Degler.

—Muy bien; ahora procurad pasar enseguida sobre el puente para que nosotros
tengamos el camino despejado.

—Sí, mi general.

Los tanques se pusieron en marcha. Bomelbürg no se movió de aquel lugar. Se quedó


allí y comenzó a pensar en la primera guerra europea, cuando los tanques, por lo
menos los alemanes, no desempeñaban un papel tan importante como ahora. Pensó en su
guarnición de Potsdam, pues la República no había ahorrado sombreros de copa a
Bomelbürg. También se acordó de Charlotte Bomelbürg —su esposa—, cosa que ocurría
raras veces. Lo cual no quería decir que Bomelbürg se olvidara de su mujer, pues
cuando la campaña de Francia de vez en cuando le enviaba botellas de excelentes
licores. Ahora, desde aquí, los envíos no podrían continuar, pues lo único que se
encontraba era vodka. Sobre el particular, debería aconsejarse con Pesel, que para
estas cosas tenía un olfato especial. Sí; había hecho bien en traerse consigo a
Pesel y, aunque sus conocimientos de francés no le iban a ser de ninguna utilidad,
estaba contento de haberle dado un destino cerca de él. Por ahí se decía que su
sentido de la familia dejaba mucho que desear. Y eso no era cierto… Bueno, no
pensemos más en ello… Al fin y al cabo, y eso bien tiene que comprenderlo Carlota,
uno está obligado a marchar con el tiempo. Si hoy se interesaba él por la guerra de
tanques y particularmente por la acción conjunta de estos y de la infantería, bien
podía Carlota emanciparse del corsé propio de la época del Kaiser, pues otras
señoras lo habían hecho. Aquella era una época de renovación y de cambios, y al fin
y al cabo cada día no estalla una guerra, y cuando tal ocurre uno piensa en muchas
cosas. Uno piensa, incluso, en Zecke —y aquel pensamiento le hizo recordar sus
épocas de capitán—. Ni aun en sueños se atrevía a confesarse que Zecke le había
birlado aquella pianista, con la que más tarde se casó.

Por otra parte, en realidad no se trataba de una pianista, sino de una encantadora
criatura, única heredera de un riquísimo fabricante de pianos. Pero cuando un
oficial comienza su carrera casándose por dinero, emprende un camino equivocado en
el curso del cual no es extraño hacer enloquecer a los ayudantes —como ahora acaba
de ocurrir con el pobre Emanuel— y dejarse bombardear por los tanques propios. Hoy
mismo había estado contemplando detenidamente a Zecke y estaba seguro de que
también él era antipático a su antiguo rival.

Allí, entre los alisos, se encontraba Bomelbürg, pensando en la guerra y en la paz,


en las guarniciones, en su mujer, en sus dos hijas, en sus lejanas épocas de
capitán y en aquella preciosa muchacha que Zecke le birló. Y Bomelbürg pensaba que
en otras circunstancias quizás hubiera sido un hombre dotado de un profundo sentido
familiar. Allí estaba sin oír nada y sin poder cerrar los ojos, pues de hacerlo así
inmediatamente le fallaría el sentido del equilibrio y tendría la sensación de ser
como una paja en el viento, ya que desde hacía tiempo había perdido el sentido del
olfato y del gusto, y todo, la comida e incluso Carlota Bomelbürg, que estaba en
Potsdam, le era indiferente. Una cosa, sin embargo, no le era indiferente, y esta
cosa era el movimiento del cual él mismo formaba parte. Aquí, entre esta agitación,
veía y oía claramente y se daba perfecta cuenta de lo que ante sus ojos ocurría, e
incluso de lo que en esta hora trascendental estaba sucediendo.

El sol, que en aquel momento debía marchar hacia su ocaso, se había ocultado tras
una densa nube que levantaban aquellas máquinas que, haciendo un ruido
ensordecedor, se arrastraban ante él. Y mientras iba pasando la hilera de tanques
traducía en cifras el conjunto de los mismos y su posible poder de agresión. La
cortina de polvo se levantaba desde muy adelante hasta el Bug, y luego, pasando
sobre el río, se adentraba hacia Polonia. La división debía atacar Kobrin, donde
estaba instalado un Estado Mayor del ejército ruso. Así, pues, la 18 división
acorazada rodaba por la carretera de Brest-Minsk-Smolensko, es decir, por la
carretera de Moscú, que ahora, gracias a él y a los hombres de Schadow, acababa de
ser tomada, y que luego había de ser devanada gracias al empuje de un irresistible
asalto.
AL ESTE DEL TILSIT

Al mediodía, los ayudantes del regimiento de la tercera división motorizada


trajeron la orden de ataque. El día X era el veintidós de junio, y la hora X, las
tres y cinco minutos. La orden añadía que la ofensiva debía comenzar con la
contraseña «La madera para hacer barracas no debe ser movida». La división había
acampado en un bosque situado al Este de Tilsit. Por la noche, los soldados
escucharon música de baile radiada desde Berlín, y a última hora oyeron la voz del
locutor que les deseaba muy buenas noches.

Luego, un profundo silencio descendió de las copas de los pinos. Solamente unos
centinelas iban y venían entre los árboles, y todo el resto de la división estaba
sumido en una profunda quietud. Algún soldado se disponía a escribir; pero ninguna
carta era terminada. Un par de líneas nerviosamente escritas y el papel era
prontamente doblado, metido en un sobre y entregado a alguien que casualmente se
dirigiera hacia donde estaba el buzón de campaña.

Aquel silencio de muerte duró hasta las tres.

Poco después de las tres se oyó el zumbido de la aviación, y luego el tronar de la


artillería, y más tarde todo el frente se puso en conmoción, y un creciente
estrépito, que iba de Este a Oeste y que parecía que nunca más había de terminar,
inundó los campos. La tercera división motorizada de infantería, empero, permanecía
en su sitio en aquel lugar. Durante dos días y dos noches nadie se movió. Después,
la orden de ataque fue cambiaba por una orden de marcha hacia Dünaburg, a través de
un sector por el que acababan de pasar una división acorazada y algunos regimientos
de las SS.

A la mañana del tercer día fueron recogidas las tiendas de campaña, que se habían
levantado entre los árboles del bosque. La maleza crujía bajo los pies. Los hombres
se afanaban en recoger sus cosas. Las ramas se movían y en algunos sitios aparecía
un sendero en el que se veía un camión, en el que los soldados cargaban la
impedimenta. Los camiones entraban en el bosque por un angosto camino y se detenían
bajo los árboles. Y, más allá, a lo lejos, una interminable hilera de camiones
atravesaba un puente improvisado por los ingenieros sobre el río Memel y avanzaba,
pasado el desnivel de la ribera, a través de un pequeño poblado, hacia el corazón
de Rusia. Era poco antes de las seis de una quieta mañana. La columna de camiones
avanzó despacio por un camino a ambos lados del cual se extendían interminables
praderas. Sobre la hierba todavía flotaba la bruma de la noche. El sol brillaba
sobre los camiones, en cuya parte delantera ondeaban unas banderas con la cruz
gamada. Un aparato de radio dio las noticias del curso de la operación. En todo el
frente del Este la ofensiva proseguía de acuerdo con lo previsto por el Alto Mando.
Las fuerzas alemanas se encaminaban rápidamente hacia sus primeros objetivos.

De pronto, la voz del locutor quedó ahogada por un formidable estrépito. Zumbido de
aviones, agudos silbidos y explosiones de bombas. La columna se detuvo. Los
soldados brincaron de los camiones y se tumbaron entre las ruedas o echaron a
correr hacia la pradera. Al cabo de un momento, sobrevino el segundo ataque, y las
bombas volvieron a estallar con estrépito, levantando grandes surtidores de tierra
y humo junto a la columna de los camiones. Acudieron los sanitarios.
El primer teniente Engel, de comunicaciones, estaba tumbado bajo su camión.

—¡Maldita sea…! ¡Estas banderas…! ¡Quitad enseguida estas banderas!

—Tiene gracia esto: aquí vamos a la guerra como, en España, los toreros a la
corrida. Nuestras banderas han sido un magnífico punto de referencia —dijo Emil
Uberbein, uno de los telegrafistas de la sección de comunicaciones.

Las banderas fueron quitadas de los camiones, enrolladas y colocadas entre la


impedimenta. La columna se volvió a poner en movimiento, abandonó el camino de
herradura y tomó por una carretera, que no era la que, a través de Kowno, iba a
encontrar el camino real, sino la que, a través de Seta y de las montañas de
Zarasail, conducía a Dünaburg. Los camiones avanzaron a diez kilómetros por hora y
al cabo de un rato se volvieron a parar. Luego se pusieron en marcha y,
transcurrido cierto tiempo, se detuvieron de nuevo. Así, entre marchas y pausas,
transcurrió el día. Durante la noche siguieron avanzando del mismo modo que durante
la jornada. Al mediodía siguiente, la columna se paró por centésima vez, pero ahora
la parada fue más larga.

—¡Eh!, Putenschlunk, ¿qué ocurre ahí delante? —preguntó alguien a un motorista.

—El coche de nuestro viejo se ha quedado embarrancado —respondió Putenschlunk. Y,


sin detenerse apenas, dio gas y partió a toda velocidad.

—Este va a ver si puede pillar algo.

—Te gustaría ir con él, ¿eh, Fliege?

Uberbein y los demás muchachos de comunicaciones no lo tenían tan bien como el


motorista, que podía acortar las interminables paradas yendo y viniendo de un lado
a otro y, de paso, llenarse los bolsillos de pepinos, cebollas, zanahorias y, a
veces, de huevos. Uberbein, Fliege y la mitad de la compañía de comunicaciones se
quedaron en el camión; los demás se habían ido con el primer teniente Engel a
tenderse sobre la hierba.

Un embudo producido por el último bombardeo interceptaba la carretera. El coche del


Estado Mayor —un gigantesco vehículo perteneciente al jefe de la división, Tomasius
—, que había querido vadear el embudo, al meterse en el prado, se acababa de hundir
hasta los topes y en aquel momento, con ayuda de cinco o seis traviesas, unos
soldados trataban de ponerlo en marcha.

Parte de la tropa permanecía tumbada sobre los camiones, y parte, aguardaba echada
sobre la hierba, a ambos lados de la carretera, junto a la caravana, tomando el
sol.

De pronto, desde los últimos camiones se levantó un griterío ensordecedor y,


enseguida, se inició un denso tiroteo. Los más prudentes se arrojaron bajo los
camiones. Alarmado por el tumulto que se acercaba, Uberbein brincó del coche y se
echó al suelo. Un camión pasó junto a la columna a toda velocidad. Una
ametralladora disparaba desde su parte trasera, y una lluvia de balas cayó sobre
los radiadores, parabrisas, ruedas y sobre todo lo que entre los camiones se movía
en busca de refugio.

—¡Un ruso…! —exclamó alguien.

—¡Ya me figuraba yo que aquí debía de haber rusos!

—¡Cierre usted el pico, Uberbein!


—Pero si es verdad, mi primer teniente, estamos en Rusia y es natural que haya
rusos.

—¡Sanitarios! —gritó alguien.

Un vehículo estaba ardiendo. Las llamas cubrían un coche cisterna. Una nube de humo
se esparció sobre los camiones. Una voz gritaba desde atrás:

—¡Es un ruso!… ¡Detenedlo!… ¡Detened el coche!

Hacia delante todavía se oían los disparos de la ametralladora. De pronto, desde la


cola de la columna se oyeron más salvas. Un cañón ligero acababa de entrar en
acción. Uberbein se volvió a arrojar al suelo.

—Yo soy padre de familia y, al despedirse mi mujer me aconsejó que nunca expusiera
la cabeza. Pero todo es inútil; pues ese tío está disparando ahora con una manguera
del dos. ¡Vaya guerra!

Nubes de polvo. Estampidos. Un tanque pasó junto a la columna y comenzó a disparar


tras el camión.

La carretera hacía una curva. Delante de sí, el ruso tenía el embudo de la


carretera y el embotellamiento de los primeros camiones, y detrás, disparando
implacablemente, el tanque. No había escapatoria posible. Había llegado el último
momento de dos soldados rusos.

MARCHA HACIA DÜNABURG

Gregory Subkoff y Pjotr Rjewski pertenecían a la misma compañía. Subkoff era


sargento y jefe de sección, y Rjewski, primer teniente y jefe de compañía. Unas
semanas antes, su batallón había recibido la orden de efectuar maniobras, como se
decía, y después de cruzar la ciudad de Wilna se habían adentrado en Lituania. Los
pertrechos y parte del armamento lo habían dejado atrás. Disponían, pues, de muy
pocas ametralladoras, y las que tenían eran viejas «Maxims» de la guerra europea,
pero para las maniobras y la instrucción todavía tenían alguna utilidad. Había un
fusil para cada tres hombres, pero todos iban cargados de munición. Los caballos
escaseaban, y la impedimenta era llevada por etapas. Primero se trasladaba una
mitad de la misma, se descargaba junto al camino y los caballos retrocedían en
busca de la otra mitad, que había sido amontonada unos kilómetros más atrás. Así,
pues, las bestias y los soldados que cuidaban de ellas estaban obligados a recorrer
dos veces el mismo camino. Los hombres, sin embargo, no lo pasaban mejor que los
caballos. Cuanto más duras son las maniobras, tanto más llevadera es luego la
guerra, rezaba el aforismo de Suworow. De día se avanzaba y de noche se retrocedía,
de manera que cada cien kilómetros se convertían en doscientos de marcha. De esta
manera habían transcurrido semanas enteras.

Era domingo. La compañía descansaba en una posición fortificada. En realidad, las


fortificaciones se reducían a unos pequeños terraplenes, que en caso de necesidad,
sin embargo, hubieran hecho un buen servicio. No muy lejos de allí estaban los
«bañistas», como, durante las maniobras se empezó a llamar a los alemanes, quienes
precisamente entonces comenzaron a concentrarse, para descansar, según decía el
comisario político, desde la frontera de Prusia Oriental hasta los Cárpatos. En
primer lugar, explicaba el comisario, existía el Pacto de no agresión entre la
Unión Soviética y Alemania; luego, aunque quisiera, Hitler no podría cambiar
repentinamente su política, pues de momento estaba muy ocupado con los ataques a
Inglaterra, y por último, sus tropas estaban demasiado esparcidas. Precisamente
ahora acababa de enviar un gran contingente de ellas a los Balcanes. Alemania no
tenía suficientes soldados para emprender una nueva campaña y mucho menos para
enfrentarse con el «invencible Ejército Rojo». El comisario, que no tenía ninguna
comunicación directa con Moscú, pero que a través del Estado Mayor recibía noticias
procedentes de las grandes alturas, tenía que estar bien informado. Sin embargo, a
pesar de estas noticias, allí estaban ellos, sobre la dura tierra, al cielo raso.
En el cielo no había nada, desde luego, ni un «Tschaika». Y sobre la tierra…, sobre
la tierra yacía, tumbada sobre arena lituana, con unos cuantos fusiles entre las
manos, la tercera compañía. Las últimas provisiones se terminaron al mediodía, pues
la impedimenta se había quedado, como de costumbre, muy atrás. Y en la posición
tampoco había agua. Cada amanecer se asomaban a la carretera, que estaba hundida en
la niebla, para ver si había alguna novedad. Un día, al volver Subkoff de la
inspección, abanicándose con la mano de una manera muy poco militar, exclamó:

—¡Fritzen, Fritzen!, y tan numerosos como granos de arena en una playa. ¡Están
avanzando a toda marcha hacia el Este!

Cuando la niebla se hubo levantado, el teniente Rjewski pudo ver, a ochenta metros
de distancia, el curso de la carretera por la que discurría una interminable
caravana de camiones, entre la que se distinguían grandes coches, uno de los
cuales, por su tamaño, le recordó las barcazas que surcaban el río Neva. Algunos de
los camiones que transportaban tropas marchaban sobre cadenas. La tropa tenía
prisa, pues probablemente no había desayunado y seguramente se proponía hacerlo en
Wilna o quizás en Minsk. De todos modos, marchaban de una manera tan directa hacia
su objetivo, que no se tomaban la molestia de inspeccionar a derecha e izquierda de
la carretera. De vez en cuando, se paraba un camión y dos o tres hombres saltaban a
tierra, se adentraban cinco o seis pasos en el prado, se bajaban los pantalones y
mostraban a los soldados de la compañía rusa aquella parte del cuerpo donde la
espalda pierde su honesto nombre. Y cuando algún hombre de la compañía disparaba su
fusil, los alemanes se echaban de bruces al suelo o brincaban, sin acabar de
subirse los pantalones, hacia el camión. Pero a pesar de esos pequeños incidentes,
aquella riada de coches que marchaba sobre cadenas y ruedas, no se detenía jamás.
Por fin, a lo lejos, bajo el cielo transparente se produjo un sordo ruido, que los
soldados rusos habían estado aguardando. La artillería comunista comenzó a
bombardear la carretera. Subkoff contó las salvas: eran ocho. Luego volvió a reinar
el silencio. Las municiones se habían agotado.

La única comunicación que la compañía tenía con la retaguardia enlazaba


directamente con la división. Sin embargo, a veces la comunicación permanecía
cortada durante todo el día y en muchas ocasiones, durante varias horas, pero
finalmente siempre volvía a ser restablecida. La compañía aguardaba la ayuda
prometida. De noche se acercaban a la estación del ferrocarril, que ya había caído
en manos de los alemanes, y del depósito de la misma robaban su propia munición.
Por otra parte sabían que las tropas de refuerzo no podrían traer consigo alimentos
ni material sanitario. Y lo peor de todo era que los soldados que iban en busca de
agua caían muertos o regresaban heridos. Los hombres hurgaban en lo hondo de sus
bolsillos, en busca de los últimos mendrugos de pan. Por lo demás, cada día
contaban y recontaban las bajas habidas. Habían caído tantos que casi todos los
hombres disponían ya de un fusil. A la cuarta noche, y casi cuando la deshecha
compañía iba a reunirse para emprender la retirada, un capitán llegó a la posición.
Era un correo de la división. El capitán comunicó a los soldados que la patria
vivía horas de gran peligro; pero que, de todos modos, la situación no era
desesperada, pues el Ejército Rojo estaba realizando un brillante avance, en el
curso del cual había hecho muchos prisioneros y cogido gran cantidad de material de
guerra. Los alemanes solo habían roto el frente en este sector. Era preciso
aguantar un poco más, pues las tropas de socorro estaban muy cerca de ellos, pero
mientras tanto era necesario que la columna enemiga fuera detenida.

Quedarse en aquel sitio… Los soldados calzaban unas botas cuyas suelas estaban
completamente destrozadas, por lo que, de momento, la noticia no les afectó
demasiado. Por otra parte, los pocos caballos de que disponían eran viejos
animales, cansados de transportar generaciones de soldados. Pero los carros de la
impedimenta se habían quedado atrás, en una carretera, y ya llevaban cinco días sin
traer comida. Y desde hacía cuatro días se había declarado la guerra, en cuyas
fauces parecía que todo iba a desaparecer, pues en ellas ya habían desaparecido la
primera y segunda compañía y casi todo el batallón y, según parecía, todo el
regimiento estaba a punto de seguir aquel camino. Los días eran largos y ardientes,
y no había agua. Dos soldados removían un agujero y sacaban de él grumos de barro
que exprimían en sus gorros para obtener así algunas gotas de agua. El Alto Mando
no daba la menor señal de preocuparse por la compañía. Durante el discurso del
capitán, algunos proyectiles enemigos cayeron en la posición. A lo lejos se oía el
estrépito de los tanques alemanes. El ruido de las cadenas sobre la carretera no
había cesado durante aquellos últimos días. Sobre sus cabezas pasó la flecha
luminosa de un avión enemigo. Dos tercios de la compañía se encontraban sin
refugio, bajo el cielo. Y en estas circunstancias debían quedarse en la posición.
Solo un traidor podía hablar de aquella manera.

El telégrafo, que hasta entonces parecía definitivamente estropeado, volvió a


funcionar y desde la división pidieron por el capitán. Rjewski podía decir que sus
soldados acababan de tomar al correo de la división por un espía, y le habían
cortado el cuello. Titubeando, informó acerca de un incidente, pero después de
algunas preguntas, tuvo que admitir que se trataba de un crimen, que él, en calidad
de jefe, hubiera podido impedir. Al otro lado no contestaron y al cabo de un rato
la persona que había hablado ordenó que el teniente Rjewski y el sargento Subkoff
se pusieran inmediatamente en marcha y, sin pérdida de tiempo, se presentaran en la
división, en Seta.

La orden de nombrar a un sustituto fue una formalidad superflua. Las gentes iban y
venían por los alrededores en busca de agua, y muchos hombres, medio enloquecidos
por la sed, no habían de volver.

Antes del amanecer, Rjewski y Subkoff ya estaban en la línea del ferrocarril. En el


bosque, se sentaron junto a un camión. Y como el camión estaba cargado de comida,
echaron mano de lo primero que encontraron. Sabían que para ellos no existía el
camino de vuelta. ¡Qué hermosa es la tierra al nacer el día y qué radiante, qué
espléndida, cuando el día que nace es el último de nuestra vida!

—¿Por qué tenemos tanta prisa en llegar, camarada teniente?

—Sí, ¿por qué tenemos tanta prisa, Gregory Petrowitch?

Rjewski nombró a Subkoff por su nombre de pila y por su segundo nombre, que era el
de su padre, lo cual era una forma de hablar completamente desacostumbrada en el
Ejército. Así, pues, Rjewski se dirigió a Subkoff como si este ya no fuera un
sargento del Ejército Rojo y se hubiera convertido en un amigo suyo, en un camarada
que trabajara en la fábrica textil de Pljess, su pueblo.

—Podríamos quedarnos un rato aquí, bajo los árboles, y llenarnos los bolsillos de
bayas —dijo Subkoff.

Se tumbaron sobre la hierba, junto a las bayas. El ruido de la carretera, así como
la sed y el hambre quedaron atrás. Un profundo silencio parecía descender de los
árboles. De lo profundo del bosque llegaba el canto de un pájaro. Mañana se
repetiría la escena lo mismo que hoy, nada habría cambiado y en lo sucesivo todo
quedaría igual. Cuando el rastro de Pjetrejewski y Gregory Subkoff hubiera
desaparecido, siempre habría cánticos de pájaros y nidos y una Natalia Iwanowna en
Leningrado y una María Antonowna en Pljess.

—Sí, Pljess era una hermosa ciudad rodeada de bosques, a la que, para respirar
aires puros, acudían muchos habitantes de Moscú. Allí había un nombre profundamente
evocador, que era Tchaljapin, y también había una fábrica textil.

«Qué necedad recordar esas cosas —pensó su compañero—. ¿Qué podría significar para
él esa fábrica textil? Ahora hay que despedirse de María, de Lydia y Galja (Galja
tiene ahora tres años de edad). Este silencio del bosque se ha hecho insoportable.»

—Lo mejor que podemos hacer es continuar adelante, Pjotr Niconorewitsch. Continuar
hacia delante para que el desenlace sea más rápido.

Subieron al camión, lo pusieron en marcha, y mientras se dirigían hacia el norte se


entretuvieron mirando el balanceo de las ramas, que colgaban a izquierda y derecha
del camino, y que el camión sacudía a su paso. En dos o tres ocasiones salieron del
bosque y atravesaron unos campos de centeno.

Y, de pronto —¡qué de prisa había ido todo!—, se dieron cuenta de que estaban a
punto de llegar. Aquel bosque, a través del cual pasaba la carretera, les dejaba en
Seta. Llegaron a la carretera sin ninguna novedad. En vez de abandonarla enseguida,
siguieron un rato por ella buscando un sitio apropiado para volver a meterse en el
bosque. Al cabo de unos momentos, oyeron el zumbido de un coche que marchaba
delante de ellos y de otro que, a no mucha distancia, les seguía. Y se dieron
cuenta que se habían metido en el hueco de una columna enemiga. Uniformes verdes:
alemanes, no había ninguna duda.

Subkoff trató de calcular la velocidad a que marchaba la columna. ¿Cuánto tiempo


podrían permanecer allí?

—Avanzan en perfecta formación —dijo Subkoff—. El lado izquierdo de la carretera


está libre, de manera que un camión podría pasar perfectamente al lado de la
columna.

«Se podía intentar, claro está, pero la empresa estaba condenada al fracaso», pensó
Subkoff. ¿Por qué peleaban? Peleaban y morían por lo mismo que otros antes que
ellos habían peleado y muerto. De todos modos, era mejor morir aquí, en la
carretera, que en Seta, junto a la pared de un establo cualquiera.

—Gregory Petrowitch…

Subkoff no solamente estaba pensando en la pared de un establo, sino que también se


imaginaba la blanca torre de la iglesia de Pljess, que en primavera, cuando la
atmósfera está despejada, refleja su esbelta silueta en las aguas del Volga.

—Sí, Pjotr Nikonorewitsch, ¿qué ocurre?

—Voy a situarme en la parte trasera del camión y a montar la ametralladora. ¿Qué


más hay que decir? ¡Ah, sí, diablo, Grischa!

Pjotr Rjewski tenía un rostro claro y grandes ojos azules. Pjotr se volvió, besó a
Subkoff en la mejilla y se encaramó en la parte trasera del camión. Subkoff se
agarró con más fuerza al volante.

«Bueno, ¡pues al diablo con todo! ¡Pobre María… y Lydia, y Galja!… ¡Y pensar que
todo esto debe suceder durante unas maniobras!» Él había creído que estaría fuera
de casa durante los meses de mayo, junio y julio, y que en agosto, cuando maduran
los melones, volverían a encontrarse con los suyos. La verdad es que nunca había
que hacer proyectos, pues siempre salían mal. María con las dos niñas… Padre había
muerto años atrás. El abuelito, en el pueblo… sobrevivía a todos.

«Nunca se realizan los proyectos», pensaba a su vez Rjewski.

Para comprar los hermosos objetos que había tras los brillantes escaparates de la
gran cooperativa, situada en Newski-Prospekt, nunca les habían alcanzado, a él y a
Natalia, los rublos.

Así, de esta manera, comenzaron dos soldados rusos la guerra contra toda una
división alemana. Rostros extraños. Uniformes verdes. Gritos y ruido. La
ametralladora, que era una vieja y cansada «Maxims», comenzó a tabletear. ¡Ojalá no
fallara! Aquello duró mucho rato, y luego, de repente, sobrevino el fin. Pasaron
ante una interminable hilera de gigantescos camiones. Y cuando llegaron a la cabeza
de la columna se encontraron con el camino interceptado. Subkoff levantó las manos
del volante y luego, girando con todas sus fuerzas, hizo que el coche saliera de la
carretera. El coche chocó contra un árbol, continuó unos metros más allá y cayó por
un talud. Abajo, en lo hondo del talud, crecía una hierba muy alta y corría un
riachuelo. Luego, Subkoff ya no vio nada más.

De todas partes, a todo correr, llegaron soldados alemanes. El conductor ruso


estaba sentado al volante, envuelto en una densa columna de humo. El ametrallador
saltó del camión, echó a correr, pero fue alcanzado por una salva de ametralladora
y cayó, como partido en dos, al suelo.

Cuando el primer teniente Engel llegó junto al camión, dos soldados registraron los
bolsillos del muerto para ver si en ellos llevaba algún documento. Era un teniente
ruso de rostro casi aniñado. Su compañero yacía, envuelto por el humo, hecho un
ovillo. El camión era un viejo cacharro inservible.

—¡Anda, fuera del camión!

—Habría que echarle un poco de plomo entre las costillas.

—Los muertos están muertos; ahorra tus municiones.

La pistola ametralladora volvió a bajarse.

—¡Esto sí que es una auténtica locura! ¿Cómo puede sacrificarse así un ser humano?
Porque esto no tiene nada que ver con la guerra y tampoco se trata de heroísmo.

—Pues, entonces, ¿de qué se trata?

—Sí; ¿qué significa esto?

Así hablaban los soldados alemanes, mientras iban y venían junto al muerto, que
estaba tumbado sobre la hierba.

—De todos modos, habría que cerrarle los ojos.

El telegrafista Uberbein se inclinó sobre el cadáver del teniente ruso y le cerró


los párpados.

—Para que el tío este deje de mirarnos de esta manera tan desvergonzada —dijo.

—¿Se ha fijado usted en el coche, mi teniente?

No solamente Uberbein, que había sido mecánico en la fábrica «Stock», de Berlín,


sino todos los demás, incluso Hermann Flieger, que hasta poco antes de la guerra se
ganaba la vida como vendedor en unos grandes almacenes, sentaron plaza de expertos
en coches.

—Sí, claro, nuestro «Opel-Blitz» es otra cosa; pero yo creía que los rusos solo
disponían de los «Ford» importados y ahora resulta que también fabrican coches.

No, no era un «Ford», ni un «Citroën», ni un «Peugeot», como muchos de los coches


que formaban el convoy alemán. Este camión ruso no era muy vistoso, pero debía ser
muy práctico; esto saltaba a la vista.

—Y tan alto; muy apropiado para las carreteras de este país.

—Mira, mira qué cambio de marchas más estupendo tiene. Los «Renaults» y los
«Peugeots» no tienen algo parecido. ¡Y qué ballestas! ¡Esto sí que son buenas
ballestas!

(A algunos camiones de la columna ya se les habían roto las ballestas y a otros los
ejes.)

El primer teniente Engel y el teniente Abel, de la sección de enlace de la


artillería, caminaban uno al lado del otro.

—¡De manera que los rusos también fabrican camiones! ¡Había que verlo para creerlo!

—Pues, sí, no hay duda; este coche ha sido construido por obreros rusos en una
fábrica rusa.

—¡Fabrican coches!

—No creo que fabriquen muchos, y, al fin y al cabo, dentro de tres semanas, a más
tardar, estallará la revolución entre los soviets.

La columna se puso otra vez en marcha y avanzó a paso de tortuga. Las ruedas
dejaban profundos surcos en el lodo del camino, que era intransitable. El coche del
servicio de comunicaciones se balanceaba como un barco azotado por las olas. Y
entre el polvo y los chirridos de los camiones y el zumbido de los motores, se
ensayó una canción:

¿Cómo entran los soldados en el cielo,

capitán, teniente?

Sobre un blanco corcel

entran los soldados en el cielo.

Capitán, teniente, alférez, sargento,

coge a la muchacha, coge a la muchacha de la mano.

¿Cómo entran los soldados en el infierno,

capitán, teniente?

Sobre un caballo negro

los pillará el demonio.


Capitán, teniente, alférez, sargento,

coge a la muchacha, coge a la muchacha de la mano.

Fliege fue el primero en descubrir los aparatos enemigos. Antes que nadie brincó a
tierra y se echó, junto al camión, sobre el barro. Un piloto colgado de su
paracaídas descendía sobre la carretera. El aviador cayó, no lejos de la columna,
sobre un prado.

Un par de motoristas salieron a su encuentro, dejaron las motos junto a la


carretera y corrieron a través del prado. Cuando, a medio camino, Putenschlunk vio
que el ruso no se dejaba coger prisionero, sino que, parapetado tras un árbol
caído, abría fuego contra los motoristas, se volvió hacia atrás.

—Si te ve, seguro que el teniente no te propone para la Cruz de Hierro —le gritó
Uberbein.

—Valgo demasiado para mezclarme en esta estúpida batalla privada de un solo ruso —
contestó Putenschlunk.

En esto llegó el teniente, montó en el sidecar y Putenschlunk se vio obligado a


llevar al oficial hacia delante, en dirección al árbol junto al cual sonaba un
furioso tiroteo.

—Aquí hay un número incalculable de rusos, mi teniente… y este asunto ya lo


acabarán, por sí solos, los motoristas, mi teniente —dijo Putenschlunk.

—¡A ver si arrancas! —exclamó, por toda contestación, el teniente Abel.

Una vez llegados a la altura del árbol, Putenschlunk paró la moto al borde de la
carretera y tuvo que acompañar a su teniente a través del prado. Llegaron junto al
árbol en el momento que cesaba el fuego de las pistolas y de los fusiles. Unos
motoristas heridos les hicieron señas. Sobre el prado yacía el aviador ruso. Una
bala llegada de través, rebotada contra el árbol, le había arrancado media cara. El
ruso no se había portado mal; pero los alemanes, salvo uno que se estaba muriendo
sobre la hierba, solo habían sido heridos ligeramente.

La columna sin fin volvía a ponerse en marcha.

Otra vez hubo una parada, y otra vez se puso en movimiento, y otra vez aparecieron
aviones rusos, y otra vez se volvió a llamar a los sanitarios, y otra vez hubo
largas detenciones, y otra vez se volvió a avanzar a paso de tortuga. La columna
era como una gigantesca oruga que marchara sobre ruedas y cadenas a través de
campos, puentes y hondonadas, y que desaparecía a la entrada de los pueblos y
volvía a salir por el extremo opuesto de los mismos. Hinchada aquí y allá, con una
gigantesca cola formada por camiones de avituallamiento, y con centenares de
hombres esparcidos por ambos costados, extendida de uno a otro horizonte, dejando
tras sí una sucia estela de polvo y tierra revuelta. Así se movía la columna desde
Memel hasta Dubissa, entre campos, hondonadas y bosques, y la cabeza blindada de
aquella columna empujaba hacia delante, sin verlas, a una multitud de personas y a
un enjambre de carros y carretas. Después de dos días, el grueso de la tercera
división motorizada llegó a la pequeña ciudad de Seta.

Dos días atrás, antes que se produjera el ataque de los «stukas», estas ruinas
habían sido una pequeña ciudad. Ahora solo habla escombros y nubes de polvo, y en
ninguna parte se veía una valla o un árbol. En los restos de la pared de una casa,
donde poco antes había estado instalado el mando de una división rusa, había un
cartel que representaba a un soldado alemán cuyos dientes saltaban a causa de los
golpes que le propinaba un soldado ruso.

(¿De dónde habrían salido todos aquellos carteles, si la ofensiva alemana se


acababa de iniciar ahora mismo?). En otro cartel se leía lo siguiente: «Solo puedes
morir una vez; pero una muerte no es mucho para la salvación de la Patria.»

¿Cómo entran los soldados en el infierno.

Sobre un potro negro…

capitán, teniente?

La canción se interrumpió de pronto. Fliege se quedó con la boca abierta. El primer


teniente Engel bajó su máquina de fotografiar. Era curioso que, allá en lo alto, en
el cielo azul, cruzara una alondra.

Un desgarrador grito de angustia pareció elevarse de lo más profundo de la tierra.


Una multitud de hombres barbudos y de mujeres tocadas con grandes pañoletas,
avanzaban formando una larga hilera y llevando sobre sus inclinadas cabezas un río
de féretros descubiertos, construidos con toscas maderas. Flores y olor a
putrefacción; manos blancas como la cera sobre los pechos; cuellos y corbatas bajo
agudas barbillas sin afeitar; una mujer joven con rubios cabellos rojizos y una
niña con un vestido profusamente adornado con ruches de papel. Rostros de muertos;
labios azules y miradas fijas; y bajo la fúnebre carga, un murmullo de sollozos.
Nadie de los que formaban el cortejo pareció reparar en los soldados de la tercera
división motorizada que pasaban junto a ellos.

El cortejo fúnebre pasó junto al coche de los jefes. El coronel Tomasius, jefe de
un regimiento, sacó un pañuelo del bolsillo, se lo pasó por el rostro y echó una
mirada a su ayudante.

—Inquietante —dijo el ayudante.

—Sí, es un país inquietante.

—¡Si por lo menos terminara esta estúpida marcha y los hombres pudieran entrar en
acción! ¡Así no podemos continuar!

—¿Qué opina usted, Hanke?

—Opino, mi coronel, que la propaganda (fuentes envenenadas, gases, fantasmas y todo


lo que se murmura al oído de las gentes) ha hecho que esta guerra se convierta en
algo particularmente inquietante. Y, además, no se produce ninguna resistencia,
ningún contraataque, ninguna lucha abierta; pero siempre ocurren hechos inesperados
en la vanguardia, en la retaguardia y en medio de las fuerzas. Ojalá solo cayeran
bombas; pero no, la división tiene que estar peleando continuamente, ora contra dos
estúpidos rusos, Ora contra uno solo, y luego, otra vez contra dos o tres de ellos.
Todo esto, en verdad, es para deprimir a cualquiera.

—Sí, desde luego.

—Las gentes no tienen más que el horizonte ante sus ojos y de vez en cuando todavía
aparecen esos locos francotiradores. Y para terminar, este cortejo fúnebre y esta
niña cubierta de papeles, como una bella durmiente del bosque, no es lo más a
propósito para levantar los ánimos. Yo creo que a estas gentes debería
prohibírseles que transportaran a sus muertos de esta manera, en féretros
destapados.

—Yo desearía que este pueblo sufriera los menos bombardeos posibles.

—Sí, claro, pero una cosa trae la otra y, además, existen estas curiosas órdenes
del Führer, cuyo cumplimiento, como usted ha visto, se sigue al pie de la letra.

—Ya le he dado mi opinión sobre el particular. Este decreto es típico de Himmler.


No llego a comprender cómo Brauchitsch lo ha dejado pasar. Desde luego, en mi
regimiento, este decreto no nos servirá de nada. Aquí, sobre el puesto de mando del
regimiento… no hay nada. Los prisioneros serán conducidos a la división, y los
comisarios, otro tanto.

—Pero las órdenes dicen otra cosa.

Al coronel se le hincharon las venas de las sienes.

—Hasta ahora hemos combatido de una manera noble y no quisiera que las cosas
cambiaran. Aparte de esto, no permitiré que cualquier teniente de dieciocho años se
erija en juez de viejos paisanos. (El decreto ordenaba la suspensión de toda clase
de tribunales civiles.) La administración de la justicia militar sigue siendo una
de las atribuciones del mando, y los casos graves deben ser resueltos por él. Usted
comprenderá, Hanke, que es imposible que un joven comandante de puesto disponga de
la vida y la muerte, de la dicha y de la desgracia de todos los habitantes de un
pueblo.

El capitán Hanke lo comprendió perfectamente, pero ignoraba de qué manera podrían


cumplirse los deseos del coronel. Por lo demás, estaba muy contento de la
aclaración, pues gracias a ella podría pasar a la división esa clase de asuntos,
tan enojosos para él. Allí serían resueltos, no por un teniente de dieciocho años,
sino por un primer teniente de veintiocho.

Las quemadas paredes y las cenizas de la ciudad de Seta fueron quedando tras las
chirriantes cadenas y las crujientes ruedas de la columna. Pasaron por Upmerge y
por Utena, dos pequeñas ciudades sin importancia, y tomaron luego la carretera de
Dünaburg, que discurría entre espesos bosques.

Cruzaron praderas llenas de sol y avanzaron a través de los grandes bosques, bajo
mares de hojas, donde reinaban unas extrañas noches blancas, en las que no se podía
conciliar el sueño.

La división avanzaba.

En la punta, tras el grueso de la columna, avanzaban el primero y segundo grupo de


regimental, la artillería, los zapadores y las compañías de sanidad. Los jefes de
cada regimiento iban al frente de sus unidades y el mando de la división iba, con
el primer regimiento, en cabeza. Atrás de todo, los camiones que transportaban
gasolina, municiones, provisiones, acompañamiento, etc., formaban una larga
columna, y al final de todo iba el hospital de campaña con muchas ambulancias y un
sinfín de camiones.

La punta de la columna tenía ante sí los montes Zarasai, y entre estos y las
primeras avanzadas se extendía una gran pradera, en cuyos límites se veía un lago.
El agua era azul y parecía muy limpia, y al borde de ella se levantaba una serie de
pequeñas casas blancas. Tras un recodo de la carretera, cuando los primeros
camiones del segundo grupo salieron del bosque y desembocaron en el prado, el
teniente Engel y los hombres de su sección de comunicaciones vieron el lago y el
pueblo. Todo estaba en paz. La torre de la iglesia y algunas casas se espejeaban en
las aguas. Ningún ruido turbaba la tranquilidad del mediodía.
La cabeza de la columna volvió a detenerse.

Los camiones frenaron y pararon muy cerca unos de otros. Los hombres saltaron a
tierra y se adentraron por el prado. Muchos soldados de la columna de
acompañamiento se sentaron en la carretera al lado de los coches. Uberbein dejó las
cosas en el camión, junto a Fliege. Mientras Fliege estuviera allí no había que
preocuparse por nada, pues su compañero distinguía por el zumbido los aviones
propios de los rusos y acusaba su presencia mucho antes que nadie.

El primer teniente Engel estaba sentado en su coche, ocupado en escribir una carta.
Un enlace del mando del regimiento paró junto a él y le entregó una orden. Engel
dobló la carta, se la metió en el bolsillo y volviéndose hacia los que estaban en
la pradera, gritó:

—¡Acción! ¡Todo el mundo a los aparatos! ¡Tended los cables!

Engel salió de la hilera y condujo su coche a lo largo de la columna de camiones.


Avanzaba con dificultad, pues la carretera estaba llena de coches y de
motocicletas. Al cabo de un momento se encontró metido en un tremendo hervidero y
se vio obligado a detenerse. La carretera estaba embotellada de camiones y de
motoristas. Una columna de transportes de gasolina se hallaba detenida en aquel
lugar. Cientos de soldados estaban sentados junto a la carretera y otros se movían
por el prado. Engel no tuvo más remedio que apearse del coche y continuar a pie. La
mayoría de aquellos coches pertenecía al acompañamiento de la octava división
acorazada. Engel se abrió paso entre densos grupos de soldados y entre algunos
jefes de columna que disputaban entre sí. Por fin, entre unos camiones, vio el
coche del coronel Tomasius. Era una especie de autobús que medía once metros y
medio, en el que había instalado un gran mapa mural, mesas de trabajo, ficheros,
aparatos telegráficos y un gran sofá de cuero, adosado a la parte trasera. Debido a
que el coronel Tomasius, que era un hombre grueso y ancho de espaldas, era conocido
en todo el regimiento por el sobrenombre de «Tío Tom», al coche, a su vez, se le
llamaba «La cabaña del Tío Tom».

Así que Engel entró en la «barraca», descubrió al coronel y al capitán Hanke, su


ayudante, y junto a ellos al jefe de la división, general Jahnke, y a un teniente
de las tropas de reconocimiento llamado Breitenfeld.

—Gracias… gracias…

Las palabras llegaron a Engel al acercarse este a la portezuela del coche. Las
palabras las pronunciaba, ora el coronel, ora el general, cada vez que el teniente
hacía una pausa. Y cada vez que uno de los jefes decía «gracias», el teniente Von
Breitenfeld sacaba el pecho y se llevaba la mano a la gorra.

El coronel Tomasius dio una larga chupada a su cigarro, expidió una densa columna
de humo y volvió sus grandes ojos, nariz, boca, manos y pies. Engel se dio cuenta
que el teniente estaba sofocado, no solamente por las palabras del coronel y del
general, sino por algo más.

El teniente Von Breitenfeld, que era un muchacho de diecinueve años, había hecho
una descubierta más allá del bosque, con su tanque.

—Mi general, puedo asegurarle a usted que he visto —(y al llegar aquí Von
Breitenfeld hizo una ligera inclinación y volvió a llevarse la mano a la gorra)—,
he observado disparos de la artillería.

—¿Quiere usted repetirlo otra vez?


—Me he visto obligado a repeler fuego de fusilería, de ametralladoras y
antitanques.

—Bien; ¿de manera que de antitanques?

—Sí, mi general; se me ha disparado desde todas partes.

—Vayamos despacio, jovencito. Tome usted un cigarrillo.

—Muchas gracias, mi coronel.

—Muy bien; ahora enséñenos usted, aquí, sobre el mapa, el camino que ha seguido e
indíquenos los sitios desde donde se le ha disparado.

—Aquí, y aquí, y aquí… Desde todas partes han hecho fuego, mi coronel.

—Pero usted no querrá decirnos —repuso el general, volviéndose hacia el teniente—


que en un radio de cinco kilómetros ha aguantado usted el fuego de armas de todos
los calibres y ha regresado usted, con su tanque, sano y salvo a la columna.

El coronel Tomasius intercedió:

—Es que el muchacho también ha disparado de firme, ¿no es cierto, Breitenfeld?

—Sí, mi coronel, he tenido que disparar de firme.

—Bueno, ¿y qué opina usted? ¿Con qué fuerzas cuenta el enemigo? ¿Qué es lo que el
ruso esconde allí enfrente?

—Yo opino, mi general…

Von Breitenfeld se interrumpió de pronto, y el general, el coronel, el capitán y el


primer teniente miraron hacia fuera. El zumbido de un avión se dejó oír desde lo
alto. Tomasius echó una mirada por la ventanilla del coche hacia el cielo y luego,
durante un instante, contempló la larga hilera de los camiones, que estaban parados
en medio de la carretera. Un avión ruso se dejó ver por un momento y enseguida
desapareció en el horizonte.

—Si todo va bien y este tipo no llama a sus hermanos… —murmuró Tomasius.

—Continúe usted, Breitenfeld. ¿Cuál es, pues, su opinión?

—He observado que el enemigo se movía entre el bosque y rondaba cerca de la


carretera. Mi opinión es que los rusos preparan un ataque y quieren pillarnos aquí,
en la carretera, mi coronel.

El general continuaba observando el mapa.

—La cosa no está clara. ¿Cree usted que deberemos emplearnos a fondo para despejar
el camino?

La pregunta iba dirigida al coronel.

—Verá usted, mi general; es posible que todo esto no pase de ser otro estúpido
ataque.

—Me vuelvo al puesto de mando. Voy a ordenar que el primer grupo ataque enseguida —
dijo el general, y haciendo una pausa, miró a Tomasius, que no apartó la vista de
su cigarro, y guardó silencio—. ¿Qué opina usted, Tomasius? ¿Cuánta artillería
necesitamos?

—Yo creo que con las dos secciones ligeras habrá bastante, mi general. La sección
que acompaña al regimiento estará inmediatamente en posición de tiro, y la otra
seguirá al instante. De momento creo que podemos ahorrar el empleo de la artillería
pesada.

—Así, pues, un regimiento y dos secciones de artillería. La columna tiene que


quedar bien protegida durante la noche y mañana ya despejaremos el campo —dijo el
general, y llevándose la mano a la gorra salió de la «cabaña».

El coronel se volvió hacia Engel.

—Bueno, Engel, todo preparado para la acción. Establézcame usted comunicación con
el primer grupo.

Tomasius no había terminado de dar todas las órdenes, cuando de pronto se abrió la
portezuela del coche y alguien gritó:

—¡Aviones rusos!

—¡Todo el mundo afuera!

Tomasius se colocó, sin tocarlo con la mano, el cigarrillo al otro extremo de la


boca, y cuando todo el mundo hubo salido del coche bajó de la «cabaña». Tomasius
avanzó unos pasos con su andar lento y pesado, pero enseguida se dio cuenta de que
en ningún sitio podría protegerse.

—¡Aviadores! —gritaban los soldados, que estaban dispersos por la carretera y el


campo.

El aire se llenó de zumbidos y, a lo lejos, aparecieron una o dos escuadrillas.

—Esta multitud de vehículos atraerá enseguida a los aviadores —murmuró, para sí, el
coronel.

Tomasius volvió a subir a su coche y se quedó allí, solo, apoyadas las manos en el
parabrisas, enfundado en un viejo abrigo de cuero, tocado con la gorra de visera,
que le hacía sombra a los ojos. Se quedó solo, a la vista de todos, entre el
remolino de gentes.

Las bombas comenzaron a caer y las ametralladoras a disparar. Se produjeron agudos


silbidos y profundas detonaciones. Y en la larga hilera de camiones, cada bomba
encontró un objetivo. Por el aire volaron pedazos de vehículos y cubas de gasolina.

—Me permito comunicarle, mi coronel, que a diez metros escasos de aquí hay una
hondonada en la que mi coronel podría protegerse del bombardeo —dijo el teniente
Breitenfeld, que se acababa de acercar al coche.

Tomasius se contentó con hacer un leve gesto con la mano, y el teniente Von
Breitenfeld se quedó allí, junto al coronel. Un salvaje espectáculo se ofrecía ante
sus ojos. Cayeron más bombas y surgieron más surtidores de tierra y humo. Junto a
Breitenfeld cayeron grandes masas de tierra mezcladas con trigo. Los soldados
habían perdido la cabeza. En vez de refugiarse en la hondonada o de echarse al
suelo, corrían por el campo, revueltos los conductores de camiones, los tanquistas,
los encargados de la impedimenta y los infantes.

—¿Por qué no disparáis? ¡Los fusiles también sirven para esto! ¡No os dejéis cazar
por ese par de cacharros! —gritaba el coronel, pero nadie le oía entre aquel
estrépito.

—Me permito rogarle, mi coronel… —volvió a decir Von Breitenfeld.

Las palabras le fueron arrancadas de la boca. Una tremenda detonación atronó el


espacio. Una gran llamarada surgió de la tierra y se elevaron nuevos surtidores de
humo, y el cielo pareció que iba a oscurecerse. Las gentes continuaban corriendo
por el campo abierto. Breitenfeld vio cómo unos hombres estaban ardiendo y cómo
otros trataban de apagar el fuego de sus uniformes revolcándose por el suelo y
cubriéndose con mantas. Casi todos los coches cisterna de la octava división
acorazada habían volado por los aires. El desconcierto era indescriptible. Por
todas partes se llamaba a los sanitarios. El ataque pareció haber terminado. Un
aparato pasó en vuelo rasante y desapareció. Luego el cielo quedó en calma. Cuando
el ayudante se levantó vio al coronel entre nubes de humo. Sus manos continuaban
apretadas sobre el parabrisas y en la boca ardía el cigarrillo.

Breitenfeld se cuadró, e inclinando ligeramente la cabeza se llevó la mano a la


gorra.

El capitán Hanke llegó corriendo.

—Hanke, apresúrese usted para que todo este desbarajuste sea puesto en orden. Que
la primera sección del primer grupo se coloque a la derecha de la carretera, y
detrás de ella, la segunda. Todo lo demás debe desaparecer de la carretera y ser
ocultado en el bosque. La orden se hace extensiva para toda la tropa y para el
acompañamiento e impedimenta de los tanques. De manera que, ¡arremangarse hasta el
codo y manos a la obra, Hanke!

Los incendiados restos de los camiones quedaron sobre la carretera. Todo lo demás
se puso en movimiento. Por todas partes, en el prado y en la carretera, se veía un
gran número de vehículos que desaparecían en los hoyos y luego, al cabo de un
momento, volvían a emerger. Dispersada, la columna entró en el bosque. Crujieron
ramas y arbolillos e incluso algún árbol que impedía el camino. Centenares de
camiones avanzaban lentamente bajo la tupida techumbre de hojas. Cada veinte metros
se detenían y volvían a arrancar. Los hombres se preparaban para pasar la noche. El
primer grupo del regimiento, sin embargo, se puso en marcha. Durante un rato
caminaron junto a la carretera y luego se detuvieron en los lugares señalados por
el mando. Y allí comenzaron a cavar trincheras.

Tras la infantería marchó un grupo de acompañamiento, compuesto por morteros de


diez centímetros y ametralladoras pesadas y ligeras, que fueron convenientemente
emplazados.

Al cabo de una hora todo estaba en silencio. Desde el lago, a través de la noche,
llegaba el croar de las ranas. Siete u ocho mil hombres aguardaban que fueran las
tres, hora en que debía comenzar el asalto. Había que tomar un borde del lago y un
trozo de la carretera de Zarasai, que cruzaba el bosque.

El coronel Tomasius estaba tumbado en el sofá de cuero de su «cabaña». Poco después


de las tres, las tres baterías de morteros, cada una de las cuales contaba cuatro
piezas, comenzaron a disparar, y el coronel abrió los ojos. Al cabo de un rato se
acercó a su ayudante que, junto a una lamparilla, estaba sentado ante el mapa de
operaciones.

—¿Algo nuevo, Hanke?

—No, mi coronel. La infantería está limpiando el terreno. No hay contraataques de


importancia.
—Bueno, pues si ocurre alguna novedad, despiérteme usted.

Tomasius se tumbó de nuevo y se volvió de cara a la pared, y al cabo de un momento


estaba durmiendo. Los disparos de fusilería, así como el estrépito de las
ametralladoras y de los obuses no le estorbaban en absoluto y sus ronquidos no solo
se oían desde todos los rincones de la «cabaña», sino que incluso llegaban hasta el
coche del primer teniente Engel, que estaba detenido junto al del coronel.

El teléfono volvió a sonar hacia las seis. Esta vez era el general quien llamaba al
coronel.

—Mi coronel…

—¿Qué ocurre, Hanke?

—El general al aparato.

Tomasius se levantó y descolgó el auricular.

—Sí…, sí…, muy bien…, muy bien…, mi general.

—Mire usted, «Tom», yo ya lo dije enseguida. Ocho hombres acaban de ser pillados en
el bosque. Ya se les ha tomado declaración. Por lo visto se trata del resto de un
batallón ruso; unos ochenta hombres.

—¡De manera que ochenta hombres!

—Sí; ochenta hombres han ocasionado todo este desbarajuste. Ochenta hombres que han
movilizado a media división, que nos han hecho cavar trincheras y emplazar la
artillería.

—¡Qué guerra más estúpida! —exclamó Tomasius; y el coronel pensó que a no ser por
él el general hubiera movilizado las baterías pesadas.

—Esto es inimaginable, «Tom». Un hombre educado en una escuela de guerra no alcanza


a comprender cosas semejantes. Pero, a juzgar por los hechos, todo parecía indicar
que el enemigo se preparaba para realizar un gran ataque por el flanco. Y solo
había ochenta hombres, y en este mismo momento acaban de comunicarme que uno de los
prisioneros ha dicho que, de entre los ochenta, solo treinta combatientes disponían
de fusiles.

—¡Entonces solo eran treinta!

—Sí; a pesar de todas las sospechas y de todos los reglamentos de la guerra.

—De todos modos, mi general, hemos perdido todo un día.

—Sí, desde luego, y hay para golpearse la cabeza.

Tomasius resumió la situación repitiendo: «Había para golpearse la cabeza». Una vez
hubo colgado el teléfono, Tomasius se calzó las botas enterizas, que se abrían
gracias a una cremallera lateral, y se dispuso a dar las órdenes oportunas para el
inmediato regreso de su regimiento.

La marcha continuó, pues, hacia Zarasai, a través del camino del bosque y junto a
algunos pequeños lagos, cuya superficie, al paso de la división, se oscurecía a
causa de las grandes nubes de polvo que los camiones dejaban tras sí.

Todavía pasaron dos días hasta que, tras el fuego y el humo de los disparos de la
octava división acorazada y de las fuerzas de asalto de las S.S., se pudiera ver la
torre de la iglesia de Dünaburg. Entonces fue cuando el octavo regimiento de
infantería fue puesto en la línea de combate.

Una hora antes de ello, sin embargo, el coronel y su ayudante habían tenido una
corta conversación en la «cabaña». El capitán Hanke había hecho una larga
inspección acerca de las bajas sufridas por la división.

—Todavía no hemos entrado en acción —dijo el capitán— y ya tenemos más bajas que en
toda la campaña de Francia.

—No es esto lo peor —respondió el coronel Tomasius—. Lo peor es que una marcha que
nos hubiera debido llevar dos o tres días nos ha costado más de una semana. ¡Hemos
perdido un tiempo precioso!

SEGUNDA PARTE

El enemigo no debe poder quedarse ni una sola locomotora, ni un solo vagón, ni un


kilogramo de trigo, ni un litro de combustible. Los campesinos deben llevar el
ganado hacia la retaguardia. Deben crearse bandas de partisanos, a pie y a caballo,
las cuales serán instruidas en la voladura de puentes y carreteras, en la
destrucción de los tendidos de las líneas telefónicas y telegráficas, en el
incendio de los bosques…

J. W. Stalin, a 3 de julio de 1941.

EL FRENTE RUSO

Será difícil reconstruir y explicar en la futura historia de la guerra lo que


ocurrió cuando la doble batalla de Bialystok y Minsk. Y será difícil, porque de
momento solo conocemos los movimientos habidos en un lado del frente, ya que los
jefes del frente ruso tenían que resolver una situación sin contar con los medios
más indispensables para ello, y todas las iniciativas de ofensiva o de defensa no
pasaban de ser planeadas, pues tras los primeros contactos, enseguida se convertían
en elementales movimientos propios de ejércitos derrotados o en franca huida. Los
rusos, pues, se retiraban hacia el Este sin orden ni concierto, y en todas partes
se repetía lo mismo:

—Domoy, na Wostok, na Rossi!

Tres ejércitos rusos, cuatro cuerpos de tanques (uno completo y tres en formación),
tropas especiales y las formaciones militares de la NKVD, es decir, un total de
800.000 hombres, se encontraban en un espacio de unos 300 kilómetros de longitud de
base y unos 350 a 400 kilómetros de profundidad, alcanzando, por el Oeste, Grodno,
Bialystok y Brest, y por el Este, Minsk.
Los jefes de esta gran concentración de fuerzas tuvieron que hacer frente a unas
ofensivas de inesperada potencia, y sus tropas fueron desgarradas, separadas y, en
parte, arrolladas por los tanques enemigos. Todo el territorio, con las divisiones,
los mandos y los cuarteles generales de tres ejércitos, así como las ciudades de
Grodno, Bialystok y Brest, por una parte, y Minsk por la otra, fue rodeado por un
movimiento de tenaza, cuyas garras eran tan delgadas que en un momento dado fueron
rotas por las desorganizadas tropas enemigas, y que desde luego hubieran sido
totalmente deshechas.

La realidad, sin embargo, mostraba otros hechos.

De los ochocientos mil hombres únicamente cien mil cayeron en la bolsa. Las tropas
del cinturón de Moscú, del Volga superior, de los Urales e incluso del lejano
Oeste, que durante los primeros días de la guerra, e incluso antes, habían sido
trasladadas a Witebsk, Lepel y Polotzk, en el Dvina y en el Duna, se pusieron en
marcha, retirándose hacia el Este. El Beresina y el Dvina fueron los lugares donde
un ejército informe trató de salvarse. Pero de cada diez armas, solamente una quedó
en el Oeste.

Lo que quedó atrás fueron montones de cadáveres de jóvenes comunistas, que antes de
la guerra habían sido convenientemente aleccionados, y que al estallar esta estaban
lo suficientemente instruidos para sacrificar su vida en aras del comunismo. Eran
jóvenes a quienes los comisarios políticos habían hecho imposible el caer
prisioneros, obligándoles a luchar, sin ninguna esperanza. Atrás, en la retaguardia
roja, los soldados se repetían la misma pregunta: «¿Para qué pelear si nuestra
industria, que es incapaz de producir las materias de primera necesidad, durante
treinta años no ha podido proporcionarnos cucharas, zapatos ni ropas, y ahora nos
deja sin lo más indispensable? ¿Para qué y con qué pelear?»

Atrás quedaban los comandos de la NKVD y unos labradores que permanecían atónitos
ante sus incendiadas barracas, sus rebaños que se alejaban entre nubes de polvo, y
sus cosechas de trigo que veían arder, a lo lejos, bajo el cielo. Atrás quedaba una
población derrotada y perseguida en la bolsa de Bialystok-Minsk, que en realidad
era una doble, triple, quíntuple, decuple bolsa, formada por otras tantos anillos,
que se cerraban y se abrían de nuevo y se volvían a cerrar, surgiendo y
desapareciendo, como burbujas de una pasta hirviente. Ciento veinte mil millas
cuadradas de tierra se convirtieron en una inmensa charca ardiente.

Atrás quedó el coronel Semjonow, jefe de operaciones de un ejército. Atrás quedó A.


A. Narishkin, jefe supremo de aquel ejército. Atrás quedaron el capitán Kasanzew,
el capitán Uralow, Nina Petrowna —que era la esposa de Uralow—, y el jefe de los
tanques, Morosow, el teniente Odinzow, el intendente Trubetschewo, el sargento
Subkoff, que a pesar de las graves heridas recibidas en un camión, en la carretera
de Seta, había podido arrastrarse hasta la retaguardia.

El coronel Semjonow estaba sentado junto a una ventana de su casa de Bialystok y


miraba hacia la calle de Zabludow. Morosow, el jefe de los tanques, se dirigía
hacia el puesto de mando de la división. El capitán Uralow reunía a su batallón en
el campamento del bosque. El teniente Odinzow estaba con la «División proletaria»,
en el campamento Aprilowka, cerca de Moscú, que en aquel momento iba a ponerse en
marcha. El intendente Trubetschewo se hallaba con permiso en Moscú. Y Subkoff…
Subkoff aguardaba el porvenir.

Subkoff tenía el pasado fijo en su imaginación. Las pisadas de los alemanes sobre
la carretera, la retirada de la posición tras las dunas de Lituania, la marcha a
través de un gran bosque, el encuentro con la tercera división motorizada de
infantería, el choque contra el árbol, los disparos y luego, el despertar en aquel
profundo silencio, rasgado únicamente por lo que él creía ser el aleteo de un búho.
Naturalmente, Subkoff no podía oír el aleteo del búho, pero sí podía ver volar el
animal. El búho, que hacía poco rato había mudado las plumas, y que se había
colocado sobre una rama, cerca de Subkoff, acabó obsesionándole de tal manera que
la imagen del animal se le quedó profundamente grabada.

«Ah, Batuschka, un búho…»

Evocaba, nombrándole de aquella manera, a su abuelo, porque él era quien le había


enseñado a distinguir el vuelo de los búhos y a interpretar las formas de las nubes
y a conocer muchas cosas acerca de las cuales su padre nunca quiso hablarle.

«Un búho vuela rozando el suelo y una panícula se inclina levemente, y ya ha


llegado la época de los segadores, y al borde del bosque, sobre el prado, hay un
fantasma que se acerca y que luego resulta ser la niebla.»

Hace muchos años, de una manera parecida y con el mismo asombro que ahora, estando
el pequeño Gregory metido en un capazo que colgaba de las vigas de su casa,
contemplaba él los rostros y las cosas que le rodeaban. Y un día, lo recordaba
bien, vio a su abuelito, y más lejos, volando sobre el prado, un búho, y más lejos
todavía, al borde de la pradera, una extraña figura humana.

Subkoff trató de salir de aquel sitio, pero la cosa no era muy fácil. Sus pies
habían sufrido graves quemaduras a causa del incendio del motor del camión.
Haciendo un gran esfuerzo, pudo resbalar hacia atrás, y cuando se apeó del coche
reconstruyó lo sucedido.

«El teniente Rjewski estaba tumbado sobre el suelo. Parecía vivir todavía, y su
cara, que recostaba junto al tubo de escape, se había vuelto muy pálida y tenía una
indefinible expresión de ternura. Hay que despedirse, hermanito, y no tomes a mal
que no pueda hacer nada por ti.»

No; no podía hacer nada, ni siquiera entretenerse en darle sepultura. El ruido de


las cadenas de los tanques que se arrastraban por la carretera turbó el silencio de
la noche y le obligó a pensar en su propia seguridad. Subkoff hizo entonces algo
completamente incomprensible: levantó la mano y, sobre el muerto, en el aire, trazó
la señal de la cruz. Aquello no podía dañar al muerto y el abuelito también lo
hubiera hecho. Echó una última mirada a su compañero y, como una sombra, atravesó
la carretera y se hundió en un trigal.

¿Qué dirección debía tomar? ¿Debía ir hacia Seta? No; a Seta, no. Su abuelo le
había enseñado muchos refranes llenos de sabiduría popular, y el refrán decía que
solo se puede morir una vez, y él ya había estado dispuesto a morir allí, junto a
la carretera, una vez. No quería, pues, pasar por un consejo de guerra de la
División. Así, pues, en vez de dirigirse hacia Seta, iría hacia el sur, hacia los
lagos y los grandes bosques; se alejaría de la zona de la División. Tomó el camino
del sur. Y no temió el castigo reservado a los desertores, pues pensó que al llegar
la muerte todo habría terminado. Consideró que, desde la aventura del camión, todo
era un regalo, e incluso pensó que todo lo anterior también lo fuera. De momento ya
encontraría bayas y setas y, con un poco de suerte, algún camino. Procuró no
tropezarse con nadie y hasta que no hubo dejado Litauen tras de sí no se acercó a
ningún pueblo. Pero, incluso entonces, rehuía a la gente joven y únicamente hablaba
con los viejos.

«Ah, querido, va a estallar una gran revolución.»

Esta frase la había oído repetir con frecuencia. Algunos, los que se expresaban con
más sinceridad, incluso decían lo que entendían por «un gran cambio».
«El viejo ya nos ha llevado demasiado a su antojo —había exclamado uno—, pero de
ahora en adelante ya no tendremos que descubrirnos ante su retrato.»

Un día, estando Subkoff entre unos juncos, descubrió a una pareja de garzas, parada
a pocos pasos de él. De un disparo cobró al macho. Enseguida lo desplumó, lo
recubrió de barro y comenzó a asarlo. Y cuando se hallaba ocupado en ello, al
volverse, descubrió a un hombre, que estaba, no lejos de él, entre los árboles.
Pronto, sin embargo, se tranquilizó, pues se trataba de un anciano de barba blanca
y manos delgadas, que llevaba los pies envueltos con trapos. Así, pues, le invitó a
acercarse, cosa que el anciano hizo al momento.

Dijo llamarse Wassili Nikonorewitsch Schulga. Parecía tener unos noventa años, pero
en realidad era mucho más joven.

—Tengo algo más de sesenta años —dijo, titubeando— y estoy completamente solo.
Ignoro qué suerte habrán corrido mis hijos y ni siquiera sé si todavía viven, y
ellos, si no han muerto, tampoco saben si yo continúo en este mundo. He sido
separado de los míos, de mi familia y de mi patria, pues Dios lo ha querido así. ¿Y
tú, hijito, qué haces aquí, y dónde están los tuyos y los demás soldados? —le
preguntó, tras una pausa, a Subkoff.

Subkoff extendió la mano y señaló, sobre los juncos, más allá de Willija, hacia una
nube de polvo que desde hacía horas flotaba en el cielo.

—Seguramente están allí.

—No; allí están los otros —respondió Schulga con firmeza.

—Y los nuestros, tumbados a derecha e izquierda de la carretera, sobre aquellos


campos, también.

A lo lejos, la nube de polvo que levantaban las columnas de camiones alemanes se


volvió más densa. Bajo la gran nube de polvo corría la carretera de Wilna a Minsk.
Schulga había estado allí y desde un campo de maíz estuvo contemplando el paso de
los camiones y luego, aturdido por el ruido y el polvo, como poseído de una extraña
esperanza, volvió a los juncos.

—Si tuvieran un empleo para mí, me iría gustoso con ellos. Pero la verdad es que no
necesitan la ayuda de mis débiles fuerzas. Así, pues, únicamente me queda el
recurso de pedir a Dios que les dé alas para que lleguen a Moscú lo antes posible —
dijo el viejo.

—Por lo que a las alas se refiere, debo decirte, padrecito, que las tienen, y
excelentes. En mi compañía solo veíamos aparatos alemanes, pero los nuestros no los
vimos nunca. Pero, oye, padrecito, esta tierra que ellos cruzan y sobre la que se
comportan como si les perteneciera, como si estuvieran en su casa, ¿no es nuestra?

—Nuestra tierra… —murmuró Schulga, como admirado—. Antes fue nuestra tierra. Hasta
que los rojos llegaron al pueblo, vivimos en paz, y la tierra era nuestra y
alcanzaba para todos.

Subkoff contempló al viejo con más detenimiento. Pero, en realidad, aquel examen no
era necesario, pues desde el primer momento se había dado perfecta cuenta de que el
viejo era uno de los «antiguos», alguien que debió haber pertenecido a la vieja
clase de los señores. Posiblemente, habría pasado su «añitos» en el norte, exiliado
en Siberia. Era uno de esos hombres a quienes no les quedaba nada y a quienes nadie
quería emplear ni en los trabajos más duros. Había muchos como él que,
desamparados, sin medios de existencia, volvían desde lejos hacia sus pueblos,
donde sin ser molestados podían aguardar su último día.
Pero aquí estaba la garza y ya era hora de pensar en la comida. Schulga se dirigió
hacia otro sitio, que era un poco más alto y donde había agua, no del cañaveral,
sino de una fuentecilla. Subkoff se instaló en aquel lugar y enseguida comenzó a
quitar la capa de barro de la garza recién asada. Pero no quiso comenzar a comer
sin antes dar gracias a Dios. Ahora no se encontraba entre los oficiales del
ejército y, en el pueblo, Deduschka siempre rezaba antes de las comidas. La
bendición no le sentó mal a la garza, pues su carne resultó tierna y exquisita.

—¿Eres de por aquí, padrecito? —preguntó Subkoff al viejo, reanudando así la


conversación.

—No; aquí tenía yo una hija casada. ¡Ah!, Lena, hijita, ¿dónde estarás ahora?
¿Dónde estará tu Ponomarenko? Ponomarenko cuidaba de un molino situado cerca de
aquí. ¿Cuál habrá sido su fin? En realidad, los Ponomarenkos son una familia
oriunda de mi pueblo. Mi pueblo se llama Kusinka y pertenece al departamento del
Kurdistán.

Subkoff se dio cuenta que el viejo había dicho «departamento del Kurdistán» y no
pudo menos de corregirle:

—Sector del Kurdistán —dijo.

El viejo le miró con sus grandes ojos azules.

—Esto es, en el departamento del Kurdistán —repitió—, junto al río Worskle, cerca
de la ciudad del Gaiworon, que era bastante grande. El pueblo estaba rodeado de
rica tierra negra y más allá de él se extendían grandes bosques. Había dos
iglesias, una escuela, seis tiendas y tres molinos de viento…

Schulga estaba contento de poder expresarse con libertad y comenzó a referir con
todo detalle el aspecto de las casas.

—Las casas eran de madera y los tejados estaban cubiertos de paja; pero también
había algunos que eran de teja, y cada casa estaba rodeada de un jardín en el que
crecían unas encinas centenarias y muchos tilos. Estábamos orgullosos en toda la
comarca. También teníamos muchos animales. Cada uno de nosotros poseía dos o tres
caballos de tiro, dos o tres bueyes, cuatro o cinco vacas y hasta cincuenta ovejas.
Dos veces al año se mataban, en cada casa, dos o tres grandes cerdos…

Así, pues, al oír hablar a Schulga, uno se imaginaba que Kusinka era algo parecido
al paraíso; pero Subkoff sabía otras cosas.

—Los campesinos tenían que trabajar catorce horas diarias para sus amos y
únicamente cobraban cincuenta kopeks —dijo Subkoff—, y el trabajador, esto es bien
sabido, vivía esclavizado y solamente ganaba de veinticinco a treinta rublos cada
mes, y hoy, sin embargo, cobra de trescientos a trescientos cincuenta rublos.

—¡Qué sabes tú de esto!

—Lo sé, porque de pequeño lo leí en los primeros libros.

—Se puede escribir todo lo que se quiera, pero aunque los propietarios hubieran
pagado cincuenta kopeks, ¿qué sabes tú acerca del valor que tenía el dinero y cómo
podía vivirse con él? Por dos rublos y medio podías comprarte un par de zapatos, y
si en la ciudad te era posible vivir con treinta kopeks al día, en el campo, por
otra parte, podías hartarte con diez kopeks. Y, escucha, cuando la guerra de
Alemania (se refería a la guerra de 1914 a 1918, y Subkoff podía estar contento de
que el viejo no hiciera retroceder su memoria a la época de las Órdenes de
Caballería); cuando la guerra de Alemania —continuó el viejo— todos los hombres
fueron movilizados y en el pueblo quedaron únicamente las mujeres. Aquello fue muy
duro para ellas, pero los trabajos y la economía, hay que reconocerlo, no sufrieron
ningún atasco. Los campos fueron sembrados lo mismo que antes, y el número de reses
no disminuyó a pesar del obligado aprovisionamiento al ejército. Hablando en
términos generales, y sobre todo si se piensa en las privaciones que nuestro vecino
sufre en el frente, aquella guerra tampoco acarreó demasiadas dificultades al
pueblo, e incluso la revolución de febrero tampoco ocasionó entre nosotros grandes
trastornos. Uno de los propietarios, Boldirow se llamaba, se escapó del pueblo y
dejó sus propiedades a los trabajadores. Eso fue todo. Por aquel tiempo empezaron a
llegar al pueblo los primeros desertores del frente. Primero llegaron unos pocos, y
luego, a medida que fueron transcurriendo los días, fue aumentando su número. Así
comenzó a prepararse la revolución de octubre, cuyos efectos tampoco se hicieron
sentir demasiado. Un buen día huyó el policía del pueblo y poco después llegaron
grupos aislados del Ejército Rojo, y comenzaron las luchas, cuyas alternativas nos
eran, a fin de cuentas, indiferentes, pues ambos bandos tomaban sus represalias
contra nosotros. Y como teníamos que continuar viviendo, escondimos el grano, lo
cual costó la vida a Nicolai Popow, nuestro sacerdote, que fue fusilado. Aquello,
sin embargo, fue el comienzo…

Anochecía, y una cálida paz descendía sobre los campos. Era uno de los días más
largos del año y rápidamente se hizo oscuro bajo el tupido techo de ramas, entre
los árboles, donde Subkoff y Schulga se encontraban. Habían comido, y al alcance de
la mano manaba una fuentecilla. Desde aquel lugar podían contemplar el ancho
paisaje, sobre el que había quedado una última y retrasada claridad. Hacia el Sur,
allí donde a ambos lados del río Ussa se levantaba la pequeña ciudad de
Molodetschno, se veía una hoguera.

Molodetschno estaba ardiendo, o quizá lo que ardía era un pueblecito cercano a la


ciudad.

—El idioma ruso volverá ahora a ser santificado y de nuevo sabremos el verdadero
sentido de cada palabra.

Schulga hablaba como Deduschka. Y Subkoff no era tan ingenuo como para creerse todo
lo que había leído en el Resumen de la historia del KPBSU, y sospechaba que en
aquel corto resumen no había habido sitio para toda la verdad del pasado. Uno podía
llegar a creerse que en Inglaterra y Alemania los trabajadores eran
ignominiosamente explotados por los patronos, que los trabajadores apenas podían
alimentarse, que cobraban unos salarios irrisorios, que vivían en sótanos
inhabitables y que la mayor parte de ellos morían víctimas de la tuberculosis. Todo
eso podía ser cierto y podía, pues, creerse; pero todo aquello no cambiaba el hecho
principal, el único realmente importante: de que en Rusia no le entregaban a uno
ningún par de zapatos, y cuando uno los necesitaba tenía que irlos a comprar al
mercado negro y se veía obligado a pagar por ellos una suma que no estaba al
alcance de ningún trabajador. Pero ¿de qué sirve hablar si hablando uno no consigue
arreglar nada y, en resumidas cuentas, siempre sale uno perdiendo?

—Mi padre —decía Subkoff— fue siempre un buen trabajador y un fiel comunista y
siempre supo callar. Únicamente una vez, en cierta ocasión que mi madre le sirvió
una sopa de verduras algo clara, se puso a gritar y dio tan grandes voces que le
oyeron desde fuera, y luego tuvo que pagar aquellas palabras. Dos o tres veces fue
trasladado de sitio, y luego ya no supimos más de él. Ya ves, cosas así ocurren en
todas partes.

—Si no sabes cómo se vivía en los pueblos antes de la guerra, no podrás conocer a
Rusia. Fíjate en Kostenko, todo el pueblo le conoce por borracho y enredador, y los
demás miembros del «Comité de Socorro», eran igual que él. ¡Qué época aquella del
«Comité de Socorro»! Los miembros de aquel comité iban por los pueblos requiriendo
ayuda, y registraban las casas de campo y las chozas, y se llevaban todo el trigo y
vaciaban los graneros de tal modo que luego, a la primavera siguiente, no había
grano con que sembrar los campos. Entonces, comenzó a reinar el hambre.

—Por aquel entonces iba yo al colegio de Pljess. También en Pljess pasamos mucha
hambre, pues no había ni pan. En nuestro colegio, los estudiantes fuimos
movilizados para ir en busca de grano, y se nos envió a Kostroma.

—Eso ocurrió el año 33, hijito, pero yo hablo del hambre del año 21. Antes de la
llegada de los soviets nunca supimos nada de miserias y hambres. La cosa comenzó
cuando el «Comité de Socorro». Hubieras tenido que ver, por ejemplo, lo que
hicieron en la finca de Boldirow. Les faltaban conocimientos para lo más elemental
y la mayoría de ellos no sentían la más mínima necesidad de trabajar. Las cosas se
aguantaron hasta que todo el ganado se hubo sacrificado y los campos, completamente
descuidados, dejaron de producir. Los campesinos se arruinaron y como es natural,
el Gobierno soviético estuvo a punto de sucumbir. Pero se encontró un nuevo camino.
La Nueva Política Económica proporcionó a los labradores —por medio del mercado
libre, desde luego— todo cuanto estos desearon. El éxito fue inmediato. Al año
siguiente no hubo ni un pedazo de tierra sin cultivar y la economía agrícola, y con
ella la vida toda, volvió a la normalidad. Los campesinos se olvidaron de los
«Comités de Socorro» y las «Guarniciones de Castigo»; pero el Gobierno de los
Soviets no había olvidado nada. Durante aquel tiempo el Gobierno no hizo más que
reunir fuerzas y prepararse para otro saqueo.

—¿No será en Molodetschno? —preguntó Subkoff, interrumpiéndole en su discurso.

—No; es más cerca; poco más o menos, junto al río Willija —repuso el viejo.

—Son disparos de tanque.

—Para comprender a Rusia tienes que comprender primero la vida de los pueblos —dijo
Schluga, reanudando así la conversación—. La gente comenzó a sentir cierta
intranquilidad. Se murmuraban noticias alarmantes y, a pesar de que los hechos nos
hubieran debido poner en guardia, nadie, sin embargo, hizo demasiado caso de ellos.
La población fue luego clasificada en kulaks, campesinos acomodados y campesinos
pobres. Los kulaks eran comerciantes, propietarios de molinos y campesinos ricos, y
todos ellos fueron obligados a pagar fuertes contribuciones. Y cuando las hubieron
satisfecho, tuvieron que pagar otras más, y luego otras y otras, hasta que quedaron
arruinados. Y entonces llegó el momento de las confiscaciones, y los kulaks
perdieron sus tierras, sus ganados y sus casas, y ellos mismos fueron, finalmente,
conducidos quién sabe dónde.

El viejo Schulga hizo una pausa y continuó:

—Sus familiares fueron detenidos, bien inmediatamente, bien al cabo de algún


tiempo. Muchos tuvieron la posibilidad de huir y escapar así al destino que, junto
a los cabezas de familia, les aguardaba; pero no recuerdo de nadie que abandonara
el pueblo por voluntad propia. Entonces, todos nosotros creíamos que se trataba de
desafueros locales, cuya responsabilidad recaía solamente a las autoridades de la
región, y acerca de los cuales el Gobierno ni tenía noticia. Éramos tan ingenuos
que para satisfacer las inacabables entregas, para estar en regla, llegamos a
comprar los productos o los pedíamos prestados a algún vecino más afortunado. Pero,
finalmente, no nos quedó nada, ni dinero, ni productos, ni grano. Todos nos
arruinamos, unos antes y otros, los que primero nos ayudaron, después. Fue una
situación desesperada, y yo tardé mucho tiempo en darme cuenta que la miseria y el
hambre, esas dos plagas demoníacas, nos arrastraban hacia el caos. Si todavía te
quedaba algo, fuera un caballo, o un granero con algo dentro, o tu propia familia,
dando pruebas de su evidente maldad e ignorancia, a fin de acabar con los
fundamentos del pueblo, el Comité Local te lo robaba sin ningún escrúpulo. Ese
Comité, cuya incapacidad para los asuntos económicos y cuya inmoralidad rayaba en
lo increíble, estaba encargado de educarnos en la nueva moral, en la cual debíamos
hundirnos irremediablemente, y de moldear nuestro ánimo como si fuéramos muñecos de
cera.

—Fue un día aciago —prosiguió Schulga— aquel en que en nuestro pueblo fueron
detenidas las veinte primeras familias. Fue un día negro porque aquello ocurrió
ante la mirada y con el consentimiento de todo el mundo. Nadie sospechaba entonces
que aquellas desgraciadas familias formaban el principio de una interminable cadena
de víctimas. Pero nadie sabía lo que en realidad estaba ocurriendo. Mi vecino
Fomenko —y como él muchos otros— razonaba de esta manera: «Tengo cuatro vacas y por
lo tanto no soy un kulak; así, pues, no debo temer nada.» Así pensaba Fomenko, y
así, de esta misma manera, pensaban muchos vecinos. Y cuando por fin abrieron los
ojos a la realidad y se dieron cuenta de lo que en el pueblo estaba sucediendo, ya
era demasiado tarde.

Schulga hizo otra pausa y continuó:

—La desgracia no tenía ya freno. A muchos de nosotros nos reunieron a la salida del
pueblo para desde allí ser trasladados a otro sitio y para ingresar en las filas de
los agitadores o para formar parte de los koljoz, acerca de los cuales nadie quería
saber nada. Excepto quienes nada tenían que perder, los demás nos negamos a
trabajar en los koljoz. Y entonces comenzamos a sufrir nuevas oleadas de
opresiones. Un día era detenido uno, otro día otro, y así, en poco tiempo, fueron
destruidas más de trescientas casas de campo. Entre los «kulakizados» en aquel
período figuraban las tres clases de ciudadanos, incluso los más pobres, en que fue
dividida, al principio, la población rural. Las personas eran detenidas por el solo
hecho de negarse a ingresar en los koljoz. Por otra parte, nadie se ocultaba de
manifestar sus ideas respecto a esa organización. No solamente eran detenidos los
labradores, sino toda la familia de estos era conducida a campos de concentración.
Nadie podía llevarse más cosas que las que tenía puestas. El verano fue llevadero;
pero en invierno las gentes se helaban con los chiquillos en brazos. Ya he
mencionado a la familia Ponomarenko. A causa del matrimonio de mi hija Lena,
emparenté con esta familia. Entre los que quedaron en el pueblo había una joven
madre con su hijita, que por cierto también se llamaba Lena. Una noche muy fría y
despejada, alguien llamó a mi ventana. Enseguida supe de quién se trataba, y lleno
de zozobra abrí la puerta y contemplé un triste espectáculo. La joven madre,
envuelta en una áspera manta y con la pequeña Lena en brazos, estaba ante mí. La
niña tenía la edad en que los chiquillos comienzan a hablar de una manera
consciente y en que cada día les proporciona un sinfín de descubrimientos, y Lena,
por aquel entonces, solo tenía palabras de contento, pues su carácter era
extraordinariamente alegre. Permanecí tras la ventana y las lágrimas corrieron por
mis mejillas. También los vecinos lloraban; pero nadie podía hacer nada. Pues quien
socorría a un «enemigo del pueblo», inmediatamente caía en desgracia. Como te digo,
abrí la puerta y sentí una pena tan grande que fue ella, la mujer, quien tuvo que
consolarme a mí.

Schulga respiró profundamente y continuó:

—Cada día esperaba ser detenido; sin embargo, mis conocimientos acerca del cultivo
de los árboles frutales y el insustituible trabajo que desempeñaba en una
plantación que había sido requisada, me salvaron una vez más. Entretanto,
ochocientos campesinos, con sus animales y útiles de labranza, habían sido
obligados a ingresar en el koljoz. Nada podía disimular la creciente ruina de la
economía rural. La incapacidad administrativa por un lado, y la violenta
incorporación de toda la población rural, incluso de las mujeres, en unas brigadas
de trabajo, malbarató la diligencia de las manos que hasta entonces habían cuidado
de los animales y de la tierra. Los útiles de trabajo se estropearon rápidamente.
Continuaron las opresiones. Los juicios se sucedían uno tras otro; pero todo eso no
mejoraba la situación. Los cobertizos, establos, cuadras y viviendas de los
«kulakizados» fueron derruidos y en su lugar se comenzaron a levantar grandes
edificios; pero la nueva economía no apareció por ningún lado y la antigua acabó
por desaparecer. Y si el Gobierno hubiera emprendido una nueva política económica
que hubiera devuelto la seguridad a los campesinos, las cosas hubieran podido
arreglarse. Schulga calló unos instantes y prosiguió:

—Pero a este, no tengo palabras para llamarle como es debido… —y el viejo Schulga
extendió la mano derecha, que emergió entre su vieja chaqueta, y señaló hacia el
Este, en dirección a Moscú, donde estaba el Kremlin—. Se había atrevido demasiado y
ya no quería retroceder ni un paso por el camino de las catástrofes y de las
calamidades. ¡Qué temeridad que un solo hombre, un hombre nacido mujer, se
enfrentara contra todos los cristianos, que en nuestra Rusia son tan numerosos como
las espigas en verano, y se aliara con el hambre para llevar a cabo un proyecto en
que los campesinos eran considerados como sabandijas! Se habla de ocho, de diez
millones de campesinos aniquilados; nadie ha podido contarlos, pues se trata de un
número aterrador. Y los que quedan continúan siendo considerados como sabandijas y,
aunque cada uno está lleno de amargos recuerdos, son incapaces de levantarse de
nuevo…

Sobre el bosque, a cuyo borde estaban Schulga y Subkoff, se había hecho de noche. A
lo lejos, los campos parecían cubiertos de una manta de terciopelo. Las grandes
manchas rojas del poniente habían desaparecido y en su lugar justo sobre el
horizonte había ahora un enorme ojo de fuego. Subkoff estaba tumbado de espaldas,
tenía la cabeza apoyada sobre el macuto y miraba a lo alto, a través de una rendija
del tupido ramaje, hacia las estrellas, que brillaban en el cielo, por encima de
todos los destinos humanos. Las mismas estrellas brillaban en 1933, cuando tanta
gente moría de hambre en los pueblos y en los campos. En la escuela de Pljess se
formó entonces una brigada para la captura del trigo escondido por los campesinos.
Pero cuando ellos llegaban a los pueblos ya no se volvía a hablar del asunto…

Las palabras de Schulga despertaron sus propios recuerdos:

«Comíamos perros y gatos y cortezas de árboles. Desfallecíamos de hambre. Y en


todas partes ocurría lo mismo. El hambre endurecía a las gentes y las hacía
indiferentes al destino ajeno, incluso al de los propios familiares. Aquel
malnacido, ese aborto de la naturaleza, nos hizo ser peores que los animales, pues
estos, al fin y al cabo, se ayudan mutuamente. Incluso llegamos a perder el miedo a
la muerte. Por todas partes había cadáveres y nadie se cuidaba de enterrarlos,
porque nadie tampoco tenía fuerzas para ello. ¿Para qué hemos de enterrarlos, nos
preguntábamos, si mañana mismo estaremos como ellos? Por fin, enviado por el
Gobierno soviético, llegó el presidente del territorio kurdo. Pero no llegó para
darnos de comer, como muchos de nosotros creíamos, sino a seleccionar a aquellos
que todavía podían moverse. Se les dio quinientos gramos de pan y dos sopas
diarias, y se les obligó a recoger los cadáveres de las chozas, y de las carreteras
y a enterrarlos en el monte. Los muertos eran enterrados en grupos de veinte,
treinta o cuarenta, sin poner sobre sus tumbas ninguna inscripción, ninguna cruz,
ninguna señal de recuerdo…

»Quinientos gramos de pan y dos sopas diarias se les daba también, en Kostrom, por
el mismo trabajo, a los muchachos de la escuela de Pljess.»

—Toda aquella gente ya ha muerto —continuó Schulga—; pero el hambre continúa entre
nosotros, y es la mejor arma del Gobierno soviético. Hace seis semanas estuve otra
vez en mi pueblo. Permanecí muy poco tiempo, pero enseguida me di cuenta de la
situación. Más de cuatrocientas familias han desaparecido desde 1941. Hay dos
cooperativas y en ellas se puede adquirir sal, pasta y cepillos para los dientes,
raras veces se encuentran artículos manufacturados y casi nunca azúcar. Han
construido un molino de vapor, pero casi siempre trabaja para el Estado…
Molinos accionados a vapor… grandes industrias… presas gigantescas… inmensos
terrenos de regadío. ¡Ah, inmenso país, patria mía! Pero esto ya era otra cosa.
Eran palabras del himno soviético, que cantaban los jóvenes soldados del Ejército
Rojo.

Schulga se dio cuenta de que su vecino se había dormido. En el cielo brillaba, como
una lámpara solitaria, una única estrella. Pronto comenzaría a clarear. Schulga,
entonces, cerró los ojos.

Cuando despertaron, los campos estaban cubiertos de niebla, bajo la cual se oía el
chasquido de unas cadenas. Y hasta ellos llegaba un profundo temblor de tierra.

—A juzgar por el ruido, deben ser muchos —opinó Subkoff.

Sobre una pequeña elevación del terreno que había quedado libre de niebla,
surgieron, una tras otra, una serie de manchas pardas. Los tanques parecían una
pacífica manada de elefantes.

—Quizá se dirigen hacia Minsk, o quizás hacia Lepel —dijo Subkoff. Y al cabo de un
momento añadió—: Yo voy en dirección a Minsk.

Y Schulga repuso:

—Todavía no he pensado en esto. En realidad se trata de seguir la inspiración del


momento y creo que me decido por Minsk.

CALLE ZABLUDOW, 62

El coronel Semjonow miraba hacia la calle de Zabludow. La calle estaba desierta, lo


cual, a aquella hora —eran las cuatro de la mañana—, no tenía nada de particular.
Pero un espantoso ruido descendía del cielo y restallaba contra la tierra. La
ciudad tenía que rebelarse contra aquella agresión, y sin embargo, todo permanecía
en una rígida calma. La ciudad no sabía todavía lo que estaba ocurriendo.

Junto a la ventana había un hombre en pijama. El hombre tenía los cabellos grises y
en su rostro se reflejaba una profunda preocupación. Las bombas que caían sobre la
ciudad, las ininterrumpidas detonaciones, los fogonazos que cruzaban el parque, las
columnas de humo y piedras que surgían de la tierra: era la guerra. Era la guerra
que ni el jefe del Estado Mayor, ni el jefe supremo del Ejército habían esperado.
Nadie…, ni el jefe de la artillería antiaérea, ni el jefe de la aviación habían
creído que se produjera. Pero ahora despertarían.

El coronel Semjonow se quitó el pijama, se puso los calzoncillos, se enfundó los


pantalones, cogió el teléfono y, mientras aguardaba la comunicación, ofreció un
brazo a su mujer para que le ayudara a ponerse la guerrera. Al no recibir
comunicación, Semjonow salió precipitadamente de su casa. Cuando estuvo en la calle
tuvo la sensación de haberse olvidado algo y, por un momento, pensó regresar y
hacerle unas cuantas advertencias a su mujer y despedirse de Irina, su hija mayor,
a quien no había visto desde el día anterior.

«Esta artillería antiaérea todavía no ha comenzado a disparar.» Semjonow se echó a


correr. ¿Hacia dónde convenía dirigirse? ¿Iría a ver al general Utkin, el jefe del
Estado Mayor? El general vivía en aquella misma calle. Un poco más allá, en la
próxima esquina, tenía su oficina el jefe del Ejército, general Narischkin.

Un «Junker» sobrevoló la calle a muy baja altura y haciendo un gran ruido.

«Es como un concierto wagneriano a primeras horas de la mañana. Tendremos que


acostumbrarnos a esta clase de música y, antes que nada, deberemos procurar que los
soldados se habitúen a ello.»

Semjonow no podía impedir que el sudor le resbalara por la frente. Cuando llegó
ante la casa de Utkin tenía la garganta seca.

El centinela, que estaba en el jardín y que parecía un fantasma, se cuadró ante él.
Unas motos pasaron por la calle, ante la casa, en dirección al Estado Mayor.
Anastasia Timofejewna, mujer de Utkin, abrió la puerta a Semjonow. Anastasia se
llevó las manos a la cabeza y dijo:

—¡Espantoso!… ¡Qué bombardeo más espantoso!

—¿Dónde está el general? —preguntó Semjonow.

—Allí; está telefoneando.

El teniente Bogún le acompañó hasta la puerta del despacho, que antes había sido la
sala de música del antiguo propietario polaco.

Utkin estaba telefoneando.

—Batak… Es un manicomio… fíjese usted, Semjonow, ¡qué desorden… nadie hace caso de
nada…! ¿Qué clase de Estado Mayor es ese?

Utkin manejaba dos y tres teléfonos a la vez, y su mujer le ayudaba a poner las
comunicaciones.

—Aquí Utkin… Utkin… el general Utkin… Estado Mayor… ¡El Estado Mayor, idiotas!

Anastasia Timofejewna, que daba señales de gran nerviosismo, se acercó a un pequeño


armario y ofreció a Semjonow una copa de coñac.

—¿Qué dicen María Andrejewna e Irina de este tremendo bombardeo?

La tierra comenzó a temblar. La casa sufrió una sacudida. Algo cayó en el piso
superior. La puerta se abrió y dos chiquillos, en camisa de dormir, aparecieron en
el umbral. Utkin estaba fuera de sí.

—Habría que fusilar al jefe de la artillería antiaérea y a una docena de los jefes
de las «Baterías de Stalin».

—Andruschka, querido, aquí hay uno que pide por ti.

Utkin le arrancó el auricular de las manos.

—Aquí Utkin… general Utkin… Estado Mayor. ¡Oiga!… ¡Váyase al diablo!…

Los niños se echaron a llorar. Utkin comenzó a blasfemar. El teléfono voló contra
el suelo.

—Vámonos de aquí, Semjonow. Vámonos al cuartel general.


—Pero, Andruschka, ¿qué vas a hacer? ¿Dónde vas a ir ahora? ¿No ves que todo está
ardiendo?

Mientras tanto, en el parque, en el antiguo cuartel de las tropas polacas, donde


ahora estaba instalado el Estado Mayor del Cuerpo de Ejército, se había declarado
un incendio y desde la ventana de la habitación donde Utkin estaba, podía verse una
espesa columna de humo y, de vez en cuando, unos fogonazos.

—Cálmate, palomita; al fin y al cabo, no eres más que una mujer y todo no es tan
grave como te imaginas; en realidad, las cosas son la mitad de graves de lo que
aparentan. Vamos a ir allí y en un momento restableceremos el orden.

—No seas tonto, ¿no ves que las casas están volando por los aires?

—Mamá, mamuschka… —gimió uno de los pequeños.

La casa volvió a temblar. Unas bombas cayeron a poca distancia.

Se oyeron unas detonaciones; pero esta vez no se trataba de bombas, sino de los
disparos de la artillería antiaérea. Utkin dio un salto de alegría y exclamó:

—¡Por fin! ¡Por fin… se han despertado! Ahora vamos a demostrar a esos quiénes
somos.

—¡Qué loco eres! ¿Por qué has mandado instalar una batería antiaérea aquí, junto a
la casa? ¡Ahora mismo vas a salir de la casa y harás el favor de dar las órdenes
oportunas para que esta gente se marche con sus ridículas mangueras a otra parte!
¿No comprendes que su presencia aquí atraerá las bombas? ¡Todo el bombardeo va a
caer ahora sobre nuestras cabezas!

—Cálmate, palomita.

—¡Lo que tiene una que pasar! ¡Ojalá me hubiera quedado en Iwanowno!

—Cálmate, cálmate, mujer, y prepara las cosas y arregla los pequeños, porque dentro
de poco te mandaré un coche.

—Pero ¿qué te has figurado? ¿Es que has dejado de pensar? ¿Es que has perdido el
juicio?

¿Qué se había figurado aquel hombre? Durante dos años había estado ella comprando,
en las tiendas de la ciudad e incluso en las ciudades vecinas, ropas, pieles y
objetos de plata. Allí, en un rincón de la sala estaba el gran piano de cola, sobre
cuyas teclas se habían posado las manos de Chopin. Ayer mismo el procurador Iván
Andregew estuvo tocando maravillosamente. Pero de repente, este hombre le dice a
una que se arregle y que le va a enviar el coche.

El general Utkin, sin embargo, no tuvo necesidad de insistir para que su mujer se
diera prisa. Los cañones antiaéreos que estaban situados ante la casa disparaban
sin cesar; pero no podían detener aquel coro de voces infernales que bajaban del
cielo. Comparado con aquel estrépito, la trompetería de Jericó fue algo sin
importancia.

Las paredes se bambolearon. Utkin dio un par de pasos hacia delante, luego pareció
resbalar y cayó al suelo. Anastasia Timofejewna, que pesaba sus buenos dos
quintales, se sintió ligera como una hoja y su cara se volvió blanca como una hoja
de papel. Semjonow continuó imaginándose a un grupo de generales situados alrededor
de un gran mapa de operaciones, dando órdenes, para que las tropas entraran
inmediatamente en acción. El cielo se oscureció. Comenzó a llover a cántaros.
Anastasia Timofejewna estuvo a punto de desmayarse, pero luego, pensándolo mejor,
se acercó a un cuadro que acababa de caer y que representaba el rostro altivo de un
noble polaco, y levantó la mano como para pegar a la pintura, pero resbaló, y ante
la severa mirada del noble polaco, cayó al suelo.

Una bomba cayó allí mismo. Era evidente que la casa de Utkin tenía para las bombas
una especial atracción. Se dieron cuenta de que estaban en medio de un mar de
muebles revueltos, de ventanas y puertas desquiciadas y entre toda clase de ruinas.
A nadie, sin embargo, le había sucedido nada. El pequeño Mischa y Ana, su hermana
menor, habían dejado de llorar a causa del susto.

—¡Ahora sí que se acabó! ¡Anastasia, hay que marcharse inmediatamente!

—Sí, vayámonos de aquí enseguida —dijo Anastasia Timofejewna, que de pronto se


había vuelto más obediente que un corderillo y estaba dispuesta a abandonar aquella
casa con mayor ilusión de la que tuvo al entrar en ella.

—Procúrenos usted un coche, Semjonow.

—Sí; para María Andrejewna e Irina.

Anastasia Timofejewna se recobró y dijo:

—Podemos enviar a Bogún a María Andrejewna y de esta manera podría comenzar a


prepararse ahora mismo y luego no perderíamos tanto tiempo.

—Bien, me parece bien; haz lo que quieras. Vámonos, Semjonow, ya nos hemos
entretenido demasiado. Ya verá usted lo que nos espera.

Apenas se habían marchado Utkin y Semjonow, cuando el teniente Bogún llegó otra vez
a la casa. El teniente no había podido cumplir el encargo, pues le fue imposible
encontrar a María Andrejewna.

El teniente, que estaba pálido y tembloroso, dijo a Anastasia Timofejewna:

—La casa número 62 de la calle Zabludow ya no existe, y en su lugar solamente hay


un montón de ruinas.

BIALYSTOK

La mansión señorial del parque de Bialystok, en la que cuarenta oficiales habían


instalado su cuartel general, se columpiaba, como un barco sobre mar gruesa. Todo
crujía y se desballestaba, pero el capitán Kasanzew contemplaba el espectáculo con
una calma singular. El capitán había sido trasladado precipitadamente desde las
orillas pantanosas de un río a la guarnición, donde debía tomar parte en unas
conversaciones con el Alto Mando. Y la noche anterior había sido traído al cuartel
por unos compañeros que tenían la cabeza un poco más despejada que él, que le
habían dejado tumbado como un árbol sobre su cama.

«Desde luego, están cayendo bombas. Bueno; Timoschenko nos ha enseñado a considerar
las maniobras como una verdadera guerra. Así, pues, todo está en orden.»
Y como el capitán Kasanzew había sido delegado por su regimiento para un asunto
especial, y no le importaba lo que pudiera estar ocurriendo, dio media vuelta, se
puso cara a la pared y continuó durmiendo.

Al cabo de unos momentos, sin embargo, la habitación se llenó de gente, alguien le


sacudió y el capitán abrió los ojos; pero los esfuerzos para despertarle fueron
hechos en vano, pues Kasanzew estaba sumido en los recuerdos de la víspera. Se
imaginaba estar comiendo caviar y bebiendo vodka… El vodka estaba realmente fresco.
Y también había coñac francés y tres clases de vino tinto. No vive mal esta
guarnición de Polonia, y el paisaje de los alrededores (el paisaje era el parque)
también era bonito, con los focos que iluminaban las ramas de los árboles, y las
mesitas, sobre las que había unas lamparillas con pantallas de seda, discretamente
colocadas bajo los árboles.

«—¿Desea usted un coñac, señorita?»

«¿Cómo se dirige uno aquí a las señoritas? Distinguida señorita; esto debe ser.»

«—Distinguida señorita, ¿le echo a usted un pedacito de hielo?»

Irina Petrowna denegó con la cabeza. Se llama Irina, Irinuschka, y es hija de un


coronel; viste un hermoso traje de seda, peina su negro cabello con una raya en
medio, y sus hombros y sus brazos, blancos como el alabastro, le recuerdan a uno la
imagen de una princesa polaca que figura en el Museo. Kapuskin se la había
presentado. No; ella no quería vodka, y tampoco quería hielo, y tampoco quería
bailar. Sin embargo, al cabo de un rato bailó con el largo de Kapuskin. Y luego
desapareció. Irina no estaba ni en el parque, ni en la pista de baile, ni en
ninguna parte.

Kasanzew se revolvió en su cama, como si todavía estuviera buscando a Irina


Petrowna. Kapuskin, coroneles, mayores e incluso generales desfilaban por su sueño,
tal como les había visto desfilar, del brazo de hermosas mujeres, por los senderos
del parque entre los árboles, en la semioscuridad.

Kasanzew no había encontrado ninguna pareja con quien pasear, excepto Kapuskin, con
el que había hecho la guerra de Polonia y al que ahora se había encontrado aquí.
Kasanzew se separó de su amigo, le perdió de vista y le buscó a través del parque.
De pronto se encontró ante una gran casa oscura. Junto a la casa había trescientos
o cuatrocientos camiones. Aquí habrá trabajo, se dijo, pues Polonia está llena de
elementos, peligrosos elementos. La reunión se celebra en una sala gigantesca. La
sala estaba llena de humo de tabaco. Se oía un gran ruido de platos, cuchillos y
tenedores, y la gente comía y bebía de una manera desaforada. Se veían sargentos,
oficiales, soldados y miembros de la UGB y de la NKVD, estos últimos armados hasta
los dientes, y todos estaban revueltos. ¿Por qué estaba aquella gente allí, si de
un momento a otro tenían que comenzar las conversaciones tácticas? La reunión se
aplazó hasta el domingo por la tarde. Se esperaba todavía a algunos personajes; dos
secretarios generales del Partido bielorruso de Minsk y un enviado especial de la
Séptima Sección de Moscú. Kapuskin lo sabía todo, incluso esto. Ante la puerta de
la casa había una infinidad de camiones, unos quinientos miembros de la NKVD y una
serie de oficiales políticos del tercer ejército. Aunque el enviado del secretario
general bielorruso Ponomarenko no hubiera llegado, la tarea a realizar era
evidente. Polonia tiene que ser pacificada y cuatrocientos camiones destinados a
hacer viajes de ida y vuelta están dispuestos para cuando llegue el momento
crítico. Pero no hay que hablar de esto. Kapuskin, yo no he dicho nada. En el
regimiento vecino al nuestro había un comisario que llamó la atención de sus
soldados sobre los incidentes fronterizos y que se permitió advertirles acerca de
la posible inminencia de una guerra contra Alemania, y el comisario fue detenido y
desapareció.
Kasanzew —y como él, Kapuskin— ignoraba que había tenido el honor de participar en
un banquete dado por los miembros del servicio secreto de seguridad al enviado
especial de la 7.a sección de Moscú, y no sabía tampoco que entre aquellos
oficiales políticos de alta graduación estaba el ayudante del mariscal Budieny, el
cual estuvo hablando del madurado plan para la pacificación de la Polonia Oriental.
Kasanzew y Kapuskin bebieron de lo lindo. Luego, empujado por una extraña
inquietud, Kasanzew marchó a través de grandes y desiertas galerías. De vez en
cuando oía resonar los pasos de unas parejas, que se escurrían como fantasmas.
Desde las telas, sujetas a grandes marcos dorados que el tiempo había cubierto de
una oscura pátina, una serie de nobles polacos le miraban con inquietante gravedad.
Llegó hasta una habitación en la que, junto a un banco de carpintero y un bote de
pintura, apoyados contra la pared, en el suelo, había un montón de viejos retratos,
que Kasanzew fue examinando uno tras otro.

A Irina, desde luego, no la volvió a encontrar; pero sí dio con el «Largo». En


realidad, no se debía hablar así, con esta falta de respeto, pues el «Largo» era
nada menos que Wojenny, miembro del más alto tribunal de guerra del ejército. Le
volvió a ver, desde la penumbra del parque, en un pabellón, sentado al piano,
moviendo sus largos y enjutos dedos sobre el teclado. La expresión de su rostro era
realmente dramática, pero la melodía que surgía de sus manos era tan tierna que
Kasanzew estuvo a punto de romper a llorar.

Allí, ante el piano, estaba Wojenny, sonriendo pérfidamente, como si supiera que el
capitán Kasanzew le había parecido que, mejor que el retrato de Stalin, en aquel
marco que estaba en la habitación desierta, junto al banco de carpintero, convenía
poner el retrato de aquella mujer de rostro empolvado y fina sonrisa.

Kasanzew permaneció dormido durante el primer ataque aéreo. Ahora comenzaba el


segundo ataque a Bialystok.

Kasanzew abrió los ojos, vio un pedazo de cielo y los volvió a cerrar enseguida. Un
fuerte zumbido atronaba el espacio. Una fresca ráfaga de viento llegó hasta él. Se
pasó la mano por la cabeza y entre sus cabellos halló una esquirla de vidrio.

Le pareció que Kapuskin venía corriendo desde lejos.

—¿Es esto una esquirla de vidrio, Kapuskin?

—Sí, idiota, es una esquirla de vidrio.

—Pero ¿qué ocurre?

—Woina…

—La guerra…; los polacos exilados… —murmuró Kapuskin.

—¿Los exilados de Londres? —preguntó, asombrado Kasanzew.

—Sí; se han aliado con los alemanes y acaban de atacarnos. Anda, sal inmediatamente
de aquí. ¿No ves que la casa se ha quedado sin tejado?

Sí; el tejado había volado. Estaban en guerra. Aquello era como para hacer perder
el juicio a cualquiera. Pero antes de perder el juicio, por lo menos, debía pensar
en la nueva situación, y Kasanzew se volvió a tumbar sobre el camastro. Kapuskin se
enfureció y precipitadamente abandonó a su amigo. Al poco rato, un poco más sereno,
Kasanzew se levantó, salió al corredor, bajó unas escaleras y se dirigió a la
bodega de la casa, donde estaba instalada la cantina. Pidió un vaso de vodka y un
arenque. Se bebió el vodka de un trago y, con la cabeza entre las manos, se quedó
mirando el arenque, y se hundió en una blanda somnolencia. La gente entraba y salía
de la cantina. Muchos hombres se sentaban a la mesa y al poco rato se volvían a
levantar. Poco a poco, a causa del barullo, se fue despertando otra vez. Así, pues,
las comunicaciones con Moscú estaban cortadas. El teléfono y el telégrafo habían
dejado de funcionar. Y el ferrocarril de Grodno, también. Entre Bialystok y Grodno
no había más que ruinas. El puente sobre el Njemen había sido arrasado. ¿Qué
pasaría ahora con la conferencia para la liberación de la Polonia oriental? Alguien
dijo que la conferencia se había suspendido. El secretario general de Ponomarenko
ya estaba en Minsk, el enviado especial de Moscú iba camino de regreso y los
oficiales políticos citados para la reunión se habían vuelto a incorporar a sus
respectivos regimientos.

—Pero ¿cómo voy a incorporarme a mi regimiento si de aquí a Grodno no hay más que
ruinas?

—Esto te lo dirán en la «Sección Especial». Si todavía no te has presentado allí,


ya es hora que lo hagas. Los demás ya tienen la orden de marcha en el bolsillo.

La «Sección Especial» estaba instalada en la oscura casa del parque. Sobre los
árboles del parque zumbaban los aviones alemanes. Una lluvia de fuego caía del
cielo. Hojas, ramas y cascos de metralla de los antiaéreos se precipitaban al
suelo. Como los demás, Kasanzew fue corriendo de árbol en árbol, y tuvo una
desagradable sorpresa al comprobar que la protección antiaérea no funcionaba con la
debida regularidad.

La casa se hallaba al final del parque y parecía bien protegida. Era algo más baja
que las demás y estaba escondida entre los árboles. Los tipos que había por allí,
de mala catadura y enfundados en zamarras de cuero, eran los mismos que Kasanzew
había visto la noche anterior en el banquete. Allí le darían una orden de marcha,
aunque mejor que ordenarle la incorporación a su regimiento, que en aquel momento
estaba en plena retirada, sería que le dieran trabajo en la UGB COMP. La gran
concentración de camiones había desaparecido y en su lugar únicamente quedaban
algunos coches, en los que se estaban cargando máquinas de escribir, aparatos
telefónicos y telegráficos, estaciones de radio y carteras de documentos. Era
evidente que la «Sección Especial» se disponía a emprender la marcha. Los coches,
cargados hasta los topes, marchaban en dirección Este. Una pequeña columna de cinco
o seis camiones pasó junto a Kasanzew. Los camiones iban completamente repletos de
baúles, maletas y máquinas de coser.

Y también se veían algunas mujeres —que por cierto, no iban nada mal vestidas— y
bastantes oficiales. De uno de los camiones hicieron bajar a un general de
división, que estaba pálido y llevaba un uniforme muy sucio.

—Masanow, el general de división, se ha marchado del frente —oyó Kansanzew que


decía uno de los tipos de la zamarra.

Kasanzew se fijó luego en un coronel regordete, de cabellos grises, pálido como un


muerto. El coronel caminaba muy erguido, con la cabeza en alto, en dirección a unos
árboles. El joven oficial que le acompañaba le seguía, muy pálido también, bajo la
lluvia de fuego.

El coronel Semjonow acaba de recibir una mala noticia: su casa se ha venido abajo y
su mujer y su hija mayor han quedado sepultadas entre las ruinas.

—No; ya no es necesario que vayas a la «Sección», ni que vuelvas a aquella casa —le
dijo alguien a Kasanzew—. Todos los delegados del frente deben presentarse en
aquella barraca.

El capitán Kasanzew recibió su orden de marcha. Al salir de la barraca vio al


general de división huido que era conducido a presencia del jefe de la «Sección
Especial», lo mismo que el coronel Semjonow.

LAS PRIMERAS GRIETAS

Todos los clásicos ejemplos para describir la situación habían sido superados por
la realidad. Ni la imagen de una estación atacada por el enemigo a la que llegan
trenes de refuerzos que inmediatamente acuden a las posiciones en peligro, sirve
para ilustrar lo que estaba sucediendo. Ni la escena de unos generales reunidos
alrededor de un gran mapa de operaciones haciéndose preguntas concretas y esperando
respuestas del mismo estilo, es apta para dar una idea de lo que estaba ocurriendo.

Por todas partes no se veían más que generales que habían perdido la cabeza, jefes
que únicamente se ocupaban en trasladar sus cosas y sus mujeres a los camiones,
oficiales del Estado Mayor con los nervios deshechos, oficiales ayudantes con los
rostros pálidos, telefonistas que iban chillando de un lado a otro, puertas
abiertas de par en par, documentos tirados en los pasillos, carteras llenas de
papeles caídas en las escaleras…

El cuartel del Estado Mayor parecía un nido de avispas. Había llegado el momento de
abandonar aquel edificio sobre el que estaba cayendo una verdadera lluvia de
bombas, y trasladarlo todo a un campamento improvisado, al Este de Bialystok, en un
bosque. El teléfono había dejado de funcionar y para cada orden era necesario un
ordenanza. Para comunicar con Minsk, con Moscú y con algunas de las grandes
unidades avanzadas, únicamente podía emplearse el telégrafo. Pero ¿cuáles eran las
unidades que estaban en su sitio? ¿Cuáles eran los jefes que estaban en su puesto
de mando? Para saberlo, Semjonow había enviado algunos enlaces, y tras recibir los
partes de estos mandó a algunos oficiales, a quienes dio plenos poderes para que
obrasen según sus propias iniciativas y para que se pusieran al frente de las
tropas que habían quedado sin mando.

Semjonow estaba en su gabinete. Sus ayudantes le iban entregando partes de las


bases de aprovisionamiento, de campos de aviación, del Alto Mando de Moscú, de
Minsk y de mil sitios más; pero ante sus ojos se continuaba levantando el montón de
ruinas de la casa número 62 de la calle Zabludow. Se le pedían municiones,
alambradas, vendas…, y Semjonow no podía apartar de sí la idea de que donde aquella
mañana se levantaba una casa ahora no había más que un montón de humeantes
escombros.

—¿No se ha recibido ninguna noticia del teniente de ingenieros?

—No, todavía no.

—Entonces enviaremos la primera sección de la compañía que le he dicho.

—Enseguida, camarada coronel.

Una división quería trasladarse a otro lugar, y un cuerpo de Ejército, lo mismo. Un


regimiento de infantería que acababa de perder el sesenta por ciento de sus hombres
pedía retirarse a una línea de mayor seguridad.

«Marusja ha muerto… la guerra pide víctimas.»


—La división debe quedarse en el lugar. El cuerpo de Ejército debe defender sus
posiciones. El regimiento permanecerá donde esté y defenderá el terreno hasta el
último hombre.

Aquella era la única orden que repetía sin cesar; pues era también la única orden
que había recibido de Moscú.

