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Theodor Plievier
Moscú
ePub r1.0
Titivillus 04.03.18
PRIMERA PARTE
La palma de victoria corresponderá al primero que, ante las avanzadas de su unidad,
vea las almenas de Moscú.
En primer lugar tenemos dos regimientos procedentes del Norte de Alemania, mandados
por Eck von Romschach y por Kunrat von Bomelbürg. Más de nueve mil lansquenetes.
En tercer lugar tenemos siete mil hombres de a pie, de los Países Bajos.
Además tenemos dos unidades de zapadores con picos y palas. Y también tenemos
treinta y cinco armas pesadas, con toda clase de munición y pertrechos.
Además hemos conquistado e incendiado la ciudad de San Pablo, y hemos dado muerte a
tres mil hombres de a pie y a caballo.
Además estamos ante la ciudad cuyo nombre es Terbona, que con la ayuda de Dios
también pensamos conquistar.
VIEJO DOCUMENTO
«Ahora, para esto y para lo de más allá, tenemos, tenemos…» «Ahora tenemos
lanzacohetes y caballos y conservas, y también algunas unidades de italianos y de
españoles, y también zapadores, con picos y palas, la mayoría de los cuales son
judíos evacuados, por lo que, en mi opinión, esa gente no es muy apta para trabajar
la tierra. Hemos conquistado más de una ciudad con los pueblos y tierras de su
alrededor, y hemos saqueado de lo lindo, aunque ahora al hecho de saquear se le da
otro nombre… Hemos requisado materias primas, productos industriales, artículos
semimanufacturados… Y ahora —y también aquí sirve el ejemplo— hemos llegado ante
una gran ciudad, cuyo nombre no es precisamente Terbona, o mejor dicho, en vez de
estar ante una ciudad, hemos llegado ante un gran pueblo, al que, con la ayuda de
Dios, pensamos conquistar y dejar arruinado.»
El teniente general Von Bomelbürg dejó el facsímil del viejo documento sobre la
mesa, junto a la Orden del Día y a unos «Documentos Secretos para el Mando», que
aquella mañana había recibido, y luego, sobre los papeles, dejó la lupa, que
acababa de utilizar, y los lentes. Se volvió hacia la puerta y llamó a su ayudante.
Ocurría esto en la habitación de una granja polaca. La mesa del general ocupaba
casi toda la estancia. Unas sillas estaban cubiertas con papeles y actas.
El mayor Butz cogió los papeles que había sobre una de las sillas, y los trasladó
de sitio. Luego se sentó al lado del general, manteniendo su cara junto a la oreja
izquierda de su jefe.
—¿Qué significa esto? —preguntó el general señalando el facsímil que había estado
leyendo.
—Es algo que el coronel Schadow encontró en un archivo de Lodz; es un documento del
año 1537, que se refiere a una de las campañas de Carlos V. El coronel Schadow cree
que puede interesarle a usted, mi general.
—¡Ah!, debe ser a causa de este Kunrat Bomelbürg de quien se habla. Parece que ha
habido bastantes de esos Bomelbürg. Yo no sé nada de todo eso. Yo sé de mi padre y
de mi abuelo, y ellos, a su vez, sabían de los suyos. Esto es todo. De todas
maneras dele usted las gracias de mi parte al coronel Schadow. Y, hablando de otra
cosa, mañana por la mañana el fiero Odin se pondrá en marcha. ¿No hay ninguna duda
sobre el particular?
—No, mi general. Los ayudantes que mañana participarán en el ataque desean hablar
con usted, mi general.
—¿Dónde están?
—No; solo deseo aclararla. Únicamente trato de formarme una opinión sobre el
particular, primer teniente Sinder. También a Langhoff le preocupaba aquella orden,
y la objeción de Holmers confirmó sus temores. Posiblemente pensara Holmers que
aquella orden atentaba contra las normas del derecho internacional y que, a la
larga, traería nuevas complicaciones con los demás países.
—Basta con que entienda que no queremos ser molestados —añadió Sinder.
Los ayudantes ordenaron los papeles, se pusieron los abrigos y se prepararon para
regresar a sus puestos de combate. Holmers y Langhoff tenían que ir por el mismo
camino.
—Sí…, póngame usted con Deisendorf —dijo Bomelbürg a un joven primer teniente que
estaba junto al comandante Butz, su ayudante, en la estancia.
—Bueno, Deisendorf, todo está en regla… Bien, bien, perfectamente. Bueno, solo
quería recordarle que la batería Langhoff únicamente le servirá a usted para el
momento de romper el fuego y que enseguida debe usted dejármela en libertad. Debe
usted saber que la batería le ha sido prestada solo para esto. Por lo demás: ¡Pecho
y piernas, Deisendorf!
Bomelbürg removió los papeles que había sobre la mesa y, señalando un mapa verde
que apareció bajo unos documentos, dijo a su ayudante:
Era una noche calurosa. Unas nubes deshilachadas flotaban sobre la tierra empapada,
los pantanos, los campos y las pequeñas barracas del pueblo. Por la larga carretera
caminaban Holmers y Langhoff.
—El mundo de la guerra está entre los dos frentes —filosofaba Langhoff—, y lo que
en ese mundo ocurre está en función del paralelogramo de las fuerzas que sobre él
operan. Con lo cual no trato de preguntar si la culpa de esta guerra hay que
buscarla en el Este o entre nosotros; únicamente digo que un frente germano-
francés, o germano-ruso, o germano-inglés será distinto en cada ocasión y en cada
circunstancia, porque nadie puede obrar con independencia de su adversario, y al
final, debido a que las medidas que adopta cada ejército no solo afectan al
enemigo, sino que repercuten en la propia retaguardia, nadie sabe exactamente lo
que ocurre, ni por qué suceden ciertas cosas, ni quién las ha provocado. ¿No es
así, Holmers?
—Se refiere a la orden de fusilar a los comisarios… No crea que a nuestro Bomelbürg
le agrade esta orden. Bomelbürg todavía cree en una guerra al estilo caballeresco.
—¡Una guerra al estilo caballeresco! Esta guerra de ahora no será algo fácil.
Piense usted que en un ejército hay gentes que solo cuentan con su muerte y que
están dispuestas a luchar hasta el final. Le digo a usted que esto es una porquería
y, además, una tremenda tontería. Esto es lo que, en resumidas cuentas, puede
decirse de la guerra y de todas las guerras…, y nadie quiere creerlo hasta que está
aquí. En todo caso, esta vez ha ocurrido así. Ayer todavía se sostenían mil
opiniones apasionadas y contradictorias…
—Así han ocurrido las cosas entre nosotros. ¡Lo que se ha llegado a escribir! Que
si los rusos tenían que reforzar sus suministros… Todo lo que se ha dicho acerca de
nosotros no es más que un bluf. «Ahora que, con el Pacto, tenemos arrendada la
producción de Ucrania, una guerra con Rusia sería una tremenda locura.» Así
escribían y así parecían creerlo. Pero, en resumidas cuentas, en Francia ya nos
ejercitaron para esta campaña, y hace tres días, cuando fuimos retirados del Oeste
y traídos aquí, a estas posiciones, la cosa estaba clara.
—¡Ah!, son ustedes. Buenas noches, Holmers. Buenas noches, Langhoff. Veo que vienen
ustedes de allí. Seguramente habrá habido órdenes…
—¿Ya está durmiendo el viejo? No; seguramente, solo se habrá tendido un poco…
Bueno; no deseaba saber nada de particular… Ya ven: parece que esto va a comenzar
de un momento a otro. Hasta ahora vivíamos con esa gente en la mejor armonía,
incluso habíamos firmado un Pacto de amistad, y ahora, de repente, la guerra…
—Desde luego… Solamente quería decirles que Rusia es un país gigantesco. Yo estuve
allí y tuve ocasión de ver a sus «prusianos».
Zecke había estado en Rusia, invitado con otros jefes del ejército alemán.
Acompañado de Shukow, uno de los mariscales con mando, visitó la Academia de
guerra. El día antes, durante una partida de bridge, Zecke había hecho la misma
observación. Mirando por encima de sus cartas, el coronel Schadow, jefe del 101
Regimiento de infantería, dijo:
—Creo que de aquí a cuatro semanas estaremos en Smolensko, donde nos servirán un
estupendo caviar con vodka.
Y entonces fue cuando Zecke, que quería bajar los humos a Schadow, dijo que él
había visto a los «prusianos» de Rusia. Y todo el mundo se burló de él. «Los
soviets no tienen ninguna tradición militar», le contestó alguien. «El general en
jefe del Estado Mayor aseguró que, cuando su estancia en Moscú, los rusos habían
desfilado tan mal que el Estado Mayor alemán sabía que no estaban en condiciones de
emprender una acción de envergadura ni de mantenerse a la defensiva», añadió otro.
—Consulten ustedes sus mapas —dijo Zecke a los dos jóvenes artilleros— y piensen en
la gente que, desde Gengis-Khan a nuestros días, se ha matado en esas latitudes.
Esto es lo que quería decirles. Buenas noches, señores.
Zecke se alejó despacio, envuelto en su gran abrigo, caminando junto a las paredes
de las casas, como un espíritu funesto. Langhoff y Holmers se quedaron
desconcertados.
—Es como para quitarle a uno el habla. Según este, hemos perdido la guerra antes de
haberla comenzado. Pero Zecke, que proviene del Estado Mayor y que solo lleva dos
semanas entre nosotros, no debiera asombrarse de ciertas cosas.
—No es que lo esté; lo que ocurre es que todo esto lo han estado planeando durante
mucho tiempo, y ahora, cuando la teoría tiene que aplicarse a la realidad, están un
poco nerviosos.
—Mi padre opina lo mismo y está tan inquieto como Zecke. Voy a llegarme hasta mi
puesto —dijo Holmers, y dando media vuelta se alejó.
—Acostaos, muchachos; creo que pasará mucho tiempo hasta que de nuevo podáis dormir
con tranquilidad. Mañana por la mañana, es decir, de aquí a una hora empieza el
jaleo.
En el bosque, bajo las ramas, continuaba siendo de noche; pero sobre las copas de
los árboles comenzaba a clarear. Los tres de infantería permanecían en el mismo
sitio. Al otro lado del río veían un ancho paisaje abierto. Sobre los campos de
avena y de centeno flotaba una densa niebla. Las casuchas de los campesinos, cuyos
perfiles y colores se perdían entre la niebla, parecía que acabaran de ser
colocadas allí por la mano del Creador. Más lejos, las puntas de unos árboles que
emergían sobre la niebla semejaban una isla de ramas. Y más lejos todavía, donde
algo parecido a unas rocas rasgaba el horizonte, estaba la ciudad de Brest. Un
gallo cantó en el pueblo.
—Sí; el jaleo va a comenzar de nuevo. Ya decía yo que todo eso de las marchas era
mentira.
—Sí, Moscú.
—El asunto de Polonia lo liquidamos en diecisiete días. Esto de Rusia durará algo
más, naturalmente: seis semanas o, quizás, ocho. Es una suerte que estemos otra vez
juntos.
—En 1933 vencimos en Berlín; ahora vencemos en el exterior. ¿No te parece, Augusto?
—Es verdad, Augusto; a veces lo pasamos difícilmente; pero uno siempre piensa con
agrado en el pasado.
—Ahora están sacando las vacas de los corrales —dijo el suboficial Gnotke.
—¿Sabes que los chicos de Driborg están todavía en casa? Pertenecen a las S.S. de
la retaguardia, y están allí, ahora que todos los hombres han partido para el
frente; ¿te imaginas?
—Sí, me los imagino perfectamente bien —contestó Riederheim, que era hijo de un
administrador de fincas rústicas y conocía a los Driborg mucho mejor que Gnotke y
Feierfeil.
—Van detrás de Pauline —dijo Gnotke.
—Pauline sabrá mantenerlos a raya. Vamos a escribirle una carta. Saldrá, cuando ya
estemos al otro lado del río, con el primer correo.
Querida Pauline: De aquí a una hora habrá comenzado la ofensiva. Faltan sesenta
minutos para que empiece la verdadera guerra. Estamos aquí, en la margen de un río,
Emil y, ¡figúrate!, Augusto. No he parado hasta ser destinado a la misma compañía.
Sí; en esta hora se oye el rumor de la historia. Somos veinte en nuestro grupo.
¿Continuaremos siendo veinte mañana? De pronto me doy cuenta que ya no soy Hans
Riederheim, sino una semilla de la historia; una semilla a punto de ser lanzada.
Cordialmente te saluda y Heil Hitler.
Hans Riederheim
—En tu grupo hay un individuo llamado Heydebreck —dijo Riederheim—. Heydebreck, así
se llamaba… ¿Te acuerdas del manco, cuando la sublevación de las camisas pardas?…
—Vale más que no hables de ello. Sí; es el mismo nombre. Su padre creo que era el
tío…
Wilna, Dünaburg, Riga, Bialystok, Minsk, Gomel, Bobruisk, Kiew, Odesa, Sebastopol y
otras grandes y pequeñas ciudades del este de Rusia, fueron los primeros objetivos
de los stukas concentrados en los campos de aviación de Prusia oriental y de
Polonia. Bialystok y Minsk eran los objetivos señalados a las escuadrillas del
campo de Radom. La escuadrilla del capitán Scheuben tenía que bombardear los
edificios enclavados en el centro de la ciudad de Bialystok. La dotación de los
once aparatos —que eran bimotores «Ju 88», con cuatro hombres a bordo— estaba bajo
las órdenes del capitán.
Scheuben había leído la orden de ataque, aclarando luego sobre un mapa las
cuestiones referentes a la acción.
—Repetiré: El objetivo de nuestro grupo son los aparatos enemigos que hay en el
campo de Bialystok, así como los centros vitales de la ciudad. Tenemos el honor de
ser la primera escuadrilla que entra en acción. El comandante del grupo irá en la
segunda. Ya han visto ustedes las fotografías y los planos de Bialystok. Fíjense
antes en el parque que hay detrás del campo y que se adentra hasta el corazón de la
ciudad. Recuerden que en este parque están los edificios del Cuartel General de un
ejército ruso. Hace meses que tenemos las fotografías aéreas de todo ello. Ya ven
ustedes que, a pesar de la paz, algunos de los nuestros han estado trabajando de
firme. Ahora nos toca a nosotros.
Afuera, en el campo, sonó el ruido de unos motores. A veces, el estrépito era tan
grande que, durante veinte o treinta segundos, Scheuben se veía obligado a
interrumpir la lectura. Una débil luz iluminaba los rostros de los asistentes.
Todos eran muchachos de veinte a veinticuatro años, excepto el alférez Von Ense,
que todavía no había cumplido los diecinueve años. Scheuben le había permitido
tomar parte en aquel vuelo, que iba a ser su primera acción de guerra, a pesar de
que, en realidad, todavía no era tiempo para ello, ya que hasta la fecha solo había
realizado un vuelo en calidad de observador. Pero Von Ense ardía en deseos de
participar en aquella acción y poder luego escribir a todo el mundo que había
realizado su primer vuelo de guerra. El ruido de los motores cesó. Scheuben pudo
terminar de leer los párrafos de la Orden del Día, y todo quedó en silencio.
Scheuben se sentó encima la mesa y, hablando en otro tono, dijo a sus hombres:
—Muchachos: Vuelve a empezar ahora una guerra nueva y alegre. Por fin se acabó
aquel desagradable pataleo nocturno sobre Inglaterra, hasta Newcastle. Ahora
podremos volver a ser algo —y al decir esto echó una rápida mirada a Von Ense—; de
manera que hasta los más bisoños están ansiosos de lanzarse a la retaguardia
enemiga… —hizo una pausa y continuó—: Quería decirles que vamos a enfrentarnos con
los rusos. Quienes participamos en la guerra de España, ya los tuvimos frente a
nuestros «K 88». En cuanto a los Ratas, ya han visto ustedes las fotografías, solo
puedo decirles que vayan con cuidado. El Rata tiene aproximadamente la misma
velocidad que nuestro «Ju 88», pero se remonta muy bien. En España los rusos solían
atacar de abajo arriba y siempre de frente. Así, pues, los ametralladores y los
observadores de proa deberán tener un cuidado especial.
—Todos los aparatos están listos, mi capitán —y Mahnke pronunció la palabra todos
de una manera especial, recalcándola con orgullo, pues raras veces ocurría que
todos los aparatos fueran utilizados para una sola acción.
—Gracias, Mahnke.
YO NO CONTINÚO
El teniente coronel Vilshofen estaba sentado junto al conductor. Aunque cerrara los
ojos, Vilshofen continuaba viendo la iluminada cinta de la carretera, sobre la que
se proyectaba la luz de los faros, y a Vilshofen le parecía que en tanto duraba
aquel larguísimo viaje, la interminable línea gris se iba adentrando en él. A las
dos de la tarde había salido de Berlín. Y ahora pronto serían otra vez las dos, las
dos de la noche. Durante todo aquel tiempo no solamente hubo la franja gris y
luminosa de la carretera, sino que además hubo otra cosa, tan inacabable como
aquella, que se fue sucediendo como una película aburrida y pesada. Se trataba de
los visitantes extranjeros que había que acompañar en el coche, y algunas veces de
los compatriotas, directores de industria y expertos en economía convertidos en
jefes de los nuevos departamentos creados por la guerra, que debían presentarse a
diferentes mandos del ejército. Pero la mayoría de las veces se trataba de gente
rústica que, una y otra vez, de una manera monótona, sencilla y burda, repetía sus
mismos problemas y aumentaba el enojo de Vilshofen.
El último huésped había sido un señor finlandés, y el huésped del día anterior, un
eslovaco.
«Nosotros tenemos, nosotros tenemos, nosotros tenemos… En primer lugar, para esto y
para lo demás, tenemos… el grupo de ejércitos del Norte, y para lo otro, el grupo
de ejércitos del Centro, y para lo de más allá, el grupo de ejércitos del Sur.
Estos ejércitos se han desplegado desde el mar Báltico hasta el mar Negro. El
primer objetivo es el Dniéper; Moscú caerá al segundo empujón, y luego, enseguida,
los Urales. El ataque apuntará hacia Crimea y el Cáucaso, y luego hacia el mar
Caspio y hacia Asia.» Eso era el primer despliegue.
«Además: tenemos el mayor jefe militar de todos los tiempos, el más genial
organizador de la historia: nuestro Führer. Tenemos todo —la capacidad de obrar y
la facultad organizadora— para poner a nuestro servicio las fuerzas de producción
de inmensos territorios.»
«Minerales.»
«Aceites.»
«En suma, explotar la tierra de acuerdo a una escala mayor, a una escala única. Se
sacará lo que pueda ser sacado. Pero ¿qué aportamos nosotros? ¿Qué aportamos
nosotros…? Esto no entra en la discusión. Los grandes señores se rompen la cabeza
pensando en ello. Bien, señores, ¿puedo pedirles que vayamos a la próxima oficina
de comunicación? (Teléfono, telégrafo, radio.) Tengo que inspeccionar allí en
compañía del jefe de los servicios de comunicación, general Fellgiebel.»
«Esto ocurría en Zossen y aquí en la Prusia Oriental, sucedía lo mismo. Y ayer fue
un finlandés, anteayer un eslovaco, y mañana sería el señor Antonescu, de Bucarest,
y pasado mañana el ministro plenipotenciario del Japón en Berlín. En todo caso:
poesía y realidad y laureles anticipados. En resumidas cuentas: propaganda. Todo
esto será muy bonito e incluso muy moderno y oportuno, pero yo no continúo el
juego.»
«—No; yo no continúo.»
Esta vez el teniente coronel no solo lo pensó, sino que lo dijo en voz alta, de
manera que el capitán, que tenía el mismo cargo que Vilshofen, y el joven
ordenanza, por un momento, se le quedaron mirando. Pero como Vilshofen no dijo nada
más, el capitán no hizo ningún comentario. El capitán creyó seguramente que el
largo viaje había puesto nervioso al teniente coronel. Vilshofen consultó su reloj:
eran las dos de la madrugada. El camión en que viajaban corría en medio de una
larga columna de vehículos. El viaje de doce horas desde Berlín hasta aquel
triángulo de Prusia oriental, formado por Rastenburg-Lotzen-Angerburg, tocaba a su
fin. Habían abandonado la carretera principal y ahora marchaban por una carretera
especial, recién construida por la Organización Todt, que conducía al Cuartel
General de Hitler. A derecha e izquierda del camino se veía un bosque alto y
tupido. En cada desnivel del terreno aparecía un puente, construido con madera
recién cortada, que brillaba a la luz de los faros. Un corzo fue sorprendido por
las luces del camión y, después de estar unos segundos como petrificado se alejó
velozmente, y cuando el conductor apagó los faros, de un salto, el corzo se
escabulló bajo el tupido techo del bosque. Entre los árboles se volvió a escurrir
una leve claridad y sobre el bosque se anunció la primera luz del día. Una valla
apareció en la carretera. Los centinelas de un batallón de vigilancia comprobaron
los pases. Un poco más lejos surgió una bifurcación, y a derecha e izquierda de la
misma sendos postes indicadores. En uno se leía «Federico», y en otro, «Manantial».
Aquel era el nombre del campamento de la sección de operaciones; este, el nombre
del Cuartel Maestro General, hacia el que se dirigió el coche en el que iban el
teniente coronel Vilshofen, el capitán Wendlin y el teniente Vogel. El campamento
estaba en medio del bosque. Bajo los árboles había barracas y fortines de hormigón
disimulados con arbustos. Unos ordenanzas abrieron las portezuelas del coche, se
hicieron cargo de los equipajes y condujeron a los recién llegados a sus
departamentos.
—Grandioso.
—Ayer fue pintada, mi capitán; pero esto es cedro y la pintura se secará enseguida.
—Bueno, Müller, ya pueden deshacer las maletas. Cuelga los pantalones de la percha.
—Se está preparando un banquete, mi capitán, y los ordenanzas tenemos que ayudar a
poner la mesa. Quizá podría dejar esto para después de la comida.
—Sí; tienes razón; aquí no hay sitio para dos personas. Lárgate, pues.
El teniente coronel Vilshofen se acababa de lavar las manos y la cara, que tenía
sucias de polvo, y se estaba instalando en su habitación. Colgó la ropa en el
armario y dejó unos papeles sobre la mesa.
«Así, pues, mañana vendrá el señor Antonescu de Bucarest, luego vendrá el señor
Franco de Madrid, y más tarde probablemente venga, de la Arabia feliz, el jefe de
todos los árabes. Y nosotros tenemos, tenemos, tenemos… Y yo no tengo nada; no
tengo nada para esto, para aquello ni para lo de más allá. Yo no tengo ningún
talento de pregonero, ni sabía, cuando salí del departamento de agregados
diplomáticos, que aquí iba a encontrarme con este cuartucho y que en él iba a
convertirme en un conferenciante de al tres por cuatro. De todos modos, aquí está
el cuerpo de tanques y, en definitiva, no se habrá perdido el tiempo que empleé en
manejar estas armas.»
Ahora es oficial, y lleva unas charreteras plateadas, con una estrella dorada sobre
el fondo carmesí. En 1941 se convirtió, para servir a «una Alemania mayor», en
oficial de Estado Mayor. Tiene una figura pequeña; pero, por muy alejado que esté
de ello, sobre sus espaldas nota el peso de una tradición de tranquilos burgueses y
de historia ciudadana. Y también pesa sobre él la marca de fábrica de una gran
empresa de Ulm, que gracias al esfuerzo de unos Vilshofen que le antecedieron, se
convirtió en un símbolo de prosperidad industrial y de honradez y rectitud
comercial. Ahora no se trataba de lo mismo. No era necesario hacer propaganda de
los artículos de un fabricante, ni de convencer a nadie de sus excelencias; pues la
excelente calidad de los productos había abierto todas las puertas, ganándose,
además, fama universal. El Vilshofen de 1941 era, en el fondo, muy parecido a sus
antepasados. «Las cosas buenas se recomiendan por sí solas.» De todos modos, aquí
se había convertido en propagandista de una cosa que todavía no existía. El haber
todavía tenía que ser mostrado. Y cuando eso ocurra, ya veremos.
—No —respondió el jefe del Estado Mayor—. De momento, no; más tarde, de aquí a un
tiempo, ya hablaremos de ello. Desde aquella conversación había pasado mucho
tiempo.
—¡La comida está servida, mi teniente coronel!… ¡La comida está servida, mi
capitán!… ¡La comida está servida, mi teniente!
Antes que los ordenanzas hubieran servido el segundo plato, se oyó un tremendo
zumbido: eran los bombarderos, destructores y stukas, que se elevaban sobre el
casino y los árboles del bosque.
—Tienen que recorrer unos ochenta kilómetros; así, pues, a las tres y cuatro
minutos habrán sobrevolado la línea de fuego.
—Si puede usted hablar con el jefe, Vilshofen, es posible que obtenga lo que desea.
Es probable que le den a usted el mando de una unidad; pero debe espabilarse, pues
no es un asunto que pueda dejarse dormir.
CONCHITA…
Se habían colocado los cascos y ajustado los paracaídas. El paquete del paracaídas,
que a cada paso se balanceaba, les golpeaba sobre los jarretes. Salieron al campo y
se hundieron en un inmenso y silencioso vacío. A sus espaldas, a pocos pasos de
ellos, la tienda de campaña y los talleres se sumergieron en una densa niebla
blanca. Un podenco corría junto a los hombres… El perro iba olfateando al primer
alférez Von Ense, que por primera vez hacía aquel camino, y luego, al cabo de unos
momentos, se volvió hacia atrás y se acercó a Scheuben.
—Ya voy, ya voy, Bruja. Imagínate, se trata de Conchita. Quizás uno no hubiera
tenido que casarse con una mujer que se llama Conchita…
Scheuben se metió en el bolsillo una carta que aquella mañana había recibido, se
caló el casco, se ajustó el paracaídas y marchó tras sus compañeros.
Los aviones estaban preparados, con su cargamento de bombas, que desde fuera no se
veía. Los sustentadores aparecían recién pintados, lo mismo que las rayas amarillas
de la carlinga.
—Tenga usted paciencia, quizá pronto pueda arreglarse su asunto —dijo Scheuben,
volviéndose hacia su aparato. El telegrafista ya estaba instalado en su sitio,
manipulando los aparatos. El observador y el ametrallador de proa aguardaban al
piloto, que en este caso era el propio capitán de la escuadrilla. Antes de subir al
avión, Scheuben se quitó el guante y acarició la cabeza de Bruja. «Conchita está
encinta, pero no lo digas a nadie…» El perro frotó su hocico contra la palma de la
mano de Scheuben, se restregó luego contra la manga de su dueño y finalmente se
quedó inmóvil. Cuando la dotación hubo subido al aparato, Mette, el mecánico, cerró
la portezuela. Scheuben se arrellanó cómodamente en su asiento. A su derecha y a su
izquierda comenzaron a zumbar los motores de los otros aviones. Movió una palanca y
bajó los alerones; por unos escapes salieron unos blancos y ruidosos chorrillos de
gas. «Conchita… se está portando muy mal. ¿Es que no piensa en mí, ni en mi
carrera?» ¡Esta estúpida pandilla de oficiales! ¿Qué manera de expresarse era
aquella? Esta expresión la había aprendido, seguramente, en Hamburgo. ¡Cómo la
cortejaban los demás oficiales, que reventaban de orgullo dentro de sus uniformes!
Incluso el mayor, que se paseaba cogido del brazo de su mujer, la miraba con
insistencia. ¡Aquel viejo gallo! Pero, de todos modos, ¡qué manera era aquella de
calificar a sus camaradas y a sus superiores! Conchita decía que en Hamburgo, en
casa de su padre, era todo muy distinto, pues, allí, además de uniformes, había
«personas».
«¡Ah!, sí; Conchita. Al padre, que estaba en Hamburgo, tendría que decirle cuatro
cosas.»
El bosque ya no se veía de color azulado y había dejado de ser una masa informe.
Ahora se distinguían los árboles y las ramas, y en el tupido techo de hojas se oían
miles y miles de gorjeos. En un claro del bosque, con sus hojas de color verde
pálido y sus colgantes ramas, un abedul parecía haber nacido de la niebla y del
rocío.
—Sí; esto es algo bueno: «Aristón Lux»; cada uno de ellos cuesta doce céntimos. ¿De
dónde los has sacado, Lemke?
—Del general.
—Espero que todo esto vaya rápido y que pronto podamos volver a nuestra sección.
Espero que no nos dejarán abandonados aquí.
—El general ya se preocupará de que no sea así. Hace una hora ha telefoneado por
tercera vez. El coronel se acababa de acostar; cuando fue llamado de la División
creo que habló con el ayudante del general. Mis noticias son que no nos separamos
de los nuestros y que el general ha dicho que aquí solo estamos de prestado.
Los cuatro cañones del 10 con 5 en el bosque, los espléndidos caballos de Hannover,
de Prusia oriental y de Holstein, que pacían bajo los árboles; la tienda de
campaña, situada al borde del bosque, con los telefonistas, enlaces y
telegrafistas, de Langhoff, el jefe de la batería, y aquí, bajo el abedul Kohlhaas
y Klein, los jefes de tren, el primer sargento Lemke y hasta la enmarañada barba de
este (Lemke opinaba que un verdadero primer sargento montado debía llevar una
auténtica barba de guerra), todo esto existía y estaba allí, como el ensortijado
humo azul de los cigarrillos «Aristón Lux», gracias a un capricho de Bomelbürg.
—De todos modos, ahora sabemos por qué hemos estado en Francia con la batería
montada.
Cada cual monta y cuida de su caballo. Precisamente los caballos habían sido la
gran preocupación del jefe de la División. Por orden suya, y con gran irritación
del regimiento, todos los establos fueron limpiados y acondicionados para los
caballos de la nueva batería montada. El jefe quería que la batería estuviera
decentemente montada, para lo cual se le asignaron algunos caballos de Hannover,
cuatro para el tiro de una pieza, cuatro para cada uno de los vehículos del cuerpo
de tren, otros dos para los conductores, dieciséis para las municiones, más los
destinados a las cocinas de campaña y carruajes de abastecimiento, cada uno de los
cuales iba tirado por cuatro animales. Y todavía tenían que llegar más caballos de
tiro, que el jefe quería que fueran zainos, o bayos, o alazanes, para que hicieran
juego con los demás. La batería no solamente fue dotada de caballos de refresco,
sino que recibió monturas, botas de montar, arreos, mantas y armas y hasta nuevos
soldados.
Bomelbürg lo había querido así y así tenía que ser. Todo tuvo que ser organizado en
un santiamén. Lo grotesco fue la revista que tuvo lugar a los pocos días de haber
formado la batería. Un domingo, en Francia, cuando estaban en el castillo de La
Guerche, el teniente coronel Langhoff, jefe de la batería, fue llamado al teléfono.
Así que Langhoff cogió el auricular reconoció la voz del general. «¿Cómo le va, mi
querido amigo? ¿Qué tal la batería montada? Ya: cada día ejercicio. Muy bien. ¿Han
hecho ustedes prácticas en el monte?… Magnífico. Bueno; pues le daré un vistazo a
la batería.»
Langhoff echó una rápida mirada al mapa y, sin pérdida de tiempo, eligió la mejor
carretera.
La calma del domingo se echó a perder en el castillo. Toda la Plana Mayor del
regimiento se puso en acción. Enseguida se vio que hasta dos semanas antes aquellos
hombres no habían montado en su vida. Así, pues, se echó mano de algunos soldados
de otras baterías, así como telefonistas, chóferes y de todo aquel que supiera
sentarse sobre un caballo. Toda aquella gente fue subida a las sillas y paseada
ante el jefe, para la mayor tranquilidad de este.
Lemke, Kohlhaas y Klein, que ahora, bajo un abedul ruso, estaban recordando tiempos
pasados, tenían alguna noticia referente a lo sucedido aquel domingo en el castillo
de La Guerche y de los apuros que en tal ocasión pasó Langhoff, el jefe de la
batería, y Holmers, el ayudante del regimiento. Lo que sí sabían con exactitud era
que, poco antes de llegar ante el general, en un cruce de carreteras, la mitad de
los soldados tuvieron que echar pie a tierra y dejar sus sitios a quienes tenían
una idea más aproximada que ellos acerca del arte de montar.
—Pero, además, no era necesaria. Ya sabéis que se dice que el jefe no ve más allá
de sus narices.
—Es cierto. Desde que recibió el tiro en la cabeza, no ve más que sombras. Para
consultar el mapa necesita ponerse lentes y, además, mirar a través de una lupa.
—Yo creo que no vio ni un caballo, ni un jinete, y mucho menos pudo darse cuenta de
qué manera montaban los soldados.
Langhoff, el jefe de la batería, miraba por el anteojo de tijera, a través del cual
veía la calle del pueblo. Una mujer apareció, con toda claridad, en el lente. La
mujer sacó agua de un pozo, llenó dos cubos, los suspendió a los extremos de una
madera que cargó sobre los hombros y se marchó. Langhoff arrojó al suelo un
cigarrillo marca «Aristón Lux», recién encendido.
Kuszmian, el enlace, también fumaba cigarrillos de aquella marca; el sargento
Lemke, por su parte, no había recibido sus cigarrillos de manos del general, sino
del jefe de la batería. Kuszmian, a su vez, arrojó el suyo, no sin antes haberlo
apagado cuidadosamente.
—¿Por qué apagas con tanto cuidado el cigarrillo? —le preguntó Langhoff.
—Batería… ¡Fuego!
Los cañones dieron una sacudida hacia atrás. Fogonazos. Estruendo. Cuatro bocas de
hierro hicieron un ruido ensordecedor. Un eco se hundió a lo lejos.
—Batería… ¡Fuego!
Otro culatazo de los cañones. Más fogonazos. Un segundo eco. El tercer eco ya no se
oyó indistintamente. En el bosquecillo de al lado una batería del 10 acababa de
entrar en acción. Y más lejos había otras baterías de obuses, morteros y cañones de
largo alcance. Desde la retaguardia llegaba el estrépito de los cañones montados
sobre vías.
A largos intervalos —con un ruido que parecía que la tierra se iba a venir abajo—,
en Brest, disparaba «Carlos», un cañón de 60 cm. Mil bocas abiertas arrojaban
hierro y fuego hacia los objetivos señalados. En pocos segundos, desde el mar
Báltico hasta el mar Negro, surgió un frente de combate y, con él, una gigantesca
muralla de fuego. El ruido de los cañonazos y el eco de los estampidos se
precipitaba hacia el infinito.
El ruido de las granadas de la batería de Langhoff, que disparaba sobre los árboles
y sobre los hombres ocultos en el bosque, retumbó en la cabeza de Riederheim como
un ensordecedor graznido de ánsares. Entre la segunda y tercera salva dijo a su
ordenanza:
Feierfeil hacía de enlace visual entre un grupo de tiradores que estaban tumbados
al borde del bosque, y a quienes mandaba el suboficial August Gnotke. Ahora, detrás
de aquel tronco donde Gnotke había estado sentado no había nadie.
«Este Riederheim continúa tan chiflado como cuando, de pequeño, correteaba por
Klein-Stepenitz. Y todo eso le viene por haber leído demasiado.»
—Sí, cierto, ahora empieza —respondió Feierfeil, mientras descubría a Gnotke, que
se acababa de tumbar junto al cabo Heidebreck.
«¿Qué tendrá este que hacer con Heidebreck? —pensó Feierfeil—. Es un buen muchacho;
siempre se muestra muy agradable. El casco no le sienta muy bien; pero hay que
reconocer que siempre pone todo de su parte. Será preciso ayudarle para que se
desenvuelva con más facilidad.»
Gnotke y Heidebreck estaban tumbados al borde del bosque. Toda la compañía aparecía
desplegada en línea de combate. Ante ellos, a veinte metros de distancia, corría el
río. Al otro lado de la orilla crecían unos zarzales, y más allá se distinguían
unos campos de centeno y avena. Las casuchas de Shuraweka parecían temblar a la luz
del alba. El campanario de una iglesia se elevaba sobre los tejados de paja de las
demás casas.
—Bueno, bueno —dijo Gnotke—; ya está bien. Ya sé que cuando las balas llegan de la
otra parte, se encuentra uno mucho mejor. Pero ¿para qué sirve pensar demasiado?
En aquel momento, entre las casuchas del pueblo se levantaron gigantescas setas de
humo. Una fuente de tierra surgió por los aires y volvió a caer. Entre una columna
de humo, cuya anchura crecía por momentos, relampagueaba el fuego de los
lanzallamas.
La atmósfera se llenó de una espesa humareda y una multitud de gavillas encendidas
volaron por el aire. El fuego de todas las armas sobre el pueblo duró unos diez
minutos, y luego, poco a poco, se alejó en busca de otros objetivos.
Al borde del bosque corría un parapeto tras el que estaba la tropa, con Riederheim
y el jefe de la compañía. Ya no había que dar más instrucciones, pues todas las
órdenes habían sido cursadas. Cuando el fuego comenzó a alejarse hacia otros
objetivos, llegó el momento de entrar en acción la compañía. Los ingenieros botaron
las embarcaciones de goma. Las tropas de asalto se acomodaron en ellos. Dos
ingenieros, uno en proa y otro en popa, comenzaron a remar en cada bote, con unas
paletas.
«Agua transparente… ¿De qué sirve pensar? Pero, de todos modos, uno continúa
pensando. Esta agua, ora oscura, ora transparente, es la línea del destino. Atrás,
en la otra ribera, se queda la vida. Ana María podría estar allí, agitando un
pañuelo, como estaba en la estación de Berlín. Y en la orilla de enfrente están los
revueltos y mutilados maderos y una sombra gigantesca, que se ha anticipado a las
sombras de muchos días venideros y que se ha quedado allí, planeando, amenazadora,
sobre las tierras. “Dios te proteja”, le dijo Ana María al partir él de la
estación. Todos necesitamos de esta clase de deseos.»
Los botes acababan de llegar a la orilla. Bernt —Tessen von Heidebreck— se arrojó
sobre la arena. Se agarró luego a una rama que crecía inclinada sobre la orilla y
se incorporó. No sonó ningún disparo. Registraron entre los matorrales, avanzaron y
no encontraron rastro de enemigo alguno.
Cerca de la casamata estaba el cadáver del centinela ruso. El soldado Klotz se giró
un momento y contempló un rostro mongólico, que la muerte había teñido de un color
ceniciento. Todo sucedía conforme al plan previsto. Las avanzadas alcanzaron las
afueras del pueblo y los soldados se echaron cuerpo a tierra. Gnotke desenfundó su
pistola de hacer señales. El sargento de la segunda sección hizo lo mismo. Dos
cohetes se elevaron al cielo. Era la señal convenida con el jefe de la compañía.
—Emil, lárgate enseguida allí: ¡cambio de posición, y que los jefes de las
secciones vengan hacia acá!
«Ánsares —murmuró—; al ver este centeno pisoteado uno no piensa en ánsares, sino en
jabalíes. ¡Pero así es la guerra!»
Entró en el pueblo.
En el pueblo no quedaba nada en pie. Casi tropezó con un armario ropero, que
todavía estaba ardiendo. Una chimenea de piedra. Toda una hilera de chimeneas
desnudas. Mujeres que sacaban enseres de entre los humeantes escombros —un
collerón, un abrigo de piel de oveja, una colchoneta— y los ponían a salvo en los
huertos. ¿Dónde están los rusos? ¿Por qué no se oye ni un disparo? Se decía que en
el pueblo había un batallón. Y nada. Ninguna resistencia. Aquí solo había un pueblo
en ruinas, un pueblo en el que pocos minutos antes se llevaban las vacas a pastar.
Una mujer no paraba de llorar. Tenía los puños apretados contra un cadáver. Es
posible que aquella vieja decapitada que yacía a sus pies fuera su abuela. Pero
¿qué importaba todo aquello? Emil era un viejo luchador. Emil pertenecía al partido
desde el año 30, y el 33, en Berlín, época en que ya estaba el I Batallón de Asalto
de Camisas Pardas, había tomado parte en el asalto de alguna casa y había roto más
de un mueble. Y luego, si se iba a recordar la primera campaña del Este, en la
marcha sobre Polonia también había ocurrido alguna cosa. Pero aquí, la atmósfera de
este domingo de verano olía a carne quemada, y uno no sabía si aquella carne era de
vaca o de mujer. Y uno no se acaba de acostumbrar a estas cosas, o tiene que
acostumbrarse cada vez de nuevo.
«También estos tienen motivos para vomitar. Sí; lo mejor será salir de aquí, no ver
nada más, alejarse del pueblo. Sí; fuera, en el campo, se respira mejor.»
Hasse era una excepción entre los jefes y oficiales de la plana mayor. El general
de la división de reserva le había nombrado oficial adjunto de Bomelbürg y como tal
no tenía que desempeñar ninguna función propia de los oficiales de la plana mayor.
Su verdadera misión consistía en colgar como un lampazo del general, a quien, dada
la debilidad de su vista y oído le servía de auricular y de lente.
Durante las últimas semanas hubo mucho trabajo en la plana mayor, e incluso Hasse,
que no estaba adscrito a ninguna sección determinada y por lo tanto no tenía que
hacer ninguna labor fija, tuvo que apechugar de firme, pues el general, que durante
aquel tiempo se ocupó de mil menudencias, no lo dejó a sol ni a sombra, de manera
que, a pesar de su juventud, la noche antes del ataque, Hasse estaba al borde de
sus fuerzas.
«Todavía faltan veinticinco minutos.» Este era el pensamiento con que, pese a sus
propósitos de estar despierto en aquel momento trascendental, cayó dormido, y su
sueño fue tan profundo que ni la artillería de primera línea, ni el estampido de
los cañones montados sobre raíles consiguieron despertarle, de manera que a Hasse
se le pasó la hora en que el general quería haber sido despertado.
«—El regimiento de infantería número 100 ha alcanzado Shuraweka por el Este. No hay
resistencia enemiga. El regimiento de infantería número 101 ha pasado el río sin
novedad y se encuentra en el bosquecillo triangular, donde se registra pequeña
resistencia enemiga. No se señala la presencia de artillería enemiga.»
Hasse se enteró de que el general había estado levantado hasta más de las tres.
Así, pues, podía volver a su habitación y esperar allí hasta que fuera llamado por
Bomelbürg.
Unas horas después, acompañando al general, volvió al despacho del primer oficial
de la plana mayor. La ofensiva presentaba el mismo aspecto de antes. No ocurría
nada de particular y todo se desarrollaba, por lo visto, de acuerdo con los planes
previstos.
—El grueso del regimiento número 100 avanza sin novedad. El regimiento 101, lo
mismo. La primera sección del regimiento de artillería comunica que va a fijar los
nuevos emplazamientos a la otra orilla del río. Todo discurre conforme al plan
previsto. Shuraweka está libre de fuerzas enemigas —comunicó el oficial a
Bomelbürg.
—Bueno, pues entonces, en mi opinión, habría que proseguir el avance. ¿Qué opina
usted acerca de Shuraweka?
Pero Bomelbürg no era partidario de esperar. Dio unas vueltas por la habitación, se
detuvo ante el oficial que recibía los partes, miró cómo anotaba la posición de las
fuerzas sobre el mapa y, siempre acompañado de Hasse, salió de la estancia.
—Bueno, mi querido Neudeck, quisiera darme una vuelta por el regimiento 101.
—¡Pero si todo puede verse perfectamente desde aquí, mi general! —respondió Neudeck
—. La carretera está batida y el enemigo oirá el ruido del coche.
—Podemos bajar con el motor parado. Es preciso que vuelva a ver a mis hombres antes
de que crucen el puente.
Todos los argumentos fueron en vano. Bomelbürg, dos minutos después, se había
marchado. Neudeck se volvió hacia los demás jefes y oficiales y les dijo:
—¿Dónde estamos?
Nadie creyó que el general había de volver. Pero cinco meses después, Bomelbürg se
volvió a incorporar en el pueblecito de La Guerche, al norte de Francia. El general
había conseguido que no le quitaran el mando de su antigua división.
La herida de Bomelbürg estaba curada, pero había dejado un patente rastro. La bala
había penetrado entre los ojos, en el nacimiento de la nariz. Había atravesado la
base del cráneo sin lastimar el cerebro y había salido por la parte derecha de la
cabeza. El general perdió casi completamente los sentidos del oído, vista, olfato y
gusto. Un ojo había quedado completamente ciego y con el otro solo veía sombras.
Casi más que por su aspecto físico y por la consecuente pérdida de los sentidos,
Bomelbürg se sentía afligido por otros motivos que, la misma noche de su
incorporación a la división, dio a conocer a uno de los más jóvenes oficiales.
—Bien, amigo mío, se lo agradezco a usted. La cuestión es esta: Bomelbürg creía que
era invulnerable a las balas y he aquí que esa creencia ha sido perforada.
—Mi querido amigo… —comenzó a decir Bomelbürg, al tiempo que daba unos golpecitos
en la espalda del coronel Langhoff—. No sabe usted la alegría que me da al decirme
esto. Mi querido y buen amigo, se lo agradezco, se lo agradezco mucho…
Este era Bomelbürg y esta era la historia de la herida que sufrió, el primer día de
la ofensiva del Oeste, cuando su paseo por el recodo triangular de la frontera
luxemburguesa, y por esto tenía aquel rostro desfigurado, al que los jefes y
oficiales de su plana mayor ya se habían acostumbrado. En este momento, sin
embargo, cuando los jefes y oficiales oyeron arrancar el coche tras la casa,
ninguno de ellos se acordó de aquel desgraciado primer viaje de la guerra. El
oficial que estaba al teléfono iba recibiendo parte tras parte, y, sin parar,
continuaba señalando en el mapa de operaciones los diferentes movimientos de las
tropas avanzadas. Un oficial encendió un cigarrillo y comenzó a pasearse arriba y
abajo de la habitación. Al cabo de unos momentos cogió un teléfono y se entretuvo
hablando con el coronel Zecke, con el coronel Schadow, con algunos comandantes del
regimiento y con los vecinos que operaban a derecha e izquierda del puesto de
mando.
Dio unas cuantas vueltas más y se paró ante la mesa sobre la que estaba el gran
mapa de operaciones:
—Aún no hace diez minutos que la batería del batallón acaba de comunicar: escasa
visibilidad a causa de la niebla.
—¿Cómo les va a ustedes? Sí, muy bien, todo sucede según estaba previsto. Bien;
óigame usted, querido, de aquí a veinte minutos les visitará a ustedes el general
en jefe. Se lo digo para que estén ustedes preparados. ¡Adiós!
El general en jefe del cuarto cuerpo de ejército era el mariscal Von Kluge. El
oficial llamó al ayudante:
—Óigame usted, Butz, el general en jefe estará aquí dentro de veinte minutos, avise
usted inmediatamente al general.
La noticia corrió por la casa como un reguero de pólvora. Todos se ajustaron los
cinturones y se arreglaron las guerreras.
—Pero… ¡esto es imposible! —exclamó Neudeck, a pesar de saber que aquello era muy
posible; pues en aquel momento se acordó del infortunado paseo que el general dio
el primer día de la ofensiva contra Francia.
—El general no está aquí, y su coche y el chófer tampoco se encuentran por ninguna
parte. Y el primer teniente, claro está, se ha marchado con él.
—Bien; mi querido Neudeck —le dijo, inmediatamente, el general en jefe—; ¿cómo les
va a ustedes? Bien; Shuraweka ha sido tomado y no ha habido ninguna resistencia
seria. ¿Dónde está el general?
—Sí, mi general en jefe, ha ido a dar una vuelta, pero enseguida volverá a estar
aquí.
El general en jefe no debió creer que aquello era una suerte, pues en su frente, lo
mismo que enseguida en la del capitán de Estado Mayor que le acompañaba, apareció
una arruga.
—Poco a poco, a medida que refuercen sus objetivos, iremos encontrando alguna
resistencia.
—¿Y qué?
—No sé; vuelva usted a llamar otra vez. El telefonista llamó por segunda vez y
pidió la comunicación directa con el globo. El coronel Neudeck cogió el auricular y
habló con el capitán observador que, desde su globo, situado a una altura de 1200
metros, dominaba una gran extensión de terreno. El capitán del globo comunicó:
—Se observa movimiento de columnas motorizadas que llevan dirección Oeste. Ningún
movimiento en la dirección opuesta.
—Bueno; pues así es y si esos señores de allí abajo no quieren creerlo, que suban
aquí. Yo solo puedo dar parte de lo que veo —oyeron en el batallón que decía el
capitán, desde el globo.
BRUJA, LA PERRILLA
Los aviones de cada escuadrilla se distinguían por una señal de color pintada en la
proa.
—¡Blanco!
—¡Rojo!
Los aparatos se acercaban al suelo a una velocidad de 210 kilómetros por hora y al
tomar tierra en el sitio indicado para ello iban a 180 kilómetros por hora. Cuando
Von Ense se disponía a aterrizar, el oficial que desde tierra dirigía la maniobra
hizo una señal con la luz roja, que quería decir: atención. Y enseguida repitió la
misma señal varias veces, lo cual quería decir: prohibido aterrizar. Von Ense tuvo,
pues, que sobrevolar la pista. Pilotaba de una manera lastimosa, como si apenas
hubiera hecho prácticas. Al aparecer por segunda vez sobre la pista se le permitió
aterrizar y su aparato, en el momento de tomar tierra, en vez de deslizarse
suavemente, cayó aplomado. El avión tenía un neumático reventado a causa de un
tiro. Los mecánicos y los ayudantes que acercaban las escalerillas y abrían las
portezuelas querían saber cómo había ido el vuelo. En todas partes se formaron
grupos y los pilotos se veían obligados a satisfacer la curiosidad del personal del
campo.
—¡Fue algo grandioso! ¡Les hemos dado una verdadera, una paliza tremenda!
—Esto de volar de día es algo muy diferente: tienes todo el paisaje bajo el avión,
y ves al compañero cerca de ti, y ves todo el zafarrancho…
—¿Antiaéreos? No; hemos visto muy pocos. Los últimos son quiénes han recibido el
chaparrón.
—Te digo que allí había, por lo menos, todo un regimiento ruso. No; ni un disparo.
Estaban sorprendidos y no sabían lo que ocurría.
—No, no estaban camuflados. Desde muchos kilómetros atrás podías ver brillar las
ametralladoras al sol.
Cuando el alférez Von Ense saltó de su aparato fue saludado por el inspector Molle:
—Luego, luego… —contestó Von Ense, y fue a reunirse con los demás pilotos, que se
agrupaban en torno a Scheuben.
Scheuben escuchaba los partes de unos pilotos. El alférez Von Ense, dijo:
—Muy bien hecho, Von Ense —dijo Scheuben—; pero si los rusos no hubieran estado tan
sorprendidos, su vuelo rasante habría podido terminar mal. Durante su segunda
pasada sobre los cañones disparó usted demasiado largo, más allá del objetivo, y
luego tardó usted veinte minutos en reunirse a su escuadrilla. Así, pues, la
próxima vez tenga usted más cuidado.
—Os digo que el tanque, el conductor y los demás hombres no eran más que llamas. Vi
cómo corrían y se tiraban al suelo para apagar sus propias llamas. Y los servidores
del cañón antiaéreo se dispersaron corriendo antes de que hubiera empezado a
disparar. Estoy seguro que, al verme descender tan bajo, creyeron que iba a
llevarme el cañón por delante…
—Óigame usted, Ense, me gustaría mucho poder volar, aunque solamente fuera una vez,
con usted. Por favor, mañana, lléveme con usted.
—No es necesario que lo sepa. Y si luego se entera, ya verá usted cómo, a fin de
cuentas, le hace gracia.
Después que las dotaciones le hubieron dado sus partes respectivos, Scheuben
continuó paseándose por el campo. Ante él correteaba Bruja, que de vez en cuando le
miraba con mucha atención.
VUELO DE RECONOCIMIENTO
Papá Scheele —que así le llamaban los observadores— era en realidad el primer
teniente Scheele. Scheuben atravesó una extensa explanada en la que había bastantes
coches y entró en el alojamiento de los observadores, que estaba medio enterrado en
el suelo, para reunirse con Scheele. Papá Scheele jugaba una partida de tresillo
con sus compañeros.
La gente se trataba allí de una manera sencilla, sin ningún protocolo. Scheele no
interrumpió el juego. Echó una reina y recogió las cartas de los otros jugadores,
colocándolas a su derecha. Scheuben, a quien nadie dijo nada más, tuvo tiempo de
dar un largo vistazo a su alrededor. Aquello tenía cierto parecido al cuarto
interior de la dotación de los remolcadores, en Hamburgo, donde se reunían los
capitanes, en espera de ser llamados para arrastrar a los grandes trasatlánticos al
interior del puerto. Una vez, acompañado de su suegro, que en el remolcador se
encontraba como en su propia casa, había entrado en aquella pequeña sala del puerto
de Hamburgo. Estos hombres en mangas de camisa o tocados con suéteres, con los
codos apoyados sobre la mesa, se parecían mucho a aquellos otros. No era la primera
vez que Scheuben se veía obligado a aguardar; pues cuando la niebla cubría el campo
tenían orden de no salir. Y aquí, con los observadores, ocurría algo parecido.
Cuando en el cielo no había una nube donde ocultarse o sucedía la más mínima cosa
en el indicador del aceite, corriendo a casa. Únicamente volaban en las condiciones
de máxima seguridad: pero, por otra parte, cuando las circunstancias así lo
requerían, eran capaces de regresar a la base sin motor. Así, pues, armado de
paciencia, Scheuben contemplaba aquella cueva de los «violadores de la
neutralidad». Aquel alojamiento tenía un marcado aire internacional. La misma
mesita auxiliar —una de esas mesillas en las que se sirven los desayunos o los
aperitivos— tenía cierto tono internacional. Un hombre entró en la estancia, se
aproximó a la mesilla, cogió unas pastas y bebió un sorbo de café. Había allí
sardinas en escabeche de Marruecos, salami de Hungría, champaña francés y
cigarrillos de Grecia. Podían darse estos gustos, porque en todas partes había
escuadrillas de observadores, y era muy fácil organizar un viaje de compras
destinando para ello un «correo aéreo», de manera que siempre podían traerse patos
de Polonia, mantequilla de Dinamarca, manzanas de Messina y, para la mujer o las
niñas, seda de Lyon. Sí, incluso el parque móvil, que había allí en la puerta, y en
el que figuraban coches de todos los países, ofrecía un aspecto internacional. La
dotación tenía oficialmente seis coches asignados; pero Scheuben acababa de contar
veintidós. Scheele no era allí el único observador que tenía los cabellos grises;
pues uno de sus compañeros, que era natural de Oldenburgo, debía contar unos
cuarenta y cinco años. Como casi todos los demás, este oldenburgués había servido
antes de la guerra en la Lufthansa y, además, desde noviembre de 1940 se dedicaba a
fotografiar Rusia. Durante aquel tiempo, es decir, antes de la guerra, había
perdido tres aparatos de su grupo y nadie se preocupó por ellos, pues, los rusos no
dieron parte de haberlos encontrado y el Gobierno alemán se guardó muy mucho de
preguntar por el paradero de aquellos aviones, cuyos vuelos no dejaban de ser una
provocación. Antes de la guerra, Scheele se había dedicado a fotografiar Polonia e
Inglaterra, y durante la contienda había parachutado a muchos agentes del servicio
de espionaje alemán sobre las Islas Británicas. Era un hombre de rostro colorado y
cabellos grises, que había ocupado un alto puesto en la «Hansa» y que luego dejó
los barcos para enrolarse en la aviación. También estaba allí el señor
Kastendeckel, uno de los mejores pilotos alemanes para vuelos nocturnos, que
incluso había inventado un inmejorable aparato destinado a orientar a los pilotos
en la oscuridad. Cada uno de los hombres que estaban sentados alrededor de la mesa
casi doblaba la edad de los pilotos que mandaba Scheuben. Y el que no tenía el
doble de años, tenía en su haber el doble de horas de vuelo. Cada uno de ellos era,
en este sentido, millonario; un capitán de las rutas del aire, un trampero del
espacio; alguien que mucho antes de la guerra había comenzado su trabajo haciendo
fotografías desde todas las perspectivas aéreas; alguien, en suma, que se sentía
muy honrado del título de «asesino de la neutralidad». ¡Cómo se visten y de qué
manera se comportan estos hombres! Hay que ver, por ejemplo, a este Kastendeckel,
acurrucado sobre un taburete y con los codos apoyados en la mesa. Kastendeckel va
sin afeitar y las puntas del cuello de la camiseta le salen fuera de la americana.
Y el mismo Scheuben se ha permitido decir que aquel hombre, que no deja de ser
capitán, no entiende nada del ejército. Los otros van vestidos de una manera
extravagante: muchos llevan pantalones de paisano, van sin corbata y la mayoría de
ellos calzan zapatillas. Y lo curioso del caso es que esta gente sabe volar mejor
que nadie y esto hace que todo lo demás se les perdone. ¿Cómo podía explicarse uno
que esta gente, que estaba en el cielo de toda Europa como en su propia casa, que
para comprar sus cosas volaba desde el cabo Norte hasta Marruecos, hubiera clavado
aquí, en la pared de su cueva, un refrán que decía: «Si quieres viajar tranquilo y
seguro, viaja sobre el suelo duro»? Scheuben quería adivinar aquellos acertijos;
pero no podía.
Subieron al aparato y un ayudante cerró la portezuela. Aquel golpe era entre ellos
la única señal de poder arrancar; pues en ninguna parte se veía un oficial de
campo. Scheele (el observador, Scheuben iba sentado a su lado) dio gas y condujo el
avión en marcha y, al cabo de unos instantes, el «Do» se elevaba por los aires. Era
un bimotor, estrecho y largo, dotado de unas alas enormes. Ya estaba a setecientos
metros de altura. Abajo no había nadie excepto el mozo de campo, con su mono lleno
de grasa, tocado con una boina y calzado con unos zapatos de lona.
El aparato ascendía a gran velocidad, mucho más aprisa que el «Ju 88» de Scheuben.
En la cabina (el techo, los lados y los extremos del piso eran de cristal, de
manera que la visibilidad resultaba perfecta) iban Scheele y Scheuben. En el
interior, vigilando el espacio de abajo, estaban el mecánico, y detrás de él, el
telegrafista, que constantemente mantenía la comunicación con el mando de un campo
de aviación polaco. A los cuatro mil metros se colocaron la máscara de oxígeno.
Scheele esperó un rato más y cuando el avión hubo alcanzado los seis mil metros se
puso, a su vez, la máscara.
Los motores rugían y las hélices trinchaban el viento. Al llegar a los ocho mil
metros el avión tomó dirección Oeste, ruta que había de seguir durante algún
tiempo. Horas antes, entre la niebla de la mañana, Scheuben había distinguido
claramente la línea de la frontera; pero ahora la línea fronteriza había
desaparecido bajo las enormes setas de humo, entre columnas de polvo y pueblos en
llamas.
¡Qué país!
Un país sin fin y sin frontera… bosques, lino, patatas, trigo, pueblecillos
incrustados en la tierra, grandes rediles y chozas con techos de paja, y otra vez
bosques sin fin, y un río de curso rápido, y una pequeña ciudad, y más bosques.
¡Qué país!
Bajo las alas del avión se veían las oscuras manchas verdes de los pantanos y otras
manchas, de un verde más claro, de las tupidas frondas, anchas como el mar. Habían
sobrevolado el final de la región pantanosa de Minsk y el Beresina. Minsk se había
quedado a la izquierda y ahora (Scheele era así: cumplía con su deber; pero nada
más) seguían la carretera que iba de Minsk a Smolensko. Scheuben comenzó a
fotografiar la autopista y la línea del ferrocarril, sobre las que estaban volando.
22 de junio de 1941, y el motor zumbaba y en unas horas las hélices del «Dornier»
giraban sobre unos mundos que para los viejos mosqueteros significaron marchas sin
fin, tejidas de imprecaciones y gemidos, tras las que iba quedando un surco de
tumbas en las que se confundían los restos de hombres y caballos. Pero ahora
estamos en 1941 y el motor puede conseguir lo que antes estaba prohibido para las
personas, los caballos y las lentas ruedas, que giraban despacio, palmo a palmo. El
inmenso Este se rendirá al motor del avión y del tanque.
El capitán Scheuben tenía veintiocho años. A los diecinueve se hizo soldado, a los
veintiuno ingresó en la Academia de aviación de Kottbus y a los veinticuatro
participó, en calidad de alférez, en la guerra de España. En su casa no habían
podido ayudarle; pues su padre, que era administrador de una empresa constructora,
estaba de por sí bastante apurado para mantener, con el pequeño sueldo que cobraba,
a su mujer y a los tres hijos menores. Sin embargo, España (ocho meses y ciento
trece vuelos de combate) había cambiado la existencia de Hans. Había estado
cobrando 1500 marcos mensuales; es decir, cinco veces más que su padre, y durante
la campaña el dinero se le había ido acumulando en casa. A su regreso adquirió un
cochecito, un aparato de radio y una máquina de escribir, que en realidad no
necesitaba. Luego se casó. Conchita era una mujer que, por lo hermosa, llamaba la
atención, y su padre no se mostró nada cicatero. Pusieron un pisito muy acogedor en
Berlín-Zehlendorf, donde vivía como un artista de cine. Junto a Conchita pasó una
luna de miel que, durante mucho tiempo, pareció no tener que acabarse nunca. Pero
todo aquello terminó cuando sus ahorros de España tocaron a su fin, y muchas veces,
incluso para sus gastos personales, tuvo que recurrir al dinero de Conchita. Para
que todo hubiera podido continuar como antes habría sido precisa otra guerra como
la de España. Pero entonces comenzó la lucha en Polonia, en Bélgica, en Holanda, en
Francia y sobre el cielo de Inglaterra. Y en aquellas campañas no se necesitaban
fuerzas extranjeras, y él, que tampoco hubiera podido formar parte de ellas, dejó
de cobrar los sueldos de antes. Pero entretanto sucedió algo en lo que, por cierto,
Conchita no reparó. Rápidamente pasó de teniente a primer teniente y capitán,
dejando tras sí una escala de ascensos y teniendo por delante un escalafón que
fácilmente podría ser recorrido. El posible mando de la Academia de Aeronáutica de
Guerra le abría una brillante perspectiva. Ya vería Conchita. Únicamente que esos
viajes a Hamburgo debían terminar; pues era preciso que Conchita se mantuviera
apartada de las oscuras relaciones que allí mantenía. ¡Qué se ha creído el padre de
ella! Ahora era un gran comerciante, un importante hombre de negocios. Pero su
primer dinero lo había ganado haciendo pequeños negocios de contrabando en los
barcos, comprando y vendiendo jabón, chubasqueros, suéteres y otras cosas por el
estilo. Así había comenzado su fortuna y ahora no le convenía que el puerto de
Hamburgo estuviera paralizado. Y ante él mismo se había permitido decir que todo
aquello, es decir, los éxitos de la guerra, no eran más que lentejuelas de opereta
y que el telón no tardaría en caer. Pero ya veríamos.
Aquí estaba, de todas maneras, junto a «papá Scheele», que parecía tallado de la
misma madera que los Brooks. Y aquí estaba, viviendo en el año del Señor 1941. Sí;
aquel era el año en que se comenzaba a imperar: a imperar sobre los pueblos y sobre
todo el mundo. Así se ha decidido y a ello conducen todos los planes. Las fuerzas
se han puesto ya en movimiento. Pero esta vez no se trataba de Longwy-Briey, ni del
Kamerun, ni de Togo, ni de alguna isla del Sur perdida por Alemania cuando la
última guerra. Ahora se trata de este inmenso país que está bajo el avión. Se trata
de Rusia, de Asia, del país más ancho de la Tierra. Con este país bajo los pies
(cuando en este país se hable alemán), el Imperio Británico y los Estados Unidos
serán dominados. Con este país como trampolín todo el mundo será sojuzgado.
Este era Scheuben, el capitán Scheuben, que ahora estaba sentado junto al piloto
Scheele, que cuidaba de los aparatos fotográficos, que iba impresionando el
inacabable paralelo de la carretera de Minsk-Smolensko y a quien le quedaba tiempo
para observar el infinito oleaje del país que tenía a sus pies y para mecerse él
mismo en sus pensamientos.
Scheele, que como los demás hombres de la dotación llevaba los auriculares puestos,
se volvió hacia Scheuben y dijo:
—El parte meteorológico se ha vuelto a equivocar. Hasta Moscú, sin nubes. ¡De
manera que esto es un cielo sin nubes!
—Ya —murmuró Scheele, y no dijo nada más, como si quisiera ahorrar oxígeno, cosa a
la que, como observador, estaba acostumbrado.
Scheuben miró a su vecino, que tenía un rostro sonrosado, unos cabellos grises y
unas grandes ojeras oscuras, y Scheele le volvió a recordar a Brooks, su suegro.
—Otra vez estamos sobre Smolensko y nada… Bueno; las nubes ya irán despejando.
Y Scheuben pensó:
Y esta vez no había ninguna duda que Scheele no se refería a la espesa capa de
nubes que flotaba bajo el avión, sino a la guerra.
—Sí; dicen que pisar excrementos trae suerte. Se refiere usted a la suerte, ¿no es
eso, señor Scheele? Naturalmente, necesitamos de la suerte; en el bien entendido,
claro está, que solo la necesitamos en lo que se refiere a la duración de la
guerra.
Scheele hizo un movimiento con la mano, como rechazando las palabras a Scheuben.
—No se trata de la suerte de la guerra, sino simplemente de algo más caprichoso,
señor Scheuben.
Scheuben sintió de pronto la realidad de los ocho mil metros de altura y del
inmenso vacío que reinaba sobre el mar de nubes. «Son gente curiosa estos
observadores, y su manera de ser les viene a causa de volar siempre solos, de no
ver nada, de no oír nada, de no tener a un compañero junto a ellos. Los pilotos de
guerra lo tienen mucho mejor. Tienen su “cadena”, su escuadra y, en una palabra,
los camaradas siempre a su lado. Pero aquí, nada, nada… Y si vinieran unos cazas
todo habría terminado.»
—Hay que saber, además, que Kastendeckel no es más que una piltrafa de aviador; es
un hombre muy prudente que nunca se hubiera alistado como voluntario en semejante
porquería. Con la guerra sucede que uno comienza y que no sabe de qué manera va a
salir de ella.
De vez en cuando, entre las nubes, volvía a verse el paisaje, y no tardó mucho
tiempo en hacerse visible del todo y poder ser captado por la cámara fotográfica.
Diez mil cubos de piedra de un blanco reluciente, en cuyo centro se levantaba un
bosque de pequeñas estalactitas de cemento; un abigarrado conjunto de acero,
hormigón y vidrio (los rusos hablan con orgullo de sus nuevos ciudades a la
americana), rodeado aquí y allá de ruinas de antiguos palacios de la época de los
zares. Esto era Moscú, que había sido conquistada dos veces por los tártaros, y que
había sufrido cinco gigantescos incendios (el último en 1812), y que cada vez había
sido reconstruida de una manera más hermosa y en mayor escala. Ya no era «la ciudad
de las cuatrocientas cincuenta iglesias», ni tampoco era el corazón de Rusia, pues
el corazón de Rusia palpita en el fondo de las minas, en los lejanos pueblos, y en
el pecho de quienes viven lejos de las estaciones del ferrocarril; el corazón de
Rusia también palpita en Dalstroy y Dussolag y Karlac, e incluso entre los
cazadores que viven en los solitarios campamentos de los grandes bosques.
Pero Moscú continúa siendo el despótico cerebro de este océano que se extiende
sobre una sexta parte de la Tierra, y que con sus comisariados de industria y
comisariados de distribución, con el Politburó y la todopoderosa G.P.U., encarna el
poder central y piensa y planea por todo el país, reúne y distribuye las cosechas,
dirige la producción económica y el gigantesco funcionamiento de la industria y
hace llegar sus directrices hasta lo más insignificante y pequeño, de manera que,
desde Kamchatka hasta el más reducido pueblecito de Yakutos, ordena allí dónde debe
ser clavado un alfiler y allí dónde no debe serlo.
Esta era la ciudad sobre la cual, a ocho mil cuatrocientos metros de altura, el
«Do» trazó una amplia curva. Bajo el avión, contra el azul del cielo, algunas nubes
brillaban como unas piezas de ropa limpia puestas a secar. A simple vista
únicamente se distinguía un pequeño relieve sobre el suelo. El sinuoso curso del
río, la forma radiada de los bulevares y una especie de fortificación, que
seguramente debía ser el Kremlin. Ningún relámpago surgía de la tierra y ninguna
nube de humo estallaba ante el avión, que ya viraba hacia el oeste, emprendiendo el
camino de regreso. Eran las diez de la mañana y la paz reinaba en la tierra y en el
cielo. Las gentes que vivían allá abajo todavía no sabían que la guerra había
brincado sobre las fronteras de su país.
—Esos «Tschaikas» los abatiremos sin necesidad de demasiada suerte, señor Scheele.
Scheuben también vio caer las bombas sobre las calles y vio las gentes que huían
hacia el campo, y más lejos vio algunas tropas aisladas, y más lejos todavía unas
columnas motorizadas. Pero la baraúnda de coches, los cadáveres cubiertos de polvo
sobre la carretera, los rostros deformados por el miedo y los ojos desmesuradamente
abiertos a causa del pánico, fueron cosas que Scheuben no pudo ver.
A ocho mil metros de altura el cielo estaba despejado y limpio. El ruido de los
motores del «Do» no llegaba a la Tierra, y ningún ruido de la Tierra podía
ascender, a su vez, hasta donde él estaba.
LA MUERTE DE UN AVIADOR
—Fíjese usted; allí, al otro lado del terraplén, hay un par de pantalones colorados
—dijo el jefe del regimiento, coronel Schadow, a un oficial de su plana mayor.
Los dos hombres acababan de ver los pantalones colorados de un general, y enseguida
reconocieron a Bomelbürg, que al otro lado del terraplén estaba entre un grupo de
soldados de infantería. El coronel Schadow, que era un señor enjuto, estirado y
algo nervioso (y que también era de los que creían que el regimiento debía ser
mandado desde los puestos avanzados de la primera compañía), empuñó su bastón y,
seguido de su ayudante, se dirigió hacia el cuartel, junto al cual el capitán
Boblink había instalado el puesto de mando de su compañía. El capitán Boblink ya
había notificado al general que las líneas avanzadas del batallón se encontraban a
cuatrocientos metros a la derecha. En este momento, mientras el coronel Schadow se
dirigía al encuentro del general, el capitán Boblink se había vuelto a separar de
Bomelbürg, y con unos anteojos de campaña ante los ojos observaba cómo dos
secciones de su compañía rechazaban la débil resistencia enemiga y trataban de
apoderarse del puente tendido sobre el río Muchawetz. Era un momento emocionante.
«¿Nos apoderaremos del puente antes de que sea destrozado?» Boblink se dio cuenta
que la compañía que operaba a la derecha de la carretera avanzaba rápidamente.
«Ojalá lleguemos nosotros antes, ojalá sean mis hombres quienes tomen el puente»,
pensaba Boblink. Un par de ametralladoras machacaban la otra orilla del río y
tenían a raya el fuego enemigo.
Junto al general estaba el primer teniente Hasse, que en aquel momento servía a
Bomelbürg de anteojo. Hasse iba contando al general cuanto veía.
—General…
—¡Ah, mi querido Schadow! Ahora vamos a ver cómo estos hombres logran tomar el
puente sin permitir que sea destrozado.
—Mi general, desde su cuartel general han preguntado varias veces si estaba usted
entre nosotros —dijo Schadow a Bomelbürg.
—Sí, sí —murmuró el general—; está bien —añadió de una manera distraída, pues todo
lo que en aquel momento no se refiriera al puente le tenía sin cuidado.
—Mi general —dijo Schadow—, desde el puesto de mando del regimiento podremos verlo
todo perfectamente.
—No, gracias; el general está perfectamente bien entre sus hombres de la compañía
de asalto.
—Pero es que desde el puesto de mando del regimiento, también podría usted ver los
movimientos del batallón vecino.
—No se moleste usted por mí, querido. Váyase usted tranquilamente a su puesto de
mando —fue todo lo que contestó Bomelbürg a la repetida indicación.
Mientras tanto, las listas coloradas de los pantalones de Bomelbürg obraban como
una especie de imán. Así que Schadow se hubo marchado, el jefe de la artillería del
regimiento trató de sacar al general de la línea avanzada y de llevárselo hacia
atrás. El jefe de la artillería no vino en persona, sino que envió a Holmer, su
ayudante.
Tras corta resistencia enemiga, tal como se había supuesto, el puente fue tomado
sin que sufriera ningún desperfecto. Así que los cohetes se elevaron desde la otra
parte del río, Holmer fue al encuentro de Boblink, el capitán de la compañía.
Hasse estaba pálido, y no era un milagro que lo estuviera, pues había vivido, unas
horas llenas de agitación. Desde el cuartel general de Bomelbürg hasta el río Bug
había ido en el sidecar, luego había atravesado el río en un bote de goma, más
tarde había pasado entre las humeantes cenizas de Shuraweka, y por último, siempre
al lado de Bomelbürg, junto al fuerte «Arcadia», se vio obligado a tirarse en el
fango, pues el enemigo todavía estaba disparando. Desde las cuatro de la mañana
estaba junto a Bomelbürg, y además él no se creía invulnerable a las balas;
Bomelbürg quizá sí lo fuera, pero él opinaba que su persona no tenía tal virtud.
