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Justicia penal y libertad femenina

Tamar Pitch1

En este escrito me ocuparé de si, cómo y con qué costos y beneficios las mujeres pueden recurrir al
derecho y a la justicia penal para tutelar sus derechos y motorizar sus exigencias de libertad. Esto significa
que no hablaré de cómo la justicia penal trata a las mujeres, ni de cómo el derecho penal las ve y las
construye.
La relación entre las mujeres y el derecho es una relación controvertida y difícil. Más difícil aún es la relación
entre el feminismo, como movimiento y horizonte de pensamiento, y el derecho penal.
Antes de entrar en el fondo del asunto, debo definir qué es lo que entiendo, a los fines de esta relación, por
“derecho” y por “feminismo”, ya que no creo que haga falta defininir la locución “mujeres”.
Por “derecho” entiendo aquí el derecho positivo, específicamente el derecho puesto por el Estado y por los
órganos que a él se refieren. En cuanto a “feminismo”, es evidente que hay muchos feminismos y muy
diferentes entre sí. De todos modos, lo que los une es la referencia a un horizonte que conjuga reflexión y
política, o, mejor, una reflexión que parte de la política y actúa sobre ella.
El feminismo contemporáneo nace, como movimiento político, en las sociedades occidentales, luego de que
las mujeres alcanzaran la plena emancipación, es decir, la titularidad de los derechosy la igualdad formal
con los hombres, a través de luchas que duraron más de un siglo, dirigidas contra y a través del derecho. La
cuestión que este feminismo plantea, de hecho, es la del perdurar de una subordinación, de una
discriminación, y más a fondo, de una sustancial ilibertad femenina, a pesar de la titularidad de los derechos
y de la igualdad formal.
El análisis crítico del derecho y los derechos llega a tres “conclusiones” muy diversas entre sí. Hay quien
dice que se necesita todavía más derecho, nuevas leyes, nuevas y diferentes normas; otras sostienen,
inversamente, que del derecho y de los derechos debemos desconfiar, ya que son construidos a medida
masculina; unas terceras afirman que la libertad y la autonomía femeninas nada tienen que ver con el
derecho y los derechos, y que por el contrario hace falta apuntar a la construcción de una subjetividad
femenina a través de una política que meta en el centro las relaciones y margine, incluso vacíe, el derecho y
los derechos. En Italia, por ejemplo, ya en ocasión de la batalla por la legalización del aborto, en los años
setenta, muchas voces han sostenido la inconveniencia de hacerse “legisladoras” sobre el cuerpo de las
mujeres. Ya aquí emergían dos cuestiones diferentes: por un lado, que cualquier ley habría traicionado las
complejas demandas femeninas, que vinculaban la posibilidad de abortar legalmente a la sexualidad más
que a la maternidad y que por lo tanto veían la legalización como un primer paso hacia el reconocimiento de
una plena responsabilidad femenina en orden a la procreación, paso necesario en la dirección de libertad y
de la autonomía. En contraste, la legalización era vista y llevada adelante en el debate público como un
remedio al problema social del aborto clandestino. Por otro lado, el rechazo de ser, en primera persona
como movimiento feminista, portadoras de normatividad y normalización, en particular sobre una cuestión
que se refería y se refiere a las relaciones con los hombres. Cuestiones que volverán a entrar en escena
con más fuerza en ocasión de la campaña para una nueva ley de violencia sexual, en la cual se intentaba
utilizar el derecho penal.
De hecho, el derecho penal plantea, o mejor dicho, planteaba, más problemas aún. Las discusiones se han
centrado sobre todo en la conveniencia de nuevas y más severas normas contra la violencia sexual y la
violencia doméstica, y no sólo en la criminalización del acoso sexual. En los Estados Unidos se ha discutido
incluso la prohibición de la pornografía como modalidad de discriminación contra las mujeres. Lo que estaba
en discusión, además de la utilidad empírica, de la eficacia, del derecho penal para enfrentar en serio estos
fenómenos, era la reducción de las mujeres al rol de víctimas, la necesaria simplificación del significado de
la sexualidad y de la relación entre los sexos y, por lo menos al comienzo, la cuestión de la oportunidad del
uso de un instrumento típico de la represión institucional por parte de un movimiento cuyo objetivo es la
libertad femenina: en otras palabras, la escasa radicalidad de un movimiento que, de tal manera, legitima la
justicia penal y al Estado mismo.
Al derecho penal le son imputables por lo menos tres objetivos distintos: el primero, y el fundamental según
la cultura jurídica, es la prevención general, es decir la disuasión, a través la amenaza de pena, de la
comisión de lesiones a bienes y derechos configuradas como delitos. Sin embargo, le son atribuibles por lo
menos otros dos: uno simbólico y el otro cultural, y en cierto sentido pedagógico. El uno se refiere a la
construcción, o más bien a la asunción solemne del hecho o fenómeno penalizado como “mal”
colectivamente reconocido como tal; el otro, al cambio de las actitudes, de los modelos culturales difundidos
confrontando aquel fenómeno.