Una sección de ingenieros y la primera sección de la compañía de la plana mayor


removían los escombros de la casa número 62 de la calle Zabludow… Cien soldados del
Ejército Rojo escarbaban entre las ruinas, bajo las cuales estaban los cuerpos de
Marusja e Irinuschka.

—El jefe de un regimiento solicita ambulancias para el transporte de los heridos,


camarada coronel.

—No podemos ofrecerles ningún medio de transporte. El jefe del regimiento deberá
componérselas con los medios que estén a su alcance.

—El general de división Masanow vuelve a pedir por usted, camarada coronel.

—La división no debe moverse de donde está.

—El general dice que se trata de situar a sus hombres en una buena posición que
está al borde del bosque. El general de división Masanow desea realizar
inmediatamente la maniobra. Dice que solo le queda el veinte por ciento de los
efectivos de la división, camarada coronel.

—La división no se moverá de sitio y defenderá sus posiciones hasta el último


momento.

Orden del Jefe Supremo del Ejército:

Serán detenidos todos los oficiales y soldados que hayan abandonado sus puestos, e
inmediatamente serán enviados de nuevo a sus respectivas unidades.

Firmado:

Narischkin, general

Un charlatán comenzó a hablarle del avance hacia Moscú, del invencible Ejército
Rojo, y aquel tipo, que no podía aguantar el parpadeo de los ojos, ni ocultar sus
ideas pesimistas, acabó hablándole de sus asuntos particulares. Se trataba de
conseguir unos camiones que necesitaban con toda urgencia. Semjonow le envió al
jefe de tren.

—¿Qué hay de nuevo, camarada capitán?

—Doscientos aviones han sido destruidos en el campo de aviación de Belsk, camarada


coronel.

«¿Qué sacarán de entre los escombros…?»

Al cabo de dos días, entre aquel negro mar, apareció el cuerpo de Marusja, que era
esbelto como el de una muchacha.
—El campo de aviación de Wolkawisk pide combustible.

—Que echen mano de las primeras reservas. Todo está preparado.

—Sí, camarada coronel, todo está preparado. Pero al abrir las espitas de las
cisternas, en vez de gasolina ha salido una mezcla completamente inservible para
los aviones.

Munición, gasolina, alambradas, transportes. Resistencia y contraataque por parte


de la población polaca. Un capitán, un mayor y dos tenientes, asesinados. Un camión
con aparatos telegráficos, destruido.

—Esto debe resolverlo la «Sección Especial».

Un muchacho alto, de aspecto robusto y barba colorada fue conducido ante el


coronel. El muchacho acababa de llegar del otro lado.

—Llévelo usted a la sección de información enemiga. ¿Qué dice Masanow?

—Desde hace unas horas no tenemos comunicación con él, camarada coronel.

Otra vez pedidos de gasolina y de municiones. Y otra vez, también, requerimiento de


regimientos, divisiones, cuerpos de Ejército que quieren abandonar sus puestos. ¿Y
qué es lo que quiere la UGB?

Un teniente de la policía secreta del Estado compareció ante Semjonow.

—Me envía el general Ristin, camarada coronel. Se trata de un general de división


llamado Masanow, a quién acabamos de detener.

—¿Cómo? Hace rato que trato de comunicar con el general Masanow.

—El general Ristin le ruega que aclare usted el asunto inmediatamente. Venga usted
conmigo, camarada coronel.

Semjonow atravesó el parque acompañado del teniente de la UGB. Los junkers volaban
tan bajos que casi rozaban las copas de los árboles. Ante la casa del parque había
gran número de camiones, y él, sin embargo, no tenía con qué hacer transportar las
municiones, la gasolina y los heridos. Y lo mismo que los camiones, hubieran podido
ser aprovechados todos aquellos oficiales de alta graduación (pues entre ellos
apenas había algún capitán) que iban y venían, junto a la casa, de un lado a otro.
Pero, no; era mejor así… Aquellos tipos, en cuyos rostros se veía estereotipada la
misma expresión de brutalidad, cubiertos todos con sendas zamarras de cuero,
pertenecían a la «Sección Especial». La «Sección Especial» está ligada al mando del
ejército como el garrote al perro. Pero la guerra es un hecho tremendo y, ¿cómo
irían las cosas si todas las medidas importantes debían ser primero controladas por
la policía?

«Marusja.»

Volvió a acordarse de María Andrejewna; pero al recuerdo no fue suscitado


ciertamente por la presencia de aquellas mujeres que se hallaban fumando en el
antedespacho. Una de ellas, cuyas uñas estaban cuidadosamente pintadas de rojo, se
levantó, dio una chupada al cigarrillo y, antes de entrar en el despacho del jefe
de la «Sección Especial», lo apagó en el cenicero. Semjonow no se encontraba a
gusto y además consideró que no eran aquellos los momentos más adecuados para
perder el tiempo Haciendo antesala. Municiones, gasolina, transportes, y cuando,
por casualidad, se encuentran municiones, resulta que no corresponden al calibre de
las piezas, y cuando se ajustan a los calibres deseados, no hay medios para
transportarlas, y cuando se ha formado la columna de municionamiento, resulta que
las fuerzas han sido trasladadas a otro lugar y las municiones van a parar a manos
de los alemanes. En todas partes reinaba una confusión inimaginable y un desorden
nunca visto. Pero eso no era lo más grave. Las tropas no podían aguantar en sus
posiciones. Al fin y al cabo, los soldados eran personas como las demás y si se les
disparaba demasiado cerca de la cabeza acababan desobedeciendo a sus jefes y
desertando. Gran número de armamento y de equipos técnicos corrían peligro de
perderse. Si, por fin, llegara la orden de Moscú de evacuar las actuales posiciones
y retirarse y agruparse en una línea de mayor seguridad…

La mujer fatal de las miradas seductoras acababa de aparecer de nuevo. Haciendo una
sonrisa, abrió a Semjonow la puerta del despacho del jefe.

El general Ristin estaba sentado ante su mesa de trabajo. Semjonow no quiso fijarse
demasiado en los rostros que, medio ocultos en la sombra, aparecían tras el
general. Una señorita vestida de comandante, con un cigarrillo en la boca y un
cuadernillo de taquigrafía en las manos, se quedó en el despacho. Wojenny, el
auditor, se paseaba de un lado a otro haciendo rechinar sus botas nuevas. Ristin
estaba leyendo un documento.

Wojenny pasó junto a Semjonow y le estrechó la mano sin mirarle siquiera.

«Este hombre toca tan bien el piano —pensó Semjonow—, y Marusja le admiraba tanto…»

Ristin acabó de leer el documento y, sin hacer luego ningún comentario, haciendo un
gesto de afirmación con la cabeza, lo pasó a uno de sus ayudantes.

—Acércate, tú —dijo Ristin a uno de los presentes.

«Parece mentira que un tipo con esta catadura pueda ser coronel», pensó Semjonow.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Ristin.

—Se trata de los cinco polacos.

—Sea breve, coronel Medwed. ¿Son de fiar estos polacos?

—No inspiran ninguna confianza.

—Venga, pues… —dijo Ristin, estampando su firma al pie de un documento—. ¡Otro! —


exclamó enseguida.

El auditor dejó de pasear. Los demás aguzaron el oído.

—¿Qué ocurre con sus fuerzas, coronel Semjonow? ¿Qué le pasa a este «héroe» y
cuáles son sus funciones?

—El general Masanow está al frente de una división, camarada general.

—Esto ya lo sé, por supuesto; pero quiero saber lo que ha hecho… ¿Qué opina usted
de él?

—El general Masanow ostenta el mando de una de nuestras mejores divisiones.

—Bueno; ya sabe usted que nuestra obligación es hacer la guerra, pero no podemos
dedicarnos a poner en seguridad a nuestras mujeres. Masanow llegó aquí con cinco
camiones en los que había cargado mujeres, bártulos y máquinas de coser…

—En la columna también había unos coches de turismo —dijo uno de los presentes.
—En mi opinión —prosiguió Ristin— necesitamos los coches para otras cosas. Le pido
a usted una explicación, coronel Semjonow.

—Únicamente puedo decirle que el general Masanow era un buen militar y que tenía la
absoluta confianza del jefe.

—¿Dónde está el jefe? ¿Por qué no se ha llamado al general Narischkin?

—El general Narischkin no está en el Estado Mayor.

—¿Dónde está Narischkin, coronel Semjonow?

—El general Narischkin salió en dirección al frente, a Narew, desde donde habían
comunicado un ataque enemigo. Quiso informarse sobre el terreno para poder enviar
luego los refuerzos precisos.

—Bien; entonces tendremos que arreglarlo sin Narischkin. Ya nos hemos entretenido
demasiado con esta historia. ¿Qué opina usted de todo esto, camarada auditor?

—Deberíamos escuchar al propio general.

—¡Que entre Masanow!

El general de división Masanow compareció conducido por Medwed y un tipo tan zafio
como él, también coronel. La única diferencia entre los dos acompañantes era que
este último parecía tener roto el cartílago de la nariz, como los boxeadores.
Ristin continuaba sentado sobre la mesa.

—¿Por qué ha abandonado usted a sus tropas, general Masanow?

—Yo no he abandonado a mis tropas.

—Acláreme usted el emplazamiento de su división.

—No es necesario que le aclare nada, pues mi división ha desaparecido. Acabamos


nuestras municiones y no se nos enviaron más. Nos quedamos con las manos vacías. La
gente, que estaba descalza, echó a correr hacia atrás. Yo no podía detenerla.

—Y usted empaquetó a sus mujeres y se montó en un coche. Así se portan los cerdos,
los…

El general Ristin se levantó y se sentó en el sillón que había tras la mesa.

—Camarada general… —comenzó Masanow.

—Yo no soy tu camarada y tú has dejado de ser general de división. Como dice
nuestro juramento… Daremos hasta nuestra última gota de sangre por la Patria, por
el Partido y por el Gobierno. Pero tú combates con coches de turismo, mujeres y
máquinas de coser. ¿A dónde querías ir, cerdo?

—Coronel Semjonow, le emplazo a usted como testigo.

Semjonow sabía que no había podido enviarle ninguna clase de ayuda y que incluso le
había prohibido retirarse ocho kilómetros y tomar posición en unas fortificaciones
que estaban junto al bosque.

—¡Quería instalarme en unas fortificaciones que hay al término del bosque!


—¡Yo tuve que prohibir la retirada! —dijo Semjonow.

—¡Cierra el pico! —exclamó Ristin, levantando la cabeza en una dirección donde no


había nadie, de manera que, en realidad, no se supo a quién de los presentes se
había dirigido.

—¿Qué opina usted, camarada auditor?

—¡Culpable! —respondió el auditor, renunciando a emplear una fórmula más larga—.


¡Rastreljat! —añadió.

Masanow sería fusilado.

—Coronel Medwed… —dijo Ristin.

Medwed y su compinche de la nariz chata cogieron a Masanow por los brazos y lo


sacaron del despacho.

Semjonow salió de la casa. La pequeña columna de camiones y coches estaba detenida


ante la puerta. Los oficiales habían desaparecido, pero las mujeres continuaban
ocupando sus puestos. Una de ellas era la Masanowna, que aguardaba a su marido.
Semjonow pasó junto a ella sin levantar la vista.

PEQUEÑA VICTORIA

Cuando Kasanzew volvió a salir al parque estaba completamente sereno. En la orden


de marcha se le mandaba incorporarse a su regimiento, que se hallaba en los
pantanos del Bobr. A pesar de las provisiones almacenadas en la «Sección Especial»,
no le habían dado nada para el viaje. Así, pues, con el macuto vacío debía
dirigirse, no hacia el Este, que era hacia donde corrían los camiones de la
«Sección Especial», sino hacia el Oeste, en dirección al Bobr; y luego debería
continuar avanzando con su regimiento, que seguramente iría hacia el Sur, en
dirección a Varsovia. De momento, sin embargo, todavía estaba en Bialystok. Tras
unas cuantas paradas debidas al condenado bombardeo, llegó a un pequeño puente
tendido sobre el Biala, un riachuelo cuyas aguas bajan sucias a causa de los
desperdicios de una fábrica. A ambos lados del río una serie de pequeñas casas
cuyas galerías, medio destrozadas, se veían llenas de cachivaches. Una nueva oleada
de aviones sobrevoló la ciudad en dirección hacia un objetivo más alejado. Kasanzew
se detuvo sobre el puente y se quedó contemplando el espectáculo de aquellas casas
cuyo interior se descubría a través de los grandes boquetes de las paredes. Una
bomba cayó silbando.

La cruz de una iglesia cercana se balanceó como si en vez de estar colocada en lo


alto de una torre, estuviera sujeta a la proa de un barco, y a los pocos momentos
se levantaron densas columnas de humo. Cuando el humo se hubo despejado, Kasanzew
vio que la cruz y la iglesia continuaban en el mismo lugar. Una multitud de hombres
y mujeres cargados con paquetes y maletas y arrastrando carros de mano corría por
la parte vieja de la ciudad, parándose de vez en cuando para mirar al cielo y
dirigiéndose luego precipitadamente hacia el Este. Era la colonia israelita que
habitaba en aquella parte de Bialystok. Pero no solamente eran los judíos quienes
corrían, pues tanto la calle Sienkewitsch como la calle Zabludow estaban llenas de
rusos, entre los que Kasanzew distinguió algunos mayores, y hasta algunos coroneles
que, entre grupos de mujeres y niños, cargaban los camiones con maletas, mesas,
sillas e incluso pianos. Las mujeres ya no iban vestidas como la noche anterior en
el parque. Seguramente pensaban, y con razón, que el viaje que estaban a punto de
emprender sería largo y pesado.

«Marchad, amigos míos, hacia el corazón de Rusia, hacia el Este, hacia casa. Yo,
sin embargo, me voy hacia el Oeste, lejos de esta ciudad, de esta barahúnda, de
estas correrías y este jaleo. Allí, por lo menos, se sabe que uno está en el
frente. Y a lo largo del Biala, en caso de necesidad, ya encontraremos un bosque
donde poder refugiarnos y pasar la noche con tranquilidad.»

La riada de soldados que se dirigía hacia la ciudad entorpecía su paso. Por lo


visto eran muchos los que habían abandonado el frente. Al poco rato tomó un camino
lateral y cuando alcanzó la entrada de un bosque, en el cielo, que estaba gris y
nuboso, apareció la primera estrella. Apartó con cuidado unas ramas y casi rozó el
cañón de un fusil ametrallador.

—Stoi![1] Arriba las manos —ordenó alguien.

Aquello era algo vergonzoso.

—Ras, dva…[2] —contó la voz.

Kasanzew sabía que al decir tres, el hombre dispararía, y levantó las manos. El
otro no era un soldado, sino un oficial, que tenía la cara picada de viruelas y
lucía una gran barba colorada. Era el comandante de un batallón, que en aquel
momento, como más tarde supo Kasanzew, controlaba a sus centinelas.

—Soy un capitán, igual que tú.

—Lo que tú eres es un cerdo parachutista. Anda, ven conmigo, voy a llevarte allí
donde descansan unos hermanos tuyos.

Kasanzew se vio obligado a marchar ante el oficial hacia el interior del bosque.
Fue conducido a la «Sección Especial», y allí enseñó su orden de marcha, su carnet
de oficial del Ejército Rojo y toda la documentación que llevaba encima: cartilla
para adquirir trajes, carnet del Partido y por último un documento que le
acreditaba como oficial destinado a una «misión especial».

—Discúlpate, Uralow —dijo el oficial de la «Sección Especial» después de haber


examinado los papeles de Kasanzew. El capitán Uralow murmuró unas palabras
ininteligibles.

—Y ahora, déjale marchar o acompáñale, pues por lo visto va destinado a nuestro


batallón.

El capitán Uralow condujo a Kasanzew ante su coronel.

—Todo está en regla —dijo el coronel—. Un hombre que en estos momentos se dirige
hacia el frente es tan buen soldado como tú, Uralow. Dentro de poco ya veremos si
el capitán conoce el camino tan bien como nosotros —y bajando la voz, añadió—: Dale
algo de comer.

Así se incorporó Kasanzew a una sección de tanquistas que estaba acampada en el


bosque y esperaba que se hiciera más de noche para ponerse en movimiento. El
capitán Uralow era el jefe de un batallón de infantería, algunos de cuyos hombres
estaban sentados sobre los tanques. Aquella misma noche los tanques llegaron al
lugar donde el regimiento de Kasanzew había estado haciendo maniobras. Serían las
tres de la madrugada, momento en que el cielo empezaba a clarear, cuando el coronel
Morosow le mandó recado de presentarse en su coche.

—¿Quiénes son aquellas gentes de allí enfrente? —preguntó Morosow.

—Son batallones de trabajadores, camarada coronel. A quince kilómetros de aquí


están construyendo un campo de aviación. Los hombres trabajaban a ambos lados de la
carretera y tenían un aspecto tímido, como corzos.

—¡Pero si están sin vigilancia!

—Sí, es curioso, y además no se dirigen a su trabajo, sino que marchan en dirección


contraria.

Apenas acababan de hacer esa observación cuando el tanque de Morosow, que marchaba
en cabeza del segundo grupo, se vio rodeado de fantasmas. Esta vez se trataba, sin
duda alguna, de soldados que huían de la línea de fuego. Morosow mandó parar.

—¡Eh! ¿Qué ocurre con vosotros? ¿De dónde venís?

—De allí; del río —contestó un soldado.

—Volvemos atrás… estamos sin mando… no sabemos lo que ocurre —murmuró otro.

—¡Por qué no sabéis qué pasa! ¿Dónde están vuestros oficiales?

—Se han marchado, camarada coronel, se han marchado en sus autos y no queda
ninguno.

—¿Qué ocurre hacia delante?

—Muchos alemanes… una cortina de fuego sobre el río… no podemos aguantar más… nos
volvemos atrás.

¡Nos volvemos atrás! ¡Mui otstupajem! Una horrible palabra en los oídos del coronel
Morosow. El coronel salió del tanque.

—Mirad: esto es un tanque «KV»; este tanque pesa doscientas cincuenta toneladas, y
detrás de vosotros tenéis miles de tanques como este.

Las gentes no parecían muy convencidas. El número de soldados iba engrosando


continuamente.

—¿Habéis comido? —preguntó Morosow.

De pronto, los hombres perdieron su apatía, se animaron y algunos dijeron que desde
catorce días atrás no habían visto ninguna cocina de campaña.

—¡Que inmediatamente les den algo de comer, Uralow! Y luego, que se acomoden como
puedan sobre los tanques… Y vosotros oíd lo que os voy a decir: hacia aquí vienen
numerosos tanques y nosotros vamos ahora a iniciar la contraofensiva.

Algunos de los hombres murmuraron:

—Ya conocemos esas historias… los nuestros también decían lo mismo… Son invencibles
hasta el momento en que las primeras balas silban sobre sus cabezas…

Morosow no se inmutó. Al otstupajem de los soldados contestaba él con un invariable


nastupajem.
—Marcharemos hacia delante y alcanzaremos el río, y pasaremos a la otra orilla y
continuaremos avanzando. Y llegaremos a Varsovia y entraremos en Berlín.

Consiguió que, de mala gana, dudando y murmurando, los soldados volvieran su frente
hacia el Oeste. Muchos, sin embargo, no sabían qué hacer y no acababan de
determinarse. En esto, un coche de turismo paró junto al grupo. El jefe de la
artillería de la recién deshecha división iba en el coche.

El coronel Morosow se acercó a él.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué marcha usted hacia atrás, camarada general?

—No tiene usted idea de lo que allí ocurre, camarada coronel. Vaya usted un poco
más hacia delante y mire a su alrededor: la gente está descalza, las alambradas han
quedado atrás y, aunque tenemos armamento, nos hemos quedado sin municiones. El
Estado Mayor solo nos envía promesas, pero nosotros no podemos disparar promesas.
¿Quiere usted decirme con qué debemos aguantar si únicamente disponemos de nuestras
manos?

—¿Qué le hace falta a usted? Dígame usted el calibre de los cañones. Podemos
facilitarle las municiones que usted desee. Mire usted el mapa… ¿Ve usted el cruce
de caminos en el bosque? Al llegar a este cruce, tome usted por la izquierda y al
cabo de cinco kilómetros llegará usted a una pequeña elevación del terreno. Allí
está nuestra plana mayor, allí le darán a usted lo que desea.

—Los cañones todavía pueden ser salvados; pues el enemigo, aún no ha cruzado el
río. Tenga usted en cuenta que en estos momentos en aquel sector no ofrecemos
ninguna resistencia.

—Dígame usted, ¿dónde se halla exactamente el enemigo?

—No puedo contestarle con toda exactitud. Lo único que sé es que el enemigo ha
abierto una gran cortina de fuego a lo largo de un gran trecho del río.

Morosow y sus tanques continuaron la marcha.

El jefe de la artillería emprendió el camino que el coronel le había indicado. Al


poco rato, se cruzó con una larga columna formada por dos grupos de tanques y una
división de infantería.

Un regimiento de artillería motorizada pasó ante la sección de Morosow y,


aguantando el fuego del enemigo, protegió un puente, permitiendo así el paso de las
tropas.

Poco después un regimiento de infantería motorizada y unos cuantos tanques


alcanzaban la orilla opuesta y, protegidos por los tanques, los hombres del
deshecho regimiento volvieron a ocupar sus antiguas posiciones.

El camino quedaba despejado para los tanques.

Hacia el mediodía, las tropas de Morosow pasaron el puente y, al otro lado del río,
se desplegaron en orden de combate.

Los soldados hicieron retroceder a la infantería enemiga.

—¡Preparados! —ordenó Morosow a sus hombres.

A lo lejos, entre el centeno, emergieron unos tanques. Por un momento, todo


permaneció en calma. Los tanques parecían una pacífica manada de grandes animales.
—¡No abráis fuego todavía! ¡Esperad a que se acerquen más!

Los tanques alemanes también deseaban acortar la distancia. Por fin, cuando estaban
a cuatrocientos metros, abrieron fuego. Morosow, dentro de su tanque, se sonrió.
Los impactos alemanes se estrellaron contra los gruesos blindajes rusos. Morosow
ordenó que los dos grupos extremos de su línea se quedaran para cubrirle, y, al
frente de su sección, que estaba en medio de las fuerzas, avanzó hacia el enemigo.
La orden de fuego se cumplió al momento de ser dada. Los cañones rusos del 7,6 cm
tenían una formidable potencia. Unos relámpagos de fuego cruzaron sobre el campo de
centeno. Se levantaron nubes de polvo y centeno. Allí donde cesaba una fuente de
humo y tierra, surgían nueve más.

Enfundado en su mono lleno de manchas, sudoroso, el comandante ruso de la división


contemplaba el teatro de operaciones.

El sol del mediodía brillaba sobre el campo y sus rayos se quebraban contra la
parte trasera de los tanques alemanes, que se alejaban, sumergidos entre los altos
tallos del centeno. Fogonazos, nubes de humo, ramas cortadas. Tanques alemanes que
se daban a la fuga y tanques destrozados que se quedaban inmóviles.

—¡Los hemos aniquilado! —exclamó, lleno de alegría, Morosow.

Y, por primera vez, bajo el cielo azul, se oyó el ¡hurra! de la infantería rusa.

TANQUES RUSOS

El teniente coronel Vilshofen había recibido orden de su jefe y del mismo Cuartel
General de volverse a incorporar a su antiguo cuerpo. Así, pues, fue enviado a una
división de tanques, una de cuyas secciones quedó bajo su mando. El primer encargo
que recibió fue destruir un grupo de tanques enemigos, tomar un puente y establecer
una cabeza de puente en la otra orilla del río.

La sección avanzó en formación de combate a través de un campo de centeno.


Vilshofen iba asomado a la torreta de su tanque y escrutaba el campo con ayuda de
unos prismáticos. Los comandantes de los otros tanques dirigieron sus miradas hacia
los linderos de su bosque: allí había una concentración de tanques rusos. No se
distinguía cuántos podrían ser. Eran muchos y avanzaban a bastante velocidad. La
forma de aquellos tanques recordaba la de cierto modelo norteamericano. De todos
modos se trataba de un tipo desconocido en Alemania.

«Avanzar a toda marcha y atacar enseguida», pensó Vilshofen.

Mil metros, ochocientos metros.

El perfil de los tanques rusos se fue dibujando al otro lado del campo de centeno.

«El jefe ruso, que seguramente está en uno de aquellos tanques, no se ha dado
cuenta de que dentro de un momento se las tendrá que haber con una gran formación,
pensó Vilshofen; por esto no dispara todavía.»

Vilshofen estaba demasiado confiado. Pensaba atacar de una manera fulminante, tomar
el puente y, tal como le habían ordenado, establecer una cabeza de puente en la
otra orilla.

Las dos compañías ligeras —«Bussard» y «Falke»— estaban a seiscientos metros del
enemigo. La compañía pesada, llamada «Adler», en cuyo centro marchaba Vilshofen,
avanzaba unos trescientos metros más atrás.

—¡«Adler», «Adler»! ¡Fuego!

La compañía pesada abrió fuego.

Seiscientos metros, quinientos metros…

—Secundar a «Adler»; ¡fuego concentrado! ¡Fuego!

Vilshofen avanzaba en su tanque pesado. A su izquierda iba la compañía ligera


«Bussard», y a su derecha, la «Falke». Quince, veinte cañones apuntaron contra los
tanques enemigos. De una manera correcta, diez, veinte tiradores dispararon contra
los rusos. Pero ¿qué ocurría? Las granadas rebotaban contra los tanques y la
trayectoria luminosa de los proyectiles se torcía violentamente hacia el cielo. Las
granadas de 5 cm y las de 7,5, que disparaban los cañones de los tanques pesados no
servían, de pronto, para nada. Las granadas alemanas rebotaban como guisantes
contra aquella pared de tanques rusos.

Era un mediodía caluroso. El sol quemaba de una manera implacable y los cañones
rusos disparaban de un modo más implacable todavía. La primera salva rusa produjo
cierta sorpresa. «Esta gente tiene cañones de largo alcance y gran potencia.» El
fuego ruso, sin embargo, no era concentrado, sino disperso y confuso. Vilshofen vio
salir una llamarada del tanque vecino. El impacto había sido certero. Solo un
hombre apareció por la torreta. Más a su izquierda, otra llama salió de otro
tanque. A su derecha, un tanque pesado voló por los aires. Un tanque ruso giró
hacia un lado, se detuvo y continuó disparando.

«Lo mejor será detenerse; esto no tiene sentido», pensó Vilshofen.

—¡Alto! —ordenó Vilshofen—. ¡Qué continúe el fuego!

Los tanques se detuvieron a trescientos y cuatrocientos metros del enemigo.


Vilshofen tenía cuarenta cañones emplazados en posición de tiro. Ochenta granadas
eran disparadas cada segundo, y de estas, cincuenta o sesenta daban en el blanco.
Pero el único efecto del cañoneo era el posible efecto desmoralizador de los
estampidos.

Los rusos recibieron nuevos refuerzos del bosque y más grupos de tanques surgieron
de entre los árboles. Vilshofen ordenó que la sección «Adler» disparara contra
ellos antes de que se hubieran acercado a los demás.

«¿Qué hacer…? No conseguimos nada. Nuestras granadas son impotentes contra estos
tanques.»

Volverse… era algo inimaginable. El jefe no podía concebir semejante cosa. Una
orden estaba grabada en su mente: aniquilar el grupo de tanques enemigos; tomar el
puente; establecer una cabeza de puente en la otra orilla del río. Ocho tanques
estaban ardiendo, y uno estaba a punto de arder, y otro acababa de recibir un
impacto.

Todo había sucedido en pocos segundos.

«¿Debemos dejarnos matar?»


—«Adler», «Adler»… ¡Lanzar la cortina de humo! ¡«Bussard», «Flake», retrocedan
despacio!

La orden inimaginable había sido dada a toda prisa, y esta orden inesperada fue
cumplida al instante por la compañía.

Estampidos y más estampidos… Había que procurar que los rusos no contraatacaran.
Era lo único que se podía hacer; lo único que posiblemente se conseguiría.

—¡Que continúe el fuego durante la retirada! ¡Disparen sin preocuparse de las


municiones!

«¡Que no contraataquen, que no contraataquen!»

—¡«Adler», «Falke», «Bussard…» disparad cuanto podáis!

El cañoneo produjo sus efectos. Sin embargo, unos tanques dejaron de disparar y
hasta al cabo de un rato no se dieron cuenta de que todavía ofrecían un buen blanco
a los rusos, y volvieron a hacer fuego. Los tanques rusos se detuvieron. El enemigo
quedó atrás. La sección continuó disparando desde lejos, se detuvo en los linderos
de un bosque, y desde allí prosiguió el cañoneo. A lo lejos, en medio del campo,
quedaron los tanques alcanzados por los rusos. Algunos estaban ardiendo. Unos
tanquistas se escabullían entre el centeno, procurando alcanzar, protegidos por el
fuego de sus compañeros, las primeras líneas.

Los tanques se detuvieron a la entrada de un bosque, ocultos entre los árboles.


Caso que el enemigo contraatacara, tenían que dejar acercarse a los tanques rusos y
lanzar sobre ellos un fuego concentrado.

El comandante volvió al pueblo, al puesto de mando. El jefe del regimiento, al


verle entrar, le gritó:

—¿Qué desea usted aquí, Vilshofen? ¿Qué maldita calamidad les ha ocurrido a
ustedes?

Antes de llegar Vilshofen al puesto de mando, el jefe del regimiento había sido
puesto al corriente por la telegrafía de la sección «Adler», que los tanques se
habían retirado protegidos tras una cortina de niebla.

—¿Qué les ha ocurrido a ustedes? Usted tenía la orden de tomar el puente. Esta
noche debía haber sido establecida la cabeza de puente al otro lado del río.

—Con su permiso, mi coronel, debo informarle que hemos tropezado con una sección de
tanques mucho más modernos y potentes que los nuestros. No teníamos ninguna
esperanza de poder alcanzar nuestros objetivos. Atacamos, pero nuestros cañones no
pudieron nada contra los tanques enemigos.

Todo lo que Vilshofen añadió acerca de la eficacia de los tanques rusos y de la


poca potencia de las granadas alemanas, no quiso ser escuchado por el coronel,
quien con la cabeza entre las manos, permanecía inmóvil ante Vilshofen, que ocho
días atrás todavía estaba, lejos del frente, ante su despacho del OKH.

—No diga usted imposible. No entiendo nada de todo eso.

—Venga usted conmigo, mi coronel, y haga usted el favor de contemplar de cerca los
tanques rusos. Durante diez minutos he tenido yo una seria experiencia de ellos.
Catorce, quince o quizá dieciséis de nuestros tanques, no sé exactamente cuántos,
han sido alcanzados por el enemigo y todavía están ardiendo.
—Hubiera usted debido procurar que los tanques rusos quedaran bien apiñados, y
sorprenderlos luego con un fuego concentrado.

—Abrimos el fuego a cuatrocientos metros de distancia, y a pesar de todo no


conseguimos nada. Cada disparo de los rusos era un impacto seguro. Hemos tenido
muchas pérdidas. Mi sección está ahora en la entrada del bosque. Desde luego, no sé
cuánto tiempo podrá aguantar allí.

—La orden de la división es tomar el puente.

—Muy bien; orden de la división…; pero yo no sé cómo cumplirla.

El jefe del regimiento comunicó con la división:

—Los tanques no han podido tomar el puente. Los rusos están en esta orilla del río,
donde han desplazado un fuerte contingente de tanques. Nosotros hemos perdido
quince o veinte de ellos. Tenemos ante nosotros unas secciones de tanques mucho más
modernos y mejor armados que los nuestros. Nuestras granadas, en este caso, no
tienen ninguna eficacia. La orden no puede ser cumplida.

—Imposible… Es una orden del Führer. Hasta esta noche, tenemos tiempo para
comunicar que el puente ha sido tomado. Vuelva usted a atacar otra vez con su
regimiento. Eche usted mano de su segunda sección. Dentro de un momento espero su
llamada.

—A sus órdenes, mi general.

Y el jefe de regimiento anunció:

—Tenemos orden de atacar de nuevo, teniente coronel Vilshofen.

—Debo declinar la orden, mi coronel, porque se trata de una locura.

—¡Es una orden de la división! ¡Una orden del Führer!

—Volverá a repetirse lo mismo y el puente no podrá ser tomado. Lo único que cabe
esperar es que los rusos se retiren de donde están; pero eso, claro está, no es
probable.

—Repito: ¡orden del Führer!

—Esto es un suicidio, mi coronel.

Esta vez fueron dos las secciones que atacaron y que se quedaron en la estacada.
Ardieron ocho tanques de la sección de Vilshofen y catorce de la otra sección. El
enemigo contraatacó con más empuje que en la primera ocasión y llegó hasta las
afueras del pueblo, donde estaba el mando del regimiento.

Cuando Vilshofen y el comandante de la segunda sección llegaron al puesto de mando


del regimiento, el coronel, que había sido llamado a la división, no estaba allí.

El general fue informado acerca de las grandes pérdidas sufridas y de la


insospechada potencia de los cañones rusos. Y este informe fue el que el general
transmitió a sus superiores. El general opinó que lo más apropiado era un ataque de
la aviación.

El teniente coronel Vilshofen y el mayor Von Germersheim, comandante de la segunda


sección, se detuvieron a la salida del pueblo. Cerca de allí se veían los tanques
alemanes que habían quedado atrás; unos estaban ardiendo y de otros salía una
espesa columna de humo. En lo alto, sobre los campos de maíz, por encima de las
posiciones rusas, más allá de un bosque, un aparato de observación alemán describía
grandes círculos.

—Y pensar que nunca nos han dicho nada acerca de este nuevo tipo de tanque ruso —
dijo Von Germersheim.

—Si hubieran apuntado más alto, ya no estaríamos aquí. Y de haber contraatacado


hubieran llegado hasta el puesto de mando del regimiento, e incluso, quizá, hasta
el mando de la división.

Sobre el puesto de mando del jefe ruso brillaban las estrellas de la Osa Mayor, y
un poco más allá titilaban Castor y Pólux. Y bajo las estrellas corría el río, y
sobre él estaba el puente, y más allá, a la izquierda de las dos estrellas, los dos
pueblos que aquel mismo día habían pertenecido a los alemanes y que ahora, poco
antes de caer la noche, habían sido recuperados.

¿Qué ocurría? Los partes de las patrullas avanzadas únicamente acusaban la


presencia de pequeños grupos diseminados. Los escuchas podían avanzar hacia el
Oeste sin ser hostigados por el enemigo. El jefe de las fuerzas había reunido en su
tienda de campaña, situada en una pequeña elevación del bosque, a una docena de
generales y ayudantes, que componían el mando de sus fuerzas. Las opiniones estaban
muy divididas y únicamente al llegar los partes de las tropas que operaban a ambos
flancos, se aclaró la situación. El día anterior los alemanes habían cruzado el río
por el Norte y por el Sur, y seguramente trataban de cercar a todo el Cuerpo de
Ejército. De todos modos, y esto lo sabían por la corta experiencia que tenían de
sus vecinos, el Cuerpo de Ejército estaba abandonado a sus propios recursos. Las
fuerzas, pues, debían ser divididas para proteger los flancos atacados. Para
realizar semejante operación se contaba con potentes secciones de tanques y una
infantería motorizada que podía desplazarse con gran facilidad.

Una cuestión, sin embargo, se presentó particularmente espinosa. El jefe de


operaciones opinaba que el puente recién conquistado debía ser abandonado, y el
jefe de la «Sección Especial» sostenía que, para facilitar futuras ofensivas, debía
quedar una fuerte cabeza de puente a la otra orilla del río. Se aceptó el criterio
de este último. Pero una vez admitida la tesis, el jefe de la «Sección Especial»
dijo que en la cabeza de puente debía quedarse una sección de tanques, y en aquel
mismo sector, sin moverse de sitio, casi toda la división. A pesar de todos los
argumentos aducidos por el jefe de operaciones y por la totalidad del Estado Mayor,
aquella fue la opinión que, por último, prevaleció.

Quedó trazado el plan.

Se cursaron las órdenes oportunas para que las fuerzas se fueran reagrupando. De
todos modos, el mando retuvo un contingente de reserva. La noche se hizo muy
oscura. Comenzaron a cumplirse las primeras medidas para el cambio de posiciones.
Sobre las tiendas de campaña se oyó roncar de motores. Los aparatos pasaron sobre
las tiendas y se alejaron. Al poco rato, sin embargo, cayó la primera bomba. Y
enseguida cayeron muchas más. Los jefes y oficiales se pusieron en pie. Las bombas
caían a unos quince kilómetros de allí, pero no hacia el Este, sino hacia el Oeste,
en un gran bosque donde estaba concentrada toda la impedimenta del Cuerpo de
Ejército. El bosque estaba incandescente. Hasta los rostros de los jefes y
oficiales llegaron oleadas de aire caliente y de olor a quemado. Las detonaciones
se sucedían sin cesar. Cisternas de combustibles, cajones de municiones y bagajes,
todo fue por los aires. Cada explosión era el comienzo de una larga cadena de
explosiones.

A cada momento el comandante de las fuerzas salía de su tienda de campaña y miraba


hacia el cielo. El bombardeo cesó, pero bajo las ramas se continuó oyendo un rumor
sordo y profundo. Los cables estaban rotos y el telégrafo no funcionaba. El jefe de
tren, que se había dirigido hacia el Estado Mayor al comienzo del bombardeo y solo
tenía una ligera idea de la magnitud de la catástrofe, estaba pasando un mal rato
en la tienda del jefe de la «Sección Especial».

Al amanecer, el campamento cayó en un profundo sueño. Únicamente en las secciones


de Estado Mayor continuó el trabajo. El grupo central de las fuerzas no había
podido mantenerse en la cabeza del puente y en aquellos momentos estaba luchando
para permanecer en la orilla oriental del río. El comandante de la división que el
día anterior había llevado a cabo la brillante contraofensiva se batía en retirada.
Todavía no se sabía con certeza lo que había ocurrido en el bosque donde estaba
acampado el cuerpo de tren y el grueso de las fuerzas, y no se podía juzgar acerca
de la posibilidad de organizar otro contraataque. La división aérea notificó una
catastrófica cantidad de bajas. El sesenta por ciento de los aparatos había sido
destruido sobre el campamento y el resto de los aviones no podía despegar por falta
de combustible. El jefe de operaciones no cesaba de pedir auxilio al alto mando,
solicitando protección aérea, gasolina y municiones. El alto mando prometió enviar
ayuda, pero al día siguiente.

—Es mejor que nos envíen un auxilio dentro de veinticuatro horas que un gran
refuerzo dentro de dos días —dijo el jefe de operaciones al alto mando.

Al mediodía habían transcurrido diez horas.

El bosque estaba sumido en un profundo silencio. Ante la tienda del jefe de la


«Sección Especial» estaba tendido el cadáver del jefe del cuerpo de tren. Sobre la
cara del muerto revoloteaban unos moscones. El chirrido de unas cadenas rompió el
silencio. Entre los árboles apareció un tanque «KW» y su estrépito, que en aquel
lugar no tenía nada de particular, causó una profunda alarma. Por todas partes
surgieron oficiales. También el comandante en jefe salió de su tienda.

Un hombre saltó del tanque.

—Se presenta el general de brigada Tokarew.

El jefe se llevó la mano a la gorra.

—¿Qué hay de nuevo, Tokarew?

—Camarada general… mi división de tanques ha dejado de existir.

—¿Cómo? ¿Qué está usted diciendo? ¿Está usted borracho, Tokarew?

Los generales, coroneles y tenientes coroneles se acercaron. El jefe de la «Sección


Especial» se situó junto al jefe del Cuerpo de Ejército.

Se formó un grupo de trece o catorce altos oficiales.

—Estoy completamente despejado, camarada general. Me he presentado para dar mi


parte. Soy capaz de aguantar, y durante bastante tiempo, los ataques enemigos. Pero
necesito municiones.

—Camarada general de brigada, únicamente puedo repetirle lo que antes le dije por
telégrafo: tan pronto como inicie el contraataque tendrá usted todo lo que
necesita.

—Lo necesito ahora mismo, camarada general.


—Váyase y tenga usted paciencia, Tokarew. ¿Cree usted que no me cuesta contestarle
de esta manera?

—¡Por Satanás! ¿Qué es lo que quiere usted ahora mismo?

—Municiones y gasolina, camarada general.

—¡Retírese usted… y defienda sus posiciones!

Tokarew dio media vuelta y se olvidó de llevarse la mano a la gorra. Marchó en


dirección a su tanque. Los del grupo se quedaron desconcertados. ¿Qué pretendía
aquel hombre? ¿Estaba Tokarew borracho? Tokarew se acercó al telegrafista del
tanque y recibió una comunicación.

—Un mensaje urgente del I Regimiento, camarada general —dijo el teniente


telegrafista.

Aquel mensaje pareció que hacía olvidar al general de división toda noción de la
realidad y borraba para él la presencia del general del Cuerpo de Ejército, así
como la de sus acompañantes. Echó mano de su cantimplora y bebió un trago. Luego
alargó la cantimplora a los demás. Primero, al coronel Morosow y enseguida a los
cinco o seis que estaban junto a él.

—¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre? —comenzaron a preguntar los generales y coroneles que
rodeaban al jefe del Cuerpo de Ejército.

Todo aquello era tan extraordinario que incluso el jefe de la «Sección Especial»,
aquel hombre tosco y pesado, se quedó inmóvil, como si hubiera echado raíces.

Era evidente que todo aquello había de tener un mal fin. Morosow comenzó a hablar y
su voz sonaba como una vieja campana.

—Era un arma perfecta, una hermosa máquina. ¡Aquello era una división! —dijo, y
bebió otro trago y volvió a ofrecer la cantimplora a sus compañeros.

Tokarew acababa de recibir la noticia de que el mejor regimiento de la división


había desaparecido. Inmovilizado, sin poder realizar la más pequeña maniobra, el
regimiento había sido aniquilado por el enemigo.

No se podía continuar así. La paciencia de Tokarew se había terminado. El jefe de


la «Sección Especial» estaba a punto de tener un ataque cardíaco. Tokarew era uno
de los jefes más capacitados y estaba al frente y conducía la mejor división del
Cuerpo de Ejército. En el fichero del Partido, Tokarew aparecía como ejemplo de
patriotas, que había pasado de besprisorny de las catacumbas de Odesa al alto rango
que ahora ocupaba en el ejército. Todo esto, desde luego, debía tenerse en cuenta;
pero lo que ahora estaba ocurriendo era demasiado.

Tokarew dio media vuelta y volvió a acercarse al general.

—Mire usted, camarada general, el primer regimiento ha desaparecido. El segundo


regimiento está a punto de desaparecer. Los tanques están en orden. Los hombres
pelean. Pero no podemos movernos. La gente está enterrada en las trincheras, sin
combustible, ni municiones. De un momento a otro la gente comenzará a sacar las
ametralladoras de los parapetos y se diseminará… camarada general. Deme usted
municiones y ametralladoras. Tampoco había municiones.

—Era un arma perfecta, una hermosa máquina…

Tokarew tenía una pistola en la mano. De pronto se apuntó en la sien, disparó y


cayó al suelo. En el bosque, el silencio se hizo más profundo. Un pájaro carpintero
comenzó a martillear.

El quinto cuerpo de tanques ya no sostuvo ninguna otra batalla organizada. Los


tanques quedaron inmóviles y sus servidores sacaron de ellos las ametralladoras, se
abrieron paso entre las avanzadas alemanas y desaparecieron entre los pantanos y
los bosques.

LA RETIRADA DE BIALYSTOK

El jefe del Cuerpo de Ejército, acompañado del teniente general Narischkin, del
coronel Semjonow, del jefe de la sección de operaciones y parte del Estado Mayor
volvieron a Bialystok. Solo por unas horas… Los últimos combates en el Biala, el
desorden, el caos y los comunicados acerca del cobarde comportamiento de la
población civil irritaron de tal manera al jefe del Cuerpo de Ejército que decidió
abandonar el campamento del bosque. Había vuelto a Bialystok decidido a poner orden
en aquel tremendo embudo de soldados y vehículos, en el que la muerte se cebaba a
sus anchas, y a procurar que el camino quedara pronto despejado para así poder
organizar el movimiento de las tropas. Donde antes había estado instalado el
Cuartel General, solamente quedaban algunas paredes en pie. Así, pues,
inmediatamente se dirigió a su antigua casa. Los sesenta hombres de su
acompañamiento tendrían que acomodarse en aquella casa que había permanecido a un
antiguo hacendado polaco.

El coronel Semjonow se sentía incómodo en aquel despacho adornado con gobelinos,


cuadros, colecciones de armas y una armadura colocada junto a la mesa de trabajo. A
Semjonow, ciertamente, no le faltaba el trabajo, pues además del suyo propio, tenía
ahora que resolver los problemas del jefe del Estado Mayor. De todos modos, la
retirada a Bialystok no significaba para él ningún contratiempo, sino todo lo
contrario; pues gracias a ella quedaba atrás. Aquí tenía que atender a un solo
trabajo: los problemas de su jefe. Pero ahora, en Bialystok, donde había pasado dos
tranquilos años en compañía de su pequeña familia, la fatalidad de las
circunstancias se le hacía muy difícil de soportar. Desde aquella mañana en que
abandonó su casa por última vez no había vuelto a poner los pies en la calle
Zabludow. Sin embargo, ahora que allí no quedaba ninguna esperanza para él, se
sentía extrañamente atraído hacia aquella calle. Dejó los papeles y el lápiz sobre
la mesa, se levantó y se acercó a la ventana. Tampoco aquello podía hacerlo con
tranquilidad. No podía acercarse a una ventana sin sentir la presencia de María
Andrejewna, tal como la sintió, junto a la ventana de su casa, el último día.
Habían pasado cuatro días. Por la calle continuaba desfilando un interminable
cortejo de gentes montadas en carros, bicicletas y toda clase de vehículos. El aire
de aquel domingo por la tarde estaba tan lleno de polvo y de olor a quemado, que
toda la atmósfera parecía haber sido cambiada. Y Semjonow, que había tomado parte
en tres campañas, tenía una particular sensibilidad para captar el sentido de cada
hora. La catástrofe estaba allí. Los que antes huían para ponerse a salvo, ahora se
detenían en medio de la calle, y los que antes se mostraban llenos de prisa, ahora
parecían disponer de un tiempo ilimitado. De todos los sótanos y agujeres salían,
como empujados por las graves noticias, innumerables polacos. «¿Ya le han dado la
primera patada en los hocicos a Iván?» Y los polacos ya no dirigían sus miradas
hacia el cielo, sino hacia el Oeste.

Desde allí, tras haber pasado sobre el puente del Biala, llegaba la primera oleada
de soldados en retirada, cuyas avanzadas pasaban en aquel momento bajo la ventana
de la casa de la calle de Sienkewitsch. Habían sido enviados a las maniobras con
pocos fusiles y algunas ametralladoras «Maxims» de la primera guerra europea, la
munición en los bolsillos y unos mendrugos de pan en el macuto. Así fueron
sorprendidos por el fuego del enemigo. Unos iban con las suelas de los zapatos
destrozadas y otros, peor aún, descalzos. Se les veía cubiertos de polvo, con
trozos de camisa arrollados a la cabeza, apoyados en bastones, cojeando, o tendidos
en camillas. Así avanzaban sobre el asfalto. El embotellamiento del puente había
sido despejado (gracias, desde luego, a los esfuerzos de Semjonow) y los soldados
podían avanzar libremente. Llenaban todas las calles y hasta los tejados subía un
tremendo olor a barro y a sudor. Ahora tenían libre el camino del Este. Los altos
jefes de la «Sección Especial» no habían podido despejar los caminos. Y hubieron de
recurrir a las buenas maneras, a la capacidad persuasiva y al sentido común del
jefe de la sección de operaciones. Y ahora que todo estaba arreglado y las tropas
tenían el camino despejado, Semjonow se sintió más tranquilo y, por fin, pudo
satisfacer un impulso que desde hacía cuatro días venía sintiendo. Así, pues, de
pronto se encontró entre la gente, camino de la calle Zabludow, en la que desde dos
días antes se habían terminado los trabajos de desescombro. Y tuvo que contemplar y
tocar aquel gran montón de ruinas para hacerse cargo de que su desgracia había sido
un hecho real.

La tumba de Marusja era un montón de paredes caídas, de piedra, polvo y escombros,


entre los que asomaba la retorcida reja de un balcón. Su hija Irina había podido
ser salvada. Cuando el bombardeo, Irina se encontraba en el sótano de la casa,
donde, por orden de su madre, se estaba procurando provisiones para el viaje. El
techo del sótano resistió el derrumbamiento, e Irina fue sacada de allí dos días
después de la catástrofe. Cuando la llevaron a presencia suya, Irina estaba pálida
como una muerta y tenía una gran cicatriz que iba de la mejilla derecha al cuello,
y él enseguida ordenó que, acompañada por uno de sus oficiales, fuera trasladada a
Minsk, y desde allí, una vez asistida, a Moscú.

Marusja… Dos años en Bialystok; dieciséis años en distintas guarniciones. La


conoció en Mariupol, cuando él era primer teniente, y ahora la tenía que dejar
aquí, bajo un montón de ruinas.

Había visto, pues, la tumba de su mujer. No podía hacer nada por ella, y ahora
tenía que volver a la realidad de la vida, a ese continuo y atropellado empujarse
hacia el Este.

Caminó junto a la interminable columna de soldados.

—¿Kak djela?[3] —preguntó a un sargento.

Casi se espantó al oír su propia voz, y sintió una tremenda angustia al pensar que
la calle Zabludow iba a quedar atrás para siempre, y que él ya pertenecía a aquella
riada humana. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Más que nunca, aquellos soldados
eran su auténtica familia. El sargento se apoyaba en un bastón y arrastraba entre
el polvo del camino una pierna envuelta en harapos y tinta en sangre.

El sargento no levantó la mirada, alzó la mano con gesto de cansancio y respondió:

— Nitschewo[4].

—¿Kak dielá? —preguntó Semjonow a otro soldado.

—Tengo los pies llagados, camarada Polkownik[5]. Nitschewo.

—¿Kak dielá?
Era un rostro joven. El muchacho le miró y se dio cuenta de que hablaba con un
coronel desconocido.

«Todavía hay coroneles, pensó el muchacho; los nuestros ya han huido.»

— Nitschewo —respondió, finalmente, el soldado.

—¿Kak dielá?

Marchaban con la cabeza hundida sobre el pecho, los pies llenos de llagas, sin un
mendrugo de pan en el macuto, sin nadie que les condujera, sin poder socorrer a los
heridos, tocados con una simple blusa vieja.

¡ Nitschewo!

Era el resto de un regimiento de artillería. Pero el regimiento se había quedado


sin cañones. Eran soldados de la división Masanow, que había sido fusilado días
atrás y cuyo cuerpo estaba tendido tras la casa del parque. ¿Dónde estaría ahora la
Masanowna? ¿Por qué calle estará caminando, calzada con aquellos leves zapatos y
tocada con aquel fino vestido? Unos tanquistas pasaron cargados con pesadas
ametralladoras. Entre los soldados se veían pocos oficiales, y estos eran tenientes
y capitanes. Continuaba la riada de soldados. Quienes levantaban la mirada veían
caras polacas, casas raras, calles desconocidas de una ciudad extraña. Había que
marcharse de allí… ir hacia el Este hacia Rusia, ¡domoy!

—¡El invencible Ejército Rojo! —decían los polacos—. ¿Hacia dónde vais tan aprisa?
Habéis equivocado el camino: no es por esta sino por aquella calle que se va a
Varsovia.

Los polacos habían perdido el miedo, pero Ristin no podía hacerlos fusilar a todos.

Semjonow regresó a la casa de la calle Sienkewitsch y volvió a instalarse tras la


mesa de trabajo, entre los retratos de nobles polacos. En la habitación de al lado
esperaba un hombre picado de viruelas y de rostro encendido.

«Un hombre de las catacumbas, pero si hay alguien capaz de desempeñar esta tarea,
es este capitán», le había dicho Ristin.

La otra puerta que daba al despacho estaba abierta y a través de ella se oía hablar
a Narischkin:

—¿De qué está usted hablando? ¿Qué se ha creído usted? ¿Se imagina que está usted
de permiso, en las montañas del Cáucaso, donde crecen amapolas blancas? ¡Largo de
aquí! ¡Que no vuelva a verle más!

Un hombre cuyo rostro parecía una careta blanca y recordaba a los payasos del circo
apareció en el marco de la puerta y se alejó por el corredor.

—¡Ahora resulta que no podemos disponer de ningún vagón y que no hay ningún medio
de transporte…! —exclamó Ristin, y al cabo de unos instantes añadió—: ¡Entre usted,
capitán Uralow!

La orden se refería al individuo de la cara picada de viruelas.

—Y entre usted también, Semjonow. El asunto del capitán Uralow no admite demora;
enseguida trataremos de lo nuestro.

Narischkin les ofreció un paquete de «Papyrossi».


—Tomen ustedes, towarischtschi. Estamos un poco estrechos, ¿no, Semjonow? Pero aquí
estamos cerca del frente y de lo que ocurre. Nos quedaremos aquí hasta que toda la
gente haya pasado el río. ¿Qué opina usted de esos sinvergüenzas? Hace dos horas
enviaban partes victoriosos; decían que su ofensiva era arrolladora, y ahora, ya lo
ve usted, no hay quien pare esta desbandada. Creen que han sido engañados y mal
conducidos por la gente de Moscú. ¡Y a mí se me pide que informe acerca de los
efectivos enemigos que tengo delante, y no sé qué decir! ¡El servicio de
reconocimiento ha funcionado de una manera lamentable!

El general Narischkin cogió un documento y en él estampó su firma y se lo alargó a


Semjonow, el cual lo dobló y lo metió en un sobre, cuyas cuatro esquinas y centro
golpeó con un sello. Se trataba de una orden secreta, y a no ser el destinatario,
nadie, ni la misma policía, podía abrir aquel sobre.

—¿Sabe usted de qué se trata y está al corriente de la importancia de la misión,


camarada capitán?

—Sí, camarada general.

—Cumplirá usted el cometido, estoy seguro de ello. La vida de cien mil personas
depende de ello.

Se trataba de hacer llegar aquel mensaje al Estado Mayor del tercer Cuerpo de
Ejército, que posiblemente se encontraba en Grodno, para así coordinar los
movimientos de los dos Cuerpos de Ejército. Otro correo había sido enviado a Brest,
al jefe del cuarto Cuerpo de Ejército.

—La misión es difícil, camarada capitán.

—Me lo imagino. La llevaré a cabo lo mejor que pueda, camarada general.

—Tengo gran confianza en usted, camarada capitán, y estoy convencido de que usted
la cumplirá a la perfección.

—¡Por la Patria, por el Partido y por el camarada Stalin!

Al escuchar aquellas palabras, el general y el coronel se pusieron en pie y, tal


como estaban obligados, se cuadraron. El capitán Uralow cogió el documento que le
ofrecía Semjonow. Narischkin y Semjonow aguardaron a que Uralow se hubiera
escondido el sobre bajo la ropa.

—Primero viajará usted en moto y luego continuará de la manera que pueda.

—Towarischtsch general. No tengo apego a la vida.

La puerta se cerró tras el capitán Uralow.

—Dicha por él, no se trata de una frase vacía. Pero ¿por qué tiene uno que haber
perdido a sus padres y ni siquiera recordar sus nombres, y no saber nada de su
pasado para poder llegar a ser un buen soviet?

Narischkin —pensó Semjonow— había hecho aquella pregunta in esperar que fuera
contestada. Y la había formulado en un tono especial. ¿Qué significaba aquello? «Me
parece, camarada general, que una estrella no está completamente en su sitio. ¿Pero
qué significa una estrella en el uniforme de su general, y qué importancia tiene
que esté bien o mal colocada…?» Todo el Cuerpo de Ejército estaba entonces en
desorden.

Semjonow no se refirió en voz alta a las estrellas del general, sino a las del
capitán.

—La Orden de la Estrella Roja la ganó cuando la guerra de Finlandia; la Orden de


Lenin, en el lejano Este, y su nombre, tan singular, en la Remestestnaja Skola, una
escuela de artesanía que hay en los Urales y en la que fue admitido como expósito.

—Y en la que seguramente no debió aguantar mucho tiempo —interrumpió Narischkin.

—En dos ocasiones, los muchachos mataron a sus educadores y se escaparon del
establecimiento. Y el pequeño Uralow tomó parte en los dos motines; así reza en sus
antecedentes.

—¡Esos Besprisorys…! Recuerdo que una vez, en Moscú, vi asomar el rostro de uno de
esos hombrecillos por la boca de un sumidero… Y en el «Orient-Express», Semjonow,
trata de aguantarte en los topes cuando el tren marcha a toda velocidad y verás
cómo te rompes la crisma. Pero esos chiquillos lo hacen, y muchos no tienen más
allá de seis o siete años. Muchos se caen, claro está, y se matan; pero quedan
muchos más. Se apean y aparecen en cada estación, como una bandada de pájaros, y
pillan cuanto pueden, que es todo lo que no está sujeto con un cordel o una cadena.

Narischkin hizo una pausa y prosiguió:

—Así, pues, nuestro Uralow aprendió a leer y a escribir, recibió todo lo que tiene
del Estado soviético (ignora ahora lo que el Estado le quitó) y en este momento
está dispuesto a dar su vida, y antes de partir exclama: Sa Rodina, sa Stalina.

Narischkin se comportaba de una manera sorprendente. ¡Al otro lado de la puerta


había un ajetreo infernal y él estaba allí conversando con toda tranquilidad!

—¡Sentémonos, Pjotr Iwanowitsch! —dijo Narischkin, y ofreció una butaca a Semjonow,


sentándose, a su vez, frente al coronel.

—¿Cómo está Irina Petrowna?

—Tiene algunas heridas. Seguramente le quedará una fea cicatriz en el rostro. La he


mandado, por Wolkawsk, a Minsk, y desde allí debe dirigirse a Moscú.

—Y ahora vayamos al asunto, Pjor Iwanowitsch, y dejémonos de gasolinas, alambradas,


transportes y oficiales fugitivos. Hace tiempo que nos conocemos, ¿no es eso? Pues
bien; vamos a tomarnos el tiempo necesario para ocuparnos de nuestra situación.

Y al terminar de decir estas palabras, Narischkin encendió un cigarrillo, y cuando


parecía querer abordar el verdadero asunto de la conversación los antiaéreos
entraron en acción.

LUEGO LO CELEBRAREMOS

Era la duodécima vez que la escuadrilla del capitán Scheuben volaba sobre
Bialystok.

De pronto, un «Ju 88» se incendió. El aparato se había quedado un poco rezagado de


los demás y atrajo sobre sí el fuego de los antiaéreos. Recibió unos impactos,
continuó ascendiendo durante unos momentos y luego, de repente, cayó como una
piedra en el vacío, dejando tras sí una larga estela de fuego y humo.

Una caída en el vacío, tanto si se produce desde el pico de una montaña, como si
tiene lugar en un avión destrozado, desde el cielo, dura lo bastante para que ante
uno pasen las principales imágenes de la vida de un muchacho de diecinueve años. En
este caso, en todas las imágenes destacaba el color blanco: las campanillas del
campamento, las velas de un barco, el vestido que la tía Elisabeth llevaba el día
de la despedida, e incluso los pantalones cortos y la chaqueta de Molle…

«Ha disparado usted un poco sobre el objetivo, querido Ense», recordaba que le
había dicho Scheuben tres días antes. ¡Era duro haber perdido a Molle! Sí; hubiera
debido hacerle bajar del avión. Y todos nosotros, ¡Dios mío!…, el campanario de la
iglesia, la calle, la gente, todas las calles llenas de gente, como si fuera un
mercado. Todo esto no puede ser más que una pesadilla. Pero hay que emplear todas
las energías. Luego uno se despierta y todo es diferente. Y al cabo de veinte
minutos la pesadilla vuelve a comenzar de nuevo…

Molle se encontraba en el «Ju 88» que acababa de ser derribado sobre la ciudad. Así
lo había querido. Aquel mismo día, cuando el alférez Von Ense estaba mirando el
gran mapa mural, Molle se le acercó y hablándole al oído le volvió a rogar que le
permitiera acompañarle. «A usted no le ocurrirá nada, y el “viejo” ni se dará
cuenta de ello. He preparado un par de botellas para celebrarlo a nuestro regreso.
¡Hecho, Ense!» Pero, no; todavía no estaba hecho. Molle fue descubierto en el
puesto del ametrallador de popa. «Realmente es usted muy tozudo, Molle, y, desde
luego, mi obligación sería hacerle bajar inmediatamente de aquí.» Pero aquellas
palabras no le hicieron mover de su sitio. Y otra vez volvió a referirse a las
botellitas que tenía preparadas para luego. «Cuando regresemos, el champaña estará
en su punto, bien frío. Y por este vuelo daría yo todo un cajón de botellas, ya ve
si es importante para mí. También yo quiero tener algo que contar a mis chiquillos,
y en esa futura historia deseo que la estación de Bialystok ocupe un lugar de
honor.»

Y aquí estaba la estación. Una maraña de vías y de vagones incendiados. El «Ju»


pasó volando a gran velocidad sobre los andenes, junto a las granadas de los
antiaéreos. Al lado de la estación había muchísimos rostros vueltos hacia arriba.
No se veía ni un palmo de espacio libre. A la gente le faltaba tiempo y espacio
para disgregarse. El «Ju» se estrelló sobre el plantío humano. De momento, los
restos quedaron como clavados en el suelo por la proa, luego fueron envueltos por
las llamas y finalmente cayeron hacia atrás, y la ruina del «Ju» se apoyó sobre los
sustentadores. Una oleada de soldados se abatió sobre los escombros del aparato.
Pero nadie pudo encontrar un objetivo para su odio. El teniente Von Ense y el
observador habían desaparecido. El cadáver del ametrallador y el del inspector
Molle estaban intactos. Los pantalones cortos y los zapatos de Molle llamaron mucho
la atención.

—Mira esos alemanes. ¡Van a la guerra vestidos como una primera bailarina, como la
Ulanowa, con pantaloncitos de baile! Y mira estos zapatitos; toca las suelas, son
tan delgadas como un papel. ¿Cuántas verstas se propondría caminar este tipo con
semejantes zapatos?

—¡No seas tonto, hombre! ¿No comprendes que este fulano es aviador y no tiene que
caminar, sino volar, y es natural que las suelas no se le gasten?

—¡Mira estas manecillas! ¡Fíjate en estos indicadores y en estas lamparillas!

—Deja esto, Antón. Saca los dedos de ahí, no vaya a ser que ocurra algo.

—Sí; apártate, Antón; apártate, Iwan. Mirad que vamos a ir todos por el aire.
Un capitán se acercó al grupo. En el cuello de la guerrera llevaba las insignias de
capitán político, y todo el mundo le abrió paso. Era el capitán Kansanzew.

—No decís más que tonterías —dijo; y con la punta de su bota movió el cadáver de
Molle—. Fijaos bien: no calza botas adecuadas y viste pantalones cortos. Ya veis lo
mal equipados que van. Su producción textil es insuficiente. Y aquí, en el macuto,
vamos a ver lo que lleva. Sí; ya me lo figuraba, un trozo de pan y un pedazo de
tocino.

—Bueno, el tocino no nos iría mal, camarada capitán.

—Por lo menos déjenos mirarlo y olerlo un poco. Yo ya no sé qué olor tiene el


tocino.

—Debéis comprender las cosas. Los aviadores pertenecen a un cuerpo escogido, y a


los nuestros se les da galletas y chocolate. ¿Cómo quieren ganar la guerra si sus
aviadores los alimentan con pan negro y tocino?

—Pero ¿y qué me dice usted de la técnica, camarada capitán?

—Sí, desde luego, en cuestión de técnica están avanzados. En eso se ha gastado el


Gobierno alemán todo su dinero. Ya sabéis aquello de «cañones en vez de
mantequilla».

—No hagas caso, lija. Todo esto son palabras vacías. ¡Hace tiempo que nos repite lo
mismo!

—Y, hablando de otra cosa, ¿cómo pretendéis comer con esta desorganización que hay
aquí?

—¿Qué podemos hacer?

—Nos tenemos que organizar. Ponernos en marcha, obedecer a un jefe; entonces nos
darán nuestra ración en el cobertizo.

—Quizá ni así nos la den.

—Quizá sí; no se sabe.

—¡A formar! ¡Numerarse!

—Ras.

—Dwa.

—Tri… [6]

LA HORA DEL GENERAL

La particularidad del quehacer que el general Narischkin había pensado para


Semjonow consistía en que ese trabajo no podía perfilarse de una manera precisa, ya
que no estaba encaminado a un objetivo definido. Por dos razones era Semjonow la
persona indicada para tal asunto. En primer lugar, Narischkin y Semjonow habían
estudiado en la misma escuela de guerra y se conocían desde chiquillos, ya que
ambos habían nacido en la misma ciudad, que era Nicolajewsk, y muchas veces se
entendían con simples insinuaciones; y en segundo lugar, era evidente que, en los
momentos difíciles, cuando las órdenes del Alto Mando eran confusas o no llegaban a
tiempo, Semjonow era capaz de poner en práctica sus propias iniciativas.

Hasta este momento, la conversación entre Narischkin y Semjonow había versado sobre
asuntos generales y, en particular, acerca de su alojamiento y situación actual.

—¿Comprende usted, Semjonow?

—Sí, camarada general…, es decir, no comprendo nada.

—Pjotr Iwanowitsch, vamos a hablar como habla un guerrero a otro guerrero. Debemos
detener esta riada… naturalmente; esto es lo que queremos. Pero nosotros no tenemos
fuerzas con que hacer frente al enemigo y tampoco tenemos instrucciones concretas.
Nos falta organización. Ya lo sabes: al soldado ruso puedes alimentarlo mal; pero
si no tienes nada que darle, se acaba la disciplina, las órdenes se esfuman y no
queda rastro de ninguna moral combativa. Y en esos momentos del caos, incluso el
oficial se convierte en un fugitivo. El soldado pelea y no combate mal; pues, en
realidad, no puede hacer otra cosa. Pero llega un momento en que también deserta.
Estos últimos días hemos enviado nuevos oficiales al frente, y esos oficiales
tienen la orden de tomar el mando y hacer que las tropas permanezcan en sus sitios.
No podemos permitir que las cosas continúen así. La situación es imposible y, a
pesar de estas órdenes que hemos dado, todo se volverá contra nosotros. Mira por la
ventana y observa la marcha arrolladora de los soldados.

—Las tropas siempre tienen que abrirse paso con las armas.

—Sí, desde luego; pero las tropas deben luchar con cierta coordinación y tienen que
ser conducidas de una manera inteligente y hacia unos objetivos concretos.

—Así es, en efecto, Alexei Alexandrowitsch. Pero ¿hacia dónde deben ser conducidos
estos hombres?

—Usted sabe perfectamente, Semjonow, que esta pregunta no puede ser planteada como
usted acaba de hacerlo. No hemos recibido ninguna orden de retirada. ¿Cuál es, sin
embargo, la realidad? Hace unos momentos estaba aquí el jefe de la defensa de
Bialystok y no ha sabido informarse acerca de la situación del enemigo. A cada
momento se reciben noticias contradictorias y lo único que parece ser cierto es que
todas las carreteras que conducen a la retaguardia están siendo bombardeadas de una
manera implacable. A centenares de kilómetros detrás nuestro, e incluso en Minsk y
en Borrissow, caen las bombas sin cesar. La situación del enemigo es tan poco clara
como la nuestra; sin embargo, parece ser desesperada, pues se diría que todos
nosotros hemos caído en una gran trampa. Oiga usted, Semjonow; no hace mucho hablé
con Korobkow del tercer Cuerpo de Ejército. Opina igual que yo, pero Korobkow no
puede proponer al Comité de defensa de Moscú, ni yo tampoco puedo hacerlo, que el
ejército abandone estas posiciones insostenibles. Así, pues, vamos a hablar de la
coordinación de las tropas, pues esto sí que nos está permitido hacer. Vamos a
plantear nuestras posibles operaciones. Tenemos que conducir a un chivo, pero antes
debemos apartar a una vaca del camino.

Narischkin revolvía unos papeles que estaban sobre su mesa de trabajo: telegramas
de Moscú, del Comité de defensa y del Alto Soviet de guerra. Echó una mirada a los
papeles y los volvió a dejar sobre la mesa.

—Se nos pide lo imposible. Debemos avanzar y, en el peor de los casos, mantenernos
en las posiciones hasta el último momento. Por esto tenemos el caos ante nosotros.
Tú eres mi jefe de operaciones, Semjonow, y eres un buen estratega. Debo confiar en
ti. Y tú ves y entiendes perfectamente cuál es nuestra situación, y sabes, sin
embargo, que no podemos permanecer aquí sin hacer nada, con los brazos cruzados.

Semjonow comprendió claramente los deseos de Narischkin. El general quería que


interviniera para que los oficiales recién mandados al frente cambiaran de actitud
y las tropas pudieran ser retiradas a una línea de seguridad y, en todo caso,
convertir aquella caótica desbandada en una orden de repliegue, aun cuando el Alto
Mando no había mandado evacuar las posiciones. A pesar de que el jefe supremo no
había de darle la orden de retirada, él, Semjonow, debía imponer su criterio a los
distintos jefes de las unidades combatientes, muchos de los cuales habían
desaparecido, pero seguramente, al recibir dicha orden volverían a aparecer de
nuevo y tratarían de ponerle en evidencia. Sabía que tenía que habérselas con
restos de unidades que ante el Comité de Defensa y en el Kremlin todavía figuraban
como divisiones, Cuerpos de Ejército y unidades intactas, y se percataba de que
tenía que asumir una responsabilidad que luego, en un momento dado, le sería muy
difícil justificar.

—Oye, querido, ya me doy cuenta de la gravedad de tu situación; ayer y anteayer


comunicamos al Alto Mando estos estúpidos partes victoriosos. En realidad, has
engañado al Kremlin y a Stalin. Y, tal como están las cosas, el desastre es seguro.
Sin embargo, ¿no crees que en su día significará algo el que ahora, mediante una
retirada bien hecha y un reajuste de las fuerzas, salves lo que todavía puede ser
salvado?

A Semjonow no le gustaron las palabras de Narischkin, pero se sonrió. Y le contestó


de la misma manera que años atrás solía hablar a su compañero en la escuela de
Nikolajewsk:

—Oye, Alexei Alexandrowitsch; tú eres el jefe de estos ejércitos y, además, tus


conocimientos militares te han dado fama mundial; sin embargo, continúas siendo el
listo Sibiriak de siempre. Pero a mí no has de venirme con semejantes listezas.

—Muy bien, Pjotr, me gusta oírte hablar así. Si estos momentos no fueran tan
graves, abriríamos una botella, nos emborracharíamos a conciencia, nos abrazaríamos
y luego nos besaríamos en las mejillas. Pero no podemos hacerlo. Estamos en guerra
y muchos son los que pierden la vida. Tú has perdido a tu esposa María Andrejewna.
Pero todavía tienes a tu hija Irina. Piensa en los hijos y en los padres cuya
existencia depende de ti. Y ni tú ni yo querremos llevar esas muertes sobre nuestra
conciencia. Escucha, Pjotr, hemos ido juntos a la escuela y juntos hemos aprendido
historia.

Si, efectivamente, habían ido a la misma escuela. Era una vieja casona de madera,
construida con abetos centenarios. Desde las ventanas se veía el río Obi, cuya
orilla derecha estaba a cuatro pasos de la escuela. Ingresaron allí cuando la época
de los zares. ¿A dónde quería llegar Narischkin?

—¿Te acuerdas de los árboles frutales?

—¡Pues claro!

—¿Y del viejo guardián?

—Me acuerdo perfectamente de él, y también recuerdo nuestra estrategia de entonces.


¿Era estrategia o táctica?

—Nos dividíamos en tres grupos. Y mientras el guardián perseguía a uno de los


grupos, los otros dos podían llenarse los bolsillos de manzanas. Así resolvíamos
nuestros problemas.

—En aquellos tiempos la estrategia era algo fácil.

—Recuerda las clases de historia; se nos habló de Kutusow.

Semjonow se representaba a Kutusow perseguido por el ejército de Napoleón, cuando


el invierno de 1813. Pero mejor que a través de las lecciones de la escuela
militar, Semjonow se había formado una idea acerca de Kutusow gracias a lo que de
él había aprendido en un libro. León Tolstoi había explicado en una novela la
manera cómo Kutusow condujo la retirada de las tropas rusas, dejando a los
franceses un inmenso espacio vacío, donde iban pereciendo de hambre y frío; cómo
supo él ahorrar las vidas de sus soldados, y organizar escaramuzas y pequeños
ataques a los flancos del invasor.

—Claro que me acuerdo, Alexei. ¿A quién no le evoca nada este nombre? ¿Pero qué
tiene esto que ver con lo que ahora estamos debatiendo?

—Con las circunstancias exteriores, nada. En este sentido todo es completamente


diferente a entonces. Por esto estamos aquí, tratando de encontrar una solución.
Pero no nos fijemos ahora en las circunstancias exteriores, sino en el posible
paralelo de dos jefes que se encuentran, en este mismo país, en dos épocas
distintas, frente a una invasión enemiga. La conducta de Kutusow no estuvo
inspirada en las órdenes del Kremlin, que deseaba la derrota francesa en campo
abierto, y por lo tanto quería la lucha de frente y no le importaba la vida de
millones de soldados rusos. La conducta de Kutusow, y esto sí que nos importa, fue
inspirada por la voluntad del pueblo; es decir, de la patria.

Narischkin dejó caer su pesada mano sobre los telegramas de Moscú, y de un


movimiento brusco los arrojó al suelo.

—Todo esto no tiene sentido, Pjotr. No nos sirve de nada. El pasado no ha dejado
rastro… —exclamó, alargando a Semjonow uno de los telegramas, que no había caído al
suelo.

«Tiene usted que emprender una lucha sin cuartel contra el derrotismo. Todos los
que traten de desorganizar el funcionamiento de la retaguardia, los desertores, los
que hagan cundir el pánico y los que propaguen noticias tendenciosas, serán
liquidados en el acto…»

—¡Así no hay nada que hacer! Junto al cuartel de Estado Mayor está el cadáver del
jefe del cuerpo de tren. Por esto no llega ningún material, ni ningún camión
cisterna con gasolina. Allí está el cuerpo de un jefe de artillería y su muerte no
ha solucionado nada. Aquel hombre había hecho retirar las piezas a trescientos
metros de la línea de fuego, pero no lo hizo por capricho, sino obligado por las
circunstancias. Y, a pesar de todo, las piezas se han perdido. Allí está el cuerpo
de un jefe de ingenieros. Y no por esto se ha ajustado el ancho de las vías de
Bielorrusia al ancho de las nuestras, y las dificultades de transporte continúan
siendo las mismas. Allí están los cadáveres de un jefe de regimiento y el de un
jefe de batallón, y también está el de Masanow, un jefe de división. ¿Y qué le ha
sucedido a Kulik, al mariscal, de quien no hemos vuelto a saber nada más? Han
desaparecido y muerto muchas personas, y esto prueba que en estos momentos
carecemos de un plan general; pues el primero no tuvo ninguna eficacia y el
segundo, por su parte, fue como el anterior.

Hizo una pausa y prosiguió:


—Ese Hitler, no solamente ha sorprendido al mariscal Kulik, sino que nos ha
sorprendido a todos. Creíamos que la cantidad y la envergadura de los problemas que
tenía planteados no le permitirían aventurarse de una manera razonable en nuevas
empresas. No contábamos con que estuviera loco.

—Deja estar a ese Hitler. Al fin y al cabo no ha sido Hitler quien ha hecho
nuestros distintos planes de defensa. Ya tenemos bastante con nuestra propia locura
y extravagancia política. Hitler pega como un loco a diestra y siniestra y acabará
creando una gran coalición mundial contra él. Ya verás cómo al final se le tendrá
que sujetar con una camisa de fuerza. ¿Has oído el último discurso de Churchill?

—No; no he oído nada. Únicamente me he ocupado de la bencina, de las municiones y


del contraataque, y no me ha quedado tiempo para nada más.

—Otra gente, sin embargo, sí que ha tenido tiempo para ello; pues esos pillastres
de tu Estado Mayor no hacen más que hablar de ello. El discurso de Churchill ha
producido más efecto que cualquier noticia de Moscú.

—El caso es que ahora tenemos a ese Hitler delante de nosotros y hay que reconocer
que no pega mal. Lo que necesitamos es una pausa para poder respirar y una nueva
línea defensiva donde podamos reagruparnos de nuevo. Y esta línea se nos niega. Por
lo demás, ya sabes tú lo que necesitamos. Y lo que recibimos…; aquí están, en el
suelo, las promesas. ¡Podemos escupir sobre ellas, Pjotr! Nadie viene en nuestra
ayuda, y no se nos envían alambradas, ni granadas, ni un litro de esencia. Palmo a
palmo mediremos el terreno que separa Bialystok de Minsk. Aquí estamos, en
Bielorrusia, y formamos un conjunto de ciento ochenta mil hombres, y a nuestra
derecha tenemos otros tantos, y nuestros vecinos de la izquierda, lo mismo.
Contando las tropas de aviación y las unidades que están en la retaguardia
inmediata, formamos un conjunto de unos ochocientos mil hombres.

El general Narischkin se volvió de pronto hacia su amigo Semjonow y le preguntó:

—¿Qué será de nosotros, Pjotr? Ochocientos mil hombres no es algo que se pueda
llevar tranquilamente de un lado a otro, y luego, de pronto, pueda desaparecer sin
dejar rastro.

Hizo otra pausa y prosiguió:

—Pero lo cierto es que aquí estamos ante un formidable grupo de ejércitos enemigos,
casi arrollados por los flancos y sin ninguna protección detrás nuestro. Estamos
abandonados a nosotros mismos. ¡Ah, mi querido amigo! Somos rusos y por lo tanto
quizá tenemos demasiada paciencia. Pero ¿crees tú que debemos aguantarnos aquí sin
otra esperanza que la de una derrota cierta?

—Debemos salir de aquí y pensar en algo constructivo.

—¿Cómo terminar con esta indigna situación en que nos encontramos? ¿Cómo salir de
todo esto, Pjotr? Nos hallamos en la misma circunstancia que unas personas
obligadas a resolver la cuadratura del círculo.

—¡Nos encontramos ante un problema insoluble!

—Y, sin embargo, no sé cómo, debemos conseguirlo, Pjotr Iwanowitsch. Quizá tengamos
que obrar como aquel barón alemán llamado… Munchausen.

Se pedía que el Cuerpo de Ejército saliera de aquella situación por sus propios
medios, lo cual era casi imposible. Narischkin, sin haber recibido una orden para
ello, quería retirar sus tropas a una línea de mayor seguridad. ¿Cuál sería el
aspecto real de la cuestión? ¿A qué línea de seguridad se refería?

Narischkin contempló el gran mapa de operaciones, sobre el que tenía apoyadas las
manos. Luego cogió un lápiz de mina colorada y trazó una línea sobre el mapa. La
línea respondía a la de la antigua frontera rusa. Tras ella, Narischkin dibujó un
arco, en uno de cuyos puntos estaba la ciudad de Slonim. Narischkin quería
abandonar toda aquella franja de terreno, con sus carreteras, sus líneas férreas y
su insegura población, y retirarse tras la antigua frontera rusa. Según él, la
frontera debía convertirse en la nueva línea defensiva, y el Estado Mayor había de
emplazarse en Slonim. Esto es lo que Narischkin quería hacer sin haber recibido
ninguna orden para ello.

—La cosa está clara, Alexei Alexandrowitsch.

Pero también estaba claro que esta operación significaba una rectificación en los
planes políticos del Kremlin; pues con ello Narischkin acababa de significar que la
ocupación de la Ucrania occidental, de Bielorrusia y de la zona del Báltico, era un
gran error cometido por la política soviética.

—Los dos llevamos el libro del Partido en el bolsillo, pero aquí… —y al decir estas
palabras Narischkin se golpeó con el puño cerrado sobre el pecho—, aquí llevamos un
corazón ruso, y tú y yo, querido Pjotr Iwanowitsch, sabemos muy bien cuál es
nuestra obligación. Estoy convencido de que en Moscú el mariscal Kulik no está
conforme con el plan de operaciones que se nos obliga a seguir. Ya has visto la
actitud del teniente general Masanow. Y en otros lugares hay muchas gentes que
piensan de la misma manera. Sí, ya sé que les tiene o se les tendrá por culpables,
pero lo importante es saber en qué estriba su culpa. El mal viene de arriba. Pero
ocurra lo que ocurra, Pjotr, lo importante, posiblemente lo más importante de todo,
es que no perdamos la cabeza.

—No es necesario que te diga que no estás solo. Opino lo mismo que tú y haré todo
lo posible para preparar la retirada. El general Narischkin se puso en pie.

—Bien, coronel Semjonow.

—Towarischtsch general.

—Volvamos al campamento del bosque…; salimos dentro de cinco minutos.

Cinco minutos más tarde un grupo de motoristas se abría paso por las calles de la
ciudad, que estaban llenas de soldados. Los hombres se echaron a un lado, dejando
paso a los motoristas y a unos tanques que acompañaban al Jefe del Cuerpo de
Ejército. Inmediatamente después de llegar al campamento del bosque, Semjonow puso
manos a la obra.

Había que organizar las nuevas posiciones y encargarse de la munición y la


gasolina. Así, pues, lo primero que hizo fue establecer nuestros centros de
aprovisionamiento. Para ello hubiera querido disponer de oficiales como Uralow, que
no temían a la muerte ni al diablo, y que además eran listos e inteligentes; pero
desgraciadamente se veía obligado a echar mano de lo que tenía.

Unos escalones hechos en la tierra conducían al refugio del general Narischkin. El


oficial de la guardia y tres ayudantes estaban sentados en la antesala. Un sargento
dejó caer el cable de un camión que acababa de reparar, y salió. Al Norte se oían
los disparos de los cañones alemanes. Los cuatro hombres que había en la antesala
parecían preocupados.

En una habitación convenientemente entibada, ante su mesa de trabajo, Narischkin


estaba inclinado sobre el mapa.
La antigua frontera rusa y el río Schtschara, y Slonim como centro, solo podrían
servir unos días. Todo dependía, sin embargo, del resultado de la ofensiva enemiga
y especialmente de los sectores que hubieran quedado en poder de los rusos y cuyas
fuerzas pudieran ser empleadas como tropas auxiliares.

—Alexei Alenxandrowitsch…

Era Anna Pawlowna, una sirvienta que desde muchos años atrás se ocupaba de la
comida del general y cuidaba de sus menesteres caseros. Aquel día, Anna Pawlowna le
había hecho pelmeni y carne picada, lo cual era la mejor comida que un sibiriak
como Narischkin podía desear. Pero los pelmeni estaban intactos sobre la mesa.
Narischkin no había probado bocado.

—¡Alexei Alenxandrowitsch, no puede usted estar toda la noche sin comer nada,
fumando un cigarrillo tras otro!

—Es igual, Anna Pawlowna. Llévese usted esto.

Anna Pawlowna puso una cara muy preocupada y, sin decir palabra, retiró las cosas
de la mesilla. Al cabo de un momento volvió a entrar y trajo a Narischkin unas
zapatillas y una cómoda litewka. Luego, siempre en silencio, recogió la guerrera
del general.

Aquella mujer hacía la comida de Alexei Alexandrowitsch, se preocupaba por sus


uniformes, su ropa interior, le traía agua caliente para el baño de pies, cuidaba
de que la intendencia hiciera los suministros —para Narischkin y su familia— con
toda regularidad, trataba con el administrador y, en una palabra, se interesaba por
todas las pequeñas cosas relacionadas con la comodidad y el bienestar del general.
Y Anna Pawlowna estaba mucho mejor informada de cuanto ocurría en el Estado Mayor
que algunos jefes de sección. Los oficiales que rodeaban a Narischkin trataban a
aquella mujer con gran deferencia; le tendían la mano al encontrarla, se
interesaban por su salud y le testimoniaban un profundo respeto. Pero Anna Pawlowna
siempre conservó la misma gran sencillez y a todos demostró una gran amabilidad.

—¿Quién ha cogido este retrato? El cristal está roto —dijo Alexei Alexandrowitsch
señalando una fotografía.

Era un retrato de Anna Alexandrowna, la hija de Narischkin, que estaba sobre la


mesa y cuyo cristal aparecía roto.

—Estuvieron aquí el médico, el administrador y el intendente —dijo la mujer—. Han


estado comiendo y bebiendo, y probablemente se les ha roto a ellos.

Además del cristal se habían roto otras cosas, como una silla y algunos platos.
Pero Anna Pawlowna se lo calló y solo dijo:

—Se han divertido mucho.

—Muy bien. ¿De manera que mientras yo estoy fuera, trabajando, estos señores se
quedan aquí a comer y a beber? El médico hubiera hecho mucho mejor en cuidarse de
los heridos.

Acerca de los otros dos, es decir, del intendente, que procuraba la comida a
Narischkin, y del administrador, que para ello daba el dinero, el general no hizo
ninguna observación.

Arma Pawlowna no se retiró.


—¿Qué ocurre, Anna Pawlowna?

Anna se interesó por un mayor y un coronel, que habitualmente solían ser invitados
por Narischkin.

—Tampoco el general Utkin se deja ver ahora —añadió Anna.

—Estamos en guerra, Anna Pawlowna, y muchos desaparecen, unos en una parte, y otros
en otra.

Narischkin, por lo visto, no tenía ganas de hablar. Y esto fue todo lo que dijo.

Durante mucho tiempo permaneció ante su mesa de trabajo.

Para empezar, Slonim era un buen lugar donde emplazar el Estado Mayor. Pero ¿qué
ocurriría después? Narischkin trazó un segundo círculo colorado sobre el mapa. El
círculo estaba algo más hacia el Este que el primero y en él figuraba el nombre de
la ciudad de Baranowitschi. El lápiz rojo se detuvo luego junto al nombre de Minsk.
Narischkin no supo explicarse por qué levantó su mano del mapa sin trazar ninguna
otra señal. En aquel momento no sabía que Minsk ya se había convertido en algo
inaccesible para sus tropas ni sospechaba que un día había de pasar por allí la
línea de defensa.

Por lo demás, había esbozado las etapas de la retirada de sus fuerzas y los
sucesivos puntos donde debería instalarse el mando. Sin embargo, para mejor fijar
el posible curso de las operaciones, hubiera convenido que, con un lápiz de mina
oscura, señalara la dirección de los ataques alemanes.

El camino de la retirada había de ser Bialystok-Wolkawisk-Slonim-Baranowicze. Los


primeros combates librados por las tropas rusas para abrirse camino hacia el Este
no tuvieron lugar en Slonim, sino entre esta ciudad y Wolkawisk. Y entre Slonim y
Baranowicze fue cerca el Estado Mayor y los restos de sus tropas, con los que ya
habían tomado contacto los desechos del Cuerpo de Ejército vecino, que venía
retirándose desde Grodno. Las tropas fueron cercadas, por el Sur, por la 18
división acorazada y por una división de infantería cuyo jefe era Bomelbürg. Las
tropas estuvieron combatiendo durante dos días seguidos y solo a la tercera noche
pudieron romper el cerco y marchar en dirección a Baranowicze, donde se encontraron
con un nuevo cerco. Pero, de momento, e incluso en días sucesivos, mientras se
realizaban aquellos movimientos de avispero, nadie, ni los mismos alemanes, podía
suponerlo.

Narischkin apagó la lámpara y continuó sentado ante la mesa.

«El mal viene de arriba, y la catástrofe, en cuyo centro nos encontramos, no se


fraguó ayer, sino mucho antes. Otros cuerpos de ejército tienen municiones,
gasolina y todo lo que necesitan. Algunos aposentadores enviados a Minsk han
recibido toda clase de facilidades. Desde lejos, han sido mandados grandes
contingentes de tropas. A Lepel han llegado fuerzas procedentes del círculo militar
de Moscú, y a Orel, lo mismo. La primera auténtica línea de defensa corría desde
Polotzk hasta Bobruisk, pasando por Lepel y Borissow. Así, pues, la línea seguía,
poco más o menos, el curso del Beresina. Y más atrás está el Dniéper, junto al que
se puede establecer una nueva línea de defensa; es decir, nueva, no, porque ya la
propuso Tuchatschewski, pero fue rechazada por el comisario de defensa Woroschilow.

»Tenemos que llevar la guerra más allá de nuestras fronteras. Pero esto no era idea
de Woroschilow, pues Woroschilow nunca había tenido una idea propia; no obstante,
era la fórmula que debía ser defendida. ¡Una guerra de ofensiva! ¡No podíamos
desear nada mejor! No hay un jefe militar en el mundo que desee otra cosa. Esta fue
la respuesta que le dio Tuchatschewski. Para una guerra de ofensiva necesitamos
30.000 aviones, y tenemos 5000. Necesitamos 20.000 tanques y tenemos 4000. Para
transportar una división necesitamos 46 trenes. Si los ferrocarriles soviéticos
pueden transportar 200 divisiones y si la industria soviética puede proporcionarnos
suficiente material bélico, entonces sí que nos será posible hacer una guerra de
ofensiva. Pero la verdad es que la línea de defensa ha sido fijada en el Dniéper,
de acuerdo con nuestra capacidad industrial.

»Llevaremos la guerra más allá de nuestras fronteras». Esta era la fórmula que,
salvo Tuchatschewski, nadie se atrevió a contradecir, pues la oposición no hubiese
apuntado contra Woroschilow, sino contra el creador de aquella tesis; es decir,
contra el mismo Stalin.

»Tuchatschewski fue fusilado. Muchos jefes del ejército, comandantes de cuerpos e


incluso comandantes de división, desaparecieron el año 37. Cerca de la frontera, y
no a cuatrocientos kilómetros de ella, como había deseado Tuchatschewski, a causa
de la escasez de carreteras, se construyeron fortines, campamentos y campos de
aviación. Pero todo eso fue arrollado por los alemanes a las primeras horas o al
primer día de su ofensiva. A los dos o tres días todo había caído en sus manos. Y
la auténtica línea de defensa fue la que Tuchatschewski había imaginado. De
momento, sin embargo, el arco quedaba tendido por Polotzk-Lepel-Borissow, y dentro
de él ardía un fuego tan devastador que hasta el mismo Chasain se negaba a enviar
ni un paquete de vendas, ni una gota de aceite.»

Chasain…; esta es su hora.

Son las dos de la madrugada. Todo Moscú conoce la ventana iluminada del Kremlin.
Allí, en aquella habitación, se pasea de un lado a otro, fumando su pipa.
Ochocientos mil hombres son una pequeñez que él maneja y que en este momento ha
querido poner a tiro de los soldados de Hitler. Y esos ochocientos mil hombres le
parecen una buena inversión. En otra circunstancia, y entonces se trataba de una
operación de paz, fueron ocho millones de campesinos; pero Rusia es un país muy
grande y de un bocado, sin notarlo apenas, se tragó aquel montón de cadáveres. Y
los chiquillos abandonados se convirtieron luego, como ahora se ha comprobado, en
sus más fieles seguidores.

El Chasain…

El refugio estaba sumido en la semioscuridad. Sobre la mesa de trabajo se dibujaba


el círculo luminoso de la lámpara. Todos los ruidos quedaban aislados gracias a la
gruesa capa de tierra que cubría el refugio. El silencio era completo. Solo en la
habitación de los ayudantes se oía, de vez en cuando, un leve ruido. La puerta se
abrió y apareció un mayor.

—¡Camarada general, Moscú al aparato!

—¡Venga enseguida!

El mayor puso la comunicación y abandonó la pieza.

Su voz sonó como si él hubiera estado allí, al otro lado de la lámpara, hundido en
la penumbra de aquel sillón.

—¿Alexei Alexandrowitsch?

—¡José Wissarionowitsch!

—Nu kak djela?

Kak djela… ¿Tenía que responder aquel nitschewo como el sargento? «Sé que voy a
hundirme, pero no importa, pues los jefes del ejército crecen como la hierba en los
prados. Estoy obligado a contestar. Pero también estoy obligado y decidido a decir
la verdad».

—Nu kak?

—La situación es grave, José Wissarionowitsch. Los oficiales hacen lo que pueden.
Pero estamos abandonados. Necesitamos de todo… Hace tiempo que no he recibido nada…

—Recibirá usted a un enviado del Comité de Defensa.

—No hay tiempo que perder, José Wissarionowitsch. Solo me queda un cuarenta por
ciento del material; el otro sesenta por ciento lo he perdido. Tenemos que
habérnoslas con una fuerte concentración de tropas enemigas. ¿Qué debo hacer para
obtener el material que necesito? He llegado a una grave conclusión. La situación
no aconseja otra cosa. Para salvar lo que me queda, propongo retirar las fuerzas a
mi mando y reagruparlas tras una nueva línea de defensa.

Narischkin tuvo que repetir su proyecto. La contestación fue un exabrupto.

—¡Mis ejércitos siempre marchan hacia delante, nunca hacia atrás! ¡Solo un traidor
puede hacer una proposición semejante!

La comunicación telefónica fue cortada de repente, y la voz, enronquecida a causa


del tabaco, enmudeció. En la sombra, el sillón continuaba vacío. Alexei
Alexandrowitsch clavó su mirada en la puerta, que estaba cerrada, y luego se quedó
mirando el entibado de la pieza. Bajo las capas de tierra, aquello parecía una
sepultura. El retrato de su mujer, Lena Fjodorowna, estaba sobre su mesa de
trabajo, y el de su hija Anna, cuyo vidrio había sido roto, también. No solamente
el vidrio estaba roto, sino que incluso el marco había sufrido una rascada. ¡Así se
comportaban aquellos cerdos cuando él no estaba! Lena tenía suficiente edad para
haber podido ser una mujer de «otros tiempos». Y mientras una mano protectora veló
por ella y en tanto fue la esposa de un alto jefe del ejército, Lena pudo continuar
llevando su vida «pasada». Lena todavía prefería un libro de hojas amarillentas,
editado en 1890 o en 1902 y comprado en los puestos de viejo del Bulevard Strasnoy,
a una obra de un escritor soviético. Y una representación en la Ópera de Moscú, una
actuación de la Wetscheslowa en Blancanieves o en Carmen, o de la Ulanowa en El
surtidor de Bachtschisaria, la continuaban impresionando más que el metro de Moscú
o el desfile militar de mayo en la Plaza Roja. ¿Y Anna? La chica ha tenido una
buena educación: ha estudiado, tiene nociones de música, gasta con facilidad su
dinero y acude a fiestas y da recepciones elegantes, que no son pequeñas
sklatschina en las que cada invitado trae algo de comer, sino reuniones de
categoría. Para que todo esto pudiera continuar era necesario un marido y un padre
que con su nombre y su categoría ocultara la inutilidad de tal existencia.

Cogió su pistola y la volvió a dejar a un lado. No; el arma no tenía ninguna


utilidad para él. No pensaba emplearla. Recorrería su camino hasta el final. Y el
final llegaría mañana o pasado mañana o quizá más tarde. ¿Pero qué les ocurriría a
Lena y a Anna? No puede, en verdad, hacer nada por ellas, ni tan siquiera puede
asegurarles el porvenir. Un soviet caído en desgracia puede legar tanto como un
perro sarnoso. Y esto es lo que él era en este momento: un perro sarnoso, muerto de
frío.

—Lena…

Cuando Narischkin hubo apagado todas las luces y se hubo tendido en la cama, no fue
Lena la que habló.

—Algoscha… —dijo Anna Pawlowna, medio dormida—. ¿Qué haces, Algoscha, querido?
—No preguntes siempre lo mismo —repuso Alexei Alexandrowitsch.

Durante la noche, se levantó un par de veces, se acercó a la mesa y firmó algunas


órdenes referentes al traslado del Estado Mayor. Semjonow había propuesto instalar
el Estado Mayor en las ruinas de un convento situado al oeste del río Schtschara,
en vez de Slonim, y la cuestión debía ser estudiada. Junto al Schtschara y al
Tschelwianka habían de concentrarse las tropas. En opinión de Semjonow, las tropas
debían agruparse junto a las márgenes del Schtschara y del Tschelwianka, y una vez
allí creía poder volver la estrella roja de los soldados hacia el Oeste.

Un ayudante entró en la estancia.

—¿Qué ocurre?

—Tenemos aquí a un prisionero alemán, camarada general. ¿Lo hago pasar?

—No; ahora no.

El ayudante volvió a salir y al poco rato se presentó de nuevo.

—Acabamos de recibir un parte de Moscú, camarada general.

—Lo estaba esperando.

El comunicado rezaba así:

Muy secreto. Reservado para los altos jefes del ejército. El jefe supremo del 4°
Cuerpo de Ejército, teniente general Korobkow, ha sido declarado culpable de alta
traición por el Alto Mando del Ejército de la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas. El general Korobkow ha sido inmediatamente degradado, relevado de su
puesto y condenado a muerte.

La ejecución de la sentencia ha sido encargada a la Comisión Especial de la 7.ª


«Sección».

NINA MICHAILOWNA

Nina Michailowna Uralowa estaba espantada a causa de los bombardeos, por todo
cuanto sucedía a su alrededor.

«Koschmar: un sueño.»

Nina esperaba que la radio de Moscú diera noticias oficiales; pues las palabras
liberadoras tenían que llegar del Kremlin. Cuando radiaron las noticias oficiales,
Ana escuchó la violenta requisitoria del camarada Molotov contra la Alemania
fascista, y luego, al enterarse de que el enemigo había sido detenido y rechazado
con grandes pérdidas por su parte, tuvo un momento de respiro.

El aquelarre, sin embargo, continuó. Y pareció, incluso, que el discurso de Molotov


había avivado la tragedia. Las gentes se apiñaban ante las tiendas, entraban en
ellas, se abalanzaban sobre las existencias y echaban mano de cuanto podían. Grupos
de fugitivos corrían a la estación, cargados de paquetes, maletas y cestos.

El capitán Pedrowo, el capitán Pustyn y el teniente coronel estaban tan ocupados en


arreglar sus propios asuntos, que parecían no haber oído el discurso de Molotov. Un
teniente coronel e incluso un coronel arrastraban sus cosas como mozos de cuerda, y
no solamente trajinaban maletas y canastos, sino que cargaban mesas, sillones y
cuadros sobre los camiones. Si los judíos abandonaron la ciudad es que tenían
motivos especiales para hacerlo y, desde luego, su actitud era muy explicable. Y
ahora también las familias rusas tenían sus motivos para escapar de las bombas,
pero la evacuación tenía que hacerse en orden. Sin embargo, Pustyn se colocó, como
un salteador de caminos, en la esquina de la calle y con la pistola en la mano se
subió a un camión y marchó con él a su casa. ¡Y pensar que la orden era de que cada
uno permaneciera en su sitio, y que a los oficiales que se encontraban con permiso
se les mandara volver inmediatamente a sus unidades! Gortchkow envió a su ayudante
al frente, arregló sus bártulos, hizo subir a un camión sus maletas, chicos y
mujeres y cuando todo estuvo cargado, montó él mismo. Pedrowo y Pustyn también se
dieron a la huida. Y el uno tenía su batallón en el frente y el otro estaba
adscrito a la Plana Mayor de un regimiento.

Nina Michailowna acudió a la oficina del Secretariado Territorial del Partido. Ya


en camino fue a buscar a Olga Wladimirowna, la esposa de un coronel con la que
había trabajado en algunas empresas sociales y que durante algún tiempo estuvo al
frente de un club del Partido. Pero ocurrió algo inesperado. Olga Wladimirowna
estaba desconocida. Olga no pronunciaba ninguna palabra razonable. Su amiga iba de
un lado a otro cargada de vestidos y de libros. Entraba y salía de la cocina,
sacando de ella platos, pucheros y sartenes, e incluso, en un momento dado, arrancó
las hermosas gardenias que había en unos tiestos, junto a la ventana. Un fantástico
desorden reinaba en toda la casa.

—Olga Wladimirowna; el Ejército Rojo ha rechazado al enemigo.

—¡Qué disparates estás diciendo! ¿No ves lo que ocurre? Todo ha sido traicionado y
vendido. Todo se ha perdido.

Y tras una pausa:

—¡Idiota! —espetó a su criada polaca—. No te estés aquí plantada y empaqueta todo


esto enseguida. Y no te olvides la escoba, ni los zapatos, ni la lámpara, ni estos
vasos…

La muchacha comenzó a trajinar.

Nina Michailowna trató entonces de hablar a Olga. Pero su amiga le cortó la


palabra.

—Ingenua…, tonta, ¿no comprendes que debemos marcharnos enseguida? ¡El invencible
Ejército Rojo! ¡Qué tonterías hablas! Más tarde, quizá; pero ahora todo está
perdido. ¿Dónde se ha metido esta criada estúpida?

La muchacha no volvía.

—La ha ofendido usted, Olga Wladimirowna.

—Aún tengo tiempo de disculparme; vas a ver cómo lo hago; ahora mismo voy a bajar.

Olga Wladimirowna bajó las escaleras precipitadamente. Nina Michailowna la siguió.


La chica había desaparecido con todas las cosas que tenía que haber cargado en el
coche.
—Woschemoi! Woschemoi!… —exclamó, y luego añadió—: ¡Que Dios sea testigo de su
desgracia! ¡Valiente ladrona!

Aquello era demasiado para Nina Michailowna. Así, pues, dejó a Olga Wladimirowna
plantada en medio de la calle y se dirigió hacia el Secretariado Territorial del
Partido.

Aquí, donde Nina esperaba encontrar orden y disciplina, el revuelo era todavía
mayor; su sorpresa fue en aumento. La gente empaquetaba sus cosas y se daba a la
fuga, y mientras se esperaba a los camiones, iba y venía atropelladamente por los
despachos y los corredores de la casa. Y por todas partes, esparcidos sobre mesas,
sillas y suelos se veían documentos, y listas de nombres. «¿Qué están haciendo?
¿Qué significa todo esto?»

—¿Dónde está el secretario general?

—¡No moleste! ¿No ve usted que estamos muy ocupados?

—Sí; ya me doy cuenta; pero no entiendo nada de lo que ocurre. ¿No ha oído usted el
discurso de Molotov?

—¡No tenemos tiempo para discutir, Nina Michailowna! ¡No nos impida cumplir nuestra
misión! ¡Nos está molestando!

Se decía que el secretario general acababa de marcharse a Minsk, donde debía


organizarse la nueva línea de defensa. Nina encontró al segundo secretario ocupado
en quemar un montón de actas y sus propias órdenes, referentes a la propaganda en
Polonia y a la creación de las organizaciones juveniles. El secretario iba echando
los documentos a un horno y a cada momento se le traían nuevos paquetes de papeles,
que eran arrojados a sus pies.

La puerta se abrió y Antón, Wladislaw, Kasimir, Wenzel, Lydia y Maja, es decir, el


Comité Territorial del Partido Comunista polaco, entró en la habitación. ¡Qué
aspecto tenían los camaradas polacos! Parecía que habían sido atacados de
ictericia. Kasimir se abalanzó sobre el segundo secretario y, agarrándole por las
solapas, y comiéndose sílabas y palabras, a pesar de ser un excelente orador, le
espetó un discurso ininteligible.

Habían estado buscando al secretario del Comité, y resultaba que el camarada había
desaparecido.

—¡Desaparecido! ¡Ya no está aquí! ¡Ha huido! —gritaron.

—¡Órdenes, camaradas, programas políticos! ¡Denos usted un informe acerca de la


situación internacional! ¿Qué hay de la gran acción en Polonia?… Ahora os marcháis;
pero no podéis dejarnos en la estacada. Devolvednos las listas que os hemos
entregado.

—¡Dejadme en paz…! ¿Os habéis vuelto locos? Yo no tengo que entregaros ninguna
lista. Las listas las he cursado a mis superiores. Todavía no se ha determinado
cuál será la línea de seguridad. Estad tranquilos, que todo se os comunicará en su
momento. Ahora no puedo perder el tiempo con vosotros. Supongo que lo comprendéis.

El segundo secretario salió precipitadamente de la habitación, dio un fuerte


portazo y se escabulló a través de otros despachos. Y los espantados polacos
corrieron tras él. Estaban temblando de miedo. Tenían los ojos desorbitados.
Discutían de manera acalorada. Daba pena verlos. Gracias a sus aliados, hasta ayer
mismo se habían creído invencibles. Pero el gran aliado se les escabullía a través
de aquellos despachos. ¿Qué iba a ser de ellos? ¿Cómo podían volver a su país y
enfrentarse con el pueblo?

Nina Michailowna comprendió que el segundo secretario, que huía ante sus camaradas
de Partido, con quienes no deseaba cruzar ni una palabra más, no habría de hacerle
ningún caso.

De pronto se sintió intranquila entre los polacos. Aquellos hombres la conocían,


pues Nina había hecho muchos discursos acerca de la reconstrucción de la Unión
Soviética, de la nueva ética y de la nueva educación de la juventud soviética, y
siempre sobre estos temas había escrito muchos artículos en la Bjeloruskaja Prawda
de Minsk e incluso en la Komsomolzkaja Prawda de Moscú.

—¡Nina Michailowna, camarada Uralowa, aconséjenos usted, sálvenos usted! No nos


pueden dejar solos en estos momentos de apuro. No podemos quedarnos desamparados…
Necesitamos documentos, salvoconductos, coches… En Bukrei han dado muerte a uno de
los nuestros. En Zabludow han ahorcado a los miembros del Comité. ¡Aquí, en
Bialystok, ya no podemos ir por las calles!

¡Qué tartamudeo! ¡Qué caras desfiguradas por el pánico! Y, sin embargo, Wladimir
había sido gran orador. Y Wenzel había escrito magníficas poesías sobre la nueva
Polonia y sobre la amistad con la Unión Soviética. Cuando ella los conoció pasaban
por grandes políticos, inteligentes organizadores y extraordinarios conductores de
masas. No podía soportar aquel lastimoso espectáculo. Así, pues, hizo lo mismo que
el segundo secretario: buscó una oportunidad para librarse de ellos y les dejó
plantados.

¿Y ahora qué?… ¿Hacia dónde debía dirigirse?

Recorrió las calles sin saber hacia dónde se encaminaba. El espectáculo era igual
en todas partes. Las gentes huían de miedo.

A los dos días ya no había un solo camarada en la ciudad. El Soviet y el


Secretariado Territorial eran sendas cuevas abandonadas. Y las bombas caían del
cielo sin cesar.

Pustyn y Pedrowo habían desaparecido: eran dos desertores. Olga Wladimirowna se


había transformado en una provocativa burschui. Llevaba una blusa muy escotada y el
cabello le caía sobre los hombros. El segundo secretario salió de la ciudad en un
camión cargado con maletas, alfombras y secretarias. El teniente coronel
Gortschakow se peleó con un teniente de la NKVD a la salida de la ciudad. El
teniente abofeteó a Gortschakow, y como este trató de defenderse fue inmediatamente
fusilado. Irina Petrowna, aquella muchacha tan orgullosa y un poco enclenque, fue
desenterrada de las ruinas de la calle Zabludow. Cuando la sacaron de entre las
piedras tenía la boca llena de tierra y su cuerpo parecía el de una muñeca de
trapo. Así fue mandada hacia el Este.

Era de noche. La tercera noche.

Hacia el Oeste, el horizonte estaba teñido de rojo y, de vez en cuando, ora en un


sitio, ora en otro, centelleaba vivamente. Allí, al Oeste, donde el cielo estaba
ardiendo, Nikolai Uralow se encontraba cumpliendo su obligación.

Nikolai, condecorado con la Orden de la Estrella Roja y con la Orden de Lenin. Y


cuando Uralow se volvía de espaldas, bajo la fina blusa del uniforme se le
dibujaban los grandes omoplatos. Así lo había visto ella por primera vez en el
Parque de Bialystok. El sol lucía en el cielo y los ojos de él estaban llenos de
luz. Nina recordaba que Uralow había llegado a Bialystok para participar como
delegado en el congreso de Komsomols. No podía olvidarse en aquellos momentos.
Llegó el nuevo día y con él la hora en que el tropel de soldados procedentes del
Narew, del Bobr y de los bosques de Augustowo inundó Bialystok y se estancó junto
al Biala. Nina Michailowna permanecía en la calle y se volvía hacia los soldados
preguntándoles por el cuerpo de tanques y, concretamente, por el regimiento y el
batallón de Nikolai. Anduvo de un lado a otro, cruzó al Biala y luego, debido a la
afluencia de soldados, estuvo un rato sin poder pasar el puente y regresar a la
ciudad, de manera que perdió el único minuto en que hubiera podido ver a Nikolai.
Nikolai irrumpió en la calle sobre una moto. Se detuvo ante la casa de Nina,
desmontó y, saltando los escalones de dos en dos, subió la escalera. Nadie contestó
a su llamada. «Claro, se dijo, se ha marchado como todo el mundo. Y es lo mejor que
ha podido hacer.» Volvió a la calle y unos minutos después avanzaba en dirección
Nordeste por un camino vecinal. Quería evitar el pueblo de Undura y entrar en
Grodno por el Este.

En aquel mismo momento, un soldado decía a Nina:

—Tu hombre estará seguramente tendido allá abajo, en un pantano y no tendrá buen
aspecto. Una joven tan hermosa como tú no debe dormir sola.

—No hay motivos para que continúes teniendo esperanzas —le dijo otro—. Si tienes
unos pantalones de él, dámelos, y si tienes una americana, también. Necesito un
traje de paisano.

Y muchos decían:

—Nos vamos a casa, nos vamos a casa.

Gigantescas oleadas de soldados continuaban llegando al puente, en medio del cual


estaba Nina Michailowna, y allí se comprimían y avanzaban penosamente. Allí escuchó
Nina palabras de consuelo, palabras procaces y alguna expresión que la hizo
marchar.

—¡Qué bien vestida vas! ¡Seguro que llevas un traje extranjero! ¡Nosotros pagamos
ahora todo esto con nuestra sangre!

—No inclines la cabeza de esta manera; eres muy joven para estar triste. Una
palomita tan hermosa como tú enseguida encuentra quien la consuele. Se ha terminado
Stalin y ahora todo irá mejor —ensayó, para consolarla, uno de ellos.

Por todas partes había soldados. Parecía que las barandillas del puente iban a
reventar de un momento a otro. Todo el frente desembocó en la ciudad. Los soldados
llegaban como un inmenso rebaño muerto de cansancio. Los pies apenas se levantaban
del suelo. El polvo trepaba por las paredes de las casas y llegaba hasta los
tejados. Nina se echó a un lado. Solo una vez había visto tantos soldados como
ahora; pero aquellos llevaban grandes banderas rojas desplegadas. ¡El Ejército Rojo
derrotado! ¡Una riada infecta! No, no puede ser. Aunque la realidad ofrezca este
espectáculo, no puede ser.

Koschmar… Nina Michailowna sintió oprimírsele el corazón. «Todo ha sido traicionado


y vendido», había dicho Olga Wladimirowna, y esto era lo que repetían los soldados.
Y esto era lo que se traducía en el pálido rostro del segundo secretario, en los
ojos desorbitados de Pustyn y de Gortschakow y en las caras fantasmagóricas de los
comunistas polacos… Había sido una traición monstruosa, y nadie excepto aquellas
turbas en desbandada, sabía nada de lo ocurrido. Y aquel que debía haberse enterado
antes que nadie, aquel que con un movimiento de su mano hubiera podido arreglar las
cosas, no estaba enterado, porque nadie le había puesto al corriente.

Se hallaba en las inmediaciones de la estación. Grandes cobertizos destacaban su


oscuro perfil ante un cielo enrojecido por las llamas. El fuego también encendía el
rostro de los soldados, quienes maldecían, gritaban, se mordían los labios, se
arremolinaban hacia los barracones, volvían atrás y se quedaban inmóviles y
rendidos, pero sin perder la esperanza de que, por fin, podrían hacerse con la
comida almacenada en aquel lugar.

Hasta aquí había llegado la traición. Siempre que se había tratado de organizar una
sklatschina con los oficiales, o de acudir por la noche al parque para escuchar
música, beber y bailar, los empleados de la intendencia se mostraron muy generosos;
pero ahora permanecían sentados sobre los sacos de harina y, de una manera
impasible, contestaban que no tenían orden de proporcionar alimentos y que los
sacos estaban sellados y no podían ser abiertos sin una orden escrita. Y detrás de
la ciudad retumbaban los cañones alemanes. Seguramente, aquellos traidores querían
entregar los sacos de comida a los alemanes. ¡Qué horrible traición! Y Moscú sin
saber nada.

De pronto, Nina Michailowna se impuso un deber. Debía ir a Moscú para informar allí
de lo que estaba sucediendo. No tenía tiempo que perder. ¿Qué contestaría cuando le
preguntaran qué había hecho durante aquellos días? Durante aquellos días, la verdad
es que había sido maltratada en todas partes y, especialmente, en el Comité del
Partido, donde le habían dicho: «Anda, vete, loca; ahora tenemos otras cosas de que
preocuparnos.»

Sí; en efecto, aquella gente tenía otras cosas en que ocuparse y todos los de la
guarnición tenían otras cosas en que pensar, y sus preocupaciones no databan de
estos días, sino de mucho antes. La verdad era que mientras estuvieron en país
ocupado todos se habían dado la gran vida. Sus mujeres se habían vuelto de otra
manera y adoptado otros modales, y solo pensaban en vestir bien, en comer a gusto y
en procurarse toda clase de comodidades. Durante aquella época los niños de
aquellas mujeres habían sido llevados en unos cochecitos acolchados que marchaban
sobre ruedas con neumáticos.

