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De las dictaduras militares en Brasil, Chile y Argentina el Cono Sur o la

“trampa de muerte”.

Ramírez Polo Elías Salvador.

Introducción.
Al abordar en esta materia la situación de América Latina, habría que destacar que el
auge de las economías latinoamericanas, que correspondió a la fase expansiva de la posguerra
llegó a su fin en la década de los ochenta. Lo que significó la peor depresión económica
experimentada en la región desde 1930, a tal grado que se suele calificar los efectos de la
crisis como la década perdida, caracterizada entre otras tendencias, por un crecimiento
promedio del PIB per cápita de -1.2% en todo el decenio, situación agravada por una deuda
acumulada que en 1993 sobrepasó los 440 mil millones de dólares y que se volvería
técnicamente impagable.

Especulación financiera, fuga de capitales, desempleo, sub-desempleo, y


profundización de la pobreza no podían ser enfrentadas por regímenes dictatoriales los cuales
habían tenido la ayuda generosa de Estados Unidos. Al mismo tiempo, los regímenes
políticos intentaban recuperarse luego de 20 años que duró la larga y oscura noche de
dictaduras militares y terrorismo de Estado en la que se volvieron comunes expresiones
como: escuadrones de la muerte y desapariciones (calculándose que en este periodo fueron
secuestradas y asesinadas alrededor de 150.000 personas).

Esta incipiente y frágil transición democrática o democracias sin Estado fue celebrada
por los gobiernos de James Carter y Ronald Reagan (“hoy más del 90% de los
latinoamericanos viven en naciones comprometidas con los principios democráticos” Reagan
1998), como si los estados unidos hubiesen influido positivamente el proceso. Sin embargo,
otros sectores más informados al interior del propio gobierno norteamericano, y sobre todo
en la perspectiva latinoamericana, consideraban que la política de ayuda militar y policiaca
de los Estados Unidos hacia América Latina constituía parte del problema más que de la
solución.
Introducción.
Hasta este momento Estados Unidos seguía siendo el responsable del
estrangulamiento económico -a través de políticas de estabilización impuestas por el FMI- y
de la debilidad de los Estados latinoamericanos determinada por su estrategia
intervencionista dominada por la concepción del conflicto Este-Oeste, cuando era claro -
sobre todo después de la caída del Muro de Berlín- que la naturaleza de los conflictos era la
polarización norte-sur (ricos-pobres).

No obstante, ciertos sectores políticos y algunos intelectuales latinoamericanos


comenzaron a cuestionar la idea difundida de profundo antinorteamericanismo, que consistió
en culpar a los Estados Unidos y a las empresas trasnacionales de los males endémicos de la
región latinoamericana, convirtiéndola en una verdadera leyenda negra que operó como una
especie de conciencia histórica colectiva, sustentada por dirigentes nacionalistas y grupos de
izquierda. Así una buena parte de la creación literaria de América Latina en los años 60 y 70,
elaborada por autores como Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Alejo
Carpentier, y Gabriel García Márquez exploraron este sentido de postración y transferencia
de culpa en el imaginario colectivo latinoamericano que nunca operó bajo los mismos
conceptos y prácticas políticas de sus protagonistas.

La complejidad viene entonces en la historia contemporánea, lo mismo encontramos


sacerdotes revolucionarios que colaboracionistas; guerrilleros genuinos o personal militar
entrenado por los Estados Unidos que se convirtió en enemigo en su propio país; presidentes
nacionalistas y reformistas; mujeres defensoras de los derechos humanos; indígenas que
protagonizaron revueltas; trabajadores en lucha contra los sindicatos autoritarios y
corporativos; enemigos encontrados en alianzas políticas de frente amplio; cristianos y
marxistas, entre otros. Es pues este carácter polifacético el que hizo que la región se
convirtiera en un escenario sumamente importante en la política mundial y no sólo por su
vínculo simplificado de subordinación respecto a los Estados Unidos.
Desarrollo.
Habrá que admitir que el rechazo histórico a las administraciones norteamericanas
tiene raíces que se remontan a la época de Teddy Roosevelt, quien inauguró una diplomacia
de abierta agresividad; desde el derrocamiento de la primera democracia en Guatemala
(1954) instrumentada por la CIA. De ella continuaron intervenciones declaradas o
encubiertas de Estados Unidos para desestabilizar gobiernos hostiles de acuerdo a su óptica
anticomunista. El repaso es el siguiente: Bahía de cochinos, Cuba (1959); Brasil (1964);
República Dominicana (1965); Chile (1973); Argentina (1976); Granada (1983); Bolivia
(1986); Honduras (1988); Panamá (1989) Nicaragua y El Salvador (década de los ochenta).

