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Unidad 2.

Base antropológica de la moral cristiana


“Y vio Dios que era muy bueno” (Gn. 1,31)

2.1. Implicaciones concretas de la expresión “el obrar sigue al ser”


En lo antedicho se ha aludido ya a este principio, de modo que aquí nos limitaremos a
algunas consideraciones que dejen establecido definitivamente, para nuestro trabajo, lo que
con esa expresión se quiere indicar. Con relación al juicio sobre el obrar, podemos partir
desde diferentes puntos de referencia (o desde diferentes antropologías), y en cada caso las
conclusiones serán diferentes. Sin pretensión de exhaustividad en tema tan amplio, daremos
no obstante algunos ejemplos que permitan entender a qué nos referimos.
Si partimos de una antropología materialista (por ejemplo, la que señala con Feuerbach:
"El hombre es lo que come"1), ¿cuál será la moral que de allí se sigue? Podríamos decir, tal
vez simplificando, que para el hombre será bueno todo lo que sirva para su estómago (o
para su vida material en general), y será malo lo que lo prive de ello. Si, por el contrario,
partimos de una antropología espiritualista, la moral se cualificará en sentido contrario: será
bueno aquello que potencie el ser espiritual del hombre, para lo cual, algunas veces deberá
renunciar a su alimento o a algún bien material, e incluso a la vida misma si fuere
necesario.
Podemos ver también otras consecuencias desde otras perspectivas. Una visión
constructivista de la persona nos dirá que ésta es lo que el individuo haga de sí. Al
contrario, una visión determinista dirá todo lo contrario: el individuo es lo que está
determinado a ser, sea desde lo genético, o desde lo contextual y cultural que ejercerían
sobre el mismo una influencia absolutamente determinante. El viejo adagio conductista:
“denme un niño y les daré el hombre que deseen”2 es, sin más, una proclamación de la
influencia de las variables ambientales sobre las conductas, hasta el punto de determinar el
carácter y la personalidad del individuo. En igual sentido, hay dos expresiones
contrapuestas que vienen a dar cuenta de estos dos diversos puntos de partida. La primera
podemos tomarla del conocido poema de A. Machado, que dice “caminante, no hay
camino: se hace camino al andar”. Con esta expresión, se dice que es el ser humano el que
va construyendo su ser y su destino sin más parámetros que el arbitrio de su libertad. Sin
desconocer esta expresión (sino, al contrario, parafraseándola para desdecirla), la Cantata
Criolla de A. Dolina dice con toda intención: “que no hay caminante, tan solo hay camino”,
visión determinista que convierte al ser humano en un ejecutor de designios
preestablecidos, sin importar su identidad (no hay caminante, da lo mismo que fuere uno u
otro) ni su libertad (el camino ya está marcado, al ser humano solo le corresponde
caminarlo). Coherente con esta visión, la cantata señala luego: “malas compañías son las
ilusiones: otros ya han tomado nuestras decisiones”.
Cuando decimos (con la tradición tomista) que el obrar sigue al ser, no estamos hablando
de un ser determinado por una naturaleza cerrada en sí misma y por lo tanto
predeterminada en su obrar. Pero sí estamos diciendo que hay una naturaleza, un desde
dónde el individuo configura su ser con sus actos libres, y sobre el cual el medio ejerce

