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2.2. El ser humano según el designio de Dios.

Análisis de los relatos de la creación


según Gn. 1 y 2: antropología revelada y sus implicaciones en el obrar humano1
El libro del Génesis lleva este nombre porque alude al Principio: del mundo, de las
cosas y también del ser humano2.
Nosotros abordaremos el texto con un interés bien definido: descubrir las implicaciones
morales del relato de la creación en general y del ser humano en particular.
Luego de una atenta lectura de los textos indicados en el subtítulo, veamos algunos
puntos significativos para dicho interés:

 Bondad de origen
Lo primero que llama la atención en el relato es que, cuando ya todo está creado (Gn.
2,3), la creación empieza de nuevo. Se trata, en realidad, de dos relatos separados,
escritos desde tradiciones distintas, pero que tienen una profunda coincidencia esencial:
más allá de los modos humanos de escribir, del fondo cultural (ej., el machismo que se
percibe en ciertos énfasis o expresiones) y aún del tono mitológico propio de pueblos
primitivos y de influencias del entorno de Israel, lo que en ambos relatos queda claro (y
es ni más ni menos que lo que Dios revela en ellos) es que todo salió de las manos
creadoras de Dios, y que todo era bueno, y su conjunto era muy bueno. Referido a
nuestro interés por la moral, esta bondad de origen es de gran interés: si todo es bueno
en su esencia (tal como salió de las manos de Dios), y el hombre3, superior a todo lo
creado en el orden material y capaz de obrar moralmente, es también esencialmente
bueno, entonces podemos esperar que sus obras serán buenas. Es lo que llamaríamos
una moral optimista, pero no desde una posición arbitraria ya que tiene un fundamento:
si el obrar sigue al ser y el ser del hombre es bueno, sus obras también lo serán. Así, la
Palabra de Dios nos dice que el ser humano es capaz de bien, porque así está orientado
desde su misma naturaleza.

 Superioridad del ser humano sobre toda la creación material


En el relato vemos que el ser humano necesita alimentarse. Esto lo equipara a los demás
animales en su condición de creatura: es un ser dependiente y no autónomo. Comerá
frutos de los árboles o hierbas al principio. Luego del diluvio (situación nueva,
instaurado el conflicto desde la ruptura del pecado), comerá también carne y matará
para comer.
Pero el orden de la creación, si bien nivela a todos los seres en cuanto creaturas
poniendo una disimilitud esencial con el creador, tiene a su vez diversos niveles. Dios
puede crear seres superiores e inferiores, sin “poner en riesgo” su condición única con
relación a su obra. Y en estos niveles, aparece la superioridad del ser humano sobre todo
lo creado. De ello encontramos indicadores varios que rastrearemos en ambos relatos de
la creación: en el relato del cap. 1, el ser humano es creado al final de una progresión
(vegetales, peces, aves, animales del campo), y se le señala, explícitamente, que debe

1
Lectura en grupos (Gn. 1 – 2, 3 y 2,4-25) y análisis con las siguientes consignas: ¿Qué es el hombre
según estos textos? ¿Qué consecuencias tiene para la moral esta antropología revelada? ¿Qué
implicaciones tiene el mandato a reproducirse y el mandato de trabajar antes del pecado?
2
En la tradición hebrea el libro que vamos a leer, el del Génesis, lleva el nombre de su primera palabra:
bèré$ít que significa en el principio. La versión griega lo llama génesij que significa génesis, origen,
raza. Este último título expresa bien el contenido del libro que trata del origen del mundo (cap. 1); del
origen del hombre (caps. 2-3); del origen de las naciones (caps. 4-11) y del origen del pueblo de Israel
(caps. 12-50). Cf. P. Damián Nannini, Apuntes de clases, 2013.
3
Si bien optamos, en lo posible, por hablar de ser humano, por cuestiones prácticas a menudo se utilizará
la expresión hombre. En estos casos, entiéndase que nos referimos en sentido general al ser humano en
cuanto varón y mujer, y no solo al primero.
dominar sobre todos los demás seres. En el cap. 2, el ser humano es creado en primer
lugar, pero es quien debe poner nombre (2, 19) a todos los demás seres. Poner nombre
es un modo de expresar dominio o señorío. Además, aunque muchos seres vivos fueron
creados por Dios, es solo con relación al hombre que el texto dice que Dios sopló en su
nariz aliento de vida, de modo que el hombre llegó a ser un ser viviente (v.7).
El hombre es, entonces, un ser viviente en un sentido diferente: el Espíritu de Dios
(ruah, aliento o espíritu de Dios) ha sido soplado en su nariz. Es así un ser que tiene
vida espiritual (no meramente biológica, como los demás seres vivos), es imagen y
semejanza de Dios, capaz de conocer y amar, es libre y puede establecer con Dios una
relación personal. Al respecto, decía el Papa beato Juan Pablo II4:
“La definición del hombre sobre la base de su relación con Dios (‘a imagen de
Dios lo creó’) incluye al mismo tiempo la afirmación de la imposibilidad
absoluta de reducir el hombre al mundo. Ya a la luz de las primeras frases de la
Biblia, el hombre no puede ser ni comprendido ni explicado hasta el fondo con
las categorías sacadas del mundo, es decir, del conjunto visible de los cuerpos”
(12/09/79).

Encontramos así que la superioridad del hombre sobre los demás seres, así como su
dignidad, provienen de ser imagen y semejanza de Dios. El varón y la mujer son
creados a imagen de un Dios que crea por su Palabra, indicándose así que les transmite
su creatividad y su capacidad de hablar y comunicarse por medio de la palabra: el
fenómeno humano más espiritual y significativo. Este carácter dialógico del hombre se
realiza, según el versículo 28, en un doble sentido. Primero en referencia a Dios, quien
aquí ya no habla consigo mismo (v.26) sino que les habla al hombre y a la mujer, que
una vez creados son interlocutores de Dios. En segundo lugar el diálogo se refiere a la
relación varón-mujer, implicando la sexualidad, ya que la bendición divina se concreta
en el ser fecundos y multiplicarse. Dios, por su Palabra creadora, les transmite la
potencia de la procreación: “Porque, de entre todos los seres creados por Dios, hubo uno
que fue creado a imagen y semejanza del Creador, esta historia, cuyo prólogo estamos
leyendo, puede comenzar. Toda ella será un diálogo entre Dios y alguien que es capaz
de comprender el proyecto de Dios y comprometerse con él”5.
Ocurre a menudo que se hace referencia a los animales para señalar la legitimidad de
algunas acciones en el ser humano6. Podemos comprender, a la luz de la palabra
revelada, lo inadecuado del argumento: el ser humano es superior a los demás seres y no
puede tomar de ellos su criterio o parámetro moral.

 Naturaleza relacional del ser humano


También la naturaleza social del ser humano aparece señalada en el texto. El cap. 1
señala: a imagen de Dios los creó, varón y mujer los creó. Podemos deducir entonces
que el ser humano no es imagen de Dios en cuanto individuo, sino en cuanto
comunidad, en cuanto llamado a vivir en relación y en alianza de amor, de la cual la
unión del hombre y la mujer son su expresión más plena (al punto de ser elevada al

4
Optamos por cambiar fuente, interlineado y margen derecho sólo cuando el texto en cuestión supera los
cinco renglones en el cuerpo normal del texto.
5
Ibañez Arana, Génesis, 24. Citado por P. Nannini, apuntes de clase 2013. De aquí también tomamos, no
textualmente pero si a grandes rasgos, la idea de todo el párrafo.
6
Esto ha sido esgrimido en diferentes ocasiones, sobre todo para señalar que la Ley Natural se expresa en
los animales. Supuesto esto, se argumenta: si hay animales que se comen a sus hijos, ¿por qué no al
aborto? ; si hay animales que tienen comportamiento homosexual ¿por qué se dice que este
comportamiento contradice la ley natural cuando lo realizan los humanos? En realidad, la Ley Natural es
el reflejo de la Ley divina en la razón humana, no en el comportamiento animal.
grado de sacramento en el matrimonio) y por lo mismo fecunda (comunión de amor que
engendra y comunica vida). El autor (humano) del cap.2, de modo mucho más poético y
simbólico, juega a que Dios probó crear al ser humano como una especie de mónada,
como un individuo. Para que no estuviera triste lo rodeó de todas las cosas: toda la
riqueza y belleza de la creación estaban a su disposición. Pero el ser humano seguía
estando triste. Entonces, haciéndolo caer en un profundo sueño (simbolismo de volver a
empezar, volver a la nada y crearlo de nuevo) lo hace varón y mujer. Ambos con igual
dignidad: de la misma carne (naturaleza), y llamados a formar una sola carne (alianza
estable). Ese juego o, mejor aún, ese recurso literario según el cual Dios pareciera obrar
por ensayo y error, es un mensaje con el cual el autor del texto parece indicar: no
intenten suplir las relaciones interpersonales con las riquezas o posesiones, no
antepongan las cosas a las personas, Dios ya lo intentó y no dio resultado. Las cosas no
hacen feliz al ser humano sino las personas. Aunque el ser humano fuera señor de todas
las cosas, nunca encontraría sentido a su vida sin un alguien a quién amar y por quien
vivir.
Desde aquí entendemos no solo la dimensión erótica7, sino también la necesidad del ser
humano de realizarse en sociedad, y su inevitable atrofia proporcional a cualquier forma
de aislamiento. Frente a las ideologías que proponen al individuo como base de la
sociedad, la mirada del cristiano, iluminada por la Palabra, dirá que la base de la
sociedad es la familia, precisamente porque en ella, y solo en ella, se realiza esta
comunión fecunda donde un hombre y una mujer hacen la imagen de Dios, al formar
una alianza de amor estable y religioso (porque reproduce y realiza en sus vidas lo que
Dios es en su ser y en su misterio más profundo) que implica sus personas y que se hace
fecunda en los hijos. Y es en la familia donde cada individuo se descubre en relación
vital con otros, tanto por su necesidad de otros cuanto por su capacidad de ser necesario
a los demás. Y sobre todo, realiza su ser social en la experiencia de no ser el centro del
universo, en el ejercicio inevitable de demorar la satisfacción de sus deseos (porque hay
otros que tienen también derechos y necesidades), y en el dinamismo del amor que se
estructura en el cotidiano dar y recibir gratuitamente.
Con fundamento en esta naturaleza social del ser humano, se entenderá luego que
también su obrar, sea éste bueno o malo, tendrá repercusiones sociales con las
consiguientes responsabilidades de quien lo realiza.
Juan Pablo II reflexiona mucho sobre esta soledad que, según él, constituye uno los
aspectos esenciales de la experiencia originaria del hombre. Nos dice que esta soledad
originaria tiene dos significados. Uno que se deriva de la naturaleza misma del hombre,
de su humanidad, pues afecta al hombre (adam) de modo previo a su diferenciación en
varón y mujer (is-issah). El hombre, en su subjetividad y a través del autoconocimiento,
se descubre diferente del mundo visible y de los demás seres vivientes. Se afirma así en
el mundo visible como persona y se ubica frente a Dios en búsqueda de su propia
identidad. El otro significado se deriva de la relación varón-mujer y se basa en el
sentido esponsalicio del cuerpo humano. El cuerpo, al expresar la feminidad para la
masculinidad y la masculinidad para la feminidad, manifiesta la reciprocidad y la
comunión de las personas desde el misterio mismo de la creación8.