Sus mujeres… ¿Debía acaso considerarse ella aparte? ¿No había notado aquel soldado
que le habló en el puente que sus vestidos eran extranjeros, y no había tenido
razón en decir lo que había dicho? Ella creyó que aquello era un capricho inocente,
y con sus veintidós años no pudo resistir la tentación. En el sótano de la casa de
Olga Wladimirowna habitaba una vieja mujer, que antiguamente había sido la
propietaria del inmueble. Era una antigua condesa polaca, por la que incluso Olga
Wladimirowna sentía compasión. «¡Ah, querida, eres tan joven y hermosa! Tú no
puedes ir con este vestidito, ni debes abrocharte hasta el cuello», le había dicho
la polaca, al tiempo que le enseñaba una revista de modas, de Varsovia. Luego, la
condesa le indicó las tiendas donde podría comprar las mejores cremas. Todo
aquello, a Nikolai no le pareció mal. La primera vez que la vio arreglada de
aquella manera, se echó a reír. Por muy cansado que estuviera al volver a casa,
siempre que la veía vestida de aquella manera, se alegraba y la invitaba a salir.
¡Qué bien estás; pareces una auténtica burschui, y todavía mejor!, le decía. Pero
aquello había sido el principio del camino que conducía a la comodidad y al lujo y
que fatalmente había de terminar con la traición.

Nina Michailowna estaba en camino. Apenas se dio cuenta de que había atravesado las
vías del tren y de que la ciudad quedaba a sus espaldas. ¿Qué otra dirección
hubiera podido tomar, sino la de los soldados que escapaban del frente? Los
disparos de la artillería alemana se iban acercando. Dos o tres veces trató de
hacer parar algún camión, pero nadie hizo caso de sus señales, porque todo el mundo
solo pensaba en salvarse a sí mismo. La vieja condesa polaca vivía estrechamente en
el sótano de la casa de Olga Wladimirowna, cuyas paredes estaban llenas de retratos
de antepasados suyos. Y aquella pulsera que ahora llevaba se la había comprado a
ella. Una vez, hablaron de la posible resistencia de la población polaca. «Sí;
nosotros los polacos no hemos servido nunca para la vida, pero hemos sabido morir
con dignidad», le dijo, en aquella ocasión, la condesa. Aquella mujer quería morir
en Varsovia, pero no en otoño, sino durante el verano, cuando todo es hermoso. Y
ahora, precisamente, era verano.

Soldados, soldados… Nuevos rostros de soldados surgían sin cesar de la oscuridad.


Allí había un coche, un camión. Nina Michailowna le hizo una seña al conductor. Y
no fue ella sola la que obró de esta manera. Junto a Nina había un grupo de
heridos. La mayor parte de ellos eran soldados con los pies llagados de tanto
caminar. El grupo se iba haciendo cada vez más numeroso y era imposible que todos
cupieran en el camión. Los que iban montados en el coche no demostraron la más
pequeña intención de recoger a sus compañeros. Alguien, sin embargo, se fijó en
ella. Se trataba de una mujer joven y hermosa y, al fin y al cabo, bien merecía la
pena de apretarse un poco.

—Debo ir enseguida a Moscú.

—¡Ah! ¿A Moscú? ¿Y qué se te ha perdido allí?

—Algo muy importante.

—A ver, a ver, enséñame tus papelitos.

—¡Enséñame tus papelitos! Ya sabemos lo que os proponéis. Todos tenéis que


organizar grandes cosas; pero ello no es cierto. Son incapaces de recoger a un
herido. Todos estos soldados no son más que pobres desgraciados para vosotros. Sois
unos traidores, y en vez de luchar os dais a la fuga.

—Sí; nos marchamos, y tú te quedas. Dale recuerdos a Moscú de nuestra parte.

Entonces sucedió lo imprevisto. Un capitán con las insignias de oficial político


pidió al conductor del camión un salvoconducto.

El conductor no lo tenía.

—¡Bajad todos del camión! —ordenó el capitán.

—¡Tonterías! —exclamó un mayor, que estaba sentado junto al chófer.

—¡Cierre usted el pico y obedezca, mayor! En esta ocasión puede haber algo más que
dos bofetadas —dijo el oficial sacando la pistola de la cartuchera.

Dos individuos se abalanzaron sobre el mayor y, violentamente, le hicieron bajar


del camión. Otro conductor se sentó al volante. Tras unos cuantos empellones, los
soldados fueron bajando del coche, e incluso se apearon tres o cuatro que se habían
escondido en la oscuridad. El camión partió con cuarenta hombres apretujados, entre
quienes se encontraba Nina Michailowna. Aquellos hombres los había reunido en la
estación de Bialystok, el capitán Kasanzew, que ahora se hallaba sentado junto al
conductor. En su bolsillo tenía una orden de marcha debidamente extendida. Kasanzew
y sus gentes debían presentarse en la estación de Wolkawisk, donde estaba acampada
una división de caballería, cuyo mando debía entregarle armas y alimentos, para lo
cual se había procurado la compañía de aquellos soldados.

Los estampidos no cesaban. Los camiones avanzaban con las luces apagadas, entre un
mar de personas, algunas de las cuales eran lastimadas por los coches. Tras la
carlinga, detrás de Kasanzew, en la parte posterior del camión, se destacaba, como
tallado en piedra, un bloque de gente cansada. Allí estaba Antón, Nikita, Kyrill,
así como Nikolai e Iván. Había allí un puñado de nervios y de corazones que se
encogían cuando el camión aceleraba la marcha y se hundía en la oscuridad.
Nina Michailowna oía hablar en voz baja a sus compañeros. Decían lo mismo que ella
había oído en todas partes. Habían sido traicionados; los oficiales les habían
abandonado; Grodno ya estaba en poder de los alemanes.

—¿Hacia dónde nos llevan ahora? ¡Hace días que estamos sin comer ni fumar!

—En Wolkawisk hay provisiones.

—De todos modos —dijo otro—, yo confío en el capitán. De momento, ya no nos saldrán
más ampollas en los pies.

—Esto es verdad, y además vamos en dirección Este, es decir, hacia casa.

El camión se deslizaba despacio junto a columnas de gente armada y de montones de


fugitivos. Al pasar, todos levantaban los brazos haciendo señal para que se parara.
Y el camión, que no se detenía, dejaba una estela de blasfemias.

Una bengala ascendió por el cielo y, durante unos instantes, pareció quedarse
colgada en el firmamento. Las sombras de los fugitivos se convirtieron en figuras
humanas, y los rostros de los siberianos, de los cosacos y de los kirguises,
emergieron profundamente pálidos de la oscuridad. Todos los pueblos de Rusia
marchaban por la carretera.

A la luz de la bengala apareció un bosque deshojado. Entre los árboles desnudos se


vio relucir las vías del ferrocarril y, a lo lejos, un tren detenido. Los vagones
estaban llenos de mujeres tocadas con pañoletas en la cabeza, viejos, soldados y
trabajadores forzados. Y no lejos del tren se vieron brillar unas lucecitas.

—¡Espías! ¡Allí hay espías!

—¡Por allí corren!

—¡Son paracaidistas alemanes!

Sonaron unos disparos, pero unas luces no se apagaron, otras volvieron a encenderse
de nuevo.

El camión de Kasanzew marchó hasta que la gasolina se hubo agotado. Los hombres, al
apearse, se consolaban pensando que un gran trecho del camino había quedado atrás.
Al amanecer, entre la espesa niebla, vieron las columnas de humo que salían de la
ciudad de Wolkawisk, que estaba ardiendo.

Nina Michailowna no hubiera podido explicar luego cómo atravesó Wolkawisk. Nina no
supo que desde su llegada a la ciudad hasta que volvió a fijarse en Nikita,
transcurrieron veinticuatro horas. Al ver el cadáver de un viejo tendido en medio
de la calle y cubierto de barro, se precipitó en una casa, bajó unas escaleras y se
refugió en un sótano. Antes, al entrar en la ciudad, no se percató de que las
calles del barrio judío estaban llenas de cadáveres. Nikita le trajo un arenque y
un trozo de pan. Era la ración que correspondía a cada uno de los miembros del
grupo. Un arenque y un trozo de pan era algo importante allí, en aquella estación
en ruinas, donde durante todo el día se habían levantado, por efecto de las bombas,
grandes surtidores de tierra y piedras. Nikita —un joven campesino kurdo, con cara
de buen muchacho— le había traído algo más: un par de botas de soldado, no
demasiado grandes, para la marcha, mucho mejores que las que él mismo llevaba.

Nina Michailowna se mantuvo en compañía del grupo que, pese a la desorganización


que allí reinaba, permanecía unido y disciplinado. A la salida de la ciudad se
unieron con unos cien hombres más. Aquellos soldados no habían recibido ni un
triste arenque para comer. A cada tres hombres correspondía un fusil. A sus
espaldas tenían a Wolkawisk en llamas; ante ellos, la carretera de Slonim. Era de
noche, y al abandonar la carretera se internaron por un camino a través del bosque.

Una inmensa riada de fugitivos procedentes de los bosques de Augustowo, de los


pantanos del Bobr y el Narew y del gran bosque de Wielow, inundaba las carreteras y
los bosques, y avanzaba, movida por un impulso elemental, hacia el Este; sin
embargo, había una voluntad superior que trataba de canalizar aquella riada humana
y detenerla en un sitio determinado. Kasanzew, por su parte, conducía a sus hombres
hacia la vieja frontera rusa por un camino lateral apenas frecuentado, y trataba de
alcanzar la nueva línea de resistencia, donde había de reorganizar la riada de
soldados fugitivos. Nadie, sin embargo, sabía nada del nuevo frente. Eran soldados
que venían del fuego y que huían del país en llamas. Y Kasanzew únicamente sabía
que en Wolkawisk le habían dado una orden de marcha para que pudiera alcanzar su
próximo destino, que era una antigua granja polaca situada cerca de Tschelwianka.

Nina Michailowna seguía el paso de los demás, y la compañía de los soldados no le


resultaba ingrata. Eran los mismos hombres que había tenido como vecinos en su casa
de Nowgorod, campesinos y trabajadores que acostumbraban llevar sus productos al
mercado de la ciudad. Al fin y al cabo, aunque hasta entonces su camino había sido
distinto, en el fondo se sentía igual que ellos. En Nowgorod había asistido a la
escuela y al instituto, donde cursó los estudios de propaganda, y luego fue
destinada a trabajar en el organismo sindical del Partido. Hablaba con facilidad y
tenía buena figura, gracias a lo cual fue destinada al servicio de propaganda en la
Polonia ocupada, donde conoció a Nikolai. Y Nina Michailowna tenía unos proyectos
mucho más ambiciosos que los de aquellos hombres que ahora, a través de los
bosques, caminaban junto a ella.

—Ya ves, Nina Michailowna; el hombre no es más que un poquito de barro que se puede
aplastar entre los dedos —dijo Antón, que marchaba a su lado. Y al cabo de un rato,
añadió—: Sí; ahora tenemos que remediar la catástrofe; pero ninguno de nosotros
sabe si saldrá con vida de esta situación.

—Los jefes están ahora cómodamente instalados en un tren y escapan hacia Siberia —
murmuró otro soldado.

—No; a Siberia, no; más lejos. Esa gente no parará hasta Alaska, donde tratarán de
salvar sus malditas almas.

Antón, Kyrill y Nikita hablaban como era de esperar. ¿Qué podían hacer y qué podían
pensar los soldados cuando los ciudadanos ejemplares huían, tal como ellos lo
habían visto en Bialystok?

Antón hablaba de su mujer y de sus niños, que ahora se proponía ver de nuevo, y a
Nina le decía:

—No te preocupes; tu hombre no será tan tonto de dejarse matar. Si tú has salido
del pueblo, él habrá podido escapar con mucha más facilidad y seguramente ya estará
en casa dando de comer a la vaca. ¿Es que quizá no tenéis una vaca?

—No; mi hombre es herrero de oficio.

Nina no creyó necesario contar que Uralow había huido dos veces de la Remeslnaja
Schkola.

—Luego —continuó Nina— se hizo militar y continuó en el ejército.

—¿Hace tiempo que estáis casados?

—Dos años.
—¿Ya es jefe?

—Sí; es jefe de un batallón.

—Ya se ve.

—Se notaba en tus zapatos —observó Nikita.

—Bueno; no le hagas demasiado caso a este. Es un gran jugador de fútbol y aparte de


esto solo piensa en las muchachas. En cada ciudad ha dejado una chica con un crío
en brazos.

Kasanzew, que marchaba en cabeza del grupo, dijo al sargento, que caminaba a su
lado:

—¿Quién es esta cualquiera que camina entre los soldados?

—Nos viene acompañando desde Bialystok. Pero yo no diría que es una mujer fácil.
¿No se ha fijado usted en lo joven y lo hermosa que es?

—Sí, y además, demasiado atractiva, como las mujeres que estaban en el parque de
Bialystok. Debe ser una de aquellas. Voy a mirarla de cerca.

—Es la mujer de un capitán.

—¡Ah, ya!; de un capitán que debe haber huido como los otros. ¿Y por qué la ha
dejado plantada?

El camino salió del bosque, pero continuó por su linde. A mano izquierda se
extendía una hondonada que llegaba hasta un valle por el que corría el
Tschelwianka. En aquella dirección comenzaron a sonar unos disparos. Un grupo de
paracaidistas alemanes se había hecho fuerte y en aquel momento comenzaba a ser
tiroteado por las tropas rusas, que estaban apostadas a ambos lados del valle.

—Será mejor que esperemos aquí para ver lo que ocurre —opinó Kasanzew.

Avanzaron un poco más y se detuvieron. Nina Michailowna se sentó cerca del capitán.
Él mismo había buscado un sitio donde poder hablar con Nina. Pero una vez sentado,
Kasanzew no se preocupó más de ella y quedó sumido en sus pensamientos. Los
soldados se tumbaron sobre la maleza y comenzaron a dormitar. Casi ninguno tenía
una manta con que cubrirse, y sus finas blusas de uniforme era lo único que poseían
para resguardarse del relente de la noche. Kasanzew inició una conversación con el
sargento, que era un hombre viejo, con gafas.

—Si la lucha se hubiera entablado entre nuestros tanques y los de ellos, los
alemanes hubieran sido aniquilados —dijo él, volviéndose a mirar a Nina Michailowna
—. ¿Qué tal le van estas botas? —preguntó.

—Gracias, muy bien; mis zapatos no hubieran podido resistir esta marcha.

—No; desde luego. Sus zapatos habían sido hechos para bailar con ellos.

—Sí; ¿y por qué opina usted que un ciudadano soviético no debe bailar?

—No se trata de eso; lo que ocurre es que unos bailan y otros hacen de mirones.

El sargento trató de cambiar la conversación.


—¿Qué es lo que ocurrió luego? ¿Cómo es que después de haber vencido, se retiraron
los alemanes?

Kasanzew contó entonces el bombardeo del bosque, la explosión de los tanques de


gasolina, la destrucción del cuerpo de tren y el pavoroso incendio que luego
sobrevino.

—Al día siguiente todo había terminado. Los tanques no podían marchar. Los
soldados, al tener que abandonarlos, lloraban como chiquillos. El Cuerpo había
quedado deshecho.

—¿De qué unidad está usted hablando? —preguntó Nina Michailowna.

—Del quinto cuerpo de tanques.

—¿Y la infantería motorizada?

—No había.

—¿Conoce usted el tercer batallón y quizá a un tal Nikolai… al capitán Nikolai


Uralow?

Kasanzew se echó a reír al tiempo que se volvía hacia el sargento.

—Hubieras debido conocer a Uralow. Tenía el cabello rojo, y cuando nos conocimos
quiso acabar conmigo.

—¿Conoce usted al capitán Uralow?

—¿Y por qué no he de conocerle? ¿Qué tiene usted que ver con él?

—Me llamo Uralowa.

Kasanzew abrió los ojos, sorprendido.

—¿Usted se llama Uralowa? ¿Es usted su mujer? Bueno; pues si es así, aquí tiene
usted mi mano, y si quiere puede acompañarnos hasta Wladiwostok.

—No quiero ir tan lejos.

Nina se enteró por Kasanzew que Uralow había conducido a sus soldados a través de
un cerco alemán y que luego, en un momento desesperado, empuñando una pistola
ametralladora y seguido de cuatro hombres, había desaparecido en un bosque.

—¡Allí abajo hay unos tanques! —exclamó uno de los soldados.

—¡Estos sí que son nuestros! —dijo Kasanzew, y se dirigió hacia el borde del
bosque.

Ya era de día y antes de llegar a una curva del camino vio, no muy lejos de allí,
en un altozano, una granja. Era el sitio donde debía presentarse, y estaba a unos
cinco kilómetros de distancia. Abajo, en el valle, se movían dos tanques sobre los
que se veía… la cruz gamada. ¡No podía ser! Aquello era realmente imposible. ¿Cómo
habían podido llegar hasta allí? ¿Cómo habían logrado alcanzar los límites de la
antigua frontera? ¿De dónde venían? Podían haber llegado por el camino de Slonim,
de Minsk o de Moscú; pero desde luego aquellos tanques no habían podido caer del
cielo. Sin embargo, los tanques estaban allí. De pronto, se detuvieron. Parecía que
estuvieran escuchando, mirándolo todo y el hecho de que semejaran dos grandes
bestias mansas y de que sin disparar ni un solo tiro volvieran grupas y
desaparecieran, los hacía todavía más misteriosos. «No deben estar solos;
seguramente irán en busca de sus hermanos.»

Precisaba terminar el descanso y, a toda prisa, alcanzar la alquería. Pero no


debían seguir el atajo, que era un camino descubierto, sino encaminarse a través
del bosque, cuya linde llegaba hasta cerca de la casa.

Al cabo de poco rato, en el bosque, cambió la escena. Por todas partes se veían
pozos de tirador, emplazamientos de baterías y caballos uncidos a cañones. Había
allí toda una división de artillería, al frente de la cual estaba un almirante
vestido con su uniforme blanco. En un refugio se procedía al reparto de la
munición; pero por lo visto no había fusiles. En otro refugio cada soldado recibía
un trozo de pan, y en un tercero, un paquete de mazorca y vodka. El vodka era lo
único que no se ahorraba.

El grupo de Kasanzew había terminado su viaje. Kyrill, Nikita, Antón y los demás,
que ahora permanecían tumbados en la linde del bosque, aguardaban los
acontecimientos. Eran unos cien hombres, y cerca de ellos y a sus espaldas en la
zona del frente, había muchos centenares más. A cada tres hombres correspondía un
fusil; pero los que quedaban más atrás, solamente disponían de municiones y
combatían al enemigo con botellas de gasolina.

—¿Qué se nos ha perdido aquí? —dijo Antón.

—De cualquier modo todo está perdido —opinó Kyrill.

—Por lo menos, aquí habrá carne. Mjassa budit.

El capitán Kasanzew había estado contemplando el paisaje. Por un lado, el bosque


que en suaves ondulaciones se estiraba hasta la casa; del otro lado, hacia el Este,
la ligera pendiente de la gran arboleda, que se extendía formando un gigantesco
arco. Arriba, en el cielo, un avión de reconocimiento describía amplios círculos.

El sargento volvió junto a Kasanzew. Había tratado de retener a Nina Michailowna,


pero no lo había conseguido. A lo lejos, en la única carretera que había a sus
espaldas, se continuaba luchando contra los paracaidistas alemanes.

—La he escondido entre unos montones de paja. Luego, cuando la carretera esté
despejada, podremos continuar nuestro camino.

—¿No crees que en la casa hubiera habido un sitio para ella?

—Allí está instalado el Estado Mayor.

—Bueno; entonces no había otra solución.

Nikita llegó corriendo desde los montones de paja, que se levantaban en la misma
linde del bosque, y se juntó a sus compañeros.

Estaba nervioso y, poniendo una cara muy cómica, volviéndose hacia Kyrill, dijo:

—¿Sabes que de ahora en adelante me llamo Nikolai?

—¿Qué quieres decir?

Nikita se echó a reír y Antón sintió vivos deseos de largarle un puñetazo.

Kasanzew y el sargento estuvieron discutiendo la situación. Los cañones del


almirante habían sido vistos por el enemigo y, por lo que ellos habían podido
comprobar, la infantería no era más que una gran concentración de hombres mal
alimentados y escasamente armados.

—Los dos tanques de observación han estado por aquí, y arriba, en el cielo, se ha
estado paseando el avión de reconocimiento. ¿Qué es lo que aquí puede defenderse?

Kasanzew llegó a la misma conclusión que sus hombres, y repitió las palabras de
Antón:

—Mjassa budit.

CULPABLES DE ALTA TRAICIÓN

El general Narischkin había elegido el río Tschara como nueva línea de defensa y, a
ser posible, como base de futuras operaciones. Allí, junto al río Tschara, esperaba
Narischkin las noticias del Cuerpo de Ejército vecino —el cuarto ejército de Brest
—; pero las noticias ya no se las podía enviar Korobkow. El golpe dado contra
Korobkow, que no había sido único, le había parecido algo que apuntaba directamente
contra él mismo. Lo peor que pudo haberle ocurrido era recibir aquel telegrama que
ahora acababa de llegar de Moscú. Aquel telegrama cuyo texto tenía orden de leer a
los altos oficiales de su Estado Mayor, estaba sobre su mesa. Los oficiales se
acababan de reunir. La escena tenía lugar en la bodega de una vieja casona en
ruinas, situada entre el Tschelwianka y el Tschara.

Narischkin, cuya figura parecía tallada en piedra, tenía el rostro pálido, y las
aletas de su gran nariz chata temblaban ligeramente. El jefe de la artillería y
Semjonow, el jefe de la sección de operaciones, tenían un aspecto sombrío, que era
debido a algo más que a las tinieblas que reinaban entre aquellas ruinas y
particularmente en aquel profundo sótano, que con toda seguridad, en tiempos
pasados, debió haber servido de sepultura. Narischkin entregó a Semjonow la orden
secreta. Se produjo un profundo silencio, y Semjonow leyó:

«Moscú, 25 de junio.

»Orden del Soviet Supremo de la Guerra:

»El General en Jefe de los ejércitos de la zona militar de Bielorrusia y de las


tropas del frente del Oeste, capitán general Pavlow; el jefe del Estado Mayor de la
zona militar de Bielorrusia y de las tropas del frente del Oeste, general de
brigada Klimowski; el jefe de las comunicaciones de la zona militar de Bielorrusia
y de las tropas del frente del Oeste, coronel Grigoriew, de una manera criminal han
abandonado el contacto con sus tropas, sin recuperarlo después. Así, pues, han sido
declarados culpables de alta traición y sentenciados a muerte.

»La sentencia ha sido cumplida en Minsk.»

Bajo la mirada de Ristin, los oficiales abandonaron el sótano. Fue una procesión de
rostros sombríos. En el sótano se quedaron, sin pronunciar palabra, Narischkin,
Semjonow y el jefe de la artillería.
Primero Korobkow, luego Pawlow, más tarde Kimowoskix y finalmente Grigoriew. No se
comprendía por qué el jefe supremo del Cuerpo de Ejército, y el jefe de la sección
de operaciones, Narischkin y Semjonow, habían escapado a la suerte de sus colegas.
Pero él, Narischkin, estaba aquí, entre el Tschelwianka y el Tschara y unos diez
mil, o quizá veinte mil hombres, pues cada vez iban llegando más, pesaban sobre su
conciencia, y él no los podía aventar como si se tratara de un montón de ceniza.
Todas las órdenes continuaban en pie. Un avión de reconocimiento estaba preparado
para cuando empezaran las operaciones.

Los preparativos de la operación habían llevado demasiado tiempo. Y ahora no podían


recuperarse los días que se perdieron tontamente, cuando debió haberse dado la
orden de retirada. A última hora se había tenido que echar mano de muchas tropas
que no estaban prevenidas para ello y, para colmo de desgracias, no habían podido
establecerse los servicios de coordinación con el Cuerpo de Ejército vecino. Tras
el fusilamiento del general Korobkow, el desorden había aumentado en Brest. Se
sabía que los restos del ejército de Grodno se dirigían hacia el río Tschara, donde
debían ocupar parte de las nuevas posiciones. Desde el principio de las
hostilidades, lo que más había perjudicado al ejército ruso eran los continuos
reconocimientos hechos por los alemanes, y esta era la causa que ahora hacía temer
un nuevo naufragio.

Acompañado del jefe de la artillería, Narischkin se disponía a dirigirse al


aeródromo, que estaba situado al Sur de Slonim, para montar en un viejo biplano
«UT». Semjonow, que media hora antes se había marchado a su sección, regresó muy
nervioso, hasta tal punto que apenas podía formular una frase. Semjonow arrojó
sobre la mesa un montón de partes transmitidos por las tropas que luchaban en el
Tschelwianka, en Zelwa y en Rozana. De las dos alas del nuevo frente llegaban
noticias realmente alarmantes. Al principio se referían a duros combates
sostenidos, en la retaguardia rusa, contra paracaidistas alemanes. Pero ahora el
panorama había cambiado y los partes ya no señalaban la presencia de paracaidistas,
sino la de tanques y de fuerzas motorizadas que procedían del Este.

Del Este…

Narischkin ojeó los partes. Llegaron más noticias y todas eran igualmente
dramáticas.

—Se trata de una gran maniobra envolvente, y si no podemos abrirnos paso nos
quedaremos encerrados en una bolsa fatal.

Semjonow se puso al habla con cuantas unidades le fue posible comunicar.

—¡Una catástrofe! ¡Una tremenda catástrofe! —exclamó Narischkin.

—La situación es insostenible —murmuró Semjonow.

—La sección de reconocimiento se ha convertido en una casa de locos. Deberíamos


trinchar y asar a esos individuos. Ahora estamos metidos en una bolsa y no podemos
salir. Es imposible establecer un frente de combate. Es preciso que rompamos las
líneas enemigas y nos dirijamos hacia el Este…, ¡que es donde tenemos prohibido ir!
Jod twoi… No nos queda otra solución: marchar hacia el Este. Pero para ello tampoco
disponemos de fuerzas suficientes. Hay que arremangarse hasta el codo, camarada
Semjonow. Camarada jefe de la artillería: ¡todas las órdenes quedan derogadas! Hay
que dar media vuelta a la carreta. Pero ¿cómo vamos a hacerlo? La artillería
todavía está emplazada muy hacia el Oeste, los cables están tendidos en el fondo
del saco y los restos de las unidades están siendo dispersados. Jod twoi… ¡Tiene
que suceder lo imposible!
Semjonow y el jefe de la artillería se pusieron a trabajar. Narischkin estaba fuera
de sí. Se paseaba, dando grandes zancadas, arriba y abajo. Le pareció que no podía
ni respirar. Estaba en un nicho y se ahogaba.

—Me voy al campo de aviación. Nos veremos en el infierno o quizás antes, en una
pequeña sklatschina, más hacia el Este.

UN JINETE VIENE DEL NORTE

Mientras Narischkin se dirigía al campo de aviación, un oficial cabalgaba por las


afueras de Slonim. El oficial, que estaba cubierto de polvo, llevaba las insignias
de la Orden de Lenin y de la Orden de la Bandera Roja. El caballo estaba a punto de
caer reventado. Antes de llegar al puente que había sido bombardeado, el jinete se
desvió del camino e hizo que el caballo avanzara por el río. La ciudad estaba en
ruinas y por todas partes se veían casas envueltas en llamas. Las calles estaban
llenas de soldados muertos. El jinete, que daba muestras de una gran fatiga, miró a
su alrededor y al cabo de un rato se fijó en una vieja mujer.

—¿Por dónde se va al Estado Mayor? —preguntó.

La mujer le miró de una forma inexpresiva, como si no hubiera entendido la


pregunta.

—Esfuérzate, mujer. ¿No comprendes? ¿Dónde están los soldados, los oficiales?

La vieja requirió el auxilio de otra persona.

—La comandancia se ha trasladado de sitio y está en la Casa del Partido —dijo el


hombre.

—En vuestro Partido —añadió la mujer.

—Yo no quiero ir a la Casa del Partido, ni me interesa la comandancia. ¡Entendedme


de una vez! ¡Aquí tiene que haber un Estado Mayor! Ya sabes, muchos oficiales. ¿No
has visto muchos coches por aquí? El hombre no había visto nada.

El caballo no podía caminar más, pero el jinete le obligó a ponerse al trote. Ante
la Casa del Partido había muchos camiones. La comandancia estaba instalada allí.
Todo se hizo con las debidas formalidades. Se le revisó la documentación, le dieron
un nuevo salvoconducto y le dijeron dónde estaba el Estado Mayor.

El caballo parecía encontrarse en las últimas; sin embargo, espoleado por el


jinete, volvió a cruzar el Tschara y avanzó por la carretera de Rozana hasta llegar
a las ruinas de un viejo monasterio.

Al apearse del caballo, el jinete vio a un general que en aquel momento se


instalaba en un coche.

—¡Uralow! —llamó el general. Uralow reconoció al general Narischkin.

—¡Se presenta el capitán Uralow!


—Bien, Uralow, sube al coche, no puedo perder ni un minuto.

Uralow se sentó frente al general, que iba acompañado de un ayudante. En otro coche
seguía la escolta del general. Uralow se desabrochó la blusa y sacó un documento
arrugado y lleno de sudor.

—He cumplido su orden, camarada general.

El general desdobló el documento y comenzó a leer. Al terminar la lectura asintió


con la cabeza y miró por la ventanilla del coche. Era lo que esperaba. El tercer
Cuerpo de Ejército había sido destrozado y solo quedaban algunas unidades, que en
este momento ya habrían dejado a Orla detrás de sí. De todos modos, estas unidades
podían significar un buen refuerzo y, en último caso, una reserva muy estimable.

—Necesito inmediatamente un correo para Orla —dijo Narischkin.

El ayudante miró a Uralow. El capitán, que estaba sentado en el asiento de


enfrente, permanecía con el cuerpo muy rígido y la mirada fija: se había dormido
con los ojos abiertos.

Al llegar al aeródromo, Narischkin se apeó. Atrás, en los otros coches, quedaron


sus ayudantes, sus guardias y Uralow, que ahora tenía la cabeza hundida sobre el
pecho.

UNA OLEADA TRAS OTRA

Un cañonazo despertó a Uralow de su profundo sueño. Y aquel mismo cañonazo sumió a


Nina Michailowna, que estaba a algunos kilómetros de distancia del campo de
aviación, en un gran aturdimiento. También ella, después de la marcha agotadora y
de las noches que habían pasado sin dormir, estaba rendida, sin fuerzas para pensar
con serenidad. Se levantó.

—¡Nikolai! —gritó.

Le pareció que Nikolai había estado allí, junto a ella. Todavía le sentía. Su
vestido estaba en desorden. Se arregló la falda. La atmósfera era pesada,
maloliente. Por todas partes había paja.

Nina se acordó entonces que estaba escondida en un montón de paja. Antón, Kyrill,
el jugador de fútbol, el capitán Kasanzew y Nikolai habían desaparecido en el
bosque con un fusil ametrallador. La tierra comenzó a temblar. Tuvo sed; salió del
pajar e inmediatamente se olvidó de que deseaba beber. La enmarañada cabeza que
surgió del escondrijo estaba llena de paja y su rostro tenía una expresión atónita.
¿Dónde se hallaba en realidad? ¿De dónde procedía aquel mal olor y por qué estaba
la atmósfera llena de polvo? Lo que tenía ante sus ojos y que de momento no podía
comprender, era un paisaje idílico. En primer término había, aquí, el cadáver de un
soldado, más allá un caballo muerto, en otro sitio una bicicleta rota, y en otro
lugar un herido y un sanitario que le vendaba un brazo, y más al fondo, como
cerrando la escena, grandes nubes de humo. Y Nina se acordó entonces de un gran
cuadro mural que representaba la batalla de Sebastopol. Aquel cuadro lo había visto
en la propia ciudad de Sebastopol, cierta vez que, como premio a su excelente
comportamiento de joven komsomolista, le habían concedido un viaje de permiso a
Crimea.

Aquí, había el mismo gran cielo azul, como en aquel cuadro, pero las columnas de
humo no estaban inmóviles, ni eran de un color azul claro, sino que ondeaban y se
agitaban, y una envolvía a otra, y donde una parecía extinguirse surgían dos o tres
más. Y las llamas subían hacia el cielo. Los caballos de la artillería del
almirante galopaban libremente por el campo. Y uno de aquellos caballos, un hermoso
animal de ojos fieros y cubierto de sudor, corría hacia ella.

Los cañones del almirante, cuyos observadores no estaban delante de ellos, sino en
plena retaguardia, habían sido destrozados por el fuego enemigo. Cuando sobrevino
el cerco, algunas baterías habían sido vueltas hacia el Este, y así, apuntando
hacia el corazón de Rusia, habían enmudecido. Un denso silencio planeaba sobre el
paisaje. Las grandes nubes de polvo se iban alejando y el cielo volvía a aparecer
con su radiante azul. Y aquel silencio, que hubiera debido de intranquilizar más a
Nina, le produjo el efecto de una deseada liberación.

La calma, sin embargo, no duró mucho. De pronto, aparecieron unos tanques, bajo
cuyas cadenas cubiertas de barro iban cayendo los pequeños árboles que encontraban
a su paso.

Los restos de los batallones deshechos que habían tomado posición en esta línea de
defensa se disponían a enfrentarse con el enemigo.

Unas veces se luchaba hacia el Este, y otras, en cambio, hacia el Oeste. Y Nikita,
Iván y Kyrill se daban cuenta de aquellos cambios. La primera oleada cayó sobre
ellos.

Miles de gargantas lanzaron un grito, que subió hacia el cielo como un globo, y
allí, en el azul, se quedó vibrando hasta que los corazones de los soldados
hubieron dejado de golpear con violencia. También el corazón de Nina Michailowna
latió entonces con fuerza. Aquella era la hora en que uno podía rozar con sus manos
los bordes de la eternidad.

Morituri te salutant

Aquí tenían sentido aquellas palabras:

Boi sa Rodina, sa Stalina…

sa Rodina, sa Stalina.

Y una nube gris se levantaba del suelo. Una ola de soldados que un poco antes
habían sido divididos y que ahora, otra vez unidos, se lanzaban contra la
infantería enemiga y contra los tanques que la precedían. Semanas, años de hambre;
un hambre que ya la habían sufrido los padres; una vida de privaciones y de quejas
enmudecidas, y ahora, con la barriga llena de vodka, que no había sido bebido a
sorbos, sino a grandes tragos apresurados… Así corrían Kyrill y Nikita y Antón y
Mathwei… El vecino cae y Mathwei se inclina y le coge el fusil y ya tiene con qué
disparar; le es igual disparar contra unos o contra otros, e incluso quizá le
agradaría disparar contra Nikita; pero delante de él, muy lejos todavía, están los
uniformes verdes. Nikita cae, y cae Mathwei, y cae toda la primera hilera. Sa
Rodina, sa Stalina… Una nueva ola se levanta, y aparecen un nuevo Nikita y un nuevo
Mathwei y un nuevo Iván; y otra vez el vodka, el odio y el dolor por la propia vida
perdida. Los soldados corren, cogen las armas de los que han caído, continúan
avanzando y finalmente son barridos por las armas automáticas del enemigo. Y surge
otra ola, y otra y otra, y en cada hilera se abren grandes huecos, pero los
soldados avanzan borrachos, gritando y cayendo al fin.

Y otra vez vuelve a surgir otra ola, y otra vez aparece un Nikita, y un Kirill, y
un Mathwei, y un Antón. Esta vez, sin embargo, se trata de hombres del capitán
Kasanzew.

Boi sa Rodina, sa Stalina…

«¡Ah, mi querida capital, mi amada lejana! que nunca el enemigo pueda ensuciar tus
desnudas espaldas con el polvo.» Las torres doradas de Moscú se elevaban, ante un
cielo azul, en la imaginación exaltada por el vodka. Las oleadas humanas se han
estrellado unas tras otras, y esta última se comba, adelanta y se confunde con el
enemigo.

Disparos. Bayonetazos. Golpes con las culatas. Los rusos arrojan contra el enemigo
botellas de vodka llenas de bencina, y en unos segundos se produce un gran fuego.
Kyrill se abalanza sin armas contra un alemán. «Me han tocado… —piensa Nikita—, voy
a morir.» Antón ha olvidado a su mujer y a sus tres hijos. Unas torres doradas
fulgen sobre el horizonte. Un oscuro tanque acaba con la ilusión. Mathwei, Antón e
Iván arrojan botellas de líquido inflamable en la hoguera.

—No lo conseguiremos. Esto no se acabará nunca. Vohwinkel, el teniente tanquista,


transmitió el siguiente parte:

—Una nueva ola de enemigos en la linde del bosque.

—Sí; eso es algo natural, no podría ser de otra manera.

—Es igual que en Bar sur Aube —dijeron desde el tanque vecino.

Cuando el ataque a Bar sur Aube tuvieron que habérselas con senegaleses, a quienes
se había dicho que los tanques alemanes eran de cartón, y los soldados negros se
lanzaron sobre ellos, ora esgrimiendo cuchillos, ora con las manos vacías. Los
soldados abrieron las escotillas con picos, palas y llaves inglesas.

Fue una matanza general… y aquí ocurría lo mismo.

Disparos y más disparos… Los rusos se acercaban con la boca abierta, gritando.
Estaban borrachos.

—¡Balas explosivas!

—¡¡Balas explosivas!!

Disparaban con balas explosivas.

—¡Disparad corto!

Desde su tanque vio Vohwinkel la estela luminosa de las ráfagas de las armas
automáticas que se estrellaban contra las oleadas humanas.

—¡Disparad corto!

Se acercaban más oleadas de soldados. Todo el campo, hasta allí donde podía
alcanzar la vista, estaba lleno de hombres.

—¡Es imposible matar a toda esta gente!

El pánico cundió en el tanque. El telegrafista Dingler comunicó:


—¡Se está acabando la munición; solo quedan cinco o seis granadas!

El cañón se había enrojecido. La pintura se estaba fundiendo. El cerrojo ardía. El


teniente, el conductor, el radiotelegrafista y el artillero sudaban, medio
desnudos, como si estuvieran en un baño turco.

Llevaban cuatro días avanzando por el país. Del Muchawetz a Kobrin y de allí a
Beresa Kartuska, desde donde, describiendo un gran arco, volvieron hacia el Sur,
para luego subir de nuevo hacia el Muchawetz. Y por el Norte llegaron hasta
Rodzana, y luego, describiendo curvas y haciendo zigzags hasta Bialystok, donde se
había encontrado fuerte resistencia enemiga. Habían transcurrido cuatro días, y
todavía tenían que transcurrir cuatrocientos y cuatro veces cuatrocientos más. Pero
aquellos cuatro días, durante los cuales no habían encontrado resistencia enemiga,
tropezaron únicamente con columnas que se entregaban al momento; aquellos cuatro
días en que avanzaron por unas carreteras monótonas, siempre iguales a sí mismas, y
que les parecían interminables. Y de pronto, cuando menos se lo esperaban, miles de
hombres surgieron de la tierra. Y una interminable hilera de soldados se
precipitaba contra ellos. Era imposible matar a toda aquella gente. Era una
pesadilla en pleno día. Una oleada de infantes estaba a punto de alcanzar un
tanque. Algo se estrelló contra las paredes del mismo.

—¡Nos arrojan botellas!

—¡Son botellas de líquido inflamable!

Una de aquellas botellas dio contra el canto de la torreta. La botella se rompió y


el líquido cayó dentro. Surgió una llama. El teniente Vohwinkel acabó de abrir la
compuerta de la torreta azul. Una columna de fuego se elevó desde dentro del
tanque, y saltó fuera. Dingler y el otro hombre salieron detrás de él. Grandes
llamaradas se levantaron junto a Iván, a Kyrill y a Mathwei, sobre quienes se había
vuelto el fuego producido por las botellas de líquido inflamable que acababan de
arrojar. Y el fuego prendió en las ropas de Nikita, cuyos ojos ya estaban
vidriosos.

Hasta Nina Michailowna llegan débiles gritos. No sabe ella si son los alemanes o
los suyos quienes gritan. El paisaje comienza a dar vueltas. Nina cree ver grandes
manchas de sangre. Hace calor y su garganta está seca. Unos aviones descienden en
picado y pasan rozando los montones de paja que hay, a lo lejos, sobre el campo, y
desaparecen en el horizonte. Los hombres se precipitan unos contra otros y caen,
los que van de verde y los que van de gris, como fulminados. Y ella tiene sed;
siente el miserable deseo de beber un trago de agua. Y Nikolai no ha vuelto; pero
ella cree haberlo sentido cerca de sí. Si no era él, ¿qué ha sucedido?

VUELO SOBRE EL CAMPO DE BATALLA

El avión de Narischkin volaba a mediana altura sobre los campos. El río Tschara,
que procedía de las montañas de Baranowitschi, atravesaba la ciudad de Slonim e iba
a desembocar en el Njemen, era una estrecha cinta brillante, cortada por la línea
del ferrocarril de Wolkawisk-Slonim-Baranowitschi, que luego continuaba a Minsk y
moría en Moscú, y en la que, según las últimas comunicaciones, más allá de
Wolkawisk merodeaba el enemigo, y más hacia el Este había sido cortada en uno o dos
puntos. Lo cual significaba la pérdida de Mosti, el derrumbamiento del frente de
Slonim y la inminente caída de esta ciudad en poder de los alemanes. Ya no se podía
hablar de un frente continuo; pues las tropas luchaban en grupos dispersos y
bastante separadas entre sí.

Unas unidades motorizadas acaban de cortar la línea del ferrocarril y la carretera


a unos veinte kilómetros de Skukz.

Skukz estaba a ciento veinte kilómetros de Slonim. Así, pues, aquella noticia
significaba que las posiciones del Tchelwianka y del Echara ya habían sido
rebasadas. Tanto si estaba permitido como no, la única orden que podía darse a las
tropas era romper el cerco y avanzar hacia el Este. Era preciso salvar lo que se
pudiera.

El «UT II» de Narischkin voló despacio sobre las copas de los árboles, descendió
algo al pasar sobre unos campos de maíz y, como una libélula, siguió volando sobre
un gran prado. Presionadas por el enemigo, hubieran o no recibido orden de hacerlo,
las tropas marchaban hacia el Este.

Bajo Narischkin se movía el 30 regimiento de infantería, que al ocupar las últimas


posiciones estaba casi intacto. El regimiento debía estar dividido en tres
batallones. El primero, sin embargo, había desaparecido; del segundo quedaba un
veinte por ciento de sus hombres, y el tercero, que hasta entonces había
permanecido de reserva, salía de un bosque y comenzaba a enfrentarse con el
enemigo. Los soldados rojos reconocieron el «UT», que se inclinó a derecha e
izquierda, en señal de saludo a los soldados.

—¡Allí está el general! ¡Allí está Narischkin! ¡Nos está mirando!

¡Está con nosotros!

—Sa Rodina, sa Stalina!

Los gritos no llegaron hasta Narischkin; pero sí vio él cómo los soldados agitaban
los brazos en el aire. El «UT» se dirigió hacia el linde del bosque, donde había
estado la división del almirante. No se oía ningún cañonazo. Los artilleros
combatían con fusil. Hacia el Sur se levantaban y caían oleadas de hombres.

—¡Hacia el 159 regimiento!

Narischkin quería saludar a este regimiento modelo y luego volver hacia el Este.
Para huir de los cazas enemigos el pequeño «UT» tenía que volar a ras de tierra. Al
llegar sobre las antiguas posiciones del 159 regimiento de infantería, Narischkin
vio una formación de tanques alemanes que avanzaban entre grandes nubes de polvo.
El aparato describió dos círculos sobre el paisaje y Narischkin supo lo que había
sucedido. El general se quitó la gorra y la arrojó por la ventanilla. La gorra de
Narischkin cayó sobre la tumba del 159 regimiento de infantería.

El regimiento había caído bajo las cadenas de los tanques enemigos.

Cuando volaba en dirección a Slonim, el «UT» fue ametrallado, y enseguida torció


hacia el sudeste y desapareció sobre el bosque de Lesna.

Las ametralladoras que habían disparado contra el «UT» de Narischkin pertenecían a


las vanguardias del teniente general Bomelbürg, que avanzaban armadas hasta los
dientes.

La división de Bomelbürg había dejado tras de sí muchos días monótonos, en los que
no había sucedido nada de particular. Pues la división no estuvo ni una vez en
segunda línea, ya que siempre permaneció en plena retaguardia. El terreno había
sido limpiado por unidades de tanques y fuertes grupos motorizados, y la infantería
solo se ocupaba de las carreteras adyacentes, por las cuales, ora en formación
cerrada, ora en pequeños grupos, avanzaba hacia el Norte.

Bomelbürg no había podido aguantar en su Estado Mayor, y muchas veces, junto a las
patrullas de vanguardia se había adentrado en terreno enemigo, que en realidad era
terreno de nadie. Ni una sola vez pudieron enfrentarse con tropas enemigas, y
únicamente de tarde en tarde habían visto surgir algunas patrullas de rusos, que al
verlos llegar agitaron trapos blancos e inmediatamente se entregaron prisioneros.
Aquel día Bomelbürg también se encontraba entre una patrulla avanzada, dispuesto a
hacer una descubierta. La patrulla motorizada acababa de topar con una unidad
enemiga y había llegado luego hasta las afueras de la pequeña ciudad de Slonim. A
través de unos huertos, la patrulla vio algunas casas de Slonim e incluso divisó
dos o tres calles por las que discurrían unos viejos que llevaban una bandera
blanca y que, a pesar de su venerable aspecto, parecían tener mucha prisa. El grupo
salió de la ciudad y se dirigió hacia la patrulla alemana, en la que estaba
Bomelbürg.

—Señor oficial…

—Es nuestro general —advirtió alguien al anciano.

—Ilustrísimo señor general. De un momento a otro comenzarán a ser fusilados los


prisioneros políticos polacos. Ayúdanos y ven enseguida con tus soldados a la
ciudad, pues dentro de unos minutos caerán nuestros hijos y nuestros hermanos bajo
las balas de los asesinos…

El anciano se expresaba en un mal alemán. Cuando hubo terminado, el primer teniente


Hasse tradujo al general, frase por frase, el parlamento del anciano.

La primera reacción de Bomelbürg fue de precipitarse a la ciudad. Pero luego,


pensándolo mejor, le pareció que aquello podía ser una encerrona, pues recordaba
que en Slonim estaba el Estado Mayor de un Cuerpo de Ejército ruso.

El grupo de ancianos fue sometido a un interrogatorio.

—Lo han abandonado todo; se han subido a los camiones y se han marchado. En Slonim
no hay ahora ni un solo militar. Solamente en la prisión se ha quedado una sección
de la NKVD.

Bomelbürg había acercado tanto su rostro a la cara del anciano, que casi rozaba las
barbas de este.

—Cálmate, viejo; enseguida iremos en socorro de los tuyos.

El grupo explorador alemán se componía de un tanque, cuatro camiones y una pequeña


sección de motoristas.

—¿Qué compañía marcha en cabeza?

—La compañía Boblink.

—Bien; cogeremos una sección de la compañía de Boblink.

Era la sección que mandaba Gnotke y que iba en uno de los camiones del grupo
avanzado. La columna se puso en movimiento y, en un momento dado, comenzó a
disparar algunas de sus ametralladoras contra una «Tschaika» que volaba a poca
altura y que enseguida desapareció en dirección a un bosque.
Bomelbürg hizo preguntar si podía contarse con una sublevación.

—Es más que probable que se produzca —respondió el viejo—; pero no hay personas
capaces de dirigir un movimiento contra el Gobierno. Aquí, en Bielorrusia, los
comunistas han perseguido implacablemente a los más inteligentes. De todos modos —
añadió—, algunos hombres de valor todavía no han sido trasladados y están en
nuestras cárceles.

Muchas casas ardían en Slonim. Las gentes no hacían nada para apagar el fuego, pues
no querían ayudar a los rusos, y muchos de ellos salían a recibir a las avanzadas
alemanas, entre las que figuraban algunos guías bielorrusos. La ciudad parecía
muerta. La mayor parte de los habitantes estaban escondidos en los sótanos, pues la
gente temía que en los últimos momentos de la desbandada rusa pudieran ser
detenidos.

La columna hizo alto ante un gran muro. Cerca había un portalón de hierro, que
estaba cerrado. Al otro lado del muro sonaban descargas de fusilería. Los
motoristas detuvieron sus máquinas junto a la pared y, ayudándose unos a otros, se
encaramaron por el muro, mientras a poca distancia de ellos llegaban los primeros
soldados de la sección de Gnotke. Los individuos de la NKVD hubieran podido
disparar sus armas automáticas contra los soldados y acabar con ellos; pero al ver
aparecer a los alemanes por el muro, se quedaron tan asombrados que las armas se
les cayeron de las manos. Fue algo repugnante ver cómo en un minuto cambió la
expresión de las caras de aquellos asesinos. Gnotke hubiera querido que Riederheim,
su viejo camarada, hubiera presenciado la escena. Los soldados saltaron a tierra
desde lo alto de la pared. Unos desarmaron a los hombres de la NKVD, y otros
corrieron hacia la casa y abrieron las puertas de las celdas, algunas de las cuales
estaban vacías y sus antiguos ocupantes yacían muertos junto a la pared del patio.
Antes de ser fusilados, los rusos fueron obligados a sacar de allí los cuerpos de
sus víctimas. Los prisioneros que quedaban en la casa salieron, un poco asustados,
al patio. La gente de Slonim, que hasta entonces había permanecido escondida en los
sótanos, comenzaba a acercarse a la gran puerta de hierro. Las mujeres volvían a
encontrar a sus maridos; unas, entre los liberados, otras, entre los muertos. Y
todas chillaban, gemían y lloraban.

Gnotke se acordó entonces de cierta noche en Berlín. Había hecho dos viajes, uno a
Viehoof y otro a Lichtenberg, y cuando el miedo se apoderó de él, desapareció. Días
después, Riederheim le encontró en una taberna, solo, sentado ante una mesa, con la
mirada fija.

Entonces todo ocurrió de noche, y aquí, sin embargo, todo sucedía a la luz del día.
Miró al cabo Heydebrek y se acordó del jefe de grupo de Pomerania, y le sorprendió
que el destino del tío de él, Peter von Heydebreck, cuyo final no presenció, le
conmoviera más que el trágico fin de algunos centenares de hombres en cuya
detención había él participado.

El cabo Heydebreck estaba junto a la pared del patio. Así suceden estas cosas… Así
sucedía cuando los fusilamientos de Múnich. Por eso no le habían permitido ser
oficial y tenía que hacer la guerra como un simple soldado.

«—¡Viva Alemania! —fueron las últimas palabras de Hans Peter von Heydebreck.

»Alemania…; aquí está, y aquí estamos, en Slonim, como un simple cabo. ¿Es posible
que con estos recuerdos y estas manos ensangrentadas hayamos podido llegar como
liberadores?»
LAS ÚLTIMAS HORAS

La estación de Bielorrusia de Moscú parecía una oscura cueva. Las escasas lámparas,
pintadas de azul, no podían contra las densas tinieblas de la estación. Por todas
partes se veían soldados de permiso acompañados de sus mujeres. En todas partes se
hablaba en voz baja, y las despedidas y los suspiros y los llantos se confundían en
un sordo murmullo. Turichin se acercó a una de días y le dijo:

—Anda, vuelve a casa. ¿Quieres romperte el corazón?

—¿No puedes quedarte ni un día más?

—¿No sabes que en caso de guerra cada hombre debe presentarse enseguida a su
unidad?

—¿Y qué será de mí? ¡Seguramente tendré que volver a la fábrica de municiones!

—La cosa no será tan grave como parece. Enseguida acabaremos con los alemanes.
Anda, ahora vuelve a casa. Aquí no hacemos más que torturarnos. El tren va a salir
de un momento a otro.

El teniente de intendencia Turichin acompañó a su mujer hasta la salida del andén,


y de una manera desmañada le secó las lágrimas. Turichin se detuvo junto a la
puerta de la estación y fue agitando el brazo derecho hasta que su mujer
desapareció entre las sombras de la plaza. Luego, se abrió paso entre la gente que
llenaba los andenes, buscó el tren de la línea Moscú-Minsk y se instaló en un
vagón. En aquel momento el despido de su mujer, así como el de su suegra y su
cuñada y el de los vecinos —en todas partes había habido llantos y vodka—, se le
antojó ser algo muy lejano, y pensó que lo peor de todo ya lo había dejado tras de
sí, y ahora ya podía contemplar serenamente el porvenir. Estaba seguro de que
encontraría su regimiento camino de Alemania.

—¿Dónde ha dejado usted su regimiento?

—Entre el Bobr y el Beresowka, haciendo maniobras. Ahora habrá sobrepasado Zambrow


y seguramente estará ya cerca de Varsovia.

Nadie dudaba de que la guerra sería llevada más allá de la frontera, y quienes más
seguros estaban de ello eran los jóvenes oficiales, que el primer día de la guerra
se habían dirigido a sus respectivos cuarteles.

Los tres compañeros de Turichin se dirigían, de momento, hacia Minsk. El viaje a


Minsk debía durar unas catorce horas. En esta ocasión, sin embargo, el viaje duró
tres días. Las cantinas de muchas estaciones estaban cerradas, de manera que los
viajeros no podían comer ni beber nada. A la mañana del cuarto día el tren debía
entrar en la estación de Minsk.

Las ruedas se pararon, y esta vez por mucho tiempo. Las puertas se abrieron y
cerraron de una manera estrepitosa. La gente corría por los pasillos. Turichin se
volvió de cara a la pared. Había terminado sus provisiones y hasta que no llegase a
su destino estaba condenado a pasar hambre, de manera que el día prometía ser largo
y aburrido.

—¡Camarada intendente!… —le dijo uno de los compañeros de viaje al tiempo que le
sacudía el brazo—. ¡Despiértese usted, están bombardeando Minsk!

Seguramente se trataba de una broma pesada. Solo un estúpido o un agente provocador


podía decir semejante tontería. Turichin acabó de despertarse. Se calzó las botas y
se abrochó la guerrera. Miró por la ventanilla y vio que estaba oscureciendo; sin
embargo, pudo leer el nombre de la estación: Kolodischtsche. El compartimiento y el
pasillo estaban vacíos. Turichin se apeó del tren. Tenía que enterarse de lo que
estaba sucediendo. Los viajeros se habían apiñado junto a la máquina. A lo lejos se
veía la oscura silueta de la ciudad de Minsk y se oía un profundo y continuado
zumbido. De pronto, unas grandes gotas oscuras cayeron sobre Minsk. ¿Acaso eran
bombas?

—¿Dónde está nuestra aviación?

—¿Cómo es posible que los alemanes estén bombardeando Minsk con toda tranquilidad?

Entre los viajeros había un general de aviación. Todos se volvieron hacia él, como
si el general pudiera darles una respuesta adecuada. ¿Es que la aviación soviética
de guerra no es la más poderosa del mundo? ¿Es que los «Halcones de Stalin» no eran
alimentados con chocolate y galletas?

El zumbido cesó y dejaron de caer las grandes gotas negras. Las bombas comenzaron a
estallar en la ciudad. Se provocaron unos incendios. Ardió la estación de
mercancías y, seguramente, unos edificios de la plaza de Carlos Marx.

—¡Aquella gran columna de humo se eleva en el mismo centro de la ciudad!

—¿Pero es que no hay antiaéreos?

—¿Dónde están nuestros «Halcones»?

—¡Aquí están! ¡Por fin!

—¡Llegáis un poco tarde, camaradas!

Unos cazas soviéticos se elevaban con gran estrépito.

—¡Por fin! ¡Por fin!

Todos se volvieron hacia el bosque, tras el cual estaba el campo de aviación.


Pasaron unos minutos, y la angustia volvió a apoderarse de todos los corazones. Los
pasajeros comprobaron que solo habían despegado tres aparatos. Aquellos tres
aparatos tenían que luchar contra una tremenda masa de aviones alemanes que
dominaba el cielo de Minsk. Otra cosa preocupaba a las gentes, y era que hasta
entonces habían creído encontrarse en plena retaguardia, a unos setecientos
kilómetros del frente, y ahora resultaba que los alemanes estaban bombardeando, con
toda impunidad, frente a ellos.

El incendio se iba propagando por las casas de Minsk. Y ellos, ¿dónde estaban? ¿Era
acaso Kolodischtsche una estación fantasma? Allí no había ni un jefe, ni un
trabajador.

Los tinglados habían sido abandonados y las taquillas estaban vacías.

Los viajeros continuaban apiñados junto a la máquina. El espectáculo no variaba:


Minsk era bombardeado de una manera implacable. Nadie daba la señal de partida al
tren. Estaban a cinco kilómetros de Minsk y el trayecto podía hacerse a pie.
Turichin pensó que, de todos modos, en Minsk hubiera tenido que hacer un
transbordo. Así, pues, volvió a su vagón, cogió la maleta de cartón, en la cual ya
no quedaba nada de comer, y atravesó el andén. Se metió en un bosquecillo y avanzó
por un estrecho camino. Por todas partes se veían baúles, maletas y sacos de mano.
La noche pasada, o quizás antes, la gente había abandonado la ciudad, y en su huida
se desprendió de todo. El camino estaba desierto. El zumbido de los aviones sobre
Minsk parecía el de unos moscones sobre la cara de un muerto.

Turichin se alegró de ver que un hombre caminaba a poca distancia. Se acercó a él y


le habló. Era un sargento; pero también aquel sargento le pareció algo sospechoso.
¿Qué podía pensar de un hombre que le decía que su unidad había sido deshecha por
el enemigo? ¿Cómo podía creerse que las tropas soviéticas hubieran sido vencidas?
El sargento le advirtió que a pesar de que al romperse las hostilidades su
regimiento estuviera en Lituania, ahora se encontraría mucho más hacia el Este. De
todos modos, pese a las noticias que daba, aquel sargento Subkoff parecía una
persona normal, y ya que también se dirigía a Minsk, resolvió hacer el camino en su
compañía.

El silencio terminó. Sobre Minsk se desencadenó un nuevo ataque aéreo.

Al salir del bosquecillo se encontraron frente a la estación de mercancías, que


estaba ardiendo ¡Nadie se preocupaba, de apagar el fuego! Al igual que en
Kolodischtsche, no se veía a nadie. Obligada por los «Junkers», la población se
había ocultado en los refugios.

Turichin y Subkoff se arrojaron a un hoyo.

Buscaron al jefe de estación. Mayores y coroneles estaban discutiendo con un


teniente. Todos gritaban y maldecían y cada uno de ellos pretendía que su tren
saliera inmediatamente de la estación, sobre la cual no cesaban de caer las bombas
alemanas. Algunos se fueron al sitio del guardagujas, y uno subió una palanca y
otro la volvió a bajar. Y unos daban la señal de paso y otros, inmediatamente,
daban la de parada. A Turichin le pareció que estaba en un manicomio.

—¿Y usted qué quiere? —le preguntó, con un tono irritado, el joven teniente
encargado de la estación.

—¡Queremos hablar con el comandante de la estación!

—¡El comandante se ha marchado; yo estoy en su lugar!

—Tengo que incorporarme a mi unidad que está más allá de Bialystok, en Lomscha.

—¡Las tropas se han retirado de allí!

Aquello sí que era una noticia inesperada.

—Tiene usted que presentarse en Rutschnaja.

—¿En Rutschnaja? ¿En la autopista?

—Sí; pero bájese usted inmediatamente de la escalera. Los alemanes podrían ver que
alguien anda por la estación.

Turichin y Subkoff se alejaron.

—¿Has oído? ¡Los alemanes podrían ver a una mosca que se arrastra por la estación!

—Sí; este muchacho es muy joven, y está apañado. El comandante se ha marchado y le


ha dejado todo el paquete sobre sus escuálidas espaldas —comentó Subkoff.
—¿Dónde encontraremos algo de comer?

—Quizá en Rutschnaja.

La cuestión de la comida se resolvió para Turichin de una manera inesperada.


Entraron por la Suwerelowskaja. Las casas estaban ardiendo y las llamas salían por
las ventanas de los últimos pisos.

Un grupo de forzados trabajaban entre las ruinas de una casa de cinco pisos que se
había venido abajo. Los forzados trataban de salvar a las personas que habían
quedado sepultadas y a muchas de las cuales se oía pedir auxilio.

¿Qué ocurría? Turichin se quedó atónito. Aquello era peor a cuanto había visto
hasta entonces. Uno de los forzados, un usbeke cualquiera, levantó una piedra y, de
pronto, todos sus compañeros le imitaron. El forzado lanzó la piedra contra los
soldados, y enseguida él y sus compañeros agredieron a sus guardias con picos y
palas. Se dispararon unos tiros al aire. Los soldados huyeron y los forzados
echaron a correr a través de las ruinas y desaparecieron.

Había que marcharse de allí… Pero ¿a dónde ir? De pronto, Turichin se sintió como
abandonado. Por otra parte, el hambre le continuaba atormentando. Tenía que comer
algo y luego, una vez satisfecho el hambre, vería las cosas de otra manera. Se
detuvieron ante una tienda. Frente a la tienda había una gran cola de mujeres que
iban a comprar sal, cerillas y papel oscuro para pegarlo en los vidrios de las
ventanas. Hacía muchas horas que estaban allí, pero la cola no se había acortado.
¿Cómo se puede sostener una guerra sin cerillas, sin sal y sin pan? Las mujeres
habían acabado su paciencia. De pronto, deshicieron la cola y se abalanzaron en la
tienda a través de la puerta y del escaparate, cuyos vidrios estaban rotos a causa
del bombardeo. Turichin y Subkoff, que se encontraban entre las mujeres, también
entraron en la tienda.

—¿Se puede comprar algo de comida aquí? —preguntó Turichin.

Todo aquello era algo ridículo, pues Turichin buscaba, como un borracho, un punto
donde apoyarse, y le parecía que todo el sentido de su existencia iba a ser
aclarado, entre apretones de las mujeres, con la respuesta a su pregunta.

—¡No seas ridículo! —le gritó Subkoff.

—¡Coged lo que queráis! ¡Coged cuanto podáis llevaros! —chillaban las mujeres.

Mujeres, trabajadores e incluso penados revolvían furiosamente las existencias de


la tienda. Uno, cogía un jamón, otro bombones, otro galletas y otros coles y cuanto
podían, y enseguida se lo llevaban a la boca. Y Turichin, al igual que los demás,
comía lo primero que alcanzaba. Hacía tres días que no probaba bocado.

Después de haberse aclarado un poco aquel jaleo, se enfadó con el sargento, como si
este hubiera tenido la culpa de lo sucedido. Un poco después, advirtió que Subkoff
estaba en compañía de unos sujetos malcarados. Aquellos hombres comían jamón con
cebollas y bebían grandes tragos de vodka. La botella de vodka pasaba de unas manos
a otras, dando vueltas al círculo de comensales.

«No hay nada que hacer con este tipo —pensó Turichin—. Tengo que ver de qué manera
me libro de él.»

Al cabo de un rato, ambos salían de la tienda.

Unas barricadas interceptaban el camino. Sobre el asfalto habían sido tendidas unas
alambradas. Chorros de agua salían por las cañerías reventadas. La estatua de Lenin
que había ante el edificio del Gobierno, estaba por tierra, hecha pedazos. Los
«stukas» descendían en picado y casi llegaban a volar entre las casas de la
Sowjetskaja. Todo el mundo corría, y Turichin y Subkoff se refugiaron a toda prisa
en los sótanos de un edificio.

Eran los sótanos de una casa recién construida, en la que vivían ingenieros y
técnicos, empleados en las grandes construcciones que por aquel entonces se
realizaban en Minsk y en la parte ocupada en Bielorrusia. Las mujeres de los
ingenieros habían descendido al sótano con sus niños en brazos. Una de aquellas
mujeres iba en camisa, cubierta con un abrigo. Así había llegado a Minsk, desde
Suchowola, en Polonia. Su marido estaba empleado en la construcción de defensas en
la frontera. En sus brazos llevaba una niña de unos tres años.

—¿Por qué ha venido usted de esta manera? —se le preguntó—. ¿Por qué no ha traído
usted nada consigo?

—Usted no conoce a los polacos y no tiene idea de lo que allí ha ocurrido. Estoy
contenta con haber salvado mi vida.

¡Los polacos y los bielorrusos! Los unos no entienden a los otros. Los bielorrusos
del Este y del Oeste hablan el mismo idioma, pero no logran entenderse. Para los
del Oeste, los del Este son comunistas, y por lo tanto creen que deben ser
fusilados.

—¿No sería mejor marcharse de aquí?

—Ni pensarlo.

La organización constructora había enviado unos camiones para la evacuación de las


familias de los empleados; pero muy poca gente hizo uso de ellos.

—Los del Partido pueden marcharse. Los alemanes no nos harán nada a nosotros.

—Lo mejor es permanecer aquí.

—Lo mejor es que los alemanes vengan cuanto antes y así se acabará esta
incertidumbre.

La casa tembló por efecto de unas bombas, que cayeron sobre ella. Trozos de yeso se
desprendieron de las paredes. Los chiquillos comenzaron a gritar. La mujer de
Suchowola permaneció impasible. Y la niñita que llevaba en brazos se apretó contra
su pecho.

—Venceremos al enemigo en tierra extranjera, se nos decía siempre.

—¡Y que estemos completamente abandonados!

—¿Dónde están nuestros aviadores?

—¡No fomente usted el pánico! Nuestros aviadores están en el frente y causan


grandes bajas al enemigo.

Una mujer, o mejor una jovencita, se echó a reír. La demás gente se volvió a
mirarla.

—¿Qué aspecto tiene el frente? —preguntó alguien a Turichin.

—Acabo de llegar de Moscú, donde he estado con permiso —respondió él, y sintió
vergüenza al no poder decir que volvía del frente.
Y Turichin se quedó mirando fijamente a la joven que acababa de reír, como temiendo
que sus palabras volvieran a provocar otra carcajada. La chica estaba sentada
frente a él, y tenía el rostro pálido, enmarcado en una negra cabellera. Era un
rostro muy hermoso, surcado por una herida que le cruzaba la mejilla derecha y
llegaba hasta el cuello. A juzgar por la parte inferior de la cicatriz, que no
estaba tapada como el resto, la herida parecía reciente. Aquella joven era distinta
al resto de las mujeres del sótano. Seguramente no era de aquella ciudad. Es
probable que fuera una extranjera o quizás una espía.

Turichin no pudo continuar sus pensamientos. De pronto, la mujer de Suchowola cayó


al suelo. La pequeña que estaba en sus brazos se echó a llorar y los demás niños le
hicieron coro. Mientras las mujeres se arremolinaban junto a la criatura, Turichin
y Subkoff llevaron a la mujer a la habitación de al lado. Al volver, Turichin se
percató de que la muchacha de la herida había desaparecido. Las demás mujeres, a su
vez, comenzaban a abandonar el sótano. El ataque aéreo parecía haber terminado.

En la calle, Turichin y Subkoff fueron detenidos por el chófer de un camión.

—¿Podéis indicarnos el camino de Rutschnaja?

—Sí; nosotros vamos hacia allí.

—¡Pues, aprisa, subid!

Subieron al camión y se sentaron junto al conductor. Turichin echó una mirada hacia
atrás: el camión iba cargado de heridos, muchos de los cuales habían sufrido, a
juzgar por lo aparatoso de los vendajes, grandes quemaduras. Los heridos eran de la
aviación, así como el oficial que iba en la cabina.

—¿De dónde viene usted, camarada teniente coronel?

—No preguntes. Si quieres saber algo vete a Wolkawisk.

Atravesaron el centro de la ciudad. A derecha e izquierda de la calle se levantaban


altas casas. De vez en cuando se encontraban con enormes montones de basura. Los
grandes edificios quedaron pronto atrás, y el camión atravesó el extrarradio, donde
únicamente se veían pequeñas casas de madera. Muchas de ellas estaban ardiendo, y
las llamas parecían ser un inmenso tejado rojo. Y lo mismo ocurría en la calle
siguiente, y en la otra, y en la de más allá. Toda la komarowka estaba ardiendo. La
gran hoguera arrojaba una lluvia de brasas incandescentes hacia la ciudad. Al pasar
frente a un gran patio vieron que las máquinas estaban desmontadas y a punto de ser
transportadas. El camino aparecía lleno de camiones que impedían el paso. Subkoff
descendió del camión y se quedó allí. Turichin, a su vez, se apeó y, contento de
separarse de Subkoff, prosiguió el camino a pie.

Ninguna de las personas que estaban en el sótano sabía que aquella risa histérica
de la muchacha de la herida en la cara era, si no la primera señal de vida, el
primer testimonio de su interés por lo que ocurría a su alrededor. La muchacha no
era una espía, como había supuesto Turichin, ni tampoco, a pesar de que su traje
había sido hecho por un sastre de Varsovia que en otro tiempo trabajó en París, una
extranjera. Poco después de haber sido salvada de entre las ruinas de la casa de la
calle Zabludow, su padre la instaló en un auto, que la había de conducir hasta
Moscú. Pero al llegar a las afueras de la ciudad, el auto fue detenido por unos
individuos de la NKVD y la muchacha continuó el viaje en un camión cargado de
heridos. Atravesaron Wolkawisk y Slonim y continuaron por una carretera atestada de
fugitivos, y las escenas que allí presenciaron, más que algo real parecían
pesadillas propias de Poe. Gracias a su extraordinario salvoconducto, que estaba
lleno de firmas y sellos y en el que se rogaba a todas las autoridades que
prestaran auxilio y ayuda a su portador, con una fiebre muy alta ingresó en el
hospital de Baranowitschi. Las escaleras y los pasillos del hospital estaban llenos
de heridos. Los hospitalizados recibían cada día un trozo de pan y cuatro terrones
de azúcar. Aquello bastaba para que los soldados, que habían llegado desde el Narew
sin probar bocado, se sintieran satisfechos y no quisieran abandonar su sitio. «Si
mañana no han desaparecido, serán fusilados», les dijo el médico. Y los soldados
que todavía podían sostenerse en pie desalojaron el hospital y continuaron su
marcha hacia el Este. Irina Petrowna fue instalada allí. Durante un par de días
estuvo medio inconsciente y todo lo que sucedía a su alrededor se le antojaba un ir
y venir sin sentido. Cuando el médico dijo: «Ya no tenemos sitio para usted; le
daremos un salvoconducto para Moscú», Irina no supo qué contestar. El oficial que
la había acompañado desde Bialystok ya no estaba en la ciudad, e Irina se encontró
completamente sola. El tren en que fue instalada llegó a Minsk cuando el ataque
aéreo de los alemanes. ¿Qué podía hacer? En Minsk tenía a una amiga con la que
había ido al colegio en Moscú y a la que luego había visitado algunas veces. La
amiga se llamaba Lena Klimowskaja.

Irina se fue a casa de los Klimowskaja.

¡Qué aspecto tenía todo aquello! Los uniformes del general estaban tirados por el
suelo, sobre el que se veían montones de libros, cuadros, cartas y carpetas. Unos
individuos de la NKVD recorrían las habitaciones. El general Klimowski había sido
fusilado aquella misma mañana. De pronto, apareció Lena. Estaba pálida y vestía un
traje negro. Le temblaban los hombros. Apenas dijo unas palabras.

—Lena… ¡Qué aspecto tienes! ¡Es horrible todo esto! ¡Tu padre, mi madre!… ¿Qué será
de nosotras?

Un oficial de la NKVD las separó. Irina fue sacada de la habitación. Lena se quedó
junto a la puerta, al final del pasillo. Irina se volvió a encontrar en la calle.
Klimowski había sido fusilado y ahora no se le permitía a ella hablar con la hija
del general. Comenzó a caminar… hacia lo desconocido, hacia la nada.

Llegó a un sótano. Unos chiquillos lloraban. Las mujeres hablaban de sal y de


cerillas, y alguien dijo que los «Halcones de Stalin» estaban en el frente,
peleando contra los alemanes. ¡Aquello era demasiado! Y se echó a reír. Y no
solamente era ella, Irina, la que reía, sino su madre, María Andrejewna, y los que
murieron abrasados en Wolkawisk, y los que perecieron en Baranowitschi. Y desde
Bialystok hasta Minsk todo el pueblo rio con ella. Y aquella risa era como una
liberación; algo que la descargaba de un peso terrible.

Atravesó la Swerdlowskaja y volvió a la estación. ¡Tenía que encontrar una salida!


A fin y al cabo, estaba en posesión de aquel salvoconducto firmado por su padre,
que le permitía llegar hasta Moscú. Pero ya no había ningún tren que saliera de
Minsk y la estación estaba llena de gente. Y aquellas gentes poseídas de pánico que
corrían de un lado a otro parecían un tropel de fantasmas. Irina se fijó en unos
rostros que jamás había visto. Eran rostros demudados, desfigurados por el
agotamiento y el miedo, y también había otros que denotaban una curiosísima
preocupación. Allí había ladrones y asesinos. Y también había allí la madre que
continuaba viendo a su hijo muerto. Había ladrones que robaban lo que podían, y
ella también intentó robar, como los demás. Tenía un hambre atroz y sintió deseos
de abrir la puerta de un vagón y apoderarse de un saco de harina. Se acercó a un
grupo que trataba de subir a un vagón. La puerta cedió y un bosque de manos se
tendió hacia uno de los sacos que había en la plataforma. El saco se rompió y la
harina cayó al suelo. Se levantó una nube blanca y todas las caras quedaron
cubiertas de un espeso polvillo.

Un tren entró en la estación. Los grupos fueron deshechos y otra vez se levantó una
nube de polvo blanco. Era un tren procedente de Baranowitschi. Había viajeros que
iban colgados de las ventanillas y de los estribos. Nadie quería apearse. Los jefes
de expedición renegaban y chillaban, como antes habían hecho sus predecesores.

Irina se volvió a fijar en aquellos ojos que la miraban como si lo supieran todo
acerca de ella: su pena, sus obstinados pensamientos, y su deseo de hacer
desaparecer aquella estación, llena de gente sucia y desarrapada, manchada de
harina. Aquel desconocido, que a ella no se le antojó un extraño, tenía los ojos
azules y el cabello, que le caía por el cogote, y la barba, que también era muy
larga, completamente blancos. Era un hombre viejo, cubierto —tanto el cuerpo como
los pies— con harapos. Pero en sus ojos parecía brillar una luz especial.

Era Schulga. El viejo tenía sus razones para alegrarse al ver aquel desbarajuste en
el que la gente cometía toda clase de atropellos sin que la milicia se atreviera a
intervenir. Schulga no creyó, como Turichin había supuesto, que aquella muchacha,
tímida como un corzo, vestida con un traje de otro país, fuera una espía, ni tan
siquiera una extranjera. «¿Dónde puede hoy haber adquirido una joven semejante aire
de prosperidad, sino en una casa en la que no se haya olvidado el pasado? ¡Pobre
pajarillo! ¡De pronto se te ha roto el nido de cristal donde te criaste lejos de la
brutal realidad! Pero ya veo que también tú podrás resistir el aire libre, y estoy
seguro de que, en último término, te será beneficioso. Tu mirada todavía no se ha
acostumbrado a este diluvio de ahora. Pero tu mirada es despierta y estoy seguro de
que pronto descubrirás una punta de terreno firme y una rama donde podrás posarte
hasta que las aguas hayan vuelto a bajar. Sí; muchos perecían; muchos están a punto
de desaparecer y otros muchos les seguirán, y es lástima que algunos mueran, y
sería una pena que tú fueras uno de ellos. Pero todo sucederá conforme a la
voluntad de Dios. Nuestro Señor ha hecho caer muchas ramas del viejo árbol. Pero
tú, si llegas a caer, caerás en la mano de Dios. Y el viejo árbol continuará
viviendo y de sus ramas brotarán nuevas hojas. Tú misma eres una de estas hojas, y
este hombre viejo que soy yo te mira agradecido, porque a ti, que has nacido en un
invernadero y te has espigado lejos de la sucia realidad soviética, te ha marcado
Dios el rostro con los rasgos de la Rusia inmortal.»

Esto es lo que decían los ojos del viejo Schulga.

Al verle, Irina Petrowna tuvo la misma sensación que se experimenta al saludar a un


pariente cercano que ha llegado a través del mar, y cuando, por fin, salió de entre
el gentío, no se sintió tan abandonada.

DESBANDADA

La división de Bomelbürg avanzaba a marchas forzadas hacia el Este. En el Tschara


atravesó un campo de batalla por el que antes habían pasado los tanques. Entre las
altas espigas había soldados muertos, caballos despanzurrados y cañones hechos
pedazos, cuyas ruedas habían ido a parar a más de trescientos metros de distancia,
en un prado. Una granja había quedado en ruinas. Se decía que allí había el cuartel
general de una división rusa.

Slonim quedó atrás, y al atardecer del día siguiente perdieron de vista la ciudad
de Baranowitschi. La división tenía que detenerse al este de Baranowitschi hasta
que hubieran sido «liquidados» los restos de un ejército ruso que se debatía entre
esta ciudad y Slonim.
Cuando la compañía de Boblink llegó a su destino estaba anocheciendo. Era un
pueblecito abandonado. Muchas casas se habían venido abajo, y las que quedaban en
pie carecían del típico techo de paja. La larga palanca de un pozo se levantaba
tristemente hacia el cielo. La noche fue oscura. Sobre el pueblo y el bosque vecino
apenas se veían estrellas. Los hombres estaban rendidos y enseguida se dispusieron
a dormir. El cabo Heydebreck todavía escribió una carta a la luz de una vela.
Alrededor de la medianoche salió de la cabaña para reunirse con sus compañeros.
Años atrás, hasta que fue prohibido, había sido explorador. Ahora recordaba de qué
manera les habían enseñado a arrastrarse sin ser oídos y cómo aprendieron a
distinguir con perfecta claridad toda clase de ruidos. Se detuvo un momento ante la
puerta de la cabaña y escuchó con atención. El pueblo, con sus pequeñas cabañas,
dormía. Y también dormía el bosque y el prado. Solamente, de vez en cuando, se oía
un «glo-gló» que venía del río. ¿Qué podía ser aquello? Tal vez el viento, o un pez
—no, aquí no había peces—, o una rana. Sí; seguramente era una rana.

Luego todo quedó en silencio.

«Qué tontería —se dijo Heydebreck—; yo he sido mandado aquí para rehabilitarme,
como dice, con mucha elegancia, mi primo Hans; pero no para jugar a los indios.»

Y Heydebreck se alejó de la cabaña y se adentró en la oscuridad.

Aquel «glo-gló» no lo había hecho una rana, sino un hombre que acababa de atravesar
el río por debajo del agua y que ahora se arrastraba sigilosamente sobre el barro
de la orilla. Mientras Heydebreck estaba ante la cabaña, una cabeza surgió de las
aguas. «No tengo tiempo que perder», pensó el hombre, y al salir del agua fue
cuando se produjo el primer «glo-gló». «No puedo entretenerme —pensó el hombre—;
pero si el tipo este no se marcha enseguida, tendré que acabar con él, y quisiera
ahorrarme ese trabajo. Esos alemanes son gente curiosa: en estos momentos el tipo
este debe estar pensando en su Gretchen… Nina, ¿dónde estará Nina? ¿Qué le habrá
ocurrido? Bueno, Nikolai; no es ahora el momento más apropiado para pensar en Nina
o en Gretchen. Voy a respirar tres veces y si luego este tipo no se ha marchado,
sucederá algo…»

En aquel instante Heydebreck se alejó de la cabaña.

Uralow se arrastró como un gato. En la cabaña no tenía nada que hacer. Continuó
avanzando. A lo lejos, vio escurrirse una sombra. Se arrimó a una esquina y se
detuvo. Parecía que los alemanes no pondrían ninguna dificultad a su trabajo. Ante
otra cabaña, en la que seguramente debía estar el mando de la compañía, había un
centinela; pero el soldado, en vez de permanecer a la sombra, estaba a la luz de la
luna, de manera que su silueta se recortaba con toda claridad. Al centinela no se
le había ocurrido protegerse entre las sombras de la noche. Dos soldados
aparecieron en la calle. Uralow los vigiló estrechamente. Si los soldados
continuaban en dirección al río, no tendría más remedio que acabar con ellos; pero
si tomaban la dirección del bosque, los podría dejar marchar. Los soldados se
dirigieron hacia el bosque, como si quisieran dar una vuelta alrededor del pueblo.
«Bien; podéis pasearos con toda tranquilidad; no seré yo quien os moleste.» Todavía
quedaba el centinela. El soldado no opuso ninguna dificultad. El cabo Frobel no se
dio cuenta de con qué rapidez fue pasaportado a la eternidad. Uralow arrimó el
cadáver junto a la cabaña y el camino quedó expedito. Cerca del puesto de mando de
la compañía había una alambrada. En un abrir y cerrar de ojos, Uralow la cortó y se
guardó un pedazo de la misma. Continuó avanzando y cortó una segunda y una tercera
alambrada. Poco rato después había cortado las comunicaciones de la compañía con la
retaguardia así como las que enlazaban con la batería montada, que estaba más hacia
el Este.

Uralow tenía el tiempo contado. Apenas hubo terminado su trabajo cuando oyó
acercarse por la orilla del río un grupo de soldados. Los soldados venían armados
con fusiles ametralladores y manojos de paja rociados con gasolina. En un momento
dado, los hombres se dividieron en dos grupos y comenzaron a acercarse al pueblo
con la misma precaución que antes había empleado Uralow. Sin embargo, se oyó el
choque de unas armas y un ruido a hojalata. El capitán Boblink salió de su cabaña y
dio unos pasos sin saber hacia dónde dirigirse. Se detuvo y luego continuó. Al
llegar al pozo, dos manos le atenazaron el cuello y le apretaron hasta que dobló
las rodillas y cayó al suelo. Todo se hizo sin que en el pueblo se rompiera el
silencio. Y en aquel silencio ya descansaban dos muertos, que no iban a ser los
únicos. Junto al río se oyó un leve rumor de pisadas. Las pisadas dejaron de sonar
sobre el barro de la orilla y se oyeron luego crujir sobre el campo. Y más tarde se
oyó un leve chirriar de ruedas y murmullo de voces ahogadas.

Sin embargo, en el pueblo había otro «explorador». Este «explorador» no había


pertenecido, como Heydebreck, a ninguna organización especial, ni había hecho
ejercicios para distinguir los ruidos de la noche. Pero aquel hombre sabía mucho
acerca de las exploraciones nocturnas propias de los soldados. Se trataba del jefe
de batería Langhoff. Aquel mismo día, cuando montaba junto al sargento primero de
caballería, Langhoff dijo:

—Créame usted: en la guerra, oír es mucho más importante que ver. Es mejor padecer
de la vista que del oído. El soldado que no esté aturdido por un continuo zumbar de
motores, debe distinguir por el ruido la dirección de una granada que cae… Así se
había expresado Langhoff, y Lenke, al oír sus palabras, había asentido con la
cabeza, al tiempo que se atusaba sus grandes mostachos. «Se ve que ha estudiado lo
suyo; pero por lo demás es un jefe bastante formal», pensaba Lenke, quien a la
palabra «formal» le daba un sentido completamente distinto al corriente. Ahora
estaba Langhoff rodeado de sus compañeros dormidos. Cabos primeros, suboficiales,
observadores, telefonistas, radiotelegrafistas, ocho hombres que constituían su
pequeña «sociedad», el alma de toda la batería.

Langhoff se incorporó y se quedó escuchando.

«¡Qué ruido hace el río! Si fuera un estanque, estas sacudidas tendrían razón de
ser; pero aquí… Voy a preguntarle a Lenke.»

La comunicación con la batería estaba cortada.

«Ya lo tenemos.»

Langhoff sacudió al telegrafista:

—Despierta, Emil; el teléfono no funciona.

El telegrafista se despertó y dijo:

—Hace diez minutos que he llamado a la batería y todo estaba en orden.

—¡Ya lo tenemos! Anda, levántate y ve a ver si ha ocurrido algo.

El telegrafista se incorporó, miró a su jefe, dio unos pasos por la cabaña y dijo:

—Podríamos esperar a que amaneciera.

—Estamos en un sitio muy tranquilo —dijo una voz.

—¿Hay alguien que tenga que hacer alguna observación sobre el particular? ¿Saben
ustedes quién es el jefe de la batería?

De pronto una detonación rasgó el silencio de la noche. El disparo sonó al otro


lado del pueblo.

—¡Afuera, afuera! —gritó Langhoff, despertando a toda su «sociedad».

Apenas hubieron salido el telegrafista y el telefonista cuando sonaron, uno tras


otro, dos disparos.

—A estos ya no los volveremos a ver más.

Una ráfaga de fusil ametrallador fue disparada contra una ametralladora alemana,
pero los disparos fueron hechos muy altos y las balas cortaron unas hojas y se
incrustaron en el tronco de un árbol. El servidor de la ametralladora se incorporó.
Langhoff detuvo al hombre.

—Stop; antes tenemos que saber lo que ocurre.

Los soldados estaban desconcertados.

—¿A dónde queréis ir?

—¡Al bosque!

—¡Estúpidos cobardes!… Mientras esos tipos continúen disparando no podemos movernos


de aquí.

Una segunda ráfaga volvió a cortar algunas hojas, que mansamente cayeron al suelo.
No podían permanecer en aquella incertidumbre, y tampoco les era posible enterarse
de lo que sucedía. De pronto, cuando Langhoff pensaba en la posibilidad de enviar a
un soldado para que averiguara de qué se trataba, dejaron de oírse disparos.
Súbitamente se produjo una gran claridad. Y al mismo tiempo, mientras comenzaba un
espantoso tiroteo, ardió el granero que estaba junto a la orilla del Uscha. Y
enseguida, sobre los pocos techos de paja que quedaban en pie, cayó una lluvia de
madejas de paja ardiente, y el pueblo quedó completamente iluminado.

Las llamas iluminaron unos rostros desencajados en los que se reflejaba el estupor
y el desconcierto. Los soldados iban y venían cerca del pozo. Se hubiera dicho que
se trataba de una rara fiesta nocturna. Pero aquellas sombras empuñaban armas
modernas, que disparaban hacia el fondo de la calle.

Otras sombras surgieron en el pueblo. Eran hombres armados con fusiles, bayonetas y
garrotes. Eran muchos y se acercaban en desorden, de una manera confusa. En un
momento dado, sin embargo, aquella masa humana se dividió en varios grupos. Había
allí soldados armados y desarmados, paisanos, enfermos y heridos… y vacas,
caballos, ovejas y más soldados. De las oscuras aguas del Uscha iban surgiendo
nuevos grupos, y nuevas caras aparecían a la luz de las hogueras. Eran los restos
de un Cuerpo de Ejército que trataba de romper el gigantesco cerco por aquel sitio,
donde una sola compañía alemana impedía su paso. Hombres, caballos y carruajes…
irrumpían hacia el Este.

Desde la batalla en el Tschelwianka y en el Tschara, esta era la tercera irrupción


que mandaba el general Narischkin a través de las líneas alemanas. Esta vez se
trataba de los restos de su ejército y de los del tercer ejército de Grodno. Dos
horas después de la medianoche atravesaron el río Uscha, dirigiéndose
apresuradamente hacia el Este. El día les sorprendió en un gran bosque, donde
durmieron durante unas horas.

Al mediodía, el campamento se puso en movimiento.

Iván y Mathwei se estaban desperezando, y Pjotr, por su parte, hurgaba en sus


bolsillos. Tiempo atrás, en aquellos bolsillos había habido trozos de jamón y
mazorca y cigarrillos, suchari y trozos de pan tostado, pero de todo aquello solo
quedaban leves restos entre las costuras de los bolsillos vacíos.

Los bolsillos de los demás estaban tan vacíos como los de Pjotr.

—Así es la vida: a veces estamos hartos y otras, en cambio, no tenemos nada —


filosofó Pjotr.

—Sí; a veces nos sobra la ración de Kapusta, y otras, por el contrario, no tenemos
nada —comentó Mathwei.

—¿Para qué se estará paseando por aquí este cordero?

—Sí; ¿para qué?…

Iván, Pjotr y Mathwei no eran gandules. En un momento degollaron al cordero, lo


despellejaron y, una vez limpio, lo cortaron a trocitos.

Y lo mismo hicieron otros.

Al poco rato de haberse despertado el campamento, se inició una matanza general de


animales, entre los que incluso menudearon las vacas. Y nadie se opuso a ello. Los
oficiales procuraron que la carne fuera repartida de una manera equitativa. También
Narischkin, que todavía disponía de algunos oficiales de su Estado Mayor, recibió
su porción de carne, que Uralow, el jefe de su guardia, colocó sobre un asador.

Poco rato después, Narischkin recibió en su tienda los partes de los exploradores.

—Ya basta, Pjotr Iwanowitsch.

—Estamos en las últimas, Alexei Alexandrowitsch.

—En estas circunstancias es imposible dar nuevas órdenes.

El pueblecito situado frente a las fuerzas rusas acababa de ser ocupado por los
alemanes, cuyas tropas no parecían ser muy numerosas. Los últimos partes indicaban
que los alemanes acababan de tender un cuarto cerco; de manera que no había que
pensar en una marcha organizada hacia el Este. Para ello no contaban con fuerzas
suficientes, ni podían esperar ser auxiliados. Había llegado el momento de dar la
última orden. Disolver las unidades que todavía quedaban en pie. Lo único que se
podía hacer era dividirse en pequeños grupos. Pero el general Narischkin no podía
dar una orden semejante, pues en realidad nunca tuvo derecho a emprender la
retirada, y en aquellos momentos todavía continuaba la ficción de una ofensiva. Y
las tropas se quedaron sin aquella postrera orden, y sin el último saludo.

—Lo único que cabe hacer es sacrificar las bestias, Pjotr Iwanowitsch.

—Ojalá sea Uralow tan buen cocinero como Anna Pawlowna —dijo Semjonow.

—La buena Anna Pawlowna, ¡ojalá haya llegado bien!

—Cuando se puso en camino, las comunicaciones estaban todavía aseguradas.

—Y el sargento que la acompañaba era un muchacho muy listo.

La sensación de ausencia de mando llegó hasta el último hombre. Aquel día se comió
cuanto se quiso, posiblemente como nunca más había de repetirse. Al anochecer se
encendieron muchas hogueras. Lo que hasta entonces estuvo severamente prohibido se
podía hacer con toda tranquilidad. Así, pues, los soldados pudieron sacrificar el
ganado que quisieron y tumbarse luego junto a las hogueras. Al día siguiente cada
cual dependería de sí mismo y tendría que procurar salvarse por sus propios medios.
Narischkin se despertó poco antes del amanecer. Unos hombres estaban cantando a
poca distancia. Narischkin salió de su tienda y se acercó a Uralow, que estaba
sentado junto al fuego. Uralow cantaba La capital de oro. Y cantaba según el viejo
estilo, entonando unas estrofas que el Gobierno había cambiado por otras más
adecuadas al Régimen. Narischkin le invitó a callarse.

—También debes conocer la Canción del peral, ¿no? —dijo Narischkin a Nikolai.

Uralow cantó la Canción del peral.

Antes, cuando Narischkin era joven, se cantaba desde el mar Blanco hasta el
Cáucaso. Pero aquella época hacía mucho que había pasado. Ahora la vida era muy
dura, y las canciones se habían escondido en las catacumbas, bajo el suelo de Odesa
y Kiew, en las grandes serrerías y junto a los inmensos ríos, y continuaban
viviendo en jóvenes como Uralow.

—Un temporal de nieve barre la calle… —propuso Narischkin.

Uralow cantó con su hermosa voz de bajo y se acordó de Nina. Narischkin, por su
parte, pensaba en Lena:

«¿Qué habrá sido de ella? ¿Cómo se desenvolverá sin mi ayuda?»

Como siempre durante aquellos días, Semjonow se imaginaba estar cerca de las ruinas
de la casa de Bialystok:

«¡Pobre Marusja…! Eras demasiado joven para morir. María ha desaparecido. Irina,
empero, ha sido salvada. Irina vive…»

Un temporal de nieve barre la calle.

Por allí va mi amada.

Oye: detente. Oye: detente,

y permíteme, hermosa mía, que otra vez

vuelva a contemplarte largamente.

Una cálida luz llegó con el nuevo día. Los abetos se tiñeron de un suave color
rosado. Narischkin se quedó contemplando a los soldados, que se desperezaban junto
a las brasas de las hogueras. Los soldados se fueron poniendo en pie, recogieron
sus cosas y echaron a caminar. Y todos tomaron la misma dirección. Narischkin se
dirigió hacia la linde del bosque y se quedó contemplando la marcha de los
soldados. Un oficial tanquista, el coronel Morosow, del quinto cuerpo de tanques,
se acercó a él.

—¿Ve usted, camarada general, aquella riada de soldados que marchan de Este a
Oeste?

—Sí; claro que los veo.

—¿Cómo se entiende esto?


—Seguramente ha oído usted hablar de derrotas, ¿no? Pues ahora, Morosow, ya sabe
usted lo que es la guerra.

—¿Hay algún caso parecido a este en la historia de la guerra?

—En el ejército ruso nunca se habían hecho tantos prisioneros, y en los demás
ejércitos, que yo sepa, tampoco.

—¿Son acaso los prisioneros de Stalin que van en busca de la libertad?

—Es una pregunta muy difícil de contestar. En el Oeste encontrará usted la


respuesta.

Los soldados parecían una riada que continuamente estuviera recibiendo nuevos
afluentes. Detrás de cada árbol y de cada mata surgía un soldado. Por la carretera
avanzaba una impresionante masa de hombres.

—¿Cómo se comportarán allí todos estos hombres? —dijo Narischkin—. De esto depende
nuestro porvenir y también el del Oeste.

—Se acaba de abrir un abismo entre el pueblo y el Gobierno —dijo Morosow, y echó
una larga mirada a la columna sin fin que marchaba hacia el cautiverio—. ¿Es este
el camino? —preguntó al cabo de unos momentos.

Narischkin no le contestó.

—¿Qué va usted a hacer, general Narischkin?

—El alma nacional puede levantarse de nuevo.

—En tal caso, Rusia tendrá otro Gobierno.

Morosow volvió a quedarse sin contestación.

—¿Qué va usted a hacer, general Narischkin?

—Aceptaré mi destino.

No había más que decir. Morosow se separó del general. Se marchó sin saludar a
Narischkin, pues su camino era diferente al de su jefe. Morosow había visto a su
unidad vencedora y derrotada. En compañía de su pequeño grupo había recorrido más
de cuatrocientos kilómetros a través de campos y bosques y pantanos. Y durante todo
aquel tiempo no hubo ninguna diferencia entre soldados y oficiales, ni se produjo
ninguna intervención de tipo político. Pero en los momentos difíciles, él era quien
había asumido el mando y la responsabilidad.

«Mientras no hemos querido caer prisioneros no han podido cogernos —se dijo—. Y si
ahora nos entregamos es porque así lo queremos.»

Morosow llegó a la carretera, dio un paso en la misma y enseguida fue engullido por
la inmensa riada humana que se dirigía hacia el Oeste.

Aquella impresionante cola que serpenteaba hacia las líneas alemanas avanzaba sin
ninguna clase de protección armada. Sin embargo, pequeños grupos formados por tres
o cuatro hombres y soldados aislados partieron hacia el Este. Miles de combatientes
se decidieron a atravesar los grandes pantanos que se extendían desde el Wasa hasta
el Beresina.

También Narischkin tomó su camino. Con él estaban Pjotr Iwanowitsch Semjonow y el


capitán Uralow, cuyo nombre era Nikolai y que carecía de apellido, y dos soldados:
Iván y Antón.

Aquel día habían avanzado bastante y confiaba en que, llegada la noche, protegidos
por la oscuridad, podrían descansar en una zona pantanosa. Ante ellos tenían un
cruce de carreteras, en el que vieron un coche detenido. Sin duda se trataba de un
coche soviético procedente de Minsk o de Lomscha. En uno u otro caso, no dejaba de
ser curioso que el coche viniera en dirección contraria a la de los fugitivos. Sus
ocupantes parecían estar indecisos en continuar por donde iban, pues detuvieron el
coche y hablaron con unos soldados, a quienes dejaron con la palabra en la boca. Y
al poco rato pararon ante el grupo de Narischkin.

Del coche descendieron un comandante, un capitán, el conductor y dos soldados.


Narischkin y Semjonow comprendieron al momento de qué se trataba. El comandante no
necesitó presentarse como oficial de la 7.ª «Sección Especial».

Sin embargo, así lo hizo.

—Alexei Alexandrowitsch Narischkin y Pjotr Iwanowitsch Semjonow: vengo de Moscú y


traigo una orden del Comité de Defensa, que debo ejecutar en el acto.

El comandante estaba tan nervioso como si fuera él quien hubiera de ser fusilado
sobre la carretera. El teniente general Koroblow, el capitán general Pawlow, el
general de brigada Klimowski, el general Gregoriew…, ahora les tocaba a Narischkin
y a Semjonow. Y la lista —y esto bien lo sabía Narischkin—, no se había terminado
todavía. Y también sabía que ninguno de los acusados era traidor a la patria; que
ninguno era culpable. Pero una gran culpa se cernía sobre el país y algunos tenían
que pagar.

El comandante casi perdió la voz y quizás a causa de su creciente inseguridad


comenzó a hacer una serie de observaciones completamente inútiles. Y mientras
hablaba pensaba en sus acompañantes; es decir, en el capitán, en el conductor y en
los dos soldados, que le estaban escuchando e incluso observaban sus más pequeños
movimientos.

—¡Ha dejado usted de ser general, Narischkin! ¡Ha dejado usted de ser coronel,
Semjonow!

Luego leyó la fórmula:

«El capitán general Alexei Alexandrowitsch Narischkin ha sido declarado culpable de


alta traición. Por orden del Estado Mayor General de la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas, el culpable será inmediatamente degradado y destituido del
cargo que ocupa.

»El paisano A. A. Narischkin será condenado a muerte por traidor a la patria. La


sentencia será ejecutada por el oficial enviado de la 7.ª Comisión Especial. El
cumplimiento de la misma será inmediatamente comunicado a la 7.ª Sección.»

A continuación el oficial leyó a Pjotr Iwanowitsch Semjonow un documento igual.

—Antes fumaremos un cigarrillo, Pjotr.

La orden decía que la sentencia debía cumplirse inmediatamente y no se refería a la


concesión de ninguna gracia especial. Allí estaban los testigos: el capitán, el
conductor y los soldados. El comandante estaba fuera de sí a causa del nerviosismo.
El oficial de la 7.ª Sección Especial tenía la mirada fija en Narischkin, que en
aquel momento ya no era capitán general, sino un sencillo paisano. Narischkin sacó
la petaca del bolsillo, la abrió y ofreció un cigarrillo a Semjonow.

—Solo una para los dos —gritó el comandante. En realidad, el comandante no


comprendió cómo pudo haber concedido aquella gracia que no se acostumbraba otorgar
en aquellos casos. Tenía que haber prohibido aquello. Pero de todos modos se
tranquilizó pensando que un cigarrillo para los dos condenados era cosa de poco
tiempo. La oscuridad fue envolviendo los campos y los bosques, a través de los
cuales ya se habían infiltrado las avanzadas alemanas.

—Un cigarrillo para los dos, ya está bien, Pjotr.

Narischkin ofreció lumbre a Semjonow, el cual dio una chupada al cigarrillo, y se


lo devolvió a Narischkin.

—¿Te acuerdas, Pjotr, de Nicolajewsk, aquel viejo de las manzanas?… Estuvo bien, y
entonces sí que ganamos. El rostro del comandante tenía un tinte ceniciento.

—María Andrejewna estaba maravillosa el día de la última recepción, con su vestido


de seda amarilla. ¿No era amarilla?

—No tenía ningún vestido amarillo —dijo Semjonow, y se sonrió a causa de los
fraternales esfuerzos de Alexei.

—De los ochocientos mil hombres, solo cien mil habrán podido salvarse.

Alexei Alexandrowitsch miró hacia las copas de los abetos. El cielo estaba rojo,
pero no a causa de los incendios, como otras veces, sino por efecto del ardiente
ocaso.

—La primera resistencia se organizará en el Beresina y después, quién sabe si


tendrán que hacerse fuertes en el Dniéper. Desde hacía cinco años sabíamos lo que
había detrás nuestro, Pjotr.

¿Qué le ocurre a Uralow? El pobre muchacho está como si fuera a echarse a llorar.
Narischkin le había propuesto para una orden, y esa recompensa ya no le sería
otorgada. El general pensó darle su propia estrella como un recuerdo suyo; pero
luego, creyó que recibir una orden de manos de un traidor a la patria era algo que
no podía beneficiar a Uralow.

Semjonow pensaba en Marusja e Irina. Irina se parecía mucho a su madre. Había


nacido en Moscú, pero semejaba una cosaca, y en su frente parecía fulgir el brillo
del mar de Azov.

—Un cigarrillo es demasiado largo y el final sabe siempre a amargo —dijo Alexei
Alexandrowitsch.

—Nu, vo —dijo el comandante, algo tranquilizado.

—Siempre hay que cargar con las culpas. Y como en esta ocasión la culpa es muy
grande, muchos son los que deben apechugar con ella.

Semjonow era un hombre instruido, tenía un buen carácter y era un ejemplar padre de
familia. Narischkin, por su parte, era un excelente natschalnik, un jefe nato, un
hombre a quien le gustaba beber, pero que nunca se emborrachaba…

Nikolai Uralow se quedó desconcertado. En su interior, la noche era mucho más


oscura que esta que ahora descendía sobre las copas de los árboles.
ENCUENTRO

Irina Petrowna no fue la única en disparar. Su falda estaba rota de arriba a abajo,
pero ella no lo sabía… Aprisa, aprisa… Un muchacho entró en el almacén. Ella le
cogió la pistola y disparó. Disparó contra rusos, bielorrusos, paracaidistas
alemanes, miembros de la NKVD e incluso sobre las víctimas de estos. No sabía, en
realidad, contra quién disparaba. De pronto, le pareció sentir una horrible
detonación dentro de su cabeza. Se tambaleó y estuvo a punto de caer al suelo. Se
vio envuelta en una espesa nube de polvo, y sintió necesidad de pegar y de matar…
Irina disparaba su pistola contra un tren de avituallamiento cuyos vagones estaban
pintados de blanco y contra una manada de lobos que corría junto al tren y trataban
de subir a él. De repente, los vagones comenzaron a arder. ¿Es que el tren había
sido bombardeado? ¡Quién podía saberlo! El griterío de las personas dejó de ser
algo humano. En cada vagón había cincuenta presidiarios. No; no eran presidiarios,
sino detenidos de la NKVD, entre quienes era imposible distinguir a los criminales
de los políticos. Porque, ¿no es criminal que la Tarakanowa se procurara un poco de
harina para sus hambrientos hijos, y no es algo criminal que el cerrajero Scherba
se permitiera, en una comida de los empleados del ferrocarril, expresar su sorpresa
de que cada año hubiera menos carne en el banquete? En cada vagón había cincuenta
detenidos, y el tren se componía de setenta vagones.

Los miembros de la NKVD sacaron a los detenidos de sus celdas y los comenzaron a
fusilar en el patio del Ministerio del Interior. Y cuando el patio estuvo lleno de
cadáveres, los fusilamientos continuaron en las mismas celdas. Otros detenidos que
estaban en el cuartel de la calle de Carlos Marx y una serie de trabajadores,
ingenieros y técnicos que, en calidad de «elementos inseguros» se les apresó en sus
propias casas, fueron conducidos tras la pared del Parque, donde se les fusiló.

Luego quedaron aquellos cuatro mil quinientos hombres que habían de ser
transportados hacia el Este, y ahora, debido al bombardeo, el tren no podía
abandonar la estación y los detenidos tampoco podían ser conducidos a la pared del
Parque. Los guardias de la NKVD no sabían qué hacer, pues las comunicaciones con
sus jefes estaban cortadas y no había manera de recibir nuevas órdenes. Y cuando
las primeras bengalas alemanas cayeron sobre Minsk y comenzó el bombardeo, muchos
de ellos se dieron a la fuga.

Irina Petrowna arrojó la pistola. El tiroteo, empero, continuó. Los grupos de


fugitivos se arracimaban a uno y otro lado y gritaban, maldecían y lloraban. En los
estribos de los vagones y entre las vías había maletas, sacos y cestos. La gente,
que desde hacía una semana deseaba abandonar la ciudad, se abalanzó a los trenes.
Los que ya estaban instalados en los vagones ayudaron a subir a los recién
llegados. Hombres y mujeres se apiñaron en las plataformas y se encaramaron a los
techos. Oficiales sin gorras, mujeres y niños, ingenieros, soldados con uniformes
destrozados, oficiales rusos vestidos de paisano se atropellaban unos a otros.
Dentro de los trenes se comenzó a disparar. Nadie distinguía al enemigo, y cada uno
disparaba o pegaba a quien se le ponía delante.

Kasanzew descubrió al secretario del Partido de Grodno que había abandonado la


columna de camiones con la que salió de su ciudad. Kasanzew observó que aquel
individuo buscaba a alguien, pero no pudo saber a quién, pues una riada de gente le
empujó hacia delante. Al cabo de unos momentos, Kasanzew vio a Subkoff, al
intendente Turichin y a Antón y Kiryll, el primero de los cuales llevaba la cabeza
vendada, y el segundo, se apoyaba en un bastón.

La muchedumbre corría de un lado a otro, pero cada una de aquellas personas parecía
haber perdido el camino que pudiera librarle del círculo infernal en que se movía.
Todos chillaban y rugían como bestias, y sus gritos, ahora que las bombas habían
dejado de caer, parecían mucho más fuertes que antes. El mayor griterío partía de
los vagones envueltos en llamas. A causa del fuego, muchos de los condenados a
muerte pudieron salvarse. Habían soportado la tortura de los interrogatorios
oficiales, habían escapado a los fusilamientos colectivos y, finalmente, no habían
perecido en el incendio del tren, y nadie como ellos había pensado menos en la
posibilidad de volver a la libertad. Ahora, sin embargo, rompían con los puños las
encendidas paredes de los vagones y salían al exterior y huían… hacia el Oeste, en
busca de las tropas alemanas.

El viejo Schulga se imaginó ver una serie de fantasmas. Cuanto más se acercaba a
Minsk, más frecuentes eran esas visiones. Pero ¿cómo podría reconocer entre las
masas de fugitivos a Ponomarenko —no al secretario general del Partido Comunista de
Bielorrusia, sino a su antiguo yerno, el antiguo propietario de un molino— y a su
hija Lena? Aquel encuentro era algo imposible. Junto a él, el viento arrastró un
desperdigado montón de hojas secas, y Schulga vio cómo las hojas se perdían en la
oscuridad, únicamente si Dios conducía a Ponomarenko y a Lena hacia él, los
volvería a ver. Pero Dios condujo al viejo Schulga hacia Irina Petrowna. Y Schulga
llegó a ella en el momento preciso para apartarla de una desgracia cierta.

El intendente Turichin la había tomado contra Irina. Turichin creía que ella era la
responsable del pánico colectivo que se había desencadenado y que era, además, la
causa de todas sus desgracias personales. Y Turichin quería que Irina pagase las
desventuras que le afligían y las grandes desdichas de los demás.

Turichin había andado muchos kilómetros hacia el Este y bastante antes de llegar a
Minsk, completamente destrozadas las botas, había tenido que andar en calcetines.
Cuando se dirigía a Rutschnaja se le ocurrió ir primero a Kolodischtsche, y dar
cuenta allí de lo que estaba sucediendo. Entre la gente que se apelotonaba sobre
las maletas y sacos de los camiones, no había ningún general, ni tampoco ningún
oficial de graduación. Con bastante escepticismo, un juez militar se había hecho
cargo de la situación, aceptando una obligación penosísima. El juez había ordenado
la evacuación hacia Rutschnaja. Durante un bombardeo, todos habían corrido hacia el
bosque vecino, y luego, al volverse a reunir, únicamente se presentaron catorce
hombres, entre los cuales un médico militar de tercera clase era el de mayor
graduación.

Durante el camino en dirección de Kolodischtsche, donde debían encontrar al


comandante de la plaza de Minsk, el grupo todavía quedó más reducido. Solo quedaron
seis hombres, que él condujo a Krasni-Orotschi, donde debía haber una división.
Pero en Krasni-Orotschi únicamente encontró algunos oficiales de la Plana Mayor de
la división, que le expidieron una orden de marcha. En un bosque, a unos dos
kilómetros de aquel pueblo, encontraron montones de picos, palas y uniformes. Cogió
un fusil y se llenó los bolsillos de municiones. Pero al volverse hacia los demás
se encontró con que solo quedaban dos hombres. Tenía orden de presentarse a una
división de tanques que en aquel momento, según le había dicho, avanzaba por la
autopista de Minsk a Mogile. Sin embargo, en la autopista no encontró a nadie, y
llegó solo a Minsk, pues sus dos acompañantes le abandonaron mucho antes de
alcanzar la ciudad. Por todas partes, en Kolodischtsche, en Rutschnaja, en Krasni-
Orotschi y en la carretera, le fueron pedidos sus papeles y tuvo que oírse decir
cosas realmente desagradables. Un hombre que ha perdido a su unidad puede ser un
desertor, un agente o un espía. Ahora tenía un fusil (sus bolsillos estaban
repletos de municiones, que a cada kilómetro le pesaban más) y una orden de marcha;
pero esta orden especificaba que iba acompañado de siete hombres y, sin embargo, se
hallaba solo. ¿Cómo iba a presentarse? Hambriento, cansado, casi convertido en un
desertor y en un ladrón, llegó a la estación de Minsk, en la que reinaba un
espantoso desorden. «¿Por qué no dejarán salir los trenes de esta estación si la
línea Minsk-Moscú está libre? ¿Por qué permanecían los trenes en aquella estación?
Las gentes se encaramaban a los techos de los vagones y se peleaban a muerte, para
conseguir un lugar en los trenes. ¿Por qué sucedía todo aquello? Porque en todas
partes había infinidad de traidores y de espías.» Turichin descubrió a Irina
Petrowna, cuya falda estaba desgarrada y en cuya mejilla aparecía una gran tira de
tafetán. Aquella vez no había de escapársele la espía. La cogió por el brazo y la
condujo ante un tribunal.

El tribunal estaba compuesto de gente diversa: un operador de cine, a quien no se


le había entregado el salvoconducto para volver a Moscú; actores del teatro judío;
estudiantes; una madre que había ido a Minsk en busca de un hijo que tenía
hospitalizado; comerciantes; carteristas y trabajadores de la estación.

—¡Es una espía! ¡Ha estado repartiendo hojas clandestinas!

Un habilitado cojo hacía las veces de fiscal. La muchacha estaba pálida y sus ojos
tenían la expresión que se suponía propia de los traidores.

—¡Y ha hecho cundir el pánico en los sótanos de las casas!

—¡Déjala en paz! Vas a romperle la muñeca —dijo uno de los trabajadores de la


estación.

Pero Turichin —que ahora empuñaba un fusil y tenía los bolsillos de los pantalones
llenos de municiones— había sido considerado una docena de veces como espía y
quería vengarse. Turichin tenía los pies cubiertos de llagas de tanto andar, y
además había sufrido las artes de alguna serpiente como aquella que había cogido.

Las emprendió contra el trabajador.

—¿Qué te has creído? ¿Quién eres tú en realidad? ¿Quieres convertirte en defensor


de una espía? Pues primero empieza por mostrar tu documentación. No, a mí, no;
enséñasela a estos dignos ciudadanos soviéticos.

Los empleados del ferrocarril murmuraron. El operador de cine, una actriz e incluso
la desgraciada madre asintieron con la cabeza. Y los salteadores de Komarowkabazar
estaban a punto de abalanzarse sobre la muchacha.

De pronto, como surgido de la tierra, apareció un anciano andrajoso y de cabellos


blancos. El anciano llevaba la vestidura propia de los patriotas, pues tenía el
aspecto de ser el más pobre de entre los pobres.

—¡Hija mía! —exclamó el viejo, y luego, dirigiéndose al tribunal, dijo—: De todos


mis hijos e hijas, solo me ha quedado ella. Dios la ha guardado y ahora me la
devuelve en esta hora. Nadie ha de quitármela.

—¡Es su hija! —confirmó un sargento.

Era el sargento Subkoff, que había podido escabullirse de la estación y que en


aquel momento acababa de reconocer al viejo Schulga y a Turichin, en compañía del
cual había estado oculto dos días antes en un sótano de Minsk, donde ya oyó unas
disparatadas suposiciones acerca de la chica.

—¡Si no desapareces enseguida, te voy a saltar los dientes! —gritó Subkoff a


Turichin. Y dirigiéndose al tribunal, le dijo—: Conozco a este tipo: desde hace un
par de días aparece por aquí y se dedica a acusar a personas honradas.
La opinión de las gentes cambió súbitamente y Turichin cayó en desgracia. Sin
embargo, podía considerarse contento de librarse de aquella situación sin recibir
ninguna paliza. Nadie se opuso a que el viejo Schulga se marchase con la muchacha.
Era la noche en que los alemanes encendieron cien luces blancas sobre Minsk. La luz
cegadora caía sobre los altos edificios incendiados del centro de la ciudad, y
sobre el intacto palacio de los pioneros, y sobre los montones de ruinas de la
Swerdlowskaja, y sobre la inmensa fábrica abandonada del Ministerio del Interior, y
sobre los rostros de los cadáveres que yacían en el patio central y en los patios
traseros del Ministerio, y sobre los montones de cenizas de las viviendas del
extrarradio. Y bajo aquella luz sin sombras que hacía visible a cada rata que
cruzaba las calles, Schulga e Irina se dirigían hacia la Komarowka, donde el viejo
tenía un refugio seguro.

