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Roberto R. Rodríguez*
Resumen
1
Es necesario aclarar que cuando hablamos de tecnologías de la información y la comunicación no hacemos
referencia sólo a Internet, sino al conjunto de tecnologías microelectrónicas, informáticas y de
telecomunicaciones que permiten la adquisición, producción, almacenamiento, procesamiento y transmisión
de datos en forma de imagen, video, texto o audio. Simplificando el concepto, llamamos nuevas tecnologías
de la información y la comunicación a las tecnologías de redes informáticas, a los dispositivos que interactúan
con éstas y a sus recursos.
2
Castells propone una distinción entre sociedad de la información y sociedad informacional. Para él, el
término sociedad de la información es irrelevante para la comprensión del fenómeno de la globalización. “La
información, en el sentido de comunicación del conocimiento, es un atributo de todas las sociedades. En
efecto, todas las sociedades han dispuesto de sistemas propios de comunicación de la información, unos más
rudimentarios, otros progresivamente más sofisticados. El término "informacional" pretende subrayar el
atributo de una forma específica de organización social, tecnológicamente avanzada, en la que la generación,
procesamiento y transmisión de la información se han transformado en las principales fuentes de
productividad y de poder.” (Wortman, 2009, pp. 2-3; Castells, 1999, p. 47; Coll, 2005).
provoca cambios trascendentales en la esfera de la comunicación. Es así que surgió la idea
de la aplicación de conocimiento al conocimiento con el objetivo de llegar a uno superior.
Fue planteada por Peter Drucker3 en la década de 1990, introduciendo el concepto de
“Sociedad del Conocimiento”. Su análisis se centró en la reorganización del trabajo
relacionada con el manejo de la información, y consideró la existencia de una auténtica
revolución de carácter cultural, donde los trabajadores del conocimiento y la ciencia
cognitiva tienen un lugar destacado.
Un interrogante que surge tras abocarnos al tema de la globalización cultural es
¿existe una “comunidad global”, en sentido propio y no sólo figurado, a la cual se pueda
pertenecer en diversos grados y formas mediante la apropiación subjetiva de un complejo
simbólico-cultural que por fuerza tendría que ser también global? ¿o más bien habría que
hablar de múltiples identidades globales construidas en torno a intereses monotemáticos
o sectoriales, aunque de alcance global, como en el caso de los movimientos ecologistas,
pacifistas, entre otros?
Para una mejor comprensión, es preciso partir qué entendemos por “identidad”.
Desde una perspectiva relacional, la identidad es un conjunto de repertorios culturales
interiorizados (representaciones, valores, símbolos, etc.) a través de los cuales los actores
sociales (individuales o colectivos) demarcan simbólicamente sus fronteras y se distinguen
de los demás actores en una situación determinada, todo ello en contextos históricamente
específicos y socialmente estructurados.
En la perspectiva de la sociología clásica (Weber), los actores sociales tienen acceso
a esos repertorios identificadores y diferenciadores a través de su pertenencia
(subjetivamente asumida) a diferentes tipos de colectivos, sean grupos, redes sociales o
grandes colectividades como las “comunidades imaginadas” de Benedict Anderson (1991).
Así, por ejemplo, por pertenecer a una iglesia católica, nos apropiamos, al menos
parcialmente, de su repertorio simbólico-cultural (credo, dogmas, rituales) para definir la
dimensión religiosa de nuestra identidad.
Algunos teóricos de la globalización afirman la existencia de un “sentido de
pertenencia global” (“a sense of global belonging”), con una ampliación creciente, que
implicaría la percepción del mundo como una “comunidad globalizada”4. Con esta
perspectiva, Robertson (1992) afirma que la conciencia global del mundo como un todo,
alimentada por experiencias inducidas a través de los media y estimulada por las primeras
fotografías de la Tierra desde el espacio, habría alcanzado un nivel de masa a partir de la
década de 1970.