 El lenguaje simbólico de la Biblia


El texto que estamos analizando expresa, a través de las limitaciones y también las
potencialidades del lenguaje humano, verdades que siendo reveladas por Dios superan

7
La mitología griega, con enormes variantes desde los tiempos arcaicos a los modernos, presenta a Eros
como un ser dividido y, en cuanto tal, siempre insatisfecho, en búsqueda de su otra mitad.
8
Cf. Juan Pablo II, Significado esponsal del cuerpo humano, Audiencia general, 18-01-1980.
la capacidad humana de expresar y aún de comprender. Una de estas potencialidades es
la capacidad de lenguaje simbólico, de metáfora y otros recursos a los que aludiremos
una y otra vez según avancemos en el análisis de los textos en cuestión. Este recurso no
es privativo de la Biblia: cada vez que el ser humano quiere decir cosas que trascienden
su capacidad de conceptualización recurre a ellos. La literatura y el arte en general
encuentran en este recurso la manera de empujar las orillas del lenguaje no solo verbal
sino analógico, para expresar aquello que, aún siendo percibido como experiencias muy
profundas, no encuentra palabras para comunicarlo o incluso para desahogarlo. Entran
en estas categorías temas como la belleza, el amor, el dolor, la vida o la muerte.
En la Escritura, la Palabra quiere llevar al hombre hacia verdades que tal vez
oscuramente percibe, pero a la vez lo superan. El Espíritu Santo tendrá como una tarea
esencial llevar a la verdad completa, porque tengo aún muchas cosas que decirles, pero
no pueden con ellas por ahora (cf. Jn. 16,12-13). Por lo pronto, Dios revela su misterio
adecuando su palabra a nuestro lenguaje y sus múltiples recursos. Veamos algunos
ejemplos:
1. Creación de ‘un’ hombre y ‘una’ mujer. Si debiéramos entender esto en un
sentido literal, ¿cómo dice que dejará el hombre a su padre y a su madre para
unirse a su mujer? Estrictamente, no habría nadie a quien unirse. Se trata de un
lenguaje simbólico donde, en la figura de un hombre y una mujer, están
representados todos los hombres y mujeres de todos los lugares y tiempos. Por
eso también sus nombres son simbólicos: El hombre es creado del polvo del
suelo (2,7). El término hombre es adam y suelo es adamah. El texto entonces
señala la relación estrecha entre el hombre y la tierra. El simbolismo del nombre,
más que indicar ‘un’ hombre particular, expresa que la naturaleza humana es
creada de la tierra. Es, por lo tanto, material y tiene un vínculo con la creación
material, a la que solo supera porque Dios sopló en sus narices aliento de vida,
como indica inmediatamente el mismo versículo. De igual manera, Eva significa
madre de todos los vivientes (Gn. 3,20). Así también Eva no indica el nombre de
‘una’ mujer, sino el modo misterioso y único con que la mujer realiza la imagen
de Dios en su misión de cuidar y comunicar la vida. También había recibido el
nombre de mujer (o varona) como un modo simbólico de expresar que el varón
y la mujer son iguales en dignidad, que son dos mitades de una misma cosa (en
hebreo: is equivale a varón, e issah a mujer). Por ello, solo entendido desde el
simbolismo del lenguaje bíblico no encontramos contradicción al leer que Caín,
que solo tiene un hermano varón (Abel), luego de matarlo se case y forme una
familia. ¿Con quien se casaría en un mundo que, entendido el texto literalmente
(no simbólicamente), estaría habitado solo por el mismo Caín y sus dos padres?
2. Cuando Dios crea el Jardín del Edén, según el relato del cap. 2, pone en medio
del mismo el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal
(v.9). Luego (v.17) prohíbe al hombre comer de ese árbol. Una lectura literal nos
lleva a preguntarnos porqué Dios pone un árbol del que no se puede comer (y lo
pone en medio, como para hacerlo más tentador). Pero si abrimos nuestra mente
al simbolismo del relato, comprenderemos que no existe un árbol de la vida o
uno del bien y del mal. A través del lenguaje simbólico, el autor quiere señalar,
en primer lugar, la centralidad de estos dones (la vida y la capacidad de conocer
el bien y el mal) y al mismo tiempo el límite de la naturaleza humana: Dios no
prohíbe arbitrariamente comer de dichos árboles, sino que señala que el poder y
dominio del hombre sobre todas las cosas tiene un límite, precisamente porque
su naturaleza, en cuanto creada, es también limitada. El hombre podrá ejercer
dominio sobre todas las cosas, pero no podrá adueñarse de la vida, porque la
vida es de Dios. Tampoco podrá adueñarse del juicio sobre lo bueno y lo malo,
porque dicho juicio se lo reserva Dios. De ese modo se preserva el orden y se
libera al hombre de una carga que no puede llevar. Una conocida canción señala
que “Dios echó al hombre del Edén, por confundir lo que esta bien con lo que le
conviene”9. Es decir, la naturaleza limitada del hombre le impide un juicio
absoluto sobre lo bueno y lo malo, por lo cual el único Juez universal seguirá
siendo Dios. Retomaremos el tema ante el relato del pecado original, en el
capítulo siguiente del libro del Génesis.
3. Solo para cerrar este apartado con un ejemplo más del simbolismo con que el
texto nos narra lo inenarrable, señalemos que el relato según el cual la creación
se desarrolla en siete días, no podría entenderse en un sentido literal: el tiempo
no es el útero de la creación (como una especie de sucesión preexistente dentro
de la cual se van acomodando las cosas por orden de aparición), sino que es
creado con ella y como una de sus dimensiones fundamentales. Es así que el
simbolismo bíblico lleva el relato de tal modo que la totalidad del tiempo queda
englobada en siete días culminando el día sábado10 (el número siete siempre es
símbolo de plenitud o totalidad), y la eternidad aparece como aquel desde dónde
el tiempo y todo lo creado fluye de modo misterioso y concreto. Cuando Jesús
resucite en día domingo, éste pasará a ser el día en que la eternidad es expresada
simbólicamente en expresiones como el primer día (del tiempo nuevo
inaugurado por la vida nueva del resucitado) o el octavo día o día fuera del
tiempo (asumido que este está encerrado en el simbolismo de los siete días). El
domingo proclama así que la vida nueva ya no está sometida a la muerte y nos
introduce en la eternidad. De igual manera, las imágenes de las tinieblas como
previas a la creación simbolizan la ausencia de espacio (la oscuridad absoluta
impide la definición del lugar de cada cosa) y tiempo (aún no hay sucesión de
días y noches) y de este modo se simboliza la ausencia de la creación material
(esencialmente espacio-temporal) y por lo tanto, es un modo de representar la
Nada (expresión abstracta, casi imposible al lenguaje y a la mentalidad concreta
del autor judío). Por eso, el primer paso de la creación es la Luz. Ésta no es otra
cosa que el ser mismo: todo es luz, todo es energía. La luz es la energía en
movimiento y la materia la energía en reposo. La Biblia, en su lenguaje
simbólico, nos introduce así en la esencia de las cosas tanto en relación con su
origen, así como con su naturaleza, su fin y sus condiciones de desarrollo, su
misión y su vocación última. No nos detenemos aquí a explicitar los
fundamentos y consecuencias de cada una de las afirmaciones de este apartado,
porque se pueden deducir de lo indicado, y nuestra finalidad solo es señalar la
necesidad de reconocer un lenguaje simbólico en el texto, así como el absurdo a
que nos conduciría el esfuerzo por una interpretación meramente literal del
mismo.

Consideraciones finales
Cerramos este apartado reflexionando sobre el hombre. Este hombre de cuyo obrar se
ocupa la moral es paradoja y misterio. El hombre es la última obra de la creación, su

9
J. M. Serrat, “Bienaventurados”.
10
Precisamente el relato que expresa la creación en siete días, con culminación en un “descanso
sabático”, es la correspondiente a la Tradición Sacerdotal: los círculos sacerdotales ponían el énfasis en la
necesidad de respetar el sábado. Vemos, una vez más, la ya señalada incidencia del autor humano y sus
intereses en la redacción del texto. Lo que Dios revela es, como ya se dijo, que todo salió de sus manos, y
que todo era bueno.
culminación, con una dignidad que no tiene igual entre los seres creados. Pero es creado en
el mismo día que los animales, comparte su naturaleza; recibe (al menos en la primera
parte), la misma bendición de los animales y el mismo alimento que ellos. Estamos, de este
modo, delante del misterio y la paradoja que es el hombre. La difícil vocación del hombre
es la de vivir buscando unir dos realidades que son aparentemente contradictorias, puesto
que para ser verdaderamente hombre debe mantener juntas una "dimensión divina" y una
"dimensión animal". Su misión es ser signo de lo divino en el mundo, signo (de algún
modo) del cielo y, al mismo tiempo, consciente de su pertenencia a la tierra. La tentación
constante del hombre será "salir, huir" del cansancio de cargar esta contradicción, tratando
de simplificar eliminando una de las dos dimensiones: o decir "yo soy Dios", o decir "yo
soy animal, soy bestia"11.
Imagen y semejanza de Dios pero no Dios, creatura material pero superior a todas las
creaturas materiales, el hombre está tironeado y en permanente riesgo de bipolaridad
existencial. Debe vivir elevándose a la altura de su dignidad, pero a la vez recordando
siempre su límite:
“El árbol de la ciencia del bien y del mal evoca simbólicamente el límite
insuperable que el hombre, en cuanto creatura, debe reconocer y respetar. El
hombre depende del Creador y se halla sujeto a las leyes sobre cuya base el
Creador ha constituido el orden del mundo creado por Él; y por consiguiente,
también se halla sujeto a las normas morales que regulan el uso de la libertad.
La prueba primordial se dirige, por tanto, a la voluntad del hombre, a su
libertad”12

2.3. El ser humano a partir de la ruptura con Dios. Análisis del relato del pecado
original, según Génesis capítulo 313

2.3.1. Lenguaje simbólico de profundas implicaciones morales


Hemos ya aludido al lenguaje simbólico en la Biblia. De máximo interés para nuestra
materia será señalar que el mismo tiene profundas connotaciones morales. Esto es así
porque en escenas pintorescas de apariencia ingenua, el texto nos va llevando al drama
de la libertad humana con sus consecuencias en lo personal y social y sobre todo en la
relación con Dios.
Ya que es un texto tan rico en detalles, vamos a transcribirlo14:

La tentación y el pecado del hombre


“3 1La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que el Señor
Dios había hecho, y dijo a la mujer: "¿Así que Dios les ordenó que no comieran
de ningún árbol del jardín?".
2
La mujer le respondió: "Podemos comer los frutos de todos los árboles del
jardín.
3
Pero respecto del árbol que está en medio del jardín, Dios nos ha dicho: "No
coman de él ni lo toquen, porque de lo contrario quedarán sujetos a la muerte"».
4
La serpiente dijo a la mujer: "No, no morirán.

11
Cf. P. Nannini, o.c.
12
Juan Pablo II, Catequesis del 3-IX-1986
13
Trabajo grupal en base a las siguientes consignas: 1) Cosas del texto que han llamado la atención y
porqué; 2) Cosas que no se han entendido; 3) Características, según el texto, de la tentación y del pecado;
4) Antropología resultante de Gn. 1 – 3; 5) Qué importancia asignarían al versículo 15 del cap. 3.
14
Mantenemos los subtítulos, que por supuesto no pertenecen al texto inspirado, por las mismas razones
didácticas que han sido incluidos en la Biblia del Pueblo de Dios de donde tomamos la traducción.
5
Dios sabe muy bien que cuando ustedes coman de ese árbol, se les abrirán los
ojos y serán como Dioses, conocedores del bien y del mal".
6
Cuando la mujer vio que el árbol era apetitoso para comer, agradable a la vista
y deseable para adquirir discernimiento, tomó de su fruto y comió; luego se lo
dio a su marido, que estaba con ella, y él también comió.
7
Entonces se abrieron los ojos de los dos y descubrieron que estaban desnudos.
Por eso se hicieron unos taparrabos, entretejiendo hojas de higuera.
8
Al oír la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín, a la hora en que sopla
la brisa, se ocultaron de él, entre los árboles del jardín.
9
Pero el Señor Dios llamó al hombre y le dijo: "¿Dónde estás?".
10
"Oí tus pasos por el jardín, respondió él, y tuve miedo porque estaba desnudo.
Por eso me escondí".
11
El replicó: "¿Y quién te dijo que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del
árbol que yo te prohibí?".
12
El hombre respondió: "La mujer que pusiste a mi lado me dio el fruto y yo
comí de él".
13
El Señor Dios dijo a la mujer: "¿Cómo hiciste semejante cosa?". La mujer
respondió: "La serpiente me sedujo y comí".

La maldición de la serpiente
14
Y el Señor Dios dijo a la serpiente: "Por haber hecho esto, maldita seas entre
todos los animales domésticos y entre todos los animales del campo. Te
arrastrarás sobre tu vientre, y comerás polvo todos los días de tu vida.
15
Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo.
El te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón".

El castigo de la mujer
16
Y el Señor Dios dijo a la mujer: "Multiplicaré los sufrimientos de tus
embarazos; darás a luz a tus hijos con dolor. Sentirás atracción por tu marido, y
él te dominará".