Existen, de todos modos, costos que se deben pagar al recurrir al derecho penal, como he anticipado.
Entrando más directamente en el fondo del asunto: la simplificación del fenómeno penalizado es necesaria,

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“Giustizia penale e libertà femminile”, traducido del italiano por Sebastián Guidi, corregido por Ana Clara
Piechestein.
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porque éste debe ser traducido al lenguaje normativo y así, sobre todo el lenguaje penal, requiere claridad y
precisión en la calificación del fenómeno mismo, para evitar una excesiva discrecionalidad de los jueces.
Esta traducción no puede ser sino una traición, al menos en parte, en el sentido de que las demandas, a
menudo complejas, provenientes de sujetos colectivos, refieren usualmente a proeblemas sociales y
culturales con muchas implicancias que, inevitablemente, se pierden en esta traducción. Se pierde además
la complejidad del contexto: el lenguaje penal, la lógica penal, construyen una escena antagonista en la que
se confrontan dos únicos actores, los ofensores y las víctimas, ambos, al menos idealmente, despojado de
cualquier otra connotación. En particular, se los despoja del sexo/género al que pertenecen: todos,
idealmente, pueden ser ofensores, todos, idealmente, pueden ser víctimas. En lo que respecta a los
ofensores, a ellos les queda sólo la capacidad de tener intenciones y entenderlas, mientras que las víctimas
son definidas como tales precisamente en razón de haber sufrido una lesión a sus derechos o bienes, lesión
que puede ser, y a menudo es, construida como si fuese algo puntual y singular. Doy el ejemplo de la
violencia sexual en Italia: la campaña de buena parte del movimiento feminista para una nueva ley, más
severa, ha tenido como resultado, en algún sentido inevitable, la desaparición de la connotación sexual y
sexuada de este fenómeno. La víctima de la violencia sexual puede ser cualquiera, y en particular en el
caso italiano, las víctimas son ubicadas junto a los menores y a quienes no tienen la capacidad de dar el
consentimiento a la relación sexual. Lo mismo para los ofensores: no son calificados, obviamente, como
varones, y se pierde además la complejidad y la ambivalencia de las relaciones sexuales.
Al dirigirse al derecho penal, especialmente en lo que se refiere a cuestiones y problemas vinculados con la
sexualidad y las relaciones entre los sexos tradicionalmente dejadas a la costumbre, a la tradición, a la
obviedad de lo dado por descontado, las mujeres pretenden evidentemente sustraer estas cuestiones de la
“obviedad”, pero, al mismo tiempo, activan otros dos problemas que pueden tener consecuencias no
deseadas. Por un lado, y esto es particularmente verdadero en lo que respecta a la violencia sexual, a los
acosos en los lugares de trabajo y estudio y a la violencia doméstica, se atribuyen el estatuto de “víctimas” y
junto con ello proclaman su “inocencia” y pasividad. Es sabido, de hecho, cómo en el sentido común
tradicional las víctimas de violencia y acosos sexuales son vistas como cómplices, si no como verdaderas
instigadoras y provocadoras de lo que les pasa. El estatuto de víctima, por el contrario, está connotado por
la propia inocencia. En su sentido más pleno, es víctima quien nada ha hecho para “merecerse” el mal que
le fue infringido. Esto es más cierto aún para la violencia doméstica, que en buena parte de la cultura
masculina tradicional no es percibida como tan, sino más bien una modalidad lícita de control de las
esposas e hijas rebeldes a la autoridad masculina.
Sin embargo, la asunción del estatuto de víctima es problemático en dos sentidos: porque, además de
implicar inocencia implica pasividad, y porque, como decía antes, simplifica el contexto y la complejidad de
las relaciones entre los sexos. El mismo protagonismo femenino, si es reducido a la voz en cuanto víctima,
termina por necesitar siempre nuevas demandas de penalización para mantenerse como tal. Cuando esto
no resulta posible, arriesgan su desaparición de la escena pública.
Por otro lado, y complementariamente, el recurso al derecho penal restituye la responsabilidad al ofensor
donde a menudo las violencias contra las mujeres son reconducidas por la influencia de condiciones
sociales o contextos culturales particulares. Justamente por esto, y tratándose del derecho penal, se insiste
en una individualización de la responsabilidad, y existe el riesgo de aplastar el escenario en el cual las
violencias pueden darse en un enfrentamiento singular entre la intencionalidad malvada del ofensor y la
víctima inocente y pasiva.