—¿Blancos? Pues entonces todo va bien; esto quiere decir que ya los tenemos —dijo
Bomelbürg; y alargando su brazo hacia alguien que en aquel momento acababa de
pararse frente a él, puso su mano sobre el hombro del recién llegado. Bomelbürg
notó que aquel hombre no era Hasse. Estiró el cuello y se acercó tanto que su nariz
rozó la cara de Holmer.
—¡Holmer, mi querido amigo, ya ve usted lo que hemos vuelto a conseguir! ¡Ya sabía
yo que Schadow lo lograría! Ahora debemos procurar que se dé el parte enseguida.
—Sí, mi general. Aquí mismo, tras estas matas, tenemos la estación de radio.
Inmediatamente vamos a dar el parte.
—El coronel está algo atrás. Ahora mismo acaba de comunicar con nosotros.
—Nuestro puesto avanzado podrá ser instalado donde ahora está el de Schadow —gritó
Holmer al oído de Bomelbürg.
Cien pasos atrás ondeaba la bandera del puesto avanzado del regimiento… y ante el
puesto avanzado.
—¿Qué aspecto tiene aquello? ¿Se ha sacado mucho partido del empuje? —preguntó el
general.
—¡Ah, mi buen Butz! Muy bien que haya usted venido. Dígame: ¿por qué no se avanza
al otro lado del puente?
Por fin, Butz había encontrado a su jefe para comunicarle que la anchura del
lodazal que se extendía en la otra orilla había sido mal calculada y que el puente
que se acababa de instalar era demasiado corto.
Ante el puesto de mando del coronel Schadow sonó un disparo. Holmer miró hacia el
sitio donde el disparo acababa de sonar. Y Butz hizo otro tanto. Vieron una pequeña
nubecilla azul que se elevaba por los aires. Holmer buscó la mirada del mayor Butz,
pero este apartó la vista hacia otro lado.
—Voy un momento hacia allí para comunicar con la división —dijo Butz; y echó a
andar para avisar al teniente coronel Neudeck que había cumplido su encargo y que
ya había dado con el general.
Aquella mañana el sol se había levantado tras los pantanos como teñido en sangre, y
ahora ya estaba en el alto cielo. Bajo los pies, el fango era como una pasta
ardiente. Una carretera llena de baches que parecía haber sido hecha por el ir y
venir del ganado y que corría paralela al río Bug, pasaba por Koden, torcía junto
al fuerte «Arcadia», situado cerca de Brest, llegaba luego a un gran cuartel,
atravesaba más tarde un bosquecillo y desembocaba finalmente en las márgenes del
río Muchawetz, pasando junto al terraplén ocupado por las tropas.
La orden había sido cumplida y el objetivo del día estaba a punto de ser alcanzado.
Media compañía se hallaba detenida aquí, mientras la otra mitad limpiaba de
enemigos las márgenes del río, las malezas de los alrededores y un par de cabañas
pertenecientes a un aserradero de la vecindad.
El aire estaba lleno de polvo y de humo. Un denso vaho planeaba perezosamente sobre
la Tierra. Resultaba agradable poder estirar los miembros y estar tumbado sobre el
suelo. Y todavía habría sido más agradable si el descanso se hubiera prolongado
hasta la marcha del sol tras aquel bosquecillo que estaba a sus espaldas, y del
cual habían salido aquella mañana. Phütz y Wende permanecían tumbados uno junto a
otro (aunque no eran hermanos, los dos llevaban el mismo apellido, que a su vez era
el de la mitad de los habitantes de su pueblecillo meclenburgués), y al lado de
ellos estaba Heydebreck, y un poco más allá, Gnotke, Feierfeil y algunos
antitanquistas.
—Muchachos: esta campaña va a ser algo divertido —dijo uno de los antitanquistas,
un berlinés llamado Krause—. En vez de tanques, los rusos tienen una chatarra
inservible; ahora mismo acabo de tumbar siete de esos cacharros.
—Bueno; quizá no fueran siete; pues apenas comencé a disparar se dieron a la fuga.
Cuando las tropas cercaron el fuerte «Arcadia», Krause había inutilizado un carro
ruso. Después de la acción, Gnotke fue a inspeccionar el artefacto, que resultó ser
un carro ligero blindado, con una ametralladora.
—Yo creo que si los rusos solo tienen artefactos de esta clase, la guerra no será
muy dura.
—¡Naturalmente! Ya hemos tomado contacto. Ya ves cómo ahora atacan los tanques, y
enseguida nos desplegaremos en forma de tenaza y los rusos caerán en una gran
bolsa. Gnotke se acordó entonces de su conversación con Riederheim. «Que me dejen
en paz con ese viejo chisme. Todo eso ya pasó y yo no quiero saber nada más acerca
de ello. De todos modos, ¿qué tendrá que ver él con Pauline?»
—Oye, Emil —dijo, volviéndose hacia Feierfeil—: Ahora me acuerdo de la carta que
ayer escribió Hans. ¿Qué tiene que ver él con Pauline?
—¿Y Pauline?
El cabo Frobel apareció por el terraplén. Era un muchacho espigado, que todavía
estaba muy excitado por los acontecimientos de aquellas últimas horas.
—Hemos atravesado el puente como lobos, ¿eh? ¿No te parece, Phütz? ¿Y a ti, Koltz?
—¡Vaya guerra! ¡Ahora resulta que estamos disparando contra nuestros propios
aviones!
CONTRATIEMPOS Y RECUERDOS
El primer sitio donde el mayor Butz trató de encontrar al general fue el regimiento
de Zecke. Butz se dirigió hacia el recién conquistado cuartel ruso, que en aquel
momento estaba ardiendo y que antaño había sido una Escuela polaca de oficiales.
Las paredes eran de ladrillo blanco y las tejas, coloradas. Ante los edificios se
veía un jardincillo y un poco más allá, un pequeño pinar. La artillería había
disparado contra el cuartel, en cuyas paredes aparecían grandes boquetes, por los
que salían unas llamas blanquísimas. En uno de los boquetes ondeaba una cortina
rota. Mujeres y niños contemplaban asombrados el espectáculo. Butz pasó ante un
grupo de soldados muertos. Entre el polvo y el fango vio el cadáver de una mujer.
Con las manos en la cabeza, unos prisioneros rusos salieron de una casa. Los
prisioneros miraban perplejos, como si todavía no hubieran comprendido lo que
acababa de suceder. El soldado que conducía a los prisioneros indicó a Butz dónde
se encontraba el puesto de mando del regimiento. Un poco más allá, ondeando sobre
la puerta de una casa, vio la enseña del regimiento de infantería 101. Butz entró
en la casa y fue en busca de Emanuel, el ayudante del regimiento.
El primer teniente Emanuel estaba sentado en una silla y tenía la mirada perdida.
Cuando levantó el rostro, a Butz le pareció que Emanuel estaba más asombrado que
los propios prisioneros rusos. Alguien cogió a Butz por el brazo y le condujo hacia
una habitación contigua.
Butz encontró el Mando del regimiento instalado detrás de las casas. Bajo unos
árboles se habían instalado mesas y sillas, y allí estaban los señores oficiales.
Sobre las mesas había unas botellas de cerveza, así como pan y salchichas. En aquel
momento un suboficial se acercaba a la mesa con una bandeja en la mano.
—Muchachos: la verdad es que esto no es tan malo como parecía; yo, por lo menos, me
lo había imaginado mucho peor.
—La cerveza no es tan buena como la nuestra; tiene un sabor un poquitín más amargo;
pero no es del todo mala.
Nadie había visto allí a Bomelbürg, y Butz se marchó enseguida. Encontró al general
en el regimiento 100, en la compañía del capitán Boblink, desde donde habló con el
teniente coronel Neudeck, pues el general quería inspeccionar el regimiento Zecke,
hacia el cual le acompañó el propio coronel.
Estando todavía junto al Muchawetz, Bomelbürg dijo a Holmer, que quería que el
general visitara el puesto de mando:
—Vaya usted allí; antes de llegarme al regimiento de Zecke, pasaré a verle a usted.
Y al cabo de un rato, Bomelbürg pasó como una exhalación ante el puesto de mando
del regimiento de artillería.
—Buenos días, Zecke (Bomelbürg no veía a Zecke, pero sabía que estaba allí). ¿Qué
hay de nuevo?
—El primer ayudante ha llamado varias veces interesándose por usted, mi general —
contestó Zecke.
El coronel Zecke, que a pesar de llevar poco tiempo en la división fue saludado con
un gesto muy amistoso por Bomelbürg, alardeaba de haberse conquistado la completa
confianza del general.
—Bueno, Hasse, póngase usted con el primer ayudante. El general se volvió de nuevo
hacia Zecke y le preguntó:
—Todos los objetivos han sido alcanzados. ¿Me permite usted, mi general, que le
explique la operación sobre el mapa?
Bomelbürg se acercó a la mesa y se inclinó ligeramente sobre ella, como una persona
que para entender de lo que le iban a explicar no tuviera necesidad, como él tenía,
de meter la nariz en el mapa.
—El primer batallón ha tomado contacto con el regimiento. El segundo batallón está
detenido hacia el Sur, cerca de los cuarteles, y el tercer batallón ha avanzado en
dirección suroeste, hasta el río Bug —dijo Zecke.
Todo se había desarrollado de acuerdo con el plan previsto; pero no era aquello lo
que Bomelbürg esperaba del informe de Zecke. En aquel momento, Bomelbürg se
acordaba de lo que Hasse le había dicho aquella misma mañana. Extendió el dedo
índice y, señalando a la buena de Dios, apuntó hacia la parte trasera de la casa,
donde unos cien rusos estaban tumbados en el suelo, tomando el sol.
Butz ya había estado allí, de manera que el general debía estar enterado del caso
Emanuel, y Zecke prefirió no decir nada de todo ello.
—Sí; ha ocurrido una cosa grave, mi general —dijo—. El tercer batallón acaba de
comunicar que ha sostenido un violento tiroteo contra unos tanques alemanes…
—¿Contra qué?
—Sí, mi general; es algo deplorable, pero lo cierto es que dos antitanques han sido
puestos fuera de combate.
La cosa había sucedido así: al ver que tres tanques aparecían por el Sur, los
antitanques del tercer batallón abrieron fuego contra ellos y los tanques
repelieron la agresión destruyendo dos cañones.
—El hecho de que unos tanques aparecieran por el Sur, no estaba previsto, mi
general.
—¡Qué quiere decir esto de que no estaba previsto! ¡Supongo que la gente todavía
sabe distinguir un tanque alemán de un tanque ruso! ¡Le digo a usted que todo eso
es algo inconcebible!
—Deme usted —dijo Bomelbürg, y cogió el auricular que le alargó Hasse—. Óigame
usted, Neudeck, acabamos de ver cómo los hombres del regimiento Schadow han tomado
el puente. Schadow ha realizado la operación de una manera excelente…
Zecke, que continuaba junto al general, tuvo que oír una larga serie de elogios que
Bomelbürg hizo de Schadow. Luego el primer ayudante informó a Bomelbürg sobre la
situación en general.
Las bajas habían sido muy pocas. Por otra parte esas pocas bajas se habían
producido a causa de la manera antirreglamentaria de hacer la guerra que tenían los
rusos; pues muchas veces disparaban desde unas posiciones que, en parte, ya habían
sido conquistadas. Por ejemplo, una vez cercado, el fuerte «Arcadia» quedó sumido
en un profundo silencio, en una total inactividad, y sin embargo, al cabo de unas
horas de haber sido rebasado, cada vez que ante él pasaba un coche o una moto
volvía a ponerse en actividad.
—Parece ser —dijo Neudeck— que en esta guerra las bajas no se van a producir en la
línea de fuego, sino en la retaguardia.
—Ya he hablado con el jefe de las fuerzas. Los hombres cruzarán el río por el
puente de Terspol y luego, una vez en la otra orilla, se dirigirán hacia el Sur,
camino de Brest. Debemos encontrar una brecha para volver a salir a nuestra
carretera.
—Muy bien; así pues, nuestro éxito está asegurado. Pero, dígame usted, ¿qué haremos
nosotros mientras tanto? Porque, en la carretera, la división acorazada tiene
prioridad sobre la infantería.
—Muy bien. Procure usted que el puente sea atendido lo más pronto posible. ¿Qué
otras novedades hay?
—Creo que a primeras horas de la tarde podrán pasar las fuerzas avanzadas sobre el
río y luego establecer contacto con ustedes en los cuarteles comunistas recién
conquistados.
—Muy bien. Nos prepararemos enseguida. Diré a Butz y a Hasse que se dispongan para
ello. Así, pues, hasta la vista, mi querido Neudeck.
«Los soldados se matan entre sí, pensó; esperemos que pronto pierdan esta
costumbre. El tendido del puente no puede ir más despacio. La 18 división acorazada
marcha bien; es decir, está a punto de quedarse embarrancada, y esto es realmente
enojoso.»
—Ya, Emanuel… ¿Dice usted que el ayudante del regimiento ha caído enfermo a causa
del exceso de trabajo?
—Mi general…
—Bien —dijo Bomelbürg y, como a ciegas, dio unos pasos hacia delante y volvió a
retroceder hasta situarse junto a Hasse.
—Con su permiso, mi general, me permito indicarle que junto al casino hay un par de
habitaciones bien soleadas.
—No, gracias. Todo eso es muy estrecho para mí y no me gusta el ambiente. Butz ya
se ha encargado de encontrar algo para mí.
—Sí, es que dentro, con el olor a gasolina y el calor, no hay quien resista.
Uno de aquellos rostros cubiertos de polvo se volvió hacia Frobel. Los ojos y los
dientes eran las únicas manchas blancas de aquel rostro lleno de porquería. La
suciedad que se había acumulado en las cejas aparecía pegada con saliva junto a la
boca y marcaba un profundo surco en la parte baja de la nariz.
—Yo creía que todo eso lo llevabais bajo la torreta de una manera limpia y
ordenada.
Frobel se había quitado su impedimenta y sus compañeros habían hecho otro tanto.
—Sí, pero esos no la llevan a cuestas, sino que la cuelgan de los tanques.
—Bueno, lo importante es que pronto nos hagan sitio y que no tardemos en poder
pisar la carretera de Moscú.
La división, que constaba de cinco mil tanques, tenía que recorrer, seguida de toda
su impedimenta, ciento ochenta kilómetros de carretera. De momento, una tercera
parte de la división había atravesado el río Muchawetz. Hacía horas que duraba el
desfile y todavía no se veía el final de la caravana.
Unos kilómetros más adelante, un hombre estaba sentado junto a la ventana de una
choza. El hombre no se había movido de allí, o quizá se había sentado de nuevo.
—¡Hasse!
—Sí, mi general.
—¡Están cantando!
Efectivamente, los hombres que viajaban encaramados sobre los tanques, estaban
cantando.
—¿Qué cantan?
—¿Qué más?
Bomelbürg no oía a Hasse y tampoco oía lo que los tanquistas estaban cantando; pero
permanecían como si entendiera lo que unos y otros decían. Finalmente, murmuró:
—Muy bien; ahora procurad pasar enseguida sobre el puente para que nosotros
tengamos el camino despejado.
—Sí, mi general.
Por otra parte, en realidad no se trataba de una pianista, sino de una encantadora
criatura, única heredera de un riquísimo fabricante de pianos. Pero cuando un
oficial comienza su carrera casándose por dinero, emprende un camino equivocado en
el curso del cual no es extraño hacer enloquecer a los ayudantes —como ahora acaba
de ocurrir con el pobre Emanuel— y dejarse bombardear por los tanques propios. Hoy
mismo había estado contemplando detenidamente a Zecke y estaba seguro de que
también él era antipático a su antiguo rival.
El sol, que en aquel momento debía marchar hacia su ocaso, se había ocultado tras
una densa nube que levantaban aquellas máquinas que, haciendo un ruido
ensordecedor, se arrastraban ante él. Y mientras iba pasando la hilera de tanques
traducía en cifras el conjunto de los mismos y su posible poder de agresión. La
cortina de polvo se levantaba desde muy adelante hasta el Bug, y luego, pasando
sobre el río, se adentraba hacia Polonia. La división debía atacar Kobrin, donde
estaba instalado un Estado Mayor del ejército ruso. Así, pues, la 18 división
acorazada rodaba por la carretera de Brest-Minsk-Smolensko, es decir, por la
carretera de Moscú, que ahora, gracias a él y a los hombres de Schadow, acababa de
ser tomada, y que luego había de ser devanada gracias al empuje de un irresistible
asalto.
AL ESTE DEL TILSIT
Luego, un profundo silencio descendió de las copas de los pinos. Solamente unos
centinelas iban y venían entre los árboles, y todo el resto de la división estaba
sumido en una profunda quietud. Algún soldado se disponía a escribir; pero ninguna
carta era terminada. Un par de líneas nerviosamente escritas y el papel era
prontamente doblado, metido en un sobre y entregado a alguien que casualmente se
dirigiera hacia donde estaba el buzón de campaña.
A la mañana del tercer día fueron recogidas las tiendas de campaña, que se habían
levantado entre los árboles del bosque. La maleza crujía bajo los pies. Los hombres
se afanaban en recoger sus cosas. Las ramas se movían y en algunos sitios aparecía
un sendero en el que se veía un camión, en el que los soldados cargaban la
impedimenta. Los camiones entraban en el bosque por un angosto camino y se detenían
bajo los árboles. Y, más allá, a lo lejos, una interminable hilera de camiones
atravesaba un puente improvisado por los ingenieros sobre el río Memel y avanzaba,
pasado el desnivel de la ribera, a través de un pequeño poblado, hacia el corazón
de Rusia. Era poco antes de las seis de una quieta mañana. La columna de camiones
avanzó despacio por un camino a ambos lados del cual se extendían interminables
praderas. Sobre la hierba todavía flotaba la bruma de la noche. El sol brillaba
sobre los camiones, en cuya parte delantera ondeaban unas banderas con la cruz
gamada. Un aparato de radio dio las noticias del curso de la operación. En todo el
frente del Este la ofensiva proseguía de acuerdo con lo previsto por el Alto Mando.
Las fuerzas alemanas se encaminaban rápidamente hacia sus primeros objetivos.
De pronto, la voz del locutor quedó ahogada por un formidable estrépito. Zumbido de
aviones, agudos silbidos y explosiones de bombas. La columna se detuvo. Los
soldados brincaron de los camiones y se tumbaron entre las ruedas o echaron a
correr hacia la pradera. Al cabo de un momento, sobrevino el segundo ataque, y las
bombas volvieron a estallar con estrépito, levantando grandes surtidores de tierra
y humo junto a la columna de los camiones. Acudieron los sanitarios.
El primer teniente Engel, de comunicaciones, estaba tumbado bajo su camión.
—Tiene gracia esto: aquí vamos a la guerra como, en España, los toreros a la
corrida. Nuestras banderas han sido un magnífico punto de referencia —dijo Emil
Uberbein, uno de los telegrafistas de la sección de comunicaciones.
Parte de la tropa permanecía tumbada sobre los camiones, y parte, aguardaba echada
sobre la hierba, a ambos lados de la carretera, junto a la caravana, tomando el
sol.
Un vehículo estaba ardiendo. Las llamas cubrían un coche cisterna. Una nube de humo
se esparció sobre los camiones. Una voz gritaba desde atrás:
—Yo soy padre de familia y, al despedirse mi mujer me aconsejó que nunca expusiera
la cabeza. Pero todo es inútil; pues ese tío está disparando ahora con una manguera
del dos. ¡Vaya guerra!
—¡Fritzen, Fritzen!, y tan numerosos como granos de arena en una playa. ¡Están
avanzando a toda marcha hacia el Este!
Cuando la niebla se hubo levantado, el teniente Rjewski pudo ver, a ochenta metros
de distancia, el curso de la carretera por la que discurría una interminable
caravana de camiones, entre la que se distinguían grandes coches, uno de los
cuales, por su tamaño, le recordó las barcazas que surcaban el río Neva. Algunos de
los camiones que transportaban tropas marchaban sobre cadenas. La tropa tenía
prisa, pues probablemente no había desayunado y seguramente se proponía hacerlo en
Wilna o quizás en Minsk. De todos modos, marchaban de una manera tan directa hacia
su objetivo, que no se tomaban la molestia de inspeccionar a derecha e izquierda de
la carretera. De vez en cuando, se paraba un camión y dos o tres hombres saltaban a
tierra, se adentraban cinco o seis pasos en el prado, se bajaban los pantalones y
mostraban a los soldados de la compañía rusa aquella parte del cuerpo donde la
espalda pierde su honesto nombre. Y cuando algún hombre de la compañía disparaba su
fusil, los alemanes se echaban de bruces al suelo o brincaban, sin acabar de
subirse los pantalones, hacia el camión. Pero a pesar de esos pequeños incidentes,
aquella riada de coches que marchaba sobre cadenas y ruedas, no se detenía jamás.
Por fin, a lo lejos, bajo el cielo transparente se produjo un sordo ruido, que los
soldados rusos habían estado aguardando. La artillería comunista comenzó a
bombardear la carretera. Subkoff contó las salvas: eran ocho. Luego volvió a reinar
el silencio. Las municiones se habían agotado.
Quedarse en aquel sitio… Los soldados calzaban unas botas cuyas suelas estaban
completamente destrozadas, por lo que, de momento, la noticia no les afectó
demasiado. Por otra parte, los pocos caballos de que disponían eran viejos
animales, cansados de transportar generaciones de soldados. Pero los carros de la
impedimenta se habían quedado atrás, en una carretera, y ya llevaban cinco días sin
traer comida. Y desde hacía cuatro días se había declarado la guerra, en cuyas
fauces parecía que todo iba a desaparecer, pues en ellas ya habían desaparecido la
primera y segunda compañía y casi todo el batallón y, según parecía, todo el
regimiento estaba a punto de seguir aquel camino. Los días eran largos y ardientes,
y no había agua. Dos soldados removían un agujero y sacaban de él grumos de barro
que exprimían en sus gorros para obtener así algunas gotas de agua. El Alto Mando
no daba la menor señal de preocuparse por la compañía. Durante el discurso del
capitán, algunos proyectiles enemigos cayeron en la posición. A lo lejos se oía el
estrépito de los tanques alemanes. El ruido de las cadenas sobre la carretera no
había cesado durante aquellos últimos días. Sobre sus cabezas pasó la flecha
luminosa de un avión enemigo. Dos tercios de la compañía se encontraban sin
refugio, bajo el cielo. Y en estas circunstancias debían quedarse en la posición.
Solo un traidor podía hablar de aquella manera.
La orden de nombrar a un sustituto fue una formalidad superflua. Las gentes iban y
venían por los alrededores en busca de agua, y muchos hombres, medio enloquecidos
por la sed, no habían de volver.
Rjewski nombró a Subkoff por su nombre de pila y por su segundo nombre, que era el
de su padre, lo cual era una forma de hablar completamente desacostumbrada en el
Ejército. Así, pues, Rjewski se dirigió a Subkoff como si este ya no fuera un
sargento del Ejército Rojo y se hubiera convertido en un amigo suyo, en un camarada
que trabajara en la fábrica textil de Pljess, su pueblo.
—Podríamos quedarnos un rato aquí, bajo los árboles, y llenarnos los bolsillos de
bayas —dijo Subkoff.
Se tumbaron sobre la hierba, junto a las bayas. El ruido de la carretera, así como
la sed y el hambre quedaron atrás. Un profundo silencio parecía descender de los
árboles. De lo profundo del bosque llegaba el canto de un pájaro. Mañana se
repetiría la escena lo mismo que hoy, nada habría cambiado y en lo sucesivo todo
quedaría igual. Cuando el rastro de Pjetrejewski y Gregory Subkoff hubiera
desaparecido, siempre habría cánticos de pájaros y nidos y una Natalia Iwanowna en
Leningrado y una María Antonowna en Pljess.
—Sí, Pljess era una hermosa ciudad rodeada de bosques, a la que, para respirar
aires puros, acudían muchos habitantes de Moscú. Allí había un nombre profundamente
evocador, que era Tchaljapin, y también había una fábrica textil.
«Qué necedad recordar esas cosas —pensó su compañero—. ¿Qué podría significar para
él esa fábrica textil? Ahora hay que despedirse de María, de Lydia y Galja (Galja
tiene ahora tres años de edad). Este silencio del bosque se ha hecho insoportable.»
—Lo mejor que podemos hacer es continuar adelante, Pjotr Niconorewitsch. Continuar
hacia delante para que el desenlace sea más rápido.
Y, de pronto —¡qué de prisa había ido todo!—, se dieron cuenta de que estaban a
punto de llegar. Aquel bosque, a través del cual pasaba la carretera, les dejaba en
Seta. Llegaron a la carretera sin ninguna novedad. En vez de abandonarla enseguida,
siguieron un rato por ella buscando un sitio apropiado para volver a meterse en el
bosque. Al cabo de unos momentos, oyeron el zumbido de un coche que marchaba
delante de ellos y de otro que, a no mucha distancia, les seguía. Y se dieron
cuenta que se habían metido en el hueco de una columna enemiga. Uniformes verdes:
alemanes, no había ninguna duda.
«Se podía intentar, claro está, pero la empresa estaba condenada al fracaso», pensó
Subkoff. ¿Por qué peleaban? Peleaban y morían por lo mismo que otros antes que
ellos habían peleado y muerto. De todos modos, era mejor morir aquí, en la
carretera, que en Seta, junto a la pared de un establo cualquiera.
—Gregory Petrowitch…
Pjotr Rjewski tenía un rostro claro y grandes ojos azules. Pjotr se volvió, besó a
Subkoff en la mejilla y se encaramó en la parte trasera del camión. Subkoff se
agarró con más fuerza al volante.
«Bueno, ¡pues al diablo con todo! ¡Pobre María… y Lydia, y Galja!… ¡Y pensar que
todo esto debe suceder durante unas maniobras!» Él había creído que estaría fuera
de casa durante los meses de mayo, junio y julio, y que en agosto, cuando maduran
los melones, volverían a encontrarse con los suyos. La verdad es que nunca había
que hacer proyectos, pues siempre salían mal. María con las dos niñas… Padre había
muerto años atrás. El abuelito, en el pueblo… sobrevivía a todos.
Para comprar los hermosos objetos que había tras los brillantes escaparates de la
gran cooperativa, situada en Newski-Prospekt, nunca les habían alcanzado, a él y a
Natalia, los rublos.
Así, de esta manera, comenzaron dos soldados rusos la guerra contra toda una
división alemana. Rostros extraños. Uniformes verdes. Gritos y ruido. La
ametralladora, que era una vieja y cansada «Maxims», comenzó a tabletear. ¡Ojalá no
fallara! Aquello duró mucho rato, y luego, de repente, sobrevino el fin. Pasaron
ante una interminable hilera de gigantescos camiones. Y cuando llegaron a la cabeza
de la columna se encontraron con el camino interceptado. Subkoff levantó las manos
del volante y luego, girando con todas sus fuerzas, hizo que el coche saliera de la
carretera. El coche chocó contra un árbol, continuó unos metros más allá y cayó por
un talud. Abajo, en lo hondo del talud, crecía una hierba muy alta y corría un
riachuelo. Luego, Subkoff ya no vio nada más.
Cuando el primer teniente Engel llegó junto al camión, dos soldados registraron los
bolsillos del muerto para ver si en ellos llevaba algún documento. Era un teniente
ruso de rostro casi aniñado. Su compañero yacía, envuelto por el humo, hecho un
ovillo. El camión era un viejo cacharro inservible.
—¡Esto sí que es una auténtica locura! ¿Cómo puede sacrificarse así un ser humano?
Porque esto no tiene nada que ver con la guerra y tampoco se trata de heroísmo.
Así hablaban los soldados alemanes, mientras iban y venían junto al muerto, que
estaba tumbado sobre la hierba.
—Para que el tío este deje de mirarnos de esta manera tan desvergonzada —dijo.
—Sí, claro, nuestro «Opel-Blitz» es otra cosa; pero yo creía que los rusos solo
disponían de los «Ford» importados y ahora resulta que también fabrican coches.
—Mira, mira qué cambio de marchas más estupendo tiene. Los «Renaults» y los
«Peugeots» no tienen algo parecido. ¡Y qué ballestas! ¡Esto sí que son buenas
ballestas!
(A algunos camiones de la columna ya se les habían roto las ballestas y a otros los
ejes.)
—¡De manera que los rusos también fabrican camiones! ¡Había que verlo para creerlo!
—Pues, sí, no hay duda; este coche ha sido construido por obreros rusos en una
fábrica rusa.
—¡Fabrican coches!
—No creo que fabriquen muchos, y, al fin y al cabo, dentro de tres semanas, a más
tardar, estallará la revolución entre los soviets.
La columna se puso otra vez en marcha y avanzó a paso de tortuga. Las ruedas
dejaban profundos surcos en el lodo del camino, que era intransitable. El coche del
servicio de comunicaciones se balanceaba como un barco azotado por las olas. Y
entre el polvo y los chirridos de los camiones y el zumbido de los motores, se
ensayó una canción:
capitán, teniente?
capitán, teniente?
Fliege fue el primero en descubrir los aparatos enemigos. Antes que nadie brincó a
tierra y se echó, junto al camión, sobre el barro. Un piloto colgado de su
paracaídas descendía sobre la carretera. El aviador cayó, no lejos de la columna,
sobre un prado.
—Si te ve, seguro que el teniente no te propone para la Cruz de Hierro —le gritó
Uberbein.
—Valgo demasiado para mezclarme en esta estúpida batalla privada de un solo ruso —
contestó Putenschlunk.
Una vez llegados a la altura del árbol, Putenschlunk paró la moto al borde de la
carretera y tuvo que acompañar a su teniente a través del prado. Llegaron junto al
árbol en el momento que cesaba el fuego de las pistolas y de los fusiles. Unos
motoristas heridos les hicieron señas. Sobre el prado yacía el aviador ruso. Una
bala llegada de través, rebotada contra el árbol, le había arrancado media cara. El
ruso no se había portado mal; pero los alemanes, salvo uno que se estaba muriendo
sobre la hierba, solo habían sido heridos ligeramente.
Otra vez hubo una parada, y otra vez se puso en movimiento, y otra vez aparecieron
aviones rusos, y otra vez se volvió a llamar a los sanitarios, y otra vez hubo
largas detenciones, y otra vez se volvió a avanzar a paso de tortuga. La columna
era como una gigantesca oruga que marchara sobre ruedas y cadenas a través de
campos, puentes y hondonadas, y que desaparecía a la entrada de los pueblos y
volvía a salir por el extremo opuesto de los mismos. Hinchada aquí y allá, con una
gigantesca cola formada por camiones de avituallamiento, y con centenares de
hombres esparcidos por ambos costados, extendida de uno a otro horizonte, dejando
tras sí una sucia estela de polvo y tierra revuelta. Así se movía la columna desde
Memel hasta Dubissa, entre campos, hondonadas y bosques, y la cabeza blindada de
aquella columna empujaba hacia delante, sin verlas, a una multitud de personas y a
un enjambre de carros y carretas. Después de dos días, el grueso de la tercera
división motorizada llegó a la pequeña ciudad de Seta.
Dos días atrás, antes que se produjera el ataque de los «stukas», estas ruinas
habían sido una pequeña ciudad. Ahora solo habla escombros y nubes de polvo, y en
ninguna parte se veía una valla o un árbol. En los restos de la pared de una casa,
donde poco antes había estado instalado el mando de una división rusa, había un
cartel que representaba a un soldado alemán cuyos dientes saltaban a causa de los
golpes que le propinaba un soldado ruso.
capitán, teniente?
El cortejo fúnebre pasó junto al coche de los jefes. El coronel Tomasius, jefe de
un regimiento, sacó un pañuelo del bolsillo, se lo pasó por el rostro y echó una
mirada a su ayudante.
—¡Si por lo menos terminara esta estúpida marcha y los hombres pudieran entrar en
acción! ¡Así no podemos continuar!
—Las gentes no tienen más que el horizonte ante sus ojos y de vez en cuando todavía
aparecen esos locos francotiradores. Y para terminar, este cortejo fúnebre y esta
niña cubierta de papeles, como una bella durmiente del bosque, no es lo más a
propósito para levantar los ánimos. Yo creo que a estas gentes debería
prohibírseles que transportaran a sus muertos de esta manera, en féretros
destapados.
—Yo desearía que este pueblo sufriera los menos bombardeos posibles.
—Sí, claro, pero una cosa trae la otra y, además, existen estas curiosas órdenes
del Führer, cuyo cumplimiento, como usted ha visto, se sigue al pie de la letra.
—Hasta ahora hemos combatido de una manera noble y no quisiera que las cosas
cambiaran. Aparte de esto, no permitiré que cualquier teniente de dieciocho años se
erija en juez de viejos paisanos. (El decreto ordenaba la suspensión de toda clase
de tribunales civiles.) La administración de la justicia militar sigue siendo una
de las atribuciones del mando, y los casos graves deben ser resueltos por él. Usted
comprenderá, Hanke, que es imposible que un joven comandante de puesto disponga de
la vida y la muerte, de la dicha y de la desgracia de todos los habitantes de un
pueblo.
Las quemadas paredes y las cenizas de la ciudad de Seta fueron quedando tras las
chirriantes cadenas y las crujientes ruedas de la columna. Pasaron por Upmerge y
por Utena, dos pequeñas ciudades sin importancia, y tomaron luego la carretera de
Dünaburg, que discurría entre espesos bosques.
Cruzaron praderas llenas de sol y avanzaron a través de los grandes bosques, bajo
mares de hojas, donde reinaban unas extrañas noches blancas, en las que no se podía
conciliar el sueño.
La división avanzaba.
La punta de la columna tenía ante sí los montes Zarasai, y entre estos y las
primeras avanzadas se extendía una gran pradera, en cuyos límites se veía un lago.
El agua era azul y parecía muy limpia, y al borde de ella se levantaba una serie de
pequeñas casas blancas. Tras un recodo de la carretera, cuando los primeros
camiones del segundo grupo salieron del bosque y desembocaron en el prado, el
teniente Engel y los hombres de su sección de comunicaciones vieron el lago y el
pueblo. Todo estaba en paz. La torre de la iglesia y algunas casas se espejeaban en
las aguas. Ningún ruido turbaba la tranquilidad del mediodía.
La cabeza de la columna volvió a detenerse.
Los camiones frenaron y pararon muy cerca unos de otros. Los hombres saltaron a
tierra y se adentraron por el prado. Muchos soldados de la columna de
acompañamiento se sentaron en la carretera al lado de los coches. Uberbein dejó las
cosas en el camión, junto a Fliege. Mientras Fliege estuviera allí no había que
preocuparse por nada, pues su compañero distinguía por el zumbido los aviones
propios de los rusos y acusaba su presencia mucho antes que nadie.
El primer teniente Engel estaba sentado en su coche, ocupado en escribir una carta.
Un enlace del mando del regimiento paró junto a él y le entregó una orden. Engel
dobló la carta, se la metió en el bolsillo y volviéndose hacia los que estaban en
la pradera, gritó:
—Gracias… gracias…
Las palabras llegaron a Engel al acercarse este a la portezuela del coche. Las
palabras las pronunciaba, ora el coronel, ora el general, cada vez que el teniente
hacía una pausa. Y cada vez que uno de los jefes decía «gracias», el teniente Von
Breitenfeld sacaba el pecho y se llevaba la mano a la gorra.
El coronel Tomasius dio una larga chupada a su cigarro, expidió una densa columna
de humo y volvió sus grandes ojos, nariz, boca, manos y pies. Engel se dio cuenta
que el teniente estaba sofocado, no solamente por las palabras del coronel y del
general, sino por algo más.
El teniente Von Breitenfeld, que era un muchacho de diecinueve años, había hecho
una descubierta más allá del bosque, con su tanque.
—Mi general, puedo asegurarle a usted que he visto —(y al llegar aquí Von
Breitenfeld hizo una ligera inclinación y volvió a llevarse la mano a la gorra)—,
he observado disparos de la artillería.
—Muy bien; ahora enséñenos usted, aquí, sobre el mapa, el camino que ha seguido e
indíquenos los sitios desde donde se le ha disparado.
—Aquí, y aquí, y aquí… Desde todas partes han hecho fuego, mi coronel.
—Bueno, ¿y qué opina usted? ¿Con qué fuerzas cuenta el enemigo? ¿Qué es lo que el
ruso esconde allí enfrente?
—Si todo va bien y este tipo no llama a sus hermanos… —murmuró Tomasius.
—La cosa no está clara. ¿Cree usted que deberemos emplearnos a fondo para despejar
el camino?
—Verá usted, mi general; es posible que todo esto no pase de ser otro estúpido
ataque.
—Me vuelvo al puesto de mando. Voy a ordenar que el primer grupo ataque enseguida —
dijo el general, y haciendo una pausa, miró a Tomasius, que no apartó la vista de
su cigarro, y guardó silencio—. ¿Qué opina usted, Tomasius? ¿Cuánta artillería
necesitamos?
—Yo creo que con las dos secciones ligeras habrá bastante, mi general. La sección
que acompaña al regimiento estará inmediatamente en posición de tiro, y la otra
seguirá al instante. De momento creo que podemos ahorrar el empleo de la artillería
pesada.
—Bueno, Engel, todo preparado para la acción. Establézcame usted comunicación con
el primer grupo.
Tomasius no había terminado de dar todas las órdenes, cuando de pronto se abrió la
portezuela del coche y alguien gritó:
—¡Aviones rusos!
—Esta multitud de vehículos atraerá enseguida a los aviadores —murmuró, para sí, el
coronel.
Tomasius volvió a subir a su coche y se quedó allí, solo, apoyadas las manos en el
parabrisas, enfundado en un viejo abrigo de cuero, tocado con la gorra de visera,
que le hacía sombra a los ojos. Se quedó solo, a la vista de todos, entre el
remolino de gentes.
—Me permito comunicarle, mi coronel, que a diez metros escasos de aquí hay una
hondonada en la que mi coronel podría protegerse del bombardeo —dijo el teniente
Breitenfeld, que se acababa de acercar al coche.
Tomasius se contentó con hacer un leve gesto con la mano, y el teniente Von
Breitenfeld se quedó allí, junto al coronel. Un salvaje espectáculo se ofrecía ante
sus ojos. Cayeron más bombas y surgieron más surtidores de tierra y humo. Junto a
Breitenfeld cayeron grandes masas de tierra mezcladas con trigo. Los soldados
habían perdido la cabeza. En vez de refugiarse en la hondonada o de echarse al
suelo, corrían por el campo, revueltos los conductores de camiones, los tanquistas,
los encargados de la impedimenta y los infantes.
—¿Por qué no disparáis? ¡Los fusiles también sirven para esto! ¡No os dejéis cazar
por ese par de cacharros! —gritaba el coronel, pero nadie le oía entre aquel
estrépito.
—Hanke, apresúrese usted para que todo este desbarajuste sea puesto en orden. Que
la primera sección del primer grupo se coloque a la derecha de la carretera, y
detrás de ella, la segunda. Todo lo demás debe desaparecer de la carretera y ser
ocultado en el bosque. La orden se hace extensiva para toda la tropa y para el
acompañamiento e impedimenta de los tanques. De manera que, ¡arremangarse hasta el
codo y manos a la obra, Hanke!
Los incendiados restos de los camiones quedaron sobre la carretera. Todo lo demás
se puso en movimiento. Por todas partes, en el prado y en la carretera, se veía un
gran número de vehículos que desaparecían en los hoyos y luego, al cabo de un
momento, volvían a emerger. Dispersada, la columna entró en el bosque. Crujieron
ramas y arbolillos e incluso algún árbol que impedía el camino. Centenares de
camiones avanzaban lentamente bajo la tupida techumbre de hojas. Cada veinte metros
se detenían y volvían a arrancar. Los hombres se preparaban para pasar la noche. El
primer grupo del regimiento, sin embargo, se puso en marcha. Durante un rato
caminaron junto a la carretera y luego se detuvieron en los lugares señalados por
el mando. Y allí comenzaron a cavar trincheras.
Al cabo de una hora todo estaba en silencio. Desde el lago, a través de la noche,
llegaba el croar de las ranas. Siete u ocho mil hombres aguardaban que fueran las
tres, hora en que debía comenzar el asalto. Había que tomar un borde del lago y un
trozo de la carretera de Zarasai, que cruzaba el bosque.
El teléfono volvió a sonar hacia las seis. Esta vez era el general quien llamaba al
coronel.
—Mi coronel…
—Mire usted, «Tom», yo ya lo dije enseguida. Ocho hombres acaban de ser pillados en
el bosque. Ya se les ha tomado declaración. Por lo visto se trata del resto de un
batallón ruso; unos ochenta hombres.
—Sí; ochenta hombres han ocasionado todo este desbarajuste. Ochenta hombres que han
movilizado a media división, que nos han hecho cavar trincheras y emplazar la
artillería.
—¡Qué guerra más estúpida! —exclamó Tomasius; y el coronel pensó que a no ser por
él el general hubiera movilizado las baterías pesadas.
Tomasius resumió la situación repitiendo: «Había para golpearse la cabeza». Una vez
hubo colgado el teléfono, Tomasius se calzó las botas enterizas, que se abrían
gracias a una cremallera lateral, y se dispuso a dar las órdenes oportunas para el
inmediato regreso de su regimiento.
La marcha continuó, pues, hacia Zarasai, a través del camino del bosque y junto a
algunos pequeños lagos, cuya superficie, al paso de la división, se oscurecía a
causa de las grandes nubes de polvo que los camiones dejaban tras sí.
Todavía pasaron dos días hasta que, tras el fuego y el humo de los disparos de la
octava división acorazada y de las fuerzas de asalto de las S.S., se pudiera ver la
torre de la iglesia de Dünaburg. Entonces fue cuando el octavo regimiento de
infantería fue puesto en la línea de combate.
Una hora antes de ello, sin embargo, el coronel y su ayudante habían tenido una
corta conversación en la «cabaña». El capitán Hanke había hecho una larga
inspección acerca de las bajas sufridas por la división.
—Todavía no hemos entrado en acción —dijo el capitán— y ya tenemos más bajas que en
toda la campaña de Francia.
—No es esto lo peor —respondió el coronel Tomasius—. Lo peor es que una marcha que
nos hubiera debido llevar dos o tres días nos ha costado más de una semana. ¡Hemos
perdido un tiempo precioso!
SEGUNDA PARTE
EL FRENTE RUSO
Tres ejércitos rusos, cuatro cuerpos de tanques (uno completo y tres en formación),
tropas especiales y las formaciones militares de la NKVD, es decir, un total de
800.000 hombres, se encontraban en un espacio de unos 300 kilómetros de longitud de
base y unos 350 a 400 kilómetros de profundidad, alcanzando, por el Oeste, Grodno,
Bialystok y Brest, y por el Este, Minsk.
Los jefes de esta gran concentración de fuerzas tuvieron que hacer frente a unas
ofensivas de inesperada potencia, y sus tropas fueron desgarradas, separadas y, en
parte, arrolladas por los tanques enemigos. Todo el territorio, con las divisiones,
los mandos y los cuarteles generales de tres ejércitos, así como las ciudades de
Grodno, Bialystok y Brest, por una parte, y Minsk por la otra, fue rodeado por un
movimiento de tenaza, cuyas garras eran tan delgadas que en un momento dado fueron
rotas por las desorganizadas tropas enemigas, y que desde luego hubieran sido
totalmente deshechas.
De los ochocientos mil hombres únicamente cien mil cayeron en la bolsa. Las tropas
del cinturón de Moscú, del Volga superior, de los Urales e incluso del lejano
Oeste, que durante los primeros días de la guerra, e incluso antes, habían sido
trasladadas a Witebsk, Lepel y Polotzk, en el Dvina y en el Duna, se pusieron en
marcha, retirándose hacia el Este. El Beresina y el Dvina fueron los lugares donde
un ejército informe trató de salvarse. Pero de cada diez armas, solamente una quedó
en el Oeste.
Lo que quedó atrás fueron montones de cadáveres de jóvenes comunistas, que antes de
la guerra habían sido convenientemente aleccionados, y que al estallar esta estaban
lo suficientemente instruidos para sacrificar su vida en aras del comunismo. Eran
jóvenes a quienes los comisarios políticos habían hecho imposible el caer
prisioneros, obligándoles a luchar, sin ninguna esperanza. Atrás, en la retaguardia
roja, los soldados se repetían la misma pregunta: «¿Para qué pelear si nuestra
industria, que es incapaz de producir las materias de primera necesidad, durante
treinta años no ha podido proporcionarnos cucharas, zapatos ni ropas, y ahora nos
deja sin lo más indispensable? ¿Para qué y con qué pelear?»
Atrás quedaban los comandos de la NKVD y unos labradores que permanecían atónitos
ante sus incendiadas barracas, sus rebaños que se alejaban entre nubes de polvo, y
sus cosechas de trigo que veían arder, a lo lejos, bajo el cielo. Atrás quedaba una
población derrotada y perseguida en la bolsa de Bialystok-Minsk, que en realidad
era una doble, triple, quíntuple, decuple bolsa, formada por otras tantos anillos,
que se cerraban y se abrían de nuevo y se volvían a cerrar, surgiendo y
desapareciendo, como burbujas de una pasta hirviente. Ciento veinte mil millas
cuadradas de tierra se convirtieron en una inmensa charca ardiente.
Subkoff tenía el pasado fijo en su imaginación. Las pisadas de los alemanes sobre
la carretera, la retirada de la posición tras las dunas de Lituania, la marcha a
través de un gran bosque, el encuentro con la tercera división motorizada de
infantería, el choque contra el árbol, los disparos y luego, el despertar en aquel
profundo silencio, rasgado únicamente por lo que él creía ser el aleteo de un búho.
Naturalmente, Subkoff no podía oír el aleteo del búho, pero sí podía ver volar el
animal. El búho, que hacía poco rato había mudado las plumas, y que se había
colocado sobre una rama, cerca de Subkoff, acabó obsesionándole de tal manera que
la imagen del animal se le quedó profundamente grabada.
Hace muchos años, de una manera parecida y con el mismo asombro que ahora, estando
el pequeño Gregory metido en un capazo que colgaba de las vigas de su casa,
contemplaba él los rostros y las cosas que le rodeaban. Y un día, lo recordaba
bien, vio a su abuelito, y más lejos, volando sobre el prado, un búho, y más lejos
todavía, al borde de la pradera, una extraña figura humana.
Subkoff trató de salir de aquel sitio, pero la cosa no era muy fácil. Sus pies
habían sufrido graves quemaduras a causa del incendio del motor del camión.
Haciendo un gran esfuerzo, pudo resbalar hacia atrás, y cuando se apeó del coche
reconstruyó lo sucedido.
«El teniente Rjewski estaba tumbado sobre el suelo. Parecía vivir todavía, y su
cara, que recostaba junto al tubo de escape, se había vuelto muy pálida y tenía una
indefinible expresión de ternura. Hay que despedirse, hermanito, y no tomes a mal
que no pueda hacer nada por ti.»
¿Qué dirección debía tomar? ¿Debía ir hacia Seta? No; a Seta, no. Su abuelo le
había enseñado muchos refranes llenos de sabiduría popular, y el refrán decía que
solo se puede morir una vez, y él ya había estado dispuesto a morir allí, junto a
la carretera, una vez. No quería, pues, pasar por un consejo de guerra de la
División. Así, pues, en vez de dirigirse hacia Seta, iría hacia el sur, hacia los
lagos y los grandes bosques; se alejaría de la zona de la División. Tomó el camino
del sur. Y no temió el castigo reservado a los desertores, pues pensó que al llegar
la muerte todo habría terminado. Consideró que, desde la aventura del camión, todo
era un regalo, e incluso pensó que todo lo anterior también lo fuera. De momento ya
encontraría bayas y setas y, con un poco de suerte, algún camino. Procuró no
tropezarse con nadie y hasta que no hubo dejado Litauen tras de sí no se acercó a
ningún pueblo. Pero, incluso entonces, rehuía a la gente joven y únicamente hablaba
con los viejos.
Esta frase la había oído repetir con frecuencia. Algunos, los que se expresaban con
más sinceridad, incluso decían lo que entendían por «un gran cambio».
«El viejo ya nos ha llevado demasiado a su antojo —había exclamado uno—, pero de
ahora en adelante ya no tendremos que descubrirnos ante su retrato.»
Un día, estando Subkoff entre unos juncos, descubrió a una pareja de garzas, parada
a pocos pasos de él. De un disparo cobró al macho. Enseguida lo desplumó, lo
recubrió de barro y comenzó a asarlo. Y cuando se hallaba ocupado en ello, al
volverse, descubrió a un hombre, que estaba, no lejos de él, entre los árboles.
Pronto, sin embargo, se tranquilizó, pues se trataba de un anciano de barba blanca
y manos delgadas, que llevaba los pies envueltos con trapos. Así, pues, le invitó a
acercarse, cosa que el anciano hizo al momento.
Dijo llamarse Wassili Nikonorewitsch Schulga. Parecía tener unos noventa años, pero
en realidad era mucho más joven.
—Tengo algo más de sesenta años —dijo, titubeando— y estoy completamente solo.
Ignoro qué suerte habrán corrido mis hijos y ni siquiera sé si todavía viven, y
ellos, si no han muerto, tampoco saben si yo continúo en este mundo. He sido
separado de los míos, de mi familia y de mi patria, pues Dios lo ha querido así. ¿Y
tú, hijito, qué haces aquí, y dónde están los tuyos y los demás soldados? —le
preguntó, tras una pausa, a Subkoff.
Subkoff extendió la mano y señaló, sobre los juncos, más allá de Willija, hacia una
nube de polvo que desde hacía horas flotaba en el cielo.
—Si tuvieran un empleo para mí, me iría gustoso con ellos. Pero la verdad es que no
necesitan la ayuda de mis débiles fuerzas. Así, pues, únicamente me queda el
recurso de pedir a Dios que les dé alas para que lleguen a Moscú lo antes posible —
dijo el viejo.
—Por lo que a las alas se refiere, debo decirte, padrecito, que las tienen, y
excelentes. En mi compañía solo veíamos aparatos alemanes, pero los nuestros no los
vimos nunca. Pero, oye, padrecito, esta tierra que ellos cruzan y sobre la que se
comportan como si les perteneciera, como si estuvieran en su casa, ¿no es nuestra?
—Nuestra tierra… —murmuró Schulga, como admirado—. Antes fue nuestra tierra. Hasta
que los rojos llegaron al pueblo, vivimos en paz, y la tierra era nuestra y
alcanzaba para todos.
Subkoff contempló al viejo con más detenimiento. Pero, en realidad, aquel examen no
era necesario, pues desde el primer momento se había dado perfecta cuenta de que el
viejo era uno de los «antiguos», alguien que debió haber pertenecido a la vieja
clase de los señores. Posiblemente, habría pasado su «añitos» en el norte, exiliado
en Siberia. Era uno de esos hombres a quienes no les quedaba nada y a quienes nadie
quería emplear ni en los trabajos más duros. Había muchos como él que,
desamparados, sin medios de existencia, volvían desde lejos hacia sus pueblos,
donde sin ser molestados podían aguardar su último día.
Pero aquí estaba la garza y ya era hora de pensar en la comida. Schulga se dirigió
hacia otro sitio, que era un poco más alto y donde había agua, no del cañaveral,
sino de una fuentecilla. Subkoff se instaló en aquel lugar y enseguida comenzó a
quitar la capa de barro de la garza recién asada. Pero no quiso comenzar a comer
sin antes dar gracias a Dios. Ahora no se encontraba entre los oficiales del
ejército y, en el pueblo, Deduschka siempre rezaba antes de las comidas. La
bendición no le sentó mal a la garza, pues su carne resultó tierna y exquisita.
—No; aquí tenía yo una hija casada. ¡Ah!, Lena, hijita, ¿dónde estarás ahora?
¿Dónde estará tu Ponomarenko? Ponomarenko cuidaba de un molino situado cerca de
aquí. ¿Cuál habrá sido su fin? En realidad, los Ponomarenkos son una familia
oriunda de mi pueblo. Mi pueblo se llama Kusinka y pertenece al departamento del
Kurdistán.
Subkoff se dio cuenta que el viejo había dicho «departamento del Kurdistán» y no
pudo menos de corregirle:
—Esto es, en el departamento del Kurdistán —repitió—, junto al río Worskle, cerca
de la ciudad del Gaiworon, que era bastante grande. El pueblo estaba rodeado de
rica tierra negra y más allá de él se extendían grandes bosques. Había dos
iglesias, una escuela, seis tiendas y tres molinos de viento…
Schulga estaba contento de poder expresarse con libertad y comenzó a referir con
todo detalle el aspecto de las casas.
—Las casas eran de madera y los tejados estaban cubiertos de paja; pero también
había algunos que eran de teja, y cada casa estaba rodeada de un jardín en el que
crecían unas encinas centenarias y muchos tilos. Estábamos orgullosos en toda la
comarca. También teníamos muchos animales. Cada uno de nosotros poseía dos o tres
caballos de tiro, dos o tres bueyes, cuatro o cinco vacas y hasta cincuenta ovejas.
Dos veces al año se mataban, en cada casa, dos o tres grandes cerdos…
Así, pues, al oír hablar a Schulga, uno se imaginaba que Kusinka era algo parecido
al paraíso; pero Subkoff sabía otras cosas.
—Los campesinos tenían que trabajar catorce horas diarias para sus amos y
únicamente cobraban cincuenta kopeks —dijo Subkoff—, y el trabajador, esto es bien
sabido, vivía esclavizado y solamente ganaba de veinticinco a treinta rublos cada
mes, y hoy, sin embargo, cobra de trescientos a trescientos cincuenta rublos.
—Se puede escribir todo lo que se quiera, pero aunque los propietarios hubieran
pagado cincuenta kopeks, ¿qué sabes tú acerca del valor que tenía el dinero y cómo
podía vivirse con él? Por dos rublos y medio podías comprarte un par de zapatos, y
si en la ciudad te era posible vivir con treinta kopeks al día, en el campo, por
otra parte, podías hartarte con diez kopeks. Y, escucha, cuando la guerra de
Alemania (se refería a la guerra de 1914 a 1918, y Subkoff podía estar contento de
que el viejo no hiciera retroceder su memoria a la época de las Órdenes de
Caballería); cuando la guerra de Alemania —continuó el viejo— todos los hombres
fueron movilizados y en el pueblo quedaron únicamente las mujeres. Aquello fue muy
duro para ellas, pero los trabajos y la economía, hay que reconocerlo, no sufrieron
ningún atasco. Los campos fueron sembrados lo mismo que antes, y el número de reses
no disminuyó a pesar del obligado aprovisionamiento al ejército. Hablando en
términos generales, y sobre todo si se piensa en las privaciones que nuestro vecino
sufre en el frente, aquella guerra tampoco acarreó demasiadas dificultades al
pueblo, e incluso la revolución de febrero tampoco ocasionó entre nosotros grandes
trastornos. Uno de los propietarios, Boldirow se llamaba, se escapó del pueblo y
dejó sus propiedades a los trabajadores. Eso fue todo. Por aquel tiempo empezaron a
llegar al pueblo los primeros desertores del frente. Primero llegaron unos pocos, y
luego, a medida que fueron transcurriendo los días, fue aumentando su número. Así
comenzó a prepararse la revolución de octubre, cuyos efectos tampoco se hicieron
sentir demasiado. Un buen día huyó el policía del pueblo y poco después llegaron
grupos aislados del Ejército Rojo, y comenzaron las luchas, cuyas alternativas nos
eran, a fin de cuentas, indiferentes, pues ambos bandos tomaban sus represalias
contra nosotros. Y como teníamos que continuar viviendo, escondimos el grano, lo
cual costó la vida a Nicolai Popow, nuestro sacerdote, que fue fusilado. Aquello,
sin embargo, fue el comienzo…
Anochecía, y una cálida paz descendía sobre los campos. Era uno de los días más
largos del año y rápidamente se hizo oscuro bajo el tupido techo de ramas, entre
los árboles, donde Subkoff y Schulga se encontraban. Habían comido, y al alcance de
la mano manaba una fuentecilla. Desde aquel lugar podían contemplar el ancho
paisaje, sobre el que había quedado una última y retrasada claridad. Hacia el Sur,
allí donde a ambos lados del río Ussa se levantaba la pequeña ciudad de
Molodetschno, se veía una hoguera.
—El idioma ruso volverá ahora a ser santificado y de nuevo sabremos el verdadero
sentido de cada palabra.
Schulga hablaba como Deduschka. Y Subkoff no era tan ingenuo como para creerse todo
lo que había leído en el Resumen de la historia del KPBSU, y sospechaba que en
aquel corto resumen no había habido sitio para toda la verdad del pasado. Uno podía
llegar a creerse que en Inglaterra y Alemania los trabajadores eran
ignominiosamente explotados por los patronos, que los trabajadores apenas podían
alimentarse, que cobraban unos salarios irrisorios, que vivían en sótanos
inhabitables y que la mayor parte de ellos morían víctimas de la tuberculosis. Todo
eso podía ser cierto y podía, pues, creerse; pero todo aquello no cambiaba el hecho
principal, el único realmente importante: de que en Rusia no le entregaban a uno
ningún par de zapatos, y cuando uno los necesitaba tenía que irlos a comprar al
mercado negro y se veía obligado a pagar por ellos una suma que no estaba al
alcance de ningún trabajador. Pero ¿de qué sirve hablar si hablando uno no consigue
arreglar nada y, en resumidas cuentas, siempre sale uno perdiendo?
—Mi padre —decía Subkoff— fue siempre un buen trabajador y un fiel comunista y
siempre supo callar. Únicamente una vez, en cierta ocasión que mi madre le sirvió
una sopa de verduras algo clara, se puso a gritar y dio tan grandes voces que le
oyeron desde fuera, y luego tuvo que pagar aquellas palabras. Dos o tres veces fue
trasladado de sitio, y luego ya no supimos más de él. Ya ves, cosas así ocurren en
todas partes.
—Si no sabes cómo se vivía en los pueblos antes de la guerra, no podrás conocer a
Rusia. Fíjate en Kostenko, todo el pueblo le conoce por borracho y enredador, y los
demás miembros del «Comité de Socorro», eran igual que él. ¡Qué época aquella del
«Comité de Socorro»! Los miembros de aquel comité iban por los pueblos requiriendo
ayuda, y registraban las casas de campo y las chozas, y se llevaban todo el trigo y
vaciaban los graneros de tal modo que luego, a la primavera siguiente, no había
grano con que sembrar los campos. Entonces, comenzó a reinar el hambre.
—Por aquel entonces iba yo al colegio de Pljess. También en Pljess pasamos mucha
hambre, pues no había ni pan. En nuestro colegio, los estudiantes fuimos
movilizados para ir en busca de grano, y se nos envió a Kostroma.
—Eso ocurrió el año 33, hijito, pero yo hablo del hambre del año 21. Antes de la
llegada de los soviets nunca supimos nada de miserias y hambres. La cosa comenzó
cuando el «Comité de Socorro». Hubieras tenido que ver, por ejemplo, lo que
hicieron en la finca de Boldirow. Les faltaban conocimientos para lo más elemental
y la mayoría de ellos no sentían la más mínima necesidad de trabajar. Las cosas se
aguantaron hasta que todo el ganado se hubo sacrificado y los campos, completamente
descuidados, dejaron de producir. Los campesinos se arruinaron y como es natural,
el Gobierno soviético estuvo a punto de sucumbir. Pero se encontró un nuevo camino.
La Nueva Política Económica proporcionó a los labradores —por medio del mercado
libre, desde luego— todo cuanto estos desearon. El éxito fue inmediato. Al año
siguiente no hubo ni un pedazo de tierra sin cultivar y la economía agrícola, y con
ella la vida toda, volvió a la normalidad. Los campesinos se olvidaron de los
«Comités de Socorro» y las «Guarniciones de Castigo»; pero el Gobierno de los
Soviets no había olvidado nada. Durante aquel tiempo el Gobierno no hizo más que
reunir fuerzas y prepararse para otro saqueo.
—No; es más cerca; poco más o menos, junto al río Willija —repuso el viejo.
—Para comprender a Rusia tienes que comprender primero la vida de los pueblos —dijo
Schluga, reanudando así la conversación—. La gente comenzó a sentir cierta
intranquilidad. Se murmuraban noticias alarmantes y, a pesar de que los hechos nos
hubieran debido poner en guardia, nadie, sin embargo, hizo demasiado caso de ellos.
La población fue luego clasificada en kulaks, campesinos acomodados y campesinos
pobres. Los kulaks eran comerciantes, propietarios de molinos y campesinos ricos, y
todos ellos fueron obligados a pagar fuertes contribuciones. Y cuando las hubieron
satisfecho, tuvieron que pagar otras más, y luego otras y otras, hasta que quedaron
arruinados. Y entonces llegó el momento de las confiscaciones, y los kulaks
perdieron sus tierras, sus ganados y sus casas, y ellos mismos fueron, finalmente,
conducidos quién sabe dónde.
—Fue un día aciago —prosiguió Schulga— aquel en que en nuestro pueblo fueron
detenidas las veinte primeras familias. Fue un día negro porque aquello ocurrió
ante la mirada y con el consentimiento de todo el mundo. Nadie sospechaba entonces
que aquellas desgraciadas familias formaban el principio de una interminable cadena
de víctimas. Pero nadie sabía lo que en realidad estaba ocurriendo. Mi vecino
Fomenko —y como él muchos otros— razonaba de esta manera: «Tengo cuatro vacas y por
lo tanto no soy un kulak; así, pues, no debo temer nada.» Así pensaba Fomenko, y
así, de esta misma manera, pensaban muchos vecinos. Y cuando por fin abrieron los
ojos a la realidad y se dieron cuenta de lo que en el pueblo estaba sucediendo, ya
era demasiado tarde.
—La desgracia no tenía ya freno. A muchos de nosotros nos reunieron a la salida del
pueblo para desde allí ser trasladados a otro sitio y para ingresar en las filas de
los agitadores o para formar parte de los koljoz, acerca de los cuales nadie quería
saber nada. Excepto quienes nada tenían que perder, los demás nos negamos a
trabajar en los koljoz. Y entonces comenzamos a sufrir nuevas oleadas de
opresiones. Un día era detenido uno, otro día otro, y así, en poco tiempo, fueron
destruidas más de trescientas casas de campo. Entre los «kulakizados» en aquel
período figuraban las tres clases de ciudadanos, incluso los más pobres, en que fue
dividida, al principio, la población rural. Las personas eran detenidas por el solo
hecho de negarse a ingresar en los koljoz. Por otra parte, nadie se ocultaba de
manifestar sus ideas respecto a esa organización. No solamente eran detenidos los
labradores, sino toda la familia de estos era conducida a campos de concentración.
Nadie podía llevarse más cosas que las que tenía puestas. El verano fue llevadero;
pero en invierno las gentes se helaban con los chiquillos en brazos. Ya he
mencionado a la familia Ponomarenko. A causa del matrimonio de mi hija Lena,
emparenté con esta familia. Entre los que quedaron en el pueblo había una joven
madre con su hijita, que por cierto también se llamaba Lena. Una noche muy fría y
despejada, alguien llamó a mi ventana. Enseguida supe de quién se trataba, y lleno
de zozobra abrí la puerta y contemplé un triste espectáculo. La joven madre,
envuelta en una áspera manta y con la pequeña Lena en brazos, estaba ante mí. La
niña tenía la edad en que los chiquillos comienzan a hablar de una manera
consciente y en que cada día les proporciona un sinfín de descubrimientos, y Lena,
por aquel entonces, solo tenía palabras de contento, pues su carácter era
extraordinariamente alegre. Permanecí tras la ventana y las lágrimas corrieron por
mis mejillas. También los vecinos lloraban; pero nadie podía hacer nada. Pues quien
socorría a un «enemigo del pueblo», inmediatamente caía en desgracia. Como te digo,
abrí la puerta y sentí una pena tan grande que fue ella, la mujer, quien tuvo que
consolarme a mí.
—Cada día esperaba ser detenido; sin embargo, mis conocimientos acerca del cultivo
de los árboles frutales y el insustituible trabajo que desempeñaba en una
plantación que había sido requisada, me salvaron una vez más. Entretanto,
ochocientos campesinos, con sus animales y útiles de labranza, habían sido
obligados a ingresar en el koljoz. Nada podía disimular la creciente ruina de la
economía rural. La incapacidad administrativa por un lado, y la violenta
incorporación de toda la población rural, incluso de las mujeres, en unas brigadas
de trabajo, malbarató la diligencia de las manos que hasta entonces habían cuidado
de los animales y de la tierra. Los útiles de trabajo se estropearon rápidamente.
Continuaron las opresiones. Los juicios se sucedían uno tras otro; pero todo eso no
mejoraba la situación. Los cobertizos, establos, cuadras y viviendas de los
«kulakizados» fueron derruidos y en su lugar se comenzaron a levantar grandes
edificios; pero la nueva economía no apareció por ningún lado y la antigua acabó
por desaparecer. Y si el Gobierno hubiera emprendido una nueva política económica
que hubiera devuelto la seguridad a los campesinos, las cosas hubieran podido
arreglarse. Schulga calló unos instantes y prosiguió:
—Pero a este, no tengo palabras para llamarle como es debido… —y el viejo Schulga
extendió la mano derecha, que emergió entre su vieja chaqueta, y señaló hacia el
Este, en dirección a Moscú, donde estaba el Kremlin—. Se había atrevido demasiado y
ya no quería retroceder ni un paso por el camino de las catástrofes y de las
calamidades. ¡Qué temeridad que un solo hombre, un hombre nacido mujer, se
enfrentara contra todos los cristianos, que en nuestra Rusia son tan numerosos como
las espigas en verano, y se aliara con el hambre para llevar a cabo un proyecto en
que los campesinos eran considerados como sabandijas! Se habla de ocho, de diez
millones de campesinos aniquilados; nadie ha podido contarlos, pues se trata de un
número aterrador. Y los que quedan continúan siendo considerados como sabandijas y,
aunque cada uno está lleno de amargos recuerdos, son incapaces de levantarse de
nuevo…
Sobre el bosque, a cuyo borde estaban Schulga y Subkoff, se había hecho de noche. A
lo lejos, los campos parecían cubiertos de una manta de terciopelo. Las grandes
manchas rojas del poniente habían desaparecido y en su lugar justo sobre el
horizonte había ahora un enorme ojo de fuego. Subkoff estaba tumbado de espaldas,
tenía la cabeza apoyada sobre el macuto y miraba a lo alto, a través de una rendija
del tupido ramaje, hacia las estrellas, que brillaban en el cielo, por encima de
todos los destinos humanos. Las mismas estrellas brillaban en 1933, cuando tanta
gente moría de hambre en los pueblos y en los campos. En la escuela de Pljess se
formó entonces una brigada para la captura del trigo escondido por los campesinos.
Pero cuando ellos llegaban a los pueblos ya no se volvía a hablar del asunto…
»Quinientos gramos de pan y dos sopas diarias se les daba también, en Kostrom, por
el mismo trabajo, a los muchachos de la escuela de Pljess.»
—Toda aquella gente ya ha muerto —continuó Schulga—; pero el hambre continúa entre
nosotros, y es la mejor arma del Gobierno soviético. Hace seis semanas estuve otra
vez en mi pueblo. Permanecí muy poco tiempo, pero enseguida me di cuenta de la
situación. Más de cuatrocientas familias han desaparecido desde 1941. Hay dos
cooperativas y en ellas se puede adquirir sal, pasta y cepillos para los dientes,
raras veces se encuentran artículos manufacturados y casi nunca azúcar. Han
construido un molino de vapor, pero casi siempre trabaja para el Estado…
Molinos accionados a vapor… grandes industrias… presas gigantescas… inmensos
terrenos de regadío. ¡Ah, inmenso país, patria mía! Pero esto ya era otra cosa.
Eran palabras del himno soviético, que cantaban los jóvenes soldados del Ejército
Rojo.
Schulga se dio cuenta de que su vecino se había dormido. En el cielo brillaba, como
una lámpara solitaria, una única estrella. Pronto comenzaría a clarear. Schulga,
entonces, cerró los ojos.
Cuando despertaron, los campos estaban cubiertos de niebla, bajo la cual se oía el
chasquido de unas cadenas. Y hasta ellos llegaba un profundo temblor de tierra.
Sobre una pequeña elevación del terreno que había quedado libre de niebla,
surgieron, una tras otra, una serie de manchas pardas. Los tanques parecían una
pacífica manada de elefantes.
—Quizá se dirigen hacia Minsk, o quizás hacia Lepel —dijo Subkoff. Y al cabo de un
momento añadió—: Yo voy en dirección a Minsk.
Y Schulga repuso:
CALLE ZABLUDOW, 62
Junto a la ventana había un hombre en pijama. El hombre tenía los cabellos grises y
en su rostro se reflejaba una profunda preocupación. Las bombas que caían sobre la
ciudad, las ininterrumpidas detonaciones, los fogonazos que cruzaban el parque, las
columnas de humo y piedras que surgían de la tierra: era la guerra. Era la guerra
que ni el jefe del Estado Mayor, ni el jefe supremo del Ejército habían esperado.
Nadie…, ni el jefe de la artillería antiaérea, ni el jefe de la aviación habían
creído que se produjera. Pero ahora despertarían.
Semjonow no podía impedir que el sudor le resbalara por la frente. Cuando llegó
ante la casa de Utkin tenía la garganta seca.
El centinela, que estaba en el jardín y que parecía un fantasma, se cuadró ante él.
Unas motos pasaron por la calle, ante la casa, en dirección al Estado Mayor.
Anastasia Timofejewna, mujer de Utkin, abrió la puerta a Semjonow. Anastasia se
llevó las manos a la cabeza y dijo:
El teniente Bogún le acompañó hasta la puerta del despacho, que antes había sido la
sala de música del antiguo propietario polaco.
—Batak… Es un manicomio… fíjese usted, Semjonow, ¡qué desorden… nadie hace caso de
nada…! ¿Qué clase de Estado Mayor es ese?
Utkin manejaba dos y tres teléfonos a la vez, y su mujer le ayudaba a poner las
comunicaciones.
—Aquí Utkin… Utkin… el general Utkin… Estado Mayor… ¡El Estado Mayor, idiotas!
La tierra comenzó a temblar. La casa sufrió una sacudida. Algo cayó en el piso
superior. La puerta se abrió y dos chiquillos, en camisa de dormir, aparecieron en
el umbral. Utkin estaba fuera de sí.
—Habría que fusilar al jefe de la artillería antiaérea y a una docena de los jefes
de las «Baterías de Stalin».
Los niños se echaron a llorar. Utkin comenzó a blasfemar. El teléfono voló contra
el suelo.
—Cálmate, palomita; al fin y al cabo, no eres más que una mujer y todo no es tan
grave como te imaginas; en realidad, las cosas son la mitad de graves de lo que
aparentan. Vamos a ir allí y en un momento restableceremos el orden.
—No seas tonto, ¿no ves que las casas están volando por los aires?
Se oyeron unas detonaciones; pero esta vez no se trataba de bombas, sino de los
disparos de la artillería antiaérea. Utkin dio un salto de alegría y exclamó:
—¡Por fin! ¡Por fin… se han despertado! Ahora vamos a demostrar a esos quiénes
somos.
—¡Qué loco eres! ¿Por qué has mandado instalar una batería antiaérea aquí, junto a
la casa? ¡Ahora mismo vas a salir de la casa y harás el favor de dar las órdenes
oportunas para que esta gente se marche con sus ridículas mangueras a otra parte!
¿No comprendes que su presencia aquí atraerá las bombas? ¡Todo el bombardeo va a
caer ahora sobre nuestras cabezas!
—Cálmate, palomita.
—¡Lo que tiene una que pasar! ¡Ojalá me hubiera quedado en Iwanowno!
—Cálmate, cálmate, mujer, y prepara las cosas y arregla los pequeños, porque dentro
de poco te mandaré un coche.
—Pero ¿qué te has figurado? ¿Es que has dejado de pensar? ¿Es que has perdido el
juicio?
¿Qué se había figurado aquel hombre? Durante dos años había estado ella comprando,
en las tiendas de la ciudad e incluso en las ciudades vecinas, ropas, pieles y
objetos de plata. Allí, en un rincón de la sala estaba el gran piano de cola, sobre
cuyas teclas se habían posado las manos de Chopin. Ayer mismo el procurador Iván
Andregew estuvo tocando maravillosamente. Pero de repente, este hombre le dice a
una que se arregle y que le va a enviar el coche.
El general Utkin, sin embargo, no tuvo necesidad de insistir para que su mujer se
diera prisa. Los cañones antiaéreos que estaban situados ante la casa disparaban
sin cesar; pero no podían detener aquel coro de voces infernales que bajaban del
cielo. Comparado con aquel estrépito, la trompetería de Jericó fue algo sin
importancia.
Las paredes se bambolearon. Utkin dio un par de pasos hacia delante, luego pareció
resbalar y cayó al suelo. Anastasia Timofejewna, que pesaba sus buenos dos
quintales, se sintió ligera como una hoja y su cara se volvió blanca como una hoja
de papel. Semjonow continuó imaginándose a un grupo de generales situados alrededor
de un gran mapa de operaciones, dando órdenes, para que las tropas entraran
inmediatamente en acción. El cielo se oscureció. Comenzó a llover a cántaros.