El castigo del hombre


17
Y dijo al hombre: "Porque hiciste caso a tu mujer y comiste del árbol que yo te
prohibí, maldito sea el suelo por tu culpa.
Con fatiga sacarás de él tu alimento todos los días de tu vida.
18
El te producirá cardos y espinas y comerás la hierba del campo.
19
Ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, de
donde fuiste sacado. ¡Porque eres polvo y al polvo volverás!".
20
El hombre dio a su mujer el nombre de Eva, por ser ella la madre de todos los
vivientes.
21
El Señor Dios hizo al hombre y a su mujer unas túnicas de pieles y los vistió.
22
Después el Señor Dios dijo: "El hombre ha llegado a ser como uno de nosotros
en el conocimiento del bien y del mal. No vaya a ser que ahora extienda su
mano, tome también del árbol de la vida, coma y viva para siempre".
23
Entonces expulsó al hombre del jardín de Edén, para que trabajara la tierra de
la que había sido sacado.
24
Y después de expulsar al hombre, puso al oriente del jardín de Edén a los
querubines y la llama de la espada zigzagueante, para custodiar el acceso al
árbol de la vida”.
Luego de la lectura, vamos a analizar el texto en sus detalles. Para facilitar la
comprensión del desarrollo expositivo, iremos incluyendo subtítulos que orienten la
lectura y ayuden a fijar los temas que van apareciendo.

 La serpiente
Los citados simbolismos aparecen aquí llenos de posibilidades. Son, por otra parte,
inevitables, porque si quisiéramos leer el texto desde una actitud puramente racional y
literal, tropezaríamos con torpes dificultades, como por ejemplo señalar que las
serpientes no hablan… Aquí la serpiente aparece como una simple creatura hecha por
Dios (v.1) con lo cual la desmitifica frente a pueblos cananeos del entorno de Israel, que
le rendían culto, y a la vez aparece representando simbólicamente a Satanás, o el
Enemigo. Dice el libro del Apocalipsis: “fue precipitado el enorme Dragón, la antigua
serpiente, llamada Diablo o Satanás, el seductor del mundo entero” (12, 9).
Que se le señale la astucia como característica es un llamado de atención: el Diablo
siempre engaña, y es peligroso entrar en diálogo con él.
Por otra parte, el Enemigo es claramente personificado: no se trata simplemente del Mal
que hay en el mundo, sino de Alguien que es el autor de ese mal tan expandido y
cotidiano. Jesús habla de él de modo inequívoco refiriéndose a una persona: lo llama el
príncipe de este mundo (Jn. 12, 31 y 16,11), y lo mismo dígase de quienes criticaban a
Jesús y lo acusaban de ser un empleado de Satanás (Mt. 9,34 y //). Con respecto a
nuestro interés moral, no deja de tener importancia saber que el que instiga al mal obrar
es un Alguien, con quien podemos establecer una relación personal. Siendo éste el
Enemigo de Dios, nuestra relación con él implica una ruptura de nuestra relación
personal con Dios, y en nuestro caso, como cristianos, con Jesús. Por eso decía San
Pablo: “¿Qué entendimiento puede haber entre Cristo Jesús y Belial?” (2Co. 6,15),
siendo Belial el nombre propio con que los judíos designaban a Satanás. Es así que la
moral nos ubica en una tensión entre dos personas: Jesús y Satanás. Y Jesús señala que
no hay, en esto, término medio: “El que no está conmigo está en contra de mi” (Mt.
12,30). Y si no nos decidimos o queremos quedar bien con ambos, entonces somos
tibios y esto es lo peor que puede hacer un cristiano (Cf. Ap. 3, 16).

 La tentación:
El drama de la tentación comienza con una tergiversación de la verdad, para dar pie a
que la mujer corrija esa tergiversación y, de ese modo, ya entre en diálogo. El tentador
es ciertamente astuto: se provoca él mismo una derrota inicial con el fin de obtener un
triunfo mayor luego. En este caso, comienza comentando su disgusto por la prepotencia
de Dios que ha prohibido al hombre y a la mujer comer de todos los árboles del jardín.
Cuando la mujer responde que solo de uno de ellos no pueden comer, redobla la apuesta
poniendo en duda la honestidad de Dios: se trata de un ser envidioso que no quiere
permitir al ser humano crecer: él sabe muy bien que, si comen de ese árbol, serán como
dioses. Así, la semilla de la duda está instalada, la confianza, como base de la relación
personal con Dios ha sido socavada, y las consecuencias de este quiebre interior puede
canalizarse en lo externo por el camino que el tentador propone: como ruptura con Dios,
desobedeciendo su orden.
Ahora bien ¿en qué consiste exactamente la tentación? Debemos, antes que nada,
afirmar que no hay tentación si la propuesta no toca algún deseo interno, naturalmente
bueno porque allí ha sido puesto por Dios para ser satisfecho. Es decir, que la tentación
no consiste en sugerir que ese deseo es bueno y que es lícito querer satisfacerlo. La
tentación consiste en sugerir la satisfacción de ese deseo por el camino equivocado o en
el momento equivocado. En este caso, la sugerencia del tentador acerca de la
consecuencia de comer del árbol es la siguiente: “serán como dioses” (v.5). A menudo
se interpreta que el pecado consiste precisamente en que el ser humano haya querido ser
como Dios. Esto merece ser repensado: si alguno de los seres inferiores recibiera una
sugerencia de ese tipo (supongamos que un loro estuviera en condición de entender una
propuesta de ese tipo, pero sin dejar de ser nada más ni nada menos que un loro), ¿sería
para él esta propuesta una verdadera tentación? Supongo que no, y esto porque no está
impreso en su ser este deseo. En el ser humano sí es una tentación, y esto porque en su
ser sí lo está. Pero ¿cómo podría estarlo si Dios no lo hubiera puesto allí? Ahora bien,
¿no sería cruel que Dios hubiera puesto allí un deseo cuya satisfacción estuviera
prohibida? A partir de estos interrogantes podemos decir que querer ser como dioses no
es un pecado sino una vocación: algo a lo que estamos llamados por creación. Por eso
dice Jesús “¿no está escrito en la Ley (y no puede fallar la Escritura), ustedes son
dioses?” (Jn. 10,34). Y dice esto solo unos versículos después de haber afirmado su
igualdad con el Padre: “el Padre y Yo somos una sola cosa” (Jn. 10,30). Y lo mismo
sugiere San Juan cuando dice: “¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos
llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente (…) Queridos míos, desde
ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos
que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1Jn.
3, 2). Dice el Antiguo Testamento que el ser humano no puede ver a Dios y seguir
viviendo (Ex. 33, 20). Esto es así porque la “desemejanza” con Dios es tan grande, que
el hombre no puede contemplarlo. La contemplación (en su sentido más profundo de
común-unión) supone una semejanza en el ser, que suele expresarse como
transformación del amante en el amado. Pero en Jesús fuimos redimidos y, además,
hechos hijos de Dios, de modo que aquella semejanza inicial, con la que fuimos creados
y que el pecado mancilló, alcanza ahora la semejanza de un hijo con relación a su padre.
Y al llegar al cielo, esa semejanza alcanzará una plenitud tan grande que no podemos ni
imaginar, porque es algo que “ni el ojo vio ni el oído oyó, ni vino a la mente del
hombre” (1Co. 2,9), al punto que nos permitirá ver a Dios tal cual es. Ser semejantes a
Dios porque lo veremos tal cual es significa una elevación de nuestra naturaleza o,
dicho de otra manera, una divinización que de hecho ha comenzado ya en el bautismo,
puesto que ahora ya somos hijos, y alcanzará su plenitud en el cielo. Y esto es llegar a
ser como Dios: una plenitud a la que aspira todo ser humano y que por otra parte es un
mandato: “serán santos porque Yo, el Señor, el Dios de ustedes, soy santo” (Lev. 19,2);
y Jesús confirma la orden diciendo: “Sean perfectos como es perfecto el Padre que está
en el cielo” (Mt. 5,48). Por lo tanto, si el deseo de ser como Dios no es pecado, ¿en qué
reside el pecado? Consiste en el modo de alcanzar el cumplimiento de ese deseo, lo cual
desarrollaremos en el lugar destinado al pecado. Aquí nos alcanza con saber que la
tentación consiste precisamente en ese método de tomar un deseo legítimo y motivar su
cumplimiento por el camino equivocado.
Pero, además de la propuesta de ser como Dios por un camino supuestamente corto y
eficaz, hay otro elemento esencial para que la propuesta sea realmente una tentación: “el
árbol era apetitoso” (v.6). ¿De qué árbol se trata? Descartemos inmediatamente la
simpática idea del manzano: el texto no habla de manzanas15 sino de algo que, en el
15
Es posible que la elección de la manzana como fruto prohibido tenga alguna relación (en el imaginario
popular) con la mitología: La diosa escandinava Idunn llevaba siempre consigo las manzanas de la eterna
juventud (Cf., A. Dolina, El libro del fantasma). También los dioses griegos tenían sus manzanas: Érides
arroja la manzana de la discordia, y la manzana que debe entregar Paris origina la guerra de Troya. Así,
la manzana aparece siempre ligada a la tentación, a la muerte y al deseo de inmortalidad (Cf. Pierre
Grimal, “Dicc de mitología griega y romana”). En cambio G. Ravassi (citado por Nannini), prefiere creer
que la alusión a la manzana se haya dado “tal vez por la resonancia fonética que existe en latín entre las
voces malus (manzano) y malum (mal) y malus (malo)”.
marco simbólico del lenguaje bíblico, aparece pleno de contenido: es “el árbol del
conocimiento del bien y del mal” (2,9). Éste es el árbol al que alude sin nombrarlo en el
capítulo siguiente, solo dando la indicación del lugar que ocupaba: plantado en el medio
del jardín, lo cual también es un indicador del lugar que ocupa en la vida del hombre su
naturaleza moral.
Ahora bien ¿por qué el árbol era apetitoso? Porque está en la esencia de la naturaleza
humana la cuestión del bien y del mal, y la misma realización de sus potencialidades
están ligadas a su postura ante el uno y el otro. Solo así el Enemigo podía tentarlos:
tomando algo que era muy íntimo a su condición natural, según el Señor los había
creado. Aquel aliento de vida que Dios sopló en su nariz (2,7) al crearlo, depositó en el
ser humano la capacidad de conocer el bien y el mal. Una vez más: ¿puso Dios en el ser
humano un deseo cuya satisfacción prohibiría luego? De ninguna manera: el ser humano
está llamado a juzgar sobre lo bueno y lo malo, pero no en lugar de Dios, sino a
impulsos del Espíritu que en su nariz fue insuflado. Por eso la promesa final señala que
“ustedes se sentarán en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel”. Pero esto
ocurrirá “cuando el Hijo del Hombre se siente en su trono de gloria” (Mt. 13,28). O sea,
en comunión con su Señor, la creatura está en condiciones de juzgar sobre lo bueno y lo
malo, porque será como Dios. Satanás sugiere que el hombre se apropie16 el Juicio, de
modo que juzgue prescindiendo de Dios: he ahí la trampa del tentador. El ser humano es
capaz de juicio, pero no puede apropiarse el juicio, porque no es Dios sino creatura, y
en cuanto tal limitada. Participa de la naturaleza de Dios pero no la posee de modo
absoluto y autónomo. Así, su juicio siempre estará en riesgo de subjetivarse desde su
visión limitada, y convertirse así en injusto. Perdida la referencia a Dios (el Sumo Bien),
el ser humano, aunque capaz de juicio, no tendrá sin embargo un parámetro, un faro que
le indique inequívocamente el verdadero Bien. El juicio será entonces según el bien
particular, no el bien común, tal como indicaba con gracia la citada canción de Serrat.
Por eso Dios se reserva el derecho de juzgar, haciendo al hombre partícipe de esa
prerrogativa. Cuando el hombre prescinde de Dios, ya no tiene adónde sustentar dicha
prerrogativa. El árbol en el centro del Jardín está ahí no para tentar al hombre ni para
hacerle experimentar su frustración ante un deseo insatisfecho, sino para que el hombre
reconozca en él su propio límite (no puede comer del mismo), pero a la vez toda su
potencialidad: solo para el hombre el árbol es apetitoso porque solo para él, entre todos
los seres de la creación visible, ese árbol tiene sentido. Y ello porque creciendo en la
comunión con su creador, el hombre alcanzará su plenitud en Él, y podrá alimentarse
del árbol puesto que el mismo Dios será su alimento (Cf. 1Co. 15,28).

