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La morada cósmica del hombre: Ideas e investigaciones sobre el lugar de la Tierra en el Universo
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La morada cósmica del hombre: Ideas e investigaciones sobre el lugar de la Tierra en el Universo

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Si bien no es un tratado de cosmología ni de las teorías acerca del origen del Universo, sí se hace un recuento histórico de las diversas teorías desde la Antigüedad hasta nuestros días; pero también trata de nuestra galaxia y de otras galaxias más lejanas; de nuestros astros conocidos, el Sol y la Luna, y de cuerpos celestes más extraños, como los cuasares y hoyos negros, para que el lector obtenga un panorama de la astronomía.
LanguageEspañol
Release dateMay 9, 2013
ISBN9786071603647
La morada cósmica del hombre: Ideas e investigaciones sobre el lugar de la Tierra en el Universo

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    La morada cósmica del hombre - Marco Arturo Moreno Corral

    cósmico.

    I. El amanecer de la astronomía

    Introducción

    LA EXISTENCIA de los primeros conglomerados humanos ya organizados en sociedades sedentarias se remonta a unos 10 000 o 15 000 años. En comparación con el tiempo que dura una vida humana ese periodo parece muy grande, pero si se le mide en relación con la edad que ahora sabemos tiene la Tierra, o con el tiempo que se estima ha tomado el proceso evolutivo del homo sapiens, realmente es tan pequeño que no deja de asombrar que en tan breve periodo el hombre haya alcanzado un desarrollo cultural tan amplio.

    La observación de la bóveda celeste[1] siempre ha calado hondo en la conciencia humana, pues por su inmensidad y aparente inmutabilidad ha servido como un recordatorio permanente de la pequeñez y temporalidad del hombre (figura 1). De sólo alzar la vista hacia el cielo estrellado han surgido algunas de las preguntas fundamentales que la humanidad se ha hecho a lo largo de toda su existencia. Cuestiones que de una u otra forma han tenido que ver con el lugar que el hombre ocupa en el Universo, así como con su origen y su estructura. Por sus implicaciones, esa acción tan sencilla de ver el cielo ha estado fuertemente ligada con el crecimiento intelectual experimentado por la humanidad en los últimos milenios.

    Figura 1. La bóveda celeste como sería vista durante el verano por un observador situado en una latitud similar a la ciudad de México. Se muestra también la trayectoria aparente que siguen las estrellas en su movimiento de este a oeste.

    Las respuestas que cada grupo humano ha dado a interrogantes tales como: ¿de dónde sale el Sol cada mañana y a dónde va cada tarde?, ¿qué son las luminarias nocturnas?, ¿por qué la Luna cambia su aspecto día a día? y ¿qué tan vasto es el cosmos?, han sido variadas y necesariamente condicionadas por su experiencia, y aunque ahora muchas de esas respuestas parecen elementales, o incluso ridículas, en su momento tuvieron el enorme valor de ser el resultado de una verdadera síntesis intelectual de conocimientos —fundamentalmente prácticos— logrados por los pueblos primitivos. Por esta razón se deben juzgar en ese contexto, pues de otra manera se corre el peligro de interpretar incorrectamente los logros más trascendentes de las antiguas civilizaciones.

    El presente capítulo sirve para mostrar algunas ideas y conceptos que el hombre primitivo forjó a partir de sus observaciones de los cuerpos celestes, así como la interpretación que dio al tratar de entender su lugar en el Universo.

    El largo camino

    La antropología, la historia y la arqueología han mostrado que las primeras sociedades humanas pensaban que el mundo se encontraba poblado por espíritus que controlaban todos sus ritmos vitales. Esta concepción proveyó a dichos grupos de una explicación animista sobre los fenómenos de la naturaleza, surgiendo así un complejo universo mágico. El animismo o culto de los espíritus fue un método universal de explicación simple que se originó en forma natural sin necesidad de una invención consciente o deliberada. Ofreció a sus practicantes un esquema congruente que, además de darles un enfoque amplio para su futuro desarrollo, les proporcionó un poder predictivo adecuado a sus circunstancias, otorgando a esos primitivos grupos humanos un relativo control sobre su mundo. En esencia, el animismo introdujo la creencia de que toda manifestación de vida o movimiento era debida a la presencia de espíritus que se posesionaban de los animales, las plantas y las cosas. Espíritus que manifestaban su poder a través de las violentas fuerzas desencadenadas durante las tormentas, tempestades, erupciones, sequías y otros fenómenos naturales. Evidentemente, estas explicaciones tan sencillas sobre el mundo que rodeaba a esos grupos primitivos fueron resultado del escaso acervo intelectual de que disponían en los albores de la civilización. La acumulación lenta, pero constante, de conocimiento, durante los primeros milenios de desarrollo de esas sociedades, hizo que el universo mágico se fuera transformando, perdiendo su simplicidad original, lo que culminó en cambios sobre su visión del mundo. Paso a paso, el universo mágico evolucionó hacia un universo mítico, donde dioses y héroes humanos o semihumanos forjaron un cosmos más complicado.