Anastasia Timofejewna estuvo a punto de desmayarse, pero luego, pensándolo mejor,
se acercó a un cuadro que acababa de caer y que representaba el rostro altivo de un
noble polaco, y levantó la mano como para pegar a la pintura, pero resbaló, y ante
la severa mirada del noble polaco, cayó al suelo.
Una bomba cayó allí mismo. Era evidente que la casa de Utkin tenía para las bombas
una especial atracción. Se dieron cuenta de que estaban en medio de un mar de
muebles revueltos, de ventanas y puertas desquiciadas y entre toda clase de ruinas.
A nadie, sin embargo, le había sucedido nada. El pequeño Mischa y Ana, su hermana
menor, habían dejado de llorar a causa del susto.
—Bien, me parece bien; haz lo que quieras. Vámonos, Semjonow, ya nos hemos
entretenido demasiado. Ya verá usted lo que nos espera.
Apenas se habían marchado Utkin y Semjonow, cuando el teniente Bogún llegó otra vez
a la casa. El teniente no había podido cumplir el encargo, pues le fue imposible
encontrar a María Andrejewna.
BIALYSTOK
«Desde luego, están cayendo bombas. Bueno; Timoschenko nos ha enseñado a considerar
las maniobras como una verdadera guerra. Así, pues, todo está en orden.»
Y como el capitán Kasanzew había sido delegado por su regimiento para un asunto
especial, y no le importaba lo que pudiera estar ocurriendo, dio media vuelta, se
puso cara a la pared y continuó durmiendo.
«¿Cómo se dirige uno aquí a las señoritas? Distinguida señorita; esto debe ser.»
Kasanzew no había encontrado ninguna pareja con quien pasear, excepto Kapuskin, con
el que había hecho la guerra de Polonia y al que ahora se había encontrado aquí.
Kasanzew se separó de su amigo, le perdió de vista y le buscó a través del parque.
De pronto se encontró ante una gran casa oscura. Junto a la casa había trescientos
o cuatrocientos camiones. Aquí habrá trabajo, se dijo, pues Polonia está llena de
elementos, peligrosos elementos. La reunión se celebra en una sala gigantesca. La
sala estaba llena de humo de tabaco. Se oía un gran ruido de platos, cuchillos y
tenedores, y la gente comía y bebía de una manera desaforada. Se veían sargentos,
oficiales, soldados y miembros de la UGB y de la NKVD, estos últimos armados hasta
los dientes, y todos estaban revueltos. ¿Por qué estaba aquella gente allí, si de
un momento a otro tenían que comenzar las conversaciones tácticas? La reunión se
aplazó hasta el domingo por la tarde. Se esperaba todavía a algunos personajes; dos
secretarios generales del Partido bielorruso de Minsk y un enviado especial de la
Séptima Sección de Moscú. Kapuskin lo sabía todo, incluso esto. Ante la puerta de
la casa había una infinidad de camiones, unos quinientos miembros de la NKVD y una
serie de oficiales políticos del tercer ejército. Aunque el enviado del secretario
general bielorruso Ponomarenko no hubiera llegado, la tarea a realizar era
evidente. Polonia tiene que ser pacificada y cuatrocientos camiones destinados a
hacer viajes de ida y vuelta están dispuestos para cuando llegue el momento
crítico. Pero no hay que hablar de esto. Kapuskin, yo no he dicho nada. En el
regimiento vecino al nuestro había un comisario que llamó la atención de sus
soldados sobre los incidentes fronterizos y que se permitió advertirles acerca de
la posible inminencia de una guerra contra Alemania, y el comisario fue detenido y
desapareció.
Kasanzew —y como él, Kapuskin— ignoraba que había tenido el honor de participar en
un banquete dado por los miembros del servicio secreto de seguridad al enviado
especial de la 7.a sección de Moscú, y no sabía tampoco que entre aquellos
oficiales políticos de alta graduación estaba el ayudante del mariscal Budieny, el
cual estuvo hablando del madurado plan para la pacificación de la Polonia Oriental.
Kasanzew y Kapuskin bebieron de lo lindo. Luego, empujado por una extraña
inquietud, Kasanzew marchó a través de grandes y desiertas galerías. De vez en
cuando oía resonar los pasos de unas parejas, que se escurrían como fantasmas.
Desde las telas, sujetas a grandes marcos dorados que el tiempo había cubierto de
una oscura pátina, una serie de nobles polacos le miraban con inquietante gravedad.
Llegó hasta una habitación en la que, junto a un banco de carpintero y un bote de
pintura, apoyados contra la pared, en el suelo, había un montón de viejos retratos,
que Kasanzew fue examinando uno tras otro.
Allí, ante el piano, estaba Wojenny, sonriendo pérfidamente, como si supiera que el
capitán Kasanzew le había parecido que, mejor que el retrato de Stalin, en aquel
marco que estaba en la habitación desierta, junto al banco de carpintero, convenía
poner el retrato de aquella mujer de rostro empolvado y fina sonrisa.
Kasanzew abrió los ojos, vio un pedazo de cielo y los volvió a cerrar enseguida. Un
fuerte zumbido atronaba el espacio. Una fresca ráfaga de viento llegó hasta él. Se
pasó la mano por la cabeza y entre sus cabellos halló una esquirla de vidrio.
—Woina…
—Sí; se han aliado con los alemanes y acaban de atacarnos. Anda, sal inmediatamente
de aquí. ¿No ves que la casa se ha quedado sin tejado?
Sí; el tejado había volado. Estaban en guerra. Aquello era como para hacer perder
el juicio a cualquiera. Pero antes de perder el juicio, por lo menos, debía pensar
en la nueva situación, y Kasanzew se volvió a tumbar sobre el camastro. Kapuskin se
enfureció y precipitadamente abandonó a su amigo. Al poco rato, un poco más sereno,
Kasanzew se levantó, salió al corredor, bajó unas escaleras y se dirigió a la
bodega de la casa, donde estaba instalada la cantina. Pidió un vaso de vodka y un
arenque. Se bebió el vodka de un trago y, con la cabeza entre las manos, se quedó
mirando el arenque, y se hundió en una blanda somnolencia. La gente entraba y salía
de la cantina. Muchos hombres se sentaban a la mesa y al poco rato se volvían a
levantar. Poco a poco, a causa del barullo, se fue despertando otra vez. Así, pues,
las comunicaciones con Moscú estaban cortadas. El teléfono y el telégrafo habían
dejado de funcionar. Y el ferrocarril de Grodno, también. Entre Bialystok y Grodno
no había más que ruinas. El puente sobre el Njemen había sido arrasado. ¿Qué
pasaría ahora con la conferencia para la liberación de la Polonia oriental? Alguien
dijo que la conferencia se había suspendido. El secretario general de Ponomarenko
ya estaba en Minsk, el enviado especial de Moscú iba camino de regreso y los
oficiales políticos citados para la reunión se habían vuelto a incorporar a sus
respectivos regimientos.
—Pero ¿cómo voy a incorporarme a mi regimiento si de aquí a Grodno no hay más que
ruinas?
La «Sección Especial» estaba instalada en la oscura casa del parque. Sobre los
árboles del parque zumbaban los aviones alemanes. Una lluvia de fuego caía del
cielo. Hojas, ramas y cascos de metralla de los antiaéreos se precipitaban al
suelo. Como los demás, Kasanzew fue corriendo de árbol en árbol, y tuvo una
desagradable sorpresa al comprobar que la protección antiaérea no funcionaba con la
debida regularidad.
La casa se hallaba al final del parque y parecía bien protegida. Era algo más baja
que las demás y estaba escondida entre los árboles. Los tipos que había por allí,
de mala catadura y enfundados en zamarras de cuero, eran los mismos que Kasanzew
había visto la noche anterior en el banquete. Allí le darían una orden de marcha,
aunque mejor que ordenarle la incorporación a su regimiento, que en aquel momento
estaba en plena retirada, sería que le dieran trabajo en la UGB COMP. La gran
concentración de camiones había desaparecido y en su lugar únicamente quedaban
algunos coches, en los que se estaban cargando máquinas de escribir, aparatos
telefónicos y telegráficos, estaciones de radio y carteras de documentos. Era
evidente que la «Sección Especial» se disponía a emprender la marcha. Los coches,
cargados hasta los topes, marchaban en dirección Este. Una pequeña columna de cinco
o seis camiones pasó junto a Kasanzew. Los camiones iban completamente repletos de
baúles, maletas y máquinas de coser.
Y también se veían algunas mujeres —que por cierto, no iban nada mal vestidas— y
bastantes oficiales. De uno de los camiones hicieron bajar a un general de
división, que estaba pálido y llevaba un uniforme muy sucio.
El coronel Semjonow acaba de recibir una mala noticia: su casa se ha venido abajo y
su mujer y su hija mayor han quedado sepultadas entre las ruinas.
—No; ya no es necesario que vayas a la «Sección», ni que vuelvas a aquella casa —le
dijo alguien a Kasanzew—. Todos los delegados del frente deben presentarse en
aquella barraca.
Todos los clásicos ejemplos para describir la situación habían sido superados por
la realidad. Ni la imagen de una estación atacada por el enemigo a la que llegan
trenes de refuerzos que inmediatamente acuden a las posiciones en peligro, sirve
para ilustrar lo que estaba sucediendo. Ni la escena de unos generales reunidos
alrededor de un gran mapa de operaciones haciéndose preguntas concretas y esperando
respuestas del mismo estilo, es apta para dar una idea de lo que estaba ocurriendo.
Por todas partes no se veían más que generales que habían perdido la cabeza, jefes
que únicamente se ocupaban en trasladar sus cosas y sus mujeres a los camiones,
oficiales del Estado Mayor con los nervios deshechos, oficiales ayudantes con los
rostros pálidos, telefonistas que iban chillando de un lado a otro, puertas
abiertas de par en par, documentos tirados en los pasillos, carteras llenas de
papeles caídas en las escaleras…
El cuartel del Estado Mayor parecía un nido de avispas. Había llegado el momento de
abandonar aquel edificio sobre el que estaba cayendo una verdadera lluvia de
bombas, y trasladarlo todo a un campamento improvisado, al Este de Bialystok, en un
bosque. El teléfono había dejado de funcionar y para cada orden era necesario un
ordenanza. Para comunicar con Minsk, con Moscú y con algunas de las grandes
unidades avanzadas, únicamente podía emplearse el telégrafo. Pero ¿cuáles eran las
unidades que estaban en su sitio? ¿Cuáles eran los jefes que estaban en su puesto
de mando? Para saberlo, Semjonow había enviado algunos enlaces, y tras recibir los
partes de estos mandó a algunos oficiales, a quienes dio plenos poderes para que
obrasen según sus propias iniciativas y para que se pusieran al frente de las
tropas que habían quedado sin mando.
Aquella era la única orden que repetía sin cesar; pues era también la única orden
que había recibido de Moscú.
—No podemos ofrecerles ningún medio de transporte. El jefe del regimiento deberá
componérselas con los medios que estén a su alcance.
—El general de división Masanow vuelve a pedir por usted, camarada coronel.
—El general dice que se trata de situar a sus hombres en una buena posición que
está al borde del bosque. El general de división Masanow desea realizar
inmediatamente la maniobra. Dice que solo le queda el veinte por ciento de los
efectivos de la división, camarada coronel.
Serán detenidos todos los oficiales y soldados que hayan abandonado sus puestos, e
inmediatamente serán enviados de nuevo a sus respectivas unidades.
Firmado:
Narischkin, general
Un charlatán comenzó a hablarle del avance hacia Moscú, del invencible Ejército
Rojo, y aquel tipo, que no podía aguantar el parpadeo de los ojos, ni ocultar sus
ideas pesimistas, acabó hablándole de sus asuntos particulares. Se trataba de
conseguir unos camiones que necesitaban con toda urgencia. Semjonow le envió al
jefe de tren.
Al cabo de dos días, entre aquel negro mar, apareció el cuerpo de Marusja, que era
esbelto como el de una muchacha.
—El campo de aviación de Wolkawisk pide combustible.
—Sí, camarada coronel, todo está preparado. Pero al abrir las espitas de las
cisternas, en vez de gasolina ha salido una mezcla completamente inservible para
los aviones.
—Desde hace unas horas no tenemos comunicación con él, camarada coronel.
—El general Ristin le ruega que aclare usted el asunto inmediatamente. Venga usted
conmigo, camarada coronel.
Semjonow atravesó el parque acompañado del teniente de la UGB. Los junkers volaban
tan bajos que casi rozaban las copas de los árboles. Ante la casa del parque había
gran número de camiones, y él, sin embargo, no tenía con qué hacer transportar las
municiones, la gasolina y los heridos. Y lo mismo que los camiones, hubieran podido
ser aprovechados todos aquellos oficiales de alta graduación (pues entre ellos
apenas había algún capitán) que iban y venían, junto a la casa, de un lado a otro.
Pero, no; era mejor así… Aquellos tipos, en cuyos rostros se veía estereotipada la
misma expresión de brutalidad, cubiertos todos con sendas zamarras de cuero,
pertenecían a la «Sección Especial». La «Sección Especial» está ligada al mando del
ejército como el garrote al perro. Pero la guerra es un hecho tremendo y, ¿cómo
irían las cosas si todas las medidas importantes debían ser primero controladas por
la policía?
«Marusja.»
La mujer fatal de las miradas seductoras acababa de aparecer de nuevo. Haciendo una
sonrisa, abrió a Semjonow la puerta del despacho del jefe.
El general Ristin estaba sentado ante su mesa de trabajo. Semjonow no quiso fijarse
demasiado en los rostros que, medio ocultos en la sombra, aparecían tras el
general. Una señorita vestida de comandante, con un cigarrillo en la boca y un
cuadernillo de taquigrafía en las manos, se quedó en el despacho. Wojenny, el
auditor, se paseaba de un lado a otro haciendo rechinar sus botas nuevas. Ristin
estaba leyendo un documento.
«Este hombre toca tan bien el piano —pensó Semjonow—, y Marusja le admiraba tanto…»
Ristin acabó de leer el documento y, sin hacer luego ningún comentario, haciendo un
gesto de afirmación con la cabeza, lo pasó a uno de sus ayudantes.
«Parece mentira que un tipo con esta catadura pueda ser coronel», pensó Semjonow.
—¿Qué ocurre con sus fuerzas, coronel Semjonow? ¿Qué le pasa a este «héroe» y
cuáles son sus funciones?
—Esto ya lo sé, por supuesto; pero quiero saber lo que ha hecho… ¿Qué opina usted
de él?
—Bueno; ya sabe usted que nuestra obligación es hacer la guerra, pero no podemos
dedicarnos a poner en seguridad a nuestras mujeres. Masanow llegó aquí con cinco
camiones en los que había cargado mujeres, bártulos y máquinas de coser…
—En la columna también había unos coches de turismo —dijo uno de los presentes.
—En mi opinión —prosiguió Ristin— necesitamos los coches para otras cosas. Le pido
a usted una explicación, coronel Semjonow.
—Únicamente puedo decirle que el general Masanow era un buen militar y que tenía la
absoluta confianza del jefe.
—El general Narischkin salió en dirección al frente, a Narew, desde donde habían
comunicado un ataque enemigo. Quiso informarse sobre el terreno para poder enviar
luego los refuerzos precisos.
—Bien; entonces tendremos que arreglarlo sin Narischkin. Ya nos hemos entretenido
demasiado con esta historia. ¿Qué opina usted de todo esto, camarada auditor?
El general de división Masanow compareció conducido por Medwed y un tipo tan zafio
como él, también coronel. La única diferencia entre los dos acompañantes era que
este último parecía tener roto el cartílago de la nariz, como los boxeadores.
Ristin continuaba sentado sobre la mesa.
—Y usted empaquetó a sus mujeres y se montó en un coche. Así se portan los cerdos,
los…
—Yo no soy tu camarada y tú has dejado de ser general de división. Como dice
nuestro juramento… Daremos hasta nuestra última gota de sangre por la Patria, por
el Partido y por el Gobierno. Pero tú combates con coches de turismo, mujeres y
máquinas de coser. ¿A dónde querías ir, cerdo?
Semjonow sabía que no había podido enviarle ninguna clase de ayuda y que incluso le
había prohibido retirarse ocho kilómetros y tomar posición en unas fortificaciones
que estaban junto al bosque.
PEQUEÑA VICTORIA
«Marchad, amigos míos, hacia el corazón de Rusia, hacia el Este, hacia casa. Yo,
sin embargo, me voy hacia el Oeste, lejos de esta ciudad, de esta barahúnda, de
estas correrías y este jaleo. Allí, por lo menos, se sabe que uno está en el
frente. Y a lo largo del Biala, en caso de necesidad, ya encontraremos un bosque
donde poder refugiarnos y pasar la noche con tranquilidad.»
Kasanzew sabía que al decir tres, el hombre dispararía, y levantó las manos. El
otro no era un soldado, sino un oficial, que tenía la cara picada de viruelas y
lucía una gran barba colorada. Era el comandante de un batallón, que en aquel
momento, como más tarde supo Kasanzew, controlaba a sus centinelas.
—Lo que tú eres es un cerdo parachutista. Anda, ven conmigo, voy a llevarte allí
donde descansan unos hermanos tuyos.
Kasanzew se vio obligado a marchar ante el oficial hacia el interior del bosque.
Fue conducido a la «Sección Especial», y allí enseñó su orden de marcha, su carnet
de oficial del Ejército Rojo y toda la documentación que llevaba encima: cartilla
para adquirir trajes, carnet del Partido y por último un documento que le
acreditaba como oficial destinado a una «misión especial».
—Todo está en regla —dijo el coronel—. Un hombre que en estos momentos se dirige
hacia el frente es tan buen soldado como tú, Uralow. Dentro de poco ya veremos si
el capitán conoce el camino tan bien como nosotros —y bajando la voz, añadió—: Dale
algo de comer.
Apenas acababan de hacer esa observación cuando el tanque de Morosow, que marchaba
en cabeza del segundo grupo, se vio rodeado de fantasmas. Esta vez se trataba, sin
duda alguna, de soldados que huían de la línea de fuego. Morosow mandó parar.
—Volvemos atrás… estamos sin mando… no sabemos lo que ocurre —murmuró otro.
—Se han marchado, camarada coronel, se han marchado en sus autos y no queda
ninguno.
—Muchos alemanes… una cortina de fuego sobre el río… no podemos aguantar más… nos
volvemos atrás.
¡Nos volvemos atrás! ¡Mui otstupajem! Una horrible palabra en los oídos del coronel
Morosow. El coronel salió del tanque.
—Mirad: esto es un tanque «KV»; este tanque pesa doscientas cincuenta toneladas, y
detrás de vosotros tenéis miles de tanques como este.
De pronto, los hombres perdieron su apatía, se animaron y algunos dijeron que desde
catorce días atrás no habían visto ninguna cocina de campaña.
—¡Que inmediatamente les den algo de comer, Uralow! Y luego, que se acomoden como
puedan sobre los tanques… Y vosotros oíd lo que os voy a decir: hacia aquí vienen
numerosos tanques y nosotros vamos ahora a iniciar la contraofensiva.
—Ya conocemos esas historias… los nuestros también decían lo mismo… Son invencibles
hasta el momento en que las primeras balas silban sobre sus cabezas…
Consiguió que, de mala gana, dudando y murmurando, los soldados volvieran su frente
hacia el Oeste. Muchos, sin embargo, no sabían qué hacer y no acababan de
determinarse. En esto, un coche de turismo paró junto al grupo. El jefe de la
artillería de la recién deshecha división iba en el coche.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué marcha usted hacia atrás, camarada general?
—No tiene usted idea de lo que allí ocurre, camarada coronel. Vaya usted un poco
más hacia delante y mire a su alrededor: la gente está descalza, las alambradas han
quedado atrás y, aunque tenemos armamento, nos hemos quedado sin municiones. El
Estado Mayor solo nos envía promesas, pero nosotros no podemos disparar promesas.
¿Quiere usted decirme con qué debemos aguantar si únicamente disponemos de nuestras
manos?
—¿Qué le hace falta a usted? Dígame usted el calibre de los cañones. Podemos
facilitarle las municiones que usted desee. Mire usted el mapa… ¿Ve usted el cruce
de caminos en el bosque? Al llegar a este cruce, tome usted por la izquierda y al
cabo de cinco kilómetros llegará usted a una pequeña elevación del terreno. Allí
está nuestra plana mayor, allí le darán a usted lo que desea.
—Los cañones todavía pueden ser salvados; pues el enemigo, aún no ha cruzado el
río. Tenga usted en cuenta que en estos momentos en aquel sector no ofrecemos
ninguna resistencia.
—No puedo contestarle con toda exactitud. Lo único que sé es que el enemigo ha
abierto una gran cortina de fuego a lo largo de un gran trecho del río.
Hacia el mediodía, las tropas de Morosow pasaron el puente y, al otro lado del río,
se desplegaron en orden de combate.
Los tanques alemanes también deseaban acortar la distancia. Por fin, cuando estaban
a cuatrocientos metros, abrieron fuego. Morosow, dentro de su tanque, se sonrió.
Los impactos alemanes se estrellaron contra los gruesos blindajes rusos. Morosow
ordenó que los dos grupos extremos de su línea se quedaran para cubrirle, y, al
frente de su sección, que estaba en medio de las fuerzas, avanzó hacia el enemigo.
La orden de fuego se cumplió al momento de ser dada. Los cañones rusos del 7,6 cm
tenían una formidable potencia. Unos relámpagos de fuego cruzaron sobre el campo de
centeno. Se levantaron nubes de polvo y centeno. Allí donde cesaba una fuente de
humo y tierra, surgían nueve más.
El sol del mediodía brillaba sobre el campo y sus rayos se quebraban contra la
parte trasera de los tanques alemanes, que se alejaban, sumergidos entre los altos
tallos del centeno. Fogonazos, nubes de humo, ramas cortadas. Tanques alemanes que
se daban a la fuga y tanques destrozados que se quedaban inmóviles.
Y, por primera vez, bajo el cielo azul, se oyó el ¡hurra! de la infantería rusa.
TANQUES RUSOS
El teniente coronel Vilshofen había recibido orden de su jefe y del mismo Cuartel
General de volverse a incorporar a su antiguo cuerpo. Así, pues, fue enviado a una
división de tanques, una de cuyas secciones quedó bajo su mando. El primer encargo
que recibió fue destruir un grupo de tanques enemigos, tomar un puente y establecer
una cabeza de puente en la otra orilla del río.
El perfil de los tanques rusos se fue dibujando al otro lado del campo de centeno.
«El jefe ruso, que seguramente está en uno de aquellos tanques, no se ha dado
cuenta de que dentro de un momento se las tendrá que haber con una gran formación,
pensó Vilshofen; por esto no dispara todavía.»
Vilshofen estaba demasiado confiado. Pensaba atacar de una manera fulminante, tomar
el puente y, tal como le habían ordenado, establecer una cabeza de puente en la
otra orilla.
Las dos compañías ligeras —«Bussard» y «Falke»— estaban a seiscientos metros del
enemigo. La compañía pesada, llamada «Adler», en cuyo centro marchaba Vilshofen,
avanzaba unos trescientos metros más atrás.
Era un mediodía caluroso. El sol quemaba de una manera implacable y los cañones
rusos disparaban de un modo más implacable todavía. La primera salva rusa produjo
cierta sorpresa. «Esta gente tiene cañones de largo alcance y gran potencia.» El
fuego ruso, sin embargo, no era concentrado, sino disperso y confuso. Vilshofen vio
salir una llamarada del tanque vecino. El impacto había sido certero. Solo un
hombre apareció por la torreta. Más a su izquierda, otra llama salió de otro
tanque. A su derecha, un tanque pesado voló por los aires. Un tanque ruso giró
hacia un lado, se detuvo y continuó disparando.
Los rusos recibieron nuevos refuerzos del bosque y más grupos de tanques surgieron
de entre los árboles. Vilshofen ordenó que la sección «Adler» disparara contra
ellos antes de que se hubieran acercado a los demás.
«¿Qué hacer…? No conseguimos nada. Nuestras granadas son impotentes contra estos
tanques.»
Volverse… era algo inimaginable. El jefe no podía concebir semejante cosa. Una
orden estaba grabada en su mente: aniquilar el grupo de tanques enemigos; tomar el
puente; establecer una cabeza de puente en la otra orilla del río. Ocho tanques
estaban ardiendo, y uno estaba a punto de arder, y otro acababa de recibir un
impacto.
La orden inimaginable había sido dada a toda prisa, y esta orden inesperada fue
cumplida al instante por la compañía.
Estampidos y más estampidos… Había que procurar que los rusos no contraatacaran.
Era lo único que se podía hacer; lo único que posiblemente se conseguiría.
El cañoneo produjo sus efectos. Sin embargo, unos tanques dejaron de disparar y
hasta al cabo de un rato no se dieron cuenta de que todavía ofrecían un buen blanco
a los rusos, y volvieron a hacer fuego. Los tanques rusos se detuvieron. El enemigo
quedó atrás. La sección continuó disparando desde lejos, se detuvo en los linderos
de un bosque, y desde allí prosiguió el cañoneo. A lo lejos, en medio del campo,
quedaron los tanques alcanzados por los rusos. Algunos estaban ardiendo. Unos
tanquistas se escabullían entre el centeno, procurando alcanzar, protegidos por el
fuego de sus compañeros, las primeras líneas.
—¿Qué desea usted aquí, Vilshofen? ¿Qué maldita calamidad les ha ocurrido a
ustedes?
Antes de llegar Vilshofen al puesto de mando, el jefe del regimiento había sido
puesto al corriente por la telegrafía de la sección «Adler», que los tanques se
habían retirado protegidos tras una cortina de niebla.
—¿Qué les ha ocurrido a ustedes? Usted tenía la orden de tomar el puente. Esta
noche debía haber sido establecida la cabeza de puente al otro lado del río.
—Con su permiso, mi coronel, debo informarle que hemos tropezado con una sección de
tanques mucho más modernos y potentes que los nuestros. No teníamos ninguna
esperanza de poder alcanzar nuestros objetivos. Atacamos, pero nuestros cañones no
pudieron nada contra los tanques enemigos.
—Venga usted conmigo, mi coronel, y haga usted el favor de contemplar de cerca los
tanques rusos. Durante diez minutos he tenido yo una seria experiencia de ellos.
Catorce, quince o quizá dieciséis de nuestros tanques, no sé exactamente cuántos,
han sido alcanzados por el enemigo y todavía están ardiendo.
—Hubiera usted debido procurar que los tanques rusos quedaran bien apiñados, y
sorprenderlos luego con un fuego concentrado.
—Los tanques no han podido tomar el puente. Los rusos están en esta orilla del río,
donde han desplazado un fuerte contingente de tanques. Nosotros hemos perdido
quince o veinte de ellos. Tenemos ante nosotros unas secciones de tanques mucho más
modernos y mejor armados que los nuestros. Nuestras granadas, en este caso, no
tienen ninguna eficacia. La orden no puede ser cumplida.
—Imposible… Es una orden del Führer. Hasta esta noche, tenemos tiempo para
comunicar que el puente ha sido tomado. Vuelva usted a atacar otra vez con su
regimiento. Eche usted mano de su segunda sección. Dentro de un momento espero su
llamada.
—Volverá a repetirse lo mismo y el puente no podrá ser tomado. Lo único que cabe
esperar es que los rusos se retiren de donde están; pero eso, claro está, no es
probable.
Esta vez fueron dos las secciones que atacaron y que se quedaron en la estacada.
Ardieron ocho tanques de la sección de Vilshofen y catorce de la otra sección. El
enemigo contraatacó con más empuje que en la primera ocasión y llegó hasta las
afueras del pueblo, donde estaba el mando del regimiento.
—Y pensar que nunca nos han dicho nada acerca de este nuevo tipo de tanque ruso —
dijo Von Germersheim.
Sobre el puesto de mando del jefe ruso brillaban las estrellas de la Osa Mayor, y
un poco más allá titilaban Castor y Pólux. Y bajo las estrellas corría el río, y
sobre él estaba el puente, y más allá, a la izquierda de las dos estrellas, los dos
pueblos que aquel mismo día habían pertenecido a los alemanes y que ahora, poco
antes de caer la noche, habían sido recuperados.
Se cursaron las órdenes oportunas para que las fuerzas se fueran reagrupando. De
todos modos, el mando retuvo un contingente de reserva. La noche se hizo muy
oscura. Comenzaron a cumplirse las primeras medidas para el cambio de posiciones.
Sobre las tiendas de campaña se oyó roncar de motores. Los aparatos pasaron sobre
las tiendas y se alejaron. Al poco rato, sin embargo, cayó la primera bomba. Y
enseguida cayeron muchas más. Los jefes y oficiales se pusieron en pie. Las bombas
caían a unos quince kilómetros de allí, pero no hacia el Este, sino hacia el Oeste,
en un gran bosque donde estaba concentrada toda la impedimenta del Cuerpo de
Ejército. El bosque estaba incandescente. Hasta los rostros de los jefes y
oficiales llegaron oleadas de aire caliente y de olor a quemado. Las detonaciones
se sucedían sin cesar. Cisternas de combustibles, cajones de municiones y bagajes,
todo fue por los aires. Cada explosión era el comienzo de una larga cadena de
explosiones.
—Es mejor que nos envíen un auxilio dentro de veinticuatro horas que un gran
refuerzo dentro de dos días —dijo el jefe de operaciones al alto mando.
—Camarada general de brigada, únicamente puedo repetirle lo que antes le dije por
telégrafo: tan pronto como inicie el contraataque tendrá usted todo lo que
necesita.
Aquel mensaje pareció que hacía olvidar al general de división toda noción de la
realidad y borraba para él la presencia del general del Cuerpo de Ejército, así
como la de sus acompañantes. Echó mano de su cantimplora y bebió un trago. Luego
alargó la cantimplora a los demás. Primero, al coronel Morosow y enseguida a los
cinco o seis que estaban junto a él.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre? —comenzaron a preguntar los generales y coroneles que
rodeaban al jefe del Cuerpo de Ejército.
Todo aquello era tan extraordinario que incluso el jefe de la «Sección Especial»,
aquel hombre tosco y pesado, se quedó inmóvil, como si hubiera echado raíces.
Era evidente que todo aquello había de tener un mal fin. Morosow comenzó a hablar y
su voz sonaba como una vieja campana.
—Era un arma perfecta, una hermosa máquina. ¡Aquello era una división! —dijo, y
bebió otro trago y volvió a ofrecer la cantimplora a sus compañeros.
LA RETIRADA DE BIALYSTOK
El jefe del Cuerpo de Ejército, acompañado del teniente general Narischkin, del
coronel Semjonow, del jefe de la sección de operaciones y parte del Estado Mayor
volvieron a Bialystok. Solo por unas horas… Los últimos combates en el Biala, el
desorden, el caos y los comunicados acerca del cobarde comportamiento de la
población civil irritaron de tal manera al jefe del Cuerpo de Ejército que decidió
abandonar el campamento del bosque. Había vuelto a Bialystok decidido a poner orden
en aquel tremendo embudo de soldados y vehículos, en el que la muerte se cebaba a
sus anchas, y a procurar que el camino quedara pronto despejado para así poder
organizar el movimiento de las tropas. Donde antes había estado instalado el
Cuartel General, solamente quedaban algunas paredes en pie. Así, pues,
inmediatamente se dirigió a su antigua casa. Los sesenta hombres de su
acompañamiento tendrían que acomodarse en aquella casa que había permanecido a un
antiguo hacendado polaco.
Desde allí, tras haber pasado sobre el puente del Biala, llegaba la primera oleada
de soldados en retirada, cuyas avanzadas pasaban en aquel momento bajo la ventana
de la casa de la calle de Sienkewitsch. Habían sido enviados a las maniobras con
pocos fusiles y algunas ametralladoras «Maxims» de la primera guerra europea, la
munición en los bolsillos y unos mendrugos de pan en el macuto. Así fueron
sorprendidos por el fuego del enemigo. Unos iban con las suelas de los zapatos
destrozadas y otros, peor aún, descalzos. Se les veía cubiertos de polvo, con
trozos de camisa arrollados a la cabeza, apoyados en bastones, cojeando, o tendidos
en camillas. Así avanzaban sobre el asfalto. El embotellamiento del puente había
sido despejado (gracias, desde luego, a los esfuerzos de Semjonow) y los soldados
podían avanzar libremente. Llenaban todas las calles y hasta los tejados subía un
tremendo olor a barro y a sudor. Ahora tenían libre el camino del Este. Los altos
jefes de la «Sección Especial» no habían podido despejar los caminos. Y hubieron de
recurrir a las buenas maneras, a la capacidad persuasiva y al sentido común del
jefe de la sección de operaciones. Y ahora que todo estaba arreglado y las tropas
tenían el camino despejado, Semjonow se sintió más tranquilo y, por fin, pudo
satisfacer un impulso que desde hacía cuatro días venía sintiendo. Así, pues, de
pronto se encontró entre la gente, camino de la calle Zabludow, en la que desde dos
días antes se habían terminado los trabajos de desescombro. Y tuvo que contemplar y
tocar aquel gran montón de ruinas para hacerse cargo de que su desgracia había sido
un hecho real.
Había visto, pues, la tumba de su mujer. No podía hacer nada por ella, y ahora
tenía que volver a la realidad de la vida, a ese continuo y atropellado empujarse
hacia el Este.
Casi se espantó al oír su propia voz, y sintió una tremenda angustia al pensar que
la calle Zabludow iba a quedar atrás para siempre, y que él ya pertenecía a aquella
riada humana. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Más que nunca, aquellos soldados
eran su auténtica familia. El sargento se apoyaba en un bastón y arrastraba entre
el polvo del camino una pierna envuelta en harapos y tinta en sangre.
— Nitschewo[4].
—¿Kak dielá?
Era un rostro joven. El muchacho le miró y se dio cuenta de que hablaba con un
coronel desconocido.
—¿Kak dielá?
Marchaban con la cabeza hundida sobre el pecho, los pies llenos de llagas, sin un
mendrugo de pan en el macuto, sin nadie que les condujera, sin poder socorrer a los
heridos, tocados con una simple blusa vieja.
¡ Nitschewo!
—¡El invencible Ejército Rojo! —decían los polacos—. ¿Hacia dónde vais tan aprisa?
Habéis equivocado el camino: no es por esta sino por aquella calle que se va a
Varsovia.
Los polacos habían perdido el miedo, pero Ristin no podía hacerlos fusilar a todos.
«Un hombre de las catacumbas, pero si hay alguien capaz de desempeñar esta tarea,
es este capitán», le había dicho Ristin.
La otra puerta que daba al despacho estaba abierta y a través de ella se oía hablar
a Narischkin:
—¿De qué está usted hablando? ¿Qué se ha creído usted? ¿Se imagina que está usted
de permiso, en las montañas del Cáucaso, donde crecen amapolas blancas? ¡Largo de
aquí! ¡Que no vuelva a verle más!
Un hombre cuyo rostro parecía una careta blanca y recordaba a los payasos del circo
apareció en el marco de la puerta y se alejó por el corredor.
—¡Ahora resulta que no podemos disponer de ningún vagón y que no hay ningún medio
de transporte…! —exclamó Ristin, y al cabo de unos instantes añadió—: ¡Entre usted,
capitán Uralow!
—Y entre usted también, Semjonow. El asunto del capitán Uralow no admite demora;
enseguida trataremos de lo nuestro.
—Cumplirá usted el cometido, estoy seguro de ello. La vida de cien mil personas
depende de ello.
Se trataba de hacer llegar aquel mensaje al Estado Mayor del tercer Cuerpo de
Ejército, que posiblemente se encontraba en Grodno, para así coordinar los
movimientos de los dos Cuerpos de Ejército. Otro correo había sido enviado a Brest,
al jefe del cuarto Cuerpo de Ejército.
—Tengo gran confianza en usted, camarada capitán, y estoy convencido de que usted
la cumplirá a la perfección.
—Dicha por él, no se trata de una frase vacía. Pero ¿por qué tiene uno que haber
perdido a sus padres y ni siquiera recordar sus nombres, y no saber nada de su
pasado para poder llegar a ser un buen soviet?
Narischkin —pensó Semjonow— había hecho aquella pregunta in esperar que fuera
contestada. Y la había formulado en un tono especial. ¿Qué significaba aquello? «Me
parece, camarada general, que una estrella no está completamente en su sitio. ¿Pero
qué significa una estrella en el uniforme de su general, y qué importancia tiene
que esté bien o mal colocada…?» Todo el Cuerpo de Ejército estaba entonces en
desorden.
Semjonow no se refirió en voz alta a las estrellas del general, sino a las del
capitán.
—En dos ocasiones, los muchachos mataron a sus educadores y se escaparon del
establecimiento. Y el pequeño Uralow tomó parte en los dos motines; así reza en sus
antecedentes.
—¡Esos Besprisorys…! Recuerdo que una vez, en Moscú, vi asomar el rostro de uno de
esos hombrecillos por la boca de un sumidero… Y en el «Orient-Express», Semjonow,
trata de aguantarte en los topes cuando el tren marcha a toda velocidad y verás
cómo te rompes la crisma. Pero esos chiquillos lo hacen, y muchos no tienen más
allá de seis o siete años. Muchos se caen, claro está, y se matan; pero quedan
muchos más. Se apean y aparecen en cada estación, como una bandada de pájaros, y
pillan cuanto pueden, que es todo lo que no está sujeto con un cordel o una cadena.
—Así, pues, nuestro Uralow aprendió a leer y a escribir, recibió todo lo que tiene
del Estado soviético (ignora ahora lo que el Estado le quitó) y en este momento
está dispuesto a dar su vida, y antes de partir exclama: Sa Rodina, sa Stalina.
LUEGO LO CELEBRAREMOS
Era la duodécima vez que la escuadrilla del capitán Scheuben volaba sobre
Bialystok.
Una caída en el vacío, tanto si se produce desde el pico de una montaña, como si
tiene lugar en un avión destrozado, desde el cielo, dura lo bastante para que ante
uno pasen las principales imágenes de la vida de un muchacho de diecinueve años. En
este caso, en todas las imágenes destacaba el color blanco: las campanillas del
campamento, las velas de un barco, el vestido que la tía Elisabeth llevaba el día
de la despedida, e incluso los pantalones cortos y la chaqueta de Molle…
«Ha disparado usted un poco sobre el objetivo, querido Ense», recordaba que le
había dicho Scheuben tres días antes. ¡Era duro haber perdido a Molle! Sí; hubiera
debido hacerle bajar del avión. Y todos nosotros, ¡Dios mío!…, el campanario de la
iglesia, la calle, la gente, todas las calles llenas de gente, como si fuera un
mercado. Todo esto no puede ser más que una pesadilla. Pero hay que emplear todas
las energías. Luego uno se despierta y todo es diferente. Y al cabo de veinte
minutos la pesadilla vuelve a comenzar de nuevo…
Molle se encontraba en el «Ju 88» que acababa de ser derribado sobre la ciudad. Así
lo había querido. Aquel mismo día, cuando el alférez Von Ense estaba mirando el
gran mapa mural, Molle se le acercó y hablándole al oído le volvió a rogar que le
permitiera acompañarle. «A usted no le ocurrirá nada, y el “viejo” ni se dará
cuenta de ello. He preparado un par de botellas para celebrarlo a nuestro regreso.
¡Hecho, Ense!» Pero, no; todavía no estaba hecho. Molle fue descubierto en el
puesto del ametrallador de popa. «Realmente es usted muy tozudo, Molle, y, desde
luego, mi obligación sería hacerle bajar inmediatamente de aquí.» Pero aquellas
palabras no le hicieron mover de su sitio. Y otra vez volvió a referirse a las
botellitas que tenía preparadas para luego. «Cuando regresemos, el champaña estará
en su punto, bien frío. Y por este vuelo daría yo todo un cajón de botellas, ya ve
si es importante para mí. También yo quiero tener algo que contar a mis chiquillos,
y en esa futura historia deseo que la estación de Bialystok ocupe un lugar de
honor.»
—Mira esos alemanes. ¡Van a la guerra vestidos como una primera bailarina, como la
Ulanowa, con pantaloncitos de baile! Y mira estos zapatitos; toca las suelas, son
tan delgadas como un papel. ¿Cuántas verstas se propondría caminar este tipo con
semejantes zapatos?
—¡No seas tonto, hombre! ¿No comprendes que este fulano es aviador y no tiene que
caminar, sino volar, y es natural que las suelas no se le gasten?
—Deja esto, Antón. Saca los dedos de ahí, no vaya a ser que ocurra algo.
—Sí; apártate, Antón; apártate, Iwan. Mirad que vamos a ir todos por el aire.
Un capitán se acercó al grupo. En el cuello de la guerrera llevaba las insignias de
capitán político, y todo el mundo le abrió paso. Era el capitán Kansanzew.
—No decís más que tonterías —dijo; y con la punta de su bota movió el cadáver de
Molle—. Fijaos bien: no calza botas adecuadas y viste pantalones cortos. Ya veis lo
mal equipados que van. Su producción textil es insuficiente. Y aquí, en el macuto,
vamos a ver lo que lleva. Sí; ya me lo figuraba, un trozo de pan y un pedazo de
tocino.
—No hagas caso, lija. Todo esto son palabras vacías. ¡Hace tiempo que nos repite lo
mismo!
—Y, hablando de otra cosa, ¿cómo pretendéis comer con esta desorganización que hay
aquí?
—Nos tenemos que organizar. Ponernos en marcha, obedecer a un jefe; entonces nos
darán nuestra ración en el cobertizo.
—Ras.
—Dwa.
—Tri… [6]
Hasta este momento, la conversación entre Narischkin y Semjonow había versado sobre
asuntos generales y, en particular, acerca de su alojamiento y situación actual.
—Pjotr Iwanowitsch, vamos a hablar como habla un guerrero a otro guerrero. Debemos
detener esta riada… naturalmente; esto es lo que queremos. Pero nosotros no tenemos
fuerzas con que hacer frente al enemigo y tampoco tenemos instrucciones concretas.
Nos falta organización. Ya lo sabes: al soldado ruso puedes alimentarlo mal; pero
si no tienes nada que darle, se acaba la disciplina, las órdenes se esfuman y no
queda rastro de ninguna moral combativa. Y en esos momentos del caos, incluso el
oficial se convierte en un fugitivo. El soldado pelea y no combate mal; pues, en
realidad, no puede hacer otra cosa. Pero llega un momento en que también deserta.
Estos últimos días hemos enviado nuevos oficiales al frente, y esos oficiales
tienen la orden de tomar el mando y hacer que las tropas permanezcan en sus sitios.
No podemos permitir que las cosas continúen así. La situación es imposible y, a
pesar de estas órdenes que hemos dado, todo se volverá contra nosotros. Mira por la
ventana y observa la marcha arrolladora de los soldados.
—Las tropas siempre tienen que abrirse paso con las armas.
—Sí, desde luego; pero las tropas deben luchar con cierta coordinación y tienen que
ser conducidas de una manera inteligente y hacia unos objetivos concretos.
—Así es, en efecto, Alexei Alexandrowitsch. Pero ¿hacia dónde deben ser conducidos
estos hombres?
—Usted sabe perfectamente, Semjonow, que esta pregunta no puede ser planteada como
usted acaba de hacerlo. No hemos recibido ninguna orden de retirada. ¿Cuál es, sin
embargo, la realidad? Hace unos momentos estaba aquí el jefe de la defensa de
Bialystok y no ha sabido informarse acerca de la situación del enemigo. A cada
momento se reciben noticias contradictorias y lo único que parece ser cierto es que
todas las carreteras que conducen a la retaguardia están siendo bombardeadas de una
manera implacable. A centenares de kilómetros detrás nuestro, e incluso en Minsk y
en Borrissow, caen las bombas sin cesar. La situación del enemigo es tan poco clara
como la nuestra; sin embargo, parece ser desesperada, pues se diría que todos
nosotros hemos caído en una gran trampa. Oiga usted, Semjonow; no hace mucho hablé
con Korobkow del tercer Cuerpo de Ejército. Opina igual que yo, pero Korobkow no
puede proponer al Comité de defensa de Moscú, ni yo tampoco puedo hacerlo, que el
ejército abandone estas posiciones insostenibles. Así, pues, vamos a hablar de la
coordinación de las tropas, pues esto sí que nos está permitido hacer. Vamos a
plantear nuestras posibles operaciones. Tenemos que conducir a un chivo, pero antes
debemos apartar a una vaca del camino.
Narischkin revolvía unos papeles que estaban sobre su mesa de trabajo: telegramas
de Moscú, del Comité de defensa y del Alto Soviet de guerra. Echó una mirada a los
papeles y los volvió a dejar sobre la mesa.
—Se nos pide lo imposible. Debemos avanzar y, en el peor de los casos, mantenernos
en las posiciones hasta el último momento. Por esto tenemos el caos ante nosotros.
Tú eres mi jefe de operaciones, Semjonow, y eres un buen estratega. Debo confiar en
ti. Y tú ves y entiendes perfectamente cuál es nuestra situación, y sabes, sin
embargo, que no podemos permanecer aquí sin hacer nada, con los brazos cruzados.
—Muy bien, Pjotr, me gusta oírte hablar así. Si estos momentos no fueran tan
graves, abriríamos una botella, nos emborracharíamos a conciencia, nos abrazaríamos
y luego nos besaríamos en las mejillas. Pero no podemos hacerlo. Estamos en guerra
y muchos son los que pierden la vida. Tú has perdido a tu esposa María Andrejewna.
Pero todavía tienes a tu hija Irina. Piensa en los hijos y en los padres cuya
existencia depende de ti. Y ni tú ni yo querremos llevar esas muertes sobre nuestra
conciencia. Escucha, Pjotr, hemos ido juntos a la escuela y juntos hemos aprendido
historia.
Si, efectivamente, habían ido a la misma escuela. Era una vieja casona de madera,
construida con abetos centenarios. Desde las ventanas se veía el río Obi, cuya
orilla derecha estaba a cuatro pasos de la escuela. Ingresaron allí cuando la época
de los zares. ¿A dónde quería llegar Narischkin?
—¡Pues claro!
—Claro que me acuerdo, Alexei. ¿A quién no le evoca nada este nombre? ¿Pero qué
tiene esto que ver con lo que ahora estamos debatiendo?
—Todo esto no tiene sentido, Pjotr. No nos sirve de nada. El pasado no ha dejado
rastro… —exclamó, alargando a Semjonow uno de los telegramas, que no había caído al
suelo.
«Tiene usted que emprender una lucha sin cuartel contra el derrotismo. Todos los
que traten de desorganizar el funcionamiento de la retaguardia, los desertores, los
que hagan cundir el pánico y los que propaguen noticias tendenciosas, serán
liquidados en el acto…»
—¡Así no hay nada que hacer! Junto al cuartel de Estado Mayor está el cadáver del
jefe del cuerpo de tren. Por esto no llega ningún material, ni ningún camión
cisterna con gasolina. Allí está el cuerpo de un jefe de artillería y su muerte no
ha solucionado nada. Aquel hombre había hecho retirar las piezas a trescientos
metros de la línea de fuego, pero no lo hizo por capricho, sino obligado por las
circunstancias. Y, a pesar de todo, las piezas se han perdido. Allí está el cuerpo
de un jefe de ingenieros. Y no por esto se ha ajustado el ancho de las vías de
Bielorrusia al ancho de las nuestras, y las dificultades de transporte continúan
siendo las mismas. Allí están los cadáveres de un jefe de regimiento y el de un
jefe de batallón, y también está el de Masanow, un jefe de división. ¿Y qué le ha
sucedido a Kulik, al mariscal, de quien no hemos vuelto a saber nada más? Han
desaparecido y muerto muchas personas, y esto prueba que en estos momentos
carecemos de un plan general; pues el primero no tuvo ninguna eficacia y el
segundo, por su parte, fue como el anterior.
—Deja estar a ese Hitler. Al fin y al cabo no ha sido Hitler quien ha hecho
nuestros distintos planes de defensa. Ya tenemos bastante con nuestra propia locura
y extravagancia política. Hitler pega como un loco a diestra y siniestra y acabará
creando una gran coalición mundial contra él. Ya verás cómo al final se le tendrá
que sujetar con una camisa de fuerza. ¿Has oído el último discurso de Churchill?
—Otra gente, sin embargo, sí que ha tenido tiempo para ello; pues esos pillastres
de tu Estado Mayor no hacen más que hablar de ello. El discurso de Churchill ha
producido más efecto que cualquier noticia de Moscú.
—El caso es que ahora tenemos a ese Hitler delante de nosotros y hay que reconocer
que no pega mal. Lo que necesitamos es una pausa para poder respirar y una nueva
línea defensiva donde podamos reagruparnos de nuevo. Y esta línea se nos niega. Por
lo demás, ya sabes tú lo que necesitamos. Y lo que recibimos…; aquí están, en el
suelo, las promesas. ¡Podemos escupir sobre ellas, Pjotr! Nadie viene en nuestra
ayuda, y no se nos envían alambradas, ni granadas, ni un litro de esencia. Palmo a
palmo mediremos el terreno que separa Bialystok de Minsk. Aquí estamos, en
Bielorrusia, y formamos un conjunto de ciento ochenta mil hombres, y a nuestra
derecha tenemos otros tantos, y nuestros vecinos de la izquierda, lo mismo.
Contando las tropas de aviación y las unidades que están en la retaguardia
inmediata, formamos un conjunto de unos ochocientos mil hombres.
—¿Qué será de nosotros, Pjotr? Ochocientos mil hombres no es algo que se pueda
llevar tranquilamente de un lado a otro, y luego, de pronto, pueda desaparecer sin
dejar rastro.
—Pero lo cierto es que aquí estamos ante un formidable grupo de ejércitos enemigos,
casi arrollados por los flancos y sin ninguna protección detrás nuestro. Estamos
abandonados a nosotros mismos. ¡Ah, mi querido amigo! Somos rusos y por lo tanto
quizá tenemos demasiada paciencia. Pero ¿crees tú que debemos aguantarnos aquí sin
otra esperanza que la de una derrota cierta?
—¿Cómo terminar con esta indigna situación en que nos encontramos? ¿Cómo salir de
todo esto, Pjotr? Nos hallamos en la misma circunstancia que unas personas
obligadas a resolver la cuadratura del círculo.
—Y, sin embargo, no sé cómo, debemos conseguirlo, Pjotr Iwanowitsch. Quizá tengamos
que obrar como aquel barón alemán llamado… Munchausen.
Se pedía que el Cuerpo de Ejército saliera de aquella situación por sus propios
medios, lo cual era casi imposible. Narischkin, sin haber recibido una orden para
ello, quería retirar sus tropas a una línea de mayor seguridad. ¿Cuál sería el
aspecto real de la cuestión? ¿A qué línea de seguridad se refería?
Narischkin contempló el gran mapa de operaciones, sobre el que tenía apoyadas las
manos. Luego cogió un lápiz de mina colorada y trazó una línea sobre el mapa. La
línea respondía a la de la antigua frontera rusa. Tras ella, Narischkin dibujó un
arco, en uno de cuyos puntos estaba la ciudad de Slonim. Narischkin quería
abandonar toda aquella franja de terreno, con sus carreteras, sus líneas férreas y
su insegura población, y retirarse tras la antigua frontera rusa. Según él, la
frontera debía convertirse en la nueva línea defensiva, y el Estado Mayor había de
emplazarse en Slonim. Esto es lo que Narischkin quería hacer sin haber recibido
ninguna orden para ello.
Pero también estaba claro que esta operación significaba una rectificación en los
planes políticos del Kremlin; pues con ello Narischkin acababa de significar que la
ocupación de la Ucrania occidental, de Bielorrusia y de la zona del Báltico, era un
gran error cometido por la política soviética.
—Los dos llevamos el libro del Partido en el bolsillo, pero aquí… —y al decir estas
palabras Narischkin se golpeó con el puño cerrado sobre el pecho—, aquí llevamos un
corazón ruso, y tú y yo, querido Pjotr Iwanowitsch, sabemos muy bien cuál es
nuestra obligación. Estoy convencido de que en Moscú el mariscal Kulik no está
conforme con el plan de operaciones que se nos obliga a seguir. Ya has visto la
actitud del teniente general Masanow. Y en otros lugares hay muchas gentes que
piensan de la misma manera. Sí, ya sé que les tiene o se les tendrá por culpables,
pero lo importante es saber en qué estriba su culpa. El mal viene de arriba. Pero
ocurra lo que ocurra, Pjotr, lo importante, posiblemente lo más importante de todo,
es que no perdamos la cabeza.
—No es necesario que te diga que no estás solo. Opino lo mismo que tú y haré todo
lo posible para preparar la retirada. El general Narischkin se puso en pie.
—Towarischtsch general.
Cinco minutos más tarde un grupo de motoristas se abría paso por las calles de la
ciudad, que estaban llenas de soldados. Los hombres se echaron a un lado, dejando
paso a los motoristas y a unos tanques que acompañaban al Jefe del Cuerpo de
Ejército. Inmediatamente después de llegar al campamento del bosque, Semjonow puso
manos a la obra.
—Alexei Alenxandrowitsch…
Era Anna Pawlowna, una sirvienta que desde muchos años atrás se ocupaba de la
comida del general y cuidaba de sus menesteres caseros. Aquel día, Anna Pawlowna le
había hecho pelmeni y carne picada, lo cual era la mejor comida que un sibiriak
como Narischkin podía desear. Pero los pelmeni estaban intactos sobre la mesa.
Narischkin no había probado bocado.
—¡Alexei Alenxandrowitsch, no puede usted estar toda la noche sin comer nada,
fumando un cigarrillo tras otro!
Anna Pawlowna puso una cara muy preocupada y, sin decir palabra, retiró las cosas
de la mesilla. Al cabo de un momento volvió a entrar y trajo a Narischkin unas
zapatillas y una cómoda litewka. Luego, siempre en silencio, recogió la guerrera
del general.
—¿Quién ha cogido este retrato? El cristal está roto —dijo Alexei Alexandrowitsch
señalando una fotografía.
Además del cristal se habían roto otras cosas, como una silla y algunos platos.
Pero Anna Pawlowna se lo calló y solo dijo:
—Muy bien. ¿De manera que mientras yo estoy fuera, trabajando, estos señores se
quedan aquí a comer y a beber? El médico hubiera hecho mucho mejor en cuidarse de
los heridos.
Acerca de los otros dos, es decir, del intendente, que procuraba la comida a
Narischkin, y del administrador, que para ello daba el dinero, el general no hizo
ninguna observación.
Anna se interesó por un mayor y un coronel, que habitualmente solían ser invitados
por Narischkin.
—Estamos en guerra, Anna Pawlowna, y muchos desaparecen, unos en una parte, y otros
en otra.
Narischkin, por lo visto, no tenía ganas de hablar. Y esto fue todo lo que dijo.
Para empezar, Slonim era un buen lugar donde emplazar el Estado Mayor. Pero ¿qué
ocurriría después? Narischkin trazó un segundo círculo colorado sobre el mapa. El
círculo estaba algo más hacia el Este que el primero y en él figuraba el nombre de
la ciudad de Baranowitschi. El lápiz rojo se detuvo luego junto al nombre de Minsk.
Narischkin no supo explicarse por qué levantó su mano del mapa sin trazar ninguna
otra señal. En aquel momento no sabía que Minsk ya se había convertido en algo
inaccesible para sus tropas ni sospechaba que un día había de pasar por allí la
línea de defensa.
Por lo demás, había esbozado las etapas de la retirada de sus fuerzas y los
sucesivos puntos donde debería instalarse el mando. Sin embargo, para mejor fijar
el posible curso de las operaciones, hubiera convenido que, con un lápiz de mina
oscura, señalara la dirección de los ataques alemanes.
»Tenemos que llevar la guerra más allá de nuestras fronteras. Pero esto no era idea
de Woroschilow, pues Woroschilow nunca había tenido una idea propia; no obstante,
era la fórmula que debía ser defendida. ¡Una guerra de ofensiva! ¡No podíamos
desear nada mejor! No hay un jefe militar en el mundo que desee otra cosa. Esta fue
la respuesta que le dio Tuchatschewski. Para una guerra de ofensiva necesitamos
30.000 aviones, y tenemos 5000. Necesitamos 20.000 tanques y tenemos 4000. Para
transportar una división necesitamos 46 trenes. Si los ferrocarriles soviéticos
pueden transportar 200 divisiones y si la industria soviética puede proporcionarnos
suficiente material bélico, entonces sí que nos será posible hacer una guerra de
ofensiva. Pero la verdad es que la línea de defensa ha sido fijada en el Dniéper,
de acuerdo con nuestra capacidad industrial.
»Llevaremos la guerra más allá de nuestras fronteras». Esta era la fórmula que,
salvo Tuchatschewski, nadie se atrevió a contradecir, pues la oposición no hubiese
apuntado contra Woroschilow, sino contra el creador de aquella tesis; es decir,
contra el mismo Stalin.
Son las dos de la madrugada. Todo Moscú conoce la ventana iluminada del Kremlin.
Allí, en aquella habitación, se pasea de un lado a otro, fumando su pipa.
Ochocientos mil hombres son una pequeñez que él maneja y que en este momento ha
querido poner a tiro de los soldados de Hitler. Y esos ochocientos mil hombres le
parecen una buena inversión. En otra circunstancia, y entonces se trataba de una
operación de paz, fueron ocho millones de campesinos; pero Rusia es un país muy
grande y de un bocado, sin notarlo apenas, se tragó aquel montón de cadáveres. Y
los chiquillos abandonados se convirtieron luego, como ahora se ha comprobado, en
sus más fieles seguidores.
El Chasain…
—¡Venga enseguida!
Su voz sonó como si él hubiera estado allí, al otro lado de la lámpara, hundido en
la penumbra de aquel sillón.
—¿Alexei Alexandrowitsch?
—¡José Wissarionowitsch!
Kak djela… ¿Tenía que responder aquel nitschewo como el sargento? «Sé que voy a
hundirme, pero no importa, pues los jefes del ejército crecen como la hierba en los
prados. Estoy obligado a contestar. Pero también estoy obligado y decidido a decir
la verdad».
—Nu kak?
—La situación es grave, José Wissarionowitsch. Los oficiales hacen lo que pueden.
Pero estamos abandonados. Necesitamos de todo… Hace tiempo que no he recibido nada…
—No hay tiempo que perder, José Wissarionowitsch. Solo me queda un cuarenta por
ciento del material; el otro sesenta por ciento lo he perdido. Tenemos que
habérnoslas con una fuerte concentración de tropas enemigas. ¿Qué debo hacer para
obtener el material que necesito? He llegado a una grave conclusión. La situación
no aconseja otra cosa. Para salvar lo que me queda, propongo retirar las fuerzas a
mi mando y reagruparlas tras una nueva línea de defensa.
—¡Mis ejércitos siempre marchan hacia delante, nunca hacia atrás! ¡Solo un traidor
puede hacer una proposición semejante!
—Lena…
Cuando Narischkin hubo apagado todas las luces y se hubo tendido en la cama, no fue
Lena la que habló.
—Algoscha… —dijo Anna Pawlowna, medio dormida—. ¿Qué haces, Algoscha, querido?
—No preguntes siempre lo mismo —repuso Alexei Alexandrowitsch.
—¿Qué ocurre?
Muy secreto. Reservado para los altos jefes del ejército. El jefe supremo del 4°
Cuerpo de Ejército, teniente general Korobkow, ha sido declarado culpable de alta
traición por el Alto Mando del Ejército de la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas. El general Korobkow ha sido inmediatamente degradado, relevado de su
puesto y condenado a muerte.
NINA MICHAILOWNA
Nina Michailowna Uralowa estaba espantada a causa de los bombardeos, por todo
cuanto sucedía a su alrededor.
«Koschmar: un sueño.»
Nina esperaba que la radio de Moscú diera noticias oficiales; pues las palabras
liberadoras tenían que llegar del Kremlin. Cuando radiaron las noticias oficiales,
Ana escuchó la violenta requisitoria del camarada Molotov contra la Alemania
fascista, y luego, al enterarse de que el enemigo había sido detenido y rechazado
con grandes pérdidas por su parte, tuvo un momento de respiro.
—¡Qué disparates estás diciendo! ¿No ves lo que ocurre? Todo ha sido traicionado y
vendido. Todo se ha perdido.
—Ingenua…, tonta, ¿no comprendes que debemos marcharnos enseguida? ¡El invencible
Ejército Rojo! ¡Qué tonterías hablas! Más tarde, quizá; pero ahora todo está
perdido. ¿Dónde se ha metido esta criada estúpida?
La muchacha no volvía.
—Aún tengo tiempo de disculparme; vas a ver cómo lo hago; ahora mismo voy a bajar.
Aquello era demasiado para Nina Michailowna. Así, pues, dejó a Olga Wladimirowna
plantada en medio de la calle y se dirigió hacia el Secretariado Territorial del
Partido.
Aquí, donde Nina esperaba encontrar orden y disciplina, el revuelo era todavía
mayor; su sorpresa fue en aumento. La gente empaquetaba sus cosas y se daba a la
fuga, y mientras se esperaba a los camiones, iba y venía atropelladamente por los
despachos y los corredores de la casa. Y por todas partes, esparcidos sobre mesas,
sillas y suelos se veían documentos, y listas de nombres. «¿Qué están haciendo?
¿Qué significa todo esto?»
—Sí; ya me doy cuenta; pero no entiendo nada de lo que ocurre. ¿No ha oído usted el
discurso de Molotov?
—¡No tenemos tiempo para discutir, Nina Michailowna! ¡No nos impida cumplir nuestra
misión! ¡Nos está molestando!
Habían estado buscando al secretario del Comité, y resultaba que el camarada había
desaparecido.
—¡Dejadme en paz…! ¿Os habéis vuelto locos? Yo no tengo que entregaros ninguna
lista. Las listas las he cursado a mis superiores. Todavía no se ha determinado
cuál será la línea de seguridad. Estad tranquilos, que todo se os comunicará en su
momento. Ahora no puedo perder el tiempo con vosotros. Supongo que lo comprendéis.
Nina Michailowna comprendió que el segundo secretario, que huía ante sus camaradas
de Partido, con quienes no deseaba cruzar ni una palabra más, no habría de hacerle
ningún caso.
¡Qué tartamudeo! ¡Qué caras desfiguradas por el pánico! Y, sin embargo, Wladimir
había sido gran orador. Y Wenzel había escrito magníficas poesías sobre la nueva
Polonia y sobre la amistad con la Unión Soviética. Cuando ella los conoció pasaban
por grandes políticos, inteligentes organizadores y extraordinarios conductores de
masas. No podía soportar aquel lastimoso espectáculo. Así, pues, hizo lo mismo que
el segundo secretario: buscó una oportunidad para librarse de ellos y les dejó
plantados.
Recorrió las calles sin saber hacia dónde se encaminaba. El espectáculo era igual
en todas partes. Las gentes huían de miedo.
—Tu hombre estará seguramente tendido allá abajo, en un pantano y no tendrá buen
aspecto. Una joven tan hermosa como tú no debe dormir sola.
—No hay motivos para que continúes teniendo esperanzas —le dijo otro—. Si tienes
unos pantalones de él, dámelos, y si tienes una americana, también. Necesito un
traje de paisano.
Y muchos decían:
—¡Qué bien vestida vas! ¡Seguro que llevas un traje extranjero! ¡Nosotros pagamos
ahora todo esto con nuestra sangre!
—No inclines la cabeza de esta manera; eres muy joven para estar triste. Una
palomita tan hermosa como tú enseguida encuentra quien la consuele. Se ha terminado
Stalin y ahora todo irá mejor —ensayó, para consolarla, uno de ellos.
Por todas partes había soldados. Parecía que las barandillas del puente iban a
reventar de un momento a otro. Todo el frente desembocó en la ciudad. Los soldados
llegaban como un inmenso rebaño muerto de cansancio. Los pies apenas se levantaban
del suelo. El polvo trepaba por las paredes de las casas y llegaba hasta los
tejados. Nina se echó a un lado. Solo una vez había visto tantos soldados como
ahora; pero aquellos llevaban grandes banderas rojas desplegadas. ¡El Ejército Rojo
derrotado! ¡Una riada infecta! No, no puede ser. Aunque la realidad ofrezca este
espectáculo, no puede ser.
Hasta aquí había llegado la traición. Siempre que se había tratado de organizar una
sklatschina con los oficiales, o de acudir por la noche al parque para escuchar
música, beber y bailar, los empleados de la intendencia se mostraron muy generosos;
pero ahora permanecían sentados sobre los sacos de harina y, de una manera
impasible, contestaban que no tenían orden de proporcionar alimentos y que los
sacos estaban sellados y no podían ser abiertos sin una orden escrita. Y detrás de
la ciudad retumbaban los cañones alemanes. Seguramente, aquellos traidores querían
entregar los sacos de comida a los alemanes. ¡Qué horrible traición! Y Moscú sin
saber nada.
De pronto, Nina Michailowna se impuso un deber. Debía ir a Moscú para informar allí
de lo que estaba sucediendo. No tenía tiempo que perder. ¿Qué contestaría cuando le
preguntaran qué había hecho durante aquellos días? Durante aquellos días, la verdad
es que había sido maltratada en todas partes y, especialmente, en el Comité del
Partido, donde le habían dicho: «Anda, vete, loca; ahora tenemos otras cosas de que
preocuparnos.»
Sí; en efecto, aquella gente tenía otras cosas en que ocuparse y todos los de la
guarnición tenían otras cosas en que pensar, y sus preocupaciones no databan de
estos días, sino de mucho antes. La verdad era que mientras estuvieron en país
ocupado todos se habían dado la gran vida. Sus mujeres se habían vuelto de otra
manera y adoptado otros modales, y solo pensaban en vestir bien, en comer a gusto y
en procurarse toda clase de comodidades. Durante aquella época los niños de
aquellas mujeres habían sido llevados en unos cochecitos acolchados que marchaban
sobre ruedas con neumáticos.
Sus mujeres… ¿Debía acaso considerarse ella aparte? ¿No había notado aquel soldado
que le habló en el puente que sus vestidos eran extranjeros, y no había tenido
razón en decir lo que había dicho? Ella creyó que aquello era un capricho inocente,
y con sus veintidós años no pudo resistir la tentación. En el sótano de la casa de
Olga Wladimirowna habitaba una vieja mujer, que antiguamente había sido la
propietaria del inmueble. Era una antigua condesa polaca, por la que incluso Olga
Wladimirowna sentía compasión. «¡Ah, querida, eres tan joven y hermosa! Tú no
puedes ir con este vestidito, ni debes abrocharte hasta el cuello», le había dicho
la polaca, al tiempo que le enseñaba una revista de modas, de Varsovia. Luego, la
condesa le indicó las tiendas donde podría comprar las mejores cremas. Todo
aquello, a Nikolai no le pareció mal. La primera vez que la vio arreglada de
aquella manera, se echó a reír. Por muy cansado que estuviera al volver a casa,
siempre que la veía vestida de aquella manera, se alegraba y la invitaba a salir.
¡Qué bien estás; pareces una auténtica burschui, y todavía mejor!, le decía. Pero
aquello había sido el principio del camino que conducía a la comodidad y al lujo y
que fatalmente había de terminar con la traición.
Nina Michailowna estaba en camino. Apenas se dio cuenta de que había atravesado las
vías del tren y de que la ciudad quedaba a sus espaldas. ¿Qué otra dirección
hubiera podido tomar, sino la de los soldados que escapaban del frente? Los
disparos de la artillería alemana se iban acercando. Dos o tres veces trató de
hacer parar algún camión, pero nadie hizo caso de sus señales, porque todo el mundo
solo pensaba en salvarse a sí mismo. La vieja condesa polaca vivía estrechamente en
el sótano de la casa de Olga Wladimirowna, cuyas paredes estaban llenas de retratos
de antepasados suyos. Y aquella pulsera que ahora llevaba se la había comprado a
ella. Una vez, hablaron de la posible resistencia de la población polaca. «Sí;
nosotros los polacos no hemos servido nunca para la vida, pero hemos sabido morir
con dignidad», le dijo, en aquella ocasión, la condesa. Aquella mujer quería morir
en Varsovia, pero no en otoño, sino durante el verano, cuando todo es hermoso. Y
ahora, precisamente, era verano.
El conductor no lo tenía.
—¡Cierre usted el pico y obedezca, mayor! En esta ocasión puede haber algo más que
dos bofetadas —dijo el oficial sacando la pistola de la cartuchera.
Los estampidos no cesaban. Los camiones avanzaban con las luces apagadas, entre un
mar de personas, algunas de las cuales eran lastimadas por los coches. Tras la
carlinga, detrás de Kasanzew, en la parte posterior del camión, se destacaba, como
tallado en piedra, un bloque de gente cansada. Allí estaba Antón, Nikita, Kyrill,
así como Nikolai e Iván. Había allí un puñado de nervios y de corazones que se
encogían cuando el camión aceleraba la marcha y se hundía en la oscuridad.
Nina Michailowna oía hablar en voz baja a sus compañeros. Decían lo mismo que ella
había oído en todas partes. Habían sido traicionados; los oficiales les habían
abandonado; Grodno ya estaba en poder de los alemanes.
—¿Hacia dónde nos llevan ahora? ¡Hace días que estamos sin comer ni fumar!
—De todos modos —dijo otro—, yo confío en el capitán. De momento, ya no nos saldrán
más ampollas en los pies.
Una bengala ascendió por el cielo y, durante unos instantes, pareció quedarse
colgada en el firmamento. Las sombras de los fugitivos se convirtieron en figuras
humanas, y los rostros de los siberianos, de los cosacos y de los kirguises,
emergieron profundamente pálidos de la oscuridad. Todos los pueblos de Rusia
marchaban por la carretera.
Sonaron unos disparos, pero unas luces no se apagaron, otras volvieron a encenderse
de nuevo.
El camión de Kasanzew marchó hasta que la gasolina se hubo agotado. Los hombres, al
apearse, se consolaban pensando que un gran trecho del camino había quedado atrás.
Al amanecer, entre la espesa niebla, vieron las columnas de humo que salían de la
ciudad de Wolkawisk, que estaba ardiendo.
Nina Michailowna no hubiera podido explicar luego cómo atravesó Wolkawisk. Nina no
supo que desde su llegada a la ciudad hasta que volvió a fijarse en Nikita,
transcurrieron veinticuatro horas. Al ver el cadáver de un viejo tendido en medio
de la calle y cubierto de barro, se precipitó en una casa, bajó unas escaleras y se
refugió en un sótano. Antes, al entrar en la ciudad, no se percató de que las
calles del barrio judío estaban llenas de cadáveres. Nikita le trajo un arenque y
un trozo de pan. Era la ración que correspondía a cada uno de los miembros del
grupo. Un arenque y un trozo de pan era algo importante allí, en aquella estación
en ruinas, donde durante todo el día se habían levantado, por efecto de las bombas,
grandes surtidores de tierra y piedras. Nikita —un joven campesino kurdo, con cara
de buen muchacho— le había traído algo más: un par de botas de soldado, no
demasiado grandes, para la marcha, mucho mejores que las que él mismo llevaba.
—Ya ves, Nina Michailowna; el hombre no es más que un poquito de barro que se puede
aplastar entre los dedos —dijo Antón, que marchaba a su lado. Y al cabo de un rato,
añadió—: Sí; ahora tenemos que remediar la catástrofe; pero ninguno de nosotros
sabe si saldrá con vida de esta situación.
—Los jefes están ahora cómodamente instalados en un tren y escapan hacia Siberia —
murmuró otro soldado.
—No; a Siberia, no; más lejos. Esa gente no parará hasta Alaska, donde tratarán de
salvar sus malditas almas.
Antón, Kyrill y Nikita hablaban como era de esperar. ¿Qué podían hacer y qué podían
pensar los soldados cuando los ciudadanos ejemplares huían, tal como ellos lo
habían visto en Bialystok?
Antón hablaba de su mujer y de sus niños, que ahora se proponía ver de nuevo, y a
Nina le decía:
—No te preocupes; tu hombre no será tan tonto de dejarse matar. Si tú has salido
del pueblo, él habrá podido escapar con mucha más facilidad y seguramente ya estará
en casa dando de comer a la vaca. ¿Es que quizá no tenéis una vaca?
Nina no creyó necesario contar que Uralow había huido dos veces de la Remeslnaja
Schkola.
—Dos años.
—¿Ya es jefe?
—Ya se ve.
Kasanzew, que marchaba en cabeza del grupo, dijo al sargento, que caminaba a su
lado:
—Nos viene acompañando desde Bialystok. Pero yo no diría que es una mujer fácil.
¿No se ha fijado usted en lo joven y lo hermosa que es?
—Sí, y además, demasiado atractiva, como las mujeres que estaban en el parque de
Bialystok. Debe ser una de aquellas. Voy a mirarla de cerca.
—¡Ah, ya!; de un capitán que debe haber huido como los otros. ¿Y por qué la ha
dejado plantada?
El camino salió del bosque, pero continuó por su linde. A mano izquierda se
extendía una hondonada que llegaba hasta un valle por el que corría el
Tschelwianka. En aquella dirección comenzaron a sonar unos disparos. Un grupo de
paracaidistas alemanes se había hecho fuerte y en aquel momento comenzaba a ser
tiroteado por las tropas rusas, que estaban apostadas a ambos lados del valle.