 El pecado
Hemos visto la estructura de la tentación. Pero debemos entender la diferencia de ésta
con el pecado: una cosa es ser tentado y otra cometer pecado. El mismo Jesús fue
tentado, pero nunca cometió pecado (Cf. 1Pe. 2, 22). Al contrario, triunfó sobre la
tentación consolidando así aún más su fidelidad al Padre y provocando una terrible
derrota al tentador que quería llevarlo a “cumplir” su misión, pero por el camino
equivocado17. En el apartado anterior señalábamos que, si querer ser como dioses no era

16
En las religiones el comer siempre tiene un sentido ritual, y a menudo ligado a la posibilidad de
apropiarse de aquello que se incorpora. En la Eucaristía Cristo se hace nuestro al ser comulgado (comido)
y así hace la comunión entre nosotros: “somos un solo cuerpo porque comemos del mismo pan” (1Co.
10,17)
17
Un análisis de las tentaciones de Jesús en el desierto (Mt. 4) nos muestra que el Enemigo utiliza la
misma estrategia que con Adán y Eva y que, de alguna manera, repite siempre: tiene un modus operandi,
como veremos luego.
pecado, entonces ¿en qué consistía el pecado? Y adelantábamos que en el modo de
alcanzar dicho deseo. Y prometimos desarrollar esto en este apartado. Pues bien, Dios
nos creó para que fuéramos como Él a través del amor, por el camino de la comunión
con Él. Esta comunión tiene como fundamento la verdad, que lleva al reconocimiento
de nuestra limitación y, por lo tanto, a la necesidad de la obediencia. Desde allí nos iría
elevando hasta su misma altura. La sugerencia con que el Diablo tienta supone un
camino opuesto: el de la duda hacia las verdaderas intenciones de Dios, la desconfianza,
la ruptura. Es como si sugiriera: Si dejan que él sea Dios, ustedes nunca podrán ser sino
sus esclavos. Para ser dioses tienen que derrocar a Dios. Cuando el ser humano entra
en este diálogo con el tentador y termina aceptando sus sugerencias, allí comete pecado:
porque ha dudado de la palabra de su amigo Dios, ha supuesto falsedad y mala
intención en sus mandatos, ha decidido traicionarlo siguiendo la voz de su Enemigo.
Las consecuencias del mismo muestran claramente el engaño, pero cuando ya es tarde
para volver atrás: la relación con Dios, como toda relación personal, supone el riesgo de
la confianza, no hay garantías posibles. No podemos poner a prueba a los amigos.
Tampoco podemos ensayar una traición para ver si así nos va mejor y, si vemos que fue
un error, entonces volvemos atrás y no ha pasado nada. No es así como se consolida la
amistad entre los hombres. Tampoco de los hombres con Dios.
Por lo tanto, el pecado se da cuando lo que la tentación sugiere es aceptado por la
libertad humana. Ahora bien, ¿cómo podríamos definir ese acto libre de aceptación de
lo que en la tentación aparece solo como posibilidad? La lectura de Gn. 3 puede
ayudarnos a formular por nosotros mismos una definición de pecado. El Catecismo de
la Iglesia Católica (desde ahora CIC) lo define así: “El pecado es una falta contra la
razón, la verdad, la conciencia recta; es un faltar al amor verdadero para con Dios y para
con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del
hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como ‘una palabra, un
acto o un deseo contrarios a la ley eterna’” (nº 1849). En el número siguiente señala
también: “El pecado es una ofensa a Dios: ‘Contra ti, contra ti solo he pecado, lo malo a
tus ojos cometí’ (Sal 51,6)”.
Estas definiciones del Catecismo nos presentan el pecado como algo que atenta contra
Dios, también contra el prójimo e incluso contra la razón misma de quien peca. Esto
último porque el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, no puede menos
que sufrir desmedro cuando intenta hacer uso de esta facultad (la razón) pero sin
referirla a su origen y sustento, que es el mismo Dios del que tomó su dignidad y su
capacidad de juicio; y sin orientarla a su fin, que es la verdad y el bien (Dios mismo en
cuanto suma Verdad y sumo Bien). Por eso el Catecismo lo señalaba también como una
falta contra la verdad y la conciencia recta.
El texto del Génesis nos pone ante la esencia de este drama: el pecado supone una
relación personal con Dios, la cual se rompe, y otra relación que aceptamos, con el
Enemigo, que nos esclaviza en tanto que por el engaño nos trunca el camino hacia
nuestra realización personal. El pecado, así, si bien puede definirse como la violación de
una Ley, ésta siempre es solo el indicador externo de algo más profundo: es una herida
en la relación personal con Dios y con las demás personas a las que estamos orientados
en cuanto que descubrimos en ellas la imagen y semejanza del creador, y nos
reconocemos en ellas en una solidaridad que se funda en el ser y no solo en el hacer:
carne de mi carne y hueso de mis huesos (Gn. 2,23).
Cuando entendemos esta relación personal y el drama de su ruptura, podemos tomar
conciencia de lo que implica la voz de Dios llamando al hombre (3,9) y la voz de la
Iglesia llamando a la conversión a través de los siglos. La conversión a Dios (volverse a
Él, darle la cara) es un camino de retorno porque el pecado es una conversión previa a
las creaturas: el hombre quiere ser señor de las cosas pero sin Dios. Es una conversión a
las creaturas dando la espalda a Dios. El Catecismo lo indicaba con las palabras apego
perverso a ciertos bienes. Desde entonces, Dios llama a través de su Iglesia, para que el
hombre vuelva su rostro hacia el rostro de su Dios, orientando hacia Él también sus
actos y sus cosas, para que pueda ser señor y no esclavo de sus bienes. Veremos esto
mejor cuando hablemos de las consecuencias del pecado en todo el orden de la creación.
Este pecado, llamado original porque está en el origen mismo de la historia de la
humanidad, y también porque se comunica a toda la descendencia humana, es a la vez
una disposición interior o inclinación al mal que está por ello a la base (o en el origen)
de los llamados pecados personales: los que cada uno de nosotros comentemos en el
ejercicio de nuestra propia libertad.
Aludimos a la libertad porque, para que exista un pecado personal, deben concurrir tres
elementos: conocimiento (es decir que, el que realiza el acto, debe saber que eso que va
a hacer es algo malo), consentimiento (el que lo realiza debe querer hacerlo, teniendo a
la vez la posibilidad de no hacerlo) y finalmente debe existir materia de pecado (es
decir, algo que en sí constituya el qué del pecado: ejemplo, matar, robar, mentir, etc.).
Cuando el conocimiento que tenemos de la maldad del acto es pleno, y también es pleno
el consentimiento que damos al mismo, si además la materia es grave, estamos en lo
que llamamos pecado mortal o pecado grave. Si no se dan estas condiciones sería un
pecado venial o leve. Es claro que cuando se habla de pecado mortal, se refiere a la
muerte espiritual, en el sentido de haber rechazado la Vida de Dios en el propio
corazón, al realizar un acto tan grave contrario a su amor y a su voluntad. El mismo
apóstol San Juan habla de un pecado que lleva a la muerte diferenciándolo de otro que
no lleva a la muerte (Cf. 1Jn. 5,16).
A su vez, estos pecados personales pueden ser de comisión (cuando hacemos algo malo)
o de omisión (cuando no hacemos el bien que podríamos o peor aún deberíamos: es el
amor no dado, el bien negado o retenido en injusticia porque el otro tiene derecho a ese
bien).
En definitiva, y más allá de las diversas definiciones que pueden darse de pecado,
creemos que lo principal es que se trata de un desorden. También esto lo
profundizaremos cuando veamos las consecuencias del mismo, ya que este aspecto
puede verse como definición del pecado (en cuanto alude a la naturaleza del mismo) o
como uno de sus efectos (en cuanto que produce una tergiversación del orden de las
cosas allí donde establece su reinado). Ubicaremos esta consecuencia del pecado en el
primer lugar de las muchas que del mismo se podrían señalar.

 Las consecuencias18
Antes de comenzar a rastrearlas en el texto, señalemos un detalle: intencionalmente
hablamos aquí de consecuencias y no de castigo. ¿Significa esto que Dios no puede
castigar? Sí puede, como Señor y Padre que es. Pero en este texto, concretamente,
parece más adecuado hablar de consecuencias. Esto porque Dios ya había advertido lo
que ocurriría si el hombre le desobedecía, y en esa advertencia más que una amenaza se
señalan las consecuencias inevitables de un acto: de él (del árbol que está en el medio
del Jardín) no deberás comer, porque el día que lo hagas quedarás sujeto a la muerte
(2, 17). Y lo mismo se percibe cuando informa al hombre y a la mujer acera de la nueva
situación: el por haber hecho esto, que inaugura la lista, sugiere la enumeración de unas
consecuencias inevitables: dado que todo bien fluía de la relación del hombre con Dios,
rota ésta no pueden seguirse sino males. Incluso la muerte: siendo Dios la fuente de la
18
En grupos se vuelve a leer Gn. 3, ahora con la consigna de detectar las consecuencias del pecado no
solo para nuestros primeros padres sino para nosotros y el mundo actual.
vida (y la Vida misma), cuando el hombre rompe con Él solo le queda la muerte19. El
tono del relato no parece sugerir un Dios iracundo que añade un castigo, sino un Dios
madre que, ante la desobediencia de su hijo, le sale al encuentro y, a la vez que le señala
las consecuencias de lo que hizo (y que deberá asumir con responsabilidad), se
manifiesta cercano para acompañarlo en las dificultades de la misma. El gesto maternal
de tejer unas túnicas para vestirlos (3, 21) parece abonar la idea.
Veamos entonces cuáles podrían ser esas consecuencias:
a) El desorden. La palabra desorden significa que algo no está ordenado a su objeto
natural. Dice la Biblia que, antes de la creación, era el Caos (como un modo de
significar la Nada, la ausencia de Ser, ya que el ser exige un orden, una lógica interna).
Dios crea el Cosmos, palabra que significa precisamente Orden. Así el ser tiene un
orden según el cual es y se perfecciona en cuanto a su propia naturaleza. Cuando el ser
se des-ordena, pierde su orden interno y tiende al caos, o sea a su propia aniquilación o
a la Nada original. Es por eso que cuando el hombre peca, al dar la espalda a su Dios,
establece un desorden que lo afecta personalmente: “morirás sin remedio” (2,17), “eres
polvo y al polvo volverás” (3,19), y afecta al cosmos: la tierra se rebelará contra el
hombre (producirá espinas: 3,17-18) y los animales ya no le obedecerán (a pesar de
haberles puesto nombre: 2, 19-20). Es decir, mientras el hombre está ordenado a Dios,
las cosas están ordenadas al hombre: le obedecen y se le someten. Rota la referencia a
Dios, ¿en virtud de qué derecho las cosas deberían obedecer al hombre? Éste establecerá
su dominio, pero en virtud de su superioridad natural, de su inteligencia, con esfuerzo y
lucha, con el sudor de su frente (3,19). El conflicto cósmico queda establecido, y ya no
solo en el aspecto moral sino también en el físico se deja sentir el desorden introducido
por el pecado del hombre. Esto puede parecer exagerado: se suele entender que el
pecado afecta las dimensiones morales solamente. No obstante, también el cuerpo
humano (enfermedades, vejez, muerte) acusa los efectos de la ruptura con Dios. Y no
parece una extrapolación decir que también la estructura física del cosmos todo se ve
afectada: no parece que los terremotos, tsunamis y otros desórdenes que afectan al
planeta sean ajenos a aquel desorden original, ni que pudieran tener lugar en la armonía
del Edén tal como salió de las manos del creador. Lo mismo parece confirmado en la
expresión de Pablo, cuando dice que la creación entera sufre dolores de parto y gime,
hasta que sea liberada y participe de la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Cf. Rm. 8,
21-22). Y no olvidemos que los dolores del parto son también consecuencia directa del
pecado (Cf. Gn. 3,16).
b) La vergüenza. El relato de la creación hacía alusión explícita a que, cuando fueron
creados, el hombre y la mujer estaban desnudos pero no se avergonzaban el uno del
otro (2,25). Sin embargo, inmediatamente después del pecado, descubrieron que
estaban desnudos y se hicieron unos taparrabos (3,7). ¿Qué ha ocurrido? Dice Juan
Pablo II:
“Esta vergüenza que, según la narración bíblica, induce al hombre y a la mujer a
ocultar recíprocamente los propios cuerpos y en especial su diferenciación
sexual, confirma que se rompió esa capacidad originaria de comunicarse
recíprocamente a sí mismos, de que habla el Génesis 2, 25. El cambio radical
del significado de la desnudez originaria nos permite suponer transformaciones
negativas de toda la relación interpersonal hombre-mujer. Esa recíproca
comunión en la humanidad misma mediante el cuerpo y mediante su

19
Imaginemos una situación que ilustre lo que queremos decir. Si fuéramos a cargar combustible y, una
vez lleno el tanque, tal vez envalentonados con la energía que percibimos en el interior del tanque lleno,
decidiéramos prender fuego a la estación de servicio (o a los pozos petroleros del mundo entero). Es claro
que podríamos andar durante un tiempo, incluso con muestras de mucha potencia en el motor de nuestro
automóvil, pero con una condena de muerte a cuestas, al no tener ya dónde recargar el tanque.
masculinidad y feminidad, que tenía una resonancia tan fuerte en el pasaje
procedente de la narración yahvista (cf. Gén 2, 23-25), en este momento queda
alterada: como si el cuerpo, en su masculinidad y feminidad, dejase de constituir
el insospechable substrato de la comunión de las personas, como si su función
originaria fuese puesta en duda en la conciencia del hombre y de la mujer.
Desaparecen la sencillez y la pureza de la experiencia originaria, que facilitaba
una plenitud singular en la recíproca comunión de ellos mismos. Obviamente
los progenitores no cesaron de comunicarse mutuamente a través del cuerpo, de
sus movimientos, gestos, expresiones; pero desapareció la sencilla y directa
comunión entre ellos ligada con la experiencia originaria de la desnudez
recíproca. Como de improviso, aparece en sus conciencias un umbral
infranqueable, que limita la originaria donación de sí al otro, confiando
plenamente todo lo que constituía la propia identidad y, al mismo tiempo,
diversidad, femenina por un lado, masculina por el otro. La diversidad, o sea, la
diferencia del sexo masculino y femenino, fue bruscamente sentida y
comprendida como elemento de recíproca contraposición de personas. Esto lo
atestigua la concisa expresión del Génesis 3, 7: «Vieron que estaban desnudos»,
y su contexto inmediato. Todo esto forma parte también del análisis de la
vergüenza primera. El libro del Génesis no sólo delinea su origen en el ser
humano, sino que permite también descubrir sus grados en ambos, en el hombre
y en la mujer” (Homilía del 04-06-1980).