Así se debe mencionar entonces, las dos décadas de terror estatal (1960-1970)
impuesto por las dictaduras militares sudamericanas asociadas con sus respectivos aparatos
de policía nacional, los cuales fungieron como formas autoritarias de gobierno y a la vez
como instrumentos de represión de movimientos políticos y sociales promovidos o tolerados
por las instituciones democráticas.

El escenario no pudo ser más desolador: las dictaduras militares se especializaron y


modernizaron en acciones de desestabilización, guerra sucia sistemática, y contrainsurgencia
que implicaron desapariciones, tortura, y asesinatos de opositores políticos bajo los
argumentos de salvaguardar la civilización cristiana, los valores occidentales y evitar la
influencia del comunismo. Así se instrumentaron las doctrinas de seguridad nacional y de
represión preventiva con relativo margen de autonomía, pues siempre fue notoria la
colaboración internacional – particularmente de Estados Unidos- en materia de inteligencia
y entrenamiento de fuerzas especiales e incluso de torturadores, como lo revelaron los
documentos descubiertos en las oficinas de la policía de Paraguay en 1992, llamados los
archivos del horror, en los cuales se documentan las actividades represivas y el papel que
jugaron los Estados Unidos.
Brasil.
El primer caso de estas dictaduras militares latinoamericanas se dio en Brasil, luego
del golpe de Estado de 1964 qué puso fin a una serie de regímenes corporativistas iniciados
con Getulio Vargas miliar terrateniente, que asumió la presidencia durante los años 1930 –
1954 (20 años). Su llegada al poder fue el resultado de una coalición cívico-militar que
derrocó a la vieja República dominada por una oligarquía agroexportadora.

Vargas alternó políticas reformistas con medidas de represión, lo mismo en contra de


los oligarcas paulistas que contra movimientos de izquierda o fascistas, consolidado un poder
estatal autoritario y centralista que favoreció el proceso de industrialización y la inversión
extranjera. El 29 de octubre de 1945, la presión interna al régimen de Vargas y el particular
interés de los Estados Unidos hicieron que militares conservadores derrocarán al nuevo
régimen mediante un golpe de estado, ascendiendo al poder el General Eurico Dutra, quien
fue presidente de 1945 a 1950. En este mismo año Getulio Vargas gana las elecciones y
vuelve al poder para instrumentar medidas nacionalistas que afectaban los intereses de
empresarios nacionales y extranjeros, razón por la cual, el 24 de agosto de 1954, ante las
presiones de los militares, se suicida, no sin antes denunciar el saqueo de Brasil por parte de
las compañías transnacionales.

Posteriormente, Joao Goulart, quien había sido vicepresidente desde 1956, asume la
presidencia en 1961. Sus reformas y el restablecimiento de relaciones diplomáticas con la
Unión Soviética también generaron suspicacias entre las élites políticas y en el gobierno
norteamericano. La inflación y la recesión, junto con el cese de apoyos económicos por parte
de Estados Unidos, pusieron al régimen en una situación vulnerable que culminó con un
golpe militar cuidadosamente orquestado. A partir de este momento y hasta 1985, cuando se
convoca elecciones por instaurar un gobierno civil encabezado por José Sarney, Brasil fue
un caso excepcional de desarrollo económico combinado con una maquinaria de represión y
tortura que brindó apoyo logístico y financiero para perpetrar otros golpes militares en
Bolivia, Uruguay, Chile y Argentina con respaldo de la CIA, el pentágono y el departamento
de Estado norteamericano.
Chile.
Este patrón se repite en Chile, a tal grado que el impacto del golpe militar asestado al
régimen de Salvador Allende ha sido considerado como un caso del libro de texto, aunque
con sus propias particularidades, pues Chile es un país que antes de este acontecimiento tenía
la más larga tradición de gobiernos constitucionales e instituciones democráticas en América
Latina. Fue el 13 de septiembre de 1973, transcurridos mil días de gobierno de la Unidad
Popular, cuando se consumó el derrocamiento violento de una experiencia que pretendió
hacer reformas pacíficas hace la construcción de un socialismo democrático que no fueron
bien vistas por el gobierno norteamericano, pues en esos años entre 1970 y 1973, el entonces
presidente Richard Nixon describía a Allende como marxista, un revolucionario
problemático. Basta señalar que los tres años de gobierno, Allende nacionalizó los servicios
públicos, la banca, varias industrias básicas, las compañías norteamericanas de cobre y
emprendió un proceso de reforma agraria que afectaba a la oligarquía terrateniente.