    La complejidad adquirida con el paso del tiempo por sociedades como las que florecieron en las márgenes de los ríos Tigris y Éufrates, el Nilo o el Ganges, o en las planicies y montañas de China, Grecia, Mesoamérica o el Perú, se reflejó directamente en las explicaciones que sobre el cosmos produjeron tan diversas civilizaciones. En sus mitologías fue factor común y permanente la lucha entre las fuerzas del bien y del mal, representadas por dioses portadores de luz o de tinieblas, respectivamente. Las concepciones cosmogónicas de esos pueblos surgieron como un concepto de equilibrio (o desequilibrio) entre ambas fuerzas, naciendo entonces algunos de los mitos más bellos que ahora se conocen sobre el origen del Universo. Al analizar esas ideas es posible entender en buena medida la relación tan íntima que surgió entre el hombre y su visión del mundo, lo que a su vez explica mucho del comportamiento social de esos núcleos humanos.

    La implantación en Occidente de la idea monoteísta judeo-cristiana propició la aparición de una visión del cosmos como algo perfecto y terminado, surgido sólo por el deseo de Dios, concepción que dominó el pensamiento europeo por más de 1 000 años. Esa visión de un universo perfecto, que por lo mismo era inmutable, fue una de las principales causas que ocasionaron la construcción de una sociedad tan rígida y cerrada como la que prevaleció en Europa durante la Edad Media.

    Las contradicciones originadas por la inmovilidad de ese esquema filosófico a la larga obligaron a realizar una profunda reestructuración del pensamiento occidental, no siendo exagerado asegurar que en ese proceso de cambio social tan notable influyeron de manera importante los conceptos astronómicos que sobre el Universo comenzaron a surgir en Europa a partir del siglo XV.

    Primero en forma especulativa y posteriormente apoyado por observaciones cada vez más precisas, el llamado modelo heliocéntrico del cosmos fue adquiriendo fuerza. Éste, que en los últimos siglos ha sufrido constantes modificaciones y adiciones, se ha transformado para servir como base de una explicación racional más amplia sobre la naturaleza del Universo que, aunque aún es muy incompleta, ya proporciona respuestas científicas a algunas de las preguntas fundamentales que el hombre se ha hecho desde tiempo inmemorial. El surgimiento de un modelo cosmogónico que podía ser puesto a prueba mediante la observación propició un cambio profundo de mentalidad, por lo que su contribución no sólo fue en el terreno del conocimiento astronómico, sino que trascendió a otras disciplinas.

    Es importante hacer notar que la concepción antropocéntrica del Universo —de la cual la teoría geocéntrica es sólo un ejemplo— sigue teniendo un arraigo muy fuerte en la mente del hombre moderno, razón por la que el estudio del desarrollo de las ideas científicas también sirve para mostrar la lucha que el ser humano ha librado consigo mismo para superar viejos prejuicios y poder aceptar un papel modesto dentro del cosmos, el cual ahora puede percibir gracias a los modernos telescopios ópticos, radiotelescopios, satélites artificiales y sondas espaciales. Por otra parte, el cambio en los conceptos sobre el cosmos y el entendimiento de las leyes físicas que lo rigen ha sido tan rápido en las últimas décadas que es fácil perder la perspectiva histórica de ese proceso. Para resaltar este hecho mencionaremos que todavía viven personas que en sus primeros años de estudio aprendieron que nuestra galaxia constituía todo el Universo, y que si bien la Tierra ya no estaba situada en el centro de éste, el Sol y su sistema planetario sí lo estaban. Recuérdese además que fue apenas en 1930 cuando el astrónomo estadunidense Clyde W. Tombaugh (1906-1997) descubrió Plutón.