1
No es lugar aquí para ampliar este tema filosófico. Baste con disculparnos por cierto simplismo en el uso de
la frase, que contrasta con lo que el mismo Feuerbach decía: “No es posible que exista el concepto de materia
allí donde únicamente hay materia (…). La materia sólo se conoce en contraposición con el espíritu” (Obras
completas II, 140).
2
Clásica frase (en realidad aquí simplificada) de John Watson, el así llamado “padre del conductismo”.
también una influencia para nada despreciable pero nunca determinante. Santo Tomas, en
su “Suma contra los gentiles”, dice: “Por el modo de su operación se juzga también la
especie, la medida y la calidad de una virtud (o potencia, o facultad). Pero la virtud muestra
la naturaleza de la cosa; pues a cada cosa le es propio operar según la naturaleza que ha
recibido” (L. II, c. 1).
Retomemos los textos citados de Machado y Dolina. Si por camino entendemos un modo
predeterminado de obrar, de modo que al hombre le fueran inevitables sus acciones, y como
consecuencia no fuera responsable de las mismas, decimos que estamos más cerca de
Machado que de Dolina. Es decir, el hombre es responsable de sus actos y su camino no
está predeterminado: él “hace camino al andar”. Pero a la vez, si al señalar que no hay
camino se quiere indicar que no existe nada desde donde el hombre es, como si fuera una
especie de ser que se autoconstruye a cada instante, entonces decimos que tampoco es ésta
la visión de la antropología cristiana, pues el ser humano ha recibido una naturaleza como
don, como regalo, y obra según la misma en orden a alcanzar la plenitud de su semejanza
con el creador.
Las consecuencias de una u otra mirada son importantes, pues si todo está predeterminado
no hay responsabilidad, pero tampoco hay mérito. Y al revés, si no hay un desde dónde
tampoco hay un parámetro para juzgar los actos, y el hombre se convierte en una especie de
dios cuyo obrar es a la vez la medida y regla de sí mismo. En todo caso, la antropología
cristiana toma distancia tanto del materialismo cuanto del espiritualismo: tiene su centro en
la Encarnación del Señor y profesa la esperanza de la resurrección de la carne, pero nunca
reduce su horizonte a lo meramente carnal o material ya que “el reino de Dios no es comida
ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm. 14, 17).
Desde otro ángulo y con un interés algo distinto, retomaremos este dilema al abordar la
unidad referida a la gracia.
Finalmente, decimos que es ese ser con sus características recibidas, el que da el
fundamento y la explicación de las características de su obrar moral, con consecuencias
sublimes y a la vez terribles. Por su capacidad de elegir entre el bien y el mal, el hombre es
capaz de decisiones vitales, y en un sentido (un sentido no absoluto pero sí real y decisivo)
su mismo destino eterno está en sus manos. Esto es, de por sí, sublime (por la dignidad que
implica esta capacidad de autodeterminación) y a la vez terrible (por la responsabilidad de
saber que en cada instante puede jugarse su eternidad, sin posibilidad de culpar a otro).
Agregamos un elemento más: desde la condición de sucesividad propia de su naturaleza
espacio-temporal, el ser humano puede no solo obrar bien o mal, sino también rectificar sus
actos, convertirse para decirlo en términos bíblicos, y alcanzar incluso la santidad aún
después de una vida de error o de pecado. Esto distiende un poco la gravedad implicada en
la afirmación anterior, que aludía a la posibilidad de definir en un instante la propia
eternidad. Pero al no saber cuándo será su último instante, y además saber que sus actos
fortalecen o debilitan su libertad, de modo que una vida de pecado puede hacer que su
capacidad de conversión quede gravemente limitada, lo ubica en la situación de trabajar por
la propia salvación con respeto y seriedad, o incluso “con temor y temblor” como nos dice
San Pablo (Filp. 2, 12). Por contrapartida (y para entender mejor lo dicho), señalemos que
la angeleología (estudio de los ángeles), al ocuparse de la naturaleza angélica nos explica
que su obrar, aún coincidiendo con el obrar humano en cuanto a su capacidad de elegir el
bien o el mal, se distingue sin embargo por cuanto esa elección es única y sin retorno. Esto
porque su ser es atemporal, y no sujeto a sucesión como en el ser humano: la sucesividad
implica que un acto malo que se da en un momento puede ser rectificado por otro que se da
en otro momento. Vemos aquí cómo, a partir del ser, surge una consecuencia crucial para
el obrar. No conocer o no dar importancia a esto, lleva a muchos a creer que Dios no es
suficientemente misericordioso al no dar a los ángeles caídos otra oportunidad. En
realidad, no se trata de que Dios no sea con ellos misericordioso, como si ellos se
arrepintieran pero Dios se negara a perdonarlos. Se trata de que ellos jamás se arrepentirán
porque su ser, poseedor de una perfección y simplicidad que no podemos nosotros entender
plenamente porque nos supera, queda definitivamente fijado en un solo acto de su libertad.
Cuando analizamos entonces los actos humanos, no podemos evaluar los mismos como si
el ser humano fuera incapaz de actos libres y, por lo tanto, víctima de sus condiciones
externas o de su bagaje heredado, pero tampoco como si fuera un ser que, habiendo
realizado determinados actos, ya fuera incapaz de retorno, irrecuperable y por ello de
alguna manera descartable para la sociedad. Un equilibrio entre el excesivo rigor y la
permisividad ingenua, es fruto de un conocimiento objetivo de la naturaleza humana según
Dios la ha creado y el fin al que la ha convocado.

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