El ascenso de Allende a la presidencia de Chile el 3 de noviembre de 1970 fue el


resultado de la división del centro y la derecha que posibilitó la victoria de la unidad popular
con más de un 1 millón de sufragios que representaron 36.6 por ciento de los votantes. Su
gestión se vio desde un inicio acotada por reformas constitucionales que pusieron fuera de
sus manos el control de las Fuerzas Armadas, situación que, junto con otro tipo de presiones
políticas y sabotaje económico orquestadas por sus opositores, debilitaron considerablemente
su capacidad de maniobra para enfrentar a los grupos más reaccionarios a su gobierno, al
mismo tiempo que lo confrontó con la izquierda y con sus propios aliados (trabajadores
industriales y campesinos sindicalizados), quienes lo acusaban incompetencia.

Documentos confidenciales de la compañía ITT (International Telephone and


Telegraph) revelados por el periodista norteamericano Jack Anderson en 1972, pusieron al
descubierto los planes de desestabilización conjuntos diseñados por los Estados Unidos y las
compañías privadas. Incluso, se supo que estos planes ya existían antes de la llegada de
Allende al poder, como un proyecto preventivo ante un eventual ascenso de una coalición de
izquierda. De no lograrlo, se pondría en marcha una estrategia sistemática de
desestabilización política que implicaba la alianza con las fuerzas civiles y militares chilenas.
Chile.
Augusto Pinochet ocupó el cargo de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas en
sustitución del general Carlos Prats, quien renunció en 1972, por presiones de los altos
mandos del ejército. Traicionando la confianza del presidente, Pinochet encabezó la mañana
del 11 de septiembre de 1973 a los sectores del ejército junto a los carabineros (la Policía
Nacional) para exigir la renuncia de Allende. Hacia el mediodía el palacio Nacional de la
moneda era bombardeado, en su interior el presidente resistió el ataque con un pequeño grupo
de colaboradores y fuerzas leales.

Consumado el golpe -cuyo nombre clave fue Plan Yakarta- Pinochet se puso frente
de la junta militar y organizó con la asistencia técnica de los Estados Unidos una policía
nacional llamada Dina, la que se hizo cargo de eliminar a los opositores dentro y fuera del
país. Prats fue asesinado en Argentina; en Roma fue herido Bernardo Leighton, del partido
demócrata cristiano; y en Washington fue eliminado Orlando Letellier, quien fue embajador
de Salvador Allende en Estados Unidos. En noviembre de 1974 Augusto Pinochet asumió
formalmente la presidencia de Chile, inaugurando una dictadura militar que gobernó con
represión sistemática y bajo un programa económico de choque instrumentado por el FMI,
y los llamados Chicago Boys, quienes pretendieron defender la economía de libre mercado,
lo que se tradujo en brutal proceso de desindustrialización y concentración de capital en doce
conglomerados de empresas nacionales –sobre todo el sector financiero- y en el
desmantelamiento del sector estatal por medio de las privatizaciones que incluyeron el
sistema de seguridad social. El desempleo y la pobreza aumentaron prácticamente de la noche
la mañana.