Schulga dio a Irina un trozo de pan, y aquel pan, que casi resultaba simbólico, fue
lo primero que Irina comió desde Bialystok, o mejor dicho, desde el hospital de
Baranowitschi, donde todos los días recibía, por toda alimentación, una rebanada de
pan y cuatro terrones de azúcar.

La luz blanca llegaba hasta el sótano, en el que un bielorruso había instalado un


pequeño taller para reparar cocinas, lámparas de petróleo y cosas semejantes. Un
profundo silencio pesaba sobre las ruinas y descendía hasta lo más profundo del
sótano. El viejo se contentó con lo poco que Irina contó de sí misma. Repetidamente
inclinó la cabeza como si estuviera al corriente de todo. Y bajo aquella luz
cegadora y en aquel tremendo silencio en que sus palabras resonaban como si
hubieran sido pronunciadas por un gigante o por algún espíritu de la antigüedad,
Irina se durmió. Y tras una semana de pánico, también el pueblo de Minsk durmió
aquella noche. Los miembros del Partido y del Gobierno habían huido, y las
patrullas que noches antes discurrían por las calles no volvieron a aparecer. Por
último, las unidades especializadas del Ejército y las tropas de la NKVD, fueron
evacuadas. Y Minsk se convirtió en la tierra de nadie.

Los alemanes estaban ante la ciudad. Comparecieron a la mañana siguiente.

Primero se presentó la infantería motorizada y tras ella entró la artillería y


finalmente, cubiertos de polvo, los tanques irrumpieron por las calles de la
capital.

—¡Los alemanes! ¡Los alemanes!

La noticia corrió en un santiamén por todos los sótanos. Pero la gente no se movió
de sus escondrijos, pues ya había habido demasiadas víctimas cuando los bombardeos.
La población no solo estaba atemorizada a causa de las noticias que retransmitía
Radio Moscú, sino que además tenía noticias de los fusilamientos en masa que
llevaban a cabo las tropas de las S.S. Y a los soldados alemanes les hizo el efecto
de entrar en una ciudad muerta.

—No hay combates… Las unidades soviéticas han sido totalmente evacuadas… Los
alemanes atraviesan pacíficamente la ciudad.

Poco a poco las gentes fueron saliendo de sus escondrijos. Y cuando los tanques
atravesaron la Sowjestkaja, ya había mucha gente en las calles.

Lena Jegorowna, la mujer de un ingeniero, se encontraba también allí y a su lado


estaba su vecina, una dentista, y más allá estaba Molokowa, asistenta en una
fábrica de cocinas.

—Tenía que suceder así; no podía ser de otra manera.


—Los koljosianos no piensan defender a los soviets.

Durante el bombardeo, la dentista había huido a Zeplonia, y luego regresó a Minsk.

—En Zeplonia, los soviets arrasaron las chozas de quienes no quisieron ingresar en
el koljoz.

—Lo mismo sucedió en mi pueblo —dijo la Molokowa.

—Los hombres han sido movilizados y las mujeres se han quedado sin casa.

—La vida fue muy dura en la ciudad. Sí; para los trabajadores y para los técnicos,
la vida, en verdad, fue muy dura; pero para los campesinos se convirtió en un
verdadero infierno.

—¿Es que entre los alemanes solo hay oficiales? ¡No se ve ni un soldado!

—¡Todos estos son soldados!

—Pues llevan los cabellos largos y visten espléndidos uniformes.

—Los nuestros van con el cabello cortado al rape.

—Y van tan sucios y sudados que los puedes oler a un par de kilómetros de
distancia.

Los tanques rodaban por las calles de la ciudad. Sudor, aceite y polvo. Los
tanquistas tenían las caras llenas de suciedad. Muchos de ellos iban sentados sobre
los tanques. Habían vivido muchas experiencias bélicas y estaban preparados para
cualquier sorpresa. Al entrar en la capital, los soldados debían hacer frente a
todas las eventualidades, había ordenado el jefe de las fuerzas. Pues la actitud
expectante de la población civil no era de fiar. Olía a casas quemadas y a muertos.
No se veía mucha gente. Solamente en las esquinas había pequeños grupos de
curiosos. Luego, a medida que fueron adentrándose en la ciudad, aumentó el número
de espectadores, que eran oficinistas, trabajadores, penados envueltos en harapos,
mujeres, soldados que se acababan de vestir de paisano y empleadas de fábrica.

Al pasar, los soldados alemanes agitaban los brazos y las muchachas les
contestaban.

El teniente coronel Vilshofen asomaba por la torreta de un tanque. Vilshofen miraba


hacia los últimos pisos de los grandes edificios, y luego, bajando la vista, se
fijaba en los grupos de ciudadanos que se habían aventurado por las calles. Rusos,
siberianos, asiáticos… Una docena de pueblos se hallaban representados en Minsk.
Algunos hombres vestían correctamente; otros, en cambio, iban cubiertos de harapos.
Y los mismos contrastes que se observaban en el vestir se patentizaban en los
rostros. Era aquel un país inquietante, habitado por gentes incomprensibles. En los
pantanos de Bobr, los rusos habían escapado sin combatir, ocultándose en los
bosques y dejando tras sí una compañía de tanques pesados, y en el Tchelwianka se
habían arrojado contra los tanques empuñando botellas de líquido inflamable y
agitando los puños, y así, indefensos, atacaron en tan grandes oleadas que las
máquinas automáticas no daban abasto; y ahora, hacía un par de horas, en el pequeño
pueblo de Zeplonia, les acababan de ofrecer pan y sal y les habían obsequiado con
fresas y leche, y muchos se arrojaron a sus pies, y las muchachas, por su parte,
les echaron flores. Ahora los volvía a encontrar aquí, en las calles de Minsk,
donde no manifestaban el mismo entusiasmo que en los pueblos, pero donde, al fin y
al cabo, agitaban sus brazos en señal de saludo. Vilshofen se fijó en un rostro.

Era una muchacha de rostro pálido y negra cabellera, que llevaba a un niño en
brazos y que permanecía inmóvil y callada; pero su rostro no expresaba odio. Su
mirada, que a Vilshofen le penetró muy adentro, parecía formular la misma pregunta
que una y otra vez le habían hecho, arrojadas a sus pies, otras personas, y que a
él no le era posible contestar. ¿Podía, en realidad, contestarse a aquella
pregunta? Ahora no tenían más remedio que irse adentrando por aquel país, cuyos
caminos estaban llenos de sangre…

EL «ISLOTE» 057

Anna Pawlowna, la antigua cocinera del general Narischkin, que acababa de ser
fusilado, ya no necesitaba hacer ningún comentario más a la respuesta que, en el
campamento de Wolkawsk, le dio el general cuando le dijo que en la guerra unas
personas morían de una manera y otras de otra.

Mientras se dirigía hacia el Este procuraba hablar lo menos posible. Había avanzado
por caminos polvorientos, de charcas secas y bajo las bombas de los «Stukas». En
Stolpce se había encontrado metida en una bolsa de tanques, y en Kodjanama, en
medio de una batalla.

—¡No continúes por aquí! —le dijo un soldado—. Si te asomas por esta colina, vas a
llegar al cielo antes de lo que seguramente deseas, Babushka.

A sus cuarenta años ya no era precisamente una Babushka, pero el consejo era
acertado. Así, pues, rodeó la colina sobre la que llovían las balas; pero debido a
que los rusos disparaban hacia el Este y los alemanes hacia el Oeste, sin darse
cuenta y tras haber dado un largo rodeo, se metió en una bolsa de tanques. Si el
pobre Alexei Alexandrowitsch hubiera podido recibir un cable de Anna Pawlowna se
habría enterado de que mientras se quejaba del catastrófico servicio de información
y todavía tenía esperanzas de que los soldados que peleaban en el Tschara y en
Tschelwianka pudieran volver sus estrellas hacia el Oeste, los tanques alemanes les
había cortado la retirada en Slonim, Lesna y Stople.

Ahora, tras aquellas experiencias del viaje, Anna Pawlowna ya sabía que los hombres
podían morir de dos maneras, y en Krupka, dentro de poco, tendría noticias de una
tercera manera de morir. Krupka estaba a unos cincuenta o sesenta kilómetros.

Hasta Borissow había llegado sin novedad. Aunque ya no era la cocinera del general,
Anna Pawlowna continuaba inspirando respeto a todo el mundo, pues siempre había
sido amable y nadie podía decir nada en contra suya. Para los soldados rojos no era
más que una limpia y hacendosa ama de casa, una vecina del pueblo, y los tanquistas
alemanes la habían dejado pasar dos veces: una en Lesna y otra en Stolpce y Minsk;
pues Anna Pawlowna parecía una campesina rusa que, dada su limpieza y pulcritud,
acabara de dejar su casa. Su salvoconducto le permitía franquear todos los puestos
de la NKVD, y en algunos sitios hasta recibió una pequeña ayuda para el viaje. Cada
vez creía haber pasado lo peor y haberse alejado del teatro de operaciones; pero
enseguida se daba cuenta de que nada había cambiado y de que los caminos
continuaban llenos de hambrientos fugitivos que se dirigían, igualmente
desesperados que ella, hacia el Este.

En Borissow se hizo nuevas esperanzas. Muchas señales indicaban que se encontraba


en un punto vital del frente. También aquí los «Stukas» iban y venían por el cielo,
y también aquí caían las bombas sin cesar. Desde la carretera, Anna Pawlowna vio el
fuego de las casas y olió la madera quemada. Pero grupos de soldados soviéticos
estaban tratando de apagar el fuego. Aquello era una novedad. Por primera vez,
además, vio una columna de soldados marchando en perfecta formación y
convenientemente equipada. Aquellas eran las tropas de que se había hablado en el
Estado Mayor de Narischkin. Venían de Moscú y su misión era detener al enemigo. Por
fin, dentro de poco se alejaría definitivamente de la zona de guerra y se
encontraría donde todo marchara de una manera ordenada y normal.

El puente sobre el Beresina había sido destruido. La gente debió abandonar la


carretera, dar un rodeo y, a través de un viejo puente de madera, entrar en la
ciudad por la parte vieja de la misma. Cuando los fugitivos marchaban sobre el
viejo y astillado piso del puente, fueron alcanzados por una columna de coches. Las
mujeres —muchas de las cuales llevaban criaturas en brazos—, los viejos y los
soldados heridos se echaron a un lado. Todavía era claro, y los fugitivos se
percataron de que aquella columna era algo realmente extraordinario. Había allí
grandes camiones y coches elegantísimos, en los que viajaban tan altos personajes,
que los soldados del control no se atrevían a pedirles su documentación.

Un nuevo ataque aéreo se acababa de desencadenar sobre Borissow.

Los fugitivos formaban cola ante el control, donde mostraban sus salvoconductos.
Los coches y los camiones se dirigieron hacia un bosque cercano, y allí, al abrigo
de las bombas, se detuvieron. Cuando los primeros fugitivos llegaron al bosque, los
hombres que iban en los coches ya se habían apeado y, bajo los árboles, formaban
pequeños corros. Eran gentes limpias, bien vestidas, muchas de las cuales lucían
hermosos abrigos de piel. Cada uno de aquellos hombres llevaba un par de pistolas
al cinto, del que, además, pendían cuatro o cinco bombas de mano. Algunos parecían
dispuestos a disparar sus pistolas de un momento a otro. Pero lo que más llamaba la
atención no eran los uniformes ni el armamento, sino el aspecto de aquellos
individuos. Caras brutales y recias nucas que, comparadas con las de los fugitivos,
parecían pertenecer a una raza especial de hombres.

Un sargento herido recogió del suelo una colilla de kasbeck. Aquello eran los
restos de un cigarrillo extraordinario. El sargento deshizo la colilla y vio que en
un extremo de la misma, dentro de una boquilla de cartón, había un poco de algodón
perfumado, que sin duda servía de filtro. ¿De dónde venían aquellas gentes? Nunca,
en ningún sitio, se habían visto reunidos tantos coroneles y tantos generales.
Seguramente debía haber unos ciento cincuenta o quizás unos doscientos.
Posiblemente se trataba del mando de la «División Proletaria» de Moscú. Sí: era
seguro que aquella gente venía de Moscú y, quizá, del Kremlin. Tenían aires de
grandes señores y, desde luego, se comportaban como tales. Los fugitivos no
pudieron contemplar mucho rato a aquellos raros ejemplares de la sociedad
soviética, ni hacer largas consideraciones sobre los mismos; pues los conductores
de los coches y de los camiones, que no ahorraban los insultos, les hicieron seguir
a empellones hacia delante.

—¿Cómo ha llegado usted hasta aquí y qué desea? —le preguntó un oficial a Anna
Pawlowna.

—Me dirijo a Gschatsk. Allí tengo mi casa.

—¿Lleva usted documentación? ¡Enséñeme sus papeles!

Anna Pawlowna mostró al general de brigada su salvoconducto, así como un documento


firmado por el general Narischkin. El general de brigada examinó el salvoconducto y
se lo devolvió. Aquel hombre también tenía una mano ancha y potente, como las de
Narischkin, pero estas no estaban tostadas por el sol, sino que eran blancas y algo
fofas.
—Bien; ¿de manera que ha sido usted cocinera del capitán general?

—Del capitán general Narischkin.

El oficial la miró con detenimiento.

—No puedo ofrecerle un puesto de cocinera; pero venga usted conmigo. De momento
puede usted sernos útil —dijo el general, y enseguida pensó: «Es una mujer
sencilla, no mal parecida y limpia. Quizá surja una oportunidad para emplearla
definitivamente…; no iría mal durante este aburrido viaje.»

—Venga usted; la voy a presentar al intendente.

La llevó a la cocina de campaña, donde se estaba preparando la comida. Anna


Pawlowna comenzó a ayudar. Llenó unos termos de cacao, chocolate y café. Puso unas
rebanadas de pan, unos trozos de carne fría y unos palomitos asados sobre unas
bandejas, que inmediatamente fueron servidas a los oficiales. No podía ser que se
tratara de un Estado Mayor. Aquella gente llevaba demasiadas armas y ninguno de
ellos hacía recordar a Anna Pawlowna a Narischkin, que también era, como aquellos
individuos, un hombre duro, y ninguno de ellos le hacía recordar tampoco a Utkin,
ni a Semjonow. Los oficiales de «su» Estado Mayor tenían otros rostros y miraban a
las personas de frente; pero estos, en cambio, parecían no reparar en nadie.

Se le permitió continuar hacia adelante con ellos. Y cuando, ya de noche, la


columna se puso en movimiento, Anna Pawlowna se encontraba instalada en un camión.

Los camiones rodaban por la autopista de Minsk-Smolensko. La columna avanzaba


despacio. Cada dos o tres kilómetros, y muchas veces cada cien metros, los camiones
se detenían. De vez en cuando, pasaban junto a un tanque despanzurrado, un caballo
muerto, un coche incendiado y montones de rodillos de cable. En sentido contrario
avanzaban columnas de infantería, tanques y cañones que se dirigían hacia el
frente. A medida que Anna Pawlowna iba adentrándose en la retaguardia, se fue
encontrando más segura.

Al cabo de muchas horas —la noche había pasado ya— abandonaron las autopistas y
tomaron por una carretera lateral. A derecha e izquierda de la carretera se
levantaba un tupido bosque, y al cabo de un rato de avanzar por ella, los camiones
se detuvieron ante unos edificios de madera, que se levantaban en el bosque bajo
los árboles.

El «islote» 057 era una gigantesca construcción con grandes y complicadas


dependencias bajo tierra, cuya obra costó un ímprobo esfuerzo y muchas vidas
humanas. El proyecto completo, del cual el «islote» 057 solo era una parte, tenía
que llevarse a cabo en cinco años, y en su realización, igual que en la del canal
del mar Blanco y en la del canal de Moscú, todos los pueblos del inmenso territorio
soviético, desde el Norte hasta el Este y desde allí hasta el centro de Asia,
pagaron su trágico tributo humano. Desde un punto de vista administrativo, el
«islote» 057 pertenecía al plan de obras, bajo el cual se había tendido la
autopista Moscú-Minsk, comenzado en 1935, y cuyas oficinas centrales estaban
instaladas en Moscú, y su delegación principal en Vjasma. Esta demarcación
administrativa, además de controlar todo lo referente al «islote» 057, cuidaba de
la estación de Krubki, del pequeño pueblo de Krubka y de unas gigantescas
refinerías de petróleo.

Acerca de la autopista Minsk-Moscú y de su especial significación, Anna Pawlowna


sabía tanto como lo que cualquier ciudadano soviético había leído en los
periódicos; pero sobre el misterio del «islote» 057, que había de dejarle un
recuerdo inolvidable, no sabía absolutamente nada. De momento, a la escasa luz del
amanecer, Anna Pawlowna únicamente vio las limpias casas de madera, los caminillos
cubiertos de grava y los pequeños jardincillos ante las casas. En la puerta de la
casa donde estaban las oficinas centrales había una estrella de cinco puntas. Y en
medio del jardín, rodeado de flores, un busto de Stalin. Tras las casas se
levantaban grandes árboles. Un suave vientecillo llegaba del bosque. De momento uno
hubiera podido creer que se encontraba en un lugar de reposo para ingenieros. Hasta
en el cielo reinaba en aquella hora una profunda paz. Amanecía. Los camiones se
refugiaron bajo los árboles. Los pasajeros, sumidos en un profundo sueño, apenas se
movieron. Solo unos cuantos saltaron a tierra, y entre ellos, un hombre alto y
delgado, vestido de paisano, que se dirigió a la casa de la oficina central.

En la oficina se hallaba un primer teniente, adscrito a la Tercera Sección


Especial. El oficial estaba telefoneando. Hablaba con la refinería. Un momento
antes acababa de llamar un teniente de servicio de vigilancia. Habían llegado unos
aviadores procedentes de Molodetschno y pedían que se les proporcionara gasolina
para continuar el viaje. Siguiendo las instrucciones recibidas, se les había negado
la gasolina; pero desenfundaron las armas, se acercaron a los tanques y cogieron la
gasolina.

—¡Inmediatamente! —gritó el primer teniente—. Le voy a enviar ayuda enseguida, y


también voy a telefonear al jefe del servicio del control de la autopista para que
no deje pasar a estos individuos… Teniente Goluwinzew, ¿qué ocurre? ¿Qué ocurre…?
¡Saque usted de aquí a este individuo!

Sonó un disparo. ¿Era el teniente Goluwinzew quien había disparado o era el recién
llegado quien acababa de apretar el gatillo?

—¡Goluwinzew, Goluwinzew!

El teniente Goluwinzew no contestó. Había sido muerto por los aviadores de


Molodetschno, a quienes había negado la gasolina.

El primer teniente Judanoff echó hacia atrás un mechón que le caía sobre la frente.
Judanoff no reparó en el individuo que acababa de entrar en su despacho. Marcó otro
número.

—¡Control, control!… ¡Comandante Permjakow!

El individuo se acercó a su mesa:

—¡Deje usted de telefonear y atiéndame inmediatamente! —¡Váyase usted al diablo!

—¡Necesito gasolina!

—¡Esto me lo dicen cien veces cada día! ¡Procure usted desaparecer enseguida de
aquí! ¡Comandante Permjakow!

El jefe de la NKVD del control de la autopista respondió. El primer teniente


Judanoff le contó en pocas palabras lo que acababa de suceder en el puesto de
gasolina.

—Sí; en este mismo momento. He oído el disparo por teléfono. Gracias, comandante
Permjakow.

Y al acabar de decir estas palabras, el primer teniente Judanoff se fijó por


primera vez en el documento que el desconocido le sostenía bajo las narices. Era
una cartulina de color rojo en la que se veía la estrella de cinco puntas, la hoz y
el martillo, el emblema de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y los
retratos de Lenin y Stalin. El hombre desdobló el documento de manera que Judanoff
pudiera leer los datos personales que en él figuraban.
De pronto Judanoff se dio cuenta de que tenía ante sí al ministro de Justicia de
Bielorrusia.

Judanoff se levantó de un salto.

—Perdóneme usted, yo no sabía que… De todas maneras, no le puedo a usted


proporcionar gasolina. He recibido una orden expresa de Moscú en la que se me dice
que solo podré servir gasolina a los coches que se dirijan hacia el frente, y en
ningún caso a aquellos que vengan de allí.

El ministro de Justicia de Bielorrusia dobló su documentación y se la guardó en el


bolsillo. Luego, sin decir palabra, dio media vuelta y salió del despacho dando un
gran portazo. Al cabo de unos momentos, empero, regresó. Esta vez no venía solo. El
individuo que acompañaba al ministro de Justicia de Bielorrusia ostentaba el cargo
de capitán general, y entró en el despacho como una tromba, con tal ímpetu que
pareció que iba a volcar la mesa.

—¿Qué se ha creído usted? ¿Está usted cansado de vivir? ¡Cerdo! ¡Levántese


inmediatamente y denos la gasolina que necesitamos!

El primer teniente Judanoff se levantó.

El capitán general continuó:

—Primero: hay que poner gasolina en todos los camiones de la columna. Segundo:
necesito un tanque de reserva. Tercero: necesito una tropa de acompañamiento. Tengo
dinero, oro; cosas de valor y documentos importantísimos. Y no deseo perder el
tiempo ni aguardar ni un minuto más.

El despacho se llenó de rostros inquietantes. Todos aquellos individuos eran


coroneles y generales. Pero aquello no era algo que impusiera demasiado a un
oficial de la Tercera Sección Especial que estuviera de servicio. Gasolina,
gasolina… Igual que los soldados rojos trataron de contener a los alemanes en el
Beresina, así estaba él ahora ante aquel grupo de altos oficiales a quienes negaba
la gasolina. Bueno, pues si querían, si tal era su deseo, podían beber hasta
hartarse de aquel líquido rojizo y azuloso. ¡El ministro de Justicia de
Bielorrusia! ¿Quién más podía venir ahora? Alguien le volvió a poner otro pase bajo
las narices, y cuando acabó de leer el nombre y el rango de su propietario, se
acordó del teniente Goluwinzew, que pocos minutos antes, por haber obedecido la
orden de Moscú, acababa de ser asesinado en su despacho del puesto de gasolina. Y
aquella orden tenía que imponerla nada menos que al ministro de Justicia de
Bielorrusia y al capitán general Matwejew, para quienes él no era más que un pobre,
miserable mortal al que se podía barrer impunemente, de la misma manera que él
había hecho con el ciudadano Iljin, con la ciudadana Gluchowa y como haría con el
teniente Worobjew, por ejemplo.

El capitán general había pedido gasolina y estaba aguardando su respuesta, y con él


aguardaban sus acompañantes, tenientes generales y generales de división. El primer
teniente Judanoff estaba blanco como la pared, pero recitó la lección:

—Camarada ministro: no me es posible suministrarle la gasolina que necesita. La


orden que he recibido del Soviet de Guerra de Moscú dice que solo puedo dar
gasolina a los coches y camiones que se dirijan hacia el frente. Por favor,
camarada general, lea usted mismo la orden.

El ministro rechazó la orden. No necesitaba leerla porque ya la conocía.

Judanoff prosiguió:
—Sin embargo, puedo comunicar con el general Lebjotkin y hacerle saber lo que usted
me pide y, si usted lo prefiere, camarada ministro, puedo ponerle en comunicación
con el capitán general Lebjotkin.

—Bien; póngame con Lebjotkin.

El primer teniente Judanoff cogió el teléfono y puso la comunicación. Los hombres


enfundaron las pistolas, acercaron unas sillas y se sentaron. Judanoff comunicó al
capitán general Lebjotkin lo que acababa de suceder y luego pasó el teléfono a
Matwejew. Después de la conversación, el ministro de Bielorrusia consiguió todo lo
que había pedido. Para continuar hasta Mogilew, que distaba ciento cuarenta
kilómetros, no solamente recibió un tanque de reserva, sino dos, y además se le
proporcionaron cien hombres de acompañamiento.

Cuando aquella gente se hubo marchado, Judanoff se preguntó cómo debían estar las
cosas en Minsk cuando el ministro de Justicia había tenido que salir de allí sin
combustible y sin fuerzas de acompañamiento.

De todos modos, aquí no estaban en Minsk, sino en el «islote» 057, donde la


situación era muy diferente. Aquí todo había de continuar como hasta entonces.
Incluso la orden 00317, que mandaba el traslado al frente de los presos políticos
condenados a varios años de trabajos forzados, solo había sido cumplida en parte;
pues de haberla obedecido, ¿cómo podrían continuarse las obras que actualmente se
realizaban bajo tierra si la gente era enviada hacia el Oeste? El frente del
Beresina ya aguantaría, y los trabajos del «islote» podrían proseguir como hasta
entonces. Además, con la «División Proletaria» de Moscú habían llegado otras
fuerzas, destinadas al sector que mandaba Borissow. Allí establecerían contacto con
las tropas encargadas de defender la región militar de Orel. Desde el Beresina
hasta Pripjets había numerosas fuerzas. El primer teniente sabía más cosas de las
que en realidad le estaba permitido saber; pero cuando uno tiene los ojos bien
abiertos y su puesto de servicio está en la autopista Moscú-Minsk, no le faltan
ocasiones para informarse acerca de la situación general. Así, pues, Judanoff creía
que los alemanes se estrellarían entre Polotzk y Pripjets, donde se habían
concentrado grandes efectivos, e incluso era probable que, dadas las
circunstancias, ahora que se había puesto fin a la serie de traiciones, el enemigo
fuera detenido más al Oeste.

Había habido tantas traiciones… Norobkow, Narischkin, Pawlow, Klimowski y


Grigoriew. La escala de los traidores llegaba hasta la cúspide de las más altas
jerarquías. Y en aquella escala el pequeño teniente Worobjew encajaba
perfectamente. Sí; lo que había que hacer era formar un expediente por alta
traición. ¡Valiente idiota era el bueno de Wassiljewitsch! ¿Cómo había podido el
capitán Budin proporcionar aquella arma a un sinvergüenza como Worobjew? Tenía que
llamar inmediatamente a Michail Wassiljewitsch Budin. El asunto no admitía demoras
y, por otra parte, la acusación de Worobjew no podía tirarse sencillamente a la
papelera. Judanoff cogió el teléfono y marcó un número. Y al contestar la central,
pidió por el capitán Budin.

—Hallo… ¿eres tú?… Sí; gracias, gracias. Oye: tengo que hablar contigo acerca de un
asunto muy importante. Deberías venir a verme enseguida.

—Bueno; espero que no será algo demasiado urgente y que habrá tiempo hasta mañana
por la mañana o hasta esta noche.

—No, capitán Budin, el asunto no admite ninguna dilación, y no podemos esperar


hasta mañana, ni hasta esta noche. Te espero ahora mismo en mi despacho.

Budin creyó que Judanoff iba a comunicarle las últimas noticias del frente, e
inmediatamente se puso en camino. Judanoff retuvo sobre su mesa el expediente
cursado por el teniente Worobjew, que era uno de los grandes enemigos del capitán
Budin. Junto a la documentación tenía una serie de fotocopias del mismo.

Budin entró.

—¿A qué tanta prisa?

—Ante todo, Mischa, siéntate y agárrate a la silla, pues vas a necesitarlo.

Judanoff cogió la fotocopia de una carta. «Mi querido Mischa», decía el principio
de aquella carta.

—¿Conoces esta letra, Budin?

—Sí; claro que la conozco; esta carta la ha escrito mi mujer.

—Bueno; pues continúa leyendo.

Budin era capaz de contar unas historias tan graciosas de su pueblo, que su
auditorio, en tales ocasiones, no paraba de reír. Ahora, sin embargo, su rostro
estaba serio y tenía incluso una marcada expresión de idiotez. Su dedo índice fue
recorriendo las líneas que el censor, un subalterno de Worobjew, había subrayado.

«La vida cada día se está poniendo más insoportable. Ni con dinero en la mano
puedes adquirir pan. Aquí ocurre exactamente lo mismo que os sucede a vosotros; lo
mismo que en tu carta me dices que pasa en el pueblo. Y, sin embargo, es posible
que nosotros estemos todavía peor.»

Esto decía en aquella carta su mujer. «Lo mismo que en tu carta me dices…», era la
frase que Worobjew había subrayado dos veces.

—¿Sabes lo que esta frase puede costarte?

Budin hundió la cabeza sobre el pecho.

—Esto se paga con la cabeza.

—¡Qué cerdo es este Worobjew! Quizás, en último término, te cueste unos veinte o
veinticinco años. ¡Qué idiota eres! ¡Tienes mujer e hijos y ahora, por esta
tontería, vas a tener otra cosa! ¿Cómo has podido hacer eso?

—La verdad es que no pensé que mi carta pudiera tener tan fatales consecuencias.

—Escribe inmediatamente a tu mujer y dile que no vuelva a poner semejantes


tonterías en sus cartas.

—Sí; lo haré enseguida. Pero ¿qué ocurrirá ahora?

Budin echó una ojeada a las fotocopias.

—La verdad es que no las puedo hacer desaparecer, y el expediente de Worobjew


tampoco.

—Sí, ya lo sé.

—Siempre te dije que tuvieras cuidado con ese sinvergüenza.

—Hubiera debido terminar con él. Tuve muchas ocasiones para hacerlo.
—Debemos procurar que nadie le crea.

—Sí, pero ¿cómo, querido Kostja?

—Tú eres el jefe de Worobjew y puedes hacer que unos papeles desaparezcan de su
despacho e inmediatamente sería detenido.

—Kostja, Kostjuscha…

—No tengas cuidado. Todo corre de mi cuenta. Sé perfectamente lo que ocurrirá.


Ahora tengo trabajo; debo examinar unas actas de ciertos trabajadores y luego es
preciso que vea unas pruebas.

El capitán Budin se levantó. Se despidieron sin estrecharse las manos, cosa que, en
realidad, no era necesario entre ellos. Budin sentía un profundo afecto hacia
Judanoff y era evidente que si algún día podía devolverle aquel favor lo haría sin
vacilación.

El primer teniente Judanoff comenzó un informe acerca del trabajo que se llevaba a
cabo: un transformador de alta tensión tenía que ser trasladado de la estación de
Krubki a Tambow… Luego fue consignando las normas de trabajo referentes a las
construcciones con hormigón armado, a las obras realizadas bajo tierra, a los
transportes de tracción animal, a los transportes mecanizados…

En el «islote» 057 el trabajo estaba organizado de tal manera que las normas que
únicamente se daban eran aquellas que de ninguna manera podían realizarse, y por lo
tanto, no llegaban nunca a la práctica. Judanoff estampó su nombre al pie del
documento. Unos hombres le trajeron las pruebas de unos trabajos hechos a base de
asfalto. Judanoff colocó las piezas de prueba en unos saquitos que luego cerró y
lacró.

Poco después sonaron las doce. El trabajo había durado desde las doce de la noche
hasta las doce del mediodía. Así, pues, Judanoff podía irse a almorzar a la
Stalowaja. La comida no le gustó mucho, quizá porque era demasiado buena. A
Judanoff se le servía una comida especial por ser teniente y, además, por
pertenecer a la Tercera Sección Especial, recibía un trato de favor y podía pedir
cuanto deseara.

Una vez terminada la comida, Judanoff se dirigió a su habitación, que estaba en la


casa destinada a vivienda de los oficiales solteros. Al llegar a su habitación, se
tumbó en la cama y fumó un cigarrillo. El asunto había de marchar perfectamente.
Ahora ya sabía lo que debía hacer respecto a Budin. Primero debía poner al coronel
Sjemzew al corriente de todo. Se trataba de condenar al teniente y al capitán o de
salvar a uno de los dos. La elección no era dudosa. Si desapareciera el informe de
Worobjew y las fotocopias del mismo y el negativo de la fotocopia y además
desapareciera el mismo Worobjew, el coronel tendría la posibilidad de hacer cruz y
raya sobre el asunto y todo aquello podría terminarse con una fuerte reprimenda al
capitán Budin. Worobjew debía ser comprometido, y el desuno de Worobjew dependía de
él.

Judanoff se sumió en un tranquilo sueño reparador. El «islote» 057 trabajaba como


de costumbre. Los forzados partían piedras, revolvían el hormigón, cocían asfalto y
acarreaban tierra y arena. Cincuenta mil esclavos trabajaban con herramientas y
conforme a métodos semejantes a los que, bajo el imperio de los faraones,
utilizaron y siguieron los constructores de las pirámides. Todo un continente —se
trataba de presos políticos condenados a largas penas de trabajos forzados— se
afanaba bajo la tierra. De noche, los presos eran trasladados desde un campamento
algo alejado, pues ninguno de ellos debía saber dónde estaba, ni qué clase de obra
se estaba llevando a cabo. Además de los presos políticos, se habían movilizado
unos diez mil koljosianos que, con sus carros arrastrados por pequeños caballos,
trasladaban piedras, tierra, cemento, ladrillos y todo lo que fuera necesario. Esos
trabajadores «libres» tenían que cuidar de su sustento y vestido, y en ciertos
aspectos todavía estaban peor que los presos. Muchos días no podían volver a sus
pueblos, que estaban bastante alejados de la obra y se quedaban a dormir en
pequeñas chabolas hechas con ramas y arbustos, a la linde del bosque.

La inquietud producida por el ministro Matwejew solo había cundido entre las altas
esferas, y no se vio reflejada en el resto de los acontecimientos diarios. El
ministro no había ocultado al general Lebjotkin ni al coronel Sjemzew, jefe de la
Tercera Sección, la verdadera situación del frente. Pero el ministro se guardó
mucho de comunicar a sus compañeros que él, personalmente, no creía en la
consistencia del frente del Beresina, en el supuesto, claro está, de que todavía
continuara en pie. Había, pues, que acelerar el transporte del generador eléctrico
y precisaba reservar pocos autos para la evacuación de las familias y destinar
todos los transportes al traslado de máquinas, utensilios y muebles. Este fue su
consejo. Respecto a la cuestión de los presos dijo que si los alemanes lograban
establecer un cerco por sorpresa, las tropas de vigilancia deberían abandonar a los
presos a su suerte, y si el avance de los alemanes se producía lentamente y veían
que no iban a ser detenidos, lo mejor era que, con el menor acompañamiento posible
de tropas, los presos se pusieran en camino hacia la retaguardia. En su opinión,
únicamente los presos políticos condenados a trabajos forzados a perpetuidad debían
ser vigilados hasta el último momento. Otro asunto de mucha importancia era la
cuestión de las provisiones que, según la opinión política más generalizada, debían
evacuarse a fin de que las tropas enemigas de ocupación no pudieran avituallarse.

Estas fueron las orientaciones que el ministro Matwejew dio durante el transcurso
de su conversación con el general Lebjotkin y el coronel Sjemzew, y que
inmediatamente fueron adoptadas como normas de conducta, y cuya puntual ordenación
figuraba en un documento que Judanoff ya tenía sobre su mesa de trabajo.

Cuando, a medianoche, Judanoff volvió a su despacho se enteró de que el general


Lebjotkin y sus ayudantes habían huido a Tambow, y que, en aquel momento, su único
superior era el coronel Sjemzew.

El primer teniente Judanoff examinó el parte de los trabajos realizados aquel día y
luego estudió las órdenes que, en vista de la nueva situación, debía poner
inmediatamente en práctica. Sostuvo varias conversaciones telefónicas. Los presos
del nuevo turno, que había de trabajar diez días bajo tierra, estaban en sus
puestos, y el equipo saliente había sido transportado como de costumbre. El número
de presos del nuevo turno correspondía al que tenía anotado, y el de los salientes,
según su comunicante, arrojaba dos bajas, correspondientes a dos hombres que habían
muerto durante el trabajo.

Al cabo de un rato, el teléfono volvió a sonar. Unos materiales no llegaban a su


sitio. Judanoff telefoneó inmediatamente a la central de transportes y avisó al
encargado de la misma que ya había suficientes camiones para el traslado de los
familiares de los técnicos. Enseguida, sin pérdida de tiempo, se preocupó para que
los camiones volvieran a su tarea habitual. Otro asunto urgente era el de las
máquinas que estaban en la estación de Krupki.

Judanoff trató de ponerse en comunicación con el comandante de la estación, pero no


le fue posible conseguirlo, y decidió ir él mismo a fin de que la maquinaria fuera
transportada inmediatamente. Para llegar a la estación tenía que ir un trecho por
la autopista, así es que resolvió llegarse hasta el puesto de la NKVD y saludar al
comandante Permjakow. Y Judanoff tuvo que abrirse paso entre una muchedumbre de
fugitivos, koljosianos, desertores, ganado y tropas en retirada.
—La verdad es que ya no sé lo que ocurre —le dijo el comandante—. Unas tropas son
enviadas a un sitio, y otras a otro. La situación no está nada clara. El frente del
Beresina aguantará o se hundirá; pero yo, aquí, desde luego, estoy dispuesto a
detener a todos los desertores. Pero, créame usted, cada vez es más difícil, pues
no tengo bastante gente para ello. ¿Cuánto tiempo durará esto?

Cerca del control había un regimiento. Varias unidades habían sido mandadas desde
allí a otros sitios. Ahora mismo, Permjakow acababa de enviar un batallón hacia el
Este, a un punto de la vía férrea donde se había señalado la presencia de
paracaidistas alemanes.

—Cada vez llegan aquí más tropas en retirada, y muchos grupos, que están
perfectamente armados, logran irrumpir a través de mis hombres. ¡Esta gente está
loca! ¡No sé a dónde quieren llegar! ¡Por lo visto pretenden alcanzar el Dniéper, o
Moscú, o quién sabe qué! ¡Hay quienes vienen de Borissow y del Lepel y de Slobodka!

—Sí; todos vienen a parar a la autopista; pues aunque aquí también caigan bombas,
por este camino se avanza más aprisa.

—¡Fíjate en estos!…

El comandante señaló hacia una hilera de cadáveres.

—Son algunos de los nuevos movilizados. El comisariado militar de Tolotschino debía


haber movilizado a catorce mil individuos. Pero los cerdos no acaban de llegar.
Tengo entendido que en Tolotschino solo pudieron reunir diez mil hombres, a los que
cortaron el cabello y pusieron en marcha. Pero únicamente llegaron unos dos mil. Y
estos son algunos de ellos.

—¿Qué será de nosotros si el frente se viene abajo? ¿Qué harán los alemanes con
nosotros?

—Los alemanes fusilan a todos los prisioneros de guerra —repuso Permjakow.

—Bueno, Permjakow, no se preocupe usted, envíenos uno o dos camiones, nosotros


podremos ayudarle.

Al continuar Judanoff su camino y recapitular en lo que había oído decir en el


control decidió que no era nada prematuro comenzar a pensar en la evacuación de la
gente que trabajaba en el «islote».

En la estación reinaba el caos.

Había allí una atmósfera densa, cargada de un desagradable olor a humanidad. La


sala de espera y los andenes estaban llenos de gente. Los kipitok habían sido
volcados. ¿Qué clase de estación era esta en la que no había agua caliente para los
viajeros? ¡Ah, y tampoco había agua fría! Las cañerías estaban rotas. Con
paciencia, ayudado por sus acompañantes, Judanoff llegó hasta el comandante de la
estación.

—¡Transformadores! ¡Transformadores! —gritó el comandante—. ¡Claro que los


transformadores son importantes; pero también es importante la vida de las
personas! Haga usted el favor de mirar a su alrededor. Aquí, en esta pequeña
estación, hay, entre paisanos, soldados, niños y mujeres, unas cuarenta o cincuenta
mil personas. ¿Dónde quiere usted que las meta? Mire usted aquel coronel: ¡Acaba de
dar la señal de partida de su tren y se dispone a abandonar la estación! Pero no se
alejará mucho, no.

Cuarenta o cincuenta mil personas presas de pánico se arremolinaban empujándose y


golpeándose. Dada la excitación de los ánimos, de un momento a otro podía empezar
un tremendo tiroteo. Cada uno de los trenes esperaba poder salir de la estación y
lanzarse por una vía libre. Y, sin embargo —y esto se lo había dicho Permjakow a
Judanoff—, a veinte kilómetros de allí había un grupo de paracaidistas enemigos que
todavía no había sido reducido.

—¡Es imposible que haya otra estación como esta! —gritó el comandante jefe; pero se
equivocaba, pues en aquel momento desde Riga a Odesa había muchas estaciones que se
encontraban en situación muy parecida a aquella.

Al oscurecer, se presentaron los «Stukas», y su zumbido y las detonaciones de las


bombas se mezclaron con el griterío de la gente, que ya estaba medio trastornada.
Judanoff encontró los vagones cargados con los transformadores y la maquinaria
«Siemens» en una vía muerta. No había que pensar en que aquellos vagones se
pusieran en marcha. Ni con la documentación en regla era posible que la maquinaria
saliera de la estación.

Habló con un oficial de ingenieros y dio las órdenes para que, llegado el caso
necesario, los vagones cargados de maquinaria fueran volados.

Era de día cuando Judanoff regresó a su puesto.

En su despacho le esperaba el capitán Budin, quien le entregó los papeles que


acababa de sustraer. Se trataba del negativo de las fotocopias de la carta, que
había hurtado a la sección fotográfica.

—Muy bien; con esto bastará —dijo Judanoff—. A las ocho en punto estoy con
vosotros. Haré una revisión general y comenzaré en vuestra oficina.

Judanoff comunicó con las distintas secciones de la obra, se enteró del curso de
los trabajos y tomó nota de todo ello. A las ocho en punto se dirigió a la central,
donde le fue comunicada una noticia inesperada. En la oficina del teniente Worobjew
faltaban unos importantes documentos. Worobjew estaba fuera de sí y no paraba de
abrir y cerrar cajones y armarios.

—No puedo entenderlo; estos papeles estaban aquí. Es incomprensible que estos
documentos hayan podido desaparecer.

Él era un oficial que puntualmente cumplía con su deber y esto lo podían atestiguar
todos y, en particular, mejor que nadie, el capitán Budin. Sus cosas siempre habían
estado en orden; de esto no podía dudarse.

—No se excuse usted y procure que los documentos aparezcan enseguida. Esto es lo
que deseo, teniente Worobjew.

—Sí, yo también. Pero esto es incomprensible. Ya ve usted lo que ocurre, camarada


primer teniente.

—Sí; ya lo veo, y debo decirle que esto me huele a espionaje, teniente Worobjew.

Desde luego, el primer teniente Judanoff cumplía con su deber y no podía hablar de
otra manera.

—Los papeles. ¿Dónde estarán los papeles?

—¡Basta ya de comedias! ¡Queda usted detenido, teniente Worobjew! ¡Entregue usted


su arma!

El teniente Worobjew salió conducido de la oficina. Y entonces ocurrió algo


inesperado. Cuando, entre dos hombres, Worobjew atravesaba el Corredor de la
Sección de la censura, el capitán Budin apareció en un extremo del pasillo, se
abalanzó sobre el teniente y, con los puños cerrados, le golpeó en la cara hasta
hacerle caer al suelo.

—¡Un espía, un traidor a la patria en mi oficina! ¡Perro! ¡Te arrancaré la cabeza!

Un soldado tuvo que separar a Budin de Worobjew, y a Judanoff, que había


presenciado la escena, no le quedó más remedio que arrestar al capitán Budin.

Tras la partida del capitán general Lebjotkin, la dirección de las obras del
«islote» 057 había recaído sobre el coronel Sjemzew, cuyo inmediato inferior era
Judanoff. El jefe de la Tercera Sección Especial, coronel Sjemzew, ya se había
comenzado a preocupar para llevar a cabo la voladura de todo aquel sistema de
fortificaciones, y no podía perder el tiempo con las pequeñeces que ocurrían a un
teniente Worobjew, o a un capitán Budin. De todos modos, la responsabilidad de
aquel acto no pensaba asumirla él, pues siguiendo el ejemplo del capitán general
Lebjotkin, procuraría hacerla recaer sobre los demás. El primer teniente Judanoff,
que en aquel momento estaba sentado ante él, sería quien asumiría la
responsabilidad de todo aquello. Ahora, sin embargo, a Judanoff no podían dársele
los detalles de aquella orden. Lebjotkin pensó luego que los telegramas cursados a
Moscú, en los que se comunicaba lo catastrófico de la situación, no habían sido
contestados y que las órdenes referentes a la destrucción de las líneas férreas, a
la voladura de puentes y la quema de los bosques, y que tenían por objeto que los
alemanes se encontraran con las manos vacías en un terreno desolado, eran el único
motivo que hacía suponer la autorización para volar aquella obra. Sin embargo, a
pesar de todo ello, sin una orden directa, él no haría nada, y la responsabilidad
de la acción recaería sobre el primer teniente Judanoff.

Por otra parte, el capitán general Lebjotkin tenía ya dispuestos los coches para su
marcha.

Debía, pues, preparar su marcha y dejar arreglado el asunto de Budin y de Worobjew.


Lo mejor sería hacer que los dos comparecieran ante un tribunal militar. En
cuarenta y ocho horas el asunto quedaría zanjado y las actas terminadas. De
momento, sin embargo, no se determinó a ello. A su entender, aparte del asunto de
los documentos desaparecidos, lo único que podía echarse en cara a Worobjew era un
exceso de amor al trabajo, lo cual ciertamente, no podía ser tenido como una falta.
Por otra parte, había que considerar con detenimiento las acusaciones de Judanoff,
y no debía olvidar que, según las anteriores declaraciones de Worobjew, Budin había
demostrado poca rectitud en su quehacer, lo cual implicaba cierta responsabilidad
por parte de Judanoff e incluso sobre él mismo. ¿Quién era en realidad aquel
Worobjew? Sí; Judanoff tenía razón: Worobjew era el último oficial que había
ingresado en la obra, y nadie sabía nada de él. Si Worobjew quedaba en libertad y
llegaba a Moscú y daba cuenta a los jefes superiores, el asunto se complicaría para
él.

Respecto a Budin no sabía a qué atenerse. A Budin le gustaba comer y beber y, de


vez en cuando, pellizcar a alguna mujer. Judanoff tenía, una vez más, razón: Budin
era un buen trabajador, un buen padre de familia que quería a su mujer y que
acababa de tener su tercer hijo.

—Ya sabe usted, Wassili Pawlowitsch, cómo son las mujeres.

—¿Cómo son?

—Las mujeres, por ejemplo, suelen escribir demasiadas cosas.

—Pero él también ha escrito una frase que dice: «Exactamente como os ocurre a
vosotros.»

—Sí; es un borrego.

—Y el camarada Judanoff le hace de abogado defensor.

El coronel Sjemzew y Judanoff se echaron a reír.

A uno o a otro había que creer. Según la opinión de Judanoff el culpable era
Worobjew. Por otra parte, si se dejaba a Budin en libertad, alguien tenía que
hacerse responsable de ello, y Judanoff, que dentro de poco cargaría con la inmensa
responsabilidad de la voladura de la obra, bien podía cargar también con la
minúscula responsabilidad de la salvación de aquel pobre diablo de Budin.

—No tenemos mucho tiempo para poder conversar. ¿Cree usted, primer teniente
Judanoff, que Worobjew…? Todavía no ha sido trasladado, pero desde luego es
sospechoso de traición a la patria.

—Que comparezca ante un tribunal militar, y si, debido a las circunstancias, no


fuera posible, entréguele usted, como traidor a la patria, al jefe del control de
la autopista.

—Muy bien, camarada coronel.

—Bueno; vayamos por el caso Budin. A ver, deme usted el parte, la carta y la
fotocopia.

Había que portarse como un camarada, y uno podía confiar en Judanoff, y Budin, por
su parte, era un buen muchacho. Lo mejor era dejarle en libertad.

—Todo está aquí, Wassili Pawlowitsch, y el negativo también.

—Déjelo usted; y ya veré lo que puedo hacer.

Judanoff podía estar contento del éxito de la conversación. Ahora podía llevar a
Worobjew, el acusador de Budin, al control de la carretera, donde a los dos minutos
de llegar sería fusilado. Dentro de poco se cumpliría lo que Budin deseaba y ni una
pequeña sombra de culpa caería sobre él. Todo se realizaría de una manera limpia,
tal como debían hacerse aquellas cosas. Luego, claro está, el coronel tendría a
Judanoff y a Budin en sus manos, pero acerca de eso no había nada a hacer.

Una hora más tarde el coronel Sjemzew se presentó perfectamente afeitado.

El coronel Sjemzew transmitió a Judanoff el mando de la obra, y como si fuera una


cosa de poca importancia, dijo al primer teniente:

—Ya he visto el asunto de Budín. No hay nada contra él. Puede usted dejarle en
libertad.

Durante las últimas veinticuatro horas, el mando de la obra había pasado de un


general a un coronel y de un coronel a un primer teniente. El primer teniente
Judanoff, que contaba veintidós años de edad, quedaba, pues, al frente de una obra
que costaba de cuarenta a cincuenta millones de rublos, que era como el corazón del
sistema defensivo del Oeste, y que debía ser volada. Por ello, Judanoff podía
recibir la Orden de Lenin o, también, una bala en la cabeza. Las dos cosas eran
posibles, y el dios que tenía que decidir era un dios ciego.

Por de pronto, tenía que designar a unos grupos de ingenieros y señalar a cada uno
de ellos un objetivo. La voladura no debía anticiparse, pero tampoco debía
retrasarse, pues de ello dependía el juicio que más adelante se pudiera hacer de su
actuación. En los frentes de combate, los acontecimientos se precipitaron de tal
manera que el final de la resistencia se produjo antes de que Worobjew fuera
fusilado.

Los presos hacían las mezclas de cemento, preparaban el terreno, esparcían grava y
asfaltaban unos caminos de acceso a la obra. Los koljosianos acarreaban tierra con
sus carritos tirados por pequeños caballos. Los trabajadores del subsuelo estaban
ocupados en la instalación de las salas de montaje y de los hangares.

El frente del Beresina continuará resistiendo y en Krupka no se deberán interrumpir


los trabajos; esta era la orden de Moscú, y nadie todavía la había revocado. Sin
embargo, a pesar de que las circunstancias eran cada vez diferentes, Moscú no había
mandado órdenes concretas, y lo único que debía obedecerse eran unas líneas
generales, unas normas de acción que seguramente las había dado Matwejew, el
ministro. Por otra parte, numerosos camiones estaban preparados para transportar
los archivos de Krupka, Bobr y Grutschk. Así, pues, Judanoff había dispuesto que
doscientos camiones estuvieran a punto para cargar con los archivos de la obra y,
además, con todos los transformadores que pudieran ser trasladados.

Apenas se hubo marchado Sjemzew, se acabó la disciplina de los presos, la


obediencia de la guardia y la puntualidad de los empleados. Para impedir que los
camiones desaparecieran, Judanoff tuvo que retirar a los chóferes las llaves de
contacto y la documentación de los vehículos. Había tenido que hacer fusilar a
muchos presos que dieron síntomas de rebeldía o de poca aplicación en el trabajo.
Los soldados de la guardia no cumplían con su deber. Y mientras tanto, los alemanes
habían cortado la autopista, que era el camino más corto para retirarse. El puente
sobre el Bobr había sido cortado, no se sabía si a causa de un bombardeo aéreo o de
la posible presencia de paracaidistas. Miles de desertores, entre los que había
muchos oficiales, merodeaban por la construcción buscando una oportunidad para
continuar su camino en algún coche, mirando de atrapar algo de comida o procurando
encontrar un sitio donde dar descanso, bien por unas horas, bien por algunos días,
a sus cansados pies. El ambiente estaba lleno de rumores alarmantes. Se decía que
los tanques alemanes habían atravesado el Beresina al sur de Borissow y que esta
ciudad estaba a punto de quedar envuelta. También corría el rumor de que la
«División Proletaria» había sido destrozada, y que más al Norte, los tanques rusos
habían sido aniquilados por los alemanes y que, finalmente, muy pocos soldados
habían logrado salvarse de la catástrofe del Beresina.

Los informadores de Judanoff todavía trajeron peores noticias: «Este Judanoff —


decían—, un muchacho tan joven y aquí lo tenéis convertido en jefe de tanta gente y
haciendo lo que le viene en gana. Y en vez de poner fin a esta situación y preparar
la retirada, no hace más que ir de un lado a otro con su amigo Budin, y siempre en
coche, claro está. Únicamente las chicas le retienen. A causa de ellas quisiera él
que las cosas continuaran así eternamente. Y cuando sobrevenga la catástrofe, que
no tardará, ya veréis como tendrá su salvoconducto en regla y echará a volar camino
de Moscú. Y nosotros nos quedaremos donde estamos.» Por primera vez desde el
comienzo de la obra, es decir, desde el comienzo de la construcción de la autopista
Minsk-Moscú, el trabajo diario era inferior a lo determinado, lo cual no había
ocurrido ni en las épocas de máximo terror.

Cuando los «Stukas» aparecían sobre las cabezas de los trabajadores, nadie se
quedaba en el tajo. Y no solamente huían los presos, sino que con ellos se
marchaban los soldados de la guardia, los oficiales y los demás empleados. Y Budin
y Judanoff no se quedaban atrás. Todos se refugiaban detrás de las alambradas, pues
hasta entonces los campamentos eran respetados por los alemanes.

Budin vigilaba los preparativos para la voladura y Judanoff todavía no había tenido
un minuto libre para preocuparse de entregar a Worobjew, que estaba preso en una
celda, a Permjakow. Al día siguiente se proponía hacerlo. Pero al llegar el nuevo
día tuvo otras preocupaciones.

Como cada mañana, los presos de los campamentos vecinos fueron al trabajo. Pero los
que vivían en los grandes campamentos del Natscha —donde había de treinta a
cuarenta mil hombres—, no comparecieron. Judanoff trató de ponerse en comunicación
con la NKVD de Natscha, pero no lo consiguió, a pesar de que, al parecer, la línea
funcionaba perfectamente. Daba la impresión de que en Natscha no había nadie.
Finalmente, se resolvió a enviar a Budin acompañado de una sección. Budin volvió
muy nervioso y comunicó lo siguiente:

—En la carretera hay unos diez mil prisioneros en libertad. El campamento está
vacío. Las oficinas están desiertas. Los soldados se han marchado del cuartel. En
las torres de vigilancia no he visto a ningún centinela. Todo el mundo ha huido
durante la noche.

Poco tiempo después aquellas noticias fueron confirmadas a Judanoff.

El comandante Permjakow le llamó desde el puesto de la autopista.

—¿Qué es lo que ocurre? ¿Es que os habéis vuelto locos? Los presos están llegando
hasta el puesto y ningún soldado de la vigilancia trata de detenerlos. ¡He mandado
abrir fuego contra los primeros, pero no puedo hacer fusilar a diez mil personas!

El comandante Permjakow no sabía que a los hombres de NKVD se les había ordenado
marcharse.

—¿Qué piensa usted hacer, camarada Permjakow?

—Yo me quedo aquí, en la autopista. No tengo orden de retirarme.

Una orden de retirada y una orden para volar la obra; esto era lo esencial, lo más
importante, y era, precisamente, lo que todavía no había recibido Judanoff.

Judanoff se puso en comunicación con la GULAG de Moscú e informó que unos treinta
mil presos merodeaban en libertad cerca de la obra y que las tropas de la NKVD se
habían retirado sin dejar ninguna orden acerca de lo que se debía hacer. Desde
Moscú le contestaron que, desde luego, no se había dado orden de retirada y que
aquello era un gigantesco sabotaje.

Entonces, Judanoff llamó a la central de la NKVD. Pero la central no contestó. Al


cabo de un momento la GULAG le preguntó si se había cumplido la orden número
00317/65 K.

—Sí —contestó Judanoff—; la orden ha sido cumplida.

La orden número 00317/65 K se refería a la necesidad de transportar a los presos


condenados a trabajos forzados a perpetuidad. Pero la orden solo se había cumplido
en parte, porque la mayoría de estos presos trabajaban, sin disfrutar de ningún
relevo, ininterrumpidamente, como especialistas en las obras subterráneas.

—Budin; los presos condenados a trabajo perpetuo deben ser inmediatamente


evacuados, y los demás que trabajen bajo tierra, también. Esta misma noche tienen
que abandonar la obra.

Casi era demasiado tarde.

Poco tiempo después de haberse dado la orden, los trabajadores del subsuelo
salieron a la superficie y se confundieron con los demás.
Acababa, pues, de darse a conocer un secreto de Estado, y la responsabilidad había
de caer sobre Judanoff.

—Tienen que marcharse; al Dniéper, más allá de Slawiany y Tolotschino. Si se van de


la lengua, que el diablo me asista.

Moscú… Moscú… Moscú… GULAG… Central de la NKVD. Judanoff esperaba que la GULAG le
ordenara lo que debía hacer sin guardias y con los presos en libertad, y de la NKVD
aguardaba la orden de volar la obra.

Había allí cincuenta mil presos sin vigilancia de ninguna clase; pero la GULAG de
Moscú no contestó nada, y la central de la NKVD, pese a que se trataba de una
cuestión en la que se ponían en juego cincuenta millones de rublos y de la que, en
definitiva, dependía gran parte del sistema defensivo del Oeste, tampoco dio
señales de vida. Así, pues, Judanoff tuvo que decidir por sí mismo. Él, su plana
mayor, compuesta de quince oficiales, la mayoría de los cuales tenían veintidós
años, como él, y otros, incluso, diecinueve y dieciocho años, pues Budin, con sus
veintiocho años, era una excepción, tenían que asumir la responsabilidad de
destruir aquella obra gigantesca.

—¿Qué hacemos? ¿Qué es lo mejor?

—No creo que consigas que los trabajadores vuelvan al tajo.

—Esto es lo de menos.

—Lo peor de todo son las mujeres… Todavía contamos con la mitad de un batallón de
vigilancia; la otra mitad está apostado en los puestos de las cargas.

—¿Qué hacemos?

—¡Volemos la obra!

—Sí; pero no debemos precipitarnos. Si supiéramos la situación exacta del frente


del Beresina…

—Ya no puede hablarse de frente. Aquí afuera está lleno de fugitivos y prófugos; si
interrogas a unos cuantos obtendrás noticias acerca de un sector del frente,
quizás, incluso de lo ocurrido en una extensión de doscientos kilómetros. Pero nada
más. Lo cierto es que en todas partes se ha derrumbado la resistencia. Aquí tienes,
por ejemplo, a un capitán que ha estado al frente de un batallón en Slobodka.
Puedes preguntarle a él acerca de la situación del frente del Beresina.

—Bien; dile que venga.

—También está por aquí un teniente llamado Bodinzow; pertenece a la «División


Proletaria» y ha asistido a una gran batalla de tanques en Lepel. También puedes
preguntarle.

—¿Tú crees que hablarán?

—Ya me encargaré de ello. Me beberé con ellos un litro de vodka, o dos, o tres, y
ya verás tú cómo se les suelta la lengua y no temen ni al mismo diablo.

—¿Está preparado el veneno para los alimentos?

—Aquí no tenemos ningún veneno.


—Entonces no nos queda más remedio que hacer volar todas las provisiones. ¿Está
todo listo para la voladura?

—Sí; es decir, hasta lo que alcanzan las cargas.

—¿Qué quieres decir?

—Tenemos mecha y explosivos para poder volar Smolensko; pero hay pocos fulminantes.

—¡Esto es lo que faltaba!

—De todos modos, creo que habrá bastantes para los objetivos más importantes.

Judanoff se puso nervioso y adoptó un tono militar.

—¿Para qué objetivos, capitán Budin? —preguntó.

Budin enumeró: dos centrales eléctricas, depósitos de gasolina, depósito de


provisiones y principales instalaciones subterráneas.

—¿Y las viviendas?

—Las incendiaremos.

—Bien; ve a buscar a Kasanzew y a Odinzow.

Budin estaba en la puerta cuando Judanoff le dijo:

—¿Qué hacemos con Worobjew? Todavía no he tenido tiempo de conducirlo al puesto de


la autopista.

—Ya no es necesario.

—¿Por qué?

—Acabo de poner una carga bajo las celdas.

—¿Crees que las celdas son un objetivo importante?

—Sí, desde luego; muy importante.

Para aquello sí que había quedado un fulminante. Budin volvía, pues, a sus bromas.
Pero Judanoff no estaba de humor.

Volvió al telégrafo.

«Moscú… Moscú… Moscú… Jefatura de Administración… Jefatura de Administración…


¡Conteste!… ¡Responda!»

El aparato, sin embargo, no dio señal alguna. Moscú no oía o no quería comunicar
con la obra 057. Judanoff miró a través de la ventana. Los presos del Natscha
estaban allí, pero no como otras veces, en correcta formación, sino como un mar
desbordado, inundando parte de la obra. Al quedarse en libertad no habían sabido
hacer otra cosa que emprender el camino habitual de cada día, el camino del
trabajo, y ni los disparos del puesto de guardia en la autopista los había podido
detener. Entre los presos había bastantes mujeres y algunos condenados a trabajos
forzados a perpetuidad. Al pasar frente a la barraca de la guardia se apartaban
llenos de temor. Pero ¿durante cuánto tiempo sentirían respeto por los dos tanques
del batallón de vigilancia, cuyos cañones les apuntaban en silencio?
«Moscú… Moscú… Moscú…»

Era como el SOS de un barco que se fuera a pique.

La central de la NKVD no contestaba. Y la central de la GULAG y el comisariado de


Defensa, tampoco.

—Na rabotu, na rabota, mui nje poidjom —cantaban los prisioneros, y sus palabras
sonaban de una extraña manera desvergonzada.

—¡Burgués! ¡Burgueses!… —gritó uno.

—¡Libertad, ya tenemos libertad…; pero lo que ahora necesitamos es comida y todos


sabemos dónde irla a buscar!

En aquel momento, Judanoff hubiera podido dar la orden de volar la obra; pero antes
de hacerlo estimó necesario hablar con el capitán Kasanzew y el teniente Odinzow.

EL TENIENTE JUDANOFF

Durante el primer día de su estancia en Krubki, Anna Pawlowna ayudó a atender a los
huéspedes. El general Lebjotkin, jefe de la obra, no se privó de agasajar a sus
visitantes con un espléndido banquete, y tres o cuatro docenas de altos personajes
se sentaron a su mesa. El general Lebjotkin ocupaba la presidencia de la misma,
dando su derecha al ministro del Interior, y su izquierda al ministro de Justicia
de Bielorrusia.

Una multitud de sirvientes y sirvientas llevaban y retiraban las fuentes a los


comensales, y una de aquellas era Anna Pawlowna, cuya sorpresa, al oír hablar a
aquellas gentes, iba cada vez en aumento. En el Cuartel General de Narischkin se
comía y bebía espléndidamente; pero allí, las viandas y las bebidas eran todavía
mejores. Como entremeses se sirvieron bjeluja, sjomga, ossetrina, gran variedad de
pastas y veinte clases de pescado, de todo lo cual los comensales únicamente se
servían muy poca cosa. Las fuentes volvían casi intactas a la cocina. Al principio
se bebió fuerte, después se sirvieron varias clases de vinos y, por último, se
presentó champaña del Cáucaso.

Una orquestina estuvo tocando durante la comida, y aquella música produjo en Anna
Pawlowna, que poco antes había oído el silbar de las balas y había visto fusilar a
muchos desertores en los diferentes controles de los caminos, un efecto singular.
En la cocina, un primer cocinero, que llevaba una bata blanca, como un médico,
vigilaba el ir y venir de los sirvientes y cuidaba de los últimos toques de las
fuentes, cuyo contenido probaba. Y los ayudantes del primer cocinero entregaban y
retiraban las fuentes a los criados, y no perdían de vista a aquellas que, casi
llenas, volvían a la cocina. Los camareros y camareras eran severamente vigilados,
y una vez que Anna Pawlowna, al servir una salsa de ganso, se equivocó de lado, fue
inmediatamente reprendida.

Aquellas manos grandes y carnosas, cuyos dedos, en muchos casos, aparecían


ensortijados y cuyas uñas estaban cuidadosamente pulidas; aquellas manos blancas y
blandas espantaban, una y otra vez, a Anna Pawlowna. Y aquellos rostros fuertes y
macizos, limpios y bien afeitados, algunos de los cuales tenían un tinte sonrosado,
y otros, en cambio, una leve sombra azulada; aquellos rostros, así como aquellas
voces fuertes y ordinarias, le producían a Anna una profunda inquietud.

La conversación giró acerca del «sabio padre de los pueblos», del ministro del
Interior Matwejew y del anfitrión, el jefe de la obra. Acerca del camarada ministro
de Justicia, únicamente se dijeron algunas frases.

El ministro del Interior, Matwejew, no pronunció palabra.

Anna Pawlowna se dio cuenta de que Matwejew apenas probaba bocado. Matwejew no
solamente tenía las manos blancas, sino que su rostro era pálido en extremo.
Matwejew echaba miradas de desconfianza a los demás comensales.

Matwejew no había visto nunca congregados tantos compañeros de trabajo y en tal


armonía. De pronto reparó en el gran número de «narices aristocráticas» que
rodeaban al ministro de Justicia y en la gran cantidad de «antiguos» camaradas que
trabajaban en las diferentes secciones de su Ministerio. Todos bebían y hablaban
abiertamente; y al hablar, los de las «narices aristocráticas», citaban a Carlos
Marx y recordaban párrafos enteros de la Historia del Partido, y los otros, «los
viejos», rememoraban los primeros años de la revolución.

—En 1917 lo conseguimos, y ahora lo volveremos a conseguir. En Kronstadt, en el


«Aurora», en el frente, en Zaryzin… Entonces la situación era muchísimo peor que
ahora, porque todavía no existía el Estado soviético. Ahora sí que tenemos un
Estado fuerte, un Estado que nos ha costado muchos años levantar, y que, desde
luego, no se nos vendrá abajo… ¡Acabaremos con todos los que atentan contra él:
contra los enemigos del interior y contra los enemigos del exterior!

—Los que desorganizan la retaguardia, los saboteadores, los que propagan el pánico,
los que hacen correr falsas noticias alarmantes. ¡Aplastaremos a nuestros enemigos!

Matwejew levantó su mano derecha.

Todo el mundo calló.

—Ha olvidado usted a los generales, coronel Petrow.

—Sí; los generales también, camarada ministro del Interior.

—Luego me entregará usted un informe detallado acerca de la situación.

—Sí, camarada ministro del Interior.

En aquel momento se acababa de servir el champaña del Cáucaso. Todo el mundo


hablaba y nadie escuchaba a los demás: Kronstadt, Zaryzin…

«¿Dónde estará ahora Menuche? ¿Le habrá ocurrido algo?»

Matwejew volvió a levantar la mano derecha.

—¿Dónde está ahora la columna de tanques, coronel Petrow?

Se trataba de la columna de tanques encargada de transportar el oro de Minsk. Y no


solamente transportaba lingotes de oro y objetos de valor, sino que tenía que poner
a salvo las actas y los documentos de la filial bielorrusa de la Séptima Sección
Especial, y además, las actas y los documentos de Schustin de Lituania, Letonia y
Estonia, y las actas del secretario general del Partido Comunista de Bielorrusia,
camarada Ponomarenko. Pues aunque Bielorrusia se hubiera perdido, aquellas actas de
ningún modo debían caer en poder del enemigo.

El coronel salió de la sala y al poco rato regresó.

—La columna de tanques avanza sin novedad y hace poco acaba de pasar por Smolensko,
camarada ministro del Interior.

Matwejew se hundió otra vez en un profundo sopor. Matwejew no se dejaba engañar por
el fino mantel de hilo que cubría la mesa, ni por los pesados cubiertos de plata,
ni por las flores artísticamente colocadas en los hermosos jarrones de cristal
tallado; y los grandes abetos que se veían por la ventana no eran más que un mal
telón de fondo. El olor a sudor de los cincuenta mil esclavos del GULAG y los
chasquidos del látigo con que se les azuzaba, poblaban todo el bosque. A Matwejew
le pareció que a través de las ventanas abiertas entraba un olor a patatas quemadas
y a cabezas de pescado podrido.

«Aquellos cerdos, sin embargo, comenzaban a emborracharse.»

«Uno tras otro, todos se habían presentado en su despacho de Minsk, llevando


grandes carpetas bajo el brazo y ofreciéndole gran cantidad de documentos para la
firma. Aquellas visitas y aquellas firmas se sucedían sin interrupción.
Ponomarenko, por ejemplo, era de los que más veces acudían a su despacho y de los
que más documentos le presentaban a la firma. Y diez mil firmas equivalían a diez
mil sentencias de muerte.» «Quizás, incluso, durante los últimos tiempos, en vez de
diez mil sentencias de muerte, habían sido veinte mil.» «¡Aquellos cerdos estaban
bebiendo como si Minsk y Bielorrusia no se hubieran perdido! Podían darse aquel
gusto y ahuyentar sus pensamientos con el humo. Y aquí, hay un collar de perlas, y
aderezos, y cuadros antiguos, y una Menuche, una Rachel y una Anna. Y aquella
Menuche, aquella Rachel y aquella Anna que, cargadas de joyas, habían enviado a la
retaguardia, eran su principal preocupación. Y aquellas personas eran quienes le
habían dado a firmar las sentencias de muerte, haciéndole responsable de la sangre
vertida. Y las manos de aquellos hombres no se habían manchado de sangre, pero sí
se habían apoderado de los bienes de sus víctimas. Durante aquellos dos últimos
años, el Este de Polonia había sido un buen lugar de rapiña, y diez mil pobres
diablos pagaron bien cara su presencia.»

«Él, sin embargo, estaba solo…»

—¿Dónde está la columna de tanques, coronel Petrow?

—La columna avanza sin novedad; en este momento se encuentra entre Jarzewo y
Wjasma. Es posible que esta misma noche llegue a Moscú, camarada ministro del
Interior.

«¿Qué era mejor, que la columna llegara a Moscú con las actas de la filial
bielorrusa de la Séptima Sección Especial y las de Estonia, Letonia y Lituania y
las de Ponomarenko, o que fuera destrozada por una maldita bomba alemana, y fueran
destruidas, en una carretera cualquiera, las carpetas de documentos y las actas que
Ponomarenko había hecho sobre el ministro Matwejew y sobre él mismo?»

«Ha caído Minsk… y yo estoy rodeado de cocodrilos y de toda clase de reptiles.


Estas bestias se han comido lo mejor que había en la zona ocupada de Polonia y en
toda Bielorrusia y, además, se han bebido la sangre de quienes habitaban aquellas
tierras. Y yo solo debo ahora cargar con la responsabilidad de la actitud
antisoviética demostrada por sus víctimas. Se me dirá que no fui demasiado
enérgico. ¿Es que fueron pocas veinte mil sentencias de muerte? Schustin, el
ministro del Interior de Estonia, Letonia y Lituania, firmó durante este mismo
tiempo cuatro o cinco veces más penas de muerte que yo, y sin embargo, en Letonia y
Lituania se produjeron constantes manifestaciones antisoviéticas. Por lo menos,
aquel era un argumento que podría aducir, en el momento oportuno, a Ponomarenko.»

«¿Qué más se me puede echar en cara? ¿Qué es lo que he omitido en Minsk? Sí; desde
luego, la orden de Stalin no fue cumplida del todo. Allí se han quedado productos
industriales, medicamentos y productos químicos. No todas las fábricas han sido
voladas. Los alimentos almacenados no fueron envenenados. Los transportes, la
electricidad y las conducciones de agua serán reparados enseguida. Minsk no se
convertirá en una ciudad muerta y el pueblo volverá a respirar dentro de poco. ¿No
es Ponomarenko responsable de que una ciudad condenada a muerte continúe viviendo?
Sí; sobre Ponomarenko pesa gran parte de responsabilidad, y ya se procurará que
nada de su quehacer quede sin revisar.»

«Además, en el archivo secreto del Ministerio del Interior había un importante


informe acerca de Ponomarenko, el borracho y mal hablado. Y en ese informe no solo
constan ciertos escándalos particulares y determinadas historias de mujeres, sino
que en él se explican algunos manejos políticos sobre los cuales siempre se tuvo
mucho cuidado de no hacer demasiada publicidad. Pero, a pesar de esto, a los ojos
de todo el mundo, Ponomarenko aparecía como un sujeto correcto, y él, Matwejew,
como un individuo desalmado… y, sin embargo, el oído de Stalin no era Matwejew,
sino Ponomarenko, y el enlace directo con el Buró de Stalin no lo ostentaba el
ministro del Interior, sino el secretario del Partido.»

«Ponomarenko guardaba aquellos documentos como si se tratara de un tesoro, pero al


final le habían de servir de muy poca cosa. Es posible que, dadas las
circunstancias, no tuviera tiempo de valerse de ellos. ¿Era acaso Minsk el final de
todo? ¿Era aquel banquete dado por Lebjotkin la comida que se les da a los
sentenciados a muerte?»

El ministro del Interior tenía un semblante deshecho. El sudor perlaba en su


frente. Los sirvientes retiraron el queso y la mantequilla de la mesa. Enseguida
apareció el café y el coñac. El humo de los cigarros puros y de los cigarrillos
perfumados se levantó hacia el techo. Había llegado el momento de emprender el
viaje hacia Mogilew. «Allí, pensó Matwejew, me enfrentaré con Ponomarenko y se
verán los motivos de la pérdida de Bielorrusia.»

Antes, sin embargo, tenía que hablar con Sjemzew.

Matwejew se levantó. Sus acompañantes también se pusieron en pie. Matwejew no se


apartó de la mesa y, llegada la ocasión, pasó con Sjemzew y Lebjotkin a una sala
vecina. A puerta cerrada, les habló de la situación general, de la Obra en
particular y recomendó la inmediata detención de los presos que estaban en
libertad.

Al terminar la conversación, los coches estaban dispuestos para continuar el viaje.


Subió a su coche, y la interminable columna de camiones y coches, a la que ahora se
habían añadido muchos transportes militares cargados de soldados fuertemente
armados, desapareció por el mismo camino del bosque por el que al amanecer había
llegado.

Anna Pawlowna se quedó atrás. Durante unas noches podría quedarse a dormir en casa
de la contable María Arkadiewna, que al igual que ella había sido llamada para
servir a los huéspedes que acababan de marcharse. María Arkadiewna, que había
nacido en Wiasma y que por lo tanto era casi paisana suya, fue muy amable con ella
y le ayudó a buscar habitación. Anna Pawlowna se instaló en el cuarto de María
Arkadiewna, que hasta entonces había compartido con una cajera que ahora se acababa
de marchar con la columna. Anna Pawlowna necesitaba un poco de reposo y estaba
tranquila, porque allí no se encontraría sola. Por otra parte, María Arkadiewna era
de las personas con quienes todavía se podía hablar. Esperaría, pues, la primera
oportunidad para continuar el viaje. Le habían dicho que dentro de poco llegaría
una columna camino de Tambow. La columna tenía que detenerse en Moscú, de manera
que, con toda seguridad, pasaría por Gschatsk, que es donde ella deseaba ir.

La primera noche ninguna de las dos mujeres pudo dormir; pues cada una de ellas
estaba demasiado nerviosa para ello. Y durante mucho rato estuvieron comentando las
conversaciones que habían oído durante el banquete, y haciendo mil consideraciones
del aspecto de cada uno de los comensales. Para Anna Pawlowna fue un alivio el
poderse tumbar en la cama y dar un poco de reposo a sus cansados pies. Y de vez en
cuando, durante el transcurso de la conversación con María Arkadiewna, manifestaba
su admiración por aquel hermoso lugar de trabajo, aquellas limpias habitaciones,
aquellas pulidas casas de madera, aquellos cuidadosos caminos y aquellos
jardincillos llenos de flores que rodeaban la mayor parte de las viviendas.

—Parece un sanatorio. Esta fue mi primera impresión.

—Sí; quédese usted un par de días y abra usted bien los ojos.

—Pocas veces he visto un bosque tan tupido como este y unos abetos tan altos y
hermosos.

—Sí; ya tendrá usted tiempo de ir viendo las cosas. Aquí mismo, bajo nuestra
ventana, pasa una tropinka, un senderillo; sígalo usted y verá cosas realmente
curiosas.

Anna Pawlowna volvía a estar acostada en una verdadera cama. Y estaba en plena
retaguardia. Apenas oyó las bombas que por la mañana cayeron sobre el bosque. Anna
dormía tranquilamente, como cuando, en Moscú, descansaba en casa del general
Narischkin.

Cuando se despertó, el sol brillaba en su ventana. Junto a su cama encontró un vaso


de leche y unas rebanadas de pan con mantequilla. Se entretuvo con el desayuno y se
vistió muy despacio. Luego salió de la casa e inmediatamente dio con el senderillo
que conducía al bosque y acerca del cual le había hablado su amiga María
Arkadiewna.

Los ruidos de los trabajadores fueron quedando atrás, amortiguados por la


distancia. Se adentró en el bosque. Bajo los árboles hacía una temperatura fresca y
muy agradable. Caminó en dirección al pueblo de Krupka. Allí había un viejo
castillo, un pequeño estanque y corría un riachuelo, el Bobr. ¿Se parecía el Bobr
al helado Gjat, que atravesaba Gschatsk, su pueblo?

De pronto, vio algo que la dejó estupefacta. Amedrentada, se escondió tras unos
árboles. A poca distancia se levantaba una tupida alambrada, tras la cual aparecían
unas míseras barracas habitadas por presos. ¿Por qué le había dicho María
Arkadiewna que fuera a este lugar? ¿Acaso había ella hecho demasiadas alabanzas de
las hermosas casitas de madera? Se apartó del campamento y continuó el camino. Al
poco rato llegó ante el cementerio de los presos. En un gran rectángulo se apiñaban
miles de sepulturas. El cementerio ofrecía un aspecto desolador, como si la
primavera se hubiera truncado, ajándose de repente, sobre la tierra que cubría
aquellos muertos.

Y Anna Pawlowna comenzó a tener frío en aquel día de verano. Sin saber hacia dónde
se dirigía, continuó adelante. Pero sus experiencias no habían terminado todavía.
Su encuentro con los seres vivos, es decir con los desharrapados presos y los
miserables koljosianos le causó más impresión que el espectáculo del cementerio. Al
regresar vio que María Arkadiewna la estaba esperando.

—¡Ah, querida, gatita asustada, qué aspecto tienes! ¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras
mal? No, no hables… No digas nada. Voy a prepararte algo de comer. Debes acostarte
inmediatamente.

Anna Pawlowna se dejó caer sobre la cama. Al despertarse le pareció que todo había
sido una horrible pesadilla.

María Arkadiewna estaba sentada al borde de su cama.

—Estuve allí, donde los koljosianos tienen sus miserables barracas. ¡Es espantoso!

—Bueno, déjalo estar: está prohibido hablar de todas estas cosas, querida. Tienes
que saber que cuando, en Wiasma, acepté este trabajo, firmé un documento en el que
me comprometía a no decir nada de cuanto pudiera ver u oír.

Y, tras hacer una pausa, continuó:

—Pienso que durante tu viaje, desde Wolkawisk acá, habrás visto cosas peores.

—No; esto de aquí ha sido lo peor de todo.

—Bueno; dejémoslo, pues, y bebamos una taza de té.

Las dos mujeres comenzaron a beber el té. De pronto, sonó una sirena. Era una
alarma aérea. Los «Stukas» se habían presentado de nuevo. Y otra vez volverían a
bombardear la estación, los depósitos de aceite y las construcciones.

—¡Ven, ven…! ¡Déjalo todo, no te entretengas! —exclamó María Arkadiewna, y cogió a


su amiga de la mano y la arrastró fuera de la casa.

El caminillo del bosque estaba lleno de gente. Técnicos, soldados, oficiales y


presos, todos corrían hacia el campamento, cuya puerta estaba abierta de par en
par. Los centinelas apostados en lo alto de las torres de vigilancia —en cada punta
del campo se levantaba una de aquellas torres— contemplaban el espectáculo con
cierta indiferencia, pues ya estaban acostumbrados a ello. Entre aquel desconcierto
de casas que se venían abajo y depósitos de gasolina que comenzaban a arder, el
campamento era el único refugio seguro, pues los aviadores alemanes no bombardeaban
jamás los campamentos de presos; algunas veces los sobrevolaban a baja altura y
hacían señales; pero nunca arrojaron ninguna bomba.

Aunque despierta, Anna Pawlowna cayó en una pesadilla mucho más espantosa que la
del peor sueño. Un olor a humanidad —el mismo que el día anterior había notado,
durante el banquete, el ministro del Interior— se desprendía de una multitud sucia,
piojosa, alimentada con desperdicios. A fuerza de palabras soeces, el lenguaje de
las gentes ya no parecía ruso, sino un idioma extraño. Los presos se mofaban de los
soldados y de los oficiales, que iban a refugiarse al campo, y las mujeres, cuyo
campamento estaba algo más alejado, pero que en aquellos momentos corrían a
refugiarse en el de los hombres, insultaban y se mofaban de sus verdugos, a quien
cubrían de oprobio.

—¡Perros! ¡Valientes héroes! —gritaban.

—Ven, ven, mi pequeño comandante, mi querido jefecito.

—Anda, precioso, quédate conmigo y no corras tanto, que tú y yo vamos a fundar una
familia.

—No estés nervioso y acércate a mí; ya sabes que los «Stukas» se contentan con
mirar.

Era increíble que una contable del «Gran Teatro de Moscú» se expresara de aquella
manera. Un día las cuentas no salieron bien, y ahora estaba allí. Una koljosiana se
había llevado algo de trigo de un campo y fue condenada por atentar contra la
propiedad del Estado. Un actor, un empleado de cine, un fontanero de Odesa, un
escritor, un profesor de Moscú, otro escritor, otro profesor de la Universidad de
Filología de Taschkent, y todos estaban envueltos en harapos y en todos los rostros
se reflejaba la misma expresión de desesperanza.

Incluso estuvo allí un ex ministro de Educación. El ex ministro se llamaba Bubnow,


y había trabajado, como casi todos ellos, en la autopista y en la obra, donde
estuvo acarreando piedra. Un día, sin embargo, unos individuos fueron a buscar a
Bubnow y luego se supo que lo habían fusilado. El escritor Smirnow había caído en
falta en una discusión acerca del «realismo socialista»; pero él sostenía que le
habían deportado porque un enemigo suyo deseaba instalarse en su casa de la calle
Lawruschinskij. Al profesor Bognadow se le acusó de haber redactado un diccionario
contrario a los intereses del Partido. Bognadow fue condenado a trabajos forzados a
perpetuidad porque en su diccionario biográfico, publicado poco antes de las
grandes purgas, aparecían como modelos de ciudadanos muchos de los altos personajes
que luego fueron fusilados. El profesor de Filología de la Universidad de Taschkent
había sido víctima de una de aquellas purgas colectivas. También había allí
ingenieros y popes, pero la gran mayoría de los presos estaba compuesta de
campesinos y koljosianos, entre los cuales había cosacos, kirguises, usbekos y
mongoles.

Sobre el bosque tenía lugar un combate aéreo.

Los aparatos rusos eran abatidos a causa de la superioridad numérica, de la mayor


capacidad de fuego y de la mayor habilidad maniobrera del enemigo. Un «Rata»
envuelto en llamas se precipitó hacia el horizonte, y otro, que pareció desplomarse
sobre las copas de los árboles, enderezó el vuelo, ascendió y cayó verticalmente
sobre el campo, donde mató a algunas personas.

La gente prorrumpió en un ensordecedor griterío contra los pilotos soviéticos.

—¡No pueden hacer nada! ¡Lo mejor es que se rindan enseguida! ¡Durante años enteros
nos han estado torturando y ahora nos matan de esta manera!

—¡Un pobre diablo más al que han empujado a la muerte! —comentaba la gente,
refiriéndose al aviador abatido.

Todos los presos manifestaron a gritos su odio a los oficiales y a los soldados del
batallón de vigilancia.

Judanoff y Budin y los demás determinaron abandonar el campamento. Durante unas


horas, los soldados del batallón de vigilancia estuvieron conteniendo a los presos,
y luego, cuando la situación fue completamente insostenible, en compañía de unas
mujeres, huyeron a través del bosque.

No podían haber hecho otra cosa, porque en el campo ya no quedaba un vestigio de


disciplina, y el único modo de restablecerla hubiera sido diezmando a los presos,
lo cual, dadas las circunstancias, era imposible.

Al día siguiente, Anna Pawlowna fue despertada por el griterío de la multitud. Una
vociferante riada de personas avanzaba por las calles del pueblo. Los presos del
gran campamento del Natscha se habían presentado en la población y ahora pasaban
ante la casa de María Arkadiewna. Uno de ellos se detuvo ante la ventana. Una nariz
aplastada y unos ojos hambrientos. Anna Pawlowna se retiró hacia el fondo de la
habitación, y el rostro desapareció.

Los presos cantaban: «Na Rabotu mui tije poidjon…»


Únicamente ante la barraca de la administración había un espacio libre. Dentro de
ella, en las antiguas oficinas, estaban reunidos el capitán Budin, el capitán
Kasanzew, el teniente Odinzow y, frente a ellos, el primer teniente Judanoff.

El informe de Kasanzew fue claro y terminante.

Había combatido en el Beresina y había mandado un batallón en Slobodka. Su unidad


estaba formada, en parte por soldados bisoños, acabados de movilizar en la zona de
Orel, y en parte, por veteranos pertenecientes a los restos de las unidades
destruidas al Oeste de Minsk. Desde el primer momento todo marchó mal. La mayor
parte de los soldados jamás habían oído silbar una bala y no tenían idea de lo que
era la explosión de una granada. A los primeros disparos de la artillería, los
soldados se habían metido, presas del pánico, en las trincheras.

—¡Igual que una manada de bueyes! —dijo Kasanzew—; y no solo los de mi batallón,
sino todo el regimiento y toda la división se comportó de esta manera. Muchos
desaparecieron. El resto de la tropa, que todavía pudimos reagrupar, aguantó hasta
que llegaron los tanques alemanes. Entonces no pudimos hacer nada más, porque la
verdad es que estábamos con las manos vacías y fue imposible hacerles frente.

Según el informe de Kasanzew, los tanques avanzaron por el Sur, atravesaron el


Beresina a la altura de Borissow y entraron en aquella ciudad por el Este, después
de haberla rodeado.

Lo que el teniente Odinzow contó acerca de la «División Proletaria» fue menos


claro. Budin le había dado demasiado alcohol y Odinzow estaba algo bebido, o el
teniente, que seguramente lo había pasado muy mal, no se había podido formar un
juicio tan objetivo como Kasanzew. De una manera complicada, pero lleno de orgullo
al referirse a su unidad, Odinzow informó que la «División Proletaria» ya no
existía.

Hacía catorce días, es decir, poco después de haberse roto las hostilidades, habían
salido de Moscú.

—La 14 división blindada de Naro-Fominsk, la 16 división blindada de Kaluga, la


«División Proletaria» de Aprilowka… —Todo un Cuerpo de Ejército, ¿no?

—Sí; el VIII Cuerpo de Ejército del capitán general Winogradow.

El legendario VIII Cuerpo de Ejército… En Lituania, en Letonia, en Bielorrusia y en


todas partes donde durante aquellos días las tropas soviéticas tenían orden de
resistir hasta haber vertido la última gota de sangre, se había prometido la ayuda
de aquel Cuerpo de Ejército que durante los años de paz había sido considerado como
algo modélico y cuya fama se extendió hasta los últimos rincones del país.

—No nos faltaba comida. Los bueyes y los cerdos eran sacrificados a discreción… —
contaba Odinzow.

Judanoff perdió la paciencia.

Odinzow se refirió a la marcha por la autopista y al impresionante espectáculo del


avance de los tanques.

—Aquella riada de hierro —dijo Odinzow— corría ante los ojos de los soldados y su
efecto era muy reconfortante…

—Claro; y si a los tanques se añaden los bueyes y los cerdos de la intendencia…


—¡A nosotros solo nos daban sopas de col! —exclamó Kasanzew.

—Casi todos los jefes eran parientes nuestros o hijos de Comisarios del pueblo, y
Jacob Dschugaschwili, el hijo de Stalin, era jefe de la sexta batería.

Judanoff interrumpió el relato.

—Bueno, está bien…, todo esto ya lo sabíamos. Lo que ahora nos interesa saber es el
final del VIII Cuerpo de Ejército y de qué manera pudieron los alemanes atravesar
el Beresina y los pantanos.

—Un día, desde la autopista, vimos las columnas de humo que se elevaban de Jarzewo.
Poco después nos tropezamos con las primeras partidas de fugitivos. El buen humor y
la confianza desapareció con las primeras bombas. De «los nuestros» no vimos ni
rastro y, en cambio, el cielo estaba lleno de aviones alemanes.

—Sí; esto también lo sabemos.

—Una y otra vez éramos detenidos por grupos de paracaidistas, que durante días
enteros nos impedían avanzar.

—Bueno; ¿y qué ocurrió en el Beresina?

—Procedentes de Lepel, atravesamos el Beresina por varios sectores. Pasó la


infantería y los tanques, pero la artillería se quedó atrás. A las cuatro de la
mañana salimos del bosque y subimos por terreno descubierto. Los tanques avanzaron
uno tras otro ante nosotros, y cada fila de tanques tenía unos diez kilómetros de
largo. Al principio nos encontramos con algunos tanques alemanes exploradores y con
algunas patrullas de infantería. Les hicimos huir y los arrollamos. Luego
aparecieron los aviones alemanes y el desorden cundió entre nuestras filas. De
momento, sin embargo, no sucedió nada más. Luego, al mediodía, procedentes del
Norte, se presentaron los tanques alemanes. Y entonces el pánico se apoderó de
todos, y muchos soldados ya no pensaron más que en huir. Muchos tanques quedaron
ardiendo sobre el campo.

Ocurrió lo siguiente:

Los combates del VIII Ejército habían durado dos días. Durante el primer día casi
todas las unidades de dicho Cuerpo habían sido derrotadas, y por la noche se
reagruparon para sostener el ataque del día siguiente. El segundo ataque alemán
terminó con una gran catástrofe por parte de los rusos.

—Fuimos empujados hacia el Beresina. El puente estaba destruido… Nos habían cortado
el camino. Todos los tanques se quedaron a la orilla del río. Únicamente algunos
grupos aislados de combatientes desarmados pudieron pasar el Beresina. Mi compañía
quedó reducida a diecisiete hombres, y la división a un regimiento.

—¿Qué división era?

—La 14 división blindada. De ella no se salvó más que el regimiento de artillería,


que no se había movido de Witebsk.

Judanoff ya estaba enterado de lo que quería saber. Lo que Kasanzew y Odinzow


contaron, lo había podido comprobar el capitán Budin a través de los comentarios
que ante la cocina hacían los desertores y los fugitivos. El frente se había roto
al Sur de Borissow. Y Borissow fue cercado. Más hacia el Norte, allí donde se había
situado el Octavo Cuerpo, la orilla izquierda del Beresina parecía un cementerio de
tanques soviéticos. A este lado del Beresina el terreno quedaba abierto para una
inminente incursión alemana y el camino de Krubki había quedado despejado. Así,
pues, el momento de la voladura de la obra 057 había llegado. Un teniente informó
que un gran contingente de tropas llegaba por la autopista y se dirigía hacia
Borissow. Judanoff se decidió. Se dirigió al telégrafo.

«Moscú… Moscú… Administración Central.»

Si antes las órdenes procedentes de Moscú habían sido confusas y contradictorias,


ahora la capital no contestaba. Budin reunió al resto de los oficiales de la obra
y, ante el telégrafo, redactó el siguiente informe:

«Nosotros, los abajo firmantes, comisionados especiales de la Tercera Sección, dada


la situación general y en consecuencia de la orden de J. V. Stalin, en
representación del capitán general Lebjotkin y del coronel Sjemzew, determinamos
volar los siguientes objetivos:

»Las instalaciones A 33, 34 y 35.

»Las centrales eléctricas, las instalaciones eléctricas y los depósitos de


provisiones.

»Las instalaciones subterráneas.

»Las reservas de combustibles y aceites de Krubki.

»Todos los edificios de las oficinas administrativas, las fábricas de maquinaria y


las casas serán incendiadas. Los presos recibirán orden de ponerse en marcha hacia
el Este. En Slawyany y Woloschewka se instalarán centros de aprovisionamiento.

»Firman: Primer teniente Judanoff.

»Capitán Budin.

»Comandante Permjakow.

»El comandante Permjakow no ha firmado este informe, por no poder abandonar su


puesto en la autopista. El comandante Permjakow, sin embargo, fue informado por
teléfono del contenido del mismo y dio su consentimiento para efectuar las
voladuras que en él se indican.»

«Moscú… Moscú… Administración Central…»

Judanoff trató de cursar el informe a Moscú, y durante un buen rato estuvo ocupado
en el aparato de radiotelegrafía. Moscú, sin embargo, no contestó.

Las primeras sombras del anochecer parecieron salir del bosque cercano. El espacio
libre que hasta entonces había habido ante la oficina de la administración se iba
reduciendo cada vez más. Los dos tanques cuyos cañones apuntaban a la multitud ya
no impresionaban a nadie. Los centinelas trataban de contener a los fugitivos, y
estos respondían cada vez con palabras más gruesas. Aquel mediodía los presos se
amotinaron en la cocina, donde volcaron las grandes soperas y rompieron todo lo que
estuvo a su alcance. Diez mil prisioneros se quedaron sin comer.

«Moscú… Moscú… Administración Central…»

Judanoff miraba por la ventana. A su lado estaba el capitán Budin. En las miradas
de los presos brillaba un evidente deseo de matar. Así ocurría en las miradas de
aquel pescador de Arcángel, y en las de aquel jacuto de la nevada tundra, y en las
de aquel chamán kurdo… Eternos rostros del pueblo ruso; rostros de todas las razas
que habitan en Rusia. Rostros primitivos; rostros de fieras.
—Creo que correrá sangre.

«Moscú… Moscú…»

Durante aquellos días, Budin había estado en contacto con los presos más que
Judanoff, y había tenido ocasión de ver y oír más cosas que este.

—Puedes estar contento de que este chamán esté entre los presos, porque él y los
popes, que ejercen un misterioso poder sobre la gente y la fanatizan, son quienes
en definitiva impiden que ahora se produzca una matanza.

El pescador de Arcángel tenía un aspecto más inquietante que el jacuto, el kurdo y


el criminal del Volga. Aquel hombre no tenía el aspecto de un héroe legendario, ya
que no era alto, ni bien proporcionado, sino que, de puro delgado, parecía un saco
de huesos. El pescador, sin embargo, se mantenía erguido y tenía la clásica estampa
de un rebelde acostumbrado a luchar contra los temporales del mar del Norte y a
vivir en aquellas regiones sumidas en las tinieblas.

El pescador pasó junto a uno de los tanques y, despectivamente, escupió sobre él;
luego alzó sus ojos pardos hacia la ventana tras la cual estaba Judanoff.

«¿Qué querría?»

Cuatro semanas antes, Judanoff le había hecho encerrar en un calabozo.

—¡Escupe, Iván; escupe hacia esta ventana y hacia aquel que está en ella! —gritó,
al pescador, el asesino de Saratow.

Disparar. El pescador de Arcángel era el único que, de momento, había atravesado el


cordón de la vigilancia. Las granadas de los tanques podían abrir grandes huecos
entre los presos. Pero si se daba la orden de fuego, no habría ningún chamán ni
ningún pope que pudiera contener a la multitud. Catorce mil hombres enfurecidos —
tantos se habían llegado a concentrar en aquel sitio— se abalanzarían sobre
Judanoff y sobre Budin y los despedazarían.

Y Moscú no contestaba. No quería contestar. Acerca de eso no había ninguna duda. El


cable, que ya hubiera podido ser contestado, había caído en el vacío.

—Da la orden para que se efectúe la primera serie de voladuras, Budin.

Budin cogió el teléfono.

Iván estaba ante la ventana. Vestía una vieja chaqueta destrozada y calzaba unas
botas hechas de desperdicios de neumáticos, que debido a su pesadez los presos
llamaban traktornisawod. Iván solo tenía piel y huesos y sus brazos le llegaban
hasta más abajo de las rodillas. En su cara de gorila brillaba una expresión de
malvada alegría. Iván estaba calibrando las posibilidades de su venganza. Los
centinelas del batallón de vigilancia le dejaron merodear sin decirle nada. Los
demás presos que se habían acercado con él se quedaron un poco atrás, frente a los
tanques.

—Que se proceda a la segunda voladura, Budin.

La orden fue cumplida inmediatamente.

«¿Qué pretendía Iván?»

Una tremenda detonación rasgó los aires, y enseguida se produjo otra y otra, y
entre una cadena de detonaciones, los edificios volaron por los aires. Las
provisiones alimenticias, que estaban guardadas en almacenes subterráneos y con las
cuales se hubiera podido mantener a tres millones de personas durante varios meses,
fueron igualmente destruidas.

Las primeras explosiones hicieron temblar la tierra, y las últimas arrancaron las
puertas, las ventanas y parte del tejado de la barraca donde estaban instaladas las
oficinas de la administración. De pronto, Iván se encontró bajo un remolino de
cascotes y tejas que se le venían encima. Y ni él ni sus compañeros necesitaron los
consejos del chamán para retirarse de donde estaban, de manera que cuando Judanoff
se volvió a mirar a través de los restos de la ventana, Iván había desaparecido
como si hubiera sido un fantasma.

Las voladuras se habían hecho sin previo aviso, y, como es natural, hubo muchos
muertos y heridos. Pero, en aquellos momentos, nadie pensó que cada una de las
voladuras de la obra 057 había costado un buen número de víctimas.

Los antiguos presos gritaban por otros motivos.

¡Las provisiones!

El veneno no había sido utilizado y la dinamita no hizo más que destrozar los
cajones de provisiones y enviarlos por los aires. Nadie había sospechado que en los
sótanos de la obra hubiera podido haber tal cantidad de provisiones.

Pero… Todo estaba ardiendo: las casas, los depósitos de gasolina, los almacenes de
maquinaria, y entre las llamas que se elevaban a la linde del bosque, los presos
iban y venían de un lado a otro, nerviosamente. Corrían, se atropellaban, caían y,
se volvían a levantar y continuaban corriendo. Con más rapidez que las
detonaciones, a través de los bosques y desde la autopista hasta el Natscha, corrió
la noticia, y las gentes que se dirigían hacia el Este y que pocos momentos antes
deseaban encontrarse en Buchara, Fergana o Thianshan, en la frontera china, movidos
por el hambre, con los ojos desorbitados, volvieron hacia atrás en busca de la
comida, que muchos ya estaban despachando.

¡Cuánta comida! El pequeño turcomano de ojos oblicuos de Thianshan se agachó, cogió


un arenque, mordió en él y se dio cuenta de que un vecino suyo estaba comiendo uno
mayor que el suyo y fue a arrancárselo de las manos. Inmediatamente, sin embargo,
se percató de que por el suelo había diez, cincuenta, quizá cien toneles de
arenques. Pero ¿por qué había de comer arenques? Aquella masa amarilla que colgaba
de un árbol próximo era mantequilla, y de la mejor. Por lo menos allí había medio
quintal de mantequilla. Pero ¿por qué había de comer mantequilla? Un poco más allá
el suelo estaba lleno de chocolate, bombones, caviar y de toda clase de cosas
bonísimas. Allí había arroz, miel, azúcar, anchoas, boquerones, cigarrillos y
centenares de botellas de vodka. La mayor parte de las botellas se habían roto al
caer al suelo o al chocar contra los árboles, pero muchas de ellas estaban intactas
sobre la hierba. Y no solamente había botellas de vodka, coñac, benedictine, vino y
champaña, sino que también había muchos bidones cada uno de los cuales contenía
veinticinco litros de alcohol de noventa y seis grados.

Parecía que Papá Noel había pasado por allí dejando tras sí una interminable estela
de regalos. Esto era lo que pensaba el profesor de Moscú, autor del diccionario
biográfico.

«¿Qué necesidad hay de darse prisa? —se decía el profesor—. Aquí hay diez mil
bocas, pero también hay comida para todos. Portémonos, pues, como personas
civilizadas. Al fin y al cabo, Semjon Michailowitsch, somos personas de cultura.
Esta pasta no está mal, y esta lengua de cordero sabe muy bien, y esta carne y
estos espárragos son de primera calidad.»
El profesor de Moscú, el hombre de Thianshan, Iván de Arcángel, Nikita de Saratow y
la multitud de antiguos presos, así como los diez mil koljosianos, comían grandes
trozos de mantequilla, puñados de azúcar y salchichas de Moscú, todo lo cual
engullían de una manera apresurada y revuelta. La escena estaba iluminada por las
gigantescas llamas que salían de las casas.

Salvo la voladura de los depósitos de esencia y de aceite, que estaban al otro lado
de la autopista, el resto de las construcciones ya había sido destruido. Antes de
proceder a la última voladura, Judanoff, que ya tenía preparada una columna de
ochenta coches, quería estar lejos de aquel sitio.

Echó una mirada hacia el bosque.

Junto a los árboles se estaba celebrando una gran comilona. Algunos de los presos
se llevaban la comida a la boca con las dos manos, de un modo precipitado, casi
frenético, y otros, en cambio, permanecían tumbados, panza arriba, adormecidos.

—¡Mira los koljosianos!

Allí estaban los koljosianos, barbudos y desgreñados, con sus pequeños carros
tirados por los velludos caballitos, tan lentos y pacíficos.

—¡Nunca han trabajado como hoy!

—Sí; hoy despliegan una actividad inusitada.

Los koljosianos engullían como los demás, pero pensaban en el mañana y, empapados
de sudor, cargaban sus carritos, que hasta entonces solo habían acarreado arena y
piedra, con sacos de arroz, botes de miel, latas de arenques, cajas de azúcar,
cajones de conservas y bidones de alcohol, lo cual provocaba las iras de los
presos, que estimaban que todo aquello les pertenecía.

Con los puños y esgrimiendo sus látigos, cogidos a los caballos, los koljosianos se
abrían paso entre la amenazadora multitud de los antiguos presos. Los koljosianos
tenían que caminar veinticinco, cuarenta y hasta cincuenta kilómetros para volver a
sus pueblos. Había tanta comida esparcida en el campo que diez mil de aquellos
carritos hubieran podido ir y venir, transportando comestibles, durante semanas
enteras. Habían sobrecargado sus carros de tal manera que los caballos avanzaban
con gran dificultad, y en los sitios donde se había acumulado el barro y la arena
se agolpaban por docenas, sin poder salir del atasco. Entonces los koljosianos se
veían obligados a descargar la mitad de la impedimenta. Como que los carros y los
caballos pertenecían a la colectividad, se había determinado que después los
alimentos serían repartidos entre todos; en cada caso, todos querían decidir lo que
debía permanecer en los carros, y lo que, por el contrario, debía dejarse para el
próximo viaje. Desde luego, los koljosianos habían bebido como todos los demás y
todos gritaban, agitaban sus puños e incluso, muchos de ellos, llegaban a pegarse.
Por fin, la mayor parte de los koljosianos se puso de acuerdo en continuar comiendo
y bebiendo lo que llevaban en los carros. Luego se tumbaron junto al camino; al
cabo de un rato, junto al bosque, volvieron a pelearse, y más tarde se embriagaron
de nuevo. Al frente de los ochenta camiones, en algunos de los cuales viajaba el
batallón de vigilancia, Judanoff se puso en camino, atravesó los pueblos de Krubka
y Bobr, cruzó la autopista y, por una carretera de segundo orden, se dirigió en
dirección a Orscha y Smolensk.

Budin quedó atrás, al mando de un grupo de ingenieros.

Al amanecer, Judanoff y sus gentes llegaron al Dniéper.


El Dniéper, el gran río ruso de aguas claras y rápida corriente, en cuyas orillas,
e incluso en su mismo centro, había kilómetros de almadías. En la orilla se veían
restos de fogatas. Allí habían vivido grupos de madereros, que durante las primeras
horas de la noche habrían estado cantando viejas canciones ucranianas. Aquellos
madereros habían venido de los lejanos bosques del Norte, y al pasar por Smolensk
habían visto las altas murallas de la ciudad y las milenarias cúpulas de la
catedral. Luego, pasando por Orscha, Mogilew y a través de la Santa ciudad de Kiew,
continuaron su camino siempre hacia el Sur, hacia Krementschung, Saporosje, Cerson
y el mar Negro.

Restos de fogatas y canciones enmudecidas.

Ahora el Dniéper se ha convertido en frente, en línea avanzada.

Witebsk-Orscha-Mogilew-Rogatschew: aquella era la misma línea que tiempo atrás


había elegido el mariscal Tuchatschewski, cuando quiso preparar la contraofensiva.
Ahora, sin embargo, los ejércitos de Brest, Grodno y Bialystok, así como las tropas
del Cáucaso, y las del centro y las del lejano Este habían sido sacrificadas
inútilmente y ya no existían. En el Tschelwianka, en el Schtschara y en el Beresina
únicamente quedaban grupos dispersos, fantasmas que trataban de llegar al Dniéper,
donde, encuadrados con los restos de las tropas de Orscha, Kopys y Mogilew, iban
siendo reagrupados bajo el mando del mariscal Timoschenko. Hacia aquel frente se
dirigían también el capitán Kasanzew, el capitán Uralow, el primer teniente
Kolinsow, el teniente Borowjew, y también Matwejew, Antonio Kyrill —el de
Schtschara— e Iván de Arcángel, el profesor Bordanow de Moscú y Tschange de
Thienshan.

También el primer teniente Judanoff volvía ahora hacia Krubki. La columna de


Judanoff, formada por ochenta camiones, pasó por Orscha y siguió, en dirección
Norte, por la autopista. Los camiones rodaban a toda velocidad. Si la columna no
era bombardeada, en dos horas podían llegar a Smolensk. No fue, sin embargo, al
cabo de dos horas, sino al cabo de cuatro, cuando desde lo alto de la autopista
Judanoff vio la ciudad de Smolensk, en cuyo centro se levantaba la catedral de la
Asunción de María, mitad de la cual se había destinado a museo.

Una espesa nube de humo cubría la ciudad de Smolensk y parte de la autopista. Al


cabo de una hora la columna tuvo que dejar la autopista, pues el puente había sido
volado y todos los coches tenían que dirigirse hacia el Sur y cruzar el río, a la
altura de Solowjowo, en una balsa.

Aquí volvía a estar el Dniéper, no tan ancho como en Orscha, pero sí tan limpio y
más rápido que en aquella ciudad. Y aquí, junto al Dniéper, se agrupaban los
fugitivos procedentes de Minsk, Bialystok, Wilna y Riga. Todas las carreteras y los
bosques estaban llenos de judíos, mujeres, desertores y empleados del Partido.
Junto al sitio por donde podía pasarse el río y alcanzar, al otro lado del mismo,
la carretera que conducía a Moscú, se apilaba una ingente multitud. Muchos
caballos, camiones, ganados de los koljosianos, coches de turismo y miles y miles
de personas trataban de pasar el río. Las desnudas orillas no ofrecían ningún
resguardo a los crueles rayos del sol y ningún amparo contra las bombas que de vez
en cuando caían silbando. La balsa era insuficiente para transportar a toda aquella
multitud y a todo aquel enjambre de coches y ganado, por lo cual, para embarcar en
ella, se exigía un salvoconducto extendido por el Partido o por las autoridades del
lugar. A pesar de que Judanoff iba provisto de una extraordinaria documentación,
tuvo que esperar varias horas para pasar el río.

No solamente tenía que volver a la otra orilla, donde se apiñaba una ingente masa
de fugitivos, sino que debía volver, a través de Smolensk y Orscha, a Krubki y a la
obra 057, donde al frente de un grupo de ingenieros se había quedado el capitán
Budin.
La orden de regresar a la obra la había dado el coronel Sjemzew, que antes de
continuar hacia Tambow se había detenido en Moscú. El coronel ordenó que Judanoff
volviera a Krubki con cincuenta camiones y cargara allí la maquinaria que pudiera y
las provisiones que hubieran quedado entre las ruinas. Para ello, según el coronel,
había tiempo suficiente, pues el avance alemán se había detenido y no proseguiría
hasta dentro de unos días. Así, pues, el frente quedaría momentáneamente paralizado
y, aunque así no fuera, la línea del Beresina había de aguantar con toda seguridad.

Judanoff volvió hacia atrás y se hizo acompañar de casi todo el batallón de


vigilancia. Al cabo de dos días de marcha llegó a la obra. Budin salió a recibirle.
El pequeño capitán de formas orondas parecía un pavo real. Budin era el jefe
supremo de un país igual que Jauja, cuyos veinte o treinta mil habitantes (muchos
se habían puesto en camino hacia el Este) ya no se quedaban, como hasta entonces,
en ayunas.

—Hubieras tenido que verlo. Han estado acarreando (los koljosianos, por fin,
entraron en razón) y comiendo sin cesar cosas que, como los arenques y el azúcar,
nunca habían probado. Luego, ¡los muy perros!, se pelearon entre sí. Y ni que decir
tiene que todos los presos se dieron a la fuga. Parecían verdaderas fieras, y
nosotros no pudimos hacer otra cosa que asistir como espectadores a todo aquel
desenfreno. Antes de proceder a las voladuras, un idiota cualquiera sacó a Worobjew
de la celda donde estaba recluido. Los presos lo descubrieron inmediatamente y se
fueron tras él. «Este es el tipo que retenía nuestras cartas y que añadía años a
nuestras condena, comenzaron a decir, y ahora ya no lleva uniforme, ni luce ninguna
insignia.» Y, como te digo, se lanzaron tras él, lo persiguieron a través del
bosque y lo mataron.

Y luego volvieron a hartarse de comida. «No comáis tanto, les decía el pope
Tkatschew; no comáis tanto, que os hará daño.» Pero, en vez de hacerle caso,
cogieron al pope, lo tiraron al suelo y le metieron una butifarra en la boca. «Ten,
come, viejo payaso», le gritaban unos, los más bestias, mientras le llenaban la
boca de comida. Otros popes trataron de quitarles la comida de las manos
advirtiéndoles que podían indigestarse. Pero no les hicieron ningún caso. Se
tumbaron por el suelo. Unos murieron, y nadie se cuidó de ellos; otros, junto a los
muertos, yacían con mujeres… Fue un espectáculo realmente espantoso. Por lo menos
si se hubieran quedado en el bosque…; pero esos bestias se esparcieron por el
campo, y los koljosianos iban y venían con sus carros cargados hasta los topes… Y,
como era de esperar, el enemigo descubrió tanto movimiento y, de pronto,
aparecieron los aviones alemanes, y comenzaron a disparar sus ametralladoras…

—¡Un espectáculo muy interesante!

—¡Igual que bestias, igual que bestias…!

—Un espectáculo muy interesante —repitió Judanoff, poniendo un acento de ironía en


sus palabras.

Judanoff volvió a tomar el mando y Budin dejó de reinar sobre aquel país de Jauja y
descendió a la cruda realidad.

—¿Cómo han ido las voladuras? ¿Han sido destruidos los transformadores que había en
la estación de Krubki?

—En la estación no queda nada. No tienes idea de lo que allí ha ocurrido. El jefe y
todos los empleados han sido fusilados.

—¿Han sido volados los depósitos de gasolina y las reservas de aceite?


—¡Imposible! ¡Esto puede costamos la cabeza!

—No te preocupes; ya está todo arreglado. Los alemanes nos han ahorrado el trabajo.
Ayer hubo un bombardeo atroz… Mira hacia allí…

Al otro lado de la autopista, sobre donde se habían levantado los depósitos de


combustible, se veía una espesa nube de humo.

No había problema.

—Ahora hay que apresurarse. Es preciso cargar los camiones con la maquinaria que
quede, y sobre todo con la comida que pueda ser aprovechada.

Judanoff necesitó a todos los soldados que había traído consigo para mantener
alejados de las provisiones a los presos, fugitivos y koljosianos que todavía
merodeaban por allí. Tal como estaban cargaron cigarrillos, vodka, chocolate y
conservas.

—¡Dejad el vodka, estúpidos! Lo que debéis cargar es el alcohol que hay en estos
bidones. ¡No veis que es alcohol concentrado, de noventa y seis grados! Sí, y el
caviar también. Y las cajas de caviar que esos cerdos han cargado en sus carruajes
hay que descargarlas inmediatamente. ¿Creéis que los koljosianos van a poder comer
caviar cuando ni los oficiales saben qué gusto tiene? El caviar siempre ha estado
reservado para los generales y para el alto personal de los Ministerios.

Caviar, zapatos, bombones, piezas de uniformes; todo voló sobre los camiones. Un
poco más allá, sobre el campo, continuaban las comilonas, y las muertes, y el yacer
con mujeres. Aquellos miles de individuos que habían llegado dos o tres días antes
estaban ahora hartos, enfermos de tanto comer, y permanecían como moscas entre las
provisiones, sobre el campo. Muchos de ellos morían con la boca llena de comida. Y
mientras unos comían y otros perdían la vida, fueron llegando nuevas gentes, todas
igualmente hambrientas. Entre otros, se presentaron varios grupos de soldados
pertenecientes a los restos de las unidades destrozadas en el Beresina. Y los
soldados se comportaron como los presos, los fugitivos y los koljosianos. Unos
soldados habían metido las manos en un gran jarrón de miel y no las podían sacar.
El jarrón se rompió y las manos, los uniformes, las hojas, la hierba y el suelo
quedaron llenos de miel.