—Será mejor que esperemos aquí para ver lo que ocurre —opinó Kasanzew.
Avanzaron un poco más y se detuvieron. Nina Michailowna se sentó cerca del capitán.
Él mismo había buscado un sitio donde poder hablar con Nina. Pero una vez sentado,
Kasanzew no se preocupó más de ella y quedó sumido en sus pensamientos. Los
soldados se tumbaron sobre la maleza y comenzaron a dormitar. Casi ninguno tenía
una manta con que cubrirse, y sus finas blusas de uniforme era lo único que poseían
para resguardarse del relente de la noche. Kasanzew inició una conversación con el
sargento, que era un hombre viejo, con gafas.
—Si la lucha se hubiera entablado entre nuestros tanques y los de ellos, los
alemanes hubieran sido aniquilados —dijo él, volviéndose a mirar a Nina Michailowna
—. ¿Qué tal le van estas botas? —preguntó.
—Gracias, muy bien; mis zapatos no hubieran podido resistir esta marcha.
—No; desde luego. Sus zapatos habían sido hechos para bailar con ellos.
—Sí; ¿y por qué opina usted que un ciudadano soviético no debe bailar?
—No se trata de eso; lo que ocurre es que unos bailan y otros hacen de mirones.
—Al día siguiente todo había terminado. Los tanques no podían marchar. Los
soldados, al tener que abandonarlos, lloraban como chiquillos. El Cuerpo había
quedado deshecho.
—No había.
—Hubieras debido conocer a Uralow. Tenía el cabello rojo, y cuando nos conocimos
quiso acabar conmigo.
—¿Y por qué no he de conocerle? ¿Qué tiene usted que ver con él?
—¿Usted se llama Uralowa? ¿Es usted su mujer? Bueno; pues si es así, aquí tiene
usted mi mano, y si quiere puede acompañarnos hasta Wladiwostok.
Nina se enteró por Kasanzew que Uralow había conducido a sus soldados a través de
un cerco alemán y que luego, en un momento desesperado, empuñando una pistola
ametralladora y seguido de cuatro hombres, había desaparecido en un bosque.
—¡Estos sí que son nuestros! —dijo Kasanzew, y se dirigió hacia el borde del
bosque.
Ya era de día y antes de llegar a una curva del camino vio, no muy lejos de allí,
en un altozano, una granja. Era el sitio donde debía presentarse, y estaba a unos
cinco kilómetros de distancia. Abajo, en el valle, se movían dos tanques sobre los
que se veía… la cruz gamada. ¡No podía ser! Aquello era realmente imposible. ¿Cómo
habían podido llegar hasta allí? ¿Cómo habían logrado alcanzar los límites de la
antigua frontera? ¿De dónde venían? Podían haber llegado por el camino de Slonim,
de Minsk o de Moscú; pero desde luego aquellos tanques no habían podido caer del
cielo. Sin embargo, los tanques estaban allí. De pronto, se detuvieron. Parecía que
estuvieran escuchando, mirándolo todo y el hecho de que semejaran dos grandes
bestias mansas y de que sin disparar ni un solo tiro volvieran grupas y
desaparecieran, los hacía todavía más misteriosos. «No deben estar solos;
seguramente irán en busca de sus hermanos.»
Al cabo de poco rato, en el bosque, cambió la escena. Por todas partes se veían
pozos de tirador, emplazamientos de baterías y caballos uncidos a cañones. Había
allí toda una división de artillería, al frente de la cual estaba un almirante
vestido con su uniforme blanco. En un refugio se procedía al reparto de la
munición; pero por lo visto no había fusiles. En otro refugio cada soldado recibía
un trozo de pan, y en un tercero, un paquete de mazorca y vodka. El vodka era lo
único que no se ahorraba.
El grupo de Kasanzew había terminado su viaje. Kyrill, Nikita, Antón y los demás,
que ahora permanecían tumbados en la linde del bosque, aguardaban los
acontecimientos. Eran unos cien hombres, y cerca de ellos y a sus espaldas en la
zona del frente, había muchos centenares más. A cada tres hombres correspondía un
fusil; pero los que quedaban más atrás, solamente disponían de municiones y
combatían al enemigo con botellas de gasolina.
—La he escondido entre unos montones de paja. Luego, cuando la carretera esté
despejada, podremos continuar nuestro camino.
Nikita llegó corriendo desde los montones de paja, que se levantaban en la misma
linde del bosque, y se juntó a sus compañeros.
Estaba nervioso y, poniendo una cara muy cómica, volviéndose hacia Kyrill, dijo:
—Los dos tanques de observación han estado por aquí, y arriba, en el cielo, se ha
estado paseando el avión de reconocimiento. ¿Qué es lo que aquí puede defenderse?
Kasanzew llegó a la misma conclusión que sus hombres, y repitió las palabras de
Antón:
—Mjassa budit.
El general Narischkin había elegido el río Tschara como nueva línea de defensa y, a
ser posible, como base de futuras operaciones. Allí, junto al río Tschara, esperaba
Narischkin las noticias del Cuerpo de Ejército vecino —el cuarto ejército de Brest
—; pero las noticias ya no se las podía enviar Korobkow. El golpe dado contra
Korobkow, que no había sido único, le había parecido algo que apuntaba directamente
contra él mismo. Lo peor que pudo haberle ocurrido era recibir aquel telegrama que
ahora acababa de llegar de Moscú. Aquel telegrama cuyo texto tenía orden de leer a
los altos oficiales de su Estado Mayor, estaba sobre su mesa. Los oficiales se
acababan de reunir. La escena tenía lugar en la bodega de una vieja casona en
ruinas, situada entre el Tschelwianka y el Tschara.
Narischkin, cuya figura parecía tallada en piedra, tenía el rostro pálido, y las
aletas de su gran nariz chata temblaban ligeramente. El jefe de la artillería y
Semjonow, el jefe de la sección de operaciones, tenían un aspecto sombrío, que era
debido a algo más que a las tinieblas que reinaban entre aquellas ruinas y
particularmente en aquel profundo sótano, que con toda seguridad, en tiempos
pasados, debió haber servido de sepultura. Narischkin entregó a Semjonow la orden
secreta. Se produjo un profundo silencio, y Semjonow leyó:
«Moscú, 25 de junio.
Bajo la mirada de Ristin, los oficiales abandonaron el sótano. Fue una procesión de
rostros sombríos. En el sótano se quedaron, sin pronunciar palabra, Narischkin,
Semjonow y el jefe de la artillería.
Primero Korobkow, luego Pawlow, más tarde Kimowoskix y finalmente Grigoriew. No se
comprendía por qué el jefe supremo del Cuerpo de Ejército, y el jefe de la sección
de operaciones, Narischkin y Semjonow, habían escapado a la suerte de sus colegas.
Pero él, Narischkin, estaba aquí, entre el Tschelwianka y el Tschara y unos diez
mil, o quizá veinte mil hombres, pues cada vez iban llegando más, pesaban sobre su
conciencia, y él no los podía aventar como si se tratara de un montón de ceniza.
Todas las órdenes continuaban en pie. Un avión de reconocimiento estaba preparado
para cuando empezaran las operaciones.
Del Este…
Narischkin ojeó los partes. Llegaron más noticias y todas eran igualmente
dramáticas.
—Se trata de una gran maniobra envolvente, y si no podemos abrirnos paso nos
quedaremos encerrados en una bolsa fatal.
—Me voy al campo de aviación. Nos veremos en el infierno o quizás antes, en una
pequeña sklatschina, más hacia el Este.
—Esfuérzate, mujer. ¿No comprendes? ¿Dónde están los soldados, los oficiales?
El caballo no podía caminar más, pero el jinete le obligó a ponerse al trote. Ante
la Casa del Partido había muchos camiones. La comandancia estaba instalada allí.
Todo se hizo con las debidas formalidades. Se le revisó la documentación, le dieron
un nuevo salvoconducto y le dijeron dónde estaba el Estado Mayor.
Uralow se sentó frente al general, que iba acompañado de un ayudante. En otro coche
seguía la escolta del general. Uralow se desabrochó la blusa y sacó un documento
arrugado y lleno de sudor.
—¡Nikolai! —gritó.
Le pareció que Nikolai había estado allí, junto a ella. Todavía le sentía. Su
vestido estaba en desorden. Se arregló la falda. La atmósfera era pesada,
maloliente. Por todas partes había paja.
Nina se acordó entonces que estaba escondida en un montón de paja. Antón, Kyrill,
el jugador de fútbol, el capitán Kasanzew y Nikolai habían desaparecido en el
bosque con un fusil ametrallador. La tierra comenzó a temblar. Tuvo sed; salió del
pajar e inmediatamente se olvidó de que deseaba beber. La enmarañada cabeza que
surgió del escondrijo estaba llena de paja y su rostro tenía una expresión atónita.
¿Dónde se hallaba en realidad? ¿De dónde procedía aquel mal olor y por qué estaba
la atmósfera llena de polvo? Lo que tenía ante sus ojos y que de momento no podía
comprender, era un paisaje idílico. En primer término había, aquí, el cadáver de un
soldado, más allá un caballo muerto, en otro sitio una bicicleta rota, y en otro
lugar un herido y un sanitario que le vendaba un brazo, y más al fondo, como
cerrando la escena, grandes nubes de humo. Y Nina se acordó entonces de un gran
cuadro mural que representaba la batalla de Sebastopol. Aquel cuadro lo había visto
en la propia ciudad de Sebastopol, cierta vez que, como premio a su excelente
comportamiento de joven komsomolista, le habían concedido un viaje de permiso a
Crimea.
Aquí, había el mismo gran cielo azul, como en aquel cuadro, pero las columnas de
humo no estaban inmóviles, ni eran de un color azul claro, sino que ondeaban y se
agitaban, y una envolvía a otra, y donde una parecía extinguirse surgían dos o tres
más. Y las llamas subían hacia el cielo. Los caballos de la artillería del
almirante galopaban libremente por el campo. Y uno de aquellos caballos, un hermoso
animal de ojos fieros y cubierto de sudor, corría hacia ella.
Los cañones del almirante, cuyos observadores no estaban delante de ellos, sino en
plena retaguardia, habían sido destrozados por el fuego enemigo. Cuando sobrevino
el cerco, algunas baterías habían sido vueltas hacia el Este, y así, apuntando
hacia el corazón de Rusia, habían enmudecido. Un denso silencio planeaba sobre el
paisaje. Las grandes nubes de polvo se iban alejando y el cielo volvía a aparecer
con su radiante azul. Y aquel silencio, que hubiera debido de intranquilizar más a
Nina, le produjo el efecto de una deseada liberación.
La calma, sin embargo, no duró mucho. De pronto, aparecieron unos tanques, bajo
cuyas cadenas cubiertas de barro iban cayendo los pequeños árboles que encontraban
a su paso.
Los restos de los batallones deshechos que habían tomado posición en esta línea de
defensa se disponían a enfrentarse con el enemigo.
Unas veces se luchaba hacia el Este, y otras, en cambio, hacia el Oeste. Y Nikita,
Iván y Kyrill se daban cuenta de aquellos cambios. La primera oleada cayó sobre
ellos.
Miles de gargantas lanzaron un grito, que subió hacia el cielo como un globo, y
allí, en el azul, se quedó vibrando hasta que los corazones de los soldados
hubieron dejado de golpear con violencia. También el corazón de Nina Michailowna
latió entonces con fuerza. Aquella era la hora en que uno podía rozar con sus manos
los bordes de la eternidad.
Morituri te salutant
sa Rodina, sa Stalina.
Y una nube gris se levantaba del suelo. Una ola de soldados que un poco antes
habían sido divididos y que ahora, otra vez unidos, se lanzaban contra la
infantería enemiga y contra los tanques que la precedían. Semanas, años de hambre;
un hambre que ya la habían sufrido los padres; una vida de privaciones y de quejas
enmudecidas, y ahora, con la barriga llena de vodka, que no había sido bebido a
sorbos, sino a grandes tragos apresurados… Así corrían Kyrill y Nikita y Antón y
Mathwei… El vecino cae y Mathwei se inclina y le coge el fusil y ya tiene con qué
disparar; le es igual disparar contra unos o contra otros, e incluso quizá le
agradaría disparar contra Nikita; pero delante de él, muy lejos todavía, están los
uniformes verdes. Nikita cae, y cae Mathwei, y cae toda la primera hilera. Sa
Rodina, sa Stalina… Una nueva ola se levanta, y aparecen un nuevo Nikita y un nuevo
Mathwei y un nuevo Iván; y otra vez el vodka, el odio y el dolor por la propia vida
perdida. Los soldados corren, cogen las armas de los que han caído, continúan
avanzando y finalmente son barridos por las armas automáticas del enemigo. Y surge
otra ola, y otra y otra, y en cada hilera se abren grandes huecos, pero los
soldados avanzan borrachos, gritando y cayendo al fin.
Y otra vez vuelve a surgir otra ola, y otra vez aparece un Nikita, y un Kirill, y
un Mathwei, y un Antón. Esta vez, sin embargo, se trata de hombres del capitán
Kasanzew.
«¡Ah, mi querida capital, mi amada lejana! que nunca el enemigo pueda ensuciar tus
desnudas espaldas con el polvo.» Las torres doradas de Moscú se elevaban, ante un
cielo azul, en la imaginación exaltada por el vodka. Las oleadas humanas se han
estrellado unas tras otras, y esta última se comba, adelanta y se confunde con el
enemigo.
Disparos. Bayonetazos. Golpes con las culatas. Los rusos arrojan contra el enemigo
botellas de vodka llenas de bencina, y en unos segundos se produce un gran fuego.
Kyrill se abalanza sin armas contra un alemán. «Me han tocado… —piensa Nikita—, voy
a morir.» Antón ha olvidado a su mujer y a sus tres hijos. Unas torres doradas
fulgen sobre el horizonte. Un oscuro tanque acaba con la ilusión. Mathwei, Antón e
Iván arrojan botellas de líquido inflamable en la hoguera.
—Es igual que en Bar sur Aube —dijeron desde el tanque vecino.
Cuando el ataque a Bar sur Aube tuvieron que habérselas con senegaleses, a quienes
se había dicho que los tanques alemanes eran de cartón, y los soldados negros se
lanzaron sobre ellos, ora esgrimiendo cuchillos, ora con las manos vacías. Los
soldados abrieron las escotillas con picos, palas y llaves inglesas.
Disparos y más disparos… Los rusos se acercaban con la boca abierta, gritando.
Estaban borrachos.
—¡Balas explosivas!
—¡¡Balas explosivas!!
—¡Disparad corto!
Desde su tanque vio Vohwinkel la estela luminosa de las ráfagas de las armas
automáticas que se estrellaban contra las oleadas humanas.
—¡Disparad corto!
Se acercaban más oleadas de soldados. Todo el campo, hasta allí donde podía
alcanzar la vista, estaba lleno de hombres.
Llevaban cuatro días avanzando por el país. Del Muchawetz a Kobrin y de allí a
Beresa Kartuska, desde donde, describiendo un gran arco, volvieron hacia el Sur,
para luego subir de nuevo hacia el Muchawetz. Y por el Norte llegaron hasta
Rodzana, y luego, describiendo curvas y haciendo zigzags hasta Bialystok, donde se
había encontrado fuerte resistencia enemiga. Habían transcurrido cuatro días, y
todavía tenían que transcurrir cuatrocientos y cuatro veces cuatrocientos más. Pero
aquellos cuatro días, durante los cuales no habían encontrado resistencia enemiga,
tropezaron únicamente con columnas que se entregaban al momento; aquellos cuatro
días en que avanzaron por unas carreteras monótonas, siempre iguales a sí mismas, y
que les parecían interminables. Y de pronto, cuando menos se lo esperaban, miles de
hombres surgieron de la tierra. Y una interminable hilera de soldados se
precipitaba contra ellos. Era imposible matar a toda aquella gente. Era una
pesadilla en pleno día. Una oleada de infantes estaba a punto de alcanzar un
tanque. Algo se estrelló contra las paredes del mismo.
Hasta Nina Michailowna llegan débiles gritos. No sabe ella si son los alemanes o
los suyos quienes gritan. El paisaje comienza a dar vueltas. Nina cree ver grandes
manchas de sangre. Hace calor y su garganta está seca. Unos aviones descienden en
picado y pasan rozando los montones de paja que hay, a lo lejos, sobre el campo, y
desaparecen en el horizonte. Los hombres se precipitan unos contra otros y caen,
los que van de verde y los que van de gris, como fulminados. Y ella tiene sed;
siente el miserable deseo de beber un trago de agua. Y Nikolai no ha vuelto; pero
ella cree haberlo sentido cerca de sí. Si no era él, ¿qué ha sucedido?
El avión de Narischkin volaba a mediana altura sobre los campos. El río Tschara,
que procedía de las montañas de Baranowitschi, atravesaba la ciudad de Slonim e iba
a desembocar en el Njemen, era una estrecha cinta brillante, cortada por la línea
del ferrocarril de Wolkawisk-Slonim-Baranowitschi, que luego continuaba a Minsk y
moría en Moscú, y en la que, según las últimas comunicaciones, más allá de
Wolkawisk merodeaba el enemigo, y más hacia el Este había sido cortada en uno o dos
puntos. Lo cual significaba la pérdida de Mosti, el derrumbamiento del frente de
Slonim y la inminente caída de esta ciudad en poder de los alemanes. Ya no se podía
hablar de un frente continuo; pues las tropas luchaban en grupos dispersos y
bastante separadas entre sí.
Skukz estaba a ciento veinte kilómetros de Slonim. Así, pues, aquella noticia
significaba que las posiciones del Tchelwianka y del Echara ya habían sido
rebasadas. Tanto si estaba permitido como no, la única orden que podía darse a las
tropas era romper el cerco y avanzar hacia el Este. Era preciso salvar lo que se
pudiera.
El «UT II» de Narischkin voló despacio sobre las copas de los árboles, descendió
algo al pasar sobre unos campos de maíz y, como una libélula, siguió volando sobre
un gran prado. Presionadas por el enemigo, hubieran o no recibido orden de hacerlo,
las tropas marchaban hacia el Este.
Los gritos no llegaron hasta Narischkin; pero sí vio él cómo los soldados agitaban
los brazos en el aire. El «UT» se dirigió hacia el linde del bosque, donde había
estado la división del almirante. No se oía ningún cañonazo. Los artilleros
combatían con fusil. Hacia el Sur se levantaban y caían oleadas de hombres.
Narischkin quería saludar a este regimiento modelo y luego volver hacia el Este.
Para huir de los cazas enemigos el pequeño «UT» tenía que volar a ras de tierra. Al
llegar sobre las antiguas posiciones del 159 regimiento de infantería, Narischkin
vio una formación de tanques alemanes que avanzaban entre grandes nubes de polvo.
El aparato describió dos círculos sobre el paisaje y Narischkin supo lo que había
sucedido. El general se quitó la gorra y la arrojó por la ventanilla. La gorra de
Narischkin cayó sobre la tumba del 159 regimiento de infantería.
La división de Bomelbürg había dejado tras de sí muchos días monótonos, en los que
no había sucedido nada de particular. Pues la división no estuvo ni una vez en
segunda línea, ya que siempre permaneció en plena retaguardia. El terreno había
sido limpiado por unidades de tanques y fuertes grupos motorizados, y la infantería
solo se ocupaba de las carreteras adyacentes, por las cuales, ora en formación
cerrada, ora en pequeños grupos, avanzaba hacia el Norte.
Bomelbürg no había podido aguantar en su Estado Mayor, y muchas veces, junto a las
patrullas de vanguardia se había adentrado en terreno enemigo, que en realidad era
terreno de nadie. Ni una sola vez pudieron enfrentarse con tropas enemigas, y
únicamente de tarde en tarde habían visto surgir algunas patrullas de rusos, que al
verlos llegar agitaron trapos blancos e inmediatamente se entregaron prisioneros.
Aquel día Bomelbürg también se encontraba entre una patrulla avanzada, dispuesto a
hacer una descubierta. La patrulla motorizada acababa de topar con una unidad
enemiga y había llegado luego hasta las afueras de la pequeña ciudad de Slonim. A
través de unos huertos, la patrulla vio algunas casas de Slonim e incluso divisó
dos o tres calles por las que discurrían unos viejos que llevaban una bandera
blanca y que, a pesar de su venerable aspecto, parecían tener mucha prisa. El grupo
salió de la ciudad y se dirigió hacia la patrulla alemana, en la que estaba
Bomelbürg.
—Señor oficial…
—Lo han abandonado todo; se han subido a los camiones y se han marchado. En Slonim
no hay ahora ni un solo militar. Solamente en la prisión se ha quedado una sección
de la NKVD.
Bomelbürg había acercado tanto su rostro a la cara del anciano, que casi rozaba las
barbas de este.
Era la sección que mandaba Gnotke y que iba en uno de los camiones del grupo
avanzado. La columna se puso en movimiento y, en un momento dado, comenzó a
disparar algunas de sus ametralladoras contra una «Tschaika» que volaba a poca
altura y que enseguida desapareció en dirección a un bosque.
Bomelbürg hizo preguntar si podía contarse con una sublevación.
—Es más que probable que se produzca —respondió el viejo—; pero no hay personas
capaces de dirigir un movimiento contra el Gobierno. Aquí, en Bielorrusia, los
comunistas han perseguido implacablemente a los más inteligentes. De todos modos —
añadió—, algunos hombres de valor todavía no han sido trasladados y están en
nuestras cárceles.
Muchas casas ardían en Slonim. Las gentes no hacían nada para apagar el fuego, pues
no querían ayudar a los rusos, y muchos de ellos salían a recibir a las avanzadas
alemanas, entre las que figuraban algunos guías bielorrusos. La ciudad parecía
muerta. La mayor parte de los habitantes estaban escondidos en los sótanos, pues la
gente temía que en los últimos momentos de la desbandada rusa pudieran ser
detenidos.
La columna hizo alto ante un gran muro. Cerca había un portalón de hierro, que
estaba cerrado. Al otro lado del muro sonaban descargas de fusilería. Los
motoristas detuvieron sus máquinas junto a la pared y, ayudándose unos a otros, se
encaramaron por el muro, mientras a poca distancia de ellos llegaban los primeros
soldados de la sección de Gnotke. Los individuos de la NKVD hubieran podido
disparar sus armas automáticas contra los soldados y acabar con ellos; pero al ver
aparecer a los alemanes por el muro, se quedaron tan asombrados que las armas se
les cayeron de las manos. Fue algo repugnante ver cómo en un minuto cambió la
expresión de las caras de aquellos asesinos. Gnotke hubiera querido que Riederheim,
su viejo camarada, hubiera presenciado la escena. Los soldados saltaron a tierra
desde lo alto de la pared. Unos desarmaron a los hombres de la NKVD, y otros
corrieron hacia la casa y abrieron las puertas de las celdas, algunas de las cuales
estaban vacías y sus antiguos ocupantes yacían muertos junto a la pared del patio.
Antes de ser fusilados, los rusos fueron obligados a sacar de allí los cuerpos de
sus víctimas. Los prisioneros que quedaban en la casa salieron, un poco asustados,
al patio. La gente de Slonim, que hasta entonces había permanecido escondida en los
sótanos, comenzaba a acercarse a la gran puerta de hierro. Las mujeres volvían a
encontrar a sus maridos; unas, entre los liberados, otras, entre los muertos. Y
todas chillaban, gemían y lloraban.
Gnotke se acordó entonces de cierta noche en Berlín. Había hecho dos viajes, uno a
Viehoof y otro a Lichtenberg, y cuando el miedo se apoderó de él, desapareció. Días
después, Riederheim le encontró en una taberna, solo, sentado ante una mesa, con la
mirada fija.
Entonces todo ocurrió de noche, y aquí, sin embargo, todo sucedía a la luz del día.
Miró al cabo Heydebrek y se acordó del jefe de grupo de Pomerania, y le sorprendió
que el destino del tío de él, Peter von Heydebreck, cuyo final no presenció, le
conmoviera más que el trágico fin de algunos centenares de hombres en cuya
detención había él participado.
El cabo Heydebreck estaba junto a la pared del patio. Así suceden estas cosas… Así
sucedía cuando los fusilamientos de Múnich. Por eso no le habían permitido ser
oficial y tenía que hacer la guerra como un simple soldado.
«—¡Viva Alemania! —fueron las últimas palabras de Hans Peter von Heydebreck.
»Alemania…; aquí está, y aquí estamos, en Slonim, como un simple cabo. ¿Es posible
que con estos recuerdos y estas manos ensangrentadas hayamos podido llegar como
liberadores?»
LAS ÚLTIMAS HORAS
La estación de Bielorrusia de Moscú parecía una oscura cueva. Las escasas lámparas,
pintadas de azul, no podían contra las densas tinieblas de la estación. Por todas
partes se veían soldados de permiso acompañados de sus mujeres. En todas partes se
hablaba en voz baja, y las despedidas y los suspiros y los llantos se confundían en
un sordo murmullo. Turichin se acercó a una de días y le dijo:
—¿No sabes que en caso de guerra cada hombre debe presentarse enseguida a su
unidad?
—¿Y qué será de mí? ¡Seguramente tendré que volver a la fábrica de municiones!
—La cosa no será tan grave como parece. Enseguida acabaremos con los alemanes.
Anda, ahora vuelve a casa. Aquí no hacemos más que torturarnos. El tren va a salir
de un momento a otro.
Nadie dudaba de que la guerra sería llevada más allá de la frontera, y quienes más
seguros estaban de ello eran los jóvenes oficiales, que el primer día de la guerra
se habían dirigido a sus respectivos cuarteles.
Las ruedas se pararon, y esta vez por mucho tiempo. Las puertas se abrieron y
cerraron de una manera estrepitosa. La gente corría por los pasillos. Turichin se
volvió de cara a la pared. Había terminado sus provisiones y hasta que no llegase a
su destino estaba condenado a pasar hambre, de manera que el día prometía ser largo
y aburrido.
—¡Camarada intendente!… —le dijo uno de los compañeros de viaje al tiempo que le
sacudía el brazo—. ¡Despiértese usted, están bombardeando Minsk!
—¿Cómo es posible que los alemanes estén bombardeando Minsk con toda tranquilidad?
Entre los viajeros había un general de aviación. Todos se volvieron hacia él, como
si el general pudiera darles una respuesta adecuada. ¿Es que la aviación soviética
de guerra no es la más poderosa del mundo? ¿Es que los «Halcones de Stalin» no eran
alimentados con chocolate y galletas?
El zumbido cesó y dejaron de caer las grandes gotas negras. Las bombas comenzaron a
estallar en la ciudad. Se provocaron unos incendios. Ardió la estación de
mercancías y, seguramente, unos edificios de la plaza de Carlos Marx.
El incendio se iba propagando por las casas de Minsk. Y ellos, ¿dónde estaban? ¿Era
acaso Kolodischtsche una estación fantasma? Allí no había ni un jefe, ni un
trabajador.
—¿Y usted qué quiere? —le preguntó, con un tono irritado, el joven teniente
encargado de la estación.
—Tengo que incorporarme a mi unidad que está más allá de Bialystok, en Lomscha.
—Sí; pero bájese usted inmediatamente de la escalera. Los alemanes podrían ver que
alguien anda por la estación.
—¿Has oído? ¡Los alemanes podrían ver a una mosca que se arrastra por la estación!
—Quizá en Rutschnaja.
Un grupo de forzados trabajaban entre las ruinas de una casa de cinco pisos que se
había venido abajo. Los forzados trataban de salvar a las personas que habían
quedado sepultadas y a muchas de las cuales se oía pedir auxilio.
¿Qué ocurría? Turichin se quedó atónito. Aquello era peor a cuanto había visto
hasta entonces. Uno de los forzados, un usbeke cualquiera, levantó una piedra y, de
pronto, todos sus compañeros le imitaron. El forzado lanzó la piedra contra los
soldados, y enseguida él y sus compañeros agredieron a sus guardias con picos y
palas. Se dispararon unos tiros al aire. Los soldados huyeron y los forzados
echaron a correr a través de las ruinas y desaparecieron.
Había que marcharse de allí… Pero ¿a dónde ir? De pronto, Turichin se sintió como
abandonado. Por otra parte, el hambre le continuaba atormentando. Tenía que comer
algo y luego, una vez satisfecho el hambre, vería las cosas de otra manera. Se
detuvieron ante una tienda. Frente a la tienda había una gran cola de mujeres que
iban a comprar sal, cerillas y papel oscuro para pegarlo en los vidrios de las
ventanas. Hacía muchas horas que estaban allí, pero la cola no se había acortado.
¿Cómo se puede sostener una guerra sin cerillas, sin sal y sin pan? Las mujeres
habían acabado su paciencia. De pronto, deshicieron la cola y se abalanzaron en la
tienda a través de la puerta y del escaparate, cuyos vidrios estaban rotos a causa
del bombardeo. Turichin y Subkoff, que se encontraban entre las mujeres, también
entraron en la tienda.
Todo aquello era algo ridículo, pues Turichin buscaba, como un borracho, un punto
donde apoyarse, y le parecía que todo el sentido de su existencia iba a ser
aclarado, entre apretones de las mujeres, con la respuesta a su pregunta.
—¡Coged lo que queráis! ¡Coged cuanto podáis llevaros! —chillaban las mujeres.
Después de haberse aclarado un poco aquel jaleo, se enfadó con el sargento, como si
este hubiera tenido la culpa de lo sucedido. Un poco después, advirtió que Subkoff
estaba en compañía de unos sujetos malcarados. Aquellos hombres comían jamón con
cebollas y bebían grandes tragos de vodka. La botella de vodka pasaba de unas manos
a otras, dando vueltas al círculo de comensales.
«No hay nada que hacer con este tipo —pensó Turichin—. Tengo que ver de qué manera
me libro de él.»
Unas barricadas interceptaban el camino. Sobre el asfalto habían sido tendidas unas
alambradas. Chorros de agua salían por las cañerías reventadas. La estatua de Lenin
que había ante el edificio del Gobierno, estaba por tierra, hecha pedazos. Los
«stukas» descendían en picado y casi llegaban a volar entre las casas de la
Sowjetskaja. Todo el mundo corría, y Turichin y Subkoff se refugiaron a toda prisa
en los sótanos de un edificio.
Eran los sótanos de una casa recién construida, en la que vivían ingenieros y
técnicos, empleados en las grandes construcciones que por aquel entonces se
realizaban en Minsk y en la parte ocupada en Bielorrusia. Las mujeres de los
ingenieros habían descendido al sótano con sus niños en brazos. Una de aquellas
mujeres iba en camisa, cubierta con un abrigo. Así había llegado a Minsk, desde
Suchowola, en Polonia. Su marido estaba empleado en la construcción de defensas en
la frontera. En sus brazos llevaba una niña de unos tres años.
—¿Por qué ha venido usted de esta manera? —se le preguntó—. ¿Por qué no ha traído
usted nada consigo?
—Usted no conoce a los polacos y no tiene idea de lo que allí ha ocurrido. Estoy
contenta con haber salvado mi vida.
¡Los polacos y los bielorrusos! Los unos no entienden a los otros. Los bielorrusos
del Este y del Oeste hablan el mismo idioma, pero no logran entenderse. Para los
del Oeste, los del Este son comunistas, y por lo tanto creen que deben ser
fusilados.
—Ni pensarlo.
—Los del Partido pueden marcharse. Los alemanes no nos harán nada a nosotros.
—Lo mejor es que los alemanes vengan cuanto antes y así se acabará esta
incertidumbre.
La casa tembló por efecto de unas bombas, que cayeron sobre ella. Trozos de yeso se
desprendieron de las paredes. Los chiquillos comenzaron a gritar. La mujer de
Suchowola permaneció impasible. Y la niñita que llevaba en brazos se apretó contra
su pecho.
Una mujer, o mejor una jovencita, se echó a reír. La demás gente se volvió a
mirarla.
—Acabo de llegar de Moscú, donde he estado con permiso —respondió él, y sintió
vergüenza al no poder decir que volvía del frente.
Y Turichin se quedó mirando fijamente a la joven que acababa de reír, como temiendo
que sus palabras volvieran a provocar otra carcajada. La chica estaba sentada
frente a él, y tenía el rostro pálido, enmarcado en una negra cabellera. Era un
rostro muy hermoso, surcado por una herida que le cruzaba la mejilla derecha y
llegaba hasta el cuello. A juzgar por la parte inferior de la cicatriz, que no
estaba tapada como el resto, la herida parecía reciente. Aquella joven era distinta
al resto de las mujeres del sótano. Seguramente no era de aquella ciudad. Es
probable que fuera una extranjera o quizás una espía.
Subieron al camión y se sentaron junto al conductor. Turichin echó una mirada hacia
atrás: el camión iba cargado de heridos, muchos de los cuales habían sufrido, a
juzgar por lo aparatoso de los vendajes, grandes quemaduras. Los heridos eran de la
aviación, así como el oficial que iba en la cabina.
Ninguna de las personas que estaban en el sótano sabía que aquella risa histérica
de la muchacha de la herida en la cara era, si no la primera señal de vida, el
primer testimonio de su interés por lo que ocurría a su alrededor. La muchacha no
era una espía, como había supuesto Turichin, ni tampoco, a pesar de que su traje
había sido hecho por un sastre de Varsovia que en otro tiempo trabajó en París, una
extranjera. Poco después de haber sido salvada de entre las ruinas de la casa de la
calle Zabludow, su padre la instaló en un auto, que la había de conducir hasta
Moscú. Pero al llegar a las afueras de la ciudad, el auto fue detenido por unos
individuos de la NKVD y la muchacha continuó el viaje en un camión cargado de
heridos. Atravesaron Wolkawisk y Slonim y continuaron por una carretera atestada de
fugitivos, y las escenas que allí presenciaron, más que algo real parecían
pesadillas propias de Poe. Gracias a su extraordinario salvoconducto, que estaba
lleno de firmas y sellos y en el que se rogaba a todas las autoridades que
prestaran auxilio y ayuda a su portador, con una fiebre muy alta ingresó en el
hospital de Baranowitschi. Las escaleras y los pasillos del hospital estaban llenos
de heridos. Los hospitalizados recibían cada día un trozo de pan y cuatro terrones
de azúcar. Aquello bastaba para que los soldados, que habían llegado desde el Narew
sin probar bocado, se sintieran satisfechos y no quisieran abandonar su sitio. «Si
mañana no han desaparecido, serán fusilados», les dijo el médico. Y los soldados
que todavía podían sostenerse en pie desalojaron el hospital y continuaron su
marcha hacia el Este. Irina Petrowna fue instalada allí. Durante un par de días
estuvo medio inconsciente y todo lo que sucedía a su alrededor se le antojaba un ir
y venir sin sentido. Cuando el médico dijo: «Ya no tenemos sitio para usted; le
daremos un salvoconducto para Moscú», Irina no supo qué contestar. El oficial que
la había acompañado desde Bialystok ya no estaba en la ciudad, e Irina se encontró
completamente sola. El tren en que fue instalada llegó a Minsk cuando el ataque
aéreo de los alemanes. ¿Qué podía hacer? En Minsk tenía a una amiga con la que
había ido al colegio en Moscú y a la que luego había visitado algunas veces. La
amiga se llamaba Lena Klimowskaja.
¡Qué aspecto tenía todo aquello! Los uniformes del general estaban tirados por el
suelo, sobre el que se veían montones de libros, cuadros, cartas y carpetas. Unos
individuos de la NKVD recorrían las habitaciones. El general Klimowski había sido
fusilado aquella misma mañana. De pronto, apareció Lena. Estaba pálida y vestía un
traje negro. Le temblaban los hombros. Apenas dijo unas palabras.
—Lena… ¡Qué aspecto tienes! ¡Es horrible todo esto! ¡Tu padre, mi madre!… ¿Qué será
de nosotras?
Un oficial de la NKVD las separó. Irina fue sacada de la habitación. Lena se quedó
junto a la puerta, al final del pasillo. Irina se volvió a encontrar en la calle.
Klimowski había sido fusilado y ahora no se le permitía a ella hablar con la hija
del general. Comenzó a caminar… hacia lo desconocido, hacia la nada.
Un tren entró en la estación. Los grupos fueron deshechos y otra vez se levantó una
nube de polvo blanco. Era un tren procedente de Baranowitschi. Había viajeros que
iban colgados de las ventanillas y de los estribos. Nadie quería apearse. Los jefes
de expedición renegaban y chillaban, como antes habían hecho sus predecesores.
Irina se volvió a fijar en aquellos ojos que la miraban como si lo supieran todo
acerca de ella: su pena, sus obstinados pensamientos, y su deseo de hacer
desaparecer aquella estación, llena de gente sucia y desarrapada, manchada de
harina. Aquel desconocido, que a ella no se le antojó un extraño, tenía los ojos
azules y el cabello, que le caía por el cogote, y la barba, que también era muy
larga, completamente blancos. Era un hombre viejo, cubierto —tanto el cuerpo como
los pies— con harapos. Pero en sus ojos parecía brillar una luz especial.
Era Schulga. El viejo tenía sus razones para alegrarse al ver aquel desbarajuste en
el que la gente cometía toda clase de atropellos sin que la milicia se atreviera a
intervenir. Schulga no creyó, como Turichin había supuesto, que aquella muchacha,
tímida como un corzo, vestida con un traje de otro país, fuera una espía, ni tan
siquiera una extranjera. «¿Dónde puede hoy haber adquirido una joven semejante aire
de prosperidad, sino en una casa en la que no se haya olvidado el pasado? ¡Pobre
pajarillo! ¡De pronto se te ha roto el nido de cristal donde te criaste lejos de la
brutal realidad! Pero ya veo que también tú podrás resistir el aire libre, y estoy
seguro de que, en último término, te será beneficioso. Tu mirada todavía no se ha
acostumbrado a este diluvio de ahora. Pero tu mirada es despierta y estoy seguro de
que pronto descubrirás una punta de terreno firme y una rama donde podrás posarte
hasta que las aguas hayan vuelto a bajar. Sí; muchos perecían; muchos están a punto
de desaparecer y otros muchos les seguirán, y es lástima que algunos mueran, y
sería una pena que tú fueras uno de ellos. Pero todo sucederá conforme a la
voluntad de Dios. Nuestro Señor ha hecho caer muchas ramas del viejo árbol. Pero
tú, si llegas a caer, caerás en la mano de Dios. Y el viejo árbol continuará
viviendo y de sus ramas brotarán nuevas hojas. Tú misma eres una de estas hojas, y
este hombre viejo que soy yo te mira agradecido, porque a ti, que has nacido en un
invernadero y te has espigado lejos de la sucia realidad soviética, te ha marcado
Dios el rostro con los rasgos de la Rusia inmortal.»
DESBANDADA
Slonim quedó atrás, y al atardecer del día siguiente perdieron de vista la ciudad
de Baranowitschi. La división tenía que detenerse al este de Baranowitschi hasta
que hubieran sido «liquidados» los restos de un ejército ruso que se debatía entre
esta ciudad y Slonim.
Cuando la compañía de Boblink llegó a su destino estaba anocheciendo. Era un
pueblecito abandonado. Muchas casas se habían venido abajo, y las que quedaban en
pie carecían del típico techo de paja. La larga palanca de un pozo se levantaba
tristemente hacia el cielo. La noche fue oscura. Sobre el pueblo y el bosque vecino
apenas se veían estrellas. Los hombres estaban rendidos y enseguida se dispusieron
a dormir. El cabo Heydebreck todavía escribió una carta a la luz de una vela.
Alrededor de la medianoche salió de la cabaña para reunirse con sus compañeros.
Años atrás, hasta que fue prohibido, había sido explorador. Ahora recordaba de qué
manera les habían enseñado a arrastrarse sin ser oídos y cómo aprendieron a
distinguir con perfecta claridad toda clase de ruidos. Se detuvo un momento ante la
puerta de la cabaña y escuchó con atención. El pueblo, con sus pequeñas cabañas,
dormía. Y también dormía el bosque y el prado. Solamente, de vez en cuando, se oía
un «glo-gló» que venía del río. ¿Qué podía ser aquello? Tal vez el viento, o un pez
—no, aquí no había peces—, o una rana. Sí; seguramente era una rana.
«Qué tontería —se dijo Heydebreck—; yo he sido mandado aquí para rehabilitarme,
como dice, con mucha elegancia, mi primo Hans; pero no para jugar a los indios.»
Aquel «glo-gló» no lo había hecho una rana, sino un hombre que acababa de atravesar
el río por debajo del agua y que ahora se arrastraba sigilosamente sobre el barro
de la orilla. Mientras Heydebreck estaba ante la cabaña, una cabeza surgió de las
aguas. «No tengo tiempo que perder», pensó el hombre, y al salir del agua fue
cuando se produjo el primer «glo-gló». «No puedo entretenerme —pensó el hombre—;
pero si el tipo este no se marcha enseguida, tendré que acabar con él, y quisiera
ahorrarme ese trabajo. Esos alemanes son gente curiosa: en estos momentos el tipo
este debe estar pensando en su Gretchen… Nina, ¿dónde estará Nina? ¿Qué le habrá
ocurrido? Bueno, Nikolai; no es ahora el momento más apropiado para pensar en Nina
o en Gretchen. Voy a respirar tres veces y si luego este tipo no se ha marchado,
sucederá algo…»
Uralow se arrastró como un gato. En la cabaña no tenía nada que hacer. Continuó
avanzando. A lo lejos, vio escurrirse una sombra. Se arrimó a una esquina y se
detuvo. Parecía que los alemanes no pondrían ninguna dificultad a su trabajo. Ante
otra cabaña, en la que seguramente debía estar el mando de la compañía, había un
centinela; pero el soldado, en vez de permanecer a la sombra, estaba a la luz de la
luna, de manera que su silueta se recortaba con toda claridad. Al centinela no se
le había ocurrido protegerse entre las sombras de la noche. Dos soldados
aparecieron en la calle. Uralow los vigiló estrechamente. Si los soldados
continuaban en dirección al río, no tendría más remedio que acabar con ellos; pero
si tomaban la dirección del bosque, los podría dejar marchar. Los soldados se
dirigieron hacia el bosque, como si quisieran dar una vuelta alrededor del pueblo.
«Bien; podéis pasearos con toda tranquilidad; no seré yo quien os moleste.» Todavía
quedaba el centinela. El soldado no opuso ninguna dificultad. El cabo Frobel no se
dio cuenta de con qué rapidez fue pasaportado a la eternidad. Uralow arrimó el
cadáver junto a la cabaña y el camino quedó expedito. Cerca del puesto de mando de
la compañía había una alambrada. En un abrir y cerrar de ojos, Uralow la cortó y se
guardó un pedazo de la misma. Continuó avanzando y cortó una segunda y una tercera
alambrada. Poco rato después había cortado las comunicaciones de la compañía con la
retaguardia así como las que enlazaban con la batería montada, que estaba más hacia
el Este.
Uralow tenía el tiempo contado. Apenas hubo terminado su trabajo cuando oyó
acercarse por la orilla del río un grupo de soldados. Los soldados venían armados
con fusiles ametralladores y manojos de paja rociados con gasolina. En un momento
dado, los hombres se dividieron en dos grupos y comenzaron a acercarse al pueblo
con la misma precaución que antes había empleado Uralow. Sin embargo, se oyó el
choque de unas armas y un ruido a hojalata. El capitán Boblink salió de su cabaña y
dio unos pasos sin saber hacia dónde dirigirse. Se detuvo y luego continuó. Al
llegar al pozo, dos manos le atenazaron el cuello y le apretaron hasta que dobló
las rodillas y cayó al suelo. Todo se hizo sin que en el pueblo se rompiera el
silencio. Y en aquel silencio ya descansaban dos muertos, que no iban a ser los
únicos. Junto al río se oyó un leve rumor de pisadas. Las pisadas dejaron de sonar
sobre el barro de la orilla y se oyeron luego crujir sobre el campo. Y más tarde se
oyó un leve chirriar de ruedas y murmullo de voces ahogadas.
—Créame usted: en la guerra, oír es mucho más importante que ver. Es mejor padecer
de la vista que del oído. El soldado que no esté aturdido por un continuo zumbar de
motores, debe distinguir por el ruido la dirección de una granada que cae… Así se
había expresado Langhoff, y Lenke, al oír sus palabras, había asentido con la
cabeza, al tiempo que se atusaba sus grandes mostachos. «Se ve que ha estudiado lo
suyo; pero por lo demás es un jefe bastante formal», pensaba Lenke, quien a la
palabra «formal» le daba un sentido completamente distinto al corriente. Ahora
estaba Langhoff rodeado de sus compañeros dormidos. Cabos primeros, suboficiales,
observadores, telefonistas, radiotelegrafistas, ocho hombres que constituían su
pequeña «sociedad», el alma de toda la batería.
«¡Qué ruido hace el río! Si fuera un estanque, estas sacudidas tendrían razón de
ser; pero aquí… Voy a preguntarle a Lenke.»
«Ya lo tenemos.»
El telegrafista se incorporó, miró a su jefe, dio unos pasos por la cabaña y dijo:
—¿Hay alguien que tenga que hacer alguna observación sobre el particular? ¿Saben
ustedes quién es el jefe de la batería?
Una ráfaga de fusil ametrallador fue disparada contra una ametralladora alemana,
pero los disparos fueron hechos muy altos y las balas cortaron unas hojas y se
incrustaron en el tronco de un árbol. El servidor de la ametralladora se incorporó.
Langhoff detuvo al hombre.
—¡Al bosque!
Una segunda ráfaga volvió a cortar algunas hojas, que mansamente cayeron al suelo.
No podían permanecer en aquella incertidumbre, y tampoco les era posible enterarse
de lo que sucedía. De pronto, cuando Langhoff pensaba en la posibilidad de enviar a
un soldado para que averiguara de qué se trataba, dejaron de oírse disparos.
Súbitamente se produjo una gran claridad. Y al mismo tiempo, mientras comenzaba un
espantoso tiroteo, ardió el granero que estaba junto a la orilla del Uscha. Y
enseguida, sobre los pocos techos de paja que quedaban en pie, cayó una lluvia de
madejas de paja ardiente, y el pueblo quedó completamente iluminado.
Las llamas iluminaron unos rostros desencajados en los que se reflejaba el estupor
y el desconcierto. Los soldados iban y venían cerca del pozo. Se hubiera dicho que
se trataba de una rara fiesta nocturna. Pero aquellas sombras empuñaban armas
modernas, que disparaban hacia el fondo de la calle.
Otras sombras surgieron en el pueblo. Eran hombres armados con fusiles, bayonetas y
garrotes. Eran muchos y se acercaban en desorden, de una manera confusa. En un
momento dado, sin embargo, aquella masa humana se dividió en varios grupos. Había
allí soldados armados y desarmados, paisanos, enfermos y heridos… y vacas,
caballos, ovejas y más soldados. De las oscuras aguas del Uscha iban surgiendo
nuevos grupos, y nuevas caras aparecían a la luz de las hogueras. Eran los restos
de un Cuerpo de Ejército que trataba de romper el gigantesco cerco por aquel sitio,
donde una sola compañía alemana impedía su paso. Hombres, caballos y carruajes…
irrumpían hacia el Este.
Los bolsillos de los demás estaban tan vacíos como los de Pjotr.
—Sí; a veces nos sobra la ración de Kapusta, y otras, por el contrario, no tenemos
nada —comentó Mathwei.
Poco rato después, Narischkin recibió en su tienda los partes de los exploradores.
El pueblecito situado frente a las fuerzas rusas acababa de ser ocupado por los
alemanes, cuyas tropas no parecían ser muy numerosas. Los últimos partes indicaban
que los alemanes acababan de tender un cuarto cerco; de manera que no había que
pensar en una marcha organizada hacia el Este. Para ello no contaban con fuerzas
suficientes, ni podían esperar ser auxiliados. Había llegado el momento de dar la
última orden. Disolver las unidades que todavía quedaban en pie. Lo único que se
podía hacer era dividirse en pequeños grupos. Pero el general Narischkin no podía
dar una orden semejante, pues en realidad nunca tuvo derecho a emprender la
retirada, y en aquellos momentos todavía continuaba la ficción de una ofensiva. Y
las tropas se quedaron sin aquella postrera orden, y sin el último saludo.
—Lo único que cabe hacer es sacrificar las bestias, Pjotr Iwanowitsch.
—Ojalá sea Uralow tan buen cocinero como Anna Pawlowna —dijo Semjonow.
La sensación de ausencia de mando llegó hasta el último hombre. Aquel día se comió
cuanto se quiso, posiblemente como nunca más había de repetirse. Al anochecer se
encendieron muchas hogueras. Lo que hasta entonces estuvo severamente prohibido se
podía hacer con toda tranquilidad. Así, pues, los soldados pudieron sacrificar el
ganado que quisieron y tumbarse luego junto a las hogueras. Al día siguiente cada
cual dependería de sí mismo y tendría que procurar salvarse por sus propios medios.
Narischkin se despertó poco antes del amanecer. Unos hombres estaban cantando a
poca distancia. Narischkin salió de su tienda y se acercó a Uralow, que estaba
sentado junto al fuego. Uralow cantaba La capital de oro. Y cantaba según el viejo
estilo, entonando unas estrofas que el Gobierno había cambiado por otras más
adecuadas al Régimen. Narischkin le invitó a callarse.
—También debes conocer la Canción del peral, ¿no? —dijo Narischkin a Nikolai.
Antes, cuando Narischkin era joven, se cantaba desde el mar Blanco hasta el
Cáucaso. Pero aquella época hacía mucho que había pasado. Ahora la vida era muy
dura, y las canciones se habían escondido en las catacumbas, bajo el suelo de Odesa
y Kiew, en las grandes serrerías y junto a los inmensos ríos, y continuaban
viviendo en jóvenes como Uralow.
Uralow cantó con su hermosa voz de bajo y se acordó de Nina. Narischkin, por su
parte, pensaba en Lena:
Como siempre durante aquellos días, Semjonow se imaginaba estar cerca de las ruinas
de la casa de Bialystok:
«¡Pobre Marusja…! Eras demasiado joven para morir. María ha desaparecido. Irina,
empero, ha sido salvada. Irina vive…»
Una cálida luz llegó con el nuevo día. Los abetos se tiñeron de un suave color
rosado. Narischkin se quedó contemplando a los soldados, que se desperezaban junto
a las brasas de las hogueras. Los soldados se fueron poniendo en pie, recogieron
sus cosas y echaron a caminar. Y todos tomaron la misma dirección. Narischkin se
dirigió hacia la linde del bosque y se quedó contemplando la marcha de los
soldados. Un oficial tanquista, el coronel Morosow, del quinto cuerpo de tanques,
se acercó a él.
—¿Ve usted, camarada general, aquella riada de soldados que marchan de Este a
Oeste?
—En el ejército ruso nunca se habían hecho tantos prisioneros, y en los demás
ejércitos, que yo sepa, tampoco.
Los soldados parecían una riada que continuamente estuviera recibiendo nuevos
afluentes. Detrás de cada árbol y de cada mata surgía un soldado. Por la carretera
avanzaba una impresionante masa de hombres.
—¿Cómo se comportarán allí todos estos hombres? —dijo Narischkin—. De esto depende
nuestro porvenir y también el del Oeste.
—Se acaba de abrir un abismo entre el pueblo y el Gobierno —dijo Morosow, y echó
una larga mirada a la columna sin fin que marchaba hacia el cautiverio—. ¿Es este
el camino? —preguntó al cabo de unos momentos.
Narischkin no le contestó.
—Aceptaré mi destino.
No había más que decir. Morosow se separó del general. Se marchó sin saludar a
Narischkin, pues su camino era diferente al de su jefe. Morosow había visto a su
unidad vencedora y derrotada. En compañía de su pequeño grupo había recorrido más
de cuatrocientos kilómetros a través de campos y bosques y pantanos. Y durante todo
aquel tiempo no hubo ninguna diferencia entre soldados y oficiales, ni se produjo
ninguna intervención de tipo político. Pero en los momentos difíciles, él era quien
había asumido el mando y la responsabilidad.
«Mientras no hemos querido caer prisioneros no han podido cogernos —se dijo—. Y si
ahora nos entregamos es porque así lo queremos.»
Morosow llegó a la carretera, dio un paso en la misma y enseguida fue engullido por
la inmensa riada humana que se dirigía hacia el Oeste.
Aquella impresionante cola que serpenteaba hacia las líneas alemanas avanzaba sin
ninguna clase de protección armada. Sin embargo, pequeños grupos formados por tres
o cuatro hombres y soldados aislados partieron hacia el Este. Miles de combatientes
se decidieron a atravesar los grandes pantanos que se extendían desde el Wasa hasta
el Beresina.
Aquel día habían avanzado bastante y confiaba en que, llegada la noche, protegidos
por la oscuridad, podrían descansar en una zona pantanosa. Ante ellos tenían un
cruce de carreteras, en el que vieron un coche detenido. Sin duda se trataba de un
coche soviético procedente de Minsk o de Lomscha. En uno u otro caso, no dejaba de
ser curioso que el coche viniera en dirección contraria a la de los fugitivos. Sus
ocupantes parecían estar indecisos en continuar por donde iban, pues detuvieron el
coche y hablaron con unos soldados, a quienes dejaron con la palabra en la boca. Y
al poco rato pararon ante el grupo de Narischkin.
El comandante estaba tan nervioso como si fuera él quien hubiera de ser fusilado
sobre la carretera. El teniente general Koroblow, el capitán general Pawlow, el
general de brigada Klimowski, el general Gregoriew…, ahora les tocaba a Narischkin
y a Semjonow. Y la lista —y esto bien lo sabía Narischkin—, no se había terminado
todavía. Y también sabía que ninguno de los acusados era traidor a la patria; que
ninguno era culpable. Pero una gran culpa se cernía sobre el país y algunos tenían
que pagar.
—¡Ha dejado usted de ser general, Narischkin! ¡Ha dejado usted de ser coronel,
Semjonow!
—¿Te acuerdas, Pjotr, de Nicolajewsk, aquel viejo de las manzanas?… Estuvo bien, y
entonces sí que ganamos. El rostro del comandante tenía un tinte ceniciento.
—No tenía ningún vestido amarillo —dijo Semjonow, y se sonrió a causa de los
fraternales esfuerzos de Alexei.
—De los ochocientos mil hombres, solo cien mil habrán podido salvarse.
Alexei Alexandrowitsch miró hacia las copas de los abetos. El cielo estaba rojo,
pero no a causa de los incendios, como otras veces, sino por efecto del ardiente
ocaso.
¿Qué le ocurre a Uralow? El pobre muchacho está como si fuera a echarse a llorar.
Narischkin le había propuesto para una orden, y esa recompensa ya no le sería
otorgada. El general pensó darle su propia estrella como un recuerdo suyo; pero
luego, creyó que recibir una orden de manos de un traidor a la patria era algo que
no podía beneficiar a Uralow.
—Un cigarrillo es demasiado largo y el final sabe siempre a amargo —dijo Alexei
Alexandrowitsch.
—Siempre hay que cargar con las culpas. Y como en esta ocasión la culpa es muy
grande, muchos son los que deben apechugar con ella.
Semjonow era un hombre instruido, tenía un buen carácter y era un ejemplar padre de
familia. Narischkin, por su parte, era un excelente natschalnik, un jefe nato, un
hombre a quien le gustaba beber, pero que nunca se emborrachaba…
Irina Petrowna no fue la única en disparar. Su falda estaba rota de arriba a abajo,
pero ella no lo sabía… Aprisa, aprisa… Un muchacho entró en el almacén. Ella le
cogió la pistola y disparó. Disparó contra rusos, bielorrusos, paracaidistas
alemanes, miembros de la NKVD e incluso sobre las víctimas de estos. No sabía, en
realidad, contra quién disparaba. De pronto, le pareció sentir una horrible
detonación dentro de su cabeza. Se tambaleó y estuvo a punto de caer al suelo. Se
vio envuelta en una espesa nube de polvo, y sintió necesidad de pegar y de matar…
Irina disparaba su pistola contra un tren de avituallamiento cuyos vagones estaban
pintados de blanco y contra una manada de lobos que corría junto al tren y trataban
de subir a él. De repente, los vagones comenzaron a arder. ¿Es que el tren había
sido bombardeado? ¡Quién podía saberlo! El griterío de las personas dejó de ser
algo humano. En cada vagón había cincuenta presidiarios. No; no eran presidiarios,
sino detenidos de la NKVD, entre quienes era imposible distinguir a los criminales
de los políticos. Porque, ¿no es criminal que la Tarakanowa se procurara un poco de
harina para sus hambrientos hijos, y no es algo criminal que el cerrajero Scherba
se permitiera, en una comida de los empleados del ferrocarril, expresar su sorpresa
de que cada año hubiera menos carne en el banquete? En cada vagón había cincuenta
detenidos, y el tren se componía de setenta vagones.
Los miembros de la NKVD sacaron a los detenidos de sus celdas y los comenzaron a
fusilar en el patio del Ministerio del Interior. Y cuando el patio estuvo lleno de
cadáveres, los fusilamientos continuaron en las mismas celdas. Otros detenidos que
estaban en el cuartel de la calle de Carlos Marx y una serie de trabajadores,
ingenieros y técnicos que, en calidad de «elementos inseguros» se les apresó en sus
propias casas, fueron conducidos tras la pared del Parque, donde se les fusiló.
Luego quedaron aquellos cuatro mil quinientos hombres que habían de ser
transportados hacia el Este, y ahora, debido al bombardeo, el tren no podía
abandonar la estación y los detenidos tampoco podían ser conducidos a la pared del
Parque. Los guardias de la NKVD no sabían qué hacer, pues las comunicaciones con
sus jefes estaban cortadas y no había manera de recibir nuevas órdenes. Y cuando
las primeras bengalas alemanas cayeron sobre Minsk y comenzó el bombardeo, muchos
de ellos se dieron a la fuga.
La muchedumbre corría de un lado a otro, pero cada una de aquellas personas parecía
haber perdido el camino que pudiera librarle del círculo infernal en que se movía.
Todos chillaban y rugían como bestias, y sus gritos, ahora que las bombas habían
dejado de caer, parecían mucho más fuertes que antes. El mayor griterío partía de
los vagones envueltos en llamas. A causa del fuego, muchos de los condenados a
muerte pudieron salvarse. Habían soportado la tortura de los interrogatorios
oficiales, habían escapado a los fusilamientos colectivos y, finalmente, no habían
perecido en el incendio del tren, y nadie como ellos había pensado menos en la
posibilidad de volver a la libertad. Ahora, sin embargo, rompían con los puños las
encendidas paredes de los vagones y salían al exterior y huían… hacia el Oeste, en
busca de las tropas alemanas.
El viejo Schulga se imaginó ver una serie de fantasmas. Cuanto más se acercaba a
Minsk, más frecuentes eran esas visiones. Pero ¿cómo podría reconocer entre las
masas de fugitivos a Ponomarenko —no al secretario general del Partido Comunista de
Bielorrusia, sino a su antiguo yerno, el antiguo propietario de un molino— y a su
hija Lena? Aquel encuentro era algo imposible. Junto a él, el viento arrastró un
desperdigado montón de hojas secas, y Schulga vio cómo las hojas se perdían en la
oscuridad, únicamente si Dios conducía a Ponomarenko y a Lena hacia él, los
volvería a ver. Pero Dios condujo al viejo Schulga hacia Irina Petrowna. Y Schulga
llegó a ella en el momento preciso para apartarla de una desgracia cierta.
El intendente Turichin la había tomado contra Irina. Turichin creía que ella era la
responsable del pánico colectivo que se había desencadenado y que era, además, la
causa de todas sus desgracias personales. Y Turichin quería que Irina pagase las
desventuras que le afligían y las grandes desdichas de los demás.
Turichin había andado muchos kilómetros hacia el Este y bastante antes de llegar a
Minsk, completamente destrozadas las botas, había tenido que andar en calcetines.
Cuando se dirigía a Rutschnaja se le ocurrió ir primero a Kolodischtsche, y dar
cuenta allí de lo que estaba sucediendo. Entre la gente que se apelotonaba sobre
las maletas y sacos de los camiones, no había ningún general, ni tampoco ningún
oficial de graduación. Con bastante escepticismo, un juez militar se había hecho
cargo de la situación, aceptando una obligación penosísima. El juez había ordenado
la evacuación hacia Rutschnaja. Durante un bombardeo, todos habían corrido hacia el
bosque vecino, y luego, al volverse a reunir, únicamente se presentaron catorce
hombres, entre los cuales un médico militar de tercera clase era el de mayor
graduación.
Un habilitado cojo hacía las veces de fiscal. La muchacha estaba pálida y sus ojos
tenían la expresión que se suponía propia de los traidores.
Pero Turichin —que ahora empuñaba un fusil y tenía los bolsillos de los pantalones
llenos de municiones— había sido considerado una docena de veces como espía y
quería vengarse. Turichin tenía los pies cubiertos de llagas de tanto andar, y
además había sufrido las artes de alguna serpiente como aquella que había cogido.
Los empleados del ferrocarril murmuraron. El operador de cine, una actriz e incluso
la desgraciada madre asintieron con la cabeza. Y los salteadores de Komarowkabazar
estaban a punto de abalanzarse sobre la muchacha.
Schulga dio a Irina un trozo de pan, y aquel pan, que casi resultaba simbólico, fue
lo primero que Irina comió desde Bialystok, o mejor dicho, desde el hospital de
Baranowitschi, donde todos los días recibía, por toda alimentación, una rebanada de
pan y cuatro terrones de azúcar.
La noticia corrió en un santiamén por todos los sótanos. Pero la gente no se movió
de sus escondrijos, pues ya había habido demasiadas víctimas cuando los bombardeos.
La población no solo estaba atemorizada a causa de las noticias que retransmitía
Radio Moscú, sino que además tenía noticias de los fusilamientos en masa que
llevaban a cabo las tropas de las S.S. Y a los soldados alemanes les hizo el efecto
de entrar en una ciudad muerta.
—No hay combates… Las unidades soviéticas han sido totalmente evacuadas… Los
alemanes atraviesan pacíficamente la ciudad.
Poco a poco las gentes fueron saliendo de sus escondrijos. Y cuando los tanques
atravesaron la Sowjestkaja, ya había mucha gente en las calles.
—En Zeplonia, los soviets arrasaron las chozas de quienes no quisieron ingresar en
el koljoz.
—Los hombres han sido movilizados y las mujeres se han quedado sin casa.
—La vida fue muy dura en la ciudad. Sí; para los trabajadores y para los técnicos,
la vida, en verdad, fue muy dura; pero para los campesinos se convirtió en un
verdadero infierno.
—¿Es que entre los alemanes solo hay oficiales? ¡No se ve ni un soldado!
—Y van tan sucios y sudados que los puedes oler a un par de kilómetros de
distancia.
Los tanques rodaban por las calles de la ciudad. Sudor, aceite y polvo. Los
tanquistas tenían las caras llenas de suciedad. Muchos de ellos iban sentados sobre
los tanques. Habían vivido muchas experiencias bélicas y estaban preparados para
cualquier sorpresa. Al entrar en la capital, los soldados debían hacer frente a
todas las eventualidades, había ordenado el jefe de las fuerzas. Pues la actitud
expectante de la población civil no era de fiar. Olía a casas quemadas y a muertos.
No se veía mucha gente. Solamente en las esquinas había pequeños grupos de
curiosos. Luego, a medida que fueron adentrándose en la ciudad, aumentó el número
de espectadores, que eran oficinistas, trabajadores, penados envueltos en harapos,
mujeres, soldados que se acababan de vestir de paisano y empleadas de fábrica.
Al pasar, los soldados alemanes agitaban los brazos y las muchachas les
contestaban.
Era una muchacha de rostro pálido y negra cabellera, que llevaba a un niño en
brazos y que permanecía inmóvil y callada; pero su rostro no expresaba odio. Su
mirada, que a Vilshofen le penetró muy adentro, parecía formular la misma pregunta
que una y otra vez le habían hecho, arrojadas a sus pies, otras personas, y que a
él no le era posible contestar. ¿Podía, en realidad, contestarse a aquella
pregunta? Ahora no tenían más remedio que irse adentrando por aquel país, cuyos
caminos estaban llenos de sangre…
EL «ISLOTE» 057
Anna Pawlowna, la antigua cocinera del general Narischkin, que acababa de ser
fusilado, ya no necesitaba hacer ningún comentario más a la respuesta que, en el
campamento de Wolkawsk, le dio el general cuando le dijo que en la guerra unas
personas morían de una manera y otras de otra.
Mientras se dirigía hacia el Este procuraba hablar lo menos posible. Había avanzado
por caminos polvorientos, de charcas secas y bajo las bombas de los «Stukas». En
Stolpce se había encontrado metida en una bolsa de tanques, y en Kodjanama, en
medio de una batalla.
—¡No continúes por aquí! —le dijo un soldado—. Si te asomas por esta colina, vas a
llegar al cielo antes de lo que seguramente deseas, Babushka.
A sus cuarenta años ya no era precisamente una Babushka, pero el consejo era
acertado. Así, pues, rodeó la colina sobre la que llovían las balas; pero debido a
que los rusos disparaban hacia el Este y los alemanes hacia el Oeste, sin darse
cuenta y tras haber dado un largo rodeo, se metió en una bolsa de tanques. Si el
pobre Alexei Alexandrowitsch hubiera podido recibir un cable de Anna Pawlowna se
habría enterado de que mientras se quejaba del catastrófico servicio de información
y todavía tenía esperanzas de que los soldados que peleaban en el Tschara y en
Tschelwianka pudieran volver sus estrellas hacia el Oeste, los tanques alemanes les
había cortado la retirada en Slonim, Lesna y Stople.
Ahora, tras aquellas experiencias del viaje, Anna Pawlowna ya sabía que los hombres
podían morir de dos maneras, y en Krupka, dentro de poco, tendría noticias de una
tercera manera de morir. Krupka estaba a unos cincuenta o sesenta kilómetros.
Hasta Borissow había llegado sin novedad. Aunque ya no era la cocinera del general,
Anna Pawlowna continuaba inspirando respeto a todo el mundo, pues siempre había
sido amable y nadie podía decir nada en contra suya. Para los soldados rojos no era
más que una limpia y hacendosa ama de casa, una vecina del pueblo, y los tanquistas
alemanes la habían dejado pasar dos veces: una en Lesna y otra en Stolpce y Minsk;
pues Anna Pawlowna parecía una campesina rusa que, dada su limpieza y pulcritud,
acabara de dejar su casa. Su salvoconducto le permitía franquear todos los puestos
de la NKVD, y en algunos sitios hasta recibió una pequeña ayuda para el viaje. Cada
vez creía haber pasado lo peor y haberse alejado del teatro de operaciones; pero
enseguida se daba cuenta de que nada había cambiado y de que los caminos
continuaban llenos de hambrientos fugitivos que se dirigían, igualmente
desesperados que ella, hacia el Este.
Los fugitivos formaban cola ante el control, donde mostraban sus salvoconductos.
Los coches y los camiones se dirigieron hacia un bosque cercano, y allí, al abrigo
de las bombas, se detuvieron. Cuando los primeros fugitivos llegaron al bosque, los
hombres que iban en los coches ya se habían apeado y, bajo los árboles, formaban
pequeños corros. Eran gentes limpias, bien vestidas, muchas de las cuales lucían
hermosos abrigos de piel. Cada uno de aquellos hombres llevaba un par de pistolas
al cinto, del que, además, pendían cuatro o cinco bombas de mano. Algunos parecían
dispuestos a disparar sus pistolas de un momento a otro. Pero lo que más llamaba la
atención no eran los uniformes ni el armamento, sino el aspecto de aquellos
individuos. Caras brutales y recias nucas que, comparadas con las de los fugitivos,
parecían pertenecer a una raza especial de hombres.
Un sargento herido recogió del suelo una colilla de kasbeck. Aquello eran los
restos de un cigarrillo extraordinario. El sargento deshizo la colilla y vio que en
un extremo de la misma, dentro de una boquilla de cartón, había un poco de algodón
perfumado, que sin duda servía de filtro. ¿De dónde venían aquellas gentes? Nunca,
en ningún sitio, se habían visto reunidos tantos coroneles y tantos generales.
Seguramente debía haber unos ciento cincuenta o quizás unos doscientos.
Posiblemente se trataba del mando de la «División Proletaria» de Moscú. Sí: era
seguro que aquella gente venía de Moscú y, quizá, del Kremlin. Tenían aires de
grandes señores y, desde luego, se comportaban como tales. Los fugitivos no
pudieron contemplar mucho rato a aquellos raros ejemplares de la sociedad
soviética, ni hacer largas consideraciones sobre los mismos; pues los conductores
de los coches y de los camiones, que no ahorraban los insultos, les hicieron seguir
a empellones hacia delante.
—¿Cómo ha llegado usted hasta aquí y qué desea? —le preguntó un oficial a Anna
Pawlowna.
—No puedo ofrecerle un puesto de cocinera; pero venga usted conmigo. De momento
puede usted sernos útil —dijo el general, y enseguida pensó: «Es una mujer
sencilla, no mal parecida y limpia. Quizá surja una oportunidad para emplearla
definitivamente…; no iría mal durante este aburrido viaje.»
Al cabo de muchas horas —la noche había pasado ya— abandonaron las autopistas y
tomaron por una carretera lateral. A derecha e izquierda de la carretera se
levantaba un tupido bosque, y al cabo de un rato de avanzar por ella, los camiones
se detuvieron ante unos edificios de madera, que se levantaban en el bosque bajo
los árboles.
Sonó un disparo. ¿Era el teniente Goluwinzew quien había disparado o era el recién
llegado quien acababa de apretar el gatillo?
—¡Goluwinzew, Goluwinzew!
El primer teniente Judanoff echó hacia atrás un mechón que le caía sobre la frente.
Judanoff no reparó en el individuo que acababa de entrar en su despacho. Marcó otro
número.
—¡Necesito gasolina!
—¡Esto me lo dicen cien veces cada día! ¡Procure usted desaparecer enseguida de
aquí! ¡Comandante Permjakow!
—Sí; en este mismo momento. He oído el disparo por teléfono. Gracias, comandante
Permjakow.
—Primero: hay que poner gasolina en todos los camiones de la columna. Segundo:
necesito un tanque de reserva. Tercero: necesito una tropa de acompañamiento. Tengo
dinero, oro; cosas de valor y documentos importantísimos. Y no deseo perder el
tiempo ni aguardar ni un minuto más.
Judanoff prosiguió:
—Sin embargo, puedo comunicar con el general Lebjotkin y hacerle saber lo que usted
me pide y, si usted lo prefiere, camarada ministro, puedo ponerle en comunicación
con el capitán general Lebjotkin.
Cuando aquella gente se hubo marchado, Judanoff se preguntó cómo debían estar las
cosas en Minsk cuando el ministro de Justicia había tenido que salir de allí sin
combustible y sin fuerzas de acompañamiento.
—Hallo… ¿eres tú?… Sí; gracias, gracias. Oye: tengo que hablar contigo acerca de un
asunto muy importante. Deberías venir a verme enseguida.
—Bueno; espero que no será algo demasiado urgente y que habrá tiempo hasta mañana
por la mañana o hasta esta noche.
Budin creyó que Judanoff iba a comunicarle las últimas noticias del frente, e
inmediatamente se puso en camino. Judanoff retuvo sobre su mesa el expediente
cursado por el teniente Worobjew, que era uno de los grandes enemigos del capitán
Budin. Junto a la documentación tenía una serie de fotocopias del mismo.
Budin entró.
Judanoff cogió la fotocopia de una carta. «Mi querido Mischa», decía el principio
de aquella carta.
Budin era capaz de contar unas historias tan graciosas de su pueblo, que su
auditorio, en tales ocasiones, no paraba de reír. Ahora, sin embargo, su rostro
estaba serio y tenía incluso una marcada expresión de idiotez. Su dedo índice fue
recorriendo las líneas que el censor, un subalterno de Worobjew, había subrayado.
«La vida cada día se está poniendo más insoportable. Ni con dinero en la mano
puedes adquirir pan. Aquí ocurre exactamente lo mismo que os sucede a vosotros; lo
mismo que en tu carta me dices que pasa en el pueblo. Y, sin embargo, es posible
que nosotros estemos todavía peor.»
Esto decía en aquella carta su mujer. «Lo mismo que en tu carta me dices…», era la
frase que Worobjew había subrayado dos veces.
—¡Qué cerdo es este Worobjew! Quizás, en último término, te cueste unos veinte o
veinticinco años. ¡Qué idiota eres! ¡Tienes mujer e hijos y ahora, por esta
tontería, vas a tener otra cosa! ¿Cómo has podido hacer eso?
—La verdad es que no pensé que mi carta pudiera tener tan fatales consecuencias.
—Sí, ya lo sé.
—Hubiera debido terminar con él. Tuve muchas ocasiones para hacerlo.
—Debemos procurar que nadie le crea.
—Tú eres el jefe de Worobjew y puedes hacer que unos papeles desaparezcan de su
despacho e inmediatamente sería detenido.
—Kostja, Kostjuscha…
El capitán Budin se levantó. Se despidieron sin estrecharse las manos, cosa que, en
realidad, no era necesario entre ellos. Budin sentía un profundo afecto hacia
Judanoff y era evidente que si algún día podía devolverle aquel favor lo haría sin
vacilación.