En definitiva, la desnudez (que tiene un sentido mucho más profundo que la simple
ausencia de ropa para cubrir el cuerpo), denuncia con toda claridad la falsedad de toda
promesa que venga del Enemigo: había prometido a Adán y Eva que, desobedeciendo a
Dios, ellos serían dioses. El resultado fue que no solamente no se descubrieron dioses,
sino que se descubrieron desnudos. Esta desnudez sugiere la experiencia de desamparo
e indefensión del ser humano privado de Dios. Expuesto a las adversidades del entorno
(que ya no será amigable), expuesto a la ferocidad de animales más fuertes que el
hombre mismo (ellos ya no responden con docilidad al nombre que el hombre les puso)
y expuestos a los demás seres humanos que ya no son confiables: el pecado significó
perder la pureza del corazón, impuso malicia a la mirada, y ellos inmediatamente, casi
instintivamente lo percibieron así (se hicieron unos taparrabos, entretejiendo hojas de
higuera, v.7). E. Testa comenta al respecto: “Los ojos de Eva, maliciosos, se posan
concupiscentes sobre la desnudez de Adán y los de Adán en Eva. Desequilibrio físico,
al que sigue el moral, interno”20. Cuando el engaño queda en evidencia ya es demasiado
tarde, y solo queda llorar las consecuencias.
El pudor, como virtud cristiana, no sugiere desprecio ni una actitud mojigata respecto
del cuerpo. Es, más bien, conciencia sensata y prudente de la nueva situación
inaugurada por el pecado. La belleza del recato es el modo de recuperar, en lo posible,
la sencilla inocencia original ahora perdida.
c) El miedo. La psicología presenta al miedo como una de las emociones primarias. Su
origen estaría ligado al instinto de supervivencia en un ambiente que presenta aspectos
hostiles. Estos aspectos representan una amenaza porque el ser humano percibe que no
posee recursos suficientes para dominarlos. Esta observación es, desde el punto de vista
evolutivo y desde la exigencia de conservación del ser (como individuo y como especie)
totalmente correcta. Pero no podemos detenernos ahí: un paso indispensable es
preguntarnos porqué el miedo configura un instinto defensivo y un instinto ofensivo,
necesarios solo dando por supuestas (sin intentar una explicación al respecto) las
características hostiles del medio en que el ser humano sobrevive y evoluciona. La

20
Citado por Ravasi, G., en “El libro del génesis”, p.91.
Palabra de Dios, sin ofrecer (nadie podría hacerlo) datos empíricos ni constataciones
científicas sobre el tema, nos revela algo que sí queda ampliamente corroborado por la
experiencia: que el ser humano tiene miedo a los demás seres humanos (por eso cubre
su desnudez a los ojos del otro), tiene miedo a su entorno (a partir del pecado deberá
fabricar armas para defenderse y para cazar: podrá comer las fieras que a su vez pueden
devorarlo a él, cf. 9,3; recordar que, en el plan originario, se alimentaría de los frutos de
los árboles, cf. 1,29) y sobre todo, tiene miedo de Dios. Y la Palabra nos dice que el
origen de este miedo está en que el hombre, al seguir la voz del Enemigo, se hizo él
mismo Enemigo de Dios. Aquel que era la fuente de sus delicias y el origen de su
fecundidad y de su poder (llenen la tierra y sométanla, 1,28), se ha convertido ahora en
una amenaza tal que no soporta siquiera oír sus pasos paseándose por el Jardín del
Edén: tuve miedo y me escondí (v.10). Comienza la huída (que aún continúa) del
hombre que quiere esconderse de Dios. Absurdo intento, pues dice el Salmo:
“¿A dónde iré para estar lejos de tu espíritu?
¿A dónde huiré de tu presencia?
Si subo al cielo, allí estás tú;
si me tiendo en el Abismo, estás presente.
Si tomara las alas de la aurora
y fuera a habitar en los confines del mar,
también allí me alcanzaría tu mano
y me sostendría tu derecha.
Si dijera: ‘¡Que me cubran las tinieblas
y la luz sea como la noche a mi alrededor!’,
las tinieblas no serían oscuras para ti
y la noche será clara como el día” (139,7-12).

De igual manera, comienza en ese mismo instante la búsqueda de parte de Dios que sale
al encuentro del hombre y lo llama: ¿dónde estás?, y entabla un diálogo con aquel que
intentó romper todo diálogo con Él. La Historia de la Salvación, es decir, la historia del
amor de Dios que sale a buscar al hombre para ofrecerle un camino de regreso, es
también una historia del miedo del hombre y de la paciencia de Dios que trata de vencer
ese miedo tomando rostro humano y apareciendo como un Dios de paz y no de mal (Jer.
29,11; 1Co. 14,33). A pesar de ello, el hombre siempre lo representará como el Dios
oculto y terrible, más cercano a un enemigo que a un amigo del hombre.
Por eso, cuando la causa del miedo (el pecado) ha sido derrotada por la muerte y
resurrección de Jesús, éste se aparece siempre precedido del saludo que manifiesta la
nueva realidad inaugurada por su triunfo: no tengan miedo, la paz esté con ustedes (Cf.
Mt.28, 5. 10; Jn. 20, 19. 26 entre otras muchas). El mismo Anuncio de su llegada fue
precedido por esas consoladoras palabras (Lc. 1,29.30). Por eso, al anticipar aquellos
tiempos mesiánicos (es decir, en que el Mesías, Jesús, liberaría al ser humano de la
esclavitud del pecado), el profeta anuncia como signo de la llegada de esos tiempos el
retorno de la armonía original, donde no existe riesgo de daño y por lo tanto el miedo es
una palabra (una emoción) aún extraña: «El lactante jugará en el hueco de la víbora, en
la madriguera del áspid meterá la mano el recién destetado» (Is. 11,8).
En este nuevo orden (el mesiánico), ya no existe el miedo (que lleva a ocultarse de
Dios) sino el temor de Dios (que no es lo mismo que el temor a Dios). Así, si el miedo
es fruto del pecado, el temor de Dios es uno de los dones del Espíritu Santo, el cual
inspira reverencia a Dios y temor de ofenderlo, y aparta del mal al creyente, moviéndolo
al bien. Es el don que nos salva del orgullo sabiendo que lo debemos todo a la
misericordia divina. Por el temor de Dios se llega al sublime don de la sabiduría, como
enseñaba ya el Catecismo de Pío X.
Con palabras del genial Bernanós, cerramos este apartado referido al miedo como
consecuencia del pecado original: “¡No es hermoso de ver, no! Ridiculizado unas veces,
maldecido otras, renegado por todos... Y, no obstante, no os engañéis: el miedo está a la
cabecera de todo agonizante”. Y agrega con la intensidad que le caracteriza: “¡Ah, por
más que nos eleven y nos alejen la plegaria y el amor, llevamos con nosotros, adherido
a nuestros flancos, al compañero espantoso, deslumbrante de una inmensa carcajada!”21.
d) La ruptura. Ya mencionada en la misma definición de pecado, en cuanto
consecuencia del mismo merece unas palabras en sí misma. El pecado es, antes que
nada un desgarrón, una ruptura. Tal como se señaló en el primer apartado, rompe el
equilibrio de un orden necesario. Afectada la relación con Dios, lleva a la ruptura con
los demás seres humanos, ante los cuales ya no se reconoce ninguna responsabilidad:
¿Acaso yo soy el guardián de mi hermano? (Gn. 4,9), y con el medio ambiente, del cual
el ser humano ya no se reconoce mero administrador y, como tal, llamado a rendir
cuentas, sino dueño absoluto que ignora su responsabilidad con los bienes que ha
recibido y que debe transferir a las generaciones futuras. El problema ecológico y los
riesgos planetarios actuales son una muestra de esta ruptura.
Ruptura y lejanía con respecto al Creador y con el resto de todo lo creado, lo es también
con respecto a sí mismo: el ser humano no se encuentra a sí mismo sin Dios. “Nada
sería yo, Dios mío, nada sería yo en absoluto si tú no estuvieses en mí; pero, ¿no sería
mejor decir que yo no existiría en modo alguno si no estuviese en ti, de quien, por quien
y en quien son todas las cosas?”22. La muerte, consecuencia última del pecado, es
descripta en su dimensión natural como una ruptura o desgarrón: es la separación del
alma y el cuerpo.
Y en la carrera de huída con que el hombre intenta poner distancia de Dios, surge casi
paradójica, pero inevitablemente, la religión. La palabra indica la necesidad de re-
ligarse con su Origen, con su Creador. Pero si quiere re-ligarse, quiere decir que
reconoce dos cosas: la primera, que ya estuvo ligado (hay una nostalgia de Dios, un
recuerdo no meramente psicológico sino ontológico, que avisa al hombre de una
comunión que fue y a la que desea volver). Lo otro que se reconoce es que esa ligadura
o comunión inicial se ha roto, puesto que hay que recomponerla.
A menudo se considera que la religión es algo advenedizo, que no surge del ser humano
sino que le es impuesto por una cultura o por unas necesidades no satisfechas que
encontrarían en este sentimiento una compensación o un refugio. Sin embargo, los
orígenes de la humanidad se rastrean por los signos religiosos, y la ciencia muestra que,
allí donde hubo hombre hubo religión23. Es así que no podría ser cultural algo que
atraviesa todas las culturas24. Sí se trata, evidentemente, de una necesidad humana, pero
no una necesidad puramente práctica sino existencial: de sentido, de origen y de fin. Es
por ello que el avance del secularismo, lejos de anular la religión, aparece como una
búsqueda incansable de sustitutos de un Dios que el esfuerzo de los tiempos modernos
trata de borrar del horizonte. Y se comprueba que las sociedades más secularizadas (o
sea, las que con mayor empeño intentan autoconstruirse sin Dios, negando toda
trascendencia), son precisamente aquellas en las que se detectan más signos de
superstición, elementos cabalísticos y prácticas esotéricas.
21
G. Bernanós, “Bajo el Sol de Satanás”.
22
S. Agustín, Confesiones.
23
Cf Historia de las religiones, de Carlos Cid et al, ed. R. Sopena, Barcelona.
24
En este punto conviene alguna aclaración. La religiosidad, como dimensión subjetiva de la religión,
trasciende las culturas y se identifica con el hombre mismo. Hablamos de la actitud y la aptitud, esa
espontánea piedad que lleva a elevar el corazón y disponerse a una experiencia de Dios. Luego, el modo
de responder a esa disposición interior (desde una cultura, desde una revelación, desde una fe recibida,
etc.) es la Religión la cual tiene variadas concreciones que constituyen, a su vez, las religiones.
La llama de la espada zigzagueante para custodiar el acceso al árbol de la vida (v.24)
marca esa separación, no querida por Dios sino provocada por la ruptura del pecado, y
que explica el profundo sentimiento de soledad que acompaña la experiencia humana en
sus más variadas formas. Esta separación estaba señalada, en el templo de Jerusalén, por
el velo que separaba el Santo de los Santos del resto del templo. Allí nadie podía
acceder: el lugar del hombre está fuera del lugar de Dios. Cuando Jesús muere en la
cruz, uno de los signos del tiempo nuevo inaugurado por su triunfo sobre el pecado, es
que el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo (Mt. 27,51): el hombre tiene, en
Cristo, acceso al Padre. En Él todo hombre puede re-ligarse con Dios. Sin Él, no hay
religión eficaz: nadie va al Padre si no es por Mi (Jn. 14,6).
e) La concupiscencia. Dice el CIC:
“En sentido etimológico, la concupiscencia puede designar toda forma
vehemente de deseo humano. La teología cristiana le ha dado el sentido
particular del movimiento del apetito sensible que contraría la obra de la razón
humana. El apóstol S. Pablo la identifica con la lucha que la carne sostiene
contra el espíritu (cf Gal 5,16.17.24; Ef 2,3). Procede de la desobediencia del
primer pecado (Gn 3,11). Trastorna las facultades morales del hombre y, sin ser
una falta en sí misma, le inclina a cometer pecados” (nº 2515).