El profesor Bogdanow, Iván de Arcángel, el pope Tkatschew y Tschang de Thianshan


pertenecían al grupo, muy pequeño, de las personas razonables. Después del primer
atracón volvieron a la sensatez y, sin ahorrar las bofetadas, trataron de convencer
a sus antiguos compañeros de lo peligroso que era hartarse sin mesura.

En uno de aquellos altercados le habían roto los lentes a Bogdanow, y sobre la


nariz y las sienes del profesor se veían ahora unas profundas marcas, a las que
además de los lentes habían contribuido los piojos. Bogdanow quería volver a Moscú.
Los rumores acerca de la rotura del frente le hicieron pensar en que todo aquello
debía de tener un final muy próximo. Así, pues, reunió a unos cuantos compañeros y
juntos comenzaron a empaquetar provisiones para el viaje. Su amigo Smirnow, el
escritor de Moscú, no podía acompañarle. Durante ocho años había estado hablando
con él de las comidas que se servían en algunos sitios de la capital, y con
aquellas comidas imaginarias, en compañía de su amigo, engañó a su hambre. Por fin,
los sueños se habían convertido en una inesperada realidad, y tuvieron cuanto
habían imaginado. Pero Smirnow pagó sus excesos con la vida.

El capitán Budin no había exagerado nada, ni tan solo había pronunciado una palabra
de más. Judanoff vio que, por efecto de las voladuras, la comida había quedado
esparcida en algunos kilómetros a la redonda, sobre el campo. Y, asimismo, comprobó
que por todas partes había muertos, unos de los cuales habían perecido a causa de
la orgía y otros por efecto de las bombas alemanas.

Un camión cargado de aviadores heridos apareció por el camino del bosque. Los
pilotos procedían de un campo de aviación situado a medio camino de Borissow. Poco
después llegó otro camión con más heridos, pertenecientes estos a un batallón de
tanques. Un motorista con la cabeza vendada, que luego resultó ser capitán,
preguntó por el puesto de mando de un regimiento acorazado. El capitán dijo venir
de Krupka, donde se habían emplazado unas piezas de artillería pesada, pero nadie
supo contestar a sus preguntas.

—¡Supongo que el viento no se habrá llevado el puesto de mando!

—¿Y qué hay en Borissow? —preguntó Budin.

El capitán señaló a los heridos de los camiones.

—Ya ves: lo que hay son mjassa.

Sin embargo, el capitán informó a Budin y a Judanoff de que bastantes tropas de


refuerzo, entre las que se contaban un regimiento y una división aérea, se dirigían
contra la cabeza de puente alemana del Beresina.

—Los alemanes sufrieron muchas bajas, pero no sirvió de nada, pues no solamente
aguantaron la cabeza de puente, sino que atacaron de nuevo y, valiéndose de sus
tanques, rompieron nuestras líneas.

El capitán hizo una pausa y continuó:

—Incluso llegaron hasta nuestro campo de aviación —exclamó y, poniendo la moto en


marcha, desapareció.

Había llegado el momento de liquidar la situación.

Judanoff se volvió hacia Bogdanow, el pope Tkatschew e Iván que ostentaba una
especie de jefatura ilegal sobre los prisioneros, quienes estaban en absoluta
libertad y podían ir hacia donde quisieran. Judanoff pensó que lo mejor sería que,
al frente de Bogdanow, Tkatschew e Iván, se dirigieran hacia el Este.

—¿Hacia dónde? —preguntó Iván.

—Hacia Tambow… —repuso Judanoff; pero inmediatamente aclaró que no les podía dar
provisiones para la marcha.

¿Por qué no debían ir a Tambow? Claro que Tambow estaba a más de mil kilómetros; es
decir, estaba más lejos que el propio infierno. Pero, en realidad, el infierno
estaba muy cerca de allí mismo, por lo menos así lo indicaba el ruido del frente,
que cada vez era más cercano. Bogdanow, Tkatschew e Iván opinaban lo mismo. Los
camiones de la columna se pusieron en marcha, pero esta vez no avanzaron por la
carretera de Krubka, sino que tomaron por un atajo que conducía a la autopista,
pues todavía existía la posibilidad de poder pasar el río un poco más al sur de la
autopista.

Judanoff y Budin montaron en uno de los últimos camiones, y antes, uno y otro,
echaron una larga mirada a su alrededor.

Habían recibido la orden de destruirlo todo y no dejar nada en poder del enemigo.
Sin embargo, algunas partes de la obra no habían podido ser voladas y todavía
quedaban en pie. Y lo peor de todo era que muchos de los presos condenados a cadena
perpetua que habían trabajado en la obra subterránea secreta, estaban ahora en
libertad y podían decir a todo el mundo lo que nadie debía saber.

Al anochecer, Judanoff y su columna llegaron al control. El primer teniente saludó


al comandante Permjakow, a quien apenas reconocía. Permjakow tenía los ojos
hundidos y el rostro demacrado: parecía su propio fantasma. El comandante y sus
hombres habían substituido el gorro azul por el casco.

Permjakow no había recibido, como muchos de los coroneles, capitanes y soldados que
aparecían fusilados junto al control, la orden de retirada. Entre los muertos no
solamente había soldados y oficiales, sino muchos paisanos y presos, cada uno de
los cuales hubiera podido ser un espía o un enemigo parachutado desde un avión
alemán.

—Los alemanes son muy listos. Muchos de ellos se han presentado aquí vestidos de
koljosianos y han tratado de pasar el control precedidos de ganados, como si fueran
gente pacífica. Y yo no podía distinguir unos de otros; por esto lo mejor ha sido
hacer fuego sobre todos.

Al principio el servicio del control había sido algo muy sencillo.

Cuando llegaba un auto, uno de los soldados avanzaba y le hacía parar. El


comandante o el coronel eran obligados a descender del coche, y a su amiguita (a
veces las amiguitas eran dos o tres) se le permitía continuar hacia la estación de
Krubki, donde debía apañárselas para proseguir el viaje. Los oficiales quedaban
detenidos y cuando se había formado un grupo eran escoltados hacia el frente. Y si
levantaban la voz, el camino era más corto: se les empujaban hacia un lado y se les
fusilaba. Más tarde, sin embargo, cuando la situación empeoró, es decir, cuando los
fugitivos comenzaron a llegar en masa, la gente del control no pudo continuar aquel
proceder correcto y humano. El comandante Permjakow, que estaba al frente de un
regimiento dotado de tanques y armas automáticas, tuvo que decidirse a obrar de una
manera enérgica.

Permjakow había hecho fusilar muchísima gente en el control de la autopista y ahora


no podía abandonar aquel puesto.

Las relaciones entre la obra y el control siempre habían sido buenas, de manera que
al hablar Judanoff de los prisioneros que habían quedado en libertad, Permjakow
llegó a un rápido acuerdo con él.

—Hay miles de hombres que yo no he podido evacuar y que han quedado allí sin
documentación y sin salvoconducto —dijo Judanoff.

—Bien; hasta las nueve y media, es decir, durante una hora, tendré el control
abierto y todos podrán pasar —repuso Permjakow—. A las nueve y media daré orden de
que el control vuelva a ser cerrado y nadie más podrá cruzar por él.

La decisión era razonable.

Judanoff envió algunos de sus soldados hacia atrás. Bogdanow, Tkatschew o Iván
debían hablar con los presos y ponerles al corriente de la decisión del jefe del
control.

Budin y Judanoff cruzaron la barrera.

El convoy dio un rodeo y después de haber dejado atrás el puente destrozado volvió
a la autopista. Habían perdido una hora. Judanoff iba pensando en que Permjakow no
debía haber obedecido las órdenes tan al pie de la letra y hubiera podido escoger
un sitio más hacia el Este, donde poder controlar con mejor comodidad la
circulación de la autopista, cuando sobrevino, de una manera repentina, un ataque
de «Stukas» alemanes. El ataque duró cinco minutos e inmediatamente se inició un
tremendo tiroteo en el control.

A Permjakow le había llegado su hora.

Permjakow había tenido razón cuando dijo que los alemanes eran muy listos y al
asegurar que los tanques enemigos avanzaban durante la noche. Pero aquí habían
chocado contra un regimiento: el regimiento de Permjakow, que estaba dispuesto a
combatir hasta el último momento.

La lucha que los alemanes tenían que sostener en aquel lugar y que no les
permitiría avanzar aquella noche, favorecería su huida y (así pensaba Judanoff) la
de los prisioneros.

Sin embargo, la columna de Judanoff avanzaba con gran lentitud. A ambos lados de la
carretera caminaban grandes columnas de fugitivos que se dirigían hacia el Este, y
en sentido contrario a ellos, en dirección hacia el frente, venían las tropas de
refuerzo cuyo destino era el Beresina. Camiones, carros, fugitivos, bueyes y vacas
obstaculizaban el avance. El batallón de Judanoff avanzaba entre aquella gente
abriéndose paso con los puños y a culatazos. La noche era cerrada. Judanoff había
dejado atrás la mayor parte de sus camiones. Todavía faltaba un buen trecho para
llegar al Natscha y aún le quedaban algunos kilómetros para alcanzar la carretera
de Orscham, en la que deseaba estar antes del amanecer.

Los disparos de los tanques y de las armas automáticas parecieron acercarse.


Indudablemente, los tanques alemanes se habían acercado a su columna.

¿Qué le había ocurrido a Permjakow? ¿Había sucumbido al frente de su unidad?

Cuando el coronel Sjemzew mandó a Judanoff que volviera hacia Krubki y le aseguró
que el frente del Beresina estaba estabilizado, obró con absoluta fe, porque en
Moscú, en el Alto Mando Mayor del Ejército, donde él estuvo, observó que los
generales enjuiciaban la situación desde un punto de vista completamente optimista,
y le hicieron saber que en Orscha, Mogilew, Stary y Wikow se habían concentrado
numerosas tropas dotadas del más moderno material, y que las divisiones al mando
del mariscal Timoschenko ocupaban desde Rogatschew hasta Chotowisch y que de un
momento a otro se dirigirían por el Sur hacia el frente del Beresina. Y en cuanto a
la situación de Krubki, se le había dicho que una fuerte concentración de tanques
había partido de Orscha y que al día siguiente había de llegar a Borissow, donde
pronto acabaría con la cabeza de puente alemana situada al Este del Beresina.

La opinión que Sjemzew se había formado acerca de las posibilidades de un


contraataque alemán tampoco carecía de fundamento, puesto que las únicas fuerzas
enemigas que habían alcanzado el Beresina eran algunas unidades de tanques y muy
pocas patrullas. El grueso de la infantería alemana todavía estaba muy alejado de
aquel lugar, encontrándose frente a las cercadas unidades rojas procedentes de
Bialystok y Minsk. Los alemanes se veían obligados a emplear en aquella operación
considerables fuerzas de tanques, y el Alto Mando había reservado para el avance
los grupos de tanques encuadrados bajo el mando de Hoth y Guderian. El ataque al
Beresina y el establecimiento de aquella cabeza de puente había sido, en realidad,
una aventura temeraria. Y cuando el mando del Cuarto Ejército tuvo noticias de lo
ocurrido en Borissow y supo que una parte de las tropas ocupadas en la destrucción
de la bolsa roja habían continuado su avance, el jefe supremo del ejército,
mariscal Von Kluge, quiso hacer comparecer a los dos jefes de los grupos de
tanques, Hoth y Guderian, ante un consejo de guerra.

El capitán general Guderian restituyó las tropas que había sacado del cerco a su
primitivo lugar. Pero esto no satisfizo del todo al Alto Mando, pues los tanques
habían llegado a las afueras de Borissow y no era prudente que se retiraran. Y
cuando, procedente de Orscha, aparecieron los tanques rusos y se tuvo noticia de
que las fuerzas alemanas de la cabeza de puente eran muy escasas y probablemente no
podrían resistir al ataque enemigo, se enviaron nuevas tropas a Borissow.

A la misma hora en que el primer teniente Judanoff volvía atrás hacia Krubki, unos
«T 34» se adentraban cuarenta kilómetros al Oeste de la cabeza de puente alemana y
bombardeaban las posiciones enemigas.

Judanoff mandó cargar la miel, el azúcar y el alcohol de 96 grados que había sobre
el campo. Desde los restos de la obra no podía oír el estruendo del frente del
Beresina. Pero mientras mandaba cargar los camiones de su columna, cambió la
situación en la cabeza de puente. Las tropas soviéticas, después de sostener
sangrientas batallas, fueron destruidas. Los alemanes se hicieron dueños del cielo
y recibieron refuerzos de tierra. Y en Borissow quedó el Mando de la 18 división
blindada, y el de la 17 fue evacuado hacia Minsk. El jefe del segundo grupo de
tanques alemanes, capitán general Guderian, entró, finalmente, en Borissow.

La primera vez que, en aquellas circunstancias, Guderian contempló un mapa de


Rusia, pensó en la suerte de Carlos XII de Suecia y en la catástrofe de los
ejércitos de Napoleón. Los objetivos señalados a los tres Cuerpos de Ejército le
llenaron de preocupación, que desde luego no disminuyó al enterarse del avance
relámpago de las unidades de tanques. ¿Alcanzarían aquellos Cuerpos de Ejército sus
objetivos? ¿Llegarían hasta Leningrado, hasta el Volga y el Cáucaso, a través de
Ucrania? A Guderian le hubiera parecido mejor realizar un ataque concentrado hacia
el objetivo primordial de la guerra, hacia el primer centro político y comercial de
Rusia, es decir, hacia Moscú.

Guderian tenía el proyecto de llegar cuanto antes al Dniéper y desde allí, con las
fuerzas dotadas de mayor movilidad, enlazar con el grupo de ejércitos del centro y,
a través de Smolensk y Roslawl, alcanzar Moscú. El antiguo plan napoleónico había
sido variado en algunos puntos. Napoleón se había dirigido a Moscú en línea recta
por Smolensk, Dorogobusch y Wjasma, y en el plan alemán, además de la ofensiva a la
capital, se determinaban otros tres grandes movimientos: uno hacia Rogatschew y
Roslawl; otro hacia Orel y Tula y otro, finalmente, hacia el Norte.

A Guderian le pareció inútil mantener sus fuerzas en contacto con las tropas que
luchaban contra los regimientos enemigos cercados, y por otra parte juzgó una
pérdida de tiempo esperar a que el grueso de la infantería alemana llegara hasta el
Beresina, lo cual había de robarle, por lo menos, unos catorce días. Cuando llegó a
Borissow, donde se reunió con los jefes de sus unidades, y dio las órdenes para
proseguir la ofensiva, casi había alcanzado los primeros objetivos del ataque, es
decir, el Dniéper y las ciudades de Kopys, Scholow, Stary y Bykow. Los partes de
los observadores aéreos le hicieron saber que el enemigo concentraba tropas de
refresco en Smolensk, Orscha y Mogilew, lo cual acabó de decidirle a proseguir el
avance y a llegar al Dniéper antes que los restos de las destrozadas unidades rusas
pudieran reagruparse de nuevo.

Con las tropas recién llegadas, se salvó la cabeza de puente y se destruyó gran
número de unidades rojas. Y las vanguardias alemanas se lanzaron por la autopista.

Objetivo: Tolotschino.

Mientras el primer teniente se despedía del comandante Permjakow, el teniente


coronel Vilshofen recibía en Borissow la orden de marcha hacia Tolotschino. En la
carretera se cruzó con algunos tanques rusos deshechos, tipo «T 34», armados con un
cañón de largo alcance. Era la segunda vez que Vilshofen veía aquella clase de
tanques, contra los cuales apenas podían los alemanes y para cuya destrucción los
pilotos se habían tenido que emplear a fondo. Los tanques, muchos de los cuales
todavía estaban ardiendo, fueron quedando atrás. Y los alemanes, por su parte, se
adentraron en la oscuridad de la noche. Pronto se encontraron con los restos de
batallones soviéticos, que fueron cañoneados y obligados a abandonar la carretera y
a huir hacia los bosques. Pasaron ante las ruinas de unos depósitos de combustible
y ante una pequeña estación del ferrocarril, totalmente deshecha. Al otro lado de
la carretera, entre los árboles del bosque, se distinguía la imprecisa silueta de
los fugitivos, que al ser iluminados por los reflectores de los tanques demostraron
estar desarmados.

A lo lejos, más adelante, unos fogonazos rasgaron la oscuridad de la noche. Aquel


fuego de fusilería, de armas automáticas y de cañones de tanques no sorprendió a
Vilshofen, pues sabía que era debido a un ataque aéreo contra un control rojo de la
carretera que se hallaba a unos cinco kilómetros de distancia.

Vilshofen consultó su reloj. El ataque duraría siete minutos, pasados los cuales
podría continuar hacia delante. Sin embargo, los restos de aquellas tropas vencidas
y machacadas sin cesar no querían rendirse. Las ametralladoras y las pistolas
ametralladoras disparaban sin cesar. Cada soldado debía ser reducido y ninguno
levantaba los brazos en señal de rendición. Muchos heridos, parapetados tras
montones de cadáveres, continuaban disparando sus armas hasta agotar el último
cartucho.

Al cabo de unas horas, los tanques pudieron continuar la marcha. Poco tiempo
después llegaron al Bobr, vadearon el puente —que estaba destruido—, subieron por
la otra orilla y volvieron a la autopista.

Y otra vez aparecieron masas de fugitivos desarmados. Aquellos hombres vestían


viejas chaquetas destrozadas y calzaban pesadas botas hechas con restos de
neumáticos.

Los tanques iban empujando a un mar de hombres y bestias que se apretujaban en la


oscuridad y corrían desesperados para salvar sus vidas. ¡Santo cielo, cuándo se
terminaría aquel tapón formado por hombres, vacas y carros! ¡Cuándo volverían a
pisar el asfalto de la carretera las cadenas de los tanques! ¡Aquella masa de
cuerpos destrozados no tenía fin, y los tanques no podían detenerse ni volver
atrás! El tanque era un moderno vehículo capaz de marchar sobre la nieve y el agua
e incluso sobre una manada de búfalos, pero aquello, ¡Dios mío!, eran personas.

Había que avanzar hacia el objetivo, que era Tolotschino.

Había que avanzar, pero bajo las cadenas caían racimos de hombres. Entre aquel
remolino dantesco, Tschang de Thianshan parecía el rey Baltasar de los evangelios.
El rostro barbudo de los evangelistas y los ardientes ojos de Juan el Bautista, y
Agustín de Gespreng, y el conde Von Ruck, y todos los personajes de la antigüedad e
incluso la Virgen y el Niño rodaron bajo las cadenas de los tanques.

Vilshofen creyó reconocer al viejo de Tseplonia y a la muchacha que había visto en


una calle de la ciudad de Minsk, pero no eran ellos. El viejo estaba sentado junto
a los humeantes restos de su casa.

—¿Era esta tu casa? —le preguntó.

—Sí; esta era; pero la he perdido gustosamente, si vosotros venís a acabar con
nuestros sufrimientos.

Había que avanzar… ¿Pero era realmente este el camino de la liberación?

Los tanques avanzaban con las escotillas cerradas y dentro de ellos los tanquistas
tenían las orejas tapadas. Pero fuera lloraban todos los santos.
La meta era Tolotschino.

Las vanguardias llegaron a la barrera de la autopista, atravesaron el Natscha y


continuaron unos kilómetros más. Al día siguiente entraron en Tolotschino.

El río Natscha había quedado a espaldas del primer teniente Judanoff. Al otro lado
de la orilla se disparaba sin cesar. Judanoff abandonó la autopista, tomó por un
camino vecinal y continuó hasta Tolotschino. Allí, como en la mayoría de las
ciudades por las que habían atravesado, olía a quemado. El aire de aquella mañana
de estío estaba lleno de humo. Todas las calles aparecían llenas de carruajes.

Poco después del amanecer atravesó Orscha y aquella misma mañana entró en Smolensk.

La estación del ferrocarril, que estaba rodeada de una serie de pequeñas casas de
madera, había servido de campamento. La estación estaba llena de cascos, fusiles,
cocinas de campaña y una multitud de soldados tumbados por el suelo. Aquellos
hombres procedían de Rschew, Rjasán, Jensa y Boronesch. A la estación llegaba un
tren tras otro, y en cada uno de ellos venían nuevos batallones. Después de mucho
buscar, Judanoff encontró un sitio donde poder aparcar la columna. En su columna
formaban treinta camiones, y el resto de los mismos se había quedado entre el Bobr
y el Natscha.

Trató de ponerse en comunicación con el coronel Sjemzew o con cualquier otro


representante de la obra en Moscú o en Tambow. En la comandancia, que estaba llena
de gente, no había nada que hacer. Las demás oficinas estaban cerradas. La casa del
Partido había sido abandonada y únicamente quedaba un individuo para vigilar no se
sabía qué. Por todas partes se veían columnas de soldados y la atmósfera olía a
sudor de hombres y caballos. La vida civil había cesado en la ciudad. En algunas
calles se veían tranvías abandonados.

Judanoff cruzó el puente de piedra y, a través del barrio antiguo, se dirigió hacia
la catedral. Muchos visitantes entraban y salían del templo. Por primera vez,
aquella mitad del templo en donde no se celebraba estaba vacía, y en la otra parte
del mismo se apiñaba una gran multitud arrodillada. Y no solamente había viejas
mujeres, sino que Judanoff distinguió muchos rostros de soldados e incluso de
oficiales. Quedó muy sorprendido al reconocer a cierto capitán Kasanzew con quien
ocho días atrás había estado comiendo en Krubki. Aquel hombre era el responsable
político de su unidad y sin embargo estaba allí, en el templo, rezando como los
demás. Judanoff esperó a que el otro se pusiera en pie y se colocó junto a él, de
manera que, cuando el capitán hiciera un pequeño movimiento, le reconociera. A
Kasanzew le supo mal haber sido encontrado en aquel lugar.

—Uno no puede pasar ante una catedral tan célebre como esta, sin entrar a visitarla
—dijo, al tiempo que conducía a Judanoff a la parte del templo dedicada a museo,
donde había una serie de figuras de cera.

—¡Esta era la facha que tenían aquellos malditos parásitos!

Las figuras representaban a un policía de aldea, a un tabernero, a un pope y a un


capitalista tocado con un polvoriento sombrero de copa y cuya mano derecha estaba
un tanto desteñida.

—¡Estos son los piojos que se ceban en el cuerpo del pueblo!

Judanoff le contempló detenidamente y en su mirada había un matiz de desconfianza y


de burla.

Kasanzew estaba perplejo.


Al otro lado del templo la gente continuaba rezando arrodillada. Y el murmullo de
las oraciones llegaba hasta las altas bóvedas de la catedral, y aquellos rezos, en
los que momentos antes había participado, le producían una honda impresión.

«Pedro, Pedro, antes que el gallo cante…»

«Sí; ¿qué se le había perdido a él aquí? ¿Por qué había entrado en aquel templo?»

—Quisiera ver alguna otra cosa de la ciudad… —dijo Kasanzew.

Los dos hombres salieran de la catedral.

—Uno no puede estar siempre hablando de autopistas, «Stukas», bombas y muertos —


dijo Kasanzew.

Judanoff no respondió y la sonrisa irónica continuó en su rostro.

—La artillería se ha quedado entre Orscha y Smolensk —dijo—. Se han llevado los
cerrojos de los cañones y los campos están llenos de baterías abandonadas y los
bosques, de desertores.

—¿Y usted qué es, capitán Kasanzew?

Aquella era la palabra que esperaba. Kasanzew miró a su alrededor como una fiera
acorralada que buscara el camino más apropiado para huir.

—¡Márchate antes que piense en ciertas cosas poco agradables para ti y te haga
conducir hacia donde merecerías estar! —le dijo Judanoff.

Kasanzew no se lo dejó decir dos veces. Dio media vuelta, y, apretando el paso,
desapareció por la primera bocacalle.

Pero toda la población de Smolensk no estaba ni mucho menos en la catedral.

Judanoff se cruzó con muchos ladrones que arrastraban sacos de azúcar y de mazorca
y bártulos con zapatos y vestidos y hasta muebles que habían pillado de las
abandonadas viviendas de los empleados del Partido. Pero la gran mayoría de la
población de Smolensk estaba encuadrada en los batallones de trabajadores y en las
brigadas femeninas de trabajo. Largas columnas de trabajadores, armados con picos y
palas, se dirigían hacia las afueras de la ciudad, donde se habían empezado a
construir unas fortificaciones y unas defensas antitanques que deberían detener el
avance alemán.

Mientras tanto, los alemanes habían cruzado el Dniéper por Orscha, Kopys, Stary y
Bychow, y habían rodeado la ciudad de Mogilew. La autopista entre Orscha y Smolensk
todavía pertenecía a los rusos, pero al sur del Dniéper se habían visto tanques
alemanes. Los tanques aparecieron súbitamente y al día siguiente, empero, volvieron
a desaparecer. La infantería alemana todavía no había alcanzado aquellos lugares.
La batalla del Dniéper aún no había comenzado. El mariscal Timoschenko aguardaba
con sus fuerzas en Sosch y esperaba arrollar por el Sur el frente alemán del
Dniéper. Judanoff abandonó Smolensk y por segunda vez llegó a Solowjowo. La primera
vez que estuvo en aquella ciudad había visto a miles de personas apiñadas en la
margen derecha del río y ahora la orilla estaba llena de cadáveres y la multitud de
fugitivos no había disminuido.

La autopista de Smolensk continuaba embotellada y sobre ella los aviones alemanes


volaban sin cesar. Los antiaéreos rusos disparaban continuamente y cuando los
«Stukas» inutilizaban una pieza, inmediatamente otra era puesta en posición de
tiro. Los «Stukas» volaban como buitres desesperados sobre la multitud apiñada
junto al río. Los pontones fueron destruidos y el tránsito sobre el río quedó
interrumpido. Y antes que los ingenieros repararan el puente, cayeron nuevas bombas
que inutilizaron los trabajos. En lugar de los pontones, para pasar el río
únicamente quedaba una balsa. La maquinaria evacuada de las fábricas y el ganado
que los koljosianos habían llevado hasta allí fueron dejados aparte.

Los soldados, los oficiales y los trabajadores que no pertenecían a una industria
calificada, no fueron admitidos en la balsa. Los comunistas y los komsomoles
recibieron la orden de permanecer en el sitio y esperar a que les fuera entregada
la documentación. El griterío fue aumentando cada vez más. Muchos hombres y mujeres
corrían a lo largo de la orilla, tropezando con los muertos, dándose de bruces
contra los soldados y los cañones antitanques, tratando de escapar a las bombas
alemanas que caían sin cesar. Algunos trataban de subir por la fuerza a la balsa,
pero inmediatamente eran muertos a tiros, y otros se echaban al agua y, nadando o
agarrados a troncos y maderos, procuraban alcanzar la orilla opuesta.

Oficiales, sargentos, soldados de la NKVD parecían a punto de echarse a llorar. Y


todos estaban pálidos, como lo estuvo el comandante Permjakow en el control de la
autopista de Krubki.

Seguido de su columna de camiones, Judanoff trataba de acercarse a la balsa. Un


sargento le detuvo.

—¿Qué se ha creído usted? ¿Quién le ha mandado llegar hasta aquí?

—No necesito que nadie me lo mande —repuso Judanoff.

—¡Aquí el que da las órdenes soy yo!

—¡El único que manda sobre esta columna soy yo!

—¡Baje usted inmediatamente del coche! Dawai, dawai!

Judanoff sacó sus papeles, procurando conservar la calma. De momento, solamente


exhibió la orden de marcha para Tambow, y retuvo su salvoconducto y su pase
especial.

El sargento se hartó.

—¡Este papel no sirve para nada! —gritó. Mientras tanto, los soldados que estaban a
las órdenes del sargento, y que habían estado reconociendo el cargamento de la
columna, se acercaron al sargento, dispuestos a hacer salir por la violencia a
Judanoff y a Budin del coche. El sargento volvió a echar una mirada sobre los
papeles de Judanoff, y por un momento quedó pensativo. Aquel primer teniente
dependía, como él mismo, del Ministerio del Interior y su documentación estaba,
desde luego, en regla.

Sin adoptar un tono amistoso, mostró una actitud más correcta, y dijo:

—Haga usted el favor de venir conmigo para demostrar la autenticidad de estos


documentos.

Judanoff fue conducido a presencia de un oficial y luego transportado a la otra


orilla del río. Inmediatamente se dio cuenta de que allí no había un control como
el de la autopista, sino una verdadera guarnición. En Solowjowo había un
regimiento, otro estaba en la autopista de Jarzewo y otro, que se ocupaba de los
asuntos especiales, no tenía destino fijo. Se trataba, pues, de un fuerte conjunto
de fuerzas pertenecientes a la NKVD, al frente de las cuales estaba un capitán
general. Judanoff, cuyos papeles le abrían todas las puertas, pasó de un despacho a
otro, hasta que, por fin, se encontró en la antesala del general.

—¡Magnífico, magnífico! —dijo el general—. Michailow ha muerto y Sossinow ha


desaparecido, y no tenemos a nadie que pueda substituirlos. Pues bien, este
Judanoff nos va a sacar del apuro. Pero la substitución no podía hacerse por las
buenas, sin el consentimiento de Judanoff.

Judanoff, por su parte, estaba lleno de dudas y de preocupaciones.

Con la voladura de la obra de Krupka —una obra que había costado cuarenta millones
de rublos— se había ganado la Orden de Lenin o el tiro en la nuca. La cuestión no
se había aclarado todavía, y cuando pensaba en la multitud de trabajadores
condenados a cadena perpetua que sabían muchos de los secretos relativos a la obra
y que ahora corrían en libertad por la región comprendida entre Krubki y Smolensk y
podían divulgar lo que a nadie debía importar, pensaba que lo mejor era dejar
correr el tiempo y aceptar cualquier destino que le hiciera pasar inadvertido.
Aquí, en la plana mayor de esta división de la NKVD estaría perfectamente, y quizá
le trasladaran a la plana mayor del general, e incluso podría alcanzar algún otro
puesto en la retaguardia. Así, pues, Judanoff aceptó el encargo y pasó a depender
del coronel Akulow, encargado de cuestiones especiales. Budin también se quedó en
la división.

Durante los días siguientes apenas si varió la situación del frente del Dniéper, ya
que el grueso de la infantería alemana estaba ocupado en llegar al Beresina. El
Dniéper, sin embargo, había sido cruzado por algunas unidades de tanques,
acompañadas de tropas motorizadas. En Slobin, Rogatschew y Mogilew continuaba
habiendo bastantes fuerzas rusas, y el ejército de Orscha mantenía el control de la
carretera de Smolensk. Pero más hacia el Este, la ciudad de Witebsk había caído,
posiblemente a causa de alguna traición, en manos de los alemanes.

La plana mayor de la NKVD, a la que ahora pertenecía Judanoff, estaba instalada al


Este de Solowjowo, en la carretera de Dorogobusch. El río, el control de Jarzewo y
la estación de Jelnja marcaban la mitad de aquel sector de unos cuarenta kilómetros
en el que se iban agolpando los fugitivos procedentes del Oeste y cuya misión era
consolidar un nuevo frente de unos doscientos kilómetros. Todos los soldados y
oficiales que llegaban allí eran detenidos y encuadrados en nuevas unidades.
Generalmente, para convencer a los fugitivos que llegaban al control de la
carretera bastaba una indicación o un pequeño discurso, aunque algunas veces, sin
embargo, para hacerles entrar en razón y obligarles a quedarse en su nuevo destino
había que apelar a los puños.

Los campamentos improvisados estaban llenos de desertores, presos fugitivos e


indeseables, los cuales eran destinados a la defensa de Smolensk o eran mandados,
más allá de Roslawl, hacia Sosch, donde se había concentrado el grueso de las
fuerzas del mariscal Timoschenko, Nina Michailowna, Anna Pawlowna, Matwejew —que en
el Schtschara había sido herido en una pierna—, Antón —que padecía ictericia— y el
profesor Bogdanow llegaron juntos, en un camión que formaba parte de una columna de
diez vehículos. El capitán Budin fue el encargado de recibir a aquella gente y de
procurar que no se dispersara. Budin los condujo a través del Kardymowo hacia un
campamento de movilizados destinados a trabajar en las defensas de la ciudad de
Smolensk. Anna Pawlowna poseía un buen salvoconducto y el sello estampado al pie
del mismo no era de los corrientes; pero el nombre del firmante, el desaparecido
general, ya no era tenido en cuenta. Así, pues, Budin aconsejó a Anna Pawlowna que
no exhibiera más aquel documento. Nina Michailowna estaba tan pálida y demacrada
que Budin sintió deseos de dejarla en libertad; pero el único documento que poseía
Nina Michailowna era un certificado del Komsomol, el cual la obligaba a presentarse
a una de las organizaciones de Minsk, Orscha o Smolensk.

—El país atraviesa ahora unas circunstancias muy difíciles, y cada uno de nosotros
debe prestarse para su defensa —dijo Budin a Nina Michailowna, y ella así lo
comprendió y no volvió a pensar en la misión que se había impuesto cumplir en
Moscú.

Jefes de tren, jefes de compañía, mujeres con rango de oficial del Ejército,
soldados enfermos, presidiarios, todos quedaron detenidos en el control, y mientras
tanto, en la plana mayor de la Sección Especial, Judanoff se encargaba de resolver
los casos más difíciles.

Un coronel fue conducido a presencia de Judanoff.

Se llamaba Grigorij Dorolenko, era ucraniano y hasta entonces había ostentado el


mando de un regimiento. Su unidad había sido deshecha. Estaba enfermo y cuando la
retirada, gracias a la ayuda del jefe de una división, se le proporcionaron
auxilios médicos, la documentación y los medios para poder llegar hasta allí. Sobre
la mesa de Judanoff había el certificado médico, extendido a petición del
interesado. El documento atestiguaba que Gregory Dorolenko estaba tuberculoso de
los dos pulmones. Con tal diagnóstico a la vista, Judanoff tenía pocas cosas que
preguntar; sin embargo, mandó llamar al capitán médico, el cual afirmó que aquel
hombre sufría una tuberculosis aguda. El enfermo tenía sendas manchas coloradas en
las mejillas y mientras aguardaba el veredicto del joven oficial, mantenía sus
enfebrecidos ojos puestos en Judanoff.

Dorolenko estaba gravemente enfermo. Pero se trataba de un hombre que llevaba


dieciocho años en el Ejército y, a juzgar por su historial, era un buen jefe. Era
un hombre que, en aquellas circunstancias, no podía ser despreciado. Judanoff
escribió algo en un papel, que inmediatamente alargó a Dorolenko.

—Óigame usted, camarada coronel: quédese usted dos días aquí, con nosotros. Le doy
permiso para permanecer en la cantina. Coma usted cuanto desee y luego incorpórese
usted al frente y tome el mando de otro regimiento. Quizá sea usted destinado a una
plana mayor. Procuraré que se le den buenas provisiones para el camino.

Dorolenko empalideció y enseguida volvieron a aparecer las manchas rojas en sus


mejillas. A juzgar por lo ancho que le iba el uniforme, Dorolenko se había
adelgazado mucho. No dijo nada. Dio media vuelta y al pasar por la puerta, debido a
su gran estatura, se inclinó.

El caso siguiente se trataba de dos individuos que habían sido detenidos por una
patrulla de la Sección Especial. Uno era Jefe de regimiento y se llamaba Wilukow, y
el otro era un comisario político. Su división había sido aniquilada y, al
producirse la desbandada del resto de los regimientos, los dos huyeron antes que
nadie. Uno y otro habían sido detenidos a dieciocho kilómetros del frente.

El jefe de la patrulla de la Sección Especial informó:

—Abandonaron la línea de fuego y corrieron hacia la carretera. Los soldados les


siguieron gritando «stoi, stoi, ¿a dónde vais?». Entonces ellos contestaron a los
soldados: «Habéis abandonado el frente», y dispararon sobre ellos. Mataron a diez
hombres, y los mataron por cobardía para luego poder decir que habían hecho todo lo
posible para contener al enemigo, y que se habían salvado de milagro.

Judanoff miró al comisario del regimiento y se acordó del capitán Kasanzew.

«Parece que de un momento a otro va a arrodillarse ante unos iconos», pensó


Judanoff.

Los dejó marchar y mandó un informe a la división a que iban destinados, para que
allí comparecieran ante un consejo de guerra.
El frente de Witebsk se vino abajo. Tres o cuatro divisiones rusas fueron
aniquiladas por una división de tanques alemanes. Los soldados tuvieron que luchar
sin apoyo de tanques y casi sin artillería, únicamente con sus fusiles, y muchos
cayeron muertos y otros fueron hechos prisioneros. Acompañado de su Estado Mayor,
el jefe de aquel sector se retiró a un bosquecillo, lo cual fue inmediatamente
comunicado a la oficina de Judanoff. Pocos momentos después de haberse recibido el
informe, acompañado del primer teniente Judanoff, el propio coronel Akulow se ponía
en camino para esclarecer los hechos.

Encontraron al jefe del sector a diecisiete kilómetros del frente. El comandante


estaba, rodeado de un grupo de hombres y mujeres, en un bosquecillo. El grupo
estaba sentado bajo los árboles. Sobre el suelo había restos de comida y unas
cuantas botellas de vino. El coronel Akulow hizo señas para que sus acompañantes se
detuvieran y, solo, se acercó al grupo. Un comandante le salió al encuentro. En el
grupo, bajo los árboles, quedaron otro comandante, el jefe de la Sección Especial,
el jefe del sector y cuatro mujeres.

Los recién llegados, que iban tocados con gorras de plato azul, interrumpieron el
picnic. El jefe de la Sección Especial se levantó. Uno de los comandantes
tartamudeó:

—To… va… ritsch… Tovaritsch Polkownik, nos hemos retirado aquí para estudiar la
situación…

El coronel se dirigió al jefe del sector:

—¿Dónde están tus regimientos?

El jefe del sector, que tenía la mirada huidiza, cogió un mapa y con la voz
entrecortada murmuró:

—Aquí está el primer regimiento…; aquí, el segundo…, y aquí, esto es, aquí, el
tercero.

—No; aquí no hay ningún regimiento. Los regimientos están con los alemanes.

El jefe del sector se enfadó.

—¿Qué sabes tú y qué te importa a ti todo eso? Tú eres coronel, y yo también.


¡Ocúpate de tus asuntos y lárgate!

—¿Qué tiene usted que decir? —preguntó el coronel a Kulow, el jefe de la Sección
Especial.

—Los hombres de este Estado Mayor siempre están borrachos, y sobre todo el que
siempre está bebido o acompañado de mujeres, es el coronel. Varias veces he estado
a punto de matarle, y por esto he venido aquí con él.

—¡Mátelo usted ahora!

El coronel, que estaba sentado bajo los árboles, frente a las botellas, fijó la
mirada en su compañero de bebida. El jefe de la Sección Especial le descargó su
pistola ametralladora en los ojos. El coronel Akulow contempló durante unos
momentos al jefe de la Sección Especial, que todavía inclinaba la humeante pistola.
En el grupo aún quedaban, además de aquel individuo, dos comandantes y cuatro
mujeres. El coronel Akulow no tuvo que decir rastreljat, y únicamente exclamó:

—Glüi![7]
Los cuerpos de los oficiales y de las mujeres, que debían ser telefonistas o
sirvientas de la cantina, quedaron tendidos bajo los árboles.

Volvieron al puesto de mando de la NKVD, donde les quedaba otro problema que
resolver. Se trataba de un hombre que había querido pasarse al enemigo, y que,
naturalmente, debía ser fusilado. Pero el coronel Akulow deseaba que se hiciera un
informe completo y dispuso que Judanoff se encargara de la cuestión.

Hacía algunas horas que el coronel Rewjewkin se hallaba sentado frente a Judanoff.
El coronel tenía un rostro inteligente y una expresión de limpieza y valentía, que
Judanoff envidiaba secretamente. Era un hombre que pertenecía a la vieja generación
de luchadores. Rewjewkin había sido en el colegio el primero de su promoción y
luego había estudiado en la misma academia militar que Pawlow. Cuando, poco antes
de comenzar las hostilidades, Rewjewkin se dirigió a Minsk, fue huésped del general
Klimowski, que luego había de ser fusilado, y tuvo contactos con el traidor
Tuchatschewski.

Judanoff llevaba el informe muy adelantado, y, a decir verdad, no le había costado


gran cosa escribir aquellas cuartillas. Rewjewkin no ponía ninguna dificultad al
interrogatorio, pues sabía que había de ser fusilado. Muchas veces, sin embargo,
adoptaba un tono jocoso, completamente despreocupado.

Aquel hombre había merecido tal confianza del Gobierno que diez días antes de
comenzar las hostilidades le fue comunicado lo que no se dijo a ninguno de los
jefes de ejército de Bialystok, Grodno o Brest. Según él, y en contra de la tesis
oficial y a pesar de la imprevisión de oficiales del frente del Oeste, la Unión
Soviética no fue sorprendida por el ataque alemán.

—¿Qué hay de los telegramas de Swerdlowsk? —preguntó Judanoff.

«Joven, no te metas en camisa de once varas», pareció que decía la mirada de


Rewjewkin.

El primer telegrama se refería a la llegada de dos enviados del Estado Mayor de los
Ejércitos del Ural a Moscú, donde se les debían dar unas instrucciones secretas. El
segundo telegrama ordenaba que todas las tropas, excepto las unidades de jóvenes
escolares, se prepararan para marchar hacia el Oeste; en el tercero se daban las
consignas a todos los jefes de divisiones y regimientos para que ordenaran la
marcha de sus unidades hacia el Oeste, donde debían realizarse unas grandes
maniobras en las que habían de participar unidades de tanques y grandes fuerzas
aéreas.

El Estado Mayor de Moscú ordenó a Rewjewkin trasladarse a Witebsk y preparar allí


la distribución y alojamiento de las fuerzas provenientes de los Urales. El otro
enviado especial, compañero de Rewjewkin, que hasta entonces había ostentado el
cargo de jefe de la artillería de aquella región, recibió la orden de trasladarse a
Riga, donde asimismo debía preparar el alojamiento y distribución de las tropas de
los Urales.

—¿Y qué hizo usted en Minsk? ¡Hábleme usted de su conspiración con Pawlow y
Klimowski!

—A Pawlow no le vi y con Klimowski únicamente me ocupaba de mi trabajo. No sé a qué


conspiración se refiere usted.

—Pero usted fue huésped de Klimowski.

—Yo conocí a Klimowski y, además, era amigo suyo, por esto acepté su invitación.
Sin embargo, debo advertirle a usted que al margen de esa invitación, fui enviado
al cuartel general de Klimowski por asuntos militares. Se trataba de organizar el
abastecimiento de las tropas de los Urales. Klimowski había citado también al jefe
de la intendencia. En aquella reunión, el abastecimiento, el armamento y el
municionamiento de la tropa no contaron para nada.

«Tovaritsch Polkownik, no me hable usted de gasolina ni de municiones. Lo que usted


necesita es dinero, y tendrá usted tanto dinero como le haga falta.»

—¿Pero no habló usted con Klimowski acerca de la situación general?

—Pues claro que hablamos. Klimowski, por ejemplo, me dijo: «¿Sabes lo que tu misión
significa?» Y yo le respondí: «Sí, Woina». Klimowski estaba muy preocupado porque
muchos miembros de su Estado Mayor se hallaban con permiso y, dado que la
proximidad de las hostilidades era un secreto militar, no podía ordenar la
reincorporación de sus oficiales.

—Así, pues, ¿diez días antes de comenzar las hostilidades ustedes sabían que la
guerra iba a estallar?

—No; lo sabíamos doce días antes.

—La noticia no fue comunicada a los diferentes comandantes.

—Sí.

—¡Imposible!

Todo aquello estaba en contradicción con la tesis oficial del Gobierno.

—Las órdenes fueron cumplidas en el más absoluto secreto. Yo creo que lo mejor será
no remover las cosas y no hacer más preguntas sobre esta cuestión. Yo he sido
detenido y traído a su presencia en calidad de desertor que trataba de pasarse a
las filas enemigas. Así, pues, ciña usted su interrogatorio sobre este particular.

Aquello era un buen consejo.

—Usted ocupaba un puesto de mucha responsabilidad. ¿Qué es lo que le indujo a


desertar?

—El desorden y el caos.

—Su deber, sin embargo, era procurar que todo marchara de una manera normal.

El coronel Rewjewkin se contentó con levantar los hombros.

«¿Cómo podía hacer comprender a este hombre que él había tratado de huir para
escapar de aquel caos que, con sus escasas fuerzas, no había podido solucionar?
¿Habría alguien capaz de comprender que el origen de todo aquel gigantesco desorden
no había que buscarlo en los Estados Mayores del Ejército, sino mucho más arriba?
En realidad, era un milagro que aquel tremendo aparato burocrático, aquel sistema
suicida, que terminaba con la vida de sus mejores servidores, hubiera podido durar
tanto tiempo.»

—¿Por qué ha desertado usted, coronel Rewjewkin?

—Porque quería contemplar a Rusia desde fuera.

—No se chancee usted y respóndame a lo que le pregunto, coronel Rewjewkin.


En vez de contestar directamente, Rewjewkin repuso con un largo rodeo.

—¿Cree usted que nuestros jefes y oficiales beben porque les gusta beber? Pues
quizá habría que buscar otro motivo que explicara su afición al alcohol. Nosotros,
por ejemplo, teníamos un jefe tanquista a quien cada mañana encontrábamos borracho,
y cada mediodía, en brazos de una mujer. Era un hombre acabado, un hombre que ya no
tenía nada que hacer.

—Nada que hacer… No le entiendo a usted.

—Era un hombre que no tenía ya nada importante que hacer, un hombre a quien ya no
le quedaban fuerzas para obrar y a quien se le habían cortado todas las
iniciativas. Considere usted que en nuestro Ejército el jefe de una división piensa
por el jefe de un regimiento, y este por el jefe del batallón, y este por el jefe
de una compañía, y que el jefe supremo de los ejércitos no se fía de nadie y cree
que todas sus órdenes son mal cumplidas, y al hacer depender directamente de él las
divisiones y los regimientos hace que un soldado y modesto sargento tengan en sus
respectivos radios de acción más iniciativa propia que el jefe del Cuerpo de
Ejército, que a su vez, está mediatizado por el jefe de la Sección Especial, las
órdenes del cual, por su parte, son rigurosamente controladas en Moscú.

—Está usted desbarrando de nuevo, coronel Rewjewkin.

«Durak, Nitschewo, tui ne poniamajesch… Idiota, no entiendes nada… Toda nuestra


juventud está sumida en la ignorancia y nuestra misión, tanto en la Academia de
Guerra de Moscú, como en Leningrado, como en la Swerdiowsk, no es otra que la de
aleccionar continuamente. ¿Debo, pues, aclarar las ideas a este hombre?»

—¿Lee usted algo, primer teniente? Quiero decir si lee usted otras cosas además del
papeleo oficial y de lo referente a las cuestiones militares.

—¡Aquí no estamos para entretenernos en conversaciones de tipo privado!

—Entonces —contestó Rewjewkin— vayamos a la cuestión. Le voy a hablar de una


situación muy concreta que puede ilustrarle a usted acerca de cien otras
situaciones análogas.

El coronel Rewjewkin cogió un lápiz y una cuartilla.

—Mire usted: aquí está el mar y aquí, a diez kilómetros del mar, los pantanos.
Nosotros estamos aquí, donde tenemos nuestras divisiones desplegadas en un sector
de cuarenta kilómetros. Nuestra línea, sin embargo, es muy débil y ante ella hay
unas ocho o diez divisiones de infantería y cuatro divisiones acorazadas. Lo lógico
sería retroceder y buscar un terreno más apropiado. Cuatro divisiones cubriendo un
sector de diez kilómetros constituyen una tremenda fortaleza. Nosotros enviamos
nuestro plan al Estado Mayor y este, a su vez, lo cursa a Moscú. El plan es
denegado y nosotros, como es natural, quedamos en una situación muy comprometida.
Volvemos a insistir y se nos contesta que el Jefe del Cuerpo de Ejército y el jefe
de la Sección Especial serán fusilados si volvemos a hablar de nuestro plan. Pues
bien, los alemanes continúan hoy en el mismo sitio, entre el mar y los pantanos;
pero yo le aseguro que no permanecerán mucho tiempo allí, pues nuestras divisiones
han sido aniquiladas en el sitio donde el Alto Mando ordenó que continuaran. Aquí
tiene usted, pues, un ejemplo que le ilustrará acerca del porqué muchos de nuestros
jefes se emborrachan y desertan. Yo he renunciado a la lucha, pero… después de
veintidós años de servir en el Ejército, ¡sépalo usted!

El coronel Rewjewkin acababa de dar su última lección.


Judanoff había estado escuchando con mucha atención. «Lástima —pensó al cerrarse la
puerta tras Rewjewkin—. Es un hombre ilustrado que va directamente a las cosas y a
quien se le escucha con agrado. ¿No se habría excedido con aquel traidor? ¿No le
habría mostrado demasiada simpatía? ¿Qué le ocurría? ¿Se habría dejado contaminar
por aquella cuadrilla de traidores? Seguramente su estado de ánimo era motivado por
el continuo trato de gentes que no temían a la muerte y que, además, tenían el
valor de afrontar sus propias ideas. ¡Sus propias ideas! Pero ¿se podían tener
ideas propias? No; de ninguna manera. ¡Aquello era una ilusión propia de la
decadente filosofía burguesa!»

Akulow quería que Judanoff le hiciera un estudio psicológico acerca de Rewjewkin,


en el que se explicara por qué caminos había llegado un hombre como aquel, cuyos
servicios siempre fueron excelentes y cuya capacidad nadie podía poner en duda,
hasta la traición.

Era una tarea difícil.

Sentimientos contrarrevolucionarios, influencia de ideales burgueses, alejamiento


de las auténticas teorías, ningún amor hacia la Patria, al pueblo ni al Partido,
vieja amistad con Klimowski, opiniones derrotistas sostenidas con motivo de su
misión en Minsk, antiguas relaciones con Tuchatschewski, etc.; pero con estos
lugares comunes no se podía hacer lo que Akulow deseaba. Así, pues, para
asegurarse, Judanoff reforzó la terminología del informe.

Cuando Judanoff fue a entregar su trabajo a Akulow, el informe le pareció


deficiente y no se sintió muy seguro de sí mismo.

El coronel Akulow estaba escuchando el parte de guerra dado por la radio enemiga.
Era el único medio para formarse una opinión acerca de la marcha de los
acontecimientos; pues el Mando supremo del Ejército Rojo todavía no había
comunicado la pérdida de la ciudad de Minsk.

Una fanfarronada: «La 29 división de infantería motorizada había alcanzado su


primer objetivo, que era Smolensk». Y enseguida una serie de embustes: «La
infantería alemana había llegado al Dniéper». Luego, en medio de aquellas mentiras,
una noticia cierta: «Las tropas alemanas trataban de contener los fuertes
contraataques rojos en el sector de Tschewikow-Propoisk». Por fin. «Grandes
refuerzos rusos en la cabeza de puente de Mogilew y Orscha.»

¡Aquel era Timoschenko! ¡Y aquello solo era el principio!

Al Sur, en el sector de Orel, todas las carreteras que se dirigían hacia Roslawl y
hacia el Dniéper estaban llenas de tropas de refuerzo; por la autopista de Moscú a
Smolensk —y esto lo había visto el mismo Akulow— avanzaban, en formación de a
cinco, interminables columnas de tanques. Timoschenko iba a emprender una serie de
acciones combinadas, y dentro de poco haría retroceder a los invasores del Dniéper
y luego los echaría del país.

—Deje usted el informe sobre Rewjewkin y una a él la orden para la ejecución de la


sentencia.

La orden ya estaba sobre la mesa. El asunto había terminado.

Las defensas construidas al oeste de Smolensk, no pudieron impedir el avance de la


29 división de infantería motorizada. Las vanguardias de la división arrollaron las
fortificaciones y se llegaron hasta las afueras de la ciudad. Ahora, los batallones
de trabajadores estaban levantando nuevas defensas al Nordeste de Smolensk. Hombres
y mujeres trabajaban a destajo, y las obras debían realizarse según un plan
cuidadosamente previsto. El capitán Budin, de la plana mayor de la NKVD de
Solowjowo, era el encargado de controlar la faena de los ingenieros y de las
brigadas de trabajadores.

Para el penado Bogdanow y para el penado Abdunabijew nada había cambiado. Aquí la
vida continuaba igual que en Krubki, que en la construcción de la autopista, que en
las obras del mar Negro. Aquí, como en otras partes, se dormía al aire libre y por
todo alimento se recibían cuatrocientos gramos de pan y dos sopas de coles al día,
aunque aquí, la verdad, algunas veces se quedaban sin probar bocado. Para Anna
Pawlowna y Nina Michailowna, así como para los paisanos en general —telegrafistas,
oficinistas, obreros fabriles, estudiantes y demás— de la ciudad de Smolensk, las
cosas sí que habían cambiado; pues de pronto se vieron considerados como
pertenecientes a la última escala social soviética y fueron tratados como
koljosianos o, peor aún, como presos políticos. Por de pronto estaban obligados a
participar en los trabajos más pesados y a procurarse las mantas e incluso las
palas y los picos. A todos ellos se les dio un documento mediante cuya presentación
podían adquirir cierta clase de alimentos, y los encargados de los establecimientos
estaban obligados a fiarles. Pero como en muchas tiendas no había subsistencias, o
había muy pocas cosas que despachar, los responsables de algunos almacenes se
quejaron, e inmediatamente fueron considerados como saboteadores y fusilados. Sin
embargo, a pesar de tales medidas, las tiendas continuaron vacías y los movilizados
tuvieron que acudir al trabajo llevando consigo un cucurucho de verdura, un trozo
de pan, un poquito de té o unos gramos de azúcar.

Trabajaban y comían como millones de soldados se veían obligados a hacerlo. La


gente arrancaba coles, pepinos verdes y pequeñas patatas sin madurar. Y en poco
tiempo, los campos de toda aquella región fueron devastados. El movilizado pasaba
hambre y subsistía gracias a las últimas reservas de su enflaquecido cuerpo y, en
una palabra, vivía, al igual que desde hacía años venía viviendo el trabajador
soviético, a costas del trabajo de sus abuelos.

El movilizado acarreaba tierra, y a cada momento estaba a punto de desfallecer. La


única posibilidad de zafarse de aquella vida de esclavos era ascender a vigilante
de grupo, contable o a cualquier otro cargo.

A Nina Michailowna quizá le hubiera podido servir de algo su librillo de texto


tantas veces recitado en las escuelas Komsomol, así como sus conocimientos acerca
del funcionamiento de los sindicatos, su reconocido mérito como propagandista. Pero
la verdad es que Nina Michailowna ya no se veía con fuerzas para escalar ninguno de
los puestos que hasta entonces había disfrutado. Ahora tenía una pala entre las
manos. La parte inferior de la herramienta, que era de hojalata, se doblaba como si
fuera de cartón. Sin embargo, Nina Michailowna, dada su condición de antigua
propagandista, no podía quejarse ni proferir gruesas palabras, como de vez en
cuando hacía la buena de Anna Pawlowna, que trabajaba a su lado. Nina se sentía
extenuada y su cansancio era debido a algo más que al trabajo.

Nina Michailowna paleaba tierra y el día parecía no quererse terminar nunca. El sol
brillaba en lo alto y en ninguna parte se veía una pequeña sombra donde descansar.
Iba harapienta, y las pesadas botas, que había adquirido en Wolkawisk, era lo único
bueno que llevaba encima. Poco tiempo atrás, aquellos harapos habían sido un
hermoso vestido que ella misma, aconsejada por la condesa polaca, había
confeccionado, y que tanto gustara a Nikolai. ¡Qué lejos estaban los días pasados
en Bialystok! Entre aquella época y el presente mediaba la carretera de Minsk y la
autopista, y en ellas, tanques incendiados, camas despanzurradas, coches de niños,
motocicletas, columnas de humo y nubes de polvo, y un desagradable olor a asfalto y
a aceite, y muchos cadáveres, y caballos muertos… Nina Michailowna se veía ella
misma avanzando entre aquel caos por la autopista, siempre hacia el Este… hasta
llegar a la balsa.

La balsa…
Todos los bosques estaban llenos de desertores. No; Nikolai no estaba entre
aquellos hombres. ¿Dónde estaría Nikolai? ¡Si la viera ahora, manejando la pala,
acarreando tierra!

Desde allí podía ver la ciudad de Smolensk. Muchas columnas de humo se levantaban
sobre las casas. En aquellos momentos se estaba luchando en las calles. Se decía
que los alemanes habían arrollado al Ejército Rojo del Dniéper y ya tenían la mitad
Sur de la ciudad. Pero los trabajos de fortificación continuaban y la tierra era
removida sin cesar, a un ritmo febril.

—¡Dawai! ¡Dawai!

Nina Michailowna estaba agotada y no podía con su trabajo. Su vecina, la callada


Alimdschana, paleaba a veces en su tajo, y lo mismo hacía la buena de Anna
Pawlowna.

—Tienes los huesos demasiado débiles para esta clase de trabajo —decía Anna
Pawlowna.

«¡Cómo había podido llegar a ser tan desgraciada! ¡Y ella que quería haber ido a
Moscú! Ahora, sin embargo, su sitio estaba aquí y su obligación consistía en cavar
puestos para los defensores de la Patria, ante los cuales habían de quedar tendidos
los alemanes.» El sol arde de una manera implacable. Pequeñas nubes blancas
discurren pausadamente por el aire. El cielo es muy alto, y muy alto vuela el
halcón, que mucho ha de tardar en llegar a Moscú. Pero Stalin, en Moscú, lo ve todo
y sabe cuántas paletadas de tierra hace ella cada día.

«Pero ¿qué le ocurre? ¿Por qué está a punto de desfallecer?»

Nina Michailowna volvió a apoyarse sobre el mango de la pala.

—¡Dawai! ¡Dawai! —y las voces parecieron llegar a través de las nubes.

—¿Qué te ocurre, palomita?

Nina Michailowna se agarró al mango de la pala y se le nubló la vista. Era la


segunda vez que, aquella mañana, le ocurría. Alimdschana y Anna Pawlowna se
miraron.

—¿Qué te sucede? ¿Cuánto tiempo hace? ¿En… qué mes estás? —le preguntó Anna
Pawlowna.

Nina Michailowna no había pensado en ello. De pronto, sin embargo, se acordó de


Nikolai y contó las semanas que mediaban entre su último encuentro con él.

«¿Qué había ocurrido allí, sobre el campo?»

«Un montón de paja…; unos caballos trotaban en libertad…; dos hombres envueltos en
llamas brincan de un tanque… ¿Qué había ocurrido?»

Miró sus pesadas botas de soldado y, de pronto, recordó lo sucedido. El cielo se


oscureció, sus rodillas no la aguantaron más y cayó al suelo.

Alimdschana y Anna Pawlowna la sacaron del tajo.

Nina Michailowna se volvió a levantar.

—Ya estoy mejor; no ha sido nada…; un poquito de debilidad —dijo en voz baja, y
volviendo a empuñar la pala se colocó de nuevo en la fila.

Entre la removida tierra de las fortificaciones, alineada en la interminable fila


de trabajadores, había una muchacha del Uzbekistán y una mujer de Gschatsk que
ayudaban a una de sus desfallecidas compañeras, y en la ciudad había tres unidades
—un regimiento de Woronesch, un regimiento de Rybinsk y un recién formado batallón
disciplinario constituido en su mayor parte por antiguos presos— que peleaban de
costado, y a dos de esas unidades no se les permitía ir en socorro de la tercera,
que se encontraba en gran apuro. Los antiguos presidiarios combatían como demonios.
En un momento dado, cuando el regimiento de Woronesch y el de Rybinsk
retrocedieron, el batallón disciplinario se encontró solo, como una cuña metida en
terreno enemigo. Pero el batallón permaneció en su sitio hasta que, a derecha e
izquierda, los uniformes verdes comenzaron a aparecer por las calles laterales.

Las tropas de Woronesch, de Rybinsk y de los departamentos de Kaluga, Orel y


Tschernigew se habían visto obligadas a replegarse y a abandonar la ciudad antigua.
El puente que unía las dos ciudades fue volado durante la noche. A la mañana
siguiente, los soldados y oficiales vieron el puente destruido, sobre cuyos restos
brincaba el agua del río y contemplaron la parte de la ciudad cedida al enemigo, en
la que se erguían las ruinas de las viejas murallas levantadas por Boris Godunow.
Tampoco les fue posible resistir en aquella orilla. Los alemanes habían llegado a
la ciudad como un compacto enjambre de moscas verdes. Muchas de aquellas moscas
cayeron; pero tras cada montón de cadáveres se levantaba una nueva nube
arrolladora. La orilla Norte del Dniéper todavía estaba asegurada en Orscha, y un
regimiento de cosacos avanzaba por el Sur y trataba de cortar las comunicaciones
del enemigo. Pero ellos, los malditos alemanes, continuaban aquí y, sin dejar de
combatir, aguardaban la llegada de nuevos refuerzos. Al principio, transportada en
camiones, llegó una división de infantería. Luego llegó una división acorazada, y
luego otra. Ahora no cesaban de bombardear la otra orilla del río, y la aviación no
desaparecía del cielo. En el río aparecieron los primeros botes alemanes.
Enseguida, sin embargo, fueron barridos. Pero otros ocuparon su lugar. Y los botes
avanzaron implacablemente. A los demonios verdes no les importaba morir. Por fin,
alcanzaron la otra orilla del Dniéper. Las líneas de defensores se fueron
adelgazando cada vez más. Nueva retirada. De pronto, un gran contingente de tanques
alemanes, mandados por cierto general Hoth, apareció por el Norte.

Los regimientos de Rybinsk y de Woronesch, así como los batallones disciplinarios


tuvieron que ir cediendo más y más terreno de la parte Norte de la ciudad, donde
estaban casi todas las fábricas y las grandes viviendas para obreros. Los
batallones disciplinarios sufrieron gravísimas pérdidas, pero por segunda vez
volvieron a ser los últimos en retirarse, pues antes de ceder terreno se
parapetaban tras los tranvías y levantaban, incluso en el último momento,
barricadas, que no abandonaban hasta que el enemigo avanzaba por su derecha e
izquierda.

El jefe de la unidad había muerto. Otro oficial ocupaba su sitio, y el recién


llegado no estaba dispuesto a abandonar su puesto de mando. Los jefes de los
distintos batallones no le conocían, ni tan siquiera le habían visto, y recibían
las órdenes por teléfono. Aquel hombre tenía una voz especial, y algo había en
aquel misterio que hacía desconfiar. Se decía que el nuevo jefe era un hombre que
estaba gravemente enfermo, y algunos aseguraban que no se trataba de un hombre,
sino de un fantasma. Pero lo cierto era que el jefe procuraba que las tropas
tuvieran municiones, granadas de mano y comida, y por otra parte no coartaba la
iniciativa particular de los diferentes jefes de batallón. La verdad era que el
nuevo jefe, coronel Dorolenko, resultaba excelente soldado, y así lo demostró a los
pocos días de haber tomado el mando, cuando las luchas callejeras, por lo cual,
sobre todo en los momentos de la retirada hacia la carretera del Noroeste, sus
órdenes siempre eran bien vistas por las tropas.
El tercer batallón estaba sosteniendo una sangrienta lucha cuerpo a cuerpo. El jefe
del batallón, capitán Uralow, fue llamado a presencia del coronel. La orden no le
fue dada en su puesto de mando, que estaba instalado en una fábrica de cueros, sino
en las avanzadas de una de sus compañías. El jefe de la compañía acababa de ser
evacuado, y la unidad tenía que defender un cruce de calles, cuya pérdida hubiera
supuesto un grave peligro para todo el batallón.

El capitán Uralow no pudo, pues, cumplir la orden del coronel. Su presencia entre
los soldados levantó hasta tal punto los ánimos que al poco rato se habían
reconquistado unas posiciones de vital importancia. Iván de Arcángel, Tschang de
Tchianshan, Nikita de Saratow y un centenar de antiguos presos convertidos ahora en
soldados del ejército rojo contraatacaron con tal brío que al cabo de unos momentos
restablecieron la situación, e incomunicaron de su unidad a una sección alemana, a
la que empujaron hacia un callejón sin salida.

Disparos, explosiones de bombas de mano, descargas.

Era aquella una guerra sin cuartel en la que no se hacían prisioneros. Se peleaba a
vida o muerte, sin piedad. Un tanque alemán dobló la esquina. Entonces los soldados
rojos se encontraron, a su vez, cercados. Delante tenían las patrullas recién
llegadas, y detrás, las tropas que acababan de empujar al callejón. Ya no se
dispararon más tiros. Los hombres combatieron al arma blanca, a puñetazos y
dentelladas. Iván, Nikita, Tschang, el kirguise, el kurdo y los demás se
convirtieron en auténticas fieras. Fasyl Abdulla dejó de ser un profesor de
idiomas, como antes había dejado de ser un preso, y se convirtió en un usbeko, en
un antiguo plantador de algodón, o en un pastor o en un guardia de corps del Gran
Khan.

La carretera no estaba empedrada;

su piso aparecía hecho con cabezas.

La carretera desconocía el agua,

porque él la regaba con sangre.

¡La carretera de Stalin, la carretera de Hitler, la carretera del Gran Khan! Fasyl
Abdulla miraba la calle con ojos vidriosos, y muchos compañeros tumbados a su lado
la miraban, con los ojos inmóviles, igual que él. Aquella calle iba en dirección
Nordeste y conducía hacia las afueras de la ciudad, hacia Kardymowo, hacia
Solowjowo, hacia el Dniéper.

El regimiento del coronel Dorolenko se retiró. Se retiró hasta el borde de la


ciudad y otra vez volvió a quedar situado entre el regimiento de Woronesch y el de
Rybinsk. Allí, en los suburbios, los regimientos todavía aguantaron cuarenta y ocho
horas más. Mientras tanto, empero, Uralow, Nikita e Iván se habían quedado atrás,
separados de sus compañeros. Estaban escondidos en una buhardilla. Una mujer les
descubrió y les dijo:

—Hijos, ¿por qué continuáis haciendo la guerra? ¡Arrojad las armas para que todo
acabe de una vez y vuelva a reinar la paz!

Pero Uralow no hizo caso a la mujer, y sus compañeros, Nikita e Iván, también
prefirieron continuar luchando.

A la segunda noche se atrevieron a salir a la calle. Palmo a palmo, atravesaron las


ruinas de unas fábricas, pasando muchas veces junto a patrullas enemigas. A la
mañana del tercer día, y en el mismo momento en que los alemanes iniciaban su
último ataque, alcanzaron las líneas propias. Y Uralow, Nikita e Iván huyeron con
el resto de las fuerzas hacia el Nordeste.

Los regimientos rojos fueron empujados hacia las fortificaciones recién levantadas
en Kardymowo, que ya estaban bajo el fuego de la artillería alemana. Trincheras
llenas de cadáveres. Hombres y mujeres caídos entre la tierra removida, junto a sus
picos y palas. El resto de los trabajadores había huido hacia el Este, en dirección
a Solowjowo.

Uralow se había incorporado a una unidad avanzada, y al principio creyó estar entre
locos. La unidad iba camino de Minsk, ciudad que les habían señalado como meta. Una
noche fueron sorprendidos por el enemigo y a toda prisa se parapetaron tras unas
dunas. A la mañana siguiente las posiciones eran bombardeadas por la artillería
alemana. El encuentro con patrullas enemigas y el cañoneo posterior les
desconcertó, pues todos creían que el frente se encontraba a muchos kilómetros de
allí. Poco a poco, fueron llegando los restos de las tropas que habían sido batidas
en las afueras de la ciudad y que trataban de salvarse entre las dunas. Eran
hombres famélicos, cubiertos de harapos, con los ojos desorbitados, que por enésima
vez habían escapado de la muerte. Aquellos soldados pertenecían al regimiento de
Rybinsk, su primitiva unidad, y eran los restos de la 246 división de infantería,
que habían combatido en los suburbios de la ciudad hasta el último momento. Con
aquel regimiento, sosteniendo continuas luchas, había recorrido Uralow los
doscientos kilómetros que median entre el Dvina y Smolensk. En los combates
sostenidos en las alturas de Andrejewskij habían perdido a casi todos los oficiales
y comisarios, y allí, en Andrejewskij, había sido herido el general de brigada
Menelikow y el jefe del regimiento. Y de doce mil hombres solo quedaron quinientos.
Y aquellos quinientos supervivientes fueron encuadrados en una nueva unidad, con la
que se batieron en el barrio fabril de Smolensk y ahora, muertos de cansancio, de
hambre y de sed, estaban allí, entre aquellas dunas. Uralow era de los pocos
oficiales que quedaban, pues los escasos supervivientes se habían arrancado las
insignias para no tener que responder de la última derrota.

Aquí había tropas de refresco. Eran hombres procedentes de Rybinsk, del Volga, de
la región de los grandes embalses del Norte del Volga. Todos iban perfectamente
bien armados y calzados y ninguno de ellos podía comprender que existieran soldados
como aquellos veteranos, que iban sin fusiles y descalzos.

Eran como chiquillos impacientes.

Unos aviones aparecieron en el cielo.

—¡Naschy!

—¡Son nuestros!

Pero eran «Stukas». Eran «Stukas» que bajaban en picado. Cayeron centenares de
bombas. Del suelo surgieron grandes surtidores de tierra y humo. Los antiaéreos
dispararon sin cesar. Hubo muertos.

Los nuevos no se hacían cargo de la situación y no comprendían exactamente lo que


ocurría.

—¡Esto es la línea de fuego! ¡Idiotas!

Uralow fue en busca del jefe de su regimiento, coronel Dorolenko. Se encontró con
los restos de otra unidad y se presentó al jefe, a quien dio su nombre, el número
de su regimiento e informó que, junto con dos compañeros, se había quedado dos días
separado de los suyos, combatiendo entre las ruinas de la ciudad, y que ahora iba
en busca de su tropa.

El jefe de la unidad le mandó presentarse al comisario.

—¿Cuál es su nombre?

—¡Capitán Uralow!

—Sí; ya tenemos noticias de lo ocurrido. Usted no ha cumplido las órdenes del jefe
de su regimiento. Ha estado usted con los alemanes. Mal asunto. Queda usted
detenido. Entrégueme sus armas.

Uralow fue enviado al mando de la división, y allí se le ordenó presentarse al


mando del Cuerpo de Ejército. La sospecha de comunicación con el enemigo iba
fatalmente seguida del fusilamiento, pero gracias a estar Uralow condecorado con la
Orden de Lenin y de la Bandera Roja pudo llegar al puesto de mando de la NKVD de
Solowjowo.

La línea de fuego corría ahora al Nordeste de Smolensk, por la región de las dunas,
a lo largo del Dniéper, hasta Solowjowo, y, siguiendo la línea del ferrocarril,
hasta Roslawl, y la segunda línea iba desde unos treinta o cuarenta kilómetros al
Este de Wopjetz, a través de Dorogobusch y Jelnja, entre cuyas ciudades había
potentes emplazamientos artilleros.

Pasó julio y llegó agosto. Fueron días calurosos, polvorientos y difíciles.

Uralow estaba encerrado en una celda, donde el calor era insoportable y a la que no
llegaba ni una brizna de aire puro. Permanecía tendido en un asqueroso camastro.
Nadie se preocupaba de él. Nadie le permitía declarar. Los centinelas no querían
hablarle. Le dieron un mendrugo de pan negro y le entregaron un pequeño recipiente
con agua sucia y caliente. A los dos días se había comido el pan y bebido el agua,
y entonces estuvo cuatro días sin probar bocado y sin beber.

«¿Es que no he combatido en el Bobr, en el Tschelwianka, en el Beresina y en


Smolensk?»

—¡Dadme un cigarrillo; dadme un poco de mazorca!

Pero los centinelas, aquellos hijos de perra, hacían como si no le entendieran. Un


día, Uralow oyó un ruido que no era el de las bombas. Aquel estrépito era debido a
la artillería. La casa donde estaba encerrado se conmovió hasta los cimientos. Unos
pedazos de yeso cayeron del techo. La celda se llenó de polvo. Apenas podía
respirar. La boca se le secó. Trató de calcular el lugar desde el cual disparaba la
artillería. Seguramente se trataba de la artillería pesada roja, que hacía fuego
desde esta orilla del Dniéper, o quizá desde la otra, o posiblemente desde ambas.
Aquello significaba ofensiva general en el sector de Smolensk. Más atrás se oía un
sordo zumbido, debido probablemente a los combates que se estaban librando cerca
del Jelnja. La acción de la artillería pesada duró tres días.

Al anochecer del tercer día, Uralow fue sacado de la celda y, junto con otros
detenidos, enviado hacia el Este. Atravesaron Dorogobusch y la segunda línea, que
al día siguiente había de convertirse en frente de combate. El camión en el que
viajaba Uralow formaba parte de una larga columna. Era que el mando de la NKVD se
trasladaba de las márgenes del Pereprawa, en Solowjowo, a un lugar de la carretera
de Dorogobusch-Wjasma. Uralow fue encerrado nuevamente y al cabo de dos días se le
hizo comparecer ante un joven oficial. El primer teniente Judanoff reconoció
inmediatamente a aquel capitán que, sobre una moto, buscaba su unidad en Krubki. Le
ordenó sentarse.
—Mi primera pregunta —comenzó Judanoff— tiene por objeto saber por qué no cumplió
usted las órdenes que en Smolensk le dio el jefe de su regimiento. ¿Por qué no se
presentó usted ante su jefe cuando este se lo ordenó?

—¡No podía abandonar mi batallón!

Uralow explicó los motivos por los cuales había permanecido, al frente de sus
hombres, en la compañía.

—Sí, esto es cierto; lo mismo han declarado los demás, e incluso así lo ha
atestiguado el jefe del regimiento.

Uralow hubiera querido saber quiénes eran los demás y cuáles eran los soldados
supervivientes de su compañía; pero no hizo ninguna pregunta.

—Bien; pues vayamos al grano: ¿Qué misión recibió usted de los alemanes?

Uralow se quedó perplejo. ¿Qué podía contestar?

—¿Qué hizo usted durante aquellos dos días? Nosotros, como es natural, sabemos
exactamente lo que usted hizo; pero queremos que usted mismo nos lo diga.

Judanoff no quería llevar el asunto al estilo de Permjakow, pero estaba consumido


por la misma enfermedad que aquel. Ante su mesa se habían sentado muchos tipos que
luego no había vuelto a ver nunca más, y siempre estaba sobrecargado de trabajo y
se sentía nervioso e impaciente.

—¡Quieres hablar de una vez! —gritó, dando con la pistola sobre la mesa.

Era un arranque de genio mecánico, obligado en tales casos. Uralow no se conmovió y


explicó a Judanoff de qué manera pasó aquellos dos días en la buhardilla de una
casa y cómo se comportaron Iván y Nikita. Luego, con todo detalle, contó cómo se
habían escapado a través de las ruinas de las fábricas.

—Vimos a muchos alemanes, pero no hablamos con ninguno de ellos, y antes tampoco
hablamos con ningún prisionero. ¿Qué misión quiere usted que en aquellas
circunstancias me dieran los alemanes? ¡He sido detenido injustamente y exijo que
ahora mismo se me ponga en libertad!

—Piénsatelo bien. No creo que hayas cometido un delito muy grave, pues para ello es
posible que te faltara tiempo. Si confiesas todo lo ocurrido te pondremos en
libertad, pero si te obstinas en guardar silencio deberás comparecer ante un
tribunal revolucionario.

—¡No tengo nada que declarar! —respondió Uralow.

Uralow fue encerrado de nuevo, pero cada día recibió su ración de pan, un poco de
mazorca y una sopa. Así transcurrió una semana. Al cabo de doce días fue conducido
de nuevo ante Judanoff.

—Bien, Uralow; hemos telefoneado a tu pueblo —dijo Judanoff— y los informes que nos
han dado son, desde luego, excelentes. Así, pues, hemos decidido mandarte
custodiado al frente, a tu regimiento.

—¿Por qué custodiado? ¿Es que otra vez no debo hacer todo lo posible para no caer
prisionero?

—Bueno, bueno, Uralow, ya está bien. No podemos dejarte ir solo. Te devolveremos


tus armas. Mira: aquí está tu pistola, puedes cogerla, y aquí tienes tus
documentos. ¡Estás en libertad!

Uralow tenía en el bolsillo la orden de incorporación a su regimiento. Y sobre él,


en lo alto, tenía el cielo azul. Una gran nube blanca discurría pausadamente por
las alturas. Era el mes de agosto. En aquel momento el sol estaba en su cénit.
Uralow había recibido provisiones y tabaco para el viaje. De vez en cuando, a la
linde de un bosque, junto a la fuente de un pueblo o cerca de una empalizada, se
detenía a comer en compañía de los soldados que encontraba, y con ellos compartía
su pan y sus cigarrillos. Los soldados comían y hablaban poco, y cuando decían algo
Uralow les escuchaba con mucha atención. En el frente se habían producido
dramáticos cambios. Smolensk, por ejemplo, estaba ahora a unos cien kilómetros en
la retaguardia enemiga. En un ángulo del Dniéper, entre Smolensk y Solowjowo, se
había cerrado una gigantesca bolsa, en la que, según rumores, habían quedado quince
divisiones de infantería y una división acorazada. Jelnja se había perdido, y más
hacia el Sur, Roslawl, importante centro ferroviario, también.

—Hitler trata de seguir el mismo camino que Napoleón, es decir: Smolensk-


Dorogobusch-Wjasma-Moscú —dijo un obrero especializado de una fábrica de
Leningrado.

Junto al trabajador de Leningrado estaba sentado un sargento que antes había sido
brigada de un sovjós.

—Bueno, y ¿qué importa Roslawl? —dijo el sargento—. ¿Es que al apoderarse de esta
ciudad han abierto los alemanes alguna puerta?

Uralow dirigió una larga mirada a los campos y al cielo.

—El verano no ha de durar eternamente y pronto comenzará el invierno —dijo.

Uralow se dio plenamente cuenta de que aquellos soldados estaban descansando lejos
del frente. Por primera vez tras mucho tiempo podía hablar y fumar con ellos
tranquilamente. Aquello era algo casi nuevo, ya que el frente, desde que comenzaron
las hostilidades, siempre había estado en movimiento, tanto de un lado como de
otro, pues cuando los alemanes no atacaban directamente, las tropas rusas se veían
obligadas a efectuar rápidas marchas y contramarchas, y muchas veces la infantería
alemana y los tanques irrumpían en la retaguardia y provocaban grandes desbandadas.
Aquí, sin embargo, los soldados descansaban, comían mazorcas, fumaban y charlaban
bajo el cielo azul, con tranquilidad.

Había un frente y había una retaguardia. Esto era algo nuevo que Uralow acababa de
aprender. Desde hacía unos días el frente estaba en tranquilidad. La línea de fuego
corría paralela a la autopista de Dorogobusch, hacía un recodo hacia Jelnja y luego
continuaba por el Sur. Las contraofensivas rojas no habían dado ningún resultado,
pero los alemanes parecían haber perdido algo de su primitiva fuerza, pues incluso
los rápidos movimientos de las tropas motorizadas se habían terminado de momento.

Uralow regresó a su regimiento y se presentó al mando. Entonces fue la primera vez


que tuvo ocasión de ver al coronel Dorolenko, y comprobó que los antiguos rumores
acerca de su jefe eran ciertos. Dorolenko habitaba en una alquería y tenía aspecto
de estar gravemente enfermo. En aquel momento permanecía sentado tras una mesa
cubierta de papeles.

—Me alegra que haya usted vuelto —dijo Dorolenko—; tengo mucho trabajo. Dentro de
unas horas espero poder entregar el mando del regimiento. Desde luego, usted
volverá a ponerse al frente de su antiguo batallón.

El regimiento había sido retirado del frente y descansaba a unos ocho kilómetros de
la línea de fuego. En realidad, era impropio hablar de batallones y del regimiento,
pues la división solo existía en teoría. Apenas había oficiales, y del batallón de
Uralow únicamente quedaban treinta y siete hombres. Uralow encontró a sus soldados
agrupados a la linde de un bosque. Un comisario político les estaba hablando acerca
de la situación en general. Los soldados, que permanecían tumbados en el suelo,
formaban un gran círculo y fumaban, y ninguno de ellos formulaba ninguna pregunta.
Casi todos tenían un aire ausente. Uralow descubrió a Iván y Nikita en el grupo.
Todos se alegraron al ver a su antiguo jefe. Cuando el comisario político se hubo
marchado los soldados se acercaron a Uralow y se quejaron de que en el batallón no
había una cocina de campaña y que desde hacía diez días apenas si probaban bocado.
Para subsistir se veían obligados a robar patatas y coles de los campos. Algunos
bajaban a los pueblos de los alrededores, donde compraban leche o mendigaban algo
de comer. Y los oficiales, que padecían el mismo hambre que ellos, les dejaban
hacer.

Esta era la situación cuando Uralow se incorporó a su regimiento, y todo aquello no


solamente ocurría en su batallón y en su regimiento, sino que era lo normal en
todas las unidades que guardaban el frente.

El coronel Dorolenko mandó a Uralow recado para que se presentase.

—Tenemos que volver a formar el regimiento y usted debe ayudarnos —le dijo
Dorolenko.

Procedentes de la retaguardia, cada vez iban llegando más soldados, y él solo, sin
ayuda de nadie, tenía que procurar el armamento y la subsistencia de aquella gente.
Gracias a que Iván le había entregado un caballo podía recorrer el campamento de un
lado a otro y dirigirse, cuando ello era necesario, al mando de la división. Varias
veces estuvo en la plana mayor de la intendencia, pero sus visitas fueron
infructuosas. Los uniformes que le habían enviado procedían de los soldados
muertos, y todos estaban en estado lastimoso y, además, no eran suficientes. Por
otra parte, solo había recibido un cuarenta y cinco por ciento de las municiones, y
aparte de las bombas de mano —lo único que no se le regateó—, los fusiles eran de
la guerra europea. No tenía ni una ametralladora. Uralow se acordó de que en su
batallón había una vieja «Maxims» que Nikita, con grandes esfuerzos, había podido
salvar cuando la evacuación de Smolensk. Las tropas estaban obligadas a hacer
ejercicios diarios, y a los recién llegados, que acababan de ser movilizados, se
les enseñaban los primeros rudimentos de la instrucción.

Los combates continuaban en el frente. Los días que el viento soplaba hacia ellos,
los cañones del frente de Jelnja se oían desde el bosque. Sin embargo, a pesar de
las luchas, en el frente no se produjo ninguna variación de importancia; por lo
menos en aquel sector. Parecía que iba a comenzar una larga guerra de posiciones, y
en todas partes se abrían trincheras y se tendían espesas alambradas. El avance
alemán hacia Moscú se había hecho detener o se había detenido por propia voluntad.
Los únicos cambios de importancia se habían producido en el frente del Sur, donde
se había perdido Kiew, y donde los tanques alemanes avanzaban a través de las
llanuras de Ucrania apuntando sus cañones hacia Orel y hacia Charkow.

Finalizó septiembre. Las noches comenzaban a ser frías. Por las mañanas los campos
aparecían cubiertos de escarcha. El regimiento de Dorolenko, y con él el batallón
de Uralow, recibió la orden de marchar hacia el frente. Al principio se dirigieron
hacia la retaguardia y luego, en sucesivas marchas a pie, hacia el Oeste, en
dirección a Desna.

TERCERA PARTE
«… y todos los pájaros se hartaron con carne de él.»

Evangelio de san Juan, XIX, XXI.

OFENSIVA CONTRA MOSCÚ

Las inmediaciones de la estación de Smolensk casi tenían el mismo aspecto que diez
semanas antes, cuando el primer teniente Judanoff no encontraba sitio donde aparcar
los treinta camiones de su columna. Ahora, sin embargo, ya no se hablaba ruso, sino
alemán, y en vez de fumar cigarrillos de mazorca, se fumaban cigarrillos de tabaco.
Y los trenes entraban y salían de la estación con más rapidez que antes. Por lo
demás, el aspecto de la estación había cambiado poco, y en los andenes y fuera del
edificio había el mismo movimiento de personas y coches. La plaza de la estación se
había ensanchado a causa del incendio que destruyó las casas de madera. Pero la
plaza y los solares estaban llenos de camiones. Por todas partes se veían montones
de mochilas y cascos. Los soldados iban y venían de un lado a otro y formaban
pequeños grupos ante unidades recién llegadas del frente, cuyos hombres vestían
uniformes rotos y sucios. Y a los bordes de la plaza había unos cuantos rusos,
mujeres y niños, que vendían mazorcas, pan y trajes usados. En medio de aquel
sorprendente mercado, la multitud había dejado una calle abierta por la que sin
cesar pasaban camiones de la Cruz Roja, que dejaban tras sí un denso olor a fenol.
Y en los camiones se veían rostros verdosos y mantas y trapos ensangrentados. Y por
el otro extremo de la plaza, en dirección contraria a la de los camiones de la Cruz
Roja, se veía una interminable hilera de camiones con tropas, de cocinas de
campaña, de tanques y de camiones con municiones.

Cada diez minutos llegaba un tren. Los trenes procedían del Noroeste, del Oeste y
del Sur. Hasta Smolensk se había tendido una línea alemana, y de esta manera en la
estación entraban trenes rusos y trenes alemanes. Del Noroeste, a través de
Witebsk, llegaron algunas unidades acorazadas de las tropas de Hopner; del lago
Ilmen llegó la tercera división de infantería motorizada, una división de choque y
la brigada Liew. Procedente del Oeste, por la línea alemana, llegó un tren lleno de
soldados. Y del Oeste también llegaron los regimientos de la quinta división
acorazada, cuyos tanques estaban camuflados con grandes pinturas. La quinta
división acorazada se había formado para combatir en África, y ahora estaba aquí,
en Smolensk. Por todas partes se veían rodar tanques y camiones y se formaban
columnas, que luego se ponían en movimiento y avanzaban por las calles repletas de
coches en dirección Este, hacia Solowjowo, hacia la autopista de Jartschewo y hacia
el Sudeste, en dirección a Roslawl. Todo indicaba que se preparaba una gran
ofensiva.

—Parece que va a haber una gran ofensiva —dijo Heydebreck a Feierfeil.

Los dos habían sido heridos y evacuados a un hospital alemán de la retaguardia y


ahora estaban a punto de incorporarse a su batallón. Dentro de poco debían partir
en un camión en dirección a Roslawl y ahora les quedaba un poco de tiempo para
entretenerse.
—El empedrado es malo —dijo Feierfeil— y en las calles hay vías, pero los tranvías
no se ven por ninguna parte.

—Democracia oriental —repuso Heydebreck, con lo cual calificaba todo aquello que le
sorprendía, como el empedrado de las calles, las torres de las iglesias, el ajetreo
del mercado negro y el olor que salía por algunas puertas y ventanas. Cuatro o
cinco días antes había estado en Berlín con su tía Jenni y su abuela. Durante los
días que estuvo en compañía de ellas, las dos mujeres se portaron con él de una
manera conmovedora. Su abuela todavía caminaba erguida, y su rostro, enmarcado por
el cabello blanco, aún conservaba una limpia expresión juvenil. Su padre, empero,
no se comportó como las dos mujeres. «Cumple con tu obligación, aunque las cosas no
sean de tu agrado, y piensa que millones de hombres están en la misma situación que
tú, y no te preocupes por lo que pueda ser de ti cuando la guerra termine.
Compórtate como es debido y no dejes de pensar en el Führer.» Este discurso se lo
hubiera podido ahorrar, pensaba Heydebreck. Tía Jenni y la abuela, en cambio, no
pronunciaron ni una sola vez las palabras: Victoria, Führer y Guerra. «Que Dios te
proteja», le dijo su abuela al despedirse de él. Y aquello era, en definitiva, lo
que uno deseaba oír.

—Hemos tenido suerte en encontrar este camión para proseguir el viaje.

—Sí; aquel tipo gordo de ayer noche, en Borissow, estaba completamente loco. No sé
por qué nos prohibió a todos hablar del frente.

—Aquí se está preparando algo.

—Sí; se está preparando una ofensiva.

La ofensiva también era el tema de conversación de unos altos jefes que se hallaban
reunidos en una alquería. El coronel Zecke, que también se encontraba en Smolensk,
no había ido allí para probar el célebre vodka de marca y el exquisito caviar, sino
para beber un vasito del vodka más corriente que había de pagar a buen precio, y
para comerse un trozo de pan y un pedazo de butifarra que se había traído consigo.

La alquería, transformada ahora en taberna, estaba llena de soldados. El tabernero


condujo a Zecke a una habitación interior, donde el coronel vio un rostro conocido.
Era el teniente coronel Vilshofen con el cual, antes de la guerra, había estado en
la sección de un Cuartel General. Poco después llegó un hombre grueso que caminaba
a grandes pasos. El recién llegado echó una mirada a su alrededor y se sentó a la
mesa, junto a Vilshofen y Zecke. Era el coronel Tomasius, de la tercera división de
infantería motorizada.

Zecke había ido con una misión especial a Smolensk, y Vilshofen llegó al frente de
su unidad por el camino de Witebsk. En Smolensk, Vilshofen hizo que sus tanques
aparcasen en una calle poco transitada y esperó que se le comunicara la situación
de las avanzadas motorizadas de Tomasius, cuya división había sido empujada por las
fuerzas rusas hacia el frente central. Vilshofen era de Ulm, Zecke de Potsdam y
Tomasius de Prusia Oriental. Sus patrias chicas no podían, en verdad, estar más
separadas entre sí; pero las características raciales de aquellos tres hombres y
las diferencias que entre ellos hubieran podido existir habían sido borradas por la
larga permanencia en la misma academia de guerra y por los años de lucha en común;
así, pues, cada uno de ellos no hubiera podido encontrar un compañero más adecuado
para beberse un vaso de vodka en aquella taberna rusa.

—Sí —dijo Vilshofen.

—Sí —murmuró Tomasius.

—Bebamos un vaso —opinó Zecke.


Las palabras de Zecke sonaron como una invitación a la borrachera, que sus
compañeros, por lo visto, estaban dispuestos a coger, y la mirada que Tomasius
lanzó hacia el vaso vacío que ante sí tenía en la mesa vecina un joven oficial de
las S.A. acabó de confirmar la opinión general.

—Lo mejor que podemos hacer es bebernos enseguida otro vaso. Al tercer vodka
siempre me siento dispuesto a mentir sin ninguna clase de escrúpulos —dijo
Tomasius.

Acerca de los planes de la próxima ofensiva no había nada que decir, y nadie, en
efecto, dijo nada. Porque lo que importaba no eran los planes, que podían ser
perfectos, sino el tiempo. Durante su marcha entre Nevel y Witebsk, Vilshofen ya
había tenido noches muy frías y durante algunas mañanas no se acabó de levantar la
niebla, y Tomasius, por su parte, ya había encontrado nieve en algunas partes.

En la mesa de al lado se sentó un teniente tanquista de la quinta división


blindada.

—De pronto se nos sacó de Zossen, y aquí estamos —dijo el oficial.

—¿Se sorprendieron ustedes?

—¡Ya lo creo! La gente se imaginaba ir a Italia, y todo el mundo soñaba con las
mujeres italianas y con el chianti, y muchos incluso habían aprendido a cantar
canciones del Sur.

—Bueno; aquí la guerra no va a ser precisamente un partido de tenis con Montgomery.

—No; aquí, por lo que he visto, se trata de una guerra de verdad.

—Si nos hubiéramos encontrado aquí ocho semanas antes —dijo Tomasius—, o, si
ustedes quieren, cuatro semanas antes, todo hubiera ido de otra manera…

—Sí; entonces no hubiéramos tenido que cascar una nuez tan dura como la que nos
espera y las cuentas hubieran salido redondas; pero lo que es ahora todo depende de
imponderables que pueden dar al traste con los proyectos mejor concebidos. Pero
aquellas ocho semanas habían pasado de una manera irremisible.

Smolensk y Witebsk habían sido conquistadas ocho semanas antes. Las veinte
divisiones que Timoschenko lanzó al frente del Dniéper habían ido cayendo en
pequeñas bolsas, en las que fueron aniquiladas. Las cinco divisiones que operaban
en el flanco Sur, las tropas del Desna y las diez divisiones del recodo del Jelnja
también habían sido destruidas. Luego llegó el grueso de la infantería alemana y
pudo pasar el Dniéper. Smolensk y Roslawl estaban a su merced y la carretera y la
autopista de Moscú estaban abiertas, libres para el avance de los tanques.

—En vez de esto…

—Sí…, sí —volvieron a decir a coro.

—No hay ninguna razón para levantar el vaso y brindar —dijo el oficial tanquista.

—El frente se ha detenido, y ahora comienza la guerra de posiciones, como el año


diecisiete. Hace ocho semanas que no nos movemos —dijo el coronel Zecke.

Aquellos tres hombres conocían la verdad de la cuestión, y la verdad era que el


frente, gracias a las órdenes recibidas, había perdido su antigua capacidad de
ofensiva. Los tres estaban al corriente de las interminables conferencias
telefónicas y de las inacabables reuniones, y sabían las dudas acerca de si la
próxima ofensiva debía dirigirse hacia Leningrado, hacia Kiew o hacia Moscú, y
conocían las diferencias de parecer que mediaban entre algunos generales y el
Führer. Los tres sabían que Moscú, la principal meta de la guerra, se había
convertido en un objetivo inmediato… que se creía fácil de alcanzar. El hecho era
cierto, porque dos divisiones blindadas de la reserva acababan de ser enviadas a
Francia. El Führer suponía que el fruto ya estaba maduro y no solamente quería
apoderarse de Moscú, sino también de Leningrado, de Murmansk, del Don y del
Cáucaso, de Stalingrado y de la cuenca del Volga, y además ordenaba que se
estudiara la posibilidad de invadir Persia y la India. El frente del Sur, que había
quedado algo atrás con relación a los demás frentes, le robaba el sueño. Y aquellos
tres hombres también estaban al corriente de la reciente orden del Führer, que
señalaba a Kiew como próximo objetivo y mandaba que «los Cuerpos de Ejército que
operaban en la zona del centro no se movieran de donde estaban… y se limitaran a
rechazar todos los contraataques enemigos».

Así, pues, en la región del centro había comenzado la guerra de posiciones, y de un


momento a otro iba a desencadenarse una potente ofensiva contra Kiew. Los tanques
de Guderian tenían que hacer marcha atrás, viéndose obligados a retroceder
cuatrocientos cincuenta kilómetros y a avanzar luego en dirección Norte otros
cuatrocientos y pico de kilómetros más. Y aquellos tanques, cuyos cilindros habían
sido mordidos por el polvo del verano y cuyos pistones comenzaban a fallar y cuyas
cadenas estaban ya bastante gastadas, no eran nuevos ni mucho menos.

Nadie oyó la risa que en el Kremlin provocó el cambio de dirección de los tanques
alemanes, y nadie oyó las palabras: «En Ucrania, bien; allí tienen sitio de sobra
para correr hasta caer rendidos de fatiga.»

Zecke había hecho sus experiencias en aquel país veinte años atrás y sabía lo
sangrientas que pueden ser ciertas risas.

—No, no hay ninguna razón para levantar el vaso y brindar —volvió a decir—. No
sabemos lo que hay dentro, pero nos lo vamos a beber.

—Hasta el final.

El oficial de las S.A. y el teniente tanquista de la mesa vecina se pusieron en pie


y saludaron al estilo prusiano.

—Si no tuvieran esos «hermanos» en la retaguardia que con tanta facilidad les
empujan a cometer abusos, serían unos muchachos muy simpáticos —dijo Tomasius
cuando los oficiales se hubieron marchado.

—El momento de la ofensiva fue cuando Guderian se entrevistó con el Führer en


Borissow.

—Cada vez cree Guderian haber convencido al Führer, pero luego el Führer hace
exactamente lo contrario de lo que ya parecía convenido.

—Después de Borissow no hizo nada y las semanas pasaron en una espera que luego
habrá de ser fatal.

—Y cuando la entrevista de Lodzen, Guderian cayó sencillamente en desgracia.

—Porque estaba solo. No había allí un Brauchitsch, ni un Halder, ni un solo antiguo


jefe del ejército que le defendiera. Y el Führer estaba rodeado de una corte de
generales que a cada una de sus palabras no hacían más que inclinar la cabeza. Una
lucha entre Guderian y el Führer es algo demasiado desigual. Guderian es un jefe
extraordinario, es un maestro en cuanto a grandes movimientos, tienes amplísimas
concepciones tácticas y domina como nadie la técnica de la moderna guerra de
tanques, pero su fantasía no alcanza más allá de todo esto. Por otra parte, no es
hombre que comprenda a Hitler, pues cuando está ante él cree hallarse en presencia
de alguien como Guillermo II o como Guillermo III.

—En cuanto a lo político, es un oficial como cualquier otro. Nuestro mismo


Bomelbürg dice a veces: «Por lo menos debo creer que el Estado marcha bien y que
todo está en orden».

—Esta es nuestra tragedia, que de política no entendemos nada, y cuando la política


exterior resulta catastrófica hay que arreglarlo todo con las armas. No debemos
permitir que esta vez ocurra como cuando la guerra europea, en que la culpa de todo
fue echada al Ejército.

Zecke pensaba en Bomelbürg que, en su fuero interno, tampoco quería cometer ninguna
injusticia. Zecke, por otra parte, reconocía que en las maneras de Bomelbürg había
mucho de la antigua y ya caducada educación con la que, a pesar de mantenerse las
distancias conforme al estilo militar prusiano, se respetaba la personalidad de las
gentes. Pero todo eso no era suficiente, puesto ya en el terreno puramente militar,
para considerar a Hitler como un cabo que en cuestiones de estrategia no sabía
nada.

—Hoth, sí; Hoth…

—¡Lástima que en vez de enviarse a Ucrania la tercera agrupación de tanques de


Guderian no se mandara la segunda agrupación de Hoth!

—Guderian desea mucho y se atreve a mucho. De esta manera se pueden ganar batallas;
pero un buen día también se puede perder todo. ¡Era algo aleccionador oír hablar al
pelirrojo prusiano de Hoth! Era un hombre bajo. Llevaba lentes y tenía el aspecto
de un intelectual. Sus ojos eran de color castaño y sus manos eran blancas y finas.
Era una persona muy ingeniosa, ocurrente y graciosa.

Hizo una pausa y continuó:

—Tienen ustedes que oírle comentar una situación militar. Parece un profesor dando
una lección en su cátedra. A veces se pasea de un lado a otro, se detiene y,
olvidándose de la concurrencia, deja ver sus más íntimos pensamientos y desarrolla
una vasta concepción general, cuyos extremos más insignificantes somete a un
implacable análisis… Cada jefe suele pensar conforme al tipo de mentalidad que
corresponde a su arma. Así, el jefe de infantería piensa como un infante, el de
artillería como un artillero, y cada uno ve la guerra desde una perspectiva
determinada. Hoth, sin embargo, abarca el conjunto de una manera sintética, y no
solamente desde el punto de vista de las distintas posibilidades de las diferentes
armas, sino abarcando incluso las más sobresalientes opiniones individuales y más
diversas posibilidades, de manera que sus juicios corresponden siempre a una
auténtica concepción general. Hoth es como un director de orquesta que atiende a
todas las particularidades sin olvidar la dirección del conjunto. Y les aseguro a
ustedes que dirige sin avasallar a nadie. Siempre que me he fijado en sus manos he
pensado en un director de orquesta.

Hoth, Guderian y Hoepner —este al frente de la cuarta agrupación de tanques— habían


sido destinados al frente central, y aquellos tres ejércitos formaban una poderosa
máquina que debería llevar a cabo un durísimo trabajo.

—Somos gente desilusionada; pero me temo que con toda esta conversación habremos
calentado la cabeza a Vilshofen.

—Ya se me despejará —repuso Vilshofen—. Hagamos los posibles para que todo salga
bien.

—Cuando un asunto lo emprendo de una manera correcta, con fuerza, energía e íntima
convicción, creo que el Dios de todos los ejércitos no ha de abandonarme. Con esta
esperanza vivimos y con esta esperanza continuaremos avanzando.

El ayudante del coronel Tomasius, capitán Hanke, se presentó:

—Mi coronel: el regimiento está dispuesto para la marcha.

—Gracias, Hanke. El coronel Tomasius se levantó.

—Hemos sido destinados a la agrupación de Hoepner, de manera que todos seguiremos


el mismo camino y espero que de aquí a Moscú volveremos a encontrarnos de nuevo.
¡Hasta la vista, Zecke! ¡Hasta la vista, Vilshofen!

—¡Hasta la vista, señores! —dijo Hanke.

Acompañado de su ayudante, caminando a grandes zancadas, el coronel Tomasius


abandonó la sala, que estaba llena de humo. Hasta al cabo de un buen rato, el
coronel no se dio cuenta del ajetreo que reinaba en las calles. Sobre las casas de
Smolensk, muchas de las cuales habían sido incendiadas, brillaba un sol frío, y por
el cielo cruzaban grandes nubes blancas.

Zecke y Vilshofen se levantaron y, a su vez, se despidieron, y cada cual tomó un


camino diferente. Vilshofen atravesó unas calles llenas de ruinas, y mientras
caminaba pensó que aquella ciudad había sido construida en un sitio muy bueno, ya
que el valle, por el cual pasaba el río, estaba muy bien resguardado por unas
suaves colinas pobladas de árboles. «Una hermosa ciudad», pensó.

«El Dios de los ejércitos no solamente pondrá en un platillo de las balanzas los
dos meses de verano tontamente perdidos, sino todos los errores militares. Y en
aquel platillo también habría de poner el incumplimiento de cierto pacto de no
agresión, las órdenes de incendios y los cuerpos de aquellos fugitivos que habían
caído bajo las cadenas de los tanques en la carretera de Tolotschino, y en aquel
platillo también habría sitio para cierta proclama fijada en todos los pueblos que
se encontraban camino de Witebsk y por la cual se obligaba a que los koljosianos
continuaran con su antiguo sistema de trabajo y por la cual la única diferencia de
vida que esperaba a los campesinos era que, de ahora en adelante, en vez de
entregar sus cosechas y sus frutos al Ejército Rojo los tendrían que entregar al
Ejército alemán. Así, pues, no queda ningún plus a favor del liberador, pues como
tales, lo único que podemos hacer es seguir hacia delante. Pero liberar, de
momento, no es más que una idea, y esta idea no corresponde a ninguna mejora
concreta, ni a ningún orden de vida más aceptable. Sin embargo, el éxito de nuestra
empresa hará cambiar lo que acerca de ella pudiera escribirse y hará variar la
perspectiva con que el futuro la enjuicie.»

Vilshofen llegó al Dniéper. Junto a las ruinas del puente de piedra se había
tendido un puente de pontones. Allí esperó la llegada de su sección.

Sus hombres llegaron al caer la tarde. Vilshofen montó en su tanque. Atravesaron el


puente y cruzaron la parte vieja de la ciudad, cuyas calles estaban abarrotadas de
coches y camiones. Los barrios extremos de Smolensk se veían llenos de material de
guerra abandonado por los rojos. Por fin alcanzaron una buena carretera bien
asfaltada. Era la carretera que conducía a Roslawl. Al cabo de unas horas
abandonaron la carretera y se adentraron en un bosque por el que al poco rato
llegaron a un pueblo, donde se detuvieron.

Al amanecer, los tanquistas abandonaron las cabañas. La mañana era fría y el suelo
aparecía cubierto de escarcha. El pueblo, que estaba construido en un gran claro
del bosque, apenas había sido bombardeado. En una plaza, en medio del pueblo, había
una vieja iglesia cuyas puertas permanecían cerradas.

Con la reparación de los tanques, los servicios técnicos y las revistas, pasaron
los días. La llegada del correo era el único acontecimiento. Como primer
preparativo de la próxima ofensiva comenzaron a repartirse mapas, todos los cuales
se referían al sector de Moscú.

Cierta mañana se repartió un bando, que también fue pegado en las paredes de las
casas.

«Soldados del frente del Este: Hoy comienza la última batalla antes de llegar el
invierno…»

Para el domingo siguiente se había organizado una misa de campaña, la primera que
se celebraba, desde el comienzo de las hostilidades con Rusia, en el regimiento. Al
enterarse de ello, Vilshofen comprendió por qué habían ido a parar a aquel
pueblecito y para qué servía la pequeña iglesia abandonada.

Llegó el domingo. Como no había campanas, junto a la iglesia se colocaron unos


trompetas cuya música se extendió por el bosque y los campos y saludó a las gentes
que se iban acercando al pueblo. Bajo las bóvedas del templo se reunieron unos
seiscientos soldados, y además de ellos se congregó otra gente, pues por los
alrededores circuló la noticia que aquel domingo se iba a celebrar la santa Misa, y
muchos hombres y mujeres acudieron al pueblo. Y no solamente llegaron campesinos de
aquellos lugares, sino que miles de koljosianos y labradores arribaron, a pie o
montados en sus carritos, desde muy lejos. Y los soldados y los rusos, que hablaban
idiomas distintos y no podían comprenderse, rezaban, dentro y fuera de la iglesia,
a un mismo Dios.

Era aquel un país sin campanas, en el que, tanto al nacer como al morir las
personas, el aire permanecía vacío y ningún sonido llegaba desde lo alto. Día de
trabajo o día de fiesta, momentos de alegría o instantes de dolor, siempre era
igual, pues el rumor de las campanas nunca surcaba los aires, ni flotaba sobre los
campos, los bosques, las calles y las casas.

En la iglesia no había ningún órgano.

Un coro compuesto de jóvenes voces cantaba en el templo. Y los cánticos salían de


la iglesia por las puertas abiertas de par en par y por las ventanas medio
derruidas y se extendían sobre los miles de fieles que se apiñaban ante el templo y
llegaban hasta las afueras del pueblo, donde los campesinos habían dejado sus
carros tirados por pequeños caballos.

Nos acercamos a rezar

al Dios justiciero,

que administra y defiende

una severa justicia.

Hombres y mujeres se apiñaban frente a la iglesia. Muchos sostenían a sus hijos en


brazos, y casi todos permanecían arrodillados, sin apenas levantar la mirada. En la
iglesia se rezó por los caídos.
Mi trono está en el cielo.

Y mi escabel en la tierra.

¿Qué clase de morada pretendéis levantarme?, dice el Señor.

¿Cuál queréis que sea el lugar de mi descanso?

¿No ha salido todo de mis manos?

«¿Qué clase de morada pretendéis levantar?», preguntaba el sacerdote, y recordaba a


los soldados congregados en el interior del templo y fuera del mismo, en la
explanada, que cada hombre lleva grabados en su corazón unos principios éticos sin
cuyo imperio la vida de relación, tanto la pequeña como la grande, la que se
refiere a las familias y la que se refiere a los Estados, se convierte en un caos
espantoso. El sacerdote se quejó de la frecuencia con que los hombres desoían
aquellos principios y recordó a sus oyentes la necesidad de no echarlo en olvido,
pues sin amor, justicia y tolerancia, así como sin la observancia de los preceptos
divinos, era imposible echar los fundamentos de un nuevo edificio.

—Necesitamos un nuevo renacimiento, tan general y profundo como aquel que sobrevino
al final de la Edad Media. Y cada uno de nosotros debe de obrar empujado por esta
necesidad, y cada cual debe empezar por sí mismo. Nadie que no vea en los demás a
sus hermanos puede creer en la posibilidad de mejorar las cosas de este mundo.

El sacerdote hizo una pausa y continuó:

—Cada uno tiene derecho a una patria y a la libertad, y cada cual tiene el rostro
que Dios le ha dado. Y el soldado debe saber que sus buenos sentimientos y sus
creencias son más fuertes y poderosos que el ejército en que milita. Las armas ya
han hablado muchas veces en este país, y su estruendo ha cesado y muchos de sus
servidores han desaparecido. Solo el espíritu, que no solamente conoce el alma,
sino que comprende los fundamentos de la ley de Dios, puede esparcir la belleza y
los grandes sentimientos humanitarios. Lo primero de todo es ser hombre y respetar
a los demás. Únicamente así se podrá instaurar un nuevo orden sobre la tierra, y
solo así se podrá edificar la nueva Casa en la cual todos los pueblos tendrán
cabida y en la que cada cual en su idioma podrá alabar al Señor.

Y tras otra pequeña pausa, el sacerdote añadió:

—Recemos todos juntos:

Padre nuestro, que estás en los cielos,

santificado sea el tu nombre.

Venga a nosotros tu reino.

Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.

El pan nuestro de cada día dánosle hoy.

Y perdónanos nuestras deudas,

así como nosotros perdonamos a nuestros deudores,

y no nos dejes caer en la tentación,


mas líbranos del mal;

pues tuyo es el poder y la fuerza

y la hermosura en la eternidad. Amén.

Los campesinos permanecieron arrodillados durante la plática y, en voz baja,


continuaron rezando en su idioma.

—Amén —dijo el sacerdote en la iglesia.

—Amén —repitió la muchedumbre.

—Aleluya —dijeron en el templo.

—Aleluya —respondió la gente.

El cielo se había vuelto a abrir. La tierra estaba más cerca del cielo y el hombre
más cerca de Dios. Después de la misa, las mujeres se acercaron con sus hijos,
pequeños y mayores, de cinco, siete, diez y doce años al sacerdote y le rogaron que
los bautizara. Y nadie preguntó si el sacerdote era católico romano u ortodoxo
griego o protestante. Luego la gente se sentó en el prado, junto al bosque,
formando grandes grupos. Y se encendieron fogatas y los campesinos, hombres y
mujeres, que habían llegado de lejos, sacaron sus provisiones y, en compañía de los
tanquistas alemanes, se dispusieron a comer.

Vilshofen dio un apretón de manos al sacerdote. El pater había dicho lo que en


aquellos momentos convenía decir.

Por la noche, la radio dio una sorprendente noticia: las tropas alemanas habían
roto las líneas rusas en los sectores de Orel y de Jelnja. Todo el frente se
hallaba en movimiento.

A la mañana siguiente, cuando las dotaciones se hallaban ocupadas en los trabajos


de reparación y engrase, llegó la orden de ponerse en marcha inmediatamente.

Dos horas después el regimiento se hallaba formado para la marcha. Y, al tiempo que
se levantaba un fuerte viento del Este, los tanques se pusieron en marcha hacia
Roslawl.

El puesto de mando de Vilshofen —una casa de piedra situada en medio del pueblo—
fue ocupado por un joven primer teniente de los servicios de retaguardia, que se
instaló allí en calidad de comandante de la localidad.

Una de las primeras cosas que hizo fue poner en conocimiento de todo el mundo que
el régimen de las colectivizaciones continuaría como hasta entonces. La orden fue
pegada en el edificio donde los campesinos entregaban antes sus productos a las
autoridades soviéticas y en las cercas de los huertos y campos de los koljoses.

Las gentes se detenían ante el bando y movían la cabeza de un lado a otro. Un viejo
analfabeto se hizo leer la orden. El anciano quería saber palabra por palabra el
contenido del bando. Los campesinos se marchaban y volvían de nuevo, y ninguno de
ellos acababa de entender aquella orden.

—¿Qué será ahora de mi vaca, aquella vaca oscura que hace ocho años entregué a los
koljoses? —preguntaba uno que no solamente se preocupaba por su vaca, sino por
todos los ternerillos que el animal había tenido y que con los años se había
convertido en otras tantas vacas.

—¡Déjalo estar, hombre! ¿No ves que todo continúa igual que antes?

Parecía imposible. Las gentes se apartaban del bando y volvían a la plaza del
pueblo. El anciano que se hizo leer la orden la había comprendido perfectamente. Y
decía:

—Siempre estamos esclavizados por alguien. ¿Para qué necesitamos a los extranjeros?
Siendo todo igual, preferimos a los nuestros.

Heydebreck y Feierfeil se reincorporaron a su unidad. Hasta Roslawl viajaron en un


camión y desde allí, gracias a la amabilidad del capitán Holzimmer, de la catorce
compañía, prosiguieron el camino sobre un tanque. Era la primera vez que entraba en
fuego la 14 compañía, pues hasta entonces siempre había hecho servicios de segunda
línea. Antes de comenzar la campaña de Rusia, la 14 compañía había sido
completamente motorizada, pero los camiones y las motos fueron engullidos por
aquellas carreteras polvorientas que al llegar las primeras lluvias se convertían
en lodazales y luego, a medida que avanzaba la estación invernal, en verdaderos
ríos, de manera que la tropa se veía obligada a buscar caminos laterales y a huir
de las riadas. Primero se comenzaron a romper las ballestas, luego siguieron los
ejes y finalmente, a causa del polvo, fallaron los cilindros. De noche, los coches
averiados eran conducidos al bosque, donde los mecánicos trataban de repararlos.
Pero como las piezas de recambio no llegaban, las reparaciones siempre resultaban
defectuosas. Un día se perdían dos camiones; otro, tres, y otro, cinco. Como Hánsel
y Gretel con las piedrecitas, el capitán Holzimmer hubiera podido encontrar por
medio de sus coches el camino de la frontera. Al cabo de unos meses de marcha, y
sin que se hubiera disparado ni un solo tiro, la compañía se había quedado sin
camiones y el material tenía que ser tirado por caballos.

Heydebreck y Feierfeil entraron con la 14 compañía en un pueblo completamente


destruido, situado al Este del Desna. Allí encontraron muchas caras nuevas, de
jóvenes muchachos procedentes de Sajonia y de Bohemia y de la región de los
Sudetes.