El primer teniente Judanoff comenzó un informe acerca del trabajo que se llevaba a
cabo: un transformador de alta tensión tenía que ser trasladado de la estación de
Krubki a Tambow… Luego fue consignando las normas de trabajo referentes a las
construcciones con hormigón armado, a las obras realizadas bajo tierra, a los
transportes de tracción animal, a los transportes mecanizados…
En el «islote» 057 el trabajo estaba organizado de tal manera que las normas que
únicamente se daban eran aquellas que de ninguna manera podían realizarse, y por lo
tanto, no llegaban nunca a la práctica. Judanoff estampó su nombre al pie del
documento. Unos hombres le trajeron las pruebas de unos trabajos hechos a base de
asfalto. Judanoff colocó las piezas de prueba en unos saquitos que luego cerró y
lacró.
Poco después sonaron las doce. El trabajo había durado desde las doce de la noche
hasta las doce del mediodía. Así, pues, Judanoff podía irse a almorzar a la
Stalowaja. La comida no le gustó mucho, quizá porque era demasiado buena. A
Judanoff se le servía una comida especial por ser teniente y, además, por
pertenecer a la Tercera Sección Especial, recibía un trato de favor y podía pedir
cuanto deseara.
La inquietud producida por el ministro Matwejew solo había cundido entre las altas
esferas, y no se vio reflejada en el resto de los acontecimientos diarios. El
ministro no había ocultado al general Lebjotkin ni al coronel Sjemzew, jefe de la
Tercera Sección, la verdadera situación del frente. Pero el ministro se guardó
mucho de comunicar a sus compañeros que él, personalmente, no creía en la
consistencia del frente del Beresina, en el supuesto, claro está, de que todavía
continuara en pie. Había, pues, que acelerar el transporte del generador eléctrico
y precisaba reservar pocos autos para la evacuación de las familias y destinar
todos los transportes al traslado de máquinas, utensilios y muebles. Este fue su
consejo. Respecto a la cuestión de los presos dijo que si los alemanes lograban
establecer un cerco por sorpresa, las tropas de vigilancia deberían abandonar a los
presos a su suerte, y si el avance de los alemanes se producía lentamente y veían
que no iban a ser detenidos, lo mejor era que, con el menor acompañamiento posible
de tropas, los presos se pusieran en camino hacia la retaguardia. En su opinión,
únicamente los presos políticos condenados a trabajos forzados a perpetuidad debían
ser vigilados hasta el último momento. Otro asunto de mucha importancia era la
cuestión de las provisiones que, según la opinión política más generalizada, debían
evacuarse a fin de que las tropas enemigas de ocupación no pudieran avituallarse.
Estas fueron las orientaciones que el ministro Matwejew dio durante el transcurso
de su conversación con el general Lebjotkin y el coronel Sjemzew, y que
inmediatamente fueron adoptadas como normas de conducta, y cuya puntual ordenación
figuraba en un documento que Judanoff ya tenía sobre su mesa de trabajo.
El primer teniente Judanoff examinó el parte de los trabajos realizados aquel día y
luego estudió las órdenes que, en vista de la nueva situación, debía poner
inmediatamente en práctica. Sostuvo varias conversaciones telefónicas. Los presos
del nuevo turno, que había de trabajar diez días bajo tierra, estaban en sus
puestos, y el equipo saliente había sido transportado como de costumbre. El número
de presos del nuevo turno correspondía al que tenía anotado, y el de los salientes,
según su comunicante, arrojaba dos bajas, correspondientes a dos hombres que habían
muerto durante el trabajo.
Cerca del control había un regimiento. Varias unidades habían sido mandadas desde
allí a otros sitios. Ahora mismo, Permjakow acababa de enviar un batallón hacia el
Este, a un punto de la vía férrea donde se había señalado la presencia de
paracaidistas alemanes.
—Cada vez llegan aquí más tropas en retirada, y muchos grupos, que están
perfectamente armados, logran irrumpir a través de mis hombres. ¡Esta gente está
loca! ¡No sé a dónde quieren llegar! ¡Por lo visto pretenden alcanzar el Dniéper, o
Moscú, o quién sabe qué! ¡Hay quienes vienen de Borissow y del Lepel y de Slobodka!
—Sí; todos vienen a parar a la autopista; pues aunque aquí también caigan bombas,
por este camino se avanza más aprisa.
—¡Fíjate en estos!…
—¿Qué será de nosotros si el frente se viene abajo? ¿Qué harán los alemanes con
nosotros?
—¡Es imposible que haya otra estación como esta! —gritó el comandante jefe; pero se
equivocaba, pues en aquel momento desde Riga a Odesa había muchas estaciones que se
encontraban en situación muy parecida a aquella.
Habló con un oficial de ingenieros y dio las órdenes para que, llegado el caso
necesario, los vagones cargados de maquinaria fueran volados.
—Muy bien; con esto bastará —dijo Judanoff—. A las ocho en punto estoy con
vosotros. Haré una revisión general y comenzaré en vuestra oficina.
Judanoff comunicó con las distintas secciones de la obra, se enteró del curso de
los trabajos y tomó nota de todo ello. A las ocho en punto se dirigió a la central,
donde le fue comunicada una noticia inesperada. En la oficina del teniente Worobjew
faltaban unos importantes documentos. Worobjew estaba fuera de sí y no paraba de
abrir y cerrar cajones y armarios.
—No puedo entenderlo; estos papeles estaban aquí. Es incomprensible que estos
documentos hayan podido desaparecer.
Él era un oficial que puntualmente cumplía con su deber y esto lo podían atestiguar
todos y, en particular, mejor que nadie, el capitán Budin. Sus cosas siempre habían
estado en orden; de esto no podía dudarse.
—No se excuse usted y procure que los documentos aparezcan enseguida. Esto es lo
que deseo, teniente Worobjew.
—Sí; ya lo veo, y debo decirle que esto me huele a espionaje, teniente Worobjew.
Desde luego, el primer teniente Judanoff cumplía con su deber y no podía hablar de
otra manera.
Tras la partida del capitán general Lebjotkin, la dirección de las obras del
«islote» 057 había recaído sobre el coronel Sjemzew, cuyo inmediato inferior era
Judanoff. El jefe de la Tercera Sección Especial, coronel Sjemzew, ya se había
comenzado a preocupar para llevar a cabo la voladura de todo aquel sistema de
fortificaciones, y no podía perder el tiempo con las pequeñeces que ocurrían a un
teniente Worobjew, o a un capitán Budin. De todos modos, la responsabilidad de
aquel acto no pensaba asumirla él, pues siguiendo el ejemplo del capitán general
Lebjotkin, procuraría hacerla recaer sobre los demás. El primer teniente Judanoff,
que en aquel momento estaba sentado ante él, sería quien asumiría la
responsabilidad de todo aquello. Ahora, sin embargo, a Judanoff no podían dársele
los detalles de aquella orden. Lebjotkin pensó luego que los telegramas cursados a
Moscú, en los que se comunicaba lo catastrófico de la situación, no habían sido
contestados y que las órdenes referentes a la destrucción de las líneas férreas, a
la voladura de puentes y la quema de los bosques, y que tenían por objeto que los
alemanes se encontraran con las manos vacías en un terreno desolado, eran el único
motivo que hacía suponer la autorización para volar aquella obra. Sin embargo, a
pesar de todo ello, sin una orden directa, él no haría nada, y la responsabilidad
de la acción recaería sobre el primer teniente Judanoff.
Por otra parte, el capitán general Lebjotkin tenía ya dispuestos los coches para su
marcha.
—¿Cómo son?
—Pero él también ha escrito una frase que dice: «Exactamente como os ocurre a
vosotros.»
—Sí; es un borrego.
A uno o a otro había que creer. Según la opinión de Judanoff el culpable era
Worobjew. Por otra parte, si se dejaba a Budin en libertad, alguien tenía que
hacerse responsable de ello, y Judanoff, que dentro de poco cargaría con la inmensa
responsabilidad de la voladura de la obra, bien podía cargar también con la
minúscula responsabilidad de la salvación de aquel pobre diablo de Budin.
—No tenemos mucho tiempo para poder conversar. ¿Cree usted, primer teniente
Judanoff, que Worobjew…? Todavía no ha sido trasladado, pero desde luego es
sospechoso de traición a la patria.
—Bueno; vayamos por el caso Budin. A ver, deme usted el parte, la carta y la
fotocopia.
Había que portarse como un camarada, y uno podía confiar en Judanoff, y Budin, por
su parte, era un buen muchacho. Lo mejor era dejarle en libertad.
Judanoff podía estar contento del éxito de la conversación. Ahora podía llevar a
Worobjew, el acusador de Budin, al control de la carretera, donde a los dos minutos
de llegar sería fusilado. Dentro de poco se cumpliría lo que Budin deseaba y ni una
pequeña sombra de culpa caería sobre él. Todo se realizaría de una manera limpia,
tal como debían hacerse aquellas cosas. Luego, claro está, el coronel tendría a
Judanoff y a Budin en sus manos, pero acerca de eso no había nada a hacer.
—Ya he visto el asunto de Budín. No hay nada contra él. Puede usted dejarle en
libertad.
Por de pronto, tenía que designar a unos grupos de ingenieros y señalar a cada uno
de ellos un objetivo. La voladura no debía anticiparse, pero tampoco debía
retrasarse, pues de ello dependía el juicio que más adelante se pudiera hacer de su
actuación. En los frentes de combate, los acontecimientos se precipitaron de tal
manera que el final de la resistencia se produjo antes de que Worobjew fuera
fusilado.
Los presos hacían las mezclas de cemento, preparaban el terreno, esparcían grava y
asfaltaban unos caminos de acceso a la obra. Los koljosianos acarreaban tierra con
sus carritos tirados por pequeños caballos. Los trabajadores del subsuelo estaban
ocupados en la instalación de las salas de montaje y de los hangares.
Cuando los «Stukas» aparecían sobre las cabezas de los trabajadores, nadie se
quedaba en el tajo. Y no solamente huían los presos, sino que con ellos se
marchaban los soldados de la guardia, los oficiales y los demás empleados. Y Budin
y Judanoff no se quedaban atrás. Todos se refugiaban detrás de las alambradas, pues
hasta entonces los campamentos eran respetados por los alemanes.
Budin vigilaba los preparativos para la voladura y Judanoff todavía no había tenido
un minuto libre para preocuparse de entregar a Worobjew, que estaba preso en una
celda, a Permjakow. Al día siguiente se proponía hacerlo. Pero al llegar el nuevo
día tuvo otras preocupaciones.
Como cada mañana, los presos de los campamentos vecinos fueron al trabajo. Pero los
que vivían en los grandes campamentos del Natscha —donde había de treinta a
cuarenta mil hombres—, no comparecieron. Judanoff trató de ponerse en comunicación
con la NKVD de Natscha, pero no lo consiguió, a pesar de que, al parecer, la línea
funcionaba perfectamente. Daba la impresión de que en Natscha no había nadie.
Finalmente, se resolvió a enviar a Budin acompañado de una sección. Budin volvió
muy nervioso y comunicó lo siguiente:
—En la carretera hay unos diez mil prisioneros en libertad. El campamento está
vacío. Las oficinas están desiertas. Los soldados se han marchado del cuartel. En
las torres de vigilancia no he visto a ningún centinela. Todo el mundo ha huido
durante la noche.
—¿Qué es lo que ocurre? ¿Es que os habéis vuelto locos? Los presos están llegando
hasta el puesto y ningún soldado de la vigilancia trata de detenerlos. ¡He mandado
abrir fuego contra los primeros, pero no puedo hacer fusilar a diez mil personas!
El comandante Permjakow no sabía que a los hombres de NKVD se les había ordenado
marcharse.
Una orden de retirada y una orden para volar la obra; esto era lo esencial, lo más
importante, y era, precisamente, lo que todavía no había recibido Judanoff.
Judanoff se puso en comunicación con la GULAG de Moscú e informó que unos treinta
mil presos merodeaban en libertad cerca de la obra y que las tropas de la NKVD se
habían retirado sin dejar ninguna orden acerca de lo que se debía hacer. Desde
Moscú le contestaron que, desde luego, no se había dado orden de retirada y que
aquello era un gigantesco sabotaje.
Poco tiempo después de haberse dado la orden, los trabajadores del subsuelo
salieron a la superficie y se confundieron con los demás.
Acababa, pues, de darse a conocer un secreto de Estado, y la responsabilidad había
de caer sobre Judanoff.
Moscú… Moscú… Moscú… GULAG… Central de la NKVD. Judanoff esperaba que la GULAG le
ordenara lo que debía hacer sin guardias y con los presos en libertad, y de la NKVD
aguardaba la orden de volar la obra.
Había allí cincuenta mil presos sin vigilancia de ninguna clase; pero la GULAG de
Moscú no contestó nada, y la central de la NKVD, pese a que se trataba de una
cuestión en la que se ponían en juego cincuenta millones de rublos y de la que, en
definitiva, dependía gran parte del sistema defensivo del Oeste, tampoco dio
señales de vida. Así, pues, Judanoff tuvo que decidir por sí mismo. Él, su plana
mayor, compuesta de quince oficiales, la mayoría de los cuales tenían veintidós
años, como él, y otros, incluso, diecinueve y dieciocho años, pues Budin, con sus
veintiocho años, era una excepción, tenían que asumir la responsabilidad de
destruir aquella obra gigantesca.
—Esto es lo de menos.
—Lo peor de todo son las mujeres… Todavía contamos con la mitad de un batallón de
vigilancia; la otra mitad está apostado en los puestos de las cargas.
—¿Qué hacemos?
—¡Volemos la obra!
—Ya no puede hablarse de frente. Aquí afuera está lleno de fugitivos y prófugos; si
interrogas a unos cuantos obtendrás noticias acerca de un sector del frente,
quizás, incluso de lo ocurrido en una extensión de doscientos kilómetros. Pero nada
más. Lo cierto es que en todas partes se ha derrumbado la resistencia. Aquí tienes,
por ejemplo, a un capitán que ha estado al frente de un batallón en Slobodka.
Puedes preguntarle a él acerca de la situación del frente del Beresina.
—Ya me encargaré de ello. Me beberé con ellos un litro de vodka, o dos, o tres, y
ya verás tú cómo se les suelta la lengua y no temen ni al mismo diablo.
—Tenemos mecha y explosivos para poder volar Smolensko; pero hay pocos fulminantes.
—De todos modos, creo que habrá bastantes para los objetivos más importantes.
—Las incendiaremos.
—Ya no es necesario.
—¿Por qué?
Para aquello sí que había quedado un fulminante. Budin volvía, pues, a sus bromas.
Pero Judanoff no estaba de humor.
Volvió al telégrafo.
El aparato, sin embargo, no dio señal alguna. Moscú no oía o no quería comunicar
con la obra 057. Judanoff miró a través de la ventana. Los presos del Natscha
estaban allí, pero no como otras veces, en correcta formación, sino como un mar
desbordado, inundando parte de la obra. Al quedarse en libertad no habían sabido
hacer otra cosa que emprender el camino habitual de cada día, el camino del
trabajo, y ni los disparos del puesto de guardia en la autopista los había podido
detener. Entre los presos había bastantes mujeres y algunos condenados a trabajos
forzados a perpetuidad. Al pasar frente a la barraca de la guardia se apartaban
llenos de temor. Pero ¿durante cuánto tiempo sentirían respeto por los dos tanques
del batallón de vigilancia, cuyos cañones les apuntaban en silencio?
«Moscú… Moscú… Moscú…»
—Na rabotu, na rabota, mui nje poidjom —cantaban los prisioneros, y sus palabras
sonaban de una extraña manera desvergonzada.
En aquel momento, Judanoff hubiera podido dar la orden de volar la obra; pero antes
de hacerlo estimó necesario hablar con el capitán Kasanzew y el teniente Odinzow.
EL TENIENTE JUDANOFF
Durante el primer día de su estancia en Krubki, Anna Pawlowna ayudó a atender a los
huéspedes. El general Lebjotkin, jefe de la obra, no se privó de agasajar a sus
visitantes con un espléndido banquete, y tres o cuatro docenas de altos personajes
se sentaron a su mesa. El general Lebjotkin ocupaba la presidencia de la misma,
dando su derecha al ministro del Interior, y su izquierda al ministro de Justicia
de Bielorrusia.
Una orquestina estuvo tocando durante la comida, y aquella música produjo en Anna
Pawlowna, que poco antes había oído el silbar de las balas y había visto fusilar a
muchos desertores en los diferentes controles de los caminos, un efecto singular.
En la cocina, un primer cocinero, que llevaba una bata blanca, como un médico,
vigilaba el ir y venir de los sirvientes y cuidaba de los últimos toques de las
fuentes, cuyo contenido probaba. Y los ayudantes del primer cocinero entregaban y
retiraban las fuentes a los criados, y no perdían de vista a aquellas que, casi
llenas, volvían a la cocina. Los camareros y camareras eran severamente vigilados,
y una vez que Anna Pawlowna, al servir una salsa de ganso, se equivocó de lado, fue
inmediatamente reprendida.
La conversación giró acerca del «sabio padre de los pueblos», del ministro del
Interior Matwejew y del anfitrión, el jefe de la obra. Acerca del camarada ministro
de Justicia, únicamente se dijeron algunas frases.
Anna Pawlowna se dio cuenta de que Matwejew apenas probaba bocado. Matwejew no
solamente tenía las manos blancas, sino que su rostro era pálido en extremo.
Matwejew echaba miradas de desconfianza a los demás comensales.
—Los que desorganizan la retaguardia, los saboteadores, los que propagan el pánico,
los que hacen correr falsas noticias alarmantes. ¡Aplastaremos a nuestros enemigos!
—La columna de tanques avanza sin novedad y hace poco acaba de pasar por Smolensko,
camarada ministro del Interior.
Matwejew se hundió otra vez en un profundo sopor. Matwejew no se dejaba engañar por
el fino mantel de hilo que cubría la mesa, ni por los pesados cubiertos de plata,
ni por las flores artísticamente colocadas en los hermosos jarrones de cristal
tallado; y los grandes abetos que se veían por la ventana no eran más que un mal
telón de fondo. El olor a sudor de los cincuenta mil esclavos del GULAG y los
chasquidos del látigo con que se les azuzaba, poblaban todo el bosque. A Matwejew
le pareció que a través de las ventanas abiertas entraba un olor a patatas quemadas
y a cabezas de pescado podrido.
—La columna avanza sin novedad; en este momento se encuentra entre Jarzewo y
Wjasma. Es posible que esta misma noche llegue a Moscú, camarada ministro del
Interior.
«¿Qué era mejor, que la columna llegara a Moscú con las actas de la filial
bielorrusa de la Séptima Sección Especial y las de Estonia, Letonia y Lituania y
las de Ponomarenko, o que fuera destrozada por una maldita bomba alemana, y fueran
destruidas, en una carretera cualquiera, las carpetas de documentos y las actas que
Ponomarenko había hecho sobre el ministro Matwejew y sobre él mismo?»
«¿Qué más se me puede echar en cara? ¿Qué es lo que he omitido en Minsk? Sí; desde
luego, la orden de Stalin no fue cumplida del todo. Allí se han quedado productos
industriales, medicamentos y productos químicos. No todas las fábricas han sido
voladas. Los alimentos almacenados no fueron envenenados. Los transportes, la
electricidad y las conducciones de agua serán reparados enseguida. Minsk no se
convertirá en una ciudad muerta y el pueblo volverá a respirar dentro de poco. ¿No
es Ponomarenko responsable de que una ciudad condenada a muerte continúe viviendo?
Sí; sobre Ponomarenko pesa gran parte de responsabilidad, y ya se procurará que
nada de su quehacer quede sin revisar.»
Anna Pawlowna se quedó atrás. Durante unas noches podría quedarse a dormir en casa
de la contable María Arkadiewna, que al igual que ella había sido llamada para
servir a los huéspedes que acababan de marcharse. María Arkadiewna, que había
nacido en Wiasma y que por lo tanto era casi paisana suya, fue muy amable con ella
y le ayudó a buscar habitación. Anna Pawlowna se instaló en el cuarto de María
Arkadiewna, que hasta entonces había compartido con una cajera que ahora se acababa
de marchar con la columna. Anna Pawlowna necesitaba un poco de reposo y estaba
tranquila, porque allí no se encontraría sola. Por otra parte, María Arkadiewna era
de las personas con quienes todavía se podía hablar. Esperaría, pues, la primera
oportunidad para continuar el viaje. Le habían dicho que dentro de poco llegaría
una columna camino de Tambow. La columna tenía que detenerse en Moscú, de manera
que, con toda seguridad, pasaría por Gschatsk, que es donde ella deseaba ir.
La primera noche ninguna de las dos mujeres pudo dormir; pues cada una de ellas
estaba demasiado nerviosa para ello. Y durante mucho rato estuvieron comentando las
conversaciones que habían oído durante el banquete, y haciendo mil consideraciones
del aspecto de cada uno de los comensales. Para Anna Pawlowna fue un alivio el
poderse tumbar en la cama y dar un poco de reposo a sus cansados pies. Y de vez en
cuando, durante el transcurso de la conversación con María Arkadiewna, manifestaba
su admiración por aquel hermoso lugar de trabajo, aquellas limpias habitaciones,
aquellas pulidas casas de madera, aquellos cuidadosos caminos y aquellos
jardincillos llenos de flores que rodeaban la mayor parte de las viviendas.
—Sí; quédese usted un par de días y abra usted bien los ojos.
—Pocas veces he visto un bosque tan tupido como este y unos abetos tan altos y
hermosos.
—Sí; ya tendrá usted tiempo de ir viendo las cosas. Aquí mismo, bajo nuestra
ventana, pasa una tropinka, un senderillo; sígalo usted y verá cosas realmente
curiosas.
Anna Pawlowna volvía a estar acostada en una verdadera cama. Y estaba en plena
retaguardia. Apenas oyó las bombas que por la mañana cayeron sobre el bosque. Anna
dormía tranquilamente, como cuando, en Moscú, descansaba en casa del general
Narischkin.
De pronto, vio algo que la dejó estupefacta. Amedrentada, se escondió tras unos
árboles. A poca distancia se levantaba una tupida alambrada, tras la cual aparecían
unas míseras barracas habitadas por presos. ¿Por qué le había dicho María
Arkadiewna que fuera a este lugar? ¿Acaso había ella hecho demasiadas alabanzas de
las hermosas casitas de madera? Se apartó del campamento y continuó el camino. Al
poco rato llegó ante el cementerio de los presos. En un gran rectángulo se apiñaban
miles de sepulturas. El cementerio ofrecía un aspecto desolador, como si la
primavera se hubiera truncado, ajándose de repente, sobre la tierra que cubría
aquellos muertos.
Y Anna Pawlowna comenzó a tener frío en aquel día de verano. Sin saber hacia dónde
se dirigía, continuó adelante. Pero sus experiencias no habían terminado todavía.
Su encuentro con los seres vivos, es decir con los desharrapados presos y los
miserables koljosianos le causó más impresión que el espectáculo del cementerio. Al
regresar vio que María Arkadiewna la estaba esperando.
—¡Ah, querida, gatita asustada, qué aspecto tienes! ¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras
mal? No, no hables… No digas nada. Voy a prepararte algo de comer. Debes acostarte
inmediatamente.
Anna Pawlowna se dejó caer sobre la cama. Al despertarse le pareció que todo había
sido una horrible pesadilla.
—Estuve allí, donde los koljosianos tienen sus miserables barracas. ¡Es espantoso!
—Bueno, déjalo estar: está prohibido hablar de todas estas cosas, querida. Tienes
que saber que cuando, en Wiasma, acepté este trabajo, firmé un documento en el que
me comprometía a no decir nada de cuanto pudiera ver u oír.
—Pienso que durante tu viaje, desde Wolkawisk acá, habrás visto cosas peores.
Las dos mujeres comenzaron a beber el té. De pronto, sonó una sirena. Era una
alarma aérea. Los «Stukas» se habían presentado de nuevo. Y otra vez volverían a
bombardear la estación, los depósitos de aceite y las construcciones.
Aunque despierta, Anna Pawlowna cayó en una pesadilla mucho más espantosa que la
del peor sueño. Un olor a humanidad —el mismo que el día anterior había notado,
durante el banquete, el ministro del Interior— se desprendía de una multitud sucia,
piojosa, alimentada con desperdicios. A fuerza de palabras soeces, el lenguaje de
las gentes ya no parecía ruso, sino un idioma extraño. Los presos se mofaban de los
soldados y de los oficiales, que iban a refugiarse al campo, y las mujeres, cuyo
campamento estaba algo más alejado, pero que en aquellos momentos corrían a
refugiarse en el de los hombres, insultaban y se mofaban de sus verdugos, a quien
cubrían de oprobio.
—Anda, precioso, quédate conmigo y no corras tanto, que tú y yo vamos a fundar una
familia.
—No estés nervioso y acércate a mí; ya sabes que los «Stukas» se contentan con
mirar.
Era increíble que una contable del «Gran Teatro de Moscú» se expresara de aquella
manera. Un día las cuentas no salieron bien, y ahora estaba allí. Una koljosiana se
había llevado algo de trigo de un campo y fue condenada por atentar contra la
propiedad del Estado. Un actor, un empleado de cine, un fontanero de Odesa, un
escritor, un profesor de Moscú, otro escritor, otro profesor de la Universidad de
Filología de Taschkent, y todos estaban envueltos en harapos y en todos los rostros
se reflejaba la misma expresión de desesperanza.
—¡No pueden hacer nada! ¡Lo mejor es que se rindan enseguida! ¡Durante años enteros
nos han estado torturando y ahora nos matan de esta manera!
—¡Un pobre diablo más al que han empujado a la muerte! —comentaba la gente,
refiriéndose al aviador abatido.
Todos los presos manifestaron a gritos su odio a los oficiales y a los soldados del
batallón de vigilancia.
Al día siguiente, Anna Pawlowna fue despertada por el griterío de la multitud. Una
vociferante riada de personas avanzaba por las calles del pueblo. Los presos del
gran campamento del Natscha se habían presentado en la población y ahora pasaban
ante la casa de María Arkadiewna. Uno de ellos se detuvo ante la ventana. Una nariz
aplastada y unos ojos hambrientos. Anna Pawlowna se retiró hacia el fondo de la
habitación, y el rostro desapareció.
—¡Igual que una manada de bueyes! —dijo Kasanzew—; y no solo los de mi batallón,
sino todo el regimiento y toda la división se comportó de esta manera. Muchos
desaparecieron. El resto de la tropa, que todavía pudimos reagrupar, aguantó hasta
que llegaron los tanques alemanes. Entonces no pudimos hacer nada más, porque la
verdad es que estábamos con las manos vacías y fue imposible hacerles frente.
Hacía catorce días, es decir, poco después de haberse roto las hostilidades, habían
salido de Moscú.
—No nos faltaba comida. Los bueyes y los cerdos eran sacrificados a discreción… —
contaba Odinzow.
—Aquella riada de hierro —dijo Odinzow— corría ante los ojos de los soldados y su
efecto era muy reconfortante…
—Casi todos los jefes eran parientes nuestros o hijos de Comisarios del pueblo, y
Jacob Dschugaschwili, el hijo de Stalin, era jefe de la sexta batería.
—Bueno, está bien…, todo esto ya lo sabíamos. Lo que ahora nos interesa saber es el
final del VIII Cuerpo de Ejército y de qué manera pudieron los alemanes atravesar
el Beresina y los pantanos.
—Un día, desde la autopista, vimos las columnas de humo que se elevaban de Jarzewo.
Poco después nos tropezamos con las primeras partidas de fugitivos. El buen humor y
la confianza desapareció con las primeras bombas. De «los nuestros» no vimos ni
rastro y, en cambio, el cielo estaba lleno de aviones alemanes.
—Una y otra vez éramos detenidos por grupos de paracaidistas, que durante días
enteros nos impedían avanzar.
Ocurrió lo siguiente:
Los combates del VIII Ejército habían durado dos días. Durante el primer día casi
todas las unidades de dicho Cuerpo habían sido derrotadas, y por la noche se
reagruparon para sostener el ataque del día siguiente. El segundo ataque alemán
terminó con una gran catástrofe por parte de los rusos.
—Fuimos empujados hacia el Beresina. El puente estaba destruido… Nos habían cortado
el camino. Todos los tanques se quedaron a la orilla del río. Únicamente algunos
grupos aislados de combatientes desarmados pudieron pasar el Beresina. Mi compañía
quedó reducida a diecisiete hombres, y la división a un regimiento.
»Capitán Budin.
»Comandante Permjakow.
Judanoff trató de cursar el informe a Moscú, y durante un buen rato estuvo ocupado
en el aparato de radiotelegrafía. Moscú, sin embargo, no contestó.
Las primeras sombras del anochecer parecieron salir del bosque cercano. El espacio
libre que hasta entonces había habido ante la oficina de la administración se iba
reduciendo cada vez más. Los dos tanques cuyos cañones apuntaban a la multitud ya
no impresionaban a nadie. Los centinelas trataban de contener a los fugitivos, y
estos respondían cada vez con palabras más gruesas. Aquel mediodía los presos se
amotinaron en la cocina, donde volcaron las grandes soperas y rompieron todo lo que
estuvo a su alcance. Diez mil prisioneros se quedaron sin comer.
Judanoff miraba por la ventana. A su lado estaba el capitán Budin. En las miradas
de los presos brillaba un evidente deseo de matar. Así ocurría en las miradas de
aquel pescador de Arcángel, y en las de aquel jacuto de la nevada tundra, y en las
de aquel chamán kurdo… Eternos rostros del pueblo ruso; rostros de todas las razas
que habitan en Rusia. Rostros primitivos; rostros de fieras.
—Creo que correrá sangre.
«Moscú… Moscú…»
Durante aquellos días, Budin había estado en contacto con los presos más que
Judanoff, y había tenido ocasión de ver y oír más cosas que este.
—Puedes estar contento de que este chamán esté entre los presos, porque él y los
popes, que ejercen un misterioso poder sobre la gente y la fanatizan, son quienes
en definitiva impiden que ahora se produzca una matanza.
El pescador pasó junto a uno de los tanques y, despectivamente, escupió sobre él;
luego alzó sus ojos pardos hacia la ventana tras la cual estaba Judanoff.
«¿Qué querría?»
—¡Escupe, Iván; escupe hacia esta ventana y hacia aquel que está en ella! —gritó,
al pescador, el asesino de Saratow.
Iván estaba ante la ventana. Vestía una vieja chaqueta destrozada y calzaba unas
botas hechas de desperdicios de neumáticos, que debido a su pesadez los presos
llamaban traktornisawod. Iván solo tenía piel y huesos y sus brazos le llegaban
hasta más abajo de las rodillas. En su cara de gorila brillaba una expresión de
malvada alegría. Iván estaba calibrando las posibilidades de su venganza. Los
centinelas del batallón de vigilancia le dejaron merodear sin decirle nada. Los
demás presos que se habían acercado con él se quedaron un poco atrás, frente a los
tanques.
Una tremenda detonación rasgó los aires, y enseguida se produjo otra y otra, y
entre una cadena de detonaciones, los edificios volaron por los aires. Las
provisiones alimenticias, que estaban guardadas en almacenes subterráneos y con las
cuales se hubiera podido mantener a tres millones de personas durante varios meses,
fueron igualmente destruidas.
Las primeras explosiones hicieron temblar la tierra, y las últimas arrancaron las
puertas, las ventanas y parte del tejado de la barraca donde estaban instaladas las
oficinas de la administración. De pronto, Iván se encontró bajo un remolino de
cascotes y tejas que se le venían encima. Y ni él ni sus compañeros necesitaron los
consejos del chamán para retirarse de donde estaban, de manera que cuando Judanoff
se volvió a mirar a través de los restos de la ventana, Iván había desaparecido
como si hubiera sido un fantasma.
Las voladuras se habían hecho sin previo aviso, y, como es natural, hubo muchos
muertos y heridos. Pero, en aquellos momentos, nadie pensó que cada una de las
voladuras de la obra 057 había costado un buen número de víctimas.
¡Las provisiones!
El veneno no había sido utilizado y la dinamita no hizo más que destrozar los
cajones de provisiones y enviarlos por los aires. Nadie había sospechado que en los
sótanos de la obra hubiera podido haber tal cantidad de provisiones.
Pero… Todo estaba ardiendo: las casas, los depósitos de gasolina, los almacenes de
maquinaria, y entre las llamas que se elevaban a la linde del bosque, los presos
iban y venían de un lado a otro, nerviosamente. Corrían, se atropellaban, caían y,
se volvían a levantar y continuaban corriendo. Con más rapidez que las
detonaciones, a través de los bosques y desde la autopista hasta el Natscha, corrió
la noticia, y las gentes que se dirigían hacia el Este y que pocos momentos antes
deseaban encontrarse en Buchara, Fergana o Thianshan, en la frontera china, movidos
por el hambre, con los ojos desorbitados, volvieron hacia atrás en busca de la
comida, que muchos ya estaban despachando.
Parecía que Papá Noel había pasado por allí dejando tras sí una interminable estela
de regalos. Esto era lo que pensaba el profesor de Moscú, autor del diccionario
biográfico.
«¿Qué necesidad hay de darse prisa? —se decía el profesor—. Aquí hay diez mil
bocas, pero también hay comida para todos. Portémonos, pues, como personas
civilizadas. Al fin y al cabo, Semjon Michailowitsch, somos personas de cultura.
Esta pasta no está mal, y esta lengua de cordero sabe muy bien, y esta carne y
estos espárragos son de primera calidad.»
El profesor de Moscú, el hombre de Thianshan, Iván de Arcángel, Nikita de Saratow y
la multitud de antiguos presos, así como los diez mil koljosianos, comían grandes
trozos de mantequilla, puñados de azúcar y salchichas de Moscú, todo lo cual
engullían de una manera apresurada y revuelta. La escena estaba iluminada por las
gigantescas llamas que salían de las casas.
Salvo la voladura de los depósitos de esencia y de aceite, que estaban al otro lado
de la autopista, el resto de las construcciones ya había sido destruido. Antes de
proceder a la última voladura, Judanoff, que ya tenía preparada una columna de
ochenta coches, quería estar lejos de aquel sitio.
Junto a los árboles se estaba celebrando una gran comilona. Algunos de los presos
se llevaban la comida a la boca con las dos manos, de un modo precipitado, casi
frenético, y otros, en cambio, permanecían tumbados, panza arriba, adormecidos.
Allí estaban los koljosianos, barbudos y desgreñados, con sus pequeños carros
tirados por los velludos caballitos, tan lentos y pacíficos.
Los koljosianos engullían como los demás, pero pensaban en el mañana y, empapados
de sudor, cargaban sus carritos, que hasta entonces solo habían acarreado arena y
piedra, con sacos de arroz, botes de miel, latas de arenques, cajas de azúcar,
cajones de conservas y bidones de alcohol, lo cual provocaba las iras de los
presos, que estimaban que todo aquello les pertenecía.
Con los puños y esgrimiendo sus látigos, cogidos a los caballos, los koljosianos se
abrían paso entre la amenazadora multitud de los antiguos presos. Los koljosianos
tenían que caminar veinticinco, cuarenta y hasta cincuenta kilómetros para volver a
sus pueblos. Había tanta comida esparcida en el campo que diez mil de aquellos
carritos hubieran podido ir y venir, transportando comestibles, durante semanas
enteras. Habían sobrecargado sus carros de tal manera que los caballos avanzaban
con gran dificultad, y en los sitios donde se había acumulado el barro y la arena
se agolpaban por docenas, sin poder salir del atasco. Entonces los koljosianos se
veían obligados a descargar la mitad de la impedimenta. Como que los carros y los
caballos pertenecían a la colectividad, se había determinado que después los
alimentos serían repartidos entre todos; en cada caso, todos querían decidir lo que
debía permanecer en los carros, y lo que, por el contrario, debía dejarse para el
próximo viaje. Desde luego, los koljosianos habían bebido como todos los demás y
todos gritaban, agitaban sus puños e incluso, muchos de ellos, llegaban a pegarse.
Por fin, la mayor parte de los koljosianos se puso de acuerdo en continuar comiendo
y bebiendo lo que llevaban en los carros. Luego se tumbaron junto al camino; al
cabo de un rato, junto al bosque, volvieron a pelearse, y más tarde se embriagaron
de nuevo. Al frente de los ochenta camiones, en algunos de los cuales viajaba el
batallón de vigilancia, Judanoff se puso en camino, atravesó los pueblos de Krubka
y Bobr, cruzó la autopista y, por una carretera de segundo orden, se dirigió en
dirección a Orscha y Smolensk.
Aquí volvía a estar el Dniéper, no tan ancho como en Orscha, pero sí tan limpio y
más rápido que en aquella ciudad. Y aquí, junto al Dniéper, se agrupaban los
fugitivos procedentes de Minsk, Bialystok, Wilna y Riga. Todas las carreteras y los
bosques estaban llenos de judíos, mujeres, desertores y empleados del Partido.
Junto al sitio por donde podía pasarse el río y alcanzar, al otro lado del mismo,
la carretera que conducía a Moscú, se apilaba una ingente multitud. Muchos
caballos, camiones, ganados de los koljosianos, coches de turismo y miles y miles
de personas trataban de pasar el río. Las desnudas orillas no ofrecían ningún
resguardo a los crueles rayos del sol y ningún amparo contra las bombas que de vez
en cuando caían silbando. La balsa era insuficiente para transportar a toda aquella
multitud y a todo aquel enjambre de coches y ganado, por lo cual, para embarcar en
ella, se exigía un salvoconducto extendido por el Partido o por las autoridades del
lugar. A pesar de que Judanoff iba provisto de una extraordinaria documentación,
tuvo que esperar varias horas para pasar el río.
No solamente tenía que volver a la otra orilla, donde se apiñaba una ingente masa
de fugitivos, sino que debía volver, a través de Smolensk y Orscha, a Krubki y a la
obra 057, donde al frente de un grupo de ingenieros se había quedado el capitán
Budin.
La orden de regresar a la obra la había dado el coronel Sjemzew, que antes de
continuar hacia Tambow se había detenido en Moscú. El coronel ordenó que Judanoff
volviera a Krubki con cincuenta camiones y cargara allí la maquinaria que pudiera y
las provisiones que hubieran quedado entre las ruinas. Para ello, según el coronel,
había tiempo suficiente, pues el avance alemán se había detenido y no proseguiría
hasta dentro de unos días. Así, pues, el frente quedaría momentáneamente paralizado
y, aunque así no fuera, la línea del Beresina había de aguantar con toda seguridad.
—Hubieras tenido que verlo. Han estado acarreando (los koljosianos, por fin,
entraron en razón) y comiendo sin cesar cosas que, como los arenques y el azúcar,
nunca habían probado. Luego, ¡los muy perros!, se pelearon entre sí. Y ni que decir
tiene que todos los presos se dieron a la fuga. Parecían verdaderas fieras, y
nosotros no pudimos hacer otra cosa que asistir como espectadores a todo aquel
desenfreno. Antes de proceder a las voladuras, un idiota cualquiera sacó a Worobjew
de la celda donde estaba recluido. Los presos lo descubrieron inmediatamente y se
fueron tras él. «Este es el tipo que retenía nuestras cartas y que añadía años a
nuestras condena, comenzaron a decir, y ahora ya no lleva uniforme, ni luce ninguna
insignia.» Y, como te digo, se lanzaron tras él, lo persiguieron a través del
bosque y lo mataron.
Y luego volvieron a hartarse de comida. «No comáis tanto, les decía el pope
Tkatschew; no comáis tanto, que os hará daño.» Pero, en vez de hacerle caso,
cogieron al pope, lo tiraron al suelo y le metieron una butifarra en la boca. «Ten,
come, viejo payaso», le gritaban unos, los más bestias, mientras le llenaban la
boca de comida. Otros popes trataron de quitarles la comida de las manos
advirtiéndoles que podían indigestarse. Pero no les hicieron ningún caso. Se
tumbaron por el suelo. Unos murieron, y nadie se cuidó de ellos; otros, junto a los
muertos, yacían con mujeres… Fue un espectáculo realmente espantoso. Por lo menos
si se hubieran quedado en el bosque…; pero esos bestias se esparcieron por el
campo, y los koljosianos iban y venían con sus carros cargados hasta los topes… Y,
como era de esperar, el enemigo descubrió tanto movimiento y, de pronto,
aparecieron los aviones alemanes, y comenzaron a disparar sus ametralladoras…
Judanoff volvió a tomar el mando y Budin dejó de reinar sobre aquel país de Jauja y
descendió a la cruda realidad.
—¿Cómo han ido las voladuras? ¿Han sido destruidos los transformadores que había en
la estación de Krubki?
—En la estación no queda nada. No tienes idea de lo que allí ha ocurrido. El jefe y
todos los empleados han sido fusilados.
—No te preocupes; ya está todo arreglado. Los alemanes nos han ahorrado el trabajo.
Ayer hubo un bombardeo atroz… Mira hacia allí…
No había problema.
—Ahora hay que apresurarse. Es preciso cargar los camiones con la maquinaria que
quede, y sobre todo con la comida que pueda ser aprovechada.
Judanoff necesitó a todos los soldados que había traído consigo para mantener
alejados de las provisiones a los presos, fugitivos y koljosianos que todavía
merodeaban por allí. Tal como estaban cargaron cigarrillos, vodka, chocolate y
conservas.
—¡Dejad el vodka, estúpidos! Lo que debéis cargar es el alcohol que hay en estos
bidones. ¡No veis que es alcohol concentrado, de noventa y seis grados! Sí, y el
caviar también. Y las cajas de caviar que esos cerdos han cargado en sus carruajes
hay que descargarlas inmediatamente. ¿Creéis que los koljosianos van a poder comer
caviar cuando ni los oficiales saben qué gusto tiene? El caviar siempre ha estado
reservado para los generales y para el alto personal de los Ministerios.
Caviar, zapatos, bombones, piezas de uniformes; todo voló sobre los camiones. Un
poco más allá, sobre el campo, continuaban las comilonas, y las muertes, y el yacer
con mujeres. Aquellos miles de individuos que habían llegado dos o tres días antes
estaban ahora hartos, enfermos de tanto comer, y permanecían como moscas entre las
provisiones, sobre el campo. Muchos de ellos morían con la boca llena de comida. Y
mientras unos comían y otros perdían la vida, fueron llegando nuevas gentes, todas
igualmente hambrientas. Entre otros, se presentaron varios grupos de soldados
pertenecientes a los restos de las unidades destrozadas en el Beresina. Y los
soldados se comportaron como los presos, los fugitivos y los koljosianos. Unos
soldados habían metido las manos en un gran jarrón de miel y no las podían sacar.
El jarrón se rompió y las manos, los uniformes, las hojas, la hierba y el suelo
quedaron llenos de miel.
El capitán Budin no había exagerado nada, ni tan solo había pronunciado una palabra
de más. Judanoff vio que, por efecto de las voladuras, la comida había quedado
esparcida en algunos kilómetros a la redonda, sobre el campo. Y, asimismo, comprobó
que por todas partes había muertos, unos de los cuales habían perecido a causa de
la orgía y otros por efecto de las bombas alemanas.
Un camión cargado de aviadores heridos apareció por el camino del bosque. Los
pilotos procedían de un campo de aviación situado a medio camino de Borissow. Poco
después llegó otro camión con más heridos, pertenecientes estos a un batallón de
tanques. Un motorista con la cabeza vendada, que luego resultó ser capitán,
preguntó por el puesto de mando de un regimiento acorazado. El capitán dijo venir
de Krupka, donde se habían emplazado unas piezas de artillería pesada, pero nadie
supo contestar a sus preguntas.
—Los alemanes sufrieron muchas bajas, pero no sirvió de nada, pues no solamente
aguantaron la cabeza de puente, sino que atacaron de nuevo y, valiéndose de sus
tanques, rompieron nuestras líneas.
Judanoff se volvió hacia Bogdanow, el pope Tkatschew e Iván que ostentaba una
especie de jefatura ilegal sobre los prisioneros, quienes estaban en absoluta
libertad y podían ir hacia donde quisieran. Judanoff pensó que lo mejor sería que,
al frente de Bogdanow, Tkatschew e Iván, se dirigieran hacia el Este.
—Hacia Tambow… —repuso Judanoff; pero inmediatamente aclaró que no les podía dar
provisiones para la marcha.
¿Por qué no debían ir a Tambow? Claro que Tambow estaba a más de mil kilómetros; es
decir, estaba más lejos que el propio infierno. Pero, en realidad, el infierno
estaba muy cerca de allí mismo, por lo menos así lo indicaba el ruido del frente,
que cada vez era más cercano. Bogdanow, Tkatschew e Iván opinaban lo mismo. Los
camiones de la columna se pusieron en marcha, pero esta vez no avanzaron por la
carretera de Krubka, sino que tomaron por un atajo que conducía a la autopista,
pues todavía existía la posibilidad de poder pasar el río un poco más al sur de la
autopista.
Judanoff y Budin montaron en uno de los últimos camiones, y antes, uno y otro,
echaron una larga mirada a su alrededor.
Habían recibido la orden de destruirlo todo y no dejar nada en poder del enemigo.
Sin embargo, algunas partes de la obra no habían podido ser voladas y todavía
quedaban en pie. Y lo peor de todo era que muchos de los presos condenados a cadena
perpetua que habían trabajado en la obra subterránea secreta, estaban ahora en
libertad y podían decir a todo el mundo lo que nadie debía saber.
Permjakow no había recibido, como muchos de los coroneles, capitanes y soldados que
aparecían fusilados junto al control, la orden de retirada. Entre los muertos no
solamente había soldados y oficiales, sino muchos paisanos y presos, cada uno de
los cuales hubiera podido ser un espía o un enemigo parachutado desde un avión
alemán.
—Los alemanes son muy listos. Muchos de ellos se han presentado aquí vestidos de
koljosianos y han tratado de pasar el control precedidos de ganados, como si fueran
gente pacífica. Y yo no podía distinguir unos de otros; por esto lo mejor ha sido
hacer fuego sobre todos.
Las relaciones entre la obra y el control siempre habían sido buenas, de manera que
al hablar Judanoff de los prisioneros que habían quedado en libertad, Permjakow
llegó a un rápido acuerdo con él.
—Hay miles de hombres que yo no he podido evacuar y que han quedado allí sin
documentación y sin salvoconducto —dijo Judanoff.
—Bien; hasta las nueve y media, es decir, durante una hora, tendré el control
abierto y todos podrán pasar —repuso Permjakow—. A las nueve y media daré orden de
que el control vuelva a ser cerrado y nadie más podrá cruzar por él.
Judanoff envió algunos de sus soldados hacia atrás. Bogdanow, Tkatschew o Iván
debían hablar con los presos y ponerles al corriente de la decisión del jefe del
control.
El convoy dio un rodeo y después de haber dejado atrás el puente destrozado volvió
a la autopista. Habían perdido una hora. Judanoff iba pensando en que Permjakow no
debía haber obedecido las órdenes tan al pie de la letra y hubiera podido escoger
un sitio más hacia el Este, donde poder controlar con mejor comodidad la
circulación de la autopista, cuando sobrevino, de una manera repentina, un ataque
de «Stukas» alemanes. El ataque duró cinco minutos e inmediatamente se inició un
tremendo tiroteo en el control.
Permjakow había tenido razón cuando dijo que los alemanes eran muy listos y al
asegurar que los tanques enemigos avanzaban durante la noche. Pero aquí habían
chocado contra un regimiento: el regimiento de Permjakow, que estaba dispuesto a
combatir hasta el último momento.
La lucha que los alemanes tenían que sostener en aquel lugar y que no les
permitiría avanzar aquella noche, favorecería su huida y (así pensaba Judanoff) la
de los prisioneros.
Sin embargo, la columna de Judanoff avanzaba con gran lentitud. A ambos lados de la
carretera caminaban grandes columnas de fugitivos que se dirigían hacia el Este, y
en sentido contrario a ellos, en dirección hacia el frente, venían las tropas de
refuerzo cuyo destino era el Beresina. Camiones, carros, fugitivos, bueyes y vacas
obstaculizaban el avance. El batallón de Judanoff avanzaba entre aquella gente
abriéndose paso con los puños y a culatazos. La noche era cerrada. Judanoff había
dejado atrás la mayor parte de sus camiones. Todavía faltaba un buen trecho para
llegar al Natscha y aún le quedaban algunos kilómetros para alcanzar la carretera
de Orscham, en la que deseaba estar antes del amanecer.
Cuando el coronel Sjemzew mandó a Judanoff que volviera hacia Krubki y le aseguró
que el frente del Beresina estaba estabilizado, obró con absoluta fe, porque en
Moscú, en el Alto Mando Mayor del Ejército, donde él estuvo, observó que los
generales enjuiciaban la situación desde un punto de vista completamente optimista,
y le hicieron saber que en Orscha, Mogilew, Stary y Wikow se habían concentrado
numerosas tropas dotadas del más moderno material, y que las divisiones al mando
del mariscal Timoschenko ocupaban desde Rogatschew hasta Chotowisch y que de un
momento a otro se dirigirían por el Sur hacia el frente del Beresina. Y en cuanto a
la situación de Krubki, se le había dicho que una fuerte concentración de tanques
había partido de Orscha y que al día siguiente había de llegar a Borissow, donde
pronto acabaría con la cabeza de puente alemana situada al Este del Beresina.
El capitán general Guderian restituyó las tropas que había sacado del cerco a su
primitivo lugar. Pero esto no satisfizo del todo al Alto Mando, pues los tanques
habían llegado a las afueras de Borissow y no era prudente que se retiraran. Y
cuando, procedente de Orscha, aparecieron los tanques rusos y se tuvo noticia de
que las fuerzas alemanas de la cabeza de puente eran muy escasas y probablemente no
podrían resistir al ataque enemigo, se enviaron nuevas tropas a Borissow.
A la misma hora en que el primer teniente Judanoff volvía atrás hacia Krubki, unos
«T 34» se adentraban cuarenta kilómetros al Oeste de la cabeza de puente alemana y
bombardeaban las posiciones enemigas.
Judanoff mandó cargar la miel, el azúcar y el alcohol de 96 grados que había sobre
el campo. Desde los restos de la obra no podía oír el estruendo del frente del
Beresina. Pero mientras mandaba cargar los camiones de su columna, cambió la
situación en la cabeza de puente. Las tropas soviéticas, después de sostener
sangrientas batallas, fueron destruidas. Los alemanes se hicieron dueños del cielo
y recibieron refuerzos de tierra. Y en Borissow quedó el Mando de la 18 división
blindada, y el de la 17 fue evacuado hacia Minsk. El jefe del segundo grupo de
tanques alemanes, capitán general Guderian, entró, finalmente, en Borissow.
Guderian tenía el proyecto de llegar cuanto antes al Dniéper y desde allí, con las
fuerzas dotadas de mayor movilidad, enlazar con el grupo de ejércitos del centro y,
a través de Smolensk y Roslawl, alcanzar Moscú. El antiguo plan napoleónico había
sido variado en algunos puntos. Napoleón se había dirigido a Moscú en línea recta
por Smolensk, Dorogobusch y Wjasma, y en el plan alemán, además de la ofensiva a la
capital, se determinaban otros tres grandes movimientos: uno hacia Rogatschew y
Roslawl; otro hacia Orel y Tula y otro, finalmente, hacia el Norte.
A Guderian le pareció inútil mantener sus fuerzas en contacto con las tropas que
luchaban contra los regimientos enemigos cercados, y por otra parte juzgó una
pérdida de tiempo esperar a que el grueso de la infantería alemana llegara hasta el
Beresina, lo cual había de robarle, por lo menos, unos catorce días. Cuando llegó a
Borissow, donde se reunió con los jefes de sus unidades, y dio las órdenes para
proseguir la ofensiva, casi había alcanzado los primeros objetivos del ataque, es
decir, el Dniéper y las ciudades de Kopys, Scholow, Stary y Bykow. Los partes de
los observadores aéreos le hicieron saber que el enemigo concentraba tropas de
refresco en Smolensk, Orscha y Mogilew, lo cual acabó de decidirle a proseguir el
avance y a llegar al Dniéper antes que los restos de las destrozadas unidades rusas
pudieran reagruparse de nuevo.
Con las tropas recién llegadas, se salvó la cabeza de puente y se destruyó gran
número de unidades rojas. Y las vanguardias alemanas se lanzaron por la autopista.
Objetivo: Tolotschino.
Vilshofen consultó su reloj. El ataque duraría siete minutos, pasados los cuales
podría continuar hacia delante. Sin embargo, los restos de aquellas tropas vencidas
y machacadas sin cesar no querían rendirse. Las ametralladoras y las pistolas
ametralladoras disparaban sin cesar. Cada soldado debía ser reducido y ninguno
levantaba los brazos en señal de rendición. Muchos heridos, parapetados tras
montones de cadáveres, continuaban disparando sus armas hasta agotar el último
cartucho.
Al cabo de unas horas, los tanques pudieron continuar la marcha. Poco tiempo
después llegaron al Bobr, vadearon el puente —que estaba destruido—, subieron por
la otra orilla y volvieron a la autopista.
Había que avanzar, pero bajo las cadenas caían racimos de hombres. Entre aquel
remolino dantesco, Tschang de Thianshan parecía el rey Baltasar de los evangelios.
El rostro barbudo de los evangelistas y los ardientes ojos de Juan el Bautista, y
Agustín de Gespreng, y el conde Von Ruck, y todos los personajes de la antigüedad e
incluso la Virgen y el Niño rodaron bajo las cadenas de los tanques.
—Sí; esta era; pero la he perdido gustosamente, si vosotros venís a acabar con
nuestros sufrimientos.
Los tanques avanzaban con las escotillas cerradas y dentro de ellos los tanquistas
tenían las orejas tapadas. Pero fuera lloraban todos los santos.
La meta era Tolotschino.
El río Natscha había quedado a espaldas del primer teniente Judanoff. Al otro lado
de la orilla se disparaba sin cesar. Judanoff abandonó la autopista, tomó por un
camino vecinal y continuó hasta Tolotschino. Allí, como en la mayoría de las
ciudades por las que habían atravesado, olía a quemado. El aire de aquella mañana
de estío estaba lleno de humo. Todas las calles aparecían llenas de carruajes.
Poco después del amanecer atravesó Orscha y aquella misma mañana entró en Smolensk.
La estación del ferrocarril, que estaba rodeada de una serie de pequeñas casas de
madera, había servido de campamento. La estación estaba llena de cascos, fusiles,
cocinas de campaña y una multitud de soldados tumbados por el suelo. Aquellos
hombres procedían de Rschew, Rjasán, Jensa y Boronesch. A la estación llegaba un
tren tras otro, y en cada uno de ellos venían nuevos batallones. Después de mucho
buscar, Judanoff encontró un sitio donde poder aparcar la columna. En su columna
formaban treinta camiones, y el resto de los mismos se había quedado entre el Bobr
y el Natscha.
Judanoff cruzó el puente de piedra y, a través del barrio antiguo, se dirigió hacia
la catedral. Muchos visitantes entraban y salían del templo. Por primera vez,
aquella mitad del templo en donde no se celebraba estaba vacía, y en la otra parte
del mismo se apiñaba una gran multitud arrodillada. Y no solamente había viejas
mujeres, sino que Judanoff distinguió muchos rostros de soldados e incluso de
oficiales. Quedó muy sorprendido al reconocer a cierto capitán Kasanzew con quien
ocho días atrás había estado comiendo en Krubki. Aquel hombre era el responsable
político de su unidad y sin embargo estaba allí, en el templo, rezando como los
demás. Judanoff esperó a que el otro se pusiera en pie y se colocó junto a él, de
manera que, cuando el capitán hiciera un pequeño movimiento, le reconociera. A
Kasanzew le supo mal haber sido encontrado en aquel lugar.
—Uno no puede pasar ante una catedral tan célebre como esta, sin entrar a visitarla
—dijo, al tiempo que conducía a Judanoff a la parte del templo dedicada a museo,
donde había una serie de figuras de cera.
«Sí; ¿qué se le había perdido a él aquí? ¿Por qué había entrado en aquel templo?»
—La artillería se ha quedado entre Orscha y Smolensk —dijo—. Se han llevado los
cerrojos de los cañones y los campos están llenos de baterías abandonadas y los
bosques, de desertores.
Aquella era la palabra que esperaba. Kasanzew miró a su alrededor como una fiera
acorralada que buscara el camino más apropiado para huir.
—¡Márchate antes que piense en ciertas cosas poco agradables para ti y te haga
conducir hacia donde merecerías estar! —le dijo Judanoff.
Kasanzew no se lo dejó decir dos veces. Dio media vuelta, y, apretando el paso,
desapareció por la primera bocacalle.
Judanoff se cruzó con muchos ladrones que arrastraban sacos de azúcar y de mazorca
y bártulos con zapatos y vestidos y hasta muebles que habían pillado de las
abandonadas viviendas de los empleados del Partido. Pero la gran mayoría de la
población de Smolensk estaba encuadrada en los batallones de trabajadores y en las
brigadas femeninas de trabajo. Largas columnas de trabajadores, armados con picos y
palas, se dirigían hacia las afueras de la ciudad, donde se habían empezado a
construir unas fortificaciones y unas defensas antitanques que deberían detener el
avance alemán.
Mientras tanto, los alemanes habían cruzado el Dniéper por Orscha, Kopys, Stary y
Bychow, y habían rodeado la ciudad de Mogilew. La autopista entre Orscha y Smolensk
todavía pertenecía a los rusos, pero al sur del Dniéper se habían visto tanques
alemanes. Los tanques aparecieron súbitamente y al día siguiente, empero, volvieron
a desaparecer. La infantería alemana todavía no había alcanzado aquellos lugares.
La batalla del Dniéper aún no había comenzado. El mariscal Timoschenko aguardaba
con sus fuerzas en Sosch y esperaba arrollar por el Sur el frente alemán del
Dniéper. Judanoff abandonó Smolensk y por segunda vez llegó a Solowjowo. La primera
vez que estuvo en aquella ciudad había visto a miles de personas apiñadas en la
margen derecha del río y ahora la orilla estaba llena de cadáveres y la multitud de
fugitivos no había disminuido.
Los soldados, los oficiales y los trabajadores que no pertenecían a una industria
calificada, no fueron admitidos en la balsa. Los comunistas y los komsomoles
recibieron la orden de permanecer en el sitio y esperar a que les fuera entregada
la documentación. El griterío fue aumentando cada vez más. Muchos hombres y mujeres
corrían a lo largo de la orilla, tropezando con los muertos, dándose de bruces
contra los soldados y los cañones antitanques, tratando de escapar a las bombas
alemanas que caían sin cesar. Algunos trataban de subir por la fuerza a la balsa,
pero inmediatamente eran muertos a tiros, y otros se echaban al agua y, nadando o
agarrados a troncos y maderos, procuraban alcanzar la orilla opuesta.
El sargento se hartó.
—¡Este papel no sirve para nada! —gritó. Mientras tanto, los soldados que estaban a
las órdenes del sargento, y que habían estado reconociendo el cargamento de la
columna, se acercaron al sargento, dispuestos a hacer salir por la violencia a
Judanoff y a Budin del coche. El sargento volvió a echar una mirada sobre los
papeles de Judanoff, y por un momento quedó pensativo. Aquel primer teniente
dependía, como él mismo, del Ministerio del Interior y su documentación estaba,
desde luego, en regla.
Sin adoptar un tono amistoso, mostró una actitud más correcta, y dijo:
Con la voladura de la obra de Krupka —una obra que había costado cuarenta millones
de rublos— se había ganado la Orden de Lenin o el tiro en la nuca. La cuestión no
se había aclarado todavía, y cuando pensaba en la multitud de trabajadores
condenados a cadena perpetua que sabían muchos de los secretos relativos a la obra
y que ahora corrían en libertad por la región comprendida entre Krubki y Smolensk y
podían divulgar lo que a nadie debía importar, pensaba que lo mejor era dejar
correr el tiempo y aceptar cualquier destino que le hiciera pasar inadvertido.
Aquí, en la plana mayor de esta división de la NKVD estaría perfectamente, y quizá
le trasladaran a la plana mayor del general, e incluso podría alcanzar algún otro
puesto en la retaguardia. Así, pues, Judanoff aceptó el encargo y pasó a depender
del coronel Akulow, encargado de cuestiones especiales. Budin también se quedó en
la división.
Durante los días siguientes apenas si varió la situación del frente del Dniéper, ya
que el grueso de la infantería alemana estaba ocupado en llegar al Beresina. El
Dniéper, sin embargo, había sido cruzado por algunas unidades de tanques,
acompañadas de tropas motorizadas. En Slobin, Rogatschew y Mogilew continuaba
habiendo bastantes fuerzas rusas, y el ejército de Orscha mantenía el control de la
carretera de Smolensk. Pero más hacia el Este, la ciudad de Witebsk había caído,
posiblemente a causa de alguna traición, en manos de los alemanes.
—El país atraviesa ahora unas circunstancias muy difíciles, y cada uno de nosotros
debe prestarse para su defensa —dijo Budin a Nina Michailowna, y ella así lo
comprendió y no volvió a pensar en la misión que se había impuesto cumplir en
Moscú.
Jefes de tren, jefes de compañía, mujeres con rango de oficial del Ejército,
soldados enfermos, presidiarios, todos quedaron detenidos en el control, y mientras
tanto, en la plana mayor de la Sección Especial, Judanoff se encargaba de resolver
los casos más difíciles.
—Óigame usted, camarada coronel: quédese usted dos días aquí, con nosotros. Le doy
permiso para permanecer en la cantina. Coma usted cuanto desee y luego incorpórese
usted al frente y tome el mando de otro regimiento. Quizá sea usted destinado a una
plana mayor. Procuraré que se le den buenas provisiones para el camino.
El caso siguiente se trataba de dos individuos que habían sido detenidos por una
patrulla de la Sección Especial. Uno era Jefe de regimiento y se llamaba Wilukow, y
el otro era un comisario político. Su división había sido aniquilada y, al
producirse la desbandada del resto de los regimientos, los dos huyeron antes que
nadie. Uno y otro habían sido detenidos a dieciocho kilómetros del frente.
Los dejó marchar y mandó un informe a la división a que iban destinados, para que
allí comparecieran ante un consejo de guerra.
El frente de Witebsk se vino abajo. Tres o cuatro divisiones rusas fueron
aniquiladas por una división de tanques alemanes. Los soldados tuvieron que luchar
sin apoyo de tanques y casi sin artillería, únicamente con sus fusiles, y muchos
cayeron muertos y otros fueron hechos prisioneros. Acompañado de su Estado Mayor,
el jefe de aquel sector se retiró a un bosquecillo, lo cual fue inmediatamente
comunicado a la oficina de Judanoff. Pocos momentos después de haberse recibido el
informe, acompañado del primer teniente Judanoff, el propio coronel Akulow se ponía
en camino para esclarecer los hechos.
Los recién llegados, que iban tocados con gorras de plato azul, interrumpieron el
picnic. El jefe de la Sección Especial se levantó. Uno de los comandantes
tartamudeó:
—To… va… ritsch… Tovaritsch Polkownik, nos hemos retirado aquí para estudiar la
situación…
El jefe del sector, que tenía la mirada huidiza, cogió un mapa y con la voz
entrecortada murmuró:
—Aquí está el primer regimiento…; aquí, el segundo…, y aquí, esto es, aquí, el
tercero.
—No; aquí no hay ningún regimiento. Los regimientos están con los alemanes.
—¿Qué tiene usted que decir? —preguntó el coronel a Kulow, el jefe de la Sección
Especial.
—Los hombres de este Estado Mayor siempre están borrachos, y sobre todo el que
siempre está bebido o acompañado de mujeres, es el coronel. Varias veces he estado
a punto de matarle, y por esto he venido aquí con él.
El coronel, que estaba sentado bajo los árboles, frente a las botellas, fijó la
mirada en su compañero de bebida. El jefe de la Sección Especial le descargó su
pistola ametralladora en los ojos. El coronel Akulow contempló durante unos
momentos al jefe de la Sección Especial, que todavía inclinaba la humeante pistola.
En el grupo aún quedaban, además de aquel individuo, dos comandantes y cuatro
mujeres. El coronel Akulow no tuvo que decir rastreljat, y únicamente exclamó:
—Glüi![7]
Los cuerpos de los oficiales y de las mujeres, que debían ser telefonistas o
sirvientas de la cantina, quedaron tendidos bajo los árboles.
Volvieron al puesto de mando de la NKVD, donde les quedaba otro problema que
resolver. Se trataba de un hombre que había querido pasarse al enemigo, y que,
naturalmente, debía ser fusilado. Pero el coronel Akulow deseaba que se hiciera un
informe completo y dispuso que Judanoff se encargara de la cuestión.
Hacía algunas horas que el coronel Rewjewkin se hallaba sentado frente a Judanoff.
El coronel tenía un rostro inteligente y una expresión de limpieza y valentía, que
Judanoff envidiaba secretamente. Era un hombre que pertenecía a la vieja generación
de luchadores. Rewjewkin había sido en el colegio el primero de su promoción y
luego había estudiado en la misma academia militar que Pawlow. Cuando, poco antes
de comenzar las hostilidades, Rewjewkin se dirigió a Minsk, fue huésped del general
Klimowski, que luego había de ser fusilado, y tuvo contactos con el traidor
Tuchatschewski.
Aquel hombre había merecido tal confianza del Gobierno que diez días antes de
comenzar las hostilidades le fue comunicado lo que no se dijo a ninguno de los
jefes de ejército de Bialystok, Grodno o Brest. Según él, y en contra de la tesis
oficial y a pesar de la imprevisión de oficiales del frente del Oeste, la Unión
Soviética no fue sorprendida por el ataque alemán.
El primer telegrama se refería a la llegada de dos enviados del Estado Mayor de los
Ejércitos del Ural a Moscú, donde se les debían dar unas instrucciones secretas. El
segundo telegrama ordenaba que todas las tropas, excepto las unidades de jóvenes
escolares, se prepararan para marchar hacia el Oeste; en el tercero se daban las
consignas a todos los jefes de divisiones y regimientos para que ordenaran la
marcha de sus unidades hacia el Oeste, donde debían realizarse unas grandes
maniobras en las que habían de participar unidades de tanques y grandes fuerzas
aéreas.
—¿Y qué hizo usted en Minsk? ¡Hábleme usted de su conspiración con Pawlow y
Klimowski!
—Yo conocí a Klimowski y, además, era amigo suyo, por esto acepté su invitación.
Sin embargo, debo advertirle a usted que al margen de esa invitación, fui enviado
al cuartel general de Klimowski por asuntos militares. Se trataba de organizar el
abastecimiento de las tropas de los Urales. Klimowski había citado también al jefe
de la intendencia. En aquella reunión, el abastecimiento, el armamento y el
municionamiento de la tropa no contaron para nada.
—Pues claro que hablamos. Klimowski, por ejemplo, me dijo: «¿Sabes lo que tu misión
significa?» Y yo le respondí: «Sí, Woina». Klimowski estaba muy preocupado porque
muchos miembros de su Estado Mayor se hallaban con permiso y, dado que la
proximidad de las hostilidades era un secreto militar, no podía ordenar la
reincorporación de sus oficiales.
—Así, pues, ¿diez días antes de comenzar las hostilidades ustedes sabían que la
guerra iba a estallar?
—Sí.
—¡Imposible!
—Las órdenes fueron cumplidas en el más absoluto secreto. Yo creo que lo mejor será
no remover las cosas y no hacer más preguntas sobre esta cuestión. Yo he sido
detenido y traído a su presencia en calidad de desertor que trataba de pasarse a
las filas enemigas. Así, pues, ciña usted su interrogatorio sobre este particular.
—Su deber, sin embargo, era procurar que todo marchara de una manera normal.
«¿Cómo podía hacer comprender a este hombre que él había tratado de huir para
escapar de aquel caos que, con sus escasas fuerzas, no había podido solucionar?
¿Habría alguien capaz de comprender que el origen de todo aquel gigantesco desorden
no había que buscarlo en los Estados Mayores del Ejército, sino mucho más arriba?
En realidad, era un milagro que aquel tremendo aparato burocrático, aquel sistema
suicida, que terminaba con la vida de sus mejores servidores, hubiera podido durar
tanto tiempo.»
—¿Cree usted que nuestros jefes y oficiales beben porque les gusta beber? Pues
quizá habría que buscar otro motivo que explicara su afición al alcohol. Nosotros,
por ejemplo, teníamos un jefe tanquista a quien cada mañana encontrábamos borracho,
y cada mediodía, en brazos de una mujer. Era un hombre acabado, un hombre que ya no
tenía nada que hacer.
—Era un hombre que no tenía ya nada importante que hacer, un hombre a quien ya no
le quedaban fuerzas para obrar y a quien se le habían cortado todas las
iniciativas. Considere usted que en nuestro Ejército el jefe de una división piensa
por el jefe de un regimiento, y este por el jefe del batallón, y este por el jefe
de una compañía, y que el jefe supremo de los ejércitos no se fía de nadie y cree
que todas sus órdenes son mal cumplidas, y al hacer depender directamente de él las
divisiones y los regimientos hace que un soldado y modesto sargento tengan en sus
respectivos radios de acción más iniciativa propia que el jefe del Cuerpo de
Ejército, que a su vez, está mediatizado por el jefe de la Sección Especial, las
órdenes del cual, por su parte, son rigurosamente controladas en Moscú.
—¿Lee usted algo, primer teniente? Quiero decir si lee usted otras cosas además del
papeleo oficial y de lo referente a las cuestiones militares.
—Mire usted: aquí está el mar y aquí, a diez kilómetros del mar, los pantanos.
Nosotros estamos aquí, donde tenemos nuestras divisiones desplegadas en un sector
de cuarenta kilómetros. Nuestra línea, sin embargo, es muy débil y ante ella hay
unas ocho o diez divisiones de infantería y cuatro divisiones acorazadas. Lo lógico
sería retroceder y buscar un terreno más apropiado. Cuatro divisiones cubriendo un
sector de diez kilómetros constituyen una tremenda fortaleza. Nosotros enviamos
nuestro plan al Estado Mayor y este, a su vez, lo cursa a Moscú. El plan es
denegado y nosotros, como es natural, quedamos en una situación muy comprometida.
Volvemos a insistir y se nos contesta que el Jefe del Cuerpo de Ejército y el jefe
de la Sección Especial serán fusilados si volvemos a hablar de nuestro plan. Pues
bien, los alemanes continúan hoy en el mismo sitio, entre el mar y los pantanos;
pero yo le aseguro que no permanecerán mucho tiempo allí, pues nuestras divisiones
han sido aniquiladas en el sitio donde el Alto Mando ordenó que continuaran. Aquí
tiene usted, pues, un ejemplo que le ilustrará acerca del porqué muchos de nuestros
jefes se emborrachan y desertan. Yo he renunciado a la lucha, pero… después de
veintidós años de servir en el Ejército, ¡sépalo usted!
El coronel Akulow estaba escuchando el parte de guerra dado por la radio enemiga.
Era el único medio para formarse una opinión acerca de la marcha de los
acontecimientos; pues el Mando supremo del Ejército Rojo todavía no había
comunicado la pérdida de la ciudad de Minsk.
Al Sur, en el sector de Orel, todas las carreteras que se dirigían hacia Roslawl y
hacia el Dniéper estaban llenas de tropas de refuerzo; por la autopista de Moscú a
Smolensk —y esto lo había visto el mismo Akulow— avanzaban, en formación de a
cinco, interminables columnas de tanques. Timoschenko iba a emprender una serie de
acciones combinadas, y dentro de poco haría retroceder a los invasores del Dniéper
y luego los echaría del país.
Para el penado Bogdanow y para el penado Abdunabijew nada había cambiado. Aquí la
vida continuaba igual que en Krubki, que en la construcción de la autopista, que en
las obras del mar Negro. Aquí, como en otras partes, se dormía al aire libre y por
todo alimento se recibían cuatrocientos gramos de pan y dos sopas de coles al día,
aunque aquí, la verdad, algunas veces se quedaban sin probar bocado. Para Anna
Pawlowna y Nina Michailowna, así como para los paisanos en general —telegrafistas,
oficinistas, obreros fabriles, estudiantes y demás— de la ciudad de Smolensk, las
cosas sí que habían cambiado; pues de pronto se vieron considerados como
pertenecientes a la última escala social soviética y fueron tratados como
koljosianos o, peor aún, como presos políticos. Por de pronto estaban obligados a
participar en los trabajos más pesados y a procurarse las mantas e incluso las
palas y los picos. A todos ellos se les dio un documento mediante cuya presentación
podían adquirir cierta clase de alimentos, y los encargados de los establecimientos
estaban obligados a fiarles. Pero como en muchas tiendas no había subsistencias, o
había muy pocas cosas que despachar, los responsables de algunos almacenes se
quejaron, e inmediatamente fueron considerados como saboteadores y fusilados. Sin
embargo, a pesar de tales medidas, las tiendas continuaron vacías y los movilizados
tuvieron que acudir al trabajo llevando consigo un cucurucho de verdura, un trozo
de pan, un poquito de té o unos gramos de azúcar.