Como consecuencia del pecado original, la concupiscencia supone una inclinación al


pecado. Podríamos preguntarnos porqué, si el bautismo nos libera del pecado, no nos
libera también de esta inclinación que nos hace tan vulnerables a la tentación. En esto,
el CIC da una respuesta llena de implicaciones para la vida moral: “El Bautismo, dando
la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios,
pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el
hombre y lo llaman al combate espiritual” (nº 405).
Lo que condena al hombre es la culpa, y por ello es liberado de la misma por la gracia
del bautismo. Las consecuencias del pecado en su dimensión de herida, de fragilidad no
implican condenación (sin ser una falta en sí misma, decía la primera cita del CIC).
Además, permiten al hombre ser partícipe de la lucha por la cual Cristo padeció la Cruz
(lo llaman al combate espiritual, decía la segunda). Esto significa que el ser humano,
que en cuanto ser libre, no puede ser pasivo ante la gran obra de su propia redención: el
triunfo es también suyo en la medida en que colabora con la gracia tomando parte en la
lucha. Las implicaciones morales son, decíamos, muy profundas. En la eterna lucha
entre la luz y las tinieblas, el hombre tiene un rol activo. El Enemigo de Dios es también
el Enemigo del hombre, y es en el hombre en que Dios lo sigue venciendo (así como lo
venció en la humanidad de Jesucristo). Esto tiene un alto significado en términos de
dignificación de la naturaleza humana, pero también lo tiene en relación con la verdad y
la justicia: siendo la libertad humana la que estuvo en juego en el primer pecado (y en
cada uno de los siguientes), no correspondería a la verdad del hombre ni a la justicia que
corresponde a la responsabilidad frente a sus actos, que su libertad y la lucha implicada
en la percepción de las alternativas que ante su libertad se abren quedara excluida de la
escena. El drama del hombre y la grandeza de su dignidad se resumen en la misma y
única realidad: que, supuesta la gracia (sin la cual nada podemos hacer), su destino final
está en sus propias manos. Como dice S. Pablo: “Al final, cada uno cosechará lo que ha
sembrado” (Gal. 6,7).
f) La muerte. Es la consecuencia más fatal del pecado. A menudo se considera que la
muerte es causada por Dios. Frente a la pérdida de seres queridos, algunos se rebelan
contra Dios y los más piadosos, que no quieren acusar a Dios, se limitan a decir: “si
Dios lo quiso así…”. Sin embargo, dice el libro de la Sabiduría: “Dios no ha hecho la
muerte ni se complace en la perdición de los vivientes. El ha creado todas las cosas para
que subsistan; las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas ningún veneno
mortal y la muerte no ejerce su dominio sobre la tierra. (…) Pero por la envidia del
demonio entró la muerte en el mundo, y los que pertenecen a él tienen que padecerla”25.
Porque no es obra suya es que Dios no se complace en la muerte, ni siquiera del
pecador, sino que prefiere que se convierta y viva (Cf. Ez. 18, 33; 33,11).
Por otra parte, Dios ya había advertido al hombre que, si comía del árbol prohibido,
moriría sin remedio (2,17). Es decir que la muerte no aparece como una condición
propia del ser humano según Dios lo creó, sino por el contrario como consecuencia de
una desobediencia que arrebata al hombre de su orden natural, de su orientación y de su
fin propio. Puestas así las cosas, allí donde el hombre inquiere a Dios ante la realidad de
la muerte, podríamos imaginar que es al revés, siendo Dios quien tiene derecho a
inquirir al hombre por haber introducido en el mundo la realidad de la muerte que
trastoca todo el plan del creador. El hombre fue creado para la vida, y la muerte es
siempre un cuerpo extraño que naturalmente rechaza26. Quienes suponen que el hombre
es pura biología no pueden explicar su deseo de eternidad. Más aún, no pueden siquiera
ahogar en ellos mismos dicho deseo. Decía Kierkegaard: “cuanto más se cree uno capaz
de vivir sin lo eterno, más siente la esencial necesidad de ello”27. Es este deseo el que
hace que Pedro y los demás apóstoles permanezcan con Jesús cuando todos lo
abandonaban: “Señor, ¿a quien iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn. 6,68). Y
Jesús no defrauda esa esperanza: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en
abundancia” (Jn. 10, 10). Establece así claramente que el Padre no es fuente de muerte
sino de vida, y que no es su voluntad la perdición sino la salvación de todos los
hombres: “La voluntad del que me ha enviado es que no se pierda ninguno de los que Él
me dio” (Jn. 6, 39).
La muerte es una realidad incontestable y de experiencia diaria. Pero la interpretación
que se hace de la misma es muy diversa según los puntos de partida filosóficos,
culturales o religiosos desde los cuales se la considere. Incluso para algunos, la certeza
de la muerte puede mejorar la calidad de la vida. Dice Stefan Zweig, escritor austriaco:
“No basta con pensar en la muerte, sino que se la debe tener siempre delante. Entonces
la vida se hace más solemne, más importante, más fecunda y alegre”. En la
espiritualidad cristiana también se ha destacado este aspecto. Los libros sapienciales (de
sabiduría) señalan que aquel que piensa en la muerte evita los pecados (Ej.: “Acuérdate
del fin y deja de odiar; piensa en la corrupción y en la muerte, y sé fiel a los
mandamientos”, Eclo. 28,6). Y en esta línea muchos autores espirituales han
profundizado esta veta bajo el lema: piensa en las postrimerías, y no pecarás. De este
modo, la muerte se convierte en un faro que llama al hombre a la responsabilidad, sobre
todo desde una mirada creyente que supone que al final del camino se deberá responder
ante Alguien por las obras de la vida.
Como ya señalamos, desde una mirada puramente natural, se la puede considerar como
la separación del alma y el cuerpo. Pero el CIC señala que hay también una mirada de
fe, según la cual, la muerte no consiste solo en lo biológico sino que es una cuestión de
tener o no la vida de Dios en el corazón (Cf nº 1008). Según esto, uno puede estar vivo
biológicamente (respira, camina, etc.) pero estar muerto en términos espirituales. Por
eso ciertos pecados se llaman mortales. Al revés, alguien puede haber muerto

25
Sab. 1,13; 2,24. La expresión los que pertenecen a él (al demonio) se refiere a que, por el pecado, el
demonio tiene un derecho o un poder sobre nosotros. No alude, claro está, a lo que podríamos llamar
posesión diabólica o algún pacto personal con Satanás.
26
El filósofo Spinoza declara: “sentimos y experimentamos que somos eternos”, y el agnóstico Dolina
asevera: “somos mortales en beligerancia”.
27
S. Kierkegaard, “Mi punto de vista”, ed. Aguilar, p. 125.
biológicamente y sin embargo estar vivo para Dios: “Las almas de los justos están en
las manos de Dios, y no les afectará ningún tormento. A los ojos de los insensatos
parecían muertos.” (Sab. 3, 1-2a). Así la muerte, que como consecuencia del pecado
sigue ejerciendo su dominio sobre todos los seres, está ella misma herida de muerte
porque, vencido el pecado, ya no puede sino desaparecer. Por eso dice S. Pablo:
“Cuando lo que es corruptible se revista de la incorruptibilidad y lo que es mortal se
revista de la inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: La muerte ha
sido vencida. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón? Porque lo que
provoca la muerte es el pecado (…). ¡Demos gracias a Dios, que nos ha dado la victoria
por nuestro Señor Jesucristo!” (1Co. 15, 54-58).
La gozosa expresión de Pablo tiene su fundamento porque es el nombre de Jesús el que
ha reducido a la impotencia al que tenía el dominio sobre la muerte, es decir, al
demonio; Él vino a liberar a todos los que vivían completamente esclavizados por el
temor de la muerte (Cf. Hb. 2,14). Y esto es así porque no se ha dado bajo el cielo otro
nombre por el que podamos salvarnos (Hch. 4,12). Si la muerte es el verdadero drama
de la humanidad, y el nombre de Jesús es el único que tiene poder sobre la muerte,
entendemos la enérgica expresión de la Biblia que exhorta: “Al nombre de Jesús se
doble toda rodilla en los cielos y en la tierra y debajo de la tierra, y toda lengua
proclame que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp. 2,9-11).

2.3.2. Estructura del pecado original y su relación con los pecados


personales
Ya se señaló algo al respecto en el apartado referido a la tentación. A la astucia del
Enemigo allí señalada (por la cual siempre toca algún deseo legítimo y propone su
satisfacción de modo inadecuado), podríamos agregar que forma parte de dicha
estructura el error del ser humano de entrar en diálogo con el Enemigo. En la tradición
espiritual de la Iglesia, se suele decir que algunas batallas se ganan huyendo, y es
precisamente el caso de la batalla contra Satanás: si entramos en diálogo con él ya le
estamos dando una oportunidad de engañarnos, lo cual no nos conviene (es más astuto
que nosotros) ni es justo, pues no corresponde a los fieles de Dios entablar diálogo con
quién es su encarnizado Enemigo.
En este apartado hablaremos solamente de la estructura del pecado en cuanto original
en su relación con los pecados personales.
El pecado original se llama así por un doble motivo: porque está en el origen
cronológico (de la historia y de nuestra vida, pues ya nacemos con él: es heredado), y
también porque está en el origen de otros pecados, los nuestros, llamados por ello
personales.
Con relación a la condición de heredado, no se trata de culpar a unos por otros, sino de
reconocer una solidaridad con la raza humana, con la naturaleza humana: “soy hombre,
y nada de lo humano me es indiferente”28. Y en esta solidaridad reconocemos una
herencia, una inclinación al mal que la Iglesia llama concupiscencia.
Con relación a los pecados personales, encuentran en esta concupiscencia un referente:
hay una inclinación al pecado, una debilidad, expresada con dramatismo por Pablo:
“No hago el bien que quiero sino el mal que no quiero” (Rm. 7,19). Esto no implica que
no seamos responsables porque, si bien la concupiscencia nos inclina al mal, nunca nos
falta la gracia del Señor para vencer la tentación en el uso de nuestra libertad, que ha
quedado herida pero nunca anulada por el pecado. Por otra parte, el mismo Señor
conoce y tiene en cuenta esta debilidad, por lo cual nuestro triunfo es aún más meritorio,

