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Los teólogos han intentado explicar en qué consiste esta “inhabitación” del
Espíritu Santo en el alma del justo. El problema teológico estriba en el hecho de
que Dios no puede entrar en composición con ningún ser creado, porque es
infinitamente simple y trascendente.
Al intentar explicar esta realidad, algunos cayeron en el panteísmo al decir que el
cristiano quedaba transformado o absorbido por Dios.
Pio XII dice que es un misterio profundísimo (DS 3814-3815). Mirado desde el
punto de vista de Dios, pertenece al misterio de la comunicación que hace Dios
de su propio ser personal. Mirado desde el punto de vista del hombre, la
inhabitación pertenece al misterio de la elevación de la criatura racional hasta
el punto de ser introducida en la vida íntima de Dios.
Santo Tomás de Aquino intenta explicar esta realidad diciendo que Dios habita
en el hombre por los actos de conocimiento y amor de Dios que realiza el propio
hombre alcanzando su fin último. Según nos dice Santo Tomás, Dios Trinidad
estaría en el hombre como “lo conocido en el que conoce y lo amado en el que
ama”. Esta teoría fue criticada debido al hecho de que no quedaba claramente
expuesto el hecho de que la inhabitación la opere el mismo Dios, y más parece
que es atribuible al alma humana. Con todo, no debemos entender la teoría
tomista de un modo simplista. Se han hecho estudios profundos sobre el
verdadero pensamiento de Santo Tomás en donde se revela con claridad que la
presencia de las Personas divinas no es sólo intencional “como lo conocido en el
cognoscente o el amado en el amante,” sino que es fundante u ontológica, es
decir que existe una relación concreta con cada Persona Divina más allá de que
sea conocida o amada.[1]
San Juan de la Cruz da un paso más y cabalga entre la teología y la mística. San
Juan nos dice que la inhabitación de Dios en el justo sería una “presencia divina
como participación del ser humano en las relaciones intradivinas”. El
hombre, injertado en Cristo (Jn 15: 1-8) es introducido en el seno de Dios
trinitario, para vivir la vida íntima interpersonal de Dios. Lo expresa
poéticamente en su “Noche oscura”:
Como es de suponer, el seguimiento del Esposo, a fin de estar a solas con Él, no
acaba en eso. La entrega mutua en totalidad culmina en la fusión o identificación
de las vidas de los amantes, como puede verse sobre todo en los textos
eucarísticos de San Juan. Si cada uno de ellos entrega al otro la propia vida es
lógico que ambos vivan entonces una sola y la misma: “Quien come mi carne
y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Como el Padre que me envió vive y
yo vivo por el Padre, así quien me come también él vivirá por mí. . .” (Jn 6: 56-
57) “Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto
por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis
en mí” (Jn 15:4).
Teniendo en cuenta además que esta identificación está muy lejos de ser
puramente moral. El camino señalado por los textos citados induce por el
contrario a pensar que, en el amor divino–humano, la unión de los amantes es
semejante, o de naturaleza análoga, a la que el Padre tiene con el Hijo en el
seno de la Trinidad, o a la que el sarmiento tiene con la vid.
Sin embargo todavía hace falta intentar profundizar más en el misterio, a fin de
indagar en la estructura de una unión en la que el alma, si bien no se convierte
sustancialmente en Dios —no podría hacerlo en modo alguno—, llega a ser Dios
por participación. O dicho de otro modo: ¿Qué puede significar exactamente
llegar a ser Dios por participación aunque sin convertirse en Él sustancialmente?
¿Qué sentido y qué alcance tiene la expresión revelada “participación en la
naturaleza divina” de 2 Pe 1:4?
Debe tenerse siempre bien presente que la unión o fusión de vidas, que de
modo tan admirable tiene lugar en el amor divino–humano, no supone de
ninguna manera la pérdida de la personalidad por parte de cualquiera de los
amantes. Lo que sucede es más bien lo contrario, pues el amor es la forma de
reafirmar y fundamentar la personalidad, si cabe utilizar un lenguaje impropio
pero encaminado. Además de que tal absorción de la personalidad del uno por
parte del otro haría imposible el amor, el cual se realiza siempre en la oposición
de dos personas, absolutamente distintas como tales y que por eso mismo pueden
tratarse mutuamente de tú y yo. Si en el amor no existieran personas distintas, y
aun opuestas como tales, no cabría la posibilidad de que cada una de ellas saliera
de sí misma para entregarse a la otra. La entrega amorosa sería impensable allí
donde no hubiera alguien capaz de recibir tal entrega, desde el momento en que
no puede haber donación y recepción sino entre personas diferentes.
Como nos dice el adagio filosófico “operare sequitur esse” (el obrar sigue al ser).
Que dicho de un modo más sencillo, cada individuo actúa de acuerdo a su
naturaleza. Es decir: es propio del perro, ladrar; del gato, maullar, etc… A esta
nueva naturaleza que recibimos en el bautismo le corresponde un modo de
actuar que le es propio. Ya no es un modo de actuar meramente natural o
humano, sino sobrenatural o divino.
Precisamente por esta nueva naturaleza que recibe, y que le hace partícipe de la
naturaleza divina (2 Pe 1:4), el cristiano es capaz de amar y de perdonar como
Cristo:
Y por eso Jesucristo nos puede pedir que busquemos la perfección: “Por eso, sed
vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5: 48).
Es por ello que tenemos que abandonar nuestro antiguo modo de vivir y pensar
para adquirir el modo de pensar y vivir de Cristo:
Si así lo hacemos, nuestra vida comenzará a dar los nuevos frutos del
Espíritu: “Los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la
longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia.
Contra estos frutos no hay ley. Los que son de Jesucristo han crucificado su
carne con sus pasiones y concupiscencias. Si vivimos por el Espíritu, caminemos
también según el Espíritu” (Gal 5: 22-25).
[3] J. A. Jorge García-Reyes, Dios Uno y Trino, Shoreless Lake Press, USA,
2010.