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El niño en el monte

Por Lucas Yuge

Cuando Helena asomo la cabeza por la ventana del rancho supo con

seguridad tres sencillas cosas: Que era la una de la tarde, que el sol

abrazaba con ferocidad todo el suelo misionero y que su pequeño hijo

había desaparecido.

Casi terminaba de lavar los platos cuando el silencio llamó su atención.

Al no escuchar las peleas habituales con sus hermanas mayores, lo

llamó varias veces por su nombre, hurgando con la mirada la legendaria

arboleda que rodeaba la casa; laureles, lapachos y alcanfor. Salió del

rancho con un sabor amargo. Rodeó la vieja construcción hasta llegar a

la capuera que había crecido luego del rozado de años anteriores.

—¡Mariano! — Volvió a gritar con un dejo de desesperación.

El rancho, característico en la zona, construido con costeros, sobre

troncos a unos sesenta centímetros del suelo, servía para nivelarlo y

prevenir la entrada de alimañas al interior, era el lugar preferido de los

perros que buscaban el fresco y donde proliferaban las pulgas y

garrapatas. Se agachó con la esperanza de hallarlo ahí pero solo

encontró algunas gallinas devorando los restos del almuerzo que se

habían filtrado por las rendijas del piso de guatambú.

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Se dirigió al viejo galpón sin paredes donde el muchachito solía jugar a

“la escuela” junto a sus hermanas, entre unas mesas improvisadas y

toras de leña que utilizaban como asientos.

Lo llamó otra vez, pero no obtuvo respuesta. De pronto escuchó a sus

hijas que jugaban en el gallinero.

—¡María, Teresa!— Las llamó.

Las guainitas corrieron a su encuentro.

—Su hermanito no está—, dijo venciendo el nudo que se le

formaba en la garganta. Y las tres recorrieron los trillos que se perdían

hasta la casa de algunos vecinos más cercanos, preguntaron a los pocos

que todavía no se habían acostado a dormir la siesta. Alejándose más y

más de la casa hasta enfrentarse a la entrada del monte.

La madre inspiró hondo y cruzó los límites hasta donde las ortigas

bravas, que crecían entre las caraguatás, helechos y güembés le

permitieron.

—Mariano—. Gritó ya sin fuerzas, conteniendo el llanto. Regresó

sin importarle la urticante quemazón producida por las ortigas en sus

pies.

El padre volvió a las seis de la tarde, y se unió desconsolado a las

hordas de vecinos que buscaban al niño. Entrada la noche irrumpió la

policía, tomó nota de la denuncia y prometió ayudar.

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—¿Cómo va a pasar la noche?— Se preguntaba la madre

abrazando a sus dos hijas,-- Y si le picó una yarará. ¿Dónde se metió

éste gurisito?

Mariano tenía solo tres años, medía menos que un metro y se

caracterizaba por sus ojos marrones oscuros contrastados por cabellos

pajosos y amarillos, la sonrisa de niño pícaro detrás de una cara

siempre pintada de tierra y algún moco restregado hasta las mejillas.

Aquella tarde estaba sin remera y descalzo, solo vestía pantaloncitos

viejos. Jugaba tranquilo con alguna rama e improvisados autitos

hechos de imaginación, mientras su madre lavaba los platos en una

palangana de plástico verde, sin bordes, usando jabón blanco que

frotaba con ayuda de una esponja vieja sobre los cubiertos. Los chicos

sabían que luego, comenzaba la “hora de la siesta”, ante lo cual no

existían excusas.

Esa noche pasaron en vela, y tampoco hubo apetito a la hora del

almuerzo, al día siguiente. La madre no tenía ánimos de cocinar

siquiera un medio guiso y las nenas arrancaron algunas mandarinas

verdes para llenarse la panza. Los oficiales, que desde temprano

penetraron más profundo en el monte no traían ninguna noticia.

La primera cuadrilla de voluntarios regresó a las cinco de la tarde

blandiendo sus machetes empapados de sabia verde y barro. Cabizbajos

evitaban los ojos de la madre.

Veinticuatro horas que lentamente se volvieron cuarenta y ocho. Las

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turbas de vecinos ya merodeaban tres kilómetros dentro del monte,

matando víboras, sorteando arroyitos, haciendo caminos a machetazos,

cortando enredaderas, pero sin noticias de Mariano.

El padre no fue a trabajar por segundo día, solo tenía cabeza para la

desesperación. Cuando todos dejaron de avanzar él continuó

desgarrando la arboleda en sondeos más extensos que los anteriores,

cuatro luego seis kilómetros en las entrañas del erial y se encontró

acompañado solo por dos oficiales y un amigo que trataban de

convencerlo.

—Volvé Miguel, tu hijo no pudo ir tan lejos.

—Entendé que no puedo —respondió herido—, mi hijo está por

acá en algún lado.

—Sí—, respondió el segundo oficial incrédulo—, pero no tan lejos

mi amigo, es imposible.

Oídos sordos y unos cuantos metros más adelante cumplieron setenta y

dos horas desde la desaparición.

La madre abarrotada de culpa esperaba en el corredor mientras

sostenía una última esperanza, no había comido nada desde el

incidente. Las hermanitas de seis y ocho años permanecían igual de

tristes, no fueron a la escuela ni interfirieron con la tristeza de su

madre. Solo trataron de alejarse a la sombra de los naranjos, cebarle

algún tereré y comer los mendrugos de pan que eran cada vez más

escasos.

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Llegada la noche un revoloteo de linternas se aproximaba a la casa, y el

vocerío de hombres resonaba con mayor fuerza, a Helena le pareció raro

ya que los anteriores días solo volvieron en silencio y alguno de los

policías movía la cabeza en negación evitando frases innecesarias.

Ésta noche todo era diferente. Venían con prisa, saltando dentro del

estómago de la selva.

Quince minutos y ella no aguantó la curiosidad, caminó tastabillando

hacia la entrada al monte cuando su marido apareció cargando una

chaqueta policial y dentro de ella a Mariano.

Helena se agitó, corrió, tropezó y se levantó en el mismo segundo, tomó

a su hijo en brazos llorando, propinándole besos, acurrucándolo sobre

su pecho. Luego regresaron al hogar, el padre se quedó afuera

rellenando algunos papeles policiales.

Ella acercó a Mariano a la luz de un foco, y lo observó. Seguía igual de

sucio, no tenía heridas a pesar de lo dicho por los policías: “Lo

encontramos a ocho kilómetros, dentro de un pozo a casi dos metros de

profundidad”.

—¿Cómo te perdiste Mariano? ¿Cómo te fuiste tan lejos?

El niño sonrió con inocencia y respondió con una sola palabra.

—Yasy.

Publicado en el Diario Primera Edición del 12/04/2015

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