Y también encontraron a los viejos camaradas, entre quienes se contaba el


suboficial Gnotke, a quien enseguida fueron a saludar.

—Bueno; ¿qué tal Berlín?

—¡Estupendo!

—Hicimos el viaje de regreso en un vagón de carga descubierto. Por todas partes


había muchachas que nos saludaban. En Polonia, sin embargo, las cosas cambiaron.
Allí solo vimos caras largas.

—Verás: los polacos tienen motivos para no ser demasiado amables con nosotros.

—¿Estuviste en Klein-Stepenitz?

—Sí, claro.

—¿Y qué?

—Pauline ya no estaba allí.

—¿Dónde está?
—En Berlín. Riederheim la ha hecho ir allí. Debo decirte que Riederheim es muy
amigo de Pauline. La chica espera cada día carta de él.

—Muy bien, ¡y este tío ha estado persiguiendo a todas las muchachas de Mogilew y de
Propoisk! Bueno; pero eso es asunto suyo.

Y al decir esto, Gnotke hizo un movimiento con la mano derecha y no pareció


sentirse muy contento.

—Espero que los dos continuaréis conmigo.

Gnotke ya no estaba en la compañía. Desde hacía un tiempo, su sección había sido


destinada a los servicios de vanguardia, lo mismo que Reiderheim y que la batería
montada de Langhoff.

—Podéis quedaros aquí; allí hay dos literas desocupadas; una pertenecía a uno que
fue herido; la otra a uno que… —Y volvió a repetir el mismo movimiento con la mano
y se alejó.

Heydebreck se quedó mirando a Gnotke. Junto a él, formando círculo y sentados en el


suelo, había dos muchachos jóvenes y un soldado de edad madura. Este último se
quitó la camisa, la volvió del revés y comenzó a buscar algo entre las costuras.

—¿Qué hace este?

—Pronto tendrás que hacer lo mismo. Cada día hay que dedicar una hora a la
búsqueda, y cada día se encuentran de cincuenta a cien animalitos. Esto pertenece
al programa de la guerra de posiciones.

Guerra de posiciones. Desde hacía algún tiempo, la división permanecía quieta,


ocupando unas líneas que iban hacia el Norte, describían luego un ángulo de
cincuenta y cuatro grados y continuaban hacia el Este.

En las posiciones que quedaban hacia el Este casi siempre reinaba la más completa
tranquilidad; pero en las del Norte, donde había bastante artillería, solía haber
jaleo.

Catorce días antes el pueblo tenía un aspecto muy diferente. Cada mañana, el jefe
de la batería tomaba el café rodeado de sus hombres. Los ingenieros colocaban las
minas sin que nadie les estorbara, y continuamente se entraba y salía de la casa
donde estaba instalado el puesto de mando. A veces, los rusos disparaban contra el
pueblo, pero los impactos solían caer en las afueras del mismo. Y nadie se
preocupaba. Un día, sin embargo, el jefe se levantó de repente y gritó:

—¡Todos a los refugios! ¡Aprisa, aprisa!

Pero la mayor parte de los soldados se quedaron donde estaban. Los ingenieros
dijeron: «Este tío está desbarrando», y no se movieron. Los refugios estaban a unos
quince metros de la casa y se comunicaban con ella por medio de una trinchera
bastante honda. Cuando al cabo de media hora volvieron los del refugio vieron que
el puesto de mando había sido destrozado por tres impactos del 15,5, y que los
ingenieros habían sufrido once bajas: siete muertos y cuatro heridos graves.

—Para estas cosas, Langhoff tiene un sexto sentido. Varias veces ha ocurrido lo
mismo —dijo el soldado viejo, volviéndose a poner la camisa.

—Sí; todo el mundo dice lo mismo, pero él lo explica de otra manera.

—¿Y qué explicación da?


—Dice que los primeros cañonazos que sonaron aquella mañana le advirtieron que los
rusos habrían de disparar, con cañones de mayor calibre, contra el pueblo. Pero
que, en último término, se trata de puras intuiciones. También dice que la mayoría
de los que caen son novatos o gentes que han pasado una temporada lejos del frente
y que la guerra es un negocio en el que hay que poner todos los sentidos.

En el pueblo había muchas piedras y poco pan. Y también había pulgas y ruinas y
cañonazos, y muchas veces temporales de viento y lluvia, y en bastantes ocasiones
el suministro dejaba de aparecer. Así es cómo Feierfeil y Heydebreck encontraron su
compañía.

—Y para las secciones avanzadas todavía hay otras cosas —les dijo Gnotke—. Esta
noche haremos una descubierta hasta el Desna. La artillería se quedará aquí.
Presentaos al primer teniente Hasse.

—¿Ya no está con el general?

—El general ya no le necesita. El clima es aquí tan bueno que el general se basta
con sus ayudantes. Hasse fue destinado a una sección de asalto.

—El primer teniente Hasse está en el refugio con el viejo.

—Sí, cierto; hoy es el cumpleaños de Langhoff. Podéis presentaros los dos a la vez.

Feierfeil y Heydebreck se presentaron al jefe de la batería y al primer teniente


Hasse. El primer teniente Langhoff estaba en aquel momento con el jefe de una
batería vecina y con el capitán Holzimmer. Heydebreck y Feierfeil fueron
obsequiados con un coñac cada uno.

—¡Bebed un trago y ahuecad!

—Muchas felicidades, mi primer teniente —dijeron los dos a coro.

Heydebreck y Feierfeil se despidieron enseguida, y al cabo de poco rato se retiró


el primer teniente Hasse, pues antes de la operación quería descansar una hora.

El primer teniente Langhoff estaba celebrando su veintisiete cumpleaños. Langhoff


había nacido el año 14 y no olvidaba el día en que junto a sus compañeros de
estudio se le entregó el título de bachiller y el día en que ingresó en el Ejército
para hacer su servicio militar. Y todos aquellos recuerdos fueron rociados con
abundantes libaciones.

«—Ya veréis —había dicho entonces a sus compañeros—, ya veréis las experiencias que
nos reserva el servicio militar.»

Ahora estaba harto de experiencias y de sorpresas; pues apenas hubo terminado sus
estudios de filosofía y arte tuvo que volverse a poner el uniforme militar.

De todos modos, el cumpleaños es una fecha en que uno acostumbra hacer un alto y
echar una mirada hacia el pasado, y en aquellos momentos Langhoff tenía la
imaginación puesta en los últimos años transcurridos.

—La verdad es que hasta ahora no he hecho nada de lo que entonces me propuse hacer.
Siempre han sido otros quienes han dispuesto de mí.

—Lo mismo me ha ocurrido a mí —dijo Weiske, el jefe de la batería vecina.

—Siempre estoy a la expectativa para ver qué es lo que en cada momento van a hacer
conmigo; es decir, con el jefe de la 14 compañía.

—Las carreteras rusas, los lodazales, las dunas y el polvo le han cambiado a usted.
Está usted completamente cambiado. No es usted el mismo hombre de antes.

—Ninguno de nosotros es el mismo. Desde nuestra llegada aquí todos hemos cambiado.

—Sí: avanzar era más fácil y agradable que esta inactividad de ahora. Entonces
éramos gigantes que calzábamos botas de siete leguas.

—El coronel Zecke me ha proporcionado algunos camiones y la 14 compañía ha sido


motorizada a medias.

—Puede usted bromear cuanto quiera, pero le aseguro a usted que aunque sea
arrastrada con caballos o a pie, la compañía alcanzará sus objetivos.

—Sí; los objetivos siempre se alcanzan.

Esta clase de conversaciones se acostumbraban a tener en la batería de Langhoff y


en media división desde la campaña de Francia, cuando cargaron en Dobridge. En
aquella pequeña estación únicamente podían cargarse tres vagones a la vez y en
total había ciento veinte. Y muchas veces, en medio de la confusión, había un vagón
que se desenganchaba y se deslizaba hacia una vía muerta o chocaba con el que tenía
delante o sencillamente descarrilaba. Y todo el mundo, menos el jefe de estación
francés, que era un hombre bajo y flemático, perdía la paciencia.

—¡Oh, monsieur!, ustedes se van a Rusia y deben tener paciencia; on arrive quand-
même —decía. Y tenía razón.

Solamente al llegar a Rusia comprendieron la poca importancia que tiene el tiempo


cuando se marcha hacia el Este. Y muchas veces, mientras avanzaban hacia el Dniéper
y hacia el Desna, recordaron las palabras del jefe de estación francés.

En Rusia se acostumbraba uno a tener paciencia, y ahora, sentados ante una mesa,
con los vasos en la mano, Langhoff y Weiske dejaban pasar el tiempo enzarzados en
una interminable retórica. Porque Langhoff y Weiske se habían aclimatado a aquel
espacio sin horizontes y a aquel tiempo sin límites, y habían hecho suyo, no la
nonchalance francesa, sino el nitschewo ruso.

Langhoff y Weiske continuaron bebiendo.

El capitán Holzimmer se despidió.

—Siempre va contando estas historias de los camiones, pero yo te aseguro que la


única manera de marchar adelante en este país es con ayuda de los caballos —dijo
Langhoff, volviendo a reanudar el mismo tema de siempre.

Cuando Langhoff llegó a Rusia y por primera vez contempló aquel inmenso cielo azul
y aquel paisaje infinito, pensó: «Sí; así tenía que ser, y así me había imaginado
esta tierra». Era necesario haber llegado hasta allí, para ver, incluso en las
mañanas del verano, cómo planeaba la niebla sobre la tierra y parecía colgar de las
ramas de los árboles y para ver luego cómo todo fulgía bajo la inmensidad de aquel
hermoso cielo azul.

En su patria había, claro está, además de los tupidos bosques, espléndidos valles
por los que discurrían grandes ríos; había lugares llenos de luz, desde los que se
podía contemplar extensos paisajes y donde uno sentía el deseo de pensar con mayor
claridad y de poder llegar hasta lo más profundo de las cosas.
Aquella noche, Langhoff estuvo muy locuaz. Su tema eran las grandes extensiones de
terreno, los interminables campos y bosques del Este.

—Solo un hombre supo solucionar, a su manera, el problema de las grandes


distancias. Aquel hombre, que venía del Este, ¿sabes cómo se las compuso? Pues con
caballos de posta. En una serie de lugares convenidos aguardaban los mejores
caballos. Sus mensajeros llevaban unas fajas con campanillas y todo el mundo debía
dejarles paso. Aquellos hombres recorrían trescientos cincuenta kilómetros diarios.
Imagínate qué son, comparados con aquellos correos, nuestros tanques y con cuánta
lentitud se mueven nuestras columnas de avituallamiento. En cambio, las bases de
avituallamiento de aquel hombre siempre estaban delante de sus ejércitos, pues no
eran otras que los países que iba a conquistar.

—La guerra acorta las distancias y esto es precisamente lo que, mediante las
últimas instrucciones, tratamos de conseguir.

—Sí; nosotros tratamos de conseguirlo, pero ellos supieron solucionar este


problema. Únicamente con caballos fueron desde Pekín a Budapest y Breslau y
Liegnitz. «Beben la niebla, cabalgan sobre el viento y comen la carne de sus
enemigos muertos», dice una antigua crónica china.

—Muy bien; pero nosotros preferimos beber coñac.

—Nosotros sabemos hasta dónde llegarán los caballos mongoles, pero ignoramos hasta
dónde llegarán nuestros tanques.

El primer teniente Hasse entró en el refugio e informó que, al frente de sus


soldados, marchaba hacia el Desna, donde debían tender un puente.

Fuera era noche cerrada. En el refugio de Langhoff se descorchó otra botella. La


conversación continuó acerca de Khan y de Tamerlán y de los jinetes mongoles y,
finalmente, de los exámenes del bachillerato celebrados en Siegburg y de los sueños
y aventuras de la primera edad juvenil. Al amanecer, Weiske se levantó y se dispuso
a marchar a su puesto de mando, y Langhoff se ofreció a acompañarle. Subieron la
escalera del refugio. La noche se había convertido en un caos gris. Caminaron a
través de unas calles enlodazadas y pasaron ante unas pequeñas barracas de madera,
ante unas alambradas y ante las ruinas de unas casas. De vez en cuando tropezaban
con un laberinto de trincheras. Weiske y Langhoff no estaban borrachos, pero sí un
poco bebidos.

—Oye, amigo Weiske: ya deberíamos haber llegado a tu casa.

—Sí; ya es completamente de día.

—Creo que vamos en dirección opuesta a la que debiéramos seguir. Hace casi una hora
que caminamos.

Aquello fue otra de las clásicas inspiraciones de Langhoff, pues en realidad no


había mirado el reloj ni sabía a qué hora habían salido de su refugio. Langhoff no
llevaba abrigo y vestía una guerrera de color claro.

—Yo no recuerdo que cerca de mi posición existiera un bosque.

Y ante ellos, sin embargo, se levantaba un gran bosque, entre cuyos árboles se
veían trincheras y refugios.

—¡Allí están los rusos!

Weiske se resistía a creerlo.


—Acerquémonos un poco más —dijo.

—¡Te aseguro que allí están los rusos!

Se aproximaron algo más. Una rústica escalera de madera blanca, descendía hacia el
primer refugio. Por la escalera subió un denso olor a mazorca, sopa de coles y
paja. Aquel olor era, desde luego, algo completamente extraño para ellos. Langhoff
se limitó a hacer un signo: hacia atrás, hacia el Sur, hacia la gran Alemania.

Tomaron la dirección opuesta. A través de dos grandes nubes, unos rayos de sol
caían sobre la tierra de nadie. Weiske, y, sobre todo Langhoff, que llevaba una
guerrera de color claro, eran tan visibles como dos personajes en un escenario
iluminado.

—Aquella alambrada de allí es nuestra.

—Tenemos que atravesarla.

—Será muy difícil.

—Es igual; tenemos que conseguirlo.

Se echaron al suelo y, gateando, comenzaron a atravesar la alambrada. No sonó


ningún disparo, ni se vio a ningún soldado. Era una mañana apacible y todo el mundo
parecía dormir. Llegaron al otro lado de la alambrada y saltaron una trinchera.
Weiske se volvió e hizo un gesto de despedida con la mano. Langhoff se acercó al
primer refugio, donde encontró a un centinela.

—Buenos días, mi primer teniente.

—¿Sabe usted de dónde vengo?

—Sí; de los rusos.

—¿Y sabe usted por qué camino?

—Sí, mi teniente; acaba usted de atravesar nuestro campo de minas.

Al llegar al refugio sus gentes estaban tomando el desayuno. Habían llamado de la


división. Desde el puesto de mando vieron cómo Langhoff y Weiske atravesaban la
tierra de nadie.

«—El primer teniente Langhoff deberá presentarse inmediatamente a la división.»

Se presentó al primer ayudante, coronel Neudeck, quien le condujo a presencia del


general. El general Bomelbürg estaba de mal humor, pues no soportaba bien la guerra
de posiciones. Bomelbürg había atravesado Kobrin, Slonim, Mogilew y Stary-Byschow
sin encontrar gran resistencia enemiga. Los combates auténticos comenzaron al otro
lado del Dniéper, pero, desde luego se continuó avanzando. Ahora, sin embargo,
hacía semanas que no se movía de aquel sitio, donde cada día se combatía y donde
cada día se producían bajas, y en un número nada despreciable; pero todo aquello no
servía de nada, pues no se daba un paso hacia adelante. Había terminado el
brillante empuje con que se inició la guerra, y Bomelbürg no podía resistir aquel
encadenamiento y se pasaba las noches sin dormir. Estaba desengañado de las
descubiertas en tierra de nadie. De pronto, aquella mañana, había visto pasearse
ante sus posiciones, junto a las trincheras rusas y a plena luz del sol, tal como
si estuvieran en el Tiergarten de Berlín, a aquellos dos individuos que atravesaron
el campo de minas sin volar por los aires. Y luego resultó que aquellos dos tipos
eran nada menos que el jefe de su batería montada y el jefe de una batería vecina.
Era algo realmente increíble. Durante todo aquel paseo Bomelbürg estuvo con los
anteojos en la mano, siguiendo las incidencias de la fantástica excursión.

—Dígame usted, señor mío —le gritó a Langhoff así que este fue conducido a su
presencia—, ¿de dónde demonios ha salido usted?

—¿Me permite explicarle, mi general?

—¡Le permito, o mejor dicho, le exijo una explicación!

—Mi general, ayer fue mi cumpleaños.

—Ya, ¿de manera que se emborrachó usted?

Hasta aquel momento no acabó Langhoff de recobrar por completo su conocimiento. Y


entonces le pareció que veía ascender una especie de niebla y que las rodillas le
comenzaban a temblar.

—Cuando me levanté de la mesa, mi general, estaba, si se permite la expresión, un


poco caliente, y no me di cuenta de cómo llegué a las posiciones rusas.

—¡Increíble! ¿Y qué había allí?

—El bosque estaba bastante limpio y olía a vivienda habitada.

—¿De manera que olía a vivienda habitada? ¿Ha oído usted algo semejante, Neudeck? Y
seguramente usted se sentó y pidió a uno de aquellos señores que tan bien olían a
limpio que le diera la Pravda y un platito de mazorca, ¿no es así? ¡Esta historia
me parece cada vez más divertida!

—Parecía que todo el mundo estaba durmiendo, mi general.

—Óigalo usted, Neudeck, nosotros cada noche enviamos patrullas de escuchas y


patrullas de choque y la mitad de nuestros hombres se nos quedan por el camino, y
lo mismo les ocurre a los rusos que se acercan a nuestras líneas, pero ahora
resulta que los rusos se pasan la noche durmiendo… No entiendo nada.

—¿Me permite usted una opinión, mi general?

—La espero con curiosidad.

Langhoff debía estar completamente borracho, pues al cabo de unos momentos, dijo:

—Es posible que hacia las cinco de la mañana todas las patrullas de reconocimiento
y de choque duerman, quiero decir, tanto las nuestras como las de ellos. A esa hora
toda la vigilancia corre a cargo de los centinelas y los soldados se van a
descansar. Yo creo que lo mejor sería que cada mañana, hacia las cinco
aproximadamente, enviáramos a un par de soldados borrachos para que reconocieran el
terreno; estoy seguro que no les pasaría nada.

—¡Soldados borrachos!

—Sí, mi general, los soldados borrachos no tienen miedo y por esto no les ocurre
nada.

—¡Váyase usted a acostar y duerma usted antes de formular ninguna otra opinión!
Para la noche próxima le hemos preparado un buen paseo. Langhoff se retiró.
En el cuarto de los ayudantes se le entregó la orden. Debía trasladar su batería a
veinticuatro kilómetros de allí, hacia el Este, junto al Desna, hacia donde, la
noche anterior, se había dirigido la tropa de Hasse para establecer una cabeza de
puente.

Cruzar el Desna, cavar unas posiciones, permanecer en ellas y aguardar a los


alemanes que, de momento, se encontraban a veintidós kilómetros del río; esta fue
la orden que recibió el batallón de Dorolenko.

La noche era muy oscura. Los tres batallones del regimiento avanzaban hacia el
objetivo señalado. Montado en el caballo que Iván le había proporcionado, al frente
del tercer batallón, iba el capitán Uralow. Era un caballito kirguise, al que Iván
había puesto el nombre de Mohamed. Mientras permanecía atado, el caballo se
mostraba nervioso; pero así que caminaba se convertía en una bestia dócil e
inteligente, y ahora, en medio de la noche, no tropezaba ni una sola vez y avanzaba
sin titubear.

«—Aun cuando caiga una tormenta de nieve —le dijo Iván cuando le entregó el caballo
—, puedes dejar las riendas y cerrar los ojos, que él te llevará allí donde haya
gente.»

Pero las primeras nieves todavía no habían caído. Era una noche cerrada, con
grandes nubarrones. Una clásica noche del mes de octubre. La oscuridad era profunda
y el silencio casi aterrador. El regimiento avanzaba en formación de marcha. El
jefe se había quedado con un par de enlaces y de telefonistas en el último pueblo,
y Uralow debía conducir la tropa hasta que el tendido de las líneas hubiera quedado
listo. Ahora debía cruzar el Desna, establecer una cabeza de puente con el primero
y el segundo batallones y dejar el tercero como reserva a esta orilla del río. En
su batallón solo tenía a un teniente y a Iván, que había sido condenado a diez años
de trabajos forzados por haber matado al capitán de su barco, y que ahora le hacía
de ayudante, y a Nikita, el ladrón, que estaba al frente de una sección, y los dos
se portaban tan bien como cualquier suboficial y sabían mandar a la gente mucho
mejor que bastantes oficiales.

Aunque la sección de Nikita pertenecía al tercer batallón, ahora iba al frente del
regimiento como tropa de choque. El primero y segundo batallones pasaron el puente
tras los hombres de Nikita. El tercer batallón, al frente del cual estaba el
teniente Pokrow, se quedó atrás. Uralow e Iván comenzaron a pasar el puente juntos.
Los cascos de Mohamed retumbaron al chocar contra las piedras del puente. De
pronto, desde los cuatro costados de la tropa, cayó un fuego aterrador. Las balas
silbaron sobre la cabeza de Uralow. Saltó del caballo. Iván cogió al caballo por
las riendas y lo condujo hacia atrás. Los hombres comenzaron a retroceder. Los dos
batallones habían caído en una bolsa.

Todo había ocurrido en tan poco tiempo que no fue posible dar ninguna orden. En el
Estado Mayor del ejército rojo les habían dicho que los alemanes se encontraban a
más de veinte kilómetros del río, y ahora el batallón había sido sorprendido en
formación de marcha. Uralow reunió a la gente junto a un bosque. Del primer
batallón llegaron cincuenta y seis hombres, y del segundo, treinta y siete, y de la
sección de choque, nadie.

Uralow dejó a su gente apostada junto al bosque. Al amanecer contó a los


supervivientes que, aparte de su batallón, sumaban ciento setenta y cuatro hombres.
Con ayuda de los anteojos trató de descubrir las posiciones alemanas. Le pareció
que había pocos soldados enemigos, pero que estaban muy bien armados y tenían
establecida una fuerte cabeza de puente. Nikita, que resultó el único superviviente
de la sección de choque, afirmó que en la otra orilla, de donde había regresado a
nado, había una sección de infantería. Uralow concibió el plan de atravesar el río
a nado y coger a los alemanes por la espalda. En aquel lugar, el Desna tenía una
profundidad de dos metros y medio, de manera que los quince hombres que no sabían
nadar podrían quedarse en calidad de refuerzo con los dos otros batallones en la
retaguardia, junto al bosque.

El plan, sin embargo, no pudo llevarse a cabo. Los soldados se quejaban de la falta
de comida, y el ataque no podía realizarse con solo dar una orden. La segunda noche
la pasó Uralow muy inquieto. De vez en cuando se levantaba y, rondando de un lado a
otro, estuvo escuchando los comentarios que hacía la gente.

—El mando no sirve —decían—. ¿Qué clase de jefe de batallón es este tipo? Durante
siete noches caminamos hacia el frente y durante todo el tiempo se nos da pan negro
y no se nos deja comer ni una mala sopa caliente, y luego se nos lanza de bruces al
enemigo. Cuando un jefe de batallón no sirve se le mete una bala en la cabeza y
asunto concluido. ¿Cómo podemos atravesar el río y acabar con los alemanes? Ellos
forman una compañía y cada uno de aquellos tipos está bien alimentado y mejor
armado, y nosotros en cambio tenemos hambre y hemos perdido la mitad del batallón.
Hasta sus caballos están robustos, y tienen enormes carros de intendencia; lo que
es a mí ya me gustaría ver la cantidad de cosas que hay en ellos…

Durante la segunda noche se emplazó una batería y algunos morteros ligeros. Pero
los artilleros trabajaban de mala gana y muchos de ellos desconocían su oficio.
Uralow persistía en su idea de atrapar a los alemanes por la espalda. Volvió a
agrupar los batallones del regimiento. El teniente Kasakow tomó el mando del
segundo batallón y un oficial recién llegado de la retaguardia se puso al frente
del primero. Sin embargo, su plan no pudo prosperar. Una orden del mando mandaba
que la gente se hiciera fuerte en aquel mismo lugar. Pero a los batallones que
habían quedado en cuadro se les obligó a cubrir un sector demasiado grande. Desde
su cabeza de puente, los alemanes abrieron fuego con sus ametralladoras pesadas y
con sus morteros; pero esta vez no consiguieron hacer grandes bajas. Los trabajos
de fortificación se hicieron con bastante rapidez. Detrás, en el bosque, Uralow se
hizo construir un refugio en el que instaló el puesto de mando y desde el cual
mandó tender los cables del teléfono que llegaban, por un lado, hasta el pueblo, y
por otro hasta los puestos de mando avanzados de los dos batallones. A derecha e
izquierda del sector se establecieron comunicaciones con las tropas vecinas. La
intendencia no llegó y las municiones escaseaban. Los soldados hacían sus servicios
en las trincheras, pero no cesaban de pedir municiones y, sobre todo, comida.

—Nuestra cocina de campaña se ha estropeado y ha quedado atrás —les decía Uralow a


sus hombres.

—Pues danos pastas y tocino y nosotros mismos guisaremos, pues lo único que tenemos
es agua —respondían los soldados.

Algo había ocurrido con la intendencia. «Lo mejor, pensaba Uralow, será que coja a
Mohamed y vaya yo mismo a ver lo que ha podido suceder.» Y así lo hizo. Encontró al
coronel Dorolenko gravemente enfermo. Los dueños de la casa donde se hospedaba
cuidaban de él como si se tratara de un hijo suyo. Una muchacha médico, que después
de un gran bombardeo había huido de Roslawl y se encontraba en el pueblo, también
atendía a Dorolenko. Los batallones no podían esperar ninguna ayuda del coronel.
Uralow telefoneó a la división, pero tampoco consiguió nada. No podía alimentar a
sus soldados con promesas. Así, pues, volvió a montar a caballo y salvó los diez
kilómetros que le separaban de la división. Y no salió de la intendencia hasta
haber conseguido algo para los soldados. Allí no había pastas de sopa, ni pan, así
es que únicamente le proporcionaron arenques, pero le cargaron un carro de ellos.
Le dieron el carro, y como no había ningún caballo no tuvo más remedio que
engancharse a Mohamed. El animal nunca había sido uncido y así que se vio sujeto
comenzó a cocear y estuvo a punto de romper el carro y de echar a rodar el precioso
cargamento. Dos soldados sujetaron a Mohamed por las bridas, y uno de estos, un
curdo, se dio tal maña en manejar al animal que Uralow se lo llevó consigo. El
camino, cubierto de piedras, se hizo interminable y Mohamed, empapado de sudor,
como Uralow y el curdo, estuvo mil veces a punto de romper los estribos y de hacer
volcar el carro. Por fin, sin embargo, llegaron al pueblo y se detuvieron ante la
casa donde descansaba el coronel.

Uralow entró en la habitación de Dorolenko. Al verle, el médico de Roslawl le dijo:

—No hay nada que hacer; hace poco acaba de tener un fuerte vómito de sangre.

¿Qué podía hacer él? En la división no había ningún oficial que pudiera substituir
a Dorolenko. Lo único que se le dijo a Uralow era que ya enviarían a un capitán.
Dorolenko, que ya esperaba una respuesta por el estilo, se volvió cara a la pared y
no quiso saber nada más. Sobre la mesa ardía una lámpara de petróleo. Las ventanas
estaban cubiertas con unas cortinillas. El médico se retiró de la habitación. En el
corredor, los dos telefonistas se estaban dando un atracón de arenques.

Uralow salió de la casa y fue en busca del curdo, que esperaba junto al carro. El
hombre era natural de Thianshan, se llamaba Tschang y apenas hablaba ruso. Tschang
se había pasado el rato hablándole al caballo y parecía haberle convencido de que
todavía debía arrastrar un rato más el carro y que después se le desunciría y se le
dejaría en libertad. El resto del camino se hizo con relativa facilidad. Uralow
había hecho telefonear a su puesto de mando para notificar que traía provisiones
para el tercer batallón. Cuando llegó ante su puesto vio que los enviados para
recoger la comida ya estaban esperándole. Hizo repartir la comida y reservó una
parte para la sección de Iván.

Se había hecho tarde. Exactamente eran las once y media de la noche. Y a esta hora,
exactamente a las once y media de la noche, se inició un violentísimo fuego de
artillería en la otra parte del río. Y sobre las posiciones rusas no solamente
comenzaron a caer obuses del 10,5, sino granadas de todos los calibres. Era
evidente que los alemanes estaban preparando un ataque, y a la media hora de aquel
bombardeo a nadie le cupo la más pequeña duda de que el enemigo se disponía a
cruzar el río.

El coronel Dorolenko llamó desde el pueblo.

—Óigame usted, Uralow, la división todavía no ha enviado al capitán. ¡Venga usted


enseguida, necesito su ayuda!

La situación no aconsejaba abandonar al batallón; pero Uralow no tuvo más remedio


que obedecer; pues se acordó de lo que le había ocurrido en Smolensk y de las malas
consecuencias que se le daban. Así, pues, montó sobre Mohamed y, acompañado de
Tschang, que corría a su lado, se dirigió hacia el pueblo.

Nada había cambiado en el puesto de mando del coronel. Los telefonistas continuaban
en el corredor, la lámpara ardía sobre la mesa y Dorolenko permanecía en cama.
Ahora, sin embargo, tenía peor aspecto que antes. Hacía semanas que esperaba ser
relevado de su puesto y ahora tampoco había venido el sustituto que la división le
acababa de prometer.

—Comunique usted el bombardeo a la división —dijo Dorolenko a Uralow así que este
entró en la habitación.

—Sí, camarada coronel.

La división ya estaba enterada, pues había oído los cañonazos. Uralow pidió permiso
para retirar a los batallones hacia el bosque.

—No —se le contestó—; el regimiento debe continuar cubriendo el sector que se le


asignó. Aguarde usted nuevas órdenes. El capitán que debe sustituir al coronel ya
se encuentra en camino.

—Quédese usted aquí —le rogó Dorolenko—. Ayúdeme usted a continuar mandando el
regimiento. Ordene usted que alguien tome el mando de su batallón.

—Sí, camarada coronel.

Uralow dispuso que el teniente tomara el mando del batallón, y arregló las cosas
para que Iván y Nikita, que tenían gran autoridad sobre los soldados, le ayudaran.

El coronel Dorolenko mantenía la mirada en el techo de la habitación y escuchaba


todos los ruidos de la casa. De vez en cuando sufría un fuerte ataque de tos, que
llenaba a Uralow de zozobra. El tiempo pasó y el capitán no se presentaba. Cada
diez minutos le comunicaban a Uralow un parte del batallón. El fuego de la
artillería no cesaba y desde hacía unos instantes se habían presentado los
«Stukas.» Las bombas comenzaron a caer en el mismo pueblo. Los dueños de la casa —
marido y mujer— entraron en la habitación. Estaban pálidos y no podían disimular su
temblor. La mujer preparó a Uralow una cama con sábanas limpias. Luego se
retiraron. El matrimonio había cavado una profunda trinchera en el huerto en la que
solían refugiarse cuando los bombardeos. El coronel Dorolenko se incorporó. Sus
mejillas estaban encendidas. Respiraba con dificultad. El hundido pecho subía y
bajaba trabajosamente. Daba lástima verle. Uralow estuvo tentado de uncir a Mohamed
a un carro y llevar al coronel a la división. Pero Tschang, que era el único que
hubiera podido hacer el viaje, no estaba por allí.

Iván llamó desde el tercer batallón:

—El teniente acaba de caer. Hemos sufrido muchas bajas. El batallón está sin mando.
Le ruego que nos dé la orden de retirarnos.

—¿Ha oído usted, camarada coronel? ¡Debo incorporarme inmediatamente a mi batallón!

—¡No le permito que se marche!

El coronel comenzó entonces a llorar. Uralow tuvo que tranquilizarle hasta que
Dorolenko pareció haberse quedado dormido. Al cabo de un rato el coronel murmuró en
voz baja algo referente a una casita blanca situada en Guliay-Polje.

Uralow llamó a las posiciones y ordenó a Kasakow que alguien asumiera el mando de
los restos de su batallón y que él se pusiera al frente del tercero.

Unas bombas cayeron en el pueblo y la casa tembló como si se fuera a desplomar.

—¡Por qué no caerá aquí una de estas malditas bombas! —gritó Dorolenko.

Sonaron las cuatro.

El segundo y el tercer batallones no volvieron a comunicar. Llegaron unos soldados


y contaron que los dos batallones acababan de ser aniquilados. Los tanques alemanes
habían irrumpido en las posiciones del regimiento causando una gran mortandad.

El primer batallón tampoco volvió a comunicar.

La artillería alemana hizo avanzar su fuego. Una lluvia de granadas comenzó a caer
en el pueblo y muchas casas se vinieron abajo. Los vidrios de las ventanas saltaron
hechos añicos. En la habitación penetró un surtidor de tierra. Dorolenko trató de
incorporarse, pero volvió a caer sobre el lecho. El coronel tenía el rostro
descompuesto y, en voz baja, dijo a Uralow:
—¡Váyase, se lo ordeno; vuelva a su batallón!

Uralow montó a caballo y se dirigió hacia las posiciones del regimiento. Los restos
de los batallones le salieron al encuentro. El teniente no pudo disimular el alivio
con la vuelta de Uralow, pues la orden de la división continuaba siendo la misma de
antes: no abandonar las posiciones.

—¿Dónde están el primero y el segundo batallones? —preguntó el teniente.

Uralow no quiso agravar la situación y respondió:

—Di la orden de que los dos batallones se retiraran ocho kilómetros hacia el Este y
de que se fortificaran en el bosque hasta la llegada de refuerzos.

Pero la orden no fue cumplida. Los soldados huían desesperados, olvidándose de


protegerse, y las ráfagas de las ametralladoras pesadas alemanas caían sobre ellos.
Los fugitivos llegaron al pueblo, que estaba ardiendo. La casa donde se hospedaba
Dorolenko había desaparecido.

Los alemanes venían persiguiendo a los fugitivos.

Hasta el bosque más próximo había ocho kilómetros. ¿Podrían llegar allí? Bajo las
ruinas de la casa de Dorolenko había muchas municiones y un montón de cintas de
ametralladora. Desde aquel sitio se dominaba la carretera: era un buen lugar para
resistir durante corto tiempo. Al otro lado de la carretera se levantaban las
ruinas de una capilla y a su alrededor había un cementerio.

Sin embargo, ninguno de los soldados obedeció la orden de quedarse. Solo Iván,
Nikita y un par de hombres le hicieron caso. Nikita, que por enésima vez había
salvado la vieja «Maxims», saltó a la trinchera cavada por los antiguos dueños de
la casa. Iván y un par de hombres se apostaron tras las ruinas. Un grupo de
soldados pasó ante ellos y, a toda prisa, cruzó el pueblo en dirección Este.

Uralow trató de que los soldados pudieran cubrir aquellos ocho kilómetros que les
separaban del bosque y abrió fuego contra los alemanes. Luego salió de la
trinchera, se unió a los restos del batallón y comenzó a organizar una nueva línea
de resistencia. Una hora después llegó Iván y dijo que Nikita se había quedado en
la trinchera.

—¡Le he dejado disparando como un condenado y tiene municiones para toda la


eternidad!

La sección de asalto se mantuvo en la cabeza de puente hasta la llegada del


regimiento de Zecke.

«¡Soldados del frente del Este! ¡Hoy comienza la última batalla!»

Mientras el regimiento de Zecke pasaba el puente, la sección de asalto se dirigió


hacia la linde del bosque, donde el fuego de artillería y las bombas de los
«Stukas» habían destrozado las trincheras rusas.

Heydebreck y Feierfeil se instalaron en un refugio abandonado. En el refugio había


una mesa hecha con ramas de abeto y alrededor de ella vieron a tres hombres. Uno
tenía un trozo de arenque en la boca, otro tenía un arenque en la mano y el tercero
miraba con ojos desorbitados hacia la puerta. Los tres estaban muertos. Fuera, en
las trincheras, se amontonaban los cadáveres. Por todas partes se veían montones de
arenques. Durante mucho tiempo Heydebreck no pudo olvidar aquella escena y creyó
que los rusos solo se alimentaban de arenques.
Se volvía a avanzar. Se acababa de arrojar al enemigo de sus posiciones y el frente
estaba otra vez roto. Para entrar en calor no había como moverse. Fueron muy duras
aquellas noches pasadas a cielo raso o bajo un improvisado cobertizo o en aquellas
trincheras de arena. La noche anterior Riederheim había dicho a sus soldados que
escribieran a sus casas pidiendo ropa de invierno. Aquello de pasar un invierno en
Rusia era una perspectiva aterradora. Lo único que podía salvarles era una ofensiva
fulminante y que todo terminara cuanto antes. Los rayos del sol eran cada vez más
débiles y el bosque comenzaba a tener un hermoso tinte dorado.

La sección de asalto salió del bosque, caminó a través de un campo y llegó a la


carretera. Las cunetas estaban llenas de muertos. De vez en cuando, con los brazos
en alto y los uniformes destrozados, se presentaban grupos de combatientes rusos.

El viejo soldado que Heydebreck había visto despiojarse el día de su llegada, dio
su cura de urgencia a un combatiente rojo herido y le ayudó incluso a vendarse;
pero luego, sin ningún escrúpulo, le quitó una pequeña tienda de campaña que el
otro llevaba arrollada.

—Esta última noche he pasado un frío de perros —dijo.

De pronto las vanguardias fueron tiroteadas. Habían entrado en el pueblo y ya


tenían algunas casas tras de sí, pero no podían seguir hacia adelante. Todos los
que intentaron hacerlo cayeron muertos o heridos. La sección de asalto se quedó,
pues, detenida a la entrada del pueblo y tras ella se detuvo toda la compañía. Más
atrás quedaron el primer batallón y el resto del regimiento. El jefe del
regimiento, coronel Zecke, quiso enterarse personalmente de lo que ocurría. Su
unidad no podía entretenerse, pues los regimientos que operaban a su izquierda y
derecha estaban mucho más avanzados que el suyo. Mandó que el coche continuara
hacia adelante, pero al poco rato una ráfaga de ametralladora pasó silbando sobre
su cabeza.

El chófer abandonó el volante y, en compañía del coronel, se arrojó al suelo.

—Ya veo que es imposible avanzar —dijo el coronel.

Zecke miró a su alrededor. La carretera estaba llena de soldados muertos. En el


cementerio había el cadáver de una mujer carbonizada. Todo estaba en silencio.
Cuando alguien trataba de avanzar, la ametralladora disparaba de nuevo. Las casas
ardían, y entre el humo y las llamas era imposible determinar el lugar exacto de la
resistencia enemiga.

—¡Adelante las armas pesadas de infantería! —gritó el coronel.

La sección de asalto colocó unos morteros en posición, y de la batería montada se


trajo una pieza, y las casas de la calle mayor fueron bombardeadas una tras otra.
Pero la situación no varió: el que se atrevía a dar un paso al frente caía muerto o
herido. Cuando todas las casas hubieron sido demolidas se llegó a la conclusión de
que la resistencia se efectuaba desde otro lugar. Seguramente los disparos
procedían de una trinchera oculta en algún huerto. Y así resultó ser. Cuando el
fuego hubo cesado, se descubrió a un soldado de avanzada edad que, oculto en una
trinchera, continuaba agarrado a una vieja ametralladora «Maxims». Junto al soldado
había dos viejos: un hombre y una mujer. El primer sargento Riederheim empujó al
ametrallador y a la pareja de ancianos a un lado y lanzó sobre ellos unas bombas de
mano.

La carretera había quedado libre. El coronel Zecke fue llamado al teléfono. Era el
general que preguntaba la causa de la detención y le advertía que los dos
regimientos que operaban a los flancos del suyo se hallaban mucho más adelante. Y
no solamente era esto, sino que toda la división se encontraba detenida, sin poder
avanzar, por su culpa, pues todo el mundo aguardaba a que sus hombres atravesaran
el pueblo y llegaran hasta el próximo bosque, donde debían desalojar a unas tropas
de caballería.

El sol brillaba en lo alto y a los soldados no les hubiera importado detenerse y


descansar. Entraron en el pueblo y anduvieron entre las ruinas de las casas y entre
los huertos, donde había muchas gallinas muertas. Era aquel un triste espectáculo,
sobre todo para los paisanos que no habían abandonado el pueblo, y que ahora se
verían obligados a dar a las tropas invasoras lo poco que les quedaba.

Casi todos los habitantes del pueblo habían huido y únicamente quedaban unos pocos
hombres y mujeres, que recibieron a los alemanes con caras hoscas. Hacía ya mucho
tiempo que las gentes de los pueblos no salían a recibir a las vanguardias alemanas
con sal y pan, y hacía ya mucho tiempo también que las muchachas no ofrecían leche
y fresas a los soldados.

Heydebreck se acordaba ahora de otras épocas. Había hecho la campaña de Polonia, y


en los pueblos y en las estaciones había visto una multitud de mujeres y niños
mendigando. «Parece que nos hemos propuesto matar de hambre a los polacos y a los
rusos, lo cual, claro está, no deja de ser un método de exterminarlos como otro
cualquiera.» Dio una vuelta por el pueblo y observó el ir y venir de los soldados y
de los paisanos. Vio un viejo de cien años, y no supo determinar si le miraba con
sorna o con tristeza. Heydebreck iba tan enfrascado en sus pensamientos que tardó
un rato en fijarse en lo pobremente que iba calzado y vestido aquel hombre, y hasta
un momento después no se dio cuenta de que junto al viejo caminaba una hermosa
muchacha. La muchacha, que tenía un rostro extraordinariamente hermoso, no parecía
de aquel pueblo. Heydebreck preguntó por ella a una mujer que ejercía de médico y
que había huido de Roslawl a causa de los bombardeos alemanes.

—Los dos son forasteros; han venido de allí —dijo señalando hacia el Norte, y no
quiso dar más detalles.

—Pero aquí, en el pueblo, no había partisanos —contestó Heydebreck.

—Quizá sí —respondió la mujer—. Muchos viven en el bosque y de vez en cuando bajan


al pueblo.

El médico también informó a Heydebreck acerca de aquel viejo matrimonio que


encontraron junto al ametrallador, en la trinchera de un huerto, y que Riederheim
había «abatido en combate», como él decía.

Feierfeil se acercó a ellos.

—Mientras tú vas dando vueltas por aquí, los demás se están hartando. Hoy, por rara
excepción, la comida ha vuelto a ser abundante —dijo Feierfeil.

—No me interesa.

—Nunca aprenderás a vivir.

—Todo no se puede aprender.

—Siempre serás el mismo. Si alguien te pide un cigarrillo, se lo das, y si no


tienes más que uno, le ofreces la mitad. ¿Es que todavía no has observado cómo se
comportan los «viejos»? Los viejos siempre tienen dos cajetillas en el bolsillo:
una llena y una vacía, y cuando alguien les pide un cigarrillo, sacan la cajetilla
vacía.
—Es imposible aprenderlo todo —dijo Heydebreck—. Esta mañana, por ejemplo, aquellos
dos viejos fueron asesinados: esta es la verdad.

—Eran dos francotiradores.

—No; no eran francotiradores, sino pacíficos ciudadanos que se habían refugiado en


aquella trinchera.

—¿Sabes tú cuántos de los nuestros han caído esta mañana? Cincuenta y seis hombres.
Seguramente a estos no los tienes en cuenta.

—Allí, tras las ruinas de la casa, había diecinueve o veinte rusos muertos;
aquellos eran los únicos francotiradores.

—Pero de los nuestros cayeron cincuenta y seis.

—Cuando entramos en el pueblo, el servidor de la ametralladora había dejado de


disparar y estaba indefenso.

—Sí; porque no tenía más municiones.

—Es igual; aquel hombre debía disparar hasta agotar sus municiones. Nosotros
también procedemos así. Cuando Riederheim entro en la trinchera, aquel hombre tenía
derecho a ser considerado como un prisionero de guerra. Riederheim hizo una
tontería y cometió un crimen. ¿No te das cuenta de qué manera nos mira esta gente?
En todas partes no se hacen más que requisas, y a la gente se le quita y se le roba
cuanto se puede. ¿De qué manera pretendemos adueñarnos de este inmenso país, si no
hacemos más que enemistarnos con sus habitantes y soliviantar la población?

Feierfeil continuaba muy preocupado con sus pensamientos cuando, junto a una
fuente, se sentó al lado de Gnotke y Riederheim.

—¡Basta!; no hablemos más sobre el particular: ella debe saber lo que quiere y a
quién quiere.

Con estas palabras terminó Gnotke de hablar con Riederheim acerca de Pauline.
Riederheim había coqueteado con Pauline, pero no quería romper con su amigo. Gnotke
y Feierfeil representaban para él Klein-Stepenitz, la juventud, los caminos que
discurrían por los verdes prados y las correrías junto al río. Aquellos tiempos
habían sido muy cortos, pues en realidad él solo los había vivido durante las
vacaciones, ya que él, como hijo de un tendero que era, cada día debía recorrer a
pie el largo trecho que mediaba entre Klein-Stepenitz y Gollonow para ir a la
escuela. Y aquello era lo peor, pues nunca había tenido tiempo para convivir con
sus camaradas. Gnotke y Feierfeil era lo único que aquí le recordaba a Klein-
Stepenitz, y no quería romper con ellos; sobre todo, no quería enemistarse con
Gnotke.

—Bueno; basta. No hablemos más de ello.

—Así, pues, todo queda como antes.

—Si lo pienso bien, nada queda como estaba; pues cada día es diferente y las cosas
cambian.

—Otra cosa —dijo Riederheim—; se trata de Heydebreck. Espero que me des un informe
acerca de él.

—No tengo que hacer ningún informe.


—¿No te has enterado de lo que anda diciendo por ahí?

—Sí; claro que me he enterado; pero deja al muchacho en paz.

—Muchas veces he tenido que hacer la vista gorda; pero esto de ahora ya es
demasiado. De todos modos, no pienso aguantarlo más tiempo en esta sección.

—Esto es asunto tuyo.

Feierfeil intervino:

—Si Heydebreck es enviado a la compañía, yo me voy con él.

—¿Queréis hacer el favor de terminar de una vez? ¿Somos soldados o qué somos en
realidad?

—Yo, por mi parte, te digo que si quieres enviar a Heydebreck puedes hacerlo cuando
quieras.

—¿Qué dirías si lo hiciera?

—Heydebreck va diciendo idioteces por ahí, eso es cierto, y yo ya le he avisado.

—Entonces…

—Pero aparte de esto es un buen muchacho, que siempre cumple con su deber. Al fin y
al cabo, se parece algo al viejo Peter von Heydebreck, que fue fusilado por
equivocación. Los dos estamos en el batallón desde que salimos de Alemania, y en la
estación de Schlesischen conocí a su familia, que también es de Pomerania. Bueno;
en una palabra… que les prometí cuidarme del muchacho.

En la estación, poco antes de partir el tren, Feierfeil se había despedido de dos


señoras, a una de las cuales Heydebreck llamaba abuelita, y a otra, algo más joven,
tía Jenny. Y Feierfeil prometió a aquellas dos señoras que en todo momento cuidaría
de Heydebreck.

—Bueno; pues entonces cuídate de él, y procura que no vuelva a decir estas
estupideces; de lo contrario tendré que avisarle muy en serio.

Heydebreck preocupaba mucho a Feierfeil. Desde luego, el muchacho estaba


acostumbrado a otra vida. Pero cuando al salir de su casa dejó de ir en coche y
tuvo que dormir en los vagones, hizo como si toda la vida hubiera dormido en
compañía de cuarenta hombres en lugares como aquellos. Y cuando durante la marcha a
través de Polonia unos individuos irrumpieron cierta noche en la cocina de campaña
y a la mañana siguiente faltó carne y todos echaron la culpa a los polacos y les
riñeron e insultaron, él dijo: «¡Esta gente tiene hambre y también necesita comer!
¡Creo que no han cometido ningún crimen!»

Por lo demás, siempre se había comportado bien. Cuando la marcha sobre el Desna se
le llagaron los pies y no podía avanzar con nosotros; cada vez que hacía un alto se
le veía avergonzado como un chiquillo, y hoy carga las municiones, como el primero.
Y en una ocasión, en medio de un temporal de viento y polvo, se quedó mirando las
líneas enemigas y lleno de admiración me dijo: «Fíjate: los rusos se arrastran como
gatos. Y, al fin y al cabo, cada uno de ellos es una persona como tú y yo, y cada
uno de ellos tiene mujer e hijos en su casa.»

Gnotke se quedó pensando en la escena de la trinchera, cuando Riederheim mató a la


pareja de ancianos y al indefenso ametrallador, y dijo:
—Tres personas pueden ser muertas en un instante; pero las consecuencias pueden ser
tan inesperadas como ves. —Bueno; ahora no empieces tú.

—¡Se trata de la justicia o de la injusticia!

—Esta guerra se ha convertido en algo demasiado cruel para que ahora se puedan
formular tales dilemas. Lo único que ahora importa es sobrevivir.

—¡Entonces, permíteme que te diga que estamos en un grave aprieto, porque los rusos
son más que nosotros y necesitan menos que nosotros para sobrevivir!

Junto a un bosque, a ocho kilómetros del pueblo, estaba Uralow con los restos del
regimiento. Desesperadamente trataba de establecer contacto a su derecha e
izquierda y de conseguir comunicación con la retaguardia. Necesitaba municiones y
fusiles. Muchos soldados habían arrojado las armas y solo conservaban la bolsa de
la careta antigás en la que solían guardar unos mendrugos de pan, unas cebollas o
alguna otra cosa que comer. Lo primero que sus soldados le pedían era algo de
comida. Por fin pudo tenderse la línea telefónica y con gran sorpresa suya la
división le ordenó que se retirara otros ocho kilómetros y que esperara la llegada
de refuerzos.

Pero antes de que hubieran alcanzado la nueva línea de resistencia les llegó la
noticia de que aquel sector estaba batido por la caballería alemana y por elementos
de una división de las S.S. Y al poco rato de haberles sido hecha aquella
advertencia se presentó la caballería alemana y los persiguió y dispersó en todas
direcciones. Fueron cogidos por sorpresa y se encontraron indefensos,
desconcertados, sin poder levantar una mano, acuchillados a sablazos y tiroteados a
quemarropa. Si no hubiera sido por el bosque, a través del cual pudieron
escabullirse algunos grupos, los alemanes hubieran terminado con todos ellos.

Llegó la noche, y la oscuridad fue más piadosa que los jinetes alemanes, que no
hacían prisioneros. Se oía el chillar de los heridos y el estertor de los
moribundos. De pronto, se acabó la oscuridad: una lluvia de cohetes luminosos cayó
sobre el bosque y las ramas, los troncos y los hombres se hicieron visibles. Y tras
los cohetes cayeron más bombas. El bosque se llenó de fogonazos. Muertos, heridos,
sangre… Muchos soldados perecieron aplastados por los árboles.

—¡Dame agua!

—¡Mátame!

—¿Dónde estás, Matwejew?

Los gritos de los heridos se fueron quedando atrás. Los supervivientes alcanzaron
un campo abierto. Pero las ráfagas de las ametralladoras enemigas los dispersaron
de nuevo. Por fin, se escondieron en un terreno pantanoso. A la mañana siguiente
Uralow estaba rodeado de veinte hombres.

Aquellos hombres y su caballo Mohamed era todo lo que quedaba del regimiento.
Conducida por su capitán, la pequeña partida se puso en marcha hacia el Este, y
avanzó ciegamente, sin brújula, como movida por un instinto animal. Atrás, el
horizonte estaba iluminado por las llamas de los pueblos incendiados. Solo
caminaban de noche. Durante el día se ocultaban en los pantanos o en la maleza.
Nadie debía ser visto. El cielo estaba lleno de zumbidos de aviones y los aviadores
disparaban incluso sobre los soldados que atrapaban solos. Y los hombres solo
tenían una idea: avanzar hacia el Este.

En realidad, sin embargo, el grupo de Uralow no avanzaba hacia el Este, sino hacia
el Nordeste. Así, atravesó un río y llegó a la autopista Smolensk-Moscú, donde se
unió a una inmensa riada de tropas que se dirigía hacia el Este. ¿Cuántos hombres
formaban aquella gigantesca columna? Imposible calcularlo. Por allí se retiraba la
artillería, los tanques, la infantería, la intendencia, los Estados Mayores… Eran
los restos de ejércitos enteros, de las divisiones 64, 53, 19, 120, 29, 158 y 128,
de la 150 división acorazada, de la 204 división motorizada… Durante el día a veces
se suspendía la marcha y las columnas se ocultaban en los bosques. A los dos días
de haber llegado Uralow a la autopista, un mediodía aparecieron los «Stukas». Eran
unos cincuenta o sesenta, cifra que los alemanes calcularon suficiente en
proporción a los hombres y el material que se arrastraba por la autopista. Heridos,
muertos, gritos, explosiones. Las bombas caían sobre los batallones y los
regimientos. El inmenso ejército abandonó la autopista y se desparramó en desorden
sobre los campos en dirección hacia el bosque. Y los «Stukas» picaban desde lo alto
y continuaban matando caballos, vacas, hombres y todo cuanto se ponía a su
mortífero alcance.

Otra vez fue un objetivo cualquiera y ahora era la autopista de Smolensk a Moscú,
entre el Dniéper y Wjasma, a doscientos kilómetros de Moscú y a veinte de Wjasma,
la penúltima etapa de Napoleón. Los aviones se habían precipitado antes sobre los
astilleros de Rotterdam y de noche, sobre la costa inglesa, y aquí sobre una
autopista atestada de fugitivos que procedían del Schtschara, del Beresina, del
Dniéper y que, casi desarmados y sobrecogidos por el pánico, huían alocados, sin
nadie que les condujera.

Un pequeño movimiento a la palanca de mando. La máquina se inclina de cabeza y la


tierra, con sus bosques, sus malezas y matorrales, sus campos de labranza, sus
hombres y su ganado sube precipitadamente hacia el cielo. Y otro movimiento a la
palanca y un suave apretón al dispositivo de las bombas y el avión se endereza y
asciende zumbando hacia las alturas.

Los «Stukas» bombardean en cadena. Hay tres cadenas: una se precipita a la derecha
de la autopista, otra a la izquierda y otra, la que manda el jefe de la unidad,
sobre la gran faja de asfalto. Los aviones descienden a toda velocidad, haciendo un
ruido sobrecogedor, como el de las trompetas del Juicio Final. Y las máquinas
vuelan y disparan sobre camiones, caballos, vacas, hombres, y en el suelo se
produce un caos indescriptible. Las bombas caen sin cesar y por todas partes se
levantan gruesas columnas de humo y tierra.

¡La palanca de mando! ¡Arriba, arriba!

¡Pero la máquina no se endereza!

La palanca no funcionó, y el avión, que iba a cuatrocientos kilómetros por hora,


pasó sobre el caos de la autopista y fue perdiendo altura. Los hombres y los
camiones se fueron haciendo mayores. Suciedad, sangre, gritos y el rostro alocado
de unas criaturas llenas de pánico. Unos disparos dieron en las alas. Música de
órgano, monjes, misa de difuntos en Valladolid. Niños muertos en camisa de dormir.
Conchita en camisa de dormir… Amén, amén. Conchita, la casa junto al Havel,
Solowjaw, las balsa del Dniéper, el viejo Scheele en Hamburgo (cuando comenzaron a
producirse grandes bajas se acordó en Schelle), secciones tiroteadas en Jarzewo,
Bruja en el campo de Krubki… Todo se ocultó bajo un inmenso manto negro.

Pero Scheuben todavía vivía. Su mano se agarraba a la palanca de mando. El avión


resbaló hacia el suelo y, como una gigantesca guadaña, rebañó una columna de
hombres y camiones y dejó tras sí una estela de sangre, ruinas, muertos y heridos.

El órgano dejó de sonar. El «Stuka» no hacía más ruido.

De pronto, se produjo un gran griterío. Palabras pronunciadas en un idioma


extranjero. Olor a heridos y a sudor. Caras hoscas. Manos sucias. El ametrallador
de popa fue sacado del avión, estrangulado y despedazado. El observador fue
acribillado a balazos. Ahora le tocaba a Scheuben. Levantó la tapa de la cabina,
alzó la cabeza y miró al cielo, que desde hacía semanas estaba cubierto de nubes
que flotaban a unos doscientos metros de altura. Miró las nubes y aguardó el final.
Frente a él llovían golpes y latigazos; pero Scheuben no se daba cuenta de nada.
Los soldados eran apaleados y abofeteados sin piedad. Insultos, blasfemias. Unos
oficiales con la franja colorada en los pantalones arrancaron del avión a la
víctima de los soldados.

Scheuben fue conducido en calidad de prisionero.

Se encontró en un suntuoso coche. Se le registraron los bolsillos y se le quitó la


documentación y las armas. La portezuela del coche se abrió y se halló en el centro
mismo del caos.

«¡Ha llegado tu hora, Scheuben! ¿Cuántas tropas tiene tu rey? Contesta como el
héroe: ¡Ve y cuéntalas tú mismo!»

Frente a él, junto a una mesa, hay unos hombres sentados. En el cuello de la
guerrera de uno de ellos están bordadas las insignias de mariscal. El mariscal
tiene una gran sotabarba y unas manos gordas y blancas. El mariscal no formula
ninguna pregunta. Se lo ha pensado mejor, y permanece callado. ¿Qué le podría decir
este prisionero? Treinta y cinco divisiones de primera clase habían roto la línea
de defensa del Dniéper, y protegían los pueblos y ciudades recién conquistados con
gigantescas alambradas, y vadeaban y cruzaban todos los ríos, y no se detenían ante
nada ni nadie, y atacaban en varias direcciones a un mismo tiempo, y ahora
apuntaban directamente hacia Moscú. Y las divisiones no podían ser detenidas. En
aquellos momentos ya no había rastro de una resistencia organizada y los caminos,
los campos y los bosques estaban sembrados de muertos y de desechos del Ejército
Rojo. Y el mariscal de aquellos ejércitos ya no era mariscal, sino alguien que
estaba a punto de terminar su cometido.

El mariscal, cuyo cabello estaba cortado al rape, como el de los soldados rasos,
miró a Scheuben a través de sus ojos entornados. ¿Soñaba en la hora en que se puso
en marcha?

En las calles que desembocan en la Plaza Roja están formados, dispuestos para el
desfile, los diez mil soldados de la guarnición de Moscú. El comisario del pueblo
para la guerra, mariscal de la Unión Soviética, Timoschenko, monta, ante las
puertas del Kremlin, sobre un hermoso caballo blanco, de pura raza árabe.
Timoschenko aguarda en la tribuna que hay junto al mausoleo de Lenin, y en la que
se hallan reunidos todos los personajes del Politburó y los embajadores y
representaciones diplomáticas de los países amigos, a que le hagan la señal para
comenzar el desfile. Timoschenko y el mariscal Woroschilow, que acaba de llegar
desde el fondo de la plaza, son las dos únicas figuras que se mueven entre aquella
inmensa multitud petrificada.

Las pisadas del caballo de Woroschilow y el eco que de ellas devuelven las murallas
del Kremlin es lo único que se oye en aquel impresionante silencio. El mariscal
Woroschilow da la novedad al mariscal Timoschenko. El mariscal Timoschenko
descabalga, sube las escaleras del mausoleo y, a su vez, da la novedad al
Politburó, que se halla en la tribuna.

—«El invencible Ejército Rojo, listo para el desfile.»

¿Ocurrió aquello el primero de mayo de aquel año?… ¿Qué era la realidad? ¿El
desfile en la Plaza Roja, o lo que ahora estaba ocurriendo en la autopista? ¿Cuál
de las dos cosas era una pesadilla: el ejército uniformado en la Plaza Roja de
Moscú, o aquel desecho que ahora se arrastraba a pocos pasos de él?
«Esto no es una derrota; es el final del caos que va a estrellarse contra las
murallas del Kremlin.»

El mariscal no quiso oír ninguna declaración. Hizo un imperceptible movimiento con


la mano derecha, que tenía apoyada sobre la mesa, y todo terminó.

Una puerta se abrió y el prisionero fue conducido afuera. Los camiones continuaban
pasando por la carretera. Scheuben recibió un empujón y cayó de bruces sobre la
autopista Wjasma-Borodino-Moscú. Ningún coche se detuvo. Y sobre él pasaron los
hombres, las patas y las ruedas que se dirigían hacia Wjasma.

El capitán Uralow llegó a Wjasma. Su pequeño grupo todavía había disminuido más.
Uralow miró a su alrededor en busca de una línea de defensa a la que sumarse con
sus hombres, pues si alguien le tomaba por desertor corría el riesgo inminente de
que le metieran una bala en la cabeza…

Las calles estaban desiertas y las ventanas, cerradas. De pronto, tropezó con unos
muchachos de mediana edad.

—Towarischtsch capitán, ¿tiene usted un momento?

—¡Toda una eternidad! ¿Qué queréis?

—¡Enséñenos a tirar las bombas de mano!

Uralow se apeó del caballo y, acompañado de los cuatro muchachos, se dirigió hacia
un lado de la calle. Sacó un par de bombas y dijo a los muchachos:

—Tened cuidado: cuando hayáis sacado el seguro, arrojad la bomba.

Las bombas estallaron contra una pared.

—¿Qué os proponéis hacer?

—Cuando los alemanes hayan entrado en la ciudad y estén durmiendo en las casas les
arrojaremos bombas de mano por las ventanas.

Uralow se fue en busca del jefe de la plaza. Encontró a un grupo de milicianos que
estaban cavando una trinchera en medio de la calle. Aquellos individuos habían
pertenecido a la policía de seguridad y los mandaba un sargento.

—Salud, camarada, ¿qué haces aquí?

—Tenemos orden de establecer una línea de resistencia.

—Pero ¿dónde están nuestras tropas?

—El jefe de la plaza se ha marchado y ya no quedan tropas en la ciudad. Pero aquí


está la Pravda, la acaban de arrojar unos aviones. Es la del 7 de octubre.

Uralow echó una ojeada a la primera página y leyó:

«Después de haber sostenido una heroica lucha, nuestras tropas se han retirado de
la ciudad de Wjasma.»

—¿Qué significa esto?

—Aquí no se ha combatido, ni hemos visto tropa ninguna.


Uralow y el sargento se miraron y ninguno de los dos dijo nada.

«¡La Pravda miente!»

La Pravda mentía. ¡Era algo increíble! Uralow todavía creía poder encontrar al jefe
de la plaza. Preguntó a una vieja cuál era la casa del comandante en jefe y la
abuelita le acompañó a través de una calle desierta. «Aquí es», dijo señalando
hacia un edificio cuyas ventanas estaban cerradas. En la puerta había un letrero
que ponía: «El jefe de la plaza se ha trasladado a Gschatsk. Todos los soldados que
lleguen a Wjasma deben presentarse en Gschatsk.»

Así, pues, había que continuar hacia Gschatsk, que distaba unos sesenta kilómetros.
El pequeño grupo era cada vez más reducido. Algunos de sus hombres se habían
quedado en la ciudad e iban de puerta en puerta mendigando un poco de agua y unos
mendrugos de pan. Únicamente Iván de Arcángel y Tschang de Thianshin acompañaban a
Uralow.

Cayó la primera nevada. La nieve doblaba las ramas de los árboles, algunas de las
cuales, las más bajas, se inclinaban hasta el suelo. Al día siguiente volvió a
nevar. Los caminos quedaron intransitables. Mohamed, el caballito, no era un tanque
alemán y avanzaban hundiendo sus patas en la nieve y volviéndolas a sacar con gran
esfuerzo. Así, escoltado, a su izquierda, por Tschang, y a su derecha por Iván,
cabalgó Uralow hacia Gschatsk. Había llovido y los palos del telégrafo se espejaban
en los grandes charcos. Apareció la torre de la iglesia.

En Gschatsk no todas las ventanas estaban cerradas.

—¡Querida, tendrías que ver a este jinete!

—He visto ya muchos jinetes, ¡demasiados!

Era cierto… Desde Bialystok a Smolensk y desde Smolensk a Gschatsk había visto
pasar muchos camiones y muchos jinetes y muchos soldados que marchaban a pie. Y
ahora era agradable permanecer en cama y no ver nada más que el edredón.

Anna Pawlowna había llegado a aquella casa de Gschatsk. Junto a Anna, tumbada en un
diván, estaba su amiga Nina Michailowna. Únicamente querían descansar unas horas
para poder continuar la marcha al día siguiente. Nina Michailowna se acordaba del
mareo que había sufrido mientras trabajaba en las fortificaciones de Smolensk, y
ahora sabía que se encontraba en el cuarto mes.

—Mira este caballito: ¡qué cansado está!, y el hombre tiene la blusa chorreando —
dijo Anna Pawlowna—. Viste un uniforme de verano, y, como él, en un estado tan
lastimoso… Así está nuestro ejército.

Cansado y calado por la lluvia, sin embargo el jinete se mantiene tieso en su


cabalgadura. La patrulla le ha detenido. Los soldados le mandan bajar del caballo,
pero él se niega a descabalgar. Seguramente estará condecorado con alguna Orden.

Hizo una pausa y luego, precipitadamente, dijo:

—Ahora ha silbado uno…

Nina Michailowna oyó el chasquido de un látigo. Pero estaba muy cansada y cerró los
ojos.

Uralow fue detenido por una patrulla de la NKVD. Los miembros de la patrulla iban
muy bien vestidos y ya llevaban capotes de invierno, con cuellos de piel. Le
mandaron apearse. Pero él no quiso. En su blusa llevaba las insignias de la Orden
de la Estrella Roja y de Lenin.

Un soldado silbó en demanda de ayuda. Se acercó un sargento. Pero tampoco el


sargento consiguió que Uralow descabalgara y no tuvo más remedio que respetar las
condecoraciones del jinete.

Así, pues, cogió al caballo por las riendas y se dirigió hacia el puesto de mando
de la sección de la NKVD. Tras Uralow marcharon, escoltados por los soldados de la
patrulla, Tschang e Iván.

Se detuvieron ante una casa de dos pisos, a cuya entrada se paseaban unos
centinelas. Uralow desmontó. Un soldado cogió las riendas de Mohamed. Iván y
Tschang fueron conducidos hacia adelante. El sargento hizo entrar a Uralow en la
casa.

En la entrada, tras una mesa, había un coronel.

—¡Entregue usted sus armas!

Uralow dejó su pistola sobre la mesa. Era una pistola rusa. Pero en su bolsillo se
guardó otra, que era alemana.

—¿Lleva usted más armas?

—¡No!

—Dawai; ¡al primer piso!

El corredor estaba lleno de soldados, entre los que había muchos oficiales. Uralow
vio a un coronel, a un teniente, a un primer teniente, a un teniente coronel. Los
juicios eran sumarísimos y se despachaban en un santiamén. De todos modos, Uralow
tuvo que esperar tres horas hasta que le tocó su turno. Se le condujo a una
estancia y apenas hubo entrado en ella un coronel le preguntó:

—¿A qué unidad pertenece?

—A la quinta división blindada.

—¿Dónde está su regimiento?

—¡No lo sé! Mi regimiento ha sido aniquilado. La última vez que combatí estuve, con
otras tropas, en el frente del Desna.

El coronel escribió algo en una hoja.

—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó Uralow.

—¡Ya se le comunicará!

Fue sacado de la estancia y durante mucho rato estuvo aguardando en el corredor,


donde se encontraban unos cincuenta oficiales. Escoltados por miembros de la NKVD,
los oficiales fueron conducidos al piso bajo y empujados a un gran patio donde
debía haber unos ocho mil soldados, entre los que se veían muchos oficiales.

«Nos han quitado los armas —pensó Uralow—, y algo va a suceder ahora. Es posible
que nos fusilen a todos aquí mismo.»

Uralow miró hada lo alto de las paredes para ver si había alguna ametralladora
dispuesta. Un joven teniente que estaba sentado sobre unas maderas y que reparó en
la mirada de Uralow se levantó y le ofreció su sitio. El suelo estaba lleno de
barro y Uralow se sintió tan cansado y deprimido que aceptó el ofrecimiento y dio
las gracias al joven oficial.

—¿Qué piensa usted, mi capitán? —le preguntó el teniente al cabo de un rato.

—Hay muchas cosas sobre las que pensar.

Uralow tenía hambre y su blusa continuaba empapada; pero no era esto lo que le
preocupaba, sino sus pensamientos. Hasta entonces no había tenido tiempo de
reflexionar y ahora, sentado sobre aquellas maderas, en aquel patio, sí podía
hacerlo. Narischkin, aquel gran jefe… cuya muerte bien podía haber sido el
principio de muchas cosas. ¡Qué bien se había comportado siempre! ¡Siempre se
sintió obligado a ser el jefe de sus soldados y el jefe de la intendencia! Y a
pesar de los trabajos propios de su cargo, en todo momento se preocupó de que los
soldados tuvieran municiones, comida y ropa. Fue en la prisión de Solowjowo, cuando
fue detenido por la NKVD, que Uralow comenzó a pensar sobre muchas cosas acerca de
las cuales nunca había reflexionado. Pero allí, en Solowjowo, al fin y al cabo, no
se cometió una injusticia; pues en aquellas circunstancias era preciso que alguien
estuviera alerta, y esa era la obligación de la NKVD. Aquí, sin embargo, era
distinto, y todo aquello ya no tenía nada que ver con estar alerta.

—Hemos combatido y hemos resistido cuanto hemos podido, y cuando ya no pudimos


resistir más nos vimos obligados a retirarnos… Pero esto de ahora…

—¡Nos tratan como si fuéramos un rebaño!

—Nitschewo. ¡No se desanime usted! —le dijo el teniente.

Uralow se levantó. Sus pies se habían quedado sin sensibilidad y su capote se había
quedado en el Bobr, cuando la primera batalla de la guerra.

El teniente tenía una botella con medio litro de vodka.

—Beba usted un trago, mi capitán.

—Hace tiempo que no duermo y más todavía que no pruebo bocado —le contestó Uralow,
como para justificar su lastimoso estado. Y luego, cogió la botella y bebió un gran
trago de vodka.

El teniente se llamaba Skrül y acababa de salir de la escuela de Minsk. Había


servido como observador artillero en Dorogobusch. Al ser roto el frente por los
alemanes y convertirse la segunda línea en línea de fuego combatió como todos los
demás. No había caminado tanto como Uralow, pues únicamente se había retirado de
Dorogobusch hasta Gschatsk.

—Aquello no fue una retirada, sino una desbandada como no se ha conocido en la


historia —le dijo aquel joven de veintidós años que parecía tener ideas muy
concretas sobre las cosas acerca de las cuales no se podía hablar. Aquel gran patio
en el que se había encerrado a diez mil soldados era un corral. ¿Y no era todo el
país como aquel patio? ¿Y quién ha querido que así fuera? ¿Quién era el responsable
de todo aquello? ¿Quiénes eran los boyeros del ganado? No era preciso esforzarse en
buscarlos. Aquellos soldados de la NKVD que les vigilaban siempre habían tenido
comida abundante y habían llevado buenos uniformes que les protegían contra el frío
y la lluvia. ¿Y quién era el jefe del rebaño? ¿Quién era el que pegaba a todo aquel
que se atrevía a abrir la boca? ¿Quién se había erigido en responsable de todo y
ahora debía cargar con la responsabilidad de la derrota? ¿Quién, con sus mentiras,
había cubierto al pueblo de harapos y piojos? Sí; aquello era afrontar la realidad
de las cosas.

Uralow, el más fiel entre los fieles comunistas, llegó a formularse aquellas
preguntas. Por primera vez en su vida se recogió sobre sí mismo y buscó en el fondo
de su ser un poco de calor que pudiera reconfortarle en aquella amarga situación.
Una cabeza de caballo sobre la que acababa de pasar un camión. Aquello lo había
pintado Sacha. Sacha, por lo demás, no valía gran cosa, y muchas veces había sido
atrapado al robar. Pero aquella cabeza de caballo que él pintó con un trozo de
carbón sobre un basto papel le había quedado muy bien. Sacha está ahora muerto y la
cabeza de caballo se ha perdido. Pero ahora, aquí, en Gschatsk, durante la noche,
uno piensa en aquella cabeza de caballo y comprende muchas cosas de su propia vida
y de la vida del pueblo ruso. Una vez, estando lloviendo, Sacha se pasó el día tras
el ventanuco de una granja en la que se habían refugiado y desde allí, sin moverse,
embargado por una extraña felicidad, durante muchas horas, estuvo contemplando los
campos. Y recordaba que estando en Taschkent, Sacha le hizo abrir los ojos
mostrándole lo que las gentes hacían para vivir, y le obligó a fijarse en las casas
y en los patios y en las cercas, y a él le pareció que cada puerta y cada arco y
cada cabaña cobraba un sentido nuevo, inédito para él. Así era Sacha. Para algunas
cosas, sin embargo, siempre fue desmañado, y una vez, yendo con él hacia Batum, se
cayó del techo del Orient-Express y se estrelló contra las vías. Desde lo más
profundo de su ser le ascendió la imagen de un viejo campesino ruso. El campesino
llevaba largas barbas y le miraba con sus ojos castaños. Nunca más le habían mirado
a él de aquella manera. ¿Era posible que aquel hombre fuera su padre? ¿Qué
recuerdos dormían en él? Por aquel entonces apenas si tendría cuatro años. El
rostro volvió a desaparecer. Tampoco se acordaba ahora de las facciones de Nina,
cuyos rasgos le parecía ver como a través del agua.

Sus vecinos se levantaron. El suelo estaba enlodado. El teniente Skrül le volvió a


ofrecer el asiento. También Skrül tenía grandes ojos castaños que brillaban en su
joven rostro sin arrugas. Iván y Tschang le salieron al encuentro.

Un oficial de la NKVD subió a la torre de vigilancia y se colocó junto al


centinela. Algo se preparaba.

—¡Atención, atención! —gritó el oficial—. ¡Alinearse de a cinco! ¡Alinearse, sin


distinciones de rango, soldados y oficiales, en una columna!

Los hombres se levantaron y se alinearon.

—¡De frente, mar…!

La puerta se abrió y la columna salió a la carretera, que estaba encharcada, pasó


ante unas casas envueltas en la oscuridad y anduvo unos tres kilómetros hasta
llegar a un bosque. En el bosque había trincheras y refugios. Se veía que poco
antes había habido tropas. Cada veinte hombres ocuparon un refugio. Desde luego, no
había mantas, pero con las ramas de abetos esparcidas por el suelo podían entrar en
calor. El teniente se quedó junto a Uralow, y Tschang e Iván, también.

—Tengo el presentimiento de que aquí vamos a formar una unidad —dijo Uralow a
Skrül.

—Sí, así parece.

—Pero yo no quiero formar en una unidad de desconocidos, y menos tener un puesto de


responsabilidad.

—No creo que salga nada bueno de todo esto.

—Lo mejor será que durmamos.


Los dos se tumbaron y al cabo de poco rato se durmieron. Al día siguiente se
levantaron muy temprano con la intención de ir al refugio donde estaba el puesto de
mando. Entonces, se repartió comida: cada hombre recibió tres patatas, pero como no
había cocina de campaña cada cual se las tuvo que cocer según sus propios medios.

En el refugio del mando había un comandante.

—Perdone usted; me siento enfermo; esta noche he tenido fiebre —dijo Uralow al
comandante—. Por esto no me he presentado a la hora debida. El teniente, mi
compañero, me ha estado cuidando.

—¡Esto es lo que le debió ocurrir a usted en su antigua unidad! Bueno; pronto le


enseñaremos lo que es combatir en serio. Uralow hizo todo lo posible para
contenerse y no responder.

—Lo único que puedo hacer por usted es destinarlo a la reserva —continuó el
comandante.

A Uralow le pareció muy bien, pues precisamente era aquello lo que deseaba.

El día transcurrió sin ninguna novedad. Al anochecer, después de que todos los
oficiales se hubieron vuelto a presentar al mando, el regimiento se puso en marcha.
Salieron a una explanada, donde los soldados formaron un gran semicírculo. Ante
ellos había un foso recién cavado. Un profundo silencio planeó entre las filas. El
jefe de la escolta compareció con tres individuos. Aquellos hombres iban descalzos,
en calzoncillos y con las manos atadas a la espalda. El jefe de la escolta los
acompañó hasta el borde de la fosa. Se acercaron doce miembros de la NKVD armados
con pistolas ametralladoras. Luego vinieron dos jefes de la NKVD. Uno de ellos
traía un papel en la mano y leyó:

«En nombre de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El teniente tanquista


Iljin, que desertó del campo de batalla y abandonó a sus gentes, ha sido condenado
a muerte. Su familia será deportada a Siberia».

El segundo reo era un capitán de infantería, también condenado a muerte.

El tercero era un comandante de artillería condenado a la misma pena que sus


compañeros.

—¡Dios mío! —murmuró Skrül—. ¡Es Koslow!

Koslow había estado combatiendo con él en Dorogobusch, y cuando el ataque alemán


irrumpió a través del frente y llegó a la segunda línea, donde ellos estaban,
Koslow, que se había quedado sin soldados, hizo de artillero y estuvo disparando su
pieza a cero.

Skrül hubiera querido marcharse de allí e ir en busca de testigos que pudieran


salvar a Koslow; pero la disciplina le impedía moverse del sitio. La sentencia ya
había sido leída. De pronto, Koslow, que tenía las manos atadas a la espalda, hizo
un movimiento imprevisto, se agachó y echó a correr hacia la maleza. Los del
pelotón dispararon sus armas, pero Koslow pudo llegar al bosque. Un instante
después, sin embargo, le atraparon y le condujeron hacia atrás. Mientras tanto, los
otros sentenciados a muerte se tuvieron que arrodillar en la fosa y aguardar a que
todo aquello terminara. Koslow fue colocado junto a sus compañeros. Sonó una
descarga. Luego el enviado especial de la NKVD se acercó a los reos y, uno a uno,
los acabó de rematar disparándoles el tiro de gracia.

Uralow no quiso ver nada de todo aquello y mantuvo la vista apartada del lugar de
las ejecuciones. Luego, terminadas estas, se volvió hacia su amigo, el teniente
Skrül, y vio que en un momento había envejecido.

—¡Si todo el ejército deserta y le deja solo ya veremos lo que hará! —le dijo Skrül
cuando la columna volvió a ponerse en marcha—. ¡Ninguno de estos hombres era
culpable, y de la misma manera nos hubieran podido fusilar a cualquiera de
nosotros! ¿Cómo es posible que nos asesinemos unos a otros?

La columna avanzó hacia Borodino y anduvo toda la noche. A la mañana siguiente, al


desembocar en una gran llanura, encontraron grupos de tropa regular. Uralow dijo a
su amigo que posiblemente allí tendría lugar una batalla. El capitán volvió a tomar
el mando de un batallón, y a él le pareció que este era su destino. El primer
teniente de aquella unidad acababa de desaparecer, y Uralow se hizo cargo de la
gente. Iván, Tschang y Skrül se quedaron con él. La primera pregunta de los
soldados fue esta:

—¿Hay algo de comer?

Bueno, pero aquello no era nada nuevo. Siempre se empezaba de la misma manera.

No había fusiles. Uralow telefoneó a la división y pidió armas, municiones y


comida. Al anochecer llegó un camión y trajo armas y municiones; pero un cuarenta
por ciento del batallón se quedó sin fusiles. Si hubiera tenido a Mohamed hubiese
ido a la división, pero como le habían quitado el caballo se tuvo que quedar allí.
Decidió inspeccionar el campamento. Iván y Tschang le acompañaron. Llegaron a un
pequeño koljoz, una granja en la que había algunas vacas. Iván y Tschang cogieron
una vaca. Uralow entró en la casa y fue al encuentro de una mujer, que era la
responsable del koljoz. Uralow extendió un recibo según el cual había recibido
doscientas ochenta y ocho libras de carne del koljoz Kirow. La mujer se mostró muy
poco amable, pero acabó cogiendo el recibo, y los tres se fueron con la vaca y
volvieron al batallón. La vaca fue muerta a disparos y descuartizada con las
bayonetas. Y cada sección recibió su ración de carne.

Al día siguiente se presentó un enviado de la NKVD.

—¿Es usted miembro del Soviet Supremo? —preguntó el sujeto.

—¡No! ¡Claro que no!

—Entonces, ¿quién le ha dado permiso a usted para apoderarse de una vaca?

—Nadie me ha dado permiso para ello —repuso Uralow—. Pero más vale que la vaca la
haya cogido yo a que mañana los alemanes se puedan llevar todas las vacas que hay
por ahí. ¿Cómo quiere usted que mi gente defienda el pueblo si no tiene nada que
comer?

El enviado de la NKVD redactó un informe, que hizo firmar a Uralow.

—Ya tendrá usted noticias nuestras —dijo, al marcharse.

Y aquello había de ser lo último que el Gobierno soviético dijera a Uralow.

En su sector reinaba la más completa tranquilidad.

Al sur de Borodino y unos kilómetros más allá de la autopista había algunas


unidades de infantería de la división acorazada. Y todo aquel conjunto de fuerzas
formaba la «segunda línea». Los tanques y las fuerzas motorizadas estaban un poco
más adelante, en la «primera línea».

En un bosquecillo vecino se habían emplazado unas baterías de artillería pesada. De


vez en cuando, muy de tarde en tarde, caía un obús entre los árboles.

La cosa empezó en el bosquecillo, donde estaban las baterías pesadas. Diez aviones
aparecieron sobre los árboles y dejaron caer una tremenda carga de bombas. Ninguno
de los ciento veinte artilleros pudo escapar de aquel bombardeo en el que cada
metro cuadrado de tierra fue removido de una manera feroz. Al mismo tiempo, los
«Stukas» bombardearon Borodino y la artillería comenzó a disparar sobre la
autopista. El cielo se tiñó de rojo. Cuando al cabo de una hora cesó el fuego del
ala izquierda y todo volvió a quedar en silencio, pareció haber ocurrido algo
decisivo. Un oficial llegado de la retaguardia comunicó a Uralow que los alemanes
habían roto el frente por el sector defendido por la «División Proletaria». El
silencio que se produjo al sur de Borodino tampoco presagiaba nada bueno. Y al poco
tiempo, Uralow se enteró de que también allí los alemanes habían conseguido abrir
una gran brecha por la que se dirigían hacia Moschaisk. Las fuerzas de aquel sector
que habían quedado en la «primera línea» comenzaron a retirarse. Al amanecer se
presentaron los primeros grupos de fugitivos. Eran tropas de infantería que
retrocedían a todo correr, dejando tras ellas a los muertos y heridos. Los hombres
corrían alocados y las ametralladoras alemanas, que les disparaban por la espalda,
causaban una gran mortandad entre ellos.

El batallón de Uralow no había sufrido ni una sola baja, pero abandonó las
posiciones. Toda la «segunda línea» se desmoronó en un instante. Y, como una
avalancha, la tropa se dispersó hacia el Este.

Skrül, Iván, Tschang y una docena de hombres se quedaron junto a Uralow. El grupo
decidió esconderse en el bosque. Los hombres quemaron unas ramas, apagaron el
fuego, esparcieron luego las cenizas y se tumbaron sobre ellas, dispuestos a pasar
la noche en aquel escondrijo.

Los alemanes, que también por allí consiguieron romper el frente, pasaron a poca
distancia de ellos y los dejaron atrás. ¿Qué debían hacer? ¿Romper las líneas
alemanas y volver con los suyos? No; aquello ya no lo volverían a hacer. No
volverían a Gschatsk. ¿Entregarse prisioneros? ¡Tampoco! Entre los alemanes también
había comisarios y ya estaban hartos de ellos, y además se decía que los alemanes
ahorcaban a todos los oficiales. ¿Qué podían, pues, hacer? Nadie sabía qué
responder.

—Quedémonos un par de días en el bosque y pensemos mientras tanto en lo que más


conviene hacer —dijo, por fin, Uralow.

Nevaba. Una noche cayeron cinco centímetros de nieve, y a la siguiente, diez. Luego
llovió y la nieve se fundió. Nieve, lluvia, sol moribundo. Todos los árboles de los
bosques se tiñeron de un color dorado. Nieve, lluvia, viento del Oeste, y el cielo,
sobre Moscú, se mantenía oscuro y encapotado.

Noches frías; soldados apiñados en los cuarteles. Por las mañanas, los motores
debían ser calentados. Las carreteras estaban llenas de columnas de soldados de
todas las armas, y los puentes, atestados de tropa y carruajes. Los atascos se
solucionaban con dificultad; después las columnas volvían a ponerse en marcha. Casi
todas las vanguardias de las columnas eran atacadas y los camiones y los tanques
volvían a pararse. Luego, al cabo de un rato o de unas horas, se continuaba hacia
delante, en busca del enemigo, hacia el frente. Ejércitos enteros —los restos de
todos los ejércitos que habían operado entre Smolensk y Moscú— habían sido
cercados. Cien mil, doscientos mil… hombres, caballos, camiones y tanques, nadie
los había contado, cayeron en la gigantesca bolsa de Wjasma.
Era al Sur de aquella bolsa.

Una compañía marchaba al frente. Los hombres caminaban a través del barro. Los
camiones patinaban y avanzaban, por un atajo, con gran dificultad. A la izquierda
había un pueblecito no defendido por el enemigo, y frente a la tropa, un
bosquecillo.

A última hora de la tarde el campo quedó cubierto de nieve. El jefe de la sección,


Vilshofen, y su ayudante, se destacaron, entre la nieve y el barro, en el tanque de
mando, que no iba armado de ningún cañón. Sobre el bosque, un aviador lanzó un
cohete luminoso.

Se hizo una luz violeta. ¡Atención: tanques!

Unos disparos. De momento no se sabía si eran cañones antitanques o tanques.

El jefe de la sección continuó avanzando. Seguramente buscaba un camino que


condujera a través de aquel campo nevado. A su derecha e izquierda —y esto lo
observó el jefe de la compañía que había quedado atrás— estallaron unas minas. La
cadena del tanque fue alcanzada por una de las minas, y el tanque se detuvo. La
compañía hizo fuego contra el antitanque ruso y lo redujo al silencio. Un tanque
alemán fue destruido.

Las otras dos compañías habían quedado tras el gran lodazal. La compañía de
vanguardia estaba ya en las afueras del pueblo. En el pueblo y junto al bosque todo
quedó en silencio.

De pronto, sin embargo, sucedió algo.

Desde los bosques, del pueblo y de todas partes, centenares de rusos corrieron, con
los brazos levantados, hacia los tanques.

Al principio se acercaron tímidamente, y luego, al ver que los alemanes no


disparaban, fueron mostrando más confianza, se sonrieron y algunos incluso les
ofrecieron presentes: un cortaplumas, un paquete de mazorcas, etc. Un comisario dio
su cartera de documentos y un comandante, su cartera de mapas.

Fueron llegando más y se reunieron mil, dos mil hombres. Los soldados fueron
congregados en un sitio, alrededor del cual formaron los tanques.

Oscurecía y la compañía necesitaba encontrar un refugio. El jefe de la compañía


envió a un teniente, acompañado del ametrallador y el telegrafista, al pueblo. Al
cabo de poco rato los hombres volvieron y notificaron que alguien había hecho fuego
sobre ellos a la entrada del pueblo. El teniente y los dos hombres llegaron
acompañados de trece rusos que acababan de pasarse.

Cada vez se iban presentando, procedentes del pueblo y de los bosques, más soldados
rusos. Pasaban de cinco mil los hombres que se apretujaban ante los tanques, y
todavía continuaba la procesión de prófugos. Los tanques maniobraron y se situaron
en sendas posiciones estratégicas. Llegó la noche y los rusos continuaron inmóviles
ante los tanques. Diez mil hombres se habían presentado a una sola compañía. Los
tanques encendieron sus focos e iluminaron la escena.

La compañía había tomado sus precauciones; pero nadie esperaba que los rusos
pudieran darles una sorpresa. Allí, en la oscuridad, los soldados rusos permanecían
tumbados, rendidos de tanto pelear. Algunos alemanes se preguntaban por el destino
de aquellos hombres cansados. ¿Qué hace el Alto Mando con tantas personas? ¿Dónde
se las mete y cómo se las alimenta? ¿Cómo serán tratados? Y casi todos deseaban lo
mejor para aquellos soldados vencidos. Pero cada uno de ellos temía lo peor.

Aquella noche recibió Vilshofen, el jefe de la sección, la orden de que el


regimiento debía salir de la bolsa y dirigirse a través de los bosques hacia
Juchnow, junto a la carretera de Moscú, donde todas las secciones habían de
reunirse. Su sección debía establecer contacto con las vanguardias del regimiento y
participar con ellas en el próximo ataque.

A la luz de una lamparilla de mano, leyó Vilshofen la orden:

«Abrir el camino para la marcha de las unidades de infantería, tomar posesión de


los puentes de Schumjatino y Terentejwa y, a ser posible, continuar hasta
Malojaroslawetz.»

La luz de la lamparilla volvió a correr sobre uno de los párrafos de la carta.


Malojaroslawetz, Tarutino, Boronowo: históricos campos de batalla del año 1812. La
orden de avance haría que, de ser cumplida, las tropas se situaran exactamente ante
la capital rusa.

Al día siguiente hubo conversaciones y órdenes en la división y en los regimientos,


y luego los jefes de las fuerzas, que habían sido reunidos en la división y en los
regimientos, transmitieron las órdenes y las recomendaciones a los jefes de sus
respectivas compañías. A las cuatro de la tarde estuvo el regimiento preparado para
el ataque y dispuestas sus vanguardias a avanzar tras la sección de tanques mandada
por el teniente coronel Vilshofen. Veintidós carros de combate. Una sección de
ingenieros, cazadores y granaderos, sentados en la parte trasera de los tanques. En
total doscientos hombres.

Las avanzadas de la infantería alemana fueron sobrepasadas. Ante la columna de


tanques se abría una carretera que hasta entonces no había sido pisada por los
alemanes.

Los tanques avanzaban rápidamente hacia el centro de las tropas rusas. A derecha e
izquierda de la carretera se veían grupos de soldados rojos. Desde las cunetas se
arrojaban bombas de mano y botellas de líquido inflamable contra los tanques.

Aquel día llovieron muchos «cócteles Molotov». Sentados en la parte trasera de los
tanques, los cazadores y los demás infantes, permanecían indefensos a las granadas
y a las botellas de líquido inflamable.

Los tanques iban disparando sus cañones e irrumpían en las columnas que les salían
al encuentro y que acababan desbandándose a derecha e izquierda de la carretera,
hacia los bosques. La columna penetró en un pueblo, disparó balas incendiarias
contra las casas de madera, atravesó la calle mayor y dejó el poblado ardiendo en
la oscuridad de la noche.

Alcanzaron el primer puente.

Los artilleros rusos se quedaron estupefactos. Arrojaron sus armas al suelo y


corrieron a esconderse en los refugios. No se disparó ni un cañonazo. Los tanques
no se detuvieron; pasaron el puente, disparando a ambos lados y, a más velocidad
que antes, continuaron irrumpiendo en la retaguardia roja.

Veinticinco minutos después de comenzada la ofensiva, el puente de Terentejwa


estaba ante los tanques.
De pronto, comenzó un furioso tiroteo. Además del fuego de fusilería, unos
antitanques entraron en acción. Muchos de los que iban agazapados tras los tanques
alemanes cayeron al suelo, muertos o heridos.

Los tanques alemanes contestaron al ataque e hicieron enmudecer algunos de los


cañones enemigos. Los tanquistas tenían a la vista su primer objetivo. Casi se
podía enviar un enlace a las líneas propias y comunicar el establecimiento de la
cabeza de puente.

—Mi primer teniente, comunican de la retaguardia. Orden de la división: «Detenerse


inmediatamente. Regresar enseguida.»

«¡Sacar a los tanques de aquel lugar y hacerles volver atrás, cuando estaban a mil
metros del objetivo! ¡Parecía mentira!»

La división volvió a repetir la orden.

«Deténgase la punta de la vanguardia y regresen inmediatamente los tanques.


Aguarden nuevas órdenes.»

El comandante de la sección no tuvo más remedio que repetir la orden:

—¡Alto, que todo el mundo se detenga! La punta se quedará de momento donde está y
cubrirá la retirada de los demás. Todos los otros deben volver inmediatamente.

¡Atrás! ¡Aquello era una manera inédita de combatir! ¿Qué ocurría? ¿Habría
adelantado demasiado? ¿Qué importaba aquello? Ahora lo único que importaba era
volver enseguida atrás y no perder tiempo. Salir de aquella condenada situación.
Los fogonazos de los cañones rusos relampagueaban en la oscuridad. Los heridos
gritaban: «¡Llevadme con vosotros!» Una motocicleta se estrelló contra un tanque.
La pequeña columna giró en redondo y emprendió la retirada. Los heridos se quedaron
donde estaban; quizá serían recogidos por los tanques encargados de asegurar la
retirada. Algunos de los hombres que quedaron atrás se apostaron en las cunetas de
la carretera y trataron de impedir que los rusos se acercaran a ellos.

La sección avanzó hacia sus líneas y volvió a atravesar el pueblo en llamas. Y otra
vez volvieron a arrojarse bombas de mano y botellas de líquido inflamable bajo las
cadenas de los tanques. Era noche cerrada cuando la sección alcanzó las vanguardias
y los tanquistas llevaron sus muertos y heridos a la compañía. Luego, los tanques
continuaron hacia donde estaba instalada la cocina de campaña.

Los hombres comieron bajo las estrellas. Junto a Vilshofen se sentó un telegrafista
y frente a él un artillero y un conductor. Los ánimos estaban decaídos. La orden de
retirada les había robado la victoria.

Vilshofen se dijo, y aquello fue como una intuición:

—Ahora lo único que falta es que mañana nos hagan repetir el mismo camino.

Al cabo de poco rato se presentó un enlace y dijo:

—Mi teniente coronel, le llaman de la división.

Una hora después regresó Vilshofen. Los tanquistas estaban acomodados en un bosque.
Se sentían tan cansados que ninguno de ellos había tenido ánimo para levantar las
tiendas de campaña. Envueltos en sus capotes, los hombres se habían tumbado junto a
los tanques. Vilshofen se envolvió en su capote, se tumbó junto a su tanque y trató
de dormir. Pero al cabo de unos instantes abrió los ojos y se quedó escrutando la
oscuridad.
Acababa de suceder lo que tanto había temido. En su bolsillo llevaba una orden y
unas fotografías aéreas del terreno ocupado por las vanguardias rusas. Aquella
orden mandaba que al día siguiente se volviera a repetir el camino que acababan de
recorrer y que llegaran, por segunda vez, hasta Malojaroslawetz. Esta vez tenían
que atravesar la ciudad de Malojaroslawetz, y, a ser posible, tomar los puentes del
Protwa. Él había dicho ya que esta vez no podía contarse con la sorpresa; el mando
debía tener en cuenta que los rusos habrían aumentado sus efectivos y destruido los
puentes y obstaculizado los caminos. Pero en el Estado Mayor le habían contestado
con un simple encogimiento de hombros. El jefe del regimiento lamentaba que se
hubiera dado la orden de retirada, pero no podía hacer nada más. Se trataba de una
operación planeada por la división y hasta quizá por el Cuerpo de Ejército.

A la mañana siguiente, Vilshofen reunió a los hombres de su sección.

Había que atacar en dirección a Malojaroslawetz. Y era necesario atravesar la


ciudad.

Aquella misma mañana los tanquistas llegaron más adentro de la retaguardia roja de
lo que habían llegado la noche anterior. Y aquel ataque, en el que participaron
cuatro secciones de tanques y algunas unidades de infantería e ingenieros fue la
primera de una serie de irrupciones y de combates que acercaron a las tropas
alemanas a la capital rusa.

«Querida Irene: Aquí estamos ante Moscú, Tarutino y Boronowo. Los célebres campos
de batalla de 1812, son nuestros vecinos. Lopasnia, donde en 1572 Gengis-Khan batió
a los rusos, antes de que Moscú fuera incendiada por tercera vez, no está lejos de
aquí. Y aquí estamos, sin saber lo que va a ser de nosotros, ni lo que en realidad
hacemos…»

Las frases de esta carta nunca fueron escritas, sino pensadas, y nunca, por lo
tanto, llegaron a conocimiento de la señora Vilshofen. Volshofen se imaginó una
serie de rostros conocidos: el de Irene, el de su hermana Anne-Marie, algunas caras
de rusos que había visto al borde de la bolsa de Wjasma y de otros que estuvo
observando cuando la misa en aquella pequeña iglesia, y el rostro de Nauert, un
soldado que ayer, cuando el ataque, iba encaramado en la parte trasera del tanque
que marchaba ante el suyo… Nauert, a quien hoy vería de nuevo…

Hacía frío y Vilshofen se arropó en su capote. El campamento estaba situado a poca


distancia de las líneas enemigas. El bosque era muy tupido y cada crujido de las
ramas y cada ruido de las hojas estorbaba el sueño.

Vilshofen trató de ver a través de la noche. Nadie se movía. Aspiró el olor a


tierra húmeda y a abetos. Era el mismo olor que habían aspirado los granaderos de
Napoleón y, antes que ellos, los guerreros de la Horda Dorada, y la misma manera
que unos y otros, se dirigía él hacia los muros de la ciudad… Pero a Moscú había
que llegar antes de que se produjeran los grandes fríos… Los hombres fueron
despertados a las cinco en punto.

A las cinco y media, mientras se preparaba la sección de vanguardia, se reunieron


el jefe del regimiento, el jefe de compañía y el jefe de sección. El jefe de
regimiento presenció luego cómo Vilshofen daba las últimas instrucciones a sus
hombres. Los soldados no estaban tan ansiosos como el día anterior, pues tenían la
experiencia de la combatividad con que ahora luchaban los rusos. Ayer mismo había
sido detenido el regimiento ante una posición rusa en la carretera. Ocurrió esto en
Iljinskoje, en el sector donde operaba la tercera división de infantería
motorizada. Todos los esfuerzos del coronel Tomasius resultaron inútiles. Por
último, la posición roja fue tomada, de Este a Oeste, por una compañía del
regimiento de tanques. La posición estaba defendida por cadetes de la Escuela de
Guerra, que tuvieron que ser reducidos uno a uno.

Vilshofen echó una mirada a su alrededor: casi no había allí ninguno de los
compañeros que participaron en las primeras batallas. La mayor parte de los
oficiales antiguos habían sido muertos o heridos. La guerra era ahora mucho más
dura que al principio, y la «guerra en la oscuridad», sin un enemigo visible y
regular, acababa de empeorar las cosas. Cada día se oía contar una nueva historia
relativa a los partisanos. Los hombres estaban con los nervios en tensión. Había
llegado el momento de marchar directamente hacia Moscú y de procurar que todo
aquello terminara cuanto antes.

Vilshofen no ocultó a sus hombres la dificultad de la empresa, ni trató de


menospreciar las fuerzas rusas.

—De todos modos, durante estos últimos días hemos recorrido ciento cincuenta
kilómetros, y ahora solo nos falta la última etapa. Nuestra sección ha sido
reforzada, y nos acompañan más tropas de infantería e ingenieros y bastantes
tanques de refuerzo. Nadie se sentará hoy en la parte trasera de los tanques; esta
imprudencia nos costó ayer algunas bajas que hubiéramos podido ahorrarnos.

La mayoría de sus tanques eran de fabricación checa, que no podían nada contra los
«T34» rusos. Era necesario decir algo acerca de aquella cuestión, pues la gente
sabía que con sus tanques únicamente podían abrir fuego a los ciento cincuenta
metros, y los «T34» podían hacerlo a los dos mil.

Vilshofen tuvo palabras de alabanza para la disciplina de sus soldados.

—De nuestra parte tenemos la disciplina con que abrimos fuego y la sorpresa y la
rapidez de nuestros carros de combate. Y todo esto debemos saberlo aprovechar hasta
el máximo, y de la misma manera que ayer sorprendimos al enemigo, hoy, irrumpiendo
en su retaguardia a mayor velocidad, volveremos a conseguirlo.

Sobre el bosque silbaron unos cañonazos. Los cañones —debían ser pocos y
seguramente estarían servidos por cadetes de la escuela militar de Iljinskoje—
permanecían ocultos entre los árboles. El cañoneo obligó a abreviar el parlamento y
a ponerse enseguida en marcha. Vilshofen se volvió al jefe del regimiento y le
dijo:

—Me situaré en la carretera y esperaré a que las demás fuerzas formen detrás de
nosotros y entonces me lanzaré, carretera adelante, a la velocidad que permitan los
tanques.

La carretera estaba inundada de luz. La escarcha y los charcos helados brillaban


bañados por los pálidos rayos del sol. Las gentes se metieron en los tanques. A las
siete en punto todo estaba preparado.

A las siete partió el primer tanque, que mandaba el primer sargento Nauert.
Vilshofen fue el terceto en arrancar.

La columna marchó a cuarenta y enseguida a cincuenta kilómetros por hora. Como la


tarde anterior, desde los bosques comenzaron a dispararles con fusiles y pistolas,
y al poco rato las paredes de los tanques aguantaron impactos de artillería ligera,
bombas de mano y botellas de líquido inflamable. Atravesaron el pueblo incendiado y
llegaron al primer puente. Las tropas no habían sido reforzadas. De todos modos les
hicieron fuego antitanque y les continuaron arrojando bombas de mano. Los tanques,
que disparaban a derecha e izquierda, dejaron el puente atrás.
Una sección se quedó en el puente para asegurar la llegada del regimiento. Los
demás tanques continuaron hacia delante a la misma velocidad. Algunos rusos
salieron del bosque y se acercaron a la carretera. La mañana estaba en calma y las
hojas pendían inmóviles de las ramas de los árboles. La columna de tanques se
adentró en el bosque.

De pronto, la carretera comenzó a arder. A derecha e izquierda de la misma, una


serie de lanzallamas empezaron a arrojar fuego. El coche que iba en vanguardia se
precipitó en el fuego y ya no pudo pasar.

—¡Adelante!

—¡¡Adelante!!

Si un tanque se hubiera detenido, toda la columna habría sido pillada entre el


fuego. En los tanques comenzó a hacer un calor insoportable. Los conductores apenas
si distinguían nada. Los motores empezaron a fallar. Los hombres se ahogaban.

—¡A todo gas! ¡Debemos pasar!… ¡Adelante, Nauert!

Nauert atravesó el fuego, luego pasó el segundo tanque, y más tarde pasó Vilshofen.
Al llegar al otro lado de las llamas, Vilshofen abrió la tapa, miró hacia atrás y
contó… doce, catorce, dieciséis. Todos los tanques habían podido pasar a través del
fuego, y los lanzallamas rusos habían sido reducidos a escombros.

El regimiento tenía, pues, el camino abierto.

Eran las ocho de la mañana y el sol brillaba en un cielo sin nubes.

Ya faltaba poco para llegar al puente y a Terentejwa, el primer objetivo, donde la


noche anterior habían tenido que volver grupas. En las cunetas había muchos
muertos. Durante la noche los cadáveres habían sido despojados de sus ropas.

Unas baterías de antitanques y unos morteros.

—Ratsch-Bum —decían los servidores de los cañones, dentro de los tanques, cada vez
que disparaban sus armas contra los antitanques.

Disparando a diestra y siniestra, bajo el fuego enemigo, comenzaron a atravesar de


nuevo el puente. ¿Volaría el puente? La noche anterior, Nauert, que se había
quedado atrás para proteger la retirada, cortó los cables que los rusos habían
tendido para volar el puente, y los cables no habían sido reparados. El teniente
permaneció firme. La columna llegó a la otra orilla y prosiguió por la carretera, a
toda marcha. Los tanques irrumpieron sobre grupos de soldados y contra camiones y
carros, y hombres, bestias y carruajes se precipitaron en desorden hacia las
cunetas y hacia el campo, intentando librarse de ser aplastados por la columna.

—«¡Pirata!» «¡Pirata!» —llamaron desde atrás.

Al salir de una curva, la vanguardia de los tanques vio la ciudad de


Malojaroslawetz, circundada por el río Lusja. Pequeñas casas de madera, calles, una
estación, iglesias, un monasterio. La pálida luz del sol de octubre iluminaba el
conjunto de aquellos edificios. A ambos lados del pueblo disparaba la artillería
rusa.

—«¡Pirata!» ¡Alto!

—Imposible… debemos aprovechar la sorpresa. Si avanzamos tomaremos la ciudad… En


cambio, si nos detenemos seremos aniquilados por el fuego de la artillería.

A derecha e izquierda de los tanques se levantaban grandes columnas de tierra y


humo.

—No nos podemos quedar en terreno descubierto. Debemos continuar hacia delante o
volvernos.

—Orden del regimiento: quédense ustedes donde están y aguarden la llegada del
regimiento.

El avión de reconocimiento descendió sobre la columna.

—¿Qué ve usted? —preguntó Vilshofen.

—En la ciudad no se ve nada de particular, y cerca de ella, en dirección a Protwa,


gran movimiento de coches.

—¿Y en dirección contraria?

—También se ven muchas columnas.

—Si ahora irrumpimos…

—Orden del regimiento: detenerse hasta que llegue el regimiento.

—No puedo detenerme. He sufrido muchas bajas. Le ruego que me den la orden de
ataque.

Los proyectiles de la artillería rusa caían entre los tanques.

El regimiento volvió a comunicar:

—Orden de ataque: tomen el puente de Protwa y establezcan una cabeza de puente al


otro lado del río.

La columna continuó avanzando. Ante la entrada de la ciudad se levantaba una


barricada. Un sargento de ingenieros se acercó a Vilshofen y le dijo:

—Bueno; hay que remangarse la camisa… es inútil quedarse parados. Si la entrada


aquella está minada ya nos encontraremos en el cielo.

La barricada no estaba minada.

Los tanques entraron en el pueblo. Desde las primeras casas se les hizo fuego de
fusilería, y también se les disparó con ametralladoras y pistolas.

—¡Cerrad las tapas!

Todas las tapas se cerraron. Los disparos cesaron. La ciudad estaba intacta. Todas
las ventanas y los postigos estaban cerrados. Reinaba un inquietante silencio. En
las calles no se veía ni una persona, ni un perro, ni un gato, y en ninguna parte
se advertían señales de vida. Parecía una ciudad muerta. Los tanques avanzaron
despacio, de dos en fondo, buscando su camino entre las extrañas calles. Al
atravesar los enormes charcos que había en ellas, los tanques levantaban grandes
salpicaduras de agua. Los rayos del sol se quebraban sobre las derruidas torres de
una iglesia, y hacían brillar las rojas tejas del edificio. El portal del templo
estaba cerrado con unos grandes maderos que aparecían clavados en él.
Atravesaron un cercado, que estaba vacío. En una plaza se levantaba un monumento a
un soldado ruso, y al pie del mismo había grabada esta fecha: 24 de octubre de
1812. Aquí se bloqueó a los franceses el camino de Kaluga. Un cruce de calles:
¿cuál de ellas conducía hacia las afueras de la ciudad, en dirección al Protwa?
Todos los indicadores habían desaparecido. Vilshofen echó un vistazo sobre el mapa
de la ciudad y encontró el camino que buscaba. A la salida de la ciudad, tres
camiones le salieron al encuentro. «No disparar; dejad que se acerquen.» Los de los
camiones se enteraron de la situación al ver a los tanques alemanes. Unos ocupantes
saltaron a tierra y otros se pusieron en pie. Tres o cuatro disparos y los camiones
comenzaron a arder y enseguida quedaron tras de la columna.

La vanguardia había alcanzado la carretera de Moscú.

—¡Acelerar! ¡Acelerar la marcha!

Vilshofen pensó en las columnas rusas situadas, según los partes, en el puente del
Protwa, y en las fortificaciones de la orilla opuesta. Echó un vistazo a las
fotografías tomadas por los observadores aéreos.

La columna continuó avanzando.

Una larga hilera de carros tirados por caballos les salió al encuentro. Los
conductores de los carros cogían las riendas descuidadamente. A causa del estrépito
de los tanques, Vilshofen no podía oír la cancioncilla que entonaba el primero de
los carreteros.

Los tanques de vanguardia abrieron fuego. Y hubo un caos de coches, caballos y


hombres. Los demás tanques dispararon sobre una confusa y sanguinolenta masa de
ruedas, bestias y personas. Unos caballos salieron trotando a campo traviesa. Se
oyeron ráfagas de ametralladora.

—¡Acelerar la marcha! ¡El puente puede ser volado de un momento a otro!

Vilshofen volvió a repasar las fotografías. Sobre el río había dos puentes y más
hacia la izquierda una estación de ferrocarril, y a lo largo de la otra orilla, una
serie de fortificaciones. Aquellas fotografías no se las había enseñado a los jefes
de los otros tanques, pues ninguna sección de tanques avanza gustosa hacia un
objetivo fortificado. Si las fortificaciones no resultaban estar ocupadas, no era
necesario inquietar a los soldados. La orden mandaba acercarse al puente.

Una columna rusa motorizada les salió al encuentro. Los motoristas que iban en
cabeza, así como los camiones que iban tras ellos, muchos de los cuales
transportaban cañones ligeros, se echaron a un lado, para dejar pasar los tanques.
La columna de Vilshofen pasó junto a los rusos y así que hubo dejado atrás el
último camión, abrió fuego contra ellos. Dispararon todos los cañones. En un
santiamén ardieron los camiones rusos, que por su parte no dispararon un solo tiro.
Los soldados rusos brincaron atropelladamente de los camiones y echaron a correr a
campo traviesa.

—¡Adelante, hacia el puente!

Grupos de soldados y más camiones.

—¡No detenerse; aumentad la velocidad!

Apareció la línea fortificada.

—A la próxima curva veremos el puente —dijo Vilshofen a su conductor.


Y allí estaban, exactamente igual como en las fotografías tomadas desde el avión de
observación, los dos puentes de madera, uno de los cuales se utilizaba para ir en
dirección a Moscú, y el otro, para ir hacia el Oeste.

Allí estaban los puentes, y también algo más…

Allí había vacas, cabras y caballos. Inmensos rebaños que, conducidos por
koljosianos eran llevados hacia el Este. La carretera y los puentes estaban llenos
de animales. El camino estaba bloqueado, pero hubiera sido temerario detenerse
precisamente ante las defensas de la ciudad. El sargento Nauert, que conducía el
primer tanque, aceleró la marcha. Un buey o una vaca no pueden aguantar,
ciertamente, el empuje de un tanque. Nauert se precipitó primero contra las vacas y
luego contra los caballos, los carros y los pastores. Y el segundo y tercer
tanques, y los dieciocho hicieron lo mismo. La columna de Vilshofen atravesó los
dos puentes, cuyas barandillas de madera quedaron ensangrentadas… Al otro lado del
río una sección de soldados rusos se escabulló precipitadamente: debían ser los
encargados de volar el puente.

Se produjo una enorme detonación. La estación del ferrocarril, que estaba un poco
más hacia la izquierda de los puentes, quedó envuelta bajo una densa columna de
humo. Pero los dos puentes no volaron. De los fortines no se disparó un solo tiro.
Seguramente los soldados ya se habían retirado de ellos.

La artillería, 4 baterías de 15 cm, fue aniquilada al pasar.

Había que establecer una cabeza de puente en el Protwa. El objetivo se había


cumplido. La columna se detuvo en lo alto de la carretera. Dieciocho tanques habían
llegado allí a través del barro y el fuego, y en sus cadenas, entre el polvo y el
lodo, se veían mechones de cabellos y restos de carne de hombres y de bestias. La
columna estaba a cuarenta y cinco kilómetros del regimiento. Dieciocho tanques y
doscientos diecisiete hombres metidos en tierra enemiga. Y todavía no habían
llegado al final de su viaje.

El comandante de la columna notificó al regimiento:

—He tomado los puentes del Protwa. El regimiento contestó:

—Esto habrá sido una equivocación. Usted no puede haber tomado los puentes del
Protwa. El propio jefe del regimiento se puso al aparato.

—Es imposible. Aquí tengo yo las fotografías. Debe usted haberse equivocado,
Vilshofen.

—He tomado los puentes del Protwa y he establecido una cabeza de puente. Le ruego
que haga avanzar al regimiento.

—Bueno, pues si está usted allí, no se mueva.

¡Se había alcanzado el Protwa!

Un hombrecillo con lentes de intelectual… Docenas de teléfonos, de mapas y de


máquinas de calcular. Se ha tomado Moschaisk y Malojaroslawetz ha caído en poder de
la diecinueve división acorazada, y una columna de tanques está en Protwa. El
camino hacia Moscú ha quedado libre. Los granaderos, la caballería y los aviadores
deben ir hacia delante, y sobre todo, abriendo marcha, debe ir la infantería. La
infantería debe avanzar a marchas forzadas, sin protección de flancos, directamente
hacia el objetivo. Primero debe llegar a Nara y de allí, a través de Tarutino y
Kamenka, hacia Naro-Fominsk. Y enseguida, sin pérdida de tiempo, debe organizarse
el avituallamiento, las municiones y la gasolina. Ya no se trata de días, sino de
horas. Cada hora que llueve empeora tres o cuatro veces más la situación.

Se ha llegado al Protwa.