Ciertamente, todo esto es muy potente en el plano simbólico, y yo sostengo que es precisamente por este
potencial simbólico que muchos sjetos colectivos ha recurrido al derecho penal para legitimar las propias
exigencias. No es tanto por la eficacia práctica de las nuevas normas que están en juego, sino por su
eficacia simbólica: la reconstrucción que ellas hacen de aquello que antes era obvio y dado por descontado
como un mal grave, colectivamente asumido como tal.
De todos modos, quedan por considerar otras cuestiones. Este tipo de recurso al potencial simbólico del
derecho penal se inserta en un contexto político, social y cultural que impone reflexiones. Me refiero a la
tendencia, hoy hegemónica en el plano ideológico y cultural, a la individualización y la privatización de la
responsabilidad. Mucho de lo que hasta hace no mucho tiempo era ubicado en el ámbito de la
responsabilidad colectiva, social e institucional es hoy redefinido como responsabilidad del individuo, que se
adquiere en el mercado privado. Esto ha importado la redefinición de muchos problemas como personales y
privados, más que sociales, y ha conducido a una concepción del buen ciudadano/a como aquél o aquélla
que está en condiciones de enfrentar solo/a los eventos de la vida. La autoasunción, si no la proliferación,
del estatuto de víctima es sólo una parte. Donde la noción de opresión hacía referencia a toda una biografía
y a un contexto complejo de relaciones incluso jerárquicas que reconocían su causa en el poder y la
desigualdad social y económica, la noción de víctima exige un acontecimiento puntual del cual es
responsable alguien con nombre y apellido, cuya responsabilidad es individual, suya propia, y la cuestión de
la desigualdad y la del poder tienden a ser puestas entre paréntesis.
Además, las recurrentes campañas de alarma social legitimadas por el derecho a la seguridad de los
ciudadanos se valen precisamente de este constructo, apoyándose en vastas inquisiciones de victimización,
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donde es “víctima” quien quiera que haya sufrido cualquier tipo de delito o incivilidad. Son campañas que
ponen una sordina sobre las eventuales causas sociales de la criminalidad o incivilidad y que apuntan a una
prevención construida prevalecientemente por medidas de esterilización y vigilancia del territorio, así como
también por la responsabilización de las potenciales víctimas a fin de que eviten las situaciones que podrían
someterlas al riesgo de sufrir delitos.
Lo que quiero decir, en suma, es que el recurso al potencial simbólico del derecho penal no es jamás
inocente, y debe ser consciente de las derivaciones simbólicas y culturales, así como prácticas, que puede
conllevar. La legitimación del derecho penal que puede provenir de las mujeres y del feminismo puede tener
efectos perversos sobre la autoconsciencia, en el sentido de sí mismas de las mujeres, ya sea sobre el tipo
de acción política que ellas emprenden o sea finalmente, de modo más general, sobre el clima cultural ya
demasiado marcado por la respuesta represiva que se le da a la sensación de inseguridad difundida en
nuestras sociedades.
Debo decir que, vista desde Italia, la situación española aparece como una especie de espejismo. Bien
puede darse que aquello que he dicho hasta aquí y que me viene, más que de las lecturas, de las
experiencias italianas de los últimos treinta años, tenga mucho menos sentido en España. Conozco poco
del feminismo español pero, como muchos italianos y sobre todo italianas, me impacta la laicidad y la
liberalidad de algunas de vuestras leyes recientes, en particular aquélla sobre matrimonio gay y aquélla
sobre la procreación médicamente asistida, que dan testimonio de una apertura social y cultural frente a las
llamadas “diferencias”, pero también de una puesta en práctica y una valorización de las instancias de
libertad femenina, absolutamente inconcebibles en Italia.
Esto no quita, naturalmente, que por lado, como se sabe, no bastan normas jurídicas para una política de la
libertad femenina; así como, por otra parte, las mismas normas pueden tener consecuencias inesperadas y,
como decía, hasta perversas en relación a esta libertad.
El ejemplo que se me ocurre es el de lo que sucedió en Italia a propósito de la ley que disciplina las técnicas
de fecundación médicamente asistida, una ley absurda, inaplicable, lesiva de derechos constitucionalmente
protegidos, como a la salud y a la igualdad. Bien, aun quienes se oponen más severamente a esta ley, y
han votado para derogarla en los referendum, tienden a olvidar no sólo cómo se pone en cuestión la libertad
femenina sino también la centralidad de la mujer, de la madre, en la procreación. Se ha discutido si la célula
fecundada debe ser considerada persona o no, eludiendo completamente el hecho de que, como quiera
definirse a esta particular célula, ésta no puede ni podrá nunca ser nada sin un cuerpo pensante de mujer,
es decir, sin una mujer que acoja dentro de sí y haga un ser humano de un proyecto de vida meramente
biológica. ¿A qué le es imputable este “olvido”? Existen por cierto muchas posibles respuestas y, en efecto,
muchas se han dado. De todos modos, yo querría aquí poner de resalto una, tal vez no la más importante,
pero sí aquélla que me permite mostrar la ambigüedad y las posibles consecuencias perversas de una
política demasiado orientada hacia el uso del derecho y los derechos.