28
Publio Terencio, “El atormentador de sí mismo”.
y nuestras faltas tienen a sus ojos misericordiosos un atenuante. Dice el Salmo 103:
“Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles;
porque él sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos barro”.
En la unidad cuarta, en relación con la libertad, profundizaremos un aspecto que no
obstante debemos ya adelantar aquí: la opción por el pecado definió al primer ser
humano en cuanto tal. Ahora bien, esto no aconteció solamente con relación a aquel
acto primero, inaugural podríamos decir, llevado a cabo por el ser humano recién
salido de las manos de Dios y que es invitado a ejercer su libertad para (desde la
posesión del Don inicial) constituirse también desde sí mismo. Este misterio se repite en
cada uno de nosotros y en cada acción específicamente humana (es decir, en cada
acción no necesaria y automática sino libre). Podría ser motivo de una seria reflexión e
interiorización pensar lo que esto significa: en cada acto me hago a mí mismo / en cada
acto defino lo que soy / en cada instante defino, con mis actos, mi eternidad… Si miento
elijo ser un mentiroso, si robo elijo ser un ladrón…
Es verdad que no es lo mismo lo que uno es y lo que uno hace, pero en términos
morales vale la pena advertir, aquí, el peligro de una trampa. Por un lado, no es correcto
etiquetar a una persona por algo que hizo. Por otro lado, es una trampa fatal creer que
puedo hacer lo que se me da la gana y que eso no afecta lo que soy. Y es esta trampa la
que nos hace pensar que es injusto que heredemos el pecado de nuestros primeros
padres, y también que es injusto que haya alguien que se condene eternamente. La
trampa consiste, en definitiva, en licuar el acto libre, convirtiéndolo en una mera
elección que no compromete mi ser. En definitiva, consiste en creer que mi ser está
acabado por alguien que no soy yo mismo, y que nada de lo que yo haga puede
modificar eso. Tenemos así una paradoja: la rebeldía contra todo lo establecido se alía
con la rebeldía contra una noción de libertad responsable de modo que, por un lado,
queremos ser libres sin límites, y por otro queremos ser seres predeterminados, sin
poder sobre nuestro ser ni sobre nuestro destino final. Esto último nos permitiría hacer
sin implicar nuestro ser.
Esta necesaria relación entre el ser y el hacer, que perdura en el ser humano, es decisiva
en el primero, aquel que aparece en las figuras simbólicas de Adán y Eva. Y es decisiva
porque ha sido creado a imagen y semejanza de Aquel que es por sí mismo, y desde sí
mismo. El ser humano será, entonces, un ser capaz de ser desde sí mismo no en idéntico
sentido, pero sí en un sentido real: partiendo del don inicial (un ser recibido, participado
del Ser de Dios), posee en su libertad la capacidad de hacerse. Y por ello aquel primer
acto libre no es equiparable a cualquier acto libre posterior sino que es constitutivo de
su ser, el cual se constituye así con una herida que afecta a su naturaleza, precisamente
aquello que se comunica por generación de padres a hijos. Como ya señalamos,
volveremos sobre esto en la unidad cuarta.

2.3.3. Modus operandi del Enemigo y su aplicación a la vida espiritual y


moral: el discernimiento de espíritus en la tradición espiritual de la Iglesia
Los ejemplos vistos con motivo del tema de la tentación, pueden ayudar a que captemos
cómo opera el Enemigo: toma un deseo legítimo, un deseo que Dios puso en el corazón
humano. Susurra al oído interno la legitimidad de ese deseo, y luego convence: si es
legítimo el deseo, es también legítimo alcanzarlo, ¿por qué no hacerlo? Y urge al
cumplimiento de dicho deseo por el camino que parece más fácil y más corto. Sobre
todo el más alejado a la voluntad de Dios, aunque este aspecto tratará de ocultarlo o al
menos disimularlo. Si esa contradicción con la voluntad de Dios se hiciera demasiado
patente, su estrategia será presentar dicha voluntad como opresora, ya que impide
cumplir los legítimos deseos de nuestro corazón. Es, generalmente, un camino erróneo
que lleva sólo a la frustración y al desengaño. El relato del Génesis, con la experiencia
de desnudez y miedo por parte de Adán y Eva, prueba claramente cómo la serpiente
había prometido lo que no podía cumplir.
Si transferimos todo esto a la búsqueda de felicidad que hay en todos los corazones, y
contemplamos luego cómo, esa legítima búsqueda de felicidad lleva a unos a un
desenfreno en lo sexual, el alcohol o la droga y a otros a una búsqueda del tener, del
poder, de la fama, de la apariencia, etc.; nos daremos cuenta dónde está el legítimo
deseo que Dios a regalado, y dónde la tentación que aparta del camino del bien, la
honradez y la verdad.
La antropología teológica, que hemos venido desglosando a partir del texto del Génesis,
nos ha configurado una concepción del hombre no exenta de ambivalencia: por un lado
compartiendo la Bondad original de todo lo creado, y además siendo imagen y
semejanza de Dios, con un halito soplado en su nariz que lo convierte en un ser no solo
vivo sino espiritual, capaz de conocimiento, capaz de amor y comunión, y también
capaz de discernimiento: Eva, luego de escuchar a la serpiente, evaluó lo que ésta le
decía, luego evaluó lo que el árbol ofrecía, y discerniendo que lo primero era atractivo y
lo segundo apetitoso, tomó la decisión que conocemos. Y este es el otro lado: el ser
humano ya no es tan bueno como Dios lo creó. Como estos actos de discernimiento, de
elección y de decisión forman parte de la estructura del acto libre, constitutivo del ser
humano, este ser que además de bueno poseía tal dignidad que lo asemejaba en todo a
Dios, es ahora también un ser herido e inclinado al mal, tal como hemos visto. Ha
prestado oído a la voz del tentador: ahora, éste tiene línea abierta para seguir en
comunicación con el ser humano. Éste le ha dado un derecho y el Enemigo no dejará de
usarlo.
Pero este mal uso de la libertad no es indiferente con respecto a la misma. Aquella
herida o tara, como hemos llamado al pecado original, afecta sobre todo a la libertad, y
a las facultades que le son nucleares: inteligencia y voluntad. Desde ese momento, la
inteligencia se ha obnubilado (el ser humano puede confundir la voz de Dios y la del
Diablo) y la voluntad se ha debilitado: aún sin confundirse con respecto a qué es lo
bueno y verdadero, puede volver a cerrar sus oídos a Dios para escuchar al Diablo,
porque el bien inmediato (el fruto apetitoso) se le aparece como irresistible (a su
voluntad debilitada) aunque a la larga se transforme en un mal. El problema de una
voluntad herida lo abordaremos cuando estudiemos el tema de las virtudes: el
fortalecimiento de la voluntad débil e inclinada al mal (o al menos al menor esfuerzo),
es la herramienta apta para luchar contra esta consecuencia del pecado. Con relación a
la inteligencia obnubilada por el pecado (peligro de confusión) se inscribe la propuesta
de este apartado: conocer el modus operandi del Enemigo es una herramienta útil para
quienes desean cumplir la voluntad de Dios pero temen equivocarse, ser engañados,
confundir el bien con el mal o la verdad con la mentira. Nos preguntamos: ¿tendrá el
Diablo un modus operandi? Es decir, a pesar de ser tan inteligente, ¿podrá descubrirse
un patrón que lo desenmascare, sobre todo cuando en su astucia intenta engañar,
hacernos ver el bien como malo y lo malo como bueno? Los autores espirituales de
todos los tiempos aseguran que sí. Según lo visto en el apartado titulado “el obrar sigue
al ser”, ya podemos deducir por nosotros mismos que el ser del Enemigo debe tener su
modo de obrar. Agudizar el sentido interior para descubrirlo es tarea de todo aquel que
quiere caminar seguro por el camino de la santidad. Sobre todo porque la astucia del
Enemigo hace que jamás se presente con su verdadera identidad, y que sus propuestas
(que apuntan indefectiblemente a torcer el camino del bien y la verdad) siempre
aparecerán bajo apariencia de bien. Esto porque él sabe que el ser humano fue creado
bueno y, aunque herido por el pecado, no puede ceder al mal por el mal mismo, sino
sólo cuando es presentado bajo algún aspecto bueno29. Y él buscará ese aspecto, aunque
sea bajo engaño.
Por eso es importante para el cristiano saber distinguir lo que viene del Espíritu Santo
de lo que viene de ‘otros espíritus’ que pueden ser carnales (como son los malos
deseos, las ambiciones desmedidas, los rencores, etc.) o diabólicos (como cuando
deseamos el mal a otros, o somos instrumento del Enemigo). En la Biblia misma
encontramos muchos textos que aluden a esta necesidad de discernimiento: “examínenlo
todo, y quédense con lo bueno” (1Tes. 5,21). En un texto más extenso, S. Pablo habla
claramente de cuáles son las obras que vienen de la carne y cuáles las del Espíritu. Dice:
“Yo los exhorto a que se dejen conducir por el Espíritu de Dios, y así no serán
arrastrados por los deseos de la carne. Porque la carne desea contra el espíritu y
el espíritu contra la carne. Ambos luchan entre sí, y por eso, ustedes no pueden
hacer todo el bien que quieren. Pero si están animados por el Espíritu, ya no
están sometidos a la Ley30. Se sabe muy bien cuáles son las obras de la carne:
fornicación, impureza y libertinaje, idolatría y superstición, enemistades y
peleas, rivalidades y violencias, ambiciones y discordias, sectarismos,
disensiones y envidias, ebriedades y orgías, y todos los excesos de esta
naturaleza. Les vuelvo a repetir que los que hacen estas cosas no poseerán el
Reino de Dios.
Por el contrario, el fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz, magnanimidad,
afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia. Frente a estas
cosas, la Ley está de más, porque los que pertenecen a Cristo Jesús han
crucificado la carne con sus pasiones y sus malos deseos. Si vivimos animados
por el Espíritu, dejémonos conducir también por él.
No busquemos la vanagloria, provocándonos los unos a los otros y
envidiándonos mutuamente” 31.

Tenemos en este texto una orientación clara acerca de cuáles son las obras que vienen
de Dios y llevan a Él, y cuáles las que no vienen de Dios ni llevan a Él. Muchos otros
textos de la Escritura nos dan pautas también para poder discernir qué cosas orientan al
hombre a su fin propio (a su plenitud y felicidad eterna) y cuáles, por más que parezcan
prometer una plenitud y una felicidad inmediatas, enseguida nos hacen descubrir que
estamos desnudos: sin encontrar sentido a nuestra vida, sin esperanzas y sin Dios…
Los autores espirituales de los primeros siglos del cristianismo han abundado también
en estas enseñanzas. Uno de ellos, llamado Hermas, escribió un bello texto llamado El
Pastor. La obra comienza así:
“Dos ángeles acompañan al hombre, uno de justicia y otro de maldad... El ángel
de justicia es delicado y recatado y manso y tranquilo. Así pues, cuando este
ángel penetre en tu corazón, te hablará inmediatamente de justicia, de pureza, de
santidad, de ser feliz con lo que tienes, de toda obra justa y de toda virtud
reconocida. Cuando sientas que tu corazón está penetrado de todas estas cosas,
entiende que el ángel de la justicia está contigo, porque ésas son las obras del
ángel de la justicia. A él pues, has de creerle, y a sus obras.

29
Buscar el mal por el mal mismo, no sería ya la consecuencia de una “herida” que debilita sino un estado
de corrupción que no es el estado de la naturaleza humana: ésta no está totalmente corrompida, y es lo
que el Catecismo nos dice cuando señala, casi como una apertura de todo su contenido, que el ser
humano, a pesar de su pecado “es capaz de Dios” (nº 27).
30
Aquí se refiere Pablo a que el cristiano ya no tiene que obedecer a la ley de la carne sino a la del
Espíritu.
31
Gal. 5, 16-26. Al hablar de la carne, S. Pablo no se refiere a la dimensión humana en cuanto tal, sino a
aquello que en el hombre se opone a Dios y es objeto de la acción del Enemigo. Con un sentido similar,
en el evangelio de Juan se habla del mundo como lo opuesto a Dios. Eso no niega que hay en el ser
humano y en el mundo mucho de bueno, y que ya constituye la presencia del Reino de Dios en el mundo.
Considera, por otra parte, las obras del ángel de la maldad: en primer lugar es
impaciente, amargado e insensato: sus obras son malas y capaces de abatir a los
siervos de Dios. Cuando este ángel penetre en tu corazón, has de saber
conocerle por sus obras... Cuando te sobrevenga alguna impaciencia o
amargura, entiende que él está dentro de ti”.