    Hace apenas siete décadas que el hombre tuvo la certeza de que nuestra galaxia era sólo una más entre un número inmenso de sistemas del mismo tipo formados por miles de millones de estrellas, y que ciertamente no ocupamos un lugar central en este universo recientemente descubierto. Gracias a los avances de la tecnología los astrónomos de la actualidad, siguiendo una tradición originada en las primeras civilizaciones, continúan trazando los mapas de distribución de estrellas y galaxias, abarcando distancias cada vez mayores. A medida que nuestros conocimientos aumentan, las ideas sobre la forma, la constitución y el origen del Universo se ven enriquecidas constantemente. Conceptos que eran populares entre los científicos hace sólo una década han sido puestos en duda, y seguramente serán desechados o modificados hasta adecuarlos a los nuevos descubrimientos. Este cambio continuo no debe interpretarse como un fracaso de los astrónomos en su búsqueda por resolver los problemas que se plantean, menos aún como una incapacidad de la ciencia para brindar respuestas definitivas, sino como parte de la evolución que nuestra concepción del Universo experimenta gracias al aumento constante de información, proceso que, por cierto, seguramente está lejos de concluir.

    Esto ha hecho que la cosmología[2] haya dejado de ser objeto de especulación filosófica, convirtiéndose en parte integrante de las ciencias naturales, por lo cual está sujeta a pruebas tanto teóricas como observacionales que permiten o permitirán decidir entre diferentes teorías cosmológicas, haciendo a un lado los argumentos metafísicos y apoyándose en la rigurosidad del método científico.

    Primeras ideas sobre la Tierra

    y los cuerpos celestes

    Nada sabemos acerca de las ideas que el hombre primitivo tuvo respecto a la naturaleza; sin embargo, sí sabemos que ya desde entonces se preocupó por algo más que comer, reproducirse y sobrevivir. Sus huellas, dejadas en gran número de sitios como cavernas y sepulcros, ya sea en forma de petroglifos, huesos tallados y otros objetos, muestran las inquietudes intelectuales del llamado hombre de la Edad de Piedra. No hay duda de que estos cazadores y recolectores observaron la bóveda celeste, pues sus representaciones en pinturas rupestres de soles, lunas, estrellas y posiblemente cometas y eclipses así lo demuestran. Algo que posiblemente nunca será totalmente conocido es qué ideas tenían sobre el Universo, su tamaño y el lugar que en él ocupaban, pero de los estudios comparativos de las culturas primitivas que todavía existen, como las de los aborígenes australianos, los de Borneo, del Kalahari o de la parte central de la selva amazónica, pueden inferirse muchas de las características sociales y culturales que hoy suponemos en aquellos grupos humanos primigenios.

    De esta forma, es posible saber algo sobre los primeros conceptos que los hombres primitivos tuvieron sobre su lugar en el Universo (figura 2). Por ejemplo, los aborígenes australianos creen que mucho antes de que hubiera el menor signo de vida, la Tierra ya existía y que estaba constituida por una llanura plana e informe, cuya extensión llegaba a los límites mismos del mundo. De generación en generación han heredado el siguiente mito sobre la creación: en un tiempo muy antiguo al que se refieren como el tiempo del ensueño, seres gigantescos y de aspecto humanoide, llamados los wandjimas, con características físicas similares a las de ciertos animales, pero de un comportamiento en todo parecido al de hombres y mujeres, brotaron milagrosamente en diferentes partes de la llanura australiana, bajo la cual habían permanecido aletargados desde tiempo inmemorial en una oscuridad total. Una vez surgidos del suelo, cada uno de ellos se dio a la tarea de crear las montañas, las costas, las marismas y los ríos de una zona determinada, dando entre todos forma a la Tierra, que después fue habitada por los verdaderos hombres, quienes también fueron creados por esos gigantes antropomorfos. Tales seres míticos vivirían eternamente transformándose en diferentes especies animales y vegetales o en los elementos naturales. Una vez realizado el acto creador, plasmaron su imagen en las pinturas rupestres, decretando que los aborígenes debían preservarlas si querían recibir los beneficios de las lluvias.

    Figura 2. Representación del cielo hecha por moradores nómadas de la estepa siberiana. En ella pueden identificarse la Vía Láctea y el grupo estelar de las Pléyades.

    El Cielo, que cobija a la Tierra, es el lugar donde moran los dioses australianos, y están sentados en un trono de cristal. Para llegar a ellos hay que escalar el arco iris, que en su cosmogonía es la serpiente Yulungurr. Estos aborígenes tienen un buen conocimiento del cielo nocturno, saber que ha sido transmitido oralmente de padres a hijos, así como mediante la representación en pinturas rupestres, donde se han plasmado algunos de los grupos estelares más conspicuos. El Sol es simplemente un hombre y la Luna una mujer. La Vía Láctea[3] es un río en el que todas las noches van a pescar los moradores celestes. Para ellos, nuestra constelación de Orión es un grupo de pescadores, mientras que las Pléyades son las esposas que aguardan su regreso.