La dictadura pinochetista gobernó entre 1973 y 1978 bajo el primer estado de sitio;
posteriormente, declaró un estado de emergencia vigente hasta 1984; y nuevamente, hasta
1989 se renuevan lo estados de sitio. El saldo en vidas humanas de la represión ejercida
constituyó una auténtica tragedia nacional, se calcula que en el primer año posterior al golpe
militar murieron entre 5 mil según el gobierno de los Estados Unidos y 30 mil personas.
(Entre 1975 y 1976, desaparecieron, en promedio, 30 personas al mes).
Chile.
El 5 de octubre de 1988 otro plebiscito se pronuncia a favor de las reformas a la
Constitución de Pinochet en 1980. Fue hasta el mes de diciembre de 1989 cuando se
efectuaron elecciones presidenciales que favorecieron al demócrata cristiano Patricio
Aylwin, con 53.8 de los votos, resultando de una amplia coalición de partidos que derrotaron
a las corrientes derecha y ultraderecha impulsadas por Pinochet, quien, pese a la derrota se
mantuvo como comandante del ejército – constituido por 60.000 hombres de una casta militar
pretoriana- e impuso una ley de amnistía para su protección y la de todos aquellos que se
hubiesen visto involucrados en la violación de los derechos humanos. En 1993, en las
siguientes elecciones presidenciales, Eduardo freí Ruiz Tagle derrotó nuevamente a la
coalición de derecha, pero en ambos casos los dos presidentes impulsaron estrategias
económicas de corte neoliberal.
Argentina.
Otro caso paradigmático de dictadura militar en el cono sur fue la República
Argentina a la que, a diferencia de Chile, le precede una historia política caracterizada por
las guerras civiles y la sucesión de gobiernos oligárquicos, rara vez interrumpidos por
efímeros casos de vida democrática que siempre se vio corrompida y dependiente de los
poderes militares. El último caudillo populista, Juan domingo Perón, constituye un punto de
referencia a partir del cual se entienden las sucesivas intervenciones militares en el escenario
político argentino (1943, 1945, 1955, 1962, 1966, 1976), con las premisas de restablecer el
orden y salvar a la nación.

Perón asciende al poder en 1944, cuando los dirigentes de golpe militar de 1943 se
desorganizan y el aparece como el hombre fuerte del régimen. El 9 de octubre de 1945 es
encarcelado por los militares y sus opositores civiles, pero inmediatamente, el 17 de octubre,
es puesto en libertad luego de intensa presión ejercida por los trabajadores, quienes habían
organizado el partido del trabajo, que fue la base de apoyo de Perón para presentarse a las
elecciones en febrero de 1946. Perón obtiene una amplia victoria y los posteriores resultados
su gestión, producto de un populismo corporativista de base amplia, le permitieron reelegirse
en 1951. Dificultades económicas posteriores acabaron enfrentándolo con los industriales
nacionales, la oligarquía terrateniente; además de afectar su alianza con la iglesia, la clase
media y los estudiantes universitarios. Esta descomposición fue el caldo de cultivo para su
derrocamiento y su posterior exilio en 1955.

No estante, las redes políticas tejidas por Perón durante su gobierno le permitieron
integrar una estructura de mando secreta que alentó y arraigo en Argentina una fuerte
corriente peronista que tenía diversas expresiones a veces contradictorias. Los militares
conservadores, o gorilas, como eran llamados por los argentinos, mantuvieron el control
político del país, impidiendo toda costa el retorno del peronismo, lo que se manifestó de
manera más clara entre 1966 y 1973, cuando se libró un estado de guerra contra las fuerzas
de la subversión interna de cualquier tipo.
Argentina.
La radicalización de algunas fracciones del peronismo, como los montoneros, el
ejército revolucionario popular y las fuerzas armadas revolucionarias aunado al fuerte
descontento social permitieron que 1973 Juan domingo Perón regresara del exilio, siendo
presidente Héctor Cámpora, quien renunció al cargo en 1973 y posteriormente Perón es
elegido por tercera ocasión para la presidencia; pero ahora en franca confrontación con los
grupos radicales. Al morir el caudillo, en julio de 1974, se esposa y vicepresidenta, Isabel
Perón, ocupó la presidencia hace 23 de marzo de 1976, fecha en que culmina luego de varios
mini golpes, el derrocamiento orquestado por quien fue su jefe de Estado Mayor, el general
Jorge Videla, quien de inmediato detuvo a Isabel Perón, cerró el congreso y despidió a los
ministros de la suprema corte.

La dictadura militar argentina aplicó la doctrina de seguridad Nacional de una forma


más espontánea e histérica que cualquier otro país del cono Sur. Como siempre, el caos
económico, el aislamiento de Washington y la derrota en la absurda guerra por las islas
Malvinas contra Gran Bretaña en 1982 precipitaron la caída de los militares. En octubre de
1983 los argentinos fueron llamados a las urnas y eligieron como presidente a Raúl Alfonsín,
de la Unión Cívica Radical. En las siguientes elecciones, en mayo de 1989, el peronista
Carlos Saúl Menem llegó a la presidencia. En ambos casos, las líneas generales de sus
gobiernos estuvieron marcadas por el indulto a los militares que participaron en la guerra
sucia, por los escándalos de corrupción y por aplicar programas económicos neoliberales que
poco o nada se han distinguido de los implementados por los regímenes militares.
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