Nina Michailowna paleaba tierra y el día parecía no quererse terminar nunca. El sol
brillaba en lo alto y en ninguna parte se veía una pequeña sombra donde descansar.
Iba harapienta, y las pesadas botas, que había adquirido en Wolkawisk, era lo único
bueno que llevaba encima. Poco tiempo atrás, aquellos harapos habían sido un
hermoso vestido que ella misma, aconsejada por la condesa polaca, había
confeccionado, y que tanto gustara a Nikolai. ¡Qué lejos estaban los días pasados
en Bialystok! Entre aquella época y el presente mediaba la carretera de Minsk y la
autopista, y en ellas, tanques incendiados, camas despanzurradas, coches de niños,
motocicletas, columnas de humo y nubes de polvo, y un desagradable olor a asfalto y
a aceite, y muchos cadáveres, y caballos muertos… Nina Michailowna se veía ella
misma avanzando entre aquel caos por la autopista, siempre hacia el Este… hasta
llegar a la balsa.
La balsa…
Todos los bosques estaban llenos de desertores. No; Nikolai no estaba entre
aquellos hombres. ¿Dónde estaría Nikolai? ¡Si la viera ahora, manejando la pala,
acarreando tierra!
Desde allí podía ver la ciudad de Smolensk. Muchas columnas de humo se levantaban
sobre las casas. En aquellos momentos se estaba luchando en las calles. Se decía
que los alemanes habían arrollado al Ejército Rojo del Dniéper y ya tenían la mitad
Sur de la ciudad. Pero los trabajos de fortificación continuaban y la tierra era
removida sin cesar, a un ritmo febril.
—¡Dawai! ¡Dawai!
—Tienes los huesos demasiado débiles para esta clase de trabajo —decía Anna
Pawlowna.
«¡Cómo había podido llegar a ser tan desgraciada! ¡Y ella que quería haber ido a
Moscú! Ahora, sin embargo, su sitio estaba aquí y su obligación consistía en cavar
puestos para los defensores de la Patria, ante los cuales habían de quedar tendidos
los alemanes.» El sol arde de una manera implacable. Pequeñas nubes blancas
discurren pausadamente por el aire. El cielo es muy alto, y muy alto vuela el
halcón, que mucho ha de tardar en llegar a Moscú. Pero Stalin, en Moscú, lo ve todo
y sabe cuántas paletadas de tierra hace ella cada día.
—¿Qué te sucede? ¿Cuánto tiempo hace? ¿En… qué mes estás? —le preguntó Anna
Pawlowna.
«Un montón de paja…; unos caballos trotaban en libertad…; dos hombres envueltos en
llamas brincan de un tanque… ¿Qué había ocurrido?»
—Ya estoy mejor; no ha sido nada…; un poquito de debilidad —dijo en voz baja, y
volviendo a empuñar la pala se colocó de nuevo en la fila.
El capitán Uralow no pudo, pues, cumplir la orden del coronel. Su presencia entre
los soldados levantó hasta tal punto los ánimos que al poco rato se habían
reconquistado unas posiciones de vital importancia. Iván de Arcángel, Tschang de
Tchianshan, Nikita de Saratow y un centenar de antiguos presos convertidos ahora en
soldados del ejército rojo contraatacaron con tal brío que al cabo de unos momentos
restablecieron la situación, e incomunicaron de su unidad a una sección alemana, a
la que empujaron hacia un callejón sin salida.
Era aquella una guerra sin cuartel en la que no se hacían prisioneros. Se peleaba a
vida o muerte, sin piedad. Un tanque alemán dobló la esquina. Entonces los soldados
rojos se encontraron, a su vez, cercados. Delante tenían las patrullas recién
llegadas, y detrás, las tropas que acababan de empujar al callejón. Ya no se
dispararon más tiros. Los hombres combatieron al arma blanca, a puñetazos y
dentelladas. Iván, Nikita, Tschang, el kirguise, el kurdo y los demás se
convirtieron en auténticas fieras. Fasyl Abdulla dejó de ser un profesor de
idiomas, como antes había dejado de ser un preso, y se convirtió en un usbeko, en
un antiguo plantador de algodón, o en un pastor o en un guardia de corps del Gran
Khan.
¡La carretera de Stalin, la carretera de Hitler, la carretera del Gran Khan! Fasyl
Abdulla miraba la calle con ojos vidriosos, y muchos compañeros tumbados a su lado
la miraban, con los ojos inmóviles, igual que él. Aquella calle iba en dirección
Nordeste y conducía hacia las afueras de la ciudad, hacia Kardymowo, hacia
Solowjowo, hacia el Dniéper.
—Hijos, ¿por qué continuáis haciendo la guerra? ¡Arrojad las armas para que todo
acabe de una vez y vuelva a reinar la paz!
Pero Uralow no hizo caso a la mujer, y sus compañeros, Nikita e Iván, también
prefirieron continuar luchando.
Los regimientos rojos fueron empujados hacia las fortificaciones recién levantadas
en Kardymowo, que ya estaban bajo el fuego de la artillería alemana. Trincheras
llenas de cadáveres. Hombres y mujeres caídos entre la tierra removida, junto a sus
picos y palas. El resto de los trabajadores había huido hacia el Este, en dirección
a Solowjowo.
Uralow se había incorporado a una unidad avanzada, y al principio creyó estar entre
locos. La unidad iba camino de Minsk, ciudad que les habían señalado como meta. Una
noche fueron sorprendidos por el enemigo y a toda prisa se parapetaron tras unas
dunas. A la mañana siguiente las posiciones eran bombardeadas por la artillería
alemana. El encuentro con patrullas enemigas y el cañoneo posterior les
desconcertó, pues todos creían que el frente se encontraba a muchos kilómetros de
allí. Poco a poco, fueron llegando los restos de las tropas que habían sido batidas
en las afueras de la ciudad y que trataban de salvarse entre las dunas. Eran
hombres famélicos, cubiertos de harapos, con los ojos desorbitados, que por enésima
vez habían escapado de la muerte. Aquellos soldados pertenecían al regimiento de
Rybinsk, su primitiva unidad, y eran los restos de la 246 división de infantería,
que habían combatido en los suburbios de la ciudad hasta el último momento. Con
aquel regimiento, sosteniendo continuas luchas, había recorrido Uralow los
doscientos kilómetros que median entre el Dvina y Smolensk. En los combates
sostenidos en las alturas de Andrejewskij habían perdido a casi todos los oficiales
y comisarios, y allí, en Andrejewskij, había sido herido el general de brigada
Menelikow y el jefe del regimiento. Y de doce mil hombres solo quedaron quinientos.
Y aquellos quinientos supervivientes fueron encuadrados en una nueva unidad, con la
que se batieron en el barrio fabril de Smolensk y ahora, muertos de cansancio, de
hambre y de sed, estaban allí, entre aquellas dunas. Uralow era de los pocos
oficiales que quedaban, pues los escasos supervivientes se habían arrancado las
insignias para no tener que responder de la última derrota.
Aquí había tropas de refresco. Eran hombres procedentes de Rybinsk, del Volga, de
la región de los grandes embalses del Norte del Volga. Todos iban perfectamente
bien armados y calzados y ninguno de ellos podía comprender que existieran soldados
como aquellos veteranos, que iban sin fusiles y descalzos.
—¡Naschy!
—¡Son nuestros!
Pero eran «Stukas». Eran «Stukas» que bajaban en picado. Cayeron centenares de
bombas. Del suelo surgieron grandes surtidores de tierra y humo. Los antiaéreos
dispararon sin cesar. Hubo muertos.
Uralow fue en busca del jefe de su regimiento, coronel Dorolenko. Se encontró con
los restos de otra unidad y se presentó al jefe, a quien dio su nombre, el número
de su regimiento e informó que, junto con dos compañeros, se había quedado dos días
separado de los suyos, combatiendo entre las ruinas de la ciudad, y que ahora iba
en busca de su tropa.
—¿Cuál es su nombre?
—¡Capitán Uralow!
—Sí; ya tenemos noticias de lo ocurrido. Usted no ha cumplido las órdenes del jefe
de su regimiento. Ha estado usted con los alemanes. Mal asunto. Queda usted
detenido. Entrégueme sus armas.
La línea de fuego corría ahora al Nordeste de Smolensk, por la región de las dunas,
a lo largo del Dniéper, hasta Solowjowo, y, siguiendo la línea del ferrocarril,
hasta Roslawl, y la segunda línea iba desde unos treinta o cuarenta kilómetros al
Este de Wopjetz, a través de Dorogobusch y Jelnja, entre cuyas ciudades había
potentes emplazamientos artilleros.
Uralow estaba encerrado en una celda, donde el calor era insoportable y a la que no
llegaba ni una brizna de aire puro. Permanecía tendido en un asqueroso camastro.
Nadie se preocupaba de él. Nadie le permitía declarar. Los centinelas no querían
hablarle. Le dieron un mendrugo de pan negro y le entregaron un pequeño recipiente
con agua sucia y caliente. A los dos días se había comido el pan y bebido el agua,
y entonces estuvo cuatro días sin probar bocado y sin beber.
Al anochecer del tercer día, Uralow fue sacado de la celda y, junto con otros
detenidos, enviado hacia el Este. Atravesaron Dorogobusch y la segunda línea, que
al día siguiente había de convertirse en frente de combate. El camión en el que
viajaba Uralow formaba parte de una larga columna. Era que el mando de la NKVD se
trasladaba de las márgenes del Pereprawa, en Solowjowo, a un lugar de la carretera
de Dorogobusch-Wjasma. Uralow fue encerrado nuevamente y al cabo de dos días se le
hizo comparecer ante un joven oficial. El primer teniente Judanoff reconoció
inmediatamente a aquel capitán que, sobre una moto, buscaba su unidad en Krubki. Le
ordenó sentarse.
—Mi primera pregunta —comenzó Judanoff— tiene por objeto saber por qué no cumplió
usted las órdenes que en Smolensk le dio el jefe de su regimiento. ¿Por qué no se
presentó usted ante su jefe cuando este se lo ordenó?
Uralow explicó los motivos por los cuales había permanecido, al frente de sus
hombres, en la compañía.
—Sí, esto es cierto; lo mismo han declarado los demás, e incluso así lo ha
atestiguado el jefe del regimiento.
Uralow hubiera querido saber quiénes eran los demás y cuáles eran los soldados
supervivientes de su compañía; pero no hizo ninguna pregunta.
—Bien; pues vayamos al grano: ¿Qué misión recibió usted de los alemanes?
—¿Qué hizo usted durante aquellos dos días? Nosotros, como es natural, sabemos
exactamente lo que usted hizo; pero queremos que usted mismo nos lo diga.
—¡Quieres hablar de una vez! —gritó, dando con la pistola sobre la mesa.
—Vimos a muchos alemanes, pero no hablamos con ninguno de ellos, y antes tampoco
hablamos con ningún prisionero. ¿Qué misión quiere usted que en aquellas
circunstancias me dieran los alemanes? ¡He sido detenido injustamente y exijo que
ahora mismo se me ponga en libertad!
—Piénsatelo bien. No creo que hayas cometido un delito muy grave, pues para ello es
posible que te faltara tiempo. Si confiesas todo lo ocurrido te pondremos en
libertad, pero si te obstinas en guardar silencio deberás comparecer ante un
tribunal revolucionario.
Uralow fue encerrado de nuevo, pero cada día recibió su ración de pan, un poco de
mazorca y una sopa. Así transcurrió una semana. Al cabo de doce días fue conducido
de nuevo ante Judanoff.
—Bien, Uralow; hemos telefoneado a tu pueblo —dijo Judanoff— y los informes que nos
han dado son, desde luego, excelentes. Así, pues, hemos decidido mandarte
custodiado al frente, a tu regimiento.
—¿Por qué custodiado? ¿Es que otra vez no debo hacer todo lo posible para no caer
prisionero?
Junto al trabajador de Leningrado estaba sentado un sargento que antes había sido
brigada de un sovjós.
—Bueno, y ¿qué importa Roslawl? —dijo el sargento—. ¿Es que al apoderarse de esta
ciudad han abierto los alemanes alguna puerta?
Uralow se dio plenamente cuenta de que aquellos soldados estaban descansando lejos
del frente. Por primera vez tras mucho tiempo podía hablar y fumar con ellos
tranquilamente. Aquello era algo casi nuevo, ya que el frente, desde que comenzaron
las hostilidades, siempre había estado en movimiento, tanto de un lado como de
otro, pues cuando los alemanes no atacaban directamente, las tropas rusas se veían
obligadas a efectuar rápidas marchas y contramarchas, y muchas veces la infantería
alemana y los tanques irrumpían en la retaguardia y provocaban grandes desbandadas.
Aquí, sin embargo, los soldados descansaban, comían mazorcas, fumaban y charlaban
bajo el cielo azul, con tranquilidad.
Había un frente y había una retaguardia. Esto era algo nuevo que Uralow acababa de
aprender. Desde hacía unos días el frente estaba en tranquilidad. La línea de fuego
corría paralela a la autopista de Dorogobusch, hacía un recodo hacia Jelnja y luego
continuaba por el Sur. Las contraofensivas rojas no habían dado ningún resultado,
pero los alemanes parecían haber perdido algo de su primitiva fuerza, pues incluso
los rápidos movimientos de las tropas motorizadas se habían terminado de momento.
—Me alegra que haya usted vuelto —dijo Dorolenko—; tengo mucho trabajo. Dentro de
unas horas espero poder entregar el mando del regimiento. Desde luego, usted
volverá a ponerse al frente de su antiguo batallón.
El regimiento había sido retirado del frente y descansaba a unos ocho kilómetros de
la línea de fuego. En realidad, era impropio hablar de batallones y del regimiento,
pues la división solo existía en teoría. Apenas había oficiales, y del batallón de
Uralow únicamente quedaban treinta y siete hombres. Uralow encontró a sus soldados
agrupados a la linde de un bosque. Un comisario político les estaba hablando acerca
de la situación en general. Los soldados, que permanecían tumbados en el suelo,
formaban un gran círculo y fumaban, y ninguno de ellos formulaba ninguna pregunta.
Casi todos tenían un aire ausente. Uralow descubrió a Iván y Nikita en el grupo.
Todos se alegraron al ver a su antiguo jefe. Cuando el comisario político se hubo
marchado los soldados se acercaron a Uralow y se quejaron de que en el batallón no
había una cocina de campaña y que desde hacía diez días apenas si probaban bocado.
Para subsistir se veían obligados a robar patatas y coles de los campos. Algunos
bajaban a los pueblos de los alrededores, donde compraban leche o mendigaban algo
de comer. Y los oficiales, que padecían el mismo hambre que ellos, les dejaban
hacer.
—Tenemos que volver a formar el regimiento y usted debe ayudarnos —le dijo
Dorolenko.
Procedentes de la retaguardia, cada vez iban llegando más soldados, y él solo, sin
ayuda de nadie, tenía que procurar el armamento y la subsistencia de aquella gente.
Gracias a que Iván le había entregado un caballo podía recorrer el campamento de un
lado a otro y dirigirse, cuando ello era necesario, al mando de la división. Varias
veces estuvo en la plana mayor de la intendencia, pero sus visitas fueron
infructuosas. Los uniformes que le habían enviado procedían de los soldados
muertos, y todos estaban en estado lastimoso y, además, no eran suficientes. Por
otra parte, solo había recibido un cuarenta y cinco por ciento de las municiones, y
aparte de las bombas de mano —lo único que no se le regateó—, los fusiles eran de
la guerra europea. No tenía ni una ametralladora. Uralow se acordó de que en su
batallón había una vieja «Maxims» que Nikita, con grandes esfuerzos, había podido
salvar cuando la evacuación de Smolensk. Las tropas estaban obligadas a hacer
ejercicios diarios, y a los recién llegados, que acababan de ser movilizados, se
les enseñaban los primeros rudimentos de la instrucción.
Los combates continuaban en el frente. Los días que el viento soplaba hacia ellos,
los cañones del frente de Jelnja se oían desde el bosque. Sin embargo, a pesar de
las luchas, en el frente no se produjo ninguna variación de importancia; por lo
menos en aquel sector. Parecía que iba a comenzar una larga guerra de posiciones, y
en todas partes se abrían trincheras y se tendían espesas alambradas. El avance
alemán hacia Moscú se había hecho detener o se había detenido por propia voluntad.
Los únicos cambios de importancia se habían producido en el frente del Sur, donde
se había perdido Kiew, y donde los tanques alemanes avanzaban a través de las
llanuras de Ucrania apuntando sus cañones hacia Orel y hacia Charkow.
Finalizó septiembre. Las noches comenzaban a ser frías. Por las mañanas los campos
aparecían cubiertos de escarcha. El regimiento de Dorolenko, y con él el batallón
de Uralow, recibió la orden de marchar hacia el frente. Al principio se dirigieron
hacia la retaguardia y luego, en sucesivas marchas a pie, hacia el Oeste, en
dirección a Desna.
TERCERA PARTE
«… y todos los pájaros se hartaron con carne de él.»
Las inmediaciones de la estación de Smolensk casi tenían el mismo aspecto que diez
semanas antes, cuando el primer teniente Judanoff no encontraba sitio donde aparcar
los treinta camiones de su columna. Ahora, sin embargo, ya no se hablaba ruso, sino
alemán, y en vez de fumar cigarrillos de mazorca, se fumaban cigarrillos de tabaco.
Y los trenes entraban y salían de la estación con más rapidez que antes. Por lo
demás, el aspecto de la estación había cambiado poco, y en los andenes y fuera del
edificio había el mismo movimiento de personas y coches. La plaza de la estación se
había ensanchado a causa del incendio que destruyó las casas de madera. Pero la
plaza y los solares estaban llenos de camiones. Por todas partes se veían montones
de mochilas y cascos. Los soldados iban y venían de un lado a otro y formaban
pequeños grupos ante unidades recién llegadas del frente, cuyos hombres vestían
uniformes rotos y sucios. Y a los bordes de la plaza había unos cuantos rusos,
mujeres y niños, que vendían mazorcas, pan y trajes usados. En medio de aquel
sorprendente mercado, la multitud había dejado una calle abierta por la que sin
cesar pasaban camiones de la Cruz Roja, que dejaban tras sí un denso olor a fenol.
Y en los camiones se veían rostros verdosos y mantas y trapos ensangrentados. Y por
el otro extremo de la plaza, en dirección contraria a la de los camiones de la Cruz
Roja, se veía una interminable hilera de camiones con tropas, de cocinas de
campaña, de tanques y de camiones con municiones.
Cada diez minutos llegaba un tren. Los trenes procedían del Noroeste, del Oeste y
del Sur. Hasta Smolensk se había tendido una línea alemana, y de esta manera en la
estación entraban trenes rusos y trenes alemanes. Del Noroeste, a través de
Witebsk, llegaron algunas unidades acorazadas de las tropas de Hopner; del lago
Ilmen llegó la tercera división de infantería motorizada, una división de choque y
la brigada Liew. Procedente del Oeste, por la línea alemana, llegó un tren lleno de
soldados. Y del Oeste también llegaron los regimientos de la quinta división
acorazada, cuyos tanques estaban camuflados con grandes pinturas. La quinta
división acorazada se había formado para combatir en África, y ahora estaba aquí,
en Smolensk. Por todas partes se veían rodar tanques y camiones y se formaban
columnas, que luego se ponían en movimiento y avanzaban por las calles repletas de
coches en dirección Este, hacia Solowjowo, hacia la autopista de Jartschewo y hacia
el Sudeste, en dirección a Roslawl. Todo indicaba que se preparaba una gran
ofensiva.
—Democracia oriental —repuso Heydebreck, con lo cual calificaba todo aquello que le
sorprendía, como el empedrado de las calles, las torres de las iglesias, el ajetreo
del mercado negro y el olor que salía por algunas puertas y ventanas. Cuatro o
cinco días antes había estado en Berlín con su tía Jenni y su abuela. Durante los
días que estuvo en compañía de ellas, las dos mujeres se portaron con él de una
manera conmovedora. Su abuela todavía caminaba erguida, y su rostro, enmarcado por
el cabello blanco, aún conservaba una limpia expresión juvenil. Su padre, empero,
no se comportó como las dos mujeres. «Cumple con tu obligación, aunque las cosas no
sean de tu agrado, y piensa que millones de hombres están en la misma situación que
tú, y no te preocupes por lo que pueda ser de ti cuando la guerra termine.
Compórtate como es debido y no dejes de pensar en el Führer.» Este discurso se lo
hubiera podido ahorrar, pensaba Heydebreck. Tía Jenni y la abuela, en cambio, no
pronunciaron ni una sola vez las palabras: Victoria, Führer y Guerra. «Que Dios te
proteja», le dijo su abuela al despedirse de él. Y aquello era, en definitiva, lo
que uno deseaba oír.
—Sí; aquel tipo gordo de ayer noche, en Borissow, estaba completamente loco. No sé
por qué nos prohibió a todos hablar del frente.
La ofensiva también era el tema de conversación de unos altos jefes que se hallaban
reunidos en una alquería. El coronel Zecke, que también se encontraba en Smolensk,
no había ido allí para probar el célebre vodka de marca y el exquisito caviar, sino
para beber un vasito del vodka más corriente que había de pagar a buen precio, y
para comerse un trozo de pan y un pedazo de butifarra que se había traído consigo.
Zecke había ido con una misión especial a Smolensk, y Vilshofen llegó al frente de
su unidad por el camino de Witebsk. En Smolensk, Vilshofen hizo que sus tanques
aparcasen en una calle poco transitada y esperó que se le comunicara la situación
de las avanzadas motorizadas de Tomasius, cuya división había sido empujada por las
fuerzas rusas hacia el frente central. Vilshofen era de Ulm, Zecke de Potsdam y
Tomasius de Prusia Oriental. Sus patrias chicas no podían, en verdad, estar más
separadas entre sí; pero las características raciales de aquellos tres hombres y
las diferencias que entre ellos hubieran podido existir habían sido borradas por la
larga permanencia en la misma academia de guerra y por los años de lucha en común;
así, pues, cada uno de ellos no hubiera podido encontrar un compañero más adecuado
para beberse un vaso de vodka en aquella taberna rusa.
—Lo mejor que podemos hacer es bebernos enseguida otro vaso. Al tercer vodka
siempre me siento dispuesto a mentir sin ninguna clase de escrúpulos —dijo
Tomasius.
Acerca de los planes de la próxima ofensiva no había nada que decir, y nadie, en
efecto, dijo nada. Porque lo que importaba no eran los planes, que podían ser
perfectos, sino el tiempo. Durante su marcha entre Nevel y Witebsk, Vilshofen ya
había tenido noches muy frías y durante algunas mañanas no se acabó de levantar la
niebla, y Tomasius, por su parte, ya había encontrado nieve en algunas partes.
—¡Ya lo creo! La gente se imaginaba ir a Italia, y todo el mundo soñaba con las
mujeres italianas y con el chianti, y muchos incluso habían aprendido a cantar
canciones del Sur.
—Si nos hubiéramos encontrado aquí ocho semanas antes —dijo Tomasius—, o, si
ustedes quieren, cuatro semanas antes, todo hubiera ido de otra manera…
—Sí; entonces no hubiéramos tenido que cascar una nuez tan dura como la que nos
espera y las cuentas hubieran salido redondas; pero lo que es ahora todo depende de
imponderables que pueden dar al traste con los proyectos mejor concebidos. Pero
aquellas ocho semanas habían pasado de una manera irremisible.
Smolensk y Witebsk habían sido conquistadas ocho semanas antes. Las veinte
divisiones que Timoschenko lanzó al frente del Dniéper habían ido cayendo en
pequeñas bolsas, en las que fueron aniquiladas. Las cinco divisiones que operaban
en el flanco Sur, las tropas del Desna y las diez divisiones del recodo del Jelnja
también habían sido destruidas. Luego llegó el grueso de la infantería alemana y
pudo pasar el Dniéper. Smolensk y Roslawl estaban a su merced y la carretera y la
autopista de Moscú estaban abiertas, libres para el avance de los tanques.
—No hay ninguna razón para levantar el vaso y brindar —dijo el oficial tanquista.
Nadie oyó la risa que en el Kremlin provocó el cambio de dirección de los tanques
alemanes, y nadie oyó las palabras: «En Ucrania, bien; allí tienen sitio de sobra
para correr hasta caer rendidos de fatiga.»
Zecke había hecho sus experiencias en aquel país veinte años atrás y sabía lo
sangrientas que pueden ser ciertas risas.
—No, no hay ninguna razón para levantar el vaso y brindar —volvió a decir—. No
sabemos lo que hay dentro, pero nos lo vamos a beber.
—Hasta el final.
—Si no tuvieran esos «hermanos» en la retaguardia que con tanta facilidad les
empujan a cometer abusos, serían unos muchachos muy simpáticos —dijo Tomasius
cuando los oficiales se hubieron marchado.
—Cada vez cree Guderian haber convencido al Führer, pero luego el Führer hace
exactamente lo contrario de lo que ya parecía convenido.
—Después de Borissow no hizo nada y las semanas pasaron en una espera que luego
habrá de ser fatal.
Zecke pensaba en Bomelbürg que, en su fuero interno, tampoco quería cometer ninguna
injusticia. Zecke, por otra parte, reconocía que en las maneras de Bomelbürg había
mucho de la antigua y ya caducada educación con la que, a pesar de mantenerse las
distancias conforme al estilo militar prusiano, se respetaba la personalidad de las
gentes. Pero todo eso no era suficiente, puesto ya en el terreno puramente militar,
para considerar a Hitler como un cabo que en cuestiones de estrategia no sabía
nada.
—Guderian desea mucho y se atreve a mucho. De esta manera se pueden ganar batallas;
pero un buen día también se puede perder todo. ¡Era algo aleccionador oír hablar al
pelirrojo prusiano de Hoth! Era un hombre bajo. Llevaba lentes y tenía el aspecto
de un intelectual. Sus ojos eran de color castaño y sus manos eran blancas y finas.
Era una persona muy ingeniosa, ocurrente y graciosa.
—Tienen ustedes que oírle comentar una situación militar. Parece un profesor dando
una lección en su cátedra. A veces se pasea de un lado a otro, se detiene y,
olvidándose de la concurrencia, deja ver sus más íntimos pensamientos y desarrolla
una vasta concepción general, cuyos extremos más insignificantes somete a un
implacable análisis… Cada jefe suele pensar conforme al tipo de mentalidad que
corresponde a su arma. Así, el jefe de infantería piensa como un infante, el de
artillería como un artillero, y cada uno ve la guerra desde una perspectiva
determinada. Hoth, sin embargo, abarca el conjunto de una manera sintética, y no
solamente desde el punto de vista de las distintas posibilidades de las diferentes
armas, sino abarcando incluso las más sobresalientes opiniones individuales y más
diversas posibilidades, de manera que sus juicios corresponden siempre a una
auténtica concepción general. Hoth es como un director de orquesta que atiende a
todas las particularidades sin olvidar la dirección del conjunto. Y les aseguro a
ustedes que dirige sin avasallar a nadie. Siempre que me he fijado en sus manos he
pensado en un director de orquesta.
—Somos gente desilusionada; pero me temo que con toda esta conversación habremos
calentado la cabeza a Vilshofen.
—Ya se me despejará —repuso Vilshofen—. Hagamos los posibles para que todo salga
bien.
—Cuando un asunto lo emprendo de una manera correcta, con fuerza, energía e íntima
convicción, creo que el Dios de todos los ejércitos no ha de abandonarme. Con esta
esperanza vivimos y con esta esperanza continuaremos avanzando.
«El Dios de los ejércitos no solamente pondrá en un platillo de las balanzas los
dos meses de verano tontamente perdidos, sino todos los errores militares. Y en
aquel platillo también habría de poner el incumplimiento de cierto pacto de no
agresión, las órdenes de incendios y los cuerpos de aquellos fugitivos que habían
caído bajo las cadenas de los tanques en la carretera de Tolotschino, y en aquel
platillo también habría sitio para cierta proclama fijada en todos los pueblos que
se encontraban camino de Witebsk y por la cual se obligaba a que los koljosianos
continuaran con su antiguo sistema de trabajo y por la cual la única diferencia de
vida que esperaba a los campesinos era que, de ahora en adelante, en vez de
entregar sus cosechas y sus frutos al Ejército Rojo los tendrían que entregar al
Ejército alemán. Así, pues, no queda ningún plus a favor del liberador, pues como
tales, lo único que podemos hacer es seguir hacia delante. Pero liberar, de
momento, no es más que una idea, y esta idea no corresponde a ninguna mejora
concreta, ni a ningún orden de vida más aceptable. Sin embargo, el éxito de nuestra
empresa hará cambiar lo que acerca de ella pudiera escribirse y hará variar la
perspectiva con que el futuro la enjuicie.»
Vilshofen llegó al Dniéper. Junto a las ruinas del puente de piedra se había
tendido un puente de pontones. Allí esperó la llegada de su sección.
Al amanecer, los tanquistas abandonaron las cabañas. La mañana era fría y el suelo
aparecía cubierto de escarcha. El pueblo, que estaba construido en un gran claro
del bosque, apenas había sido bombardeado. En una plaza, en medio del pueblo, había
una vieja iglesia cuyas puertas permanecían cerradas.
Con la reparación de los tanques, los servicios técnicos y las revistas, pasaron
los días. La llegada del correo era el único acontecimiento. Como primer
preparativo de la próxima ofensiva comenzaron a repartirse mapas, todos los cuales
se referían al sector de Moscú.
Cierta mañana se repartió un bando, que también fue pegado en las paredes de las
casas.
«Soldados del frente del Este: Hoy comienza la última batalla antes de llegar el
invierno…»
Para el domingo siguiente se había organizado una misa de campaña, la primera que
se celebraba, desde el comienzo de las hostilidades con Rusia, en el regimiento. Al
enterarse de ello, Vilshofen comprendió por qué habían ido a parar a aquel
pueblecito y para qué servía la pequeña iglesia abandonada.
Era aquel un país sin campanas, en el que, tanto al nacer como al morir las
personas, el aire permanecía vacío y ningún sonido llegaba desde lo alto. Día de
trabajo o día de fiesta, momentos de alegría o instantes de dolor, siempre era
igual, pues el rumor de las campanas nunca surcaba los aires, ni flotaba sobre los
campos, los bosques, las calles y las casas.
al Dios justiciero,
Y mi escabel en la tierra.
—Necesitamos un nuevo renacimiento, tan general y profundo como aquel que sobrevino
al final de la Edad Media. Y cada uno de nosotros debe de obrar empujado por esta
necesidad, y cada cual debe empezar por sí mismo. Nadie que no vea en los demás a
sus hermanos puede creer en la posibilidad de mejorar las cosas de este mundo.
—Cada uno tiene derecho a una patria y a la libertad, y cada cual tiene el rostro
que Dios le ha dado. Y el soldado debe saber que sus buenos sentimientos y sus
creencias son más fuertes y poderosos que el ejército en que milita. Las armas ya
han hablado muchas veces en este país, y su estruendo ha cesado y muchos de sus
servidores han desaparecido. Solo el espíritu, que no solamente conoce el alma,
sino que comprende los fundamentos de la ley de Dios, puede esparcir la belleza y
los grandes sentimientos humanitarios. Lo primero de todo es ser hombre y respetar
a los demás. Únicamente así se podrá instaurar un nuevo orden sobre la tierra, y
solo así se podrá edificar la nueva Casa en la cual todos los pueblos tendrán
cabida y en la que cada cual en su idioma podrá alabar al Señor.
El cielo se había vuelto a abrir. La tierra estaba más cerca del cielo y el hombre
más cerca de Dios. Después de la misa, las mujeres se acercaron con sus hijos,
pequeños y mayores, de cinco, siete, diez y doce años al sacerdote y le rogaron que
los bautizara. Y nadie preguntó si el sacerdote era católico romano u ortodoxo
griego o protestante. Luego la gente se sentó en el prado, junto al bosque,
formando grandes grupos. Y se encendieron fogatas y los campesinos, hombres y
mujeres, que habían llegado de lejos, sacaron sus provisiones y, en compañía de los
tanquistas alemanes, se dispusieron a comer.
Por la noche, la radio dio una sorprendente noticia: las tropas alemanas habían
roto las líneas rusas en los sectores de Orel y de Jelnja. Todo el frente se
hallaba en movimiento.
Dos horas después el regimiento se hallaba formado para la marcha. Y, al tiempo que
se levantaba un fuerte viento del Este, los tanques se pusieron en marcha hacia
Roslawl.
El puesto de mando de Vilshofen —una casa de piedra situada en medio del pueblo—
fue ocupado por un joven primer teniente de los servicios de retaguardia, que se
instaló allí en calidad de comandante de la localidad.
Una de las primeras cosas que hizo fue poner en conocimiento de todo el mundo que
el régimen de las colectivizaciones continuaría como hasta entonces. La orden fue
pegada en el edificio donde los campesinos entregaban antes sus productos a las
autoridades soviéticas y en las cercas de los huertos y campos de los koljoses.
Las gentes se detenían ante el bando y movían la cabeza de un lado a otro. Un viejo
analfabeto se hizo leer la orden. El anciano quería saber palabra por palabra el
contenido del bando. Los campesinos se marchaban y volvían de nuevo, y ninguno de
ellos acababa de entender aquella orden.
—¿Qué será ahora de mi vaca, aquella vaca oscura que hace ocho años entregué a los
koljoses? —preguntaba uno que no solamente se preocupaba por su vaca, sino por
todos los ternerillos que el animal había tenido y que con los años se había
convertido en otras tantas vacas.
—¡Déjalo estar, hombre! ¿No ves que todo continúa igual que antes?
Parecía imposible. Las gentes se apartaban del bando y volvían a la plaza del
pueblo. El anciano que se hizo leer la orden la había comprendido perfectamente. Y
decía:
—Siempre estamos esclavizados por alguien. ¿Para qué necesitamos a los extranjeros?
Siendo todo igual, preferimos a los nuestros.
—¡Estupendo!
—Verás: los polacos tienen motivos para no ser demasiado amables con nosotros.
—¿Estuviste en Klein-Stepenitz?
—Sí, claro.
—¿Y qué?
—¿Dónde está?
—En Berlín. Riederheim la ha hecho ir allí. Debo decirte que Riederheim es muy
amigo de Pauline. La chica espera cada día carta de él.
—Muy bien, ¡y este tío ha estado persiguiendo a todas las muchachas de Mogilew y de
Propoisk! Bueno; pero eso es asunto suyo.
—Podéis quedaros aquí; allí hay dos literas desocupadas; una pertenecía a uno que
fue herido; la otra a uno que… —Y volvió a repetir el mismo movimiento con la mano
y se alejó.
—Pronto tendrás que hacer lo mismo. Cada día hay que dedicar una hora a la
búsqueda, y cada día se encuentran de cincuenta a cien animalitos. Esto pertenece
al programa de la guerra de posiciones.
En las posiciones que quedaban hacia el Este casi siempre reinaba la más completa
tranquilidad; pero en las del Norte, donde había bastante artillería, solía haber
jaleo.
Catorce días antes el pueblo tenía un aspecto muy diferente. Cada mañana, el jefe
de la batería tomaba el café rodeado de sus hombres. Los ingenieros colocaban las
minas sin que nadie les estorbara, y continuamente se entraba y salía de la casa
donde estaba instalado el puesto de mando. A veces, los rusos disparaban contra el
pueblo, pero los impactos solían caer en las afueras del mismo. Y nadie se
preocupaba. Un día, sin embargo, el jefe se levantó de repente y gritó:
Pero la mayor parte de los soldados se quedaron donde estaban. Los ingenieros
dijeron: «Este tío está desbarrando», y no se movieron. Los refugios estaban a unos
quince metros de la casa y se comunicaban con ella por medio de una trinchera
bastante honda. Cuando al cabo de media hora volvieron los del refugio vieron que
el puesto de mando había sido destrozado por tres impactos del 15,5, y que los
ingenieros habían sufrido once bajas: siete muertos y cuatro heridos graves.
—Para estas cosas, Langhoff tiene un sexto sentido. Varias veces ha ocurrido lo
mismo —dijo el soldado viejo, volviéndose a poner la camisa.
En el pueblo había muchas piedras y poco pan. Y también había pulgas y ruinas y
cañonazos, y muchas veces temporales de viento y lluvia, y en bastantes ocasiones
el suministro dejaba de aparecer. Así es cómo Feierfeil y Heydebreck encontraron su
compañía.
—Y para las secciones avanzadas todavía hay otras cosas —les dijo Gnotke—. Esta
noche haremos una descubierta hasta el Desna. La artillería se quedará aquí.
Presentaos al primer teniente Hasse.
—El general ya no le necesita. El clima es aquí tan bueno que el general se basta
con sus ayudantes. Hasse fue destinado a una sección de asalto.
—Sí, cierto; hoy es el cumpleaños de Langhoff. Podéis presentaros los dos a la vez.
«—Ya veréis —había dicho entonces a sus compañeros—, ya veréis las experiencias que
nos reserva el servicio militar.»
Ahora estaba harto de experiencias y de sorpresas; pues apenas hubo terminado sus
estudios de filosofía y arte tuvo que volverse a poner el uniforme militar.
De todos modos, el cumpleaños es una fecha en que uno acostumbra hacer un alto y
echar una mirada hacia el pasado, y en aquellos momentos Langhoff tenía la
imaginación puesta en los últimos años transcurridos.
—La verdad es que hasta ahora no he hecho nada de lo que entonces me propuse hacer.
Siempre han sido otros quienes han dispuesto de mí.
—Siempre estoy a la expectativa para ver qué es lo que en cada momento van a hacer
conmigo; es decir, con el jefe de la 14 compañía.
—Las carreteras rusas, los lodazales, las dunas y el polvo le han cambiado a usted.
Está usted completamente cambiado. No es usted el mismo hombre de antes.
—Ninguno de nosotros es el mismo. Desde nuestra llegada aquí todos hemos cambiado.
—Sí: avanzar era más fácil y agradable que esta inactividad de ahora. Entonces
éramos gigantes que calzábamos botas de siete leguas.
—Puede usted bromear cuanto quiera, pero le aseguro a usted que aunque sea
arrastrada con caballos o a pie, la compañía alcanzará sus objetivos.
—¡Oh, monsieur!, ustedes se van a Rusia y deben tener paciencia; on arrive quand-
même —decía. Y tenía razón.
En Rusia se acostumbraba uno a tener paciencia, y ahora, sentados ante una mesa,
con los vasos en la mano, Langhoff y Weiske dejaban pasar el tiempo enzarzados en
una interminable retórica. Porque Langhoff y Weiske se habían aclimatado a aquel
espacio sin horizontes y a aquel tiempo sin límites, y habían hecho suyo, no la
nonchalance francesa, sino el nitschewo ruso.
Cuando Langhoff llegó a Rusia y por primera vez contempló aquel inmenso cielo azul
y aquel paisaje infinito, pensó: «Sí; así tenía que ser, y así me había imaginado
esta tierra». Era necesario haber llegado hasta allí, para ver, incluso en las
mañanas del verano, cómo planeaba la niebla sobre la tierra y parecía colgar de las
ramas de los árboles y para ver luego cómo todo fulgía bajo la inmensidad de aquel
hermoso cielo azul.
En su patria había, claro está, además de los tupidos bosques, espléndidos valles
por los que discurrían grandes ríos; había lugares llenos de luz, desde los que se
podía contemplar extensos paisajes y donde uno sentía el deseo de pensar con mayor
claridad y de poder llegar hasta lo más profundo de las cosas.
Aquella noche, Langhoff estuvo muy locuaz. Su tema eran las grandes extensiones de
terreno, los interminables campos y bosques del Este.
—La guerra acorta las distancias y esto es precisamente lo que, mediante las
últimas instrucciones, tratamos de conseguir.
—Nosotros sabemos hasta dónde llegarán los caballos mongoles, pero ignoramos hasta
dónde llegarán nuestros tanques.
—Creo que vamos en dirección opuesta a la que debiéramos seguir. Hace casi una hora
que caminamos.
Y ante ellos, sin embargo, se levantaba un gran bosque, entre cuyos árboles se
veían trincheras y refugios.
Se aproximaron algo más. Una rústica escalera de madera blanca, descendía hacia el
primer refugio. Por la escalera subió un denso olor a mazorca, sopa de coles y
paja. Aquel olor era, desde luego, algo completamente extraño para ellos. Langhoff
se limitó a hacer un signo: hacia atrás, hacia el Sur, hacia la gran Alemania.
Tomaron la dirección opuesta. A través de dos grandes nubes, unos rayos de sol
caían sobre la tierra de nadie. Weiske, y, sobre todo Langhoff, que llevaba una
guerrera de color claro, eran tan visibles como dos personajes en un escenario
iluminado.
—Dígame usted, señor mío —le gritó a Langhoff así que este fue conducido a su
presencia—, ¿de dónde demonios ha salido usted?
—¿De manera que olía a vivienda habitada? ¿Ha oído usted algo semejante, Neudeck? Y
seguramente usted se sentó y pidió a uno de aquellos señores que tan bien olían a
limpio que le diera la Pravda y un platito de mazorca, ¿no es así? ¡Esta historia
me parece cada vez más divertida!
Langhoff debía estar completamente borracho, pues al cabo de unos momentos, dijo:
—Es posible que hacia las cinco de la mañana todas las patrullas de reconocimiento
y de choque duerman, quiero decir, tanto las nuestras como las de ellos. A esa hora
toda la vigilancia corre a cargo de los centinelas y los soldados se van a
descansar. Yo creo que lo mejor sería que cada mañana, hacia las cinco
aproximadamente, enviáramos a un par de soldados borrachos para que reconocieran el
terreno; estoy seguro que no les pasaría nada.
—¡Soldados borrachos!
—Sí, mi general, los soldados borrachos no tienen miedo y por esto no les ocurre
nada.
—¡Váyase usted a acostar y duerma usted antes de formular ninguna otra opinión!
Para la noche próxima le hemos preparado un buen paseo. Langhoff se retiró.
En el cuarto de los ayudantes se le entregó la orden. Debía trasladar su batería a
veinticuatro kilómetros de allí, hacia el Este, junto al Desna, hacia donde, la
noche anterior, se había dirigido la tropa de Hasse para establecer una cabeza de
puente.
La noche era muy oscura. Los tres batallones del regimiento avanzaban hacia el
objetivo señalado. Montado en el caballo que Iván le había proporcionado, al frente
del tercer batallón, iba el capitán Uralow. Era un caballito kirguise, al que Iván
había puesto el nombre de Mohamed. Mientras permanecía atado, el caballo se
mostraba nervioso; pero así que caminaba se convertía en una bestia dócil e
inteligente, y ahora, en medio de la noche, no tropezaba ni una sola vez y avanzaba
sin titubear.
«—Aun cuando caiga una tormenta de nieve —le dijo Iván cuando le entregó el caballo
—, puedes dejar las riendas y cerrar los ojos, que él te llevará allí donde haya
gente.»
Pero las primeras nieves todavía no habían caído. Era una noche cerrada, con
grandes nubarrones. Una clásica noche del mes de octubre. La oscuridad era profunda
y el silencio casi aterrador. El regimiento avanzaba en formación de marcha. El
jefe se había quedado con un par de enlaces y de telefonistas en el último pueblo,
y Uralow debía conducir la tropa hasta que el tendido de las líneas hubiera quedado
listo. Ahora debía cruzar el Desna, establecer una cabeza de puente con el primero
y el segundo batallones y dejar el tercero como reserva a esta orilla del río. En
su batallón solo tenía a un teniente y a Iván, que había sido condenado a diez años
de trabajos forzados por haber matado al capitán de su barco, y que ahora le hacía
de ayudante, y a Nikita, el ladrón, que estaba al frente de una sección, y los dos
se portaban tan bien como cualquier suboficial y sabían mandar a la gente mucho
mejor que bastantes oficiales.
Aunque la sección de Nikita pertenecía al tercer batallón, ahora iba al frente del
regimiento como tropa de choque. El primero y segundo batallones pasaron el puente
tras los hombres de Nikita. El tercer batallón, al frente del cual estaba el
teniente Pokrow, se quedó atrás. Uralow e Iván comenzaron a pasar el puente juntos.
Los cascos de Mohamed retumbaron al chocar contra las piedras del puente. De
pronto, desde los cuatro costados de la tropa, cayó un fuego aterrador. Las balas
silbaron sobre la cabeza de Uralow. Saltó del caballo. Iván cogió al caballo por
las riendas y lo condujo hacia atrás. Los hombres comenzaron a retroceder. Los dos
batallones habían caído en una bolsa.
Todo había ocurrido en tan poco tiempo que no fue posible dar ninguna orden. En el
Estado Mayor del ejército rojo les habían dicho que los alemanes se encontraban a
más de veinte kilómetros del río, y ahora el batallón había sido sorprendido en
formación de marcha. Uralow reunió a la gente junto a un bosque. Del primer
batallón llegaron cincuenta y seis hombres, y del segundo, treinta y siete, y de la
sección de choque, nadie.
El plan, sin embargo, no pudo llevarse a cabo. Los soldados se quejaban de la falta
de comida, y el ataque no podía realizarse con solo dar una orden. La segunda noche
la pasó Uralow muy inquieto. De vez en cuando se levantaba y, rondando de un lado a
otro, estuvo escuchando los comentarios que hacía la gente.
—El mando no sirve —decían—. ¿Qué clase de jefe de batallón es este tipo? Durante
siete noches caminamos hacia el frente y durante todo el tiempo se nos da pan negro
y no se nos deja comer ni una mala sopa caliente, y luego se nos lanza de bruces al
enemigo. Cuando un jefe de batallón no sirve se le mete una bala en la cabeza y
asunto concluido. ¿Cómo podemos atravesar el río y acabar con los alemanes? Ellos
forman una compañía y cada uno de aquellos tipos está bien alimentado y mejor
armado, y nosotros en cambio tenemos hambre y hemos perdido la mitad del batallón.
Hasta sus caballos están robustos, y tienen enormes carros de intendencia; lo que
es a mí ya me gustaría ver la cantidad de cosas que hay en ellos…
Durante la segunda noche se emplazó una batería y algunos morteros ligeros. Pero
los artilleros trabajaban de mala gana y muchos de ellos desconocían su oficio.
Uralow persistía en su idea de atrapar a los alemanes por la espalda. Volvió a
agrupar los batallones del regimiento. El teniente Kasakow tomó el mando del
segundo batallón y un oficial recién llegado de la retaguardia se puso al frente
del primero. Sin embargo, su plan no pudo prosperar. Una orden del mando mandaba
que la gente se hiciera fuerte en aquel mismo lugar. Pero a los batallones que
habían quedado en cuadro se les obligó a cubrir un sector demasiado grande. Desde
su cabeza de puente, los alemanes abrieron fuego con sus ametralladoras pesadas y
con sus morteros; pero esta vez no consiguieron hacer grandes bajas. Los trabajos
de fortificación se hicieron con bastante rapidez. Detrás, en el bosque, Uralow se
hizo construir un refugio en el que instaló el puesto de mando y desde el cual
mandó tender los cables del teléfono que llegaban, por un lado, hasta el pueblo, y
por otro hasta los puestos de mando avanzados de los dos batallones. A derecha e
izquierda del sector se establecieron comunicaciones con las tropas vecinas. La
intendencia no llegó y las municiones escaseaban. Los soldados hacían sus servicios
en las trincheras, pero no cesaban de pedir municiones y, sobre todo, comida.
—Pues danos pastas y tocino y nosotros mismos guisaremos, pues lo único que tenemos
es agua —respondían los soldados.
Algo había ocurrido con la intendencia. «Lo mejor, pensaba Uralow, será que coja a
Mohamed y vaya yo mismo a ver lo que ha podido suceder.» Y así lo hizo. Encontró al
coronel Dorolenko gravemente enfermo. Los dueños de la casa donde se hospedaba
cuidaban de él como si se tratara de un hijo suyo. Una muchacha médico, que después
de un gran bombardeo había huido de Roslawl y se encontraba en el pueblo, también
atendía a Dorolenko. Los batallones no podían esperar ninguna ayuda del coronel.
Uralow telefoneó a la división, pero tampoco consiguió nada. No podía alimentar a
sus soldados con promesas. Así, pues, volvió a montar a caballo y salvó los diez
kilómetros que le separaban de la división. Y no salió de la intendencia hasta
haber conseguido algo para los soldados. Allí no había pastas de sopa, ni pan, así
es que únicamente le proporcionaron arenques, pero le cargaron un carro de ellos.
Le dieron el carro, y como no había ningún caballo no tuvo más remedio que
engancharse a Mohamed. El animal nunca había sido uncido y así que se vio sujeto
comenzó a cocear y estuvo a punto de romper el carro y de echar a rodar el precioso
cargamento. Dos soldados sujetaron a Mohamed por las bridas, y uno de estos, un
curdo, se dio tal maña en manejar al animal que Uralow se lo llevó consigo. El
camino, cubierto de piedras, se hizo interminable y Mohamed, empapado de sudor,
como Uralow y el curdo, estuvo mil veces a punto de romper los estribos y de hacer
volcar el carro. Por fin, sin embargo, llegaron al pueblo y se detuvieron ante la
casa donde descansaba el coronel.
—No hay nada que hacer; hace poco acaba de tener un fuerte vómito de sangre.
¿Qué podía hacer él? En la división no había ningún oficial que pudiera substituir
a Dorolenko. Lo único que se le dijo a Uralow era que ya enviarían a un capitán.
Dorolenko, que ya esperaba una respuesta por el estilo, se volvió cara a la pared y
no quiso saber nada más. Sobre la mesa ardía una lámpara de petróleo. Las ventanas
estaban cubiertas con unas cortinillas. El médico se retiró de la habitación. En el
corredor, los dos telefonistas se estaban dando un atracón de arenques.
Uralow salió de la casa y fue en busca del curdo, que esperaba junto al carro. El
hombre era natural de Thianshan, se llamaba Tschang y apenas hablaba ruso. Tschang
se había pasado el rato hablándole al caballo y parecía haberle convencido de que
todavía debía arrastrar un rato más el carro y que después se le desunciría y se le
dejaría en libertad. El resto del camino se hizo con relativa facilidad. Uralow
había hecho telefonear a su puesto de mando para notificar que traía provisiones
para el tercer batallón. Cuando llegó ante su puesto vio que los enviados para
recoger la comida ya estaban esperándole. Hizo repartir la comida y reservó una
parte para la sección de Iván.
Se había hecho tarde. Exactamente eran las once y media de la noche. Y a esta hora,
exactamente a las once y media de la noche, se inició un violentísimo fuego de
artillería en la otra parte del río. Y sobre las posiciones rusas no solamente
comenzaron a caer obuses del 10,5, sino granadas de todos los calibres. Era
evidente que los alemanes estaban preparando un ataque, y a la media hora de aquel
bombardeo a nadie le cupo la más pequeña duda de que el enemigo se disponía a
cruzar el río.
Nada había cambiado en el puesto de mando del coronel. Los telefonistas continuaban
en el corredor, la lámpara ardía sobre la mesa y Dorolenko permanecía en cama.
Ahora, sin embargo, tenía peor aspecto que antes. Hacía semanas que esperaba ser
relevado de su puesto y ahora tampoco había venido el sustituto que la división le
acababa de prometer.
—Comunique usted el bombardeo a la división —dijo Dorolenko a Uralow así que este
entró en la habitación.
La división ya estaba enterada, pues había oído los cañonazos. Uralow pidió permiso
para retirar a los batallones hacia el bosque.
—Quédese usted aquí —le rogó Dorolenko—. Ayúdeme usted a continuar mandando el
regimiento. Ordene usted que alguien tome el mando de su batallón.
Uralow dispuso que el teniente tomara el mando del batallón, y arregló las cosas
para que Iván y Nikita, que tenían gran autoridad sobre los soldados, le ayudaran.
—El teniente acaba de caer. Hemos sufrido muchas bajas. El batallón está sin mando.
Le ruego que nos dé la orden de retirarnos.
El coronel comenzó entonces a llorar. Uralow tuvo que tranquilizarle hasta que
Dorolenko pareció haberse quedado dormido. Al cabo de un rato el coronel murmuró en
voz baja algo referente a una casita blanca situada en Guliay-Polje.
Uralow llamó a las posiciones y ordenó a Kasakow que alguien asumiera el mando de
los restos de su batallón y que él se pusiera al frente del tercero.
—¡Por qué no caerá aquí una de estas malditas bombas! —gritó Dorolenko.
La artillería alemana hizo avanzar su fuego. Una lluvia de granadas comenzó a caer
en el pueblo y muchas casas se vinieron abajo. Los vidrios de las ventanas saltaron
hechos añicos. En la habitación penetró un surtidor de tierra. Dorolenko trató de
incorporarse, pero volvió a caer sobre el lecho. El coronel tenía el rostro
descompuesto y, en voz baja, dijo a Uralow:
—¡Váyase, se lo ordeno; vuelva a su batallón!
Uralow montó a caballo y se dirigió hacia las posiciones del regimiento. Los restos
de los batallones le salieron al encuentro. El teniente no pudo disimular el alivio
con la vuelta de Uralow, pues la orden de la división continuaba siendo la misma de
antes: no abandonar las posiciones.
—Di la orden de que los dos batallones se retiraran ocho kilómetros hacia el Este y
de que se fortificaran en el bosque hasta la llegada de refuerzos.
Hasta el bosque más próximo había ocho kilómetros. ¿Podrían llegar allí? Bajo las
ruinas de la casa de Dorolenko había muchas municiones y un montón de cintas de
ametralladora. Desde aquel sitio se dominaba la carretera: era un buen lugar para
resistir durante corto tiempo. Al otro lado de la carretera se levantaban las
ruinas de una capilla y a su alrededor había un cementerio.
Sin embargo, ninguno de los soldados obedeció la orden de quedarse. Solo Iván,
Nikita y un par de hombres le hicieron caso. Nikita, que por enésima vez había
salvado la vieja «Maxims», saltó a la trinchera cavada por los antiguos dueños de
la casa. Iván y un par de hombres se apostaron tras las ruinas. Un grupo de
soldados pasó ante ellos y, a toda prisa, cruzó el pueblo en dirección Este.
Uralow trató de que los soldados pudieran cubrir aquellos ocho kilómetros que les
separaban del bosque y abrió fuego contra los alemanes. Luego salió de la
trinchera, se unió a los restos del batallón y comenzó a organizar una nueva línea
de resistencia. Una hora después llegó Iván y dijo que Nikita se había quedado en
la trinchera.
El viejo soldado que Heydebreck había visto despiojarse el día de su llegada, dio
su cura de urgencia a un combatiente rojo herido y le ayudó incluso a vendarse;
pero luego, sin ningún escrúpulo, le quitó una pequeña tienda de campaña que el
otro llevaba arrollada.
La carretera había quedado libre. El coronel Zecke fue llamado al teléfono. Era el
general que preguntaba la causa de la detención y le advertía que los dos
regimientos que operaban a los flancos del suyo se hallaban mucho más adelante. Y
no solamente era esto, sino que toda la división se encontraba detenida, sin poder
avanzar, por su culpa, pues todo el mundo aguardaba a que sus hombres atravesaran
el pueblo y llegaran hasta el próximo bosque, donde debían desalojar a unas tropas
de caballería.
Casi todos los habitantes del pueblo habían huido y únicamente quedaban unos pocos
hombres y mujeres, que recibieron a los alemanes con caras hoscas. Hacía ya mucho
tiempo que las gentes de los pueblos no salían a recibir a las vanguardias alemanas
con sal y pan, y hacía ya mucho tiempo también que las muchachas no ofrecían leche
y fresas a los soldados.
—Los dos son forasteros; han venido de allí —dijo señalando hacia el Norte, y no
quiso dar más detalles.
—Mientras tú vas dando vueltas por aquí, los demás se están hartando. Hoy, por rara
excepción, la comida ha vuelto a ser abundante —dijo Feierfeil.
—No me interesa.
—¿Sabes tú cuántos de los nuestros han caído esta mañana? Cincuenta y seis hombres.
Seguramente a estos no los tienes en cuenta.
—Allí, tras las ruinas de la casa, había diecinueve o veinte rusos muertos;
aquellos eran los únicos francotiradores.
—Es igual; aquel hombre debía disparar hasta agotar sus municiones. Nosotros
también procedemos así. Cuando Riederheim entro en la trinchera, aquel hombre tenía
derecho a ser considerado como un prisionero de guerra. Riederheim hizo una
tontería y cometió un crimen. ¿No te das cuenta de qué manera nos mira esta gente?
En todas partes no se hacen más que requisas, y a la gente se le quita y se le roba
cuanto se puede. ¿De qué manera pretendemos adueñarnos de este inmenso país, si no
hacemos más que enemistarnos con sus habitantes y soliviantar la población?
Feierfeil continuaba muy preocupado con sus pensamientos cuando, junto a una
fuente, se sentó al lado de Gnotke y Riederheim.
—¡Basta!; no hablemos más sobre el particular: ella debe saber lo que quiere y a
quién quiere.
Con estas palabras terminó Gnotke de hablar con Riederheim acerca de Pauline.
Riederheim había coqueteado con Pauline, pero no quería romper con su amigo. Gnotke
y Feierfeil representaban para él Klein-Stepenitz, la juventud, los caminos que
discurrían por los verdes prados y las correrías junto al río. Aquellos tiempos
habían sido muy cortos, pues en realidad él solo los había vivido durante las
vacaciones, ya que él, como hijo de un tendero que era, cada día debía recorrer a
pie el largo trecho que mediaba entre Klein-Stepenitz y Gollonow para ir a la
escuela. Y aquello era lo peor, pues nunca había tenido tiempo para convivir con
sus camaradas. Gnotke y Feierfeil era lo único que aquí le recordaba a Klein-
Stepenitz, y no quería romper con ellos; sobre todo, no quería enemistarse con
Gnotke.
—Si lo pienso bien, nada queda como estaba; pues cada día es diferente y las cosas
cambian.
—Otra cosa —dijo Riederheim—; se trata de Heydebreck. Espero que me des un informe
acerca de él.
—Muchas veces he tenido que hacer la vista gorda; pero esto de ahora ya es
demasiado. De todos modos, no pienso aguantarlo más tiempo en esta sección.
Feierfeil intervino:
—¿Queréis hacer el favor de terminar de una vez? ¿Somos soldados o qué somos en
realidad?
—Yo, por mi parte, te digo que si quieres enviar a Heydebreck puedes hacerlo cuando
quieras.
—Entonces…
—Pero aparte de esto es un buen muchacho, que siempre cumple con su deber. Al fin y
al cabo, se parece algo al viejo Peter von Heydebreck, que fue fusilado por
equivocación. Los dos estamos en el batallón desde que salimos de Alemania, y en la
estación de Schlesischen conocí a su familia, que también es de Pomerania. Bueno;
en una palabra… que les prometí cuidarme del muchacho.
—Bueno; pues entonces cuídate de él, y procura que no vuelva a decir estas
estupideces; de lo contrario tendré que avisarle muy en serio.
Por lo demás, siempre se había comportado bien. Cuando la marcha sobre el Desna se
le llagaron los pies y no podía avanzar con nosotros; cada vez que hacía un alto se
le veía avergonzado como un chiquillo, y hoy carga las municiones, como el primero.
Y en una ocasión, en medio de un temporal de viento y polvo, se quedó mirando las
líneas enemigas y lleno de admiración me dijo: «Fíjate: los rusos se arrastran como
gatos. Y, al fin y al cabo, cada uno de ellos es una persona como tú y yo, y cada
uno de ellos tiene mujer e hijos en su casa.»
—Esta guerra se ha convertido en algo demasiado cruel para que ahora se puedan
formular tales dilemas. Lo único que ahora importa es sobrevivir.
—¡Entonces, permíteme que te diga que estamos en un grave aprieto, porque los rusos
son más que nosotros y necesitan menos que nosotros para sobrevivir!
Junto a un bosque, a ocho kilómetros del pueblo, estaba Uralow con los restos del
regimiento. Desesperadamente trataba de establecer contacto a su derecha e
izquierda y de conseguir comunicación con la retaguardia. Necesitaba municiones y
fusiles. Muchos soldados habían arrojado las armas y solo conservaban la bolsa de
la careta antigás en la que solían guardar unos mendrugos de pan, unas cebollas o
alguna otra cosa que comer. Lo primero que sus soldados le pedían era algo de
comida. Por fin pudo tenderse la línea telefónica y con gran sorpresa suya la
división le ordenó que se retirara otros ocho kilómetros y que esperara la llegada
de refuerzos.
Pero antes de que hubieran alcanzado la nueva línea de resistencia les llegó la
noticia de que aquel sector estaba batido por la caballería alemana y por elementos
de una división de las S.S. Y al poco rato de haberles sido hecha aquella
advertencia se presentó la caballería alemana y los persiguió y dispersó en todas
direcciones. Fueron cogidos por sorpresa y se encontraron indefensos,
desconcertados, sin poder levantar una mano, acuchillados a sablazos y tiroteados a
quemarropa. Si no hubiera sido por el bosque, a través del cual pudieron
escabullirse algunos grupos, los alemanes hubieran terminado con todos ellos.
Llegó la noche, y la oscuridad fue más piadosa que los jinetes alemanes, que no
hacían prisioneros. Se oía el chillar de los heridos y el estertor de los
moribundos. De pronto, se acabó la oscuridad: una lluvia de cohetes luminosos cayó
sobre el bosque y las ramas, los troncos y los hombres se hicieron visibles. Y tras
los cohetes cayeron más bombas. El bosque se llenó de fogonazos. Muertos, heridos,
sangre… Muchos soldados perecieron aplastados por los árboles.
—¡Dame agua!
—¡Mátame!
Los gritos de los heridos se fueron quedando atrás. Los supervivientes alcanzaron
un campo abierto. Pero las ráfagas de las ametralladoras enemigas los dispersaron
de nuevo. Por fin, se escondieron en un terreno pantanoso. A la mañana siguiente
Uralow estaba rodeado de veinte hombres.
Aquellos hombres y su caballo Mohamed era todo lo que quedaba del regimiento.
Conducida por su capitán, la pequeña partida se puso en marcha hacia el Este, y
avanzó ciegamente, sin brújula, como movida por un instinto animal. Atrás, el
horizonte estaba iluminado por las llamas de los pueblos incendiados. Solo
caminaban de noche. Durante el día se ocultaban en los pantanos o en la maleza.
Nadie debía ser visto. El cielo estaba lleno de zumbidos de aviones y los aviadores
disparaban incluso sobre los soldados que atrapaban solos. Y los hombres solo
tenían una idea: avanzar hacia el Este.
En realidad, sin embargo, el grupo de Uralow no avanzaba hacia el Este, sino hacia
el Nordeste. Así, atravesó un río y llegó a la autopista Smolensk-Moscú, donde se
unió a una inmensa riada de tropas que se dirigía hacia el Este. ¿Cuántos hombres
formaban aquella gigantesca columna? Imposible calcularlo. Por allí se retiraba la
artillería, los tanques, la infantería, la intendencia, los Estados Mayores… Eran
los restos de ejércitos enteros, de las divisiones 64, 53, 19, 120, 29, 158 y 128,
de la 150 división acorazada, de la 204 división motorizada… Durante el día a veces
se suspendía la marcha y las columnas se ocultaban en los bosques. A los dos días
de haber llegado Uralow a la autopista, un mediodía aparecieron los «Stukas». Eran
unos cincuenta o sesenta, cifra que los alemanes calcularon suficiente en
proporción a los hombres y el material que se arrastraba por la autopista. Heridos,
muertos, gritos, explosiones. Las bombas caían sobre los batallones y los
regimientos. El inmenso ejército abandonó la autopista y se desparramó en desorden
sobre los campos en dirección hacia el bosque. Y los «Stukas» picaban desde lo alto
y continuaban matando caballos, vacas, hombres y todo cuanto se ponía a su
mortífero alcance.
Otra vez fue un objetivo cualquiera y ahora era la autopista de Smolensk a Moscú,
entre el Dniéper y Wjasma, a doscientos kilómetros de Moscú y a veinte de Wjasma,
la penúltima etapa de Napoleón. Los aviones se habían precipitado antes sobre los
astilleros de Rotterdam y de noche, sobre la costa inglesa, y aquí sobre una
autopista atestada de fugitivos que procedían del Schtschara, del Beresina, del
Dniéper y que, casi desarmados y sobrecogidos por el pánico, huían alocados, sin
nadie que les condujera.
Los «Stukas» bombardean en cadena. Hay tres cadenas: una se precipita a la derecha
de la autopista, otra a la izquierda y otra, la que manda el jefe de la unidad,
sobre la gran faja de asfalto. Los aviones descienden a toda velocidad, haciendo un
ruido sobrecogedor, como el de las trompetas del Juicio Final. Y las máquinas
vuelan y disparan sobre camiones, caballos, vacas, hombres, y en el suelo se
produce un caos indescriptible. Las bombas caen sin cesar y por todas partes se
levantan gruesas columnas de humo y tierra.
«¡Ha llegado tu hora, Scheuben! ¿Cuántas tropas tiene tu rey? Contesta como el
héroe: ¡Ve y cuéntalas tú mismo!»
Frente a él, junto a una mesa, hay unos hombres sentados. En el cuello de la
guerrera de uno de ellos están bordadas las insignias de mariscal. El mariscal
tiene una gran sotabarba y unas manos gordas y blancas. El mariscal no formula
ninguna pregunta. Se lo ha pensado mejor, y permanece callado. ¿Qué le podría decir
este prisionero? Treinta y cinco divisiones de primera clase habían roto la línea
de defensa del Dniéper, y protegían los pueblos y ciudades recién conquistados con
gigantescas alambradas, y vadeaban y cruzaban todos los ríos, y no se detenían ante
nada ni nadie, y atacaban en varias direcciones a un mismo tiempo, y ahora
apuntaban directamente hacia Moscú. Y las divisiones no podían ser detenidas. En
aquellos momentos ya no había rastro de una resistencia organizada y los caminos,
los campos y los bosques estaban sembrados de muertos y de desechos del Ejército
Rojo. Y el mariscal de aquellos ejércitos ya no era mariscal, sino alguien que
estaba a punto de terminar su cometido.
El mariscal, cuyo cabello estaba cortado al rape, como el de los soldados rasos,
miró a Scheuben a través de sus ojos entornados. ¿Soñaba en la hora en que se puso
en marcha?
En las calles que desembocan en la Plaza Roja están formados, dispuestos para el
desfile, los diez mil soldados de la guarnición de Moscú. El comisario del pueblo
para la guerra, mariscal de la Unión Soviética, Timoschenko, monta, ante las
puertas del Kremlin, sobre un hermoso caballo blanco, de pura raza árabe.
Timoschenko aguarda en la tribuna que hay junto al mausoleo de Lenin, y en la que
se hallan reunidos todos los personajes del Politburó y los embajadores y
representaciones diplomáticas de los países amigos, a que le hagan la señal para
comenzar el desfile. Timoschenko y el mariscal Woroschilow, que acaba de llegar
desde el fondo de la plaza, son las dos únicas figuras que se mueven entre aquella
inmensa multitud petrificada.
Las pisadas del caballo de Woroschilow y el eco que de ellas devuelven las murallas
del Kremlin es lo único que se oye en aquel impresionante silencio. El mariscal
Woroschilow da la novedad al mariscal Timoschenko. El mariscal Timoschenko
descabalga, sube las escaleras del mausoleo y, a su vez, da la novedad al
Politburó, que se halla en la tribuna.
¿Ocurrió aquello el primero de mayo de aquel año?… ¿Qué era la realidad? ¿El
desfile en la Plaza Roja, o lo que ahora estaba ocurriendo en la autopista? ¿Cuál
de las dos cosas era una pesadilla: el ejército uniformado en la Plaza Roja de
Moscú, o aquel desecho que ahora se arrastraba a pocos pasos de él?
«Esto no es una derrota; es el final del caos que va a estrellarse contra las
murallas del Kremlin.»
Una puerta se abrió y el prisionero fue conducido afuera. Los camiones continuaban
pasando por la carretera. Scheuben recibió un empujón y cayó de bruces sobre la
autopista Wjasma-Borodino-Moscú. Ningún coche se detuvo. Y sobre él pasaron los
hombres, las patas y las ruedas que se dirigían hacia Wjasma.
El capitán Uralow llegó a Wjasma. Su pequeño grupo todavía había disminuido más.
Uralow miró a su alrededor en busca de una línea de defensa a la que sumarse con
sus hombres, pues si alguien le tomaba por desertor corría el riesgo inminente de
que le metieran una bala en la cabeza…
Las calles estaban desiertas y las ventanas, cerradas. De pronto, tropezó con unos
muchachos de mediana edad.
Uralow se apeó del caballo y, acompañado de los cuatro muchachos, se dirigió hacia
un lado de la calle. Sacó un par de bombas y dijo a los muchachos:
—Cuando los alemanes hayan entrado en la ciudad y estén durmiendo en las casas les
arrojaremos bombas de mano por las ventanas.
Uralow se fue en busca del jefe de la plaza. Encontró a un grupo de milicianos que
estaban cavando una trinchera en medio de la calle. Aquellos individuos habían
pertenecido a la policía de seguridad y los mandaba un sargento.
«Después de haber sostenido una heroica lucha, nuestras tropas se han retirado de
la ciudad de Wjasma.»
La Pravda mentía. ¡Era algo increíble! Uralow todavía creía poder encontrar al jefe
de la plaza. Preguntó a una vieja cuál era la casa del comandante en jefe y la
abuelita le acompañó a través de una calle desierta. «Aquí es», dijo señalando
hacia un edificio cuyas ventanas estaban cerradas. En la puerta había un letrero
que ponía: «El jefe de la plaza se ha trasladado a Gschatsk. Todos los soldados que
lleguen a Wjasma deben presentarse en Gschatsk.»
Así, pues, había que continuar hacia Gschatsk, que distaba unos sesenta kilómetros.
El pequeño grupo era cada vez más reducido. Algunos de sus hombres se habían
quedado en la ciudad e iban de puerta en puerta mendigando un poco de agua y unos
mendrugos de pan. Únicamente Iván de Arcángel y Tschang de Thianshin acompañaban a
Uralow.
Cayó la primera nevada. La nieve doblaba las ramas de los árboles, algunas de las
cuales, las más bajas, se inclinaban hasta el suelo. Al día siguiente volvió a
nevar. Los caminos quedaron intransitables. Mohamed, el caballito, no era un tanque
alemán y avanzaban hundiendo sus patas en la nieve y volviéndolas a sacar con gran
esfuerzo. Así, escoltado, a su izquierda, por Tschang, y a su derecha por Iván,
cabalgó Uralow hacia Gschatsk. Había llovido y los palos del telégrafo se espejaban
en los grandes charcos. Apareció la torre de la iglesia.
Era cierto… Desde Bialystok a Smolensk y desde Smolensk a Gschatsk había visto
pasar muchos camiones y muchos jinetes y muchos soldados que marchaban a pie. Y
ahora era agradable permanecer en cama y no ver nada más que el edredón.
Anna Pawlowna había llegado a aquella casa de Gschatsk. Junto a Anna, tumbada en un
diván, estaba su amiga Nina Michailowna. Únicamente querían descansar unas horas
para poder continuar la marcha al día siguiente. Nina Michailowna se acordaba del
mareo que había sufrido mientras trabajaba en las fortificaciones de Smolensk, y
ahora sabía que se encontraba en el cuarto mes.
—Mira este caballito: ¡qué cansado está!, y el hombre tiene la blusa chorreando —
dijo Anna Pawlowna—. Viste un uniforme de verano, y, como él, en un estado tan
lastimoso… Así está nuestro ejército.
Nina Michailowna oyó el chasquido de un látigo. Pero estaba muy cansada y cerró los
ojos.
Uralow fue detenido por una patrulla de la NKVD. Los miembros de la patrulla iban
muy bien vestidos y ya llevaban capotes de invierno, con cuellos de piel. Le
mandaron apearse. Pero él no quiso. En su blusa llevaba las insignias de la Orden
de la Estrella Roja y de Lenin.
Así, pues, cogió al caballo por las riendas y se dirigió hacia el puesto de mando
de la sección de la NKVD. Tras Uralow marcharon, escoltados por los soldados de la
patrulla, Tschang e Iván.
Se detuvieron ante una casa de dos pisos, a cuya entrada se paseaban unos
centinelas. Uralow desmontó. Un soldado cogió las riendas de Mohamed. Iván y
Tschang fueron conducidos hacia adelante. El sargento hizo entrar a Uralow en la
casa.
Uralow dejó su pistola sobre la mesa. Era una pistola rusa. Pero en su bolsillo se
guardó otra, que era alemana.
—¡No!
El corredor estaba lleno de soldados, entre los que había muchos oficiales. Uralow
vio a un coronel, a un teniente, a un primer teniente, a un teniente coronel. Los
juicios eran sumarísimos y se despachaban en un santiamén. De todos modos, Uralow
tuvo que esperar tres horas hasta que le tocó su turno. Se le condujo a una
estancia y apenas hubo entrado en ella un coronel le preguntó:
—¡No lo sé! Mi regimiento ha sido aniquilado. La última vez que combatí estuve, con
otras tropas, en el frente del Desna.
—¡Ya se le comunicará!
«Nos han quitado los armas —pensó Uralow—, y algo va a suceder ahora. Es posible
que nos fusilen a todos aquí mismo.»
