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Los mitos personales

Con su habitual humor, Joseph Campbell alguna vez definió al mito como “la religión de otras
personas”. Por supuesto, para el gran mitólogo de la humanidad, los mitos eran mucho más que esto, y así lo
dejó en claro en obras titánicas como “El héroe de las mil caras”, “Las máscaras de Dios” y el “El poder del
mito”.

En sus escritos explora los mitos de cada cultura, enumera sus funciones, subraya su importancia
en la vida de las personas, recuerda lo que ocurre cuando un mito reinante pierde vigencia y vitalidad. Una
definición se enfoca en lo psicológico y dice: “Las ideas mitológicas son las imágenes a través de las cuales
la conciencia toma contacto con el Inconsciente”.

Estas imágenes no pasan por la razón: nos hablan a través de sueños, intuiciones, impulsos
irreprimibles, llamados a emprender aventuras que nos alejan decididamente de lo conocido. Por esta razón,
cuando una persona pierde sus imágenes mitológicas se desconecta de su ser más íntimo, y sufre una
sensación de ansiedad, vacío, desánimo y desarraigo.

Campbell no fue el primero en escribir sobre la importancia de conocer el mito que guía nuestras
vidas. En su autobiografía, Carl G. Jung cuenta que cuando terminó de escribir “Símbolos de
transformación”, le surgió una importante inquietud. En sus propias palabras: “Apenas concluí el
manuscrito, me di cuenta de lo que significaba vivir con un mito, y lo que significaba vivir sin uno…”. Acto
seguido se preguntó cuál era el mito por el que él, personalmente, estaba viviendo, y tuvo que admitir que no
lo sabía. “Por lo tanto, de la manera más natural, me propuse conocer mi propio mito, y consideré ésta la
más importante de las tareas”, concluye el psiquiatra.

¿Qué es, entonces, un mito personal?

Así lo definen los psicólogos David Feinstein y Stanley Krippner, autores de “Tu camino mítico”
y exploradores de larga data del universo psíquico: “Un mito personal es una constelación de creencias,
sentimientos, imágenes y reglas –que operan mayormente de manera inconsciente- que interpretan la
sensaciones, construyen nuevas explicaciones y dirigen la conducta”. Esta constelación responde a las
preguntas más urgentes del ser humano: la de la identidad (¿Quién soy?), la dirección (¿A dónde voy?) y el
propósito que nos guía (¿Qué me motiva?).

Si en el pasado estas preguntas hallaban respuesta unívoca en los grandes mitos de cada cultura,
en nuestra sociedad fragmentada y cosmopolita, las respuestas son forzosamente personales. A excepción de
quienes aún encuentran guía y sustento en las grandes religiones, el camino hoy es solitario y requiere de
ajustes y revisiones permanentes. Pero aun los mitos personales deben cumplir las cuatro grandes funciones
descriptas por Campbell: ayudarnos a comprender el mundo que nos rodea (función cosmológica, hoy
cubierta en gran parte por la ciencia), a atravesar las etapas evolutivas de la vida (función psicológica), a
establecer vínculos con la comunidad (función sociológica), y a comprender nuestro lugar en el vasto y
misterioso universo (función mística o metafísica).

Hablar de “mito personal” tiene un inconveniente: da la sensación de que aquellas reglas,


creencias e imágenes que guían nuestro accionar fueran un todo único e inmutable, cuando la realidad es que
están en permanente tensión y movimiento. Los mitos heredados de la infancia siguen vigentes hasta la que
vida nos enfrenta con situaciones que los ponen en jaque, y nos obligan a cambiarlos. Cuando no lo
hacemos, e intentamos seguir viviendo de acuerdo a patrones agonizantes, la sensación es de estar
desconectados de nosotros mismos, como viviendo una vida ajena.

Dice Campbell: “Muchos vivimos con mitos que pueden servirnos para toda la vida. Para esas
personas, no hay ningún problema. Conocen su mito: proviene de alguna de las grandes tradiciones
religiosas heredadas. Es muy posible que este mito baste para guiarlos por los caminos de la vida.

Pero hay otros en este mundo para quienes esos puntos de referencia no llevan a ninguna parte.
Encontramos a estas personas, especialmente, entre alumnos universitarios, profesores, personas en las
ciudades –los que los rusos llaman “la intelligentsia” (los intelectuales). Para estas personas, los antiguos
patrones no convencen, por lo que, cuando llegan las crisis, no les sirven de ayuda.

Otros sienten que están viviendo de acuerdo a cierto sistema, pero en rigor no lo están. Van a la
iglesia los domingos y leen la Biblia, pero los símbolos no les hablan. La fuerza que los motiva viene de otra
parte.”

Campbell propone una pregunta para ayudar a develar por dónde pasa nuestro propio mito: “Si
me enfrentara un día con una situación completamente catastrófica, si todo lo que amo y por lo que vivo
fuera de pronto devastado, ¿para qué viviría? Si llegara a mi casa y encontrara a mi familia asesinada, mi
casa en cenizas, mi carrera de golpe aniquilada por una fuerza u otra, ¿qué me sostendría? (…) ¿Qué me
haría saber que puedo seguir viviendo y no simplemente desmoronarme y rendirme?”

Hay formas menos extremas de indagar en ese mar profundo del que extraemos sustento:
ejercicios de escritura, trabajo con los sueños, meditaciones y reinterpretaciones artísticas de nuestra propia
vida. Cualquiera sea el camino que elijamos, entablar ese diálogo nos vitaliza y despierta, recupera la energía
única que brota de la fuente. De algún modo, lanzarnos a bucear en estas aguas es crear nuestra propia
llamada a la aventura. Y dar, como respuesta, un sí rotundo y febril.

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