El telégrafo funciona sin cesar. Una gigantesca fortificación subterránea situada


en un bosque de Prusia Oriental. El fulminante ataque de las tropas alemanas había
aumentado la preocupación del Cuartel General. En pocos días, el grueso de las
fuerzas había quedado a ciento cincuenta y a doscientos kilómetros del frente, y
las comunicaciones y los medios de transporte eran cada vez más difíciles. Los
ferrocarriles únicamente podían transportar las tropas en tres direcciones. Hacia
Leningrado, hacia Rostow y hacia Orel. De momento solo se disponía de cuarenta y
cinco trenes, y ciento veinte eran necesarios para el transporte de los ejércitos
que operan en el frente central, únicamente podían ser transportadas las
municiones, la gasolina y el material más indispensable. Y el frente comenzaba a
resentirse de aquella insuficiencia de transporte. Los trenes sanitarios llegaban
cargados de heridos. ¿Era posible continuar la ofensiva aquel invierno? Aquella era
la pregunta que formulaba el jefe supremo del ejército al Estado Mayor de sus
generales. ¿No sería más prudente detener la ofensiva e invernar en las posiciones
recién conquistadas? Quizá, sin embargo, lo mejor sería, al contrario, acelerar la
ofensiva, proseguir el camino hacia el Este.

A veces, como en las cervecerías, para celebrar las victorias, el Cuartel General
era adornado con banderitas. Según los partes del servicio de información, un
ochenta por ciento de los efectivos del Ejército Rojo habían quedado fuera de
combate, y el Gobierno comunista se había dado a la fuga. De un momento a otro
podía estallar la revolución. Los rumanos acababan de tomar Odesa; el sexto
ejército, Achtyrka; el once ejército, Crimea, y el primer ejército blindado estaba
detenido ante Rostow. Al Norte, Leningrado estaba a punto de ser cercado, y las
vanguardias habían llegado junto a Tichwin. Guderian avanzaba hacia Tula. En el
centro, Moschaisk y Malojaroslawetz habían caído.

En un despacho del Cuartel General del Jefe Supremo del Ejército hay un grandioso
mapa mural que ocupa toda la pared. Es un mapa de Rusia…

Sobre una mesa de un despacho del Estado Mayor General se veía, en más pequeño, el
mismo mapa. Tras una mesa, un hombre con lentes estaba estudiando el plano. Junto a
la mesa, rodeando a aquel hombre sencillo, había un grupo de generales.

Moscú debe desaparecer de la tierra.

Hubiera querido inundar Moscú y hacer que las olas de un mar cubrieran las puntas
del Kremlin; pero aquello era imposible. Sin embargo, el agua no era el único
elemento; había, por ejemplo, el fuego. El segundo ejército acorazado empujaría a
las tropas rusas y a la población civil hacia la capital, y los ejércitos que
operaban en el centro empujarían a aquellos millones de seres hacia la ciudad de
Moscú. El dieciocho ejército, ayudado por los finlandeses, haría lo mismo con
respecto a la ciudad de Leningrado. Y después de aquello es posible que se iniciara
la guerra de gases. Cincuenta o sesenta secciones lanzagases están dispuestas y
grandes fuerzas de ingenieros están preparadas para hacer volar las dos capitales,
de manera que en ellas no quede piedra sobre piedra. Con la desaparición de
aquellas capitales y la aniquilación de la población civil de las mismas, el
bolchevismo se habría acabado. El nombre de Moscú y el de Leningrado habían de
desaparecer del mapa y, con los años, habían de quedar borrados de la memoria de
las gentes.

¡Se había alcanzado Protwa! Alguien desplegó un mapa parcial de Rusia ante el
hombre que estaba sentado ante la mesa. El dedo de un general señaló hacia un punto
del mapa.
—Se ha alcanzado Protwa; es necesario proseguir el avance inmediatamente y no
detenernos hasta haber alcanzado el próximo río.

El regimiento había avanzado hasta Protwa, y con él el general de división.

—Lo ha hecho usted muy bien, Vilshofen, le felicito por este éxito suyo. De todos
modos deberíamos aprovechar este momento de sorpresa y continuar el avance hacia
Moscú. Recibirá usted armas y alimentos desde los aviones. Los bombarderos pesados
operan ya sobre la carretera.

Vilshofen miró hacia el Este y vio que numerosas nubecillas producidas por los
repetidos disparos de los antiaéreos surcaban el cielo.

—Hemos luchado mucho; estamos rendidos; tenemos que aprovisionarnos de municiones y


gasolina, y no tenemos mucho tiempo para reponernos, pues la noche se nos echará
encima, mi general.

—Debemos llegar hasta el otro río; es decir, debemos llegar al Nara y acercarnos lo
más posible a Moscú. Esta es la orden del Führer. Irá usted en cabeza con su
columna, Vilshofen.

Los soldados estaban extenuados. Pero aquello no importaba…

—¡Teniente coronel: hoy alcanzaremos un gran objetivo!

—¡Llegaremos a Moscú!

—¡A la misma Plaza Roja!

—¡Nada puede detenernos!

—No me gustan estas cosas; el atolondramiento es un mal consejero, y el no saber


valorar al enemigo, un gran defecto. Esta vez hemos tenido suerte; pero esta noche
las cosas pueden ir de otra manera. Es preciso estar atentos. Ante nosotros se
extiende un gran bosque. Ya sabéis, por experiencia propia, lo que un gran bosque
puede significar. Es preciso que atravesemos el bosque con la mayor rapidez
posible. Y esto es todo. A los tanques.

Un gran bosque puede convertirse con mucha facilidad en un cementerio de tanques…


No se oyó ningún disparo y el silencio fue absoluto e inhóspito. Disparos de fusil
e incluso bombas de mano y morterazos hubieran sido un alivio. La columna de
Vilshofen fue marchando a mayor velocidad. La carretera estaba llena de cráteres y
de camiones destrozados por la acción de los «Stukas».

Los jefes de los tanques sostenían diálogos optimistas, cosa que a Vilshofen le
disgustó.

—¡Prohibido comunicarse si no hay verdadera necesidad de ello! —ordenó.

Muchos de los camiones que se veían a derecha e izquierda de la carretera, junto al


bosque, eran nuevos, de reciente fabricación. A veces se veían algunos soldados
que, a pesar de ir armados con fusiles o con fusiles ametralladores, se quedaban
asombrados al ver pasar la columna de tanques alemanes y no disparaban ni un solo
tiro.

Vilshofen consultó el mapa y contó los kilómetros que faltaban para alcanzar el
nuevo objetivo.

«¡Ya solo faltan cuatro kilómetros!»


«¡Ya solo faltan tres kilómetros!»

—¡Atención a la próxima curva!

Comenzó una cuesta.

—¡Atención! ¡Aminorar la marcha! ¡Alto!

Pero Nauert, que marchaba en cabeza, y el segundo tanque iban tan rápidos que no
pudieron detenerse hasta lo alto de la carretera. Vilshofen echó una mirada hacia
atrás: la carretera descendía en línea recta y abajo de todo se distinguía el
puente que acababan de cruzar.

En el mismo momento en que Nauert detuvo su tanque algo relampagueó ante ellos. De
pronto, Vilshofen creyó que se trataba de unos disparos hechos por los tanques de
vanguardia; pero inmediatamente, a juzgar por el estampido, se dio cuenta de que se
trataba de un antiaéreo del 7,62 cm. A aquel primer disparo siguió, un poco más a
la izquierda, otro, y luego, otro. Los cañonazos pasaron a poca altura de ellos. La
batería disparó sin cesar, pero las salvas se producían con gran irregularidad, lo
cual hizo creer a Vilshofen que todavía podían aprovechar el momento de la
sorpresa.

—¡Adelante! ¡A toda velocidad!

Pasaron la altura.

—¡A toda marcha! ¡A toda marcha!

Durante el descenso se les hizo un fuego espantoso. La orilla de un río


relampagueaba a causa de los fogonazos que se producían, uno tras otro, sin
interrupción. Allí, batería junto a batería, se había formado el cinturón de Moscú.
Ninguna ciudad del mundo, ni el mismo Londres, estaba protegida por una red tan
tupida de antiaéreos. Y todos aquellos cañones se utilizaban ahora contra los
tanques…

—¡Avancen disparando!

—¡¡Avancen disparando!!

En los tanques, los hombres cargaban y disparaban con la mayor rapidez posible. El
fuego era aterrador. Los tanques aceleraron la marcha y al cabo de un momento
avanzaban a toda velocidad. Primero hacía fuego la mitad de la columna, y luego, en
el acto, la otra mitad, de manera que los cañonazos no se interrumpían y la
vanguardia siempre estaba cubierta.

—¡Avancen y disparen! ¡Avancen y disparen!

—¡Disparen sin cesar y no se entretengan en afinar la puntería! ¡Lo importante es


mantener el fuego!

Nadie, desde luego, podía afinar la puntería en aquellas condiciones y marchando a


aquella velocidad.

—¡Aceleren cuanto puedan! ¡Fuego! ¡Fuego!

—¡Adelante! ¡Adelante!

Vista de lejos, la columna parecía un gusano de luz que, al avanzar por la


carretera, fuera despidiendo llamas. Abajo, junto al río, muchas baterías rusas
dejaron de disparar y se produjeron unos huecos en la pared de fuego. Vilshofen
casi no daba crédito a sus ojos y oídos. El puente estaba chirriando bajo las
cadenas de su tanque. Un momento después y toda la columna habría alcanzado la otra
orilla. Una cuesta. Al llegar a lo alto vieron cuatro cañones abandonados,
apuntando hacia abajo. Ante el dantesco espectáculo de la columna de Vilshofen, los
servidores habían huido. En el momento en que un cañón que estaba escondido entre
los árboles iba a hacer fuego fue reducido a escombros.

—¡Alto!

Era la tercera vez que se detenían. Habían pasado el Protwa y ahora, hacía un
momento, el Nara. Se mandó un parte al regimiento, que este contestó con una
felicitación.

La compañía estableció una cabeza de puente. Los tanques de Vilshofen formaron en


la carretera y a ambos lados de la misma. En el centro de la formación, ante el
tanque del primer sargento Nauert, sobre la carretera, se extendió una bandera de
doce metros con la cruz gamada: era la frontera que indicaba a los aviadores el
puesto más avanzado a que se había llegado.

El bosque estaba lleno de rusos que disparaban con fusiles ametralladores.


Vilshofen se fijó en la huella que sobre el barro habían dejado las cadenas de un
metro y veinte centímetros de un tanque ruso de cincuenta y dos toneladas. El
rastro, tan poco tranquilizador, se perdía en el bosque.

—«¡Pirata!» «¡Pirata!»

—¡Adelante hacia el río!

—Es imposible continuar avanzando —contestó Vilshofen al regimiento.

En aquellos momentos el regimiento descendía por la carretera hacia el primer río.


Pero el regimiento no tenía tanta suerte como los tanquistas; pues los servidores
de las baterías antiaéreas se habían recobrado de su primitivo desconcierto y
volvían a hacer fuego. Seguramente las pistolas de los comisarios políticos habían
contribuido a que los artilleros hubieran vuelto junto a las piezas. Todos los
cañones estaban disparando y ya no había ninguna brecha en aquel cinturón defensivo
de Moscú. Un tanque se detuvo y quedó ladeado; otro perdió velocidad y acabó
deteniéndose.

Los tanques disparaban a cero, pero los conductores perdían tiempo en maniobrar
para salir del atolladero.

Los antiaéreos rusos no hacían muchos blancos, y cuando hubieron concentrado su


fuego en el sitio donde los tanques se acababan de parar, estos ya habían
emprendido la marcha, carretera abajo, en dirección al próximo puente, que poco
después fue tomado.

—«¡Pirata!» «¡Pirata!»

—Imposible continuar avanzando a causa de la gran concentración de fuerzas


enemigas.

Se presentó el jefe del regimiento y se acercó, en su tanque, al centro del arco


formado por la columna de Vilshofen. Vilshofen salió de su tanque y se dirigió al
del jefe del regimiento.

—Mi coronel, es imposible continuar el ataque antes de que los granaderos hayan
llegado aquí.

—Los granaderos no pueden ir tan aprisa.

—El bosque está lleno de rusos. Se nos ha estado disparando con armas de todos los
calibres.

Una ráfaga de ametralladora pasó sobre la cabeza del comandante, que asomaba por la
tapa del tanque. El comandante desapareció por segunda vez y ya no volvió a asomar
la cabeza. Vilshofen continuó de pie junto a la tapa abierta del tanque. Se hacía
difícil conversar.

—Ha caído el teniente Range y ha caído el teniente Jordán. Hemos perdido algunos
tanques.

—Pues tenemos que continuar hacia delante. El cuartel general del Führer espera
que, por lo menos, tomemos el próximo río y que, a ser posible, entremos en
Kamenka.

—Imposible, mi coronel. Nos hemos quedado sin municiones y tenemos que repostar
gasolina.

—Es preciso continuar avanzando.

—A pesar de todo, declino la orden.

El bosque estaba lleno de camiones, motos y cañones. El comandante volvió a asomar


por la tapa del tanque y antes de que se produjera otra ráfaga de ametralladora
pudo convencerse de que, en aquellas condiciones, era imposible proseguir.

—Entonces, no se mueva usted de aquí y mantenga la posición —dijo el jefe del


regimiento, y se marchó.

Pero incluso aquello de quedarse allí resultaba casi imposible sin el apoyo de las
fuerzas de infantería. Vilshofen hizo que los tanques se aproximaran unos a otros y
formaran una especie de gigantesco erizo. En la linde del bosque ardía una casa que
acababa de ser cañoneada. La casa ardería durante unas tres horas, y durante aquel
tiempo los tanques permanecerían iluminados por la fogata, y los hombres de
Vilshofen, metidos en ellos, no podrían ver si los rusos preparaban un ataque, ni
si los tanques enemigos de cincuenta y dos toneladas volvían a asomar. Entre ellos
y el regimiento que estaba en la orilla mediaban mil metros. El jefe del regimiento
estaba a esta orilla del río, y entre él y la columna mediaban ochocientos metros,
y en aquel trecho no había más que rusos que despreocupadamente iban y venían y
cruzaban la carretera. Si se estaba dentro del tanque, los rusos podían acercarse y
volarlo, y si sacaban la cabeza ofrecían un blanco magnífico.

Vilshofen se sentó junto a su tanque y fumó el primer cigarrillo del día. La casa
que estaba ardiendo se desplomó. El fuego no tardó en apagarse y la noche pareció
venir de repente. Se oía hablar a los rusos, que estaban a poca distancia de los
tanques. De vez en cuando, se oían unos pasos y una mano vaciaba el cargador de una
pistola ametralladora o arrojaba una bomba de mano. Vilshofen iban de un tanque a
otro.

—Si se acercan demasiado, disparad.

Un cabo —un voluntario de Prusia Oriental— que estaba sentado sobre un tanque y,
con unos gemelos ante los ojos, escrutaba en la oscuridad, se inclinó hacia
Vilshofen y le dijo:
—Aquí mismo, en la cuneta, hay una ametralladora.

Una ráfaga dio al observador, que cayó muerto dentro del tanque. Vilshofen se quedó
unos momentos donde estaba y luego continuó la ronda.

—Tratad de dormir. Podéis turnaros —dijo a los hombres del otro tanque.

—Vaya usted con cuidado, mi coronel —le respondió un conductor.

—Al fin y al cabo —dijo alguien—, la noche no va a ser eterna.

Pero el tiempo parecía haberse detenido. Vilshofen volvió junto a su tanque y se


sentó. Y vio desfilar una procesión de vacas… de cabezas de vacas y de cabezas de
caballos, que surgía de la oscuridad, ascendía hacia el cielo, volvía a bajar y se
perdía a lo lejos.

Luego comenzó a llover. Y estuvo lloviendo hora tras hora, sin interrupción.

Vilshofen hizo otra ronda. Ninguno de sus hombres estaba durmiendo y nadie
conservaba el optimismo de la mañana.

A las cinco se recibió una orden del regimiento.

—Que el teniente coronel se presente inmediatamente al mando del regimiento.

¿Cómo había que ir allí? ¿Con el tanque? ¡El bosque estaba sembrado de antiaéreos!
¿A pie? ¡La muerte estaba agazapada en las cunetas de la carretera! El primer
sargento Nauert se ofreció a llevarle en su tanque. Pero Vilshofen partió a pie y
llegó al regimiento. El sitio estaba bien escogido, algo a la retaguardia, y no era
objeto de ningún disparo.

Todo el mundo felicitó a Vilshofen.

—Mi enhorabuena… Felicidades… ¿Ha oído usted el parte de Radio Berlín? ¡Han contado
su hazaña!

Vilshofen no hacía más que pensar en las vacas atropelladas. Su rostro estaba
mojado y sucio. Tenía la ropa empapada y se encontraba mal. Ochocientos
prisioneros, cincuenta cañones, camiones, carros… Aquello no le causaba la más
mínima impresión. Aquella noche tenía que enfrentarse con los fantasmas de los
caballos que había cañoneado. Y no alcanzaba a pensar en los montones de hombres
que habían quedado, tras los tanques, junto a la carretera.

«¡Ojalá acabe de pasar pronto esta noche!»

¡Qué tipo más curioso este Vilshofen! Los camaradas de la plana mayor movían la
cabeza. ¿Aquel era el aspecto que debía ofrecer un oficial que estaba a punto de
ser condecorado con la Cruz de Hierro?

El jefe del regimiento encontró a Vilshofen bajo el puente.

—¡Ya está decidido! —dijo el jefe del regimiento—. Van ustedes a recibir
municiones. Sprit ya está en camino. Al despuntar el día tienen ustedes que
proseguir el ataque hacia Moscú. Se trata de no perder ni una hora.

—Yo opino que tenemos pocas fuerzas para continuar atacando.

Ante nosotros, tras un recodo de la carretera, hay cinco o seis tanques pesados y
el bosque está lleno de rusos.
—La orden la ha dado el Cuartel General del Führer, y ya sabe usted que ahora
contamos con muy pocos oficiales que puedan llevar a cabo una operación semejante.

—¡A sus órdenes, mi coronel!

—¡No puedo hacer nada, Vilshofen! Su irrupción de ayer fue tan brillante que el
Führer cree que hoy podrá usted repetir la hazaña y que todo saldrá bien.

—¿Cuándo llegan los granaderos?

—A mediodía.

Vilshofen emprendió el camino de vuelta y otra vez logró atravesar aquella franja
de terreno, que en realidad estaba en poder de los rusos.

—Muchachos: al amanecer debemos partir de nuevo.

—¡Pero si esto está lleno de rusos!

—Órdenes son órdenes. Debemos continuar hacia adelante.

—¿Y los granaderos?

Vilshofen levantó los hombros. Únicamente quedaba una esperanza y era que fueran
bombardeados y detenidos los camiones del municionamiento y los coches cisternas de
la gasolina. Y aquello fue precisamente lo que ocurrió. Al despuntar el día
recibieron una orden del regimiento por la que se les mandaba quedarse y
fortificarse donde estaban.

Desde donde se hallaban hasta el puente, la carretera quedó batida por el fuego de
la artillería enemiga.

Se mandó una sección al bosque para dar con una de las baterías llamadas «Ardiente
Elias». La sección hizo callar a una batería corriente; pero el «Ardiente Elias»
continuó disparando.

Cuando apenas había regresado la sección exploradora, aparecieron unos tanques


rusos de cincuenta y dos toneladas, armados con cañones del 15, y luego surgió un
grupo de tanques más pequeños, y enseguida, finalmente, una escuadrilla de
bombarderos que machacó el puente y la cabeza de puente de Vilshofen. Pocos
segundos después entró en acción la artillería y los morteros y al momento la
infantería rusa salió del bosque. Era la primera vez que los alemanes veían un
ataque combinado en el que participaran todas las armas enemigas.

Los rusos se ofrecían ahora desde un punto de vista inédito.

El mariscal Timoschenko había sido relevado de su puesto. Desde el principio de la


guerra, Timoschenko se encontró ligado por una serie de planes irrealizables, de
operaciones que no se podían llevar a cabo y de fiscalizaciones que entorpecían
todas sus órdenes, y Timoschenko acabó por sucumbir. Al nuevo mariscal, sin
embargo, se le dieron plenos poderes e incluso se le permitió obrar con
independencia de ciertos personajes políticos que hasta entonces habían tenido una
gran influencia en el ejército. Se quitó autoridad a los comisarios políticos y los
comandantes de las diferentes unidades comenzaron a obrar con una independencia y
una iniciativa que hasta entonces jamás habían disfrutado. El Politburó hizo dar
primero dos pasos atrás a los jefes del ejército, pero luego, cuando la situación
pareció insostenible, les permitió dar cuatro al frente. Y el nuevo comandante en
jefe del ejército comunista ensayó sus nuevos poderes en la carretera de Moscú,
donde sus tropas, después de haber resistido un ataque de cuarenta y ocho horas,
tuvieron la fuerza necesaria para hacer detener la ofensiva alemana.

Al mediodía llegaron los granaderos. Y con ellos llegaron los camiones del
municionamiento y los tanques de gasolina. Esta vez se le preguntó a Vilshofen si
voluntariamente se prestaba a proseguir el ataque. Vilshofen consideró que ya no
podía exigir más de sus hombres y declinó el ofrecimiento.

Otra compañía ocupó su lugar.

La compañía avanzó, y justo al doblar la primera curva de la carretera fue barrida


por el fuego de unos tanques pesados. Los granaderos no se atrevieron a avanzar. El
ataque alemán fue detenido por el fuego ruso. Un segundo y un tercer intentos
fracasaron como el primero. El segundo día, el mando se dio cuenta de que el
período de los grandes movimientos se había terminado.

Una sección de tanques regresó derrotada. El jefe de la sección había sido muerto
junto a los hombres que componían la dotación del tanque comandante. El primer
sargento Nauert, que bajo las órdenes de Vilshofen había luchado en el tanque que
abría marcha, fue alcanzado en el pecho por una ráfaga de ametralladora. Otro
tanque se encalló en un embudo y no pudo salir de él.

Los tanques regresaron a la línea de fuego de la infantería. Uno de ellos no llegó


por la carretera, sino por el campo. Un antiaéreo le había arrancado el costado
izquierdo, de manera que se podía ver en su interior, como en los tanques modelos
que se exhiben en algunas exposiciones. El conductor estaba herido y un teniente
ocupaba el volante. Se detuvo junto a las trincheras y preguntó la dirección que
debía tomar para llegar a la autopista. Un sargento se la indicó.

—¿A qué unidad pertenecéis? —preguntó el teniente tanquista.

—Somos una sección de asalto; la división está en camino y no creo que tarde en
llegar —repuso el primer sargento.

El tanque volvió a la carretera, allí donde Vilshofen había pasado la primera


noche.

Los tanques rodaban carretera abajo, hacia el puente, y se cruzaban con las
columnas de infantes de la división. Desde lo alto de la carretera se veía una
multitud de soldados en formación de marcha y un sinfín de cañones, camiones y
carros. Llovía. La carretera se había convertido en un lodazal.

—Parecen cerdos… igual que cerdos —murmuró el teniente.

Estaban sucios, iban sin afeitar y eran la imagen misma del agotamiento. Durante
los últimos días habían caminado cuarenta, cuarenta y tres y cuarenta y cinco
kilómetros cada jornada. Y ahora habían llegado a la meta, que era el frente; es
decir, la carretera de Moscú.

El tanque medio destruido marchaba junto a las columnas, sobre el puente de madera,
que era bastante ancho, por cuyo lado derecho circulaban los coches del mando. El
jefe de las tropas iba en un coche descubierto. También ahora, en pleno otoño,
cuando el cielo estaba siempre encapotado, el jefe llevaba lentes ahumados. El
tanque se cruzó luego con unos cañones de largo alcance y con una batería montada
cuyos caballos se hundían en el barro hasta la tripa. Al ver las bestias cubiertas
de sudor y el rostro extenuado de los hombres, el teniente tanquista no murmuró,
como solía, ninguna frase despectiva. Ni el espectáculo del primer sargento de
caballería, que lucía unos descomunales bigotes, le hizo sonreír.
«Ahora les toca a ellos abrir el camino hacia Moscú, allí donde los tanques han
fracasado», pensó el teniente.

Los caballos de una batería resbalaban sobre el barro. El cañón patinó y una de sus
ruedas fue a parar a la cuneta de la carretera y no pudo continuar avanzando. Los
artilleros se apearon. Algunos infantes fueron en su ayuda. Pero antes de empujar
el cañón, unos y otros consideraron con toda calma la situación. Un coronel, que
probablemente era el jefe de la batería, se acercó al grupo, pero tampoco dio
muestras de impacientarse.

—Siempre se sale del atolladero —opinó uno de los soldados.

Aquella parecía ser la opinión del coronel. Nadie se inmutó, y se tardó un buen
rato hasta que el cañón fue sacado de la cuneta.

Los tanques se dirigieron a un pueblo, donde con los restos de dos compañías se
formó una nueva unidad. La infantería pasó el puente y el regimiento ocupó las
posiciones de la sección de asalto. Los otros dos regimientos, así como el mando de
los mismos, se detuvieron en las inmediaciones del pueblo, a derecha e izquierda de
la carretera.

El jefe de la división y el primer oficial de su plana mayor se acomodaron en una


alquería. Al poco rato de su llegada, ante un mapa extendido sobre una mesa, el
primer teniente Hasse, jefe de la sección de asalto, les explicaba la situación
exacta de sus hombres.

Al otro lado del Nara estaba Worobij, donde desde hacía días luchaba una sección de
tanques, que no lograba abrirse camino. A la derecha, también junto al Nara, estaba
Tarutino, y un poco más adelante, Woronowo, y veinte kilómetros más allá, Podolsk,
hasta donde llegaba una de las carreteras que empalmaban con los suburbios de
Moscú.

—Los rusos combaten ahora a la desesperada —informó Hasse—. Los caminos están
impracticables. Los camiones pesados y los cañones apenas pueden circular. Los
caminos se embotellan a cada momento y a los regimientos no les es posible alcanzar
sus objetivos, y los mapas son muy inexactos.

El oficial se informó acerca del alojamiento de las tropas.

—Estos pueblos han sido ocupados por toda una división y no hay sitio suficiente,
mi coronel —respondió Hasse.

Tampoco aquí había sitio suficiente. Los caballos no podían ser alojados y campaban
por el campo. El pienso era cada vez peor y más escaso. Eso por lo que se refería a
las bestias…; pero ¿y los hombres? La intendencia había quedado muy atrás. Todavía
no había llegado la ropa de invierno y la gente no tenía guantes y faltaban tiendas
de campaña. Tiempo atrás se había recibido una partida de botas, pero todas estaban
ahora inservibles y los hombres, que desde el mes de agosto no habían sido
equipados, andaban medio descalzos y andrajosos.

Hasta Podolsk mediaban cuarenta kilómetros, y de Podolsk a Moscú, veinte. Con


equipos convenientes, con una intendencia que funcionara normalmente y con unas
carreteras secas y sin barro, por muy fuerte que fuera la resistencia enemiga,
aquello era cuestión de algunos días y nada más. Pero en aquellas circunstancias,
con una intendencia que parecía haberles olvidado por completo, la cosa variaba
totalmente y con aquel mal tiempo ya no había que pensar siquiera en otras
incursiones de tanques. Podolsk se convertía, pues, en el punto más saliente de la
última ofensiva. Y allí había que quedarse.
Se había planeado un grandioso movimiento envolvente que debía llegar hasta el
Moskowa, el Oka y el Volga; pero si los tanques no podían moverse y la operación
quería llevarse adelante, ello significaba que la infantería debería realizar
marchas agotadoras y que se producirían muchas bajas y grandes pérdidas de
material. Y, sobre todo, ello significaba que ya no se veía ningún fin a la guerra.

Todos aquellos informes causaron muy mala impresión al oficial que acompañaba a
Bomelbürg, y este, a su vez, se mostró muy preocupado por los acontecimientos que
se avecinaban. Poco antes había tenido noticia de ciertos hechos realmente
extraordinarios.

Por ejemplo, el jefe de una unidad de tanques que ahora descansaba en uno de
aquellos pueblos, se había negado a llevar a cabo una acción ordenada por el
Cuartel General del Führer, alegando que no quería conducir a sus hombres a una
muerte segura.

Y allí mismo, en una alquería vecina, había ocurrido algo sin precedentes. El hecho
era que un teniente coronel recién llegado de la línea de fuego, sucio y cansado,
se acercó a una mesa donde estaban dos oficiales y les dijo:

—La verdad es que hemos perdido la guerra. Les aseguro a ustedes que por ese tipo —
se refería, sin duda alguna, a Hitler— no pelearíamos ni un día más. Yo, por mi
parte, continúo en la brecha porque quiero a mis hombres y porque me llamo como me
llamo; si no, pueden ustedes estar seguros que ya me habría largado…

Esto es lo que había ocurrido, y cosas así podían repetirse cada día.

Sentado ante la mesa, Bomelbürg tenía un aspecto malhumorado.

Los comandantes de las diferentes unidades y los ayudantes entraban y se despedían


de él. Unos y otros se dirigían a los pueblos donde estaban sus hombres o a la
línea de fuego, pues al día siguiente, a pesar de todo, debía proseguir el ataque.
Y Bomelbürg pensó que no debía dejar que sus oficiales se marcharan de aquella
manera, sin decirles él cuatro palabras de despedida. Allí estaban Zecke y Schadow,
y algunos ayudantes y oficiales de la plana mayor, y Langhoff, el jefe de la
batería montada, y algunos enlaces y artilleros y soldados de infantería de la
sección de asalto. Él los conocía a todos, pues juntos habían dejado a sus espaldas
un largo camino. Muchos rostros conocidos habían desaparecido. ¡Pero en qué
división no había ocurrido otro tanto! Todas las tropas que en aquel momento se
encontraban ante Moscú habían sufrido grandes bajas. Y nadie tenía noticia de que
en aquellas circunstancias se preparase un relevo.

—Cuando hayamos tomado los fortificaciones del Urga se habrá derrumbado la última
resistencia enemiga ante Moscú. Hemos dejado un largo camino atrás, un largo camino
de victorias, y ahora solo nos queda un corto trecho para llegar a la capital rusa…
—dijo Bomelbürg, y miró a su alrededor.

Bomelbürg pensó que aquellas palabras no eran suficientes y que había que decir
algo más; que sus hombres esperaban que hablara de otra manera. «Sí; sí quería
hablar; debía abrir su corazón y desahogarse.» Así, pues, se refirió a los tanques,
a los primeros días de la guerra.

—En Brest tomamos un puente y abrimos el camino a una división acorazada y a unos
tanques. Las barracas de Minsk temblaron al paso de nuestros tanques. En Smolensk
los cogimos por sorpresa. Y los tanques todavía se permitieron el lujo de darse una
vuelta por Ucrania: cuatrocientos kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. Pero
ahora parece que se ha acabado. Los tanques se averían uno tras otro. Salen quince
tanques y ocho se inutilizan a los pocos momentos de haberse puesto en marcha. Sí,
ya sé que faltan piezas de recambio y que las cosas no van como precisamente
debieran entre quienes más hablan de nuestras victorias. Quiero decirlo con
absoluta claridad: la cuestión es que de ahora en adelante nos tendremos que bastar
nosotros, pues los tanques van a dar media vuelta y se dirigirán hacia donde puedan
ser reparados. Y nosotros, la infantería, quedamos solos. Nos quedamos solos y
continuamos hacia Moscú.

Bomelbürg hizo una pequeña pausa y prosiguió:

—Los pulmones de los infantes resisten más que los pulmones de los tanques. Esto es
algo que ahora acabamos de aprender. Y si esta experiencia es tenida en cuenta por
el jefe supremo de la intendencia y se nos envían provisiones, ropa y material, las
cosas, no lo duden ustedes, todavía pueden cambiar. Si así no ocurre, ¡pobres de
nosotros! Amigos míos, según lo que yo he visto, la guerra no es el fusil, el
cañón, ni el tanque. Ante todo, la guerra es…

La noche se echaba encima de los campos. «Ardiente Elias», que los tanques todavía
no habían logrado enmudecer, bombardeaba el pueblo. Los oficiales y soldados se
acercaron a su general.

—¿Quién eres tú, soldado?

—¡Suboficial Gnotke, mi general!

—¡Primer cabo Feierfeil, mi general!

—¡Cabo Heydebreck, mi general!

—Vosotros sois la guerra, mis queridos amigos. La guerra son vuestros ojos, que han
mirado hacia el abismo, amigos, y son vuestros pulmones, que resistirán o se harán
añicos. En una palabra: la guerra es el hambre, y el frío, y las enfermedades, y
las pulgas, y para muchos, no lo olvidemos, el campo de concentración. Yo no puedo
prometeros más que combates. Y no os prometo ningún botín, porque nosotros somos
soldados y no saqueadores. Y tampoco os prometo mujeres, ni un alojamiento
confortable en Moscú. Solo os prometo andrajos y, para aquellos que lleguen hasta
el final, pobreza y miseria. Los saqueos los hacen los otros, los que llevan
brillantes uniformes y ostentan condecoraciones y poseen las más hermosas mujeres.
Porque las mujeres hermosas siempre son para el vencedor, y nosotros, amigos míos,
no somos vencedores, sino víctimas, nosotros somos el camino de la victoria, y en
este camino desaparecemos…

»Y además, además…

»Aquí estamos y aquí debemos estar. Y no puede ser de otra manera. La guerra tiene
su aurora y su ocaso. Y aquí, en este momento, nosotros estamos bajo su cénit. La
guerra es algo que está por encima de todos nosotros, y nadie tiene derecho a
preguntarse si se trata de una guerra justa o de una guerra injusta. La guerra,
como os digo, está muy por encima de nosotros, y no se trata del pueblo de Kamenka
o de la ciudad de Moscú, sino de otra cosa mucho más importante. Se trata de
nuestro propio pueblo, de nuestra propia ciudad; pues el día que partimos de
Alemania dejamos las fronteras abiertas. ¡Ojalá nunca hubiera ocurrido! Pero así ha
sido y nada puede cambiarse, y aquí, a pocos kilómetros de Moscú, bajo el cielo de
Tarutino, donde ya una vez se jugó el destino de Europa, se jugará la suerte de
aquellas fronteras nuestras…

»Aquí estamos y debemos continuar hacia adelante, aunque los cosacos caigan sobre
nosotros como los más espesos copos de nieve que jamás hayamos visto caer. Aquí
estamos y no debemos rendir las armas ante nada ni ante nadie. Debemos continuar
avanzando…
Hacía tiempo que quería hablar así a sus hombres. Así les quería hablar desde los
días de Juchnow y de Iljinskoje; pues cada vez pensaba que mañana sería quizá
tarde, ya que nadie sabía lo que podía ocurrir.

Sobre el bosque de Tarutino, el cielo se oscureció. De vez en cuando «Ardiente


Elias» disparaba un cañonazo y una casa o una barraca comenzaba a arder. Bomelbürg
salió de la alquería y se dirigió hacia su plana mayor. Los demás se dispersaron en
la inmensidad de los campos. Por un momento, las llamas de una casa iluminaron a
grupos de dos o tres hombres, que en eguida se hundieron en la oscuridad de la
noche.

PÁNICO EN LA CAPITAL RUSA

Moschaisk había caído, y por el Norte los alemanes se dirigían a Kalinin. Al


Sudeste estaban en Tarutino, en la orilla oriental del Nara; y por el Sur los
tanques de Guderian marchaban por la carretera de Orel a Tula.

El pánico reinaba en la capital. En ninguna casa había tranquilidad. Los edificios


del Gobierno, las oficinas del Estado, los comités de la Radio y del cine, los
institutos políticos y económicos, la sede del Gobierno, todo parecía un gigantesco
nido de avispas. Las líneas de los ferrocarriles a Bielorrusia y a Stalingrado
estaban interrumpidas, y las estaciones de los trenes que conducían hacia el Oeste
se veían vacías. El único camino que al parecer había quedado libre era el de la
estación del Este. ¿Cuánto tiempo quedaría libre aquel camino? Quizá solo unos
días, o unas horas. Y la gran estación gris parecía un corcho que flotara sobre las
espaldas de una apretada muchedumbre que se apiñaba junto a las vías, cerca de los
antiaéreos que trataban de derribar a los «Stukas», cuyas bombas caían sin cesar,
llenando de humo la estación. Pero el humo volvía a despejarse y una y otra vez la
gran estación gris continuaba en pie, incólume, en el mismo sitio. La estación y la
plaza en que esta se levantaba estaban llenas de fugitivos que, cargados de maletas
y sacos, ya llevaban varios días aguardando poder continuar su éxodo hacia el Este.
Y la muchedumbre no solo llenaba la estación y la plaza, sino también todas las
calles que iban a desembocar a ella. Aquello era la fuga de la burocracia, de los
comisariados e institutos; era la huida de las secretarias y de los jefes de
oficinas, de los escritores y artistas y de todos aquellos privilegiados a quienes
alimentaba y vestía una «sección especial».

Y la población de Moscú, que no participaba en aquel éxodo, contemplaba la


desesperada huida de aquellas gentes.

El circo de Taganka estaba lleno hasta los topes. La gente que había acudido no
pensaba en huir. Junto a algunos trabajadores se veían unas gentes vestidas con sus
mejores trajes de otros tiempos, y entre ellas había algunos hombres que incluso
empuñaban bastones con puños dorados pertenecientes a la época de los zares.

El payaso con la cara pintada de blanco salió a la pista.

—Estos días se han comprado muchas maletas —dijo— y mucha gente se ha marchado.
Pero ¿cómo van a volver esos viajeros? Cuando regresen, seguramente se les negará
la documentación y entonces no los volveremos a ver más.

Bajo la gran cúpula del circo los espectadores se echaron a reír.


Las estaciones estaban llenas de máquinas de escribir, de maletas y de bártulos que
contenían zapatos, medias y ropa. Pero los fugitivos no solamente llenaban las
estaciones; huían en coches y vaciaban los parques móviles. Los altos empleados del
Estado huían cargados con muebles, mujeres y chiquillos, y muchos de ellos se
escapaban con sus amigas o con sus secretarias, y el director de una fábrica de
zapatos se escapó con un gran cargamento de ellos. Algunos de aquellos fugitivos
pagaban veinte mil y hasta treinta mil rublos para poder llegar a Gorki o a
Swedderdlowsk. En los trenes no quedaba ni un asiento libre. Los fugitivos que
llegaban del Oeste no podían continuar su viaje; pues los trenes eran insuficientes
para transportar a aquella inmensa muchedumbre.

En las vías de la estación había dieciocho, veinte o veintidós transportes. Y


aquellos que habían llegado al tren y que para instalarse en él se habían
desembarazado de su equipaje, tenían que esperar horas y horas en la estación. Y
todos los pasajeros que habían podido encontrar un acomodo tenían tras sí el
dramático recuerdo de unos días inolvidables. Aquella gente había alcanzado un
puesto gracias a un permiso especial concedido por las autoridades, pero cada uno
de ellos podía ser borrado en el último momento de las listas de pasajeros.

Anatolij Arkatjewitsch era uno de aquellos pasajeros. Ya no era joven y su corazón


estaba algo delicado y se había resentido a causa de las angustias de los últimos
días. Anatolij Arkatjewitsch no era precisamente un héroe y él lo sabía. Para ser
un héroe a Arkatjewitsch le sobraba fantasía. Anatolij Arkatjewitsch ignoraba los
planes de aquellos fantasmas que, metidos en tanques, se acercaban a la capital en
nombre de Hitler; pero no por eso dejaba él de formularse ciertas ideas muy poco
agradables sobre la situación.

El día antes de la marcha, Anatolij Arkatjewitsch se levantó muy de mañana y se


preparó el desayuno. Desde el verano, su mujer, su suegra y sus hijos se
encontraban en Pljess, junto al Volga, y allí continuaban. Aquella mañana Anatolij
Arkatjewitsch se enteró por la Pravda de que Moscú estaba en peligro e
inmediatamente salió de casa en busca de un permiso para salir de la capital. Al
llegar a las oficinas donde se expedían los salvoconductos vio que no era el único
que quería salir de la ciudad, pues ante las ventanillas formaban largas colas de
gente que aspiraba a lo mismo que él. Apenas hubo llegado, alguien le dijo que
Moschaisk había caído en poder de los alemanes. Un grupo de mujeres que acababan de
llegar del Oeste dijeron que los alemanes iban a entrar de un momento a otro en
Kutschkowo, pero en realidad los alemanes podían llegar a Moscú desde Kutschkowo, o
desde Kling, o desde Podolsk. Y de un momento a otro podían aparecer aquí, en la
Tscherkarskij-Pereulok.

Anatolij Arkatjewitsch había enviado un mandado en busca de dinero, y el muchacho


no regresaba. Por fin, se presentó el mandado con seiscientos rublos, que era todo
cuanto había conseguido. Aquella cantidad debía bastarle para emprender un viaje a
lo desconocido, cuya duración nadie podía calcular. Y había que tener en cuenta que
en aquellos momentos un trozo de pan en el mercado negro costaba ochenta rublos. Su
familia no podía continuar en Pljess y Anatolij Arkatjewitsch se preguntaba con qué
dinero habría de continuar hacia el Este.

Anatolij Arkatjewitsch regresó a su casa muy nervioso y comenzó a telefonear a sus


conocidos. Pero casi todos ya se habían marchado. Hasta Ilya Erhenburg había
desaparecido, con sus perros, de la capital. Alguien le dijo que el escritor se
había marchado en un avión.

Todo el mundo empaquetaba sus cosas. Muchos se quejaban de la falta de organización


y todos temían no llegar a tiempo a la estación y quedarse en tierra. Anatolij
Arkatjewitsch telefoneó a Michailowitsch y le dijo que estaba dispuesto a dejarle
su vivienda por el tiempo que estuviera ausente de Moscú. Y al poco rato se
presentó Michailowitsch, un comandante de la guarnición de Moscú, a quien Anatolij
Arkatjewitsch entregó las llaves de la casa.

Por la tarde, Anatolij Arkatjewitsch se fue al club donde estaban expuestas las
listas de pasajeros a quienes se permitía marchar al día siguiente. No había tiempo
que perder, pues todos tenían muchos asuntos pendientes; pero todo el mundo iba y
venía por los pasillos y estancias dando y comentando las noticias de última hora.
Al no haber sitio para todos, muchos nombres tuvieron que ser borrados de la lista.
Y cada uno de aquellos hombres defendía su lugar en el tren, y no solamente luchaba
por su sitio, sino también por el de su mujer y el de su suegra y de sus hijos. Y
más de una vez ocurrió que para ceder un sitio a la querida de un alto funcionario,
toda una familia se quedó en tierra. Era como una lotería a vida o muerte. Y cuando
las listas ya estaban terminadas comenzaba otra lucha en torno a cada uno de los
destinos. Un tren iba a Kazán, y otro al Asia central. Los más favorecidos eran
aquellos que tenían una plaza en el tren del Asia central. Y cuando todo parecía
resuelto, se volvía a coger la lista y se suprimían los nombres poco conocidos.

Anatolij Arkatjewitsch no figuraba entre los nombres más ilustres de la literatura


soviética. Anatolij Arkatjewitsch era colaborador de algunos periódicos, escribía
críticas literarias, daba conferencias ocasionales y de vez en cuando adaptaba
obras literarias al teatro, que eran representadas en algunas fábricas y en ciertos
clubs. Cuando la discusión acerca del «realismo socialista» se declaró contrario al
«formalismo». Y aquello le valió trasladarse al número 17 de la Lawruschinskij
Pereulok, donde hasta entonces había vivido el escritor Smirnow, uno de los que
sostenían la tesis contraria. Pero aunque no se llamara Gladkow, ni Fegin, ni
Fadegew, no por esto dejaba de estar en las listas de los pasajeros a quienes se
permitía llegar a Kazán. Así, pues, podía volverse tranquilo a casa. Anatolij
Arkatjewitsch caminó, a través de las calles oscuras, hacia la Lawruschinskij
Pereulok.

De vez en cuando, junto a él pasaba un rostro desconocido y pálido. Se oían los


pasos de las gentes en la oscuridad. Al cabo de un rato oyó marcar el paso sobre el
asfalto: era una sección de soldados procedentes del extrarradio. Los soldados
olían a sudor.

Michail Michailowitsch ya estaba instalado en su casa. Juntos tomaron una taza de


té… Anatolij Arkatjewitsch continuaba sintiéndose nervioso. Se levantó y recorrió
la casa de un sitio a otro, pensando en Natalia, su mujer, que estaba en Pljess y
que esperaba su cuarto hijo. ¿Cómo sobrellevaría aquella situación y aquellos
peligros que le amenazaban? Luego pensó en un trabajo que tenía a medio hacer…

Y, finalmente, se fue a dormir.

Despertó sobresaltado. Una mano se acababa de posar sobre su espalda. Era una mano
desconocida y misteriosa, surgida de la nada. Quizá fuera la mano de Smirnow, que
antes que él había dormido en aquella misma cama. Temblando, dio vuelta al
conmutador de la luz… y no vio a nadie.

Parecía que la noche no iba a terminar nunca.

Apenas hubo amanecido, Arkatjewitsch ya estaba arrastrando sus cosas a la calle. El


camión destinado a transportar a la primera tanda de inquilinos del número 17 de la
Lawruschinskij Pereulok ya se había marchado y llevaba trazas de no volver a
recoger, tal como se había convenido, a la segunda y cuarta tandas que esperaban
con sus bártulos en el portal. Y a medida que pasaba el tiempo, los inquilinos de
la casa, cuya mayoría se componía de escritores y redactores de periódicos, iban
descendiendo a la calle. Tras una larga espera, algunos perdieron la paciencia, y,
cargando con sus maletas y bártulos, se fueron a la parada del tranvía. Las calles
estaban llenas de niebla, y los vecinos que continuaban en el portal oían cómo los
tranvías se acercaban, paraban y se alejaban de nuevo. La gente que ya iba en los
tranvías acogía a los recién llegados, que trajinaban grandes maletas y un sinfín
de paquetes, de mal talante y, en alguna ocasión, echaban al arroyo el equipaje que
los fugitivos acababan de dejar, antes de subir, en la plataforma del tranvía.
¿Cómo iban a llegar a la estación? En aquellos momentos ni por mil rublos se
encontraba un coche ni un maletero. Finalmente, cuando la situación ya no podía ser
más apurada, Anatolij Arkatjewitsch se acercó a un camión cuyo conductor le aceptó
como pasajero.

Sin embargo, todavía quedaban muchas dificultades por vencer. La plaza de la


estación estaba llena de gente que gritaba y reñía, pues muchas de aquellas
personas no podían entrar en los andenes y debían quedarse en Moscú. Por fin, tras
muchos sudores, Anatolij Arkatjewitsch se encontró instalado, junto a la
ventanilla, en el tren. No era hombre para ir cargado con demasiados bártulos, así
es que, ya en la entrada de la estación, se desprendió de una gran maleta. Además,
un alto empleado de la estación le advirtió que los pasajeros solo podían llevar
consigo los bultos que pudieran sostener sobre las rodillas. Miró por la
ventanilla. Por todas partes veía rostros conocidos. En la vía de al lado había un
tren con gentes del teatro, y un poco más allá otro con el personal docente de la
Academia Militar.

Anatolij Arkatjewitsch se instaló en el vagón a las ocho de la mañana, pero hasta


las doce del mediodía no partió el tren. De haberlo sabido hubiera preparado las
cosas con más calma; pero cualquiera podía imaginarse aquel desorden. Sin embargo,
lo importante era que el tren ya estaba en marcha. Ahora solo quedaba por resolver
la cuestión de cómo Natalia Timofejewna, su mujer y su suegra y sus hijos podrían
salir de Pljess…

Michail Michailowitsch estaba instalado en un sexto piso del número 17 de la


Lawruschinskij Pereulok. Era un piso pequeño, pero cómodo, con cuarto de baño,
alfombras, cuadros, y unas estanterías repletas de libros. La casa, que contaba
doscientas viviendas, había quedado casi vacía. En el noveno piso vivía un
inquilino; en el segundo, cinco o seis, y en el entresuelo, uno: el casero. Todas
las puertas estaban abiertas y cualquiera podía entrar en las viviendas
deshabitadas, sin que nadie se lo impidiera.

Michail Michailowitsch acababa de cumplir catorce días de servicio agotador y no


tenía más deseos que acostarse y dormir, lo cual podía hacer con toda tranquilidad,
pues había mandado a su ordenanza que en caso necesario le llamara enseguida por
teléfono a su nuevo domicilio.

¡Catorce días bajo las órdenes del general Silonow, comandante en jefe de las
fuerzas de Moscú!… El día dos de octubre fue cuando los alemanes rompieron la línea
defensiva de Dorogobusch y formaron la gigantesca tenaza sobre Rschew y Kalinin, en
el Norte, y sobre Orel y Tula, en el Sur. El día tres de octubre, hacia las cinco
de la tarde, estaba Michail Michailowitsch cerca de la Lawruschinskij Pereulok, en
una casa de trece pisos donde únicamente vivían empleados del Estado y en la que
habitaba un amigo adscrito al Comisariado de Defensa, viejo compañero del colegio
de Tiflis. Grigorij Grigorewitsch y Michail Michailowitsch escuchaban el último
parte oficial de guerra dado por la Radio. El parte se había referido a «combates
locales, con grandes pérdidas de los alemanes»; pero luego, al examinar la
situación se percataron que no había tales «combates locales», que el frente ruso
era un puro caos, que el ejército soviético estaba prácticamente derrotado, que las
carreteras que conducían a Moscú habían sido ocupadas por el enemigo y que el
Gobierno no hacía más que ocultar la verdad y mentir de una manera descarada.

—¿Cuánto tiempo crees que esto podrá durar, Grigorij Grigorewitsch?

—Hasta que caiga Moscú. Hasta la derrota final, que ya no puede tardar mucho,
Michail Michailowitsch.

Esta conversación la habían sostenido el día tres de octubre y cinco días después,
es decir, la noche del ocho al nueve del mismo mes, estaba él de servicio en la
guarnición. Aquella noche, el jefe de la guarnición, general Silonow, entró en su
despacho y, pálido como un muerto, le entregó la orden de evacuar parte de los
archivos del Gobierno. Dar aquella orden era algo fácil, pero cumplirla resultaba
muy difícil, pues casi todos los camiones de la comandancia habían sido requisados
por el Kremlin. Cuando Michail Michailowitsch se disponía a tomar las primeras
disposiciones para efectuar la evacuación de los archivos se le mandó trasladarse
al Kremlin, donde bajo las órdenes del general Silonow debía hacerse cargo de la
guardia. Y aquella misma noche tuvo que ponerse al frente de una sección motorizada
y acompañar al campo de aviación a un grupo de la gran familia de oligarcas que
residía en el Kremlin. Michail Michailowitsch vio cómo un grupo de mujeres, niños y
hombres se acomodaban temblando de miedo en un gran coche cubierto, y Michail
Michailowitsch se dio cuenta de que aquellas gentes estaban convencidas de que
Moscú había de caer al día siguiente.

El día diez de octubre comenzó el Comité de Defensa y el Secretariado de Stalin a


transportar sus archivos secretos, que debían ser depositados más allá de los
Urales. El temor de que aquellos documentos pudieran caer en manos de los alemanes
era la prueba evidente de que las autoridades soviéticas temían que Moscú fuera
tomado de un momento a otro. El día once de octubre se comenzó a evacuar el oro del
Banco del Estado, y no solamente se transportaron las barras y los lingotes, sino
todo aquello que pudiera tener algún valor. El oro fue depositado en unos tanques
que inmediatamente salieron de la ciudad y se dirigieron hacia el Este.

El día doce de octubre, fecha en que el frente dejó prácticamente de existir, el


personal de los Ministerios y especialmente las personas adscritas al Ministerio
del Interior abandonaron la ciudad acompañados de grandes fuerzas de policía. En
Moscú solo quedaron grupos encargados de hacer desaparecer el resto de los
documentos. Y las chimeneas del edificio que la NKVD tenía en la Lubjanka
estuvieron humeando día y noche. La marcha de la NKVD era el principio del fin.

Al día siguiente, Moscú parecía una ciudad diferente. Lo que entonces comenzó podía
compararse a un corrimiento de tierras. Las carreteras que conducían el Este
estaban llenas de caravanas de camiones llenos de muebles, alfombras y demás
enseres caseros, y de coches particulares en los que viajaban los propietarios de
todo aquello. El único ferrocarril que funcionaba era el de la estación de Kazán, y
nadie sabía cuánto tiempo podría ser utilizado. Los altos empleados del Comisariado
Central, los actores, los profesores de la Universidad y de algunos institutos, los
escritores, así como los alemanes, franceses y españoles adscritos al Komintern
habían podido escapar a última hora. Y quienes habían quedado atrás, los que habían
llegado tarde a la estación y los que habían sido borrados de las listas, se
procuraban cualquier medio de transporte y, con el resto de los fugitivos,
marchaban hacia el Este encaramados en toda clase de vehículos. Los trenes
marchaban hasta allí donde les permitía llegar el escaso carbón de que disponían; y
luego las gentes continuaban en carros o, en el peor de los casos, a pie. Mucha
gente se dirigió al río y huyó en las barcazas y barcas que encontró atracadas en
los malecones. Y una inmensa caravana de fugitivos se extendió por las carreteras,
las vías y los ríos…

Michail Michailowitsch durmió unas horas y ningún ordenanza estorbó su sueño. Al


mediodía llenó la bañera, dio vuelta al conmutador de la luz y vio que todavía
había electricidad. Aquello debía agradecerse a la guarnición, que en aquellos
momentos se había hecho responsable de todo. Encontró un botellín de sales para el
baño y arrojó el contenido del mismo en la bañera.

Por lo visto, en aquella casa de un homme de letres completamente desconocido en el


país no faltaba nada; ni sales para el baño, ni cafetera eléctrica. Cierto que la
literatura costaba un buen pico al Estado. «A nuestros arquitectos les damos
basalto y mármol; es decir, les damos lo mejor, y también los ingenieros del
espíritu reciben, como aquellos, lo óptimo; los escritores son educados conforme a
los métodos del estajanovismo y luego son enviados regularmente a descansar a
Crimea, al Cáucaso y al Altai, y nosotros esperamos que ellos nos den lo mejor de
lo mejor.» Esto lo había dicho Bubnow, el ministro de Educación. Pero la mayor
parte de aquellas obras construidas con tan costosos materiales, al cabo de poco
tiempo se agrietaban y, muchas de ellas, acababan por desplomarse, y nadie más se
acordaba de ellas. Bubnow, el ministro de Educación, fue finalmente encarcelado y
al cabo de algún tiempo fusilado por orden de la «Sección Especial». Pero el
presupuesto de millones destinados a la literatura sobrevivió al ministro, y la
gente continuó quejándose de la vida regalada que llevaban los artistas y
escritores. Tal modo de vivir era contrario a la tradición que hasta aquel entonces
habían observado la mayor parte de los escritores rusos. Quizá a aquellas viviendas
de la Lawruschinskij Pereulok y a las residencias de Bolschewo y de Puchkino y de
Pljess les faltara un pequeño detalle; les faltaba precisamente aquello de que
gozaban los famosos escritores anteriores al comunismo, que trabajaban, cargados de
deudas y sin poder comer muchas veces, pero con entera libertad, porque podían
escribir cómo y cuándo se les antojara.

El teléfono sonó. Michail Michailowitsch no tuvo necesidad de salir de la bañera,


porque junto a ella había un teléfono. Era Grigorij Grigorewitsch.

—Bueno, muy bien; ven enseguida.

Michail Michailowitsch colgó el teléfono.

«Sí, pensó, falta un pequeño detalle. La sal también es un pequeño detalle, pero
sin sal no apetece la comida y Majakowski, Jesseni, Babel, Kirchon, Newski y todos
los demás habían preferido vivir sin aquella libertad.»

Michail Michailowitsch siempre había tenido una gran afición a la lectura. Aquella
afición había comenzado, de chico, en el colegio, y continuó luego en la capital,
cuando su matrimonio con Anna Alexejewna, pues tanto esta como su madre Lena
Fjodorowna habían leído mucho y gustaban hablar de literatura. Anna Alexejewna fue
quien le presentó a aquel periodista en cuya casa de la Lawruschinskij Pereulok se
encontraba.

Cuando Grigorij Grigorewitsch llamó a la puerta, Michail acababa de vestirse.

—He estado meditando mucho acerca de nuestra organización —dijo Michail


Michailowitsch a su amigo—. Nuestro Estado ha querido ordenar demasiadas cosas, y
todo lo ha hecho como si nuestra organización tuviera que durar una eternidad; pero
al primer empujón todo se ha venido abajo.

—Yo también creo que hay algo más importante que esa manía ordenadora.

—¿Qué ocurrirá cuando lleguen los del «Nuevo Orden»?

—No les dejaremos entrar en Moscú.

—¿Y qué sucederá luego?

—De esto ya hablaremos después. Ahora, de momento, defendamos a Moscú.

—¿Y cómo quieres defender a Moscú ahora que Timoschenko ha dejado la ciudad en
manos de los alemanes?
—Timoschenko debe comparecer ante un tribunal militar, y Worochilow y Budyenny lo
mismo. Pero ahora no es esto lo más importante. Ahora debemos defender a Moscú
aunque sea sin la ayuda de los mariscales.

—¿Y sin ejército? Los alemanes están en Moschaisk y en Wolokolamsk. La última línea
de resistencia que había entre Kalinin y Kaluga se acaba de venir abajo. ¿Cómo
quieres defender a Moscú?

—¡Podremos pelear en las calles hasta el último momento!

—¿Para quién? ¿Por qué?

—Para nuestro país. En Moscú defenderemos el soleado Cáucaso y nuestras hermosas y


morenas mujeres.

—¡Para que las mujeres y los hombres continúen vestidos con harapos! —exclamó
Michail Michailowitsch, el nuevo oficial de la guardia del Kremlin.

—¿Y esto lo dices tú?

—¿Acaso no es cierto? ¿No acostumbras dar tu ropa interior usada a gente que sabes
que carece de ella?

—Pero tú, Michail, eres un viejo compañero del Partido y has trabajado toda tu vida
por él. Si un trabajador de alguna fábrica hablase como tú…

—Sí; es cierto. He trabajado siempre por el Partido, he disparado cuando se me ha


ordenado hacer fuego sin tener en cuenta mis sentimientos. He hecho muchas cosas,
pero ahora no estoy dispuesto a continuar obrando de esta manera y sacrificándolo
todo a un vago y remoto ideal. Ahora, en la catástrofe, se ven las grietas del
régimen, y estas grietas son mucho más profundas de lo que yo podía haber supuesto,
y en el fondo de las mismas se ve una gran podredumbre.

—Sí, estoy conforme; sé que el Gobierno ha cometido muchas faltas. Pero ¿qué
podemos hacer? ¡Debemos defender a nuestro país! ¡No podemos quedar reducidos a la
esclavitud! Puedes estar seguro de que el Gobierno tendrá muy en cuenta esta
lección de ahora.

—Todo debe cambiar. Nuestro Gobierno está en quiebra. La burocracia se ha


comportado de una manera lastimosa.

¿Qué sucedería? ¿Qué podía quedar en pie de lo antiguo? ¿Qué nuevo sistema de vida
podría inaugurarse? Las preguntas no tenían respuestas adecuadas. Todo aquello era
como para volverse loco, y la única solución posible parecía que era la de
encerrarse en una casa de Moscú y recibir a balazos a los alemanes. Pero ¿quiénes
tomarían parte en la defensa? Seguramente no habría muchos que se prestaran a
aquella lucha. Además, habían quedado demasiados residuos de la antigua
organización, y entre ellos, el peor de todos, que era el terror. Las mujeres
continuaban acarreando picos y palas a las afueras de la ciudad, donde removían la
tierra para hacer trincheras; algunas, es cierto, no se presentaban al trabajo y
procuraban escaparse; pero otras continuaban removiendo la tierra día tras día,
como venían haciendo durante las últimas semanas. Las listas para la Narotnoje
Opoltchienie, el ejército popular, surtían poco efecto; pues únicamente un diez por
ciento de los que en ellas figuraban se presentaban en los puntos de reunión, y con
el fusil al hombro y los bolsillos llenos de munición se dirigían hacia
Wolokolamsk, hacia Naro-Fominsk y hacia Podolsk. Pero aquellos hombres no iban allí
para defender a los jefes comunistas, esfumados camino del Este. No, los
Opoltchenzi salían de Moscú para defender su país.
Michail Michailowitsch contempló al día siguiente cómo en el bulevar Strastnoi dos
camiones repartían armas a una sección de la Narotnoje Opoltchienie. Había ido al
bulevar Strastnoi para despedirse de su amigo Grigorij Grigorewitsch, que estaba al
frente de aquellos hombres. Grandes nubes blancas pasaban por el cielo sobre las
gigantescas casas de la calle Gorki. Aparte de unas pocas ruinas producidas por los
bombardeos, Moscú estaba intacto. En el extrarradio, los antiaéreos disparaban día
y noche y muy pocos aviones llegaban al centro de la ciudad. Los bolsillos de los
opoltschenzi estaban ya llenos de municiones. Michail Michailowitsch y Grigorij
Grigorewitsch se habían dicho ya cuanto tenían que decirse; es decir, no se habían
dicho nada, pues, ¿qué podían decirse en aquellos momentos? Cuando Michail
Michailowitsch se miraba en los ojos de su amigo, que había sido su inseparable
compañero de la infancia, no podía suponer que aquella era la última vez que estaba
junto a él.

—¡Ah! Grischa; demonio…

—Nuestro país; si… Sa Rodina.

Esta vez la frase no fue dicha como una fórmula más. Y las últimas palabras de la
fórmula —Sa Stalina— no fueron pronunciadas.

Michail Michailowitsch se quedó contemplando aquel grupo de hombres que marchaban a


la muerte. Aquel grupo no estaba formado por trabajadores, sino por profesores,
doctores, ingenieros y especialistas, y aquel grupo formado entre los mejores de
Moscú, se alejó por la calle Gorki y atravesó luego la Plaza Roja en dirección a la
estación de Pawerets, donde debía tomar el tren hacia Podolsk y descender luego
entre esta ciudad y Tarutino, para detener el avance de la infantería alemana, que
acababa de atravesar el río Nara.

Una vez más se hizo de noche en Moscú. Era la noche del quince al dieciséis de
octubre. El último tranvía pasó ante las casas envueltas en la oscuridad. Las
ruedas, faltas de aceite, chirriaron sobre las vías, y arriba en el trole se
produjeron unos chispazos, cuya luz azulada iluminó por un momento las fachadas de
las casas.

El tranvía se detuvo ante una parada. Un hombre bajo, de ojos vivos y cara triste,
descendió del tranvía. Era el payaso del circo de Taganka. El hombre avanzó por la
calle desierta. A derecha e izquierda de la calle comenzaron las casas de madera.
Cerca del convento de Donskoi, bajó a unos sótanos donde había una taberna y sin
que lo pidiera le fue servido un vaso. En aquel vaso había agua y alcohol
procedente de un hospital.

El tranvía continuó su marcha, pasó ante el convento Donskoi, atravesó la


Danilowskaja y se metió en la cochera. El conductor se marchó a su casa. Unos
empleados contaron la recaudación y al hacer el recuento de los billetes
despachados, muchos empleados se quedaron con bastante dinero sobrante. Pues aquel
día, casi todos los pasajeros que habían dado un rublo no esperaron la vuelta del
cambio, como si el dinero no hubiera tenido ningún valor.

Una de las cobradoras del tranvía se llamaba Turichina, Praskowja Turichina, la


mujer del intendente Turichin, que no trabajaba en una fábrica de munición, como
había temido tenerlo que hacer, sino en los tranvías de Moscú. Al llegar a su casa,
en la calle Schaboro, vio que un hombre rondaba ante la puerta. Se espantó y, al
cabo de un momento, se dio cuenta de que aquel hombre era su marido, Anatolij
Turichin.

—¡Anatolij…!

—¡Cállate!
Turichin, el desertor, había llegado a Moscú con las botas destrozadas, la cara
tiznada, la ropa hecha jirones y, como él mismo declaró a su mujer, el cuerpo lleno
de piojos. Únicamente deseaba cambiarse de ropa y encontrar otro par de botas.
Luego se iría enseguida. Pero nadie tenía que saber que había estado en su casa, de
lo contrario…

Otro de los prófugos que había vuelto a Moscú era el profesor Bogdanow. Al volver
la esquina de la Arbatkaja vio la misma casa que ocho años antes había abandonado
conducido por dos hombres de la NKVD. Cruzó el portal y subió la escalera, que
estaba completamente a oscuras. Encendió una cerilla —una cerilla era aquellos días
una fortuna— y vio la placa en que figuraba su nombre. El corazón le golpeó con
fuerza. Al otro lado de la mirilla había alguien. Bogdanow sacrificó la segunda
cerilla y la mujer que estaba tras la puerta pudo ver su rostro y se fijó en las
profundas ojeras del visitante. De pronto, la mujer le reconoció y abrió la puerta.
Bogdanow estaba ante su hija. De momento ninguno de los dos pronunció una palabra.
Ella le cogió de la mano y le acompañó a través del oscuro corredor. Únicamente les
habían dejado una habitación del piso, y allí llevaba la chica a su padre. En la
cama había un hombre, y Bogdanow comprendió inmediatamente que aquel individuo no
era el marido de su hija, sino un hombre cualquiera. Sobre la mesilla de noche se
veía una botella medio vacía, dos vasos y un cenicero lleno de colillas. Y el
penado Bogdanow, que tras ocho años de ausencia acababa de llegar a su casa
conmovido por una serie de sentimientos inefables, chilló a la muchacha el peor
insulto que un padre puede dirigir a su hija.

—¡En la Unión Soviética no hay prostitutas! —le respondió la muchacha.

Esta frase hizo pensar a Bogdanow.

En una confortable casa situada junto al parque Petrowskij había dos mujeres
vestidas con trajes un poco pasados de moda, sentadas frente a frente. Una de
ellas, la de más edad, tenía un libro en las manos, pero en vez de leer parecía
espiar los menores ruidos de la calle. Tres o cuatro veces creyó que alguien abría
la puerta del jardín; pero siempre se equivocó. La otra mujer parecía no quererse
ocupar en nada y desde hacía días se pasaba las horas sentada, con las manos
vacías, frente a su amiga. Únicamente se distraía algo con los quehaceres de la
casa, pero por lo demás ni comer quería. A veces salía de casa y hacía largas horas
de cola ante tiendas vacías, para regresar luego con un trozo de pan o una botella
de petróleo para la lámpara.

—No se deje usted abatir, Nina Michailowna.

Lena Fejodorowna sabía qué clase de preocupación tenía su amiga. Cuando Anna
Pawlowna trajo a Nina Michailowna a su casa le contó de qué se trataba. Traer un
niño al mundo no es algo que pueda considerarse como una catástrofe, aunque la
criatura no sea del hombre que debiera ser; pero perder el marido —y con él los
amigos, la casa y el derecho de vivir en Moscú—, eso sí que era gran desgracia. Y
esto era lo que precisamente le había ocurrido a ella, y nadie, excepto Michail
Michailowitsch, había querido tenderle una mano. Anna, sin embargo, trató de
amoldarse a la nueva situación e incluso encontró trabajo. Lo importante era tener
paciencia y esperar. Ahora se decía que Stalin había sido detenido, y quizá fuera
verdad, pues el desorden era completo y todos los altos funcionarios habían huido
de Moscú. En su oficina apenas quedaba nadie y los pocos que continuaban yendo no
hacían más que quemar papeles.

Lena Fejodorowna cerró el libro y dijo:

—Anna Alejewna ya debería de haber vuelto.


—Creo que hoy han suprimido los tranvías… —respondió Nina Michailowna.

—¡Pero Anna no podrá venir a pie desde el bulevar Sadowaja Karetnaja hasta aquí!
¡Y, además, las calles están llenas de individuos peligrosos!

—¡Si por lo menos pudiéramos avisar a Michail Michailowitsch!

Pero en aquellos momentos no era posible.

Un cielo oscuro se cernía sobre Moscú. Nadie dormía en la ciudad. A pesar de la


prohibición de circular de noche, las calles estaban llenas de gente y ninguna
patrulla se encargaba de hacer cumplir la orden. Los grandes cuarteles y las
pequeñas barracas de madera del extrarradio, medio deshechas por el viento y la
lluvia, aguardaban; y las ruinas de los antiguos palacios de la época de los zares
y las humildes viviendas de los desheredados aguardaban; y los inmensos edificios
de los comisariados del pueblo y de las organizaciones del Partido, aguardaban; y
los deshabitados palacios de los dirigentes, y los corredores vacíos, y los patios
sin un alma, y las dependencias del famoso edificio de la Lubjanka, y las
habitaciones del «Hotel Metropol», todo aguardaba. Moscú aguardaba a su prometido.

¡Ah, mi querida, dorada capital!… El novio se acerca con tanques y unidades de


ingenieros y lanzallamas, y sueña con matar a su prometida.

El cuerpo diplomático y el Comisariado de Asuntos Exteriores se habían ido a


Kuybischew, junto al Volga. El Comisariado del Interior estaba en Tschkalow, en la
frontera del Asia. Toda la Rusia europea se había replegado hacia el Este. El
Servicio de Información se encontraba camino de Swerdlowsk, de Taschkent, de Alma-
Ata. El tren que transportaba a lo mejor de la literatura soviética acababa de
pasar entre los escombros de la estación de Armaza y se dirigía, a través de Sura,
hacia Kazán. Y en el campo de aviación de Tuschino, en Moscú, estaban preparados
unos aviones de pasajeros y unas escuadrillas de cazas, que esperaban a los últimos
personajes que se habían quedado en la capital. La Plaza Roja, con las grandes
murallas del Kremlin y el mausoleo a Lenin y la gran catedral de San Basilio al
fondo, parecía descansar en la oscuridad. Nadie se atrevía a cruzar aquella plaza.
Reinaba un profundo silencio, y solo de vez en cuando se oían las pisadas de los
centinelas que montaban la guardia ante el Kremlin. Sonaron doce campanadas.

Era medianoche.

Los miembros del Politburó se habían dado cita en el Kremlin. Pero aquellos hombres
no se reunieron en la gran sala flanqueada de columnas donde otras veces se
congregaban, sino en el antiguo palacio de los zares, donde en otro tiempo vivió
Catalina II y que ahora, acondicionado con nuevos dormitorios, despachos, puertas,
pasadizos secretos y corredores subterráneos que conducían a profundos refugios
antiaéreos, habitaba Stalin.

Nadie en el país había logrado sentarse en una de aquellas sillas sin que antes su
ocupante fuera fusilado. Trotsky había sido asesinado y Zinowiew, Kamenew,
Bucharin, Rykow y Sokolnikow habían sido ajusticiados, y, por último, Tomski,
obligado a suicidarse. De los antiguos miembros del Politburó de la época de Lenin
únicamente quedaban Andrejew, Molotov, Woroschilow y Stalin.

Stalin entró en la sala. Vestía una sencilla blusa y calzaba altas botas de cuero
negro. Se sentó en la presidencia de la mesa. La sesión podía, pues, comenzar.
Había allí quince hombres con grandes manos y rostros zafios. El primer orador,
Alexander Sergejewitsch, secretario del Comité del Partido de Moscú, no era un
hombre, sino una montaña.

En aquella hora decisiva no se trataba de hacer un testamento. Y tampoco se trataba


de exponer un plan para la construcción de mayores edificios, ni para que la
producción lechera de las vacas pasara de cinco a diez o doce litros diarios, ni
para que los obreros rindieran más, ni para hacer más elogios de aquel sistema
cerrado de gobierno en el que hasta el más encumbrado personaje continuaba siendo
un paria, en el que imperaba la más absoluta esclavitud, en el que el mantenimiento
del hambre era uno de los primeros principios sociales y en el que el constante
rearme de la NKVD se había convertido en la primera razón de Estado.

Tampoco se trataba de hacer un inventario. Aquellos hombres se habían olvidado del


pasado y todo lo que hubiera podido recordar la vieja tradición de otros tiempos
quedó sistemáticamente alejado de aquella mesa. Aquellos hombres habían manoseado
de tal modo el antiguo dogma y de tal manera lo habían puesto al servicio de otros
intereses que ya no quedaba nada de su antiguo contenido. Lo único que había
preocupado y preocupaba a aquellos hombres era conservar su poder sobre la tierra.
Todos y cada uno de los asistentes se preguntaban cómo podrían conservar su
influencia. Lo demás no tenía ninguna importancia para ellos. Y la pregunta
concreta era: ¿Moscú debe ser entregado o debe ser defendida?

Días antes, Stalin había dicho:

—«Moscú está perdida y solo un milagro puede salvarla.»

Y aquella noche, Stalin escuchaba en silencio la opinión de los demás.

Anatolij Turichin hizo tanto ruido en el cuarto de baño que primero despertó a su
suegra y luego acabó despertando a todos los vecinos que habitaban en el piso.
Warwara Nikolajewna fue la primera en despertar.

—¿Quién está en la habitación de la Praskowja? —preguntó acercándose a la puerta de


su vecina. Y luego, de pronto, gritó—: ¡Está aquí Anatolij Jemeljanowitsch!

Los habitantes del piso se reunieron en la cocina común. Y aquello era exactamente
lo que Anatolij Jemeljanowitsch había querido evitar. Así, pues, ahora no le
quedaba más remedio que ir a la cocina y decir buenos días a los demás; pues lo
contrario, esto es, esconderse, todavía hubiera sido peor. Al entrar en la cocina,
Anatolij Jemeljanowitsch dirigió una mirada de desconfianza a cada uno de los
asistentes. Pero entonces, en aquellas circunstancias, ya no había cuidado de que
nadie fuera capaz de denunciarle.

Anatolij Jemeljanowitsch contó que había peleado en Minsk, en Smolensk y en


Dorogobusch, y que en todas partes había matado docenas y docenas de alemanes.

Warwara Nikolajewna aclaró a los circundantes que Anatolij Jemeljanowitsch siempre


había deseado ser uno de los conquistadores de Berlín.

—Si has matado a tantos alemanes, ¿cómo es que ahora están ante Moscú? —le preguntó
el cerrajero Wawilow.

—Os lo voy a explicar: los alemanes son mucho menos numerosos que nosotros, pero
forman un ejército perfectamente motorizado. No podéis imaginaros la cantidad de
camiones que los alemanes utilizan para transportar material y tropas. Sus coches
son mayores que nuestros tanques, y cuando se acercan, toda la tierra tiembla.
Cuando los cogemos en un lado, se nos escapan, y mientras nosotros corremos tras
ellos, cuando nos damos cuenta, ya nos han envuelto.

De vez en cuando, mientras Anatolij Jemeljanowitsch iba hablando, dirigía una


mirada a la puerta, pues en realidad se sentía como en una ratonera. Por fin,
Praskowja vino en su ayuda:
—Estarás muy cansado, ¿no? —dijo ella.

—Sí, mucho; me iré a dormir —respondió él, y se alegró de poder salir de la cocina.

—¡Qué aspecto tiene! —exclamó Warwara Nikolajewna—. ¡Nos va a llenar la casa de


piojos!

Anatolij Jameljanowitsch no pensaba dormir. Cuando estuvo en la habitación, deseó


buenas noches a su suegra, apagó la luz, se tumbó junto a Praskowja y le dijo
Pascha. Luego permaneció un buen rato escuchando y cuando todo estuvo en silencio
se levantó y, sin hacer ruido, salió de la casa.

El profesor Bogdanow había tenido en cuenta la lección. Rusia, como todos los
países en que reinaba la desigualdad socialista, sufría todos los males de la
prostitución.

Pero en la Unión Soviética la prostitución tenía un estilo diferente al de los


demás países, pues las mujeres de la vida que no se exhibieran por la calle o no
estuvieran empleadas en una casa no eran consideradas como tales. Así, pues, en
Moscú había muchas de esas mujeres que, dado que por un rublo de propina casi todos
los vigilantes nocturnos abrían las puertas de oficinas y despachos, pese a su
clase de vida pasaban por honradas sin serlo. Pero, como es natural, aquel entrar y
salir por la noche de las oficinas y despachos no podía sostenerse durante mucho
tiempo, así es que casi todas aquellas desgraciadas acababan en un campo de
concentración, caso de no ser, como con frecuencia ocurría, agentes de policía…

El profesor Bogdanow iba comprendiendo. Su hija Támara y aquella «empleada» del


Ministerio del Interior habían hecho vaciar una botella de vodka a aquel individuo…
Pero en realidad lo que ambos deseaban era desprenderse de él e irse a bailar al
«Metropol».

Iván Kusmjanowitsch se estiró sobre aquella cama, tan ancha y blanda, que había
sido su lecho matrimonial. Pensó que tenía sobrados motivos para pensar bien de
Támara. Durante todos aquellos años, Támara le había estado enviando cebollas y, de
vez en cuando, trozos de tocino al campo de trabajo donde estaba preso. ¿Qué otra
cosa podía haber hecho, muerta su madre y teniéndole a él en el campo de trabajo?
Para eso, sin embargo, no hubiera sido necesario comenzar a estudiar la carrera de
medicina. Y con todos estos pensamientos en la cabeza y con la ayuda del vodka se
durmió Iván Kusmjanowitsch.

Desde tiempo atrás, sabía Turichin que cerca del antiguo convento de Donskoi había
una taberna a la que se podía ir hasta muy entrada la noche. La taberna estaba en
un sótano, al que conducía una escalerilla sucia y estrecha. La escalerilla estaba
completamente a oscuras, pero al final de ella se veía una puerta entreabierta.
Turichin entró y se sentó ante una mesa al lado de un hombre de rostro
desfallecido. Pidió un vaso de aguardiente y enseguida creyó necesario explicar su
presencia en aquel local.

Él era intendente, pero siempre había luchado en primera línea, y en Dorogobusch,


durante el transcurso de una tremenda batalla, fue herido. Y con gran lujo de
detalles explicó a su vecino cómo fue herido y lo que por ello tuvo luego que
sufrir. La herida se la habían hecho en la pierna derecha y a causa de ella no pudo
volver a participar en la lucha de Dorogobusch. Pero Turichin hablaba en balde,
pues su vecino, el payaso Albus-Krimskij, no le hacía el menor caso y se contentaba
con mirarle fijamente. Turichin pensó que estaba hablando a un poste, pero continuó
con sus historias para ver si aquel hombre le quitaba la vista de encima. El poste,
sin embargo, pidió otro vaso, se echó hacia atrás y le continuó mirando sin
pestañear. Luego, al cabo de mucho rato, cuando ya Turichin estaba completamente
desconcertado, comenzó a murmurar:
—Iván Zigán, Mitja Koschemkaja, Podubnij…

Para Turichin, aquello no eran más que nombres; pero para el payaso Arbus-Krimskij
eran hombres, célebres personajes que habían extendido la fama de Rusia por todo el
mundo. Aquella misma tarde, en el circo, Arbus-Krimskij se había fijado en las
manchas blancas que había en la pared de su cuartucho y sobre las que en otro
tiempo había habido las fotografías de célebres actores de Berlín, de Londres, de
Madrid…

—Iván Zigán…

El poste levantó su vaso y volvió a mirar fijamente a Turichin.

—Y Bim y Bom.

Eran dos colegas. Años atrás todavía se permitieron decir un verdadero, auténtico
chiste, y fueron detenidos y encarcelados. Bim pudo escapar al extranjero y Bom
murió en la prisión.

¡Pobre Iwanuschka! ¿Qué te ha quedado a ti?

¿Qué le ha quedado al pobre payaso si ya no puede hacer un solo chiste? La célula


entrega a Arbus-Krismkij las consignas a las que él tiene que uncir sus pobres
chistes, que antes de ser dichos son revisados y censurados. Y cuando, bajo la luz
de los reflectores, Arbus-Krimskij sale a la pista y se sitúa ante aquella serie de
rostros brutales, se da cuenta de que, en realidad, hace tiempo que está muerto.

—Muerto… —murmuró Arbus-Krimskij, y a Turichin le resbaló un sudor frío por la


espalda.

—Los animales viven mejor que nosotros. Y son mejores.

Los caballos y las fieras continúan en sus jaulas, pero nada ha cambiado para
ellos, pues ellos no han conocido a Stachanow y no tienen que estar espiando los
rostros de los miembros de la célula del circo. Sí; los animales lo pasan mejor y,
además, son mejores que los hombres; pues continúan siendo lo que son.

Anna Alexejewna no solamente había telefoneado a su casa, sino también a Michail


Michailowitsch. En la oficina había ocurrido algo muy grave y quería que Michail la
esperara, no a la hora de costumbre, sino a la una de la noche, frente a la puerta
de la Sownarkom. Y a la una en punto estaba Michail Michailowitsch ante la puerta
principal de la Sownarkom. Allí estuvo esperando mucho rato, y al ver que Anna
Alexejewna no aparecía entró en la casa. El portero estaba medio dormido en la
portería. «¿Qué clase de bestia es esta? —pensó Michail Michailowitsch—. Buen
uniforme, estrellas en el cuello de la guerrera.» El portero dejó pasar a Michail
Michailowitsch sin preguntarle nada. Subió unas escaleras y avanzó luego por unos
oscuros pasillos. Por fin, encontró a un vigilante a quien dijo la sección donde
Anna Alexejewna trabajaba, así como el nombre de su jefe.

—Ya no hay nadie —informó el vigilante.

—Pero esto no puede ser —respondió Michail Michailowitsch sacando una cajetilla de
«Kasbek» y ofreciendo un cigarrillo al vigilante. El hombre se encogió de hombros y
se dignó ser un poco más explícito.

—Sí; el jefe ha estado arriba en compañía de unos cuantos altos empleados. Se ha


bebido un poco…
—¿De manera que se ha bebido? Con las secretarias, claro está…

—Sí; y como es natural, no han invitado a las más viejas. Ha sido una auténtica
francachela, una orgía…

—Óigame usted: una de aquellas secretarias es mi prometida; necesito saber dónde


está esta gente.

—Creo que han ido al «Savoy» o al «Metropol».

Aquello bastaba a Michail Michailowitsch.

Salió de la Sownarkom y se dirigió al «Savoy».

Las mesas estaban llenas de botellas. Gritos y risas. Mujeres y hombres. Pero Anna
no estaba allí.

Se fue al «Metropol».

El griterío llegaba hasta el vestíbulo. En el suelo, cruzando la entrada, había una


gran palmera. Los vidrios de los escaparates estaban rotos y los artículos
destinados a la venta para los extranjeros habían desaparecido. Michail
Michailowitsch se sintió avergonzado. Cada uno de los ciudadanos soviéticos que
acudía al «Metropol» sin tener una misión especial que cumplir corría el riesgo de
ser detenido. Pero aquella noche ya no contaban las antiguas prohibiciones y las
viejas órdenes ya no tenían ningún valor. Al entrar en la sala, Michail
Michailowitsch notó un penetrante olor a perfume y sudor. La atmósfera estaba llena
de humo. Los camareros, que vestían de frac, corrían entre las mesas. Michail
Michailowitsch creyó reconocer al lugarteniente del comisario del pueblo
Kaganowitsch, Nikolai Gajewski, que iba de uniforme y lucía cuatro estrellas en el
cuello de la guerrera. Todos los concurrentes iban muy bien vestidos, y las mujeres
lucían cadenas, collares, brazaletes y pendientes. Los camareros servían vodka,
vinos de Crimea, champaña del Cáucaso, y la orquesta, dirigida por el famoso Leonid
Utjossow y compuesta de cuarenta profesores, interpretaba música de jazz.

Michail Michailowitsch pasó revista a la gente que estaba sentada a las mesas, se
fijó en las parejas que bailaban y buscó en los huecos de los balcones. En los
palcos había muchachas medio desnudas. Por todas partes se veían oficiales del
Ejército Rojo, entre los que había muchos coroneles y bastantes generales. Los
desertores se sentaban al lado de los altos empleados, y junto a las esposas de
estos, prostitutas. Unas muchachas iban de mesa en mesa pillando lo que podían y
llenándose los bolsillos de comida. Las rubias de la G.P.U. bailaban como cada
noche. Aquellas muchachas parecían acabadas de salir de una casa de modas
extranjera; todas iban perfectamente peinadas y llevaban medias de seda. También
Támara Bogdanowa vestía un traje de noche, llevaba medias de seda y calzaba finos
zapatos de raso. A su lado, Anna Alexejewna parecía una cenicienta. Los jefes de su
oficina la habían retenido con la excusa de un trabajo urgente. Y a las demás
compañeras les habían dicho lo mismo. Pero luego alguien encargó comida y unas
botellas, y no las dejaron marchar. Y cuando se hubo comido y bebido decidieron
trasladarse al «Metropol».

En una de aquellas mesas había un grupo que llamaba la atención. Los hombres
vestían con negligente elegancia, tenían una clara expresión de seguridad en sí
mismos y en sus rostros se leía que no estaban acostumbrados a ser contradecidos.
Uno de ellos se fijó en Támara Bogdanowa y en Anna Alexejewna.

—Aquella, quizá —dijo el hombre, señalando a Támara Bogdanowa—, y posiblemente


aquella otra también; pero debería cambiarse de vestido. De todos modos, trae a las
dos, veremos qué tal son.
El hombre a quien se le hacía aquel encargo era el primer teniente Judanoff.

El otro, el que acababa de hablar, era un individuo de cara tosca y cuello ancho,
que vestía una blusa del Partido y era el jefe del Estado Mayor que dirigía la
lucha de los partisanos en Bielorrusia y secretario general del Partido en aquella
región, camarada Ponomarenko.

Aquella, quizá… Así, con esta vaguedad, acostumbraba expresarse Ponomarenko. Pero
aquellas vaguedades eran para Judanoff órdenes concretísimas. El dinero no
significaba nada para Ponomarenko. Cada vez que iba a pagar se sacaba un fajo de
billetes del bolsillo, y sus propinas eran fabulosas. A veces reía a grandes
carcajadas, pero tras su risa, por muy estrepitosa que fuera, siempre había algo
impenetrable. Nunca sabía uno a qué atenerse con aquel hombre.

Sobre la pista del «Metropol» bailaban curiosas parejas que se decían cosas más
curiosas todavía. Por ejemplo, la pareja de Támara Iwanowna decía: «Los oficiales
de la guarnición se han juramentado.» Y otro decía: «En el Kremlin ha comenzado una
verdadera guerra civil.» Y un tercero decía: «Stalin ha sido detenido.» Y un cuarto
aseguraba: «Acaba de empezar la cuarta revolución.» Y un sexto afirmaba haber visto
paracaidistas alemanes en la Plaza Roja.

A Ponomarenko también se le susurraron aquellas noticias. Y él se rio a grandes


carcajadas, pero en sus ojos brilló una especie de fuego maligno. En la pista, un
comandante de la guarnición abofeteó a un alto empleado de la Sownarkom y en el
acto comenzó una pelea general. El oboe sopló con más fuerza y entonó la melodía de
una canción que decía:

Maduran las manzanas y las peras,

ascienden las nieblas junto al río,

¿y tú, Katjuscha,

hacia dónde vas

por esta ribera tan escarpada?

Judanoff sacó a bailar a Támara Bogdanowa y se dio cuenta de que el oficial


caucásico que acompañaba a la muchacha y que estaba sentado junto al alto empleado
de la Sownarkom soportó muy mal la invitación. Ponomarenko también se percató de
ello y para aliviar la situación, mientras Judanoff bailaba con Támara, levantó su
copa y, desde lejos, hizo ademán de brindar con el oficial caucásico, el cual, tras
una rápida mirada que le permitió cerciorarse de lo peligroso que podía resultar
aquel tipo, levantó su copa y correspondió al brindis.

«Vaya —pensó Judanoff al reconocer a Kasanzew—, aquí vuelve a estar aquel capitán
de Krubki.»

—¡Tanques alemanes! —gritó alguien en la sala.

Las sirenas comenzaron a aullar. Los antiaéreos entraron en acción. Unos «Stukas»
habían podido atravesar el cinturón de la capital y volaban sobre Moscú. La muerte
caía del cielo y corría por las calles de la ciudad. Los hombres apretaron contra
sí a sus parejas y no pararon de bailar.

La orquesta continuó tocando y el oboe, la tuba y el contrabajo tocaron con más


fuerza.

¿Y tú, Katjuscha,

hacia dónde vas

por esta ribera tan escarpada?

La reunión del Kremlin había llegado a su punto culminante. Los miembros del
Politburó acababan de oír los diferentes informes militares. Primero había hablado,
acerca de la artillería, el mariscal Woronow; luego, acerca de la aviación, el
mariscal Goworow, y por último, resumiéndolo todo, Saposchnikow, el jefe del Estado
Mayor Central.

Fueron unos informes dramáticos. Ninguno de los asistentes había esperado otra
cosa, pero a medida que los mariscales fueron hablando aumentó la angustia de los
asistentes. El Ejército Rojo, que durante tanto tiempo había sido considerado como
una infranqueable barrera alzada entre Moscú y la Wehrmacht, estaba reducido a
escombros. El recién nombrado mariscal Zukow, a quien se le habían dado poderes
extraordinarios, no era más que un mariscal sin ejércitos. Moscú se encontraba en
peligro de muerte. Y no solamente se trataba de Moscú, sino de todo el país. La
capital de un Estado tan centralizado como la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas no podía estar mucho tiempo en peligro sin que el conjunto se
estremeciera hasta sus más lejanos límites. La máquina del Estado llevaba ya diez
días parada, sin funcionar, y diez días, el tiempo necesario para que años atrás se
convirtiera el imperio de los zares en esta Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas, era mucho tiempo.

Wosnesenski, un importante economista y jefe de todas las comisiones de planes


económicos, ciñó su discurso sobre los informes dados por Saposchnikow, el jefe del
Estado Mayor Central, y cambió varias miradas con Zdanow, el hombre más influyente
del Politburó después de Stalin. Molotow había colocado sobre la mesa una brillante
pitillera y unas plumas y lápices de oro y observaba a través de sus lentes a su
rival Zdanow.

Molotow parecía preguntarse si aquella vez podría acabar con su viejo enemigo.

De momento, Zdanow permaneció callado.

Alexander Sergewitsch Ztscherbakow, el miembro más joven del Politburó, tomó la


palabra. A. S. Ztscherbakow, que era secretario del Partido de la región de Moscú,
dijo que la capital debía ser defendida. A pesar de lo desesperado de la situación
militar, era preciso agotar las últimas posibilidades, movilizar a todos los
hombres y mujeres y derramar hasta la última gota de sangre para salvar aquella
meta sagrada.

Alexander Sergewitsch Ztscherbakow pronunció un discurso retórico. En otra ocasión,


aquel discurso feroz hubiera producido un gran efecto y nadie se hubiera atrevido a
opinar en contra, pero allí y en aquella ocasión las palabras de A. S. Ztscherbakow
no causaron ningún efecto.

Se produjo un largo silencio.

Zdanow, el responsable de la producción de armamentos, y Wosnesenski, el jefe de


todos los planes económicos, continuaron sin decir palabra, aguardando a que
Molotow expusiera su opinión. Molotow arregló la pitillera, las plumas y los
lápices y, finalmente, se levantó. En su opinión debía seguirse el parecer de los
especialistas, es decir, de los mariscales Woronow, Goworow y del jefe del Estado
Mayor Central, Saposchnikow, y recordó que aquellos camaradas habían dicho que, en
Moscú, la situación era desesperada y que lo mejor sería retirarse de la capital.

Por otra parte, dejando de lado la cuestión puramente militar, había que tener en
cuenta que los trabajadores daban signos de rebeldía. Los últimos partes recibidos
informaban que muchas tiendas de la capital eran asaltadas y saqueadas por la
población civil y que la fuerza pública no se atrevía a intervenir. Las noticias de
las fábricas números 21, 22 y 23 de aviones eran alarmantes. Muchos obreros se
negaban a trabajar, otros habían desaparecido y otros parecían haberse dedicado al
sabotaje más descarado. La ciudad y el país atravesaban unas circunstancias
extraordinarias y por lo tanto había llegado el momento de adoptar, conforme a la
situación, unas medidas extraordinarias. Allí mismo, al otro lado de las murallas
del Kremlin, en 1812, Kutusow había dicho a las gentes: «El destino del país está
en mis manos, y yo ordeno: Moscú debe ser evacuado.» Pues bien, aquella medida
única, extraordinaria, debía repetirse ahora. Quizá, sin embargo, antes de
adoptarla se debieran celebrar ciertas conferencias (para las cuales Benesch era la
persona indicada) que, en el peor de los casos, proporcionarían tiempo y, en última
instancia, siempre permitirían adoptar la solución que más conviniera.

Zdanow continuó sentado y en silencio.

Wosnesenski se consumía de impaciencia. Woroschilow abrió sus ojos azules y


rasgados, pero no dijo nada, porque Woroschilow había acudido a la reunión del
Politburó en calidad de mariscal derrotado por los alemanes, ya que había permitido
que los cañones enemigos pudieran estar bombardeando Leningrado. Kaganowitsch
parecía tan derrotado como sus compañeros. Durante años y años estuvo repitiendo
que las locomotoras soviéticas eran las mejores del mundo y que los trenes
soviéticos no admitían comparación, y ahora resultaba que la deficiencia de las
comunicaciones había sido una de las principales causas de la derrota.

El ataque vino de donde no se esperaba.

Un personaje, el Petronio de aquella corte neroniana, tomó la palabra. En otro


tiempo había sido el «niño bonito» de su pueblo. Entendía algo de arte, y había
leído bastante, y sabía vestirse bien, quizá con una elegancia algo exagerada, y
sus modales y su manera de hablar tenían algo de extrañamente refinado.

¿A qué clase de negociaciones se había referido? ¿Qué clase de conversaciones


debían celebrarse? ¿Qué es lo que Benesch tenía que parlamentar? Las preguntas
cayeron como dardos.

Molotow se pasó un pañuelo de seda por la frente. Le pareció que una oscura nube se
cernía sobre la mesa y que un rayo podía fulminarle de un momento a otro.

El orador dijo que la entrega o la defensa de Moscú no decidía, ni mucho menos, la


suerte de la guerra. (¿No había dicho Stalin que aunque los aliados llegaran tarde
para impedir que los alemanes se acercaran a Moscú era posible que llegaran
demasiado pronto para sacarlos de entre las ruinas de la capital?) Además, había
que tener en cuenta el gigantesco potencial bélico de Norteamérica y de Inglaterra.
Dentro de poco, Rusia recibiría una ayuda decisiva, aunque las tropas se hubieran
retirado a otra línea de resistencia.

—¿De qué clase de negociaciones se ha hablado? —volvió a preguntar.

Y Mikoyan, el armenio, resumió:

—¿Qué pretende usted, camarada Molotow? ¿Desea usted tratar con Hitler?
Zdanow permanecía como encogido sobre sí mismo y contemplaba sus enormes manazas,
que tenía puestas sobre la mesa. Al final de la mesa, presidiendo la reunión,
estaba Stalin, que en aquel momento telefoneaba. «Da… da… da…»; los monosílabos de
Stalin caían como gotas de agua. Volvió a colgar el auricular. Molotow buscó su
mirada. («Hace ya cuarenta años que estoy junto a él y si ahora no logro saber lo
que piensa todo el mundo se reirá de mí».) Y, de pronto, Molotow dijo que en su
opinión lo más acertado era entablar negociaciones con Hitler.

Las palabras habían sido pronunciadas y ya no podía volver atrás.

Todo dependía ahora de Zdanow. Stalin miró a cada uno de los asistentes.

Luego hablaron Wosnesenski, Malenkow y Beria. Incluso Woroschilow, que hasta


entonces había permanecido callado, dio su opinión. Y lo mismo hizo Kaganowitsch.
Se sostuvieron opiniones contrarias e incluso se pronunciaron algunas palabras muy
duras. La lucha, sin embargo, tenía que resolverse entre Molotow y Zdanow. La
solución estaba en evacuar Moscú o hallar una fórmula de compromiso.

Molotow sostuvo que había que negociar hasta el último momento, es decir, hasta que
hubiera materia de negociación, y aseguró que el sostener aquel criterio era motivo
de un profundo dolor para él. Y Molotow se volvió pálido, comenzó a sudar y, como
algunas veces le ocurría, se puso a tartamudear.

Mikoyan dijo que aquello era una traición a los aliados. Un poco más y Mikoyan se
hubiera atrevido a decir que Molotow era un traidor a la Unión Soviética; pero para
decirlo le faltó la mirada de consentimiento de Stalin.

El teléfono volvió a sonar en la cabecera de la mesa. Una voz cansada y grave


repitió:

—Kak djela… da… da… Aguante usted; enseguida le mandaremos socorros.

Stalin volvió a coger su lápiz y otra vez comenzó a dibujar sobre el papel que
tenía sobre la mesa. Primero dibujó un gran interrogante y luego, una tras otra,
fue dibujando una serie de ruedas de ferrocarril. Al cabo de unos momentos levantó
la vista y miró a los asistentes.

Aquel hombre envejecido, de rostro huesudo y nariz ancha, cuyo verdadero nombre era
Scriabin y que pertenecía a una vieja familia patricia que había dado al país
muchos artistas y profesores, estaba pasando un mal momento, pues después de haber
consultado a los más famosos doctores y psicoanalistas, otra vez, como en muchas
ocasiones le ocurría, estaba bañado en sudor y no podía impedir el tartamudeo.

Las noticias que llegaban del exterior eran cada vez más dramáticas. Una de ellas
aseguraba que los alemanes se encontraban en las afueras de la ciudad, en Fili;
otro parte comunicaba que los tanques alemanes había entrado sin disparar ni un
solo tiro en la ciudad de Malojaroslawetz y que además habían atravesado el Protwa.
Parecía increíble que los tanques alemanes hubieran podido romper el cinturón de
Moscú sin que el Ejército Rojo hubiera atacado ni una sola vez. Era seguro que tras
otro avance como aquel los alemanes alcanzarían las afueras de la capital. Durante
un rato, las conversaciones telefónicas tuvieron más importancia que las
discrepancias entre Molotow y Mikoyan. Stalin no abandonaba el teléfono. Su mirada
estaba fija sobre el gran interrogante dibujado en el papel. Aquel interrogante se
refería a los alemanes.

¿Qué pretendían? ¿Por qué no aprovechaban la desorganización de los transportes


soviéticos? Era incomprensible que aquella noche no hicieran aterrizar dos o tres
divisiones de paracaidistas sobre Moscú. ¿Qué podían hacer las pocas unidades de
trabajadores armados que mandaba Ztscherbakow y que contaban con un ridículo
armamento que pocos de ellos sabían manejar? Los ejércitos del lejano Este, de
Siberia y del Cáucaso eran las únicas fueras que hubieran podido hacer cambiar la
situación. Los ejércitos del lejano Este, las tropas de Siberia, del Cáucaso, de
las repúblicas del Asia Central, y aquellas que están en los campos de
adiestramiento militar al sur de Rusia deben ponerse en marcha inmediatamente hacia
Moscú, para lo cual es preciso que se emplee toda la clase de transportes, sin
tener en cuenta la posible seguridad que en estos momentos ofrezcan las líneas
férreas, había mandado él días pasados.

Desde luego, de traerse aquel contingente de tropas hacia la capital, las fronteras
con el Afganistán y con la China, parte de la cual estaba ocupada por los
japoneses, podrían caer deshechas. Pero sin Moscú, la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas no podía seguir subsistiendo. Y, con la misma firmeza que se
había expresado el secretario del Partido de la región de Moscú, Ztscherbakow,
Stalin se decidió por defender la capital.

Stalin continuó dibujando ruedas de trenes.

Los transportes militares se habían puesto en marcha diez días antes y todavía
continuaban avanzando hacia Moscú, de donde se encontraban muy lejos. Al principio
de iniciarse aquel gigantesco traslado de tropas, fueron cortadas muchas vías de
comunicación y la mayor parte de los trenes tuvieron que volver atrás en busca de
otro camino, y los trenes cargados de refugiados procedentes de Moscú que marchaban
en dirección contraria, acabaron de aumentar la confusión. Muchos transportes
quedaron detenidos. Por fin la situación quedó despejada y los trenes militares se
pusieron de nuevo en marcha. Pero con todo aquello se perdió mucho tiempo… Y los
tanques alemanes continuaron avanzando.

El debate se estaba terminando. Mikoyan, Wosnesenski, Malenkow y otros combatían la


proposición de Ztscherbakow. Por mayoría se determinó no entablar negociaciones con
Hitler, con lo cual quedó rechazada la proposición de Molotow.

Ztscherbakow expuso su plan:

—Inmediatamente movilización de todas las mujeres para la defensa de las casas;


rápida construcción de fortificaciones en el extrarradio; emplazamiento de defensa
antitanques al final de todas las avenidas y calles importantes; movilización de
dos o tres o cuatro nuevas divisiones a base de la población civil, y preparativos,
entre los ingenieros, para la posible voladura de la ciudad. Todos los metros,
puentes, edificios del Gobierno, el Kremlin, las centrales eléctricas, de gas y de
agua, así como los puntos vitales de la ciudad deben ser volados en un momento
dado…

El programa no era nuevo. Lo mismo se había planeado en Minsk, Borissow, Smolensk y


en todas aquellas ciudades y pueblos que finalmente habían caído en poder de los
alemanes, pero ahora el plan de voladuras era mucho mayor. Lo importante era que
los alemanes se fueran alejando cada vez más de sus bases de aprovisionamiento y no
encontraran más que terreno calcinado. Y, según el programa de Ztscherbakow, Moscú
no debía ser ninguna excepción.

Una cucharada de alquitrán puede estropear una tinaja de miel, y en Moscú ya no


quedaba miel y solamente había alquitrán.

Aquella noche comenzó una gran tormenta. No era una de aquellas lluvias, propias de
la estación, que terminaban al cabo de unas horas, sino que era una lluvia
continuada y densa que parecía no tener fin.

La gente que salía del «Metropol» y que veía el aguacero que estaba cayendo se
volvía apresuradamente hacia atrás. Muy pocos, entre los que se contaba Támara
Bogdanowa, se aventuraron a alejarse del «Metropol». Támara era una chica
razonable. Atravesó la plaza del teatro, cruzó una calle, se arrimó a la pared de
una casa, se quitó sus ligeros zapatos y sus medias y continuó descalza el camino
hacia su casa. Nadie la acompañaba. La lluvia sorprendió a Turichin caminando por
una calle estrecha y oscura. Turichin se metió en el portal de una casa, se sentó
en un rincón, se quedó mirando la cortina de agua que caía ante él y se durmió.

Arbus-Krimskij, que había previsto las consecuencias del mal tiempo, llevaba
chanclos, de manera que, si bien la lluvia empapó su ligero abrigo, no se le
mojaron los pies. Y mientras caminaba iba murmurando:

«¡Qué tontos! ¡Qué tontos!…», y esta vez no se refería a los jefes comunistas, sino
a los alemanes.

Anna Alexejewna y Michail Michailowitsch abandonaron el «Metropol» antes de que


empezara a llover. Al llegar a la Lawruschinskij Pereulok trataron de comunicar con
Lena Fejodorowna, pero el teléfono no funcionaba, y como el camino hasta el Parque
Andrejewskij era muy largo decidieron esperar hasta el día siguiente.

Un rostro se apoyaba contra los cristales de la ventana de una casa del Parque de
Andrejewskij. Lena Fejodorowna estaba esperando el regreso de Anna. La lluvia caía
sobre las plantas que había frente a la casa y formaba grandes charcos junto a las
aceras, y Lena Narischkina tuvo la sensación de que su vida se escurría, no sabía
hacia dónde, como aquella lluvia que caía ante la ventana.

Otra cara se apoyaba contra los cristales de otra ventana: era un rostro cansado,
envejecido por el trabajo y las preocupaciones, en el que destacaba una ancha nariz
y brillaban unos ojillos enrojecidos a causa de muchas noches de insomnio. Era
aquella una pequeña ventana del Kremlin.

—¡Qué tontos! ¡Qué tontos!… ¡Esta es la lluvia; el general invierno, el gran aliado
de siempre!

Y el rostro se apartó de la ventana y en aquella habitación del Kremlin resonó una


gran carcajada.

Llovía… Llovía en Moscú, en Kazán y en Pljess, en el Volga. Las calles de Moscú


estaban llenas de gente que caminaba sin rumbo fijo. Un camión cargado de enseres
caseros pertenecientes a un alto empleado que se daba a la fuga cercado por la
multitud, y todos los muebles fueron volcados y pisoteados sobre el asfalto, sobre
el que corría el agua. Un tranvía frenó en seco. La plaza estaba llena de gente.
Los pasajeros, la cobradora y el conductor, que abandonó la manivela, bajaron del
tranvía para ver si se hacían con algo de mantequilla, de azúcar o de cualquier
otra cosa. La gente estaba saqueando unos almacenes de la plaza Majakowski. Y
también saqueaba la gran tienda de comestibles de la Utilitza Gorkowa, y la
carnicería Mikojan, y todos los establecimientos que únicamente estaban abiertos
para determinadas personas.

Tras una corta estancia en Moscú, donde había ido para asuntos oficiales, el
capitán Kasanzew fue a Naro-Fominsk. Ya en la estación observó un movimiento
inusitado. Un soldado le dijo que, desde la marcha del secretario del comité del
Partido, las mujeres se habían dedicado a saquear las tiendas. Y pocos momentos
después presenció uno de aquellos asaltos. Unos soldados contemplaban el asalto y
se reían, y uno de ellos incluso se apartó para que una anciana pudiera penetrar en
la tienda y coger de allí su botín. Horas más tarde, en Bolschewo, fue testigo de
parecidas escenas. En Bolschewo, sin embargo, había algunos estados mayores y un
«instituto de danza» y una escuela, de agitadoras, creada por la organización de
partisanos de Bielorrusia. En los tumultos tomaban parte mujeres y koljosianos de
los alrededores, así como soldados e incluso oficiales, y la gente arrancaba
puertas y ventanas de las tiendas, de las que sacaban ropas y alimentos, y muchas
cosas caían al suelo y eran pisoteadas y destrozadas por la multitud.

Los habitantes de la casa número 17 de la Lawruschinskij descendieron del tren


entre empellones y riñas.

Una columna de camiones cargados de miembros de la Internacional comunista, entre


los que había muchos españoles, alemanes, italianos y franceses, se detuvo en Ufa.
Unos hombres calzaban botas altas; otros, zapatos, y algunas mujeres, sandalias.
Los extranjeros atravesaron una calle llena de barro y de grandes charcos de agua,
y se dirigieron a su nueva residencia, una gigantesca casa situada en el centro de
la ciudad, conocida con el nombre de «Hotel Baschkirja».

En Pljess, en el Volga, María Subkowa, la mujer del sargento Subkow, se ató los
zuecos con un cordel alrededor del tobillo y luego a toda prisa se dirigió, bajo la
lluvia, a su casa.

María Antonowna Subkowa no sabía qué otras desgracias le traería aquel día gris.
Por la mañana había ido a trabajar, como de costumbre, a la fábrica, y al poco rato
de haber llegado se presentó su hija Galja que la espantó con una inesperada
noticia. ¡Después de las peleas con Natalia Timofejewna y con los chicos, solo
faltaba aquello! Natalia Timofejewna, su inquilina moscovita, estaba haciendo el
equipaje y se disponía a marcharse sin pagarle ni un céntimo.

¡Ahora era cuando aquella ratita enseñaba su verdadera cara! ¿Por qué no se ha
quedado en Moscú? Porque su marido estaba harto de tropezarse contra sus
puntiagudos huesos. Por esto se había podido pasar el verano correteando por allí.
La maldad no la dejaba estar quieta, y tenía que hacer propaganda entre los heridos
del hospital y organizar funciones de teatro y veladas literarias, con lo cual,
según decía, despertaba entre las gentes el amor a la patria socialista, y para
todo ello dejaba a sus hijos en casa y, al fin, trataba de marcharse sin pagar el
alquiler. ¡Valiente amor a la patria socialista!

En Pljess había una gran fábrica textil, un gran sanatorio y varias casas para
actores, bailarines y escritores convalecientes, y como todo estaba lleno, las
autoridades permitieron que algunas familias llegadas de Moscú se instalaran en
casas particulares. Así fue cómo la Subkowa aceptó en su casa a la familia de un
escritor, es decir, a Natalja Timofejewna, a los tres hijos y a la madre de esta.

La fábrica estaba a un extremo del pueblo y la casa de María Subkowa al otro. La


calle principal se veía llena de gente, y las aceras eran demasiado estrechas para
que por ellas pudieran caminar, además de la multitud de convalecientes y heridos,
los recién llegados.

Muchos mutilados de guerra, a quienes generalmente faltaba un brazo o una pierna,


permanecían junto a la acera, entre el barro y, apoyados en muletas y bastones,
siempre con la misma voz plañidera, decían:

—Babujuscbka: ¡Dame un trozo de pan! ¡No pases indiferente ante un antiguo soldado
que padece hambre!

¡A esta situación habían ido a parar los heridos! Cuando llegó el primer barco con
heridos procedentes de Smolensk, todas las gentes de los alrededores acudieron a
recibirlos. El soviet del pueblo movilizó a los chicos de las escuelas, que
acudieron con flores al barco. En el muelle había una banda de música. Todo el
pueblo estaba junto al río. Algunos de aquellos fantasmas se quedaron en el pueblo
y cuando el vino comenzó a desatar sus lenguas se dieron a hablar mal del Gobierno
y de Stalin. Quien más quien menos, todos dijeron lo mismo: que desde 1917 el
pueblo no tenía con qué vivir; que todas las fábricas se habían convertido en
industrias de guerra y que cuando llegó el momento de la verdad resultó que no
había material; que ellos habían tenido que batirse sin armas, sin ropas, medio
desnudos. Aquello fue como una tremenda bofetada para la población de Pljess. Los
primeros heridos no lo pasaron del todo mal. Pero las cosas cambiaron enseguida. La
población de Pljess se fue desinteresando por los heridos y cada vez les ayudó
menos. Los heridos no tuvieron más remedio que mendigar. Y luego, cuando llegaron
el tercer y el cuarto transportes, los fantasmas fueron llevados hacia otros
pueblos, y la gente se libró de ellos como si se tratara de una plaga. Y los
heridos y mutilados continuaron mendigando, y cuando no tenían qué comer, robaban;
pues también ellos querían vivir.

Un capitán —se llamaba Kapuskin, y ella le conocía bien— estaba sentado sobre el
bordillo de la acera. El capitán no tenía piernas. Al pasar ella le dijo:

—María Antonowna: allí, donde nos tienen alojados, está lleno de chinches, y los
chinches nos muerden como si fuéramos perros y no nos dejan dormir.

El capitán quería mendigarle algo; pero antes comenzaba por entablar una corta
conversación. Cuando el capitán Kapuskin llegó a Pljess tenía una cara redonda y un
aspecto saludable; pero ahora las mejillas le caían fláccidas y su mirada tenía una
dramática expresión de derrota.

—Dame un pedazo de pan, María Antonowna; no puedo más…

¿De dónde podía ella sacar un trozo de pan? Todas las tiendas estaban vacías. La
comida era tan escasa que cada noche tenía ella que llevar a su casa la sopa que le
daban en la fábrica. Se acordó de que en su casa guardaba unos mendrugos de pan que
había reservado para cuando ya no hubiera nada más de comida. Pero ahora no tenía
nada que ofrecer a aquel hombre y no le quedaba más remedio que pasar de largo. La
próxima vez le daría algo… El capitán Kapuskin, a quien faltaban las dos piernas,
tenía el rostro mojado por la lluvia.

¡En qué locura estaba metida! ¡A qué situación había llegado Pljess, su pueblo, y
los hermosos alrededores! Pljess estaba muy apartado del mundo —la próxima estación
del ferrocarril distaba dieciocho kilómetros— y, sin embargo, estaba lleno de
miseria. Los heridos no solamente llenaban las nueve grandes casas de madera, sino
todas las viviendas. Los días eran cada vez más cortos y a las cuatro de la tarde
comenzaba a oscurecer, y entonces todo, las casas y las personas, quedaba envuelto
en la más absoluta oscuridad. Pues cuando los alemanes todavía estaban en Smolensk,
es decir, a mil kilómetros de distancia, en todas las ventanas de Pljess se habían
enganchado papeles negros. Y ya no había petróleo para las lámparas.

María Antonowna no acababa de llegar a su casa. Una vecina le dijo que los pájaros
ya habían volado. Así, pues, su hija Galja no la había engañado; no le había
gastado una broma infantil. Natalja Timofejewna había arrancado una contraventana y
la abuela la fue arrastrando hasta el barco.

María Antonowna corrió a través de la ciudad, entre los mendigos y las gentes que
llenaban las calles. En el malecón, junto al barco, se veía una gran multitud:
mujeres, chiquillos y hombres cargados de maletas y paquetes. El barco estaba lleno
de gente y la multitud se apretujaba en la escalerilla, pues nadie, por lo visto,
quería quedarse en tierra.

—¡Que se va el barco! —gritó alguien, y la multitud pareció sacudida por una enorme
oleada. Los chiquillos comenzaron a llorar. Era un milagro que nadie cayera al
agua.
El barco se puso en movimiento, avanzó un trecho y se detuvo un poco más lejos de
donde había zarpado. Unos camiones que estaban junto a la orilla debían ser
descargados.

Aquellos camiones, sobre los que se veían unos telares, llamaron la atención a
María Antonowna. Hasta entonces había estado buscando a la gatita de Moscú, pero
ahora se daba cuenta de que el malecón y el barco estaban llenos de gente como su
inquilina, y todos eran en el fondo igual. Galja y Lydia se estaban adelgazando; el
dinero no llegaba y ella no podía ofrecerles la comida necesaria. Pero los hijos de
aquella mujer habían estado recibiendo pan, té y golosinas en la escuela, y además,
durante todo el verano, disfrutaron de un racionamiento especial.