Uralow miró hada lo alto de las paredes para ver si había alguna ametralladora
dispuesta. Un joven teniente que estaba sentado sobre unas maderas y que reparó en
la mirada de Uralow se levantó y le ofreció su sitio. El suelo estaba lleno de
barro y Uralow se sintió tan cansado y deprimido que aceptó el ofrecimiento y dio
las gracias al joven oficial.
Uralow tenía hambre y su blusa continuaba empapada; pero no era esto lo que le
preocupaba, sino sus pensamientos. Hasta entonces no había tenido tiempo de
reflexionar y ahora, sentado sobre aquellas maderas, en aquel patio, sí podía
hacerlo. Narischkin, aquel gran jefe… cuya muerte bien podía haber sido el
principio de muchas cosas. ¡Qué bien se había comportado siempre! ¡Siempre se
sintió obligado a ser el jefe de sus soldados y el jefe de la intendencia! Y a
pesar de los trabajos propios de su cargo, en todo momento se preocupó de que los
soldados tuvieran municiones, comida y ropa. Fue en la prisión de Solowjowo, cuando
fue detenido por la NKVD, que Uralow comenzó a pensar sobre muchas cosas acerca de
las cuales nunca había reflexionado. Pero allí, en Solowjowo, al fin y al cabo, no
se cometió una injusticia; pues en aquellas circunstancias era preciso que alguien
estuviera alerta, y esa era la obligación de la NKVD. Aquí, sin embargo, era
distinto, y todo aquello ya no tenía nada que ver con estar alerta.
Uralow se levantó. Sus pies se habían quedado sin sensibilidad y su capote se había
quedado en el Bobr, cuando la primera batalla de la guerra.
—Hace tiempo que no duermo y más todavía que no pruebo bocado —le contestó Uralow,
como para justificar su lastimoso estado. Y luego, cogió la botella y bebió un gran
trago de vodka.
Uralow, el más fiel entre los fieles comunistas, llegó a formularse aquellas
preguntas. Por primera vez en su vida se recogió sobre sí mismo y buscó en el fondo
de su ser un poco de calor que pudiera reconfortarle en aquella amarga situación.
Una cabeza de caballo sobre la que acababa de pasar un camión. Aquello lo había
pintado Sacha. Sacha, por lo demás, no valía gran cosa, y muchas veces había sido
atrapado al robar. Pero aquella cabeza de caballo que él pintó con un trozo de
carbón sobre un basto papel le había quedado muy bien. Sacha está ahora muerto y la
cabeza de caballo se ha perdido. Pero ahora, aquí, en Gschatsk, durante la noche,
uno piensa en aquella cabeza de caballo y comprende muchas cosas de su propia vida
y de la vida del pueblo ruso. Una vez, estando lloviendo, Sacha se pasó el día tras
el ventanuco de una granja en la que se habían refugiado y desde allí, sin moverse,
embargado por una extraña felicidad, durante muchas horas, estuvo contemplando los
campos. Y recordaba que estando en Taschkent, Sacha le hizo abrir los ojos
mostrándole lo que las gentes hacían para vivir, y le obligó a fijarse en las casas
y en los patios y en las cercas, y a él le pareció que cada puerta y cada arco y
cada cabaña cobraba un sentido nuevo, inédito para él. Así era Sacha. Para algunas
cosas, sin embargo, siempre fue desmañado, y una vez, yendo con él hacia Batum, se
cayó del techo del Orient-Express y se estrelló contra las vías. Desde lo más
profundo de su ser le ascendió la imagen de un viejo campesino ruso. El campesino
llevaba largas barbas y le miraba con sus ojos castaños. Nunca más le habían mirado
a él de aquella manera. ¿Era posible que aquel hombre fuera su padre? ¿Qué
recuerdos dormían en él? Por aquel entonces apenas si tendría cuatro años. El
rostro volvió a desaparecer. Tampoco se acordaba ahora de las facciones de Nina,
cuyos rasgos le parecía ver como a través del agua.
—Tengo el presentimiento de que aquí vamos a formar una unidad —dijo Uralow a
Skrül.
—Perdone usted; me siento enfermo; esta noche he tenido fiebre —dijo Uralow al
comandante—. Por esto no me he presentado a la hora debida. El teniente, mi
compañero, me ha estado cuidando.
—Lo único que puedo hacer por usted es destinarlo a la reserva —continuó el
comandante.
A Uralow le pareció muy bien, pues precisamente era aquello lo que deseaba.
El día transcurrió sin ninguna novedad. Al anochecer, después de que todos los
oficiales se hubieron vuelto a presentar al mando, el regimiento se puso en marcha.
Salieron a una explanada, donde los soldados formaron un gran semicírculo. Ante
ellos había un foso recién cavado. Un profundo silencio planeó entre las filas. El
jefe de la escolta compareció con tres individuos. Aquellos hombres iban descalzos,
en calzoncillos y con las manos atadas a la espalda. El jefe de la escolta los
acompañó hasta el borde de la fosa. Se acercaron doce miembros de la NKVD armados
con pistolas ametralladoras. Luego vinieron dos jefes de la NKVD. Uno de ellos
traía un papel en la mano y leyó:
Uralow no quiso ver nada de todo aquello y mantuvo la vista apartada del lugar de
las ejecuciones. Luego, terminadas estas, se volvió hacia su amigo, el teniente
Skrül, y vio que en un momento había envejecido.
—¡Si todo el ejército deserta y le deja solo ya veremos lo que hará! —le dijo Skrül
cuando la columna volvió a ponerse en marcha—. ¡Ninguno de estos hombres era
culpable, y de la misma manera nos hubieran podido fusilar a cualquiera de
nosotros! ¿Cómo es posible que nos asesinemos unos a otros?
Bueno, pero aquello no era nada nuevo. Siempre se empezaba de la misma manera.
—Nadie me ha dado permiso para ello —repuso Uralow—. Pero más vale que la vaca la
haya cogido yo a que mañana los alemanes se puedan llevar todas las vacas que hay
por ahí. ¿Cómo quiere usted que mi gente defienda el pueblo si no tiene nada que
comer?
La cosa empezó en el bosquecillo, donde estaban las baterías pesadas. Diez aviones
aparecieron sobre los árboles y dejaron caer una tremenda carga de bombas. Ninguno
de los ciento veinte artilleros pudo escapar de aquel bombardeo en el que cada
metro cuadrado de tierra fue removido de una manera feroz. Al mismo tiempo, los
«Stukas» bombardearon Borodino y la artillería comenzó a disparar sobre la
autopista. El cielo se tiñó de rojo. Cuando al cabo de una hora cesó el fuego del
ala izquierda y todo volvió a quedar en silencio, pareció haber ocurrido algo
decisivo. Un oficial llegado de la retaguardia comunicó a Uralow que los alemanes
habían roto el frente por el sector defendido por la «División Proletaria». El
silencio que se produjo al sur de Borodino tampoco presagiaba nada bueno. Y al poco
tiempo, Uralow se enteró de que también allí los alemanes habían conseguido abrir
una gran brecha por la que se dirigían hacia Moschaisk. Las fuerzas de aquel sector
que habían quedado en la «primera línea» comenzaron a retirarse. Al amanecer se
presentaron los primeros grupos de fugitivos. Eran tropas de infantería que
retrocedían a todo correr, dejando tras ellas a los muertos y heridos. Los hombres
corrían alocados y las ametralladoras alemanas, que les disparaban por la espalda,
causaban una gran mortandad entre ellos.
El batallón de Uralow no había sufrido ni una sola baja, pero abandonó las
posiciones. Toda la «segunda línea» se desmoronó en un instante. Y, como una
avalancha, la tropa se dispersó hacia el Este.
Skrül, Iván, Tschang y una docena de hombres se quedaron junto a Uralow. El grupo
decidió esconderse en el bosque. Los hombres quemaron unas ramas, apagaron el
fuego, esparcieron luego las cenizas y se tumbaron sobre ellas, dispuestos a pasar
la noche en aquel escondrijo.
Los alemanes, que también por allí consiguieron romper el frente, pasaron a poca
distancia de ellos y los dejaron atrás. ¿Qué debían hacer? ¿Romper las líneas
alemanas y volver con los suyos? No; aquello ya no lo volverían a hacer. No
volverían a Gschatsk. ¿Entregarse prisioneros? ¡Tampoco! Entre los alemanes también
había comisarios y ya estaban hartos de ellos, y además se decía que los alemanes
ahorcaban a todos los oficiales. ¿Qué podían, pues, hacer? Nadie sabía qué
responder.
Nevaba. Una noche cayeron cinco centímetros de nieve, y a la siguiente, diez. Luego
llovió y la nieve se fundió. Nieve, lluvia, sol moribundo. Todos los árboles de los
bosques se tiñeron de un color dorado. Nieve, lluvia, viento del Oeste, y el cielo,
sobre Moscú, se mantenía oscuro y encapotado.
Noches frías; soldados apiñados en los cuarteles. Por las mañanas, los motores
debían ser calentados. Las carreteras estaban llenas de columnas de soldados de
todas las armas, y los puentes, atestados de tropa y carruajes. Los atascos se
solucionaban con dificultad; después las columnas volvían a ponerse en marcha. Casi
todas las vanguardias de las columnas eran atacadas y los camiones y los tanques
volvían a pararse. Luego, al cabo de un rato o de unas horas, se continuaba hacia
delante, en busca del enemigo, hacia el frente. Ejércitos enteros —los restos de
todos los ejércitos que habían operado entre Smolensk y Moscú— habían sido
cercados. Cien mil, doscientos mil… hombres, caballos, camiones y tanques, nadie
los había contado, cayeron en la gigantesca bolsa de Wjasma.
Era al Sur de aquella bolsa.
Una compañía marchaba al frente. Los hombres caminaban a través del barro. Los
camiones patinaban y avanzaban, por un atajo, con gran dificultad. A la izquierda
había un pueblecito no defendido por el enemigo, y frente a la tropa, un
bosquecillo.
Las otras dos compañías habían quedado tras el gran lodazal. La compañía de
vanguardia estaba ya en las afueras del pueblo. En el pueblo y junto al bosque todo
quedó en silencio.
Desde los bosques, del pueblo y de todas partes, centenares de rusos corrieron, con
los brazos levantados, hacia los tanques.
Fueron llegando más y se reunieron mil, dos mil hombres. Los soldados fueron
congregados en un sitio, alrededor del cual formaron los tanques.
Cada vez se iban presentando, procedentes del pueblo y de los bosques, más soldados
rusos. Pasaban de cinco mil los hombres que se apretujaban ante los tanques, y
todavía continuaba la procesión de prófugos. Los tanques maniobraron y se situaron
en sendas posiciones estratégicas. Llegó la noche y los rusos continuaron inmóviles
ante los tanques. Diez mil hombres se habían presentado a una sola compañía. Los
tanques encendieron sus focos e iluminaron la escena.
La compañía había tomado sus precauciones; pero nadie esperaba que los rusos
pudieran darles una sorpresa. Allí, en la oscuridad, los soldados rusos permanecían
tumbados, rendidos de tanto pelear. Algunos alemanes se preguntaban por el destino
de aquellos hombres cansados. ¿Qué hace el Alto Mando con tantas personas? ¿Dónde
se las mete y cómo se las alimenta? ¿Cómo serán tratados? Y casi todos deseaban lo
mejor para aquellos soldados vencidos. Pero cada uno de ellos temía lo peor.
Los tanques avanzaban rápidamente hacia el centro de las tropas rusas. A derecha e
izquierda de la carretera se veían grupos de soldados rojos. Desde las cunetas se
arrojaban bombas de mano y botellas de líquido inflamable contra los tanques.
Aquel día llovieron muchos «cócteles Molotov». Sentados en la parte trasera de los
tanques, los cazadores y los demás infantes, permanecían indefensos a las granadas
y a las botellas de líquido inflamable.
Los tanques iban disparando sus cañones e irrumpían en las columnas que les salían
al encuentro y que acababan desbandándose a derecha e izquierda de la carretera,
hacia los bosques. La columna penetró en un pueblo, disparó balas incendiarias
contra las casas de madera, atravesó la calle mayor y dejó el poblado ardiendo en
la oscuridad de la noche.
«¡Sacar a los tanques de aquel lugar y hacerles volver atrás, cuando estaban a mil
metros del objetivo! ¡Parecía mentira!»
—¡Alto, que todo el mundo se detenga! La punta se quedará de momento donde está y
cubrirá la retirada de los demás. Todos los otros deben volver inmediatamente.
¡Atrás! ¡Aquello era una manera inédita de combatir! ¿Qué ocurría? ¿Habría
adelantado demasiado? ¿Qué importaba aquello? Ahora lo único que importaba era
volver enseguida atrás y no perder tiempo. Salir de aquella condenada situación.
Los fogonazos de los cañones rusos relampagueaban en la oscuridad. Los heridos
gritaban: «¡Llevadme con vosotros!» Una motocicleta se estrelló contra un tanque.
La pequeña columna giró en redondo y emprendió la retirada. Los heridos se quedaron
donde estaban; quizá serían recogidos por los tanques encargados de asegurar la
retirada. Algunos de los hombres que quedaron atrás se apostaron en las cunetas de
la carretera y trataron de impedir que los rusos se acercaran a ellos.
La sección avanzó hacia sus líneas y volvió a atravesar el pueblo en llamas. Y otra
vez volvieron a arrojarse bombas de mano y botellas de líquido inflamable bajo las
cadenas de los tanques. Era noche cerrada cuando la sección alcanzó las vanguardias
y los tanquistas llevaron sus muertos y heridos a la compañía. Luego, los tanques
continuaron hacia donde estaba instalada la cocina de campaña.
Los hombres comieron bajo las estrellas. Junto a Vilshofen se sentó un telegrafista
y frente a él un artillero y un conductor. Los ánimos estaban decaídos. La orden de
retirada les había robado la victoria.
—Ahora lo único que falta es que mañana nos hagan repetir el mismo camino.
Una hora después regresó Vilshofen. Los tanquistas estaban acomodados en un bosque.
Se sentían tan cansados que ninguno de ellos había tenido ánimo para levantar las
tiendas de campaña. Envueltos en sus capotes, los hombres se habían tumbado junto a
los tanques. Vilshofen se envolvió en su capote, se tumbó junto a su tanque y trató
de dormir. Pero al cabo de unos instantes abrió los ojos y se quedó escrutando la
oscuridad.
Acababa de suceder lo que tanto había temido. En su bolsillo llevaba una orden y
unas fotografías aéreas del terreno ocupado por las vanguardias rusas. Aquella
orden mandaba que al día siguiente se volviera a repetir el camino que acababan de
recorrer y que llegaran, por segunda vez, hasta Malojaroslawetz. Esta vez tenían
que atravesar la ciudad de Malojaroslawetz, y, a ser posible, tomar los puentes del
Protwa. Él había dicho ya que esta vez no podía contarse con la sorpresa; el mando
debía tener en cuenta que los rusos habrían aumentado sus efectivos y destruido los
puentes y obstaculizado los caminos. Pero en el Estado Mayor le habían contestado
con un simple encogimiento de hombros. El jefe del regimiento lamentaba que se
hubiera dado la orden de retirada, pero no podía hacer nada más. Se trataba de una
operación planeada por la división y hasta quizá por el Cuerpo de Ejército.
Aquella misma mañana los tanquistas llegaron más adentro de la retaguardia roja de
lo que habían llegado la noche anterior. Y aquel ataque, en el que participaron
cuatro secciones de tanques y algunas unidades de infantería e ingenieros fue la
primera de una serie de irrupciones y de combates que acercaron a las tropas
alemanas a la capital rusa.
«Querida Irene: Aquí estamos ante Moscú, Tarutino y Boronowo. Los célebres campos
de batalla de 1812, son nuestros vecinos. Lopasnia, donde en 1572 Gengis-Khan batió
a los rusos, antes de que Moscú fuera incendiada por tercera vez, no está lejos de
aquí. Y aquí estamos, sin saber lo que va a ser de nosotros, ni lo que en realidad
hacemos…»
Las frases de esta carta nunca fueron escritas, sino pensadas, y nunca, por lo
tanto, llegaron a conocimiento de la señora Vilshofen. Volshofen se imaginó una
serie de rostros conocidos: el de Irene, el de su hermana Anne-Marie, algunas caras
de rusos que había visto al borde de la bolsa de Wjasma y de otros que estuvo
observando cuando la misa en aquella pequeña iglesia, y el rostro de Nauert, un
soldado que ayer, cuando el ataque, iba encaramado en la parte trasera del tanque
que marchaba ante el suyo… Nauert, a quien hoy vería de nuevo…
Vilshofen echó una mirada a su alrededor: casi no había allí ninguno de los
compañeros que participaron en las primeras batallas. La mayor parte de los
oficiales antiguos habían sido muertos o heridos. La guerra era ahora mucho más
dura que al principio, y la «guerra en la oscuridad», sin un enemigo visible y
regular, acababa de empeorar las cosas. Cada día se oía contar una nueva historia
relativa a los partisanos. Los hombres estaban con los nervios en tensión. Había
llegado el momento de marchar directamente hacia Moscú y de procurar que todo
aquello terminara cuanto antes.
—De todos modos, durante estos últimos días hemos recorrido ciento cincuenta
kilómetros, y ahora solo nos falta la última etapa. Nuestra sección ha sido
reforzada, y nos acompañan más tropas de infantería e ingenieros y bastantes
tanques de refuerzo. Nadie se sentará hoy en la parte trasera de los tanques; esta
imprudencia nos costó ayer algunas bajas que hubiéramos podido ahorrarnos.
La mayoría de sus tanques eran de fabricación checa, que no podían nada contra los
«T34» rusos. Era necesario decir algo acerca de aquella cuestión, pues la gente
sabía que con sus tanques únicamente podían abrir fuego a los ciento cincuenta
metros, y los «T34» podían hacerlo a los dos mil.
—De nuestra parte tenemos la disciplina con que abrimos fuego y la sorpresa y la
rapidez de nuestros carros de combate. Y todo esto debemos saberlo aprovechar hasta
el máximo, y de la misma manera que ayer sorprendimos al enemigo, hoy, irrumpiendo
en su retaguardia a mayor velocidad, volveremos a conseguirlo.
Sobre el bosque silbaron unos cañonazos. Los cañones —debían ser pocos y
seguramente estarían servidos por cadetes de la escuela militar de Iljinskoje—
permanecían ocultos entre los árboles. El cañoneo obligó a abreviar el parlamento y
a ponerse enseguida en marcha. Vilshofen se volvió al jefe del regimiento y le
dijo:
—Me situaré en la carretera y esperaré a que las demás fuerzas formen detrás de
nosotros y entonces me lanzaré, carretera adelante, a la velocidad que permitan los
tanques.
A las siete partió el primer tanque, que mandaba el primer sargento Nauert.
Vilshofen fue el terceto en arrancar.
—¡Adelante!
—¡¡Adelante!!
Nauert atravesó el fuego, luego pasó el segundo tanque, y más tarde pasó Vilshofen.
Al llegar al otro lado de las llamas, Vilshofen abrió la tapa, miró hacia atrás y
contó… doce, catorce, dieciséis. Todos los tanques habían podido pasar a través del
fuego, y los lanzallamas rusos habían sido reducidos a escombros.
—Ratsch-Bum —decían los servidores de los cañones, dentro de los tanques, cada vez
que disparaban sus armas contra los antitanques.
—«¡Pirata!» ¡Alto!
—No nos podemos quedar en terreno descubierto. Debemos continuar hacia delante o
volvernos.
—Orden del regimiento: quédense ustedes donde están y aguarden la llegada del
regimiento.
—No puedo detenerme. He sufrido muchas bajas. Le ruego que me den la orden de
ataque.
Los tanques entraron en el pueblo. Desde las primeras casas se les hizo fuego de
fusilería, y también se les disparó con ametralladoras y pistolas.
Todas las tapas se cerraron. Los disparos cesaron. La ciudad estaba intacta. Todas
las ventanas y los postigos estaban cerrados. Reinaba un inquietante silencio. En
las calles no se veía ni una persona, ni un perro, ni un gato, y en ninguna parte
se advertían señales de vida. Parecía una ciudad muerta. Los tanques avanzaron
despacio, de dos en fondo, buscando su camino entre las extrañas calles. Al
atravesar los enormes charcos que había en ellas, los tanques levantaban grandes
salpicaduras de agua. Los rayos del sol se quebraban sobre las derruidas torres de
una iglesia, y hacían brillar las rojas tejas del edificio. El portal del templo
estaba cerrado con unos grandes maderos que aparecían clavados en él.
Atravesaron un cercado, que estaba vacío. En una plaza se levantaba un monumento a
un soldado ruso, y al pie del mismo había grabada esta fecha: 24 de octubre de
1812. Aquí se bloqueó a los franceses el camino de Kaluga. Un cruce de calles:
¿cuál de ellas conducía hacia las afueras de la ciudad, en dirección al Protwa?
Todos los indicadores habían desaparecido. Vilshofen echó un vistazo sobre el mapa
de la ciudad y encontró el camino que buscaba. A la salida de la ciudad, tres
camiones le salieron al encuentro. «No disparar; dejad que se acerquen.» Los de los
camiones se enteraron de la situación al ver a los tanques alemanes. Unos ocupantes
saltaron a tierra y otros se pusieron en pie. Tres o cuatro disparos y los camiones
comenzaron a arder y enseguida quedaron tras de la columna.
Vilshofen pensó en las columnas rusas situadas, según los partes, en el puente del
Protwa, y en las fortificaciones de la orilla opuesta. Echó un vistazo a las
fotografías tomadas por los observadores aéreos.
Una larga hilera de carros tirados por caballos les salió al encuentro. Los
conductores de los carros cogían las riendas descuidadamente. A causa del estrépito
de los tanques, Vilshofen no podía oír la cancioncilla que entonaba el primero de
los carreteros.
Vilshofen volvió a repasar las fotografías. Sobre el río había dos puentes y más
hacia la izquierda una estación de ferrocarril, y a lo largo de la otra orilla, una
serie de fortificaciones. Aquellas fotografías no se las había enseñado a los jefes
de los otros tanques, pues ninguna sección de tanques avanza gustosa hacia un
objetivo fortificado. Si las fortificaciones no resultaban estar ocupadas, no era
necesario inquietar a los soldados. La orden mandaba acercarse al puente.
Una columna rusa motorizada les salió al encuentro. Los motoristas que iban en
cabeza, así como los camiones que iban tras ellos, muchos de los cuales
transportaban cañones ligeros, se echaron a un lado, para dejar pasar los tanques.
La columna de Vilshofen pasó junto a los rusos y así que hubo dejado atrás el
último camión, abrió fuego contra ellos. Dispararon todos los cañones. En un
santiamén ardieron los camiones rusos, que por su parte no dispararon un solo tiro.
Los soldados rusos brincaron atropelladamente de los camiones y echaron a correr a
campo traviesa.
Allí había vacas, cabras y caballos. Inmensos rebaños que, conducidos por
koljosianos eran llevados hacia el Este. La carretera y los puentes estaban llenos
de animales. El camino estaba bloqueado, pero hubiera sido temerario detenerse
precisamente ante las defensas de la ciudad. El sargento Nauert, que conducía el
primer tanque, aceleró la marcha. Un buey o una vaca no pueden aguantar,
ciertamente, el empuje de un tanque. Nauert se precipitó primero contra las vacas y
luego contra los caballos, los carros y los pastores. Y el segundo y tercer
tanques, y los dieciocho hicieron lo mismo. La columna de Vilshofen atravesó los
dos puentes, cuyas barandillas de madera quedaron ensangrentadas… Al otro lado del
río una sección de soldados rusos se escabulló precipitadamente: debían ser los
encargados de volar el puente.
Se produjo una enorme detonación. La estación del ferrocarril, que estaba un poco
más hacia la izquierda de los puentes, quedó envuelta bajo una densa columna de
humo. Pero los dos puentes no volaron. De los fortines no se disparó un solo tiro.
Seguramente los soldados ya se habían retirado de ellos.
—Esto habrá sido una equivocación. Usted no puede haber tomado los puentes del
Protwa. El propio jefe del regimiento se puso al aparato.
—Es imposible. Aquí tengo yo las fotografías. Debe usted haberse equivocado,
Vilshofen.
—He tomado los puentes del Protwa y he establecido una cabeza de puente. Le ruego
que haga avanzar al regimiento.
Se ha llegado al Protwa.
A veces, como en las cervecerías, para celebrar las victorias, el Cuartel General
era adornado con banderitas. Según los partes del servicio de información, un
ochenta por ciento de los efectivos del Ejército Rojo habían quedado fuera de
combate, y el Gobierno comunista se había dado a la fuga. De un momento a otro
podía estallar la revolución. Los rumanos acababan de tomar Odesa; el sexto
ejército, Achtyrka; el once ejército, Crimea, y el primer ejército blindado estaba
detenido ante Rostow. Al Norte, Leningrado estaba a punto de ser cercado, y las
vanguardias habían llegado junto a Tichwin. Guderian avanzaba hacia Tula. En el
centro, Moschaisk y Malojaroslawetz habían caído.
En un despacho del Cuartel General del Jefe Supremo del Ejército hay un grandioso
mapa mural que ocupa toda la pared. Es un mapa de Rusia…
Sobre una mesa de un despacho del Estado Mayor General se veía, en más pequeño, el
mismo mapa. Tras una mesa, un hombre con lentes estaba estudiando el plano. Junto a
la mesa, rodeando a aquel hombre sencillo, había un grupo de generales.
Hubiera querido inundar Moscú y hacer que las olas de un mar cubrieran las puntas
del Kremlin; pero aquello era imposible. Sin embargo, el agua no era el único
elemento; había, por ejemplo, el fuego. El segundo ejército acorazado empujaría a
las tropas rusas y a la población civil hacia la capital, y los ejércitos que
operaban en el centro empujarían a aquellos millones de seres hacia la ciudad de
Moscú. El dieciocho ejército, ayudado por los finlandeses, haría lo mismo con
respecto a la ciudad de Leningrado. Y después de aquello es posible que se iniciara
la guerra de gases. Cincuenta o sesenta secciones lanzagases están dispuestas y
grandes fuerzas de ingenieros están preparadas para hacer volar las dos capitales,
de manera que en ellas no quede piedra sobre piedra. Con la desaparición de
aquellas capitales y la aniquilación de la población civil de las mismas, el
bolchevismo se habría acabado. El nombre de Moscú y el de Leningrado habían de
desaparecer del mapa y, con los años, habían de quedar borrados de la memoria de
las gentes.
¡Se había alcanzado Protwa! Alguien desplegó un mapa parcial de Rusia ante el
hombre que estaba sentado ante la mesa. El dedo de un general señaló hacia un punto
del mapa.
—Se ha alcanzado Protwa; es necesario proseguir el avance inmediatamente y no
detenernos hasta haber alcanzado el próximo río.
—Lo ha hecho usted muy bien, Vilshofen, le felicito por este éxito suyo. De todos
modos deberíamos aprovechar este momento de sorpresa y continuar el avance hacia
Moscú. Recibirá usted armas y alimentos desde los aviones. Los bombarderos pesados
operan ya sobre la carretera.
Vilshofen miró hacia el Este y vio que numerosas nubecillas producidas por los
repetidos disparos de los antiaéreos surcaban el cielo.
—Debemos llegar hasta el otro río; es decir, debemos llegar al Nara y acercarnos lo
más posible a Moscú. Esta es la orden del Führer. Irá usted en cabeza con su
columna, Vilshofen.
—¡Llegaremos a Moscú!
Los jefes de los tanques sostenían diálogos optimistas, cosa que a Vilshofen le
disgustó.
Vilshofen consultó el mapa y contó los kilómetros que faltaban para alcanzar el
nuevo objetivo.
Pero Nauert, que marchaba en cabeza, y el segundo tanque iban tan rápidos que no
pudieron detenerse hasta lo alto de la carretera. Vilshofen echó una mirada hacia
atrás: la carretera descendía en línea recta y abajo de todo se distinguía el
puente que acababan de cruzar.
En el mismo momento en que Nauert detuvo su tanque algo relampagueó ante ellos. De
pronto, Vilshofen creyó que se trataba de unos disparos hechos por los tanques de
vanguardia; pero inmediatamente, a juzgar por el estampido, se dio cuenta de que se
trataba de un antiaéreo del 7,62 cm. A aquel primer disparo siguió, un poco más a
la izquierda, otro, y luego, otro. Los cañonazos pasaron a poca altura de ellos. La
batería disparó sin cesar, pero las salvas se producían con gran irregularidad, lo
cual hizo creer a Vilshofen que todavía podían aprovechar el momento de la
sorpresa.
Pasaron la altura.
—¡Avancen disparando!
—¡¡Avancen disparando!!
En los tanques, los hombres cargaban y disparaban con la mayor rapidez posible. El
fuego era aterrador. Los tanques aceleraron la marcha y al cabo de un momento
avanzaban a toda velocidad. Primero hacía fuego la mitad de la columna, y luego, en
el acto, la otra mitad, de manera que los cañonazos no se interrumpían y la
vanguardia siempre estaba cubierta.
—¡Adelante! ¡Adelante!
—¡Alto!
Era la tercera vez que se detenían. Habían pasado el Protwa y ahora, hacía un
momento, el Nara. Se mandó un parte al regimiento, que este contestó con una
felicitación.
—«¡Pirata!» «¡Pirata!»
Los tanques disparaban a cero, pero los conductores perdían tiempo en maniobrar
para salir del atolladero.
—«¡Pirata!» «¡Pirata!»
—Mi coronel, es imposible continuar el ataque antes de que los granaderos hayan
llegado aquí.
—El bosque está lleno de rusos. Se nos ha estado disparando con armas de todos los
calibres.
Una ráfaga de ametralladora pasó sobre la cabeza del comandante, que asomaba por la
tapa del tanque. El comandante desapareció por segunda vez y ya no volvió a asomar
la cabeza. Vilshofen continuó de pie junto a la tapa abierta del tanque. Se hacía
difícil conversar.
—Ha caído el teniente Range y ha caído el teniente Jordán. Hemos perdido algunos
tanques.
—Pues tenemos que continuar hacia delante. El cuartel general del Führer espera
que, por lo menos, tomemos el próximo río y que, a ser posible, entremos en
Kamenka.
—Imposible, mi coronel. Nos hemos quedado sin municiones y tenemos que repostar
gasolina.
Pero incluso aquello de quedarse allí resultaba casi imposible sin el apoyo de las
fuerzas de infantería. Vilshofen hizo que los tanques se aproximaran unos a otros y
formaran una especie de gigantesco erizo. En la linde del bosque ardía una casa que
acababa de ser cañoneada. La casa ardería durante unas tres horas, y durante aquel
tiempo los tanques permanecerían iluminados por la fogata, y los hombres de
Vilshofen, metidos en ellos, no podrían ver si los rusos preparaban un ataque, ni
si los tanques enemigos de cincuenta y dos toneladas volvían a asomar. Entre ellos
y el regimiento que estaba en la orilla mediaban mil metros. El jefe del regimiento
estaba a esta orilla del río, y entre él y la columna mediaban ochocientos metros,
y en aquel trecho no había más que rusos que despreocupadamente iban y venían y
cruzaban la carretera. Si se estaba dentro del tanque, los rusos podían acercarse y
volarlo, y si sacaban la cabeza ofrecían un blanco magnífico.
Vilshofen se sentó junto a su tanque y fumó el primer cigarrillo del día. La casa
que estaba ardiendo se desplomó. El fuego no tardó en apagarse y la noche pareció
venir de repente. Se oía hablar a los rusos, que estaban a poca distancia de los
tanques. De vez en cuando, se oían unos pasos y una mano vaciaba el cargador de una
pistola ametralladora o arrojaba una bomba de mano. Vilshofen iban de un tanque a
otro.
Un cabo —un voluntario de Prusia Oriental— que estaba sentado sobre un tanque y,
con unos gemelos ante los ojos, escrutaba en la oscuridad, se inclinó hacia
Vilshofen y le dijo:
—Aquí mismo, en la cuneta, hay una ametralladora.
Una ráfaga dio al observador, que cayó muerto dentro del tanque. Vilshofen se quedó
unos momentos donde estaba y luego continuó la ronda.
—Tratad de dormir. Podéis turnaros —dijo a los hombres del otro tanque.
Luego comenzó a llover. Y estuvo lloviendo hora tras hora, sin interrupción.
Vilshofen hizo otra ronda. Ninguno de sus hombres estaba durmiendo y nadie
conservaba el optimismo de la mañana.
¿Cómo había que ir allí? ¿Con el tanque? ¡El bosque estaba sembrado de antiaéreos!
¿A pie? ¡La muerte estaba agazapada en las cunetas de la carretera! El primer
sargento Nauert se ofreció a llevarle en su tanque. Pero Vilshofen partió a pie y
llegó al regimiento. El sitio estaba bien escogido, algo a la retaguardia, y no era
objeto de ningún disparo.
—Mi enhorabuena… Felicidades… ¿Ha oído usted el parte de Radio Berlín? ¡Han contado
su hazaña!
Vilshofen no hacía más que pensar en las vacas atropelladas. Su rostro estaba
mojado y sucio. Tenía la ropa empapada y se encontraba mal. Ochocientos
prisioneros, cincuenta cañones, camiones, carros… Aquello no le causaba la más
mínima impresión. Aquella noche tenía que enfrentarse con los fantasmas de los
caballos que había cañoneado. Y no alcanzaba a pensar en los montones de hombres
que habían quedado, tras los tanques, junto a la carretera.
¡Qué tipo más curioso este Vilshofen! Los camaradas de la plana mayor movían la
cabeza. ¿Aquel era el aspecto que debía ofrecer un oficial que estaba a punto de
ser condecorado con la Cruz de Hierro?
—¡Ya está decidido! —dijo el jefe del regimiento—. Van ustedes a recibir
municiones. Sprit ya está en camino. Al despuntar el día tienen ustedes que
proseguir el ataque hacia Moscú. Se trata de no perder ni una hora.
Ante nosotros, tras un recodo de la carretera, hay cinco o seis tanques pesados y
el bosque está lleno de rusos.
—La orden la ha dado el Cuartel General del Führer, y ya sabe usted que ahora
contamos con muy pocos oficiales que puedan llevar a cabo una operación semejante.
—¡No puedo hacer nada, Vilshofen! Su irrupción de ayer fue tan brillante que el
Führer cree que hoy podrá usted repetir la hazaña y que todo saldrá bien.
—A mediodía.
Vilshofen emprendió el camino de vuelta y otra vez logró atravesar aquella franja
de terreno, que en realidad estaba en poder de los rusos.
Vilshofen levantó los hombros. Únicamente quedaba una esperanza y era que fueran
bombardeados y detenidos los camiones del municionamiento y los coches cisternas de
la gasolina. Y aquello fue precisamente lo que ocurrió. Al despuntar el día
recibieron una orden del regimiento por la que se les mandaba quedarse y
fortificarse donde estaban.
Desde donde se hallaban hasta el puente, la carretera quedó batida por el fuego de
la artillería enemiga.
Se mandó una sección al bosque para dar con una de las baterías llamadas «Ardiente
Elias». La sección hizo callar a una batería corriente; pero el «Ardiente Elias»
continuó disparando.
Al mediodía llegaron los granaderos. Y con ellos llegaron los camiones del
municionamiento y los tanques de gasolina. Esta vez se le preguntó a Vilshofen si
voluntariamente se prestaba a proseguir el ataque. Vilshofen consideró que ya no
podía exigir más de sus hombres y declinó el ofrecimiento.
Una sección de tanques regresó derrotada. El jefe de la sección había sido muerto
junto a los hombres que componían la dotación del tanque comandante. El primer
sargento Nauert, que bajo las órdenes de Vilshofen había luchado en el tanque que
abría marcha, fue alcanzado en el pecho por una ráfaga de ametralladora. Otro
tanque se encalló en un embudo y no pudo salir de él.
—Somos una sección de asalto; la división está en camino y no creo que tarde en
llegar —repuso el primer sargento.
Los tanques rodaban carretera abajo, hacia el puente, y se cruzaban con las
columnas de infantes de la división. Desde lo alto de la carretera se veía una
multitud de soldados en formación de marcha y un sinfín de cañones, camiones y
carros. Llovía. La carretera se había convertido en un lodazal.
Estaban sucios, iban sin afeitar y eran la imagen misma del agotamiento. Durante
los últimos días habían caminado cuarenta, cuarenta y tres y cuarenta y cinco
kilómetros cada jornada. Y ahora habían llegado a la meta, que era el frente; es
decir, la carretera de Moscú.
El tanque medio destruido marchaba junto a las columnas, sobre el puente de madera,
que era bastante ancho, por cuyo lado derecho circulaban los coches del mando. El
jefe de las tropas iba en un coche descubierto. También ahora, en pleno otoño,
cuando el cielo estaba siempre encapotado, el jefe llevaba lentes ahumados. El
tanque se cruzó luego con unos cañones de largo alcance y con una batería montada
cuyos caballos se hundían en el barro hasta la tripa. Al ver las bestias cubiertas
de sudor y el rostro extenuado de los hombres, el teniente tanquista no murmuró,
como solía, ninguna frase despectiva. Ni el espectáculo del primer sargento de
caballería, que lucía unos descomunales bigotes, le hizo sonreír.
«Ahora les toca a ellos abrir el camino hacia Moscú, allí donde los tanques han
fracasado», pensó el teniente.
Los caballos de una batería resbalaban sobre el barro. El cañón patinó y una de sus
ruedas fue a parar a la cuneta de la carretera y no pudo continuar avanzando. Los
artilleros se apearon. Algunos infantes fueron en su ayuda. Pero antes de empujar
el cañón, unos y otros consideraron con toda calma la situación. Un coronel, que
probablemente era el jefe de la batería, se acercó al grupo, pero tampoco dio
muestras de impacientarse.
Aquella parecía ser la opinión del coronel. Nadie se inmutó, y se tardó un buen
rato hasta que el cañón fue sacado de la cuneta.
Los tanques se dirigieron a un pueblo, donde con los restos de dos compañías se
formó una nueva unidad. La infantería pasó el puente y el regimiento ocupó las
posiciones de la sección de asalto. Los otros dos regimientos, así como el mando de
los mismos, se detuvieron en las inmediaciones del pueblo, a derecha e izquierda de
la carretera.
Al otro lado del Nara estaba Worobij, donde desde hacía días luchaba una sección de
tanques, que no lograba abrirse camino. A la derecha, también junto al Nara, estaba
Tarutino, y un poco más adelante, Woronowo, y veinte kilómetros más allá, Podolsk,
hasta donde llegaba una de las carreteras que empalmaban con los suburbios de
Moscú.
—Los rusos combaten ahora a la desesperada —informó Hasse—. Los caminos están
impracticables. Los camiones pesados y los cañones apenas pueden circular. Los
caminos se embotellan a cada momento y a los regimientos no les es posible alcanzar
sus objetivos, y los mapas son muy inexactos.
—Estos pueblos han sido ocupados por toda una división y no hay sitio suficiente,
mi coronel —respondió Hasse.
Tampoco aquí había sitio suficiente. Los caballos no podían ser alojados y campaban
por el campo. El pienso era cada vez peor y más escaso. Eso por lo que se refería a
las bestias…; pero ¿y los hombres? La intendencia había quedado muy atrás. Todavía
no había llegado la ropa de invierno y la gente no tenía guantes y faltaban tiendas
de campaña. Tiempo atrás se había recibido una partida de botas, pero todas estaban
ahora inservibles y los hombres, que desde el mes de agosto no habían sido
equipados, andaban medio descalzos y andrajosos.
Todos aquellos informes causaron muy mala impresión al oficial que acompañaba a
Bomelbürg, y este, a su vez, se mostró muy preocupado por los acontecimientos que
se avecinaban. Poco antes había tenido noticia de ciertos hechos realmente
extraordinarios.
Por ejemplo, el jefe de una unidad de tanques que ahora descansaba en uno de
aquellos pueblos, se había negado a llevar a cabo una acción ordenada por el
Cuartel General del Führer, alegando que no quería conducir a sus hombres a una
muerte segura.
Y allí mismo, en una alquería vecina, había ocurrido algo sin precedentes. El hecho
era que un teniente coronel recién llegado de la línea de fuego, sucio y cansado,
se acercó a una mesa donde estaban dos oficiales y les dijo:
—La verdad es que hemos perdido la guerra. Les aseguro a ustedes que por ese tipo —
se refería, sin duda alguna, a Hitler— no pelearíamos ni un día más. Yo, por mi
parte, continúo en la brecha porque quiero a mis hombres y porque me llamo como me
llamo; si no, pueden ustedes estar seguros que ya me habría largado…
Esto es lo que había ocurrido, y cosas así podían repetirse cada día.
—Cuando hayamos tomado los fortificaciones del Urga se habrá derrumbado la última
resistencia enemiga ante Moscú. Hemos dejado un largo camino atrás, un largo camino
de victorias, y ahora solo nos queda un corto trecho para llegar a la capital rusa…
—dijo Bomelbürg, y miró a su alrededor.
Bomelbürg pensó que aquellas palabras no eran suficientes y que había que decir
algo más; que sus hombres esperaban que hablara de otra manera. «Sí; sí quería
hablar; debía abrir su corazón y desahogarse.» Así, pues, se refirió a los tanques,
a los primeros días de la guerra.
—En Brest tomamos un puente y abrimos el camino a una división acorazada y a unos
tanques. Las barracas de Minsk temblaron al paso de nuestros tanques. En Smolensk
los cogimos por sorpresa. Y los tanques todavía se permitieron el lujo de darse una
vuelta por Ucrania: cuatrocientos kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. Pero
ahora parece que se ha acabado. Los tanques se averían uno tras otro. Salen quince
tanques y ocho se inutilizan a los pocos momentos de haberse puesto en marcha. Sí,
ya sé que faltan piezas de recambio y que las cosas no van como precisamente
debieran entre quienes más hablan de nuestras victorias. Quiero decirlo con
absoluta claridad: la cuestión es que de ahora en adelante nos tendremos que bastar
nosotros, pues los tanques van a dar media vuelta y se dirigirán hacia donde puedan
ser reparados. Y nosotros, la infantería, quedamos solos. Nos quedamos solos y
continuamos hacia Moscú.
—Los pulmones de los infantes resisten más que los pulmones de los tanques. Esto es
algo que ahora acabamos de aprender. Y si esta experiencia es tenida en cuenta por
el jefe supremo de la intendencia y se nos envían provisiones, ropa y material, las
cosas, no lo duden ustedes, todavía pueden cambiar. Si así no ocurre, ¡pobres de
nosotros! Amigos míos, según lo que yo he visto, la guerra no es el fusil, el
cañón, ni el tanque. Ante todo, la guerra es…
La noche se echaba encima de los campos. «Ardiente Elias», que los tanques todavía
no habían logrado enmudecer, bombardeaba el pueblo. Los oficiales y soldados se
acercaron a su general.
—Vosotros sois la guerra, mis queridos amigos. La guerra son vuestros ojos, que han
mirado hacia el abismo, amigos, y son vuestros pulmones, que resistirán o se harán
añicos. En una palabra: la guerra es el hambre, y el frío, y las enfermedades, y
las pulgas, y para muchos, no lo olvidemos, el campo de concentración. Yo no puedo
prometeros más que combates. Y no os prometo ningún botín, porque nosotros somos
soldados y no saqueadores. Y tampoco os prometo mujeres, ni un alojamiento
confortable en Moscú. Solo os prometo andrajos y, para aquellos que lleguen hasta
el final, pobreza y miseria. Los saqueos los hacen los otros, los que llevan
brillantes uniformes y ostentan condecoraciones y poseen las más hermosas mujeres.
Porque las mujeres hermosas siempre son para el vencedor, y nosotros, amigos míos,
no somos vencedores, sino víctimas, nosotros somos el camino de la victoria, y en
este camino desaparecemos…
»Y además, además…
»Aquí estamos y aquí debemos estar. Y no puede ser de otra manera. La guerra tiene
su aurora y su ocaso. Y aquí, en este momento, nosotros estamos bajo su cénit. La
guerra es algo que está por encima de todos nosotros, y nadie tiene derecho a
preguntarse si se trata de una guerra justa o de una guerra injusta. La guerra,
como os digo, está muy por encima de nosotros, y no se trata del pueblo de Kamenka
o de la ciudad de Moscú, sino de otra cosa mucho más importante. Se trata de
nuestro propio pueblo, de nuestra propia ciudad; pues el día que partimos de
Alemania dejamos las fronteras abiertas. ¡Ojalá nunca hubiera ocurrido! Pero así ha
sido y nada puede cambiarse, y aquí, a pocos kilómetros de Moscú, bajo el cielo de
Tarutino, donde ya una vez se jugó el destino de Europa, se jugará la suerte de
aquellas fronteras nuestras…
»Aquí estamos y debemos continuar hacia adelante, aunque los cosacos caigan sobre
nosotros como los más espesos copos de nieve que jamás hayamos visto caer. Aquí
estamos y no debemos rendir las armas ante nada ni ante nadie. Debemos continuar
avanzando…
Hacía tiempo que quería hablar así a sus hombres. Así les quería hablar desde los
días de Juchnow y de Iljinskoje; pues cada vez pensaba que mañana sería quizá
tarde, ya que nadie sabía lo que podía ocurrir.
El circo de Taganka estaba lleno hasta los topes. La gente que había acudido no
pensaba en huir. Junto a algunos trabajadores se veían unas gentes vestidas con sus
mejores trajes de otros tiempos, y entre ellas había algunos hombres que incluso
empuñaban bastones con puños dorados pertenecientes a la época de los zares.
—Estos días se han comprado muchas maletas —dijo— y mucha gente se ha marchado.
Pero ¿cómo van a volver esos viajeros? Cuando regresen, seguramente se les negará
la documentación y entonces no los volveremos a ver más.
Por la tarde, Anatolij Arkatjewitsch se fue al club donde estaban expuestas las
listas de pasajeros a quienes se permitía marchar al día siguiente. No había tiempo
que perder, pues todos tenían muchos asuntos pendientes; pero todo el mundo iba y
venía por los pasillos y estancias dando y comentando las noticias de última hora.
Al no haber sitio para todos, muchos nombres tuvieron que ser borrados de la lista.
Y cada uno de aquellos hombres defendía su lugar en el tren, y no solamente luchaba
por su sitio, sino también por el de su mujer y el de su suegra y de sus hijos. Y
más de una vez ocurrió que para ceder un sitio a la querida de un alto funcionario,
toda una familia se quedó en tierra. Era como una lotería a vida o muerte. Y cuando
las listas ya estaban terminadas comenzaba otra lucha en torno a cada uno de los
destinos. Un tren iba a Kazán, y otro al Asia central. Los más favorecidos eran
aquellos que tenían una plaza en el tren del Asia central. Y cuando todo parecía
resuelto, se volvía a coger la lista y se suprimían los nombres poco conocidos.
Despertó sobresaltado. Una mano se acababa de posar sobre su espalda. Era una mano
desconocida y misteriosa, surgida de la nada. Quizá fuera la mano de Smirnow, que
antes que él había dormido en aquella misma cama. Temblando, dio vuelta al
conmutador de la luz… y no vio a nadie.
¡Catorce días bajo las órdenes del general Silonow, comandante en jefe de las
fuerzas de Moscú!… El día dos de octubre fue cuando los alemanes rompieron la línea
defensiva de Dorogobusch y formaron la gigantesca tenaza sobre Rschew y Kalinin, en
el Norte, y sobre Orel y Tula, en el Sur. El día tres de octubre, hacia las cinco
de la tarde, estaba Michail Michailowitsch cerca de la Lawruschinskij Pereulok, en
una casa de trece pisos donde únicamente vivían empleados del Estado y en la que
habitaba un amigo adscrito al Comisariado de Defensa, viejo compañero del colegio
de Tiflis. Grigorij Grigorewitsch y Michail Michailowitsch escuchaban el último
parte oficial de guerra dado por la Radio. El parte se había referido a «combates
locales, con grandes pérdidas de los alemanes»; pero luego, al examinar la
situación se percataron que no había tales «combates locales», que el frente ruso
era un puro caos, que el ejército soviético estaba prácticamente derrotado, que las
carreteras que conducían a Moscú habían sido ocupadas por el enemigo y que el
Gobierno no hacía más que ocultar la verdad y mentir de una manera descarada.
—Hasta que caiga Moscú. Hasta la derrota final, que ya no puede tardar mucho,
Michail Michailowitsch.
Esta conversación la habían sostenido el día tres de octubre y cinco días después,
es decir, la noche del ocho al nueve del mismo mes, estaba él de servicio en la
guarnición. Aquella noche, el jefe de la guarnición, general Silonow, entró en su
despacho y, pálido como un muerto, le entregó la orden de evacuar parte de los
archivos del Gobierno. Dar aquella orden era algo fácil, pero cumplirla resultaba
muy difícil, pues casi todos los camiones de la comandancia habían sido requisados
por el Kremlin. Cuando Michail Michailowitsch se disponía a tomar las primeras
disposiciones para efectuar la evacuación de los archivos se le mandó trasladarse
al Kremlin, donde bajo las órdenes del general Silonow debía hacerse cargo de la
guardia. Y aquella misma noche tuvo que ponerse al frente de una sección motorizada
y acompañar al campo de aviación a un grupo de la gran familia de oligarcas que
residía en el Kremlin. Michail Michailowitsch vio cómo un grupo de mujeres, niños y
hombres se acomodaban temblando de miedo en un gran coche cubierto, y Michail
Michailowitsch se dio cuenta de que aquellas gentes estaban convencidas de que
Moscú había de caer al día siguiente.
Al día siguiente, Moscú parecía una ciudad diferente. Lo que entonces comenzó podía
compararse a un corrimiento de tierras. Las carreteras que conducían el Este
estaban llenas de caravanas de camiones llenos de muebles, alfombras y demás
enseres caseros, y de coches particulares en los que viajaban los propietarios de
todo aquello. El único ferrocarril que funcionaba era el de la estación de Kazán, y
nadie sabía cuánto tiempo podría ser utilizado. Los altos empleados del Comisariado
Central, los actores, los profesores de la Universidad y de algunos institutos, los
escritores, así como los alemanes, franceses y españoles adscritos al Komintern
habían podido escapar a última hora. Y quienes habían quedado atrás, los que habían
llegado tarde a la estación y los que habían sido borrados de las listas, se
procuraban cualquier medio de transporte y, con el resto de los fugitivos,
marchaban hacia el Este encaramados en toda clase de vehículos. Los trenes
marchaban hasta allí donde les permitía llegar el escaso carbón de que disponían; y
luego las gentes continuaban en carros o, en el peor de los casos, a pie. Mucha
gente se dirigió al río y huyó en las barcazas y barcas que encontró atracadas en
los malecones. Y una inmensa caravana de fugitivos se extendió por las carreteras,
las vías y los ríos…
«Sí, pensó, falta un pequeño detalle. La sal también es un pequeño detalle, pero
sin sal no apetece la comida y Majakowski, Jesseni, Babel, Kirchon, Newski y todos
los demás habían preferido vivir sin aquella libertad.»
Michail Michailowitsch siempre había tenido una gran afición a la lectura. Aquella
afición había comenzado, de chico, en el colegio, y continuó luego en la capital,
cuando su matrimonio con Anna Alexejewna, pues tanto esta como su madre Lena
Fjodorowna habían leído mucho y gustaban hablar de literatura. Anna Alexejewna fue
quien le presentó a aquel periodista en cuya casa de la Lawruschinskij Pereulok se
encontraba.
—Yo también creo que hay algo más importante que esa manía ordenadora.
—¿Y cómo quieres defender a Moscú ahora que Timoschenko ha dejado la ciudad en
manos de los alemanes?
—Timoschenko debe comparecer ante un tribunal militar, y Worochilow y Budyenny lo
mismo. Pero ahora no es esto lo más importante. Ahora debemos defender a Moscú
aunque sea sin la ayuda de los mariscales.
—¿Y sin ejército? Los alemanes están en Moschaisk y en Wolokolamsk. La última línea
de resistencia que había entre Kalinin y Kaluga se acaba de venir abajo. ¿Cómo
quieres defender a Moscú?
—¡Para que las mujeres y los hombres continúen vestidos con harapos! —exclamó
Michail Michailowitsch, el nuevo oficial de la guardia del Kremlin.
—¿Acaso no es cierto? ¿No acostumbras dar tu ropa interior usada a gente que sabes
que carece de ella?
—Pero tú, Michail, eres un viejo compañero del Partido y has trabajado toda tu vida
por él. Si un trabajador de alguna fábrica hablase como tú…
—Sí, estoy conforme; sé que el Gobierno ha cometido muchas faltas. Pero ¿qué
podemos hacer? ¡Debemos defender a nuestro país! ¡No podemos quedar reducidos a la
esclavitud! Puedes estar seguro de que el Gobierno tendrá muy en cuenta esta
lección de ahora.
¿Qué sucedería? ¿Qué podía quedar en pie de lo antiguo? ¿Qué nuevo sistema de vida
podría inaugurarse? Las preguntas no tenían respuestas adecuadas. Todo aquello era
como para volverse loco, y la única solución posible parecía que era la de
encerrarse en una casa de Moscú y recibir a balazos a los alemanes. Pero ¿quiénes
tomarían parte en la defensa? Seguramente no habría muchos que se prestaran a
aquella lucha. Además, habían quedado demasiados residuos de la antigua
organización, y entre ellos, el peor de todos, que era el terror. Las mujeres
continuaban acarreando picos y palas a las afueras de la ciudad, donde removían la
tierra para hacer trincheras; algunas, es cierto, no se presentaban al trabajo y
procuraban escaparse; pero otras continuaban removiendo la tierra día tras día,
como venían haciendo durante las últimas semanas. Las listas para la Narotnoje
Opoltchienie, el ejército popular, surtían poco efecto; pues únicamente un diez por
ciento de los que en ellas figuraban se presentaban en los puntos de reunión, y con
el fusil al hombro y los bolsillos llenos de munición se dirigían hacia
Wolokolamsk, hacia Naro-Fominsk y hacia Podolsk. Pero aquellos hombres no iban allí
para defender a los jefes comunistas, esfumados camino del Este. No, los
Opoltchenzi salían de Moscú para defender su país.
Michail Michailowitsch contempló al día siguiente cómo en el bulevar Strastnoi dos
camiones repartían armas a una sección de la Narotnoje Opoltchienie. Había ido al
bulevar Strastnoi para despedirse de su amigo Grigorij Grigorewitsch, que estaba al
frente de aquellos hombres. Grandes nubes blancas pasaban por el cielo sobre las
gigantescas casas de la calle Gorki. Aparte de unas pocas ruinas producidas por los
bombardeos, Moscú estaba intacto. En el extrarradio, los antiaéreos disparaban día
y noche y muy pocos aviones llegaban al centro de la ciudad. Los bolsillos de los
opoltschenzi estaban ya llenos de municiones. Michail Michailowitsch y Grigorij
Grigorewitsch se habían dicho ya cuanto tenían que decirse; es decir, no se habían
dicho nada, pues, ¿qué podían decirse en aquellos momentos? Cuando Michail
Michailowitsch se miraba en los ojos de su amigo, que había sido su inseparable
compañero de la infancia, no podía suponer que aquella era la última vez que estaba
junto a él.
Esta vez la frase no fue dicha como una fórmula más. Y las últimas palabras de la
fórmula —Sa Stalina— no fueron pronunciadas.
Una vez más se hizo de noche en Moscú. Era la noche del quince al dieciséis de
octubre. El último tranvía pasó ante las casas envueltas en la oscuridad. Las
ruedas, faltas de aceite, chirriaron sobre las vías, y arriba en el trole se
produjeron unos chispazos, cuya luz azulada iluminó por un momento las fachadas de
las casas.
El tranvía se detuvo ante una parada. Un hombre bajo, de ojos vivos y cara triste,
descendió del tranvía. Era el payaso del circo de Taganka. El hombre avanzó por la
calle desierta. A derecha e izquierda de la calle comenzaron las casas de madera.
Cerca del convento de Donskoi, bajó a unos sótanos donde había una taberna y sin
que lo pidiera le fue servido un vaso. En aquel vaso había agua y alcohol
procedente de un hospital.
—¡Anatolij…!
—¡Cállate!
Turichin, el desertor, había llegado a Moscú con las botas destrozadas, la cara
tiznada, la ropa hecha jirones y, como él mismo declaró a su mujer, el cuerpo lleno
de piojos. Únicamente deseaba cambiarse de ropa y encontrar otro par de botas.
Luego se iría enseguida. Pero nadie tenía que saber que había estado en su casa, de
lo contrario…
Otro de los prófugos que había vuelto a Moscú era el profesor Bogdanow. Al volver
la esquina de la Arbatkaja vio la misma casa que ocho años antes había abandonado
conducido por dos hombres de la NKVD. Cruzó el portal y subió la escalera, que
estaba completamente a oscuras. Encendió una cerilla —una cerilla era aquellos días
una fortuna— y vio la placa en que figuraba su nombre. El corazón le golpeó con
fuerza. Al otro lado de la mirilla había alguien. Bogdanow sacrificó la segunda
cerilla y la mujer que estaba tras la puerta pudo ver su rostro y se fijó en las
profundas ojeras del visitante. De pronto, la mujer le reconoció y abrió la puerta.
Bogdanow estaba ante su hija. De momento ninguno de los dos pronunció una palabra.
Ella le cogió de la mano y le acompañó a través del oscuro corredor. Únicamente les
habían dejado una habitación del piso, y allí llevaba la chica a su padre. En la
cama había un hombre, y Bogdanow comprendió inmediatamente que aquel individuo no
era el marido de su hija, sino un hombre cualquiera. Sobre la mesilla de noche se
veía una botella medio vacía, dos vasos y un cenicero lleno de colillas. Y el
penado Bogdanow, que tras ocho años de ausencia acababa de llegar a su casa
conmovido por una serie de sentimientos inefables, chilló a la muchacha el peor
insulto que un padre puede dirigir a su hija.
En una confortable casa situada junto al parque Petrowskij había dos mujeres
vestidas con trajes un poco pasados de moda, sentadas frente a frente. Una de
ellas, la de más edad, tenía un libro en las manos, pero en vez de leer parecía
espiar los menores ruidos de la calle. Tres o cuatro veces creyó que alguien abría
la puerta del jardín; pero siempre se equivocó. La otra mujer parecía no quererse
ocupar en nada y desde hacía días se pasaba las horas sentada, con las manos
vacías, frente a su amiga. Únicamente se distraía algo con los quehaceres de la
casa, pero por lo demás ni comer quería. A veces salía de casa y hacía largas horas
de cola ante tiendas vacías, para regresar luego con un trozo de pan o una botella
de petróleo para la lámpara.
Lena Fejodorowna sabía qué clase de preocupación tenía su amiga. Cuando Anna
Pawlowna trajo a Nina Michailowna a su casa le contó de qué se trataba. Traer un
niño al mundo no es algo que pueda considerarse como una catástrofe, aunque la
criatura no sea del hombre que debiera ser; pero perder el marido —y con él los
amigos, la casa y el derecho de vivir en Moscú—, eso sí que era gran desgracia. Y
esto era lo que precisamente le había ocurrido a ella, y nadie, excepto Michail
Michailowitsch, había querido tenderle una mano. Anna, sin embargo, trató de
amoldarse a la nueva situación e incluso encontró trabajo. Lo importante era tener
paciencia y esperar. Ahora se decía que Stalin había sido detenido, y quizá fuera
verdad, pues el desorden era completo y todos los altos funcionarios habían huido
de Moscú. En su oficina apenas quedaba nadie y los pocos que continuaban yendo no
hacían más que quemar papeles.
—¡Pero Anna no podrá venir a pie desde el bulevar Sadowaja Karetnaja hasta aquí!
¡Y, además, las calles están llenas de individuos peligrosos!
Era medianoche.
Los miembros del Politburó se habían dado cita en el Kremlin. Pero aquellos hombres
no se reunieron en la gran sala flanqueada de columnas donde otras veces se
congregaban, sino en el antiguo palacio de los zares, donde en otro tiempo vivió
Catalina II y que ahora, acondicionado con nuevos dormitorios, despachos, puertas,
pasadizos secretos y corredores subterráneos que conducían a profundos refugios
antiaéreos, habitaba Stalin.
Nadie en el país había logrado sentarse en una de aquellas sillas sin que antes su
ocupante fuera fusilado. Trotsky había sido asesinado y Zinowiew, Kamenew,
Bucharin, Rykow y Sokolnikow habían sido ajusticiados, y, por último, Tomski,
obligado a suicidarse. De los antiguos miembros del Politburó de la época de Lenin
únicamente quedaban Andrejew, Molotov, Woroschilow y Stalin.
Stalin entró en la sala. Vestía una sencilla blusa y calzaba altas botas de cuero
negro. Se sentó en la presidencia de la mesa. La sesión podía, pues, comenzar.
Había allí quince hombres con grandes manos y rostros zafios. El primer orador,
Alexander Sergejewitsch, secretario del Comité del Partido de Moscú, no era un
hombre, sino una montaña.
Anatolij Turichin hizo tanto ruido en el cuarto de baño que primero despertó a su
suegra y luego acabó despertando a todos los vecinos que habitaban en el piso.
Warwara Nikolajewna fue la primera en despertar.
Los habitantes del piso se reunieron en la cocina común. Y aquello era exactamente
lo que Anatolij Jemeljanowitsch había querido evitar. Así, pues, ahora no le
quedaba más remedio que ir a la cocina y decir buenos días a los demás; pues lo
contrario, esto es, esconderse, todavía hubiera sido peor. Al entrar en la cocina,
Anatolij Jemeljanowitsch dirigió una mirada de desconfianza a cada uno de los
asistentes. Pero entonces, en aquellas circunstancias, ya no había cuidado de que
nadie fuera capaz de denunciarle.
—Si has matado a tantos alemanes, ¿cómo es que ahora están ante Moscú? —le preguntó
el cerrajero Wawilow.
—Os lo voy a explicar: los alemanes son mucho menos numerosos que nosotros, pero
forman un ejército perfectamente motorizado. No podéis imaginaros la cantidad de
camiones que los alemanes utilizan para transportar material y tropas. Sus coches
son mayores que nuestros tanques, y cuando se acercan, toda la tierra tiembla.
Cuando los cogemos en un lado, se nos escapan, y mientras nosotros corremos tras
ellos, cuando nos damos cuenta, ya nos han envuelto.
—Sí, mucho; me iré a dormir —respondió él, y se alegró de poder salir de la cocina.
El profesor Bogdanow había tenido en cuenta la lección. Rusia, como todos los
países en que reinaba la desigualdad socialista, sufría todos los males de la
prostitución.
Iván Kusmjanowitsch se estiró sobre aquella cama, tan ancha y blanda, que había
sido su lecho matrimonial. Pensó que tenía sobrados motivos para pensar bien de
Támara. Durante todos aquellos años, Támara le había estado enviando cebollas y, de
vez en cuando, trozos de tocino al campo de trabajo donde estaba preso. ¿Qué otra
cosa podía haber hecho, muerta su madre y teniéndole a él en el campo de trabajo?
Para eso, sin embargo, no hubiera sido necesario comenzar a estudiar la carrera de
medicina. Y con todos estos pensamientos en la cabeza y con la ayuda del vodka se
durmió Iván Kusmjanowitsch.
Desde tiempo atrás, sabía Turichin que cerca del antiguo convento de Donskoi había
una taberna a la que se podía ir hasta muy entrada la noche. La taberna estaba en
un sótano, al que conducía una escalerilla sucia y estrecha. La escalerilla estaba
completamente a oscuras, pero al final de ella se veía una puerta entreabierta.
Turichin entró y se sentó ante una mesa al lado de un hombre de rostro
desfallecido. Pidió un vaso de aguardiente y enseguida creyó necesario explicar su
presencia en aquel local.
Para Turichin, aquello no eran más que nombres; pero para el payaso Arbus-Krimskij
eran hombres, célebres personajes que habían extendido la fama de Rusia por todo el
mundo. Aquella misma tarde, en el circo, Arbus-Krimskij se había fijado en las
manchas blancas que había en la pared de su cuartucho y sobre las que en otro
tiempo había habido las fotografías de célebres actores de Berlín, de Londres, de
Madrid…
—Iván Zigán…
—Y Bim y Bom.
Eran dos colegas. Años atrás todavía se permitieron decir un verdadero, auténtico
chiste, y fueron detenidos y encarcelados. Bim pudo escapar al extranjero y Bom
murió en la prisión.
Los caballos y las fieras continúan en sus jaulas, pero nada ha cambiado para
ellos, pues ellos no han conocido a Stachanow y no tienen que estar espiando los
rostros de los miembros de la célula del circo. Sí; los animales lo pasan mejor y,
además, son mejores que los hombres; pues continúan siendo lo que son.
—Pero esto no puede ser —respondió Michail Michailowitsch sacando una cajetilla de
«Kasbek» y ofreciendo un cigarrillo al vigilante. El hombre se encogió de hombros y
se dignó ser un poco más explícito.
—Sí; y como es natural, no han invitado a las más viejas. Ha sido una auténtica
francachela, una orgía…
Las mesas estaban llenas de botellas. Gritos y risas. Mujeres y hombres. Pero Anna
no estaba allí.
Se fue al «Metropol».
Michail Michailowitsch pasó revista a la gente que estaba sentada a las mesas, se
fijó en las parejas que bailaban y buscó en los huecos de los balcones. En los
palcos había muchachas medio desnudas. Por todas partes se veían oficiales del
Ejército Rojo, entre los que había muchos coroneles y bastantes generales. Los
desertores se sentaban al lado de los altos empleados, y junto a las esposas de
estos, prostitutas. Unas muchachas iban de mesa en mesa pillando lo que podían y
llenándose los bolsillos de comida. Las rubias de la G.P.U. bailaban como cada
noche. Aquellas muchachas parecían acabadas de salir de una casa de modas
extranjera; todas iban perfectamente peinadas y llevaban medias de seda. También
Támara Bogdanowa vestía un traje de noche, llevaba medias de seda y calzaba finos
zapatos de raso. A su lado, Anna Alexejewna parecía una cenicienta. Los jefes de su
oficina la habían retenido con la excusa de un trabajo urgente. Y a las demás
compañeras les habían dicho lo mismo. Pero luego alguien encargó comida y unas
botellas, y no las dejaron marchar. Y cuando se hubo comido y bebido decidieron
trasladarse al «Metropol».
En una de aquellas mesas había un grupo que llamaba la atención. Los hombres
vestían con negligente elegancia, tenían una clara expresión de seguridad en sí
mismos y en sus rostros se leía que no estaban acostumbrados a ser contradecidos.
Uno de ellos se fijó en Támara Bogdanowa y en Anna Alexejewna.
El otro, el que acababa de hablar, era un individuo de cara tosca y cuello ancho,
que vestía una blusa del Partido y era el jefe del Estado Mayor que dirigía la
lucha de los partisanos en Bielorrusia y secretario general del Partido en aquella
región, camarada Ponomarenko.
Aquella, quizá… Así, con esta vaguedad, acostumbraba expresarse Ponomarenko. Pero
aquellas vaguedades eran para Judanoff órdenes concretísimas. El dinero no
significaba nada para Ponomarenko. Cada vez que iba a pagar se sacaba un fajo de
billetes del bolsillo, y sus propinas eran fabulosas. A veces reía a grandes
carcajadas, pero tras su risa, por muy estrepitosa que fuera, siempre había algo
impenetrable. Nunca sabía uno a qué atenerse con aquel hombre.
Sobre la pista del «Metropol» bailaban curiosas parejas que se decían cosas más
curiosas todavía. Por ejemplo, la pareja de Támara Iwanowna decía: «Los oficiales
de la guarnición se han juramentado.» Y otro decía: «En el Kremlin ha comenzado una
verdadera guerra civil.» Y un tercero decía: «Stalin ha sido detenido.» Y un cuarto
aseguraba: «Acaba de empezar la cuarta revolución.» Y un sexto afirmaba haber visto
paracaidistas alemanes en la Plaza Roja.
¿y tú, Katjuscha,
«Vaya —pensó Judanoff al reconocer a Kasanzew—, aquí vuelve a estar aquel capitán
de Krubki.»
Las sirenas comenzaron a aullar. Los antiaéreos entraron en acción. Unos «Stukas»
habían podido atravesar el cinturón de la capital y volaban sobre Moscú. La muerte
caía del cielo y corría por las calles de la ciudad. Los hombres apretaron contra
sí a sus parejas y no pararon de bailar.
¿Y tú, Katjuscha,
La reunión del Kremlin había llegado a su punto culminante. Los miembros del
Politburó acababan de oír los diferentes informes militares. Primero había hablado,
acerca de la artillería, el mariscal Woronow; luego, acerca de la aviación, el
mariscal Goworow, y por último, resumiéndolo todo, Saposchnikow, el jefe del Estado
Mayor Central.
Fueron unos informes dramáticos. Ninguno de los asistentes había esperado otra
cosa, pero a medida que los mariscales fueron hablando aumentó la angustia de los
asistentes. El Ejército Rojo, que durante tanto tiempo había sido considerado como
una infranqueable barrera alzada entre Moscú y la Wehrmacht, estaba reducido a
escombros. El recién nombrado mariscal Zukow, a quien se le habían dado poderes
extraordinarios, no era más que un mariscal sin ejércitos. Moscú se encontraba en
peligro de muerte. Y no solamente se trataba de Moscú, sino de todo el país. La
capital de un Estado tan centralizado como la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas no podía estar mucho tiempo en peligro sin que el conjunto se
estremeciera hasta sus más lejanos límites. La máquina del Estado llevaba ya diez
días parada, sin funcionar, y diez días, el tiempo necesario para que años atrás se
convirtiera el imperio de los zares en esta Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas, era mucho tiempo.
Molotow parecía preguntarse si aquella vez podría acabar con su viejo enemigo.
Por otra parte, dejando de lado la cuestión puramente militar, había que tener en
cuenta que los trabajadores daban signos de rebeldía. Los últimos partes recibidos
informaban que muchas tiendas de la capital eran asaltadas y saqueadas por la
población civil y que la fuerza pública no se atrevía a intervenir. Las noticias de
las fábricas números 21, 22 y 23 de aviones eran alarmantes. Muchos obreros se
negaban a trabajar, otros habían desaparecido y otros parecían haberse dedicado al
sabotaje más descarado. La ciudad y el país atravesaban unas circunstancias
extraordinarias y por lo tanto había llegado el momento de adoptar, conforme a la
situación, unas medidas extraordinarias. Allí mismo, al otro lado de las murallas
del Kremlin, en 1812, Kutusow había dicho a las gentes: «El destino del país está
en mis manos, y yo ordeno: Moscú debe ser evacuado.» Pues bien, aquella medida
única, extraordinaria, debía repetirse ahora. Quizá, sin embargo, antes de
adoptarla se debieran celebrar ciertas conferencias (para las cuales Benesch era la
persona indicada) que, en el peor de los casos, proporcionarían tiempo y, en última
instancia, siempre permitirían adoptar la solución que más conviniera.
Molotow se pasó un pañuelo de seda por la frente. Le pareció que una oscura nube se
cernía sobre la mesa y que un rayo podía fulminarle de un momento a otro.
—¿Qué pretende usted, camarada Molotow? ¿Desea usted tratar con Hitler?
Zdanow permanecía como encogido sobre sí mismo y contemplaba sus enormes manazas,
que tenía puestas sobre la mesa. Al final de la mesa, presidiendo la reunión,
estaba Stalin, que en aquel momento telefoneaba. «Da… da… da…»; los monosílabos de
Stalin caían como gotas de agua. Volvió a colgar el auricular. Molotow buscó su
mirada. («Hace ya cuarenta años que estoy junto a él y si ahora no logro saber lo
que piensa todo el mundo se reirá de mí».) Y, de pronto, Molotow dijo que en su
opinión lo más acertado era entablar negociaciones con Hitler.
Todo dependía ahora de Zdanow. Stalin miró a cada uno de los asistentes.
Molotow sostuvo que había que negociar hasta el último momento, es decir, hasta que
hubiera materia de negociación, y aseguró que el sostener aquel criterio era motivo
de un profundo dolor para él. Y Molotow se volvió pálido, comenzó a sudar y, como
algunas veces le ocurría, se puso a tartamudear.
Mikoyan dijo que aquello era una traición a los aliados. Un poco más y Mikoyan se
hubiera atrevido a decir que Molotow era un traidor a la Unión Soviética; pero para
decirlo le faltó la mirada de consentimiento de Stalin.
Stalin volvió a coger su lápiz y otra vez comenzó a dibujar sobre el papel que
tenía sobre la mesa. Primero dibujó un gran interrogante y luego, una tras otra,
fue dibujando una serie de ruedas de ferrocarril. Al cabo de unos momentos levantó
la vista y miró a los asistentes.
Aquel hombre envejecido, de rostro huesudo y nariz ancha, cuyo verdadero nombre era
Scriabin y que pertenecía a una vieja familia patricia que había dado al país
muchos artistas y profesores, estaba pasando un mal momento, pues después de haber
consultado a los más famosos doctores y psicoanalistas, otra vez, como en muchas
ocasiones le ocurría, estaba bañado en sudor y no podía impedir el tartamudeo.