La actual centralidad, en el imaginario y en el discurso público, del embrión, su construcción como algo
autónomo de la madre –el Comité Nacional de Bioética, hace años, lo ha llamado “uno de nosotros”– está
vinculado a una derivación de la lógica y del lenguaje de los derechos, no por casualidad evocados por el
feminismo italiano al mismo tiempo que la lucha por la legalización del aborto. Esta lógica, que tiende a
elegir la interdepedencia en una relación asimétrica y potencialmente antagonística entre dos sujetos de una
relación, ha importado en principio la construcción del feto como potencial víctima de la madre y luego su
subjetivación que fue extendida del feto a la célula apenas fecundada, el llamado “concebido” de la ley
sobre técnicas reproductivas.
En lo que respecta las mujeres, y las feministas en particular, aunque muchas hayan continuado
reflexionando y discutiendo en torno a la sexualidad, corporeidad, maternidad etc., esta reflexión y discusión
no ha ayudado a que emerja públicamente la larga campaña por una nueva ley sobre la violencia sexual, en
la cual, por fuerza de las cosas, lo que se ponía de resalto no era la ambivalencia y la complejidad de las
relaciones entre los sexos y de la misma sexualidad como algo intrínsecamente dañoso y peligroso,
permisible sólo entre adultos perfectamente conscientes.
Todo esto ha comportado otro problema, tal vez ineludible, pero que debemos tener presente: el feminismo
se ha hecho y se hace, de este modo, productor de normas sobre lo que está bien y lo que está mal en la
sexualidad y en las relaciones entre los sexos, ayudando, así sea involuntariamente, a limitar la libertad y la
subjetividad en la materia. Nada nuevo, si pensamos en las batallas por la social purity del siglo XIX, pero
drásticamente contraria a las motivaciones profundas del feminismo nacido en los años setenta del siglo
pasado.
Lo que pretendo decir es que, si las buenas leyes son necesarias, ya sea desde el punto de vista de la
tutela empírica que pueden proveer, o desde el punto de vista de su significado cultural y simbólico, de
todos modos no son las leyes, y ni siquiera las campañas para obtenerlas, las que pueden producir la libre
subjetividad femenina, ni dotar a esta subjetividad de autoridad y voz en el plano del debate público.
Muchas, al menos en Italia, en estos años han demandado, más que nuevas leyes, los llamados “vacíos de
derecho”, entendiendo probablemente que lo que es necesario para las mujeres es el espacio para actuar
en autonomía más que una tutela jurídica que amenaza con invadir esferas cada vez más vastas de la vida
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cotidiana y de las relaciones interpersonales. Una idea similar está contenida en la concepción de un
“derecho dúctil” propuesta por el constitucionalista italiano Gustavo Zagrebelski ya en 1993, según el cual
en las sociedades pluralistas el respeto a las normas, valores, proyectos de vida y concepciones del bien,
resulta necesario dejar amplios espacios de autonomía a los individuos y a los grupos, en el interior de un
marco de principios, éste sí rígido, al cual deberán adecuarse. Es decir, y esto es importante para los países
con derecho escrito, países en los que la ley prevalece por sobre la jurisprudencia, el derecho dúctil da
prevalencia a la constitución y a los tribunales, por sobre la legislación.
Hoy, frente a los cambios sociales y políticos pero todavía más por los cambios científicos y tecnológicos
cada vez más acelerados, cambios que cambian irreversiblemente nuestra propia antropología, el reclamo
por un derecho dúctil se hace cada vez más fuerte y difundido. Lo comparto, o por lo menos comparto la
inspiración, ya que dejar la decisión jurídica al caso a caso jurisprudencial no puede resultar siempre y para
todas las materias. Y mientras derecho dúctil no signifique deregulation en el sentido neoliberal del término,
y no deje todo el espacio jurídico a la lex mercatoria, y mientras se tenga presente que entre los derechos
fundamentales no están sólo aquéllos de libertad sino los sociales, cuya implementación es indispensable,
aunque hecha de modo diferente a la difusa burocratización y administración de la vida con la cual ha
estado mal hecha hasta ahora, existirá el reclamo por una autonomía individual entendida como posibilidad
de proyectarse, no en abstracto, pero a partir de quien se es, de los vínculos y relaciones entre el cuerpo y
el sexo en el que nos encontramos.

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