La lluvia había empapado el delgado vestido de María Antonowna. Los zuecos le


bailaban en los pies y las medias estaban tan mojadas como el vestido. Grigorij
había muerto en la guerra. Había muerto o había sido traicionado. Y ella tenía que
salir adelante sola, sin la ayuda de nadie. Y allí estaban los telares de la
fábrica y unas cincuenta mujeres que los iban a descargar…

María Antonowna se encontró de pronto entre aquellas mujeres.

—¿Qué estáis haciendo? ¿Qué va a ser de nosotras si se llevan los telares?

—Sí, ¿qué será de nosotras, María Antonowna?

—Cuando vengan los alemanes nos moriremos de hambre. Pero si conservamos los
telares podremos continuar trabajando y por lo menos nos aseguraremos nuestra
ración de pan.

Algunas mujeres dejaron de descargar.

—¡Los telares deben de quedarse aquí!

Acompañado de algunos altos empleados, llegó el director de la fábrica.

—¡La culpa de todo esto la tiene este tío loco! —gritaron algunas mujeres—. Al otro
lado del río ha hecho cavar una hilera de fosas; ¿a quién se propone enterrar?

—¿Por qué no trabajáis? —preguntó el director.

—¡Los telares deben quedarse aquí!

—¡Qué os habéis creído! ¿Pretendéis acaso sabotear una orden dada por Stalin? ¡Nada
debe caer en poder de los alemanes: ni un trozo de pan, ni una herramienta, ni un
telar! ¡Es preciso evacuar la fábrica!

—¿Y quién nos dará de comer?

—¿Cómo nos ganaremos el pan?

—¡Habéis hecho escapar a vuestras mujeres y a vuestros hijos y ahora ya están en


terreno seguro!… Pero ¿quién se preocupa por nosotros?

—¡Debemos cuidar de nosotras mismas!

—¡Los telares se quedarán aquí!

Las mujeres recibieron una inesperada ayuda. Los marineros dijeron que los telares
no podían ser cargados, porque unos kilómetros más abajo tenía que embarcar una
compañía del ejército. El delegado y el director de la fábrica tuvieron que
enfrentarse, no solamente con las mujeres, sino también con los marineros. Al
delegado, que de todas maneras quería hacer embarcar los telares, se le ocurrió una
idea. Entre las mujeres que se apretujaban en el barco, seguramente debía haber
muchas militantes del Partido… El delegado subió al barco y habló con una
komsomolista. Y las mujeres moscovitas fueron movilizadas para la carga. Y el barco
tuvo que esperarse.

Pero aquella maniobra exasperó a las trabajadoras. Primero se volvieron contra el


director y luego contra el delegado. El director desapareció bajo una nube de
mujeres que se le echaron encima y que comenzaron a golpearle. El delegado, por su
parte, quiso escapar, pero las mujeres lo atraparon y le golpearon hasta que quedó
sin sentido. Luego la ira de las trabajadoras se volvió contra las mujeres de
Moscú, que todo el verano se habían estado paseando por Pljess, luciendo hermosos
vestidos.

—¿Y vosotras, zorras, pretendéis ayudarles? Durante todo el verano habéis estado
comiendo de lo lindo y ahora pretendéis robarnos nuestros telares y escaparos con
ellos. ¿Ya os ha dado Stalin panecillos y chocolate para el viaje? ¡Y estos
impermeables que lleváis no dejan pasar la lluvia! ¡A ver, a ver, dejádnoslos ver!

Un impermeable voló por los aires, y a la dueña del mismo le desgarraron además el
vestido. Sonó una bofetada y luego, en un abrir y cerrar de ojos, las mujeres
comenzaron a golpearse y a tirarse de los cabellos.

—¿Qué querías hacer tú con esta contraventana?

—¿Es que pretendíais despojarnos de todo lo nuestro y llevaros a toda la ciudad de


Pljess?

Había muchas mujeres que así como Natalja Timofejewna se había llevado una
contraventana, trataban de marcharse con mantas, cubrecamas y enseres caseros; pues
ninguna de ellas sabía cuál había de ser su próximo destino —quizás en una
semljanka, sin puertas ni ventanas, y ninguna defensa contra la lluvia y la nieve
de invierno— y todas trataban de equiparse de la mejor manera posible. Las
moscovitas dejaron de cargar los telares y de nuevo se apresuraron hacia el barco.
Las trabajadoras corrieron tras ellas y las fueron golpeando hasta la escalerilla
del barco. Los heridos y mutilados llegaron demasiado tarde para poder embarcar. El
barco se alejó despacio del malecón.

Junto al río quedaron montones de maletas y paquetes, y zuecos, cubrecamas,


sábanas, y contraventanas. Y también quedaron los telares. Las trabajadoras
permanecieron junto al río contemplando el barco que se alejaba y que muy pronto
desapareció tras la niebla. Era el último barco que había de descender por el
Volga.

Ninguno de los escritores había pensado que fueran recibidos con flores y con
discursos de bienvenida. Sin embargo, ninguno de ellos se había imaginado aquella
indiferencia, que a todos sorprendió. Y, por añadidura, la lluvia que no cesaba de
caer y empapaba las maletas y los equipajes.

Anatolij Arkatjewitsch estaba sentado sobre su maleta, y junto a él, sobre otra
maleta, había otro escritor, y más allá otro, y otro… Algunos, sin embargo, se
habían quedado en la sala de la estación y esperaban con impaciencia el regreso de
los delegados que habían enviado al pueblo. La espera se hizo larga y la lluvia no
cesó de caer.

Dos soldados pasaron ante el grupo de escritores, a los que contemplaron con
detenimiento. Eran dos jóvenes recién movilizados; sus rostros eran grises como la
tierra ablandada por la lluvia. Cada uno de ellos llevaba, echado a la espalda, un
macuto vacío… A Anatolij Arkatjewitsch le pareció que aquellos soldados ofrecían un
triste espectáculo y pensó que, al entrar en fuego, aquellos hombres no podían
hacer otra cosa que huir. Los dos soldados estuvieron mirando por todas partes,
como si buscaran algo, llegaron hasta el final del andén, volvieron atrás y
desaparecieron tras la densa cortina de agua. Nadie más se presentó en la estación.

Alguna vez tenía que terminar de llover y un momento u otro tendría que regresar de
la ciudad la delegación. La lluvia no cesó, pero los delegados sí regresaron, y las
noticias que dieron no fueron como para alegrar los semblantes de los
intelectuales. Ni en la «Unión de Escritores Tártaros», ni en la oficina del Soviet
ni en ningún despacho oficial habían encontrado a una persona que les atendiera.

Por fin, un camión cargó con el equipaje de los escritores y lo llevó a la Casa de
la Prensa, que era un gran edificio, enclavado en el centro de la ciudad. Los cien
escritores moscovitas, la flor y nata de la literatura soviética, comprobaron que
nadie les hacía el más mínimo caso. Muchas de aquellas personas no entendían el
ruso y un portero que les acompañaba se contentó con decir:

—Sí, sí; llueve… plocho, plocho; malo, malo…

También la secretaria de la Casa de la Prensa solo hablaba tártaro. Como no cesaba


de llover, los intrusos decidieron instalarse allí mismo. Subieron una escalera y,
con las maletas y paquetes, se entraron en una gran sala de fiestas y se instalaron
en el suelo.

Vino la noche, y no hubo cena. Llegó la mañana siguiente, y no hubo desayuno, y


llegó el mediodía, y no hubo almuerzo. En la ciudad no se encontraba nada de
comida. Frente a cada tienda había grandes colas de gentes que esperaban poder
adquirir un trozo de pan. La fachada de un cine estaba cubierta con un inmenso
retrato de Stalin, que aparecía con una gigantesca nariz, un monstruoso bigote y un
gorro turco. Nunca se había visto un retrato más horrendo de Stalin, y uno se
preguntaba si aquello era una versión tártara del Jefe del Estado o, simplemente,
un sabotaje.

Tampoco había tabaco. Quien quisiera encontrar algo de comer o de fumar, debía ir
al mercado a las cuatro de la madrugada. Y esto fue lo que hizo Anatolij
Arkatjewitsch. A las ocho de la mañana, después de haber aguantado cuatro horas de
lluvia, Anatolij Arkatjewitsch vio a un matrimonio de labradores que llevaban un
saco de mazorcas. Por dos rublos llenaban un vaso de mazorca, que los compradores
vertían en sus gorros. Cuando le tocó el turno a Anatolij Arkatjewitsch los
labradores habían vendido la mitad del saco. De pronto, la cola se deshizo, pues
uno de los presuntos compradores cogió el saco y lo vació de golpe. Anatolij
Arkatjewitsch se alejó del revuelo y volvió a la Casa de la Prensa sin haber podido
encontrar ni un grano de mazorca. Así era la vida de los «trabajadores»; así era la
vida cotidiana de los ciudadanos soviéticos. Y para ellos, para los escritores que
se habían refugiado en aquella sala de fiestas, la vida se hizo tan insoportable
que algunos comenzaron a discutir las mejores maneras de poner término a su
existencia.

Por fin se presentó un responsable. Pero no era el esperado. Es decir, no era el


Presidente de la República Tártara, sino su representante. Aquel hombre les hizo un
discurso largo, pesado y diplomático. No les dijo precisamente que fueran una banda
de intrusos; pero los escritores moscovitas tuvieron la impresión de ser tratados
como tales. El delegado del Presidente escudriñaba a los intelectuales como si
estos fueran personas de poco fiar, y mientras tanto fue hablando de las grandes
incomodidades que estos debían haber sufrido a causa del largo viaje desde Moscú.
Aquel hombre era el representante del Presidente, de la mayor autoridad de todo
aquel país que antiguamente había pertenecido a los tártaros, y de aquella capital
sobre la que se erguían muchas torres y cúpulas, y en la que había medio centenar
de ruinas de iglesias y monasterios y una célebre Universidad, y un Kremlin, y
muchos hoteles. Si aquel hombre quería, la ciudad podría convertirse en un refugio
acogedor y hospitalario. Pero aquel tipo no se refirió a ningún hotel, ni aludió a
unas Stalowaja, ni a un restaurante ordinario. El delegado del Presidente
contemplaba a la flor y nata de los escritores moscovitas y mientras se fijaba en
sus corbatas de seda, decía que la República tártara se honraba con la presencia de
aquellos célebres hombres, pero que dada la escasez de medios y de espacio nadie
debía sentirse ofendido ante la falta de comodidades, que solamente habían de durar
unos pocos días, pues las autoridades se preocuparían inmediatamente para que
ellos, los célebres escritores de Moscú, pudieran continuar el viaje.

¿Hacia dónde debían continuar el viaje?

Al delegado del Presidente no le quedó más remedio que hablar claro y decir que los
escritores deberían alojarse en los últimos pueblos de la frontera tártara.

Los escritores soviéticos se miraron unos a otros. Los últimos pueblos de la


frontera tártara o de cualquier otra frontera significaba vivir en un desierto sin
oasis y morir de hambre.

El representante del Presidente describió la situación de los pueblos y el


magnífico paisaje en que estaban enclavados y subrayó la paz y la tranquilidad, tan
necesarias para los escritores moscovitas, que allí habían de encontrar.

—Y, ¿cómo han pensado ustedes alimentarnos? —preguntó uno de los escritores.

—Esta es una cuestión que resolverán nuestros magníficos koljoses —respondió el


representante del Presidente.

Uno de los escritores se puso en pie. Era un periodista que colaboraba en la Pravda
y en otros grandes periódicos. Con firme y decidido gesto, el periodista explicó
que todas las fábricas que corrían el peligro de caer en manos de los alemanes eran
desmontadas y trasladadas más hacia el Este, donde eran puestas en movimiento.
Según él, los escritores que habían llegado a Kazán se encontraban en una situación
parecida a la de dichas fábricas, pues la literatura era una de las más importantes
industrias de la Unión Soviética. No podían ser dispersados por unos pueblos
fronterizos, sino que debían mantenerse juntos, en contacto, como hasta entonces.

—Hablaré al Presidente de todo ello —respondió el representante del Presidente, y


se despidió con una sonrisa.

Pasaron un par de días y nadie les volvió a decir nada más. Y Anatolij
Arkatjewitsch y sus compañeros comprendieron que aquella conducta obedecía a unas
órdenes concretas dadas por el Presidente de la República tártara y, seguramente,
por el Gobierno de la Unión Soviética.

En Moscú reinaba el pánico. Y Moscú ya no enviaba más directrices, ni más


consignas. Nadie sabía con exactitud lo que significaba el silencio, tan asombroso,
del Gobierno. Algunos escritores hablaron de suicidarse.

Si Moscú caía en poder de los alemanes, todo el conjunto de la Unión Soviética


podía venirse abajo, y en este caso, si llegaba a instaurarse un «Nuevo Orden», la
presencia de aquel grupo de escritores podía significar un peligro para la
República tártara. Así, pues, el destino de aquella gente dependía del destino de
Moscú: si la capital era conquistada, podían ser eliminados; pero si la capital
resistía, conservarían sus antiguos privilegios.

Llovía…
Llovía en Moscú, en Malojaroslawetz, en Moschaisk; llovía desde Moscú a Kazán, y
desde Moscú hasta Orel y Kursk; llovía desde el lago Ladoga hasta el mar de Azow, y
la lluvia caía sobre todos los bosques y los campos y las alturas y las hondonadas,
y todos los campos se convirtieron en inmensos lodazales. En un bosque entre
Moschaisk y Borodino, rodeado de los restos de un antiguo batallón, se encontraba
Nikolai Uralow, y no sabía hacia dónde debía dirigirse. Y en un bosque entre
Malojaroslawetz y el Protwa se encontraba el capitán Holzimmer al frente de la 14
compañía.

Al capitán Holzimmer le quedaban diecisiete hombres. Unos cuantos estaban aquí,


otros un poco más allá, otros algo más lejos… bajo el bosque, metidos en un
espantoso lodazal. El capitán Holzimmer se había quedado sin comunicación y había
perdido el contacto con las tropas que operaban a su espalda y con las que estaban
ante él.

Con aquellos diecisiete hombres y algunos carros y caballos estaba en un pueblecito


de ocho casas. Y cada vez que alguien salía de la casa de madera en busca de un
cubo de agua o para dar de comer a los caballos volvía con las botas llenas de
barro.

Llovía tarde y noche y las provisiones estaban a punto de agotarse. Un día se


repartió la última miel que quedaba y se bebió la última botella de jarabe. Había
muy poco petróleo y la luz tuvo que ser ahorrada, de manera que a las cuatro de la
tarde la casa quedaba a oscuras. Un oficial recién llegado de la retaguardia que
esperaba poder incorporarse a su regimiento, se pasó una noche contemplando las
chinches que, a la luz de su lámpara de bolsillo, corrían por la pared. Y al
amanecer la pila de la lámpara se había agotado.

Una mañana, Holzimmer salió de paseo. Dejó el pueblo atrás. Cada paso que daba en
el barro le costaba un esfuerzo considerable. No había ningún árbol. El cielo
estaba encapotado. Llovía. No se veía a nadie. Allí, en el horizonte, debía estar
el Protwa y debía estar Tarutino, envuelto en la niebla, hundido en el fango,
inalcanzable. Un camión estaba con las ruedas hundidas en el barro. Y un poco más
lejos, en la misma situación que el anterior, había otro camión.

El regreso al pueblo le costó un par de horas. Algunos de sus hombres estaban


sentados alrededor del fuego; otros cosían sus uniformes y otros jugaban a cartas.
El teniente recién llegado de la retaguardia y que hasta entonces había demostrado
un extraordinario interés por las columnas de chinches que corrían por las paredes,
por los piojos que anidaban en su ropa interior y por las ratas que se escondían en
los huecos del piso, estaba apoyado contra la ventana y miraba el paisaje cubierto
de niebla, inundado por la lluvia que caía sin cesar.

El capitán Holzimmer sacó su dietario. Era un «diario» que había comenzado el


primer día de la campaña del Este. Aquel «diario» era una crónica acerca de las
carreteras rusas, que al principio de la campaña habían estado cubiertas de polvo y
luego se convirtieron en impracticables lodazales. Aquel «diario» era la historia
del progresivo aniquilamiento de la 14 compañía motorizada. «¡La 14 monta a
caballo!», había escrito un día, y al hacerlo le pareció que las cosas ya no podían
ir peor de lo que iban. Pero ahora a la compañía ya no le era posible avanzar con
carros, ni con caballos, pues había sido hecho prisionera por el barro, y estaba
allí, como una mosca en una cuchara de miel, sin poder salir. En cierta ocasión
llegó un jinete al pueblo, pero no pudo dar noticias del resto de la compañía: no
sabía por qué sitios había llegado hasta allí.

Aquel día, cuando comenzaba a oscurecer, Holzimmer escribió en su «diario»:

«Me acuerdo con insistencia de los hermosos días que pasé en Francia, en Tours y en
Montrichsard; me acuerdo con agrado de los atardeceres pasados en mi habitación, y
ante mis ojos surge la simpática cocina de monsieur Pieter en l’Escador…»

Al día siguiente escribió:

«La estancia está llena de gente. He pasado una hora dormitando en la silla. El
teniente Strobel, que es un muchacho alto y delgado, está sentado a mi lado. El
fuego se está apagando en la chimenea. Hay una atmósfera densa y cargada. ¿Dónde
estarán los regimientos y qué hacen sin la 14 compañía y sin intendencia y sin
municiones?»

Y al otro día:

«Las gentes debieran lavarse la ropa. Hace meses que no se ha hecho colada y desde
el verano está la ropa sucia en las mochilas. Pero para lavar la ropa se necesita,
además de agua, jabón y que exista la posibilidad de secarla. De un pueblo vecino,
unos soldados trajeron ayer un puñado de centeno y dos o tres botellas de petróleo
para la lámpara. ¿No es esto el final?»

Luego escribió estas dos observaciones:

«Ayer noche ardió el granero que hacíamos servir de establo. Fue un incendio rápido
y devastador. Posiblemente fue un sabotaje. Murieron todos los caballos y se
perdieron por completo todos los atalajes.

»Ahora estaremos inmovilizados aunque haga buen tiempo. No sé cuál de las dos
pérdidas es más grave: la de los caballos —pues no podemos echar mano de los
caballos de tiro— o la de los atalajes —que no podemos sustituir por nada.

»La lluvia se mezcla con la nieve. Esta mañana el suelo estaba duro, pero luego se
resquebrajó. Quizá podamos salir pronto de nuestro encierro. Esta perspectiva casi
me hace olvidar la experiencia de la noche pasada.

»¡Fuego! Ese fue el grito que, hacia las cinco de la madrugada, nos despertó. La
habitación estaba llena de humo. Estábamos soportando un verdadero diluvio y, sin
embargo, no teníamos agua para apagar el fuego. Alguien había cegado el pozo con
piedras y madera. Tratamos de apagar el fuego con nieve, pero todo fue inútil. Así,
pues, tuvimos que coger las cosas y trasladarnos a otra casa. Esto lo hicimos hacia
las seis de la mañana. Unos soldados volvieron a ir al pueblo vecino y regresaron
con un pan y una botella de petróleo. El petróleo lo habían cogido a la fuerza. Es
algo espantoso; pero no hay más solución, pues la lámpara tiene que estar encendida
toda la noche y junto a ella es preciso que se monte una centinela.»

Aquí terminaba el «diario».

Días después, en una cabaña de aquel pueblo abandonado, en medio de un montón de


cadáveres desnudos, unos soldados alemanes encontraron aquel «diario» y lo enviaron
al jefe de la división, general Bomelbürg.

Nikolai Uralow había tenido tiempo suficiente para pensar lo que más convenía
hacer. No volver con los suyos, ni entregarse a los alemanes. Esa era la
determinación a que había llegado. Sin embargo, lo que no podía hacer era quedarse
en el bosque, bajo las hojas que no ofrecían ningún resguardo. Llovía y nevaba. Por
primera vez la nieve no se derritió. Y el suelo se hizo firme.

Tres hombres acompañaban a Uralow: el teniente Skrül, Iván de Arcángel y un soldado


kurdo. Habían podido herir a un conejo, cuyo rastro de sangre estuvieron siguiendo
durante mucho rato. Por fin, cogieron al animal, lo asaron y se lo comieron.

Uralow aprovechó el momento de la comida para hablar a sus compañeros.


—No podemos permanecer más tiempo aquí —les dijo—; pensemos la manera de acabar con
esta situación. Olvidad que en otro tiempo fui vuestro jefe y que cada cual diga su
opinión.

—Lo primero que debemos hacer es desprendernos de nuestros uniformes —dijo Skrül—.
Es posible que en alguna parte encontremos trabajo.

—También podemos ir a alguna ciudad y dedicarnos al robo —opinó Iván.

—¡Camarada capitán! —exclamó el soldado kurdo.

Uralow le interrumpió:

—¡No quiero volver a oír esta palabra! ¡Aquí ya no hay ningún capitán! Di lo que
tengas que decir.

—En otro tiempo fui sastre —dijo el soldado—; podemos ir a un pueblo; yo cortaré la
ropa y vosotros coseréis los botones. Al cabo de poco tiempo habréis aprendido el
oficio.

—¡Pues busquemos el pueblo!

Aquel mismo anochecer se pusieron en camino. Ya muy entrada la noche alcanzaron la


linde del bosque y a lo lejos, como hundido en la nieve, vieron un pueblecito.
Dejaron el bosque a sus espaldas. Las primeras casas se levantaban como grandes
manchas negras sobre la nieve. Unos perros comenzaron a ladrar.

—¡Alto! ¡Alto, amigos míos! —dijo Uralow—. Es preciso que aguardemos a que se haga
de día. No es conveniente que nos presentemos de noche, pues lo único que
lograríamos sería espantar a las gentes.

Así, pues, volvieron atrás y se ocultaron entre los árboles. Recogieron unas ramas
secas, las quemaron, esparcieron luego las cenizas sobre el suelo y se echaron a
dormir. Uralow se tendió entre Skrül e Iván y el soldado kurdo se echó a los pies
de su antiguo capitán.

—Ruki wjárch! ¡Arriba las manos!

Aquello hubiera podido ser una pesadilla, pero desgraciadamente no lo era. Uralow
notó que alguien le golpeaba con la bota en el hombro, abrió los ojos y vio a un
soldado alemán. Ante ellos tenían a seis soldados alemanes. Así, pues, el pacífico
sueño de coser botones se había terminado antes de convertirse en realidad. Y
tampoco había tiempo para sacarse la pistola y descerrajarse un tiro.

—¿Comisario? —preguntó, refiriéndose a Uralow, un soldado alemán al kurdo.

—¡Médico militar! —respondió el kurdo.

Como Skrül también llevaba los cabellos largos se le supuso, al igual que Uralow,
comisario. No; él no era comisario, sino el ayudante del médico.

Tuvieron que entregar sus pistolas y sus bombas de mano. Les registraron los
bolsillos. El dinero y la fotografía de Nina, que todavía conservaba Uralow,
desaparecieron en uno de los bolsillos del alemán. Los pueblos por donde les
condujeron estaban llenos de tropa. En el pueblo donde hicieron alto vieron muchos
tanques, que los alemanes habían colocado sobre tablones y que ahora parecían estar
a punto de marcha. A la entrada del pueblo había una batería montada. Ocho caballos
estaban uncidos a un obús. Jemeljan, que así se llamaba el sastre kurdo, se quedó
contemplando aquellas bestias, que a él, acostumbrado a los pequeños caballos de su
país, le parecieron elefantes. Los caballos trataron de arrancar, pero patinaron
sobre la nieve helada. El eje se rompió y el obús quedó atascado. Los soldados
vestían uniformes de verano, y muchos llevaban capotes rusos.

Uralow, Skrül, Iván y Jemeljan fueron conducidos a Gschatsk, donde se les encerró
en un sótano que antes había servido de almacén de comestibles y que ahora se
utilizaba como calabozo para prisioneros de guerra. Cada día llegaban más
prisioneros y pronto no hubo sitio donde tumbarse.

Pasó el primer día y no les dieron de comer. Pasó el segundo día y no les dieron de
comer. Pasó el tercer día y no les dieron de comer. Al cuarto día les trajeron un
poco de centeno medio podrido, y cada uno recibió la medida de un vaso. Muchos lo
esparcían con la mano, soplaban el polvo que contenía y, sin más, lo comían como
los caballos. Uralow no lo probó, y al cabo de un rato encontró a alguien que a
cambio de su ración le entregó un poco de mazorca.

Durante aquellos cuatro días la temperatura permaneció a bajo cero. El piso de las
carreteras se había endurecido. Los campos estaban cubiertos de nieve. El
movimiento de las tropas no cesó ni un instante. El rodar de los tanques y de los
grandes camiones atronaba el sótano.

Los alemanes se habían librado del barro y se disponían a comenzar una nueva
ofensiva contra Moscú.

LA GRAN OFENSIVA ROJA

De dos haz uno, de lo recto haz lo torcido, de la lluvia haz viento, del silencio
la tempestad, de lo limpio lo sucio, y humilla al humilde y aplasta al orgulloso.
El hombre no es más que polvo, y nada ha de tener en sus manos ni en su corazón.
Arranca de nosotros la simpatía, la compasión, la amistad y el amor, y rompe los
lazos que unen al hijo con el padre, al hombre con la mujer, pues solo así podrá
ser aprovechada la masa en el horno.

El mariscal Zukow y los generales Rokossowski, Bclow, Nonew, Gavoron, Boldin y


Golikow continuaban siendo generales sin tropas. Pero ya no lo serían por mucho
tiempo, pues de un momento a otro habían de convertirse en mariscales de un
ejército acostumbrado al invierno y equipado para él.

Llegaron los primeros transportes.

Al mismo tiempo, el Kremlin volvió a dar señales de vida. Un oficio ordenaba a los
empleados del Estado que estuvieran dispuestos para «la defensa de Moscú y para
acabar con las actividades de los espías, traidores y agentes del fascismo…»

El general Silonow, jefe de la guarnición de Moscú, recibió la siguiente orden de


Stalin:

«Los provocadores, espías y demás agentes del enemigo, así como todos aquellos que
atenten contra el orden serán fusilados en el acto, sin formación de causa.»

Las patrullas de la NKVD volvieron a verse por las calles de Moscú. El «cuervo»
reanudó el traslado de detenidos a la Lubjanka. Los piquetes destinados al
fusilamiento de los «enemigos del régimen» —fusilamientos que se llevaban a cabo en
Butryrki— no tenían ni un momento de descanso. En los pueblos del Don se efectuaban
detenciones en masa. En la república del Volga se desencadenó una persecución sin
precedentes. Ochocientas mil personas fueron conducidas a través de los grandes
bosques del Norte hacia campos de concentración. En Kazán, los escritores
moscovitas fueron cómodamente instalados y cada día recibieron su desayuno,
almuerzo y cena.

El orden volvió a ser restablecido.

Grandes nubes negras se cernieron sobre el Kremlin y parte de la ciudad. Los


camiones de Schtscherbakow transportaban a miles de opoltschenzi recién recogidos
por las calles, que a toda prisa debían engrosar el número de los resistentes de
Wolokolamsk, de Kubinka y de Naro-Fominsk. Otros camiones y todos los tranvías iban
cargados de mujeres que eran transportadas a las afueras de la ciudad, donde había
que remover la tierra y construir trincheras, defensas antitanques, etcétera.

El hombre no es más que polvo… Las mujeres trabajaban sin abrigos de invierno, sin
botas altas. La mayor parte de ellas vestían tal como fueron sorprendidas en el
momento de la detención.

Los opoltschenzi no tenían ninguna instrucción militar y carecían de armas. Los


fusiles deberían cogerse de las manos de los heridos. Cada uno de aquellos hombres
llevaba tres cintas de cartuchos en los bolsillos. Y aquello bastaba.

Cada vez fueron llegando más transportes militares del lejano Este, del Cáucaso, de
los campos de instrucción del Sur.

Las tropas eran desembarcadas en la estación de Kaschira y enseguida desaparecían


en los bosques. Los hombres procedentes de los campos de instrucción del Asia
Central estaban muy mal equipados y peor armados. En el Volga fueron incorporados a
otras unidades bien armadas. Su misión era lanzarse en oleadas contra el enemigo y
abrir paso a las bien armadas y equipadas tropas de Siberia, del Cáucaso y del
lejano Este. Y también llegaron unas formaciones modelo —tanques pintados de
blanco, y cañones pintados de blanco, y caballos blancos, y jinetes con uniformes
blancos, y esquiadores y soldados de infantería vestidos de blanco—; unas
formaciones modelo que no se distinguían sobre la nieve.

¡Que el silencio se convierta en tempestad!

Stalin iba contando las divisiones recién llegadas. Y aguardaba. Al Oeste de Moscú,
los opoltschenzi caían como pájaros indefensos. Al Norte y al Sur de la capital se
desangraban los heridos sobre centenares de caminos y carreteras. Pero aquellos
hombres y aquella sangre no eran más que alquitrán, asfalto para preparar la
llegada a los próximos refuerzos, un blanco circunstancial para las balas alemanas.

Se decía que los alemanes tenían dificultades para hacer marchar su intendencia.

Y, a medida que fuera nevando, las dificultades habían de aumentar.

Stalin iba contando las nuevas divisiones. Ya había cuarenta, sesenta, ochenta…
Stalin miraba el cielo. Y aguardaba.

Un soldado desconocido escribió:

«3 de octubre: Tres días sin comida. Diarrea, hambre y viento. Anduve treinta
kilómetros y alcancé el puesto de mando del regimiento. Destinado como enlace a la
sexta compañía. La primera noche en un pozo de tirador. Fuego de artillería.
»5 de octubre: Cada día una hora de despiojamiento. Encuentro de cincuenta a cien
piojos diarios. De noche apenas se puede dormir. Como enlace, tengo que ir mucho de
un lado a otro. Estoy rendido.

»7 de octubre: El ruso vuelve a atacar. Frío, combates, hambre, piojos, cansancio.


A veces pienso que si me acertaran todo habría terminado. Primera vez que disparo.

»9 de octubre: El ruso se retira. Nosotros atacamos. Fuego de artillería. ¡Si de


una vez se terminara esta terrible carnicería! Vuelvo a tener diarrea.

»10 de octubre: Fuerte resistencia y contraataque enemigo. En una hora se han


producido dieciséis bajas en nuestra compañía. Los rusos han tenido diez veces más
pérdidas que nosotros. Los sanitarios no pueden con tanto trabajo. Marchamos en
dirección Nordeste, hacia Kalinin. Hemos matado unas gallinas y hemos comido mucha
miel.

»15 de octubre: Descanso. Viento y lluvia. He matado más de doscientos piojos.


Diarrea. Todos tenemos el mismo deseo: volver pronto a casa.

»16 de octubre: Continúa lloviendo. Acción de la artillería rusa. Horrible. Mucho


quehacer como enlace. He matado ciento veintiún piojos. Estoy muy fatigado.

»17 de octubre: Llueve. Me duelen los dientes. No dispongo de ningún remedio.

»18 de octubre: Nada de particular. Llueve. No puedo dormir a causa de los piojos.
Tengo toda la piel enrojecida e irritada.

»24 de octubre: Lluvia, lluvia, lluvia.

»6 de noviembre: Nieva. Construimos refugios.

»7 de noviembre: Se dice que los rusos no tienen nada que comer, pero están
atemorizados por sus comisarios. El soldado alemán, “que está perfectamente
equipado”, carece de guantes.

»10 de noviembre: Tampoco nosotros tenemos comida. No hay soldado más resistente
que el alemán; particularmente en lo que a la comida se refiere.

»13 de noviembre: El que pueda regresar a casa sin estar enfermo tendrá una suerte
inusitada. Construimos refugios a veintidós grados bajo cero, y no tenemos ropa de
invierno.

»15 de noviembre: Aparte del trabajo de enlace, nada de particular. Correo. Dos
cartas y dos paquetitos. Gran alegría. Muchos periódicos. En los periódicos vemos
de qué manera se miente en la patria.

»19 de noviembre. Cinco paquetitos de casa y uno de Zschorn. No llegan


medicamentos. ¡Si esta porquería terminara pronto!

»20 de noviembre: Ya no paso frío durante las guardias. Nos han entregado abrigos
rusos de piel.

»25 de noviembre: Los rusos están mejor equipados que nosotros: trajes acolchados,
abrigos para la nieve, gorras con orejeras. ¿Y nosotros?

»1 de diciembre: Espantoso fuego de artillería sobre nuestras posiciones. En


nuestra posición cayeron cuatro proyectiles. Nosotros estábamos en el refugio.
Ideas de suicidio. ¿Volveremos a casa?
»2 de diciembre: Tempestad y frío. Tratan de darnos esperanzas a base de
prometernos permisos, relevos y cosas por el estilo. Pronto no aguantaremos más. El
pan escasea. Solo una sección de la compañía se encuentra en buenas condiciones.
Los demás estamos extenuados a causa de las guardias, que los suboficiales
comparten con nosotros. De los ciento ochenta hombres de nuestra compañía solo
quedamos cincuenta y nueve.»

El primer teniente Wolfgang Hasse, que durante las primeras semanas de la campaña
del Este había sido los «ojos y oídos» del jefe de la división, general de división
Bomelbürg, y que luego pasó a mandar una sección avanzada, fue ascendido a capitán
y destinado a servir en la plana mayor del regimiento de Zecke.

El capitán Hasse también llevaba un «diario».

«22 de noviembre: El resultado de nuestro último ataque es un cuadro muy alentador.


El regimiento avanza sobre campo abierto, lejos del bosque, hacia Troszkaja.
Nuestros cañones ligeros hicieron callar a los antiaéreos situados en las afueras
del pueblo, e hicieron arder a un tanque pesado. Un tanque que surgió entre las
casas y que comenzó a disparar contra nuestra artillería ligera, se vio obligado a
dar media vuelta, no sin antes pillar bajo sus cadenas a dos soldados. Un disparo
hizo enmudecer su cañón y el tanque continuó haciendo fuego con su ametralladora
pesada. Otro cañonazo deshizo una de sus cadenas. El tanque aminoró la marcha y
acabó por detenerse. Bajo un terrible fuego, las primeras compañías entraron en el
pueblo y continuaron persiguiendo al enemigo. El regimiento ha conseguido otra gran
victoria. El batallón de reserva, sin embargo, no lo ha pasado bien. La infantería
rusa logró interceptar el camino entre aquel y nosotros. Las alambradas fueron
cortadas y algunos soldados, muertos. Acompañado del primer teniente Langhoff fui
en coche hacia el batallón. En el camino nos encontramos un sidecar ardiendo, y
junto a él, sobre la nieve, a dos soldados muertos. Fuego artillero de
hostigamiento. De noche, en el campamento, caigo rendido de sueño.

»23 de noviembre: Hoy es domingo; pero el descanso dominical hace tiempo que no se
observa en nuestra plana mayor. El telégrafo no deja de funcionar. Los enlaces van
y vienen. Visita a dos batallones. Ligero fuego artillero de hostigamiento.
Nuestros ingenieros trabajan sin descanso. Una de nuestras patrullas cae en poder
del enemigo.

»24 de noviembre: Prosigue el ataque. Las compañías quedan detenidas ante los nidos
y trincheras enemigos ocultos en el bosque. No hay forma de avanzar. El teniente
Dr. Rischter cae al frente de la 2.ª compañía. Voy en busca de la 6.ª compañía, que
trato de situar donde ahora está la segunda, que ha quedado sin mando, pero me
encuentro con los restos de esta. Me cuesta gran trabajo ordenarla de nuevo. Los
rusos nos abrasan con su fuego de artillería. Caen unos proyectiles en Oserbischina
y unas casas arden al instante. Tenemos pocos medios de transporte y nuestra
batería montada solo puede ser utilizada en parte. El primer teniente Langhoff
logró salvar a un caballo de un establo envuelto en llamas. El otro caballo no pudo
ser salvado. Hemos vuelto a perder unas bestias preciosas.

»28 de noviembre: Desgraciadamente, nuestras pérdidas son muy elevadas, sobre todo
por lo que a los oficiales se refiere. Los enfermos y heridos no pueden ser
evacuados. La fuerza combativa de nuestras tropas es cada día menor. Hace catorce
días la compañía se componía de sesenta hombres; hoy solamente quedan cuarenta.
¿Cuántos quedarán mañana? Muchos se preguntan cuándo les tocará su turno. Los
soldados ya no demuestran tener ningún arrojo y muchas veces dejan a sus compañeros
en la estacada y aprovechan la ocasión para retirarse. Todos quisieran acompañar a
los heridos de la retaguardia. Continuamente se oye el grito de ¡sanitario!, y en
ninguna parte se oye aquel otro de ¡fusil ametrallador, al frente! El jefe de mi
regimiento, coronel Zecke, ha dado a entender en una reunión celebrada en Worobij
que la situación es inaguantable. Pero el general de división le respondió: “Tienes
que tener fe y paciencia.” El número de bajas, sin embargo, se expresa con un
lenguaje diferente. Una compañía cansada, piojosa y diezmada no puede convertirse
en una buena tropa de asalto. Mientras a la gente no le sea dado descansar, y no se
la cuide y equipe, no podremos hacer nada. Ya es sabido que la guerra gasta a los
soldados, y de vez en cuando es indispensable un descanso. Pensamos en el porvenir
con una gran preocupación.

»29 de noviembre: Pedimos dos batallones, una compañía de morteros y una de


ametralladoras al regimiento. La petición es denegada. No tiene ningún sentido
continuar peleando con tan escasas fuerzas. Cada día tienen que ser evacuados
muchos enfermos. Ninguno de los enfermos vuelve al frente. No sé adónde iremos a
parar. Nuestra gran esperanza son los tanques de Guderian que tratan de encerrar a
Moscú en una bolsa. Cuando la bolsa se haya cerrado, dispondremos de un buen lugar
donde pasar el invierno. De momento no debemos avanzar con demasiada rapidez, pues
nuestras bases quedarían muy alejadas de nosotros. Es preciso que la infantería
continúe en sus puestos. Los alemanes no estamos acostumbrados a la guerra de
invierno.

»30 de noviembre: Primer domingo de Adviento. Un día desapacible y frío. Nieva. La


jornada transcurre en medio de continuas promesas de los oficiales a los jefes de
las diferentes unidades. Durante media hora cantamos junto a un árbol de Navidad.
Las encendidas velitas del árbol nos hacen olvidar las tristes paredes, así como
las ventanas cubiertas de paja de la casa. Cada uno tiene una taza de té entre sus
manos, y un pastel va pasando ante cada uno de nosotros; vuelve la alegría. El
pastel es muy alabado. Desde hace mucho tiempo ninguno de nosotros había comido
algo tan bueno.

»1.º de diciembre: La ofensiva proseguirá al apuntar el alba. Los hombres ya están


preparados para el ataque. La visibilidad es mala. Recorro los pozos de tiradores.
En casi cada pozo hay un pálido fantasma acurrucado. Con un palo echo tierra en
cada uno de los pozos. El fantasma no se mueve; todos están muertos. Ráfagas de
ametralladoras silban entre las ramas. El segundo batallón tiene la misión de
atravesar el bosque y entrar en el pueblo por un flanco. Sobre el terreno no se
encuentra la trocha señalada en el mapa. En el bosque comienza un tremendo tiroteo;
pero no podemos sorprender a los rusos, que en el último instante nos vieron
avanzar. El fuego de nuestra batería montada cae justo delante de nosotros. Estamos
cerca del pueblo de Petschischowa. El primer batallón entra en el pueblo. El
enemigo continúa disparando con ametralladoras entre las casas. Mis telegrafistas
están en sus puestos, pero no pueden obtener ninguna comunicación. El tercer
batallón, cuyo comandante acaba de ser herido por una mina, marcha contra
Almeschewa, pero pronto se ve obligado a detenerse, ya que la oscuridad es cada vez
mayor. El transporte de un cañón pesado ha sido volado por una mina. El nuevo
primer sargento de la pieza ha caído y el teniente Gottwalt ha sido alcanzado en el
pecho por una ráfaga de ametralladora. El teniente Müller ha sido herido. Dos de
nuestros cañones ligeros han sido inutilizados. Tenemos grandes pérdidas. Unas
patrullas comunican que Almeschewa ha sido evacuado. Pero el batallón retrocede un
poco y toma posiciones para pasar la noche.

»2 de diciembre: El grueso del regimiento entra en Almeschewa. Durante el camino,


el primer batallón tiene que luchar contra patrullas enemigas que le hostigan en el
bosque. Una cuádruple ametralladora montada sobre un carro dispara a derecha e
izquierda y asegura así la marcha de la columna. La tercera compañía ocupa, sin
sufrir ninguna pérdida, un sistema de trincheras. Vuelvo a estar en el segundo
batallón. Estamos en terreno descubierto y muy al fondo se ve una cortina de
árboles. Observo muchas ligerezas; por ejemplo, la formación de grupos y el
acercarse a la linde de un bosquecillo. Reprendo enérgicamente a algunos oficiales.
Algunas gentes poco seguras, como el suboficial Gnotke, observan ahora una conducta
muy curiosa: caminan en silencio y con una sorprendente despreocupación. Vemos cómo
unas sombras huyen tras las últimas casas de un pueblo. El hostigamiento de las
patrullas en el bosque cuesta mucha sangre. Treinta y un muertos y cincuenta y
cinco heridos es el balance de esta operación.

»Después que el jefe del regimiento, coronel Zecke, hubo fijado las posiciones
avanzadas, vuelvo a Almeschewa, al puesto de mando. La noche es clara y fría. La
nieve cruje bajo las botas. Por todas partes se ve un gran movimiento. Hay
vehículos de todas las unidades. Me cruzo con muchas nuevas unidades y tras un gran
esfuerzo logro dar con el puesto de mando, que está instalado en una casa de sólido
aspecto. Los pasillos están llenos de gente. Unos soldados tuestan pan junto a un
fuego. Tienen mal aspecto y están sin afeitar. La gente cae al suelo de puro
cansancio. ¿Cómo podemos continuar de esta manera? Los caídos no son sustituidos
por nadie. ¿Es que no hay ninguna división que pueda relevarnos?

»3 de diciembre: Horas de tensión junto al telégrafo. El enemigo ataca con grandes


fuerzas. Después de haber tratado de irrumpir en nuestras líneas, los rojos atacan
ahora a las unidades que operan a nuestra derecha. Allí se han producido algunas
retiradas. En algún sitio, el enemigo ha logrado abrir brechas de gran profundidad.
Es de temer que nuestra retaguardia corra momentos de peligro. Solo nos faltaba
esta porquería. Seguramente, empero, las cosas volverán a arreglarse rápidamente.
Algunos tanques pesados rusos llegan hasta muy cerca de nuestras posiciones y
nosotros estamos indefensos contra tales monstruos. Hoy se han incendiado muchos
camiones y muchos caballos han perecido entre las llamas. El teniente Wenzel ha
sido herido. Ahora soy el más joven oficial de la plana mayor.

»El día de hoy nos ha costado once muertos, treinta y cuatro heridos y diecinueve
congelaciones graves. Ninguno de los que han sido evacuados por enfermedad o herida
ha vuelto. Poco a poco empezaremos a pensar qué haremos cuando no quede nadie para
empuñar las armas.»

Que la lluvia se convierta en viento, y el silencio en tempestad. Un cielo oscuro


se cernía sobre las torres del Kremlin y sobre la gran tierra desierta de Rusia.
Una gigantesca mano tenía que desgarrar aquel cielo del que debía caer un diluvio
que azotara a cada pueblo y a cada árbol y arrojara contra el suelo a todo ser
viviente. El general Mal Tiempo fue reemplazado por el general Invierno.
Rokossowski, Below, Konew, Kreisen, Goworow, Boldin y Golikow no eran más que sus
comparsas. El general Stalin contó hasta ochenta divisiones. Los planes habían sido
estudiados con gran atención, y de poder ser realizados significarían la rotura de
la tenaza alemana que amenazaba a Moscú y la formación de una tenaza propia que,
pasando sobre Smolensk, llegara a Orscha, en el recodo del Dniéper. Aquel día, en
Kalinin, un soldado escribió:

«Hay para volverse loco. La compañía ha quedado reducida a treinta y cinco hombres
medio muertos.»

El oficial más joven de la plana mayor escribió:

«Se ha dado la orden para que mañana se evacuen las posiciones. Nos ha costado un
gran esfuerzo atrincherarnos en este lugar, pues para ello hemos escarbado hasta
caer muertos de fatiga, y para ello, también, hemos empleado el último metro de
alambrada y el último clavo. Y ahora tenemos que evacuar las posiciones que tanta
sangre nos costó conquistar y defender. ¡Dios mío, qué hemos hecho para ser
tratados de esta manera!»

Al no ser encontrado su marido, Praskowja Turichina fue metida en lugar de él en el


«sangriento cuervo».

El opoltschenzi Bogdanow cayó en Swenigorod. Su hija Támara y Anna Narischkina


fueron enviadas por el Comité Central a la organización de partisanos de Bolschewo,
al «Instituto Coreográfico», donde debían asistir a un curso de formación.

María Subdowa fue detenida en Pljess.

La mitad de los escritores moscovitas salieron en tren de Kazán y con dirección a


Taschkent.

Arbus-Krimskij, que también había sido enrolado en los opoltschenzi, yacía en una
trinchera junto a Podolsk y murmuraba:

—¡Qué tontos!… Millones de rusos les habrían entregado a Stalin, y ahora ellos le
han entregado Moscú. Son demasiado tontos y ahora serán cazados como perdices. —Y
Arbus-Krimskij cargó su fusil, que era un arma fabricada en 1882, y disparó.

Al otro lado cayó un hombre. Al día siguiente, en una hondonada, junto a una caja
de municiones, una pala y una cinta de ametralladora, había un muerto. Entre las
cosas que fueron recogidas había una carta, en cuyo sobre ponía: «Si caigo herido o
muerto, ruego que esta carta sea enviada a mi abuela Luise Heydebreck, que vive en
Berlín-Wilmersdorf, Grüntzelstrasse, 59-IV.»

Llegaron los rusos.

Atravesaron el Volga por Kalinin, y el Oka por Kaschira y Serpuchow, y atacaron en


dirección a Wolokolamsk, Moschaisk y Juchnow. Aparecieron en grandes oleadas,
irrumpiendo por todas partes, sin detenerse ante nada.

En Kalinin, a tres kilómetros de Gorochowa, el jefe de una batería pesada miraba,


en el puesto de observación, a través de unos anteojos de tijera. La noche
anterior, junto con los oficiales de la batería, había celebrado la fiesta de Santa
Bárbara, patrona de la artillería. Una enfermera rusa cruzó el Volga, que estaba
helado, y les dijo: «Vendrán a las doce».

Vinieron a las doce en punto. Era un día extraordinariamente frío: el cielo estaba
amarillo y todo parecía sumido en la más completa quietud. Al otro lado del Volga
se veía un repecho y sobre él, un bosque. Así como quince días antes la lluvia y la
nieve habían caído por aquel repecho hacia el río, ahora de pronto caían oleadas de
personas. No bajaban en orden, sino que formaban una masa compacta. Atravesaron la
franja de terreno nevado. La artillería hizo fuego y muchos cayeron. Pero las
oleadas continuaron sucediéndose. Llegaron al Volga y atravesaron su helada
corriente.

El jefe de la batería vio cómo se producían enormes huecos en sus filas, pero
también vio cómo en el acto eran tapados por nuevas oleadas humanas. Y tuvo que
variar el tiro y acortarlo hasta el Volga, y luego, en vista del continuado avance,
hasta el mismo curso del río. Pero el fuego no era lo suficiente seguido para
detener aquella avalancha; pues para ello se hubieran necesitado muchos más
cañones. Las olas continuaron avanzando y llegaron a la otra orilla.

Al igual que, tiempo atrás, en el Schtschara, el teniente tanquista, el jefe de la


batería gritó:

—¡Es imposible matar a tanta gente!

Y por teléfono dijo al jefe de una pieza:

—¡Este espectáculo me apena por nosotros mismos!

Los cañones tronaban Volga arriba. La infantería se retiró del pueblo de Gorochowa.
Soldados sin guantes, sin abrigos y sin ropa de invierno se presentaban a la línea
de fuego de la artillería y decían que no habían podido contener a los rusos, que
llegaban rápidamente en forma de verdaderas avalanchas.

La artillería se mantuvo en su puesto. Al anochecer, tropas de asalto volvieron a


tomar el pueblo de Gorochowa.

Pero aquella noche un dedo misterioso rasgó el cielo. Una tormenta irrumpió a
través del negro silencio y una compacta nevada cayó sobre los campos. La mañana se
presentó gris, fría, ventosa y con nieve. El termómetro marcaba treinta grados bajo
cero.

Los rusos volvieron a aparecer por el bosque, y las oleadas humanas descendieron de
nuevo por el repecho, atravesaron la franja de terreno nevado y cruzaron el río. La
artillería alemana volvió a disparar de una manera frenética, sin descanso. Y sobre
la nieve de la orilla opuesta y sobre el hielo del río, junto a las muchas manchas
negras del día anterior, aparecieron nuevos puntitos inmóviles. Las municiones
comenzaron a escasear. Y al cabo de un rato se terminaron por completo. Entonces,
sin tener qué disparar, los cañones lanzaron una gran cortina de humo.

Y todo acabó.

Se voló la batería más avanzada. Las otras baterías fueron retiradas hasta el borde
del bosque. Ocho caballos tiraban de cada pieza. Al poco rato de estar en el
bosque, bajo la presión de los rusos, tuvieron que retirarse hasta la línea férrea.
Es posible que en los mapas que los jefes militares tenían en Rschew o en Prusia
Oriental, aquella línea del ferrocarril figurara como un punto de resistencia; pero
allí, sobre el terreno, no era más que una trocha sobre la que podían tirarse
bombas de mano. La iniciativa estaba de parte de los rusos. Aquello significaba que
los infantes alemanes tendrían que pasar la noche en descampado, bajo el cielo,
mientras que los rusos podrían cobijarse cómodamente en los pueblos del bosque y
dormir con toda tranquilidad, pues los cañones alemanes se habían quedado sin
munición. Los rusos se levantaron a las tres de la madrugada y se lanzaron en
oleadas contra la trocha y las vías del tren, tras las cuales estaba la infantería
alemana. Apenas se disparó un tiro. Muchos grupos no reaccionaron siquiera y
permanecieron pegados como moscas a la nieve. Las ametralladoras no funcionaron,
pues el aceite se había helado durante la noche. Las armas automáticas eran
inservibles. Al que le quedaba alguna fuerza, huía. Cuando se hizo de día, el
regimiento había dejado de existir. A los cinco días no quedaba rastro de la 162
división de infantería. La división vecina, así como todo el Cuerpo de Ejército,
cayó en una bolsa. El frente resbaló hacia atrás. Y necesitó muchos días para
volver a estabilizarse.

Esto ocurrió al Norte de Moscú, en el frente de Kalinin.

Al Sur de Moscú sucedió otro tanto, y al Oeste lo mismo. La retirada se produjo en


todas partes, y todos los caminos y vericuetos se llenaron de tropas que marchaban
hacia atrás. El jefe tanquista Hoepner dio la orden de retirada para poder salvar
algo de la catástrofe. El jefe tanquista Guderian, que se había quedado sin
munición ni bencina, también ordenó lo mismo, y sus tanques, que estaban en
Kaschira y Serpuchow, retrocedieron hasta el Don. El grupo de tanques de Hoth se
retiró ordenadamente. Hasta que el grueso de las fuerzas no se hubo replegado,
algunas unidades hicieron frente al enemigo y luego, combatiendo sin cesar, se
retiraron a su vez. Pero se perdieron muchas máquinas y, sobre todo, muchas vidas.

Todo el grupo de ejércitos situado ante Moscú fue desbordado por la catástrofe. A
los cinco, seis o siete días de la ofensiva rusa las metas de los ejércitos en
retirada evidenciaron la magnitud del desastre. El frente de Kalinin se replegó
hacia Rschew, el frente del centro, hacia Wjasma y Juchnow, y el frente del Sur,
hacia Orel.
Vilshofen, el comandante tanquista, recibió la orden de ponerse en marcha al frente
de su sección para salvar a una unidad que había quedado cercada en la retaguardia
roja. Pero a Vilshofen ya no le era posible reunir una sección, pues para ello no
había bastantes municiones ni combustible. Así, pues, reunió cuatro carros de
combate y, al frente de ellos, se puso en camino.

El cielo estaba encapotado y presagiaba más nieve. A la derecha de la carretera se


movían, en dirección Oeste, unas manchas negras: era la infantería que se retiraba.
En un pueblo había quedado mucha impedimenta y algunos grupos de soldados, que
apenas querían responder a las preguntas:

—¿Adónde vais? —inquirían unos.

—Sí; ya podéis ir; veréis lo que es bueno; el demonio anda suelto por allí —decían
otros.

Vilshofen y sus tanques salieron del pueblo y se adentraron en el campo, cubierto


de nieve. Un tanque se escurrió por un barranco y quedó inmovilizado. En el pueblo
siguiente encontraron a otros grupos de infantes, que estaban en la calle mayor y
en la carretera. Tenían los rostros cubiertos con trapos y alrededor de las botas,
sujetados con cables del teléfono, se habían arrollado trozos de alfombras y de
esteras. Muchos de ellos habían tirado sus armas.

—¿Adónde vais?

—¡Estamos a punto de ser cercados!

—¡Los siberianos están aquí!

Dos morteros, tirados cada uno por ocho caballos, avanzaban por la carretera. Los
conductores hostigaban a las bestias. Más adelante, la artillería rusa disparaba
sin cesar, y las ametralladoras hacían fuego a discreción.

El rastro de un tanque pesado conducía hacia el emplazamiento de una batería. El


tanque había destruido las piezas. Hierro retorcido y caballos muertos. Los
artilleros yacían muertos sobre la nieve. Con sus largos bigotes, el primer
sargento de caballería tenía un fantástico aspecto. Parecía que la catástrofe
acababa de ocurrir en aquel mismo momento. Los tres tanques de Vilshofen
continuaron avanzando.

—¡Mal asunto! —comunicó Vilshofen al tanque vecino.

—¡Esto tiene mal aspecto!

—Como si delante nuestro no hubiera más que el vacío.

El teniente contestó, pero sus primeros palabras fueron cortadas en seco. El tanque
ardió de pronto y nadie salió de él. Los disparos de los antitanques comenzaron a
sonar con regularidad. No se veía nada.

—¡A toda marcha! ¡Alejémonos del bosque!

Vilshofen vio cómo un disparo alcanzaba al otro tanque, que perdió marcha y se fue
quedando atrás.

—¡Las doce! ¡Fuego! ¡Fuego!

A cincuenta metros de distancia podía verse el cañón antitanque y sus dos


servidores. El conductor se precipitó sobre el cañón y al pasar sobre él, en el
tanque se notó una sacudida. Poco después arrollaron a un segundo antitanque.

—¡Adelante! ¡Adelante! ¡Hacia aquel árbol…!

Allí, junto a un árbol, había otro antitanque. También fue arrollado. Pero una de
las cadenas se enredó con él y el vehículo se ladeó y cayó de costado. El
conductor, el artillero, el telegrafista y la munición cayeron revueltos, a
cincuenta metros de las trincheras rusas.

Tras muchos esfuerzos consiguieron abrir la tapa. Vilshofen, el conductor, el


telegrafista y el artillero salieron del tanque. Inmediatamente sonó una ráfaga de
ametralladora. Y únicamente Vilshofen y el conductor se levantaron de nuevo. Los
demás quedaron tumbados sobre la nieve.

Los infantes que en medio de la nieve permanecían a la derecha de la carretera, los


soldados de intendencia del primer pueblo, los grupos de infantes del segundo
pueblo y los dos morteros que se arrastraban por la carretera y que Vilshofen había
visto al dirigirse hacia las líneas rusas pertenecían a la división de Bomelbürg.

La división había llegado a estar a tiro de cañón de Podolsk, en las inmediaciones


de Moscú; cuando la ofensiva roja corrió el peligro de caer en un cerco, por lo que
inmediatamente se dio la orden de retirada general.

Antes de emprender la retirada, la tropa recibió una sopa de arroz. Era la última
vez que se comía algo caliente. Los soldados anduvieron luego día y noche y pasaron
por Filina, Pakrowskoje, Woronowo y el Nara… Los combates de la retaguardia se
fueron convirtiendo en combates puramente defensivos. Los flancos e incluso la
cabeza fueron atacados. La división avanzaba formada al revés; es decir, la
impedimenta y el Estado Mayor, en vanguardia, y la tropa y las fuerzas de asalto, a
retaguardia. Todo, sin embargo, era confuso. No podía establecerse comunicación con
las divisiones vecinas, y muchas veces ni tan siquiera con las diferentes unidades
de la propia división, únicamente la voluntad de sobrevivir era lo que hacía seguir
hacia adelante. Al principio, los coches eran sacados de los atascos a fuerza de
empujar tras ellos. Luego, poco a poco, se fueron abandonando a lo largo del
camino. Más tarde tuvieron que comenzar a dejarse los carros, pues los caballos
estaban agotados y caían muertos sobre la nieve. La carretera quedó sembrada de
vehículos. Al principio, las fuerzas que marchaban en retaguardia encontraron
algunas cajas de municiones, y luego el número de ellas fue aumentando y las cajas
aisladas se convirtieron en montones de municiones. Finalmente aparecieron carros,
camiones, cañones y demás impedimenta, que se iba abandonando sobre la nieve.

La misma noche que el teniente coronel Vilshofen llevó a cabo su última acción, las
avanzadas y la plana mayor de la división de Bomelbürg tomaron contacto con los
restos de otras divisiones en retirada. En el cruce de carreteras situado poco
antes del río Protwa, unos coches y camiones que penosamente habían llegado hasta
aquel lugar, tomaron una dirección equivocada y se perdieron en el inmenso desierto
blanco de los campos. En el siguiente cruce la plana mayor quedó atascada entre un
caos de carros. Imposible seguir adelante.

—¡Habría que golpearlos con los puños! —gritó el teniente coronel Neudeck, y bajó
del coche.

Con los puños golpeaban los oficiales encargados del tráfico, y el primer sargento
Riederheim, que estaba junto a un oficial, en medio de la carretera, gritó a los
conductores:

—¡Imbéciles! —Y luego, volviéndose al oficial, añadió—: ¡Esto ocurre porque todavía


no han probado el látigo!
Pero el revuelo de carros y caballos no se arreglaba. Butz, el ayudante, se apeó
del coche. El general de división Bomelbürg se quedó solo. Y al cabo de un rato,
cuando consideró que la espera se alargaba demasiado, también se apeó, y rehusó ser
acompañado por el chófer.

A mano derecha de la carretera, se levantaba, como una pared, un tupido bosque, que
llegaba hasta el Protwa, y a la izquierda había un calvero. Por aquel calvero, que
apenas tenía un kilómetro de ancho, avanzaba la tropa. Disparos de fusil. Caballos
que se acercaban a galope. Jinetes asiáticos con los sables desenvainados. De un
sablazo cortaban las cabezas y desenganchaban a los caballos de los carros. Era
imposible organizar una fuerte defensiva. Las ametralladoras no funcionaban.
Riederheim, Gnotke y Feierfeil y los restos de la antigua sección de asalto,
después de catorce días de invierno, tenían una gran experiencia de la guerra en
aquel país y en aquel clima. Así, cuando trasnochaban en un pueblo, antes de
dormir, envolvían sus armas con trapos, y de aquella manera no se helaban, y cuando
tenían que hacer uso de ellas, primero disparaban unos cuantos tiros, y cuando el
cañón estaba algo caliente, engrasaban el arma con un poco de aceite. Los jinetes
asiáticos no se atrevían a acercarse demasiado a aquel grupo de hombres moribundos
que antiguamente habían formado una brillante sección de tropas de asalto. Tan
pronto como una ametralladora pesada podía ser emplazada y entraba en acción, los
atacantes retrocedían por el calvero y desaparecían en el bosque, y entonces se
dedicaban a atacar a las tropas que todavía estaban, hasta Dobraja e incluso hasta
las riberas del Protwa, en el bosque.

Para hacer frente a aquellos ataques únicamente se contaba con los tristes restos
de un brillante ejército. Muchos faltaban. E incluso el general no se encontraba
entre los vivos, ni entre los muertos.

Una docena de kilómetros más allá, en el pequeño pueblo de Okatowa, situado junto
al río Nara, la plana mayor del regimiento de Zecke se encontró con los restos de
una unidad desconocida. Y allí pernoctaron. Había muy pocas casas. Después de
grandes dificultades, el capitán Hasse encontró una casa de madera donde alojar a
la plana mayor. Los soldados, sin embargo, quedaron en medio de la carretera. Por
todas partes se veían hombres tumbados. Muchos se apretaban contra las puertas de
las casas, pugnando por entrar. Todos estaban sin afeitar, sucios y harapientos.
Muchos de ellos vestían chaquetas y abrigos rusos, que habían quitado a los
muertos. A juzgar por su manera de vestir apenas se diferenciaban de los soldados
del ejército comunista. Ante muchas puertas se produjeron peleas, pues todos los
hombres querían entrar, aunque solamente fuera por un rato, en las casas. El
coronel Zecke y su plana mayor se acomodaron en la casa de madera. Durante la
marcha, su regimiento también había sufrido varios ataques de la caballería
asiática. Los jinetes habían atacado la intendencia, causando muchas bajas con sus
sables. Ahora, en la plana mayor se recibían partes que indicaban la continuidad de
los ataques rusos. De pronto, se oyó un gran griterío: los rusos habían llegado a
las afueras del pueblo. Zecke envió los restos de la compañía de la plana mayor al
lugar del ataque, y solo conservó a su lado al capitán Hasse y al primer teniente
Langhoff, encargado de recibir los partes.

Los rusos fueron arrojados del pueblo. Pero aquello sirvió de poco. Por el Sur,
siguiendo el camino del bosque, el pueblo fue casi cercado. En el bosque estaban
los restos de los batallones. Se produjo un tiroteo ensordecedor. El regimiento
había perdido a la mitad de sus hombres. Zecke estaba sentado ante una mesa, sobre
la que había una lámpara de petróleo, y recibía los partes que indicaban la
progresiva desaparición de su regimiento.

Se estaban cumpliendo sus dramáticas predicciones. De todas maneras, desde el


principio, él había participado en aquel drama con una conciencia clarividente,
pues ya desde el comienzo solo había esperado nieve y muerte. Durante la primera
guerra mundial había sido capitán y junto a Seeck había sido uno de los hombres que
había hecho el pacto secreto con Rusia; luego había conocido al mariscal que ahora
dirigía las operaciones desde Moscú… Durante la campaña de Rusia se habían cometido
enormes fallos. Y ahora los rusos ya no hacían la guerra por Stalin, sino en favor
de su patria. Obrando de aquella manera, Hitler no solamente había movilizado
contra sí al Partido y a la burocracia comunista, sino a toda la población civil.
¿Pero la había movilizado contra él? No; en realidad, la había lanzado contra el
ejército alemán. Las enormes reservas de todo el continente se alzaban ahora ante
los soldados alemanes, y tras ellos, por otra parte, no había más que ochocientos
kilómetros de viento. ¿Qué podía hacerse en aquellas circunstancias? ¿Qué podía
conseguirse? Lo mejor hubiera sido llevar a cabo una retirada napoleónica, y
salvar, por lo menos, diez de cada cien hombres, que luego hubieran podido decir:
«La maldad tuvo un fin digno de ella.»

No era aquel el momento apropiado para dejarse llevar por los recuerdos. Sin
embargo, Zecke sacó de un bolsillo unas fotografías. Su casa de Potsdam, su mujer —
que todavía era bastante joven—, sus dos hijas, que ahora ya se habían convertido
en mujeres y tenían hijos.

Volvió a guardarse las fotografías y durante un rato estuvo escuchando junto a la


puerta. Unos aviones pasaron sobre el pueblo. Cayeron bombas. Hubo estampidos.
Después de ser expulsados del pueblo, los rusos trataban de arrojar a las tropas
alemanas del poblado y empujarlas hacia la nieve, que era la muerte. Pero esa vez,
el padrecito Stalin se había equivocado. Sus pueblos no eran objetivos para la
aviación. Las casas de madera, al caer las bombas, zozobraban un poco, y nada más.
Cayeron cerca de cien bombas. Las casas se movían y eran como barcos en mar gruesa.

Una bomba cayó sobre una casa y causó treinta víctimas. Los demás edificios
quedaron en pie. Un pueblo de casas de piedra hubiera quedado reducido a escombros.

Según los partes, los rusos que habían avanzado en dirección Sur, volvían hacia el
Este. Un enlace del Estado Mayor comunicó el ataque de la caballería rusa en el
cruce de carreteras y la misteriosa desaparición del general de división Bomelbürg.
El teniente coronel Neudeck rogó al coronel Zecke que, como oficial más antiguo,
tomara inmediatamente el mando de la división.

El progresivo aniquilamiento del regimiento en el bosque, la pérdida de la


intendencia y ahora, para colmo de desgracia, la noticia de la desaparición de
Bomelbürg… Langhoff observó que el rostro de su jefe adquiría una dramática
expresión. Le pareció que Zecke se iba a ahogar. El coronel se desabrochó el cuello
y trató de respirar con fuerza. Langhoff, que había celebrado la fiesta de Santa
Bárbara en compañía de su jefe, había reservado una botella de champaña para la
festividad de San Silvestre, botella que ahora fue a buscar y ofreció a su
superior.

—Beba usted, mi coronel.

En aquel momento se produjo una tremenda explosión. Una bomba cayó junto a la casa,
derribando un árbol. Las persianas fueron arrancadas de cuajo y se precipitaron en
la habitación. La lámpara de petróleo fue a parar a un rincón. Langhoff, los
enlaces y el recién llegado del Estado Mayor de la división se arrojaron al suelo.
El viento y la nieve entraron en la estancia. El coronel Zecke estaba tumbado junto
a la mesa y gemía.

El capitán Hasse llegó con un médico. Se encendió una vela. Todo estaba en
desorden. Langhoff y el médico se inclinaron, bajo la mesa, junto al coronel. A la
luz de la vela que Langhoff aguantaba con su mano derecha, el médico llenó una
jeringuilla e inyectó al coronel Zecke unos centímetros de estrofantina. El coronel
se recobró.
—Mi coronel, debe usted ser retirado inmediatamente —dijo el médico.

Langhoff y Hasse trataron de convencer a Zecke para que consintiese en ser evacuado
con un trineo.

El coronel se negó.

—No puedo dejar a mi regimiento en esta situación —dijo. Y también se negó a tomar
el mando de la división. Despachó al enlace y ordenó al teniente coronel Neudeck
que, sin pérdida de tiempo, se pusiera al mando de la división.

El termómetro bajó de 34 a 40 grados, y de los 40 a los 48 grados bajo cero. A los


caballos se les helaba el hálito en la boca. Sobre el cuello de los abrigos, el
aliento de los soldados parecía una costra de hielo. El frío era tan espantoso que
los cuervos caían muertos.

Se hizo de día y el cielo apareció encapotado. Se desató una gran tempestad y la


nieve cayó sobre la tierra formando inmensos montones. Así, bajo la tempestad,
avanzó la tropa. No había ninguna colina, ningún bosque, ninguna carretera y ningún
río helado; no había más que nieve; nieve inmóvil y nieve sacudida de un lado a
otro por el viento. Retirarse hacia Rschew a hacia Moschaisk o hacia Juchnow;
diciembre o enero o febrero. Todo era igual. Cesaron las diferencias de un lugar a
otro y las de los meses y las de una u otra posible dirección.

A través de un bosque cuyos árboles estaban cubiertos de nieve, caminaba un mudo


fantasma. Todo estaba en silencio y únicamente se oía el rechinar de los pasos del
fantasma sobre la nieve. El hombre iba dejando tras sí profundas huellas.
Acompañado de unos tanques se había alejado del último pueblo; uno se había
deslizado por un barranco, otro había ardido, el tercero había sido cañoneado, y el
cuarto, el suyo, había volcado, a la linde del bosque. Ante él se abría un gran
paisaje nevado. Un silencio sin fin y un paisaje sin horizontes inundados por la
pálida luz del sol. Adelante, siempre adelante. Paso tras paso. Y a cada paso el
caminante se hundía en la nieve, que estaba blanda y propicia a la muerte, hasta la
cadera. A poca distancia vio un pequeño bulto en la nieve, y más lejos otros, y
otros tres; en otro, uno; y en otro, dos, que estaban, con las cabezas juntas, al
lado de una pequeña tienda deshecha que la nieve y el viento agitaban como una
bandera vencida. Uno de ellos vestía un delgado abriguillo, y el otro se abrigaba
con una guerrera de tanquista.

—¡Muchachos! Soy el último, venid conmigo —dijo el caminante.

—Déjanos permanecer sentados; estamos contentos de poder descansar; estamos hartos


de este inacabable ir y venir.

—¡Soy el último y detrás de mí viene Iván!

—Tanto si es Iván como el demonio, nos es igual; queremos descansar y no


levantarnos jamás.

—¡No tendréis ni la oportunidad de morir helados; los rusos os matarán!

—Tanto nos da. Sabemos que así ha de ser, y nos es igual morir hoy como de aquí a
seis semanas.

—Lo que queremos es no andar seis semanas más.

—Danos un cigarrillo y déjanos en paz.


—De todas maneras, la patria ya no la volveremos a ver más.

El caminante continuó su camino sobre la nieve, bajo el cielo gris; siguió unas
huellas y desapareció en el bosque.

Al día siguiente se volvió a desencadenar otra tempestad de nieve. El valle del


Protwa quedó hundido en la nieve. Acompañado de unos cuantos soldados de
intendencia, sin brújula ni mapa, Bomelbürg pretendía guiarse por el Protwa y por
el Luscha, uno de sus afluentes, y llegar a Malojaroslawetz, donde podría reunirse
con su división. Pero en aquellos campos cubiertos de nieve, en la que a veces se
hundían hasta la cintura y, en más de una ocasión, hasta la cabeza, no había
ninguna señal que pudiera orientarles. Bomelbürg abría la marcha y tras él iba el
pequeño grupo. El general caminaba con la cabeza hacia adelante. De haber seguido
una buena dirección. Malojaroslawetz no podía estar lejos. Pero la cortina de nieve
era cada vez más espesa y resultaba imposible orientarse. Los hombres se dormían
andando, y al acabar de hundir la cabeza sobre el pecho parecían despertar
sobresaltados. Por fin, se divisó un pueblo. Los tejados de las casas parecían
flotar en la tormenta. Los corazones redoblaron con fuerza en los pechos de
aquellos hombres derrotados por el cansancio. Ninguna columna de humo salía por las
chimeneas. Aquello significaba que las cabañas no estaban ocupadas por los rusos,
ni por los alemanes.

—¡Un pueblo, mi general…! ¡Un pueblo! ¡Aquí, muy cerca de nosotros!

—¡Vamos, pues! ¡Quizá sea Anisimowska, o quizá Skryporowa! —dijo Bomelbürg, que
estaba medio ciego y no veía lo que ocurría a su alrededor. Muchos de los hombres
tampoco se percataron de nada. La nieve cubría aquellas casas, que parecían
abandonadas, casi hasta el tejado. Unas sombras se levantaron de la nieve. No sonó
ni un solo disparo. Unos lazos volaron sobre los soldados. Y los hombres fueron
estrangulados y ahogados en silencio, sobre la nieve.

Bomelbürg continuó caminando sin mirar a derecha ni a izquierda. Siempre había


creído que era tan fuerte como una bala, y una bala le trajo, al final, la muerte.
Los partisanos lo cogieron, lo arrastraron hasta el pueblo y lo ataron a un poste y
le arrojaron unos cubos de agua. Y el cadáver de Bomelbürg se heló y quedó como
aviso a los fugitivos alemanes y a las avanzadas de las tropas rusas.

El pueblo no se llamaba Skryporowa, ni tampoco Anisimowka. Era Fotejewa, el


minúsculo pueblecillo de ocho casas donde los soldados del capitán Holzimmer habían
vaciado algunas lámparas de petróleo.

El viento empujaba grandes nubes oscuras y levantaba enormes remolinos de nieve,


que se agitaban en el aire y azotaban luego el suelo. Hombres y animales se hundían
hasta el pecho. De vez en cuando, unos restos de paja sobre la nieve les daban la
seguridad de caminar hacia la meta deseada. La columna de prisioneros formada en
Gschatsk tenía que alcanzar sus objetivos —Wjasma, Smolensk y el destino que espera
a todo prisionero— avanzando por caminos vecinales, pues la carretera principal a
la que habían confluido los restos de muchas divisiones, estaba llena de tanques,
piezas de artillería y soldados de todas las armas. Los prisioneros —peor
alimentados y vestidos que los alemanes— estaban agotados. La columna, formada por
doce mil prisioneros, se extendía a lo largo de doce kilómetros. Cuando la punta de
la columna estaba junto a la iglesia de Potonowo, la retaguardia todavía no había
dejado atrás la estación de Gschatsk. En la columna había muchas mujeres y niños.
Los prisioneros eran conducidos por cien jinetes de una brigada de las SS, que en
Gschatsk había sido reforzada por una compañía de vigilancia.

Uralow, Skrül, Iván y Jemeljan marchaban uno junto a otro. A pesar del viento y la
nieve, el primer día anduvieron treinta kilómetros en unas circunstancias en que
las tropas en retirada necesitaban doce horas para cubrir diez kilómetros. Se
avanzaba sin descansar, y quien no podía seguir se quedaba en la nieve. Y muchos se
quedaban atrás, tumbados sobre la inmensidad. Continuamente se disparaba en la
punta, en los flancos y en la retaguardia de la columna. Pero los prisioneros no
volvían la cabeza y continuaban caminando indiferentes a los disparos.

El segundo día se presentó como el anterior, tormentoso. Y hubo más viento y más
nieve… El camino estaba sembrado de material de guerra. Tropas rusas habían llegado
hasta Wjasma, pero fueron rechazadas; la carretera se llenó de rusos y alemanes
muertos.

Cada vez que aparecía el cadáver de un alemán se daba la orden de alto, y el primer
sargento de caballería pasaba junto a la columna con la mirada fija en los
prisioneros. Uralow no veía la cara del sargento —aquellos ojos azules y aquella
barba rojiza—, pues su mirada estaba como clavada en aquel dedo índice que se
arrogaba las funciones de una divinidad ciega, y aquello era lo peor que Uralow
había sufrido en su larga vida, tan azarosa y difícil. El jinete se detuvo junto a
su fila. Su dedo se acercó despacio y señaló al teniente Skrül. ¿Por qué Skrül?
¿Porque era un hombre alto y tenía un rostro voluntarioso y unos ojos grises? Skrül
fue sacado de la fila por los soldados y fusilado junto al camino. Por cada soldado
alemán que se encontraba muerto eran fusilados veinticinco prisioneros.

A la noche siguiente, en un lugar donde la carretera se adentraba en un bosque.


Uralow pudo escapar. De un brinco se metió entre los árboles. Detrás de él sonaron
unos disparos. Uralow corrió hasta que los disparos hubieron cesado. Únicamente
deseaba dormir, pero hizo todo lo posible para vencer el sueño, que en aquellos
momentos hubiera significado la muerte. La aurora le sorprendió completamente
extenuado. Tenía un hambre atroz. En un claro del bosque descubrió ocho o diez
carros rusos. En los carros no había nada de comida. Cogió un fusil y un paquete de
municiones. Continuó andando y al cabo de un rato descubrió rastros de pisadas. De
pronto, alguien le llamó. Era un hombre alto y grueso que le condujo a un refugio,
le dio de comer y le llevó a una choza donde estaban los jefes de una organización
de partisanos.

Uralow compareció ante una mujer, un antiguo suboficial del Ejército Rojo y un
viejo de largas barbas blancas. El viejo se llamaba Schulga. El antiguo suboficial
era Subkow. La mujer le recordó a Katja, un «paco» de Borodino. Pero aquella
muchacha, espigada como un adolescente, se llamaba Irina.

A Langhoff solamente le quedaba un obús y unos cuantos carros tirados por caballos
medio muertos, con los cuales entró en el pueblo de Juchnow, junto al Urga.

¡Por fin! Pero ¿cómo por fin?

El pueblo estaba lleno de restos de antiguas divisiones. Uno tras otro, iban
llegando más grupos sueltos y aquellos hombres, más que soldados parecían
vagabundos. El capitán Hasse trataba de restablecer el orden entre aquella tropa
derrotada y sin moral. Pero ¿qué podía hacer un solo hombre en medio de aquel caos?
Las casas estaban llenas de soldados que se apretujaban unos contra otros. Los
hogares estaban encendidos y en todas las estancias reinaba una atmósfera densa,
pesada, casi irrespirable. Los hombres permanecían recostados contra las paredes.
Iban cubiertos de harapos, y estaban sin afeitar y sucios. Los fuegos podían arder,
pues cualquier cosa servía para ser quemada. Nadie se atrevía a ir al bosque, que
estaba lleno de rusos. Por esto se echaba mano de las vigas y del piso, y cuando ya
no había nada que quemar se arrancaban las paredes y el tejado de la casa vecina,
donde también había soldados. Los caballos estaban en los establos, y nadie se
preocupaba de ellos, pues una vez terminada la paja de los tejados, ya no hubo nada
más que darles. Y los animales temblaban de frío, mordían la madera de los pesebres
y se comían sus propios excrementos. El termómetro marcaba cuarenta grados bajo
cero y la ciudad no era más que un montón de basura enterrada en la nieve. Las
calles estaban llenas de grandes huecos, que unos grupos de soldados trataban de
arreglar.

Y aquí estaba Gnotke; el suboficial Gnotke.

—¡Se presenta una compañía! —dijo.

Contándole a él, que ostentaba el mando de aquella gente, la compañía constaba de


veintitrés soldados. En el cielo aparecieron algunas estrellas. La tropa estaba
formada en el patio de una casa. Veintitrés nubecillas de helado aliento; rostros
embozados y botas rusas; sobre las gorras de lana, los cascos; y sobre los harapos,
cinturones, cartucheras y cuchillos.

El primer sargento Riederheim, que mandaba la tropa, se dirigió a Gnotke y le dijo:

—Bien; August, ya sabes de qué se trata.

Se trataba de un encargo especial, que consistía en hacer proseguir la marcha a los


restos de la intendencia motorizada, al frente de los cuales había estado el primer
teniente Holzimmer. Aquella gente no obedecía ninguna orden y se negaba a abandonar
un pueblo en el que habían pernoctado. El pueblo se había convertido en un
diabólico laberinto de carros, bestias y hombres, y Gnotke tenía el encargo de
despejar la situación y de arrestar a quienes se negaran a obedecer, que luego
deberían comparecer ante un consejo de guerra.

A las palabras del primer sargento, Gnotke respondió:

—¡No!

Y pronunció aquella palabra en un tono militar. Al oír aquella respuesta,


Riederheim estuvo a punto de tambalearse. La situación debía ser muy grave cuando
hasta Gnotke perdía los nervios.

—¡Suboficial Gnotke! ¡Regrese usted a la habitación y no la abandone hasta nueva


orden! —gritó Riederheim; pero inmediatamente, y bajando la voz, añadió—: Anda,
márchate, August. Vete a descansar y trata de dormir unas horas.

—¡El primer cabo Feierfeil tomará el mando de la compañía!

Gnotke volvió a la casa. Feierfeil se marchó con los veintitrés hombres, se


equivocó de camino y regresó al cabo de un rato. No había podido cumplir la orden.

Luego llegó la noche. Las paredes de la estancia eran de madera; las ventanas
estaban cubiertas con paja; sobre la mesa había una vieja lámpara de petróleo.
Riederheim, Gnotke, y Feierfeil estaban sentados a la luz de la lámpara. Y Gnotke,
que era un hombre de pocas palabras, cuya conversación se reducía a decir «sí» o
«no», o «a sus órdenes», o «la orden ha sido cumplida», hablaba sin cesar.

—¿Que hemos perdido los nervios? No; hemos perdido los brazos y las piernas —
comenzó—. La compañía, y no solo la compañía, sino el regimiento y la misma
división han llegado a convencerse de que hemos perdido algo más que los nervios.
Sí; es posible que esa tropa de intendencia que no quiere continuar adelante no
haya tomado parte en ninguna batalla; pero sí ha visto muchas carreteras cubiertas
de nieve y muchos caminos helados y muchos bosques encharcados y en mil ocasiones
ha tenido que sacar a los camiones y a los carros de barrancos y de lodazales y de
huecos cubiertos de nieve. Primero se quedaron sin camiones y luego sin caballos, y
muchos de ellos han desaparecido en la nieve, y los que quedan están llenos de
piojos y miseria. Id a aquel pueblo y veréis qué aspecto ofrecen: parecen
apestados. Casi todos tienen los pies hinchados y negros, a punto de helarse. Uno
se friega los pies y otro se saca pus de los restos de una oreja helada, convertida
en un pingajo. Y así todos. ¿Y yo? ¿Cómo estoy yo? Hace meses que mi muda está
llena de pringue en la mochila. Y mi uniforme está hecho jirones; mis pantalones y
mi guerrera no son más que harapos; a cada paso que doy mis ropas se desgarran. Y
yo soy el que tengo razón, porque llevo más harapos que nadie y porque mi aspecto
es más lastimoso que el de ninguno. Por esto debo ir allí y golpear a aquella gente
y detener a quienes se niegan a obedecer y llevarlos ante un consejo de guerra…
Pero ¿qué significa ahora un consejo de guerra? ¿Dónde puede celebrarse un consejo
de guerra? ¿Quiénes forman ese tribunal?

Feierfeil señaló hacia la ventana, tras la cual acababan de sonar unos disparos.

—¡Eres una bestia, Feierfeil! ¡Pero no puedo replicarte, porque también yo soy una
bestia como tú, y tú, Hans, también eres otra bestia, igual que Feierfeil, igual
que yo!

Así hablaba Gnotke, y de no ser él, con quien siempre se había procurado estar en
buenas relaciones, no se le habría consentido aquel discurso. Por esto continuó
Riederheim escuchando. Gnotke se refirió al chico que quería rehabilitarse.

—Bernt-Tessen no quería seguir adelante. Estaba harto. Pero ¿por qué había querido
rehabilitarse? Pues porque su tío —y tú sabes, Hans, que su tío cayó por pura
casualidad— fue muerto sin más ni más. Y porque el chico era una persona decente. Y
porque nosotros no somos más que un montón de basura; por esto, porque no somos más
que un montón de basura, salimos con vida. ¡No, créeme, no fue por pura casualidad!

Hizo una pausa y continuó:

—¡Te digo, Hans, que hemos sido unos perros cobardes! ¡Disparar o ser muertos!
Obramos por miedo, aunque muchos de nosotros no estábamos conformes con lo que se
nos ordenaba, aunque pensáramos de otra manera. Sí; éramos invencibles; ¡pero lo
fuimos hasta que el enemigo no pudo nada contra nosotros! ¡Ahora hemos corrido cien
kilómetros! ¿Somos una raza superior? ¿Son los otros, acaso, de una raza inferior?
Pero ahora nos persiguen como a conejos, y no tenemos nada que comer, ni nada que
vestir. Tenemos que despojar a los rusos, tanto si están vivos como si están
muertos. ¡Ladrones que roban a los muertos y, lo que es peor, a los vivos! ¡A esto
nos ha conducido Hitler! Estos campos, desde aquí a Moscú, están llenos de
cadáveres alemanes. Los hombres yacen sobre la nieve, en grandes racimos, como
gorriones helados. ¡Antes se nos valoraba en mucho y luego se nos trató como una
mercancía barata! Desde su punto de vista, Bernt tenía razón: «No hay que
sobrevivir a todas las circunstancias.» Recuerdo que muchas veces le repliqué: «Sí;
es preciso sobrevivir a cualquier circunstancia.»

—¡Esto también lo he dicho yo! —exclamó Feierfeil.

Y Riederheim dijo:

—Pues, sí; hay que sobrevivir a todo esto. Hemos tenido un momento adverso; pero ya
nos reharemos. Ganaremos terreno y al final…

—¡Mierda! —exclamó Gnotke.

—Y, ¿por qué no?, August. Te aseguro que es muy posible —opinó Feierfeil.

—También en esto Bernt tenía razón. Las cosas no se arreglan arrollando


sencillamente a las gentes. ¿Una vida mejor? Pues muy bien. Pero esa empresa no
puede ser comenzada por un Quitzow, o un Itseplitz, o un Zitzewitz, o como se
llamaran aquellos antiguos personajes. No; no es cuestión de ensañarse con el
vecino. Hay que empezar en casa, pues allí tenemos sitio suficiente para ello. Pero
como ese no quiere y el de más allá tampoco, Hitler no tuvo más remedio que
lanzarse a esta aventura… Es hoy cuando comienzo a darme cuenta de las cosas.

—Entiendes demasiadas cosas, August.

—Sí; ahora podéis golpearme. Así hemos obrado siempre. El que recibía no tenía
razón, y el que pegaba se lavaba las manos en un cubo de agua y se iba triunfante.
Y todo aquel que abría la boca tenía que desaparecer. Así hemos mejorado la raza.
Ahora nos damos cuenta de que golpeando a ciegas y diciendo a todos que sí
permaneciendo en postura de firmes, no puede arreglarse nada. Hitler nos ha llevado
muy lejos: nos ha traído hasta aquí, hasta Juschnow, una bola apestada que ahora
acaba de estallar. Un rey de ratas; esto es lo que dices, y esta es la verdad. Pero
sin ti, y sin ti también, Emil, y también sin mí, todo esto no hubiera ocurrido.
Todo empezó en 1932, cuando entramos en el Partido. Y Hitler era el padre de este
reino de ratas…

Aquello era demasiado.

—¡Primer cabo Feierfeil!

—¡Mi sargento!

—¡Comience usted su guardia ahora mismo!

Se llevaron a Gnotke. Esto ocurrió durante la noche. A la mañana siguiente, la


artillería rusa cañoneó las chozas del pueblo. Y hombres, caballos y carros fueron
sacados de Juschnow y empujados hacia la nieve. Moszalsk y Koselsk tampoco pudieron
ser retenidos, y hasta llegar a Schisdra no les fue dado descanso a las tropas.

La tormenta de nieve cesó. Enormes nubes cruzaban el cielo. La luna estaba


escondida tras ellas. Solo de vez en cuando aparecía la luna entre dos nubes y una
débil luz caía sobre el paisaje nevado.

Dos hombres caminaban entre la nieve por el campo. Eran un general y su ayudante.
Bajo las órdenes de Hoepner, el general había mandado un cuerpo de tanques, cuyas
avanzadas llegaron hasta el campo de aviación de Shimki y hasta la estación de
término de una línea de tranvías de Moscú y Uritza Gorkowa, que conducía hacia el
mismo Kremlin, se había ofrecido libre de obstáculos a los cañones de sus tanques,
que no encontraron resistencia alguna. Sin embargo, el general había tenido que dar
la orden de retirada, y todavía no sabía por qué le habían mandado dar aquella
orden. Desde entonces sus tanques marchaban hacia el Oeste. De vez en cuando, para
defenderse del enemigo, los tanques en retirada formaban grandes círculos. El frío
fue aumentando. El aceite se espesó cada vez más. La gasolina estaba a punto de
helarse. Las incursiones del enemigo diezmaron las dos divisiones y aquellos
ataques conocieron la fuerza del adversario. Los grandes tanques pesados rusos
permanecían invisibles, pues estaban pintados de blanco, y solamente se dejaban ver
cuando, levantando grandes remolinos de nieve, se ponían en marcha y atacaban.

Los tanques del general no cesaron de hacer fuego. Pero muy pronto empezó a
escasear la munición. Finalmente, dispararon sus últimos cartuchos, y la retirada
se convirtió en una desesperada huida. Luego comenzó a faltar la gasolina. Unos
tanques se quedaron atrás y sus mismos ocupantes les dieron el tiro de gracia. Uno
se detenía allí donde la gasolina le obligaba a hacerlo, y otro, un par de
kilómetros más allá, y otro a cinco kilómetros, y otro a veinte. Quien salía de los
tanques encontraba la muerte en el filo de los sables de la caballería enemiga. La
noche y el bosque traían a veces la salvación, pero el bosque y la noche también
acechaba la muerte.

El general consultó una brújula y continuó caminando al lado de su ayudante. El


ayudante llevaba una gran cartera de cuero que contenía todos los documentos
relativos al aniquilamiento del cuerpo de tanques: no había habido aceite adecuado,
ni cadenas apropiadas para marchar sobre terrenos helados, ni ungüento para los
vidrios de los anteojos, ni pintura para el camuflaje, ni botas, calcetines,
guantes y todo lo más indispensable.

El general y su ayudante se esforzaban por caminar entre la nieve. La luna volvió a


surgir entre unas nubes y pareció que se iba a estrellar contra la helada tierra…
Al día siguiente, que era el tercero o cuarto de su marcha, perdieron todo sentido
de orientación. De pronto, sin embargo, vieron brillar los tejados de un pueblo
que, como si se tratara de una pesadilla, volvieron a desaparecer. Casi tropezaron
con un grupo de cadáveres rusos, medio ocultos entre la nieve. El general contó
hasta veintiséis muertos y el ayudante contó algunos más. Los cadáveres estaban
rígidos a causa del frío, y no llevaban más que calzoncillos. Los soldados alemanes
los habían despojado de todo. Nada, ni un abrigo ni un par de botas, había quedado
para el general y su ayudante.

Una voz, una palabra, una frase pronunciada en alemán. Unos puntos surgieron entre
la nieve. Se trataba de un pequeño grupo de soldados alemanes de infantería.
Llevaban un caballo, que arrastraba un trineo. Aquellos hombres parecían fantasmas,
pero paso a paso se fueron acercando al general. Para este y para su ayudante aquel
grupo significaba la salvación, el calor, la necesidad animal de una compañía. El
general caminó junto al trineo y de vez en cuando pudo colocar su mano sobre el
cuerpo del animal y sentir cómo bajo las costillas de este latía un corazón. Aquel
contacto era como el cordón umbilical que un día le ató a la vida; era la vuelta a
la misma vida.

Los documentos contenidos en la cartera del ayudante no habían de solucionar nada,


ni tampoco habían de salvar al ejército ni a su jefe, el jefe del 4.º Ejército
acorazado. El capitán general Hoepner fue destituido de su puesto. Cuando su coche
quedó detenido en la nieve se sirvió de todos los medios de transporte que pudo
encontrar: una cocina de campaña, un carro y, finalmente, un trineo, que le llevó
desde Gschatsk hasta Wjasma. Desde allí hasta Posen, pasando por Minsk y Brest,
viajó en tren.

Y todo ello lo hizo para enterarse en el Cuartel General de que había sido
degradado a simple soldado.

Guderian, el jefe del 2.° Ejército acorazado detenido en Tula, viajó en avión y
aterrizó en Rastenburg, donde compareció ante su Führer. Defendió la orden de
retirada y dijo que, dada la situación, no tuvo más remedio que mandar el repliegue
del segundo ejército acorazado y el del segundo ejército, que debía retirarse al
sector Suscha-Oka.

—¡Lo prohíbo de una manera terminante!

—Debo comunicarle que el repliegue va a comenzar de un momento a otro. Si no


queremos ser aniquilados, si deseamos sobrevivir a este invierno, no nos queda otra
solución que esta.

—¡Deben ustedes agarrarse al terreno y defender cada palmo de tierra!

—No es posible agarrarse al terreno, porque en todas partes hay varios metros de
nieve y porque con nuestros lastimosos equipos no podemos hacer frente al frío.

—Entonces debe usted hacer que se construyan refugios y emplear los obuses pesados.
En Flandes, cuando la primera guerra, lo hicimos así.

—En Flandes, cuando la primera guerra, nuestras divisiones cubrían sectores de


cuatro a seis kilómetros de longitud y cada una de ellas disponía de dos o tres
secciones de obuses perfectamente abastecidas de munición. Mis divisiones, en
cambio, tienen que cubrir sectores de veinte a cuarenta kilómetros, y en este
momento yo no dispongo de ninguna división entera y solamente tengo cuatro obuses
capaces de hacer, en total, unos cincuenta disparos. ¡En Flandes no hizo jamás un
frío tan espantoso como el que nosotros estamos sufriendo! ¡No tengo municiones!
¡No tengo cables para instalar las comunicaciones! ¡No tengo nada! ¿Cómo podemos
emplear las municiones para hacernos fuertes, si todo lo que nos queda es poco para
defendernos?

—¡Ordeno que la tropa se detenga allí donde esté!

—Esto significa la guerra de posiciones en un terreno que no es apropiado para


ello, como ocurrió durante la gran guerra. Tendremos las mismas pérdidas en hombres
y en material que entonces tuvimos, y no conseguiremos ningún éxito. Este mismo
invierno comenzaremos a sacrificar a nuestros mejores oficiales y suboficiales, y
su sangre será vertida en vano.

—¿Supone usted que los granaderos de Federico el Grande murieron gustosamente?


Pues, no; no murieron a gusto, a pesar de lo cual el rey estaba en su derecho y
tenía razón al pedirles el sacrificio de sus vidas. Ya sé que mi decisión ha de
costar muchas vidas; pero esas vidas no tienen ninguna importancia si se las
compara con los objetivos que persigo.

—Cada soldado alemán sabe que debe sacrificar su vida por la patria. Pero
únicamente debemos pedirle este sacrificio cuando el objetivo lo merece. La orden
que se me acaba de dar costará muchas bajas, de ello estoy seguro, y las vidas que
perderemos son mucho más valiosas que el objetivo que se me señala. Solamente en el
sector Suscha-Oka tendrán nuestras tropas la posibilidad de defenderse del enemigo
y de protegerse del frío. Le ruego que piense en que el frío nos produce más bajas
que el fuego enemigo. ¡Quien ha visto los hospitales de hombres helados sabe lo que
el frío significa!

—Está usted demasiado cerca de los hechos. Se deja usted impresionar excesivamente
por los sufrimientos de los soldados. Siente usted una exagerada compasión por los
soldados. Créame usted, la distancia me permite ver las cosas con absoluta
claridad.

—Mi obligación es compartir los sufrimientos de mis soldados. Nuestros hombres no


tienen uniformes de invierno. Casi todos los soldados de infantería llevan
pantalones de verano. ¡No tenemos botas, ni ropa, ni guantes, ni gorros!

—¡Esto no es cierto! ¡El cuartel maestre general me ha comunicado que ha enviado la


ropa de invierno!

—Seguramente la ha enviado, pero la ropa no ha llegado a su destino. Es posible que


la ropa esté ahora en la estación de Varsovia y, debido al desbarajuste de los
transportes, continúe durante semanas y meses por el camino.

Guderian fue destituido. Hoepner acababa de serlo. El mariscal de campo Von


Brauchitsch fue relevado del mando inmediatamente después de haber dado la orden de
retirada.

«En el día de hoy he relevado del cargo de jefe de los Ejércitos al mariscal de
campo Von Brauchitsch, y he asumido personalmente el mando directo de todas las
tropas…», comunicó Hitler en su orden del día a la Wehrmacht.

Primeramente: Hitler, jefe supremo de la Wehrmacht.


Además: Todos o casi todos los jefes de agrupaciones de ejército, entre ellos el
mariscal de campo Ritter von Leeh, el capitán general Hoeppner, el capitán general
Hoth, el capitán general Kübler, el capitán general Starus y el capitán general
Guderian, serán puestos en situación de retiro forzoso o enviados a la línea de
fuego.

Además: Todos o casi todos los generales jefes de Estado Mayor General de
agrupaciones de ejército y de ejércitos serán enviados al frente.

Además: El personal del ejército que dependa del jefe de ayudantes de Hitler.

Además: Se disolverá el personal especial empleado en el Estado Mayor General y


pasará a depender de una sección especial llamada P 3.

Además: Los oficiales de Estado Mayor serán reemplazados por los nuevos oficiales
de Estado Mayor que hayan estado diez semanas en la Academia de Guerra.

Además: Tras seis meses de servicio, los jóvenes oficiales de Estado Mayor serán
ascendidos a tenientes coroneles, y tras otros seis meses de servicio, a tenientes
generales. Dado en Prusia Oriental en el puesto de mando del triángulo Rastenburg,
Lötzen, Angeburg, en el invierno de 1941-42.

Esta fue la sangría que se hizo entre los más altos jefes del ejército alemán, lo
cual significó la sustitución del sentido común por la ineptitud y trajo como
consecuencia la liquidación de todas las posibilidades morales y de organización
del pueblo alemán. Y más, aún, significó la pérdida de una vieja fuerza situada en
el centro de Europa, y significó, también, la entrada de la estepa en el viejo
continente. De mil quinientos a dos mil oficiales de Estado Mayor fueron víctimas
de esta orden. Comandantes que colocaban su punto de vista técnico, puramente
militar, sobre las conveniencias del Partido, que no tenían en cuenta la
Weltanscbaung predicada por el Partido, sino las necesidades del momento; que
habían respetado los principios del derecho internacional y que, en una palabra,
querían volver a sus casas con la frente alta, fueron las víctimas de esta orden
del día. La caballerosidad y la corrección y la vieja fidelidad quedaron en la
estacada. La situación del frente ruso era gravísima. Únicamente se trataba de un
irremediable aniquilamiento. La guerra del Este había sobrepasado su cénit y —a
pesar de todas las peripecias que pudieran ocurrir y de las víctimas que fueran
sacrificadas— fatalmente discurría hacia su sangriento ocaso.

Tempestad sobre Asia, sobre los Urales, sobre el Volga. Nubes que descargaban su
tormentoso cargamento sobre el continente…

Entre el Moskowa y el Protwa, en Gschatsk y en Wop, el termómetro descendió hasta


cincuenta y seis grados bajo cero. Sobre la nieve yacían cuervos muertos y helados
cadáveres de rusos y de alemanes.

El campo de batalla de Moscú conservaba su fisonomía: una serie de trincheras


abiertas, muy cerca unas de otras, en un espacio relativamente pequeño. El
grandioso plan de la campaña rusa había quedado deshecho a causa del frío y del
cansancio de unas tropas piojosas y mal equipadas. El grupo de ejércitos del frente
central no pudo ser cercado, y este fue el motivo que obligó a detenerse a los
alemanes, que a causa de su alejamiento de las bases de aprovisionamiento, se
fueron debilitando. La nueva táctica tanquista, la irrupción de grandes masas de
combatientes en la retaguardia enemiga, hizo que los alemanes quedaran situados en
enormes islotes, con un sistema de comunicaciones prácticamente inexistente, lo
cual determinó que, cuando la ofensiva rusa, el frente se convirtiera en un
verdadero caos.

Y sobre todos y sobre todo señoreaba el invierno. Nieve… nieve… La solitaria huella
de una zorra y el leve garrapateo de una marta. La gran campana de cristal del
cielo, y bajo él, sobre la tierra, un frío mortal…

Cesó la tormenta. Una profunda quietud reinó sobre los campos cubiertos de nieve.
Un ser vivo se movía entre aquellas grandes olas detenidas. Primero apareció una
cabeza y, luego, unas patas. Un perro se esforzaba en salir de aquella inmensa
prisión. La ola de nieve trataba de retenerlo. Pero el animal continuaba luchando
por su vida. Era un gran perro pastor: Bruja.

El frente ruso había sido roto en Dorogobusch. Los ejércitos de Timoschenko se


retiraron hacia Vjasma. Los «Stukas» bombardearon a los ejércitos en retirada.
Bruja esperó el regreso de la escuadra en el campo de aviación de Krubki. La
escuadra aterrizó, pero el aparato del capitán Sheuben no volvió. Bruja se marchó
del campo, volvió al cabo de unos días, se marchó de nuevo, regresó otra vez y,
enseguida, desapareció para siempre. Y se convirtió en un animal salvaje, casi en
una loba. Y siguió el posible rastro de Scheuben, luchando primero contra el barro
y luego contra la nieve. Un lobo puede recorrer noventa kilómetros en una noche, y
Bruja casi hacía otro tanto. Seiscientos kilómetros hay desde Krupki a Moscú, y
para Bruja, que fue tras la pista de muchos tanques y camiones, el espacio se
triplicó y cuadruplicó. Bruja llegó a Moscú el día en que los ciudadanos
privilegiados abandonaban la capital y, en busca de un lugar más seguro, se
trasladaban hacia el Este, y en que los tiernas, los que no tenían ninguna
influencia, como perros sin dueño, iban por las calles de Moscú en busca de algo de
comida. La perra recorrió los bulevares de la ciudad, llegó a las afueras de la
misma, atravesó las defensas antitanques y pasó como un cometa por los antiguos
campos de batalla.

En la nieve había caballos muertos y camiones abandonados. La artillería retumbaba


a lo lejos. Se juntó con otros perros. Pasó junto a las columnas que hay en la
entrada de Fotejewa y vio las grandes nubes de humo que se cernían sobre la ciudad
de Juchnow. La jauría se fue haciendo cada vez más pequeña. Los pequineses, los
podencos, los dogos y los galgos se fueron quedando helados entre la nieve, y
algunos murieron a disparos. Finalmente solo quedó un perro lobo. Pero también él
se quedó atascado en un montón de nieve y no pudo continuar. Y Bruja volvió a
quedarse sola. Caminó más despacio. Por último avanzó arrastrando sus patas, con la
cabeza gacha y las orejas caídas, hundiéndose entre la nieve.

En Pljess, en el Volga, un delegado del Gobierno hizo un discurso a las mujeres de


la fábrica que habían impedido el traslado de los telares. El delegado alabó su
heroico comportamiento ante los cobardes fugitivos.

Debido a la helada, el último vapor que bajó por el Volga tuvo que detenerse en
Saratow, y sus pasajeros, las mujeres de Moscú, encontraron donde acomodarse en la
nueva república alemana del Volga.

El tren que transportaba a los profesores de la academia militar llegó a Taschkent,


y el tren en el que viajaban los escritores pasó junto al mar Caspio y durante
veintidós días continuó su marcha hacia el Este. Los puentes y los grandes
edificios de Moscú continuaron un tiempo con las cargas de dinamita. Lena
Fjodorowna, la mujer de Narischkin, esperaba la terminación del expediente
instruido a causa de lo ocurrido con su marido y aguardaba su rehabilitación
personal. Nina Michailowna llamó una noche a las puertas del hospital Pawlow, y al
poco tiempo, con dos meses de anticipación, trajo a un niño al mundo.

El coronel Zecke volvió enfermo a la patria. El capitán Hasse tomó el mando del
regimiento. El suboficial Gnotke compareció ante un consejo de guerra y fue
condenado a dos años en un correccional, pena que fue conmutada por la de dos años
en un batallón disciplinario.
Una perra dio sus últimos pasos cerca de Borodino. La perra trató de llegar a las
ruinas de una granja que estaba junto a un bosque, para allí tumbarse y morir.

Pero todavía había alguien más desgraciado que un perro, y tan delgado que la nariz
le salía del rostro como un garfio. Llevaba la cabeza envuelta con unos trapos y
todo él estaba cubierto de harapos que le llegaban a los pies. Era uno de los
hombres en retirada; alguien que se había quedado atrás y que ahora caminaba por
aquella carretera que antes había sido un camino triunfal y que luego se convirtió
en sendero de fuga, por el que continuamente aparecieron unos jinetes vestidos de
blanco con los sables desenvainados…

Tenemos, tenemos… No tenemos nada. Bajo nosotros, la tierra helada; sobre nosotros,
un cielo de cristal, y dentro de nosotros, un corazón convertido en ceniza.

Los jinetes, las gentes que se movían sobre patines, los soldados muertos en la
nieve, los grandes y brillantes ojos de los caballos moribundos, todo aquello podía
haber sucedido unas horas antes o podía haber ocurrido meses atrás. A su espalda y
delante de él solo había una cosa: nieve.

Sonó un disparo, y luego, tras unos segundos, otro. Junto al caminante, las balas
levantaron sendas salpicaduras de nieve. No, no había que tirarse al suelo, pues
luego hubiera costado demasiado el volverse a levantar. Siempre adelante, siempre
adelante… hacia las espaldas de aquel gran pez… Pero aquello no era un pez, sino un
tejado de madera que el viento había arrancado de su sitio y arrastrado hasta allí,
donde servía de puesto de observación a los partisanos.

Los dos disparos salieron de las espaldas del pez. Un tercer disparo seguramente
hubiera dado en el blanco. Pero aquel disparo no salió del arma.

—¡Déjale acercar! —había dicho alguien tras el tejado. Pero el hombre que tenía el
arma echada a la cara, apretó el gatillo y disparó por segunda vez. Y antes de
hacerlo dijo:

—¡Alguna vez te he de dar!

Pero falló el disparo. La bala fue a parar a los pies del caminante y levantó una
salpicadura de nieve, El hombre, entonces, bajó el fusil. Su cara, enrojecida por
el viento y la nieve, pareció encenderse. Estaba furioso consigo mismo y con la
mujer que estaba junto a él, y a la que culpó de haber errado el tiro. La mujer era
sin embargo quien mandaba allí y, por otra parte, tenía razón: dos balas eran
demasiado para aquel desgraciado que se arrastraba entre la nieve.

El caminante se fue acercando muy despacio. Apenas podía levantar sus pies.

Parecía un anta moribundo.

—Y Uralow quería volver a disparar sobre él —dijo la mujer, como hablando consigo
misma, con voz suave y sin ningún acento de reconvención, pues no deseaba molestar
a Uralow. El anta moribundo, o el hombre moribundo, se acercó todavía más. Alguien
le disparó desde un refugio cercano. Pero el caminante no cambió de dirección.

Llegó junto a ellos. El miedo había quedado tan lejos de él como los tanques
encallados junto al Nara y los cadáveres medio hundidos en la nieve. Levantó la
mirada hacia aquellos hombres de aspecto agresivo, armados con pistolas
ametralladoras y bombas de mano. No podía saber si se trataba de partisanos,
desertores o ladrones. Solo sabía una cosa: que estaba sentenciado a muerte y que
aquella gente iba a poner fin a su vida. Abrió sus azules ojos y en el fondo de sus
pupilas brilló una última luz. Todo pesar desapareció en él. Sonrió y se sintió
feliz. Era curioso aquello de ver la muerte cara a cara. Y la muerte tenía un
rostro picado de viruelas y una indómita barba rojiza. Y la muerte miraba con una
expresión hosca, porque no era feliz, porque al fin y al cabo no era más que una
criatura torturada.

—¡No le toques, Uralow! —dijo alguien.

Era una hermosa voz, pero con un timbre acerado. Una mujer, una muchacha… Y
Vilshofen reconoció aquella cara. Era la muchacha de Minsk. Sí, era aquel rostro y
eran aquellos ojos en los que brillaba una pregunta. Entonces, cuando pasó junto a
ella, no sabía la respuesta, y ahora, al cabo del tiempo, todavía la ignoraba.

¿A qué hemos venido aquí? ¿Para pillar el país o para ponerlo en orden? ¿Para
volverlo a ordenar dentro del concierto europeo?

Desde un punto de vista teórico, la respuesta no es difícil. Pero desde un punto de


vista práctico, la respuesta es muy diferente. El brutal comportamiento de las S.D.
y de las S.S. y de las autoridades de ocupación son cosas que están a la vista de
todo el mundo. El dilema se manifestó con motivo de las peleas y luchas armadas
entre las S.S. y la Wehrmacht; pero no por eso se dio una solución al problema.

»Quienes vengan detrás de mí ya lo solucionarán.

»Yo estoy aquí —sin fuerzas y cubierto de harapos— ante mi destino. La muchacha de
Minsk, el hombre picado de viruelas y este viejo, que parece el profeta Elias…
Estas tres personas tienen mi vida en sus manos…»

Los demás permanecían sin decir palabra, como si conversaran con la mirada. Pero
hablaban de él… Y el milagro consistía en que se preocuparan de su persona y de que
todavía fueran necesarias las palabras…

—¡Este tipo no vale un disparo! ¡Un buen golpe en la cabeza y asunto concluido! Y
si no quieres, déjalo marchar: el frío y el hambre acabarán con él.

Aquellas eran las palabras o el sentido de las palabras que se pronunciaron.

Pero sucedió otra cosa… el milagro.

Se produjo un gran silencio. Todos se habían marchado del refugio. Allí había un
camastro cubierto de paja seca, y un gran trozo de pan, y una lata llena de carne,
que seguramente procedía del botín pillado a un carro de la intendencia alemana, y
una botella de vino. La puerta del refugio estaba abierta. No se veía a ningún
centinela. Vilshofen comió un poco, bebió unos tragos y se tumbó sobre el camastro.

Un hombre bajó al refugio con un cubo lleno de ceniza caliente que volcó sobre un
gran cacharro de hojalata, y al poco rato se caldeó la atmósfera. Pero Vilshofen,
que ya dormía, no se dio cuenta de nada.

Se despertó, comió otro poco y se volvió a dormir. Sobre sí tenía unos metros de
tierra y el tejado de madera, y más arriba, una atmósfera transparente y el inmenso
cielo gris, combado sobre el antiguo campo de batalla. Alemanes y rusos yacían
helados en la nieve. ¿Qué habían pretendido? ¿Qué habían hecho con él sus
gobernantes? Habían querido imponer un nuevo destino a Europa.

Y no era aquella la primera vez… Carlos XII sucumbió en las llanuras de Poltawa.
También fracasaron los mosqueteros de Napoleón. Y ahora los granaderos alemanes
yacían helados sobre la misma tierra. Europa no había nacido todavía, y los pueblos
que estaban a uno y otro lado de aquel sangriento desgarrón continuaban sufriendo
desesperanzados…
Vilshofen se volvió a despertar. Quizás había estado durmiendo días enteros. ¿Dónde
se hallaba? ¿Qué ocurría? ¿Por qué estaba enterrado allí, como una simiente de
trigo? Le iban a visitar sucesivamente. Preguntas tartamudeadas. Respuestas
tartamudeadas. Respuestas a medias. Quizás entre todas ellas estuviera la completa
verdad. El camino no se había terminado. Muchas equivocaciones quedaban todavía por
dilucidar.

En cierta ocasión se presentó el viejo de las barbas blancas y dijo:

—Dios dio a los hombres la tierra sin fronteras.

Y luego, tras una pausa, añadió:

—Toda la tierra es de todos.

Vilshofen se sintió restablecido. Podía levantarse de nuevo. Ya no tenía fiebre.


Ahora sabía lo que pretendían aquellas gentes. Formaban un grupo de personas
desesperadas que se alimentaban de lo que encontraban en los carros de intendencia
abandonados. Vivían sobre la estrecha cresta de dos mundos, y tanto en el lado ruso
como en el alemán no les aguardaba más que la muerte. Y teniendo en sus manos la
muerte de un hombre, le devolvieron a este una vida que ya casi había perdido. Así
lo decidió aquella muchacha de Minsk. Había dejado morir a muchos hombres; pero la
medida estaba completa, y aquel caminante llegado de repente la hubiera disgustado
a causa de los miramientos que se le guardaban al forastero.

Llegó el día en que Vilshofen fue puesto en libertad. El viejo, la muchacha de


Minsk y el tipo de la barba roja le acompañaron un trecho. Caminaron a través de un
bosque sin rastros de pisadas. Las ramas de los árboles estaban cargadas de nieve y
se combaban hacia el suelo. Tuvieron que brincar sobre un árbol tumbado y enseguida
se encontraron al borde del bosque, desde donde divisaron, rodeado de trincheras y
de alambradas, un pueblo cubierto de nieve.

El pueblo estaba ocupado por los alemanes.

—Allí abajo están los tuyos —dijo la muchacha a Vilshofen. Y en los ojos de ella
continuaba brillando la misma pregunta de siempre, y más aún una implícita
respuesta.

—A lo mejor, le disparo ahora una ráfaga por la espalda —dijo el tipo de la barba
al alejarse de Vilshofen.

—¿Te acordarás de todo, Vilshofen?

La tierra todavía estaba oscurecida por el humo de los cañones. Pero él había visto
la luz…; y había visto la luz en el momento en que la tierra estaba más a oscuras.

THEODOR PLIEVIER. (Berlín, 1892 - Avegno, 1955) Escritor alemán. Vagó en su


juventud por Alemania, Austria y Holanda hasta enrolarse en la marina mercante.
Viajó por Sudamérica, y trabajó en Chile. A su regreso fue forzosamente reclutado
por la Armada, en la que pasó la Primera Guerra Mundial. De pensamiento anarquista,
fue agitador y escribió panfletos revolucionarios, ejerciendo nuevamente varios
trabajos. Con el advenimiento de los nazis, que quemaros sus libros, marchó a
Francia, Checoslovaquia, Suiza y la URSS, asentándose finalmente en Moscú, donde
fue miembro del Comité Nacional por la Liberación de Alemania. Allí comenzó a
escribir Stalingrado, la primera novela de la que sería su conocida trilogía bélica
«La Segunda Guerra Mundial». Desencantado con el gobierno estalinista, marchó de
nuevo a Alemania y pronto a Suiza, en donde permanecería hasta su muerte.

Notas

[1] ¡Alto! (N. del T.) <<

[2] Uno, dos… (N. del T.) <<

[3] ¿Qué hay de nuevo? (N. del T.) <<

[4] Nada (N. del T.) <<

[5] Coronel (N. del T.) <<

[6] Uno, dos, tres… [N. del t.] <<

[7] ¡Fuego! [N. del t.] <<

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