Las noticias que llegaban del exterior eran cada vez más dramáticas. Una de ellas
aseguraba que los alemanes se encontraban en las afueras de la ciudad, en Fili;
otro parte comunicaba que los tanques alemanes había entrado sin disparar ni un
solo tiro en la ciudad de Malojaroslawetz y que además habían atravesado el Protwa.
Parecía increíble que los tanques alemanes hubieran podido romper el cinturón de
Moscú sin que el Ejército Rojo hubiera atacado ni una sola vez. Era seguro que tras
otro avance como aquel los alemanes alcanzarían las afueras de la capital. Durante
un rato, las conversaciones telefónicas tuvieron más importancia que las
discrepancias entre Molotow y Mikoyan. Stalin no abandonaba el teléfono. Su mirada
estaba fija sobre el gran interrogante dibujado en el papel. Aquel interrogante se
refería a los alemanes.
Desde luego, de traerse aquel contingente de tropas hacia la capital, las fronteras
con el Afganistán y con la China, parte de la cual estaba ocupada por los
japoneses, podrían caer deshechas. Pero sin Moscú, la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas no podía seguir subsistiendo. Y, con la misma firmeza que se
había expresado el secretario del Partido de la región de Moscú, Ztscherbakow,
Stalin se decidió por defender la capital.
Los transportes militares se habían puesto en marcha diez días antes y todavía
continuaban avanzando hacia Moscú, de donde se encontraban muy lejos. Al principio
de iniciarse aquel gigantesco traslado de tropas, fueron cortadas muchas vías de
comunicación y la mayor parte de los trenes tuvieron que volver atrás en busca de
otro camino, y los trenes cargados de refugiados procedentes de Moscú que marchaban
en dirección contraria, acabaron de aumentar la confusión. Muchos transportes
quedaron detenidos. Por fin la situación quedó despejada y los trenes militares se
pusieron de nuevo en marcha. Pero con todo aquello se perdió mucho tiempo… Y los
tanques alemanes continuaron avanzando.
Aquella noche comenzó una gran tormenta. No era una de aquellas lluvias, propias de
la estación, que terminaban al cabo de unas horas, sino que era una lluvia
continuada y densa que parecía no tener fin.
La gente que salía del «Metropol» y que veía el aguacero que estaba cayendo se
volvía apresuradamente hacia atrás. Muy pocos, entre los que se contaba Támara
Bogdanowa, se aventuraron a alejarse del «Metropol». Támara era una chica
razonable. Atravesó la plaza del teatro, cruzó una calle, se arrimó a la pared de
una casa, se quitó sus ligeros zapatos y sus medias y continuó descalza el camino
hacia su casa. Nadie la acompañaba. La lluvia sorprendió a Turichin caminando por
una calle estrecha y oscura. Turichin se metió en el portal de una casa, se sentó
en un rincón, se quedó mirando la cortina de agua que caía ante él y se durmió.
Arbus-Krimskij, que había previsto las consecuencias del mal tiempo, llevaba
chanclos, de manera que, si bien la lluvia empapó su ligero abrigo, no se le
mojaron los pies. Y mientras caminaba iba murmurando:
«¡Qué tontos! ¡Qué tontos!…», y esta vez no se refería a los jefes comunistas, sino
a los alemanes.
Un rostro se apoyaba contra los cristales de la ventana de una casa del Parque de
Andrejewskij. Lena Fejodorowna estaba esperando el regreso de Anna. La lluvia caía
sobre las plantas que había frente a la casa y formaba grandes charcos junto a las
aceras, y Lena Narischkina tuvo la sensación de que su vida se escurría, no sabía
hacia dónde, como aquella lluvia que caía ante la ventana.
Otra cara se apoyaba contra los cristales de otra ventana: era un rostro cansado,
envejecido por el trabajo y las preocupaciones, en el que destacaba una ancha nariz
y brillaban unos ojillos enrojecidos a causa de muchas noches de insomnio. Era
aquella una pequeña ventana del Kremlin.
—¡Qué tontos! ¡Qué tontos!… ¡Esta es la lluvia; el general invierno, el gran aliado
de siempre!
Tras una corta estancia en Moscú, donde había ido para asuntos oficiales, el
capitán Kasanzew fue a Naro-Fominsk. Ya en la estación observó un movimiento
inusitado. Un soldado le dijo que, desde la marcha del secretario del comité del
Partido, las mujeres se habían dedicado a saquear las tiendas. Y pocos momentos
después presenció uno de aquellos asaltos. Unos soldados contemplaban el asalto y
se reían, y uno de ellos incluso se apartó para que una anciana pudiera penetrar en
la tienda y coger de allí su botín. Horas más tarde, en Bolschewo, fue testigo de
parecidas escenas. En Bolschewo, sin embargo, había algunos estados mayores y un
«instituto de danza» y una escuela, de agitadoras, creada por la organización de
partisanos de Bielorrusia. En los tumultos tomaban parte mujeres y koljosianos de
los alrededores, así como soldados e incluso oficiales, y la gente arrancaba
puertas y ventanas de las tiendas, de las que sacaban ropas y alimentos, y muchas
cosas caían al suelo y eran pisoteadas y destrozadas por la multitud.
En Pljess, en el Volga, María Subkowa, la mujer del sargento Subkow, se ató los
zuecos con un cordel alrededor del tobillo y luego a toda prisa se dirigió, bajo la
lluvia, a su casa.
María Antonowna Subkowa no sabía qué otras desgracias le traería aquel día gris.
Por la mañana había ido a trabajar, como de costumbre, a la fábrica, y al poco rato
de haber llegado se presentó su hija Galja que la espantó con una inesperada
noticia. ¡Después de las peleas con Natalia Timofejewna y con los chicos, solo
faltaba aquello! Natalia Timofejewna, su inquilina moscovita, estaba haciendo el
equipaje y se disponía a marcharse sin pagarle ni un céntimo.
¡Ahora era cuando aquella ratita enseñaba su verdadera cara! ¿Por qué no se ha
quedado en Moscú? Porque su marido estaba harto de tropezarse contra sus
puntiagudos huesos. Por esto se había podido pasar el verano correteando por allí.
La maldad no la dejaba estar quieta, y tenía que hacer propaganda entre los heridos
del hospital y organizar funciones de teatro y veladas literarias, con lo cual,
según decía, despertaba entre las gentes el amor a la patria socialista, y para
todo ello dejaba a sus hijos en casa y, al fin, trataba de marcharse sin pagar el
alquiler. ¡Valiente amor a la patria socialista!
En Pljess había una gran fábrica textil, un gran sanatorio y varias casas para
actores, bailarines y escritores convalecientes, y como todo estaba lleno, las
autoridades permitieron que algunas familias llegadas de Moscú se instalaran en
casas particulares. Así fue cómo la Subkowa aceptó en su casa a la familia de un
escritor, es decir, a Natalja Timofejewna, a los tres hijos y a la madre de esta.
—Babujuscbka: ¡Dame un trozo de pan! ¡No pases indiferente ante un antiguo soldado
que padece hambre!
¡A esta situación habían ido a parar los heridos! Cuando llegó el primer barco con
heridos procedentes de Smolensk, todas las gentes de los alrededores acudieron a
recibirlos. El soviet del pueblo movilizó a los chicos de las escuelas, que
acudieron con flores al barco. En el muelle había una banda de música. Todo el
pueblo estaba junto al río. Algunos de aquellos fantasmas se quedaron en el pueblo
y cuando el vino comenzó a desatar sus lenguas se dieron a hablar mal del Gobierno
y de Stalin. Quien más quien menos, todos dijeron lo mismo: que desde 1917 el
pueblo no tenía con qué vivir; que todas las fábricas se habían convertido en
industrias de guerra y que cuando llegó el momento de la verdad resultó que no
había material; que ellos habían tenido que batirse sin armas, sin ropas, medio
desnudos. Aquello fue como una tremenda bofetada para la población de Pljess. Los
primeros heridos no lo pasaron del todo mal. Pero las cosas cambiaron enseguida. La
población de Pljess se fue desinteresando por los heridos y cada vez les ayudó
menos. Los heridos no tuvieron más remedio que mendigar. Y luego, cuando llegaron
el tercer y el cuarto transportes, los fantasmas fueron llevados hacia otros
pueblos, y la gente se libró de ellos como si se tratara de una plaga. Y los
heridos y mutilados continuaron mendigando, y cuando no tenían qué comer, robaban;
pues también ellos querían vivir.
Un capitán —se llamaba Kapuskin, y ella le conocía bien— estaba sentado sobre el
bordillo de la acera. El capitán no tenía piernas. Al pasar ella le dijo:
—María Antonowna: allí, donde nos tienen alojados, está lleno de chinches, y los
chinches nos muerden como si fuéramos perros y no nos dejan dormir.
El capitán quería mendigarle algo; pero antes comenzaba por entablar una corta
conversación. Cuando el capitán Kapuskin llegó a Pljess tenía una cara redonda y un
aspecto saludable; pero ahora las mejillas le caían fláccidas y su mirada tenía una
dramática expresión de derrota.
¿De dónde podía ella sacar un trozo de pan? Todas las tiendas estaban vacías. La
comida era tan escasa que cada noche tenía ella que llevar a su casa la sopa que le
daban en la fábrica. Se acordó de que en su casa guardaba unos mendrugos de pan que
había reservado para cuando ya no hubiera nada más de comida. Pero ahora no tenía
nada que ofrecer a aquel hombre y no le quedaba más remedio que pasar de largo. La
próxima vez le daría algo… El capitán Kapuskin, a quien faltaban las dos piernas,
tenía el rostro mojado por la lluvia.
¡En qué locura estaba metida! ¡A qué situación había llegado Pljess, su pueblo, y
los hermosos alrededores! Pljess estaba muy apartado del mundo —la próxima estación
del ferrocarril distaba dieciocho kilómetros— y, sin embargo, estaba lleno de
miseria. Los heridos no solamente llenaban las nueve grandes casas de madera, sino
todas las viviendas. Los días eran cada vez más cortos y a las cuatro de la tarde
comenzaba a oscurecer, y entonces todo, las casas y las personas, quedaba envuelto
en la más absoluta oscuridad. Pues cuando los alemanes todavía estaban en Smolensk,
es decir, a mil kilómetros de distancia, en todas las ventanas de Pljess se habían
enganchado papeles negros. Y ya no había petróleo para las lámparas.
María Antonowna no acababa de llegar a su casa. Una vecina le dijo que los pájaros
ya habían volado. Así, pues, su hija Galja no la había engañado; no le había
gastado una broma infantil. Natalja Timofejewna había arrancado una contraventana y
la abuela la fue arrastrando hasta el barco.
María Antonowna corrió a través de la ciudad, entre los mendigos y las gentes que
llenaban las calles. En el malecón, junto al barco, se veía una gran multitud:
mujeres, chiquillos y hombres cargados de maletas y paquetes. El barco estaba lleno
de gente y la multitud se apretujaba en la escalerilla, pues nadie, por lo visto,
quería quedarse en tierra.
—¡Que se va el barco! —gritó alguien, y la multitud pareció sacudida por una enorme
oleada. Los chiquillos comenzaron a llorar. Era un milagro que nadie cayera al
agua.
El barco se puso en movimiento, avanzó un trecho y se detuvo un poco más lejos de
donde había zarpado. Unos camiones que estaban junto a la orilla debían ser
descargados.
Aquellos camiones, sobre los que se veían unos telares, llamaron la atención a
María Antonowna. Hasta entonces había estado buscando a la gatita de Moscú, pero
ahora se daba cuenta de que el malecón y el barco estaban llenos de gente como su
inquilina, y todos eran en el fondo igual. Galja y Lydia se estaban adelgazando; el
dinero no llegaba y ella no podía ofrecerles la comida necesaria. Pero los hijos de
aquella mujer habían estado recibiendo pan, té y golosinas en la escuela, y además,
durante todo el verano, disfrutaron de un racionamiento especial.
—Cuando vengan los alemanes nos moriremos de hambre. Pero si conservamos los
telares podremos continuar trabajando y por lo menos nos aseguraremos nuestra
ración de pan.
—¡La culpa de todo esto la tiene este tío loco! —gritaron algunas mujeres—. Al otro
lado del río ha hecho cavar una hilera de fosas; ¿a quién se propone enterrar?
—¡Qué os habéis creído! ¿Pretendéis acaso sabotear una orden dada por Stalin? ¡Nada
debe caer en poder de los alemanes: ni un trozo de pan, ni una herramienta, ni un
telar! ¡Es preciso evacuar la fábrica!
Las mujeres recibieron una inesperada ayuda. Los marineros dijeron que los telares
no podían ser cargados, porque unos kilómetros más abajo tenía que embarcar una
compañía del ejército. El delegado y el director de la fábrica tuvieron que
enfrentarse, no solamente con las mujeres, sino también con los marineros. Al
delegado, que de todas maneras quería hacer embarcar los telares, se le ocurrió una
idea. Entre las mujeres que se apretujaban en el barco, seguramente debía haber
muchas militantes del Partido… El delegado subió al barco y habló con una
komsomolista. Y las mujeres moscovitas fueron movilizadas para la carga. Y el barco
tuvo que esperarse.
—¿Y vosotras, zorras, pretendéis ayudarles? Durante todo el verano habéis estado
comiendo de lo lindo y ahora pretendéis robarnos nuestros telares y escaparos con
ellos. ¿Ya os ha dado Stalin panecillos y chocolate para el viaje? ¡Y estos
impermeables que lleváis no dejan pasar la lluvia! ¡A ver, a ver, dejádnoslos ver!
Un impermeable voló por los aires, y a la dueña del mismo le desgarraron además el
vestido. Sonó una bofetada y luego, en un abrir y cerrar de ojos, las mujeres
comenzaron a golpearse y a tirarse de los cabellos.
Había muchas mujeres que así como Natalja Timofejewna se había llevado una
contraventana, trataban de marcharse con mantas, cubrecamas y enseres caseros; pues
ninguna de ellas sabía cuál había de ser su próximo destino —quizás en una
semljanka, sin puertas ni ventanas, y ninguna defensa contra la lluvia y la nieve
de invierno— y todas trataban de equiparse de la mejor manera posible. Las
moscovitas dejaron de cargar los telares y de nuevo se apresuraron hacia el barco.
Las trabajadoras corrieron tras ellas y las fueron golpeando hasta la escalerilla
del barco. Los heridos y mutilados llegaron demasiado tarde para poder embarcar. El
barco se alejó despacio del malecón.
Ninguno de los escritores había pensado que fueran recibidos con flores y con
discursos de bienvenida. Sin embargo, ninguno de ellos se había imaginado aquella
indiferencia, que a todos sorprendió. Y, por añadidura, la lluvia que no cesaba de
caer y empapaba las maletas y los equipajes.
Anatolij Arkatjewitsch estaba sentado sobre su maleta, y junto a él, sobre otra
maleta, había otro escritor, y más allá otro, y otro… Algunos, sin embargo, se
habían quedado en la sala de la estación y esperaban con impaciencia el regreso de
los delegados que habían enviado al pueblo. La espera se hizo larga y la lluvia no
cesó de caer.
Dos soldados pasaron ante el grupo de escritores, a los que contemplaron con
detenimiento. Eran dos jóvenes recién movilizados; sus rostros eran grises como la
tierra ablandada por la lluvia. Cada uno de ellos llevaba, echado a la espalda, un
macuto vacío… A Anatolij Arkatjewitsch le pareció que aquellos soldados ofrecían un
triste espectáculo y pensó que, al entrar en fuego, aquellos hombres no podían
hacer otra cosa que huir. Los dos soldados estuvieron mirando por todas partes,
como si buscaran algo, llegaron hasta el final del andén, volvieron atrás y
desaparecieron tras la densa cortina de agua. Nadie más se presentó en la estación.
Alguna vez tenía que terminar de llover y un momento u otro tendría que regresar de
la ciudad la delegación. La lluvia no cesó, pero los delegados sí regresaron, y las
noticias que dieron no fueron como para alegrar los semblantes de los
intelectuales. Ni en la «Unión de Escritores Tártaros», ni en la oficina del Soviet
ni en ningún despacho oficial habían encontrado a una persona que les atendiera.
Por fin, un camión cargó con el equipaje de los escritores y lo llevó a la Casa de
la Prensa, que era un gran edificio, enclavado en el centro de la ciudad. Los cien
escritores moscovitas, la flor y nata de la literatura soviética, comprobaron que
nadie les hacía el más mínimo caso. Muchas de aquellas personas no entendían el
ruso y un portero que les acompañaba se contentó con decir:
Tampoco había tabaco. Quien quisiera encontrar algo de comer o de fumar, debía ir
al mercado a las cuatro de la madrugada. Y esto fue lo que hizo Anatolij
Arkatjewitsch. A las ocho de la mañana, después de haber aguantado cuatro horas de
lluvia, Anatolij Arkatjewitsch vio a un matrimonio de labradores que llevaban un
saco de mazorcas. Por dos rublos llenaban un vaso de mazorca, que los compradores
vertían en sus gorros. Cuando le tocó el turno a Anatolij Arkatjewitsch los
labradores habían vendido la mitad del saco. De pronto, la cola se deshizo, pues
uno de los presuntos compradores cogió el saco y lo vació de golpe. Anatolij
Arkatjewitsch se alejó del revuelo y volvió a la Casa de la Prensa sin haber podido
encontrar ni un grano de mazorca. Así era la vida de los «trabajadores»; así era la
vida cotidiana de los ciudadanos soviéticos. Y para ellos, para los escritores que
se habían refugiado en aquella sala de fiestas, la vida se hizo tan insoportable
que algunos comenzaron a discutir las mejores maneras de poner término a su
existencia.
Al delegado del Presidente no le quedó más remedio que hablar claro y decir que los
escritores deberían alojarse en los últimos pueblos de la frontera tártara.
—Y, ¿cómo han pensado ustedes alimentarnos? —preguntó uno de los escritores.
Uno de los escritores se puso en pie. Era un periodista que colaboraba en la Pravda
y en otros grandes periódicos. Con firme y decidido gesto, el periodista explicó
que todas las fábricas que corrían el peligro de caer en manos de los alemanes eran
desmontadas y trasladadas más hacia el Este, donde eran puestas en movimiento.
Según él, los escritores que habían llegado a Kazán se encontraban en una situación
parecida a la de dichas fábricas, pues la literatura era una de las más importantes
industrias de la Unión Soviética. No podían ser dispersados por unos pueblos
fronterizos, sino que debían mantenerse juntos, en contacto, como hasta entonces.
Pasaron un par de días y nadie les volvió a decir nada más. Y Anatolij
Arkatjewitsch y sus compañeros comprendieron que aquella conducta obedecía a unas
órdenes concretas dadas por el Presidente de la República tártara y, seguramente,
por el Gobierno de la Unión Soviética.
Llovía…
Llovía en Moscú, en Malojaroslawetz, en Moschaisk; llovía desde Moscú a Kazán, y
desde Moscú hasta Orel y Kursk; llovía desde el lago Ladoga hasta el mar de Azow, y
la lluvia caía sobre todos los bosques y los campos y las alturas y las hondonadas,
y todos los campos se convirtieron en inmensos lodazales. En un bosque entre
Moschaisk y Borodino, rodeado de los restos de un antiguo batallón, se encontraba
Nikolai Uralow, y no sabía hacia dónde debía dirigirse. Y en un bosque entre
Malojaroslawetz y el Protwa se encontraba el capitán Holzimmer al frente de la 14
compañía.
Una mañana, Holzimmer salió de paseo. Dejó el pueblo atrás. Cada paso que daba en
el barro le costaba un esfuerzo considerable. No había ningún árbol. El cielo
estaba encapotado. Llovía. No se veía a nadie. Allí, en el horizonte, debía estar
el Protwa y debía estar Tarutino, envuelto en la niebla, hundido en el fango,
inalcanzable. Un camión estaba con las ruedas hundidas en el barro. Y un poco más
lejos, en la misma situación que el anterior, había otro camión.
«Me acuerdo con insistencia de los hermosos días que pasé en Francia, en Tours y en
Montrichsard; me acuerdo con agrado de los atardeceres pasados en mi habitación, y
ante mis ojos surge la simpática cocina de monsieur Pieter en l’Escador…»
«La estancia está llena de gente. He pasado una hora dormitando en la silla. El
teniente Strobel, que es un muchacho alto y delgado, está sentado a mi lado. El
fuego se está apagando en la chimenea. Hay una atmósfera densa y cargada. ¿Dónde
estarán los regimientos y qué hacen sin la 14 compañía y sin intendencia y sin
municiones?»
Y al otro día:
«Las gentes debieran lavarse la ropa. Hace meses que no se ha hecho colada y desde
el verano está la ropa sucia en las mochilas. Pero para lavar la ropa se necesita,
además de agua, jabón y que exista la posibilidad de secarla. De un pueblo vecino,
unos soldados trajeron ayer un puñado de centeno y dos o tres botellas de petróleo
para la lámpara. ¿No es esto el final?»
«Ayer noche ardió el granero que hacíamos servir de establo. Fue un incendio rápido
y devastador. Posiblemente fue un sabotaje. Murieron todos los caballos y se
perdieron por completo todos los atalajes.
»Ahora estaremos inmovilizados aunque haga buen tiempo. No sé cuál de las dos
pérdidas es más grave: la de los caballos —pues no podemos echar mano de los
caballos de tiro— o la de los atalajes —que no podemos sustituir por nada.
»La lluvia se mezcla con la nieve. Esta mañana el suelo estaba duro, pero luego se
resquebrajó. Quizá podamos salir pronto de nuestro encierro. Esta perspectiva casi
me hace olvidar la experiencia de la noche pasada.
»¡Fuego! Ese fue el grito que, hacia las cinco de la madrugada, nos despertó. La
habitación estaba llena de humo. Estábamos soportando un verdadero diluvio y, sin
embargo, no teníamos agua para apagar el fuego. Alguien había cegado el pozo con
piedras y madera. Tratamos de apagar el fuego con nieve, pero todo fue inútil. Así,
pues, tuvimos que coger las cosas y trasladarnos a otra casa. Esto lo hicimos hacia
las seis de la mañana. Unos soldados volvieron a ir al pueblo vecino y regresaron
con un pan y una botella de petróleo. El petróleo lo habían cogido a la fuerza. Es
algo espantoso; pero no hay más solución, pues la lámpara tiene que estar encendida
toda la noche y junto a ella es preciso que se monte una centinela.»
Nikolai Uralow había tenido tiempo suficiente para pensar lo que más convenía
hacer. No volver con los suyos, ni entregarse a los alemanes. Esa era la
determinación a que había llegado. Sin embargo, lo que no podía hacer era quedarse
en el bosque, bajo las hojas que no ofrecían ningún resguardo. Llovía y nevaba. Por
primera vez la nieve no se derritió. Y el suelo se hizo firme.
—Lo primero que debemos hacer es desprendernos de nuestros uniformes —dijo Skrül—.
Es posible que en alguna parte encontremos trabajo.
Uralow le interrumpió:
—¡No quiero volver a oír esta palabra! ¡Aquí ya no hay ningún capitán! Di lo que
tengas que decir.
—En otro tiempo fui sastre —dijo el soldado—; podemos ir a un pueblo; yo cortaré la
ropa y vosotros coseréis los botones. Al cabo de poco tiempo habréis aprendido el
oficio.
—¡Alto! ¡Alto, amigos míos! —dijo Uralow—. Es preciso que aguardemos a que se haga
de día. No es conveniente que nos presentemos de noche, pues lo único que
lograríamos sería espantar a las gentes.
Así, pues, volvieron atrás y se ocultaron entre los árboles. Recogieron unas ramas
secas, las quemaron, esparcieron luego las cenizas sobre el suelo y se echaron a
dormir. Uralow se tendió entre Skrül e Iván y el soldado kurdo se echó a los pies
de su antiguo capitán.
Aquello hubiera podido ser una pesadilla, pero desgraciadamente no lo era. Uralow
notó que alguien le golpeaba con la bota en el hombro, abrió los ojos y vio a un
soldado alemán. Ante ellos tenían a seis soldados alemanes. Así, pues, el pacífico
sueño de coser botones se había terminado antes de convertirse en realidad. Y
tampoco había tiempo para sacarse la pistola y descerrajarse un tiro.
Como Skrül también llevaba los cabellos largos se le supuso, al igual que Uralow,
comisario. No; él no era comisario, sino el ayudante del médico.
Tuvieron que entregar sus pistolas y sus bombas de mano. Les registraron los
bolsillos. El dinero y la fotografía de Nina, que todavía conservaba Uralow,
desaparecieron en uno de los bolsillos del alemán. Los pueblos por donde les
condujeron estaban llenos de tropa. En el pueblo donde hicieron alto vieron muchos
tanques, que los alemanes habían colocado sobre tablones y que ahora parecían estar
a punto de marcha. A la entrada del pueblo había una batería montada. Ocho caballos
estaban uncidos a un obús. Jemeljan, que así se llamaba el sastre kurdo, se quedó
contemplando aquellas bestias, que a él, acostumbrado a los pequeños caballos de su
país, le parecieron elefantes. Los caballos trataron de arrancar, pero patinaron
sobre la nieve helada. El eje se rompió y el obús quedó atascado. Los soldados
vestían uniformes de verano, y muchos llevaban capotes rusos.
Uralow, Skrül, Iván y Jemeljan fueron conducidos a Gschatsk, donde se les encerró
en un sótano que antes había servido de almacén de comestibles y que ahora se
utilizaba como calabozo para prisioneros de guerra. Cada día llegaban más
prisioneros y pronto no hubo sitio donde tumbarse.
Pasó el primer día y no les dieron de comer. Pasó el segundo día y no les dieron de
comer. Pasó el tercer día y no les dieron de comer. Al cuarto día les trajeron un
poco de centeno medio podrido, y cada uno recibió la medida de un vaso. Muchos lo
esparcían con la mano, soplaban el polvo que contenía y, sin más, lo comían como
los caballos. Uralow no lo probó, y al cabo de un rato encontró a alguien que a
cambio de su ración le entregó un poco de mazorca.
Durante aquellos cuatro días la temperatura permaneció a bajo cero. El piso de las
carreteras se había endurecido. Los campos estaban cubiertos de nieve. El
movimiento de las tropas no cesó ni un instante. El rodar de los tanques y de los
grandes camiones atronaba el sótano.
Los alemanes se habían librado del barro y se disponían a comenzar una nueva
ofensiva contra Moscú.
De dos haz uno, de lo recto haz lo torcido, de la lluvia haz viento, del silencio
la tempestad, de lo limpio lo sucio, y humilla al humilde y aplasta al orgulloso.
El hombre no es más que polvo, y nada ha de tener en sus manos ni en su corazón.
Arranca de nosotros la simpatía, la compasión, la amistad y el amor, y rompe los
lazos que unen al hijo con el padre, al hombre con la mujer, pues solo así podrá
ser aprovechada la masa en el horno.
Al mismo tiempo, el Kremlin volvió a dar señales de vida. Un oficio ordenaba a los
empleados del Estado que estuvieran dispuestos para «la defensa de Moscú y para
acabar con las actividades de los espías, traidores y agentes del fascismo…»
«Los provocadores, espías y demás agentes del enemigo, así como todos aquellos que
atenten contra el orden serán fusilados en el acto, sin formación de causa.»
Las patrullas de la NKVD volvieron a verse por las calles de Moscú. El «cuervo»
reanudó el traslado de detenidos a la Lubjanka. Los piquetes destinados al
fusilamiento de los «enemigos del régimen» —fusilamientos que se llevaban a cabo en
Butryrki— no tenían ni un momento de descanso. En los pueblos del Don se efectuaban
detenciones en masa. En la república del Volga se desencadenó una persecución sin
precedentes. Ochocientas mil personas fueron conducidas a través de los grandes
bosques del Norte hacia campos de concentración. En Kazán, los escritores
moscovitas fueron cómodamente instalados y cada día recibieron su desayuno,
almuerzo y cena.
El hombre no es más que polvo… Las mujeres trabajaban sin abrigos de invierno, sin
botas altas. La mayor parte de ellas vestían tal como fueron sorprendidas en el
momento de la detención.
Cada vez fueron llegando más transportes militares del lejano Este, del Cáucaso, de
los campos de instrucción del Sur.
Stalin iba contando las divisiones recién llegadas. Y aguardaba. Al Oeste de Moscú,
los opoltschenzi caían como pájaros indefensos. Al Norte y al Sur de la capital se
desangraban los heridos sobre centenares de caminos y carreteras. Pero aquellos
hombres y aquella sangre no eran más que alquitrán, asfalto para preparar la
llegada a los próximos refuerzos, un blanco circunstancial para las balas alemanas.
Se decía que los alemanes tenían dificultades para hacer marchar su intendencia.
Stalin iba contando las nuevas divisiones. Ya había cuarenta, sesenta, ochenta…
Stalin miraba el cielo. Y aguardaba.
«3 de octubre: Tres días sin comida. Diarrea, hambre y viento. Anduve treinta
kilómetros y alcancé el puesto de mando del regimiento. Destinado como enlace a la
sexta compañía. La primera noche en un pozo de tirador. Fuego de artillería.
»5 de octubre: Cada día una hora de despiojamiento. Encuentro de cincuenta a cien
piojos diarios. De noche apenas se puede dormir. Como enlace, tengo que ir mucho de
un lado a otro. Estoy rendido.
»18 de octubre: Nada de particular. Llueve. No puedo dormir a causa de los piojos.
Tengo toda la piel enrojecida e irritada.
»7 de noviembre: Se dice que los rusos no tienen nada que comer, pero están
atemorizados por sus comisarios. El soldado alemán, “que está perfectamente
equipado”, carece de guantes.
»10 de noviembre: Tampoco nosotros tenemos comida. No hay soldado más resistente
que el alemán; particularmente en lo que a la comida se refiere.
»13 de noviembre: El que pueda regresar a casa sin estar enfermo tendrá una suerte
inusitada. Construimos refugios a veintidós grados bajo cero, y no tenemos ropa de
invierno.
»15 de noviembre: Aparte del trabajo de enlace, nada de particular. Correo. Dos
cartas y dos paquetitos. Gran alegría. Muchos periódicos. En los periódicos vemos
de qué manera se miente en la patria.
»20 de noviembre: Ya no paso frío durante las guardias. Nos han entregado abrigos
rusos de piel.
»25 de noviembre: Los rusos están mejor equipados que nosotros: trajes acolchados,
abrigos para la nieve, gorras con orejeras. ¿Y nosotros?
El primer teniente Wolfgang Hasse, que durante las primeras semanas de la campaña
del Este había sido los «ojos y oídos» del jefe de la división, general de división
Bomelbürg, y que luego pasó a mandar una sección avanzada, fue ascendido a capitán
y destinado a servir en la plana mayor del regimiento de Zecke.
»23 de noviembre: Hoy es domingo; pero el descanso dominical hace tiempo que no se
observa en nuestra plana mayor. El telégrafo no deja de funcionar. Los enlaces van
y vienen. Visita a dos batallones. Ligero fuego artillero de hostigamiento.
Nuestros ingenieros trabajan sin descanso. Una de nuestras patrullas cae en poder
del enemigo.
»24 de noviembre: Prosigue el ataque. Las compañías quedan detenidas ante los nidos
y trincheras enemigos ocultos en el bosque. No hay forma de avanzar. El teniente
Dr. Rischter cae al frente de la 2.ª compañía. Voy en busca de la 6.ª compañía, que
trato de situar donde ahora está la segunda, que ha quedado sin mando, pero me
encuentro con los restos de esta. Me cuesta gran trabajo ordenarla de nuevo. Los
rusos nos abrasan con su fuego de artillería. Caen unos proyectiles en Oserbischina
y unas casas arden al instante. Tenemos pocos medios de transporte y nuestra
batería montada solo puede ser utilizada en parte. El primer teniente Langhoff
logró salvar a un caballo de un establo envuelto en llamas. El otro caballo no pudo
ser salvado. Hemos vuelto a perder unas bestias preciosas.
»28 de noviembre: Desgraciadamente, nuestras pérdidas son muy elevadas, sobre todo
por lo que a los oficiales se refiere. Los enfermos y heridos no pueden ser
evacuados. La fuerza combativa de nuestras tropas es cada día menor. Hace catorce
días la compañía se componía de sesenta hombres; hoy solamente quedan cuarenta.
¿Cuántos quedarán mañana? Muchos se preguntan cuándo les tocará su turno. Los
soldados ya no demuestran tener ningún arrojo y muchas veces dejan a sus compañeros
en la estacada y aprovechan la ocasión para retirarse. Todos quisieran acompañar a
los heridos de la retaguardia. Continuamente se oye el grito de ¡sanitario!, y en
ninguna parte se oye aquel otro de ¡fusil ametrallador, al frente! El jefe de mi
regimiento, coronel Zecke, ha dado a entender en una reunión celebrada en Worobij
que la situación es inaguantable. Pero el general de división le respondió: “Tienes
que tener fe y paciencia.” El número de bajas, sin embargo, se expresa con un
lenguaje diferente. Una compañía cansada, piojosa y diezmada no puede convertirse
en una buena tropa de asalto. Mientras a la gente no le sea dado descansar, y no se
la cuide y equipe, no podremos hacer nada. Ya es sabido que la guerra gasta a los
soldados, y de vez en cuando es indispensable un descanso. Pensamos en el porvenir
con una gran preocupación.
»Después que el jefe del regimiento, coronel Zecke, hubo fijado las posiciones
avanzadas, vuelvo a Almeschewa, al puesto de mando. La noche es clara y fría. La
nieve cruje bajo las botas. Por todas partes se ve un gran movimiento. Hay
vehículos de todas las unidades. Me cruzo con muchas nuevas unidades y tras un gran
esfuerzo logro dar con el puesto de mando, que está instalado en una casa de sólido
aspecto. Los pasillos están llenos de gente. Unos soldados tuestan pan junto a un
fuego. Tienen mal aspecto y están sin afeitar. La gente cae al suelo de puro
cansancio. ¿Cómo podemos continuar de esta manera? Los caídos no son sustituidos
por nadie. ¿Es que no hay ninguna división que pueda relevarnos?
»El día de hoy nos ha costado once muertos, treinta y cuatro heridos y diecinueve
congelaciones graves. Ninguno de los que han sido evacuados por enfermedad o herida
ha vuelto. Poco a poco empezaremos a pensar qué haremos cuando no quede nadie para
empuñar las armas.»
«Hay para volverse loco. La compañía ha quedado reducida a treinta y cinco hombres
medio muertos.»
«Se ha dado la orden para que mañana se evacuen las posiciones. Nos ha costado un
gran esfuerzo atrincherarnos en este lugar, pues para ello hemos escarbado hasta
caer muertos de fatiga, y para ello, también, hemos empleado el último metro de
alambrada y el último clavo. Y ahora tenemos que evacuar las posiciones que tanta
sangre nos costó conquistar y defender. ¡Dios mío, qué hemos hecho para ser
tratados de esta manera!»
Arbus-Krimskij, que también había sido enrolado en los opoltschenzi, yacía en una
trinchera junto a Podolsk y murmuraba:
—¡Qué tontos!… Millones de rusos les habrían entregado a Stalin, y ahora ellos le
han entregado Moscú. Son demasiado tontos y ahora serán cazados como perdices. —Y
Arbus-Krimskij cargó su fusil, que era un arma fabricada en 1882, y disparó.
Al otro lado cayó un hombre. Al día siguiente, en una hondonada, junto a una caja
de municiones, una pala y una cinta de ametralladora, había un muerto. Entre las
cosas que fueron recogidas había una carta, en cuyo sobre ponía: «Si caigo herido o
muerto, ruego que esta carta sea enviada a mi abuela Luise Heydebreck, que vive en
Berlín-Wilmersdorf, Grüntzelstrasse, 59-IV.»
Vinieron a las doce en punto. Era un día extraordinariamente frío: el cielo estaba
amarillo y todo parecía sumido en la más completa quietud. Al otro lado del Volga
se veía un repecho y sobre él, un bosque. Así como quince días antes la lluvia y la
nieve habían caído por aquel repecho hacia el río, ahora de pronto caían oleadas de
personas. No bajaban en orden, sino que formaban una masa compacta. Atravesaron la
franja de terreno nevado. La artillería hizo fuego y muchos cayeron. Pero las
oleadas continuaron sucediéndose. Llegaron al Volga y atravesaron su helada
corriente.
El jefe de la batería vio cómo se producían enormes huecos en sus filas, pero
también vio cómo en el acto eran tapados por nuevas oleadas humanas. Y tuvo que
variar el tiro y acortarlo hasta el Volga, y luego, en vista del continuado avance,
hasta el mismo curso del río. Pero el fuego no era lo suficiente seguido para
detener aquella avalancha; pues para ello se hubieran necesitado muchos más
cañones. Las olas continuaron avanzando y llegaron a la otra orilla.
Los cañones tronaban Volga arriba. La infantería se retiró del pueblo de Gorochowa.
Soldados sin guantes, sin abrigos y sin ropa de invierno se presentaban a la línea
de fuego de la artillería y decían que no habían podido contener a los rusos, que
llegaban rápidamente en forma de verdaderas avalanchas.
Pero aquella noche un dedo misterioso rasgó el cielo. Una tormenta irrumpió a
través del negro silencio y una compacta nevada cayó sobre los campos. La mañana se
presentó gris, fría, ventosa y con nieve. El termómetro marcaba treinta grados bajo
cero.
Los rusos volvieron a aparecer por el bosque, y las oleadas humanas descendieron de
nuevo por el repecho, atravesaron la franja de terreno nevado y cruzaron el río. La
artillería alemana volvió a disparar de una manera frenética, sin descanso. Y sobre
la nieve de la orilla opuesta y sobre el hielo del río, junto a las muchas manchas
negras del día anterior, aparecieron nuevos puntitos inmóviles. Las municiones
comenzaron a escasear. Y al cabo de un rato se terminaron por completo. Entonces,
sin tener qué disparar, los cañones lanzaron una gran cortina de humo.
Y todo acabó.
Se voló la batería más avanzada. Las otras baterías fueron retiradas hasta el borde
del bosque. Ocho caballos tiraban de cada pieza. Al poco rato de estar en el
bosque, bajo la presión de los rusos, tuvieron que retirarse hasta la línea férrea.
Es posible que en los mapas que los jefes militares tenían en Rschew o en Prusia
Oriental, aquella línea del ferrocarril figurara como un punto de resistencia; pero
allí, sobre el terreno, no era más que una trocha sobre la que podían tirarse
bombas de mano. La iniciativa estaba de parte de los rusos. Aquello significaba que
los infantes alemanes tendrían que pasar la noche en descampado, bajo el cielo,
mientras que los rusos podrían cobijarse cómodamente en los pueblos del bosque y
dormir con toda tranquilidad, pues los cañones alemanes se habían quedado sin
munición. Los rusos se levantaron a las tres de la madrugada y se lanzaron en
oleadas contra la trocha y las vías del tren, tras las cuales estaba la infantería
alemana. Apenas se disparó un tiro. Muchos grupos no reaccionaron siquiera y
permanecieron pegados como moscas a la nieve. Las ametralladoras no funcionaron,
pues el aceite se había helado durante la noche. Las armas automáticas eran
inservibles. Al que le quedaba alguna fuerza, huía. Cuando se hizo de día, el
regimiento había dejado de existir. A los cinco días no quedaba rastro de la 162
división de infantería. La división vecina, así como todo el Cuerpo de Ejército,
cayó en una bolsa. El frente resbaló hacia atrás. Y necesitó muchos días para
volver a estabilizarse.
Todo el grupo de ejércitos situado ante Moscú fue desbordado por la catástrofe. A
los cinco, seis o siete días de la ofensiva rusa las metas de los ejércitos en
retirada evidenciaron la magnitud del desastre. El frente de Kalinin se replegó
hacia Rschew, el frente del centro, hacia Wjasma y Juchnow, y el frente del Sur,
hacia Orel.
Vilshofen, el comandante tanquista, recibió la orden de ponerse en marcha al frente
de su sección para salvar a una unidad que había quedado cercada en la retaguardia
roja. Pero a Vilshofen ya no le era posible reunir una sección, pues para ello no
había bastantes municiones ni combustible. Así, pues, reunió cuatro carros de
combate y, al frente de ellos, se puso en camino.
—Sí; ya podéis ir; veréis lo que es bueno; el demonio anda suelto por allí —decían
otros.
—¿Adónde vais?
Dos morteros, tirados cada uno por ocho caballos, avanzaban por la carretera. Los
conductores hostigaban a las bestias. Más adelante, la artillería rusa disparaba
sin cesar, y las ametralladoras hacían fuego a discreción.
El teniente contestó, pero sus primeros palabras fueron cortadas en seco. El tanque
ardió de pronto y nadie salió de él. Los disparos de los antitanques comenzaron a
sonar con regularidad. No se veía nada.
Vilshofen vio cómo un disparo alcanzaba al otro tanque, que perdió marcha y se fue
quedando atrás.
Allí, junto a un árbol, había otro antitanque. También fue arrollado. Pero una de
las cadenas se enredó con él y el vehículo se ladeó y cayó de costado. El
conductor, el artillero, el telegrafista y la munición cayeron revueltos, a
cincuenta metros de las trincheras rusas.
Antes de emprender la retirada, la tropa recibió una sopa de arroz. Era la última
vez que se comía algo caliente. Los soldados anduvieron luego día y noche y pasaron
por Filina, Pakrowskoje, Woronowo y el Nara… Los combates de la retaguardia se
fueron convirtiendo en combates puramente defensivos. Los flancos e incluso la
cabeza fueron atacados. La división avanzaba formada al revés; es decir, la
impedimenta y el Estado Mayor, en vanguardia, y la tropa y las fuerzas de asalto, a
retaguardia. Todo, sin embargo, era confuso. No podía establecerse comunicación con
las divisiones vecinas, y muchas veces ni tan siquiera con las diferentes unidades
de la propia división, únicamente la voluntad de sobrevivir era lo que hacía seguir
hacia adelante. Al principio, los coches eran sacados de los atascos a fuerza de
empujar tras ellos. Luego, poco a poco, se fueron abandonando a lo largo del
camino. Más tarde tuvieron que comenzar a dejarse los carros, pues los caballos
estaban agotados y caían muertos sobre la nieve. La carretera quedó sembrada de
vehículos. Al principio, las fuerzas que marchaban en retaguardia encontraron
algunas cajas de municiones, y luego el número de ellas fue aumentando y las cajas
aisladas se convirtieron en montones de municiones. Finalmente aparecieron carros,
camiones, cañones y demás impedimenta, que se iba abandonando sobre la nieve.
La misma noche que el teniente coronel Vilshofen llevó a cabo su última acción, las
avanzadas y la plana mayor de la división de Bomelbürg tomaron contacto con los
restos de otras divisiones en retirada. En el cruce de carreteras situado poco
antes del río Protwa, unos coches y camiones que penosamente habían llegado hasta
aquel lugar, tomaron una dirección equivocada y se perdieron en el inmenso desierto
blanco de los campos. En el siguiente cruce la plana mayor quedó atascada entre un
caos de carros. Imposible seguir adelante.
—¡Habría que golpearlos con los puños! —gritó el teniente coronel Neudeck, y bajó
del coche.
Con los puños golpeaban los oficiales encargados del tráfico, y el primer sargento
Riederheim, que estaba junto a un oficial, en medio de la carretera, gritó a los
conductores:
A mano derecha de la carretera, se levantaba, como una pared, un tupido bosque, que
llegaba hasta el Protwa, y a la izquierda había un calvero. Por aquel calvero, que
apenas tenía un kilómetro de ancho, avanzaba la tropa. Disparos de fusil. Caballos
que se acercaban a galope. Jinetes asiáticos con los sables desenvainados. De un
sablazo cortaban las cabezas y desenganchaban a los caballos de los carros. Era
imposible organizar una fuerte defensiva. Las ametralladoras no funcionaban.
Riederheim, Gnotke y Feierfeil y los restos de la antigua sección de asalto,
después de catorce días de invierno, tenían una gran experiencia de la guerra en
aquel país y en aquel clima. Así, cuando trasnochaban en un pueblo, antes de
dormir, envolvían sus armas con trapos, y de aquella manera no se helaban, y cuando
tenían que hacer uso de ellas, primero disparaban unos cuantos tiros, y cuando el
cañón estaba algo caliente, engrasaban el arma con un poco de aceite. Los jinetes
asiáticos no se atrevían a acercarse demasiado a aquel grupo de hombres moribundos
que antiguamente habían formado una brillante sección de tropas de asalto. Tan
pronto como una ametralladora pesada podía ser emplazada y entraba en acción, los
atacantes retrocedían por el calvero y desaparecían en el bosque, y entonces se
dedicaban a atacar a las tropas que todavía estaban, hasta Dobraja e incluso hasta
las riberas del Protwa, en el bosque.
Para hacer frente a aquellos ataques únicamente se contaba con los tristes restos
de un brillante ejército. Muchos faltaban. E incluso el general no se encontraba
entre los vivos, ni entre los muertos.
Una docena de kilómetros más allá, en el pequeño pueblo de Okatowa, situado junto
al río Nara, la plana mayor del regimiento de Zecke se encontró con los restos de
una unidad desconocida. Y allí pernoctaron. Había muy pocas casas. Después de
grandes dificultades, el capitán Hasse encontró una casa de madera donde alojar a
la plana mayor. Los soldados, sin embargo, quedaron en medio de la carretera. Por
todas partes se veían hombres tumbados. Muchos se apretaban contra las puertas de
las casas, pugnando por entrar. Todos estaban sin afeitar, sucios y harapientos.
Muchos de ellos vestían chaquetas y abrigos rusos, que habían quitado a los
muertos. A juzgar por su manera de vestir apenas se diferenciaban de los soldados
del ejército comunista. Ante muchas puertas se produjeron peleas, pues todos los
hombres querían entrar, aunque solamente fuera por un rato, en las casas. El
coronel Zecke y su plana mayor se acomodaron en la casa de madera. Durante la
marcha, su regimiento también había sufrido varios ataques de la caballería
asiática. Los jinetes habían atacado la intendencia, causando muchas bajas con sus
sables. Ahora, en la plana mayor se recibían partes que indicaban la continuidad de
los ataques rusos. De pronto, se oyó un gran griterío: los rusos habían llegado a
las afueras del pueblo. Zecke envió los restos de la compañía de la plana mayor al
lugar del ataque, y solo conservó a su lado al capitán Hasse y al primer teniente
Langhoff, encargado de recibir los partes.
Los rusos fueron arrojados del pueblo. Pero aquello sirvió de poco. Por el Sur,
siguiendo el camino del bosque, el pueblo fue casi cercado. En el bosque estaban
los restos de los batallones. Se produjo un tiroteo ensordecedor. El regimiento
había perdido a la mitad de sus hombres. Zecke estaba sentado ante una mesa, sobre
la que había una lámpara de petróleo, y recibía los partes que indicaban la
progresiva desaparición de su regimiento.
No era aquel el momento apropiado para dejarse llevar por los recuerdos. Sin
embargo, Zecke sacó de un bolsillo unas fotografías. Su casa de Potsdam, su mujer —
que todavía era bastante joven—, sus dos hijas, que ahora ya se habían convertido
en mujeres y tenían hijos.
Una bomba cayó sobre una casa y causó treinta víctimas. Los demás edificios
quedaron en pie. Un pueblo de casas de piedra hubiera quedado reducido a escombros.
Según los partes, los rusos que habían avanzado en dirección Sur, volvían hacia el
Este. Un enlace del Estado Mayor comunicó el ataque de la caballería rusa en el
cruce de carreteras y la misteriosa desaparición del general de división Bomelbürg.
El teniente coronel Neudeck rogó al coronel Zecke que, como oficial más antiguo,
tomara inmediatamente el mando de la división.
En aquel momento se produjo una tremenda explosión. Una bomba cayó junto a la casa,
derribando un árbol. Las persianas fueron arrancadas de cuajo y se precipitaron en
la habitación. La lámpara de petróleo fue a parar a un rincón. Langhoff, los
enlaces y el recién llegado del Estado Mayor de la división se arrojaron al suelo.
El viento y la nieve entraron en la estancia. El coronel Zecke estaba tumbado junto
a la mesa y gemía.
El capitán Hasse llegó con un médico. Se encendió una vela. Todo estaba en
desorden. Langhoff y el médico se inclinaron, bajo la mesa, junto al coronel. A la
luz de la vela que Langhoff aguantaba con su mano derecha, el médico llenó una
jeringuilla e inyectó al coronel Zecke unos centímetros de estrofantina. El coronel
se recobró.
—Mi coronel, debe usted ser retirado inmediatamente —dijo el médico.
Langhoff y Hasse trataron de convencer a Zecke para que consintiese en ser evacuado
con un trineo.
El coronel se negó.
—No puedo dejar a mi regimiento en esta situación —dijo. Y también se negó a tomar
el mando de la división. Despachó al enlace y ordenó al teniente coronel Neudeck
que, sin pérdida de tiempo, se pusiera al mando de la división.
—Tanto nos da. Sabemos que así ha de ser, y nos es igual morir hoy como de aquí a
seis semanas.
El caminante continuó su camino sobre la nieve, bajo el cielo gris; siguió unas
huellas y desapareció en el bosque.
—¡Vamos, pues! ¡Quizá sea Anisimowska, o quizá Skryporowa! —dijo Bomelbürg, que
estaba medio ciego y no veía lo que ocurría a su alrededor. Muchos de los hombres
tampoco se percataron de nada. La nieve cubría aquellas casas, que parecían
abandonadas, casi hasta el tejado. Unas sombras se levantaron de la nieve. No sonó
ni un solo disparo. Unos lazos volaron sobre los soldados. Y los hombres fueron
estrangulados y ahogados en silencio, sobre la nieve.
Uralow, Skrül, Iván y Jemeljan marchaban uno junto a otro. A pesar del viento y la
nieve, el primer día anduvieron treinta kilómetros en unas circunstancias en que
las tropas en retirada necesitaban doce horas para cubrir diez kilómetros. Se
avanzaba sin descansar, y quien no podía seguir se quedaba en la nieve. Y muchos se
quedaban atrás, tumbados sobre la inmensidad. Continuamente se disparaba en la
punta, en los flancos y en la retaguardia de la columna. Pero los prisioneros no
volvían la cabeza y continuaban caminando indiferentes a los disparos.
El segundo día se presentó como el anterior, tormentoso. Y hubo más viento y más
nieve… El camino estaba sembrado de material de guerra. Tropas rusas habían llegado
hasta Wjasma, pero fueron rechazadas; la carretera se llenó de rusos y alemanes
muertos.
Cada vez que aparecía el cadáver de un alemán se daba la orden de alto, y el primer
sargento de caballería pasaba junto a la columna con la mirada fija en los
prisioneros. Uralow no veía la cara del sargento —aquellos ojos azules y aquella
barba rojiza—, pues su mirada estaba como clavada en aquel dedo índice que se
arrogaba las funciones de una divinidad ciega, y aquello era lo peor que Uralow
había sufrido en su larga vida, tan azarosa y difícil. El jinete se detuvo junto a
su fila. Su dedo se acercó despacio y señaló al teniente Skrül. ¿Por qué Skrül?
¿Porque era un hombre alto y tenía un rostro voluntarioso y unos ojos grises? Skrül
fue sacado de la fila por los soldados y fusilado junto al camino. Por cada soldado
alemán que se encontraba muerto eran fusilados veinticinco prisioneros.
Uralow compareció ante una mujer, un antiguo suboficial del Ejército Rojo y un
viejo de largas barbas blancas. El viejo se llamaba Schulga. El antiguo suboficial
era Subkow. La mujer le recordó a Katja, un «paco» de Borodino. Pero aquella
muchacha, espigada como un adolescente, se llamaba Irina.
A Langhoff solamente le quedaba un obús y unos cuantos carros tirados por caballos
medio muertos, con los cuales entró en el pueblo de Juchnow, junto al Urga.
El pueblo estaba lleno de restos de antiguas divisiones. Uno tras otro, iban
llegando más grupos sueltos y aquellos hombres, más que soldados parecían
vagabundos. El capitán Hasse trataba de restablecer el orden entre aquella tropa
derrotada y sin moral. Pero ¿qué podía hacer un solo hombre en medio de aquel caos?
Las casas estaban llenas de soldados que se apretujaban unos contra otros. Los
hogares estaban encendidos y en todas las estancias reinaba una atmósfera densa,
pesada, casi irrespirable. Los hombres permanecían recostados contra las paredes.
Iban cubiertos de harapos, y estaban sin afeitar y sucios. Los fuegos podían arder,
pues cualquier cosa servía para ser quemada. Nadie se atrevía a ir al bosque, que
estaba lleno de rusos. Por esto se echaba mano de las vigas y del piso, y cuando ya
no había nada que quemar se arrancaban las paredes y el tejado de la casa vecina,
donde también había soldados. Los caballos estaban en los establos, y nadie se
preocupaba de ellos, pues una vez terminada la paja de los tejados, ya no hubo nada
más que darles. Y los animales temblaban de frío, mordían la madera de los pesebres
y se comían sus propios excrementos. El termómetro marcaba cuarenta grados bajo
cero y la ciudad no era más que un montón de basura enterrada en la nieve. Las
calles estaban llenas de grandes huecos, que unos grupos de soldados trataban de
arreglar.
—¡No!
Luego llegó la noche. Las paredes de la estancia eran de madera; las ventanas
estaban cubiertas con paja; sobre la mesa había una vieja lámpara de petróleo.
Riederheim, Gnotke, y Feierfeil estaban sentados a la luz de la lámpara. Y Gnotke,
que era un hombre de pocas palabras, cuya conversación se reducía a decir «sí» o
«no», o «a sus órdenes», o «la orden ha sido cumplida», hablaba sin cesar.
—¿Que hemos perdido los nervios? No; hemos perdido los brazos y las piernas —
comenzó—. La compañía, y no solo la compañía, sino el regimiento y la misma
división han llegado a convencerse de que hemos perdido algo más que los nervios.
Sí; es posible que esa tropa de intendencia que no quiere continuar adelante no
haya tomado parte en ninguna batalla; pero sí ha visto muchas carreteras cubiertas
de nieve y muchos caminos helados y muchos bosques encharcados y en mil ocasiones
ha tenido que sacar a los camiones y a los carros de barrancos y de lodazales y de
huecos cubiertos de nieve. Primero se quedaron sin camiones y luego sin caballos, y
muchos de ellos han desaparecido en la nieve, y los que quedan están llenos de
piojos y miseria. Id a aquel pueblo y veréis qué aspecto ofrecen: parecen
apestados. Casi todos tienen los pies hinchados y negros, a punto de helarse. Uno
se friega los pies y otro se saca pus de los restos de una oreja helada, convertida
en un pingajo. Y así todos. ¿Y yo? ¿Cómo estoy yo? Hace meses que mi muda está
llena de pringue en la mochila. Y mi uniforme está hecho jirones; mis pantalones y
mi guerrera no son más que harapos; a cada paso que doy mis ropas se desgarran. Y
yo soy el que tengo razón, porque llevo más harapos que nadie y porque mi aspecto
es más lastimoso que el de ninguno. Por esto debo ir allí y golpear a aquella gente
y detener a quienes se niegan a obedecer y llevarlos ante un consejo de guerra…
Pero ¿qué significa ahora un consejo de guerra? ¿Dónde puede celebrarse un consejo
de guerra? ¿Quiénes forman ese tribunal?
Feierfeil señaló hacia la ventana, tras la cual acababan de sonar unos disparos.
—¡Eres una bestia, Feierfeil! ¡Pero no puedo replicarte, porque también yo soy una
bestia como tú, y tú, Hans, también eres otra bestia, igual que Feierfeil, igual
que yo!
Así hablaba Gnotke, y de no ser él, con quien siempre se había procurado estar en
buenas relaciones, no se le habría consentido aquel discurso. Por esto continuó
Riederheim escuchando. Gnotke se refirió al chico que quería rehabilitarse.
—Bernt-Tessen no quería seguir adelante. Estaba harto. Pero ¿por qué había querido
rehabilitarse? Pues porque su tío —y tú sabes, Hans, que su tío cayó por pura
casualidad— fue muerto sin más ni más. Y porque el chico era una persona decente. Y
porque nosotros no somos más que un montón de basura; por esto, porque no somos más
que un montón de basura, salimos con vida. ¡No, créeme, no fue por pura casualidad!
—¡Te digo, Hans, que hemos sido unos perros cobardes! ¡Disparar o ser muertos!
Obramos por miedo, aunque muchos de nosotros no estábamos conformes con lo que se
nos ordenaba, aunque pensáramos de otra manera. Sí; éramos invencibles; ¡pero lo
fuimos hasta que el enemigo no pudo nada contra nosotros! ¡Ahora hemos corrido cien
kilómetros! ¿Somos una raza superior? ¿Son los otros, acaso, de una raza inferior?
Pero ahora nos persiguen como a conejos, y no tenemos nada que comer, ni nada que
vestir. Tenemos que despojar a los rusos, tanto si están vivos como si están
muertos. ¡Ladrones que roban a los muertos y, lo que es peor, a los vivos! ¡A esto
nos ha conducido Hitler! Estos campos, desde aquí a Moscú, están llenos de
cadáveres alemanes. Los hombres yacen sobre la nieve, en grandes racimos, como
gorriones helados. ¡Antes se nos valoraba en mucho y luego se nos trató como una
mercancía barata! Desde su punto de vista, Bernt tenía razón: «No hay que
sobrevivir a todas las circunstancias.» Recuerdo que muchas veces le repliqué: «Sí;
es preciso sobrevivir a cualquier circunstancia.»
Y Riederheim dijo:
—Pues, sí; hay que sobrevivir a todo esto. Hemos tenido un momento adverso; pero ya
nos reharemos. Ganaremos terreno y al final…
—Y, ¿por qué no?, August. Te aseguro que es muy posible —opinó Feierfeil.
—Sí; ahora podéis golpearme. Así hemos obrado siempre. El que recibía no tenía
razón, y el que pegaba se lavaba las manos en un cubo de agua y se iba triunfante.
Y todo aquel que abría la boca tenía que desaparecer. Así hemos mejorado la raza.
Ahora nos damos cuenta de que golpeando a ciegas y diciendo a todos que sí
permaneciendo en postura de firmes, no puede arreglarse nada. Hitler nos ha llevado
muy lejos: nos ha traído hasta aquí, hasta Juschnow, una bola apestada que ahora
acaba de estallar. Un rey de ratas; esto es lo que dices, y esta es la verdad. Pero
sin ti, y sin ti también, Emil, y también sin mí, todo esto no hubiera ocurrido.
Todo empezó en 1932, cuando entramos en el Partido. Y Hitler era el padre de este
reino de ratas…
—¡Mi sargento!
Dos hombres caminaban entre la nieve por el campo. Eran un general y su ayudante.
Bajo las órdenes de Hoepner, el general había mandado un cuerpo de tanques, cuyas
avanzadas llegaron hasta el campo de aviación de Shimki y hasta la estación de
término de una línea de tranvías de Moscú y Uritza Gorkowa, que conducía hacia el
mismo Kremlin, se había ofrecido libre de obstáculos a los cañones de sus tanques,
que no encontraron resistencia alguna. Sin embargo, el general había tenido que dar
la orden de retirada, y todavía no sabía por qué le habían mandado dar aquella
orden. Desde entonces sus tanques marchaban hacia el Oeste. De vez en cuando, para
defenderse del enemigo, los tanques en retirada formaban grandes círculos. El frío
fue aumentando. El aceite se espesó cada vez más. La gasolina estaba a punto de
helarse. Las incursiones del enemigo diezmaron las dos divisiones y aquellos
ataques conocieron la fuerza del adversario. Los grandes tanques pesados rusos
permanecían invisibles, pues estaban pintados de blanco, y solamente se dejaban ver
cuando, levantando grandes remolinos de nieve, se ponían en marcha y atacaban.
Los tanques del general no cesaron de hacer fuego. Pero muy pronto empezó a
escasear la munición. Finalmente, dispararon sus últimos cartuchos, y la retirada
se convirtió en una desesperada huida. Luego comenzó a faltar la gasolina. Unos
tanques se quedaron atrás y sus mismos ocupantes les dieron el tiro de gracia. Uno
se detenía allí donde la gasolina le obligaba a hacerlo, y otro, un par de
kilómetros más allá, y otro a cinco kilómetros, y otro a veinte. Quien salía de los
tanques encontraba la muerte en el filo de los sables de la caballería enemiga. La
noche y el bosque traían a veces la salvación, pero el bosque y la noche también
acechaba la muerte.
Una voz, una palabra, una frase pronunciada en alemán. Unos puntos surgieron entre
la nieve. Se trataba de un pequeño grupo de soldados alemanes de infantería.
Llevaban un caballo, que arrastraba un trineo. Aquellos hombres parecían fantasmas,
pero paso a paso se fueron acercando al general. Para este y para su ayudante aquel
grupo significaba la salvación, el calor, la necesidad animal de una compañía. El
general caminó junto al trineo y de vez en cuando pudo colocar su mano sobre el
cuerpo del animal y sentir cómo bajo las costillas de este latía un corazón. Aquel
contacto era como el cordón umbilical que un día le ató a la vida; era la vuelta a
la misma vida.
Y todo ello lo hizo para enterarse en el Cuartel General de que había sido
degradado a simple soldado.
Guderian, el jefe del 2.° Ejército acorazado detenido en Tula, viajó en avión y
aterrizó en Rastenburg, donde compareció ante su Führer. Defendió la orden de
retirada y dijo que, dada la situación, no tuvo más remedio que mandar el repliegue
del segundo ejército acorazado y el del segundo ejército, que debía retirarse al
sector Suscha-Oka.
—No es posible agarrarse al terreno, porque en todas partes hay varios metros de
nieve y porque con nuestros lastimosos equipos no podemos hacer frente al frío.
—Entonces debe usted hacer que se construyan refugios y emplear los obuses pesados.
En Flandes, cuando la primera guerra, lo hicimos así.
—Cada soldado alemán sabe que debe sacrificar su vida por la patria. Pero
únicamente debemos pedirle este sacrificio cuando el objetivo lo merece. La orden
que se me acaba de dar costará muchas bajas, de ello estoy seguro, y las vidas que
perderemos son mucho más valiosas que el objetivo que se me señala. Solamente en el
sector Suscha-Oka tendrán nuestras tropas la posibilidad de defenderse del enemigo
y de protegerse del frío. Le ruego que piense en que el frío nos produce más bajas
que el fuego enemigo. ¡Quien ha visto los hospitales de hombres helados sabe lo que
el frío significa!
—Está usted demasiado cerca de los hechos. Se deja usted impresionar excesivamente
por los sufrimientos de los soldados. Siente usted una exagerada compasión por los
soldados. Créame usted, la distancia me permite ver las cosas con absoluta
claridad.
«En el día de hoy he relevado del cargo de jefe de los Ejércitos al mariscal de
campo Von Brauchitsch, y he asumido personalmente el mando directo de todas las
tropas…», comunicó Hitler en su orden del día a la Wehrmacht.
Además: Todos o casi todos los generales jefes de Estado Mayor General de
agrupaciones de ejército y de ejércitos serán enviados al frente.
Además: El personal del ejército que dependa del jefe de ayudantes de Hitler.
Además: Los oficiales de Estado Mayor serán reemplazados por los nuevos oficiales
de Estado Mayor que hayan estado diez semanas en la Academia de Guerra.
Además: Tras seis meses de servicio, los jóvenes oficiales de Estado Mayor serán
ascendidos a tenientes coroneles, y tras otros seis meses de servicio, a tenientes
generales. Dado en Prusia Oriental en el puesto de mando del triángulo Rastenburg,
Lötzen, Angeburg, en el invierno de 1941-42.
Esta fue la sangría que se hizo entre los más altos jefes del ejército alemán, lo
cual significó la sustitución del sentido común por la ineptitud y trajo como
consecuencia la liquidación de todas las posibilidades morales y de organización
del pueblo alemán. Y más, aún, significó la pérdida de una vieja fuerza situada en
el centro de Europa, y significó, también, la entrada de la estepa en el viejo
continente. De mil quinientos a dos mil oficiales de Estado Mayor fueron víctimas
de esta orden. Comandantes que colocaban su punto de vista técnico, puramente
militar, sobre las conveniencias del Partido, que no tenían en cuenta la
Weltanscbaung predicada por el Partido, sino las necesidades del momento; que
habían respetado los principios del derecho internacional y que, en una palabra,
querían volver a sus casas con la frente alta, fueron las víctimas de esta orden
del día. La caballerosidad y la corrección y la vieja fidelidad quedaron en la
estacada. La situación del frente ruso era gravísima. Únicamente se trataba de un
irremediable aniquilamiento. La guerra del Este había sobrepasado su cénit y —a
pesar de todas las peripecias que pudieran ocurrir y de las víctimas que fueran
sacrificadas— fatalmente discurría hacia su sangriento ocaso.
Tempestad sobre Asia, sobre los Urales, sobre el Volga. Nubes que descargaban su
tormentoso cargamento sobre el continente…
Y sobre todos y sobre todo señoreaba el invierno. Nieve… nieve… La solitaria huella
de una zorra y el leve garrapateo de una marta. La gran campana de cristal del
cielo, y bajo él, sobre la tierra, un frío mortal…
Cesó la tormenta. Una profunda quietud reinó sobre los campos cubiertos de nieve.
Un ser vivo se movía entre aquellas grandes olas detenidas. Primero apareció una
cabeza y, luego, unas patas. Un perro se esforzaba en salir de aquella inmensa
prisión. La ola de nieve trataba de retenerlo. Pero el animal continuaba luchando
por su vida. Era un gran perro pastor: Bruja.
Debido a la helada, el último vapor que bajó por el Volga tuvo que detenerse en
Saratow, y sus pasajeros, las mujeres de Moscú, encontraron donde acomodarse en la
nueva república alemana del Volga.
El coronel Zecke volvió enfermo a la patria. El capitán Hasse tomó el mando del
regimiento. El suboficial Gnotke compareció ante un consejo de guerra y fue
condenado a dos años en un correccional, pena que fue conmutada por la de dos años
en un batallón disciplinario.
Una perra dio sus últimos pasos cerca de Borodino. La perra trató de llegar a las
ruinas de una granja que estaba junto a un bosque, para allí tumbarse y morir.
Pero todavía había alguien más desgraciado que un perro, y tan delgado que la nariz
le salía del rostro como un garfio. Llevaba la cabeza envuelta con unos trapos y
todo él estaba cubierto de harapos que le llegaban a los pies. Era uno de los
hombres en retirada; alguien que se había quedado atrás y que ahora caminaba por
aquella carretera que antes había sido un camino triunfal y que luego se convirtió
en sendero de fuga, por el que continuamente aparecieron unos jinetes vestidos de
blanco con los sables desenvainados…
Tenemos, tenemos… No tenemos nada. Bajo nosotros, la tierra helada; sobre nosotros,
un cielo de cristal, y dentro de nosotros, un corazón convertido en ceniza.
Los jinetes, las gentes que se movían sobre patines, los soldados muertos en la
nieve, los grandes y brillantes ojos de los caballos moribundos, todo aquello podía
haber sucedido unas horas antes o podía haber ocurrido meses atrás. A su espalda y
delante de él solo había una cosa: nieve.
Sonó un disparo, y luego, tras unos segundos, otro. Junto al caminante, las balas
levantaron sendas salpicaduras de nieve. No, no había que tirarse al suelo, pues
luego hubiera costado demasiado el volverse a levantar. Siempre adelante, siempre
adelante… hacia las espaldas de aquel gran pez… Pero aquello no era un pez, sino un
tejado de madera que el viento había arrancado de su sitio y arrastrado hasta allí,
donde servía de puesto de observación a los partisanos.
Los dos disparos salieron de las espaldas del pez. Un tercer disparo seguramente
hubiera dado en el blanco. Pero aquel disparo no salió del arma.
—¡Déjale acercar! —había dicho alguien tras el tejado. Pero el hombre que tenía el
arma echada a la cara, apretó el gatillo y disparó por segunda vez. Y antes de
hacerlo dijo:
Pero falló el disparo. La bala fue a parar a los pies del caminante y levantó una
salpicadura de nieve, El hombre, entonces, bajó el fusil. Su cara, enrojecida por
el viento y la nieve, pareció encenderse. Estaba furioso consigo mismo y con la
mujer que estaba junto a él, y a la que culpó de haber errado el tiro. La mujer era
sin embargo quien mandaba allí y, por otra parte, tenía razón: dos balas eran
demasiado para aquel desgraciado que se arrastraba entre la nieve.
El caminante se fue acercando muy despacio. Apenas podía levantar sus pies.
—Y Uralow quería volver a disparar sobre él —dijo la mujer, como hablando consigo
misma, con voz suave y sin ningún acento de reconvención, pues no deseaba molestar
a Uralow. El anta moribundo, o el hombre moribundo, se acercó todavía más. Alguien
le disparó desde un refugio cercano. Pero el caminante no cambió de dirección.
Llegó junto a ellos. El miedo había quedado tan lejos de él como los tanques
encallados junto al Nara y los cadáveres medio hundidos en la nieve. Levantó la
mirada hacia aquellos hombres de aspecto agresivo, armados con pistolas
ametralladoras y bombas de mano. No podía saber si se trataba de partisanos,
desertores o ladrones. Solo sabía una cosa: que estaba sentenciado a muerte y que
aquella gente iba a poner fin a su vida. Abrió sus azules ojos y en el fondo de sus
pupilas brilló una última luz. Todo pesar desapareció en él. Sonrió y se sintió
feliz. Era curioso aquello de ver la muerte cara a cara. Y la muerte tenía un
rostro picado de viruelas y una indómita barba rojiza. Y la muerte miraba con una
expresión hosca, porque no era feliz, porque al fin y al cabo no era más que una
criatura torturada.
Era una hermosa voz, pero con un timbre acerado. Una mujer, una muchacha… Y
Vilshofen reconoció aquella cara. Era la muchacha de Minsk. Sí, era aquel rostro y
eran aquellos ojos en los que brillaba una pregunta. Entonces, cuando pasó junto a
ella, no sabía la respuesta, y ahora, al cabo del tiempo, todavía la ignoraba.
¿A qué hemos venido aquí? ¿Para pillar el país o para ponerlo en orden? ¿Para
volverlo a ordenar dentro del concierto europeo?
»Yo estoy aquí —sin fuerzas y cubierto de harapos— ante mi destino. La muchacha de
Minsk, el hombre picado de viruelas y este viejo, que parece el profeta Elias…
Estas tres personas tienen mi vida en sus manos…»
Los demás permanecían sin decir palabra, como si conversaran con la mirada. Pero
hablaban de él… Y el milagro consistía en que se preocuparan de su persona y de que
todavía fueran necesarias las palabras…
—¡Este tipo no vale un disparo! ¡Un buen golpe en la cabeza y asunto concluido! Y
si no quieres, déjalo marchar: el frío y el hambre acabarán con él.
Se produjo un gran silencio. Todos se habían marchado del refugio. Allí había un
camastro cubierto de paja seca, y un gran trozo de pan, y una lata llena de carne,
que seguramente procedía del botín pillado a un carro de la intendencia alemana, y
una botella de vino. La puerta del refugio estaba abierta. No se veía a ningún
centinela. Vilshofen comió un poco, bebió unos tragos y se tumbó sobre el camastro.
Un hombre bajó al refugio con un cubo lleno de ceniza caliente que volcó sobre un
gran cacharro de hojalata, y al poco rato se caldeó la atmósfera. Pero Vilshofen,
que ya dormía, no se dio cuenta de nada.
Se despertó, comió otro poco y se volvió a dormir. Sobre sí tenía unos metros de
tierra y el tejado de madera, y más arriba, una atmósfera transparente y el inmenso
cielo gris, combado sobre el antiguo campo de batalla. Alemanes y rusos yacían
helados en la nieve. ¿Qué habían pretendido? ¿Qué habían hecho con él sus
gobernantes? Habían querido imponer un nuevo destino a Europa.
Y no era aquella la primera vez… Carlos XII sucumbió en las llanuras de Poltawa.
También fracasaron los mosqueteros de Napoleón. Y ahora los granaderos alemanes
yacían helados sobre la misma tierra. Europa no había nacido todavía, y los pueblos
que estaban a uno y otro lado de aquel sangriento desgarrón continuaban sufriendo
desesperanzados…
Vilshofen se volvió a despertar. Quizás había estado durmiendo días enteros. ¿Dónde
se hallaba? ¿Qué ocurría? ¿Por qué estaba enterrado allí, como una simiente de
trigo? Le iban a visitar sucesivamente. Preguntas tartamudeadas. Respuestas
tartamudeadas. Respuestas a medias. Quizás entre todas ellas estuviera la completa
verdad. El camino no se había terminado. Muchas equivocaciones quedaban todavía por
dilucidar.
—Allí abajo están los tuyos —dijo la muchacha a Vilshofen. Y en los ojos de ella
continuaba brillando la misma pregunta de siempre, y más aún una implícita
respuesta.
—A lo mejor, le disparo ahora una ráfaga por la espalda —dijo el tipo de la barba
al alejarse de Vilshofen.
La tierra todavía estaba oscurecida por el humo de los cañones. Pero él había visto
la luz…; y había visto la luz en el momento en que la tierra estaba más a oscuras.
Notas