    Al otro lado del planeta, en el norte de la península de Baja California, los ya mencionados kiliwa, considerados por los estudiosos como una cultura fosilizada del Paleolítico, para explicar su ubicación cósmica relatan que cuando sólo había la oscuridad más completa, apareció Meltí?ipá jalá(u), la deidad coyote-gente-luna, quien bajo el conjuro No estás sola, soy la luz, iluminó la negrura. Después se dedicó a la tarea de hacer el mundo. Para ello arrojó cuatro buches de agua en diferentes direcciones, formando así los ríos y los mares. Para que éstos no se desparramaran, el topo hizo un túnel en torno al mundo, lo que levantó un bordo muy alto alrededor de los cuatro mares, quedando así protegida la Tierra. Después formó las cuatro montañas. Para que no se saliera el aire, ni el agua, ni el color, ni la luz, coyote-gente-luna creó el cielo con la piel de sus testículos, llamándolo ma'a'i. Éste fue hecho cóncavo y sirvió para rodear al mundo.

    También los kiliwa fueron capaces de diferenciar diversos objetos celestes, identificando constelaciones,[4] estrellas, meteoritos, cometas, planetas, el Sol, la Luna y la Vía Láctea. Como en todas las sociedades primitivas, los kiliwa asociaron estos objetos con sus principales deidades; así, por ejemplo, el Sol se identificó con Ma'ay kuyak, la deidad guerrera. La Luna era la personificación misma del dios creador: coyote-gente-luna. Venus, la estrella vespertina, fue su mujer. Las estrellas eran pequeñas fogatas encendidas por los muertos. La creación de la Vía Láctea según el mito kiliwa ya ha sido relatada al inicio de este libro; sólo queremos señalar que, como en otras culturas, este objeto celeste fue considerado como el camino que lleva a los muertos al más allá, siendo por ello la conexión entre lo terreno y lo divino.

    Relatos como estos tienen, además de una gran belleza intrínseca, el común denominador de considerar a la Tierra como algo que está rodeado o acotado, lo que muestra que, desde los inicios de la humanidad, ésta consideró el sitio que habitaba como el centro mismo del Universo.

    La observación de la bóveda celeste enseñó a nuestros ancestros que en ella había un orden, pues así lo mostraban la regularidad y continuidad de las fases lunares, la salida y puesta diaria del Sol y la inmutabilidad de las estrellas. Este concepto de orden arraigó tan profundamente en la mente humana que, cuando posteriormente se crearon los mitos sobre el origen del cosmos, éstos no pudieron sustraerse a él. Prácticamente en todas las culturas se aceptó que el mundo surgió del desorden y la oscuridad (el kaos griego) como consecuencia de un mandato divino (principio ordenador). Entonces, no es de extrañar que el Cielo, como un lugar ordenado e inaccesible, fuera necesariamente la morada de los dioses del bien, mientras que el inframundo, lugar donde reinaba la oscuridad primigenia, fuera el asiento de las fuerzas malignas o negativas.

    Los dos mitos sobre la creación del mundo previamente relatados sirven para ejemplificar claramente cómo nuestros ancestros trataron de explicar sus orígenes y el de los objetos que había en su entorno usando los elementos culturales que tenían disponibles. Por ello, en sus leyendas la idea de un universo resultaba realmente indistinguible del lugar donde vivían, siendo conceptualmente sólo una extensión inaccesible de su hábitat. Si su idealización la hicieron en forma tan simple fue porque así era su vida. Cosmogonías similares a éstas seguramente hubo al menos una por cada grupo humano que fue consolidándose. La mayoría se ha perdido; otras, las menos, han llegado a alcanzar el nivel de verdaderos dogmas sobre la creación, tal y como ha sucedido para el mundo occidental con la idea expresada en el Génesis. Esta concepción está tan arraigada que aún en la actualidad es tomada por muchos como alternativa única, negando lo que la ciencia contemporánea ha logrado establecer sobre el origen y evolución del Universo, así como el lugar que en él ocupamos.


    [1] También llamada esfera celeste, pues cuando un observador mira al cielo, lo ve como si se hallara colocado exactamente al centro de una enorme esfera hueca, quedando la mitad de ella oculta por el horizonte. Las estrellas parecen estar colocadas sobre la superficie interna de esa esfera.

    [2] Rama de la astronomía que estudia el origen y la evolución del Universo.

    [3] Franja luminosa de aspecto lechoso, forma irregular y con zonas oscuras, que en el hemisferio norte se ve cruzando el cielo en las noches sin luna del verano. Véase la figura 1. Los griegos llamaron a esa franja galaxias Kuklos, que significa círculo lechoso.

