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La universidad prepara para vivir y para vivir bien; precisamente por eso,
su meta es la formación del intelecto y no solo la transmisión de
conocimientos, de modo que los estudiantes puedan “cumplir mejor sus
tareas en la vida, y hacer de ellos miembros más inteligentes, capaces y
activos de la sociedad”. Newman no teme caer en contradicción cuando
afirma: “si debe asegurarse un fin práctico a los cursos universitarios,
afirmo que es el formar buenos miembros de la sociedad. Su arte es el
arte de la vida social, y su objetivo es la preparación para el mundo”.
No hay expansión de la mente a menos que se comparen unas ideas con
otras a media que llegan, y se las integre en un orden nuevo que permita
referir lo que se aprende a lo que ya se sabía. En la universidad se debería
formar “una mente que adopta una visión conexa y armónica de lo viejo y
lo nuevo, lo paso y lo presente, lo lejano y lo próximo, y que percibe la
influencia de todas estas realidades unas sobre otras, sin lo cual no habría
ni un todo ni un centro”. Este intelecto posee un conocimiento no solo de
cosas, sino de sus mutuas y verdaderas relaciones. Es un saber no solo
considerado como una adquisición cuantitativa, sino como filosófica.