3
Citado en Crovi Druetta (2004, p. 41).
4
Es necesario aclarar que los autores referidos a continuación no utilizan el concepto de “comunidad” en el
sentido tradicional, es decir, como una solidaridad grupal localmente arraigada y alimentada por relaciones cara
a cara, que se opondría a la “sociedad” entendida como asociación racional, abstracta y orientada a fines
instrumentales, sino en un sentido más amplio, desligado de toda referencia territorial y de toda idea de
proximidad. La condición mínima para que pueda hablarse de comunidad sería la existencia de “experiencias
compartidas” (Giddens, 1990, p. 41) simultánea por cierto número de personas, lo que puede darse también a
distancia entre individuos y grupos territorialmente muy dispersas, gracias a las técnicas modernas de
comunicación. En este mismo sentido, Anderson (1991) habla de la “comunidad imaginada” que se caracteriza
por el sentimiento compartido de una “profunda camaradería horizontal”.
En consecuencia, estaríamos presenciando la intensificación de la toma de
conciencia del mundo como un “lugar único y singular que todos compartimos” (“the
world as a single place”) (Robertson, 1992, pp. 25-32).
Ahora bien, ¿qué es lo que se comparte a nivel global en términos de intereses
materiales o simbólicos para hablar en sentido propio de una “comunidad global” o, lo
que es lo mismo, de un “sentido de pertenencia global”? La respuesta, desde la
perspectiva cultural, sería la cultura mass-mediática, es decir, la cultura globalmente
difundida por los medios de comunicación masiva. El mundo debería concebirse entonces
como una comunidad global “mass-mediada”.
Como ejemplo del potencial unificador de las redes mundiales de comunicación,
podríamos tomar la experiencia de participación global producida por la transmisión en
vivo de ciertos eventos de masa vía satélite, como los organizados, en la década de 1980,
por Band Aid, Sport Aid, Live Aid, y el movimiento Free Mandela. Muchos de estos eventos
habrían tenido un contenido moral de alcance universal.
Sin embargo, muchos estudios ponen en duda el supuesto poder identificador de
la “cultura mass-mediada” a nivel global. Se señalan el carácter efímero, superficial y
transitorio de las alianzas ocasionales suscitadas por los media en el ámbito de sus
respectivas audiencias, por extensas que éstas sean. Además, si bien se puede aceptar que
los mass-media nos han abierto al mundo y constituyen instrumentos poderosos para
reforzar y alimentar identidades colectivas preexistentes, como las nacionales, por
ejemplo, hay que poner en duda su capacidad de crear “ex nihilo” identidades colectivas.
Esta incapacidad radica en el tipo de experiencia y de comunicación que pueden
proporcionar los mass-media: se trata siempre, sobre todo en el caso de la televisión, de
un modo de comunicación monológica, y no dialógica. Y resulta difícil concebir una
comunidad fundada en relaciones puramente monológicas, sin reciprocidad y sin la
posibilidad de un mínimo de intercambio dialógico entre los actores sociales.
“la cultura es ahora tan material como el mundo. A través del diseño y las
tecnologías, la estética ha penetrado ya el mundo de la producción moderna. A
través de la comercialización y el estilo, la imagen provee un modo de
representación y narrativización ficcional del cuerpo sobre el que tanto se
apoya el consumo moderno. La cultura moderna es, sin duda, material en sus
prácticas y modos de producción. Y el mundo material de las mercancías y
tecnologías es profundamente cultural” (Hall, 1993, p. 42).