    [4] Las constelaciones son grupos de estrellas ordenadas arbitrariamente por el observador. Los nombres y figuras de las constelaciones visibles desde el hemisferio norte que ahora utilizamos en la cultura occidental tuvieron su origen en Mesopotamia hace unos 33 000 años. Los griegos las tomaron y nos las heredaron como ahora se les conoce.

    II. Cosmogonías antiguas

    Introducción

    LA OBSERVACIÓN del cielo ha sido un fenómeno universal, por lo que todas las grandes civilizaciones del pasado crearon complejas explicaciones sobre el Universo y los distintos eventos que en él ocurren. La mayoría del conocimiento así generado se ha perdido para el hombre occidental, pues al ser nuestra cultura heredera directa del saber griego, sólo estamos familiarizados con los logros de esa civilización, así como con el conocimiento astronómico surgido entre los sumerios, pues los griegos tomaron gran parte de esa información, la hicieron suya y la trasmitieron al mundo occidental.

    En el presente capítulo se hace una síntesis de los principales logros que en el terreno astronómico consiguieron algunas de las grandes civilizaciones de la antigüedad, incluyendo a las dos más representativas (o quizás debamos decir más estudiadas) que hubo en lo que hoy es el territorio mexicano. Siguiendo la temática principal de este libro, se hace énfasis en las ideas y los modelos[1] que esos pueblos tuvieron sobre la forma del Universo, así como el lugar que en él creían ocupar.

    Los sumerios

    Cualquier texto de historia antigua nos dará información amplia sobre los pueblos que hace unos 6 000 años vivieron en la enorme llanura asiática comprendida entre los ríos Tigris y Éufrates, así que no abundaremos en los detalles; únicamente señalaremos que los sumerios, nombre genérico con el que se designa a las diferentes tribus que a lo largo de varios milenios ocuparon esa zona de nuestro planeta, crearon una cultura muy avanzada, siendo los introductores de muchos conceptos que en la actualidad siguen teniendo vigencia.

    El estudio de esa rica cultura se ha facilitado porque los arqueólogos han encontrado en las ruinas de sus principales ciudades numerosas tablillas hechas de barro cocido en las que, con caracteres cuneiformes ya descifrados por los especialistas, quedaron registradas las actividades preponderantes de su vida. En la etapa temprana de su civilización, el universo sumerio fue poblado por dioses y diosas engendrados por el caos, personificado en Tiamat, la diosa madre, y por Apsu, el dios padre identificado con el océano, y de cuya unión surgieron el hombre y los animales. En una lucha entre Marduk (Júpiter) y las deidades protectoras de Tiamat, éste las aniquiló, incluyéndola a ella. Después partió el cadáver divino en dos: levantando una parte formó el Cielo, mientras que la otra la puso a sus pies y surgió entonces la Tierra. Esta ingenua visión del cosmos se fue complicando al aumentar los conocimientos matemáticos y astronómicos de esos pueblos.

    Para los caldeos, herederos culturales de los pueblos sumerios, el Universo era una región completamente cerrada. En su concepción la Tierra se encontraba al centro, flotando completamente inmóvil sobre un gran mar. Siendo esencialmente plana, estaba formada por inmensas llanuras. En su parte central se elevaba una enorme montaña. Conteniendo al mar sobre el que flotaba la Tierra y rodeándolo totalmente había una muralla alta e impenetrable. Ese gran mar era un espacio vedado a los hombres, por lo que se le llamó aguas de la muerte. Se afirmaba que una persona se perdería para siempre si se aventuraba a navegarlo. Se requería un permiso especial para hacerlo, y éste sólo era otorgado por los dioses en muy pocas ocasiones, tal como lo relata la Epopeya de Gilgamesh.

    El cielo estaba formado por una gran bóveda semiesférica que descansaba sobre la ya mencionada muralla. Fue diseñada y construida por Marduk, quien la hizo de un metal duro y pulido que reflejaba la luz del Sol durante el día. Al llegar la noche, el cielo tomaba un color azul oscuro, porque se convertía en un telón que servía de fondo a la representación que hacían los dioses, identificados con los planetas, la Luna y las estrellas. Es en esta cultura donde surge la idea de un cosmos con forma hemisférica, concepción que será retomada por muy diversos conglomerados humanos en diferentes épocas y lugares.

    Para explicar la sucesión del día y la noche, supusieron que la mitad de aquella muralla era sólida, mientras que la otra era hueca y tenía dos aberturas opuestas. En la mañana la que se encontraba al este era abierta, y Shamesh, el dios solar, salía a través de ella conduciendo

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