Mucho después, en el siglo XVI, San Ignacio de Loyola, a partir de su propia


experiencia espiritual, sistematizó el discernimiento de espíritus, y nos dejó unas Reglas
que son de gran valor para conocer cómo obra Jesús y cómo lo hace el Enemigo, de
modo que no nos dejemos engañar. Estas reglas señalan que debemos estar atentos a lo
que él llama mociones interiores. Son movimientos del alma, que avisan sobre qué tipo
de espíritu es el que nos habita en determinado momento, sobre todo a través de las
experiencias interiores de desolación y consolación.
Jesús dijo que sus ovejas reconocen su voz y lo siguen, en cambio “nunca seguirán a un
extraño, sino que huirán de él, porque no conocen su voz” (Jn. 10, 5). Esto significa que
entre el creyente y Jesús hay una sintonía que hace que el creyente sepa discernir
cuándo el que habla es su Señor32, y cuándo el que susurra es el tentador. A este sexto
sentido lo llamamos discernimiento de espíritus.
Como cierre, digamos que el modus operandi del Enemigo es diametralmente opuesto
al de Dios. Un ejemplo puede ilustrar lo que decimos. Ante la tentación, el Enemigo
siempre va a minimizar la gravedad del pecado: ¿Qué tiene de malo? ¿Acaso no lo
hacen todos? Tenés derecho a pensar así. Tenés razón de sentir rencor33, etc. A Adán y
Eva les dijo: de ningún modo morirán (Gn. 3,4). Luego de cometido el pecado, el modo
de operar del Diablo es aumentar la dimensión de la falta (nos dirá que lo que hicimos
es tan grave que no hay posibilidad de perdón), para que nos desesperemos y no
busquemos el arrepentimiento, el perdón y el crecimiento espiritual. Por ejemplo, Judas
se ahorca (Mt. 27, 3-5). Al revés, Dios nos presenta, antes de cometer el pecado, toda
su gravedad y nos advierte, por medio de nuestra conciencia, sobre las consecuencias
del mismo. Así lo hizo con Adán y Eva: si comen de ese árbol morirán sin remedio (Gn.
2,17). Luego del pecado, Dios nos señala que no nos quedemos allí tirados, nos tiende la
mano, nos ofrece su perdón. A Caín lo invita a levantar la frente y le pone en ella un
sello de protección (Gn. 4, 6.15), a Adán y Eva los cubre con túnicas y les promete la
salvación (Gn.3, 15).
En este modo de operar Dios y el Diablo, hay matices pero que siempre están dentro de
estas grandes líneas. Por ejemplo, si una persona es de conciencia delicada y ha pecado,
el Diablo apuntará a atormentarla pensando que no tiene perdón. Si, por el contrario, es
una persona con conciencia laxa, le convendrá continuar con la misma estrategia que
utilizó antes del pecado: convencerlo de que lo que hizo no es tan grave, o bien que
todos lo hacen o, finalmente, que estaba justificado porque él tenía razón ya que a él
también le hicieron daño.
Por otra parte, cuando hablamos de que el buen o el mal espíritu tratarán de convencer a
la persona de una u otra cosa, debemos tener presente que, para ello, tanto Dios como el
Diablo se valen de instrumentos o de mensajeros. Nos referimos a personas (o escritos,
o medios de comunicación, o cualquier medio que sirva para los fines que uno u otro se

32
En definitiva, se trata del amor. Y todo el que ama sabe reconocer los detalles del amado: su voz, sus
pasos, hasta el modo propio de tocar el timbre cuando llega...
33
Este punto es importante porque el tener razón (esta será la “apariencia de bien” que manejará el
tentador) hace que creamos que está bien alimentar malos sentimientos. Pero resulta que una cosa es tener
razón y otra alimentar odio, deseos de venganza, etc. Nadie se va al cielo por tener razón, sino por saber
combatir al Enemigo y alimentar los sentimientos que vienen del Espíritu de Jesús (Flp. 2,5).
proponen) que pueden obrar como instrumentos de Dios o del Diablo (a menudo sin
saberlo); y nosotros mismos podemos ser instrumentos en ese sentido.
Agreguemos, finalmente, que ese modus operandi tiene otra característica: Dios,
además de nunca mentir, siempre respeta nuestra libertad. No así el Enemigo. Por eso
Dios no nos engaña, porque solo teniendo la información correcta podemos ser
plenamente libres, ya que la libertad supone conocimiento pleno. Tampoco nos fuerza o
coacciona, ya que la libertad supone también consentimiento pleno. El Diablo, a quien
no le importa nuestra libertad, si bien no puede anularla tratará de todos modos de
disminuirla, sea engañándonos con información falsa, sea coaccionando para que
nuestra voluntad ceda. No obstante, y como ya dijimos antes, la libertad es un don de
Dios y por ello el Diablo, aunque pueda atacarlo de muchas maneras, no puede
destruirlo. Es así que siempre somos suficientemente libres para ser responsables de lo
que hacemos, y la gracia del Señor nunca nos abandona para coadyuvar a nuestros
mejores propósitos. Con Él podemos ser fieles a pesar de las luchas y tentaciones que
debamos afrontar. Por otra parte, el mismo Enemigo, si bien quiere engañarnos para
que pequemos, si consiguiera que hiciéramos algo malo pero anulando totalmente
nuestra libertad de nada le serviría, ya que no podría perdernos sin algún grado de
conocimiento y de consentimiento libre de nuestra parte: tanto en su salvación como en
su perdición, el hombre debe cooperar desde el uso de su libertad. Es así que el mismo
Enemigo, que intentará disminuir nuestra libertad, nunca intentaría anularla del todo
aunque pudiera, ya que esto iría contra sus mismos intereses.

2.3.4. El “protoevangelio” y la expectativa salvífica


El título de este apartado alude concretamente al citado texto de Gn 3,15. Antes de
abordarlo desglosemos un poco las palabras para entender porqué se lo llama así. Proto
quiere aquí decir primero. La palabra evangelio alude a la buena noticia de la salvación.
Por eso los cuatro relatos bíblicos que nos narran la vida de Cristo se llaman
Evangelios, ya que cuentan la buena noticia del salvador.
El relato de Gn 3 no es una buena noticia sino todo lo contrario: allí se nos cuenta cómo
el ser humano perdió su comunión con Dios y con ella los así llamados Dones
Preternaturales: Don de integridad (perfecto equilibrio, rectitud y dominio de las
pasiones), Don de inmortalidad (o sea el poder de no morir, que es distinto a no poder
morir), Don de impasibilidad (ausencia de padecimientos exteriores), Don de
ciencia (capacidad de conocer lo necesario para la vida terrena y para la vida eterna) y
Don de dominio (capacidad de dominio natural, sin esfuerzo alguno, sobre todas las
creaturas inferiores).
Ahora bien, en este relato en que se nos cuenta la catástrofe del pecado original, ¿hay
también un evangelio? Así es: tal como ha dado en llamarlo la tradición de la Iglesia,
hay aquí un primer anuncio de salvación, o sea una primera buena noticia para el
hombre condenado al sufrimiento y la muerte, sobre todo condenado a vivir sin Dios al
haberlo rechazado por medio del pecado.
Esto no debe sorprendernos porque, como vimos, ya desde el momento mismo del
pecado Dios no aparece iracundo y con deseos de castigar al ser humano, sino al
contrario: lo busca, lo llama, entabla diálogo. El versículo 21 muestra a Dios haciendo
túnicas de pieles para cubrirlos. Si la desnudez simbolizaba la experiencia de abandono
e indefensión del ser humano que se ha apartado de Dios, el gesto maternal de cubrirlos
no puede sino significar lo contrario. Es como si Dios con ese gesto les dijera: ustedes
se sienten solos, pero yo sigo con ustedes; ustedes me abandonaron, pero yo no los
abandoné. Así, ya vemos que la actitud que la Palabra nos muestra con respecto a Dios
(en el simbolismo de un lenguaje humano que, inspirado por Dios, viene a revelarnos el
misterio de su amor), hace totalmente coherente la aparición inmediata, sin hacerse de
rogar, de un protoevangelio.
En el v. 15 del capítulo en cuestión el Señor Dios, dirigiéndose a la serpiente, dice así:
“Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. Él te aplastará la cabeza
y tú le acecharás el talón". Veamos porqué es un evangelio. Satanás aparece aquí como
muy poderoso: su astucia ha apartado al hombre de Dios y ha instaurado el principio del
caos en el cosmos. Ahora, con el ser humano herido por el pecado, inclinado al mal, de
alguna manera esclavo de Satanás en cuanto que le ha abierto las puertas de su
existencia y de su destino, ¿cómo podría liberarse de él? Dios, en su bondad, desea
liberar al hombre, pero respeta la libertad del hombre y, en su justicia, no puede menos
que reconocer que Satanás ha adquirido un derecho sobre el mismo. El fracaso total
parece inevitable: no solo el hombre sino la creación con él (puesto que fue creada para
él, y puesta bajo su dominio) parece condenada al fracaso, o sea, a la aniquilación total.
Es cuestión de tiempo: el fruto del pecado iría corrompiéndolo todo hasta la disolución
definitiva34… Y en medio de este espectáculo desolador, Dios se dirige a la serpiente y
le anuncia su derrota. Claro, para que ello ocurra Dios no podrá (dejaría de ser Dios)
hacer trampa, no podría ignorar la justicia ni dejar de atender a los derechos que el
Enemigo adquirió sobre el hombre. Menos aún podría ignorar la libertad humana que se
entregó al dominio de Satanás. La única manera parece ser la que fue: Dios mismo se
hace hombre (en su Hijo, Dios igual al Padre y al Espíritu) y asume en sí el rol de un
nuevo Primogénito (el primero fue Adán). En cuanto tal, es cabeza de la humanidad y
actúa en nombre de todos los hombres, primero cargando sobre sí el pecado de todos
ellos para alcanzar, con su triunfo en la cruz, la salvación de todos: “del mismo modo
que en Adán todos mueren, así también todos revivirán en Cristo" (1 Co. 15,22).
Y este breve versículo 15 del capítulo 3, ¿anuncia realmente todo esto? Anuncia un
triunfo que se sugiere total. El modo cómo luego se realizaría es claro que no solo no lo
dice allí sino que jamás hombre alguno pudo siquiera imaginarlo. Es un triunfo a la
medida de Dios, y por ello imposible de anticipar y ni aún siquiera de esperar por parte
de los hombres. Y este triunfo aparece con signos de totalidad porque señala que un
descendiente de mujer (es decir, un ser humano: Dios no pelea con ventajas sino que
enfrenta a Satanás asumiendo la debilidad del mismo ser al que venció), aplastará la
cabeza de la serpiente. Cualquiera que haya tenido oportunidad de enfrentarse con una
serpiente puede atestiguar que, por mucho que se la triture a golpes, la serpiente siempre
se recuperará. El único modo de asegurar su muerte es aplastarle la cabeza. Y allí es
donde el anunciado hijo de mujer (Jesús) descargará su golpe. Por otra parte, la
serpiente seguirá ejerciendo su influjo en los descendientes de Eva, hasta que el triunfo
de Cristo alcance su plenitud en cada uno de aquellos por los que derramó su sangre. Y
este influjo tiene que ver con acechar el talón: el Enemigo siempre acechará al hombre
por lo más bajo y, aunque quiera aparecer como interesado en el progreso y la felicidad
de la raza humana, siempre su objetivo será trabar, impedir, confundir y hacer caer.
Claro que el Enemigo no es sólo una serpiente, y por ello el simbolismo es solo eso: no
pretende una interpretación literal ni una explicación exhaustiva del acontecimiento. Lo
que anuncia es un triunfo total que se realizará acorde al combate y a quiénes son los
combatientes. Si en la serpiente el único punto en que se la puede derrotar total y
definitivamente es en la cabeza, ¿cuál será la cabeza de Satanás? Tal vez su soberbia,
que es derrotada por la humildad de aquel Jesús que fue obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz (Fil 2,6-11). También estas cosas nos superan, pero no al Señor, que
sabe muy bien cuál es el poder de Satanás, y también cuál su cabeza.
34
La Palabra nos muestra este crescendo de la crueldad del hombre (Gn.4, 24) así como del mal en el
universo a impulsos del crecimiento del pecado: Babel, Diluvio, etc.
Y es por eso que los Padres de la Iglesia, desde muy antiguo, encontraron en este
versículo un protoevangelio. Oportuno porque muestra que el amor de Dios no se hace
esperar, y que el auxilio de la gracia acontece en el momento preciso de la caída del
hombre, como una madre que no auxilia a su hijo pequeño mientras éste puede
arreglarse solo, pero que cuando está en apuros, no tarda ni un instante en acudir en su
ayuda. Un protoevangelio en el cual los santos padres siempre vieron en Jesús, como se
indicó, a un nuevo Adán: así como el primero representaba a la humanidad por ser
quien, con el acto primero de su libertad cerraba o constituía la naturaleza por así
decirlo inacabada del ser humano; así el nuevo Adán (Cristo), representando a todos los
hombres sanaba la herida de ese acto libre rebelde cargando sobre sí el pecado de todos
los hombres y pagando en su carne la falta de todos: de ese modo aplasta la cabeza
soberbia de aquel que no pudo imaginar que el ser humano fuera capaz de un acto tal de
humildad, de obediencia y de amor: “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que
había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que
estaban en este mundo, los amó hasta el extremo” (Jn. 13, 1). Y en este acto de amor el
Enemigo recibió su derrota definitiva, la única de la que no podía recuperarse,
simbolizada en la cabeza aplastada de la serpiente.

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