La comunidad global
A manera de cierre
Estas consideraciones tratadas nos permiten elaborar algunas conclusiones: a
primera vista, la globalización de la cultura aparece como una realidad obvia que puede
comprobarse fácilmente con sólo mirar alrededor. Para ejemplificarla, se suele utilizar dos
tipos de discursos. El primero, enfatiza la diversidad y fragmentación de la cultura,
mientras que el segundo hace énfasis en la circulación mundial de los bienes culturales a
través de los medios masivos de comunicación. En el primer caso el discurso se configura
más o menos de la siguiente manera:
En el segundo caso, el discurso desarrolla más o menos la idea de que los mismos
artistas, las mismas películas y los mismos programas de televisión, distribuidos por el
mismo grupo de corporaciones transnacionales, son vistos en México, Río de Janeiro,
Nueva York y Londres. “El mundo es nuestra audiencia”, reza un slogan de Time-Warner.
Según el primer tipo de discurso, la cultura se vuelve “global” cuando ciertas
formas, influencias o prácticas culturales originarias de ciertos lugares claramente
localizables, se encuentran también en otras partes del mundo. Y desde el otro tipo de
discurso, la “cultura global” es una cultura homogeneizada, industrialmente elaborada y
difundida por el mundo entero por medio de los medios masivos de comunicación.
Es importante la propuesta de Renato Ortiz pues permite considerar a la
globalización de las sociedades y la mundialización de las culturas desde el abordaje de
otra noción de espacialidad: como un conjunto de planos surcados por procesos sociales
diferenciados. Esta mirada diferente permite relativizar la idea de cultura mundo, cultura
nacional, cultura local como si fueran dimensiones opuestas que interactúan entre sí, sino
más bien como realidades en las que el espacio debe estar anclado en la idea de
transversalidad.
El concepto de globalización fue motorizado en la década del ochenta por los
hombres de negocios, luego pasó a los medios de comunicación y al sentido común. En
líneas generales, una idea tan sencilla como que el mundo se está pareciendo cada vez
más, dado que en todas partes las computadoras, las tarjetas de crédito o las muñecas
Barbies tienen la misma significación, sirvió para “vender” las nuevas condiciones de la
cultura. En esta línea, Benetton, Ford o Coca Cola, serían universales porque ya no
tendrían nacionalidad alguna.
Al mismo tiempo, los teóricos de la publicidad (los constructores de sentido en las
sociedades contemporáneas) empiezan a divulgar la idea de que el mundo es cada vez
más parecido y por lo tanto más homogéneo, de allí que es necesario instrumentar nuevas
estrategias para que los expertos en mercadeo y publicidad, aprendan a mirar el mundo
como un mercado global.
La idea de espacialidades transversales postulada por Ortiz también nos permite
pensar en “territorialidades” desvinculadas del medio físico, permite entender por
ejemplo las similitudes existentes entre diferentes grupos sociales en distintas partes del
mundo, grupos para los cuales el marketing global “construye” un mundo igual y cuyas
vivencias, estilos de vida, costumbres similares les hace compartir la idea de vivir en un
mundo único. En esos espacios globales, para esos estratos sociales “desterritorializados”,
la cultura circula libremente más allá de toda atadura territorial.
Pongamos un ejemplo: ciertos segmentos juveniles pertenecientes a sectores
sociales medios o medio-altos, de la ciudad de Buenos Aires, pueden participar de
expectativas comunes con grupos situados en otras partes del mundo,
independientemente de sus orígenes espaciales. Se trata de segmentos cuyos estilos de
vida se han aproximado porque han sido socializados en torno a objetos de consumo
mundializados, vehiculizados por los mismos medios masivos de comunicación. Junto a las
realidades nacionales y de clase se encuentran estos “estratos sociales
desterritorializados” para los cuales las imágenes y los símbolos operacionalizados por una
cultura mundializada son inteligibles. Jeans, zapatillas deportivas, cantantes de rock, MTV,
constituyen la armazón que cohesiona a dichos jóvenes, una malla tejida en el horizonte
de la mundialización.
Si adoptamos la concepción simbólica de la cultura, asumiendo siempre el punto
de vista de los sujetos que se relacionan con ella, podemos decir que:
Referencias bibliográficas
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